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2006

Ultimo Aggiornamento: 27/05/2013 20:01
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14/05/2013 20:55

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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19/05/2013 19:46


ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS AGREGADOS DE LA ANTECÁMARA PONTIFICIA

Jueves 5 de enero de 2006



Queridos amigos:

Este encuentro tiene lugar en el clima sugestivo del tiempo navideño, al inicio de 2006, y es ocasión muy propicia para expresaros a cada uno mis mejores deseos de un sereno y provechoso año nuevo. Os saludo cordialmente y me alegra recibiros en esta audiencia especial.

Puedo decir que vosotros sois de casa, y os estoy sinceramente agradecido por el servicio de honor que prestáis, no sin sacrificios, porque se requiere una constante disponibilidad, en las audiencias, en las ceremonias y en las recepciones oficiales, cuando el Papa se reúne con jefes de Estado, primeros ministros y embajadores acreditados ante la Santa Sede.

He querido encontrarme con vosotros para deciros que aprecio la solicitud y la cordialidad con que cumplís vuestra singular función. En estos primeros meses de mi pontificado he podido experimentar aún más de cerca y de manera directa el espíritu que os anima a vosotros y a cuantos trabajan en la antecámara pontificia. Conozco también la devoción que sentís por el Sucesor de Pedro, y también os doy las gracias por ello. Que Dios os recompense. Quisiera dirigir un saludo en particular a vuestras amables esposas, que hoy os acompañan, así como a cuantos han querido estar presentes en este encuentro, que bien podríamos llamar de familia.

Vuestro benemérito Colegio, coordinado por el decano, depende de la Prefectura de la Casa pontificia, y tiene siglos de historia. Cambian los tiempos, los usos y las costumbres, pero no cambia el espíritu con que cada uno está llamado a trabajar junto a aquel que la Providencia divina llama a gobernar la Iglesia universal. Puesto que esta casa, la Casa pontificia, es la casa de todos los creyentes, os corresponde también a vosotros, queridos miembros de la Antecámara, hacer que siempre sea acogedora para todos los que vienen a reunirse con el Papa.

Queridos hermanos, vuestro servicio implica también un compromiso asiduo de testimonio de Aquel que es el verdadero Señor y Dueño de la casa: Jesucristo. Esto requiere mantener con él un diálogo constante en la oración, crecer en su amistad e intimidad, dispuestos a testimoniar su amor acogedor a todas las personas con quienes os encontréis. Si realizáis vuestra misión con este espíritu —y estoy seguro de que es así para todos vosotros—, entonces puede convertirse en un apostolado singular, en una ocasión para transmitir con la cortesía y la cordialidad la alegría de ser discípulos de Cristo en cada situación y en todos los momentos de nuestra vida.

Mañana celebraremos la solemnidad de la Epifanía, y mi pensamiento va a María, que presenta al Niño Jesús a los Magos llegados desde lejos para adorarlo. La Virgen sigue presentando a Jesús a la humanidad, de la misma forma que lo hizo con los Magos. Acojámoslo de sus manos: Cristo colma las expectativas más profundas de nuestro corazón y da sentido pleno a todos nuestros proyectos y acciones.

Que él esté presente en las familias y reine por doquier con la fuerza de su amor. La intercesión maternal de María os obtenga experimentar cada día más la comunión profunda con él, comunión que comienza en la tierra y llegará a su plenitud en el cielo, donde, como recuerda san Pablo, seremos "conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2, 19). Por mi parte, deseo aseguraros un recuerdo en la oración, para que el Señor os acompañe durante todo el año recién iniciado, bendiga a vuestras familias y haga que vuestras actividades produzcan mucho bien.

Con estos sentimientos, de corazón os imparto una bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a todos vuestros seres queridos.


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19/05/2013 19:47


DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
DURANTE LA VISITA AL BELÉN DE LOS BARRENDEROS DE ROMA

Jueves 5 de enero de 2006



Señor alcalde;
señor presidente; señoras y señores;
queridos amigos:

Para encontrar las palabras correctas, he hecho preparar un discurso, porque hablar bien en este momento, aunque el corazón está lleno de alegría, no es tan fácil. Por eso, permitidme que lea, pero con todo el corazón, este discurso.

Todos los años, mientras pudo, el venerado Pontífice Juan Pablo II vino a admirar vuestro belén. También yo, prosiguiendo esta hermosa costumbre, esta tarde he venido de buen grado, con gran alegría, para encontrarme con vosotros y visitar el belén que también este año habéis realizado. Sé que deseabais que el Papa no faltara a esta tradicional cita navideña, y debo deciros que este era también mi deseo. En efecto, quería expresaros personalmente mi gratitud por el trabajo que vosotros, queridos agentes ecológicos, lleváis a cabo asegurando la limpieza y el orden en la vasta zona alrededor de la plaza de San Pedro, frecuentada por numerosos peregrinos y turistas. Y esta limpieza, este orden, no son sólo algo exterior. Son la expresión de un espíritu, de una mentalidad, que manifiesta la belleza interior; la belleza que buscamos y que hace tan acogedora nuestra ciudad, capital del mundo en muchos sentidos.

Vuestro servicio exige dedicación e implica no pocos sacrificios. Vuestro presidente ha hablado de los gestos de caridad que hacéis, que son muy importantes. Por eso, ¡gracias de corazón! Os saludo con afecto y, a través de vosotros, quisiera saludar a todos vuestros compañeros. Dirijo un pensamiento especial al señor alcalde y a las demás autoridades, a los dirigentes, a los responsables de la Empresa municipal para el ambiente (AMA) y a cuantos han querido estar presentes. También expreso mi sincero agradecimiento al que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes.

El motivo de nuestro encuentro es la visita a vuestro belén, el "belén de los barrenderos", el más conocido de Roma, que tiene más de treinta años de historia, habiendo sido ideado y realizado por primera vez en la Navidad de 1972 con la colaboración entusiasta de muchos agentes ecológicos. Sé que cada año se enriquece con nuevos elementos, pero permaneciendo fiel al estilo típico de las casas de Palestina del tiempo de Jesús. Es realmente impresionante, con 95 casas construidas por completo en piedra caliza y dotadas de puertas y ventanas, según el estilo de la época; no faltan ríos, manantiales, acueductos, luces, calles pavimentadas con "adoquines". En suma, un vasto paisaje poblado por cerca de 200 personajes, un conjunto construido con material proveniente de todas las partes del mundo, y especialmente de la columnata de San Pedro, de Belén y de San Giovanni Rotondo. Me ha admirado, y me congratulo con cuantos han trabajado pacientemente en la realización de una obra tan bien estructurada.

La visita al belén, especialmente esta tarde, en la víspera de la solemnidad de la Epifanía, es como ir en peregrinación a Belén, a la cueva santa donde nació el Redentor, y a Jerusalén, a donde llegaron los Magos desde Oriente y encontraron a Jesús, María y José. Detenerse a contemplar estas escenas evangélicas es un estímulo a meditar en el misterio central de nuestra salvación: Dios se hizo hombre por nosotros; nosotros podemos acogerlo en nuestro corazón y experimentar la alegría de su presencia santificadora. Pero no basta detenerse a contemplar; es preciso hacer algo más. Es necesario que Jesús se convierta en el centro de toda nuestra existencia. Sí, es importante que él sea el guía de nuestro camino diario y la meta última y definitiva de nuestra peregrinación terrena.

Al expresaros a vosotros y a vuestras familias mis mejores deseos para el año 2006, recién iniciado, quisiera recordar la hermosa frase de san Agustín que elegí para la Navidad de este año: "Expergiscere, homo: quia pro te Deus factus est homo", "Despiértate, hombre: porque por ti Dios se ha hecho hombre". Queridos amigos, el Señor quiere que estemos vigilantes y atentos, sin dejarnos engañar por las falaces sugestiones de todo lo que es efímero y pasajero. Que os suceda así a todos vosotros, queridos amigos, y el Señor os conceda un año nuevo sereno y fecundo. Acompaño este deseo con la seguridad de mi oración por vosotros y por vuestros seres queridos, a la vez que os bendigo de corazón a todos.

Recemos juntos el "padrenuestro", y después os imparto mi bendición.


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19/05/2013 19:48


ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA ALIANZA MUNDIAL
DE LAS IGLESIAS REFORMADAS

Sábado 7 de enero de 2006



Queridos amigos:

Al comienzo de este nuevo año, os doy la bienvenida a vosotros, líderes de la Alianza mundial de Iglesias reformadas, con ocasión de vuestra visita al Vaticano. Recuerdo con gratitud la presencia de delegaciones de la Alianza mundial tanto en el funeral de mi predecesor el Papa Juan Pablo II como en la inauguración de mi ministerio papal. En estos signos de mutuo respeto y amistad, me complace ver un fruto providencial del diálogo fraterno y la cooperación emprendida durante las últimas cuatro décadas, y una señal de esperanza segura para el futuro.

De hecho, el mes pasado se celebró el cuadragésimo aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II, que promulgó el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo. El diálogo entre católicos y reformados, que se inició poco después, ha dado una contribución importante a la exigente obra de reflexión teológica e investigación histórica indispensable para superar las trágicas divisiones que surgieron entre los cristianos en el siglo XVI. Uno de los frutos del diálogo ha sido mostrar áreas significativas de convergencia entre la comprensión que tienen los reformados de la Iglesia como Creatura Verbi y la comprensión que tenemos los católicos de la Iglesia como sacramento primordial de la manifestación de gracia de Dios en Cristo (cf. Lumen gentium, 1). Es un signo alentador que la actual fase de diálogo siga investigando las riquezas y la complementariedad de estos enfoques.

El decreto sobre el ecumenismo afirmó que "el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (n. 7). Al comienzo de mi pontificado, expresé mi propia convicción de que "la conversión interior es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo" (Mensaje en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 7), y recordé el ejemplo de mi predecesor el Papa Juan Pablo II, que a menudo habló de la necesidad de una "purificación de la memoria" como medio para abrir nuestro corazón a fin de recibir la verdad plena de Cristo.

Juan Pablo II, especialmente con ocasión del gran jubileo del año 2000, dio un fuerte impulso a este compromiso en la Iglesia católica, y me complace constatar que varias de las Iglesias reformadas, miembros de la Alianza mundial, han emprendido iniciativas similares. Gestos como estos son fundamentales para una relación más profunda, que debe alimentarse en la verdad y el amor.

Queridos hermanos, pido a Dios que este encuentro dé como fruto un compromiso renovado de trabajar por la unidad de todos los cristianos. El camino que tenemos por delante requiere prudencia, humildad, estudio paciente e intercambios. Ojalá lo emprendamos con gran confianza, en la obediencia al Evangelio y con nuestra esperanza firmemente arraigada en la oración de Cristo por su Iglesia, en el amor del Padre y en la fuerza del Espíritu Santo (cf. Unitatis redintegratio, 24).


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19/05/2013 19:49


ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS GENTILESHOMBRES DE SU SANTIDAD

Sábado 7 de enero de 2006



Queridos amigos:

Es para mí motivo de gran placer acogeros esta mañana en audiencia especial y saludaros con viva cordialidad. Esta es una ocasión propicia para conocernos mejor y manifestaros mis sentimientos de gratitud por el servicio que prestáis al Sucesor de Pedro. Os veo con ocasión de ceremonias y recepciones oficiales, cuando recibo a jefes de Estado, primeros ministros, embajadores y otras autoridades. Os agradezco sinceramente vuestra colaboración. Hoy no habéis venido acompañando a altas personalidades políticas, sino a vuestras amables esposas como a una reunión de familia. Me alegra acogerlas también a ellas y saludarlas con afecto paternal.

Queridos gentileshombres, vuestro servicio es un servicio de honor, que se inserta en la tradición secular de la Casa pontificia. Ciertamente, hoy en ella todo se ha simplificado mucho, pero, aunque con respecto al pasado hayan cambiado las funciones y los papeles, sigue siendo idéntico el objetivo de quienes trabajan en ella, es decir, servir al Sucesor del apóstol Pedro.

Nos encontramos al final del período navideño, recién comenzado el nuevo año. En este período hemos contemplado constantemente al Salvador, que ha venido a la tierra. Es él quien, en la gran sencillez de la Nochebuena, nos ha traído la riqueza de la comunión con su misma vida divina. Él es la luz que no tiene ocaso, el centro de nuestra existencia, y nosotros, como los pastores de Belén y los Magos, que llegaron de Oriente para adorarlo, después de recogernos en oración ante el belén, volvemos a nuestras actividades diarias, llevando en el corazón la alegría de haber experimentado su presencia. Envueltos en este gran misterio, iniciamos con serenidad y confianza este año nuevo bajo el signo del amor vivificante de Dios.

Desde esta perspectiva, queridos amigos, me complace desearos un fecundo 2006. En la Iglesia toda tarea es importante, cuando se coopera a la realización del reino de Dios. La barca de Pedro, para que pueda avanzar con seguridad, necesita numerosas tareas escondidas que, junto con otras más visibles, contribuyen al desarrollo regular de la navegación. Es indispensable no perder jamás de vista el objetivo común, es decir, la entrega a Cristo y a su obra de salvación.

Os encomiendo a vosotros y a vuestras familias a María, la Madre del Salvador, para que os acompañe y os sostenga en todos los momentos de la vida, a la vez que deseo que experimentéis cada vez más la alegría de la presencia de Cristo en vuestra existencia. Y de buen grado os bendigo a todos, asegurándoos un recuerdo especial en la oración.


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19/05/2013 19:50


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 9 de enero de 2006



Excelencias,
Señoras y Señores:

Con alegría os recibo a todos en este tradicional encuentro del Papa con el Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Después de la celebración de las grandes fiestas cristianas de la Navidad y de Epifanía, la Iglesia todavía vive de esta alegría: es una gran alegría, porque surge de la presencia del Emmanuel –Dios-con-nosotros–, pero es también una alegría interior, puesto que es vivida en el ámbito doméstico de la Sagrada Familia, cuya historia sencilla y ejemplar la Iglesia recorre en este tiempo con íntima participación; al mismo tiempo, es una alegría que se ha de comunicar, pues la verdadera alegría se debilita y se apaga cuando se la aísla. A todos vosotros, Señoras y Señores Embajadores, a los Pueblos y Gobiernos que dignamente representáis, a vuestras queridas familias y a vuestros distinguidos Colaboradores, expreso mi deseo de alegría cristiana. Que ésta sea la alegría de la fraternidad universal traída por Cristo, una alegría rica de verdaderos valores y abierta a una generosa participación. Que ella os acompañe y aumente cada día del año que acaba de empezar.

Vuestro Decano, Señoras y Señores Embajadores, ha expresado la felicitación del Cuerpo diplomático, interpretando con delicadeza vuestros sentimientos. A él y a vosotros manifiesto mi agradecimiento. Él ha mencionado también algunos de los numerosos y graves problemas que inquietan al mundo de hoy. Éstos son objeto de vuestra solicitud y también de la Santa Sede y de la Iglesia católica en todo el mundo, solidaria de todo sufrimiento, de toda esperanza y de todo esfuerzo que acompaña el camino del hombre. Nos sentimos así unidos en una misión común, que nos sitúa siempre ante nuevos y enormes desafíos. Sin embargo, los afrontamos con confianza, con la voluntad de apoyarnos mutuamente –cada uno según su propio cometido– mirando hacia grandes metas comunes.

He dicho “nuestra misión común”. ¿Y cuál es, sino la de la paz? La Iglesia no hace más que difundir el mensaje de Cristo, que vino –como escribe el apóstol Pablo en la Carta a los Efesios– a anunciar la paz a los que estaban lejos y a los que estaban cerca (cf. 2,17). Y vosotros, eximios representantes diplomáticos de vuestros Pueblos, según vuestro estatuto tenéis precisamente este noble objetivo: promover relaciones internacionales amistosas, en las que en realidad se sustenta la paz (Convención de Viena sobre las Relaciones Diplomáticas).

La paz –lo constatamos con dolor– en muchas partes del mundo está impedida, herida o amenazada. ¿Cuál es el camino hacia la paz? En el Mensaje que he dirigido para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz de este año he querido afirmar: “Donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz” (n. 3). En la verdad, la paz.

Mirando la situación del mundo de hoy, en el que, junto a funestos escenarios de conflictos bélicos, abiertos o latentes, o sólo aparentemente calmados, se puede apreciar –gracias a Dios– un esfuerzo valiente y tenaz por parte de muchos hombres y de muchas instituciones en favor de la paz, quisiera proponer, como un estímulo fraterno, algunas reflexiones que presento en unos sencillos enunciados.

Primero: el compromiso por la verdad es el alma de la justicia. Quien se compromete por la verdad debe rechazar la ley del más fuerte, que se basa en la mentira y que —en el ámbito nacional e internacional— tantas veces ha provocado tragedias en la historia del hombre. La mentira a menudo se presenta con una apariencia de verdad, pero en realidad siempre es selectiva y tendenciosa, orientada de forma egoísta a instrumentalizar al hombre y, en definitiva, a anularlo. Sistemas políticos del pasado, pero no sólo del pasado, son un amargo ejemplo de ello. En el lado opuesto están la verdad y la veracidad, que llevan al encuentro del otro, a su reconocimiento y al acuerdo. Por su propio resplandor —splendor veritatis—, la verdad no puede dejar de difundirse; y el amor de lo verdadero, por su dinamismo intrínseco, está orientado totalmente a la comprensión imparcial y ecuánime, así como a la participación, no obstante cualquier dificultad.

Vuestra experiencia de diplomáticos confirma que, también en las relaciones internacionales, la búsqueda de la verdad logra individuar las diversidades hasta en los matices más sutiles y sus correspondientes exigencias, y por eso mismo también los límites que se han de respetar y no sobrepasar, en la defensa de todo legítimo interés de las partes. Esta misma búsqueda de la verdad os lleva, al mismo tiempo, a afirmar con fuerza lo que es común, lo que pertenece a la naturaleza misma de las personas, de cada pueblo y de cada cultura, y que debe ser respetado igualmente. Y cuando estos aspectos, distintos y complementarios —la diversidad y la igualdad— son conocidos y reconocidos, entonces los problemas pueden solucionarse y las discordias resolverse según justicia; entonces son posibles acuerdos profundos y duraderos. En cambio, cuando uno de ellos es desconocido o no es tomado en su debida consideración, entonces se produce la incomprensión, el enfrentamiento, la tentación de la violencia y del abuso de poder.

Con una evidencia casi ejemplar, estas consideraciones me parecen aplicables en aquel punto neurálgico de la escena mundial que es Tierra Santa. En ella el Estado de Israel tiene que poder subsistir pacíficamente de acuerdo con las normas del derecho internacional; en ella, por igual, el Pueblo palestino ha de poder desarrollar serenamente las propias instituciones democráticas por un futuro libre y próspero.

Estas consideraciones pueden aplicarse de una manera más amplia al contexto mundial actual, en el cual sin duda se ha vislumbrado el peligro de un choque de civilizaciones. El peligro se hace más agudo por el terrorismo organizado, que se extiende ya a escala mundial. Sus causas son numerosas y complejas, además de las ideológicas y políticas, unidas a aberrantes concepciones religiosas. El terrorismo no duda en atacar a personas inermes, sin ninguna distinción, o en imponer chantajes inhumanos, provocando el pánico en poblaciones enteras, para obligar a los responsables políticos a favorecer los planes de los terroristas mismos. Ninguna circunstancia puede justificar esta actividad criminal, que llena de infamia a quien la realiza y que es mucho más deplorable cuando se apoya en una religión, rebajando así la pura verdad de Dios a la medida de la propia ceguera y perversión moral.

