2006

Ultimo Aggiornamento: 27/05/2013 20:01
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PALABRAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA "FUNDACIÓN PAPAL"

Viernes 5 de mayo de 2006



Queridos amigos en Cristo:

En este tiempo gozoso, en el que damos gracias y alabamos a Dios por la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, me complace saludaros a vosotros, miembros de la "Fundación Papal", con ocasión de vuestra peregrinación anual a Roma. "Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Flp 1, 2).

Nuestra fe pascual nos da la esperanza de que el Señor resucitado transformará verdaderamente el mundo. En su resurrección reconocemos el cumplimiento de la promesa de Dios al pueblo exiliado de Israel: "He aquí que yo abro vuestros sepulcros; os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os llevaré de nuevo al suelo de Israel" (Ez 37, 12). En verdad, Cristo resucitado da una esperanza y una fuerza renovadas a muchas personas de nuestro tiempo que sufren injusticias o privaciones y anhelan vivir con la libertad y la dignidad de los hijos de Dios.

Cristo prometió enviar el Espíritu Santo para encender el corazón de los creyentes, impulsándolos a amar a sus hermanos y hermanas como Cristo los amó y a testimoniar, con su actividad caritativa, el amor del Padre a toda la humanidad (cf. Deus caritas est, 19). El fruto de ese don del Espíritu puede verse claramente en la ayuda que la "Fundación Papal" da en nombre de Cristo a los países en vías de desarrollo, en forma de proyectos de ayuda, subvenciones y becas. Os agradezco sinceramente vuestro apoyo y la ayuda que me dais en el cumplimiento de mi misión de apacentar la grey de Cristo en todo el mundo.

Os aseguro que vuestro amor a la Iglesia y vuestro compromiso en la práctica de la caridad cristiana son profundamente apreciados.

Mientras nos preparamos para celebrar la gran efusión del Espíritu en Pentecostés, os animo a continuar en vuestro generoso compromiso para que la llama del amor divino siga resplandeciendo por doquier en el corazón de los creyentes.

Encomendándoos a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, os imparto de corazón mi bendición apostólica a vosotros y a vuestras familias como prenda de alegría y de paz en el Salvador resucitado.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LOS DIRECTORES NACIONALES
DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS

Lunes 8 de mayo de 2006

.

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos directores nacionales de las Obras misionales pontificias:

Os dirijo mi cordial saludo a cada uno de vosotros. Saludo en particular al señor cardenal Crescenzio Sepe, al que agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y a monseñor Henryk Hoser, presidente de las Obras misionales pontificias. Bienvenidos a este encuentro, que tiene lugar con ocasión de la asamblea general ordinaria anual de vuestro Consejo superior.

Vuestra presencia testimonia el compromiso misionero de la Iglesia en los diferentes continentes, y el carácter "pontificio" que distingue a vuestra asociación subraya el vínculo especial que os une con la Sede de Pedro. Sé que, después de un intenso trabajo de "actualización", habéis concluido la redacción y logrado la aprobación de vuestro nuevo Estatuto. Ojalá que contribuya a abrir más perspectivas aún al trabajo de animación misionera y de ayuda a la Iglesia que estáis llevando a cabo.

En vuestra asamblea general queréis reflexionar sobre el mandato misionero que Jesús encomendó a sus discípulos y que representa una urgencia pastoral experimentada por todas las Iglesias locales, recordando también lo que afirma el concilio Vaticano II, es decir, que la actividad misionera es esencial para la comunidad cristiana. Al ponerse al servicio de la evangelización, las Obras misionales pontificias, desde su fundación en el siglo XIX, han experimentado que la acción misionera consiste en definitiva en comunicar a los hermanos el amor de Dios que se reveló en el designio de la salvación.

En efecto, como escribí en la encíclica Deus caritas est (cf. n. 2), conocer y acoger este Amor salvífico es fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. A través de actos de caridad concreta y generosa, las Obras de la Propagación de la fe, de San Pedro Apóstol y de la Santa Infancia, han difundido el anuncio de la buena nueva y han contribuido a fundar y consolidar las Iglesias en nuevos territorios; la Unión Misional del Clero ha hecho que el clero y los religiosos presten mayor atención a la evangelización. Todo esto ha suscitado en el pueblo cristiano un despertar de fe y de amor, así como un gran entusiasmo misionero.

Queridos amigos de las Obras misionales pontificias, también gracias a la animación misionera que realizáis en las parroquias y en las diócesis, hoy la oración y la ayuda concreta a las misiones se consideran parte integrante de la vida de todo cristiano. Del mismo modo que la Iglesia primitiva enviaba a Jerusalén las "colectas" recogidas en Macedonia y Acaya para los cristianos de aquella Iglesia (cf. Rm 15, 25-27), así hoy los fieles de todas las comunidades se sienten animados por un espíritu de participación y de comunión responsable para apoyar a las tierras de misión en sus necesidades y esto constituye un signo elocuente de la catolicidad de la Iglesia.

Vuestro Estatuto, poniendo de relieve que la misión, obra de Dios en la historia, "no es un mero instrumento, sino un acontecimiento que pone a todos a disposición del Evangelio y del Espíritu" (art. 1), os alienta a trabajar para que crezca en los cristianos la conciencia de que el compromiso misionero los implica en el dinamismo espiritual del bautismo, reuniéndolos en comunión en torno a Cristo para participar en su misión (cf. ib.).

Este intenso movimiento misionero, en el que deben participar las comunidades eclesiales y cada uno de los fieles, se ha desarrollado en estos años con una prometedora cooperación misionera. Vosotros sois un testimonio significativo de esa cooperación, pues ayudáis a alimentar por doquier ese espíritu de misión universal, que ha sido el signo distintivo de vuestro nacimiento como Obras misionales y la fuerza de vuestro desarrollo.

Seguid prestando ese valioso servicio a las comunidades eclesiales, fomentando su cooperación recíproca. La armonía de objetivos y la anhelada unidad de acción evangelizadora crecen en la medida en que toda actividad tiene como punto de referencia a Dios, que es Amor, y al corazón traspasado de Cristo, en el que ese amor se manifiesta en su máximo grado (cf. Deus caritas est, 12). De este modo, cada una de vuestras acciones, queridos amigos, no se reducirá nunca a mera eficiencia organizativa, ni quedará vinculada a intereses particulares de cualquier tipo, sino que siempre será una manifestación del Amor divino. El hecho de que provengáis de diferentes diócesis muestra claramente que las Obras misionales pontificias, "aun siendo las Obras del Papa, lo son también del Episcopado entero y de todo el pueblo de Dios" (Cooperatio missionalis, 4).

Queridos directores nacionales, a vosotros os agradezco en particular todo lo que hacéis para salir al paso de las exigencias de la evangelización. Que vuestro compromiso estimule a todos los que se benefician de vuestra ayuda a acoger el don inestimable de la salvación y a abrir el corazón a Cristo, único Redentor. Con estos sentimientos, invocando la materna asistencia de María, Reina de los Apóstoles, os imparto a vosotros, aquí presentes, y a las Iglesias particulares a las que representáis, una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE CANADÁ
EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 11 de mayo de 2006



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra acogeros a vosotros, pastores de la Iglesia en la región eclesiástica de Quebec, que habéis venido a realizar vuestra visita ad limina y a compartir vuestras preocupaciones y vuestras esperanzas con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores. Nuestro encuentro es una manifestación de la comunión profunda que une a cada una de vuestras diócesis con la Sede de Pedro.
Agradezco a monseñor Gilles Cazabon, presidente de la Asamblea de obispos católicos de Quebec, la presentación del contexto, a veces difícil, en el que lleváis a cabo vuestro ministerio pastoral. A través de vosotros quisiera saludar afectuosamente también a los sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos de vuestras diócesis, apreciando la participación de numerosas personas en la vida de la Iglesia. Que Dios bendiga los generosos esfuerzos realizados para que la buena nueva del Señor resucitado se anuncie a todos.

Con los otros tres grupos de obispos de vuestro país tendré ocasión de proseguir mi reflexión sobre temas significativos para la misión de la Iglesia en la sociedad canadiense, caracterizada por el pluralismo, el subjetivismo y un secularismo creciente.

En el año 2008, cuando Quebec celebre el IV centenario de su fundación, en vuestra región tendrá lugar el Congreso eucarístico internacional. Por tanto, quisiera ante todo invitar a vuestras diócesis a una renovación del sentido y de la práctica de la Eucaristía, a través de un redescubrimiento del lugar esencial que debe tener en la vida de la Iglesia "la Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo". En efecto, en vuestras relaciones quinquenales habéis señalado la notable disminución de la práctica religiosa durante los últimos años, constatando en especial que son pocos los jóvenes que participan en las asambleas eucarísticas. Los fieles deben convencerse del carácter vital de la participación regular en la asamblea dominical, para que su fe pueda crecer y expresarse de modo coherente.

En efecto, la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana, nos une y nos configura con el Hijo de Dios. También construye la Iglesia, la consolida en su unidad de Cuerpo de Cristo; ninguna comunidad cristiana puede edificarse si no tiene su raíz y su centro en la celebración eucarística. A pesar de las dificultades cada vez mayores que afrontáis, como pastores tenéis el deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir el precepto dominical y de invitarlos a participar. Los fieles, congregados en la Iglesia para celebrar la Pascua del Señor, reciben en este sacramento luz y fuerza para vivir plenamente su vocación bautismal. Además, el sentido del sacramento no se agota en el momento de la celebración. "Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria" (Dies Domini, 45). Después de vivir y proclamar la presencia del Resucitado, los fieles se esforzarán por ser evangelizadores y testigos en su vida diaria.

Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes, que hace a veces imposible la celebración de la misa dominical en ciertos lugares, pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. Por tanto, el ministerio del sacerdote no puede encomendarse a otras personas sin perjudicar de hecho la autenticidad del ser mismo de la Iglesia. Además, ¿cómo podrían los jóvenes sentir el deseo de llegar a ser sacerdotes si el papel del ministerio ordenado no está claramente definido y reconocido?

Con todo, es necesario considerar como un signo real de esperanza el anhelo de renovación que sienten los fieles. La Jornada mundial de la juventud de Toronto tuvo un impacto positivo en numerosos jóvenes canadienses. La celebración del Año de la Eucaristía ha permitido un despertar espiritual, sobre todo mediante la práctica de la adoración eucarística. El culto que se rinde a la Eucaristía fuera de la misa, estrechamente unido a la celebración, es también de gran valor para la vida de la Iglesia, pues tiende a la comunión sacramental y espiritual.

Como escribió el Papa Juan Pablo II, "si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración", ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el santísimo Sacramento?" (Ecclesia de Eucharistia, 25). Esta experiencia puede proporcionar fuerza, consuelo y apoyo.

La vida de oración y de contemplación, fundada en el misterio eucarístico, se encuentra también en el corazón de la vocación de las personas consagradas, que han elegido el camino de la sequela Christi para entregarse al Señor con un corazón indiviso, en una relación cada vez más íntima con él. Con su entrega incondicional a la persona de Cristo y a su Iglesia, tienen la misión particular de recordar a todos la vocación universal a la santidad.

Queridos hermanos en el episcopado, la Iglesia está agradecida a los Institutos de vida consagrada de vuestro país por el compromiso apostólico y espiritual de sus miembros. Este compromiso se expresa de muchas maneras, en especial a través de la vida contemplativa, que eleva a Dios una incesante oración de alabanza y de intercesión, o también mediante el servicio generoso de la actividad catequística y caritativa de vuestras diócesis, y mediante la cercanía a las personas más necesitadas de la sociedad, manifestando así la bondad del Señor hacia los pequeños y los pobres.

En este compromiso diario madura la búsqueda de la santidad que las personas consagradas quieren vivir, sobre todo a través de un estilo de vida diferente del que presenta el mundo y de la cultura del entorno. Sin embargo, a través de estos compromisos, es fundamental que, con una vida espiritual intensa, las personas consagradas proclamen que Dios solo basta para dar plenitud a la existencia humana.

Por tanto, para ayudar a las personas consagradas a vivir su vocación específica con auténtica fidelidad a la Iglesia y a su magisterio, os invito a prestar una atención particular a la consolidación de relaciones confiadas con ellas y con sus institutos. La vida consagrada es un don de Dios en beneficio de toda la Iglesia y al servicio de la vida del mundo. Es, pues, necesario que se desarrolle en una sólida comunión eclesial.

Los desafíos que se plantean a la vida consagrada sólo pueden afrontarse manifestando una unidad profunda entre sus miembros y con la totalidad de la Iglesia y de sus pastores. Por consiguiente, invito a las personas consagradas, hombres y mujeres, a aumentar su sentido eclesial y su deseo de trabajar en una relación cada vez más estrecha con los pastores, acogiendo y difundiendo la doctrina de la Iglesia en su integridad y totalidad.

La comunión eclesial, que se funda en la persona misma de Jesucristo, exige también fidelidad a la doctrina de la Iglesia, sobre todo mediante una correcta interpretación del concilio Vaticano II, a saber —como ya dije en otra ocasión—, mediante una ""hermenéutica de la reforma", de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado" (Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 10). En efecto, si leemos y acogemos así el Concilio, "puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia" (ib.).

La renovación de las vocaciones sacerdotales y religiosas debe ser también una preocupación constante de la Iglesia en vuestro país. Una verdadera pastoral vocacional encontrará su fuerza en la existencia de hombres y mujeres movidos por un amor apasionado a Dios y a sus hermanos, con fidelidad a Cristo y a la Iglesia.

No hay que olvidar el lugar esencial de una oración confiada, para crear una nueva sensibilidad en el pueblo cristiano, que permita a los jóvenes responder a las llamadas del Señor. Para vosotros y para toda la comunidad cristiana es un deber primordial transmitir sin temor la llamada del Señor, suscitar vocaciones y acompañar a los jóvenes en el itinerario del discernimiento y del compromiso, con la alegría de entregarse en el celibato.

Con este espíritu, tenéis que estar atentos a la catequesis impartida a los niños y a los jóvenes, para permitirles conocer de verdad el misterio cristiano y acceder a Cristo. A este respecto, por tanto, invito a toda la comunidad católica de Quebec a prestar una atención renovada a su adhesión a la verdad de la enseñanza de la Iglesia por lo que concierne a la teología y a la moral, dos aspectos inseparables del ser cristiano en el mundo. Los fieles no pueden adherirse, sin perder su propia identidad, a las ideologías que se difunden hoy en la sociedad.

Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro deseo animaros vivamente en vuestro ministerio al servicio de la Iglesia en Canadá. Que Cristo resucitado os dé alegría y paz para guiar a los fieles por los caminos de la esperanza, a fin de que sean auténticos testigos del Evangelio en la sociedad canadiense. A todos imparto de todo corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO ORGANIZADO POR EL INSTITUTO
JUAN PABLO II PARA ESTUDIOS
SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

Jueves 11 de mayo de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros en este XXV aniversario de la fundación del Instituto pontificio Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, en la Universidad pontificia Lateranense. Os saludo a todos cordialmente y os agradezco el gran afecto con que me habéis acogido. Doy las gracias de corazón a monseñor Livio Melina por sus amables palabras y también por haber abreviado. Podremos leer luego lo que quería decir, y queda más tiempo para compartir.

Los inicios de vuestro Instituto están relacionados con un acontecimiento muy especial: precisamente el 13 de mayo de 1981, en la plaza de San Pedro, mi querido predecesor Juan Pablo II sufrió el grave atentado, bien conocido, durante la audiencia en la que iba a anunciar la creación de vuestro Instituto. Este hecho tiene una importancia especial en la actual conmemoración, que celebramos poco después del primer aniversario de su muerte. Lo habéis querido destacar mediante la oportuna iniciativa de un congreso dedicado al tema: "La herencia de Juan Pablo II sobre el matrimonio y la familia: amar el amor humano".

Con razón, vosotros sentís esta herencia de manera totalmente especial, pues sois los destinatarios y los continuadores de la visión que constituyó uno de los ejes de su misión y de sus reflexiones: el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia. Esta herencia no es simplemente un conjunto de doctrinas o de ideas; es ante todo una enseñanza dotada de una luminosa unidad sobre el sentido del amor humano y de la vida. La presencia de numerosas familias en esta audiencia —y por tanto no sólo los alumnos actuales y del pasado, sino sobre todo los alumnos del futuro— es un testimonio particularmente elocuente de cómo la enseñanza de esa verdad ha sido acogida y ha dado sus frutos.

