2006

Ultimo Aggiornamento: 27/05/2013 20:01
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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE SACERDOTES Y SEMINARISTAS
DE LA IGLESIA ORTODOXA DE GRECIA

Lunes 27 de febrero de 2006

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Excelencia;
reverendísimos archimandritas,
sacerdotes,
seminaristas y demás participantes en la "visita de estudio" a Roma:

Al acogeros con alegría y gratitud, con ocasión de la iniciativa de esta visita a Roma, deseo citar la exhortación que san Ignacio, el gran obispo de Antioquía, dirigió a los Efesios: "Poned empeño en reuniros con más frecuencia para dar gracias a Dios y tributarle gloria. Porque, si os congregáis con frecuencia, se derriban las fortalezas de Satanás y por la concordia de vuestra fe se destruye la ruina que él os procura" (Efes. XIII, 1).

Para nosotros, cristianos de Oriente y Occidente, al inicio del segundo milenio las fuerzas del mal han actuado también en las divisiones que aún perduran entre nosotros. Sin embargo, durante los últimos cuarenta años, muchos signos consoladores y llenos de esperanza nos han permitido vislumbrar una nueva aurora, la del día en que comprenderemos plenamente que estar arraigados y fundados en la caridad de Cristo significa encontrar concretamente un camino para superar nuestras divisiones a través de una conversión personal y comunitaria, el ejercicio de la escucha del otro y la oración en común por nuestra unidad.

Entre los signos consoladores de este itinerario exigente e irrenunciable, me complace recordar el desarrollo reciente y positivo de las relaciones entre la Iglesia de Roma y la Iglesia ortodoxa de Grecia. Después del memorable encuentro en el Areópago de Atenas entre mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II y Su Beatitud Cristódulos, arzobispo de Atenas y de toda Grecia, se han llevado a cabo varios actos de colaboración y se han realizado iniciativas útiles para conocernos más a fondo y favorecer la formación de las generaciones más jóvenes.

El intercambio de visitas y de becas, y la cooperación en el campo editorial han resultado modos eficaces para promover el diálogo y profundizar la caridad, que es la perfección de la vida -como afirma también san Ignacio- y que, unida al principio, la fe, prevalecerá sobre las discordias de este mundo.

Agradezco de corazón a la Apostoliki Diakonía esta visita a Roma y los proyectos de formación que está desarrollando con el Comité católico para la colaboración cultural con las Iglesias ortodoxas en el ámbito del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Estoy seguro de que la caridad recíproca alimentará nuestra creatividad y nos hará recorrer caminos nuevos.

Debemos afrontar los desafíos que se plantean a la fe, cultivar el humus espiritual que ha nutrido durante siglos a Europa, reafirmar los valores cristianos, promover la paz y el encuentro, incluso en las condiciones más difíciles, profundizar los elementos de fe y de vida eclesial que pueden conducirnos a la meta de la comunión plena en la verdad y en la caridad, sobre todo ahora que el diálogo teológico oficial entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto reanuda su camino con renovado vigor.

En la vida cristiana la fe, la esperanza y la caridad van juntas. ¡Cuánto más auténtico y eficaz sería nuestro testimonio en el mundo de hoy, si comprendiéramos que el camino hacia la unidad nos exige a todos una fe más viva, una esperanza más firme y una caridad que sea verdaderamente la inspiración más profunda que alimenta nuestras relaciones recíprocas! Sin embargo, la esperanza se practica en la paciencia, en la humildad y en la confianza en Aquel que nos guía. La meta de la unidad entre los discípulos de Cristo, aunque parezca que no es inmediata, no nos impide vivir entre nosotros ya ahora en la caridad, en todos los niveles. No hay lugar ni tiempo en que el amor, según el modelo del de nuestro Maestro, Cristo, sea superfluo; no podrá por menos de acortar el camino hacia la comunión plena.

Os encomiendo la tarea de llevar la expresión de mis sentimientos de sincera caridad fraterna a Su Beatitud Cristódulos. Él estuvo con nosotros, aquí en Roma, en el funeral del Papa Juan Pablo II.
El Señor nos indicará los modos y los tiempos para renovar nuestro encuentro, en el clima gozoso de una reunión de hermanos.

Ojalá que vuestra visita tenga el éxito esperado. Os acompaña mi bendición.


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20/05/2013 20:40


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO ORGANIZADO
POR LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Lunes 27 de febrero de 2006

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Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras:

Dirijo a todos mi saludo deferente y cordial con ocasión de la asamblea general de la Academia pontificia para la vida y del congreso internacional, recién iniciado, sobre "El embrión humano en la fase de preimplantación". De modo especial, saludo al cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, así como a monseñor Elio Sgreccia, presidente de la Academia pontificia para la vida, al que agradezco las amables palabras con las que ha puesto de relieve el interés particular de las temáticas que se afrontan en esta circunstancia, y saludo al cardenal electo, Carlo Caffarra, amigo desde hace mucho tiempo.

En efecto, el tema de estudio elegido para vuestra asamblea, "El embrión humano en la fase de preimplantación", es decir, en los primeros días que siguen a la concepción, es una cuestión sumamente importante hoy, tanto por sus evidentes repercusiones sobre la reflexión filosófico-antropológica y ética como por sus perspectivas de aplicación en el ámbito de las ciencias biomédicas y jurídicas. Se trata, indudablemente, de un tema fascinante, pero difícil y arduo, dada la naturaleza tan delicada del asunto en cuestión y la complejidad de los problemas epistemológicos que conciernen a la relación entre la constatación de los hechos en las ciencias experimentales y la consiguiente y necesaria reflexión sobre los valores en el ámbito antropológico.

Como se puede comprender bien, ni la sagrada Escritura ni la Tradición cristiana más antigua pueden contener exposiciones explícitas sobre vuestro tema. Sin embargo, san Lucas, al narrar el encuentro de la Madre de Jesús, que lo había concebido en su seno virginal hacía sólo pocos días, con la madre de Juan Bautista, ya al sexto mes de embarazo, testimonia la presencia activa, aunque escondida, de dos niños: "Cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno" (Lc 1, 41). San Ambrosio comenta: Isabel "percibió la llegada de María, y él (Juan) la llegada del Señor; la mujer, la llegada de la mujer; el niño, la llegada del Niño" (Comm. in Luc., 2, 19. 22-26).

Con todo, aunque falten enseñanzas explícitas sobre los primeros días de vida de la criatura concebida, es posible encontrar en la sagrada Escritura indicaciones valiosas que despiertan sentimientos de admiración y aprecio del hombre recién concebido, especialmente en quienes, como vosotros, se proponen estudiar el misterio de la generación humana. En efecto, los libros sagrados quieren mostrar el amor de Dios a cada ser humano aun antes de su formación en el seno de la madre. "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado" (Jr 1, 5), dice Dios al profeta Jeremías. Y el salmista reconoce con gratitud: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente, porque son admirables tus obras; conocías hasta el fondo de mi alma" (Sal 139, 13-14). Estas palabras adquieren toda su riqueza de significado cuando se piensa que Dios interviene directamente en la creación del alma de cada nuevo ser humano.

El amor de Dios no hace diferencia entre el recién concebido, aún en el seno de su madre, y el niño o el joven o el hombre maduro o el anciano. No hace diferencia, porque en cada uno de ellos ve la huella de su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26). No hace diferencia, porque en todos ve reflejado el rostro de su Hijo unigénito, en quien "nos ha elegido antes de la creación del mundo (...), eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos (...), según el beneplácito de su voluntad" (Ef 1, 4-6). Este amor ilimitado y casi incomprensible de Dios al hombre revela hasta qué punto la persona humana es digna de ser amada por sí misma, independientemente de cualquier otra consideración: inteligencia, belleza, salud, juventud, integridad, etc. En definitiva, la vida humana siempre es un bien, puesto que "es manifestación de Dios en el mundo, signo de su presencia, resplandor de su gloria" (Evangelium vitae, 34).

En efecto, al hombre se le dona una altísima dignidad, que tiene sus raíces en el íntimo vínculo que lo une a su Creador: en el hombre, en todo hombre, en cualquier fase o condición de su vida, resplandece un reflejo de la misma realidad de Dios. Por eso el Magisterio de la Iglesia ha proclamado constantemente el carácter sagrado e inviolable de toda vida humana, desde su concepción hasta su fin natural (cf. ib., 57). Este juicio moral vale ya al comienzo de la vida de un embrión, incluso antes de que se haya implantado en el seno materno, que lo custodiará y nutrirá durante nueve meses hasta el momento del nacimiento: "La vida humana es sagrada e inviolable en todo momento de su existencia, también en el inicial que precede al nacimiento" (ib., 61).

Queridos estudiosos, sé bien con cuáles sentimientos de admiración y de profundo respeto por el hombre realizáis vuestro arduo y fructuoso trabajo de investigación precisamente sobre el origen mismo de la vida humana: un misterio cuyo significado la ciencia será capaz de iluminar cada vez más, aunque es difícil que logre descifrarlo del todo. En efecto, en cuanto la razón logra superar un límite considerado insalvable, se encuentra con el desafío de otros límites, hasta entonces desconocidos. El hombre seguirá siendo siempre un enigma profundo e impenetrable. Ya en el siglo IV, san Cirilo de Jerusalén hacía la siguiente reflexión a los catecúmenos que se preparaban para recibir el bautismo: "¿Quién es el que ha preparado la cavidad del útero para la procreación de los hijos?, ¿quién ha animado en él al feto inanimado? ¿Quién nos ha provisto de nervios y huesos, rodeándonos luego de piel y de carne (cf. Jb 10, 11) y, en cuanto el niño ha nacido, hace salir del seno leche en abundancia? ¿De qué modo el niño, al crecer, se hace adolescente, se convierte en joven, luego en hombre y, por último en anciano, sin que nadie logre descubrir el día preciso en el que se realiza el cambio?". Y concluía: "estás viendo, oh hombre, al artífice; estás viendo al sabio Creador" (Catequesis bautismal, 9, 15-16).

Al inicio del tercer milenio, siguen siendo válidas estas consideraciones, que más que al fenómeno físico o fisiológico se refieren a su significado antropológico y metafísico. Hemos mejorado enormemente nuestros conocimientos e identificado mejor los límites de nuestra ignorancia; pero, al parecer, a la inteligencia humana le resulta demasiado arduo darse cuenta de que, contemplando la creación, encontramos la huella del Creador. En realidad, quien ama la verdad, como vosotros, queridos estudiosos, debería percibir que la investigación sobre temas tan profundos nos permite ver e incluso casi tocar la mano de Dios. Más allá de los límites del método experimental, en el confín del reino que algunos llaman meta-análisis, donde ya no basta o no es posible sólo la percepción sensorial ni la verificación científica, empieza la aventura de la trascendencia, el compromiso de "ir más allá".

Queridos investigadores y estudiosos, os deseo que logréis cada vez más no sólo examinar la realidad objeto de vuestros esfuerzos, sino también contemplarla de modo tal que, junto con vuestros descubrimientos, surjan además las preguntas que llevan a descubrir en la belleza de las criaturas el reflejo del Creador. En este contexto, me complace expresar mi aprecio y agradecimiento a la Academia pontificia para la vida por su valioso trabajo de "estudio, formación e información", del que se benefician los dicasterios de la Santa Sede, las Iglesias locales y los estudiosos atentos a todo lo que la Iglesia propone en el campo de la investigación científica y sobre la vida humana en su relación con la ética y el derecho.

Por la urgencia y la importancia de estos problemas, considero providencial la institución por parte de mi venerado predecesor Juan Pablo II de este organismo. Por tanto, a todos vosotros, presidencia, personal y miembros de la Academia pontificia para la vida, deseo expresaros con sincera cordialidad mi cercanía y mi apoyo. Con estos sentimientos, encomendando vuestro trabajo a la protección de María, os imparto a todos la bendición apostólica.


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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Jueves 2 de marzo de 2006

Resumen de las preguntas dirigidas por los sacerdotes al Santo Padre

1 Es la primera vez que nos encontramos con usted para esta cita cuaresmal. Quisiera recordar al amado siervo de Dios Juan Pablo II. He visto un signo de continuidad entre usted y su amado predecesor en la frase que pronunció durante su funeral: "Podemos estar seguros de que nuestro amado Papa está ahora asomado a la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice". Quiero leerle un soneto que he escrito, titulado: "A la ventana en el cielo".

2 Como párroco, le pido unas palabras de aliento para las madres. Recordando a nuestras madres, su fe, la fuerza espiritual que mostraron en nuestra formación humana y cristiana, ayúdenos a hablar a las madres de todos los niños, de los muchachos que asisten al Catecismo, a menudo distraídos. Díganos unas palabras que podamos transmitir a las madres, diciéndoles: esto es lo que os dice el Papa.

3 En mi parroquia el santísimo Sacramento está expuesto las veinticuatro horas del día. Los fieles realizan la adoración perpetua, por turnos. Propongo que en cada uno de los cinco sectores de Roma se pueda realizar la adoración eucarística perpetua.

4 Usted es "Maestro" para orientar el pensamiento con vistas a una fe "plenamente humana". Nos impresionan sus intervenciones por la armonía en que cada punto encuentra su centro, sus relaciones, sus nexos. Y esto es mucho más necesario en un tiempo en que todo está fragmentado. ¿Cómo podemos ayudar a los laicos a comprender esta síntesis armónica, esta catolicidad de la fe?

5 El 2 de marzo de 1876 nació en Roma Eugenio Pacelli y el 2 de marzo de 1939 fue elegido Papa con el nombre de Pío XII. Pero sobre él ha caído un telón de silencio. Debemos mucho a este Papa, el cual, por lo demás, amaba mucho a Alemania. Esperamos verlo también elevado a los altares.

6 La diócesis de Roma está buscando el mejor modo de responder a las exigencias de las familias de hoy. Es necesario revitalizar la familia, haciendo que sea protagonista, y no sólo objeto, de la pastoral. Actualmente, la familia está amenazada por el relativismo y la indiferencia. Hay que ayudar a los padres, a los novios, a los niños, con catequesis y acompañamiento continuo. Es necesario impulsar a todos los miembros de la familia a reavivar la gracia de los sacramentos.

7 La experiencia de una madre de familia y de unas religiosas que han ayudado a algunos sacerdotes a superar situaciones de crisis me lleva a preguntarme: ¿por qué no hacer que la mujer colabore en el gobierno de la Iglesia? La mujer a menudo trabaja a nivel carismático, con la oración, o a nivel práctico, como santa Catalina de Siena, que devolvió el Papa a Roma. Pero convendría promover el papel de la mujer también en ámbito institucional y ver también su punto de vista, que es diverso del masculino.

8 Me encargo de la recuperación de las víctimas de las sectas; a este respecto, le agradezco sus múltiples denuncias sobre los daños que provocan esas sectas. Muchas personas sencillas no saben descubrir sus trucos y son como el personaje evangélico que iba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado. Santidad, hoy urge preparar buenos samaritanos.

9 El 3 de junio es la fiesta de los patronos de mi parroquia: los santos mártires de Uganda. Tal vez convendría pensar con más frecuencia en la situación de África y ayudar más a ese continente tan necesitado.

10 Veo con preocupación la realidad de Roma, sobre todo la situación de los adolescentes y los jóvenes. Creo que debemos estar más cerca de nuestros fieles, especialmente de los más jóvenes. Es necesario que pongamos en acción nuestros carismas al servicio de la catequesis. Hay que mirar el ejemplo de los santos.

11 Los adolescentes son las víctimas del actual "desierto de amor", porque sufren terriblemente por la falta de amor que hay en el mundo. Soledad e incomprensión son sus mayores problemas. ¿Cómo podemos ayudarles? Por otra parte, nosotros, como sacerdotes, que debemos ser profesionales de la caridad, del amor, ¿cómo podemos lograr la plenitud de amor necesaria para hacer de nuestra vida un don a los demás?

12 Santo Padre, le transmito el saludo de mis compañeros sacerdotes que trabajan en el hospital, de los enfermos, de los agentes sanitarios. Le pedimos unas palabras de aliento.

13 El pasado mes de septiembre tuve la alegría de participar en un encuentro ecuménico en el Patriarcado ortodoxo de Atenas. Fue una experiencia de diálogo muy enriquecedora. Creo que debemos evitar la actitud de contraposición, entablando un diálogo franco y sereno con todos.

14 Me ha iluminado mucho su encíclica "Deus caritas est", sobre todo en la segunda parte, sobre la caridad pastoral, pues nos invita a una caridad directa: no esperar al pobre, sino ir a buscarlo, hacer algo concreto por él. Por otra parte, los sacerdotes jóvenes tienen dificultad para educar, no saben transmitir la fe, en especial a las nuevas generaciones. A veces cuando nos dan un vicario parroquial defrauda nuestras esperanzas. Y nosotros también hemos salido de ese mismo seminario, con pocos años de diferencia. ¿Hay algo inadecuado en la formación?

