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2006

Ultimo Aggiornamento: 27/05/2013 20:01
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL 56 CONGRESO NACIONAL
DE LA UNIÓN DE JURISTAS CATÓLICOS ITALIANOS

Sábado 9 de diciembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Bienvenidos a este encuentro, que tiene lugar en el contexto de vuestro congreso nacional de estudio dedicado al tema: "La laicidad y las laicidades". Os dirijo a cada uno mi cordial saludo, comenzando por el presidente de vuestra benemérita asociación, profesor Francesco D'Agostino, al que también doy las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes y por haberme explicado brevemente las finalidades de vuestra acción social y apostólica. El congreso afronta el tema de la laicidad, que es de gran interés porque pone de relieve que en el mundo de hoy la laicidad se entiende de varias maneras: no existe una sola laicidad, sino diversas, o, mejor dicho, existen múltiples maneras de entender y vivir la laicidad, maneras a veces opuestas e incluso contradictorias entre sí. Haber dedicado estos días al estudio de la laicidad y de los diferentes modos de entenderla y actuarla os ha introducido en el intenso debate actual, un debate que resulta muy útil para los que cultivan el derecho.

Para comprender el significado auténtico de la laicidad y explicar sus acepciones actuales, es preciso tener en cuenta el desarrollo histórico que ha tenido el concepto. La laicidad, nacida como indicación de la condición del simple fiel cristiano, no perteneciente ni al clero ni al estado religioso, durante la Edad Media revistió el significado de oposición entre los poderes civiles y las jerarquías eclesiásticas, y en los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual. Así, ha sucedido que al término "laicidad" se le ha atribuido una acepción ideológica opuesta a la que tenía en su origen.

En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.

Basándose en estas múltiples maneras de concebir la laicidad, se habla hoy de pensamiento laico, de moral laica, de ciencia laica, de política laica. En efecto, en la base de esta concepción hay una visión a-religiosa de la vida, del pensamiento y de la moral, es decir, una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación. Solamente dándose cuenta de esto se puede medir el peso de los problemas que entraña un término como laicidad, que parece haberse convertido en el emblema fundamental de la posmodernidad, en especial de la democracia moderna.

Por tanto, todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir a elaborar un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete "la legítima autonomía de las realidades terrenas", entendiendo con esta expresión -como afirma el concilio Vaticano II- que "las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente" (Gaudium et spes, 36).

Esta autonomía es una "exigencia legítima, que no sólo reclaman los hombres de nuestro tiempo, sino que está también de acuerdo con la voluntad del Creador, pues, por la condición misma de la creación, todas las cosas están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias, que el hombre debe respetar reconociendo los métodos propios de cada ciencia o arte" (ib.). Por el contrario, si con la expresión "autonomía de las realidades terrenas" se quisiera entender que "las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador", entonces la falsedad de esta opinión sería evidente para quien cree en Dios y en su presencia trascendente en el mundo creado (cf. ib.).

Esta afirmación conciliar constituye la base doctrinal de la "sana laicidad", la cual implica que las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no del orden moral. Por tanto, a la Iglesia no compete indicar cuál ordenamiento político y social se debe preferir, sino que es el pueblo quien debe decidir libremente los modos mejores y más adecuados de organizar la vida política. Toda intervención directa de la Iglesia en este campo sería una injerencia indebida.

Por otra parte, la "sana laicidad" implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado. Al contrario, la religión, al estar organizada también en estructuras visibles, como sucede con la Iglesia, se ha de reconocer como presencia comunitaria pública. Esto supone, además, que a cada confesión religiosa (con tal de que no esté en contraste con el orden moral y no sea peligrosa para el orden público) se le garantice el libre ejercicio de las actividades de culto -espirituales, culturales, educativas y caritativas- de la comunidad de los creyentes.

A la luz de estas consideraciones, ciertamente no es expresión de laicidad, sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular, contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas.

Tampoco es signo de sana laicidad negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y de los juristas. En efecto, no se trata de injerencia indebida de la Iglesia en la actividad legislativa, propia y exclusiva del Estado, sino de la afirmación y de la defensa de los grandes valores que dan sentido a la vida de la persona y salvaguardan su dignidad. Estos valores, antes de ser cristianos, son humanos; por eso ante ellos no puede quedar indiferente y silenciosa la Iglesia, que tiene el deber de proclamar con firmeza la verdad sobre el hombre y sobre su destino.

Queridos juristas, vivimos en un período histórico admirable por los progresos que la humanidad ha realizado en muchos campos del derecho, de la cultura, de la comunicación, de la ciencia y de la tecnología. Pero en este mismo tiempo algunos intentan excluir a Dios de todos los ámbitos de la vida, presentándolo como antagonista del hombre. A los cristianos nos corresponde mostrar que Dios, en cambio, es amor y quiere el bien y la felicidad de todos los hombres. Tenemos el deber de hacer comprender que la ley moral que nos ha dado, y que se nos manifiesta con la voz de la conciencia, no tiene como finalidad oprimirnos, sino librarnos del mal y hacernos felices. Se trata de mostrar que sin Dios el hombre está perdido y que excluir la religión de la vida social, en particular la marginación del cristianismo, socava las bases mismas de la convivencia humana, pues antes de ser de orden social y político, estas bases son de orden moral.

A la vez que os agradezco una vez más, queridos amigos, vuestra visita, invoco la protección materna de María sobre vosotros y sobre vuestra asociación. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos una bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a vuestros seres queridos.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
SANTA MARÍA, ESTRELLA DE LA EVANGELIZACIÓN

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA JUVENTUD ARDIENTE MARIANA

Domingo 10 de diciembre de 2006



Buenos días, queridos hermanos y hermanas:

Gracias por vuestra presencia y por vuestro afecto. Me alegra celebrar con vosotros este domingo. Lamentablemente, hace un poco de frío, pero el Señor nos ayudará en este momento en el que con gran alegría queremos dedicar esta iglesia, para que sea centro espiritual y humano de este barrio.
Que el Señor nos una a sí y de este modo nos conceda la unidad también entre nosotros. Saludo cordialmente a los responsables, a los muchachos, a los jóvenes y a las familias de la Juventud ardiente mariana (GAM) de Roma, que esta noche han realizado una vigilia en la capilla que está junto a su sede diocesana, en espera de este encuentro de oración y de fiesta.

Queridos hermanos, os exhorto a proseguir vuestra obra de formación para la misión, siempre fieles a los que os gusta definir los "tres amores blancos": la Eucaristía, María santísima y el Sucesor del apóstol san Pedro.

De buen grado os bendigo a vosotros, vuestros propósitos de evangelización y vuestra nueva sede diocesana.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
SANTA MARÍA, ESTRELLA DE LA EVANGELIZACIÓN

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NIÑOS DE LA PARROQUIA

Domingo 10 de diciembre de 2006



Queridos muchachos y muchachas:

Gracias por esta bienvenida. Me dicen que esta sala se llamará "Benedicto XVI"; por tanto, me siento como en casa. Gracias por vuestra presencia. Me dicen que os estáis preparando para la primera Comunión o para la Confirmación, pero antes debemos aún celebrar la Navidad. La Navidad es el día en que Dios nos hizo un gran regalo; no nos dio algo material; su regalo consistió en darse él a sí mismo. Nos dio su Hijo; así la Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos.

Debemos imitar a Dios, no vivir sólo para nosotros mismos, no sólo pensar en nosotros mismos, sino pensar en los demás, hacer regalos a los demás, también a nuestros padres, a nuestros hermanos y hermanas, etc. Y en este sentido el regalo más hermoso es ser bueno con los demás, mostrar bondad, justicia y amor. Este es el último regalo. Los demás regalos sólo expresan este significado, esta voluntad de ser buenos unos con otros. Y haciendo este verdadero regalo, imitando así a Dios, nos preparamos también para la primera Comunión y para la Confirmación.

Porque en la primera Comunión la Navidad, por decirlo así, resulta perfecta. En la Navidad Dios se dio a sí mismo; en la primera Comunión nos hace este mismo regalo a cada uno de nosotros individualmente: viene a cada uno de nosotros. Bajo las apariencias de un pequeño pedazo de pan, es él mismo quien se hace don; quiere entrar en nuestro corazón. Si en casa se espera un gran huésped, se hace todo lo necesario para limpiar, preparar, etc., a fin de que encuentre una casa acogedora. Así, sabiendo que Dios mismo quiere entrar en nosotros, en nuestro corazón, hagamos lo posible para que nuestro corazón sea un corazón bueno y hermoso; así la alegría será mayor.

La Confirmación, en cierto sentido, repite el mismo gesto de Dios. El Espíritu Santo viene para acompañarnos durante toda nuestra vida. En la vida surgen dificultades y necesitamos ayuda: el Epíritu Santo nos auxilia, nos acompaña y nos muestra el camino.

En este sentido, nos acercamos a la Navidad llenos de alegría, porque Dios existe, porque Dios me conoce, porque Dios quiere conocerme y venir a mi corazón.

A todos os deseo una feliz Navidad ahora, y felices semanas de preparación para la primera Comunión. Os felicito por esta hermosa iglesia, que os ayudará a tener alegría de Dios, alegría de ser católicos, alegría de tener fe. ¡Felicidades!


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
DURANTE EL ENCUENTRO
CON SU BEATITUD CHRISTÓDULOS,
ARZOBISPO DE ATENAS Y DE TODA GRECIA

Jueves 14 de diciembre de 2006



"Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo" (1 Co 1, 3)
Beatitud; queridos hermanos en Cristo que acompañáis al venerable arzobispo de Atenas y de toda Grecia con ocasión de nuestro encuentro fraterno, os saludo en el Señor.

Con profunda alegría os acojo con la misma fórmula que san Pablo dirigía "a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, nuestro Señor" (1 Co 1, 2). En el nombre del Señor y con un afecto sincero y fraterno, os doy la bienvenida entre nosotros, en la Iglesia de Roma, y doy gracias a Dios porque nos concede vivir este momento de gracia y de alegría espiritual.

Vuestra presencia aquí reaviva en nosotros la gran tradición cristiana que nació y se desarrolló en vuestra querida y gloriosa patria. A través de la lectura de las cartas de san Pablo y de los Hechos de los Apóstoles, esta tradición nos recuerda diariamente a las primeras comunidades cristianas que se formaron en Corinto, en Tesalónica y en Filipos. Nos recuerda también la presencia y la predicación de san Pablo en Atenas, su valiente proclamación de la fe en el Dios desconocido y revelado en Jesucristo, y el mensaje de la resurrección, difícil de entender para sus contemporáneos.