La idea de "enseñar a amar" ya acompañó al joven sacerdote Karol Wojtyla y sucesivamente lo entusiasmó cuando, siendo un joven obispo, afrontó los difíciles momentos que siguieron a la publicación de la profética y siempre actual encíclica Humanae vitae de mi predecesor Pablo VI.
Fue en esa circunstancia cuando comprendió la necesidad de emprender un estudio sistemático de esta temática. Esto constituyó el substrato de esa enseñanza, que luego ofreció a toda la Iglesia en sus inolvidables Catequesis sobre el amor humano. Así puso de relieve dos elementos fundamentales que en estos años vosotros habéis tratado de profundizar y que configuran la novedad misma de vuestro Instituto como entidad académica con una misión específica dentro de la Iglesia.

El primer elemento es que el matrimonio y la familia están arraigados en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y su destino. La sagrada Escritura revela que la vocación al amor forma parte de la auténtica imagen de Dios que el Creador quiso imprimir en su criatura, llamándola a hacerse semejante a él precisamente en la medida en la que está abierta al amor. Por tanto, la diferencia sexual que caracteriza el cuerpo del hombre y de la mujer no es un simple dato biológico, sino que reviste un significado mucho más profundo: expresa la forma del amor con la que el hombre y la mujer llegan a ser —como dice la sagrada Escritura— una sola carne, pueden realizar una auténtica comunión de personas abierta a la transmisión de la vida y cooperan de este modo con Dios en la procreación de nuevos seres humanos.

Un segundo elemento caracteriza la novedad de la enseñanza de Juan Pablo II sobre el amor humano: su manera original de leer el plan de Dios precisamente en la convergencia de la revelación divina con la experiencia humana, pues en Cristo, plenitud de la revelación de amor del Padre, se manifiesta también la verdad plena de la vocación del hombre al amor, que sólo puede encontrarse plenamente en la entrega sincera de sí mismo.

En mi reciente encíclica subrayé cómo precisamente mediante el amor se ilumina "la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino" (Deus caritas est, 1). Es decir, Dios se sirvió del camino del amor para revelar el misterio íntimo de su vida trinitaria.
Además, la íntima relación que existe entre la imagen de Dios Amor y el amor humano nos permite comprender que "a la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano" (ib., 11).

Esta indicación queda todavía, en buena parte, por explorar. De este modo se perfila la tarea que el Instituto para estudios sobre el matrimonio y la familia tiene en el conjunto de sus estructuras académicas: iluminar la verdad del amor como camino de plenitud en todas las formas de existencia humana. El gran desafío de la nueva evangelización, que Juan Pablo II propuso con tanto impulso, debe ser sostenido con una reflexión realmente profunda sobre el amor humano, pues precisamente este amor es un camino privilegiado que Dios ha escogido para revelarse a sí mismo al mundo y en este amor lo llama a una comunión en la vida trinitaria.

Este planteamiento también nos permite superar una concepción del amor como algo meramente privado, hoy muy generalizada. El auténtico amor se transforma en una luz que guía toda la vida hacia su plenitud, generando una sociedad donde el hombre pueda vivir. La comunión de vida y de amor, que es el matrimonio, se convierte así en un auténtico bien para la sociedad. Evitar la confusión con otros tipos de uniones basadas en un amor débil constituye hoy algo especialmente urgente. Sólo la roca del amor total e irrevocable entre el hombre y la mujer es capaz de fundamentar la construcción de una sociedad que se convierta en una casa para todos los hombres.

La importancia que el trabajo del Instituto reviste en la misión de la Iglesia explica su configuración propia: de hecho, Juan Pablo II aprobó un solo Instituto con diferentes sedes distribuidas en los cinco continentes, con la finalidad de ofrecer una reflexión que muestre la riqueza de la única verdad en la pluralidad de las culturas. Esta unidad de visión en la investigación y en la enseñanza, a pesar de la diversidad de lugares y sensibilidades, representa un valor que tenéis que conservar, desarrollando las riquezas arraigadas en cada cultura. Esta característica del Instituto se ha demostrado particularmente adecuada para el estudio de una realidad como la del matrimonio y la familia. Vuestro trabajo puede mostrar cómo el don de la creación vivido en las diferentes culturas ha sido elevado a gracia de redención por Cristo.

Para poder cumplir bien vuestra misión como fieles herederos del fundador del Instituto, el querido Juan Pablo II, os invito a contemplar a María santísima, la Madre del Amor Hermoso. El amor redentor del Verbo encarnado debe convertirse para cada matrimonio y en cada familia en "fuente de agua viva en medio de un mundo sediento" (ib., 42). A todos vosotros, queridos profesores, alumnos de hoy y de ayer, a todo el personal, así como a las familias de vuestro Instituto, os expreso mis mejores deseos, que acompaño con una especial bendición apostólica.


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ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL COLEGIO "SANTA MARÍA DEL ÁNIMA"

Viernes 12 de mayo de 2006



Queridos hermanos en el sacerdocio;
estimados alumnos del Ánima;
queridos hermanos y hermanas:

La conmemoración de la erección canónica de Santa María del Ánima, acontecida hace 600 años, os trae hoy a la casa del Papa. Os doy una cordial bienvenida a todos aquí, en el Vaticano, y saludo en particular al rector y a los demás responsables de este Instituto pontificio. Lo que comenzó en 1406 con la bula Piae postulatio de mi predecesor Inocencio VII, ha producido abundantes frutos a lo largo de los siglos: el instituto Santa María del Ánima era y es un hogar para los católicos de lengua alemana en Roma, para quienes visitan la ciudad eterna y, sobre todo, para un gran número de fieles cristianos de lengua alemana que viven y trabajan aquí.
También se llama Ánima el colegio para sacerdotes, cuyos huéspedes completan sus estudios en alguna de las universidades pontificias de la Urbe o están al servicio de la Iglesia universal en la Curia romana. Os saludo cordialmente a todos y os doy las gracias por vuestra fidelidad al Sucesor de Pedro, que queréis confirmar con este encuentro.

Desde el comienzo, el Instituto del Ánima se ha distinguido por dos características: la veneración a María, Madre de Dios, y la particular adhesión a la Santa Sede, de la que depende. El hecho de que vuestro instituto y vuestra comunidad veneren a la santísima Virgen con el singular título de Santa María del Ánima, Madre del Alma, tiene un doble significado: María mantiene su mano protectora sobre las almas de los numerosos peregrinos que recorren el camino de la vida, y ha llegado a ser para Roma una importante estación, en muchos casos decisiva.

Al mismo tiempo, este título de María nos recuerda a los difuntos, a quienes en nuestra lengua llamamos "pobres almas" y cuya memoria nos hace tomar conciencia de que todos vamos a morir y de que tenemos una vocación eterna a una vida en la infinidad de la luz y del amor de Dios. Que María, nuestra Madre celestial, mantenga su mano protectora sobre la vida parroquial de la comunidad y del Instituto del Ánima.

Desde que, en el año 1859, mi predecesor el beato Papa Pío IX encomendó a la fundación del Ánima la dirección de un colegio para sacerdotes, este Instituto desempeña una peculiar función eclesiástica de conexión. Los sacerdotes y también los seminaristas que viven en el Ánima pueden percibir la grandeza y la belleza de la Iglesia universal, su catolicidad, y gustar la romanitas Ecclesiae. Confío en que la dirección de esta institución alemana y a la vez romana transmita a los alumnos y a los huéspedes un amor particular por el Sucesor del apóstol san Pedro y por la Santa Sede.

La comunidad de lengua alemana de Roma tiene su hogar en la iglesia de Santa María del Ánima, que da a los católicos de los países de lengua alemana la posibilidad de orar y cantar en su propia lengua, y de recibir los sacramentos. Invito a los sacerdotes y a todos los responsables a que en la comunidad del Ánima se dé siempre prioridad a la vida sacramental sobre todas las demás actividades. Aquí, donde los católicos de lengua alemana de Roma buscan y encuentran su hogar espiritual, Jesucristo, el Señor de la Iglesia, quiere habitar en su corazón. Si el Señor ocupa el centro de vuestra vida parroquial, llegaréis a ser cada vez más una comunidad apostólica y misionera, que se irradiará a su alrededor y, sobre todo, a los numerosos visitantes de esta iglesia.

Queridos amigos, que la celebración del 600° aniversario de la erección canónica de Santa María del Ánima sea para todos vosotros un fecundo jubileo espiritual. A la vez que os agradezco vuestro afecto, os imparto de corazón a todos, por intercesión de la santísima Virgen y Madre de Dios, María, mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR VALENTIN VASSILEV BOZHILOV
NUEVO EMBAJADOR DE BULGARIA ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 13 de mayo de 2006



Señor embajador:

Me alegra acoger a su excelencia con ocasión de la entrega de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Bulgaria ante la Santa Sede.

A la vez que le agradezco su cordial felicitación con motivo del primer aniversario de mi pontificado, así como el saludo que me ha transmitido de parte de su excelencia el señor Georgi Parvanov, presidente de la República, le ruego que le exprese los cordiales deseos que formulo para su persona y para todo el pueblo búlgaro. Ruego al Señor en particular por las poblaciones damnificadas recientemente por grandes inundaciones, para que recuperen rápidamente condiciones de vida normales y cuenten con la ayuda de toda la comunidad nacional.

Como usted ha recordado, excelencia, el ejemplo de los hermanos san Cirilo y san Metodio, los primeros evangelizadores de su país, sigue siendo un modelo de diálogo entre las culturas. Gracias a su celo apostólico, la buena nueva de Cristo ha llegado a los habitantes de Europa central y oriental en su propia lengua, y una nueva cultura, alimentada por el Evangelio y la tradición cristiana, ha podido nacer y desarrollarse bajo su impulso, a través de la liturgia, el derecho y las instituciones, hasta convertirse en un bien común de los pueblos eslavos.

Estos dos apóstoles, superando las rivalidades y las discordias de la época, nos mostraron los caminos del diálogo y de la unidad que hay que construir siempre, y, por esta razón, se han convertido también ellos en santos patronos de Europa. Cada año, con ocasión de su fiesta, una delegación de su país visita al Obispo de Roma para recordarlos y seguir manteniendo vínculos de fraternidad y de paz, según su ejemplo y tras sus huellas.

Su país, señor embajador, se prepara actualmente para adherirse a la Unión europea. En razón de su historia y su cultura, el pueblo búlgaro, que sigue haciendo fructificar su herencia cristiana, está llamado a desempeñar un papel importante para contribuir a dar nuevamente a nuestro continente el impulso espiritual que muy a menudo le falta.

Pienso, sobre todo, en la situación de la juventud de nuestros países, que testimonia claramente sus nobles aspiraciones durante las grandes asambleas, como las Jornadas mundiales de la juventud, pero que difícilmente encuentra su lugar en nuestras sociedades, centradas demasiado exclusivamente en el consumo de bienes materiales y en la búsqueda a veces individualista del bienestar, mientras que los jóvenes necesitan valores espirituales y morales para fortalecer su personalidad y prepararse a participar en la construcción de la sociedad.

Su país ciertamente dará su contribución original al edificio común, para que no sea sólo un gran mercado de intercambio de bienes materiales cada vez más abundantes, sino que también tenga un alma, una verdadera dimensión espiritual, que refleje la herencia de tantos testigos del pasado y sea un terreno portador de vida y de creatividad, para suscitar al hombre europeo del futuro. Así, las generaciones jóvenes podrán recuperar la confianza en el porvenir y comprometerse sin temor en proyectos a largo plazo, formando nuevas familias, sólidamente edificadas sobre el matrimonio y abiertas a la acogida de los hijos, aprendiendo a ponerse al servicio del bien común de la sociedad mediante la actividad política, económica y social, y esforzándose por practicar la solidaridad con los menos favorecidos así como con los emigrantes que llegan de otros horizontes buscando un refugio o una nueva oportunidad.

En nuestro mundo incierto y agitado, Europa puede llegar a ser testigo y mensajera del diálogo necesario entre las culturas y las religiones. La historia del viejo continente, profundamente marcada por sus divisiones y guerras fratricidas, pero también por sus esfuerzos para superarlas, la invita efectivamente a cumplir esta misión, a fin de responder a las expectativas de tantos hombres y mujeres que aspiran aún, por el bien de los países del mundo, al desarrollo, a la democracia y a la libertad religiosa.

Como usted sabe, la Santa Sede no cesa de actuar para promover, en el lugar que le corresponde, un verdadero diálogo tanto entre las naciones como entre los responsables de las religiones. Ante todo, se trata de frenar la violencia, que se extiende hoy peligrosamente, derribando en especial los muros de la ignorancia y de la desconfianza, que pueden engendrarla. Y, puesto que Europa no puede encerrarse en sí misma, es conveniente asimismo favorecer una mejor distribución de las riquezas del mundo y suscitar un verdadero desarrollo de África, que permita corregir las injusticias del desequilibrio actual entre el Norte y el Sur, factor de tensiones y de amenazas para la paz. No dudo de que su gobierno se esforzará por ser también él mensajero de tolerancia y de respeto mutuo entre las naciones, como usted mismo ha señalado.

Señor embajador, me alegra poder saludar a través de usted a la comunidad católica que vive en Bulgaria, la cual conserva el valioso recuerdo del beato Papa Juan XXIII, que fue delegado apostólico apreciado en su país, y de la memorable visita de mi predecesor el Papa Juan Pablo II.
Conozco el papel importante que desempeña la Iglesia católica en el desarrollo del país, en especial gracias a las obras sociales bajo la guía de la Cáritas, y animo a cada uno a seguir prodigándose activamente al servicio del bien común del país. Invito a los fieles católicos, unidos en torno a sus pastores, a esforzarse por colaborar siempre que sea posible con sus hermanos de la Iglesia ortodoxa búlgara, a cuyos pastores saludo también, para que resplandezca el Evangelio de Dios.
Sepan que pueden contar con el apoyo y la oración del Sucesor de Pedro, para que en el testimonio que dan de Cristo encuentren una alegría y una vitalidad siempre renovadas.

Señor embajador, al comenzar oficialmente su misión ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos para su feliz cumplimiento. Tenga la seguridad de que siempre encontrará en mis colaboradores una acogida atenta y una comprensión cordial.

Sobre su excelencia, sobre su familia, sobre sus colaboradores de la embajada y sobre todo el pueblo búlgaro invoco de corazón la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

Sábado 13 de mayo de 2006

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Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

Es para mí motivo de alegría encontrarme con vosotros al final de la sesión plenaria del Consejo pontificio para la familia, que celebra en estos días su 25° aniversario, pues fue creado por mi venerado predecesor Juan Pablo II el 9 de mayo de 1981. Dirijo a cada uno mi cordial saludo y, en particular, al cardenal Alfonso López Trujillo, a quien doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes.

La familia santuario de la vida

Vuestra reunión os ha permitido examinar los desafíos y los proyectos pastorales relacionados con la familia, considerada con razón como iglesia doméstica y santuario de la vida. Se trata de un campo apostólico amplio, complejo y delicado, al que dedicáis energías y entusiasmo con el objetivo de promover el "evangelio de la familia y de la vida". ¡Cómo no recordar, a este respecto, la visión amplia y clarividente de mis predecesores, especialmente de Juan Pablo II, que promovieron con valentía la causa de la familia, considerándola como una institución decisiva e insustituible para el bien común de los pueblos!

Patrimonio de la humanidad

La familia, fundada en el matrimonio, constituye un "patrimonio de la humanidad", una institución social fundamental; es la célula vital y el pilar de la sociedad y esto afecta tanto a creyentes como a no creyentes. Es una realidad por la que todos los Estados deben tener la máxima consideración, pues, como solía repetir Juan Pablo II, "el futuro de la humanidad se fragua en la familia" (Familiaris consortio, 86). Además, según la visión cristiana, el matrimonio, elevado por Cristo a la altísima dignidad de sacramento, confiere mayor esplendor y profundidad al vínculo conyugal, y compromete con mayor fuerza a los esposos que, bendecidos por el Señor de la alianza, se prometen fidelidad hasta la muerte en el amor abierto a la vida.

Para ellos, el centro y el corazón de la familia es el Señor, que los acompaña en su unión y los sostiene en la misión de educar a sus hijos hacia la edad madura. De este modo, la familia cristiana coopera con Dios no sólo engendrando para la vida natural, sino también cultivando las semillas de la vida divina donada en el bautismo. Estos son los principios, ya conocidos, de la visión cristiana del matrimonio y de la familia. Los recordé una vez más el jueves pasado en mi discurso a los miembros del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia.

En el mundo actual, en el que se están difundiendo algunas concepciones equívocas sobre el hombre, sobre la libertad y sobre el amor humano, no debemos cansarnos nunca de volver a presentar la verdad sobre la familia, tal como ha sido querida por Dios desde la creación. Por desgracia, está aumentando el número de separaciones y divorcios, que rompen la unidad familiar y crean muchos problemas a los hijos, víctimas inocentes de estas situaciones.