15 En el mundo actual hay un gran déficit de esperanza. Creer en la Iglesia y con la Iglesia significa responder a ese déficit, encontrando lo único necesario, como usted nos indicó en la encíclica "Deus caritas est". La contemplación es el único camino para comprender y amar al otro; es un camino sencillo para ser de verdad cristianos.

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Comienzo a hablar porque, si espero a que concluyan todas las intervenciones, mi monólogo sería demasiado largo. Ante todo, quisiera expresar mi alegría por estar aquí con vosotros, queridos sacerdotes de Roma. Es una alegría real ver aquí, en la primera sede de la cristiandad, en la Iglesia que "preside en la caridad" y que debe ser modelo de las demás Iglesias locales, a tantos buenos pastores al servicio del "Buen Pastor". ¡Gracias por vuestro servicio!

Tenemos el luminoso ejemplo de don Andrea, que nos muestra cómo ser sacerdotes hasta las últimas consecuencias: morir por Cristo en el momento de la oración, testimoniando así, por una parte, la interioridad de la propia vida con Cristo; y, por otra, dando testimonio ante los hombres en un lugar realmente "periférico" del mundo, rodeado del odio y el fanatismo de otros. Es un testimonio que impulsa a todos a seguir a Cristo, a dar la vida por los demás y a encontrar así la Vida.

1 Con respecto a la primera intervención, ante todo expreso mi agradecimiento por esa admirable poesía. Hay poetas y artistas también en la Iglesia de Roma, en el presbiterio de Roma; más tarde tendré la posibilidad de meditar, de interiorizar estas hermosas palabras, teniendo presente que esta "ventana" siempre está "abierta". Tal vez esta es una ocasión para recordar la herencia fundamental del gran Papa Juan Pablo II, para seguir asimilando cada vez más esta herencia.

Ayer iniciamos la Cuaresma. La liturgia de hoy nos ilustra muy bien el sentido esencial de la Cuaresma: es una señalización del camino para nuestra vida. Por eso, con respecto al Papa Juan Pablo II, me parece que debemos insistir un poco en la primera lectura del día de hoy. El gran discurso de Moisés en el umbral de la Tierra Santa, después de los cuarenta años de peregrinación por el desierto, es un resumen de toda la Torah, de toda la Ley. Aquí encontramos lo esencial, no sólo para el pueblo judío, sino también para nosotros. Lo esencial es la palabra de Dios: "Hoy pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Escoge la vida" (Dt 30, 19).
Esta palabra fundamental de la Cuaresma es también la palabra fundamental de la herencia de nuestro gran Papa Juan Pablo II: escoger la vida. Esta es nuestra vocación sacerdotal: escoger nosotros mismos la vida y ayudar a los demás a escoger la vida. Se trata de renovar en la Cuaresma, por decirlo así, nuestra "opción fundamental", la opción por la vida.

Pero surge inmediatamente la pregunta: "¿cómo se escoge la vida?". Reflexionando, me ha venido a la mente que la gran defección del cristianismo que se produjo en Occidente en los últimos cien años se realizó precisamente en nombre de la opción por la vida. Se decía —pienso en Nietzsche, pero también en muchos otros— que el cristianismo es una opción contra la vida. Se decía que con la cruz, con todos los Mandamientos, con todos los "no" que nos propone, nos cierra la puerta de la vida; pero nosotros queremos tener la vida y escogemos, optamos, en último término, por la vida liberándonos de la cruz, liberándonos de todos estos Mandamientos y de todos estos "no". Queremos tener la vida en abundancia, nada más que la vida.

Aquí de inmediato viene a la mente la palabra del evangelio de hoy: "El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará" (Lc 9, 24). Esta es la paradoja que debemos tener presente ante todo en la opción por la vida. No es arrogándonos la vida para nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola; no teniéndola o tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de la cruz: no tomar para sí, sino dar la vida.

Así, coinciden el Antiguo y el Nuevo Testamento. En la primera lectura, tomada del Deuteronomio, la respuesta de Dios es: "Si cumples lo que yo te mando hoy, amando al Señor tu Dios, siguiendo sus caminos, guardando sus preceptos, mandatos y decretos, vivirás" (Dt 30, 16). Esto, a primera vista, no nos agrada, pero ese es el camino: la opción por la vida y la opción por Dios son idénticas. El Señor lo dice en el evangelio de san Juan: "Esta es la vida eterna: que te conozcan" (Jn 17, 3). La vida humana es una relación. Sólo podemos tener la vida en relación, no encerrados en nosotros mismos. Y la relación fundamental es la relación con el Creador; de lo contrario, las demás relaciones son frágiles.

Por tanto, lo esencial es escoger a Dios. Un mundo vacío de Dios, un mundo que se olvida de Dios, pierde la vida y cae en una cultura de muerte. Por consiguiente, escoger la vida, hacer la opción por la vida es, ante todo, escoger la opción-relación con Dios.

Pero inmediatamente surge la pregunta: ¿con qué Dios? Aquí, de nuevo, nos ayuda el Evangelio: con el Dios que nos ha mostrado su rostro en Cristo, con el Dios que ha vencido el odio en la cruz, es decir, con el amor hasta el extremo. Así, escogiendo a este Dios, escogemos la vida.

El Papa Juan Pablo II nos regaló la gran encíclica Evangelium vitae. En ella, que es casi un retrato de los problemas de la cultura actual, de sus esperanzas y de sus peligros, se pone de manifiesto que una sociedad que se olvida de Dios, que excluye a Dios precisamente para tener la vida, cae en una cultura de muerte. Por querer tener la vida, se dice "no" al hijo, pues me quita parte de mi vida; se dice "no" al futuro, para tener todo el presente; se dice "no" tanto a la vida que nace como a la vida que sufre, a la que va hacia la muerte.

Esta aparente cultura de la vida se transforma en la anticultura de la muerte, donde Dios está ausente, donde está ausente aquel Dios que no ordena el odio, sino que vence al odio. Aquí hacemos la verdadera opción por la vida. Entonces todo está conectado: la opción más profunda por Cristo crucificado está conectada con la opción más completa por la vida, desde el primer momento hasta el último.

Creo que, en cierto modo, este es el núcleo de nuestra pastoral: ayudar a hacer una verdadera opción por la vida, a renovar la relación con Dios como la relación que nos da vida y nos muestra el camino para la vida. Así, amar de nuevo a Cristo, que, siendo el Ser más desconocido, al que no llegábamos y que permanecía enigmático, se convirtió en un Dios conocido, un Dios con rostro humano, un Dios que es amor.

Tengamos presente precisamente este punto fundamental para la vida y consideremos que en este programa se encierra todo el Evangelio, el Antiguo y el Nuevo Testamento, que tiene como centro a Cristo. A nosotros la Cuaresma nos debe llevar a renovar nuestro conocimiento de Dios, nuestra amistad con Jesús, para poder así guiar a los demás de modo convincente a la opción por la vida, que es ante todo opción por Dios. Debemos ser conscientes de que al escoger a Cristo no hemos elegido la negación de la vida, sino que hemos escogido realmente la vida en abundancia. En el fondo, la opción cristiana es muy sencilla: es la opción del "sí" a la vida. Pero este "sí" sólo se realiza con un Dios conocido, con un Dios de rostro humano. Se realiza siguiendo a este Dios en la comunión del amor.

Todo lo que he dicho hasta aquí quiere ser un modo de renovar nuestro recuerdo del gran Papa Juan Pablo II.

2 Pasemos a la segunda intervención, muy simpática, a propósito de las madres. Ahora no puedo comunicar grandes programas, palabras que podáis decir a las madres. Decidles simplemente: el Papa os da las gracias. Os expresa su gratitud porque habéis dado la vida, porque queréis ayudar a esta vida que crece y así queréis construir un mundo humano, contribuyendo a un futuro humano. Y no lo hacéis sólo dando la vida biológica, sino también comunicando el centro de la vida, dando a conocer a Jesús, introduciendo a vuestros hijos en el conocimiento de Jesús, en la amistad con Jesús. Este es el fundamento de toda catequesis. Por consiguiente, es preciso dar las gracias a las madres, sobre todo porque han tenido la valentía de dar la vida. Y es necesario pedir a las madres que completen ese dar la vida comunicando la amistad con Jesús.

3 La tercera intervención fue la del rector de la iglesia de Santa Anastasia. Aquí, tal vez, puedo decir, entre paréntesis, que yo apreciaba ya la iglesia de Santa Anastasia antes de haberla visto, porque era la iglesia titular de nuestro cardenal De Faulhaber, el cual nos decía siempre que en Roma tenía su iglesia, la de Santa Anastasia. Con esta comunidad siempre nos hemos encontrado con ocasión de la segunda misa de Navidad, dedicada a la "estación" de Santa Anastasia. Los historiadores dicen que allí el Papa debía visitar al Gobernador bizantino, que tenía su sede en ella. Esa iglesia nos hace pensar, asimismo, en aquella santa y así también en la "Anástasis": en Navidad pensamos también en la Resurrección.

No sabía —y agradezco que me hayan informado— que ahora la iglesia es sede de la "Adoración perpetua" y, por tanto, es un punto focal de la vida de fe en Roma. Esa propuesta de crear en los cinco sectores de la diócesis de Roma cinco lugares de Adoración perpetua la pongo con confianza en manos del cardenal Vicario. Sólo quisiera dar gracias a Dios, porque después del Concilio, después de un período en el que faltaba un poco el sentido de la adoración eucarística, ha renacido la alegría de esta adoración en toda la Iglesia, como vimos y escuchamos en el Sínodo sobre la Eucaristía.

Ciertamente, con la constitución conciliar sobre la liturgia se redescubrió sobre todo la riqueza de la Eucaristía celebrada, donde se realiza el testamento del Señor: él se nos da y nosotros respondemos dándonos a él. Pero ahora hemos redescubierto que este centro que nos ha dado el Señor al poder celebrar su sacrificio y así entrar en comunión sacramental, casi corporal, con él pierde su profundidad y también su riqueza humana si falta la adoración como acto consiguiente a la comunión recibida: la adoración es entrar, con la profundidad de nuestro corazón, en comunión con el Señor que se hace presente corporalmente en la Eucaristía. En la custodia se pone siempre en nuestras manos y nos invita a unirnos a su Presencia, a su Cuerpo resucitado.

4 Pasemos ahora a la cuarta pregunta. Si he entendido bien, aunque no estoy seguro, era: "¿Cómo llegar a una fe viva, a una fe realmente católica, a una fe concreta, viva y operante?". La fe, en última instancia, es un don. Por tanto, la primera condición es permitir que nos donen algo, no ser autosuficientes, no hacerlo todo nosotros mismos, porque no podemos, sino abrirnos, conscientes de que el Señor dona realmente. Me parece que este gesto de apertura es también el primer gesto de la oración: estar abierto a la presencia del Señor y a su don.

Este es también el primer paso para recibir algo que nosotros no hacemos y que no podemos tener, aunque intentemos hacerlo nosotros mismos. Este gesto de apertura, de oración —¡Dame la fe, Señor!— debemos realizarlo con todo nuestro ser. Debemos tener esta disponibilidad para aceptar el don y dejarnos impregnar por el don en nuestro pensamiento, en nuestro afecto, en nuestra voluntad.

Aquí me parece muy importante subrayar un punto esencial: nadie cree sólo por sí mismo. Nosotros creemos siempre en la Iglesia y con la Iglesia. El Credo es siempre un acto compartido, un dejarse insertar en una comunión de camino, de vida, de palabra, de pensamiento. Nosotros no "hacemos" la fe, pues es ante todo Dios quien la da. Pero no la "hacemos" también en cuanto que no debemos inventarla. Por decirlo así, debemos dejarnos insertar en la comunión de la fe, de la Iglesia.

En sí mismo, creer es un acto católico. Es participación en esta gran certeza, que está presente en el sujeto vivo de la Iglesia. Sólo así podemos comprender también la sagrada Escritura en la diversidad de una lectura que se desarrolla a lo largo de mil años. Es Escritura, porque es elemento, expresión del único sujeto —el pueblo de Dios— que en su peregrinación siempre es el mismo sujeto. Naturalmente, es un sujeto que no habla por sí mismo; es un sujeto creado por Dios —la expresión clásica es "inspirado"—, un sujeto que recibe, y luego traduce y comunica esa palabra.

Esta sinergia es muy importante. Sabemos que el Corán, según la fe islámica, es palabra dada oralmente por Dios, sin mediación humana. El profeta no colabora para nada. Se limita a escribirla y comunicarla. Es meramente palabra de Dios. Para nosotros, en cambio, Dios entra en comunión con nosotros, nos pide cooperar, crea este sujeto, y en este sujeto crece y se desarrolla su palabra. Esta parte humana es esencial, y también nos permite ver cómo las diversas palabras se convierten realmente en palabra de Dios sólo en la unidad de toda la Escritura en el sujeto vivo del pueblo de Dios.

Por tanto, el primer elemento es el don de Dios; el segundo es la participación en la fe del pueblo peregrinante, la comunicación en la Iglesia santa, la cual, por su parte, recibe el Verbo de Dios, que es el Cuerpo de Cristo, animado por la Palabra viva, por el Logos divino. Debemos profundizar, día tras día, esta comunión nuestra con la Iglesia santa y así con la palabra de Dios. No son dos cosas opuestas, de forma que podamos decir: yo estoy más con la Iglesia; o yo estoy más con la palabra de Dios. Sólo con esta comunión estamos en la Iglesia, formamos parte de la Iglesia, llegamos a ser miembros de la Iglesia, vivimos de la palabra de Dios, que es la fuerza de vida de la Iglesia. Y quien vive de la palabra de Dios puede vivirla sólo porque es viva y vital en la Iglesia viva.

5 La quinta intervención fue sobre Pío XII. Gracias por esta intervención. Fue el Papa de mi juventud. Lo venerábamos todos. Como se ha dicho, con razón, amaba mucho al pueblo alemán, y lo defendió incluso en la gran catástrofe después de la guerra. Y puedo añadir que antes de ser nuncio en Berlín fue nuncio en Munich, porque al inicio la Representación pontificia no se encontraba en Berlín. Por eso estaba realmente muy cerca de nosotros. Creo que esta es una ocasión para expresar nuestra gratitud a todos los grandes Papas del siglo pasado: el primero fue san Pío X; luego se sucedieron Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Me parece que se trata de un don especial en un siglo tan difícil, con dos guerras mundiales, con dos ideologías destructoras: fascismo-nazismo y comunismo. Precisamente en el siglo pasado, que se opuso a la fe de la Iglesia, el Señor nos dio una serie de grandes Papas y, así, una herencia espiritual que confirmó —podría decir— históricamente la verdad del primado del Sucesor de Pedro.

6 La intervención siguiente, dedicada a la familia, fue la del párroco de Santa Silvia. Aquí no puedo por menos de estar totalmente de acuerdo. También en las visitas "ad limina" hablo siempre con los obispos de la familia, que se ve amenazada de muchas maneras en el mundo. Se ve amenazada en África, porque resulta difícil encontrar el modo de pasar del "matrimonio tradicional" al "matrimonio religioso", pues se tiene miedo a un compromiso definitivo. Mientras que en Occidente el miedo a tener hijos se debe al temor de perder algo de la vida, allá sucede lo contrario: si no consta que la mujer puede tener hijos, no se le permite acceder al matrimonio definitivo. Por eso, el número de matrimonios religiosos es relativamente escaso, e incluso muchos "buenos" cristianos, con un óptimo deseo de ser cristianos, no dan ese último paso.

El matrimonio también se ve amenazado, por otros motivos, en América Latina; en Occidente, como sabemos, se encuentra fuertemente amenazado. Por eso, con mucha mayor razón, nosotros, como Iglesia, debemos ayudar a las familias, que constituyen la célula fundamental de toda sociedad sana. Sólo así puede crearse en la familia una comunión de generaciones, en la que el recuerdo del pasado vive en el presente y se abre al futuro. Así realmente continúa y se desarrolla la vida, y sigue adelante. No hay verdadero progreso sin esta continuidad de vida y, asimismo, no es posible sin el elemento religioso. Sin la confianza en Dios, sin la confianza en Cristo, que nos da también la capacidad de la fe y de la vida, la familia no puede sobrevivir. Lo vemos hoy. Sólo la fe en Cristo, sólo la participación en la fe de la Iglesia salva a la familia; y, por otra parte, la Iglesia sólo puede vivir si se salva la familia.

Yo ahora no tengo la receta de cómo se puede hacer esto. Pero creo que debemos tenerlo siempre presente. Por eso, tenemos que hacer todo lo que favorezca a la familia: círculos familiares, catequesis familiares, enseñar la oración en familia. Esto me parece muy importante: donde se hace oración juntos, está presente el Señor, está presente la fuerza que puede romper incluso la "esclerocardía", la dureza de corazón que, según el Señor, es el verdadero motivo del divorcio. Sólo la presencia del Señor, y nada más, nos ayuda a vivir realmente lo que desde el inicio el Creador quiso y el Redentor renovó. Enseñar la oración en familia y así invitar a la oración con la Iglesia. Y encontrar luego todos los demás modos.