En la primera carta a los cristianos de Corinto, los primeros que experimentaron dificultades y graves tentaciones de división, encontramos un mensaje actual para todos los cristianos. En efecto, surge un peligro real cuando algunas personas quieren identificarse con un grupo determinado, diciendo: yo soy de Pablo, yo de Apolo, yo de Cefas. Entonces san Pablo plantea la temible pregunta: "¿Es que Cristo está dividido?" (1 Co 1, 13).

Grecia y Roma intensificaron sus relaciones desde los albores del cristianismo y las continuaron, relaciones que dieron vida a las diferentes formas de comunidades y de tradiciones cristianas en las regiones del mundo que hoy corresponden a la Europa del Este y a la Europa del Oeste. Estas intensas relaciones también han contribuido a crear una especie de ósmosis en la formación de las instituciones eclesiales. Esta ósmosis, salvaguardando las particularidades disciplinares, litúrgicas, teológicas y espirituales de las dos tradiciones, romana y griega, hizo fecundas la acción evangelizadora de la Iglesia y la inculturación de la fe cristiana.

Hoy nuestras relaciones se están reanudando lentamente pero en profundidad y basadas en la autenticidad. Para nosotros constituyen una ocasión para redescubrir toda una nueva gama de expresiones espirituales llenas de significado y de compromiso mutuo. Damos gracias a Dios por ello.

La memorable visita de mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II a Atenas, en el ámbito de su peregrinación tras las huellas de san Pablo, en el año 2001, sigue siendo un punto fundamental en la progresiva intensificación de nuestros contactos y de nuestra colaboración. Durante esa peregrinación, el Papa Juan Pablo II fue acogido con honor y respeto por Vuestra Beatitud y por el Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia, y recordamos en particular el conmovedor encuentro en el Areópago, donde predicó san Pablo. Luego tuvieron lugar intercambios de delegaciones de sacerdotes y de estudiantes.

Asimismo, no quiero ni puedo olvidar la fecunda colaboración que se instauró entre el Apostolikì Diakonia y la Biblioteca Apostólica Vaticana.

Estas iniciativas contribuyen a un conocimiento recíproco concreto y estoy seguro de que ayudarán a la promoción de nuevas relaciones entre la Iglesia de Grecia y la Iglesia de Roma.

Si dirigimos nuestra mirada al futuro, Beatitud, tenemos ante nosotros un vasto campo en el que podrá crecer nuestra colaboración cultural y pastoral.

Los diversos países europeos trabajan en la creación de una nueva Europa, que no puede ser una realidad exclusivamente económica. Católicos y ortodoxos están llamados a dar su contribución cultural y, sobre todo, espiritual. En efecto, tienen el deber de defender las raíces cristianas del continente, que lo han modelado a lo largo de los siglos, y de permitir así que la tradición cristiana continúe manifestándose y actuando con todas sus fuerzas en favor de la salvaguarda de la dignidad de la persona humana y del respeto de las minorías, evitando una uniformidad cultural que entrañaría el peligro de perder inmensas riquezas de la civilización. Asimismo, es preciso trabajar por la salvaguarda de los derechos del hombre, que comprenden el principio de la libertad individual, en especial de la libertad religiosa. Hay que defender y promover estos derechos en la Unión europea y en cada uno de sus países miembros.

Al mismo tiempo, conviene promover la colaboración entre los cristianos en cada país de la Unión europea, a fin de afrontar los nuevos riesgos que se plantean a la fe cristiana, es decir, la secularización creciente, el relativismo y el nihilismo, que abren el camino a comportamientos e incluso a legislaciones que atentan contra la dignidad inalienable de las personas y ponen en tela de juicio instituciones tan fundamentales como el matrimonio. Es urgente emprender acciones pastorales comunes, que constituyan para nuestros contemporáneos un testimonio común y nos dispongan a dar razón de nuestra esperanza.

Su presencia aquí en Roma, Beatitud, es signo de este compromiso común. Por su parte, la Iglesia católica tiene la voluntad profunda de hacer todo lo posible para nuestro acercamiento, con el fin de llegar a la plena comunión entre católicos y ortodoxos y, en este momento, en favor de una colaboración pastoral en todos los niveles posibles, para que el Evangelio sea anunciado y el nombre de Dios sea bendecido.

Beatitud, le renuevo mis votos de bienvenida a usted y a los queridos hermanos que lo acompañan en su visita. Encomendándoos a la intercesión de la Théotokos, pido al Señor que os colme de la abundancia de las bendiciones celestiales.

* * *

DISCURSO DE SU BEATITUD CHRISTÓDULOS,
ARZOBISPO DE ATENAS Y DE TODA GRECIA



Santidad, Obispo y Papa de Roma:

Con alegría venimos hoy de la Iglesia apostólica de Atenas en peregrinación a los monumentos de los santos, especialmente de san Pablo, el Apóstol de las naciones, fundador de nuestra Iglesia, situados en la célebre ciudad de la antigua Roma. Venimos a postrarnos ante la tumba del santo apóstol Pedro y a rendir homenaje a los mártires de las catacumbas y a los santos griegos Cirilo y Metodio, iguales a los Apóstoles. Venimos a orar para que la verdad de Cristo resplandezca en el mundo, comprometiéndonos a "conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 3) y para "crecer en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo" (Ef 4, 15).

Con alegría vengo, en calidad de primado de la santísima Iglesia de Grecia, a visitarlo por primera vez en su calidad de Obispo de esta ciudad, respondiendo a su cordial invitación. Vengo a usted, eminente teólogo y profesor universitario, investigador asiduo del pensamiento griego antiguo y de los Padres griegos de Oriente, pero también promotor de la unidad de los cristianos y de la cooperación de las religiones para garantizar la paz en el mundo entero.

Recuerdo nuestro anterior encuentro, el 8 de abril de 2005, día del funeral del bienaventurado Papa Juan Pablo II. La visita que este gran Papa, de eterna memoria, hizo a Atenas y nuestro encuentro, el 4 de mayo de 2001, durante el cual intercambiamos palabras de amor y de verdad, forjaron nuestro deseo común de poner la piedra angular para edificar sobre ella la comprensión, el perdón, la reconciliación y la purificación de la memoria de la Iglesia.

Doy gracias a Dios por la ocasión que me brinda hoy de intercambiar con Su Santidad el beso fraterno de la caridad y superar así una nueva etapa en el itinerario común de nuestras Iglesias para afrontar los problemas del mundo actual. La perpetuación, por parte de nuestras Iglesias, de la veneración de las santas reliquias se destacó sobre todo cuando la Iglesia de Roma tuvo la cortesía de entregar parte de esas reliquias a varias diócesis metropolitanas y a lugares de peregrinación de nuestra Iglesia. Esperamos recibir, en las próximas horas, un fragmento de las cadenas del apóstol san Pablo, que se conservará con gran devoción y fervor en la santísima Iglesia de Atenas.

Me complace recordar que, sobre todo desde el año 2002, han venido a la Santa Sede delegaciones oficiales de la Iglesia de Grecia, con el fin de profundizar el conocimiento recíproco, informar y cooperar en el ámbito social, cultural, educativo, ecológico y bioético.

Recuerdo, entre otras, las delegaciones oficiales enviadas a la Iglesia de Grecia, encabezadas por su eminencia el cardenal Walter Kasper en 2003, y las encabezadas respectivamente por sus eminencias los cardenales Jean-Louis Tauran, Dionigi Tettamanzi y Angelo Scola.

Recuerdo asimismo las visitas que nos hicieron su excelencia el obispo Vincenzo Apicella, encabezando una delegación de eclesiásticos del obispado de Roma, y su excelencia el obispo Josef Homeyer, presidente emérito de la Conferencia de los Episcopados de la Comunidad europea (COMECE), que puso de relieve la importancia de una colaboración constante de la delegación de nuestra Iglesia en la Unión europea con dicha Comisión, para dar así un testimonio creíble al europeo del siglo XXI mediante el evangelio de vida, de gracia y de libertad.

Conviene citar los numerosos miembros de nuestra Iglesia, eclesiásticos y laicos, que han realizado estudios superiores en los centros educativos católicos romanos, beneficiándose de becas concedidas por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.
Por nuestra parte, correspondiendo como antidoron a este don fraterno, en estos últimos dos años hemos concedido a cincuenta eclesiásticos y novicios católicos romanos, que realizan sus estudios en Roma, becas que les permitan aprender el griego y familiarizarse con la cultura griega y la tradición ortodoxa. Albergamos sobre todo el deseo de proseguir este programa de conocimiento y cooperación.

En esta ocasión, deseo subrayar en particular la buena colaboración instaurada entre nuestras Iglesias para publicar el facsímil del menologio de Basilio II, uno de los manuscritos bizantinos miniados más importantes, que se conserva en la Biblioteca apostólica vaticana. El recuerdo de todo esto, así como la viva esperanza de superar los obstáculos dogmáticos que entorpecen el camino de la unidad en la fe, enriquecen nuestra oración y refuerzan nuestra voluntad de vivir, por el consenso, la unidad plena y de comulgar en el mismo cáliz de vida el Cuerpo y la Sangre preciosa del Señor. A este respecto, deseamos que la Comisión mixta internacional, encargada del diálogo entre la Iglesia ortodoxa y la Iglesia católica romana, tenga éxito en sus trabajos.

Las condiciones que hoy delinean el nuevo rostro del mundo, y en particular de Europa, exigen de nuestra parte -en nuestra calidad de padres espirituales de los fieles de nuestras Iglesias- vigilancia para señalar a tiempo todo lo que amenaza los valores y las estructuras de la civilización europea profundamente impregnados de la fe cristiana: la corriente que fomenta la progresiva descristianización de Europa, orientada a la exclusión de la Iglesia de la vida pública y a su marginación social; los problemas creados por el desplazamiento de miles de refugiados y emigrantes de orígenes diversos; los peligros que derivan del fanatismo religioso; los desarrollos presuntuosos, que rozan los límites de la ofensa -L$D4H- en el sentido griego antiguo de la palabra, de la biotecnología en materia de genética; la brecha cada vez mayor entre ricos y pobres; los peligros a que está expuesta la juventud; la posibilidad de un conflicto de civilizaciones y de religiones; la necesidad de salvaguardar la identidad espiritual y cultural de los ciudadanos europeos y de la familia, célula de la sociedad; el envilecimiento y la desvalorización del ser humano, a menudo con el pretexto de los derechos del hombre; el frenesí del consumismo cultivado por todos los medios y, como su corolario, la producción de un estilo de vida condicionado en el que el placer es el único valor, cualquiera que sea el precio psíquico que haya que pagar.