En especial la estabilidad de la familia está hoy en peligro. Para salvaguardarla con frecuencia es necesario ir contracorriente con respecto a la cultura dominante, y esto exige paciencia, esfuerzo, sacrificio y búsqueda incesante de comprensión mutua. Pero también hoy los cónyuges pueden superar las dificultades y mantenerse fieles a su vocación, recurriendo a la ayuda de Dios con la oración y participando asiduamente en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. La unidad y la firmeza de las familias ayudan a la sociedad a respirar los auténticos valores humanos y a abrirse al Evangelio. A esto contribuye el apostolado de muchos Movimientos, llamados a actuar en este campo en armonía con las diócesis y las parroquias.

El embrión humano es una persona

Asimismo, hoy un tema muy delicado es el respeto debido al embrión humano, que debería nacer siempre de un acto de amor y ser tratado ya como persona (cf. Evangelium vitae, 60). Los progresos de la ciencia y de la técnica en el ámbito de la bioética se transforman en amenazas cuando el hombre pierde el sentido de sus límites y, en la práctica, pretende sustituir a Dios Creador. La encíclica Humanae vitae reafirma con claridad que la procreación humana debe ser siempre fruto del acto conyugal, con su doble significado de unión y de procreación (cf. n. 12). Lo exige la grandeza del amor conyugal según el proyecto divino, como recordé en la encíclica Deus caritas est: "El "eros", degradado a puro "sexo", se convierte en mercancía, en simple "objeto" que se puede comprar y vender; más aún, el hombre mismo se transforma en mercancía (...). En realidad, nos encontramos ante una degradación del cuerpo humano" (n. 5).

Gracias a Dios, especialmente entre los jóvenes, muchos están redescubriendo el valor de la castidad, que se presenta cada vez más como una garantía segura del amor auténtico. El momento histórico que estamos viviendo exige que las familias cristianas testimonien con valiente coherencia que la procreación es fruto del amor. Ese testimonio estimulará a los políticos y legisladores a salvaguardar los derechos de la familia. Como es sabido, se están acreditando soluciones jurídicas para las así llamadas "uniones de hecho" que, a pesar de rechazar las obligaciones del matrimonio, pretenden gozar de derechos equivalentes. Además, a veces se quiere llegar incluso a una nueva definición del matrimonio para legalizar las uniones homosexuales, atribuyéndoles también el derecho a la adopción de hijos.

El "invierno demográfico"

Amplias áreas del mundo están sufriendo el así llamado "invierno demográfico", con el consiguiente envejecimiento progresivo de la población. En ocasiones, las familias se ven amenazadas por el miedo ante la vida, la paternidad y la maternidad. Es necesario volverles a dar confianza para que puedan seguir cumpliendo su noble misión de procrear en el amor. Doy las gracias a vuestro Consejo pontificio pues, a través de encuentros continentales y nacionales, trata de dialogar con quienes tienen responsabilidades políticas y legislativas en este sentido, y se esfuerza por tejer una amplia red de coloquios con los obispos, ofreciendo a las Iglesias locales cursos abiertos a los responsables de la pastoral.

Aprovecho, además, la ocasión para reiterar la invitación a todas las comunidades diocesanas a participar con sus delegaciones en el V Encuentro mundial de las familias, que se celebrará el próximo mes de julio en Valencia, España, en el que, si Dios quiere, tendré la alegría de participar personalmente.

Gracias, una vez más, por el trabajo que realizáis. Que el Señor siga haciéndolo fecundo. Por esto os aseguro mi recuerdo en la oración. Invocando la maternal protección de María, os imparto a todos mi bendición, que extiendo a las familias, para que sigan construyendo su hogar a ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE ALPINISTAS BÁVAROS

Sábado 13 de mayo de 2006



Eminencia;
señor embajador;
queridos "Gebirgsschützen":

Es para mí un motivo de gran alegría recibiros aquí, en el Vaticano, con ocasión de vuestra peregrinación en honor de la Patrona Bavariae. En particular, le doy las gracias a usted, querido cardenal Wetter, a quien me une un vínculo particular al ser mi sucesor inmediato como arzobispo de Munich y Freising, por las cordiales palabras que me ha dirigido también en nombre de todos los presentes.

Hace 90 años, mi predecesor el Papa Benedicto XV, a petición del último rey de Baviera, Luis III, confirmó con la institución de la memoria litúrgica de la Patrona Bavariae la iniciativa del duque Maximiliano de Baviera que, ya 300 años antes, en 1616, había puesto su ducado bajo la protección de la Virgen María, Madre de Dios. El 14 de mayo de 1916 se celebró su fiesta litúrgica por primera vez en Munich. Fue un importante signo de aliento y de esperanza para un país que, en medio del torbellino de la primera guerra mundial, temía mucho por su valioso patrimonio religioso y cultural. Al mismo tiempo, por decirlo así, fue el coronamiento de doce siglos de devoción mariana en Baviera. En efecto, cuando en el año 724 llegó san Corbiniano, ya había una iglesia dedicada a María, que fue el origen de la actual catedral de Freising.

En la celebración anual de la fiesta en honor de la Patrona Bavariae, que tiene lugar el primer domingo de mayo, vosotros, como "Asociación de las compañías de los cuerpos de alpinistas bávaros de los Gebirsschützen" no sólo os ponéis bajo la protección de la gran Patrona de nuestra patria común, sino también a su servicio. Ahora no tenéis ya el deber, como en los siglos pasados, de defender con las armas el país de enemigos externos; sin embargo, hoy se ciernen nuevas amenazas, tal vez más graves aún, porque a menudo no se les reconoce como tales.

Después de dos guerras mundiales hay muchas personas en cierto modo "desarraigadas", que no han conocido nunca el sentido de la patria y no saben cuánta seguridad interior puede dar al hombre el hecho de tener una patria, porque es mucho más que un mero dato geográfico. Para nosotros significa al mismo tiempo un arraigo en la fe cristiana, que ha modelado profundamente Baviera y toda Europa y da a nuestra vida su verdadero sentido. Esta fe ha encontrado, tanto en nuestros Estados federados como en otras regiones, formas particulares de expresión: el esplendor barroco de nuestras iglesias, las humildes cruces de los caminos en medio de los campos, las solemnes procesiones del Corpus Christi, las pequeñas peregrinaciones a los numerosos santuarios, la gran música sacra, los cantos populares alpinos...

Habéis asumido la tarea de conservar y defender la cultura popular bávara. Con esta finalidad, estáis al servicio de la Patrona Bavariae. El patrimonio cultural que queréis proteger y cuidar no es un fin en sí mismo, sino que pretende mantener al hombre unido a sus raíces y, donde estas ya no están presentes, llevarlo de nuevo, a través de los signos, a los contenidos, es decir, a todo lo que pueda ser un punto de referencia y de orientación para su vida. La cultura popular bávara, mediante sus diversas formas de expresión, hace visible la alegría profunda e indestructible que Jesús quiso darnos cuando dijo: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

Deseo animaros a perseverar firmes en la fidelidad a los valores cristianos, que representan el fundamento de Baviera. Que la santísima Virgen y Madre de Dios, Patrona Bavariae, mantenga siempre su mano protectora sobre todos vosotros. Por su intercesión, os imparto de corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES

Lunes 15 de mayo de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros con ocasión de la sesión plenaria del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Saludo en primer lugar al señor cardenal Renato Raffaele Martino, al que agradezco las palabras con que ha introducido nuestro encuentro. Saludo asimismo al secretario, a los miembros y a los consultores de este Consejo pontificio, de modo especial a los nombrados recientemente, y dirijo a todos un cordial saludo con el deseo de un trabajo proficuo.

El tema elegido para esta sesión —"Migración e itinerancia desde y hacia los países de mayoría islámica"— concierne a una realidad social que resulta cada vez más actual. Por eso, la movilidad relativa a los países musulmanes merece una reflexión específica, no sólo por la relevancia cuantitativa del fenómeno sino sobre todo porque la identidad islámica es característica tanto desde el punto de vista religioso como cultural. La Iglesia católica es cada vez más consciente de que el diálogo interreligioso forma parte de su compromiso al servicio de la humanidad en el mundo contemporáneo. Esta convicción se ha convertido, como suele decirse, en "el pan de cada día", especialmente para quien trabaja en contacto con los emigrantes, con los refugiados y con las diversas clases de personas itinerantes.

Estamos viviendo tiempos en los que los cristianos están llamados a cultivar un estilo de diálogo abierto sobre el problema religioso, sin renunciar a presentar a los interlocutores la propuesta cristiana de un modo coherente con su propia identidad. Además, cada vez se percibe más la importancia de la reciprocidad en el diálogo, reciprocidad que la instrucción Erga migrantes caritas Christi define con razón como un "principio" de gran importancia. Se trata de una "relación basada en el respeto mutuo" y, antes aún, de una "actitud del corazón y del espíritu" (n. 64). Los esfuerzos que se están realizando en numerosas comunidades para entablar con los inmigrantes relaciones de mutuo conocimiento y estima, que son muy útiles para superar prejuicios y mentalidades cerradas, testimonian cuán importante y delicado es este compromiso.

En su acción de acogida y de diálogo con los emigrantes e itinerantes, la comunidad cristiana tiene como punto de referencia constante a Cristo, que ha dejado a sus discípulos, como regla de vida, el mandamiento nuevo del amor. Por su misma naturaleza, el amor cristiano es preveniente. Por eso todo creyente está llamado a abrir sus brazos y su corazón a cualquier persona, sea cual sea el país de donde provenga, dejando que las autoridades responsables de la vida pública establezcan al respecto las leyes que consideren oportunas para una sana convivencia.

Los cristianos, continuamente estimulados a testimoniar el amor que enseñó el Señor Jesús, deben abrir el corazón especialmente a los pequeños y a los pobres, en quienes Cristo mismo está presente de modo singular. Al obrar así, manifiestan el carácter más distintivo y propio de la identidad cristiana: el amor que Cristo vivió y continuamente transmite a la Iglesia mediante el Evangelio y los sacramentos. Obviamente, es de esperar que también los cristianos que emigran a los países de mayoría islámica encuentren allí acogida y respeto de su identidad religiosa.

Queridos hermanos y hermanas, aprovecho de buen grado esta ocasión para agradeceros lo que hacéis por una pastoral orgánica y eficaz en favor de los emigrantes e itinerantes, poniendo al servicio de esta tarea vuestro tiempo, vuestra competencia y vuestra experiencia. A nadie escapa que esta es una vanguardia significativa de la nueva evangelización en el actual mundo globalizado. Os animo a proseguir vuestro trabajo con renovado celo, a la vez que por mi parte os sigo con atención y os acompaño con la oración, para que el Espíritu Santo haga fecundas todas vuestras iniciativas para el bien de la Iglesia y del mundo.

Que vele sobre vosotros María santísima, que vivió su fe como peregrinación en las diversas circunstancias de su existencia terrena. Que la Virgen santísima ayude a todo hombre y a toda mujer a conocer a su Hijo Jesús y a recibir de él el don de la salvación. Con este deseo, os imparto mi bendición a todos vosotros y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS EMBAJADORES DE CHAD, INDIA, CABO VERDE,
MOLDAVIA Y AUSTRALIA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 18 de mayo de 2006



Excelencias:

Con alegría os doy la bienvenida con motivo de la presentación de las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros países: Chad, India, Cabo Verde, Moldavia y Australia. Os doy las gracias por haberme transmitido las cordiales palabras de vuestros jefes de Estado, y os pido que les transmitáis mi saludo y mis mejores deseos para sus personas y para su elevada misión al servicio de sus países. A través de vosotros quiero saludar a las autoridades civiles y religiosas de vuestras naciones, así como a todos vuestros compatriotas, pensando de modo particular en las comunidades católicas.

Pertenecéis a la gran familia de diplomáticos que, en todo el mundo, se esfuerzan por tender puentes entre los países, con el objetivo de instaurar y consolidar la paz y fortalecer las relaciones entre los pueblos, tanto en el ámbito de la solidaridad fraterna como en el de los intercambios económicos y culturales con vistas al bienestar de todas las poblaciones del mundo. Esto supone, tanto por vuestra parte como por parte de las autoridades legítimas de los diferentes países del mundo y de las diversas instancias internacionales, una firme voluntad, así como amplitud de miras para no reducir las decisiones que hay que tomar a una respuesta a las urgencias del momento.

En efecto, no basta optar por la paz o por la colaboración entre las naciones para lograr estos objetivos. Hace falta, además, que cada uno se comprometa concretamente, aceptando no buscar únicamente los intereses de los más cercanos o de una clase particular de la sociedad, en detrimento del interés general, sino buscando ante todo el bien común de las poblaciones y de toda la humanidad. En la era de la globalización es importante que la gestión de la vida política no se rija de manera preponderante o únicamente por consideraciones de orden económico, por la búsqueda de una rentabilidad creciente, por una utilización desconsiderada de los recursos del planeta en detrimento de las poblaciones, en especial de las más desfavorecidas, corriendo el riesgo de hipotecar a largo plazo el futuro del mundo.

Asimismo, la paz se arraiga en el respeto de la libertad religiosa, que es un aspecto fundamental y primordial de la libertad de conciencia de las personas y de la libertad de los pueblos. Es importante que, en todo el mundo, cada persona pueda adherirse a la religión que quiera y practicarla libremente y sin miedo, pues nadie puede fundamentar su existencia únicamente en la búsqueda de un bienestar material. Aceptar esa dimensión personal y colectiva tendrá, sin duda alguna, efectos benéficos sobre la vida social, pues amar al Todopoderoso y acogerlo invita a todos a ponerse al servicio de sus hermanos y a construir la paz.

Así pues, aliento a los responsables de las naciones y a todos los hombres de buena voluntad a comprometerse cada vez con mayor decisión en la construcción de un mundo libre, fraterno y solidario, en el que la atención hacia las personas tenga prioridad sobre los meros aspectos económicos. Tenemos el deber de reconocer que somos responsables los unos de los otros, y de la marcha de todo el mundo, pues nadie puede responder, como Caín, a la pregunta de Dios en el libro del Génesis: "¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?".

Al comenzar vuestra misión ante la Santa Sede, permitidme, señores embajadores, expresaros mis mejores deseos. Pido al Todopoderoso que os llene de bendiciones divinas a vosotros, a vuestros seres queridos, a vuestros colaboradores y a todos los habitantes de vuestros países.


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Al nuovo Ambasciatore del Ciad presso la Santa Sede (18 maggio 2006)

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Al nuovo Ambasciatore della Repubblica dell'India presso la Santa Sede (18 maggio 2006)

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Al nuovo Ambasciatore di Capo Verde presso la Santa Sede (18 maggio 2006)

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Al nuovo Ambasciatore della Repubblica di Moldova presso la Santa Sede (18 maggio 2006)

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Al nuovo Ambasciatore d'Australia presso la Santa Sede (18 maggio 2006)

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[Modificato da Paparatzifan 21/05/2013 21:05]
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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Jueves 18 de mayo de 2006



Queridos hermanos obispos italianos:

Me alegra verdaderamente encontrarme esta mañana con todos vosotros, reunidos en vuestra asamblea general. Saludo a vuestro presidente, el cardenal Camillo Ruini, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido interpretando los sentimientos comunes. Saludo a los tres vicepresidentes, al secretario general y a cada uno de vosotros, y os expreso el afecto de mi corazón y la alegría de nuestra comunión recíproca.

Vuestra asamblea trata principalmente acerca de la vida y el ministerio de los sacerdotes, desde la perspectiva de una Iglesia que quiere orientarse cada vez más hacia su fundamental misión evangelizadora. Así continuáis la obra iniciada en la asamblea de noviembre del año pasado en Asís, durante la cual centrasteis vuestra atención en los seminarios y en la formación para el ministerio presbiteral.

En realidad, para nosotros, los obispos, es una tarea esencial estar constantemente cerca de nuestros sacerdotes que, por el sacramento del Orden, participan en el ministerio apostólico que el Señor nos ha encomendado. Es preciso ante todo realizar una atenta selección de los candidatos al sacerdocio, verificando su predisposición personal a asumir los compromisos relacionados con el futuro ministerio; luego, cultivar su formación, no sólo durante los años de seminario, sino también en las fases sucesivas de su vida; preocuparse por su bienestar material y espiritual; ejercer nuestra paternidad hacia ellos con corazón fraterno; y no dejarlos jamás solos en los compromisos del ministerio, en la enfermedad y en la ancianidad, así como en las inevitables pruebas de la vida.