7 Respondo ahora al vicario parroquial de San Jerónimo —veo que es muy joven—, el cual nos habla de lo que hacen las mujeres en la Iglesia, incluso en favor de los sacerdotes. Deseo subrayar que siempre me causa gran impresión, en el primer Canon, el Canon Romano, la oración especial por los sacerdotes: "Nobis quoque peccatoribus". En esta humildad realista de los sacerdotes, nosotros, precisamente como pecadores, pedimos al Señor que nos ayude a ser sus siervos. En esta oración por el sacerdote, y sólo en esta, aparecen siete mujeres rodeando al sacerdote. Se presentan precisamente como las mujeres creyentes que nos ayudan en nuestro camino.

Ciertamente, cada uno lo ha experimentado. Así, la Iglesia tiene una gran deuda de gratitud con respecto a las mujeres. Y con razón usted ha puesto de relieve que, desde el punto de vista carismático, las mujeres hacen mucho —me atrevo a decir— por el gobierno de la Iglesia, comenzando por las religiosas, por las hermanas de los grandes Padres de la Iglesia, como san Ambrosio, hasta las grandes mujeres de la Edad Media: santa Hildegarda, santa Catalina de Siena, santa Teresa de Ávila; y recientemente la madre Teresa.

Yo diría que, ciertamente, este sector carismático se distingue del sector ministerial en el sentido estricto de la palabra, pero es una verdadera y profunda participación en el gobierno de la Iglesia.
¿Cómo se podría imaginar el gobierno de la Iglesia sin esta contribución, que a veces es muy visible, como cuando santa Hildegarda criticaba a los obispos, o cuando santa Brígida y santa Catalina de Siena amonestaban a los Papas y obtenían su regreso a Roma? Siempre es un factor determinante, sin el cual la Iglesia no puede vivir.

Sin embargo, con razón dice usted: queremos ver también más visiblemente, de modo ministerial, a las mujeres en el gobierno de la Iglesia. Digamos que la cuestión es esta: como sabemos, el ministerio sacerdotal, procedente del Señor, está reservado a los varones, en cuanto que el ministerio sacerdotal es el gobierno en el sentido profundo, pues, en definitiva, es el Sacramento el que gobierna la Iglesia. Este es el punto decisivo. No es el hombre quien hace algo, sino que es el sacerdote fiel a su misión el que gobierna, en el sentido de que es el Sacramento, es decir, Cristo mismo mediante el Sacramento, quien gobierna, tanto a través de la Eucaristía como a través de los demás sacramentos, y así siempre es Cristo quien preside.

Con todo, es correcto preguntarse si también en el servicio ministerial —a pesar de que aquí el Sacramento y el carisma forman el binario único en el que se realiza la Iglesia— se puede ofrecer más espacio, más puestos de responsabilidad a las mujeres.

8 No entendí plenamente las palabras de la octava intervención. Lo que entendí, fundamentalmente, es que hoy la humanidad, al caminar de Jerusalén a Jericó, es asaltada por ladrones. El buen Samaritano la ayuda con la misericordia del Señor. Sólo podemos subrayar que, en último término, es el hombre quien ha caído y cae siempre de nuevo en manos de ladrones, y es Cristo quien lo cura. Nosotros debemos y podemos ayudarle, tanto con el servicio del amor como con el servicio de la fe, que es también un ministerio de amor.

9 La siguiente intervención se refería a los mártires de Uganda. Gracias por esta contribución. Nos hace pensar en el continente africano, que es la gran esperanza de la Iglesia. En los últimos meses he recibido a gran parte de los obispos africanos en visita "ad limina"; para mí ha sido muy edificante, y también consolador, encontrarme con obispos de elevado nivel teológico y cultural, obispos celosos, que realmente están animados por la alegría de la fe. Sabemos que esa Iglesia está en buenas manos, pero, a pesar de ello, sufre porque las naciones aún no están formadas.

En Europa, precisamente gracias al cristianismo, por encima de las etnias que existían, se formaron los grandes cuerpos de las naciones, las grandes lenguas, y así comuniones de culturas y espacios de paz, aunque luego estos grandes espacios de paz, opuestos entre sí, crearon también una nueva especie de guerra que antes no existía.

Sin embargo, en muchas partes de África sigue existiendo esa situación, donde hay sobre todo etnias dominantes. El poder colonial impuso fronteras en las que ahora deben formarse naciones. Pero sigue resultando difícil reunirse en un gran conjunto y encontrar, por encima de las etnias, la unidad del gobierno democrático y también la posibilidad de oponerse a los abusos coloniales, que continúan. África sigue siendo objeto de abusos por parte de las grandes potencias, y muchos conflictos no habrían existido si no estuvieran detrás los intereses de las grandes potencias.

Así, he visto también que, en medio de esa confusión, la Iglesia, con su unidad católica, es el gran factor que une en la dispersión. En muchas situaciones, sobre todo ahora después de la gran guerra en la República democrática del Congo, la Iglesia es la única realidad que funciona, hace continuar la vida, da la asistencia necesaria, garantiza la convivencia y ayuda a encontrar el modo de realizar un gran conjunto.

En ese sentido, en estas situaciones la Iglesia desempeña también un servicio sucedáneo con respecto al nivel político, dando la posibilidad de vivir juntos, y de reconstruir, después de las destrucciones, la comunión, así como de restablecer, después del estallido del odio, el espíritu de reconciliación. Muchos me han dicho que precisamente en estas situaciones el sacramento de la Penitencia es de gran importancia como fuerza de reconciliación y debe ser también administrado en este sentido.

En resumen, quería decir que África es un continente de gran esperanza, de gran fe, de realidades eclesiales conmovedoras, de sacerdotes y obispos celosos. Pero se trata también de un continente que, después de las destrucciones que les llevamos desde Europa, necesita nuestra ayuda fraterna. Y eso sólo puede nacer de la fe, que crea también la caridad universal por encima de las divisiones humanas. Esta es nuestra gran responsabilidad en este tiempo. Europa ha exportado sus ideologías, sus intereses, pero también ha exportado, con la misión, el factor de curación. Hoy, más que nunca, tenemos la responsabilidad de tener también nosotros una fe celosa, que se comunique, que quiera ayudar a los demás, que sea consciente de que dar la fe no es introducir una fuerza de alienación sino que es dar el verdadero don que necesita el hombre precisamente para ser también criatura del amor.

10El último punto es el que tocó el vicario parroquial carmelita de Santa Teresa de Ávila, que hizo bien en manifestarnos sus preocupaciones. Ciertamente, sería erróneo un optimismo simple y superficial, que no capte las grandes amenazas que se ciernen sobre la juventud de hoy, sobre los niños y las familias. Debemos percibir con gran realismo estas amenazas, que surgen donde Dios está ausente. Debemos sentir cada vez más nuestra responsabilidad, para que Dios esté presente, y así la esperanza y la capacidad de avanzar con confianza hacia el futuro.

11 Vuelvo a tomar la palabra, comenzando por la Academia pontificia de la Inmaculada. Por lo que respecta a lo que usted ha dicho sobre el problema de los adolescentes, sobre su soledad y sobre la incomprensión por parte de los adultos, lo constatamos hoy. Es significativo que estos jóvenes, que en las discotecas tratan de estar muy cerca unos de otros, en realidad sufren una gran soledad y, naturalmente, también incomprensión. En cierto sentido, a mi parecer depende del hecho de que los padres, como se ha dicho, en gran parte se desentienden de la formación de la familia.
Y, además, también las madres se ven obligadas a trabajar fuera de casa. La comunión entre ellos es muy frágil. Cada uno vive su mundo: son islas del pensamiento, del sentimiento, que no se unen.
El gran problema de este tiempo —en el que cada uno, al querer tener la vida para sí mismo, la pierde porque se aísla y aísla al otro de sí— consiste precisamente en recuperar la profunda comunión que, en definitiva, sólo puede venir de un fondo común a todas las almas, de la presencia divina que nos une a todos.

Es necesario superar la soledad y también la incomprensión, porque también esta última depende del hecho de que el pensamiento hoy es fragmentado. Cada quien tiene su modo de pensar, de vivir, y no hay comunicación en una visión profunda de la vida. La juventud se siente expuesta a nuevos horizontes, que no comparten con la generación anterior, porque falta la continuidad de la visión del mundo, marcado por una sucesión cada vez más rápida de nuevos inventos. En los últimos diez años se han realizado más cambios que en los cien anteriores. Así se separan realmente estos dos mundos.

Pienso en mi juventud y en la ingenuidad —si se puede llamar así— en la que vivíamos, en una sociedad totalmente campesina comparada con la sociedad de hoy. Como vemos, el mundo cambia cada vez más rápidamente, de modo que también se fragmenta con esos cambios. Por eso, en un momento de renovación y de cambio, el elemento permanente resulta cada vez más importante.

Recuerdo cuando se debatió la constitución conciliar Gaudium et spes. Por una parte, se reconocía lo nuevo, la novedad, el "sí" de la Iglesia a la época nueva con sus innovaciones, el "no" al romanticismo del pasado, un "no" justo y necesario. Pero luego los padres, como se comprueba en los textos, dijeron también que, a pesar de ello, a pesar de que era necesario estar dispuestos a caminar hacia adelante, a abandonar incluso otras cosas que apreciábamos, hay algo que no cambia, porque es lo humano mismo, la creaturalidad. El hombre no es totalmente histórico. La absolutización del historicismo, según el cual el hombre sería sólo y siempre criatura fruto de un período determinado, no es verdadera. Existe la creaturalidad y precisamente esta realidad nos da también la posibilidad de vivir el cambio sin dejar de ser nosotros mismos.

Esta respuesta no indica lo que debemos hacer, pero, a mi parecer, el primer paso que se ha de dar es tener el diagnóstico. ¿Por qué esta soledad en una sociedad que, por otra parte, se presenta como una sociedad de masas? ¿Por qué esta incomprensión en una sociedad donde todos tratan de entenderse, donde domina la comunicación, y donde la transparencia de todo a todos es la ley suprema?

La respuesta está en el hecho de que vemos el cambio en nuestro propio mundo y no vivimos suficientemente el elemento que nos une a todos, el elemento creatural, que se hace accesible y se hace realidad en una historia determinada: la historia de Cristo, que no va contra la creaturalidad, sino que restituye lo que quiso el Creador, como dice el Señor refiriéndose al matrimonio.

El cristianismo, precisamente poniendo de relieve la historia y la religión como un dato histórico, un dato en una historia, comenzando desde Abraham, y por tanto como una fe histórica, habiendo abierto la puerta a la modernidad con su sentido del progreso, de avanzar siempre adelante, es al mismo tiempo una fe que se basa en el Creador, que se revela y se hace presente en una historia a la cual da su continuidad y, por consiguiente, la comunicabilidad entre las almas. Así pues, pienso que una fe vivida en profundidad y con toda la apertura hacia el hoy, pero también con toda la apertura hacia Dios, une los dos aspectos: el respeto a la alteridad y a la novedad, y la continuidad de nuestro ser, la comunicabilidad entre las personas y entre los tiempos.

El otro punto era: ¿cómo podemos vivir la vida como un don? Es una pregunta que nos planteamos sobre todo ahora, en Cuaresma. Queremos renovar la opción por la vida, que es, como he dicho, opción no para poseerse a sí mismos sino para darse a sí mismos. Me parece que sólo podemos hacerlo mediante un diálogo permanente con el Señor y un diálogo entre nosotros. También con la "corrección fraterna" es necesario madurar cada vez más ante una siempre insuficiente capacidad de vivir el don de sí mismos. Pero, a mi parecer, también aquí debemos unir los dos aspectos. Por una parte, debemos aceptar con humildad nuestra insuficiencia, aceptar este "yo" que nunca es perfecto pero que se proyecta siempre hacia el Señor para llegar a la comunión con el Señor y con todos.

Esta humildad para aceptar los propios límites es muy importante. Por otra parte, sólo así podemos también crecer, madurar y orar al Señor para que nos ayude a no cansarnos en el camino, aceptando con humildad que nunca seremos perfectos, aceptando también la imperfección, sobre todo del otro. Aceptando la nuestra podemos aceptar más fácilmente la del otro, dejándonos formar y reformar siempre de nuevo por el Señor.

12 Ahora, el tema de los hospitales. Agradezco el saludo que nos llega de los hospitales. No conocía la mentalidad según la cual un sacerdote es destinado a desempeñar el ministerio en un hospital porque ha hecho algo mal. Siempre he pensado que uno de los servicios principales del sacerdote consiste en servir a los enfermos, a los que sufren, porque el Señor vino sobre todo para estar con los enfermos. Vino para compartir nuestros sufrimientos y para curarnos.

Con ocasión de las visitas "ad limina", digo siempre a los obispos africanos que las dos columnas de nuestro trabajo son la educación —es decir, la formación del hombre, que implica muchas dimensiones, como la educación para aprender, la profesionalidad, la educación en la intimidad de la persona— y la curación. Por tanto, el servicio fundamental, esencial, de la Iglesia consiste en curar. Y precisamente en los países africanos se realiza todo esto: la Iglesia ofrece la curación.
Presenta las personas que ayudan a los enfermos, ayudan a curar en el cuerpo y en el alma.

Así pues, me parece que en el Señor debemos ver precisamente nuestro modelo de sacerdote para curar, para ayudar, para asistir, para acompañar hacia la curación. Eso es fundamental para el compromiso de la Iglesia; es una forma fundamental del amor y, por tanto, expresión fundamental de la fe. En consecuencia, también en el sacerdocio es el punto central.

13 Ahora respondo al vicario parroquial de los Santos Patronos de Italia, que nos ha hablado del diálogo con los ortodoxos y del diálogo ecuménico en general. En la actual situación mundial, es fundamental el diálogo, en todos los niveles. Aún más importante es que los cristianos no estén cerrados unos con respecto a otros, sino abiertos, y precisamente en las relaciones con los ortodoxos son fundamentales las relaciones personales. En la doctrina estamos unidos, en gran parte, acerca de todas las cosas fundamentales; sin embargo, en este campo de la doctrina resulta muy difícil hacer progresos. Pero acercarnos en la comunión, en la común experiencia de la vida de fe, es la mejor manera de reconocernos recíprocamente como hijos de Dios y discípulos de Cristo.

Esta es mi experiencia desde hace al menos cuarenta años, casi cincuenta: esta experiencia del seguimiento común de Cristo, pues en definitiva vivimos en la misma fe, en la misma sucesión apostólica, con los mismos sacramentos y, por tanto, también con la gran tradición de oración; es hermosa esta diversidad y multiplicidad de las culturas religiosas, de las culturas de fe. Tener esta experiencia es fundamental y me parece que la actitud de algunos, de una parte de los monjes del monte Athos, contra el ecumenismo depende entre otras causas del hecho de que falta esta experiencia, en la que se ve y se toca que también el otro pertenece al mismo Cristo, pertenece a la misma comunión con Cristo en la Eucaristía. Por tanto, esto es de gran importancia: debemos soportar la separación que existe. San Pablo dice que los cismas son necesarios durante algún tiempo y el Señor sabe por qué: para probarnos, para ejercitarnos, para hacernos madurar, para hacernos más humildes. Pero, a la vez, tenemos la obligación de caminar hacia la unidad, e ir hacia la unidad ya es una forma de unidad.

14 Vengamos ahora a lo que ha dicho el padre espiritual del seminario. El primer problema era la dificultad de la caridad pastoral. Por una parte, la vivimos; pero, por otra, quisiera decir también: ¡ánimo! La Iglesia hace mucho, gracias a Dios, en África, pero también en Roma y en Europa. Hace mucho y muchos se sienten agradecidos, tanto en el sector de la pastoral de los enfermos, como en el de la pastoral de los pobres y los abandonados. Continuemos con valentía y tratemos de encontrar juntos los caminos mejores.

El otro punto se centraba en el hecho de que la formación sacerdotal entre generaciones, incluso cercanas, a muchos les parece diversa, y esto complica el compromiso común en favor de la transmisión de la fe. Ya noté esto cuando era arzobispo de Munich. Cuando nosotros ingresamos en el seminario, todos teníamos una espiritualidad católica común, más o menos madura. Podemos decir que el fundamento espiritual era común. Ahora vienen de experiencias espirituales muy diversas.

En mi seminario constaté que vivían en "islas" diversas de espiritualidad, que difícilmente se comunicaban. Damos gracias sinceramente al Señor porque ha dado muchos nuevos impulsos a la Iglesia y también muchas nuevas formas de vida espiritual, de descubrimiento de la riqueza de la fe. Sobre todo, no hemos de descuidar la espiritualidad católica común, que se expresa en la liturgia y en la gran Tradición de la fe. Esto me parece muy importante.