En pocas palabras, numerosos problemas sociales, de los que usted ha hablado con frecuencia, son para nosotros auténticos desafíos que estamos dispuestos a afrontar con el verdadero espíritu de la vida en Cristo. En este contexto, la contribución del discurso ortodoxo, teológico y pastoral, es absolutamente necesario. La Iglesia debe tender la mano para aferrar y salvar a los que se están ahogando en el torrente de Baal. Siente que en el mundo contemporáneo, extremamente mediatizado, debe adoptar los medios de comunicación social modernos y hablar con el lenguaje actual al hombre de nuestro tiempo. Todo ello sin que esos medios técnicos alteren su discurso y sin que su mensaje ceda ante la técnica de comunicación. Se siente obligada a oponerse al Estado y a las superpotencias de este mundo, cuando considera que sus decisiones deforman la imagen viva de Dios en la tierra. Eso sin caer en la tentación de sentirse ella misma una potencia de este mundo.

Invocando la intercesión de los apóstoles san Pedro y san Pablo, así como la de nuestros santos predecesores atenienses, Anacleto, Higinio, Sixto II, le deseo personalmente, Santidad, salud y larga vida. "Que el mismo Señor nuestro Jesucristo y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y que nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y los afiance en toda obra y palabra buena" (2 Ts 2, 16-17).


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DECLARACIÓN COMÚN
DEL PAPA BENEDICTO XVI
Y DE SU BEATITUD CHRISTÓDULOS



1. Nosotros, Benedicto XVI, Papa y Obispo de Roma, y Cristódulos, Arzobispo de Atenas y de toda Grecia, en este lugar sagrado de Roma, famoso por la predicación evangélica y el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo, deseamos vivir cada vez más intensamente nuestra misión de dar un testimonio apostólico, de transmitir la fe tanto a los cercanos como a los alejados, y de anunciarles la buena nueva del nacimiento del Salvador, que unos y otros celebraremos próximamente. Asimismo, tenemos la responsabilidad común de superar, en el amor y la verdad, las múltiples dificultades y las dolorosas experiencias del pasado, para gloria de Dios, Trinidad Santísima, y de su santa Iglesia.

2. Nuestro encuentro en la caridad nos hace, ante todo, más conscientes de nuestra tarea común: recorrer juntos el arduo camino del diálogo en la verdad con el fin de restablecer la plena comunión de fe en el vínculo del amor. De este modo cumpliremos el mandato divino y haremos realidad la oración de nuestro Señor Jesucristo, e iluminados por el Espíritu Santo que acompaña y no abandona nunca a la Iglesia de Cristo, proseguiremos nuestro empeño en este camino, siguiendo el ejemplo apostólico y dando prueba de amor recíproco y de espíritu de colaboración.

3. Reconocemos los pasos importantes que se han dado en el diálogo de la caridad y gracias a las decisiones del concilio Vaticano II en materia de las relaciones recíprocas. Además, esperamos que el diálogo teológico bilateral haga fructificar estos elementos positivos para formular proposiciones aceptadas por ambas partes con espíritu de reconciliación, a ejemplo de nuestro ilustre Padre de la Iglesia, san Basilio Magno, el cual, en un tiempo de numerosas divisiones del cuerpo eclesial, expresaba su convicción de que "con una comunicación mutua más duradera y con debates sin espíritu de rivalidad, si hiciera falta alguna nueva aclaración, el Señor la proporcionará, pues él hace que todas las cosas contribuyan al bien de los que lo aman" (Carta 113).

4. Afirmamos unánimemente la necesidad de perseverar en el camino de un diálogo teológico constructivo. En efecto, a pesar de las dificultades que se han constatado, este es uno de los caminos fundamentales de que disponemos para restablecer la unidad tan anhelada del cuerpo eclesial en torno al altar del Señor, así como para reforzar la credibilidad del mensaje cristiano en una época de cambios en las sociedades en que vivimos, pero también de grandes búsquedas espirituales por parte de un gran número de nuestros contemporáneos, que también están preocupados ante la creciente globalización, que a veces amenaza al hombre incluso en su existencia y en su relación con Dios y con el mundo.

5. De modo muy especial, renovamos solemnemente nuestro deseo de anunciar al mundo el Evangelio de Jesucristo, sobre todo a las nuevas generaciones, pues "el amor de Cristo nos apremia" (2 Co 5, 14) a hacer que descubran al Señor, que vino a nuestro mundo para que todos tengan la vida y la tengan en abundancia. Esto es particularmente importante en nuestras sociedades donde numerosas corrientes de pensamiento alejan de Dios y no dan sentido a la existencia.

Queremos anunciar el Evangelio de gracia y de amor, para que todos los hombres estén también en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y así su alegría sea perfecta.

6. Pensamos que las religiones tienen un papel que desempeñar para garantizar la difusión de la paz en el mundo y que de modo alguno deben ser focos de intolerancia ni de violencia. Como líderes religiosos cristianos, exhortamos juntos a todos los líderes religiosos a proseguir y reforzar el diálogo interreligioso, y a trabajar para crear una sociedad de paz y fraternidad entre las personas y entre los pueblos. Esta es una de las misiones de las religiones. En este sentido, los cristianos trabajan y quieren seguir trabajando en el mundo, junto con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, con espíritu de solidaridad y fraternidad.

7. Deseamos rendir homenaje a los impresionantes progresos realizados en todos los ámbitos de la ciencia, especialmente en los que atañen al hombre, pero invitando a los responsables y a los científicos a respetar el carácter sagrado de la persona humana y de su dignidad, pues su vida es un don divino. Nos preocupa ver que las ciencias llevan a cabo experimentos con seres humanos, que no respetan la dignidad ni la integridad de la persona en todas las etapas de su existencia, desde la concepción hasta su término natural.

8. Además, pedimos que se muestre mayor sensibilidad para proteger de modo más eficaz en nuestros países, en Europa y en el ámbito internacional, los derechos fundamentales del hombre, fundados en la dignidad de la persona creada a imagen de Dios.

9. Anhelamos una fecunda colaboración para ayudar a nuestros contemporáneos a que descubran de nuevo las raíces cristianas del Continente europeo, que han forjado las diversas naciones y contribuido al desarrollo de vínculos cada vez más armoniosos entre ellas. Eso les ayudará a vivir y promover los valores humanos y espirituales fundamentales para las personas, así como para el desarrollo de las sociedades mismas.

10. Reconocemos los méritos de los progresos de la tecnología y de la economía para gran número de sociedades modernas. Sin embargo, invitamos a los países ricos a prestar mayor atención a los países en vías de desarrollo y a los países más pobres, con el deseo de compartir los bienes con actitud solidaria y reconociendo que todos los hombres son hermanos nuestros y que tenemos el deber de ayudar a los más pequeños y pobres, que son los predilectos del Señor. En este sentido, es también muy importante que no se explote de modo abusivo la creación, obra de Dios. Hacemos un llamamiento a las personas que tienen responsabilidades en la sociedad y a todos los hombres de buena voluntad para que se comprometan a tratar de modo sensato y respetuoso la creación, a fin de que sea usada correctamente, con espíritu de solidaridad, sobre todo respecto a los pueblos que viven en situación de hambre, y para legar a las generaciones futuras una tierra realmente habitable para todos.

11. De acuerdo con nuestras convicciones comunes, reafirmamos nuestro deseo de colaborar en el desarrollo de la sociedad, con una cooperación constructiva, al servicio del hombre y de los pueblos, dando un testimonio de la fe y de la esperanza que nos animan.

12. Pensando de modo especial en los fieles ortodoxos y católicos, los saludamos y los encomendamos a Cristo, el Salvador, para que sean testigos incansables del amor de Dios, y elevamos una ferviente oración para que el Señor conceda a todos los hombres el don de la paz, en la caridad y la unidad de la familia humana.

Vaticano, 14 de diciembre de 2006


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All'Ambasciatore di Danimarca presso la Santa Sede (14 dicembre 2006)

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All'Ambasciatore della Repubblica del Kyrgyzstan presso la Santa Sede (14 dicembre 2006)

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All'Ambasciatore della Repubblica del Mozambico presso la Santa Sede (14 dicembre 2006)

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All'Ambasciatore della Repubblica di Uganda presso la Santa Sede (14 dicembre 2006)

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All'Ambasciatore della Repubblica Araba di Siria presso la Santa Sede (14 dicembre 2006)

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All'Ambasciatore del Regno del Lesotho presso la Santa Sede (14 dicembre 2006)

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS EMBAJADORES DE DINAMARCA,
KIRGUIZISTÁN, MOZAMBIQUE, UGANDA, SIRIA Y LESOTHO*

Jueves 14 de diciembre de 2006



Excelencias:

Con alegría os recibo para la presentación de las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros países: Dinamarca, Kirguizistán, Mozambique, Uganda, Siria y Lesotho. A la vez que os agradezco las amables palabras que me habéis dirigido de parte de vuestros jefes de Estado, os ruego que les transmitáis mi cordial saludo y mis mejores deseos para sus personas y para su elevada misión al servicio de su nación.

Por medio de vosotros quisiera saludar también a todas las autoridades civiles y religiosas de vuestros países, así como a todos vuestros compatriotas, pensando especialmente en las comunidades católicas, que actúan en medio de sus hermanos y colaboran con ellos.

Durante el año que está a punto de concluir han estallado numerosos conflictos en los diferentes continentes. Como diplomáticos, sin duda alguna os preocupan las situaciones y los focos de tensión que no dejan de desarrollarse, en detrimento de las poblaciones locales, causando un gran número de víctimas inocentes. Por su parte, la Santa Sede comparte esa inquietud, que puede poner en peligro la supervivencia de algunas poblaciones y hace que grave sobre los más pobres el peso del sufrimiento y la falta de los bienes más esenciales.