Queridos hermanos en el episcopado, cuanto más cerca estemos de nuestros sacerdotes, tanto más tendrán afecto y confianza en nosotros, disculparán nuestros límites personales, acogerán nuestra palabra y se sentirán solidarios con nosotros en las alegrías y en las dificultades del ministerio.
Unión íntima con Cristo e identificación con él

En el centro de nuestra relación con los sacerdotes, así como de nuestra vida y de la suya, está con toda evidencia la relación con Cristo, la unión íntima con él, la participación en la misión que él recibió del Padre. El misterio de nuestro sacerdocio consiste en la identificación con él, en virtud de la cual nosotros, débiles y pobres seres humanos, por el sacramento del Orden podemos hablar y actuar in persona Christi capitis.

Todo el camino de nuestra vida de sacerdotes sólo puede orientarse a esta meta: configurarnos en la realidad de la existencia y en los comportamientos diarios con el don y el misterio que hemos recibido. En este camino deben guiarnos y confortarnos las palabras de Jesús: "No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). El Señor se pone en nuestras manos, nos transmite su misterio más profundo y personal; quiere que participemos de su poder de salvación. Pero, como es evidente, esto requiere que nosotros, por nuestra parte, seamos de verdad amigos del Señor, que nuestros sentimientos se conformen a sus sentimientos, nuestra voluntad a su voluntad (cf. Flp 2, 5), y este es un camino de cada día.

El horizonte de la amistad en la que Jesús nos introduce es la humanidad entera, pues quiere ser para todos el buen Pastor que da su vida (cf. Jn 10, 11), y lo subraya con fuerza en el discurso del buen pastor que vino para reunir a todos, no sólo al pueblo elegido, sino a todos los hijos de Dios dispersos. Por eso, también nuestra solicitud pastoral no puede menos de ser universal.
Ciertamente, debemos preocuparnos ante todo por quienes, como nosotros, creen y viven con la Iglesia —es muy importante, aun en esta dimensión de universalidad, que veamos ante todo a los fieles que viven cada día su ser Iglesia con humildad y amor— y, sin embargo, no debemos cansarnos de salir, como nos pide el Señor, "a los caminos y cercas" (Lc 14, 13), para invitar al banquete que Dios ha preparado también a los que hasta ahora no lo han conocido, o quizá han preferido ignorarlo.

Queridos hermanos obispos italianos, me uno a vosotros para agradecer a nuestros sacerdotes su entrega continua y a menudo oculta, y para pedirles, con corazón fraterno, que se fíen siempre del Señor y caminen con generosidad y valentía por la senda que conduce a la santidad, confortándonos y sosteniéndonos también a nosotros, los obispos, en el mismo camino.

En esta asamblea también os habéis ocupado de la ya próxima Asamblea eclesial nacional, que se celebrará en Verona y en la que también yo, si Dios quiere, tendré la alegría de intervenir. Esa Asamblea, que tiene por tema "Testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo", será un gran momento de comunión para todos los componentes de la Iglesia en Italia. Será posible hacer un balance del camino recorrido durante los últimos años y sobre todo mirar adelante, para afrontar juntos la tarea fundamental de mantener siempre viva la gran tradición cristiana, que es la principal riqueza de Italia.

Con este fin es particularmente acertada la decisión de poner en el centro de la Asamblea a Jesús resucitado, fuente de esperanza para todos: en efecto, a partir de Cristo y solamente a partir de él, de su victoria sobre el pecado y la muerte, es posible responder a la necesidad fundamental del hombre, que es necesidad de Dios, no de un Dios lejano y genérico, sino del Dios que en Jesucristo se manifestó como el amor que salva. Y también es posible proyectar una luz nueva y liberadora sobre los grandes problemas del tiempo actual. Pero esta prioridad de Dios —ante todo, tenemos necesidad de Dios— es de gran importancia.

Así pues, en Verona será preciso centrarse en primer lugar en Cristo, porque en Cristo Dios es concreto, está presente, se muestra; por tanto, centrarse en la misión prioritaria de la Iglesia de vivir en su presencia y de hacer visible al máximo para todos esta misma presencia. Precisamente sobre estas bases examinaréis los diversos ámbitos de la existencia diaria, dentro de los cuales el testimonio de los creyentes debe hacer operante la esperanza que viene de Cristo resucitado: en concreto, la vida afectiva y la familia, el trabajo y la fiesta, la enfermedad y las diferentes formas de pobreza, la educación, la cultura y las comunicaciones sociales, las responsabilidades civiles y políticas.

En efecto, no hay ninguna dimensión del hombre que sea ajena a Cristo. Vuestra atención, queridos hermanos en el episcopado, también en la asamblea actual, se dirige de modo particular a los jóvenes. Me complace recordar con vosotros la experiencia de agosto del año pasado, en Colonia, cuando los jóvenes italianos, acompañados por muchos de vosotros y de vuestros sacerdotes, participaron en grandísimo número e intensamente en la Jornada mundial de la juventud. Ahora se trata de iniciar un itinerario que conducirá a la cita de 2008 en Sydney, expresando el entusiasmo y el deseo de participación de los jóvenes. Así, podrán comprender cada vez mejor que la Iglesia es la gran familia en la que, viviendo la amistad de Cristo, llegamos a ser de verdad libres y amigos entre nosotros, superando las divisiones y las barreras que apagan la esperanza.

Por último, deseo compartir con vosotros la solicitud que os anima con respecto al bien de Italia. Como afirmé en la encíclica Deus caritas est (nn. 28-29), la Iglesia es muy consciente de que "es propia de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios" (cf. Mt 22, 21), es decir, entre el Estado y la Iglesia, o sea, la autonomía de las realidades temporales, como subrayó el concilio Vaticano II en la Gaudium et spes.

La Iglesia no sólo reconoce y respeta esta distinción y autonomía, sino que también se alegra de ella, porque constituyen un gran progreso de la humanidad y una condición fundamental para su misma libertad y el cumplimiento de su misión universal de salvación entre todos los pueblos. Al mismo tiempo, y precisamente en virtud de esa misma misión de salvación, la Iglesia no puede faltar a su deber de purificar la razón mediante la propuesta de su doctrina social, argumentada "a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano", y de despertar las fuerzas morales y espirituales, abriendo la voluntad a las auténticas exigencias del bien.

Por su parte, una sana laicidad del Estado implica sin duda que las realidades temporales se rijan según sus normas propias, a las cuales, sin embargo, pertenecen también las instancias éticas que encuentran su fundamento en la esencia misma del hombre y, por tanto, remiten en definitiva al Creador. Por consiguiente, en las circunstancias actuales, recordando el valor que tienen para la vida, no sólo privada sino también y sobre todo pública, algunos principios éticos fundamentales, arraigados en la gran herencia cristiana de Europa, y en particular de Italia, no cometemos ninguna violación de la laicidad del Estado, sino que más bien contribuimos a garantizar y promover la dignidad de la persona y el bien común de la sociedad.

Amadísimos obispos italianos, tenemos la obligación de dar un claro testimonio sobre estos valores a todos nuestros hermanos en la humanidad: con él no les imponemos cargas inútiles, sino que les ayudamos a avanzar por el camino de la vida y de la auténtica libertad. Os aseguro mi oración diaria por vosotros, por vuestras Iglesias y por toda la amada nación italiana, y os imparto con gran afecto la bendición apostólica a cada uno de vosotros, a vuestros sacerdotes y a cada familia italiana, especialmente a quienes más sufren y sienten con mayor fuerza la necesidad de la ayuda de Dios.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO ORGANIZADO POR LA FUNDACIÓN
"CENTESIMUS ANNUS, PRO PONTIFICE"

Viernes 19 de mayo



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra poder reunirme con vosotros por primera vez y os saludo cordialmente a todos. Saludo en particular al señor cardenal Attilio Nicora, presidente de la Administración del patrimonio de la Sede apostólica, así como al presidente de la Fundación, conde Lorenzo Rossi di Montelera, a quien le doy las gracias por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo a los obispos presentes y a los sacerdotes, vuestros asistentes espirituales. A cada uno de vosotros os expreso aprecio y gratitud por el servicio que prestáis al Sucesor de Pedro y por la generosidad con la que sostenéis su actividad apostólica.

El nombre mismo de vuestra fundación indica con claridad las apreciables finalidades que perseguís. "Centesimus Annus" hace referencia a la última gran encíclica social de Juan Pablo II, con la que el inolvidable Pontífice, resumiendo cien años de magisterio en este campo, proyectó hacia el futuro a la Iglesia, impulsando su confrontación con las "res novae" del tercer milenio. "Centesimus Annus" expresa también vuestro compromiso de colaborar para que en las diferentes áreas culturales del mundo contemporáneo la doctrina social desempeñe de manera clara su tarea en favor de la difusión del Evangelio.

El hecho de definirse "Pro Pontifice" subraya, a su vez, vuestra intención de cultivar una cercanía especial al ministerio pastoral del Obispo de Roma, comprometiéndoos a contribuir, según vuestras fuerzas, a sostener los instrumentos concretos que él necesita para animar y alentar la presencia de la Iglesia en todo el mundo. Habéis comenzado vuestra actividad en un ámbito sobre todo italiano; ahora veo con alegría que la estáis desarrollando progresivamente en otras áreas de Europa y de América. La naturaleza de la Fundación vaticana os capacita y os orienta hacia estos grandes horizontes.

Vuestro congreso sobre "Democracia, instituciones y justicia social" afronta problemas de gran actualidad. A veces se lamenta la lentitud con que se abre camino una auténtica democracia y, sin embargo, sigue siendo el instrumento histórico más valioso, si se utiliza bien, para disponer responsablemente del propio futuro de un modo digno del hombre. Con razón, habéis señalado dos puntos críticos en el camino hacia un ordenamiento más maduro de la convivencia humana. Se requieren, en primer lugar, instituciones apropiadas, creíbles y autorizadas, que no estén orientadas a la mera gestión del poder público, sino que sean capaces de promover niveles articulados de participación popular, respetando las tradiciones de cada nación y con la constante preocupación de conservar su identidad.

Del mismo modo, urge un esfuerzo tenaz, duradero y compartido para promover la justicia social. La democracia sólo alcanzará su plena realización cuando cada persona y cada pueblo pueda acceder a los bienes primarios: vida, comida, agua, salud, educación, trabajo, certeza de los derechos, a través de un ordenamiento de las relaciones internas e internacionales que asegure a cada uno la posibilidad de participar de ellos. Y sólo podrá haber auténtica justicia social en una perspectiva de solidaridad genuina, que comprometa a vivir y a trabajar siempre los unos por los otros, y nunca los unos contra o en perjuicio de los otros. El gran desafío de los cristianos laicos en el actual contexto mundial consiste en hacer que todo esto se convierta en una realidad concreta.

Queridos amigos, a través de la fundación "Centesimus Annus" contribuís, juntamente con otras beneméritas asociaciones, a hacer que crezca el conocimiento de la doctrina social con la que la Iglesia, como escribí en la encíclica Deus caritas est, pretende "contribuir a la purificación de la razón y a reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas ni estas pueden ser operativas a largo plazo" (n. 29). Que cada uno de vosotros, en cuanto fiel laico, haga suyo "el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad", porque "la caridad debe animar toda la existencia de los fieles laicos y, por tanto, también su actividad política, vivida como "caridad social"" (ib.).

Así pues, ojalá que este encuentro os confirme en este generoso compromiso. Al regresar a vuestras responsabilidades diarias, sentíos cada vez más unidos en el vínculo de la comunión católica y vivid con pasión los compromisos que habéis asumido. Os doy las gracias también por el donativo que vuestro presidente me ha entregado para sostener las obras de mi ministerio pastoral. Y, a la vez que invoco sobre vosotros y sobre vuestras familias la maternal protección de María, os bendigo a todos de corazón.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR FRANCISCO VÁZQUEZ VÁZQUEZ
NUEVO EMBAJADOR DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 20 de mayo de 2006



Señor Embajador:

1. Me es grato recibir las cartas que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de España ante la Santa Sede, y le agradezco cordialmente las palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como los apreciados saludos de parte de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I, de la Familia Real, de su Gobierno y de la Nación española. Le ruego que les trasmita mis mejores deseos de prosperidad y de bien espiritual para ellos y todos los españoles, a los que tengo muy presentes en mis plegarias.

He tenido ocasión de visitar varias veces su país, del cual guardo un recuerdo muy grato, tanto por la amabilidad de las personas con quienes me he encontrado, como por la abundancia y alto valor de la numerosas obras de arte y expresiones culturales diseminadas por su geografía. Es un patrimonio envidiable, que denota una brillante historia, imbuida profundamente de valores cristianos y enriquecida también por la vida de eximios testigos del Evangelio, dentro y fuera de sus fronteras. Este patrimonio comprende obras en las que sus creadores han plasmado sus ideales y su fe. Si esto se ignorara o acallara, perdería buena parte de su atractivo y significado, pero seguirían siendo, por decirlo así, «piedras que hablan».

2. Las multiseculares relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede, como Vuestra Excelencia ha indicado, reflejan el vínculo constante del pueblo español con la fe católica. La gran vitalidad que la Iglesia ha tenido y tiene en su país es como una invitación especial a reforzar dichas relaciones y fomentar la colaboración estrecha entre ella y las instituciones públicas, de manera respetuosa y leal, desde las respectivas competencias y autonomía, con el fin de lograr el bien integral de las personas que, siendo ciudadanos de su patria, son también en gran medida hijos muy queridos de la Iglesia. Un camino importante para esta cooperación está trazado por los Acuerdos suscritos entre el Estado Español y la Santa Sede para garantizar a la Iglesia Católica «el libre y público ejercicio de las actividades que le son propias y en especial las de culto, jurisdicción y magisterio» (art. I del primer Acuerdo, 3 de enero de 1979).

En efecto, como usted sabe, Señor Embajador, la Iglesia impulsa a los creyentes a que amen la justicia y participen honestamente en la vida pública o profesional con sentido de respeto y solidaridad, para «promover orgánica e institucionalmente el bien común» (Encíclica Deus caritas est, 29). También está comprometida en la promoción y defensa de los derechos humanos, por la alta consideración que tiene de la dignidad de la persona en su integridad, en cualquier lugar o situación en que se encuentre. Pone todo su empeño, con los medios que le son propios, en que ninguno de esos derechos sea violado o excluido, tanto por parte de los individuos como de las instituciones.

Por eso, la Iglesia proclama sin reservas el derecho primordial a la vida, desde su concepción hasta su ocaso natural, el derecho a nacer, a formar y vivir en familia, sin que ésta se vea suplantada u ofuscada por otras formas o instituciones diversas. A este respecto, el Encuentro Mundial de las Familias, que tendrá lugar próximamente en territorio español, en Valencia, y que espero con ilusión, me dará oportunidad de celebrar la belleza y la fecundidad de la familia fundada en el matrimonio, su altísima vocación y su imprescindible valor social.

3. La Iglesia insiste también en el derecho inalienable de las personas a profesar sin obstáculos, tanto pública como privadamente, la propia fe religiosa, así como el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación acorde con sus propios valores y creencias, sin discriminación o exclusión explícita o encubierta. A este propósito, es para mí un motivo de satisfacción constatar la gran demanda de la enseñanza de la religión católica en las escuelas públicas españolas, lo cual significa que la población reconoce la importancia de dicha asignatura para el crecimiento y formación personal y cultural de los jóvenes. Esta importancia para el desarrollo de la personalidad del alumno es el principio básico del Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre la enseñanza y asuntos culturales, en el cual se establece que la enseñanza de la religión católica se impartirá «en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales» (art. 2).

Dentro de su misión evangelizadora, la Iglesia tiene también como tarea propia la acción caritativa, la atención a cualquier necesitado que espera una mano amiga, fraterna y desinteresada que alivie su situación. En la España de hoy, como en su larga historia, este aspecto se manifiesta particularmente fecundo por sus numerosas obras asistenciales, en todos los campos y con gran amplitud de miras. Y, puesto que esta labor no se inspira en estrategias políticas o ideológicas (cf. Encíclica Deus caritas est, 31,b; 33), encuentra en su camino personas e instituciones de cualquier procedencia, sensibles también al deber de socorrer al desvalido, quienquiera que sea. Basándose en este «deber de humanidad», la colaboración en el campo de la asistencia y ayuda humanitaria ha conseguido muchos logros, y es de esperar que se fomente cada vez más.

4. Señor Embajador, al concluir este encuentro, le reitero mis mejores deseos en el desempeño de la alta misión que se le ha encomendado, para que las relaciones entre España y la Santa Sede se refuercen y progresen, reflejando el respeto y el entrañable afecto de tantos españoles por el Papa.
También espero que su estancia en Roma sea fecunda en experiencias humanas, culturales y cristianas, y usted y su distinguida familia se sientan como en su casa, aunque sin olvidar las hermosas tierras del extremo occidental de Europa, de donde provienen, y en las que arraigó muy pronto el Evangelio, cuya difusión después, bajo el patrocinio del apóstol Santiago, contribuyó a promover y mantener vivas las raíces cristianas de Europa.