El compromiso por la verdad por parte de las diplomacias, sea a nivel bilateral como plurilateral, puede dar una aportación esencial, para que las innegables diversidades que caracterizan a pueblos de diferentes partes del mundo y sus culturas puedan recomponerse no sólo en una coexistencia tolerante, sino en un más alto y más rico proyecto de humanidad. En siglos pasados los intercambios culturales entre judaísmo y helenismo, entre mundo romano, mundo germánico y mundo eslavo, como también entre mundo árabe y mundo europeo, han enriquecido la cultura y favorecido las ciencias y las civilizaciones. Así hoy debería darse de nuevo y en mayor medida, existiendo de hecho unas posibilidades de intercambio y de recíproca comprensión mucho más favorables. Por esto lo que hoy se pide es, ante todo, que se elimine todo obstáculo para el acceso a la información por medio de la prensa y de los modernos medios informáticos, y, además, que se intensifiquen los intercambios de profesores y de estudiantes entre las disciplinas humanísticas de las universidades de las diversas regiones culturales.

El segundo enunciado que quisiera proponer es: el compromiso por la verdad da fundamento y vigor al derecho a la libertad. La grandeza singular del ser humano tiene su última raíz en esto: el hombre puede conocer la verdad. Y el hombre la quiere conocer. Pero la verdad puede alcanzarse sólo en la libertad. Esto es válido para todas las verdades, como se ve en la historia de las ciencias; pero es cierto de manera eminente para las verdades en las que lo que está en juego es el hombre mismo en cuánto tal, las verdades del espíritu: las que conciernen al bien y al mal, las grandes metas y perspectivas de la vida, la relación con Dios. Porque ellas no se pueden alcanzar sin que esto lleve consigo profundas repercusiones en la orientación de la propia vida. Y una vez hechas propias libremente, necesitan además espacios de libertad para poder ser vividas en todas las dimensiones de la vida humana.

Aquí es donde interviene naturalmente la acción de cada Estado, así como la actividad diplomática interestatal. En la evolución actual del derecho internacional se ve con creciente sensibilidad que ningún Gobierno puede desentenderse de la tarea de garantizar a los propios ciudadanos unas condiciones adecuadas de libertad, sin perjudicar por eso mismo la propia credibilidad como interlocutor en las cuestiones internacionales. Y eso es justo: porque en la defensa de los derechos inherentes a la persona en cuanto tal, garantizados internacionalmente, se debe otorgar un valor prioritario al espacio reservado a los derechos a la libertad dentro de cada Estado, sea en la vida pública como en la privada, sea en las relaciones económicas como en las políticas, sea en las relaciones culturales como en las religiosas.

A este propósito es bien conocido, señoras y señores embajadores, cómo la acción de la diplomacia de la Santa Sede está, por su naturaleza, orientada a promover, entre los diversos ámbitos en que debe desarrollarse la libertad, el aspecto de la libertad de religión. Por desgracia, en algunos Estados, incluso entre los que pueden alardear de tradiciones culturales pluriseculares, la libertad, lejos de ser garantizada, es más bien violada gravemente, particularmente respecto a las minorías. A este propósito quisiera sólo recordar lo establecido con gran claridad en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. Los derechos fundamentales del hombre son los mismos en todas las latitudes; y entre ellos un lugar preeminente tiene que ser reconocido al derecho a la libertad de religión, porque concierne a la relación humana más importante, la relación con Dios. Quisiera decir a todos los responsables de la vida de las Naciones: ¡si no teméis la verdad, no debéis temer la libertad! La Santa Sede, cuando por doquier pide condiciones de verdadera libertad para la Iglesia católica, las pide igualmente para todos.

Quisiera pasar a un tercer enunciado: el compromiso por la verdad abre el camino al perdón y a la reconciliación. Surge una objeción ante la conexión indispensable entre el compromiso por la verdad y la paz: las diferentes convicciones sobre la verdad dan lugar a tensiones, a incomprensiones, a debates, tanto más fuertes cuanto más profundas son las convicciones mismas. A lo largo de la historia, éstas también han dado lugar a violentas contraposiciones, a conflictos sociales y políticos, e incluso a guerras de religión. Esto es verdad, y no se puede negar; pero esto ha ocurrido siempre por una serie de causas concomitantes, que poco o nada tenían que ver con la verdad y la religión, y siempre porque se quiere sacar provecho de medios realmente irreconciliables con el puro compromiso por la verdad y con el respeto de la libertad requerido por la verdad. Por lo que concierne específicamente a la Iglesia católica, ella condena los graves errores cometidos en el pasado, tanto por parte de sus miembros como de sus instituciones, y no ha dudado en pedir perdón. Lo exige el compromiso por la verdad.

La petición de perdón y el don del perdón, igualmente debido —porque para todos vale la advertencia de Nuestro Señor: “¡el que esté sin pecado, que tire la primera piedra!” (cf. Jn 8,7) —son elementos indispensables para la paz. La memoria queda purificada, el corazón apaciguado, y se vuelve pura la mirada sobre lo que la verdad exige para desarrollar pensamientos de paz. No puedo dejar de recordar las iluminadoras palabras de Juan Pablo II: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón” (Mensaje para la Jornada mundial de la Paz, 1 enero 2002). Con humildad y profundo amor, las repito a los responsables de las Naciones, en particular de aquéllas donde las heridas físicas y morales de los conflictos están más vivas y es más apremiante la necesidad de paz. Mi pensamiento se dirige espontáneamente a la tierra donde nació Jesucristo, el Príncipe de la Paz, que tuvo palabras de paz y perdón para todos; pienso en el Líbano, cuya población debe encontrar, también con la ayuda de la solidaridad internacional, su vocación histórica de colaboración sincera y fructuosa entre las comunidades de diferentes credos; pienso igualmente en todo el Oriente Medio, particularmente en Irak, cuna de grandes civilizaciones, enlutado diariamente en estos años por sangrientos actos terroristas. Pienso en África, y sobre todo en los Países de la Región de los Grandes Lagos, donde todavía se sufren las trágicas consecuencias de las guerras fratricidas de los años pasados; pienso en las poblaciones indefensas del Darfur, golpeadas con execrable ferocidad, con peligrosas repercusiones internacionales; y pienso en tantas otras tierras, de diversas partes del mundo, que son teatro de cruentos conflictos.

Entre las grandes tareas de la diplomacia se debe contar indudablemente con la de hacer comprender a todas las partes en conflicto que, si aman la verdad, no pueden dejar de reconocer los errores —y no sólo los de los otros—, ni pueden rechazar el abrirse al perdón, pedido y concedido. El compromiso por la verdad –que ciertamente les interesa– los convoca a la paz, a través del perdón. La sangre derramada no grita venganza, pero sí invoca respeto por la vida y la paz. Ojalá pueda la Peacebuilding Commission, instituida recientemente por la ONU, responder eficazmente a esta exigencia fundamental de la humanidad, con la cooperación llena de buena voluntad por parte de todos.

Señoras y señores embajadores, quisiera proponeros un último enunciado: el compromiso por la paz abre camino a nuevas esperanzas. Es como una conclusión lógica de lo que he tratado de ilustrar hasta ahora. ¡Porque el hombre es capaz de verdad! Lo es tanto sobre los grandes problemas del ser, como sobre los grandes problemas del obrar: en la esfera individual y en las relaciones sociales, en el ámbito de un pueblo como de la humanidad entera. La paz, hacia la que debe y puede llevarla su compromiso, no es sólo el silencio de las armas; es, más bien, una paz que favorece la formación de nuevos dinamismos en las relaciones internacionales, dinamismos que a su vez se transforman en factores de conservación de la paz misma. Y sólo lo son si responden a la verdad del hombre y a su dignidad. Y por esto no se puede hablar de paz allá donde el hombre no tiene ni siquiera lo indispensable para vivir con dignidad. Pienso ahora en las multitudes inmensas de poblaciones que padecen hambre. Aunque no estén en guerra, la suya no se puede llamar paz: más aún, son víctimas inermes de la guerra. Vienen también espontáneamente a mi mente las imágenes sobrecogedoras de los grandes campos de prófugos o de refugiados —en muchas partes del mundo— acogidos en precarias condiciones para librarse de una suerte peor, pero necesitados de todo. Estos seres humanos, ¿no son nuestros hermanos y hermanas? ¿Acaso sus hijos no vienen al mundo con las mismas esperanzas legítimas de felicidad que los demás? Mi pensamiento se dirige también a todos los que, por condiciones de vida indigna, se ven impulsados a emigrar lejos de su País y de sus seres queridos, con la esperanza de una vida más humana. Ni podemos olvidar tampoco la plaga del tráfico de personas, que es una vergüenza para nuestro tiempo.

Muchas personas de buena voluntad, diversas instituciones internacionales y organizaciones no gubernativas, no se han quedado inactivo frente a estas “emergencias humanitarias”, así como frente a otros dramáticos problemas del hombre. Pero se requiere un mayor esfuerzo conjunto de las diplomacias para individuar en la verdad, y superar con valentía y generosidad, los obstáculos que impiden encontrar todavía soluciones eficaces y dignas del hombre. Y la verdad exige que ninguno de los Estados prósperos se sustraiga a las propias responsabilidades y al deber de ayuda, utilizando con mayor generosidad los propios recursos. Se puede afirmar, sobre la base de datos estadísticos disponibles, que menos de la mitad de las ingentes sumas destinadas globalmente a armamento sería más que suficiente para sacar de manera estable de la indigencia al inmenso ejército de los pobres. Esto interpela a la conciencia humana. Nuestro común compromiso por la verdad puede y tiene que dar nueva esperanza a estas poblaciones que viven bajo el umbral de la pobreza, mucho más a causa de situaciones que dependen de las relaciones internacionales políticas, comerciales y culturales, que por circunstancias incontroladas.

Señoras y señores embajadores, en la Navidad de Cristo la Iglesia ve cumplida la profecía del Salmista: “Amor y Verdad se han dado cita, Justicia y Paz se abrazan; la Verdad brotará de la tierra, y de los cielos se asomará la Justicia” (Sal 84,11-12). Al comentar estas palabras inspiradas, el gran Padre de la Iglesia Agustín, haciéndose intérprete de la fe de toda la Iglesia, exclama: “La verdad brota de la tierra: Cristo, que ha dicho: Yo soy la Verdad, ha nacido de la Virgen” (Sermo 185).

La Iglesia vive siempre de esta verdad; pero de modo particular se ilumina con ella y se alegra en esta etapa del año litúrgico. Y a la luz de esta verdad mis palabras, dirigidas a vosotros y para vosotros, que representáis aquí a la mayor parte de las Naciones del mundo, quieren ser al mismo tiempo testimonio y augurio: ¡En la verdad, la paz!

¡Con este espíritu, os deseo a todos muy cordialmente un feliz año!


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS ADMINISTRADORES DE LA REGIÓN DEL LACIO,
DE LA PROVINCIA Y DEL AYUNTAMIENTO DE ROMA

Jueves 12 de enero de 2006



Ilustres señores y amables señoras:

Me alegra recibiros para el tradicional intercambio de felicitaciones al inicio de este nuevo año, que es también el primero de mi ministerio de Obispo de Roma y Pastor universal de la Iglesia. En efecto, esta es la ocasión propicia para confirmar y fortalecer los vínculos, madurados y consolidados a través de dos milenios de historia, que existen entre el Sucesor de Pedro y la ciudad de Roma, su provincia y la región del Lacio. Dirijo mi cordial y deferente saludo al presidente de la Junta regional del Lacio, señor Pietro Marrazzo, al alcalde de Roma, honorable Walter Veltroni, y al presidente de la provincia de Roma, señor Enrico Gasbarra, agradeciéndoles las amables palabras que me han dirigido, también en nombre de las administraciones presididas por ellos. Saludo, asimismo, a los presidentes de los respectivos concejos y a todos vosotros.

Ante todo, siento la necesidad de enviar, a través de vosotros, la expresión de mi afecto y mi solicitud pastoral a todos los ciudadanos y a los habitantes de Roma y del Lacio. Lo hago recurriendo a las palabras que pronunció mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II con ocasión de su visita al Capitolio, el 15 de enero de 1998: "El Señor te ha confiado, Roma, la misión de ser en el mundo "prima inter urbes", faro de civilización y de fe. Sé digna de tu glorioso pasado, del Evangelio que te han anunciado, de los mártires y de los santos que han hecho grande tu nombre. Abre, Roma, las riquezas de tu corazón y de tu historia milenaria a Cristo. No temas, él no humilla tu libertad y tu grandeza. Él te ama y desea hacerte digna de tu vocación civil y religiosa, para que sigas brindando los tesoros de fe, de cultura y de humanidad a tus hijos y a los hombres de nuestro tiempo" (n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de enero de 1998, p. 3).

Durante los meses de la enfermedad y muerte de Juan Pablo II, las poblaciones de Roma y del Lacio mostraron con extraordinaria y conmovedora evidencia la intensidad de su respuesta de amor al amor del Papa. En esta circunstancia, deseo manifestaros mi más viva gratitud a vosotros, distinguidas autoridades, y a las instituciones que representáis, por la gran contribución que disteis a la acogida de millones de personas, que vinieron a Roma de todas las partes del mundo para despedir al fallecido Pontífice y también con ocasión de mi elección a la Sede de Pedro.

En verdad, Roma y el Lacio, como por lo demás Italia y toda la humanidad, vivieron en aquellos días una profunda experiencia espiritual de fe y de oración, de fraternidad y de redescubrimiento de los bienes que dignifican y enriquecen el significado de nuestra vida. Esa experiencia debe dar fruto también en el ámbito de la comunidad civil, de sus tareas y de sus múltiples responsabilidades y relaciones.

En particular, pienso en el ámbito, tan sensible y decisivo para la formación y la felicidad de las personas así como para el futuro de la sociedad, que representa la familia. Desde hace tres años, la diócesis de Roma ha puesto a la familia en el centro de su compromiso pastoral, para ayudarle a afrontar los motivos de crisis y desconfianza ampliamente presentes en nuestro contexto cultural, tomando conciencia de modo más claro y convencido de su naturaleza y de sus tareas.

En efecto, como dije el 6 de junio del año pasado, hablando a la asamblea que la diócesis dedicó a estos temas, "el matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta". Por eso, añadí: "El matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera, (...) sino una exigencia intrínseca del pacto de amor conyugal" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 2005, p. 3).

Aquí no se trata de normas peculiares de la moral católica, sino de verdades elementales que conciernen a nuestra humanidad común: respetarlas es esencial para el bien de la persona y de la sociedad. Por consiguiente, interpelan también vuestra responsabilidad de administradores públicos y vuestras competencias normativas, en dos vertientes. Por una parte, son muy oportunas todas las medidas que apoyen a las parejas jóvenes en la formación de una familia, y a la familia misma en la generación y educación de los hijos: al respecto, vienen enseguida a la memoria problemas como el coste de las viviendas, de las guarderías y de los jardines de infancia para los niños más pequeños. Por otra parte, es un grave error oscurecer el valor y las funciones de la familia legítima fundada en el matrimonio, atribuyendo a otras formas de unión reconocimientos jurídicos impropios, de los cuales no existe, en realidad, ninguna exigencia social efectiva.

Igual atención y compromiso requiere la protección de la vida humana naciente: es preciso proporcionar ayudas concretas a las mujeres embarazadas que se encuentran en condiciones difíciles y evitar introducir medicamentos que escondan en cierto modo la gravedad del aborto, como elección contra la vida. En una sociedad que envejece son cada vez más importantes la asistencia a los ancianos y todas las complejas problemáticas relativas al cuidado de la salud de los ciudadanos. Deseo alentaros en los esfuerzos que estáis realizando en estos ámbitos y subrayar que, en el campo sanitario, hay que promover los continuos avances científicos y tecnológicos, así como el compromiso de contener los costes, de acuerdo con el principio superior de la centralidad de la persona del enfermo.

Una atención peculiar merecen los numerosos casos de sufrimiento y enfermedad psíquica, entre otras finalidades, para no dejar sin ayudas adecuadas a las familias que a menudo deben afrontar situaciones bastante difíciles. Me alegra el desarrollo que han alcanzado durante estos años las diversas formas de colaboración entre las administraciones públicas de Roma, de la provincia y de la región y los organismos del voluntariado eclesial, en la obra destinada a aliviar las formas antiguas y nuevas de pobreza, que por desgracia afligen a gran parte de la población y, en particular, a muchos inmigrantes.

Distinguidas autoridades, os aseguro mi cercanía y mi oración diaria por vuestras personas y por el ejercicio de vuestra alta responsabilidad. El Señor ilumine vuestros propósitos de bien y os dé fuerza para cumplirlos. Con estos sentimientos, os imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a vuestras familias y a cuantos viven y trabajan en Roma, en su provincia y en todo el Lacio.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO NUMEROSO DE MIEMBROS
DEL CAMINO NEOCATECUMENAL

Sala Pablo VI
Jueves 12 de enero de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Gracias de corazón por vuestra visita, que me brinda la oportunidad de enviar un saludo especial también a los demás miembros del Camino Neocatecumenal esparcidos en muchas partes del mundo. Dirijo mi saludo a cada uno de los presentes, comenzando por los venerados cardenales, obispos y sacerdotes. Saludo a los responsables del Camino Neocatecumenal: al señor Kiko Argüello, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre; a la señora Carmen Hernández y al padre Mario Pezzi. Saludo a los seminaristas, a los jóvenes y especialmente a las familias que se disponen a recibir un especial "envío" misionero para ir a varias naciones, sobre todo en América Latina.

Esta tarea se sitúa en el contexto de la nueva evangelización, en la que precisamente la familia desempeña un papel muy importante. Habéis pedido que la confiera el Sucesor de Pedro, como ya sucedió con mi venerado predecesor Juan Pablo II el 12 de diciembre de 1994, porque vuestra acción apostólica quiere colocarse en el corazón de la Iglesia, en total sintonía con sus directrices y en comunión con las Iglesias particulares a las que iréis a trabajar, valorando plenamente la riqueza de los carismas que el Señor ha suscitado a través de los iniciadores del Camino.

Queridas familias, el crucifijo que vais a recibir será vuestro inseparable compañero de camino, mientras proclamáis con vuestra acción misionera que sólo en Jesucristo, muerto y resucitado, hay salvación. De él seréis testigos mansos y alegres, recorriendo con sencillez y pobreza los caminos de todos los continentes, sostenidos por la oración incesante y la escucha de la palabra de Dios, y alimentados por la participación en la vida litúrgica de las Iglesias particulares a las que sois enviados.

Mis predecesores han puesto de relieve muchas veces la importancia de la liturgia, y en particular de la santa misa, en la evangelización, y vuestra larga experiencia puede confirmar bien cómo la centralidad del misterio de Cristo, celebrado en los ritos litúrgicos, constituye un camino privilegiado e indispensable para construir comunidades cristianas vivas y perseverantes. Precisamente para ayudar al Camino Neocatecumenal a hacer aún más eficaz su acción evangelizadora en comunión con todo el pueblo de Dios, la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos os ha impartido recientemente en mi nombre algunas normas concernientes a la celebración eucarística, después del período de experiencia que había concedido el siervo de Dios Juan Pablo II. Estoy seguro de que cumpliréis atentamente estas normas, que recogen lo previsto en los libros litúrgicos aprobados por la Iglesia. Gracias a la adhesión fiel a todas las directrices de la Iglesia, haréis aún más eficaz vuestro apostolado, en sintonía y comunión plena con el Papa y con los pastores de cada diócesis. Al hacerlo así, el Señor seguirá bendiciéndoos con abundantes frutos pastorales.