Para afrontar estos fenómenos las autoridades y todas las personas que tienen responsabilidades en la sociedad civil deben escuchar cada vez con mayor atención a su pueblo, buscando las soluciones más eficaces para responder a las situaciones de aflicción y pobreza, y para una distribución de bienes lo más equitativa posible, tanto en el seno de cada nación como en el ámbito de la comunidad internacional.

En efecto, los responsables de la sociedad tienen el deber de no crear ni mantener en un país o en una región situaciones graves de insatisfacción en ámbito político, económico o social, que llevarían a las personas a pensar que se encuentran marginadas de la sociedad y de los puestos de decisión y de gestión, y que no tienen derecho a beneficiarse de los frutos de la producción nacional.

Esas injusticias no pueden menos de ser fuente de desórdenes y engendrar una especie de escalada de la violencia. La búsqueda de la paz, de la justicia y del buen entendimiento entre todos debe ser uno de los objetivos prioritarios, que exige a los que tienen responsabilidades prestar atención a las realidades concretas del país, comprometiéndose a suprimir todo lo que se opone a la equidad y a la solidaridad, de modo especial la corrupción y la falta de distribución de los recursos.

Así pues, esto supone que quienes ejercen la autoridad en la nación tengan la preocupación constante de considerar su compromiso político y social como un servicio a las personas y no como la búsqueda de beneficios para un reducido número de personas, en detrimento del bien común. Sé que hace falta valentía para mantenerse firme en medio de las dificultades, teniendo como objetivo el bien de los individuos y de la comunidad nacional. Sin embargo, en la vida pública, la valentía es una virtud indispensable para no dejarse arrastrar por ideologías partidistas, por grupos de presión o por el afán de poder. Como recuerda la doctrina social de la Iglesia, el bien de las personas y de los pueblos debe ser siempre el criterio prioritario de las decisiones en la vida social.

Al comenzar vuestra misión ante la Santa Sede, os expreso, señora y señores embajadores, mis más cordiales deseos de éxito en vuestro trabajo. Que el Altísimo os acompañe a vosotros, a vuestros seres queridos, a vuestros colaboradores y a todos los habitantes de vuestro país, y que colme a cada uno de la abundancia de sus bendiciones.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS DE ROMA
AL FINAL DE LA MISA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Jueves 14 de diciembre de 2006



Queridos amigos:

También este año tengo la grata oportunidad de encontrarme con el mundo universitario romano, y de intercambiar con vosotros las felicitaciones por la santa Navidad ya cercana. Saludo al cardenal Camillo Ruini, que ha presidido la celebración eucarística y os ha guiado en la reflexión sobre los textos litúrgicos. Doy las gracias al rector de la universidad Roma 3 y a la joven estudiante, que se han hecho portavoces de vuestra cualificada asamblea. A todos y cada uno os saludo con afecto.

Nos encontramos en la cercanía de la Navidad, que es la fiesta de los regalos, como recordé el domingo pasado al visitar la nueva parroquia romana dedicada a Santa María, Estrella de la Evangelización. Los regalos navideños nos recuerdan el regalo por excelencia, que el Hijo de Dios nos hizo de sí mismo en la Encarnación. Por eso, con ocasión de la Navidad oportunamente se hacen muchos regalos, que la gente se intercambia durante estos días.

Sin embargo, es importante no olvidar el Regalo principal, del que los demás regalos son solamente un símbolo. La Navidad es el día en que Dios se entregó a sí mismo a la humanidad y este regalo suyo, por decirlo así, llega a ser perfecto en la Eucaristía. Como dije a los niños de la parroquia romana citada que se están preparando para la primera Comunión y la Confirmación, bajo la apariencia de un pedacito de pan es Jesús mismo quien se nos entrega y quiere entrar en nuestro corazón.

Vosotros, queridos jóvenes, este año estáis reflexionando precisamente sobre el tema de la Eucaristía, de acuerdo con el itinerario espiritual y pastoral preparado por la diócesis de Roma. El misterio eucarístico constituye el punto de convergencia privilegiado entre los diversos ámbitos de la existencia cristiana, incluido el de la búsqueda intelectual.

Jesús Eucaristía, encontrado en la liturgia y contemplado en la adoración, es como un "prisma" a través del cual se puede penetrar mejor en la realidad desde diversas perspectivas: ascética y mística, intelectual y especulativa, histórica y moral.

En la Eucaristía Cristo está realmente presente y la santa misa es memorial vivo de su Pascua. El santísimo Sacramento es el centro cualitativo del cosmos y de la historia. Por eso constituye un manantial inagotable de pensamiento y de acción para cualquiera que esté en búsqueda de la verdad y quiera cooperar con ella.

Por decirlo así, es un "concentrado" de verdad y de amor. No sólo ilumina el conocimiento, sino también y sobre todo el actuar del hombre, su vivir "según la verdad en la caridad" (Ef 4, 15), como dice san Pablo, en el compromiso diario de actuar como Cristo mismo actuó. Así pues, la Eucaristía fomenta, en la persona que se alimenta de ella con asiduidad y con fe, una fecunda unidad entre contemplación y acción.

Queridos amigos, entremos en el misterio de la Navidad, ya cercana, a través de la "puerta" de la Eucaristía: en la cueva de Belén adoremos al mismo Señor que en el Sacramento eucarístico quiso hacerse nuestro alimento espiritual, para transformar el mundo desde dentro, partiendo del corazón del hombre.

Sé que para muchos de vosotros, universitarios de Roma, ya es costumbre, al inicio del año académico, hacer una especie de peregrinación diocesana a Asís, y sé que también recientemente habéis participado en ella en gran número. Pues bien, san Francisco y santa Clara, ¿no fueron ambos "conquistados" por el misterio eucarístico? En la Eucaristía experimentaron el amor de Dios, el mismo amor que en la Encarnación impulsó al Creador del mundo a hacerse pequeño, más aún, el más pequeño y el servidor de todos.

Queridos amigos, al prepararos para la santa Navidad, tened los mismos sentimientos de estos grandes santos, tan amados por el pueblo italiano. Como ellos, contemplad al Niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre (cf. Lc 2, 7. 12. 16).

Seguid el ejemplo de la Virgen María, la primera que contempló la humanidad del Verbo encarnado, la humanidad de la Sabiduría divina. En el Niño Jesús, con el que mantenía infinitos y silenciosos coloquios, reconocía el rostro humano de Dios, de forma que la misteriosa Sabiduría del Hijo se grabó en la mente y en el corazón de la Madre.

Por eso, María se convirtió en la "Sede de la Sabiduría", y con este título es venerada de modo especial por la comunidad académica romana. A la Sedes Sapientiae está dedicado un icono especial, que desde Roma ha visitado ya varios países, peregrinando por instituciones universitarias. Hoy está presente aquí, porque pasa de la delegación procedente de Bulgaria a la que ha venido de Albania.

Saludo con afecto a los representantes de estas dos naciones y les deseo que, per Mariam, sus respectivas comunidades académicas avancen cada vez más en la búsqueda de la verdad y del bien, a la luz de la Sabiduría divina. Este deseo lo dirijo de corazón a cada uno de vosotros, aquí presentes, y lo acompaño con una bendición especial, que hago extensiva a todos vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU BEATITUD ANTONIOS NAGUIB,
PATRIARCA DE ALEJANDRÍA DE LOS COPTOS

Viernes 15 de diciembre de 2006



Beatitud;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hijos e hijas de la Iglesia copta católica:

Su primera visita oficial al Sucesor de Pedro desde su elección a la sede patriarcal de Alejandría de los coptos católicos, Beatitud, es un momento de gracia para la Iglesia. Le agradezco las palabras que acaba de dirigirme concernientes a su patriarcado y su oración por mi ministerio. Me alegra encontrarme aquí con usted, juntamente con obispos, sacerdotes y fieles de su patriarcado, para celebrar la "comunión eclesiástica" que tuve la dicha de concederle el pasado día 6 de abril.

Os saludo cordialmente a todos los que habéis venido para participar en este gran momento de comunión fraterna y de unidad de la Iglesia copta católica con la Sede apostólica. Aprovecho esta ocasión para saludar a Su Beatitud el cardenal Stéphanos II, patriarca emérito, al que me complace dar la bienvenida, pues ha consagrado su vida al servicio de Dios y de la Iglesia copta católica.
En la celebración de la Divina Liturgia es donde se manifiesta más claramente la comunión en Cristo que nos hace hermanos. En ella se expresa de modo pleno la comunión entre todos los católicos en torno al Sucesor de Pedro. Usted, Beatitud, es el padre y el jefe de la Iglesia copta católica de Alejandría, sede prestigiosa honrada a lo largo de los primeros cinco siglos como primer patriarcado después de Roma.

Vuestra comunidad patriarcal posee una rica tradición espiritual, litúrgica y teológica, la tradición alejandrina, cuyos tesoros forman parte del patrimonio de la Iglesia. Se benefició de la predicación del evangelista san Marcos, intérprete del apóstol san Pedro. Un vínculo especial de fraternidad une a vuestro patriarcado con la Sede de Pedro.

Por tanto, quiero aseguraros mi oración y mi apoyo para "la misión especial" que el concilio ecuménico Vaticano II encomendó a las Iglesias orientales católicas: "Promover la unidad de todos los cristianos, especialmente de los orientales" (Orientalium Ecclesiarum, 24), y en particular con vuestros hermanos de la Iglesia copta ortodoxa. Asimismo, desempeñáis un papel importante en el diálogo interreligioso, para desarrollar la fraternidad y la estima entre cristianos y musulmanes, y entre todos los hombres.

Beatitud, al ser nombrado patriarca, ha querido conservar su nombre, Antonios, que recuerda la gran corriente del monacato, nacido en Egipto y que la tradición relaciona con la obra de san Antonio, después de la de san Pacomio. Gracias a la aportación occidental de san Benito, el monacato se convirtió en un árbol frondoso que ha dado abundantes y magníficos frutos en el mundo entero.

Al evocar la Iglesia copta, ¿cómo no pensar en los escritores, en los exegetas y en los filósofos, como Clemente de Alejandría y Orígenes, pero también en los grandes patriarcas, confesores y doctores de la Iglesia, como Atanasio y Cirilo, cuyos nombres ilustres marcan a lo largo de los siglos la fe de un pueblo fervoroso? Vosotros habéis seguido siempre sus huellas, desarrollando la investigación teológica y espiritual propia de vuestra tradición.