Le ruego que se haga intérprete de mis sentimientos a Sus Majestades los Reyes de España y a las Autoridades de tan noble nación, a la vez que invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre usted, sus seres queridos y colaboradores de esa Representación diplomática.


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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale del Canada Atlantico in occasione della visita "ad Limina Apostolorum" (20 maggio 2006)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS SUPERIORAS Y SUPERIORES GENERALES
DE LAS CONGREGACIONES E INSTITUTOS SECULARES

Lunes 22 de mayo de 2006



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

Es para mí una gran alegría encontrarme con vosotros, superiores y superioras generales, representantes y responsables de la vida consagrada. A todos dirijo mi cordial saludo. Con afecto fraterno saludo, en particular, al señor cardenal Franc Rodé, y le doy las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos, juntamente con otros representantes vuestros. Saludo al secretario y a los colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, agradeciéndoles el servicio que este dicasterio presta a la Iglesia en un campo tan importante como es el de la vida consagrada.

Mi pensamiento se dirige, en este momento, con viva gratitud a todos los religiosos y religiosas, los consagrados y consagradas, y los miembros de las sociedades de vida apostólica, que difunden en la Iglesia y en el mundo el bonus odor Christi (cf. 2 Co 2, 15). A vosotros, superioras y superiores mayores, os pido que transmitáis una palabra de especial solicitud a los que atraviesan dificultades, a los ancianos y a los enfermos, a los que están pasando momentos de crisis y de soledad, a los que sufren y se sienten confundidos, así como a los jóvenes y a las jóvenes, que también hoy llaman a la puerta de vuestras casas para pedir que se les permita entregarse a Jesucristo con el radicalismo del Evangelio.

Deseo que este momento de encuentro y de comunión profunda con el Papa os sirva a cada uno de vosotros de estímulo y consuelo en el cumplimiento de un compromiso siempre exigente y que a veces encuentra oposición. El servicio de autoridad exige una presencia constante, capaz de animar y de proponer, de recordar la razón de ser de la vida consagrada, de ayudar a las personas encomendadas a vosotros a corresponder con una fidelidad siempre renovada a la llamada del Espíritu.

Vuestro compromiso con frecuencia va acompañado de la cruz y a veces también de una soledad que requiere un profundo sentido de responsabilidad, una generosidad sin desfallecimientos y un constante olvido de vosotros mismos. Estáis llamados a sostener y guiar a vuestros hermanos y hermanas en una época difícil, marcada por múltiples insidias.

Los consagrados y las consagradas hoy tienen la tarea de ser testigos de la transfigurante presencia de Dios en un mundo cada vez más desorientado y confuso, un mundo en el que colores difuminados han sustituido a los colores claros y nítidos. Ser capaces de ver nuestro tiempo con la mirada de la fe significa poder mirar al hombre, el mundo y la historia a la luz de Cristo crucificado y resucitado, la única estrella capaz de orientar "al hombre que avanza entre los condicionamientos de la mentalidad inmanentista y las estrecheces de una lógica tecnocrática" (Fides et ratio, 15).

En los últimos años se ha comprendido la vida consagrada con un espíritu más evangélico, más eclesial y más apostólico; pero no podemos ignorar que algunas opciones concretas no han presentado al mundo el rostro auténtico y vivificante de Cristo. De hecho, la cultura secularizada ha penetrado en la mente y en el corazón de no pocos consagrados, que la entienden como una forma de acceso a la modernidad y una modalidad de acercamiento al mundo contemporáneo. La consecuencia es que, juntamente con un indudable impulso generoso, capaz de testimonio y de entrega total, la vida consagrada experimenta hoy la insidia de la mediocridad, del aburguesamiento y de la mentalidad consumista.

En el evangelio, Jesús nos advirtió que existen dos caminos: uno es el camino estrecho, que lleva a la vida; y otro es el camino ancho que lleva a la perdición (cf. Mt 7, 13-14). La verdadera alternativa es, y será siempre, la aceptación del Dios vivo mediante el servicio obediente por fe, o el rechazo de Dios.

Así pues, una condición previa al seguimiento de Cristo es la renuncia, el desprendimiento de todo lo que no es él. El Señor quiere hombres y mujeres libres, no vinculados, capaces de abandonarlo todo para seguirlo y encontrar sólo en él su propio todo. Hacen falta opciones valientes, tanto a nivel personal como comunitario, que impriman una nueva disciplina en la vida de las personas consagradas y las lleven a redescubrir la dimensión totalizante de la sequela Christi.

Pertenecer al Señor significa estar inflamados por su amor incandescente, ser transformados por el esplendor de su belleza: le entregamos a él nuestra pequeñez como sacrificio de suave olor, para que se convierta en testimonio de la grandeza de su presencia para nuestro tiempo, que tanta necesidad tiene de ser embriagado por la riqueza de su gracia.

Pertenecer al Señor: esta es la misión de los hombres y mujeres que han elegido seguir a Cristo casto, pobre y obediente, para que el mundo crea y sea salvado. Ser totalmente de Cristo para transformarse en una permanente confesión de fe, en una inequívoca proclamación de la verdad que hace libres ante la seducción de los falsos ídolos que han encandilado al mundo. Ser de Cristo significa mantener siempre ardiendo en el corazón una llama viva de amor, alimentada continuamente con la riqueza de la fe, no sólo cuando conlleva la alegría interior, sino también cuando va unida a las dificultades, a la aridez, al sufrimiento.

El alimento de la vida interior es la oración, íntimo coloquio del alma consagrada con su Esposo divino. Un alimento aún más rico es la participación diaria en el misterio inefable de la divina Eucaristía, en la que Cristo resucitado se hace constantemente presente en la realidad de su carne.

Para pertenecer totalmente al Señor, las personas consagradas abrazan un estilo de vida casto. La virginidad consagrada no se puede insertar en el marco de la lógica de este mundo; es la más "irracional" de las paradojas cristianas y no a todos les es concedido entenderla y vivirla (cf. Mt 19, 11-12). Vivir una vida casta significa también renunciar a la necesidad de aparecer, asumir un estilo de vida sobrio y modesto. Los religiosos y las religiosas están llamados a demostrarlo también con la elección del vestido, un vestido sencillo, que sea signo de la pobreza vivida en unión con Aquel que siendo rico se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9). Así, y sólo así, se puede seguir sin reservas a Cristo crucificado y pobre, sumergiéndose en su misterio y haciendo propias sus opciones de humildad, pobreza y mansedumbre.

La última reunión plenaria de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica tuvo como tema: "El servicio de autoridad". Queridos superiores y superioras generales, es una ocasión para profundizar la reflexión sobre un ejercicio de la autoridad y de la obediencia que esté siempre inspirado en el Evangelio. El yugo de quienes están llamados a desempeñar la delicada tarea de superior o superiora, en todos los niveles, será tanto más suave cuanto más sepan redescubrir las personas consagradas el valor de la obediencia profesada, que tiene como modelo la de Abraham, nuestro padre en la fe, y más aún la de Cristo. Es preciso evitar el voluntarismo y el espontaneísmo, para abrazar la lógica de la cruz.

En conclusión, los consagrados y las consagradas están llamados a ser en el mundo signo creíble y luminoso del Evangelio y de sus paradojas, sin acomodarse a la mentalidad de este mundo, sino transformándose y renovando continuamente su propio compromiso, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, grato a él y perfecto (cf. Rm 12, 2). Esto es precisamente lo que os deseo, queridos hermanos y hermanas; un deseo sobre el que invoco la maternal intercesión de la Virgen María, modelo insuperable de toda vida consagrada.

Con estos sentimientos, os imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a todos los que forman parte de vuestras múltiples familias espirituales.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL REZO DEL SANTO ROSARIO
EN LA GRUTA DE LOURDES DE LOS JARDINES VATICANOS

Miércoles 31 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra unirme a vosotros al final de este sugestivo encuentro de oración mariana. Así, ante la gruta de Lourdes que se encuentra en los jardines vaticanos, concluimos el mes de mayo, caracterizado este año por la acogida de la imagen de la Virgen de Fátima en la plaza de San Pedro, con motivo del 25° aniversario del atentado contra el amado Juan Pablo II, y marcado también por el viaje apostólico que el Señor me permitió realizar a Polonia, donde pude visitar los lugares queridos por mi gran predecesor.

De esta peregrinación, de la que hablé esta mañana durante la audiencia general, me vuelve ahora a la mente, en particular, la visita al santuario de Jasna Góra, en Czestochowa, donde comprendí más profundamente cómo nuestra Abogada celestial acompaña el camino de sus hijos y no deja de escuchar las súplicas que se le dirigen con humildad y confianza. Deseo darle una vez más las gracias, juntamente con vosotros, por haberme acompañado durante la visita a la querida tierra de Polonia.

También quiero expresar a María mi gratitud porque me sostiene en mi servicio diario a la Iglesia. Sé que puedo contar con su ayuda en toda situación; más aún, sé que ella previene con su intuición materna todas las necesidades de sus hijos e interviene eficazmente para sostenerlos: esta es la experiencia del pueblo cristiano desde sus primeros pasos en Jerusalén.

Hoy, en la fiesta de la Visitación, como en todas las páginas del Evangelio, vemos a María dócil a los planes divinos y en actitud de amor previsor a los hermanos. La humilde joven de Nazaret, aún sorprendida por lo que el ángel Gabriel le había anunciado —que será la madre del Mesías prometido—, se entera de que también su anciana prima Isabel espera un hijo en su vejez. Sin demora, se pone en camino, como dice el evangelista (cf. Lc 1, 39), para llegar "con prontitud" a la casa de su prima y ponerse a su disposición en un momento de particular necesidad.

¡Cómo no notar que, en el encuentro entre la joven María y la ya anciana Isabel, el protagonista oculto es Jesús! María lo lleva en su seno como en un sagrario y lo ofrece como el mayor don a Zacarías, a su esposa Isabel y también al niño que está creciendo en el seno de ella. "Apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo —le dice la madre de Juan Bautista—, saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44). Donde llega María, está presente Jesús. Quien abre su corazón a la Madre, encuentra y acoge al Hijo y se llena de su alegría. La verdadera devoción mariana nunca ofusca o menoscaba la fe y el amor a Jesucristo, nuestro Salvador, único mediador entre Dios y los hombres. Al contrario, consagrarse a la Virgen es un camino privilegiado, que han recorrido numerosos santos, para seguir más fielmente al Señor. Así pues, consagrémonos a ella con filial abandono.

Con estos sentimientos os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, y también a vosotros, queridos religiosos y religiosas, amados fieles laicos, que habéis querido participar en esta cita anual del fin del mes de mayo.

Quisiera encomendar a vuestra oración de forma especial la Vigilia que tendrá lugar la noche del sábado próximo en la plaza de San Pedro con los Movimientos y las nuevas comunidades laicales, realidades prometedoras que han florecido en la Iglesia después del concilio Vaticano II. Que la intercesión materna de la Reina de los santos obtenga para todos los discípulos de Cristo el don de una fe firme y de un inquebrantable testimonio evangélico.

Os imparto a todos mi bendición, que extiendo a vuestros seres queridos, especialmente a los enfermos, a los ancianos y a los que se encuentran en dificultades.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA III REUNIÓN
DEL XI CONSEJO ORDINARIO DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Jueves 1 de junio de 2006



Venerados y queridos hermanos en el episcopado:

A todos vosotros, miembros del XI Consejo ordinario de la Secretaría general del Sínodo de los obispos, os dirijo un fraterno saludo, y en particular a monseñor Nikola Eterovic, secretario general, al que doy también las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos. Vuestra presencia me trae a la memoria la experiencia vivida en la Asamblea sinodal sobre el tema "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia", que tuvo lugar en otoño de 2005. Ahora os agradezco de corazón el trabajo que estáis haciendo para recoger y ordenar las propuestas presentadas durante la última Asamblea sinodal.

Este encuentro es, además, una ocasión propicia para poner de relieve una vez más la importancia de la caridad en la actividad de los pastores de la Iglesia. Durante las visitas ad limina Apostolorum varios obispos me preguntan: "Pero, ¿cuándo va a publicarse finalmente el texto postsinodal?". Y yo respondo: "Están trabajando en él. Y, ciertamente, ya no puede faltar mucho tiempo". Veo aquí reunidas a muchas personas competentes, por eso espero ver dentro de poco este texto —y aprender yo mismo de él—, que luego se podrá publicar para utilidad de toda la Iglesia, que lo espera realmente.

Est amoris officium pascere dominicum gregem: esta admirable intuición del obispo Agustín (In Io. Ev. tract. 123, 5: PL 35, 1967) sigue siendo un gran estímulo para nosotros, obispos, dedicados al cuidado de la grey que no nos pertenece a nosotros, sino al Señor. Cumpliendo su mandato, tratamos de proteger la grey, de alimentarla y de conducirla a él, el verdadero buen Pastor que desea la salvación de todos. Alimentar la grey del Señor es, pues, ministerio de amor vigilante, que exige entrega total hasta el agotamiento de las fuerzas y, si fuera necesario, hasta el sacrificio de la vida.

Sobre todo la Eucaristía es la fuente y el secreto del impulso permanente de nuestra misión. En realidad, el obispo reproduce en su existencia eclesial la imagen de Cristo que nos alimenta con su carne y con su sangre. De la Eucaristía el pastor saca fuerza para practicar la particular caridad pastoral que consiste en proporcionar al pueblo cristiano el alimento de la verdad. Y el texto que está en preparación será una de estas intervenciones para alimentar al pueblo de Dios con el pan de la verdad, para ayudarle a crecer en la verdad y, sobre todo, para darle a conocer el misterio de la Eucaristía e invitarlo a una intensa vida eucarística.

En particular, si hablamos de verdad, no puede silenciarse la verdad del Amor, porque es la esencia misma de Dios. Proclamarla desde los terrados (cf. Mt 10, 27) no es sólo amoris officium, sino también mensaje necesario para el hombre de todos los tiempos. La verdad del amor evangélico atañe a todo hombre y a todo el hombre, y compromete al pastor a proclamarla sin temores ni reticencias, sin ceder jamás a los condicionamientos del mundo: opportune, importune (cf. 2 Tm 4, 2).

Queridos hermanos en el episcopado, en un tiempo como el nuestro, marcado por el creciente fenómeno de la globalización, es cada vez más necesario anunciar con vigor y claridad a todos la verdad de Cristo y su Evangelio de salvación. Los campos en los que es preciso proclamar y testimoniar con amor la verdad son innumerables: mucha gente tiene sed de ella y no se puede dejar que desfallezca en búsqueda de alimento (cf. Lm 4, 4). Esta es nuestra misión, venerados y queridos hermanos. El Espíritu del Señor, que nos disponemos a acoger en la próxima solemnidad de Pentecostés, descienda, por intercesión de María, sobre vosotros y os haga pastores cada vez más disponibles a las exigencias del corazón de Dios.

Con estos sentimientos, os bendigo a todos vosotros y a cuantos están encomendados a vuestra solicitud pastoral.


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ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE PATROCINADORES DE LAS ARTES
EN LOS MUSEOS VATICANOS

Jueves 1 de junio de 2006



Eminencias;
excelencias;
queridos amigos:

Me complace saludar a los Patrocinadores de las artes en los Museos vaticanos con ocasión de vuestra peregrinación a Roma para el V centenario de la fundación de los Museos vaticanos.

Al mismo tiempo, os agradezco vuestro continuo interés, motivado no sólo por un sentido de administración del incomparable patrimonio cultural de los Museos vaticanos, sino también por un compromiso generoso con la misión evangelizadora de la Iglesia. En todas las épocas los cristianos han tratado de expresar la visión de fe de la belleza y el orden de la creación de Dios, la nobleza de nuestra vocación como hombres y mujeres creados a su imagen y semejanza, y la promesa de un cosmos redimido y transfigurado por la gracia de Cristo.

Los tesoros artísticos que nos rodean no son simplemente monumentos impresionantes de un pasado lejano. Más bien, para cientos de miles de visitantes que los contemplan año tras año, son como un testimonio perenne de la fe inmutable de la Iglesia en Dios trino que, según la memorable frase de san Agustín, él mismo es "belleza siempre antigua y siempre nueva" (Confesiones, X, 27).