En efecto, durante estos años habéis podido realizar mucho, y en el seno de vuestras comunidades han surgido numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Sin embargo, hoy vuestra atención se dirige particularmente a las familias. Más de doscientas están a punto de ser enviadas en misión; son familias que parten sin grandes apoyos humanos, pero contando ante todo con la ayuda de la divina Providencia.

Queridas familias, podéis testimoniar con vuestra historia que el Señor no abandona a los que se encomiendan a él. Seguid difundiendo el evangelio de la vida. Dondequiera que os conduzca vuestra misión, dejaos iluminar por las consoladoras palabras de Jesús: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura", y también: "No os preocupéis del mañana: el mañana ya tendrá sus propias inquietudes" (Mt 6, 33-34). En un mundo que busca certezas humanas y seguridades terrenas, mostrad que Cristo es la roca firme sobre la cual construir el edificio de la propia existencia, y que la confianza depositada en él jamás queda defraudada.

La Sagrada Familia de Nazaret os proteja y sea vuestro modelo. Aseguro mi oración por vosotros y por todos los miembros del Camino Neocatecumenal, a la vez que con afecto imparto a cada uno la bendición apostólica.


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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL COLEGIO DE LOS "SEDIARIOS" PONTIFICIOS

Sala del Consistorio
Viernes 13 de enero de 2006



Queridos amigos:

Me alegra acogeros y os dirijo a cada uno mi cordial saludo, que extiendo a vuestras amables esposas, junto con mis mejores deseos para el año recién iniciado. Os veo casi diariamente durante el desempeño de mi ministerio, especialmente cuando recibo a personalidades y grupos. Pero hoy es una ocasión propicia para reunirme con todos vosotros en un clima familiar, y expresaros mi aprecio y gratitud por la contribución que dais al desarrollo ordenado de las audiencias y las celebraciones pontificias. Solicitud, amabilidad y discreción son los rasgos que deben distinguiros en vuestro trabajo, manifestando concretamente vuestro amor a la Iglesia y vuestra entrega al servicio del Sucesor de Pedro.

El oficio de "sediario" pontificio es un oficio antiguo, que a lo largo de los siglos ha evolucionado según diversas modalidades, vinculadas a las costumbres y necesidades de los tiempos, y se ha ido consolidando a medida que se reafirmaba la función singular de la Iglesia de Roma y de su Obispo.
Como recuerda su misma denominación, vuestra tarea está relacionada desde siempre con la Sede de Pedro. En efecto, desde el siglo XIV se tiene noticia del Colegio de "sediarios". Desempeñaron diversas funciones, dependiendo del prefecto de los sagrados Palacios apostólicos o del mayordomo, funciones que, aunque de modo diverso, perduran en lo fundamental hasta hoy.

Todo esto, queridos amigos, debe llevaros a ver en vuestra actividad, más allá de sus aspectos transitorios y caducos, el valor del vínculo con la Sede de Pedro. Por tanto, vuestro trabajo se inserta en un contexto donde todo debe hablar a todos de la Iglesia de Cristo, y debe hacerlo de modo coherente, imitando a Aquel que "no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Desde esta perspectiva hay que ver las recientes reformas llevadas a cabo por mis venerados predecesores, especialmente por el Papa Pablo VI, a quien correspondió la aplicación de las nuevas disposiciones conciliares. Se ha simplificado el ceremonial, para darle mayor sobriedad, más en sintonía con el mensaje cristiano y con las exigencia de los tiempos.

Queridos amigos, os deseo que seáis siempre, tanto en el Vaticano como en vuestra casa, en la parroquia o en cualquier ambiente, personas serviciales y atentas al prójimo. Esta es una enseñanza valiosa para vuestros hijos y nietos, los cuales aprenderán de vuestro ejemplo que estar al servicio de la Santa Sede implica ante todo una mentalidad y un estilo de vida cristiano. En el clima familiar de nuestro encuentro, deseo aseguraros una oración especial por vuestras intenciones y por las de vuestros seres queridos, invocando sobre todos la protección maternal de María santísima y de san Pedro. El Señor os ayude a realizar siempre vuestro trabajo con espíritu de fe y de sincero amor a la Iglesia. A vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos imparto de corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL PERSONAL DE LA COMISARÍA DE POLICÍA
QUE SE HALLA JUNTO AL VATICANO

Sábado 14 de enero de 2006



Señor prefecto;
señor jefe de policía;
señor director;
queridos funcionarios y agentes:

El encuentro del Papa con vosotros, que todos los años se renueva, representa una hermosa tradición, queridos amigos, que con esmero y profesionalidad estáis al servicio de los peregrinos y os encargáis de garantizar la seguridad en la plaza de San Pedro y en torno al Vaticano. Además, es una ocasión oportuna para intercambiarnos cordiales felicitaciones al inicio del nuevo año, que deseo sea para todos sereno y provechoso.

Tengo la alegría de acogeros por primera vez como Sucesor del apóstol san Pedro, aunque en el pasado casi diariamente me encontraba con vosotros en la plaza o en los alrededores, y siempre pude constatar personalmente cuán meritorio es vuestro arduo trabajo. Por tanto, os doy con afecto a cada uno mi sincera bienvenida y mi saludo, que de buen grado extiendo a vuestras respectivas familias y a todos vuestros seres queridos.

En particular, quisiera saludar a vuestro director general, doctor Vincenzo Caso, que desde hace pocos meses está al frente de la Comisaría, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes y de cuantos forman parte de vuestra singular comunidad laboral. También quisiera saludar cordialmente al prefecto Salvatore Festa.

Os encargáis de mantener el orden y la seguridad. Esta tarea requiere preparación técnica y profesional, así como mucha paciencia, vigilancia constante, amabilidad y espíritu de sacrificio. Los que trabajan en las diversas oficinas de la Santa Sede, los peregrinos y los turistas que vienen a encontrarse con el Papa o a rezar en San Pedro, saben que pueden contar con vuestra asistencia discreta y eficiente. Sois para ellos silenciosos y atentos "ángeles custodios" que velan día y noche sobre la zona.

¿Cómo no recordar, por ejemplo, el gran esfuerzo realizado por vuestra Comisaría y por la policía, con el apoyo de diversos componentes de las Fuerzas armadas italianas y otros organismos, en los difíciles días de la enfermedad, la muerte y el funeral del amado Papa Juan Pablo II? Igualmente eficientes fuisteis con ocasión de mi elección a la Sede de Pedro. Aprovecho este encuentro para renovar mi agradecimiento más sincero y el de mis colaboradores a todos los que en aquellas circunstancias históricas contribuyeron a que todo se desarrollara con orden y tranquilidad, y el mundo entero pudo admirar la eficiencia de la organización desplegada.

Esto lleva a considerar cuán importante es trabajar siempre en armonía y con sincera cooperación por parte de todos. Las familias, las comunidades, las diferentes organizaciones, las naciones y el mundo mismo serían mejores si, como en un cuerpo sano y bien articulado, cada miembro desarrollara con conciencia y altruismo su propia tarea, sea grande o pequeña.

Queridos amigos, abramos el corazón a Cristo y acojamos con confianza su Evangelio, valiosa regla de vida para quienes buscan el sentido verdadero de la existencia humana. Pidamos ayuda a la Virgen María para que, como Madre solícita, os proteja a cada uno de vosotros, a vuestras familias, vuestro trabajo, y vele sobre Italia durante el año 2006, recién iniciado.

Con estos sentimientos, invoco sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos la abundancia de los dones celestiales, a la vez que de corazón imparto a todos una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL RABINO JEFE DE ROMA, RICCARDO DI SEGNI

Biblioteca privada del apartamento pontificio
Lunes 16 de enero de 2006



Ilustre rabino jefe;
queridos amigos:

¡Shalom!

"El Eterno es mi fortaleza y mi canción. Él es mi salvación" (Ex 15, 2): así cantó Moisés con los hijos de Israel, cuando el Señor salvó a su pueblo a través del mar. Del mismo modo cantó Isaías: "He aquí a Dios mi Salvador: estoy seguro y sin miedo, pues el Señor es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación" (Is 12, 2). Vuestra visita me da gran alegría y me impulsa a renovar con vosotros este mismo cántico de acción de gracias por la salvación obtenida. El pueblo de Israel fue liberado varias veces de las manos de sus enemigos, y durante los siglos del antisemitismo, en los momentos dramáticos de la Shoah, la mano del Omnipotente lo sostuvo y guió. Siempre lo ha acompañado la predilección del Dios de la Alianza, dándole fuerza para superar las pruebas. De esta amorosa atención divina puede dar testimonio también vuestra comunidad judía, presente en la ciudad de Roma desde hace más de dos mil años.

La Iglesia católica está a vuestro lado y es vuestra amiga. Sí, nosotros os amamos y no podemos dejar de amaros, a causa de los Padres: para ellos sois hermanos nuestros amadísimos y predilectos (cf. Rm 11, 28). Después del concilio Vaticano II, ha ido creciendo esta estima y confianza recíproca. Se han desarrollado contactos cada vez más fraternos y cordiales, que se intensificaron durante el pontificado de mi venerado predecesor Juan Pablo II.

En Cristo, nosotros participamos en vuestra misma herencia de los Padres, para servir al Omnipotente "bajo un mismo yugo" (So 3, 9), injertados en el único tronco santo (cf. Is 6, 13; Rm 11, 16) del pueblo de Dios. Esto nos hace conscientes a los cristianos de que, juntamente con vosotros, tenemos la responsabilidad de cooperar al bien de todos los pueblos, en la justicia y en la paz, en la verdad y en la libertad, en la santidad y en el amor. A la luz de esta misión común no podemos por menos de denunciar y combatir con decisión el odio y las incomprensiones, las injusticias y las violencias que siguen sembrando preocupaciones en el corazón de los hombres y de las mujeres de buena voluntad. En este contexto, ¿cómo no sentirnos dolidos y preocupados por las renovadas manifestaciones de antisemitismo que se producen a veces?

Distinguido señor rabino jefe, recientemente se le ha encomendado la guía espiritual de la comunidad judía romana; usted ha asumido esta responsabilidad con su experiencia de estudioso y de médico, que ha compartido alegrías y sufrimientos de mucha gente. Le expreso de corazón mis mejores deseos para su misión, y le aseguro mi estima y mi amistad cordial, así como las de mis colaboradores. Además, son muchas las urgencias y los desafíos, en Roma y en el mundo, que nos impulsan a unir nuestras manos y nuestros corazones en iniciativas concretas de solidaridad, de tzedek (justicia) y de tzedekah (caridad). Juntos podemos colaborar para pasar a las generaciones jóvenes la antorcha del Decálogo y de la esperanza.

Que el Eterno vele sobre usted y sobre toda la comunidad judía de Roma. En esta singular circunstancia, hago mía la oración del Papa Clemente I, invocando las bendiciones del cielo sobre todos vosotros: "Dona la concordia y la paz a todos los habitantes de la tierra, como las has dado a nuestros padres, cuando te invocaban devotamente en la fe y en la verdad" (Carta a los Corintios 60, 4). ¡Shalom!


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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE FINLANDIA

Jueves 19 de enero de 2006



Querido obispo Heikka;
querido obispo Wróbel;
distinguidos amigos de Finlandia:

Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, miembros de la delegación ecuménica de Finlandia, con ocasión de la celebración de hoy, fiesta de san Enrique, vuestro santo patrono.

Me complace recordar que durante muchos años mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II recibió con alegría y gratitud a los participantes en la peregrinación anual a Roma, que se ha convertido en una expresión de nuestros estrechos contactos y de nuestro fructífero diálogo ecuménico. Estas visitas son una ocasión para promover un trabajo más fructífero y para profundizar el "ecumenismo espiritual" (cf. Ut unum sint, 21), que impulsa a los cristianos divididos a apreciar lo que ya los une.

La actual Comisión para el diálogo católico-luterano en Finlandia y Suecia construye fundamentalmente sobre la aplicación de la Declaración común sobre la justificación. En el contexto específico de los países nórdicos, la Comisión sigue estudiando los logros y las implicaciones prácticas de la Declaración común. De este modo, trata de afrontar las diferencias que aún existen entre luteranos y católicos con respecto a ciertas cuestiones de fe y de vida eclesial, dando un ferviente testimonio de la verdad del Evangelio.

En especial durante estos días de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, somos conscientes de que la unidad es una gracia y que debemos pedir continuamente al Señor este don. Confiamos firmemente en su promesa: "Os aseguro también que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 19-20).

Demos gracias a Dios por todo lo que se ha hecho hasta ahora en las relaciones entre católicos y luteranos, y oremos para que nos llene de su Espíritu, a fin de que nos guíe hacia la plenitud de la verdad y del amor.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL ALMO COLEGIO CAPRÁNICA

Viernes 20 de enero de 2006



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos alumnos del Almo Colegio Capránica:

Me alegra acogeros en esta audiencia especial, en la víspera de la memoria litúrgica de santa Inés, vuestra patrona celestial. Me encuentro con vosotros por primera vez después de mi elección a la cátedra del apóstol san Pedro, y de buen grado aprovecho la ocasión para dirigiros a todos un cordial saludo. Deseo saludar en primer lugar al cardenal Camillo Ruini y a los demás prelados, que componen la comisión episcopal encargada de vuestro colegio; saludo al rector, monseñor Ermenegildo Manicardi, y a los demás formadores; os saludo a vosotros, queridos jóvenes, que os preparáis para desempeñar el ministerio sacerdotal. Os encontráis en un período muy importante de la vida, el de vuestra formación, un tiempo propicio para crecer humana, cultural y espiritualmente.

Queridos jóvenes, en la organización del Colegio todo os ayuda a prepararos bien para vuestra futura misión pastoral: la oración, el recogimiento, el estudio, la vida comunitaria y el apoyo de los formadores. Podéis beneficiaros del hecho de que vuestro seminario, rico en historia, está insertado en la vida de la diócesis de Roma, y la comunidad del Capránica ha tenido siempre el compromiso y se ha sentido orgullosa de cultivar un fuerte vínculo de fidelidad al Obispo de Roma.

La posibilidad de cursar los estudios teológicos en la ciudad de Roma os brinda también una singular oportunidad de crecimiento y de apertura a las exigencias de la Iglesia universal. Durante estos años, debéis esforzaros por aprovechar todas las ocasiones para testimoniar eficazmente el Evangelio en medio de los hombres de nuestro tiempo.

Para responder a las expectativas de la sociedad moderna y para cooperar en la vasta acción evangelizadora que implica a todos los cristianos, hacen falta sacerdotes preparados y valientes que, sin ambiciones ni temores, sino convencidos de la verdad evangélica, se preocupen ante todo de anunciar a Cristo y, en su nombre, estén dispuestos a ayudar a las personas que sufren, haciendo experimentar el consuelo del amor de Dios y la cercanía de la familia eclesial a todos, especialmente a los pobres y a cuantos se encuentran en dificultades.

Como sabéis bien, esto exige no sólo una maduración humana y una adhesión diligente a la verdad revelada, que el magisterio de la Iglesia propone fielmente, sino también un serio compromiso de santificación personal y de ejercicio de las virtudes, especialmente de la humildad y la caridad; también es necesario alimentar la comunión con los diversos miembros del pueblo de Dios, para que crezca en cada uno la conciencia de que forma parte del único Cuerpo de Cristo, en el que unos somos miembros de los otros (cf. Rm 12, 4-6).

Para que todo esto pueda realizarse, os invito, queridos amigos, a mantener la mirada fija en Cristo, autor y perfeccionador de la fe (cf. Hb 12, 2). En efecto, cuanto más permanezcáis en comunión con él, tanto más podréis seguir fielmente sus pasos, de modo que, "revestidos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14), madure vuestro amor al Señor, bajo la guía del Espíritu Santo. Tenéis ante vuestros ojos el testimonio de sacerdotes celosos, que a lo largo de los años vuestro "Almo" Colegio ha contado entre sus alumnos, sacerdotes que han difundido tesoros de ciencia y de bondad en la viña del Señor. Seguid su ejemplo.

Queridos amigos, el Papa os acompaña con la oración, pidiendo al Señor que os fortalezca y os colme de abundantes dones. Que interceda por vosotros santa Inés, la cual, muy joven, resistiendo a lisonjas y amenazas, eligió como su tesoro la "perla" preciosa del Reino y amó a Cristo hasta el martirio. La Virgen María os conceda que deis abundantes frutos de obras buenas, para alabanza del Señor y bien de la santa Iglesia. En prenda de estos deseos, os imparto con afecto a vosotros y a toda la comunidad del Capránica la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL ORGANIZADO POR EL CONSEJO PONTIFICIO "COR UNUM"

Lunes 23 de enero de 2006



Eminencias; excelencias;
señores y señoras:

La excursión cósmica, en la que Dante en su Divina Comedia quiere implicar al lector, termina ante la Luz perenne que es Dios mismo, ante la Luz que es a la vez "el amor que mueve el sol y las demás estrellas" (Paraíso, XXXIII, v. 145). Luz y amor son una sola cosa. Son la fuerza creadora primordial que mueve el universo. Aunque estas palabras del Paraíso de Dante reflejan el pensamiento de Aristóteles, que veía en el eros la fuerza que mueve el mundo, la mirada de Dante vislumbra algo totalmente nuevo e inimaginable para el filósofo griego. No sólo que la Luz eterna se presenta en tres círculos a los que él se dirige con los densos versos que conocemos: "Oh Luz eterna, que en ti solamente resides, que sola te comprendes, y que siendo por ti a la vez inteligente y entendida, te amas y te complaces en ti misma" (Paraíso, XXXIII, vv. 124-126).

En realidad, más conmovedora aún que esta revelación de Dios como círculo trinitario de conocimiento y amor es la percepción de un rostro humano, el rostro de Jesucristo, que se le presenta a Dante en el círculo central de la Luz. Dios, Luz infinita, cuyo misterio inconmensurable el filósofo griego había intuido, este Dios tiene un rostro humano y —podemos añadir— un corazón humano. Esta visión de Dante muestra, por una parte, la continuidad entre la fe cristiana en Dios y la búsqueda realizada por la razón y por el mundo de las religiones; pero, al mismo tiempo, destaca también la novedad que supera toda búsqueda humana, la novedad que sólo Dios mismo podía revelarnos: la novedad de un amor que ha impulsado a Dios a asumir un rostro humano, más aún, a asumir carne y sangre, el ser humano entero. El eros de Dios no es sólo una fuerza cósmica primordial; es amor, que ha creado al hombre y se inclina hacia él, como se inclinó el buen samaritano hacia el hombre herido y despojado, tendido al borde del camino que bajaba de Jerusalén a Jericó.

La palabra "amor" hoy está tan devaluada, tan gastada, y se ha abusado tanto de ella, que casi se quiere evitar nombrarla. Sin embargo, es una palabra primordial, expresión de la realidad primordial; no podemos simplemente abandonarla; debemos retomarla, purificarla y devolverle su esplendor originario, para que pueda iluminar nuestra vida y guiarla por el camino recto. Esta es la convicción que me ha impulsado a escoger el amor como tema de mi primera encíclica.

Mi intención era expresar, para nuestro tiempo y para nuestra existencia, algo de lo que Dante, en su visión, sintetizó de modo audaz. Narra una "visión" que se "reforzaba" mientras él la contemplaba y que lo transformaba interiormente (cf. Paraíso, XXXIII, vv. 112-114). Se trata precisamente de que la fe se convierta en una visión-comprensión que nos transforme. Yo deseaba destacar la centralidad de la fe en Dios, en el Dios que asumió un rostro humano y un corazón humano. La fe no es una teoría que se puede seguir o abandonar. Es algo muy concreto: es el criterio que decide nuestro estilo de vida.