En el mundo actual vuestra misión es de gran importancia para vuestros fieles y para todos los hombres, a los que el amor de Cristo nos urge anunciar la buena nueva. Os felicito, en particular, por la atención que prestáis a la educación humana, espiritual, moral e intelectual de la juventud a través de una red escolar y catequística de calidad, que constituye un servicio a toda la sociedad.

Deseo vivamente que este compromiso por la educación sea cada vez más apreciado, para que se transmitan los valores fundamentales, manteniendo la identidad propia de las escuelas católicas. Así los jóvenes de hoy podrán llegar a ser hombres y mujeres responsables en sus familias y en la sociedad, deseosos de construir una solidaridad mayor y una fraternidad más profunda entre todos los componentes de la nación. Transmitid a los jóvenes mi estima y mi afecto, recordándoles que la Iglesia y toda la sociedad necesitan su entusiasmo y su esperanza.

Os invito a intensificar la formación de los sacerdotes y de los numerosos jóvenes que desean consagrarse al Señor. La vitalidad de las comunidades cristianas en el mundo actual requiere pastores según el corazón de Dios, que sean auténticos testigos del Verbo de Dios y guías que ayuden a los fieles a arraigar cada vez más profundamente su vida y su misión en Cristo.

Conozco muy bien el lugar que ocupa la vida consagrada en vuestra Iglesia. Que la pobreza, la castidad y la obediencia según los consejos evangélicos sean un testimonio y una llamada a la santidad para el mundo de hoy. Ojalá que los miembros de los institutos consagrados sigan cumpliendo su misión, sobre todo entre los jóvenes y entre las personas más desamparadas de la sociedad.

Al final de nuestro encuentro, Beatitud, le expreso mi deseo fraterno de que el Espíritu Santo lo ilumine en el desempeño de su misión, que lo consuele en las dificultades y que le conceda la alegría de ver crecer a su Iglesia patriarcal en fervor y en número. Al inicio de su ministerio, quiero repetir a todos las palabras de Cristo a sus discípulos: "No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino" (Lc 12, 32).

A la vez que dirijo mi cordial saludo, a través de vosotros, a todo el pueblo egipcio, os encomiendo a todos a la intercesión de la Virgen María y de todos los santos coptos.

Os imparto de corazón una afectuosa bendición apostólica a vosotros, así como a los obispos y a todos los fieles de vuestro patriarcado.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN EL V CENTENARIO DE LOS MUSEOS VATICANOS

Sábado 16 de diciembre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
amables señores y señoras:

Es para mí un honor y un placer acoger hoy a una representación tan cualificada de responsables de los más importantes museos de todo el mundo. Os saludo cordialmente a cada uno y os expreso mi sincera gratitud por vuestra visita. En primer lugar, saludo al presidente de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano, arzobispo Giovanni Lajolo, al que también doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos de todos los presentes. Saludo al señor cardenal, a los obispos, a las personalidades y a los expertos provenientes de todos los continentes.

Mi agradecimiento se dirige de modo especial al director de los Museos vaticanos y a sus colaboradores, así como a cuantos han preparado y organizado el congreso, que concluye un rico calendario de iniciativas conmemorativas del V centenario de los Museos vaticanos. Las múltiples manifestaciones, que se han llevado a cabo durante todo el año, no sólo tendían a conmemorar acontecimientos del pasado, sino también a crear nuevas oportunidades de profundización para los numerosísimos visitantes que cada día acuden a los museos. De este modo, se ha puesto de relieve cuánto interés suscita un museo tan estratificado en el tiempo.

Por tanto, me congratulo por este simposio, cuya atención se centra en un tema de indudable interés: la identidad y el papel del museo hoy y sus perspectivas futuras. La iniciativa del congreso, precisamente porque está dedicado al estudio de la función y de los objetivos de la institución "museo" en la sociedad contemporánea, no sólo se limita a un conjunto de conferencias de expertos. Más bien, habéis querido entablar un debate con estudios teóricos, intervenciones específicas, intercambios de experiencias y un diálogo franco, para que surjan elementos que permitan delinear mejor la función, que podríamos definir "educativa", del museo en el contexto de la actual sociedad globalizada.

Desde siempre la Iglesia sostiene y promueve el mundo del arte, convencida de que su lenguaje es un vehículo privilegiado de progreso humano y espiritual. Vale la pena recordar también en esta circunstancia la inscripción que mi venerado predecesor Benedicto XIV hizo grabar en la puerta de ingreso del Museo cristiano: "Ad augendum Urbis splendorem et asserendam religionis veritatem" ("Para promover el esplendor de la ciudad de Roma y afirmar la verdad de la religión cristiana").

El desarrollo de los Museos vaticanos a lo largo del tiempo demuestra que estas finalidades siempre han estado muy presentes en el compromiso de los Pontífices. Al recibir el mes pasado al personal de esta importante institución, expliqué que en su "código genético" está inscrita esta verdad: la gran civilización clásica y la judeocristiana no se oponen entre sí, sino que convergen en el único plan de Dios. Y añadí que se trata de una lógica propia dentro de todo el museo, que desde esta perspectiva se presenta verdaderamente como un todo unitario en la compleja articulación de sus secciones.

En definitiva, se podría decir que los Museos vaticanos pueden constituir una extraordinaria oportunidad de evangelización porque, a través de las diversas obras expuestas en ellos, dan a los visitantes un testimonio elocuente de la continua interrelación que existe entre lo divino y lo humano en la vida y en la historia de los pueblos. El ingente número de personas que cada día los visitan demuestra el creciente interés por estas obras de arte y estos testimonios históricos, que constituyen una síntesis maravillosa de Evangelio y cultura.

Precisamente a partir de la experiencia de los Museos vaticanos, resulta muy apropiada la elección realizada por los organizadores del congreso, que se han propuesto no limitarse a analizar los museos en su ordenamiento actual. Han pedido a los participantes que se interroguen más bien sobre el papel que los museos pueden desempeñar en el futuro, sobre la función que están llamados a cumplir en la época contemporánea, marcada por rápidos cambios sociales y en la que la red de las comunicaciones es la nervadura de todo el entramado de la humanidad.

Indudablemente, como se ha dicho durante los trabajos, la función del museo ha cambiado hoy notablemente: de privilegio, el museo se ha convertido en derecho; de centro reservado a los artistas, a los especialistas y a los hombres de cultura, en nuestros días es cada vez más "casa" de todos, respondiendo de este modo a una generalizada exigencia formativa de la sociedad.

Además, con razón se presta una atención especial a las nuevas generaciones, que en los museos pueden reconocer las raíces de su historia y de su cultura. Sin duda, conviene impulsar toda oportunidad de favorecer la integración y el encuentro entre las personas y los pueblos. Desde esta perspectiva, también los museos, aun teniendo en cuenta las nuevas condiciones sociales, pueden transformarse en lugares de mediación artística, eslabones de unión entre el pasado, el presente y el futuro, encrucijada de hombres y mujeres de los distintos continentes, así como sitios de investigación y talleres de enriquecimiento cultural y espiritual.

Gracias a Dios, el diálogo cada vez más deseado entre culturas y religiones no puede menos de facilitar el conocimiento recíproco, haciendo más fructíferos los esfuerzos por construir un futuro común de progreso solidario y de paz para la humanidad entera. Los museos podrán contribuir a difundir la cultura de la paz si, conservando su naturaleza de templos de la memoria histórica, son también lugares de diálogo y de amistad entre todos.

Ilustres señores y señoras, os renuevo a cada uno mi cordial agradecimiento por vuestra visita y os deseo que vuestro trabajo diario contribuya a transmitir a las generaciones futuras el amor a la belleza que, como escribe Dostoievski, "salvará al mundo" (El idiota, p. III, cap. V). Con estos sentimientos, a la vez que os felicito por las fiestas navideñas ya próximas, invoco sobre todos vosotros y sobre vuestras familias la abundancia de las bendiciones de Dios.


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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA "B'NAI B'RITH INTERNATIONAL"

Lunes 18 de diciembre de 2006



Queridos amigos:

Me alegra saludar a esta delegación de la B'nai B'rith International con ocasión de vuestra visita al Vaticano. Desde la promulgación de la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II, en 1965, los dirigentes de la B'nai B'rith han visitado la Santa Sede en numerosas ocasiones. Hoy, con el espíritu de comprensión, respeto y aprecio mutuo que se está desarrollando entre nuestras comunidades, os saludo y, a través de vosotros, a todos los que representáis.

En las últimas cuatro décadas se han dado muchos pasos positivos en las relaciones entre judíos y católicos, y debemos dar gracias a Dios por el notable cambio que ha tenido lugar sobre la base de nuestro patrimonio espiritual común. Esta rica herencia de fe permite a nuestras comunidades no sólo entablar un diálogo, sino también trabajar juntos por el bien de la familia humana. Nuestro agitado mundo necesita el testimonio de las personas de buena voluntad inspiradas por la verdad revelada en la primera página de las Escrituras, según la cual todos los hombres y las mujeres han sido creados a imagen de Dios (cf. Gn 1, 26-27) y por tanto poseen una dignidad y un valor inalienables.

Judíos y cristianos están llamados a colaborar para salvar el mundo promoviendo los valores morales y espirituales fundados en nuestras convicciones de fe. Si damos un claro ejemplo de fecunda cooperación, será mucho más convincente nuestra voz para responder a las necesidades de la familia humana.

Con ocasión de vuestra visita, reitero mi inquebrantable esperanza y mi oración por la paz en Tierra Santa, una paz que sólo puede establecerse si hay un interés común por ella de judíos, cristianos y musulmanes a la vez, expresado con un auténtico diálogo interreligioso y con gestos concretos de reconciliación. Todos los creyentes están llamados a mostrar que no es el odio y la violencia, sino la comprensión y la cooperación pacífica, lo que abre la puerta al futuro de justicia y paz que es promesa y don de Dios.

Durante este santo tiempo, invoco cordialmente sobre vosotros y sobre vuestras familias una abundancia de bendiciones divinas.

Shalom alechem!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NIÑOS Y MUCHACHOS
DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA

Jueves 21 de diciembre de 2006



Queridos muchachos y muchachas de la Acción católica italiana:

También este año habéis querido visitar al Papa en la inminencia de la santa Navidad. Os acojo con afecto y os agradezco de corazón vuestra presencia, portadora como siempre de alegría y entusiasmo. A través de vosotros saludo a todos los muchachos de la Acción católica de todas las diócesis italianas, a quienes vosotros representáis aquí. Saludo de corazón a vuestro consiliario general, mons. Francesco Lambiasi, y al presidente, prof. Luigi Alici, así como a todos vuestros educadores.