Este punto es importante también con respecto al Concilio. Como dije antes de Navidad a la Curia romana, no hay que vivir la hermenéutica de la discontinuidad; hay que vivir la hermenéutica de la renovación, que es espiritualidad de la continuidad, de caminar hacia adelante con continuidad.

Esto me parece muy importante también con respecto a la liturgia. Pongo un ejemplo concreto, que me ha venido a la mente precisamente hoy con la breve meditación de este día. La "statio" de este día, jueves después del miércoles de Ceniza, es San Jorge. En la liturgia de ese santo soldado, en otros tiempos, había dos lecturas sobre dos santos soldados. La primera hablaba del rey Ezequías, que, enfermo, es condenado a muerte y pide al Señor llorando: "Dame todavía un poco de vida".
Y el Señor es bueno y le concede otros diecisiete años de vida. Por tanto, una hermosa curación y un soldado que puede volver a realizar su actividad. La segunda es el pasaje del evangelio que habla del oficial de Cafarnaúm con su siervo enfermo. Así tenemos dos temas: el de la curación y el de la "milicia" de Cristo, del gran combate. Ahora, en la liturgia actual, tenemos dos lecturas totalmente distintas: la del Deuteronomio: "Escoge la vida" y la del evangelio: "Seguir a Cristo y tomar su cruz", que equivale a no buscar la propia vida sino a dar la vida, y es una interpretación de lo que significa "escoge la vida".

Puedo asegurar que yo siempre he amado mucho la liturgia. Me gustaba en especial el camino cuaresmal de la Iglesia, con las iglesias "estaciones" y las lecturas vinculadas a estas iglesias: una geografía de fe que se transforma en geografía espiritual de la peregrinación con el Señor. Y me entristeció un poco que nos quitaran este nexo entre la "estación" y las lecturas. Hoy veo que precisamente estas lecturas son muy hermosas y expresan el programa de la Cuaresma: escoger la vida, es decir, renovar el "sí" del bautismo, que es precisamente opción por la vida.

En este sentido, hay una íntima continuidad y me parece que debemos aprenderlo a través de este pequeño ejemplo entre discontinuidad y continuidad. Debemos aceptar las novedades, pero también amar la continuidad y ver el Concilio desde esta perspectiva de la continuidad. Esto nos ayudará también al mediar entre las generaciones en su modo de comunicar la fe.

15 Por último: el sacerdote del Vicariato de Roma concluyó con una palabra que hago mía perfectamente, de forma que con ella podemos también concluir ahora: ser más sencillos. Me parece un programa muy hermoso. Tratemos de ponerlo en práctica y así estaremos más abiertos al Señor y a la gente.

¡Muchas gracias!


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VISITA A LA SEDE DE RADIO VATICANO
EN EL 75° ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DIRECTORES Y COLABORADORES

Palacio Pío, viernes 3 de marzo de 2006



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

De buen grado he venido a visitaros en esta hermosa sede del palacio Pío, que el siervo de Dios Pablo VI puso a disposición de Radio Vaticano. Os saludo cordialmente a todos y os agradezco vuestra acogida. En particular, saludo al reverendo prepósito general de la Compañía de Jesús, padre Peter-Hans Kolvenbach, y le agradezco el servicio que, desde los orígenes de Radio Vaticano, prestan los jesuitas a la Santa Sede, fieles al carisma ignaciano de plena dedicación a la Iglesia y al Romano Pontífice.

Saludo al cardenal Roberto Tucci y al padre Antonio Stefanizzi, así como al padre Pasquale Borgomeo, que no ha podido asistir por compromisos precedentes, los cuales durante varios años fueron directores generales de Radio Vaticano. Saludo al padre Federico Lombardi, actual director general, y le doy las gracias por las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Expreso mi gratitud también al señor Candi, que ha interpretado los sentimientos de los empleados laicos.

Dirijo, asimismo, mi saludo en este momento a los empleados que se hallan en las otras sedes de la emisora -el Centro de transmisiones de Santa María de Galeria, el palacete León XIII y el palacete Marconi- y participan en este encuentro en conexión por audio y vídeo. Saludo a vuestros compañeros ya jubilados, a los numerosos colaboradores, a los familiares y amigos, y a todos los que habrían querido estar presentes, pero no han podido por motivo de espacio. Extiendo, además, mi saludo a los radioyentes de vuestras transmisiones, esparcidos por todo el mundo.

Las sugestivas imágenes de hace 75 años nos presentan la primera estación de Radio Vaticano, que hoy puede parecer modesta. Pero Guillermo Marconi sabía que el camino abierto por la ciencia y la técnica ejercería un gran influjo en la vida de la humanidad. También mi venerado predecesor Pío XI era muy consciente de la importancia que el nuevo instrumento de comunicación, del que la Iglesia estaba dotándose, tendría para la difusión del magisterio pontificio en el mundo. Su primer radiomensaje, que el 12 de febrero de 1931 inauguró la historia de vuestra emisora, estaba dirigido con original solemnidad "a todas las naciones y a toda criatura".

En los años siguientes, durante la segunda guerra mundial, el siervo de Dios Pío XII, con sus históricos radiomensajes, pudo llegar a todos los pueblos con palabras de consuelo, advertencias y apremiantes llamamientos a la esperanza y a la paz. Y cuando el comunismo extendió su dominio sobre diversas naciones de Europa central y oriental, y sobre otras partes del mundo, Radio Vaticano multiplicó los programas y las lenguas de transmisión, para que llegara a las comunidades cristianas oprimidas por los regímenes totalitarios el testimonio de la cercanía y de la solidaridad del Papa y de la Iglesia universal.

Con el concilio Vaticano II se tomó aún mayor conciencia de la importancia que los medios de comunicación tendrían en la difusión del mensaje evangélico en nuestra época, y vuestra emisora, con idóneos y modernos medios técnicos, comenzó a desarrollar una programación radiofónica cada vez más rica y articulada. Por último, hoy, gracias a las tecnologías más avanzadas, en particular satélites e internet, estáis en condiciones de producir programas en diversas lenguas, que numerosas emisoras en todos los continentes reciben y transmiten, llegando así a un área aún más vasta de radioyentes.

Queridos amigos, no podemos por menos de dar gracias al Señor por todo esto y, al mismo tiempo, pedirle que siga asistiéndoos en vuestro trabajo. Invocadlo con las palabras escritas en la fachada principal de vuestra sede: "Adsis Christe, eorumque aspira laboribus, qui pro tuo nomine certant", "Ayúdanos, Cristo, e inspira los trabajos de quienes combaten por tu nombre". Sí, vosotros libráis "el buen combate de la fe", según las palabras del apóstol san Pablo (cf. 1 Tm 6, 12), para difundir el Evangelio de Cristo. Ese combate, como se lee en vuestro Estatuto, consiste en "anunciar con libertad, fidelidad y eficacia el mensaje cristiano y unir el centro de la catolicidad con los diversos países del mundo: difundiendo la voz y las enseñanzas del Romano Pontífice; informando sobre la actividad de la Santa Sede; haciéndose eco de la vida católica en el mundo; orientando para valorar los problemas del momento a la luz del magisterio eclesiástico y con constante atención a los signos de los tiempos" (n. 1. 3).

Esta es una misión que sigue siendo siempre actual, aunque con el tiempo cambien las circunstancias y las modalidades para cumplirla. En efecto, Radio Vaticano ya no es una sola voz que se irradia desde un único lugar, como sucedía con la primera estación de Marconi. Es, más bien, un coro de voces, que resuena en más de cuarenta lenguas y puede dialogar con diferentes culturas y religiones; un coro de voces que recorre los caminos del éter gracias a las ondas electromagnéticas y se difunde extensamente para quedar grabado a lo largo de los nudos y las mallas de la red telemática cada vez más densa que envuelve el planeta.

Queridos amigos, seguid actuando en el gran areópago de la comunicación moderna, aprovechando la extraordinaria experiencia vivida durante el gran jubileo del año 2000 y, más aún, con ocasión de la muerte del amado Papa Juan Pablo II, un acontecimiento que mostró cuán grande es el deseo que tiene la humanidad de conocer la realidad de la Iglesia. Pero no olvidéis que, para cumplir la misión que se os ha confiado, ciertamente debéis tener una adecuada formación técnica y profesional, pero sobre todo debéis cultivar incesantemente un espíritu de oración y de fiel adhesión a las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia.

Que la Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, os ayude y proteja siempre.

Renovándoos mis sentimientos de gratitud, de buen grado os imparto a vosotros, queridos hermanos y hermanas aquí presentes, mi bendición, que extiendo a vuestros seres queridos y a todos los radioyentes de Radio Vaticano.

PALABRAS DE SU SANTIDAD,
EN DIRECTO, DESDE LOS MICRÓFONOS DE RADIO VATICANA



Queridos hermanos y hermanas:

Saludo de corazón a todos los radioyentes y las radioyentes de Radio Vaticano y les deseo la paz y la alegría del Señor. Para mí es una gran alegría estar aquí. Somos conscientes de que hace 75 años el Papa Pío XI inauguró Radio Vaticano y dio así una nueva voz a la Santa Sede, más aún, a la Iglesia y al Señor; una voz con la que se pudiera cumplir realmente el mandato del Señor: "Anunciad el Evangelio a todas las naciones hasta los confines de la tierra".

Mientras tanto, veo que en estos 75 años la técnica se ha perfeccionado mucho. Hoy, la voz de Radio Vaticano puede llegar a todas las partes del mundo, a numerosos hogares y, como se ha subrayado, existe sobre todo una hermosa reciprocidad, no sólo hablando sino también acogiendo las respuestas, en un verdadero diálogo para comprender, responder y construir así la familia de Dios. Me parece que el sentido de un medio de comunicación como este es ayudar a construir esta gran familia que no conoce fronteras, en la que, en la multiplicidad de las culturas y las lenguas, todos son hermanos y hermanas, y así representan una fuerza en favor de la paz.

Desearía que todos los que me escuchan en este momento se sientan realmente implicados en este gran diálogo de la verdad. Como sabemos, en el mundo de los medios de comunicación no faltan tampoco voces opuestas. Por eso, es muy importante que exista esta voz, que quiere ponerse realmente al servicio de la verdad, de Cristo, y así ponerse al servicio de la paz y la reconciliación en el mundo.

A los colaboradores les deseo que sean instrumentos eficaces de esta gran obra de paz del Señor. Os agradezco todo lo que hacéis día a día, quizá incluso noche tras noche. A los radioyentes, implicados ellos mismos en este gran diálogo, les deseo que sean también ellos testigos de la verdad y de la fuerza de la paz en el mundo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SOCIOS DE LA UNIÓN CRISTIANA
DE EMPRESARIOS DIRIGENTES

Sala Pablo VI, sábado 4 de marzo



Señores cardenales;
queridos amigos de la Unión cristiana de empresarios dirigentes:

Me alegra acogeros y dirigiros a cada uno mi cordial saludo. Saludo en particular al cardenal Ennio Antonelli, que ha interpretado los sentimientos comunes. Le doy las gracias por su discurso; agradezco también al presidente de la Unión las amables palabras con las que ha introducido nuestro encuentro, presentando las motivaciones y el estilo de vuestro compromiso personal y asociativo. De modo especial, me ha impresionado el propósito que habéis manifestado de tender a una ética que vaya más allá de la simple deontología profesional, aunque en el contexto actual eso ya sería bastante.

Esto me ha hecho pensar en la relación entre justicia y caridad, a la que dediqué una reflexión específica en la segunda parte de la encíclica Deus caritas est (cf. nn. 26-29). El cristiano está llamado a buscar siempre la justicia, pero lleva en sí el impulso del amor, que va más allá de la misma justicia. El camino realizado por los laicos cristianos, desde mediados del siglo XIX hasta hoy, los ha llevado a tomar conciencia de que las obras de caridad no deben sustituir el compromiso en favor de la justicia social. La doctrina social de la Iglesia, y sobre todo la acción de numerosas asociaciones de inspiración cristiana, como la vuestra, muestran cuán largo ha sido el camino recorrido por la comunidad eclesial a este respecto.

En estos últimos tiempos, también gracias al magisterio y al testimonio de los Romanos Pontífices, y en especial del amado Papa Juan Pablo II, a todos nos resulta más claro que la justicia y la caridad son dos aspectos inseparables del único compromiso social del cristiano. De modo particular, a los fieles laicos les compete trabajar por un orden justo en la sociedad, participando personalmente en la vida pública, cooperando con los demás ciudadanos bajo su responsabilidad personal (cf. Deus caritas est, 29). Precisamente al obrar así, están animados por la "caridad social", que los impulsa a estar atentos a las personas en cuanto tales, a las situaciones de mayor dificultad y soledad, y también a las necesidades no materiales (cf. ib., 28).

Hace dos años, gracias al Consejo pontificio Justicia y paz, se publicó el Compendio de la doctrina social de la Iglesia. Se trata de un instrumento formativo muy útil para todos los que quieren dejarse guiar por el Evangelio en su actividad laboral y profesional. Estoy seguro de que ya ha sido objeto de atento examen también por vuestra parte, y deseo que, tanto para cada uno de vosotros como para las secciones locales de la UCID, se convierta en un punto de referencia constante al examinar las cuestiones, al elaborar los proyectos, al buscar las soluciones para los complejos problemas del mundo del trabajo y de la economía. En efecto, precisamente en este ámbito realizáis una parte irrenunciable de vuestra misión de laicos cristianos y, por tanto, de vuestro camino de santificación.

Además, he leído con interés la "Carta de valores" de los jóvenes de la UCID, y me complace el espíritu positivo y de confianza en la persona humana que la anima. Cada "creo" va acompañado de un "me comprometo", buscando así la coherencia entre una fuerte convicción y un consiguiente esfuerzo operativo. En particular, he apreciado el propósito de valorar a toda persona por lo que es y por lo que puede dar, según sus talentos, rechazando toda forma de explotación; así como la importancia reconocida a la familia y a la responsabilidad personal.

Se trata de valores que, por desgracia, también a causa de las actuales dificultades económicas, a menudo corren el riesgo de no ser puestos en práctica por los empresarios que carecen de una sólida inspiración moral. Por eso es indispensable la aportación de todos los que toman su inspiración moral de su formación cristiana, que, con mayor razón, jamás se ha de considerar ya plenamente adquirida, sino que debe alimentarse y renovarse siempre.

Queridos amigos, dentro de pocos días celebraremos la solemnidad de san José, patrono de los trabajadores. Seguramente siempre ha sido venerado por vuestra asociación a lo largo de su historia. Yo, que también llevo su nombre, me alegro hoy de poder presentároslo no sólo como protector e intercesor celestial de toda iniciativa benemérita, sino también como confidente de vuestra oración, de vuestro compromiso ordinario, en el que ciertamente se alternan satisfacciones y desilusiones, de vuestra diaria y —diría— tenaz búsqueda de la justicia de Dios en las cosas humanas.

Precisamente san José os ayudará a poner en práctica la exigente exhortación de Jesús: "Buscad primero el reino de Dios y su justicia" (Mt 6, 33). Que también os asista siempre la Virgen María, así como los grandes testigos de la caridad social, que han difundido con su enseñanza y su acción el evangelio de la caridad. Por último, que os acompañe la bendición apostólica, que de corazón os imparto a vosotros, aquí presentes, y de buen grado extiendo a todos los socios y a vuestros familiares.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO CON OCASIÓN
DEL 40 ANIVERSARIO DEL DECRETO AD GENTES

Sábado 11 de marzo de 2006





Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

Os saludo con afecto a todos vosotros, que habéis participado en el congreso internacional organizado por la Congregación para la evangelización de los pueblos y la Pontificia Universidad Urbaniana, con ocasión del 40° aniversario del decreto conciliar Ad gentes. Saludo en primer lugar al cardenal Crescenzio Sepe, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo a los obispos y a los sacerdotes presentes, y a todos los que han participado en esta iniciativa tan oportuna, porque responde a la exigencia de seguir profundizando las enseñanzas del Vaticano II, para mostrar la fuerza propulsora dada por dicho concilio a la vida y a la misión de la Iglesia.

En efecto, con la aprobación, el 7 de diciembre de 1965, del decreto Ad gentes, se dio un renovado impulso a la misión de la Iglesia. Se pusieron de relieve mejor los fundamentos teológicos del compromiso misionero; su valor y su actualidad ante las transformaciones del mundo y frente a los desafíos que la modernidad plantea al anuncio del Evangelio (cf. n. 1). La Iglesia ha adquirido una conciencia aún más clara de su innata vocación misionera, reconociendo en ella un elemento constitutivo de su misma naturaleza. En obediencia al mandato de Cristo, que envió a sus discípulos a anunciar el Evangelio a todas las gentes (cf. Mt 28, 18-20), también en nuestra época la comunidad cristiana se siente enviada a los hombres y a las mujeres del tercer milenio, para darles a conocer la verdad del mensaje evangélico y abrirles de este modo el camino de la salvación. Y esto —como decía— no es algo facultativo, sino la vocación propia del pueblo de Dios, un deber que le incumbe por mandato del mismo Señor Jesucristo (cf. Evangelii nuntiandi, 5). Más aún, el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano, por estar llamados a comunicar a todos el amor de Dios, que se manifestó plenamente en el único Redentor del mundo, Jesucristo.