En una época en la que la hostilidad y la avidez son sumamente fuertes; en una época en la que asistimos al abuso de la religión hasta la apoteosis del odio, la sola racionalidad neutra no es capaz de protegernos. Necesitamos al Dios vivo, que nos ha amado hasta la muerte.

Así, en esta encíclica, los temas "Dios", "Cristo" y "Amor" se funden como guía central de la fe cristiana. Quería mostrar la humanidad de la fe, de la que forma parte el eros, el "sí" del hombre a su corporeidad creada por Dios, un "sí" que en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer encuentra su forma enraizada en la creación. Y allí sucede también que el eros se transforma en agapé, que el amor al otro ya no se busca a sí mismo, sino que se transforma en preocupación por el otro, en disposición al sacrificio por él y también en apertura al don de una nueva vida humana. El agapé cristiano, el amor al prójimo en el seguimiento de Cristo no es algo extraño, puesto al lado del eros o incluso contra él; más bien, en el sacrificio de sí mismo que Cristo realizó por el hombre ha encontrado una nueva dimensión que, en la historia del servicio de caridad de los cristianos a los pobres y a los que sufren, se ha desarrollado cada vez más.

Una primera lectura de la encíclica, quizá, podría dar la impresión de que se divide en dos partes poco vinculadas entre sí: una primera parte teórica, que habla de la esencia del amor; y una segunda, que trata de la caridad eclesial, de las organizaciones caritativas. Pero a mí me interesaba precisamente la unidad de los dos temas que, sólo se comprenden bien si se ven como una unidad. Primeramente, era preciso tratar de la esencia del amor como se nos presenta a la luz del testimonio bíblico. Partiendo de la imagen cristiana de Dios, era necesario mostrar cómo el hombre ha sido creado para amar y cómo este amor, que inicialmente aparece sobre todo como eros entre un hombre y una mujer, debe transformarse luego interiormente en agapé, en don de sí al otro, y esto precisamente para responder a la verdadera naturaleza del eros.

Sobre esta base, después se debía aclarar que la esencia del amor a Dios y al prójimo descrito en la Biblia es el centro de la existencia cristiana, es el fruto de la fe. Pero, sucesivamente, en una segunda parte era necesario poner de relieve que el acto totalmente personal del agapé no puede ser nunca algo solamente individual, sino que debe ser también un acto esencial de la Iglesia como comunidad: es decir, requiere también la forma institucional, que se expresa en el actuar comunitario de la Iglesia. La organización eclesial de la caridad no es una forma de asistencia social que se añade casualmente a la realidad de la Iglesia, una iniciativa que se podría dejar también a otros; forma parte de la naturaleza de la Iglesia.

Del mismo modo que al Logos divino corresponde el anuncio humano, la palabra de fe, así al Agapé, que es Dios, debe corresponder el agapé de la Iglesia, su actividad caritativa. Esta actividad, además de su primer significado, muy concreto, de ayuda al prójimo, posee esencialmente también el de comunicar a los demás el amor de Dios, que nosotros mismos hemos recibido. Debe hacer visible, de algún modo, al Dios vivo. Dios y Cristo no deben ser palabras extrañas en la organización caritativa; en realidad, indican la fuente originaria de la caridad eclesial. La fuerza de la Caritas depende de la fuerza de la fe de todos los miembros y colaboradores.

El espectáculo del hombre que sufre toca nuestro corazón. Pero el compromiso caritativo tiene un sentido que va mucho más allá de la simple filantropía. Es Dios mismo quien nos impulsa, en lo más íntimo de nuestro ser, a aliviar la miseria. Así, en definitiva, es a él mismo a quien llevamos al mundo que sufre. Cuanto más consciente y claramente lo llevemos como don, tanto más eficazmente nuestro amor transformará el mundo y suscitará la esperanza, una esperanza que va más allá de la muerte, y sólo así es verdadera esperanza para el hombre. Invoco la bendición del Señor sobre vuestro simposio.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LA COMISIÓN PREPARATORIA
DE LA III ASAMBLEA ECUMÉNICA EUROPEA

Jueves 26 de enero de enero



Queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os doy la bienvenida y os agradezco vuestra presencia. Os saludo a cada uno y, a través de vosotros, saludo a las Conferencias episcopales, a las comunidades y a los organismos ecuménicos de Europa. Dirijo un saludo especial a los presidentes del Consejo de Conferencias episcopales de Europa y de la Conferencia de Iglesias europeas, y les agradezco que hayan querido hacerse intérpretes de vuestros sentimientos fraternos. Vuestra visita es una ocasión ulterior para manifestar los vínculos de comunión que nos unen en Cristo, y renovar la voluntad de trabajar juntos para que se llegue cuanto antes a la unidad plena.

Me alegra particularmente reunirme hoy de nuevo con vosotros, después de haber participado ayer, en la basílica de San Pablo, en la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos. Habéis querido comenzar vuestra peregrinación ecuménica europea, que culminará en la asamblea de Sibiu (Rumanía), en septiembre de 2007, precisamente aquí, desde Roma, donde tuvieron lugar el anuncio y el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Y esto es muy significativo, porque los Apóstoles fueron los primeros en anunciar el Evangelio que, como cristianos, estamos llamados a proclamar y testimoniar a la Europa de hoy. Precisamente para dar mayor eficacia a este anuncio, queremos avanzar con valentía por el camino de la búsqueda de la comunión plena. El tema que habéis elegido para este itinerario espiritual —"La luz de Cristo ilumina a todos. Esperanza de renovación y unidad en Europa"— indica que la verdadera prioridad para Europa es esta: esforzarse para que la luz de Cristo resplandezca e ilumine con renovado vigor los pasos del continente europeo al inicio del nuevo milenio. Deseo que cada etapa de esta peregrinación esté marcada por la luz de Cristo y que la próxima Asamblea ecuménica europea contribuya a lograr que los cristianos de nuestros países tomen mayor conciencia de su deber de testimoniar la fe en el contexto cultural actual, a menudo marcado por el relativismo y la indiferencia. Se trata de un servicio indispensable que es preciso prestar a la Comunidad europea, la cual durante estos años ha ensanchado sus confines.

En efecto, para que sea fructuoso el proceso de unificación que ha puesto en marcha, Europa necesita redescubrir sus raíces cristianas, dando cabida a los valores éticos que forman parte de su vasto y consolidado patrimonio espiritual. A los discípulos de Cristo nos corresponde la tarea de ayudar a Europa a tomar conciencia de esta peculiar responsabilidad suya en el concierto de los pueblos. Sin embargo, la presencia de los cristianos sólo será eficaz e iluminadora si tenemos la valentía de recorrer con decisión el camino de la reconciliación y de la unidad. Me viene a la memoria el interrogante que mi amado predecesor Juan Pablo II se planteó en la homilía durante la celebración ecuménica con ocasión de la I Asamblea especial del Sínodo de los obispos para Europa, el 7 de diciembre de 1991: "En Europa, que está en camino hacia su unidad política, ¿podemos admitir que precisamente la Iglesia de Cristo sea un factor de desunión y de discordia? ¿No sería este uno de los mayores escándalos de nuestro tiempo?" (n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1991, p. 18).

¡Cuán importante es encontrar en Cristo la luz para avanzar de manera concreta hacia la unidad! Todos debemos hacer este esfuerzo, queridos representantes de las Iglesias y de las comunidades eclesiales en Europa, porque todos tenemos una responsabilidad específica por lo que concierne al camino ecuménico de los cristianos en nuestro continente y en el resto del mundo. Después de la caída del muro que separaba a los países de Oriente y Occidente en Europa es más fácil el encuentro entre los pueblos; hay más oportunidades de aumentar el conocimiento y la estima recíproca, con un enriquecedor intercambio mutuo de dones; se siente la necesidad de afrontar unidos los grandes desafíos del momento, comenzando por el de la modernidad y la secularización.
La experiencia demuestra ampliamente que el diálogo sincero y fraterno engendra confianza, elimina temores y prejuicios, supera dificultades y abre a la confrontación serena y constructiva.

Queridos amigos, por lo que me concierne, renuevo aquí mi firme voluntad, manifestada al principio de mi pontificado, de asumir como compromiso prioritario el trabajar, sin ahorrar energías, en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Os agradezco una vez más vuestra grata visita y pido a Dios que acompañe con su Espíritu vuestros esfuerzos para preparar la próxima Asamblea ecuménica europea en Sibiu. El Señor bendiga a vuestras familias, a las comunidades, a las Iglesias y a todos los que en cada región de Europa se proclaman discípulos de Cristo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO EN VISITA "AD LIMINA

Viernes 27 de enero



Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra dirigiros mi saludo fraterno, mientras realizáis vuestra visita ad limina Apostolorum. Al venir a fortalecer vuestros vínculos de comunión con el Obispo de Roma y, de este modo, con todo el Colegio episcopal, deseáis manifestar vuestra adhesión, así como la de todos vuestros fieles, al Sucesor de Pedro. Deseo que vuestra oración común ante las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, y vuestros encuentros con la Curia romana os procuren alegría y consuelo en vuestro ministerio, y os den nuevo impulso.

Saludo con afecto a los pastores y a los fieles de las provincias eclesiásticas de Kinshasa, Mbandaka-Bikoro y Kananga, en las que tenéis la misión de edificar el Cuerpo de Cristo y guiar al pueblo de Dios. En el momento en que los católicos de la República Democrática del Congo, juntamente con todas las personas de buena voluntad, se disponen a vivir acontecimientos importantes para el futuro de su nación, quisiera manifestar mi cercanía espiritual, elevando al Señor una ferviente oración para que perseveren, con firme esperanza, en la edificación de la paz y la fraternidad.

En estos últimos años vuestro país ha vivido al ritmo de conflictos sangrientos, que han dejado profundas cicatrices en la memoria de los pueblos. Durante esta tragedia, que ha afectado en particular al este de vuestro país, habéis denunciado, con vigorosos mensajes, los abusos actuales, exhortando a los protagonistas locales a dar prueba de responsabilidad y de valentía, para que las poblaciones puedan vivir en paz y con seguridad. Animo a la Conferencia episcopal a permanecer vigilante para acompañar, mediante un trabajo concertado y audaz, los progresos actuales.

Los tiempos fuertes de la vida eclesial han marcado estos años. Usted, señor cardenal, ha recordado el gran jubileo de la Encarnación. También ha señalado el año 2005, durante el cual se celebró el décimo aniversario de la publicación de la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa. Al convocar esa Asamblea, el Papa Juan Pablo II deseaba promover una solidaridad pastoral orgánica en el continente africano para que la Iglesia lleve un mensaje de fe, de esperanza y de caridad creíble a todos los hombres de buena voluntad, con vistas a un nuevo impulso misionero de las Iglesias particulares.

Ahora que algunas diócesis celebran el centenario de su evangelización, deseo que cada uno de vosotros procure analizar la cuestión central de la propuesta del Evangelio y saque sus consecuencias pastorales para la vida de las comunidades locales, a fin de que el celo apostólico de los pastores y de los fieles se renueve y la reconstrucción moral, espiritual y material una a las comunidades en una sola familia, signo de fraternidad para vuestros contemporáneos.

Con una atención cada vez mayor a las inspiraciones del Espíritu y una intimidad cada vez más profunda con Cristo, la Iglesia cumple su misión profética de anunciar el Evangelio con valentía y entusiasmo. Esta misión, a la que el Señor resucitado llama a sus discípulos, que no pueden sustraerse a ella, os corresponde a vosotros de un modo especial, queridos hermanos en el episcopado, puesto que "la actividad evangelizadora del obispo, orientada a conducir a los hombres a la fe o robustecerlos en ella, es una manifestación preeminente de su paternidad" (Pastores gregis, 26).

Por tanto, os exhorto a proclamar sin cesar, con el ejemplo y la santidad de vuestra vida estrechamente unida a Cristo, el Evangelio de Cristo y a dejaros renovar por él, recordando que la Iglesia vive del Evangelio, sacando continuamente de él orientaciones para su camino. El Evangelio puede iluminar a fondo las conciencias y transformar desde el interior las culturas, a condición de que cada fiel se deje alcanzar en su vida personal y comunitaria por la palabra de Cristo, que invita, mediante una conversión auténtica y duradera, a una respuesta de fe personal y adulta, con vistas a una fecundidad social y a una fraternidad entre todos. Que vuestra caridad, vuestra humildad y vuestra sencillez de vida sean también para vuestros sacerdotes y vuestros fieles un testimonio estimulante, para que todos progresen de verdad por el camino de la santidad.

Señaláis la necesidad de llevar a cabo una profunda evangelización de los fieles. Las comunidades eclesiales vivas, presentes en todos los lugares de vuestras diócesis, reflejan bien esta evangelización de cercanía que hace a los fieles cada vez más adultos en su fe, con espíritu de fraternidad evangélica, según el cual todos se esfuerzan por analizar juntos los diversos aspectos de la vida eclesial, sobre todo la oración, la evangelización, la atención a los más pobres y la autofinanciación de las parroquias. Estas comunidades constituyen también una valiosa defensa contra la ofensiva de las sectas, que explotan la credulidad de los fieles y los confunden, proponiéndoles una falsa visión de la salvación y del Evangelio, y una moral complaciente.

Desde esta perspectiva, os animo a vigilar con la máxima atención la calidad de la formación permanente de los responsables de estas comunidades, principalmente de los catequistas, cuya entrega y espíritu eclesial aprecio, y a procurar que dispongan de las condiciones espirituales, intelectuales y materiales que les permitan cumplir lo mejor posible su misión, bajo la responsabilidad de los pastores. Velad también para que estas comunidades eclesiales vivas sean verdaderamente misioneras, deseosas no sólo de acoger el Evangelio de Cristo, sino también de testimoniarlo ante los hombres.

Los fieles, alimentados con la palabra de Cristo y los sacramentos de la Iglesia, encontrarán la alegría y la fuerza necesarias para el testimonio valiente de la esperanza cristiana. Sobre todo en estos tiempos, particularmente decisivos para la vida de vuestro país, recordad a los fieles laicos que es urgente que promuevan la renovación del orden temporal, exhortándolos a "ejercer en el tejido social un influjo dirigido a transformar no solamente las mentalidades, sino las mismas estructuras de la sociedad, de modo que se reflejen mejor los designios de Dios sobre la familia humana" (Ecclesia in Africa, 54).

Mi pensamiento se dirige afectuosamente a todos vuestros sacerdotes, diocesanos y miembros de institutos, colaboradores del orden episcopal, establecidos por Cristo como ministros al servicio del pueblo de Dios y de todos los hombres. Conozco las difíciles condiciones en las que muchos de ellos cumplen su misión, y les agradezco su servicio, a menudo heroico, con vistas al crecimiento espiritual de sus comunidades. Con vuestra presencia estable en vuestras diócesis, manifestadles vuestra cercanía, desarrollando una capacidad de diálogo confiado con ellos y estando atentos a su crecimiento humano, intelectual y espiritual para que, mediante la búsqueda de la santidad en el ejercicio mismo de su ministerio, sean auténticos educadores de la fe y modelos de caridad para los fieles.

Os corresponde asimismo exhortar a vuestros sacerdotes a la excelencia en la vida espiritual y moral, recordándoles en particular el vínculo único que une al sacerdote con Cristo, y cuyo celibato sacerdotal, vivido en la castidad perfecta, manifiesta la profundidad y el carácter vital. Velad también por su formación permanente, para que puedan penetrar cada vez más a fondo en el misterio de Cristo. Que iluminen la conciencia de los fieles y edifiquen comunidades cristianas sólidas y misioneras con sus raíces y su centro en la Eucaristía, que ellos presiden en nombre de Cristo.

"Todos los presbíteros, junto con los obispos, participan del único y mismo sacerdocio y ministerio de Cristo, de manera que la unidad misma de consagración y misión exige su comunión jerárquica con el orden episcopal" (Presbyterorum ordinis, 7). Desde esta perspectiva, también os animo a desarrollar cada vez más los vínculos de comunión en el seno de vuestro presbiterio diocesano. Como señaláis en vuestras relaciones quinquenales, la persistencia de los conflictos a veces afecta negativamente a la unidad del presbiterio, favoreciendo el desarrollo del tribalismo y de luchas de poder nefastas para la edificación del Cuerpo de Cristo, y fuente de confusión para los fieles.

Os exhorto a cada uno a recuperar esta profunda fraternidad sacerdotal, que es propia de los ministros ordenados, para que realicen la unidad que atrae a los hombres hacia Cristo. Impulsad a vuestros sacerdotes a animarse mutuamente en la práctica de la caridad fraterna, proponiéndoles en particular algunas formas de vida comunitaria, para ayudarles a crecer juntos en la santidad, con fidelidad a su vocación y a su misión, en plena comunión con vosotros.

A vosotros os corresponde prestar una atención constante a la calidad de la formación de los futuros sacerdotes. Con vosotros, doy gracias por la generosidad de numerosos jóvenes que, habiendo escuchado la llamada de Cristo a ponerse a su servicio como sacerdotes en la Iglesia, son admitidos a proseguir su discernimiento en los seminarios. Pero es importante -se trata de una exigencia pastoral para el obispo, primer representante de Cristo en la formación sacerdotal- que la Iglesia cumpla cada vez más su grave responsabilidad en el acompañamiento y en el discernimiento de las vocaciones sacerdotales.

Esto vale en especial para la elección de los formadores, cuyo exigente trabajo alabo aquí, en torno a los cuales, bajo la autoridad del rector, se edifica la comunidad del seminario. Que su madurez humana y espiritual, su amor a la Iglesia y su prudencia pastoral les ayuden a cumplir con justicia y seguridad la hermosa misión de comprobar las capacidades espirituales, humanas e intelectuales de los candidatos al sacerdocio.

Para concluir, hago mías las observaciones que los padres sinodales expresaron muy acertadamente sobre las aptitudes fundamentales que se deben adquirir con vistas a un ministerio sacerdotal fecundo: "Hay que preocuparse de formar a los futuros sacerdotes en los verdaderos valores culturales de sus respectivos países, en el sentido de la honradez, la responsabilidad y la fidelidad a la palabra dada, (...) de modo que sean sacerdotes espiritualmente firmes y disponibles, entregados a la causa del Evangelio, capaces de administrar con transparencia los bienes de la Iglesia y de llevar una vida sencilla, de acuerdo con su ambiente" (Ecclesia in Africa, 95).

Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro, os invito a la esperanza. La buena nueva se anuncia desde hace más de un siglo en vuestra tierra. Doy gracias al Señor por el trabajo generoso de todos los agentes de la evangelización, entre los cuales figuran numerosos misioneros, que han permitido la implantación y el crecimiento de vuestra Iglesia. Hoy os animo a proseguir con valentía la evangelización que vuestros predecesores iniciaron. Iglesia de Dios en la República democrática del Congo, ¡no pierdas jamás la alegría de creer y de dar a conocer el Evangelio de Cristo Salvador! Que vuestras comunidades, sostenidas por los testigos de la fe en vuestro país, sobre todo por la beata María Clementina Anuarite Nengapeta y el beato Isidoro Bakanja, sean signos proféticos de una humanidad renovada por Cristo, humanidad sin rencor ni miedo.

Encomendándoos a la maternal intercesión de la Virgen María, os imparto de buen grado una afectuosa bendición apostólica a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LAS ASOCIACIONES CRISTIANAS DE TRABAJADORES ITALIANOS (ACLI)

Viernes 27 de enero de 2006



Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos miembros de las ACLI:

Nos encontramos hoy con ocasión del sexagésimo aniversario de la fundación de las Asociaciones cristianas de trabajadores italianos. Saludo al presidente Luigi Bobba, y le agradezco cordialmente las amables palabras que me ha dirigido y que me han conmovido verdaderamente; saludo a los demás dirigentes y a cada uno de vosotros. Dirijo un saludo especial a los obispos y a los sacerdotes que os acompañan y cuidan de vuestra formación espiritual.