Me habéis dicho que este año vuestro camino formativo se centra en la belleza al buscar la verdad. Por eso, habéis escogido un eslogan sencillo y eficaz: "Belleza y verdad". La Navidad es el gran misterio de la verdad y de la belleza de Dios, que viene a habitar en medio de nosotros para la salvación de todos.

El nacimiento de Jesús no es una fábula; es una historia que aconteció realmente en Belén hace dos mil años. La fe nos hace reconocer en ese pequeño Niño, nacido de María Virgen, al verdadero Hijo de Dios, que por amor a nosotros se hizo hombre. "El rey del cielo viene a una cueva, en medio del frío y del hielo", reza el villancico "Tu scendi dalle stelle", conocido en todo el mundo.

En el rostro de Jesús niño contemplamos el rostro de Dios, que no se revela en la fuerza o el poder, sino en la debilidad y en la frágil constitución de un niño. Este "Niño Dios", envuelto en pañales y recostado en el pesebre con maternal solicitud por su madre, María, revela toda la bondad y la infinita belleza de Dios. Manifiesta la fidelidad y la ternura del amor ilimitado que Dios nos tiene a cada uno.

Por esto hacemos fiesta en Navidad, reviviendo la experiencia de los pastores de Belén. Juntamente con muchos padres y madres que trabajan cada día afrontando continuos sacrificios, hacemos fiesta con los niños, los enfermos, los pobres, porque con el nacimiento de Jesús el Padre celestial respondió al deseo de verdad, de perdón y de paz de nuestro corazón. Y respondió con un amor tan grande que nos sorprendió: nadie hubiera podido imaginarlo jamás, si Jesús no nos lo hubiera revelado.

El asombro que experimentamos ante el encanto de la Navidad se refleja, de alguna manera, en la maravilla de todo nacimiento y nos invita a reconocer al Niño Jesús en todos los niños, que son la alegría de la Iglesia y la esperanza del mundo. El recién nacido que viene al mundo en Belén es el mismo Jesús que recorrió los caminos de Galilea y dio su vida por nosotros en la cruz; es el mismo Jesús que resucitó y, después de subir al cielo, sigue guiando a su Iglesia con la fuerza de su Espíritu. Esta es la verdad hermosa y grande de nuestra fe cristiana.

Queridos muchachos de la Acción católica, el Papa os quiere, confía en vosotros y os encomienda hoy la tarea de ser amigos y testigos de Jesús, que en Belén vino a habitar en medio de nosotros. ¿No es hermoso darlo a conocer cada vez más entre vuestros amigos, en las ciudades, en las parroquias y en vuestras familias? La Iglesia os necesita para estar cerca de todos los niños y muchachos que viven en Italia. Testimoniad que Jesús no quita nada a vuestra alegría, sino que os hace más humanos, más verdaderos, más hermosos. Gracias, una vez más, por vuestra visita. Os bendigo con afecto a vosotros, a vuestros seres queridos, educadores y consiliarios, así como a todos los amigos de la Acción católica. ¡Feliz Navidad!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS CARDENALES, ARZOBISPOS, OBISPOS Y PRELADOS SUPERIORES DE LA CURIA ROMANA

Viernes 22 de diciembre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos:

Con gran alegría me encuentro hoy con vosotros y os dirijo a cada uno mi cordial saludo. Os agradezco vuestra presencia en esta cita tradicional, que tiene lugar en la inminencia de la santa Navidad. Doy las gracias, en particular, al cardenal Angelo Sodano por las palabras con que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos los presentes, tomando como punto de partida el tema central de la encíclica Deus caritas est. En esta significativa circunstancia, deseo renovarle la expresión de mi gratitud por el servicio que durante tantos años ha prestado al Papa y a la Santa Sede, sobre todo en calidad de secretario de Estado, y pido al Señor que lo recompense por el bien que ha realizado con su sabiduría y su celo por la misión de la Iglesia.

Al mismo tiempo, quiero renovar mis mejores deseos al cardenal Tarcisio Bertone por la nueva misión que le he encomendado. Extiendo de buen grado estos sentimientos a todos los que, a lo largo de este año, han entrado al servicio de la Curia romana o de la Gobernación, a la vez que con afecto y gratitud recordamos a los que el Señor ha llamado a sí de esta vida.

El año que se acerca a su fin, como ha dicho usted, eminencia, queda grabado en nuestra memoria con la profunda huella de los horrores de la guerra que se ha librado cerca de la Tierra Santa, así como, en general, del peligro de un enfrentamiento entre culturas y religiones, un peligro que se cierne aún como una amenaza sobre nuestro momento histórico.

Así, el problema de los caminos hacia la paz se ha convertido en un desafío de la máxima importancia para todos los que se preocupan por el hombre. Esto vale de modo especial para la Iglesia, para la cual la promesa que acompañó sus inicios significa a la vez una responsabilidad y una tarea: "Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres que él ama" (Lc 2, 14).

Este saludo del ángel a los pastores en la noche del nacimiento de Jesús en Belén revela una conexión inseparable entre la relación de los hombres con Dios y su relación mutua. La paz en la tierra no puede lograrse sin la reconciliación con Dios, sin la armonía entre el cielo y la tierra. Esta correlación del tema de "Dios" con el tema de la "paz" fue el aspecto fundamental de los cuatro viajes apostólicos de este año, a los que quiero referirme en este momento.

Ante todo tuvo lugar la visita pastoral a Polonia, país natal de nuestro amado Papa Juan Pablo II. El viaje a su patria era para mí un íntimo deber de gratitud por todo lo que me dio personalmente a mí, y sobre todo por lo que dio a la Iglesia y al mundo, durante el cuarto de siglo de su servicio. Su don más grande para todos nosotros fue su fe inquebrantable y el radicalismo de su entrega. En su lema, "Totus tuus", se reflejaba todo su ser.

Sí, se entregó sin reservas a Dios, a Cristo, a la Madre de Cristo y a la Iglesia, al servicio del Redentor y de la redención del hombre. No se reservó nada; se dejó consumir totalmente por la llama de la fe. Nos mostró cómo, siendo hombre de nuestro tiempo, se puede creer en Dios, en el Dios vivo que se hizo cercano a nosotros en Cristo. Nos mostró que es posible una entrega definitiva y radical de toda la vida y que, precisamente al entregarse, la vida se hace grande, amplia y fecunda.

En Polonia, en todos los lugares que visité, encontré la alegría de la fe. Allí se podían experimentar como una realidad las palabras que el escriba Esdras dirigió al pueblo de Israel recién vuelto del destierro, en medio de la miseria del nuevo inicio: "La alegría del Señor es vuestra fuerza" (Ne 8, 10). Me impresionó profundamente la gran cordialidad con que fui acogido por doquier. La gente veía en mí al Sucesor de Pedro, a quien está encomendado el ministerio pastoral para toda la Iglesia. Veían a aquel a quien, a pesar de toda su debilidad humana, se dirige hoy como entonces la palabra del Señor resucitado: "Apacienta mis ovejas" (cf. Jn 21, 15-19); veían al sucesor de aquel a quien Jesús dijo cerca de Cesarea de Filipo: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). Pedro, por sí mismo, no era una roca, sino un hombre débil e inconstante. Sin embargo, el Señor quiso convertirlo precisamente a él en piedra, para demostrar que, a través de un hombre débil, es él mismo quien sostiene con firmeza a su Iglesia y la mantiene en la unidad.

Así, la visita a Polonia fue para mí, en el sentido más profundo, una fiesta de la catolicidad. Cristo es nuestra paz, que reúne a los separados: él es la reconciliación, por encima de todas las diferencias de las épocas históricas y de las culturas. Mediante el ministerio petrino experimentamos esta fuerza unificadora de la fe que, partiendo de los numerosos pueblos, construye continuamente el único pueblo de Dios. Con alegría hemos hecho realmente esta experiencia: procediendo de numerosos pueblos, formamos el único pueblo de Dios, su santa Iglesia. Por eso, el ministerio petrino puede ser el signo visible que garantiza esta unidad y forma una unidad concreta. Por esta conmovedora experiencia de catolicidad quisiera dar gracias una vez más, de modo explícito y de todo corazón, a la Iglesia que está en Polonia.

En mis desplazamientos en Polonia no podía faltar la visita a Auschwitz-Birkenau, lugar de la barbarie más cruel, del intento de borrar al pueblo de Israel, de hacer así vana también la elección realizada por Dios, de expulsar a Dios mismo de la historia. Para mí fue motivo de gran consuelo ver aparecer en el cielo en ese momento el arco iris mientras yo, ante el horror de aquel lugar, con la actitud de Job, clamaba a Dios, turbado por el temor de su aparente ausencia y al mismo tiempo sostenido por la certeza de que, incluso en su silencio, no deja de existir y de permanecer con nosotros. El arco iris era como una respuesta: Sí, yo existo, y también hoy siguen siendo válidas las palabras de la promesa, de la Alianza, que pronuncié tras el diluvio (cf. Gn 9, 12-17).

El viaje a España, a Valencia, se centró en el tema del matrimonio y de la familia. Fue hermoso escuchar, ante la asamblea de personas de todos los continentes, el testimonio de cónyuges que, bendecidos con muchos hijos, se presentaron delante de nosotros y hablaron de sus respectivos caminos en el sacramento del matrimonio y en sus familias numerosas. No ocultaron que han tenido también días difíciles, que han pasado tiempos de crisis. Pero precisamente en el esfuerzo por soportarse mutuamente día tras día, precisamente al aceptarse siempre en el crisol de los afanes cotidianos, viviendo y sufriendo a fondo el "sí" inicial, precisamente en este camino del "perderse" evangélico habían madurado, se habían encontrado a sí mismos y habían llegado a ser felices. El sí que se habían dado recíprocamente, con la paciencia del camino y con la fuerza del sacramento con que Cristo los había unido, se había transformado en un gran "sí" ante sí mismos, ante los hijos, ante el Dios creador y ante el Redentor Jesucristo.