Queridos amigos, que vuestro apoyo a los Museos vaticanos dé abundantes frutos espirituales en vuestra vida y ayude a la misión de la Iglesia de llevar a todos los hombres a conocer y amar a Jesucristo, "imagen de Dios invisible" (Col 1, 15), en cuyo Espíritu eterno toda la creación es reconciliada, restaurada y renovada.

A vosotros, a vuestras familias y a vuestros socios imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz duraderas en el Señor.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS
DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA*

Viernes 2 de junio de 2006



Señor presidente y queridos alumnos de la Academia eclesiástica pontificia:

Me alegra encontrarme hoy con vosotros y dirigiros a cada uno y a toda vuestra comunidad mi cordial saludo; un saludo que dirijo en primer lugar a vuestro presidente, monseñor Justo Mullor García. Le doy las gracias porque acaba de hacerse intérprete de vuestros devotos y filiales sentimientos. Vuestra visita me brinda la oportunidad de manifestaros la atención con que sigo vuestra Academia: en ella os preparáis con esmero y empeño al particular modo de ejercer el ministerio sacerdotal que es el servicio a la Santa Sede. Es un servicio importante, porque se propone llevar a las Iglesias particulares y a las naciones de todo el mundo el testimonio de la solicitud del Sucesor de Pedro.

Queridos alumnos, para una adecuada preparación a la misión que os espera, estáis llamados ante todo a ser una comunidad de oración, en la que la relación con Dios sea constante, fiel, intensa, y llegue a ser para cada uno la savia indispensable de toda la existencia. La Eucaristía que celebráis diariamente ha de ser el centro vital, el manantial y la raíz de todas vuestras actividades durante estos años y en el futuro, cuando desempeñéis el ministerio sacerdotal al servicio de la Santa Sede en los diversos países.

En efecto, vuestra acción será eficaz en la medida en que os esforcéis por ser testigos de Cristo, Verdad que ilumina y orienta el camino de los pueblos. Por tanto, sed heraldos de su Evangelio de amor, capaz de renovar los corazones y de hacer plenamente humana la convivencia en el seno de toda sociedad. Solamente si sois fieles a vuestra vocación, podréis prestar un valioso servicio a la Sede apostólica.

Además de escuela de oración, vuestra Academia quiere seguir siendo un gimnasio de auténtica formación humana y teológica. El ministerio pastoral al que os estáis preparando exige una formación esmerada, con competencias específicas. Hoy, más que nunca, es indispensable una sólida cultura que, además de la formación teológica necesaria, incluya una profundización de la doctrina perenne de la Iglesia y de las líneas directrices de la actividad de la Santa Sede a nivel eclesial e internacional. Aprovechad las posibilidades didácticas que se os ofrecen durante este tiempo de estudios, y en el futuro seguid actualizándoos constantemente mediante un serio compromiso personal de estudio.

Vuestra Academia ya tiene tres siglos de historia y, en sintonía con su pasado, debe seguir siendo un lugar de comunión. La posibilidad de residir en Roma, donde se percibe de modo único la catolicidad de la Iglesia, y el hecho de que provenís de varios continentes constituyen una valiosa oportunidad para alimentar el espíritu de unidad y de comunión.

En el futuro entraréis en contacto con poblaciones diversas por lengua y civilización; ejerceréis el ministerio sacerdotal en Iglesias particulares a menudo culturalmente diferentes de aquellas de las que provenís. Entonces deberéis ser capaces de comprender, amar, sostener y animar a todas las comunidades cristianas, para ser por doquier fieles servidores del carisma de Pedro, que es carisma de unidad y de cohesión para toda la comunidad eclesial. Por eso con razón se os estimula a vivir con espíritu de verdadera fraternidad sacerdotal vuestra estancia en la Academia, a fin de madurar el sentido pastoral de la comunión y de la unidad. Por tanto, ensanchad cada vez más los horizontes de vuestra mente y de vuestro corazón a la universalidad de la Iglesia, para superar toda tentación de particularismo e individualismo.

Por último, deseo que en vuestro itinerario formativo no falte una filial y genuina devoción a la Virgen María. Que ella os ayude a crecer en el amor a Cristo y a la Iglesia, y a tender siempre a la santidad, suprema e irrenunciable aspiración de nuestra existencia cristiana y sacerdotal.

Con estos sentimientos y deseos, invoco sobre vosotros la abundancia de los dones del Espíritu Santo, a la vez que con afecto os imparto a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PERSONAL DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Viernes 2 de junio de 2006

.

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Me alegra encontrarme hoy en el Vaticano con el personal del diario católico Avvenire, del canal televisivo Sat2000, del circuito radiofónico InBlu y de la agencia Sir. Esta realidad mediática, muy significativa, vinculada a la Conferencia episcopal italiana, está representada aquí por su presidente, el cardenal Camillo Ruini, al que dirijo en primer lugar mi saludo deferente.

También os saludo con afecto a cada uno de vosotros, y agradezco al director de Avvenire y de Sat2000 las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes. Queridos amigos, desempeñáis una función realmente importante, pues mediante vuestra actividad contribuís a dar continuidad al compromiso de los católicos italianos de llevar el Evangelio de Cristo a la vida de la nación.

Me complace recordar que, en los primeros años del posconcilio, Pablo VI impulsó decididamente el nacimiento de Avvenire como diario católico nacional. Luego, con una decisión valiente, se amplió vuestro compromiso al campo de la transmisión radiotelevisiva, utilizando las tecnologías más modernas, como recomienda el decreto conciliar Inter mirifica (cf. nn. 13-14). Así, habéis llegado a ser uno de los instrumentos para la difusión del mensaje cristiano en Italia.

Para captar el significado global del trabajo al que os dedicáis cada día, puede ser útil una breve reflexión sobre la relación entre fe y cultura, tal como se ha desarrollado durante los últimos decenios. La cultura europea, como bien sabéis, se ha formado a lo largo de los siglos con la contribución del cristianismo. Luego, a partir de la Ilustración, la cultura de Occidente ha ido alejándose cada vez más de sus fundamentos cristianos. Especialmente en el período más reciente, la disolución de la familia y del matrimonio, los atentados contra la vida humana y su dignidad, la reducción de la fe a experiencia subjetiva y la consiguiente secularización de la conciencia pública nos muestran con dramática claridad las consecuencias de este alejamiento.

Con todo, existen en varias partes de Europa experiencias y modalidades de cultura cristiana que se consolidan o que emergen nuevamente cada vez con mayor fuerza. En particular, la fe católica está aún sustancialmente presente en la vida del pueblo italiano, y los signos de su renovada vitalidad son visibles para todos. Por tanto, en vuestro trabajo de comunicadores que se inspiran en el Evangelio es necesario un discernimiento constante.

Como bien sabéis, los pastores de la Iglesia en Italia se están esforzando por conservar las formas cristianas que provienen de la gran tradición del pueblo italiano y plasman la vida comunitaria, actualizándolas, purificándolas donde es necesario, pero sobre todo reforzándolas y alentándolas.
Tenéis también la tarea de sostener y promover las nuevas experiencias cristianas que están naciendo, y ayudarlas a madurar una conciencia cada vez más clara de su raigambre eclesial y del papel que pueden desempañar en la sociedad y en la cultura de Italia.

Todo esto, queridos amigos, forma parte de vuestra actividad diaria, de un trabajo que no debéis realizar de manera abstracta o puramente intelectual, sino estando atentos a los numerosos aspectos de la vida concreta de un pueblo, a sus problemas, a sus necesidades y a sus esperanzas.

Que en esta actividad os sostenga y os infunda valentía la certeza de que la fe cristiana está abierta a cuanto hay de "verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable" en la cultura de los pueblos, como enseñaba el apóstol san Pablo a los Filipenses (cf. Flp 4, 8). Así pues, proseguid vuestra labor con este espíritu y con esta actitud, dando vosotros mismos un testimonio luminoso de profunda vida cristiana y permaneciendo por ello siempre unidos tenazmente a Cristo, para poder mirar al mundo como él lo mira. Sed felices de pertenecer a la Iglesia y de introducir su voz y sus razones en el gran circuito de la comunicación. No os canséis de construir puentes de comprensión y comunicación entre la experiencia eclesial y la opinión pública. Así podréis ser protagonistas de una comunicación no evasiva, sino amiga, al servicio del hombre de hoy.

Deseo de corazón que a esta comunicación se le preste la atención y el apoyo de los católicos y de todos los italianos que se interesan por los valores auténticos. Por mi parte, os aseguro una constante cercanía y, para que vuestro trabajo dé siempre mayores frutos, os imparto con afecto a vosotros y a vuestras familias la bendición apostólica, prenda de la luz y de la fuerza que sólo Dios puede infundir en el corazón de sus hijos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA ECLESIAL
DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Lunes 5 de junio de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra estar de nuevo con vosotros para introducir con una reflexión mía esta Asamblea diocesana, dedicada a un tema de gran belleza y de suma importancia pastoral: la alegría que proviene de la fe y su relación con la educación de las nuevas generaciones. Así reanudamos y desarrollamos ulteriormente, desde una perspectiva que atañe más directamente a los jóvenes, el discurso iniciado hace un año, con ocasión de la anterior Asamblea diocesana, en la que nos ocupamos del papel de la familia y de la comunidad cristiana en la formación de la persona y en la transmisión de la fe.

Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, laicos, comprometidos a testimoniar nuestra fe. En particular, os saludo a vosotros, jóvenes, que además de seguir vuestro itinerario formativo personal queréis asumir una responsabilidad eclesial y misionera con respecto a otros muchachos y jóvenes. Agradezco de corazón al cardenal vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

Con esta Asamblea, y con el año pastoral que se inspirará en sus contenidos, la diócesis de Roma prosigue el itinerario de larga duración que comenzó hace diez años con la Misión ciudadana impulsada por mi amado predecesor Juan Pablo II. En efecto, la finalidad es siempre la misma: reavivar la fe en nuestras comunidades y tratar de despertarla, o suscitarla, en todas las personas y familias de esta gran ciudad, donde la fe fue predicada y la Iglesia fue implantada ya por la primera generación cristiana y, en particular por los Apóstoles san Pedro y san Pablo.

En los últimos tres años vuestra atención se ha centrado sobre todo en la familia, para consolidar con la verdad del Evangelio esta realidad humana fundamental, hoy por desgracia fuertemente amenazada y atacada, para ayudarle a cumplir su insustituible misión en la Iglesia y en la sociedad.
Al poner ahora en primer lugar la educación en la fe de las nuevas generaciones, ciertamente no abandonamos el compromiso en favor de la familia, a la que pertenece la principal responsabilidad educativa. Más bien, tratamos de afrontar una preocupación generalizada en muchas familias creyentes, que en el actual marco social y cultural temen no lograr transmitir la valiosa herencia de la fe a sus hijos.

En realidad, descubrir la belleza y la alegría de la fe es un camino que cada nueva generación debe recorrer por sí misma, porque en la fe está en juego todo lo que tenemos de más nuestro y de más íntimo, nuestro corazón, nuestra inteligencia, nuestra libertad, en una relación profundamente personal con el Señor, que actúa en nuestro interior. Pero la fe es también radicalmente acto y actitud comunitaria; es el "creemos" de la Iglesia.

Así pues, la alegría de la fe es una alegría que se ha de compartir: como afirma el apóstol san Juan, "lo que hemos visto y oído (el Verbo de la vida), os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. (...) Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo" (1 Jn 1, 3-4). Por eso, educar a las nuevas generaciones en la fe es una tarea grande y fundamental que atañe a toda la comunidad cristiana.

Queridos hermanos y hermanas, como habéis podido comprobar, esta tarea resulta hoy especialmente difícil por varias razones, pero precisamente por esto es aún más importante y sumamente urgente. En efecto, se pueden descubrir dos líneas de fondo de la actual cultura secularizada, claramente dependientes entre sí, que impulsan en dirección contraria al anuncio cristiano y no pueden menos de influir en los que están madurando sus orientaciones y opciones de vida.

La primera de esas líneas es el agnosticismo, que brota de la reducción de la inteligencia humana a simple razón calculadora y funcional, y que tiende a ahogar el sentido religioso inscrito en lo más íntimo de nuestra naturaleza. La segunda es el proceso de relativización y de desarraigo que destruye los vínculos más sagrados y los afectos más dignos del hombre, y como consecuencia hace frágiles a las personas, y precarias e inestables nuestras relaciones recíprocas.

Precisamente en esta situación todos, especialmente nuestros muchachos, adolescentes y jóvenes, necesitan vivir la fe como alegría, gustar la serenidad profunda que brota del encuentro con el Señor. En la encíclica Deus caritas est escribí: "Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1).

La fuente de la alegría cristiana es esta certeza de ser amados por Dios, amados personalmente por nuestro Creador, por Aquel que tiene en sus manos todo el universo y que nos ama a cada uno y a toda la gran familia humana con un amor apasionado y fiel, un amor mayor que nuestras infidelidades y pecados, un amor que perdona. Este amor "es un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo", como se manifiesta de manera definitiva en el misterio de la cruz: "Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor" (ib., 10).

Queridos hermanos y hermanas, esta certeza y esta alegría de ser amados por Dios debe hacerse de algún modo palpable y concreta para cada uno de nosotros, y sobre todo para las nuevas generaciones que están entrando en el mundo de la fe. En otras palabras: Jesús dijo que él era el "camino" que lleva al Padre, además de la "verdad" y la "vida" (cf. Jn 14, 5-7). Por consiguiente, es preciso preguntarse: ¿cómo pueden nuestros muchachos y nuestros jóvenes encontrar en él, práctica y existencialmente, este camino de salvación y de alegría? Precisamente esta es la gran misión por la que existe la Iglesia, como familia de Dios y compañía de amigos, en la que somos insertados con el bautismo ya desde muy niños y en la que debe crecer nuestra fe, así como la alegría y la certeza de ser amados por el Señor.

Así pues, es indispensable —y es la tarea encomendada a las familias cristianas, a los sacerdotes, a los catequistas, a los educadores, a los jóvenes mismos con respecto a sus coetáneos, a nuestras parroquias, asociaciones y movimientos, y, por último, a toda la comunidad diocesana— que las nuevas generaciones puedan experimentar a la Iglesia como una compañía de amigos realmente digna de confianza, cercana en todos los momentos y circunstancias de la vida, tanto en los alegres y gratificantes como en los arduos y oscuros; una compañía que no nos abandonará jamás ni siquiera en la muerte, porque lleva en sí la promesa de la eternidad. A vosotros, queridos muchachos y jóvenes de Roma, quisiera pediros que os fiéis de la Iglesia, que la améis y confiéis en ella, porque en ella está presente el Señor y porque lo único que busca es vuestro verdadero bien.

Quien se sabe amado, se siente a su vez impulsado a amar. Precisamente así el Señor, que nos ha amado primero, nos pide que también nosotros pongamos en el centro de nuestra vida el amor a él y a los hombres que él ha amado. En particular los adolescentes y los jóvenes, que sienten fuertemente en su interior el atractivo del amor, deben verse libres del prejuicio generalizado según el cual el cristianismo, con sus mandatos y prohibiciones, pone demasiados obstáculos a la alegría del amor, y en especial impide gustar plenamente la felicidad que el hombre y la mujer encuentran en su amor mutuo.

Al contrario, la fe y la ética cristiana no pretenden ahogar el amor, sino hacerlo sano, fuerte y realmente libre: precisamente este es el sentido de los diez Mandamientos, que no son una serie de "no", sino un gran "sí" al amor y a la vida. En efecto, el amor humano necesita ser purificado, madurar y también ir más allá de sí mismo, para poder llegar a ser plenamente humano, para ser principio de una alegría verdadera y duradera; por consiguiente, para responder al anhelo de eternidad que lleva en su interior y al que no puede renunciar sin traicionarse a sí mismo. Este es el motivo fundamental por el cual el amor entre el hombre y la mujer sólo se realiza plenamente en el matrimonio.

Por tanto, en toda la obra educativa, en la formación del hombre y del cristiano, no debemos dejar de lado, por miedo o por vergüenza, la gran cuestión del amor: si lo hiciéramos, presentaríamos un cristianismo desencarnado, que no puede interesar de verdad al joven que se abre a la vida. Sin embargo, también debemos introducir en la dimensión integral del amor cristiano, donde el amor a Dios y el amor al hombre están indisolublemente unidos y donde el amor al prójimo es un compromiso muy concreto. El cristiano no se contenta con palabras, y tampoco con ideologías engañosas, sino que sale al encuentro de las necesidades de sus hermanos comprometiéndose de verdad a sí mismo, sin contentarse con alguna buena acción esporádica.