Vuestra asociación nació por la intuición clarividente del Papa Pío XII, de venerada memoria, que quiso dar cuerpo a una presencia visible y eficaz de los católicos italianos en el mundo del trabajo, sirviéndose de la valiosa colaboración del entonces sustituto de la Secretaría de Estado, Giovanni Battista Montini. Diez años más tarde, el 1 de mayo de 1955, el mismo Pontífice instituyó la fiesta de San José obrero, para proponer a todos los trabajadores del mundo el camino de la santificación personal a través del trabajo, y restituir así al esfuerzo diario la perspectiva de una auténtica humanización. También hoy la cuestión del trabajo, en el centro de cambios rápidos y complejos, sigue interpelando la conciencia humana y exige que no se pierda de vista el principio de fondo que debe orientar toda opción concreta: el bien de cada ser humano y de toda la sociedad.

Dentro de esta fidelidad fundamental al proyecto originario de Dios, quisiera releer ahora brevemente con vosotros y para vosotros las tres "consignas" o "fidelidades" que históricamente os habéis comprometido a encarnar en vuestra multiforme actividad. La primera fidelidad que las ACLI están llamadas a vivir es la fidelidad a los trabajadores. La persona es "la medida de la dignidad del trabajo" (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 271). Por eso, el Magisterio ha recordado siempre la dimensión humana de la actividad laboral, orientándola a su verdadera finalidad, sin olvidar que el coronamiento de la enseñanza bíblica sobre el trabajo es el mandamiento del descanso. Por consiguiente, exigir que el domingo no se homologue a todos los demás días de la semana es una opción de civilización.

De la primacía del valor ético del trabajo humano derivan otras prioridades: la del hombre sobre el trabajo mismo (cf. Laborem exercens, 12), la del trabajo sobre el capital (cf. ib.) y la del destino universal de los bienes sobre el derecho a la propiedad privada (cf. ib., 14): en suma, la prioridad del ser sobre el tener (cf. ib., 20). Esta jerarquía de prioridades muestra con claridad que el ámbito del trabajo, con pleno derecho, forma parte de la cuestión antropológica.

En este campo emerge hoy una nueva e inédita consecuencia de la cuestión social relacionada con la defensa de la vida. Vivimos en un tiempo en el que la ciencia y la técnica brindan posibilidades extraordinarias de mejorar la existencia de todos. Pero un uso incorrecto de este poder puede provocar graves e irreparables amenazas contra el destino de la vida misma. Por tanto, hay que reafirmar la enseñanza del amado Juan Pablo II, que nos invitó a ver en la vida la nueva frontera de la cuestión social (cf. Evangelium vitae, 20). La defensa de la vida, desde su concepción hasta su término natural, y dondequiera que se vea amenazada, ofendida o ultrajada, es el primer deber en el que se expresa una auténtica ética de la responsabilidad, que se extiende coherentemente a todas las demás formas de pobreza, de injusticia y de exclusión.

La segunda consigna a la que quisiera animaros es, de acuerdo con el espíritu de vuestros padres fundadores, la fidelidad a la democracia, la única que puede garantizar la igualdad y los derechos de todos. En efecto, se da una especie de dependencia recíproca entre democracia y justicia, que impulsa a todos a comprometerse de modo responsable para que se salvaguarde el derecho de cada uno, especialmente de los débiles o marginados. La justicia es el banco de prueba de una auténtica democracia.

Dicho esto, no hay que olvidar que la búsqueda de la verdad constituye al mismo tiempo la condición de posibilidad de una democracia real y no aparente: "Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia" (Centesimus annus, 46). De aquí la invitación a trabajar para que aumente el consenso en torno a un marco de referencias comunes. De lo contrario, el llamamiento a la democracia corre el riesgo de ser una mera formalidad de procedimiento, que perpetúa las diferencias y acentúa los problemas.

La tercera consigna es la fidelidad a la Iglesia. Sólo una adhesión cordial y apasionada al camino eclesial garantizará la identidad necesaria, que se hace presente en todos los ámbitos de la sociedad y del mundo, sin perder el sabor y el aroma del Evangelio. Con razón, las palabras que Juan Pablo II os dirigió el 1 de mayo de 1995 —"Sólo el Evangelio renueva las ACLI"— indican aún hoy a vuestra asociación el camino real, dado que os alientan a poner en el centro de la vida asociativa la palabra de Dios y a considerar la evangelización como parte integrante de vuestra misión.

Además, la presencia de los sacerdotes, para acompañaros en vuestra vida espiritual, os ayuda a valorar vuestra relación con la Iglesia local y a fortalecer vuestro compromiso ecuménico y de diálogo interreligioso. Como laicos y trabajadores cristianos asociados, cuidad siempre la formación de vuestros miembros y dirigentes, desde la perspectiva del servicio peculiar al que estáis llamados. Como testigos del Evangelio y constructores de vínculos fraternos, estad presentes con valentía en los ámbitos cruciales de la vida social.

Queridos amigos, el hilo conductor de la celebración de vuestro sexagésimo aniversario ha sido volver a interpretar estas históricas "fidelidades", valorando la cuarta consigna con la que el venerado Juan Pablo II os exhortó a "ensanchar los confines de vuestra acción social" (Discurso a las ACLI, 27 de abril de 2002, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de mayo de 2002, p. 10). Que este compromiso para el futuro de la humanidad esté animado siempre por la esperanza cristiana. Así también vosotros, como testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo, contribuiréis a infundir nuevo dinamismo a la gran tradición de las Asociaciones cristianas de trabajadores italianos y, bajo la acción del Espíritu Santo, podréis cooperar a renovar la faz de la tierra. Que Dios os acompañe y la Virgen santísima os proteja a vosotros, a vuestras familias y todas vuestras iniciativas. Os bendigo con afecto, asegurándoos un recuerdo especial en mi oración.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PRELADOS AUDITORES, DEFENSORES DEL VÍNCULO
Y ABOGADOS DE LA ROTA ROMANA

Sábado 28 de enero de 2006



Ilustres jueces,
oficiales y colaboradores del Tribunal apostólico de la Rota romana:

Ha pasado casi un año desde el último encuentro de vuestro tribunal con mi amado predecesor Juan Pablo II. Fue el último de una larga serie. De la inmensa herencia que él nos dejó también en materia de derecho canónico, quisiera señalar hoy en particular la Instrucción Dignitas connubii, sobre el procedimiento que se ha de seguir en las causas de nulidad matrimonial. Con ella se quiso elaborar una especie de vademécum, que no sólo recoge las normas vigentes en esta materia, sino que también las enriquece con otras disposiciones, necesarias para la aplicación correcta de las primeras. La mayor contribución de esa Instrucción, que espero sea aplicada íntegramente por los agentes de los tribunales eclesiásticos, consiste en indicar en qué medida y de qué modo deben aplicarse en las causas de nulidad matrimonial las normas contenidas en los cánones relativos al juicio contencioso ordinario, cumpliendo las normas especiales dictadas para las causas sobre el estado de las personas y para las de bien público.

Como sabéis bien, la atención prestada a los procesos de nulidad matrimonial trasciende cada vez más el ámbito de los especialistas. En efecto, las sentencias eclesiásticas en esta materia influyen en que muchos fieles puedan o no recibir la Comunión eucarística. Precisamente este aspecto, tan decisivo desde el punto de vista de la vida cristiana, explica por qué, durante el reciente Sínodo sobre la Eucaristía, muchas veces se hizo referencia al tema de la nulidad matrimonial.

A primera vista, podría parecer que la preocupación pastoral que se reflejó en los trabajos del Sínodo y el espíritu de las normas jurídicas recogidas en la Dignitas connubii son dos cosas profundamente diferentes, incluso casi contrapuestas. Por una parte, parecería que los padres sinodales invitaban a los tribunales eclesiásticos a esforzarse para que los fieles que no están casados canónicamente puedan regularizar cuanto antes su situación matrimonial y volver a participar en el banquete eucarístico. Por otra, en cambio, la legislación canónica y la reciente Instrucción parecerían poner límites a ese impulso pastoral, como si la preocupación principal fuera cumplir las formalidades jurídicas previstas, con el peligro de olvidar la finalidad pastoral del proceso.

Detrás de este planteamiento se oculta una supuesta contraposición entre derecho y pastoral en general. No pretendo afrontar ahora a fondo esta cuestión, ya tratada por Juan Pablo II en repetidas ocasiones, sobre todo en el discurso de 1990 a la Rota romana (cf. AAS 82 [1990] 872-877). En este primer encuentro con vosotros prefiero centrarme, más bien, en lo que representa el punto de encuentro fundamental entre derecho y pastoral: el amor a la verdad. Por lo demás, con esta afirmación me remito idealmente a lo que mi venerado predecesor os dijo precisamente en el discurso del año pasado (cf. AAS 97 [2005] 164-166).

El proceso canónico de nulidad del matrimonio constituye esencialmente un instrumento para certificar la verdad sobre el vínculo conyugal. Por consiguiente, su finalidad constitutiva no es complicar inútilmente la vida a los fieles, ni mucho menos fomentar su espíritu contencioso, sino sólo prestar un servicio a la verdad. Por lo demás, la institución del proceso en general no es, de por sí, un medio para satisfacer un interés cualquiera, sino un instrumento cualificado para cumplir el deber de justicia de dar a cada uno lo suyo.

El proceso, precisamente en su estructura esencial, es una institución de justicia y de paz. En efecto, el proceso tiene como finalidad la declaración de la verdad por parte de un tercero imparcial, después de haber ofrecido a las partes las mismas oportunidades de aducir argumentaciones y pruebas dentro de un adecuado espacio de discusión. Normalmente, este intercambio de opiniones es necesario para que el juez pueda conocer la verdad y, en consecuencia, decidir la causa según la justicia. Así pues, todo sistema procesal debe tender a garantizar la objetividad, la tempestividad y la eficacia de las decisiones de los jueces.

También en esta materia es de importancia fundamental la relación entre la razón y la fe. Si el proceso responde a la recta razón, no puede sorprender que la Iglesia haya adoptado la institución procesal para resolver cuestiones intraeclesiales de índole jurídica. Así se fue consolidando una tradición ya plurisecular, que se conserva hasta nuestros días en los tribunales eclesiásticos de todo el mundo. Además, conviene tener presente que el derecho canónico ha contribuido de modo muy notable, en la época del derecho clásico medieval, a perfeccionar la configuración de la misma institución procesal.

Su aplicación en la Iglesia atañe ante todo a los casos en los que, estando disponible la materia del pleito, las partes podrían llegar a un acuerdo que resolviera el litigio, pero por varios motivos eso no acontece. Al recurrir a un proceso para tratar de determinar lo que es justo, no se pretende acentuar los conflictos, sino hacerlos más humanos, encontrando soluciones objetivamente adecuadas a las exigencias de la justicia.

Naturalmente, esta solución por sí sola no basta, pues las personas necesitan amor, pero, cuando resulta inevitable, constituye un paso significativo en la dirección correcta. Además, los procesos pueden versar también sobre materias que exceden la capacidad de disponer de las partes, en la medida en que afectan a los derechos de toda la comunidad eclesial. Precisamente en este ámbito se sitúa el proceso para declarar la nulidad de un matrimonio: en efecto, el matrimonio, en su doble dimensión, natural y sacramental, no es un bien del que puedan disponer los cónyuges y, teniendo en cuenta su índole social y pública, tampoco es posible imaginar alguna forma de autodeclaración.

En este punto, viene espontáneamente la segunda observación. En sentido estricto, ningún proceso es contra la otra parte, como si se tratara de infligirle un daño injusto. Su finalidad no es quitar un bien a nadie, sino establecer y defender la pertenencia de los bienes a las personas y a las instituciones. En la hipótesis de nulidad matrimonial, a esta consideración, que vale para todo proceso, se añade otra más específica. Aquí no hay algún bien sobre el que disputen las partes y que deba atribuirse a una o a otra. En cambio, el objeto del proceso es declarar la verdad sobre la validez o invalidez de un matrimonio concreto, es decir, sobre una realidad que funda la institución de la familia y que afecta en el máximo grado a la Iglesia y a la sociedad civil.

En consecuencia, se puede afirmar que en este tipo de procesos el destinatario de la solicitud de declaración es la Iglesia misma. Teniendo en cuenta la natural presunción de validez del matrimonio formalmente contraído, mi predecesor Benedicto XIV, insigne canonista, ideó e hizo obligatoria la participación del defensor del vínculo en dichos procesos (cf. const. ap. Dei miseratione, 3 de noviembre de 1741). De ese modo se garantiza más la dialéctica procesal, orientada a certificar la verdad.

El criterio de la búsqueda de la verdad, del mismo modo que nos guía a comprender la dialéctica del proceso, puede servirnos también para captar el otro aspecto de la cuestión: su valor pastoral, que no puede separarse del amor a la verdad. En efecto, puede suceder que la caridad pastoral a veces esté contaminada por actitudes de complacencia con respecto a las personas. Estas actitudes pueden parecer pastorales, pero en realidad no responden al bien de las personas y de la misma comunidad eclesial. Evitando la confrontación con la verdad que salva, pueden incluso resultar contraproducentes en relación con el encuentro salvífico de cada uno con Cristo. El principio de la indisolubilidad del matrimonio, reafirmado por Juan Pablo II con fuerza en esta sede (cf. los discursos del 21 de enero de 2000, en AAS 92 [2000] 350-355, y del 28 de enero de 2002, en AAS 94 [2002] 340-346), pertenece a la integridad del misterio cristiano.

Hoy constatamos, por desgracia, que esta verdad se ve a veces oscurecida en la conciencia de los cristianos y de las personas de buena voluntad. Precisamente por este motivo es engañoso el servicio que se puede prestar a los fieles y a los cónyuges no cristianos en dificultad fortaleciendo en ellos, tal vez sólo implícitamente, la tendencia a olvidar la indisolubilidad de su unión. De ese modo, la posible intervención de la institución eclesiástica en las causas de nulidad corre el peligro de presentarse como mera constatación de un fracaso.

Con todo, la verdad buscada en los procesos de nulidad matrimonial no es una verdad abstracta, separada del bien de las personas. Es una verdad que se integra en el itinerario humano y cristiano de todo fiel. Por tanto, es muy importante que su declaración se produzca en tiempos razonables.
Ciertamente, la divina Providencia sabe sacar bien del mal, incluso cuando las instituciones eclesiásticas descuidaran su deber o cometieran errores. Pero es una obligación grave hacer que la actuación institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles.

Además, la sensibilidad pastoral debe llevar a esforzarse por prevenir las nulidades matrimoniales cuando se admite a los novios al matrimonio y a procurar que los cónyuges resuelvan sus posibles problemas y encuentren el camino de la reconciliación. Sin embargo, la misma sensibilidad pastoral ante las situaciones reales de las personas debe llevar a salvaguardar la verdad y a aplicar las normas previstas para protegerla en el proceso.

Deseo que estas reflexiones ayuden a hacer comprender mejor que el amor a la verdad une la institución del proceso canónico de nulidad matrimonial y el auténtico sentido pastoral que debe animar esos procesos. En esta clave de lectura, la Instrucción Dignitas connubii y las preocupaciones que emergieron en el último Sínodo resultan totalmente convergentes. Amadísimos hermanos, realizar esta armonía es la tarea ardua y fascinante por cuyo discreto cumplimiento la comunidad eclesial os está muy agradecida. Con el cordial deseo de que vuestra actividad judicial contribuya al bien de todos los que se dirigen a vosotros y los favorezca en el encuentro personal con la Verdad, que es Cristo, os bendigo con gratitud y afecto.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS
DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO

Lunes 6 de febrero de 2006



Queridos hermanos en el episcopado:

Con alegría os acojo, mientras venís en peregrinación a los lugares donde los apóstoles san Pedro y san Pablo dieron testimonio de Cristo Salvador hasta el martirio. Deseo vivamente que vuestros encuentros con el Papa y con sus colaboradores, expresión de comunión de vuestras Iglesias locales con la Sede de Pedro, acrecienten vuestro impulso apostólico al servicio del pueblo de Dios que se os ha encomendado. Os agradezco todo lo que me habéis transmitido durante nuestros encuentros. Asegurad a vuestros diocesanos mi cercanía espiritual, ahora que están invitados, juntamente con todos los habitantes del país, a movilizarse para lograr la paz y la reconciliación, después de años de guerra que han provocado millones de víctimas, especialmente en vuestra región. Es necesario que sean valientes defensores de la dignidad de todo ser humano y testigos audaces de la caridad de Cristo, para construir una sociedad cada vez más justa y fraterna.

El imperativo de la caridad

El compromiso en favor de la paz es un desafío planteado a la misión evangelizadora del obispo. Vuestros informes quinquenales describen las difíciles condiciones en las que ejercéis vuestro ministerio. Los conflictos pasados y los focos de inseguridad que perduran, dejan profundas heridas en la población, provocando cansancio y desaliento. Durante este año, que vuestra Iglesia local dedica a la beata Anuarite Nengapeta, deseo que el imperativo de la caridad os movilice y que, mediante la santidad de vuestra vida y el dinamismo misionero que os anima, seáis vosotros mismos profetas de justicia y de paz.

En efecto, "para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Deus caritas est, 25). Me alegra el trabajo pastoral de cercanía realizado en las comunidades eclesiales vivas por los sacerdotes y las personas consagradas, así como por los diferentes organismos caritativos, para compartir esta preocupación por la caridad vivida al servicio de los más humildes, convirtiéndose en testigos creíbles del amor que Cristo siente por ellos. Promoved la unidad del pueblo de Dios y prodigaos generosamente para constituirlo como pueblo de hermanos, congregados por Cristo y enviados por él.

Proseguir la ardua tarea de la evangelización

Es importante que prosigáis la ardua tarea de implantación del Evangelio en vuestra cultura, respetando los ricos y auténticos valores africanos, pero también purificándolos de todo lo que podría hacerlos incompatibles con la verdad del Evangelio. También es de desear que se revitalice el sacramento de la Penitencia, por el que Dios libera al hombre del pecado, permitiéndole ser cada vez más fermento de reconciliación y de paz en la Iglesia y en la sociedad. Los sacerdotes y los fieles deben redescubrir en la Eucaristía el centro de su existencia, acogiendo en esta gran escuela de paz el sentido profundo de sus compromisos y una apremiante exhortación a convertirse en artífices de diálogo y de comunión (cf. Mane nobiscum Domine, 27).

Edificar la Iglesia familia de Dios en vuestro país, como en otras partes, es una tarea ardua, pero conozco el dinamismo apostólico que os anima. Me alegra que la Conferencia episcopal nacional del Congo, con sus múltiples intervenciones, no haya escatimado esfuerzos para abrir en los corazones y en las conciencias caminos de reconciliación y de comunión fraterna. A este propósito, es de desear que la campaña de sensibilización puesta en marcha en colaboración con los responsables de las demás confesiones religiosas para proponer a todos los ciudadanos una educación cívica dé buenos frutos. La Iglesia está llamada a participar en esta obra, en el lugar que le corresponde y según su vocación propia, y a aportar una contribución específica al bien común y a la consolidación del Estado de derecho, manifestando su compromiso diario por el bienestar material y espiritual de todos los congoleños. Para ello es importante proponer a los responsables políticos del país una formación específica. Profundizando en el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, podrán reflexionar en su compromiso al servicio del bien común y valorar sus exigencias morales, para promover instituciones justas, al servicio de la renovación de la sociedad.