Así, del testimonio de estas familias nos llegaba una ola de alegría, no de una alegría superficial y mezquina, que desaparece en seguida, sino de una alegría madurada incluso en el sufrimiento, de una alegría muy profunda que realmente redime al hombre. Ante estas familias con sus hijos, ante estas familias en las que las generaciones se dan la mano y en las que el futuro está presente, el problema de Europa, que aparentemente casi ya no quiere tener hijos, me penetró en el alma.

Para un extraño, esta Europa parece cansada; más aún, da la impresión de querer despedirse de la historia. ¿Por qué están así las cosas? Esta es la gran pregunta. Seguramente las respuestas son muy complejas. Antes de buscar esas respuestas es necesario dar las gracias a los numerosos cónyuges que también hoy, en nuestra Europa, dicen "sí" al hijo y aceptan las molestias que esto conlleva: los problemas sociales y económicos, así como las preocupaciones y los trabajos de cada día; la entrega necesaria para abrir a los hijos el camino hacia el futuro.

Aludiendo a estas dificultades tal vez se aclaran un poco las razones por las cuales a muchos les parece demasiado grande el riesgo de tener hijos. El niño necesita atención amorosa. Eso significa que debemos darle algo de nuestro tiempo, del tiempo de nuestra vida. Pero precisamente esta "materia prima" esencial de la vida —el tiempo— parece escasear cada vez más. El tiempo de que disponemos apenas basta para nuestra propia vida: ¿cómo podríamos cederlo, darlo a otro? Tener tiempo y dar tiempo es para nosotros un modo muy concreto de aprender a entregarnos nosotros mismos, de perdernos para encontrarnos.

A este problema se añade el cálculo difícil: ¿qué normas debemos imponer al niño para que siga el camino recto? Y, al hacerlo, ¿cómo debemos respetar su libertad? El problema se ha vuelto tan difícil, entre otras causas, porque ya no estamos seguros de las normas que conviene transmitir; porque ya no sabemos cuál es el uso correcto de la libertad, cuál es el modo correcto de vivir, qué cosas son un deber moral y, al contrario, qué cosas son inaceptables. El espíritu moderno ha perdido la orientación, y esta falta de orientación nos impide ser para los demás señales que indiquen el camino recto.

Pero el problema es aún más profundo. El hombre de hoy siente gran incertidumbre con respecto a su futuro. ¿Se puede enviar a alguien a ese futuro incierto? En definitiva, ¿es algo bueno ser hombre? Tal vez esta profunda incertidumbre acerca del hombre mismo —juntamente con el deseo de tener la vida totalmente para sí mismos— es la razón más profunda por la que el riesgo de tener hijos se presenta a muchos como algo prácticamente insostenible.

De hecho, sólo podemos transmitir la vida de modo responsable si somos capaces de transmitir algo más que la simple vida biológica, es decir, un sentido que sostenga también en las crisis de la historia futura y una certeza en la esperanza que sea más fuerte que las nubes que ensombrecen el porvenir. Si no aprendemos nuevamente los fundamentos de la vida, si no descubrimos de nuevo la certeza de la fe, cada vez nos resultará menos posible comunicar a otros el don de la vida y la tarea de un futuro desconocido.

Por último, también está unido a lo anterior el problema de las decisiones definitivas: ¿el hombre puede vincularse para siempre?, ¿puede decir un "sí" para toda la vida"? Sí puede. Ha sido creado para esto. Precisamente así se realiza la libertad del hombre y así se crea también el ámbito sagrado del matrimonio, que se ensancha al convertirse en familia y construye futuro.

Al llegar a este punto, no puedo ocultar mi preocupación por las leyes de parejas de hecho. Muchas de estas parejas han elegido este camino porque, al menos por el momento, no se sienten capaces de aceptar la convivencia jurídicamente ordenada y vinculante del matrimonio. De este modo, prefieren quedarse simplemente en el estado de hecho. Cuando se crean nuevas formas jurídicas que relativizan el matrimonio, la renuncia a un vínculo definitivo obtiene también, por decirlo así, un sello jurídico. En este caso, a quien ya tiene dificultad, le resulta aún más difícil decidirse.

Además, para la otra forma de parejas, se añade la relativización de la diferencia de sexos. Así, la unión de un hombre y una mujer resulta igual que la de dos personas del mismo sexo. De este modo se confirman tácitamente las funestas teorías que quitan toda importancia a la masculinidad y a la feminidad de la persona humana, como si se tratara de un hecho puramente biológico; teorías según las cuales el hombre —es decir, su intelecto y su voluntad— decidiría autónomamente qué es o no es.

En esto se produce una depreciación de la corporeidad, de la cual se sigue que el hombre, al querer emanciparse de su cuerpo —de la "esfera biológica"— acaba por destruirse a sí mismo. Si nos dicen que la Iglesia no debería entrometerse en estos asuntos, entonces podemos limitarnos a responder: ¿Es que el hombre no nos interesa? Los creyentes, en virtud de la gran cultura de su fe, ¿no tienen acaso el derecho de pronunciarse en todo esto? ¿No tienen —no tenemos— más bien el deber de alzar la voz para defender al hombre, a la criatura que precisamente en la unidad inseparable de cuerpo y alma es imagen de Dios?

El viaje a Valencia se convirtió para mí en un viaje a la búsqueda de lo que significa ser hombre.

Proseguimos mentalmente hacia Baviera: Munich, Altötting, Ratisbona y Freising. Allí viví las hermosas e inolvidables jornadas del encuentro con la fe y con los fieles de mi patria. El gran tema de mi viaje a Alemania fue Dios. La Iglesia debe hablar de muchas cosas: de todas las cuestiones relacionadas con el ser del hombre, con su estructura y su ordenamiento, etc. Pero su tema verdadero, y en varios aspectos único, es "Dios". Y el gran problema de Occidente es el olvido de Dios: es un olvido que se difunde. Estoy convencido de que todos los problemas particulares pueden remitirse, en última instancia, a esta pregunta.

Por eso, en ese viaje mi intención principal era poner de relieve el tema de "Dios", consciente de que en algunas partes de Alemania la mayoría de los habitantes no son bautizados y para ellos el cristianismo y el Dios de la fe parecen algo del pasado. Al hablar de Dios, también tocamos precisamente el tema que constituyó el interés central de la predicación terrena de Jesús. El tema fundamental de esa predicación es el dominio de Dios, el "reino de Dios". Esas palabras no aluden a algo que vendrá más tarde o más temprano en un futuro indeterminado. Tampoco se refieren al mundo mejor que tratamos de crear paso a paso con nuestras fuerzas.

En la expresión "reino de Dios" la palabra "Dios" es un genitivo subjetivo, lo cual significa que Dios no es una añadidura al "reino", de la que se podría prescindir. Dios es el sujeto. Reino de Dios quiere decir, en realidad "Dios reina". Él mismo está presente y es decisivo para los hombres en el mundo. Él es el sujeto y donde falta este sujeto no queda nada del mensaje de Jesús. Por eso Jesús dice: el reino de Dios no viene de tal manera que podamos —por decirlo así— situarnos al borde del camino y contemplar su llegada. "Está en medio de vosotros" (cf. Lc 17, 20 s). Este reino se desarrolla donde se realiza la voluntad de Dios. Está presente donde hay personas que se abren a su llegada y así dejan que Dios entre en el mundo. Por eso Jesús es el reino de Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros y a través del cual podemos tocar a Dios, acercarnos a Dios. Donde esto acontece, el mundo se salva.

Con el tema de Dios estaban y están relacionados dos temas que marcaron las jornadas de la visita a Baviera: el tema del sacerdocio y el del diálogo. San Pablo llama a Timoteo —y en él al obispo, y en general al sacerdote— "hombre de Dios" (1 Tm 6, 11). La misión fundamental del sacerdote consiste en llevar a Dios a los hombres. Ciertamente, sólo puede hacerlo si él mismo viene de Dios, si vive con Dios y de Dios.

Eso lo expresa admirablemente un versículo de un Salmo sacerdotal que nosotros —la generación antigua— rezamos cuando fuimos admitidos al estado clerical: "El Señor es el lote de mi heredad y mi copa: mi suerte está en tu mano" (Sal 15, 5). El orante-sacerdote de este Salmo interpreta su vida partiendo de la forma de distribuir el territorio establecida en el Deuteronomio (cf. Dt 10, 9). Después de tomar posesión de la Tierra, cada tribu obtiene por sorteo su lote de la Tierra santa y así participa en el gran don prometido al patriarca Abraham. Sólo la tribu de Leví no recibe ningún lote: su tierra es Dios mismo.

Esta afirmación tenía, ciertamente, un sentido muy práctico. Los sacerdotes no vivían, como las demás tribus, del trabajo de la tierra, sino de las ofertas. Sin embargo, la afirmación es aún más profunda: Dios mismo es el verdadero fundamento de la vida del sacerdote, la base de su existencia, la tierra de su vida.

La Iglesia, en esta interpretación veterotestamentaria de la vida sacerdotal —una interpretación que se repite varias veces también en el Salmo 118— ha visto con razón la explicación de lo que significa la misión sacerdotal siguiendo a los Apóstoles, en comunión con Jesús mismo. El sacerdote puede y debe decir también hoy con el levita: "Dominus pars hereditatis meae et calicis mei". Dios mismo es mi lote de tierra, el fundamento externo e interno de mi existencia.

Esta visión teocéntrica de la vida sacerdotal es necesaria precisamente en nuestro mundo totalmente funcionalista, en el que todo se basa en realizaciones calculables y comprobables. El sacerdote debe conocer realmente a Dios desde su interior y así llevarlo a los hombres: este es el servicio principal que la humanidad necesita hoy. Si en una vida sacerdotal se pierde esta centralidad de Dios, se vacía progresivamente también el celo de la actividad. En el exceso de las cosas externas, falta el centro que da sentido a todo y lo conduce a la unidad. Falta allí el fundamento de la vida, la "tierra" sobre la que todo esto puede estar y prosperar.

El celibato, vigente para los obispos en toda la Iglesia oriental y occidental, y, según una tradición que se remonta a una época cercana a la de los Apóstoles, en la Iglesia latina para los sacerdotes en general, sólo se puede comprender y vivir, en definitiva, sobre la base de este planteamiento de fondo. Las razones puramente pragmáticas, la referencia a la mayor disponibilidad, no bastan. Esa mayor disponibilidad de tiempo fácilmente podría llegar a ser también una forma de egoísmo, que se ahorra los sacrificios y las molestias necesarias para aceptarse y soportarse mutuamente en el matrimonio; de esta forma, podría llevar a un empobrecimiento espiritual o a una dureza de corazón.