La publicación del decreto conciliar Ad gentes, sobre el que habéis reflexionado oportunamente, ha permitido poner mejor de relieve la raíz originaria de la misión de la Iglesia, es decir, la vida trinitaria de Dios, de quien proviene el movimiento de amor que, desde las Personas divinas, se difunde por la humanidad. Todo brota del corazón del Padre celestial, que tanto amó al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna (cf. Jn 3, 16).
Con el misterio de la Encarnación, el Hijo unigénito fue constituido auténtico y supremo mediador entre el Padre y los hombres. En él, muerto y resucitado, la ternura providente del Padre alcanza a todo hombre de modos y por caminos que sólo él conoce. La tarea de la Iglesia consiste en comunicar incesantemente este amor divino, gracias a la acción vivificante del Espíritu Santo. En efecto, el Espíritu es quien transforma la vida de los creyentes, liberándolos de la esclavitud del pecado y de la muerte, y capacitándolos para testimoniar el amor misericordioso de Dios, que en su Hijo, quiere hacer de la humanidad, una única familia (cf. Deus caritas est, 19).

Desde sus orígenes, el pueblo cristiano percibió con claridad la importancia de comunicar, a través de una incesante acción misionera, la riqueza de este amor a todos los que todavía no conocían a Cristo. Más aún, durante estos últimos años se ha sentido la necesidad de reafirmar este compromiso, porque —como observó mi amado predecesor Juan Pablo II— en la época moderna la missio ad gentes parece sufrir a veces una fase de mayor lentitud debido a las dificultades del nuevo marco antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad. Hoy la Iglesia está llamada a afrontar desafíos nuevos, y está dispuesta a dialogar con culturas y religiones diversas, tratando de construir con toda persona de buena voluntad la convivencia pacífica de los pueblos. Así, el campo de la missio ad gentes se ha ampliado notablemente, y no se puede definir sólo basándose en consideraciones geográficas o jurídicas; en efecto, los verdaderos destinatarios de la actividad misionera del pueblo de Dios no son sólo los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socioculturales y, sobre todo, los corazones.

Se trata de un mandato cuya fiel realización exige paciencia y clarividencia, valentía y humildad, escucha de Dios y discernimiento vigilante de los "signos de los tiempos". El decreto conciliar Ad gentes muestra cómo la Iglesia es consciente de que, para que "lo que una vez se obró para todos en orden a la salvación alcance su efecto en todos a través de los tiempos" (n. 3), es necesario recorrer el mismo camino de Cristo, camino que conduce hasta la muerte en la cruz. En efecto, la acción evangelizadora "debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo: esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección" (ib., 5). Sí, la Iglesia está llamada a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándose iluminar por su Palabra e imitándolo en su entrega generosa a los hermanos. Ella es instrumento en sus manos, y por eso hace lo que puede, consciente de que es siempre el Señor quien realiza todo.

Queridos hermanos y hermanas, gracias por la reflexión que habéis desarrollado durante estos días, profundizando los contenidos y las modalidades de la actividad misionera en nuestra época, en particular, poniendo de relieve la tarea de la teología, que es también exposición sistemática de los diversos aspectos de la misión de la Iglesia. Con la aportación de todos los cristianos el anuncio del Evangelio resultará ciertamente cada vez más comprensible y eficaz.

Que María, Estrella de la evangelización, ayude y sostenga a los que en numerosas regiones del mundo trabajan en la vanguardia de la misión. A este propósito, ¿cómo no recordar a todos los que, también recientemente, han dado la vida por el Evangelio? Que su sacrificio obtenga una renovada primavera, rica en frutos apostólicos para la evangelización. Oremos por esto, encomendando al Señor a todos los que, de diversos modos, trabajan en la gran viña del Señor. Con estos sentimientos, os imparto a vosotros aquí presentes la bendición apostólica, extendiéndola de corazón a vuestros seres queridos y a las comunidades eclesiales a las que pertenecéis.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL CONCLUIR LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
EN LA CAPILLA REDEMPTORIS MATER

Sábado 11 de marzo de 2006



Señor cardenal;
queridos hermanos:

Al final de estos días de gracia, es obligado y hermoso por parte del Papa decir: ¡gracias! Gracias, ante todo, al Señor, que nos concedió este período de renovación física y espiritual. Gracias a usted, señor cardenal, que, siguiendo el itinerario de san Marcos, nos guió a lo largo del camino con Jesús hacia Jerusalén.

Al comienzo, usted nos hizo comprender inmediatamente el carácter profundamente eclesial de este "sacramentum exercitii". Nos hizo comprender que no se trataba de un retiro individual, privado. Con el "sacramentum exercitii", realizamos nuestra solidaridad con la Iglesia en el "exercitium" sacramental común, y así asumimos nuestra responsabilidad de pastores. No podemos llevar al mundo la buena nueva, que es Cristo mismo, si no estamos nosotros mismos en profunda unión con Cristo, si no lo conocemos en profundidad y de modo personal, si no vivimos de su Palabra.

Además del carácter eclesiástico y eclesial de estos ejercicios, usted mostró también su carácter cristológico. Nos hizo estar atentos al Maestro interior; nos ayudó a escuchar al Maestro que habla con nosotros y en nosotros; nos ayudó a responder, a hablar con el Señor, escuchando su palabra.
Nos guió por ese camino "catecumenal" que caracteriza el evangelio de san Marcos, en una peregrinación común junto con los discípulos hacia Jerusalén, y nos dio de nuevo la certeza de que en nuestra barca —a pesar de todas las tempestades de la historia— está Cristo. Nos enseñó de nuevo a ver en el rostro sufriente de Cristo, en su cabeza coronada de espinas, la gloria del Resucitado. Le estamos agradecidos por esto, señor cardenal, y con nueva fuerza y nueva alegría podemos peregrinar con Cristo y con los discípulos hacia la Pascua.

Durante todos estos días mi mirada se dirigió necesariamente a esta representación del anuncio a María. Lo que me fascinó fue ver que el arcángel Gabriel tiene en la mano un rollo, que pienso que es el símbolo de la Escritura, de la palabra de Dios. Y María está de rodillas dentro del rollo. María está en el rollo, es decir, vive en la palabra de Dios, con toda su existencia vive dentro de la Palabra. Está como impregnada de la Palabra. Así, todo su pensamiento, toda su voluntad y todas sus acciones están impregnados y formados por la Palabra. Al habitar ella misma en la Palabra, puede convertirse también en la "Morada" nueva de la Palabra en el mundo.

Señor cardenal, al final, silenciosamente, sólo con estas alusiones, nos guió por un camino mariano. Este camino mariano nos llama a insertarnos en la palabra de Dios, a poner nuestra vida dentro de la palabra de Dios, y a dejar que esta Palabra impregne nuestro ser, para que después podamos ser testigos de la Palabra viva, de Cristo mismo en nuestro tiempo.

Así, con nueva valentía, con nueva alegría nos encaminamos hacia la Pascua, hacia la celebración del misterio de Cristo, que es siempre más que una celebración o un rito: es presencia y verdad. Y pidamos al Señor que nos ayude a seguirlo, para ser así también guías y pastores de la grey que se nos ha encomendado.

Gracias, señor cardenal. Gracias, queridos hermanos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA IV JORNADA EUROPEA
DE LOS UNIVERSITARIOS DURANTE UNA VIGILIA MARIANA

Sábado 11 de marzo de 2006



Queridos jóvenes universitarios:

Al final del rezo del santo rosario, con gran alegría os dirijo mi cordial saludo a todos vosotros, reunidos aquí, en el Vaticano, y simultáneamente en Madrid, Nairobi, Owerri, Abiyán, Dublín, Salamanca, Munich, Friburgo, San Petersburgo y Sofía, así como en Antananarivo y Bonn. Saludo y doy las gracias, además, a los venerados pastores que están con vosotros y guían vuestra oración en conexión con nosotros. Este es un hermoso signo de comunión de la Iglesia católica. También doy las gracias al coro y a la orquesta, así como a los varios organismos que han colaborado en este acontecimiento: el Centro televisivo vaticano, Radio Vaticano, Telespacio, los Ministerios de Asuntos exteriores y de la Universidad, la provincia y el ayuntamiento de Roma.

Esta vigilia mariana, tan apreciada por el Papa Juan Pablo II, construye puentes de fraternidad entre los jóvenes universitarios de Europa, y esta tarde los prolonga hacia el gran continente africano, para que crezca la comunión entre las nuevas generaciones y se difunda la civilización del amor. Por eso, a los amigos que están en conexión con nosotros desde África deseo enviarles un abrazo particularmente afectuoso, que quisiera extender a todas las queridas poblaciones africanas.

¡Queridos jóvenes universitarios reunidos en Madrid y Salamanca! Que la Virgen María os ayude a dar testimonio del amor de Dios entre vuestros amigos y compañeros.

Queridos amigos reunidos en Nairobi, Owerri y Dublín, que María, Sede de la Sabiduría, os enseñe a integrar siempre verdad y amor en vuestros estudios y en vuestra vida.

Queridos jóvenes en Munich y Bonn, recibid siempre el amor divino del Corazón de Cristo y manifestadlo con obras concretas de servicio a vuestros hermanos y hermanas. Para ello os acompañe y ayude la Virgen María.

Queridos estudiantes de Friburgo y Abiyán, bajo la guía materna de María seguid siempre a Jesús por el camino del amor, haciendo de vuestra vida un don generoso.

Queridos amigos de San Petersburgo, que la santa Madre de Dios acompañe vuestro itinerario de formación, para que podáis emprender la actividad profesional animados por el amor cristiano.
Queridos jóvenes de Sofía, Dios es amor: que esta verdad fundamental de la fe cristiana ilumine siempre vuestro estudio y toda vuestra vida.

Queridos amigos, a continuación entregaré mi encíclica Deus caritas est a algunos de vuestros representantes. De este modo pretendo entregarla simbólicamente a todos los universitarios de Europa y África, con el deseo de que la verdad fundamental de la fe cristiana —Dios es amor— ilumine el camino de cada uno de vosotros y se irradie a través de vuestro testimonio a vuestros compañeros de estudio. Esta verdad sobre el amor de Dios, origen, sentido y fin del universo y de la historia, fue revelada por Jesucristo con sus palabras y su vida, especialmente en su Pascua de muerte y resurrección. Ella es el fundamento de la sabiduría cristiana que, como levadura, es capaz de hacer fermentar toda cultura humana, para que manifieste lo mejor de sí y coopere en el crecimiento de un mundo más justo y pacífico.

Queridos universitarios, al entregaros la encíclica, os propongo también mi Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud, que celebraremos el próximo domingo de Ramos. Dediqué este Mensaje a la importancia de la palabra de Dios, y por eso tomé su título del versículo del salmo 118, que dice: "Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero". Como preparación para la jornada de Ramos, os invito a la tradicional cita con todos los jóvenes, que tendrá lugar la tarde del jueves 6 de abril, en la plaza de San Pedro. Acogeremos la cruz peregrina proveniente de Colonia y recordaremos con corazón agradecido, un año después de su muerte, a mi gran predecesor Juan Pablo II.

María, Sede de la Sabiduría, os obtenga en esta Cuaresma una profunda renovación espiritual, para que podáis vivir y ofrecer siempre vuestro estudio para gloria de Dios. Con este fin, os aseguro que seguiré recordándoos en mis oraciones, a la vez que os bendigo de corazón a vosotros y a vuestros familiares.


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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO AMERICANO

Jueves 16 de marzo de 2006



Distinguidos miembros del Comité judío americano:

De buen grado os doy la bienvenida al Vaticano, y confío en que este encuentro impulse ulteriormente vuestros esfuerzos por incrementar la amistad entre el pueblo judío y la Iglesia católica.

La reciente celebración del 40° aniversario de la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II ha acrecentado nuestro deseo común de conocernos mejor recíprocamente y desarrollar un diálogo caracterizado por el respeto mutuo y el amor. En efecto, los judíos y los cristianos tienen un rico patrimonio común. En cierto modo, esto hace que nuestra relación sea única entre las religiones del mundo. La Iglesia no puede olvidar nunca al pueblo elegido con el que Dios estableció una santa alianza (cf. Nostra aetate, 4).

Judaísmo, cristianismo e islam creen en un solo Dios, creador del cielo y de la tierra. De aquí se sigue que las tres religiones monoteístas están llamadas a cooperar entre sí con vistas al bien común de la humanidad, sirviendo a la causa de la justicia y la paz en el mundo. Esto es especialmente importante hoy que se debe prestar una atención particular a la enseñanza del respeto a Dios, a las religiones y a sus símbolos, así como a los sitios sagrados y lugares de culto. Los líderes religiosos tienen la responsabilidad de trabajar por la reconciliación con un diálogo genuino y gestos de solidaridad humana.

Queridos amigos, pido a Dios que esta visita os confirme en vuestro esfuerzo por construir puentes de comprensión por encima de todas las barreras. Sobre todos vosotros invoco los dones divinos de fortaleza y consuelo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES

Viernes 17 de marzo de 2006



Eminencias;
excelencias;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Me alegra daros la bienvenida al Vaticano hoy, con ocasión de la asamblea plenaria anual del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales. Ante todo, deseo agradecer al arzobispo Foley, presidente del Consejo, sus amables palabras de introducción; os doy las gracias también a todos vosotros por vuestro compromiso en este importante apostolado de las comunicaciones sociales, como forma directa de evangelización y como contribución a la promoción de todo lo que es bueno y verdadero para toda sociedad humana.

En mi primer Mensaje para la Jornada mundial de las comunicaciones sociales reflexioné sobre los medios de comunicación social como red que facilita la comunicación, la comunión y la cooperación. Recordé que el decreto Inter mirifica del concilio Vaticano II reconocía ya el enorme poder de los medios de comunicación social para informar la mente de las personas y plasmar su pensamiento. Cuarenta años después somos más conscientes que nunca de la necesidad urgente de aprovechar este poder en beneficio de toda la humanidad.

San Pablo nos recuerda que por Cristo ya no somos extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, hasta formar un templo santo, una morada de Dios (cf. Ef 2, 19-22). Esta sublime imagen de una vida de comunión implica todos los aspectos de nuestra vida como cristianos, y a vosotros, de modo particular, os indica el desafío de impulsar las comunicaciones sociales y la industria del espectáculo a ser protagonistas de la verdad y promotores de la paz que deriva de la vida vivida de acuerdo con esa verdad liberadora. Como sabéis bien, dicho compromiso exige una valentía y una determinación basadas en firmes principios por parte de quienes poseen y trabajan en la influyente industria de los medios de comunicación social, para garantizar que la promoción del bien común no se sacrifique nunca a la búsqueda egoísta del lucro o a un programa ideológico con poca responsabilidad pública. Confío en que el estudio de la carta apostólica El rápido desarrollo, de mi amado predecesor, os sirva de gran ayuda para reflexionar sobre estas cuestiones.

En mi Mensaje de este año también presté particular atención a la urgente necesidad de sostener y apoyar el matrimonio y la vida familiar, fundamento de toda cultura y sociedad.
Las comunicaciones sociales y la industria del espectáculo pueden ayudar a los padres en su difícil pero gratificante vocación de educar a los hijos, presentándoles modelos edificantes de vida y de amor humano.

¡Qué desalentador y destructivo es para todos nosotros cuando ocurre lo contrario! ¿No se aflige nuestro corazón muy especialmente cuando nuestros jóvenes se ven sometidos a expresiones degradantes o falsas de amor que ridiculizan la dignidad de la persona humana, otorgada por Dios, y minan los intereses familiares?

Al concluir, os exhorto a renovar vuestros esfuerzos para ayudar a los que trabajan en el mundo de los medios de comunicación social a promover lo que es bueno y verdadero, especialmente con respecto al sentido de la existencia humana y social, y a denunciar lo que es falso, especialmente las tendencias perniciosas que erosionan el entramado de una sociedad civil digna de la persona humana.

Nos deben animar las palabras de san Pablo: Cristo es nuestra paz: en él somos uno (cf. Ef 2, 14).

Trabajemos juntos para construir la comunión de amor acorde con los designios del Creador, conocidos gracias a su Hijo.