Para que la palabra del Evangelio se escuche en todos los puntos del país y la enseñanza de la Iglesia influya profundamente en las conciencias, en las mentalidades y en las costumbres, el uso de los medios de comunicación social, en especial la radio y la televisión, resulta más necesario que nunca, y sigue siendo para vosotros una preocupación constante. También gracias a estos medios la Iglesia podrá cumplir mejor su ministerio profético, en particular para limitar la acción de las sectas, que utilizan abundantemente las nuevas tecnologías para atraer y confundir a los fieles. Los medios modernos de comunicación permiten una actividad educativa, animada por el amor a la verdad, pero también una acción encaminada a defender la libertad y el respeto de la dignidad de la persona, y a favorecer la cultura auténtica de vuestro pueblo (cf. Christifideles laici, 44).

La familia

La evangelización de la familia constituye asimismo una prioridad pastoral. Los movimientos de personas refugiadas o desplazadas, la pandemia del sida, pero también los importantes cambios de la sociedad contemporánea, han desmembrado a numerosas familias, debilitando la institución familiar, con el peligro de perjudicar la cohesión de la sociedad misma. Es importante alentar a los católicos, en todos los niveles de la vida diocesana y social, a perseverar y promover los valores fundamentales de la familia. Con este espíritu, conviene prestar atención a la preparación humana y espiritual de las parejas y al seguimiento pastoral de las familias, recordando la dignidad eminente del matrimonio cristiano, único e indisoluble, y proponiendo una espiritualidad conyugal sólida, para que las familias crezcan en santidad.

La vida consagrada

La vida consagrada está presente en la República democrática del Congo con sus múltiples formas. Saludo afectuosamente a todas las personas consagradas, las cuales se esfuerzan por testimoniar el amor de Cristo entre sus hermanos. Sobre todo, rindo homenaje a las que, en condiciones extremas, han elegido permanecer en medio de las poblaciones probadas para brindarles la asistencia, el consuelo y el apoyo espiritual que necesitan. Invito a todas las personas consagradas, signos insustituibles del Reino que viene, a dar un testimonio profético en la Iglesia y en la sociedad congoleña, exhortándolas de modo especial a rechazar, con una fidelidad perfecta a los consejos evangélicos, toda tentación de encerrarse en sí mismas y a difundir un verdadero espíritu de fraternidad entre todos.

Los jóvenes

Los jóvenes manifiestan una gran vitalidad; son una verdadera riqueza para la Iglesia y para todo el país. Sin embargo, constituyen una población debilitada por la inseguridad ante el futuro, por la experiencia de la precariedad y por los inquietantes estragos del sida. A vosotros os corresponde alimentar su fe y su esperanza, proponiéndoles una formación cristiana sólida. En particular, pienso en las iniciativas pastorales destinadas a permitir a los niños de la calle y a los niños soldados reconstruirse humana y espiritualmente. Exhorto también a las escuelas católicas, así como a todas las personas que se ocupan de la formación y la educación de los jóvenes, a proporcionarles los medios para crecer en la caridad, cultivar el gusto del esfuerzo y entrenarse en el respeto mutuo, el aprendizaje del diálogo y el servicio a la comunidad, a fin de que sean miembros activos de la evangelización y de la renovación del entramado social.

Promover la paz

Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro, ¡cómo no reafirmaros la esperanza fundada, que comparto con vosotros, de ver que la reconciliación y la paz triunfen en vuestro país y en toda la región de los Grandes Lagos! Ojalá que todos los que gobiernan el destino de la nación actúen de manera concertada y responsable para llegar a una paz duradera. Exhorto también a la comunidad internacional a no olvidar a África, realizando sobre todo acciones valientes y decididas para consolidar la estabilidad política y económica en vuestro país.
Por último, exhorto a vuestras comunidades a comprometerse "en una labor intensa y capilar de educación y de testimonio, que ayude a cada uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada vez más a fondo la verdad de la paz" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2006, 8 de diciembre de 2005, n. 16: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de diciembre de 2005, p. 4).

Al volver a vuestras diócesis, llevad a todos vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, catequistas y fieles laicos el afecto del Sucesor de Pedro, que los exhorta a vivir diariamente el servicio de la caridad cada vez más unidos a Cristo, y que les imparte a ellos, así como a vosotros, una particular bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Viernes 10 de febrero de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra reunirme, al final de su sesión plenaria, con la Congregación para la doctrina de la fe, Congregación que tuve la alegría de presidir durante más de veinte años, por mandato de mi predecesor, el venerado Papa Juan Pablo II. Vuestros rostros me traen a la memoria también los de todos aquellos que durante estos años han colaborado con el dicasterio: pienso en todos con gratitud y afecto. No puedo menos de recordar, con cierta emoción, ese período tan intenso y fecundo que pasé en la Congregación, que tiene la misión de promover y defender la doctrina sobre la fe y las costumbres en toda la Iglesia católica (cf. Pastor bonus, 48).

En la vida de la Iglesia la fe tiene una importancia fundamental, porque es fundamental el don que Dios hace de sí mismo en la Revelación, y esta autodonación de Dios se acoge en la fe. Aparece aquí la relevancia de vuestra Congregación que, en su servicio a toda la Iglesia, y en particular a los obispos como maestros de la fe y pastores, está llamada, con espíritu de colegialidad, a favorecer y recordar precisamente la centralidad de la fe católica, en su expresión auténtica. Cuando se debilita la percepción de esta centralidad, también el entramado de la vida eclesial pierde su vivacidad original y se gasta, cayendo en un activismo estéril o reduciéndose a astucia política de sabor mundano. En cambio, si la verdad de la fe se sitúa con sencillez y determinación en el centro de la existencia cristiana, la vida del hombre se renueva y reanima gracias a un amor que no conoce pausas ni confines, como recordé también en mi reciente carta encíclica Deus caritas est.

La caridad, desde el corazón de Dios, a través del corazón de Jesucristo, se derrama mediante su Espíritu en el mundo, como amor que lo renueva todo. Este amor nace del encuentro con Cristo en la fe: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est, 1). Jesucristo es la Verdad hecha Persona, que atrae hacia sí al mundo. La luz irradiada por Jesús es resplandor de verdad. Cualquier otra verdad es un fragmento de la Verdad que es él y a él remite. Jesús es la estrella polar de la libertad humana: sin él pierde su orientación, puesto que sin el conocimiento de la verdad, la libertad se desnaturaliza, se aísla y se reduce a arbitrio estéril. Con él, la libertad se reencuentra, se reconoce creada para el bien y se expresa mediante acciones y comportamientos de caridad.

Por eso Jesús dona al hombre la plena familiaridad con la verdad y lo invita continuamente a vivir en ella. Es una verdad ofrecida como realidad que conforta al hombre y, al mismo tiempo, lo supera y rebasa; como Misterio que acoge y excede al mismo tiempo el impulso de su inteligencia. Y nada mejor que el amor a la verdad logra impulsar la inteligencia humana hacia horizontes inexplorados. Jesucristo, que es la plenitud de la verdad, atrae hacia sí el corazón de todo hombre, lo dilata y lo colma de alegría. En efecto, sólo la verdad es capaz de invadir la mente y hacerla gozar en plenitud.
Esta alegría ensancha las dimensiones del alma humana, librándola de las estrecheces del egoísmo y capacitándola para un amor auténtico. La experiencia de esta alegría conmueve, atrae al hombre a una adoración libre, no a un postrarse servil, sino a inclinar su corazón ante la Verdad que ha encontrado.

Por eso el servicio a la fe, que es testimonio de Aquel que es la Verdad total, es también un servicio a la alegría, y esta es la alegría que Cristo quiere difundir en el mundo: es la alegría de la fe en él, de la verdad que se comunica por medio de él, de la salvación que viene de él. Esta es la alegría que experimenta el corazón cuando nos arrodillamos para adorar a Jesús en la fe. Este amor a la verdad inspira y orienta también el acercamiento cristiano al mundo contemporáneo y el compromiso evangelizador de la Iglesia, temas que habéis estudiado durante los trabajos de la plenaria. La Iglesia acoge con alegría las auténticas conquistas del conocimiento humano y reconoce que la evangelización exige también afrontar realmente los horizontes y los desafíos que plantea el saber moderno. En realidad, los grandes progresos del saber científico realizados en el siglo pasado han ayudado a comprender mejor el misterio de la creación, marcando profundamente la conciencia de todos los pueblos. Sin embargo, los progresos de la ciencia han sido a veces tan rápidos que ha sido bastante complejo descubrir si eran compatibles con las verdades reveladas por Dios sobre el hombre y sobre el mundo. A veces, algunas afirmaciones del saber científico se han contrapuesto incluso a estas verdades. Esto ha podido provocar cierta confusión en los fieles y también ha constituido una dificultad para el anuncio y la recepción del Evangelio. Por eso, es de vital importancia todo estudio que se proponga profundizar el conocimiento de las verdades descubiertas por la razón, con la certeza de que no existe "competitividad alguna entre la razón y la fe" (Fides et ratio, 17).

No debemos tener ningún temor de afrontar este desafío: en efecto, Jesucristo es el Señor de toda la creación y de toda la historia. El creyente sabe bien que "todo fue creado por él y para él, (...) y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16. 17). Profundizando continuamente el conocimiento de Cristo, centro del cosmos y de la historia, podemos mostrar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo que la fe en él tiene relevancia para el destino de la humanidad: más aún, es la realización de todo lo que es auténticamente humano. Sólo desde esta perspectiva podremos dar respuestas convincentes al hombre que busca. Este compromiso es de importancia decisiva para el anuncio y la transmisión de la fe en el mundo contemporáneo. En realidad, ese compromiso constituye una prioridad urgente en la misión de evangelizar. El diálogo entre la fe y la razón, entre la religión y la ciencia, no sólo ofrece la posibilidad de mostrar al hombre de hoy, de modo más eficaz y convincente, la racionalidad de la fe en Dios, sino también la de mostrar que en Jesucristo reside la realización definitiva de toda auténtica aspiración humana. En este sentido, un serio esfuerzo evangelizador no puede ignorar los interrogantes que plantean también los descubrimientos científicos y las cuestiones filosóficas actuales.

El deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre, y toda la creación es una inmensa invitación a buscar las respuestas que abren la razón humana a la gran respuesta que desde siempre busca y espera: "La verdad de la revelación cristiana, que se manifiesta en Jesús de Nazaret, permite a todos acoger el "misterio" de la propia vida. Como verdad suprema, a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia. Aquí la relación entre libertad y verdad llega al máximo y se comprende en su totalidad la palabra del Señor: "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32)" (Fides et ratio, 15).

La Congregación encuentra aquí el motivo de su compromiso y el horizonte de su servicio. Vuestro servicio a la plenitud de la fe es un servicio a la verdad y, por eso, a la alegría, una alegría que proviene de lo más íntimo del corazón y brota de los abismos de amor que Cristo ha abierto de par en par con su corazón traspasado en la cruz y que su Espíritu difunde con inagotable generosidad en el mundo. Desde este punto de vista, vuestro ministerio doctrinal puede definirse, de modo apropiado, "pastoral". En efecto, vuestro servicio es un servicio a la plena difusión de la luz de Dios en el mundo. Que la luz de la fe, expresada en su plenitud e integridad, ilumine siempre vuestro trabajo y sea la "estrella" que os guíe y os ayude a dirigir el corazón de los hombres a Cristo. Este es el difícil y fascinante compromiso que compete a la misión del Sucesor de Pedro, en la cual estáis llamados a colaborar. Gracias por vuestro trabajo y por vuestro servicio. Con estos sentimientos, os imparto a todos mi bendición.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ENFERMOS Y AGENTES SANITARIOS

Basílica de San Pedro
Sábado 11 de febrero, memoria de Nuestra Señora de Lourdes



Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría he venido a vosotros, y os agradezco vuestra afectuosa acogida. Os dirijo mi saludo de modo especial a vosotros, queridos enfermos, que estáis reunidos aquí, en la basílica de San Pedro, y quisiera extenderlo a todos los enfermos que nos están siguiendo mediante la radio y la televisión, y a los que no tienen esta posibilidad, pero se encuentran unidos a nosotros con los vínculos más profundos del espíritu, en la fe y en la oración. Saludo al cardenal Camillo Ruini, que ha presidido la Eucaristía, y al cardenal Francesco Marchisano, arcipreste de esta basílica vaticana.
Saludo a los demás obispos y sacerdotes presentes. Doy las gracias a la UNITALSI y a la Obra romana de peregrinaciones, que han preparado y organizado este encuentro, con la participación de numerosos voluntarios. Mi pensamiento se dirige también a la otra parte del planeta, a Australia, donde, en la ciudad de Adelaida, tuvo lugar hace algunas horas la celebración conclusiva de la Jornada mundial del enfermo, presidida por mi enviado, el cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud.

Desde hace catorce años, el 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes, se celebra también la Jornada mundial del enfermo. Todos sabemos que, en la gruta de Massabielle, la Virgen manifestó la ternura de Dios hacia los que sufren. Esta ternura, este amor solícito se hace sentir de modo particularmente vivo en el mundo precisamente el día de Nuestra Señora de Lourdes, actualizando en la liturgia, y especialmente en la Eucaristía, el misterio de Cristo Redentor del hombre, cuya primicia es la Virgen Inmaculada.

Al aparecerse a Bernardita como la Inmaculada Concepción, María santísima vino para recordar al mundo moderno la primacía de la gracia divina, más fuerte que el pecado y la muerte, pues corría el riesgo de olvidarla. Y el lugar de su aparición, la gruta de Massabielle, en Lourdes, se ha convertido en un punto de atracción para todo el pueblo de Dios, especialmente para todos los que se sienten oprimidos y sufren en el cuerpo y en el espíritu. "Venid a mí todos los que estáis cansados y fatigados, y yo os aliviaré" (Mt 11, 28), dijo Jesús. En Lourdes sigue repitiendo esta invitación, con la mediación materna de María, a todos los que acuden allí con confianza.

Queridos hermanos, este año, junto con mis colaboradores del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, hemos querido poner en el centro de la atención a las personas afectadas por enfermedades mentales. "Salud mental y dignidad humana" fue el tema del congreso que se celebró en Adelaida, profundizando al mismo tiempo aspectos científicos, éticos y pastorales. Todos sabemos que Jesús consideraba al hombre en su totalidad para curarlo completamente, en el cuerpo, en la psique y en el espíritu. En efecto, la persona humana es una, y sus diversas dimensiones pueden y deben distinguirse, pero no separarse. Así también la Iglesia se propone siempre considerar a las personas como tales, y esta concepción distingue a las instituciones sanitarias católicas, así como el estilo de los agentes sanitarios que trabajan en ellas.

En este momento, pienso de modo particular en las familias que tienen un enfermo mental y afrontan la carga y los diversos problemas que esto plantea. Nos sentimos cercanos a todas estas situaciones, con la oración y con las innumerables iniciativas que la comunidad eclesial realiza en todo el mundo, especialmente donde no existe una legislación al respecto, donde las instituciones públicas son insuficientes, y donde calamidades naturales o, por desgracia, guerras y conflictos armados producen graves traumas psíquicos a las personas. Son formas de pobreza que atraen la caridad de Cristo, buen samaritano, y de la Iglesia, indisolublemente unida a él al servicio de la humanidad que sufre.

A todos los médicos, los enfermeros y demás agentes sanitarios, a todos los voluntarios comprometidos en este campo quisiera entregarles hoy simbólicamente la encíclica Deus caritas est, con el deseo de que el amor de Dios esté siempre vivo en su corazón, para que anime su trabajo diario, sus proyectos, sus iniciativas y sobre todo sus relaciones con las personas enfermas. Actuando en nombre de la caridad y con el estilo de la caridad, vosotros, queridos amigos, también contribuís eficazmente a la evangelización, porque el anuncio del Evangelio necesita signos coherentes que lo confirmen. Y estos signos hablan el lenguaje del amor universal, un lenguaje comprensible a todos.

Dentro de poco, creando el clima espiritual de Lourdes, se apagarán las luces de la basílica y encenderemos nuestras velas, símbolo de fe y de ardiente invocación a Dios. El canto del Ave María de Lourdes nos invitará a ir espiritualmente a la gruta de Massabielle, a los pies de la Virgen Inmaculada. A ella, con profunda fe, queremos presentarle nuestra condición humana, nuestras enfermedades, signo de la necesidad que todos tenemos, mientras estamos en camino en esta peregrinación terrena, de que su Hijo Jesucristo nos salve.

Que María mantenga viva nuestra esperanza, para que, fieles a la enseñanza de Cristo, renovemos el compromiso de aliviar a los hermanos en sus enfermedades. Que el Señor haga que nadie se sienta solo y abandonado en los momentos de necesidad, sino que, al contrario, afronte, incluso la enfermedad, con dignidad humana. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica a todos vosotros, enfermos, agentes sanitarios y voluntarios.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL COLEGIO DE ESCRITORES DE LA REVISTA ITALIANA
"LA CIVILTÀ CATTOLICA"

Viernes 17 de febrero de 2006



Queridos escritores del Colegio de La Civiltà Cattolica:

Me alegra acogeros junto con todos los que, de diversas formas, colaboran con vosotros. Conozco y aprecio la obra que la Revista realiza al servicio de la Iglesia desde 1850, cuando mi predecesor, de venerada memoria, el beato Pío IX la instituyó "de modo perpetuo", dotándola de un Estatuto particular, en el que se establece un vínculo especial con la Santa Sede. Es la expresión de una particular confianza en la Revista por parte de los Pontífices que me han precedido, pero también una exhortación a vuestra fidelidad con respecto a las directrices de la Santa Sede. A pesar del tumultuoso cambio de las contingencias históricas, este vínculo no se ha debilitado jamás, como lo demuestran los testimonios de benevolencia que los Pontífices romanos han dado a la Revista en sus 155 años de vida. En efecto, dichos documentos manifiestan el interés con que han seguido y siguen el trabajo de La Civiltà Cattolica, reconociendo su utilidad para el bien de la Iglesia y apreciando su constante fidelidad a las directrices del Magisterio.

Sin embargo, en nuestro tiempo, en el que el Señor Jesús llama a su Iglesia a anunciar con nuevo impulso el Evangelio de salvación, no se puede dejar de buscar nuevos modos de analizar la situación histórica en la que viven hoy los hombres y mujeres, para presentarles de forma eficaz el anuncio de la buena nueva. Por tanto, La Civiltà Cattolica, para ser fiel a su naturaleza y a su tarea, debe renovarse sin cesar, leyendo correctamente los "signos de los tiempos". En realidad, hoy se está consolidando cada vez más una cultura caracterizada por el relativismo individualista y el cientificismo positivista; por consiguiente, una cultura que tiende a cerrarse a Dios y a su ley moral, aunque no siempre es por prejuicio contraria al cristianismo. Por eso, los católicos están llamados a realizar un gran esfuerzo para desarrollar el diálogo con la cultura actual y abrirla a los valores perennes de la trascendencia.