El verdadero fundamento del celibato sólo puede quedar expresado en la frase: "Dominus pars", Tú eres el lote de mi heredad. Sólo puede ser teocéntrico. No puede significar quedar privados de amor; debe significar dejarse arrastrar por el amor a Dios y luego, a través de una relación más íntima con él, aprender a servir también a los hombres. El celibato debe ser un testimonio de fe: la fe en Dios se hace concreta en esa forma de vida, que sólo puede tener sentido a partir de Dios. Fundar la vida en él, renunciando al matrimonio y a la familia, significa acoger y experimentar a Dios como realidad, para así poderlo llevar a los hombres.

Nuestro mundo, que se ha vuelto totalmente positivista, en el cual Dios sólo encuentra lugar como hipótesis, pero no como realidad concreta, necesita apoyarse en Dios del modo más concreto y radical posible. Necesita el testimonio que da de Dios quien decide acogerlo como tierra en la que se funda su propia vida. Por eso precisamente hoy, en nuestro mundo actual, el celibato es tan importante, aunque su cumplimiento en nuestra época se vea continuamente amenazado y puesto en tela de juicio.

Hace falta una preparación esmerada durante el camino hacia este objetivo; un acompañamiento continuo por parte del obispo, de amigos sacerdotes y de laicos, que sostengan juntos este testimonio sacerdotal. Hace falta la oración que invoque sin cesar a Dios como el Dios vivo y se apoye en él tanto en los momentos de confusión como en los de alegría. De este modo, contrariamente a la tendencia cultural que trata de convencernos de que no somos capaces de tomar esas decisiones, este testimonio se puede vivir y así puede volver a introducir a Dios en nuestro mundo como realidad.

El otro gran tema relacionado con el tema de Dios es el del diálogo. El círculo interior del complejo diálogo que hoy resulta necesario, el compromiso común de todos los cristianos en favor de la unidad, se hizo evidente en las Vísperas ecuménicas de la catedral de Ratisbona donde, además de los hermanos y hermanas de la Iglesia católica, me encontré con muchos amigos de la Ortodoxia y del Cristianismo Evangélico. Estábamos todos allí reunidos para rezar los Salmos y escuchar la palabra de Dios, y no es insignificante el hecho de que nos haya sido concedida esta unidad.

El encuentro con la Universidad, como corresponde a ese lugar, estuvo dedicado al diálogo entre la fe y la razón. Con ocasión de mi encuentro con el filósofo Jürgen Habermas, hace algunos años en Munich, él dijo que nos hacían falta pensadores capaces de traducir las convicciones cifradas de la fe cristiana al lenguaje del mundo secularizado para hacerlas así eficaces de nuevo. De hecho resulta cada vez más evidente la gran necesidad que tiene el mundo del diálogo entre la fe y la razón.

Manuel Kant, en su tiempo, consideraba que la esencia de la Ilustración se resumía en la expresión "sapere aude": en la valentía del pensamiento que no permite que ningún prejuicio lo ponga en aprieto. Pues bien, desde entonces la capacidad cognoscitiva del hombre, su dominio sobre la materia mediante la fuerza del pensamiento, ha hecho progresos en aquel tiempo inimaginables. Pero el poder del hombre, que ha aumentado en sus manos gracias a la ciencia, se transforma cada vez más en un peligro que se cierne sobre el hombre mismo y sobre el mundo.

La razón orientada totalmente a enseñorearse del mundo no acepta ya límites. Está a punto de tratar al hombre mismo como simple materia de su producción y de su poder. Nuestro conocimiento aumenta, pero al mismo tiempo se produce una progresiva ceguera de la razón con respecto a sus mismos fundamentos, con respecto a los criterios que le dan orientación y sentido.

La fe en el Dios que es en persona la Razón creadora del universo debe ser acogida por la ciencia de modo nuevo como un desafío y una oportunidad. Recíprocamente, esta fe debe reconocer nuevamente su intrínseca amplitud y su propia racionalidad. La razón necesita el Logos que está en el inicio y es nuestra luz; la fe, por su parte, necesita el coloquio con la razón moderna para darse cuenta de su propia grandeza y corresponder a sus responsabilidades. Esto es lo que traté de poner de relieve en mi lección magistral en Ratisbona. No es una cuestión puramente académica; en ella está en juego el futuro de todos nosotros.

En Ratisbona el diálogo entre las religiones se tocó marginalmente y desde un doble punto de vista. La razón secularizada no es capaz de entrar en un verdadero diálogo con las religiones. Si se cierra ante la cuestión de Dios, esto acabará por llevar al enfrentamiento de las culturas. El otro punto de vista se refería a la afirmación según la cual las religiones deben colaborar en la tarea común de ponerse al servicio de la verdad y, por consiguiente, del hombre.

La visita a Turquía me brindó la ocasión de manifestar también públicamente mi respeto por la religión islámica, un respeto, por lo demás, que el concilio Vaticano II (cf. Nostra aetate, 3) indicó como la actitud que debemos tomar. En este momento quiero expresar una vez más mi gratitud a las autoridades de Turquía y al pueblo turco, que me acogió con una hospitalidad tan grande y me hizo vivir días inolvidables de encuentro.

En el diálogo con el islam, que es preciso intensificar, debemos tener presente que el mundo musulmán se encuentra hoy con gran urgencia ante una tarea muy semejante a la que se impuso a los cristianos desde los tiempos de la Ilustración y que el concilio Vaticano II, como fruto de una larga y ardua búsqueda, llevó a soluciones concretas para la Iglesia católica.

Se trata de la actitud que la comunidad de los fieles debe adoptar ante las convicciones y las exigencias que se afirmaron en la Ilustración. Por una parte, hay que oponerse a una dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad y de los ordenamientos públicos, privando así al hombre de sus criterios específicos de medida. Por otra, es necesario aceptar las verdaderas conquistas de la Ilustración, los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos elementos esenciales también para la autenticidad de la religión.

Del mismo modo que en la comunidad cristiana tuvo lugar una larga búsqueda de la postura correcta de la fe ante esas convicciones —una búsqueda que desde luego nunca concluirá definitivamente—, así también el mundo islámico, con su propia tradición, tiene ante sí la gran tarea de encontrar a este respecto las soluciones adecuadas. En este momento, el contenido del diálogo entre cristianos y musulmanes consistirá sobre todo en encontrarse en este compromiso para hallar las soluciones correctas. Los cristianos nos sentimos solidarios con todos los que, precisamente por su convicción religiosa de musulmanes, se comprometen contra la violencia y en favor de la sinergia entre fe y razón, entre religión y libertad. En este sentido, los dos diálogos de los que he hablado se compenetran mutuamente.

Por último, en Estambul viví una vez más momentos felices de cercanía ecuménica en el encuentro con el Patriarca ecuménico Bartolomé I. Hace algunos días me escribió una carta cuyas palabras de gratitud, que brotaron de lo más íntimo de su corazón, me han hecho de nuevo muy presente la experiencia de comunión de esos días. Experimentamos que somos hermanos no sólo por palabras y acontecimientos históricos, sino desde lo más íntimo del alma; que estamos unidos por la fe común de los Apóstoles, desde dentro de nuestro pensamiento y sentimiento personal.

Experimentamos una unidad profunda en la fe y pediremos al Señor con más insistencia aún que nos conceda pronto también la unidad plena en la común fracción del Pan.

Mi profunda gratitud y mi oración fraterna se dirigen en estos momentos al Patriarca Bartolomé y a sus fieles, así como a las diversas comunidades cristianas con las que me encontré en Estambul. Esperamos y oramos para que la libertad religiosa, que corresponde a la naturaleza íntima de la fe y está reconocida en los principios de la Constitución turca, encuentre en las formas jurídicas adecuadas y en la vida diaria del Patriarcado y de las demás comunidades cristianas una realización práctica cada vez mayor.

"Et erit iste pax": "Él será la paz", dice el profeta Miqueas (Mi 5, 4) refiriéndose al futuro dominador de Israel, cuyo nacimiento en Belén anuncia. A los pastores que apacentaban sus ovejas en los campos cercanos a Belén los ángeles les dijeron: el Esperado ha llegado. "Paz en la tierra a los hombres" (Lc 2, 14). Él mismo, Cristo, el Señor, dijo a sus discípulos: "La paz os dejo, mi paz os doy" (Jn 14, 27). A partir de estas palabras se formó el saludo litúrgico: "La paz esté con vosotros". Esta paz, que se comunica en la liturgia, es Cristo mismo. Él se nos da como la paz, como la reconciliación, superando toda frontera. Donde es acogido, surgen islas de paz.

Los hombres hubiéramos querido que Cristo eliminara de una vez para siempre toda las guerras, destruyera las armas y estableciera la paz universal. Pero debemos aprender que la paz no puede alcanzarse únicamente desde fuera con estructuras y que el intento de establecerla con la violencia sólo lleva a una violencia siempre nueva. Debemos aprender que la paz, como decía el ángel de Belén, implica eudokia, abrir nuestro corazón a Dios. Debemos aprender que la paz sólo puede existir si se supera desde dentro el odio y el egoísmo. El hombre debe renovarse desde su interior; debe renovarse y ser distinto.

Así la paz en este mundo sigue siendo débil y frágil. Y nosotros sufrimos las consecuencias. Precisamente por eso estamos llamados, mucho más aún, a dejar que la paz de Dios penetre en nuestro interior y a llevar su fuerza al mundo. En nuestra vida debe realizarse lo que en el bautismo aconteció sacramentalmente en nosotros: la muerte del hombre viejo y el nacimiento del nuevo. Y seguiremos pidiendo al Señor con gran insistencia: Sacude los corazones. Haznos hombres nuevos. Ayuda para que la razón de la paz triunfe sobre la irracionalidad de la violencia. Haznos portadores de tu paz.

Que nos obtenga esta gracia la Virgen María, a la que os encomiendo a vosotros y vuestro trabajo. A cada uno de vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos renuevo mi más cordial felicitación navideña. Y, como signo de nuestra alegría, mañana será día de vacación en la Curia, para prepararse bien, material y espiritualmente, a la Navidad. A los colaboradores de los diversos dicasterios y oficinas de la Curia romana y de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano les imparto con afecto la bendición apostólica.

¡Feliz Navidad! Os felicito también por el Año nuevo.


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