A todos vosotros, a vuestros compañeros y a los miembros de vuestras familias, imparto cordialmente mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE CAMERÚN EN VISITA "AD LIMINA"

Sábado 18 de marzo de 2006


Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra daros una cordial bienvenida, mientras realizáis vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, saludando especialmente a los que este año realizan su primera visita ad limina. Habéis venido a reuniros con el Sucesor de Pedro para confirmar los vínculos de comunión que os unen a él. Durante nuestros encuentros he estado atento a vuestras alegrías y preocupaciones de pastores de la Iglesia en Camerún. Os aseguro mi oración por vuestro ministerio episcopal y por vuestras comunidades diocesanas. Ojalá que vuestra estancia fortalezca vuestro dinamismo misionero y acreciente entre vosotros la unidad en la caridad, para guiar con justicia y seguridad a los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral.

Agradezco al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Simon-Victor Tonyé Bakot, arzobispo de Yaundé, sus cordiales palabras y su presentación de los desafíos que afronta hoy la Iglesia en Camerún. Al volver a vuestra patria, llevad a todos los fieles de vuestras diócesis el saludo afectuoso del Papa, que los invita a dejarse renovar interiormente por Cristo para dar un testimonio de fraternidad y comunión que interpele cada vez más a la sociedad actual.

La vida de la Iglesia en Camerún quedó marcada el año pasado por la celebración del décimo aniversario de la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, firmada en Yaundé en septiembre de 1995 por el Papa Juan Pablo II. Ese momento de gracia, vivido en la fe y en la esperanza, reveló una real solidaridad pastoral orgánica en todo el continente africano, que se manifestó sobre todo en los trabajos fecundos y estimulantes de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Ojalá que las intuiciones eclesiológicas y espirituales contenidas en ese texto, verdaderos antídotos contra el desaliento y la resignación, susciten en vuestras comunidades, así como en el seno de la Conferencia episcopal, un impulso nuevo para cumplir la misión salvífica que la Iglesia recibió de Cristo. Se trata de hacer que el Evangelio penetre en lo más profundo de las culturas y las tradiciones de vuestro pueblo, caracterizadas por la riqueza de sus valores humanos, espirituales y morales, sin dejar de purificar estas culturas, mediante una conversión necesaria, de lo que en ellas se opone a la plenitud de verdad y de vida que se manifiesta en Cristo Jesús. Esto también requiere anunciar y vivir la buena nueva, entablando sin temor un diálogo crítico con las culturas nuevas vinculadas a la aparición de la globalización, para que la Iglesia les lleve un mensaje cada vez más pertinente y creíble, permaneciendo fiel al mandato que recibió de su Señor (cf. Mt 28, 19).

Vuestras relaciones quinquenales señalan el contexto económico y social desfavorable, que incrementa el número de personas en situación de gran precariedad, debilitando el vínculo social y causando la pérdida de cierto número de valores tradicionales, como la familia, la comunión, la atención a los niños y a los jóvenes, el sentido de gratuidad, el respeto a los ancianos. La ofensiva de las sectas, que se aprovechan de la credulidad de los fieles para alejarlos de Cristo y de la Iglesia, las diferentes prácticas de religiosidad popular que florecen en las comunidades y que conviene purificar sin cesar, así como la devastación del sida, son otros tantos desafíos actuales a los que estáis llamados a dar respuestas teológicas y pastorales precisas, para evangelizar a fondo el corazón de los hombres y despertar su conciencia. Desde esta perspectiva, conviene ayudar a todos los miembros de la Iglesia sin excepción a cultivar una intimidad cada vez mayor con Cristo, alimentada con la palabra de Dios, con una intensa vida de oración y una vida sacramental regular. Guiadlos por los caminos de una fe más madura y más sólida, capaz de transformar a fondo los corazones y las conciencias, para que se entablen relaciones cada vez más fraternas y solidarias entre todos.

Con la palabra y el testimonio de vida debéis exhortar a los hombres a descubrir a Cristo mediante la fuerza del Espíritu y confirmarlos en la fe viva. Deseo que la riqueza de vuestras predicaciones, vuestra preocupación por promover una catequesis estructurada y garantizar una formación inicial y permanente exigente para los catequistas, y vuestro apoyo a la investigación teológica, así como la solicitud por vuestro ministerio de santificación, susciten un nuevo impulso de santidad en las comunidades. Así, los cristianos podrán ocupar su lugar y actuar con competencia en los campos de la vida social, la política y la economía, proponiendo a sus compatriotas una visión del hombre y de la sociedad conforme a los valores humanos fundamentales y a las enseñanzas de la doctrina social de la Iglesia.

La Iglesia está llamada a transformarse cada vez más en casa y escuela de comunión. Desde esta perspectiva, el trabajo realizado juntos con espíritu de caridad en vuestra Conferencia episcopal, compuesta por obispos de lengua francesa e inglesa, ya es en sí mismo un signo elocuente de la unidad que vivís, y sirve para llevar a cabo la evangelización de vuestro pueblo, marcado por diferencias étnicas. Os animo a continuar en esta dirección, mostrando con vuestras palabras y escritos cómo la Iglesia católica se preocupa por la promoción del bienestar y la dignidad de todos los cameruneses, sin excepción, y por la realización de sus profundas aspiraciones a la unidad, la paz, la justicia y la fraternidad.

Me alegra constatar el número creciente de sacerdotes y seminaristas que hay en vuestro país, y doy gracias también por el trabajo paciente de los misioneros que los han precedido, entregándose con generosidad y espíritu apostólico para edificar comunidades capaces de suscitar en su seno vocaciones sacerdotales. La búsqueda de la unidad al servicio de la misión os invita a estar atentos a los vínculos de comunión fraterna con vuestros sacerdotes. Aliento también a vuestros sacerdotes a dejarse renovar por la caridad pastoral que debe guiarlos a ellos que, por la ordenación, están configurados con Cristo, Cabeza y Pastor. Que cada uno medite sobre la entrega total que ha hecho de sí mismo a Dios y a la Iglesia, a imagen de la entrega de Cristo, y sobre las exigencias de la caridad pastoral, especialmente sobre la necesidad de una vida casta vivida en el celibato, en conformidad con la ley de la Iglesia, sobre un ejercicio justo de la autoridad y sobre una relación sana con los bienes materiales. A vosotros os corresponde sostenerlos en su vida sacerdotal, con vuestra cercanía y vuestro ejemplo, recordando que "si el oficio episcopal no se apoya en el testimonio de santidad manifestado en la caridad pastoral, en la humildad y en la sencillez de vida, acaba por reducirse a un papel casi exclusivamente funcional y pierde fatalmente credibilidad ante el clero y los fieles" (Pastores gregis, 11). No son principalmente nuestras acciones pastorales, sino la entrega de nosotros mismos y nuestro testimonio de vida lo que revela el amor de Cristo a su grey.

En vuestras relaciones quinquenales destacáis los mayores desafíos que afronta la familia. Sufre directamente los efectos devastadores de una sociedad que propone modos de actuar que frecuentemente la debilitan. Por eso, es preciso promover una pastoral familiar que ofrezca a los jóvenes una educación afectiva y moral exigente, preparándolos para comprometerse a vivir el amor conyugal de manera responsable, condición tan importante para la estabilidad de las familias y de toda la sociedad. Ojalá que mediante una formación inicial y permanente ayudéis a las familias cristianas a percibir la grandeza y la importancia de su vocación, exhortándolas sin cesar a renovar su comunión a través de la fidelidad diaria a la promesa de la entrega mutua total, única y exclusiva, que implica el matrimonio.

La Iglesia en Camerún se esfuerza constantemente por manifestar de manera específica y eficaz la caridad de Cristo hacia todos en los campos del desarrollo, la promoción humana, la justicia, la paz y la sanidad, mostrando la íntima relación que existe entre evangelización y acción social. Aprecio las iniciativas promovidas en este sentido y felicito a los cristianos comprometidos en ellas, en especial en el ámbito de la pastoral de la salud, puesta recientemente de relieve con ocasión de la Jornada mundial del enfermo, que se celebró el año pasado en Yaundé. Ese acontecimiento habrá contribuido seguramente a hacer cada vez más patente en la opinión pública el compromiso pastoral y la misión de la Iglesia entre los enfermos y en la educación para la salud básica, a fin de suscitar una colaboración fecunda con los interlocutores que trabajan en el sector de la sanidad.

Queridos hermanos en el episcopado, al final de nuestro encuentro deseo animaros a proseguir la obra de evangelización en vuestro país. También os invito a continuar consolidando, con espíritu de diálogo sincero y paciente, vivido en la verdad y en la caridad, relaciones fraternas con las demás confesiones cristianas y con los creyentes de otras religiones, para manifestar el amor de Cristo Salvador, que suscita en los hombres el deseo de vivir en paz y formar un pueblo de hermanos. La Iglesia en Camerún, en esa región de África central tan ensangrentada por las guerras, ha de ser un signo cada vez más tangible de esta paz por edificar, una paz que supera el repliegue en la propia identidad o etnia, que rechaza la tentación de la venganza o del resentimiento, y que establece relaciones nuevas entre los hombres, fundadas en la justicia y en la caridad.

Os encomiendo a todos a la intercesión de la Virgen María, Estrella de la evangelización, y os imparto de buen grado a vosotros, así como a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos, las religiosas y todos los fieles laicos de vuestras diócesis, una particular bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS REPRESENTANTES DE LA SANTA SEDE
ANTE LOS ORGANISMOS INTERNACIONALES*

Sábado 18 de marzo de 2006



Señor cardenal
y queridos representantes de la Santa Sede ante los organismos internacionales:

Os acojo con afecto a todos en este encuentro, en el que tengo la alegría de ponerme en contacto por primera vez con vosotros, que habéis venido a Roma para reflexionar juntos sobre algunas cuestiones importantes del momento actual. Os dirijo a todos mi cordial saludo y, además, agradezco sinceramente al señor cardenal secretario de Estado las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

La creciente participación de la Santa Sede en las actividades internacionales constituye un valioso estímulo para que siga dando voz a la conciencia de todos los que componen la comunidad internacional. Se trata de un servicio delicado y arduo que, apoyándose en la fuerza aparentemente inerme, pero en definitiva decisiva de la verdad, quiere colaborar en la construcción de una sociedad internacional más atenta a la dignidad y a las verdaderas exigencias de la persona humana.
Desde esta perspectiva, la presencia de la Santa Sede ante los organismos internacionales intergubernativos representa una contribución fundamental al respeto de los derechos humanos y del bien común y, por tanto, de la libertad auténtica y de la justicia. Se trata de un compromiso específico e insustituible, que puede llegar a ser aún más eficaz si se unen las fuerzas de todos los que colaboran con dedicación fiel en la misión de la Iglesia en el mundo.

Las relaciones entre los Estados y en los Estados son justas en la medida en que respetan la verdad. En cambio, cuando la verdad es despreciada, se amenaza la paz, se pone en peligro el derecho y, como consecuencia lógica, se desencadenan las injusticias. Son fronteras que dividen a los países de manera mucho más profunda de lo que lo hacen los confines trazados en los mapas y, a menudo, no son sólo fronteras externas, sino también internas de los Estados. Estas injusticias presentan también muchos aspectos; por ejemplo, el aspecto del desinterés o desorden, que llega a dañar la estructura de la célula originaria de la sociedad, que es la familia; o el aspecto de la prepotencia o arrogancia, que puede llegar hasta la arbitrariedad, silenciando al que no tiene voz o no tiene la fuerza para hacerla oír, como sucede en el caso de la injusticia que hoy, quizá, es la más grave, o sea, la que suprime la vida humana naciente.

"Ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir a lo fuerte" (1 Co 1, 27). Que este criterio de la acción divina, siempre actual, os impulse a no sorprenderos, y mucho menos a desanimaros, ante las dificultades y las incomprensiones. En efecto, sabéis que, a través de ellas, participáis con autoridad en la responsabilidad profética de la Iglesia, que quiere seguir elevando su voz en defensa del hombre, aun cuando la política de los Estados o la mayor parte de la opinión pública vayan en dirección contraria. En efecto, la verdad tiene fuerza en sí misma y no en el número de consensos que recibe.

Tened la seguridad de que acompaño vuestra misión, ardua e importante, con cordial atención y sincera gratitud, asegurándoos también mi recuerdo en la oración, a la vez que de buen grado os imparto a todos mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL SÍNODO PATRIARCAL ARMENIO

Lunes 20 de marzo de 2006



Beatitud;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os saludo y os doy mi cordial bienvenida. Habéis venido a Roma desde diversas partes del mundo, con la certeza de pertenecer a una Iglesia antigua y noble, que con sus tesoros espirituales contribuye a enriquecer la belleza de la Esposa de Cristo.

Gracias, Beatitud, por las fervientes palabras de comunión que me ha dirigido también en nombre del Sínodo de los obispos de la Iglesia armenio-católica y de todos los presentes. Usted ha querido recordar los numerosos signos de benevolencia y solicitud que mis predecesores han manifestado a vuestra antigua y venerable Iglesia. Al mismo tiempo, es preciso reconocer la profunda adhesión, a veces hasta el martirio, que vuestra comunidad ha mostrado siempre a la Sede de Pedro, a través de una relación recíproca y fecunda de fe y afecto. También por esto deseo manifestar mi profunda gratitud.

Ciertamente, la Iglesia armenia, que forma parte del patriarcado de Cilicia, participa plenamente en las vicisitudes históricas vividas por el pueblo armenio a lo largo de los siglos, y de modo especial en los sufrimientos que padeció en nombre de la fe cristiana durante los años de la terrible persecución que pasó a la historia con la expresión tristemente significativa de metz yeghèrn, el gran mal.

A este propósito, ¿cómo no recordar las numerosas invitaciones dirigidas por León XIII a los católicos para que ayudaran a las poblaciones armenias en su indigencia y sus sufrimientos? Y, como usted ha subrayado oportunamente, tampoco se pueden olvidar las decididas intervenciones del Papa Benedicto XV cuando, con profunda emoción, deploraba: "Miserrima Armeniorum gens prope ad interitum adducitur" (AAS 7 [1915] 510).

Los armenios, que siempre se han esforzado por integrarse con su laboriosidad y su dignidad en las sociedades en las que han vivido, siguen testimoniando también hoy su fidelidad al Evangelio. En realidad, la comunidad armenio-católica está esparcida en muchos países, incluso fuera del territorio patriarcal. Teniendo en cuenta esto, la Sede apostólica ha constituido donde ha sido necesario eparquías u ordinariatos para su atención pastoral. En Oriente Próximo, en Cilicia y, sucesivamente, en Líbano, la Providencia ha colocado el patriarcado de los armenio-católicos: todos los fieles armenio-católicos lo consideran un punto firme de referencia espiritual para su secular tradición cultural y litúrgica.

Además, constatamos que diversas Iglesias que reconocen como padre fundador común a san Gregorio el Iluminador están divididas entre sí, aunque durante los últimos años han reanudado un diálogo cordial y fructuoso, con el fin de redescubrir sus raíces comunes. Aliento esta renovada fraternidad y colaboración, deseando que de ella broten nuevas iniciativas con vistas a un camino común hacia la unidad plena. Y aunque los acontecimientos históricos han provocado la fragmentación de la Iglesia armenia, la divina Providencia hará que un día vuelva a estar unida, con una jerarquía propia, en fraterna sintonía interna y en plena comunión con el Obispo de Roma.

Un signo consolador de esta unidad deseada fue la celebración del XVII centenario de la fundación de la Iglesia armenia, con la participación de mi amado predecesor Juan Pablo II. El amor del Señor a la Iglesia peregrina en el tiempo ofrecerá a los cristianos —es nuestra confianza y esperanza—, los medios necesarios para realizar su ardiente deseo: "ut unum sint". Todos queremos ser instrumentos a disposición de Cristo; él, que es el camino, la verdad y la vida, nos conceda perseverar con toda nuestra fuerza, para que haya cuanto antes un solo rebaño bajo un solo Pastor.

Queridos hermanos y hermanas, con estos sentimientos invoco sobre vosotros, sobre vuestras comunidades y sobre el pueblo armenio la intercesión celestial de María santísima que, como solía decir san Nerses Shnorali, es "lugar ilimitado del Verbo, tierra sellada por todas partes, en la que habitó la Luz, aurora del Sol de justicia". Que os sostenga, además, la protección de san Gregorio el Iluminador y de los santos y mártires que a lo largo de los siglos han dado testimonio del Evangelio.

Por último, que os acompañe la bendición que de corazón os imparto a vosotros y a vuestro pueblo, como signo del constante afecto del Sucesor de Pedro por todos los armenios.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
DE DIOS, PADRE MISERICORDIOSO

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA A LA PARROQUIA

Salón parroquial
IV Domingo de Cuaresma, 26 de marzo de 2006



Querido párroco;
queridos amigos:

Veo que sois realmente una parroquia viva donde todos colaboran, donde cada uno lleva la carga del otro —como dice san Pablo—, y así hacéis crecer el edificio vivo del Señor, que es la Iglesia.