Es un esfuerzo en el que el creyente se vale de los instrumentos que le ofrecen la fe y la razón: instrumentos a primera vista poco adecuados, pero cuya eficacia deriva de la fuerza de Dios, que sigue caminos alejados del poder y del éxito. Por otra parte, no hay que olvidar que hoy en el mundo existen también numerosos signos de esperanza, fruto de la acción del Espíritu en la historia.
Estos signos son, por ejemplo, la nueva sensibilidad a los valores religiosos por parte de gran número de hombres y mujeres, la atención renovada a la sagrada Escritura, el respeto a los derechos humanos en medida mucho mayor de lo que sucedía incluso en el pasado reciente, y la voluntad de diálogo con las demás religiones. En particular, la fe en Jesús puede ayudar a muchos a captar el sentido de la vida y de la aventura humana, ofreciéndoles los puntos de referencia que a menudo faltan en un mundo tan frenético y desorientado.

Por consiguiente, es aquí donde se sitúa la misión de una revista de cultura como La Civiltà Cattolica: participar en el debate cultural contemporáneo, tanto para proponer, de modo serio y al mismo tiempo divulgativo, las verdades de la fe cristiana con claridad y a la vez con fidelidad al magisterio de la Iglesia, como para defender sin espíritu polémico la verdad, a veces deformada incluso con acusaciones carentes de fundamento contra la comunidad eclesial.

Como faro en el camino que La Civiltà Cattolica está llamada a recorrer, quisiera indicar el concilio Vaticano II. Las riquezas doctrinales y pastorales que contiene, y sobre todo la inspiración de fondo, aún no han sido asimiladas plenamente por la comunidad cristiana, aunque hayan pasado 40 años desde su conclusión. Indudablemente, el Concilio dio a la Iglesia un impulso capaz de renovarla y prepararla para responder de modo adecuado a los problemas nuevos que la cultura contemporánea plantea a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo.

Por otra parte, el Vaticano II ha sido complementado por numerosos documentos doctrinales y pastorales, que la Santa Sede y las Conferencias episcopales de muchas naciones han publicado sobre problemas surgidos recientemente. Constituyen una fuente siempre viva a la que La Civiltà Cattolica puede recurrir en su trabajo. Se trata de divulgar y sostener la acción de la Iglesia en todos los campos de su misión. La Revista debe poner particular empeño en la difusión de la doctrina social de la Iglesia, uno de los temas que durante sus 155 años de vida ha tratado más ampliamente.

Deseo concluir nuestro encuentro confirmando la confianza de la Santa Sede en vuestra Revista, con la certeza de que todos sus redactores y colaboradores, siguiendo el ejemplo de quienes los han precedido, corresponderán a esta confianza con gozosa fidelidad y espíritu de servicio. A la vez que encomiendo a María, Sede de la Sabiduría, la obra de La Civiltà Cattolica, os imparto a todos vosotros, redactores y colaboradores de la Revista, así como a todos sus queridos lectores, una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DIÁCONOS PERMANENTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Sábado 18 de febrero de 2006



Queridos diáconos romanos:

Me alegra particularmente este encuentro, que tiene lugar en el 25° aniversario del restablecimiento del diaconado permanente en la diócesis de Roma. Saludo con afecto al cardenal vicario, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo asimismo al obispo monseñor Vincenzo Apicella, hasta ahora encargado del Centro diocesano para el diaconado permanente, y a monseñor Francesco Peracchi, delegado del cardenal vicario, que desde hace varios años sigue vuestra formación. Doy mi más cordial bienvenida a cada uno de vosotros y a vuestras familias.

El apóstol san Pablo, en un famoso pasaje de la carta a los Filipenses, afirma que Cristo "se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo" (Flp 2, 7). Cristo es el ejemplo que debemos contemplar. En el evangelio dijo a sus discípulos que no había venido "a ser servido, sino a servir" (cf. Mt 20, 28). En particular, durante la última Cena, después de explicar nuevamente a los Apóstoles que estaba en medio de ellos "como el que sirve" (Lc 22, 27), realizó el gesto humilde, reservado a los esclavos, de lavar los pies a los Doce, dando así ejemplo para que sus discípulos lo imitaran en el servicio y en el amor recíproco. La unión con Cristo, que es preciso cultivar a través de la oración, la vida sacramental y, en particular, la adoración eucarística, es de suma importancia para vuestro ministerio, a fin de que pueda testimoniar realmente el amor de Dios.
En efecto, como escribí en la encíclica Deus caritas est, «el amor puede ser "mandado"» por Dios «porque antes es dado» (n. 14).

Queridos diáconos, acoged con alegría y gratitud el amor que el Señor siente por vosotros y derrama en vuestra vida, y dad con generosidad a los hombres lo que gratuitamente habéis recibido. La Iglesia de Roma tiene una larga tradición de servicio a los pobres de la ciudad.
Durante estos años han aparecido nuevas formas de pobreza: en efecto, muchas personas han perdido el sentido de la vida y no poseen una verdad sobre la cual construir su existencia; numerosos jóvenes piden encontrar hombres que sepan escucharlos y aconsejarlos en las dificultades de la vida. Junto a la pobreza material, encontramos también una pobreza espiritual y cultural. Nuestra diócesis, consciente de que el encuentro con Cristo "da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (ib., 1), está dedicando particular atención al tema de la transmisión de la fe.

Queridos diáconos, os agradezco los servicios que con gran generosidad prestáis en numerosas comunidades parroquiales de Roma, dedicándoos en especial a la pastoral bautismal y familiar. Al enseñar el Evangelio de Cristo, que os entregó el obispo el día de vuestra ordenación, ayudáis a los padres que piden el bautismo para sus hijos a profundizar el misterio de la vida divina que se nos ha dado y el de la Iglesia, la gran familia de Dios, mientras a los novios que desean celebrar el sacramento del matrimonio les anunciáis la verdad sobre el amor humano, explicando así que "el matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa" (ib., 11).

Muchos de vosotros trabajáis en oficinas, hospitales y escuelas: en estos ambientes estáis llamados a ser servidores de la Verdad. Al anunciar el Evangelio, podréis presentar la Palabra capaz de iluminar y dar sentido al trabajo del hombre, al sufrimiento de los enfermos, y ayudaréis a las nuevas generaciones a descubrir la belleza de la fe cristiana. De este modo, seréis diáconos de la Verdad que hace libres, y guiaréis a los habitantes de esta ciudad hacia el encuentro con Jesucristo. Acoger al Redentor en su vida es para el hombre fuente de profunda alegría, una alegría que puede infundir paz también en los momentos de prueba. Por consiguiente, sed servidores de la Verdad, para ser portadores de la alegría que Dios quiere dar a cada hombre.

Pero no basta anunciar la fe sólo con palabras, porque, como recuerda el apóstol Santiago, la fe "si no tiene obras, está realmente muerta" (St 2, 17). Por tanto, es necesario que el anuncio del Evangelio vaya acompañado con el testimonio concreto de la caridad, que "para la Iglesia (...) no es una especie de actividad de asistencia social (...), sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Deus caritas est, 25). El ejercicio de la caridad pertenece desde el inicio al ministerio diaconal: los Siete, de los que hablan los Hechos de los Apóstoles, fueron elegidos para servir a las mesas. Vosotros, que pertenecéis a la Iglesia de Roma, sois los herederos de una larga tradición, en la que el diácono Lorenzo constituye una figura singularmente hermosa y luminosa.

Son muchos los pobres; a menudo provienen de países muy lejanos de Italia; llaman a la puerta de las comunidades parroquiales para pedir una ayuda necesaria a fin de superar momentos de grave dificultad. Acoged a estos hermanos con gran cordialidad y disponibilidad, y en la medida de vuestras posibilidades tratad de ayudarles en sus necesidades, recordando siempre las palabras del Señor: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Expreso mi gratitud a los que estáis comprometidos en este silencioso y diario testimonio de la caridad. En efecto, a través de vuestro servicio también los pobres perciben que forman parte de la gran familia de los hijos de Dios, que es la Iglesia.

Queridos diáconos romanos, ojalá que, viviendo y testimoniando la infinita caridad de Dios, vuestro ministerio esté siempre al servicio de la edificación de la Iglesia como comunión. En vuestro trabajo os sostiene el afecto y la oración de vuestras familias. Vuestra vocación es una gracia particular para vuestra vida familiar, que de este modo está llamada a abrirse cada vez más a la aceptación de la voluntad del Señor y a las necesidades de la Iglesia. El Señor recompense la disponibilidad con la que vuestras esposas y vuestros hijos os acompañan en vuestro servicio a toda la comunidad eclesial.

María, la humilde sierva del Señor, que dio al mundo al Salvador, y el diácono Lorenzo, que amó al Señor hasta dar la vida por él, os acompañen siempre con su intercesión. Con estos sentimientos, os imparto a cada uno la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a todos vuestros seres queridos y a todas las personas con quienes os encontréis en vuestro ministerio.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL SEÑOR ALÍ ACHOUR,
NUEVO EMBAJADOR DE MARRUECOS ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 20 de febrero de 2006



Señor embajador:

Me agrada acoger a su excelencia con ocasión de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Marruecos ante la Santa Sede.

Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido y el saludo cortés que su majestad el rey Mohamed VI me ha enviado a través de usted. Confirmando mi estima por la tradición de acogida y comprensión que desde hace siglos caracteriza las relaciones del reino de Marruecos con la Iglesia católica, le ruego que transmita a su majestad mis mejores deseos para su persona, así como mis augurios de felicidad y prosperidad para el noble pueblo marroquí.

Señor embajador, usted me ha informado de los esfuerzos realizados por su país, que acaba de celebrar el 50° aniversario de su independencia, encaminándose hacia un futuro moderno, democrático y próspero. No se puede por menos de alegrarse por estos progresos, que deberían permitir a todos los marroquíes vivir con seguridad y dignidad, de manera que cada uno pueda participar activamente en la vida social y política del país. En efecto, una democracia auténtica exige un consenso sobre algunos valores esenciales, como la dignidad trascendente de la persona humana, el respeto de los derechos del hombre, el "bien común" como fin y criterio de regulación de la vida política (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 407).

Por otra parte, una colaboración cada vez más estrecha entre los países de la cuenca del Mediterráneo, ya iniciada desde hace varios años, debe permitir afrontar con determinación y perseverancia no sólo las cuestiones concernientes a la seguridad y a la paz en la región, sino también el tema del desarrollo de las sociedades y de las personas, con una renovada toma de conciencia del deber de solidaridad y de justicia. Por ello, el Mediterráneo está llamado a ser, hoy más que nunca, un lugar de encuentro y de diálogo entre los pueblos y entre las culturas.

Entre los graves problemas que deben afrontar los países de la cuenca del Mediterráneo, el fenómeno migratorio constituye un dato importante en las relaciones entre los Estados. Los inmigrantes provenientes de regiones más pobres y en busca de mejores condiciones de vida vienen, cada vez en mayor número, a tocar a las puertas de Europa, lo cual convierte en ilegales a un número siempre creciente de ellos y crea a veces situaciones que ponen en serio peligro la dignidad y la seguridad de las personas. Por ello, es necesario que las instituciones de los países de acogida o de paso no los consideren como una mercancía o una simple fuerza de trabajo, y que respeten sus derechos fundamentales y su dignidad humana. La situación precaria de tantos extranjeros debería favorecer la solidaridad entre las naciones implicadas, para contribuir al desarrollo de los países de origen de los inmigrantes. En efecto, estos problemas no pueden resolverse únicamente con políticas nacionales. Sólo mediante una colaboración cada vez más intensa entre todos los países implicados se podrán buscar eficazmente soluciones para estas dolorosas situaciones.

Señor embajador, usted ha puesto de relieve la contribución de su país a la consolidación del diálogo entre las civilizaciones, las culturas y las religiones. Por su parte, la Iglesia católica, en el contexto internacional en que vivimos actualmente, está convencida de que, para favorecer la paz y la comprensión entre los pueblos y entre los hombres, es necesario y urgente que se respeten las religiones y sus símbolos, y que los creyentes no sean objeto de provocaciones que ofenden su práctica y sus sentimientos religiosos. Sin embargo, no pueden justificarse jamás la intolerancia y la violencia como respuestas a las ofensas, ya que no son respuestas compatibles con los principios sagrados de la religión; por eso, no se puede por menos de deplorar las acciones de quienes aprovechan deliberadamente la ofensa causada a los sentimientos religiosos para fomentar actos violentos, más aún cuando esto se produce con fines ajenos a la religión. Para los creyentes, como para todos los hombres de buena voluntad, el único camino que puede conducir a la paz y a la fraternidad es el respeto de las convicciones y de las prácticas religiosas ajenas, para que se garantice realmente de manera recíproca a cada uno en todas las sociedades la práctica de la religión libremente elegida.

A través de usted, señor embajador, quisiera dirigir también un afectuoso saludo a los miembros de la comunidad católica de Marruecos y a sus pastores. Deseo que se esfuercen por vivir con alegría su vocación cristiana, testimoniando cada vez con mayor generosidad el amor de Dios a todos los hombres, en una colaboración fecunda con todos.

Al comenzar su misión ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos para la noble tarea que le espera. En mis colaboradores encontrará siempre la acogida atenta y la comprensión cordial que pueda necesitar.

Sobre su excelencia, sobre su familia, sobre sus colaboradores, sobre el pueblo marroquí y sobre sus dirigentes invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones del Altísimo.


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ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN
«JUAN PABLO II PARA EL SAHEL»

Lunes 20 de febrero de 2006



Queridos amigos de la fundación Juan Pablo II para el Sahel:

Me alegra acogeros a vosotros y a todos los que colaboran en las diversas actividades de la Fundación; saludo en particular a monseñor Jean-Pierre Bassène, obispo de Kolda en Senegal, presidente del consejo de administración.

La fundación Juan Pablo II para el Sahel nació de la solidaridad de los fieles, sobre todo de Alemania, que respondieron generosamente al llamamiento de Uagadugu, hecho por mi venerado predecesor en favor de los pueblos del Sahel, que entonces afrontaban las consecuencias de una dramática sequía. Encomendada a la responsabilidad de los obispos de los países implicados para luchar contra la desertificación de esa región de África, la Fundación se ha desarrollado plenamente como una obra de la Iglesia, manifestando, a través de numerosísimos proyectos sostenidos y realizados desde hace más de veinte años, que el amor al prójimo, una tarea de cada fiel pero también de toda la comunidad eclesial (cf. Deus caritas est, 20), debe manifestarse con gestos concretos.

Os animo a proseguir con determinación, con el apoyo activo del Consejo pontificio Cor unum, esta obra de fraternidad cristiana, que es un servicio al hombre en su totalidad y contribuye también al diálogo interreligioso y a la revelación del amor de Dios a los habitantes de esta tierra. Por tanto, forma parte integrante de la acción evangelizadora.

Encomendándoos a la intercesión de la Virgen María, Reina de África, os imparto de todo corazón a vosotros, así como a todos los colaboradores de la Fundación y a los pueblos del Sahel, una particular y afectuosa bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE SENEGAL, MAURITANIA, CABO VERDE
Y GUINEA BISSAU EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 20 de febrero de 2006



Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra acogeros mientras realizáis vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles, para reafirmar vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y consolidar los vínculos de fe y de unidad entre vuestras Iglesias particulares y la Iglesia de Roma, así como con todo el cuerpo eclesial.
Agradezco al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Jean Noël Diouf, obispo de Tambacounda, la presentación que ha hecho de la realidad de la Iglesia en vuestra región. A través de vosotros, pastores de la Iglesia que está en Senegal, Mauritania, Guinea Bissau y Cabo Verde, me uno con el corazón y la oración a los pueblos cuyo cuidado pastoral se os ha encomendado.
Que Dios bendiga a los artífices de paz y de fraternidad que, en vuestros países, construyen relaciones de confianza y de apoyo mutuo entre las comunidades humanas y religiosas.
Cultivar los vínculos de comunión

Vuestras Iglesias particulares presentan una gran diversidad de situaciones humanas y eclesiales que dificultan a veces una buena coordinación del trabajo de los pastores. Para cumplir la misión que habéis recibido del Señor y darle una fecundidad apostólica cada vez mayor, siguen siendo esenciales los vínculos efectivos de comunión. Así, al participar en los encuentros de vuestra Conferencia episcopal, no sólo encontráis un apoyo para el ejercicio del ministerio episcopal, sino que también manifestáis concretamente que el obispo no es un hombre solo, puesto que está siempre y continuamente con aquel a quien el Señor ha elegido como Sucesor de Pedro y con sus hermanos en el episcopado.

Caminando con su pueblo, el obispo debe suscitar, guiar y coordinar la acción evangelizadora, para que la fe aumente y se difunda entre los hombres. Desde esta perspectiva, el Evangelio debe estar plenamente arraigado en la cultura de vuestros pueblos. El regreso a ciertas prácticas de la religión tradicional, que constatáis a veces entre los cristianos, debe impulsar a buscar medios adecuados para renovar y fortalecer la fe a la luz del Evangelio, y para consolidar los fundamentos teológicos de vuestras Iglesias particulares, tomando lo mejor de la identidad africana.

En efecto, por su bautismo, el cristiano no debe considerarse excluido de la vida de su pueblo o de su familia, pero su existencia debe estar en total armonía con los compromisos que ha asumido; eso implica necesariamente una ruptura con las costumbres y los hábitos de su vida pasada, ya que el Evangelio es un don que se le hace, y que viene de lo alto. Para vivir con fidelidad a los compromisos bautismales, cada uno debe tener una sólida formación en la fe, con el fin de afrontar los nuevos fenómenos de la vida contemporánea, como el desarrollo de la urbanización, el desempleo de numerosos jóvenes, las seducciones materialistas de todo tipo o la influencia de ideas que provienen de todos los horizontes. El Compendio del Catecismo de la Iglesia católica ya ofrece a los fieles una exposición renovada y segura de las verdades de fe de la Iglesia católica, permitiendo que cada uno realice con toda claridad gestos acordes con el compromiso cristiano.

Queridos hermanos en el episcopado, en esta difícil obra de evangelización, vuestros sacerdotes son colaboradores generosos, a los que aliento cordialmente en sus compromisos apostólicos. Deseo vivamente que su formación inicial y permanente haga de ellos hombres equilibrados humana y espiritualmente, capaces de responder a los desafíos que deben afrontar tanto en su vida personal como en la pastoral.

Por tanto, dando a la formación humana e intelectual el lugar que le corresponde, se les debe proporcionar una sólida formación espiritual, para fortalecer su vida de intimidad con Dios en la oración y en la contemplación, y para permitirles discernir la presencia y la acción del Señor en las personas que están encomendadas a su cuidado pastoral. En la medida en que hagan una auténtica experiencia personal de Cristo, serán capaces de aceptar con generosidad la exigencia de la entrega de sí a Dios y a los demás, y de realizarla en el servicio humilde y desinteresado de la caridad.

Para favorecer la armonía en la Iglesia y contribuir a su dinamismo misionero, deseo que los miembros de los institutos de vida consagrada, cuyo constante servicio a la misión en vuestras diócesis alabo y agradezco, mantengan relaciones de confianza y colaboración con los pastores, viviendo una comunión profunda, no sólo dentro de cada comunidad, sino también con la Iglesia diocesana y universal. Ojalá que mediante la fidelidad a su vocación particular cada instituto manifieste siempre que sus obras son ante todo una expresión de la fe en el amor de Dios y que es poniendo este amor en el centro de la vida como responde realmente a las necesidades de los hombres.