Así pues, proponer a los muchachos y a los jóvenes experiencias prácticas de servicio al prójimo más necesitado forma parte de una auténtica y plena educación en la fe. Al igual que la necesidad de amar, el deseo de la verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. Por eso, en la educación de las nuevas generaciones, ciertamente no puede evitarse la cuestión de la verdad; más aún, debe ocupar un lugar central. En efecto, al interrogarnos por la verdad ensanchamos el horizonte de nuestra racionalidad, comenzamos a liberar la razón de los límites demasiado estrechos dentro de los cuales queda confinada cuando se considera racional sólo lo que puede ser objeto de experimento y cálculo.

Es precisamente aquí donde tiene lugar el encuentro de la razón con la fe, pues en la fe acogemos el don que Dios hace de sí mismo revelándose a nosotros, criaturas hechas a su imagen; acogemos y aceptamos esa Verdad que nuestra mente no puede comprender por completo y no puede poseer, pero que precisamente por eso ensancha el horizonte de nuestro conocimiento y nos permite llegar al Misterio en el que estamos inmersos y encontrar en Dios el sentido definitivo de nuestra existencia.

Queridos amigos, como sabemos bien, no es fácil aceptar esta superación de los límites de nuestra razón. Por eso, la fe, que es un acto humano muy personal, sigue siendo una opción de nuestra libertad, que también puede rechazarse. Ahora bien, aquí emerge una segunda dimensión de la fe, la de fiarse de una persona: no de una persona cualquiera, sino de Jesucristo, y del Padre que lo envió. Creer quiere decir entablar un vínculo personalísimo con nuestro Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo que actúa en nuestro corazón, y hacer de este vínculo el fundamento de toda la vida.

En efecto, Jesucristo "es la Verdad hecha persona, que atrae hacia sí al mundo. (...) Cualquier otra verdad es un fragmento de la Verdad que es él y a él remite" (Discurso a la Congregación para la doctrina de la fe, 10 de febrero de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de febrero de 2006, p. 3). Así, colma nuestro corazón, lo dilata y lo llena de alegría, impulsa nuestra inteligencia hacia horizontes inexplorados y ofrece a nuestra libertad su decisivo punto de referencia, sacándola de las estrecheces del egoísmo y capacitándola para un amor auténtico.

Por consiguiente, en la educación de las nuevas generaciones no debemos tener miedo de confrontar la verdad de la fe con las auténticas conquistas del conocimiento humano. Los progresos de la ciencia son hoy muy rápidos y a menudo se presentan como contrapuestos a las afirmaciones de la fe, provocando confusión y haciendo más difícil la aceptación de la verdad cristiana. Pero Jesucristo es y sigue siendo el Señor de toda la creación y de toda la historia: "Todas las cosas fueron creadas por él y para él (...), y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 16-17). Por eso, el diálogo entre la fe y la razón, si se realiza con sinceridad y rigor, brinda la posibilidad de percibir de modo más eficaz y convincente la racionalidad de la fe en Dios —no en un Dios cualquiera, sino en el Dios que se reveló en Jesucristo— y de mostrar que en el mismo Jesucristo se encuentra la realización de toda auténtica aspiración humana.

Así pues, queridos jóvenes de Roma, avanzad con confianza y valentía por el camino de la búsqueda de la verdad. Y vosotros, queridos sacerdotes y educadores, no dudéis en promover una auténtica "pastoral de la inteligencia" y, más ampliamente, de la persona, que tome en serio los interrogantes de los jóvenes —tanto los existenciales como los que brotan de la confrontación con las formas de racionalidad hoy generalizadas— para ayudarles a encontrar las respuestas cristianas válidas y pertinentes, y finalmente para hacer suya la respuesta decisiva que es Cristo nuestro Señor.

Hemos hablado de la fe como encuentro con Aquel que es la Verdad y el Amor. También hemos visto que se trata de un encuentro al mismo tiempo comunitario y personal, que debe tener lugar en todas las dimensiones de nuestra vida, a través del ejercicio de la inteligencia, de las opciones de la libertad y del servicio del amor. Sin embargo, existe un espacio privilegiado en el que este encuentro se realiza de la manera más directa, se refuerza y se profundiza, y así realmente es capaz de impregnar y caracterizar toda la existencia: este espacio es la oración.

Queridos jóvenes, ciertamente muchos de vosotros estabais presentes en la Jornada mundial de la juventud, en Colonia. Allí, juntos, oramos al Señor, lo adoramos presente en la Eucaristía, ofrecimos su santo sacrificio. Meditamos en el decisivo acto de amor con el que Jesús, en la última Cena, anticipó su propia muerte, la aceptó en su interior y la transformó en acto de amor, en la única revolución realmente capaz de renovar al mundo y de liberar al hombre, venciendo el poder del pecado y de la muerte.

Os pido a vosotros, jóvenes, y a todos los que estáis aquí, queridos hermanos y hermanas, pido a toda la amada Iglesia, en particular a las almas consagradas, especialmente de los conventos de clausura, que intensifiquéis la oración, espiritualmente unidos a María nuestra Madre, que adoréis a Cristo vivo en la Eucaristía, que os enamoréis cada vez más de él, nuestro hermano y nuestro verdadero amigo, el esposo de la Iglesia, el Dios fiel y misericordioso que nos ha amado primero.
Así vosotros, jóvenes, estaréis dispuestos y disponibles a acoger su llamada, si él os quiere totalmente para sí, en el sacerdocio o en la vida consagrada.

En la medida en que nos alimentamos de Cristo y estamos enamorados de él, sentimos también dentro de nosotros el estímulo a llevar a los demás a él, pues no podemos guardar para nosotros la alegría de la fe; debemos transmitirla. Esta necesidad resulta aún más fuerte y urgente a causa del extraño olvido de Dios que existe hoy en amplias partes del mundo y, en cierta medida, aquí en Roma. De este olvido nace mucho ruido efímero, muchas discusiones inútiles, y también una gran insatisfacción y un sentido de vacío.

Por eso, queridos hermanos y hermanas, en nuestro humilde servicio de testigos y misioneros del Dios vivo debemos ser portadores de la esperanza que nace de la certeza de la fe: así ayudaremos a nuestros hermanos y compatriotas a encontrar el sentido y la alegría de la vida.

Sé que estáis decididamente comprometidos en los diversos ámbitos de la pastoral; eso me alegra y, juntamente con vosotros, doy gracias por ello al Señor. En particular, durante mi primer año de pontificado ya he podido experimentar y apreciar la fuerza de la presencia cristiana entre los jóvenes y los universitarios de Roma, así como entre los niños de primera Comunión. Os pido que prosigáis con confianza, intensificando cada vez más vuestro vínculo con el Señor, para que así sea más eficaz vuestro apostolado.

En este compromiso, no descuidéis ninguna dimensión de la vida, porque Cristo vino para salvar a todo el hombre, tanto en lo más íntimo de las conciencias como en las expresiones de la cultura y en las relaciones sociales.

Queridos hermanos y hermanas, os dejo de buen grado estas reflexiones como contribución a vuestro trabajo en las tardes de la Asamblea y luego durante el próximo año pastoral. Mi afecto y mi bendición os acompañan hoy y en el futuro.

Gracias por vuestra atención.


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Ad una delegazione di Altötting in occasione del conferimento della cittadinanza onoraria (7 giugno 2006)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA ASOCIACIÓN SAN PEDRO Y SAN PABLO

Sala de las Bendiciones
Sábado 17 de junio de 2006



Queridos amigos:

Al acercarse la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo, me alegra encontrarme con vosotros y con vuestras familias. Vuestra visita me permite renovaros mi gratitud por el servicio que desde hace muchos años prestáis al Sucesor de Pedro. Os saludo a todos con afecto y doy las gracias a vuestro presidente, que se ha hecho amable intérprete de los sentimientos comunes.
Vuestra Asociación San Pedro y San Pablo, que en 1970 recogió la herencia de la Guardia palatina, presta con esmero un servicio de voluntariado a la Santa Sede. Las tres secciones que forman su estructura operativa —me refiero a la sección litúrgica, caritativa y cultural— reflejan tres aspectos complementarios de la vida y de la acción de las comunidades eclesiales.

En primer lugar, es importante que cuidéis la liturgia, que, como enseña el concilio Vaticano II, "al edificar, día a día, a aquellos que están dentro de la Iglesia para ser templo santo en el Señor, (...) hasta la medida de la plenitud de la edad de Cristo, (...) robustece de modo admirable sus fuerzas para predicar a Cristo" (Sacrosanctum Concilium, 2). Vuestro primer compromiso como personas y como asociación debe seguir siendo una intensa vida de oración y la participación asidua en la liturgia.

Queridos amigos, sólo si nos dejamos formar constantemente por la escucha de la palabra de Dios y nos alimentamos con asiduidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo podemos transmitir a los demás el amor de Dios, que es don del Espíritu Santo. En la encíclica Deus caritas est recordé que el amor al prójimo, enraizado en el amor divino, es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas las dimensiones (cf. n. 20).

Vosotros tratáis de ser testigos de este amor a los pobres en el comedor de la casa "Don de María" y en el dispensario pediátrico de Santa Marta, así como con las iniciativas sociales promovidas en vuestras parroquias. Que la caridad anime todas vuestras actividades. Que la regla de vuestra existencia sea la exhortación que el apóstol san Pablo dirige a los Colosenses: "Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección" (Col 3, 14).

Pero no es menos importante la atención que queréis dedicar a una adecuada formación cultural para poder madurar en la fe. Evangelizar requiere hoy un conocimiento responsable de las tendencias culturales modernas y una profundización constante de la sana doctrina católica. Por tanto, queridos amigos, hacéis bien en no descuidar tampoco este aspecto, y os aliento a proseguir por el camino que ya estáis recorriendo con fruto. Vuestra finalidad es estar al servicio del Sucesor de Pedro, y os agradezco la generosidad con que realizáis vuestra tarea. Que el Señor la haga cada vez más fecunda y, con la fuerza de su Espíritu, os convierta en auténticos discípulos suyos. La Virgen María, Virgo fidelis, cuya imagen veneráis en vuestra capilla, os proteja y acompañe siempre. Os aseguro mi oración y con afecto os imparto la bendición apostólica a todos vosotros, extendiéndola de buen grado a vuestras familias y a vuestros seres queridos.


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Ad una delegazione di Ratisbona in occasione del conferimento della cittadinanza onoraria (21 giugno 2006)

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS
PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES

Jueves 22 de junio de 2006





Beatitud;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos miembros y amigos de la ROACO:

Os acojo con alegría y os saludo con afecto. Doy gracias al cardenal Ignace Moussa Daoud, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes. Extiendo mi saludo al secretario, mons. Antonio Maria Vegliò, a los colaboradores del dicasterio, a los demás prelados provenientes de las amadas Iglesias de Tierra Santa y de otras regiones de Oriente Medio, así como a los responsables y a los amigos de cada una de las organizaciones aquí representadas.

Queridos amigos de la ROACO, os agradezco el servicio que prestáis desde el año 1968, dando voz a las Iglesias de las diversas tradiciones orientales y a las latinas de los territorios encomendados a la competencia de la Congregación para las Iglesias orientales, sosteniendo sus actividades pastorales, educativas y asistenciales, y saliendo al encuentro de sus urgentes necesidades.

Siempre os ha impulsado la inspiración evangélica y una notable sensibilidad eclesial, que brota del vínculo existente entre vosotros y el Sucesor de Pedro. Este encuentro me brinda una grata ocasión para dar gracias a Dios, Padre providente y misericordioso, por la acción apostólica llevada a cabo durante estos años por los discípulos de Cristo en Oriente Medio, que se esfuerzan por dar testimonio del Evangelio de la paz y del amor con solicitud fraterna, a pesar de las numerosas dificultades.

Asimismo, os agradezco los esfuerzos que realizáis constantemente por salvaguardar el carácter específico de la actividad caritativa eclesial. Seguid cultivando en los educadores y en los agentes de la caridad que reciben vuestro apoyo la "formación del corazón", para llegar, como recordé en la encíclica Deus caritas est, "al encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad" (n. 31).

Saludo con afecto a las venerables comunidades católicas orientales y, en primer lugar, a las de Tierra Santa, por las que tenéis una solicitud constante. Todos los cristianos desean hallar siempre en la tierra donde nació nuestro Redentor una comunidad cristiana viva. Las graves dificultades que está viviendo por el clima de fuerte inseguridad, por la falta de trabajo, por las innumerables restricciones con la creciente pobreza que de ellas derivan, constituyen para todos nosotros motivo de sufrimiento.

Se trata de una situación que hace un poco incierto el futuro educativo, profesional y familiar de las generaciones jóvenes, las cuales por desgracia sufren la fuerte tentación de abandonar para siempre su tierra natal tan amada. Esto sucede también en otras regiones de Oriente Medio, como Irak e Irán, que providencialmente se benefician de vuestra generosa ayuda.

¿Cómo afrontar esos problemas tan graves? Nuestro deber primero y fundamental sigue siendo perseverar en una oración confiada al Señor, que nunca abandona a sus hijos en la prueba.
Además, hace falta una activa solicitud fraterna, que permita hallar caminos siempre nuevos y a veces inesperados para salir al encuentro de las necesidades de esas poblaciones.

Invito a los pastores y a los fieles, así como a todos los que desempeñan cargos de responsabilidad en la comunidad civil, a que, favoreciendo el respeto mutuo entre culturas y religiones, se esfuercen por crear cuanto antes en toda la región de Oriente Medio las condiciones de una convivencia serena y pacífica.

Con ese fin aseguro un recuerdo diario ante el Señor e invoco la protección de María, Madre de Dios, sobre cada uno de vosotros, queridos amigos de la ROACO, sobre vuestros seres queridos, así como sobre las beneméritas instituciones que representáis. Que Dios haga fecunda vuestra actividad.

Acompaño estos sentimientos con una bendición apostólica especial, que de buen grado os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDCITO XVI
A LOS OBISPOS DE LETONIA, LITUANIA Y ESTONIA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Viernes 23 de junio de 2006

.

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado:

Gracias por vuestra grata visita. De las pacíficas tierras del Báltico habéis venido ad limina Apostolorum para confirmar vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y traerle el saludo cordial de todos los que están encomendados a vuestra solicitud pastoral. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros; ante todo, al señor cardenal Jlnis Pujats, arzobispo de Riga, y a monseñor Sigitas Tamkevicius, arzobispo metropolitano de Kaunas, los cuales han expresado sentimientos de adhesión convencida al ministerio del Obispo de Roma en vuestro nombre y en el de vuestras comunidades diocesanas, a las que aseguro mi recuerdo en la oración.

Durante los días pasados escuché con gran atención los informes que cada uno de vosotros me ha presentado personalmente sobre la situación de su diócesis, sobre el compromiso generoso de los sacerdotes, sobre las esperanzas del laicado y sobre las orientaciones de las sociedades civiles. A la vez que os doy las gracias por vuestra espontánea confianza, con espíritu de corresponsabilidad colegial por el pueblo de Dios, os animo a discernir los gérmenes de bien que Dios ha sembrado en vuestras comunidades, para llevar a cabo una acción misionera cada vez más convencida, valiente e incansable.

Entre los numerosos temas que quisiera tratar con vosotros, me detengo hoy en uno de gran actualidad también en vuestros países, es decir, el de la familia. Junto a hogares ejemplares, existen a menudo otros marcados lamentablemente por la fragilidad de los vínculos conyugales, por la plaga del aborto, por la crisis demográfica, por la poca atención a la transmisión de valores auténticos a los hijos, por la precariedad del trabajo, por la movilidad social que debilita los vínculos entre las generaciones y por un creciente sentido de extravío interior de los jóvenes.

Una modernidad que no esté enraizada en auténticos valores humanos está destinada a ser dominada por la tiranía de la inestabilidad y del extravío. Por eso, toda comunidad eclesial, apoyada en su fe y sostenida por la gracia de Dios, está llamada a ser punto de referencia y a dialogar con la sociedad en la que está insertada. La Iglesia, maestra de vida, encuentra en la ley natural y en la palabra de Dios los principios que indican las bases irrenunciables para edificar la familia según el designio del Creador.

Queridos y venerados hermanos, sed siempre defensores valientes de la vida y de la familia; proseguid los esfuerzos emprendidos para la formación humana y religiosa de los novios y de las familias jóvenes. Esta es una obra muy meritoria, que espero aprecien y sostengan también las instituciones de la sociedad civil.

A vosotros, pastores, se os ha encomendado la tarea de guiar al pueblo de Dios, protegerlo, defenderlo e instruirlo en la verdad y en el amor. Cristo, sumo Sacerdote, es su verdadera Cabeza y, como enseña el concilio Vaticano II, está presente en medio de los creyentes en la persona de los obispos, asistidos por los presbíteros (cf. Lumen gentium, 21). "Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás Apóstoles forman un único colegio apostólico -recuerda el Concilio-, por análogas razones están unidos entre sí el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los Apóstoles" (ib., 22).