La Iglesia no está hecha de piedras materiales, sino de piedras vivas, de personas bautizadas que sienten la responsabilidad de la fe con respecto a los otros, la alegría de estar bautizados y conocer a Dios en el rostro de Jesús. Por eso, vosotros os esforzáis por lograr que crezca realmente esta parroquia.

Nos encaminamos hacia la Pascua y se pueden destacar dos aspectos de la vida cristiana: una parte constituye una escalada, una ascensión, que puede ser incluso un poco difícil; la otra parte está siempre en la luz de Dios, en la luz de nuestro Señor.

Sólo quiero daros las gracias por vuestro compromiso. Ver en una parroquia a tantas personas activas que visitan a los enfermos, que ayudan a los que atraviesan dificultades, que colaboran con el párroco, que contribuyen a una buena celebración de la liturgia, es una alegría para el Obispo de Roma, que soy yo, aunque la actividad concreta la realiza el cardenal vicario.

Con todo, siento esta responsabilidad y realmente me alegra ver que Roma, la "antigua Roma" es una "joven Roma" y vive realmente en parroquias vivas. Es preciso cultivar la fe, porque fuera de Italia con frecuencia se piensa que en Roma sólo hay ceremonias y burocracia eclesiástica, pero que no hay una gran vida eclesial, la cual, en cambio, es visible precisamente también en los barrios de la periferia de Roma.

Roma es joven; la Iglesia es siempre joven de nuevo. Me alegra ver esta participación y quiero daros las gracias y animaros a continuar, bajo la guía de vuestro párroco.
Y ya desde ahora, os deseo una feliz Pascua a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS CARDENALES,
ACOMPAÑADOS DE SUS FAMILIARES Y AMIGOS

Lunes 27 de marzo de 2006



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos amigos:

Después de la solemne celebración del consistorio, que nos ofreció la posibilidad de vivir momentos de oración y de intensa fraternidad, me alegra reunirme con vosotros también hoy. Con corazón agradecido al Señor por este feliz acontecimiento, le pedimos que sostenga a los nuevos cardenales y los proteja en la realización de los diversos ministerios que desempeñan en la Iglesia. A Jesús, buen Pastor, en particular, le pedimos que siga acompañándolos con su gracia. A todos vosotros aquí presentes, familiares y fieles que habéis venido para compartir con los nuevos cardenales estos días de fiesta, os dirijo mi más cordial saludo.

Os saludo ante todo a vosotros, venerados cardenales italianos. Lo saludo a usted, señor cardenal Agostino Vallini, prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica; lo saludo a usted, señor cardenal Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia; lo saludo a usted, señor cardenal Andrea Cordero Lanza di Montezemolo, arcipreste de la basílica de San Pablo extramuros. Venerados hermanos, os encontráis hoy rodeados por numerosas personas queridas, cuya presencia, además de ser signo de amistad y afecto, es también una manifestación visible de la fecunda comunión de bien que anima a la Iglesia. Que el Señor haga de cada uno de vosotros un testigo cada vez más generoso de su amor.

Saludo cordialmente al nuevo cardenal Albert Vanhoye, así como a sus hermanos jesuitas, a sus familiares y a todos los peregrinos de lengua francesa que han venido con ocasión del consistorio, en el que también he creado cardenal a monseñor Jean-Pierre Ricard, arzobispo de Burdeos y apreciado presidente de la Conferencia episcopal de Francia. Doy gracias por el fecundo trabajo exegético del cardenal Vanhoye, que se ha dedicado a estudiar la palabra de Dios y a transmitir con paciencia su saber a numerosas generaciones de jóvenes, dándoles así los medios para vivir del Evangelio y ser sus testigos. Ojalá que todos dediquéis regularmente tiempo a alimentaros de la Escritura.

Dirijo un cordial saludo a los nuevos cardenales de lengua inglesa recién creados: al cardenal William Levada, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe; al cardenal Gaudencio Rosales, arzobispo de Manila, Filipinas; al cardenal Nicholas Cheong Jinsuk, arzobispo de Seúl, Corea; al cardenal Sean O'Malley, o.f.m. cap., arzobispo de Boston, Estados Unidos; al cardenal Joseph Zen Ze-kiun, s.d.b., obispo de Hong Kong, China; y al cardenal Peter Dery, arzobispo emérito de Tamale, Ghana. Venerables y queridos hermanos, a la vez que os renuevo mi saludo fraterno y os ofrezco mis fervientes oraciones por la misión que se os ha confiado al servicio de la Iglesia universal, os encomiendo una vez más a la protección de María, Madre de la Iglesia.

También deseo saludar a los familiares y amigos de los cardenales recién creados, así como a los fieles laicos que los han acompañado a Roma para las solemnes celebraciones del viernes y el sábado pasados. Espero que durante vuestra estancia aquí, en la ciudad eterna, profundicéis vuestro amor a la Iglesia y fortalezcáis vuestra fe en Jesucristo, nuestro Salvador y Señor. Os animo a seguir orando por nuestros cardenales y a sostenerlos con amor y afecto. Dios os bendiga a todos.

Saludo a los nuevos cardenales de lengua española y a todos los fieles de Latinoamérica y de España que les acompañan. Saludo en particular a sus familiares, hermanos obispos, sacerdotes, religiosos y seminaristas, especialmente a los del seminario de Toledo.

Venezuela exulta por su cardenal Jorge Liberato Urosa Savino, arzobispo de Caracas, acompañado también por su anciana madre. Tanto en Valencia como ahora en la capital, él ha llevado a cabo muchas iniciativas pastorales para bien de su querida nación.

España se honra con el cardenal Antonio Cañizares Llovera, arzobispo de Toledo, que anteriormente ha desarrollado un fructuoso ministerio en Ávila y Granada, dando pruebas de su constante entrega a las respectivas comunidades eclesiales.

Vuestros pueblos se distinguen por la fidelidad al Sucesor de Pedro y por la devoción a la Virgen María. Que ella sea siempre la Estrella que guíe a vuestras Iglesias particulares en la tarea evangelizadora.

Saludo al querido cardenal Stanislaw Dziwisz, a su familia, amigos y huéspedes. Juntamente con vosotros expreso al nuevo cardenal mi gratitud por todos los años que pasó junto a Juan Pablo II y por todo el bien que ese servicio ha reportado a la Iglesia universal. Ruego para que su futuro ministerio sea igualmente fructuoso. Os bendigo de corazón a todos los presentes.

Doy una cordial bienvenida al cardenal Franc Rodé, a sus compatriotas y amigos, especialmente a los fieles de la archidiócesis de Liubliana, de la que, hasta hace poco tiempo, era pastor. Me complace constatar que también la Iglesia en Eslovenia da su contribución a la misión de la Sede apostólica en la persona del nuevo cardenal. Su cargo de prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica es de gran importancia. Seguid acompañándolo en su servicio con la oración, para que la Iglesia avance cada vez más por el camino de la santidad.

Queridos hermanos, gracias una vez más por vuestra visita. A la vez que os renuevo a vosotros, señores cardenales, mi saludo fraterno, deseo aseguraros que seguiré acompañándoos con la oración. Por mi parte, sé que puedo contar siempre con vuestra colaboración, que siento que necesito. Los encuentros de todo el Colegio cardenalicio con el Sucesor de Pedro, como sucedió también el jueves pasado, seguirán siendo ocasiones privilegiadas para esforzarnos juntos por servir mejor a la Iglesia, que Cristo ha encomendado a nuestra solicitud.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, y san Pedro y san Pablo velen sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo diario. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a todos los que os rodean con tanta alegría y afecto.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UNAS JORNADAS DE ESTUDIO
SOBRE EUROPA ORGANIZADAS
POR EL PARTIDO POPULAR EUROPEO

Jueves 30 de marzo de 2006

Honorables parlamentarios;
distinguidos señores y señoras:

Me complace recibiros con ocasión de las jornadas de estudio sobre Europa, organizadas por vuestro grupo parlamentario. Los Romanos Pontífices han prestado siempre una atención particular a este continente, como lo demuestra esta audiencia, que se inserta en la larga serie de encuentros mantenidos entre mis predecesores y los movimientos políticos de inspiración cristiana. Agradezco al honorable señor Pöttering las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y lo saludo cordialmente a él y a todos vosotros.

En la actualidad, Europa debe afrontar cuestiones complejas, de gran importancia, como el crecimiento y el desarrollo de la integración europea, la definición cada vez más precisa de una política de vecindad dentro de la Unión, y el debate sobre su modelo social. Para alcanzar estos objetivos, será importante inspirarse, con fidelidad creativa, en la herencia cristiana que ha contribuido en gran medida a forjar la identidad de este continente. Valorando sus raíces cristianas, Europa podrá dar una dirección segura a las opciones de sus ciudadanos y de sus pueblos, fortalecerá su conciencia de pertenecer a una civilización común y alimentará el compromiso de todos de afrontar los desafíos del presente con vistas a un futuro mejor.

Por tanto, me complace que vuestro grupo reconozca la herencia cristiana de Europa, que ofrece valiosas directrices éticas en la búsqueda de un modelo social que responda adecuadamente a las exigencias de una economía ya globalizada y a los cambios demográficos, garantizando crecimiento y empleo, protección de la familia, igualdad de oportunidades en la educación de los jóvenes y solicitud por los pobres.

Además, vuestro apoyo a la herencia cristiana puede contribuir significativamente a vencer la cultura, tan difundida en Europa, que relega a la esfera privada y subjetiva la manifestación de las propias convicciones religiosas. Las políticas elaboradas partiendo de esta base no sólo implican el rechazo del papel público del cristianismo; más generalmente, excluyen el compromiso con la tradición religiosa de Europa, que es muy clara, a pesar de las diversas confesiones, amenazando así a la democracia misma, cuya fuerza depende de los valores que promueve (cf. Evangelium vitae, 70).

Dado que esta tradición, precisamente en lo que puede llamarse su unidad polifónica, transmite valores que son fundamentales para el bien de la sociedad, la Unión europea no puede por menos de enriquecerse al comprometerse con ella. Sería un signo de inmadurez, o incluso de debilidad, optar por oponerse a ella o ignorarla, en vez de dialogar con ella. En este contexto, es preciso reconocer que cierta intransigencia secular es enemiga de la tolerancia y de una sana visión secular del Estado y de la sociedad.

Por tanto, me complace que el tratado constitucional de la Unión europea prevea una relación estructurada y continua con las comunidades religiosas, reconociendo su identidad y su contribución específica. Sobre todo, espero que la realización eficaz y correcta de esta relación empiece ahora, con la cooperación de todos los movimientos políticos, independientemente de las orientaciones de cada partido. No hay que olvidar que, cuando las Iglesias o las comunidades eclesiales intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando ciertos principios, eso no constituye una forma de intolerancia o una interferencia, puesto que esas intervenciones sólo están destinadas a iluminar las conciencias, permitiéndoles actuar libre y responsablemente de acuerdo con las verdaderas exigencias de justicia, aunque esto pueda estar en conflicto con situaciones de poder e intereses personales.

Por lo que atañe a la Iglesia católica, lo que pretende principalmente con sus intervenciones en el ámbito público es la defensa y promoción de la dignidad de la persona; por eso, presta conscientemente una atención particular a principios que no son negociables. Entre estos, hoy pueden destacarse los siguientes:

— protección de la vida en todas sus etapas, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural;
— reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa contra los intentos de equipararla jurídicamente a formas radicalmente diferentes de unión que, en realidad, la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su irreemplazable papel social;
— protección del derecho de los padres a educar a sus hijos.

Estos principios no son verdades de fe, aunque reciban de la fe una nueva luz y confirmación. Están inscritos en la misma naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es, pues, de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Al contrario, esta acción es tanto más necesaria cuanto más se niegan o tergiversan estos principios, porque eso constituye una ofensa contra la verdad de la persona humana, una grave herida causada a la justicia misma.

Queridos amigos, a la vez que os exhorto a ser testigos creíbles y consecuentes de estas verdades fundamentales a través de vuestra actividad política y, más fundamentalmente, a través de vuestro compromiso de llevar una vida auténtica y coherente, invoco sobre vosotros y sobre vuestra actividad la asistencia continua de Dios, en prenda de la cual os imparto cordialmente mi bendición a vosotros y a los que os acompañan.


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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA PROYECCIÓN DE LA PELÍCULA
"KAROL, UN PAPA QUE SIGUIÓ SIENDO HOMBRE"

Sala Pablo VI
Jueves 30 de marzo de 2006



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
ilustres señores y señoras:

Mientras permanecen grabadas en la mente y en el corazón las imágenes de esta interesante representación del pontificado de Juan Pablo II, dirijo mi saludo cordial a quienes han contribuido a la realización de esta película, cuyo título significativo es "Karol, un Papa que siguió siendo hombre". Esta tarde hemos revivido las emociones que experimentamos en mayo del año pasado, cuando, poco después de la muerte del amado Pontífice, asistimos, en esta misma sala, a la proyección de la primera parte del filme. Manifiesto mi gratitud al director y escenógrafo, Giacomo Battiato, y a sus colaboradores, que con gran maestría nos han propuesto de nuevo los momentos centrales del ministerio apostólico de mi venerado predecesor; doy gracias de corazón al actor Piotr Adamczyk, que como protagonista lo personificó con realismo, así como a los demás intérpretes; deseo expresar mi sincero aprecio al productor Pietro Valsecchi y a los dirigentes, aquí presentes, de las casas productoras Taodue y Mediaset.

Con esta segunda parte de la película se concluye el relato de la vida terrena del amado Pontífice. Hemos vuelto a escuchar la exhortación inicial de su pontificado, que resonó tantas veces a lo largo de los años: "¡Abrid las puertas a Cristo! ¡No tengáis miedo!". La secuencia de las imágenes nos ha mostrado a un Papa sumergido en el contacto con Dios y, precisamente por eso, siempre sensible a las expectativas de los hombres. El filme nos ha ayudado a recordar sus viajes apostólicos a todas las partes del mundo; nos ha permitido revivir sus encuentros con numerosas personas, con los grandes de la tierra y con ciudadanos sencillos, con personajes ilustres y con personas desconocidas.

Entre todos, merece una mención especial el abrazo con la madre Teresa de Calcuta, unida a Juan Pablo II por una íntima sintonía espiritual. Petrificados, como si estuviéramos presentes, hemos oído nuevamente los disparos del trágico atentado perpetrado en la plaza de San Pedro el 13 de mayo de 1981. En conjunto, ha destacado la figura de un profeta incansable de esperanza y de paz, que recorrió los senderos del mundo para anunciar el Evangelio a todos. Han vuelto a la memoria las vibrantes palabras con que condenó la opresión de los regímenes totalitarios, la violencia homicida y la guerra; las palabras llenas de consuelo y de esperanza con que manifestó su cercanía a los familiares de las víctimas de conflictos y atentados dramáticos, como el de las Torres Gemelas de Nueva York; palabras de aliento y de denuncia contra la sociedad consumista y la cultura hedonista, orientada a construir un bienestar simplemente material que no puede colmar las profundas expectativas del corazón humano.

Estos son los sentimientos que brotan espontáneamente del corazón esta tarde, y que he querido compartir con vosotros, queridos hermanos y hermanas, al repasar, con la ayuda de las secuencias de este filme, las fases del pontificado del inolvidable Juan Pablo II. Que nos acompañe desde lo alto el amado Pontífice y nos obtenga del Señor la gracia de ser, como él, siempre fieles a nuestra misión. Os imparto mi bendición a todos vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN SEMINARIO ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN
PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA

Sábado 1 de abril de 2006

.

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
ilustres señores y amables señoras:

Me alegra acogeros y saludo cordialmente a todos los que participáis en el seminario sobre el tema: «El patrimonio cultural y los valores de las universidades europeas como base para la atracción del "Espacio europeo de instrucción superior"». Provenís de cerca de cincuenta países europeos afiliados al llamado "Proceso de Bolonia", al que también ha contribuido la Santa Sede.
Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que me ha dirigido en vuestro nombre palabras deferentes, ilustrándome al mismo tiempo los objetivos de vuestra reunión, y le doy las gracias por haber organizado este encuentro en el Vaticano, en colaboración con la Conferencia de los rectores de las universidades pontificias, con la Academia pontificia de ciencias, con la UNESCO-CEPES, con el Consejo de Europa y con el patrocinio de la Comisión europea. Dirijo un saludo especial a los señores ministros y a los representantes de los diversos organismos internacionales que han querido estar presentes.

Durante estos días vuestra reflexión se ha centrado en la contribución que las universidades europeas, que cuentan con una larga tradición, pueden dar a la construcción de la Europa del tercer milenio, teniendo en cuenta que toda realidad cultural es al mismo tiempo memoria del pasado y proyecto para el futuro. A esta reflexión la Iglesia quiere dar su aportación, como ya ha hecho a lo largo de los siglos. En efecto, ha sido constante su solicitud por los centros de estudio y las universidades de Europa, que con su "servicio intelectual" han transmitido y siguen transmitiendo a las generaciones jóvenes los valores de un peculiar patrimonio cultural, enriquecido por dos milenios de experiencia humanística y cristiana (cf. Ecclesia in Europa, 59).