Una de las tareas mediante las cuales la Iglesia en vuestra región manifiesta más visiblemente el amor al prójimo es su compromiso con vistas al desarrollo social. Numerosas estructuras eclesiales permiten a vuestras comunidades ponerse con eficacia al servicio de los más pobres, signo de su convicción de que el amor al prójimo, arraigado en el amor a Dios, es constitutivo de la vida cristiana. Así, "toda la actividad de la Iglesia es expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano" (Deus caritas est, 19). Pero el cristianismo no debe reducirse a una sabiduría puramente humana, ni confundirse con un servicio social, pues se trata también de un servicio espiritual. Sin embargo, para el discípulo de Cristo el ejercicio de la caridad no puede ser un medio al servicio del proselitismo, dado que el amor es gratuito (cf. ib., 31). Prestáis frecuentemente el servicio al hombre en colaboración con hombres y mujeres que no comparten la fe cristiana, sobre todo con musulmanes. Así, los esfuerzos realizados para un encuentro en la verdad de creyentes de diferentes tradiciones religiosas contribuyen a la realización concreta del bien auténtico de las personas y de la sociedad. Es necesario profundizar cada vez más las relaciones fraternas entre las comunidades, para favorecer un desarrollo armonioso de la sociedad, reconociendo la dignidad de cada persona y permitiendo a todos practicar libremente su religión.

Esta tarea de fomentar el desarrollo armonioso de la sociedad es especialmente urgente en Guinea Bissau, cuya población, en medio de grandes tensiones y laceraciones, aguarda aún una correcta orientación de las estructuras políticas y administrativas, consolidando su operatividad y su funcionamiento al servicio de una sociedad donde todos puedan ser artífices de un proyecto común. Sé que la Iglesia local se encuentra en primera línea en la promoción del diálogo y la cooperación entre todos los componentes de la nación; a través de la palabra iluminada por la fe, del testimonio constante de fidelidad al Evangelio y del generoso servicio pastoral, seguid siendo, amados pastores, puntos seguros de referencia y orientación para todos vuestros compatriotas.

Extendiendo ahora la mirada a los diversos países, veo que una de las prioridades pastorales de vuestras diócesis es, con razón, la familia cristiana. Sin ella, faltaría la unidad básica de vida y de construcción de la "familia de Dios", como la Iglesia en vuestro continente se reconoció y se propuso ser en la asamblea sinodal de 1994. No podrá considerarse realmente insertada o encarnada mientras el ideal cristiano de vida familiar no arraigue en el pueblo africano. El camino para ello no pasa por cambios que alteren el núcleo central de la doctrina sacramental y familiar de la Iglesia, sino por una fidelidad radical de los esposos a la vida nueva abrazada en el bautismo y por la reconducción al Evangelio de Jesucristo del matrimonio africano tradicional, elemento destacado de las culturas locales. Para alcanzar su grado más alto, estas culturas precisan del encuentro con Cristo, pero también él espera este encuentro para que el acontecimiento de la Encarnación llegue a su plenitud, dando la "estatura completa" (cf. Ef 4, 13) al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Esta, asumiendo los valores de las diversas culturas, se transforma en la novia, adornada con sus joyas, de la que habla el profeta Isaías (cf. Is 61, 10); y así también me complace veros, amadas diócesis de esta Conferencia episcopal. Adornaos con vuestras mejores joyas para Cristo Señor.

Queridos hermanos en el episcopado, al concluir nuestro encuentro, encomiendo a cada una de vuestras comunidades diocesanas a la Virgen María, Reina de África. Llevad el saludo cordial del Papa y su aliento a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis. Dios conceda a todos ser testigos fieles de su amor a los hombres. De corazón os imparto a todos una afectuosa bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE BOSNIA Y HERZEGOVINA
EN VISITA "AD LIMINA"

Viernes 24 de febrero de 2006



Venerados hermanos en el episcopado:

"Bienaventurados los que trabajan por la paz" (Mt 5, 9). Con estas palabras de Jesús os saludo cordialmente al final de vuestra visita ad limina Apostolorum. A través de vosotros deseo enviar mi saludo también a los fieles que el divino Maestro ha encomendado a vuestro cuidado pastoral. Gracias, señor cardenal Vinko Puljic, por las palabras que, también en nombre de los demás obispos de Bosnia y Herzegovina, ha querido dirigirme, expresando al mismo tiempo los sentimientos de las respectivas comunidades.

Al informarme sobre la situación de vuestros fieles, así como sobre las dificultades de su vida diaria, habéis destacado los elementos de esperanza que su compromiso justifica, y los programas pastorales que estáis llevando a cabo. Nuestros encuentros me han permitido percibir vuestro fuerte deseo de mantener viva la comunión de propósitos, para afrontar unidos los actuales desafíos que se plantean a vuestro pueblo.

Ciertamente, son numerosas las dificultades, pero es grande vuestra confianza, así como la de vuestros sacerdotes y fieles, en la divina Providencia. Después de los tristes años de la reciente guerra, hoy vosotros, como artífices de paz, estáis llamados a fortalecer la comunión y a difundir la misericordia, la comprensión y el perdón en nombre de Cristo tanto en el seno de las comunidades cristianas como en el complejo entramado social de Bosnia y Herzegovina.

Sé bien que vuestra misión no es fácil, pero sé también que mantenéis vuestra mirada fija siempre en Cristo, quien, habiendo amado a todos hasta el fin, asignó a sus discípulos una tarea fundamental, que resume todas las demás, la tarea de amar. Para ser fecundo en el ámbito espiritual, el amor no debe limitarse a seguir leyes terrenas; también debe dejarse iluminar por la verdad que es Dios y traducirse en la medida superior de justicia que es la misericordia. Si actuáis con este espíritu, podréis cumplir muy bien la misión que se os ha confiado, contribuyendo a cicatrizar las heridas aún abiertas y a resolver contrastes y divisiones, herencia de los años pasados.

Impulsados por el amor a Cristo, estáis decididos a no desalentaros, incluso ante los arduos problemas que os agobian. Me refiero a la situación de los exiliados, para los que deseo la elaboración de acuerdos oportunos que garanticen el respeto de los derechos de todos. En particular, pienso en la necesaria igualdad entre los ciudadanos de distinta religión, en la urgencia de medidas para responder a la creciente falta de trabajo para los jóvenes, en la disminución de las tensiones amenazadoras entre etnias, herencia de complejas vicisitudes históricas de vuestra tierra.

La Sede apostólica está a vuestro lado, como testimonia también el reciente nombramiento de un nuncio residente, que podrá mantener un contacto permanente con las diversas instituciones del país. Queridos y venerados hermanos, sentíos parte viva del Cuerpo místico de Cristo. Podéis contar con la solidaridad orante, concreta y afectuosa de la Santa Sede y de toda la Iglesia católica.

A la vez que os agradezco el atento ministerio que desempeñáis, quisiera referirme a algunas preocupaciones, que vosotros mismos habéis manifestado, sobre ciertos aspectos de la vida de vuestras diócesis. Ante todo, es importante hacer todo lo posible para que crezca cada vez más la unidad de la grey de Cristo: entre vosotros, pastores legítimos, y los religiosos, en especial los que desempeñan un ministerio pastoral en el territorio de la diócesis; entre el clero diocesano y las personas consagradas; y, por último, entre todos los que están al servicio del pueblo cristiano, superando, si es necesario, incomprensiones y dificultades vinculadas a acontecimientos del pasado.
La Iglesia persigue por doquier un único objetivo, el de edificar el reino de Dios en todas partes y en el corazón de cada persona. Los sucesores de los Apóstoles y sus colaboradores en el ministerio pastoral tienen encomendada la misión de preservar intacta la herencia del Señor, adhiriéndose fielmente al patrimonio doctrinal y espiritual de la Iglesia en su integridad.

Bienaventurados los que trabajan por la paz. Estas palabras no sólo se aplican bien a la misión de la Iglesia hacia el exterior, sino también a las relaciones entre sus miembros en su interior. Los diversos organismos eclesiales, en sus legítimas articulaciones, están regulados por normas canónicas que son expresión de una experiencia secular, en cuya maduración ha habido una asistencia de lo Alto. Al obispo, padre de la comunidad que Cristo le ha encomendado, corresponde discernir lo que contribuye a la edificación de la Iglesia de Cristo. En este sentido, el obispo es pontífice, es decir, "constructor de puentes" entre las diversas exigencias de la comunidad eclesial. Y esto constituye un aspecto del ministerio episcopal particularmente importante en el actual momento histórico, en el que Bosnia y Herzegovina reanuda el camino de la colaboración para construir su futuro de desarrollo social y de paz.

Venerados hermanos, el Sucesor de Pedro está a vuestro lado y os asegura su apoyo constante. Estos días que habéis pasado en Roma y los encuentros que habéis tenido conmigo y con mis colaboradores de la Curia romana os han permitido experimentar cuán sincera y fraterna es nuestra cercanía espiritual. Ruego al Señor que derrame la abundancia de sus gracias sobre vosotros, sobre vuestros sacerdotes, sobre los religiosos y las religiosas, así como sobre todo el pueblo de vuestro país. Encomiendo esta súplica a la intercesión de María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que interceda en favor de todos sus hijos. Con estos sentimientos, os imparto mi bendición, que de corazón extiendo a vuestras comunidades, a los fieles católicos y a todas las personas de buena voluntad de la amada Bosnia y Herzegovina.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE MIEMBROS DEL CÍRCULO DE SAN PEDRO

Sábado 25 de febrero de 2006



Queridos amigos:

Me alegra acogeros y dirigiros a cada uno mi cordial saludo. Saludo a todos los miembros de la presidencia general del Círculo de San Pedro, y en particular al presidente, don Leopoldo de los Duques Torlonia, al que agradezco las amables palabras con que ha introducido nuestro encuentro.
Esta cita tradicional, que tiene lugar inmediatamente después de la fiesta de la Cátedra del apóstol san Pedro, constituye un momento particularmente significativo, en el que vuestra benemérita asociación entrega al Papa el Óbolo de san Pedro, recogido en la diócesis de Roma durante el año pasado. Por consiguiente, es para mí una circunstancia propicia para manifestaros mi viva gratitud, pensando en el empeño que ponéis en esta obra y, más aún, en el espíritu de fe y de amor a la Iglesia con que la lleváis a cabo.

El "Óbolo de san Pedro" es la expresión más típica de la participación de todos los fieles en las iniciativas del Obispo de Roma en beneficio de la Iglesia universal. Es un gesto que no sólo tiene valor práctico, sino también fuertemente simbólico, como signo de comunión con el Papa y de solicitud por las necesidades de los hermanos; y por eso vuestro servicio posee un valor muy eclesial.

Todo esto cobra mayor relieve a la luz de mi encíclica sobre el amor cristiano Deus caritas est, cuya segunda parte, como sabéis, está dedicada precisamente al ejercicio de la caridad por parte de la Iglesia como "comunidad de amor". Por tanto, a vosotros, queridos responsables del Círculo de San Pedro, quisiera entregaros idealmente la encíclica, porque, como fieles laicos comprometidos fuertemente también en acciones caritativas, figuráis entre sus primeros destinatarios.

En efecto, pensando precisamente en todos los que, como vosotros, colaboran en lo que podríamos llamar el ministerio de la caridad de la comunidad cristiana, tracé un perfil que os podrá ser útil considerar tanto a nivel personal como de grupo (cf. nn. 33-39). Recordé que la motivación principal de la acción debe ser siempre el amor a Cristo; que la caridad no se reduce a simple actividad y que implica el don de sí; que este don debe ser humilde, sin aires de superioridad; y que su fuerza proviene de la oración, como demuestra el ejemplo de los santos.

A los santos de la caridad que, desde el diácono Lorenzo, abundan en la historia de la Iglesia de Roma, deseo encomendar el Círculo de San Pedro. Queridos amigos, os agradezco nuevamente vuestra visita y el servicio que con empeño prestáis desde hace muchos años al ministerio del Papa.
Invoco sobre cada uno de vosotros la protección de María santísima, para que os acompañe y sostenga siempre. Por mi parte, os aseguro un recuerdo en mi oración, a la vez que os bendigo de corazón, juntamente con todos los socios y con vuestras familias.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL CUERPO DE POLICÍA MUNICIPAL DE ROMA

Sábado 25 de febrero de 2006



Queridos amigos:

Bienvenidos y gracias por vuestra amable visita. Sé que teníais un gran deseo de encontraros conmigo, y también para mí es un placer acogeros. En mis largos años de estancia en Roma, viviendo cerca del Vaticano, muchas veces os he visto trabajando, solícitos y cordiales, ordenando el tráfico, no siempre fácil de gestionar, especialmente cuando se produce una gran afluencia de peregrinos a la plaza y a la basílica de San Pedro.

Hoy tengo la alegría de recibiros en audiencia especial como Sucesor del apóstol san Pedro, y aprovecho de buen grado la oportunidad para agradeceros el servicio que prestáis. Por tanto, con afecto os dirijo a cada uno mi saludo sincero y cordial, que extiendo a vuestras respectivas familias y a todos vuestros seres queridos. En particular, quisiera saludar al comandante general del Cuerpo de policía municipal, doctor Aldo Zanetti, y al comandante de vuestro Grupo, doctor Rolando Marinelli.

Vuestra actividad diaria exige un compromiso constante, porque es mucha la gente que frecuenta la zona en torno al Vaticano y el tráfico es intenso. En efecto, al movimiento vinculado a la actividad normal del barrio se une el flujo continuo de personas que entran o salen del Vaticano, las colas de visitantes de los Museos vaticanos, la afluencia de grupos que los miércoles llegan de todas las partes para la audiencia general, los peregrinos y romanos que llegan para participar en la plaza de San Pedro en el rezo del Ángelus dominical y en los otros días de fiesta, el ir y venir de devotos y turistas por la plaza y la basílica y, con frecuencia, las visitas oficiales de embajadores y demás autoridades.

Vosotros tratáis de prestar siempre vuestra asistencia a todos; y os lo agradezco, porque estoy seguro de que os esforzáis por hacerlo con profesionalidad y empeño. Mostrasteis vuestra profesionalidad y entrega, de modo particular, durante los memorables y agitados días de la enfermedad, la muerte y el funeral del amado Papa Juan Pablo II, así como con ocasión de mi elección como Sumo Pontífice, en el mes de abril del año pasado. También por esto os estoy sinceramente agradecido.

Queridos amigos, ejercéis una profesión que os pone en contacto con mucha gente, en gran parte dirigida a uno de los lugares más queridos por los católicos de todo el mundo, la tumba del apóstol san Pedro, sobre la que está edificada la basílica de Miguel Ángel. Además, asistís a menudo, aunque de lejos, a encuentros del Papa con los fieles o a celebraciones litúrgicas en la plaza de San Pedro.

Expreso de corazón el deseo de que esto os ayude a crecer espiritualmente y a sentir siempre junto a vosotros la presencia de Cristo. Con su ayuda podréis realizar serenamente vuestra actividad, conscientes de que prestáis un servicio a la comunidad. Que él vele con bondad sobre vosotros y sobre vuestras familias y colme todos vuestros deseos de bien. Invoco su ayuda, por intercesión de María, para que, como madre solícita, os proteja y acompañe constantemente.

Con estos sentimientos, os renuevo mi agradecimiento por vuestra visita, a la vez que os bendigo de corazón a vosotros y a todos vuestros seres queridos.

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL SEMINARIO ROMANO MAYOR

Sábado 25 de febrero de 2006



Queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos seminaristas;
hermanos y hermanas:

Con gran placer me encuentro esta tarde entre vosotros, en el Seminario romano mayor, en una ocasión tan singular como es la fiesta de vuestra patrona, la Virgen de la Confianza. Os saludo con afecto a todos y os doy las gracias por haberme acogido con tanto cariño. De modo especial, saludo al cardenal vicario y a los obispos presentes; saludo al rector, monseñor Giovanni Tani, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de los demás sacerdotes y de todos los seminaristas, a los que extiendo de buen grado mi saludo. Saludo asimismo a los jóvenes y a todos los que, desde las diversas parroquias de Roma, han venido a compartir con nosotros este momento de alegría.

Desde hacía tiempo esperaba la ocasión de venir personalmente a visitaros a vosotros, que formáis la comunidad del seminario, uno de los lugares más importantes de la diócesis. En Roma hay más seminarios, pero este es propiamente el seminario diocesano, como recuerda también su ubicación aquí, en Letrán, junto a la catedral de San Juan, la catedral de Roma. Por eso, siguiendo la tradición establecida por el amado Papa Juan Pablo II, he aprovechado esta fiesta para encontrarme con vosotros aquí, donde oráis, estudiáis y vivís fraternalmente, preparándoos para el futuro ministerio pastoral.

En verdad, es muy hermoso y significativo que veneréis a la Virgen María, Madre de los sacerdotes, con el singular título de Virgen de la Confianza. Esto hace pensar en un doble significado: en la confianza de los seminaristas, que con su ayuda realizan su camino de respuesta a Cristo, que los ha llamado; y en la confianza de la Iglesia de Roma, y especialmente de su Obispo, que invoca la protección de María, Madre de toda vocación, sobre este vivero sacerdotal. Con su ayuda vosotros, queridos seminaristas, podéis prepararos hoy para vuestra misión de presbíteros al servicio de la Iglesia.

Hace poco, cuando me arrodillé para orar ante la venerada imagen de la Virgen de la Confianza en vuestra capilla, que constituye el corazón del seminario, pedí por cada uno de vosotros. Mientras tanto, pensaba en los numerosos seminaristas que han pasado por el Seminario romano y que después han servido con amor a la Iglesia de Cristo; pienso, entre otros, en don Andrea Santoro, asesinado recientemente en Turquía mientras rezaba. Así, invoqué a la Madre del Redentor, para que os obtenga también a vosotros el don de la santidad. Que el Espíritu Santo, que forjó el Corazón sacerdotal de Jesús en el seno de la Virgen y después en la casa de Nazaret, actúe en vosotros con su gracia, preparándoos para las tareas futuras que se os encomendarán.

Asimismo, es hermoso y adecuado que, junto a la Virgen Madre de la Confianza, veneremos hoy de modo especial a su esposo san José, en quien monseñor Marco Frisina se ha inspirado este año para su Oratorio. Le agradezco su delicadeza, porque eligió honrar a mi santo patrono, y me congratulo por esta composición, a la vez que doy las gracias de corazón a los solistas, a los coristas, al organista y a todos los miembros de la orquesta.

Este Oratorio, significativamente titulado "Sombra del Padre", me brinda la ocasión de poner de relieve que el ejemplo de san José, "hombre justo" —como dice el evangelista—, plenamente responsable ante Dios y ante María, constituye para todos un estímulo en el camino hacia el sacerdocio. Se nos muestra siempre atento a la voz del Señor, que guía los acontecimientos de la historia, y dispuesto a seguir sus indicaciones; siempre fiel, generoso y abnegado en el servicio; maestro eficaz de oración y de trabajo en el ocultamiento de Nazaret. Queridos seminaristas, os puedo asegurar que cuanto más avancéis, con la gracia de Dios, por el camino del sacerdocio, tanto más experimentaréis cuán rico es en frutos espirituales referirse a san José e invocar su ayuda en el cumplimiento diario del deber.

Queridos seminaristas, os expreso mis mejores deseos para el presente y el futuro. Los pongo en las manos de María santísima, Virgen de la Confianza. Los que se forman en el Seminario romano mayor aprenden a repetir la hermosa invocación "Mater mea, fiducia mea", que mi venerado predecesor Benedicto XV definió como su fórmula distintiva. Pido a Dios que estas palabras se graben en el corazón de cada uno de vosotros, y os acompañen siempre durante vuestra vida y vuestro ministerio sacerdotal. Así, podréis difundir en vuestro entorno, dondequiera que estéis, el aroma de la confianza de María, que es confianza en el amor providente y fiel de Dios.

Os aseguro que todos los días estaréis presentes en mi oración, ya que constituís la esperanza de la Iglesia de Roma. Y ahora con gozo os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a todos los presentes, así como a vuestros familiares y a quienes os acompañan en el camino hacia el sacerdocio.


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