Al frente de las Iglesias particulares, los obispos "ejercen su gobierno pastoral sobre la porción del pueblo de Dios que les ha sido confiada, no sobre otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal" (ib., 23). Por eso, es importante que, respetando plenamente el ministerio de cada uno, se fortalezca una colegialidad afectiva y efectiva entre el Sucesor de Pedro y todos los pastores. Así, el pueblo de Dios, cuerpo bien compaginado y armonioso, puede crecer en santidad y vitalidad misionera gracias a la contribución de cada uno de sus miembros. Venerados hermanos, alimentad incansablemente la comunión entre vosotros y dentro de vuestras diócesis, valorando la aportación de todos.

Amad a los sacerdotes, vuestros primeros colaboradores y corresponsables en la pastoral; sostenedlos espiritualmente y, si fuera necesario, materialmente. Cuanto más dispongan de las garantías indispensables para un estilo de vida digno, tanto más serenamente podrán dedicarse al ministerio pastoral que les ha sido encomendado. Cuidad su formación permanente, también mediante cursos de actualización que les ayuden a profundizar las enseñanzas del concilio ecuménico Vaticano II y a valorar la riqueza contenida en los textos litúrgicos y en los documentos de la Iglesia traducidos a vuestras respectivas lenguas. Fomentad en ellos el celo misionero, para que anuncien y testimonien con alegría y entusiasmo la buena nueva. Que cada sacerdote sea como la "pupila" del obispo, acompañado siempre con afecto paterno y estima. Si los presbíteros tienen confianza y auténtico espíritu evangélico, sabrán acompañar eficazmente el prometedor despertar del laicado, ya activo en vuestras circunscripciones eclesiásticas.

Venerados hermanos, sé que además de la solicitud por los sacerdotes, os preocupáis oportunamente también de las vocaciones y de la formación de los seminaristas y de los aspirantes a la vida consagrada. Por desgracia, también en vuestras comunidades la irrupción de una mentalidad secularizada disminuye en gran medida la respuesta positiva de los jóvenes a la invitación de Cristo a seguirlo más de cerca, y por eso es preciso promover una atenta pastoral juvenil y vocacional. No dudéis en proponer explícitamente a la juventud el ideal evangélico, la belleza de la sequela Christi sine glossa, sin componendas; a todos los que se encaminan por la senda del sacerdocio y de la vida consagrada ayudadles a responder con generosidad al Señor Jesús, que no cesa de mirar con amor a su Iglesia y a la humanidad.

Por lo que atañe a los seminarios, asegurad la presencia de formadores dotados de sólida humanidad y profunda piedad, abiertos al diálogo y a la colaboración; profesores fieles a la enseñanza del Magisterio y testigos creíbles del Evangelio.

Venerados hermanos, el Señor os ha elegido para trabajar en su viña en una sociedad que salió hace pocos años del triste invierno de la persecución. Aún no han cicatrizado del todo las heridas que el comunismo produjo en vuestras poblaciones, y está creciendo la influencia de un secularismo que exalta los espejismos del consumismo y considera al hombre como la medida de sí mismo.
Todo esto hace aún más difícil vuestra acción pastoral, pero, sin perder la confianza, seguid anunciando incansablemente el Evangelio de Cristo, palabra de salvación para los hombres de todos los tiempos y de todas las culturas. El Evangelio no mortifica la libertad del hombre ni el auténtico progreso social; al contrario, ayuda al ser humano a realizarse plenamente y renueva la sociedad a través de la dulce y exigente ley del amor.

Que os sostenga en vuestra misión la poderosa intercesión de María, nuestra Madre celestial, y os aliente el ejemplo de los mártires que permanecieron fieles a Cristo durante las terribles persecuciones del pasado.

Os aseguro mi cercanía fraterna y mi oración, al mismo tiempo que os bendigo de corazón a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles laicos encomendados a vuestra solicitud pastoral.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE UN CONCIERTO OFRECIDO A SU SANTIDAD
POR LA FUNDACIÓN DOMENICO BARTOLUCCI

Sábado 24 de junio de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
hermanos y hermanas en el Señor:

Al final de este concierto, sugestivo por el lugar en el que nos encontramos —la capilla Sixtina— y por la intensidad espiritual de las composiciones interpretadas, el corazón siente espontáneamente la necesidad de alabar, bendecir y dar gracias. Este sentimiento se dirige ante todo al Señor, suma belleza y armonía, que ha dado al hombre la capacidad de expresarse con el lenguaje de la música y del canto. "Ad Te levavi animam meam", acaba de decir el ofertorio de Giovanni Pierluigi da Palestrina, haciéndose eco del salmo (Sal 24, 1).

Verdaderamente nuestra alma se ha elevado a Dios, y por eso deseo manifestar mi agradecimiento al maestro Domenico Bartolucci y a su fundación, que ha promovido y realizado esta iniciativa.
Querido maestro, usted nos ha ofrecido a mí y a todos los presentes un don extraordinario, preparando el programa en el que ha conjugado sabiamente una selección de obras maestras del "Príncipe" de la música sacra polifónica con algunas de las obras compuestas por usted mismo. En particular, le doy las gracias por haber querido dirigir personalmente el concierto y por el motete Oremus pro Pontifice, que usted compuso inmediatamente después de mi elección a la Sede de Pedro. Le agradezco también las amables palabras que me ha dirigido, testimoniando su amor al arte de la música y su celo por el bien de la Iglesia. Asimismo, me congratulo vivamente con el coro de la Fundación, y extiendo mi agradecimiento a cuantos han colaborado de diferentes formas. Por último, dirijo un saludo cordial a todos los que con su presencia han honrado este encuentro.

Todas las piezas que hemos escuchado —y sobre todo su conjunto, donde se establece un paralelismo entre los siglos XVI y XX— contribuyen a confirmar la convicción de que la polifonía sacra, en particular la de la así llamada "escuela romana", constituye una herencia que se debe conservar con esmero, mantener viva y dar a conocer, no sólo en beneficio de los estudiosos y cultores, sino también de la comunidad eclesial en su conjunto, para la cual representa un inestimable patrimonio espiritual, artístico y cultural.

La fundación Bartolucci se dedica precisamente a conservar y difundir la tradición clásica y contemporánea de esta célebre escuela polifónica, que se ha distinguido siempre por su planteamiento centrado en el canto puro, sin acompañamiento de instrumentos. Una auténtica actualización de la música sacra sólo puede tener lugar en la línea de la gran tradición del pasado, del canto gregoriano y de la polifonía sacra. Por este motivo, en el campo musical, así como en los de las otras formas artísticas, la comunidad eclesial ha promovido y sostenido siempre a todos los que buscan nuevos caminos expresivos sin prescindir del pasado, de la historia del espíritu humano, que es también historia de su diálogo con Dios.

Usted, venerado maestro, siempre se ha esforzado por valorar el canto sacro, también como medio de evangelización. Mediante los innumerables conciertos dados en Italia y en el extranjero, con el lenguaje universal del arte, la Capilla musical pontificia dirigida por usted ha cooperado así a la misión misma de los Pontífices, que consiste en difundir por el mundo el mensaje cristiano. Y actualmente sigue realizando esta obra bajo la atenta dirección del maestro Giuseppe Liberto.

Queridos hermanos y hermanas, al concluir esta grata elevación musical, dirijamos la mirada a la Virgen María, situada a la derecha de Cristo nuestro Señor en el "Juicio" de Miguel Ángel; a su protección materna encomendamos de modo particular a todos los cultores del canto sacro, para que, animados siempre por una auténtica fe y un sincero amor a la Iglesia, den su valiosa aportación a la oración litúrgica y contribuyan eficazmente al anuncio del Evangelio. Al maestro Domenico Bartolucci, a los miembros de la Fundación y a todos vosotros, aquí presentes, imparto de corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO
ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA

Jueves 29 de junio



Queridos hermanos en Cristo:

Con gran alegría y sincero afecto en el Señor doy la bienvenida hoy a su eminencia, metropolita Ioannis, y a los demás miembros de la delegación que Su Santidad Bartolomé I y el Santo Sínodo del Patriarcado ecuménico han tenido la amabilidad de enviar para la fiesta de san Pedro y san Pablo, patronos de la Iglesia de Roma. A cada uno de vosotros dirijo mi cordial saludo. Deseo daros la bienvenida con las palabras del apóstol san Pedro: "Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo les ha cabido en suerte una fe tan preciosa como la nuestra. A vosotros, gracia y paz abundantes por el conocimiento de nuestro Señor" (2 P 1, 1-2). Estas palabras traen a la memoria nuestra fe común y el misterio de salvación que hemos recibido, un don que debemos transmitir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. El hecho de que la fiesta de san Pedro y san Pablo sea celebrada el mismo día tanto por los católicos como por los ortodoxos evoca nuestra sucesión apostólica común y nuestra fraternidad eclesial.

Me complace recordar aquí que en los himnos bizantinos se atribuye a san Pedro un título que encierra un significado muy profundo: protocorifeo, el primero del coro, que se encarga de mantener la armonía de las voces, para gloria de Dios y servicio de su pueblo. Por tanto, os agradezco que hayáis venido para unir vuestras voces a la nuestra, animados por nuestro compromiso común de proseguir el camino que nos lleva paso a paso a eliminar todo desentono en el coro de la única Iglesia de Cristo.

En el futuro habrá importantes ocasiones de encuentro y diálogo fraterno. Su presencia, eminencia, como copresidente de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre ortodoxos y católicos me lleva a pensar en la sesión plenaria de dicha Comisión, que se celebrará en Belgrado, en el mes de septiembre, gracias a la acogida brindada por el Patriarcado ortodoxo serbio. Así, el diálogo reanuda su camino y entra en una nueva fase. Surge espontáneo el deseo de pedir al Espíritu Santo que ilumine e inflame nuestro corazón, y fortalezca nuestra voluntad común de responder, en la medida en que depende de nosotros, a la ardiente oración del Señor: "Ut unum sint", para que de este modo los discípulos de Cristo, unidos en la fe, anuncien juntos su Evangelio a todo el mundo, a fin de que, creyendo en él, todos se salven.

Además, respondiendo a la invitación hecha por el Gobierno, el Patriarcado y la comunidad católica local, espero realizar una peregrinación apostólica a Turquía, país de antigua y rica cultura, país noble donde vivieron numerosos santos Padres de nuestra tradición eclesial, teológica y espiritual. Esto me permitirá participar en las celebraciones con ocasión de la fiesta de san Andrés apóstol, hermano de san Pedro. Repitiendo el gesto de mis predecesores, de venerada memoria, Pablo VI y Juan Pablo II con ocasión de sus visitas a El Fanar, será para mí una alegría encontrarme con Su Santidad Bartolomé I, correspondiendo así a las gratas visitas que tuvo la bondad de realizar a Roma. Estoy seguro de que este intercambio mutuo fortalecerá nuestra fraternidad eclesial y facilitará la colaboración en nuestras iniciativas comunes. Que el Señor nos ayude a avanzar con renovada confianza hacia el día en que podamos celebrar juntos la santa Eucaristía del Señor, como signo de plena comunión.

Con estos sentimientos cordiales le pido a usted, eminencia, y a quienes lo acompañan, que transmitan mi saludo fraterno al Patriarca Bartolomé I y al Santo Sínodo, a la vez que doy gracias al Señor por habernos concedido dar un nuevo paso en el cumplimiento de su voluntad de unidad y paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR MARIO JUAN BOSCO CAYOTA ZAPPETTINI
EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA ORIENTAL DEL URUGUAY
ANTE LA SANTA SEDE*

Viernes 30 de junio de 2006



Señor Embajador:

1. Me es grato darle cordialmente la bienvenida a este acto en que me hace entrega de las Cartas Credenciales de Embajador extraordinario y plenipotenciario de la República Oriental del Uruguay ante la Santa Sede. Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el atento saludo del Señor Presidente de la República, doctor Tabaré Vázquez Rosas, del que se ha hecho portador. Le ruego que le transmita mis mejores deseos de bienestar personal y familiar, así como mis mejores votos de prosperidad y convivencia pacífica y solidaria para esa noble Nación.

2. En su trayectoria histórica, Uruguay ha ido asumiendo los ideales cristianos de justicia y de paz. En su seno conviven pacíficamente y con mutuo respeto diversas concepciones del hombre y su destino, sin que ello menoscabe el aprecio sincero y real por la dimensión religiosa y, en particular, por la misión de la Iglesia. Una muestra del afecto de tantos uruguayos por la Sede Apostólica es, como ha dicho Vuestra Excelencia, el imperecedero recuerdo de las dos visitas a su País de mi venerado predecesor, Juan Pablo II, que ha quedado plasmado en un monumento en el lugar donde celebró su primera Misa en Montevideo.

Desde esta perspectiva, es de esperar que la visión cristiana del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y llamado a un destino sobrenatural, se pueda manifestar abiertamente en la educación de las nuevas generaciones. En efecto, la tarea educativa no ha de limitarse a lo meramente técnico y profesional, sino que ha de comprender todos los aspectos de la persona, de su faceta social y de su anhelo de trascendencia, que se manifiesta en una de sus más nobles dimensiones, como es el amor.

3. Los valores más altos, arraigados en el corazón de las personas y en el tejido social, son como el alma de los pueblos, que los hace fuertes en la adversidad, generosos en la colaboración leal e ilusionados en la construcción de un futuro mejor y lleno de vida, en la que todos sin excepción tengan la oportunidad de desarrollar la plena dignidad del ser humano. Por eso se ven con preocupación algunas tendencias que tratan de limitar el valor inviolable de la vida humana misma, desde su concepción hasta su ocaso natural, o de disociarla de su ambiente natural, como es el amor humano en el matrimonio y la familia. La Iglesia promueve ciertamente una “cultura de la vida”, generosa y creadora de esperanza, y no sólo por motivos estrictamente confesionales. Como bien sabe, Señor Embajador, hay muchas personas eminentes, también en su país, que comparten preocupaciones similares por motivos éticos y racionales.

Con ello se relaciona, por su propia naturaleza, la cuestión de la familia, estructura esencial de la sociedad, y de la unión en matrimonio de un hombre y una mujer, según el designio impreso por el Creador en la naturaleza humana. No faltan quienes desde algunos medios de comunicación social denigran o ridiculizan el alto valor del matrimonio y la familia, favoreciendo así el egoísmo y la desorientación, en vez de la generosidad y el sacrificio necesarios para mantener vigorosa esta auténtica “célula primaria” de la comunidad humana. Fomentar la familia, ayudarla a cumplir sus cometidos indispensables, es ganar también cohesión social y, sobre todo, respetar sus propios derechos, que no pueden ser disipados ante otras formas de unión que pretendieran usurparlos.

4. Hoy día, el vasto problema de la pobreza y la marginación es un desafío apremiante para los gobernantes y responsables de las instituciones públicas. Por otro lado, el llamado proceso de globalización ha creado nuevas posibilidades y también nuevos riesgos, que es necesario afrontar en el concierto más amplio de las Naciones. Es una oportunidad para ir tejiendo como una red de comprensión y solidaridad entre los pueblos, sin reducir todo a intercambios meramente mercantiles o pragmáticos, y en la que tengan cabida también los problemas humanos de cada lugar y, en particular, de los emigrantes forzados a dejar su tierra en busca de mejores condiciones de vida, lo que a veces comporta graves secuelas en el ámbito personal, familiar y social.

La Iglesia, al considerar el ejercicio de la caridad como una dimensión esencial de su ser y su misión, desarrolla de manera abnegada una valiosa atención a los necesitados de cualquier condición o proveniencia, y colabora en esta tarea con las diversas entidades e instituciones públicas con el fin de que a nadie en busca de apoyo le falte una mano amiga que le ayude a superar su dificultad. Para ello ofrece sus recursos personales y materiales, pero sobre todo la cercanía humana que trata de socorrer la pobreza más triste, la soledad y el abandono, sabiendo que «el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en que creemos y que nos impulsa a amar» (Encíclica Deus caritas est, 31, c).

5. Señor Embajador, antes de concluir este encuentro deseo expresarle mis mejores deseos para que la misión que comienza sea fecunda y contribuya a estrechar las relaciones diplomáticas de su País con la Santa Sede, haciéndolas al mismo tiempo fluidas y cordiales. Le ruego nuevamente que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante el Excelentísimo Señor Presidente de la República y demás Autoridades de su país, a la vez que invoco la maternal protección de la Virgen de los Treinta y Tres sobre Vuestra Excelencia, su distinguida familia, sus colaboradores y los queridos hijos e hijas uruguayos.


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