Al inicio tuvo considerable influencia el monaquismo, cuyos méritos no sólo afectaron al ámbito espiritual y religioso, sino también al económico e intelectual. En tiempos de Carlomagno, con la aportación de la Iglesia se fundaron verdaderas escuelas, de las que el emperador deseaba que se beneficiara el mayor número posible de personas.

Algunos siglos después nació la universidad, que recibió de la Iglesia un impulso esencial. Numerosas universidades europeas, como las de Bolonia, París, Cracovia, Salamanca, Colonia, Oxford y Praga, por citar sólo algunas, se desarrollaron rápidamente y desempeñaron un papel importante en la consolidación de la identidad de Europa y en la formación de su patrimonio cultural. Las instituciones universitarias se han distinguido siempre por el amor a la sabiduría y la búsqueda de la verdad, como verdadera finalidad de la universidad, con referencia constante a la visión cristiana que reconoce en el hombre la obra maestra de la creación, en cuanto formado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27).

Siempre ha sido característica de esta visión la convicción de que existe una unidad profunda entre la verdad y el bien, entre los ojos de la mente y los del corazón: "Ubi amor, ibi oculos", decía Ricardo de San Víctor (cf. Beniamin minor, c. 13): el amor hace ver. La universidad nació del amor al saber, de la curiosidad por conocer, por saber qué es el mundo, el hombre. Pero también de un saber que lleva a actuar, que en definitiva lleva al amor.

Ilustres señores y amables señoras, echando una rápida mirada al "viejo" continente, es fácil constatar los desafíos culturales que debe afrontar hoy Europa, al estar comprometida en el redescubrimiento de su identidad, que no es sólo de orden económico y político. La cuestión fundamental hoy, como ayer, sigue siendo antropológica. ¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene? ¿A dónde debe ir? ¿Cómo debe ir? Es decir, se trata de aclarar cuál es la concepción del hombre que está en la base de los nuevos proyectos. Y con razón vosotros os preguntáis, ¿al servicio de qué hombre, de qué imagen del hombre, quiere estar la universidad: de una persona enrocada en la defensa de sus intereses, sólo en una perspectiva de intereses, una perspectiva materialista, o de una persona abierta a la solidaridad con los demás, en busca del verdadero sentido de la existencia, que debe ser un sentido común, que trasciende a la persona?

Además, nos preguntamos cuál es la relación entre la persona humana, la ciencia y la técnica. Si en los siglos XIX y XX la técnica experimentó un crecimiento asombroso, al inicio del siglo XXI se han dado pasos ulteriores: el desarrollo tecnológico, gracias a la informática, también se ha apoderado de una parte de nuestras actividades mentales, con consecuencias que influyen en nuestro modo de pensar y pueden condicionar nuestra misma libertad.

Es preciso decir con fuerza que el ser humano no puede, no debe ser sacrificado jamás a los éxitos de la ciencia o de la técnica: precisamente por eso cobra gran importancia la así llamada cuestión antropológica, que nosotros, herederos de la tradición humanística fundada en los valores cristianos, debemos afrontar a la luz de los principios inspiradores de nuestra civilización, que han encontrado en las universidades europeas auténticos laboratorios de investigación y de profundización.

"De la concepción bíblica del hombre -afirmó Juan Pablo II en la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa-, Europa ha tomado lo mejor de su cultura humanista (...) y ha promovido la dignidad de la persona, fuente de derechos inalienables" (n. 25). De este modo, la Iglesia -añadió mi venerado predecesor-, ha contribuido a difundir y consolidar los valores que han hecho universal la cultura europea.

Pero el hombre no puede comprenderse plenamente a sí mismo si prescinde de Dios. Por esta razón no puede descuidarse la dimensión religiosa de la existencia humana en el momento en que se está construyendo la Europa del tercer milenio. Aquí emerge el papel peculiar de las universidades como universo científico y no sólo como conjunto de diversas especializaciones: en la situación actual se les pide que no se contenten con instruir, con transmitir conocimientos técnicos y profesionales, que son muy importantes, pero no bastan, sino que se comprometan también a desempeñar un atento papel educativo al servicio de las nuevas generaciones, recurriendo al patrimonio de ideales y valores que han marcado los milenios pasados. Así, la universidad podrá ayudar a Europa a conservar y a recuperar su "alma", revitalizando las raíces cristianas que la originaron.

Ilustres señores y amables señoras, que Dios haga fecundo el trabajo que lleváis a cabo y los esfuerzos que hacéis en favor de tantos jóvenes, en los que Europa tiene puesta su esperanza.
Acompaño este deseo con la seguridad de una oración particular por cada uno de vosotros, implorando para todos la bendición divina.


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SANTO ROSARIO ORGANIZADO POR LA DIÓCESIS DE ROMA
EN EL PRIMER ANIVERSARIO DE LA MUERTE
DEL SIERVO DE DIOS JUAN PABLO II

PALABRAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 2 de abril de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Nos hemos reunido esta noche, en el primer aniversario de la muerte del amado Papa Juan Pablo II, para esta vigilia mariana organizada por la diócesis de Roma. Saludo con afecto a todos los presentes en la plaza de San Pedro, comenzando por el cardenal vicario Camillo Ruini y los obispos auxiliares. Saludo en particular a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles laicos, especialmente a los jóvenes. En realidad, para este emotivo momento de reflexión y oración está aquí congregada simbólicamente toda la ciudad de Roma. Saludo en especial al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo metropolitano de Cracovia, durante muchos años fiel colaborador del recordado Pontífice, y que está unido a nosotros en conexión televisiva.

Ya ha transcurrido un año desde la muerte del siervo de Dios Juan Pablo II, acaecida casi a esta misma hora —eran las 21.37—, pero su recuerdo sigue estando muy vivo, como lo atestiguan las numerosas manifestaciones programadas para estos días en todo el mundo. Sigue estando presente en nuestra mente y en nuestro corazón; sigue comunicándonos su amor a Dios y su amor al hombre; sigue suscitando en todos, y de modo especial en los jóvenes, el entusiasmo del bien y la valentía para seguir a Jesús y sus enseñanzas.

¿Cómo resumir la vida y el testimonio evangélico de este gran Pontífice? Podría intentar hacerlo utilizando dos palabras: "fidelidad" y "entrega"; fidelidad total a Dios y entrega sin reservas a su misión de Pastor de la Iglesia universal. Fidelidad y entrega que fueron aún más convincentes y conmovedoras en sus últimos meses, cuando encarnó en sí lo que escribió en 1984 en la carta apostólica Salvifici doloris: "El sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la "civilización del amor"" (n. 30).

Su enfermedad, afrontada con valentía, logró que todos estuviéramos más atentos al dolor humano, a todo dolor físico y espiritual; confirió al sufrimiento dignidad y valor, testimoniando que el hombre no vale por su eficiencia, por su apariencia, sino por sí mismo, por haber sido creado y amado por Dios.

Con las palabras y los gestos, el querido Juan Pablo II no se cansó de advertir al mundo que si el hombre se deja abrazar por Cristo, no menoscaba la riqueza de su humanidad; si se adhiere a él con todo su corazón, no le falta nada. Al contrario, el encuentro con Cristo hace nuestra vida más apasionante. Nuestro amado Papa, precisamente porque se acercó cada vez más a Dios en la oración, en la contemplación, en el amor a la Verdad y a la Belleza, pudo hacerse compañero de viaje de cada uno de nosotros y hablar con autoridad también a los que están alejados de la fe cristiana.

Esta noche, en el primer aniversario de su vuelta a la casa del Padre, somos invitados a acoger nuevamente la herencia espiritual que nos ha dejado; nos sentimos estimulados, entre otras cosas, a vivir buscando incansablemente la Verdad, la única que puede colmar nuestro corazón. Nos sentimos impulsados a no tener miedo de seguir a Cristo, para llevar a todos el anuncio del Evangelio, que es levadura de una humanidad más fraterna y solidaria.

Que Juan Pablo II nos ayude desde el cielo a proseguir nuestro camino, como dóciles discípulos de Jesús, para ser, como él mismo solía repetir a los jóvenes, "centinelas de la mañana" en este inicio del tercer milenio cristiano. Para esto invocamos a María, la Madre del Redentor, a la que él tuvo siempre una tierna devoción.

Me dirijo ahora a los fieles que desde Polonia están en conexión con nosotros.

Nos unimos en espíritu a los polacos que están reunidos en Cracovia, en Varsovia y en los demás lugares para la vigilia. Sigue vivo en nosotros el recuerdo de Juan Pablo II y no se apaga el sentido de su presencia espiritual. El recuerdo del gran amor que sentía por sus compatriotas sea siempre para vosotros la luz en vuestro camino hacia Cristo. "Permaneced fuertes en la fe". Os bendigo de corazón.

Ahora imparto de corazón a todos mi bendición.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DE COSTA DE MARFIL EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Lunes 3 de abril de 2006



Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

Os acojo con alegría en estos días en que realizáis vuestra visita ad limina Apostolorum, manifestando así vuestro vínculo indefectible con el Sucesor de Pedro y con la Iglesia universal. En efecto, el obispo, que "es principio visible y fundamento de la unidad en la propia Iglesia particular, es también el vínculo visible de la comunión eclesial entre su Iglesia particular y la Iglesia universal" (Pastores gregis, 55). Agradezco al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Laurent Akran Mandjo, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, bosquejando un vasto panorama de la situación de la Iglesia en Costa de Marfil. A vuestro regreso, transmitid a todos el afectuoso saludo del Papa y la seguridad de su oración ferviente para que la nación recobre la unidad y la paz en una auténtica fraternidad entre todos sus hijos.

En efecto, por desgracia, la crisis que vive vuestro país ha puesto de manifiesto las divisiones, que constituyen una herida profunda en las relaciones entre los diferentes componentes de la sociedad. Las violencias que han derivado han minado gravemente la confianza entre las personas y la estabilidad del país, dejando tras de sí muchos sufrimientos difíciles de sanar. El restablecimiento de una paz verdadera sólo será posible mediante el perdón generosamente dado y mediante la reconciliación efectivamente realizada entre las personas y entre los grupos implicados. Para lograrlo, todas las partes involucradas deben aceptar proseguir valientemente el diálogo, a fin de examinar de manera profunda y leal las causas que han llevado a la situación actual y para encontrar la manera de llegar a una solución aceptable para todos, en la justicia y la verdad. El camino de la paz es largo y difícil, pero nunca es imposible.

Queridos hermanos en el episcopado, en este esfuerzo común, los católicos han ocupado su lugar, pues la construcción de un mundo reconciliado también les corresponde a ellos. Tienen el deber de contribuir a que se instauren relaciones armoniosas y fraternas entre las personas y entre las comunidades. Para que la realización plena de este objetivo sea creíble, es necesario en primer lugar volver a suscitar la confianza entre los discípulos de Cristo, a pesar de las divergencias de opinión que pueden manifestarse entre ellos, ya que es ante todo en el seno de la Iglesia donde debe vivirse un amor auténtico, en la unidad y la reconciliación, siguiendo así la enseñanza del Señor: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35).

Por tanto, los cristianos deben dejarse transformar por la fuerza del Espíritu, para ser verdaderos testigos del amor del Padre, que quiere hacer de todos los hombres una única familia. Su actividad, que los impulsa al encuentro de los sufrimientos y las necesidades de sus hermanos, será entonces una expresión convincente. En vuestras Iglesias diocesanas, ante las tensiones políticas o étnicas, los obispos, los sacerdotes y las personas consagradas deben ser para todos modelos de fraternidad y caridad, y contribuir con sus palabras y actitudes a la edificación de una sociedad unida y reconciliada.

Desde esta perspectiva, la formación inicial y permanente de los sacerdotes ha de ser siempre una de vuestras principales preocupaciones. Para afrontar las situaciones difíciles del mundo actual, y sobre todo para permitir a los sacerdotes edificar plenamente su ser sacerdotal, esta formación ha de privilegiar la vida espiritual. En efecto, el sacerdote tiene por misión ayudar a los fieles a descubrir el misterio de Dios y a abrirse a los demás. Para ello, debe buscar auténticamente a Dios, permaneciendo al mismo tiempo cercano a las preocupaciones de los hombres. Una vida espiritual intensa, que le permita entrar en una comunión más profunda con el Señor, le ayudará a dejarse poseer por el amor de Dios, para poder anunciar a los hombres que este amor no se detiene ante nada.

Por otra parte, viviendo fielmente la castidad en el celibato, el sacerdote manifestará que todo su ser es entrega de sí mismo a Dios y a sus hermanos. Así pues, os invito a velar con solicitud paterna sobre vuestros sacerdotes, y a fomentar la unidad y la vida fraterna entre ellos. Ojalá encuentren en vosotros a un hermano que los escuche, que los sostenga en los momentos difíciles, y a un amigo que los anime a progresar en su vida personal y en el anuncio del Evangelio.

En vuestras relaciones quinquenales habéis puesto de relieve la urgencia de la formación de los laicos. En efecto, profundizar en la fe es una necesidad para poder resistir a la tentación de volver a las prácticas antiguas o al atractivo de las sectas y, sobre todo, para dar razón de la esperanza cristiana en un mundo complejo en el que es preciso afrontar problemas nuevos y graves. Os exhorto sobre todo a dar a los catequistas, cuya dedicación al servicio de la Iglesia es digna de alabanza, una formación sólida que los capacite para cumplir la misión que se les ha confiado, viviendo su fe de una manera coherente. Los fieles, en especial los que están comprometidos en los ambientes intelectuales, políticos y económicos, encontrarán en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia un instrumento fundamental para la formación y la evangelización, con vistas a su crecimiento humano y espiritual, y a su misión en el mundo.

Para que la Iglesia sea un signo cada vez más comprensible de lo que es y cumpla cada vez mejor su misión, la tarea de inculturación de la fe es una necesidad. Este proceso, tan importante para el anuncio del Evangelio a todas las culturas, no debe poner en peligro la especificidad y la integridad de la fe, sino que debe ayudar a los cristianos a comprender y a vivir mejor el mensaje evangélico en su propia cultura, y a saber renunciar a las prácticas que van en contra de los compromisos bautismales.

Como habéis mencionado en vuestras relaciones, a menudo el peso de la mentalidad tradicional es un obstáculo para la acogida del Evangelio. Por eso, entre las numerosas cuestiones que se plantean a los fieles, la del compromiso en el sacramento del matrimonio es una de las más importantes. Con frecuencia, la poligamia o la cohabitación de hecho, sin celebración religiosa, son los obstáculos mayores. Así pues, es necesario proseguir sin descanso el esfuerzo que habéis emprendido para hacer que se acepte mejor, sobre todo por los jóvenes, que para el cristiano el matrimonio es un camino de santidad. "El matrimonio exige un amor indisoluble; gracias a esta estabilidad, puede contribuir eficazmente a realizar totalmente la vocación bautismal de los esposos" (Ecclesia in Africa, 83).

Por último, quisiera destacar también con interés el desarrollo en vuestras diócesis de los movimientos eclesiales, que contribuyen a dar un nuevo impulso misionero a las comunidades cristianas. Invito a los miembros de esos grupos a profundizar cada vez más su conocimiento personal de Cristo, para entregarse con generosidad a él, permaneciendo profundamente arraigados en la fe de la Iglesia. Sin embargo, esos movimientos deben ser objeto de un discernimiento iluminado y constante por parte de los obispos, para garantizar la eclesialidad de su camino y mantener una comunión auténtica con la Iglesia universal y diocesana.

Queridos hermanos en el episcopado, al concluir este encuentro, deseo reafirmaros el afecto del Sucesor de Pedro por el pueblo marfileño, dirigiéndole de nuevo con insistencia "una invitación a proseguir el diálogo constructivo, con vistas a la reconciliación y a la paz" (Ángelus, 22 de enero de 2006). Os encomiendo a la intercesión de Nuestra Señora, Reina de la paz, a vosotros así como a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los catequistas y a todos vuestros diocesanos. A todos imparto de corazón la bendición apostólica.


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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE
CON LOS JÓVENES DE ROMA Y DEL LACIO COMO PREPARACIÓN
PARA LA XXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

RESPUESTAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A LOS JÓVENES

Jueves 6 de abril de 2006



Santidad, soy Simone, de la parroquia de San Bartolomé; tengo 21 años y estudio ingeniería química en la universidad "La Sapienza" de Roma.

Ante todo, quiero darle las gracias por habernos dirigido el Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud sobre el tema de la palabra de Dios que ilumina los pasos de la vida del hombre. Ante las preocupaciones, las incertidumbres con respecto al futuro e incluso simplemente cuando afronto la rutina de la vida diaria, también yo siento la necesidad de alimentarme de la palabra de Dios y conocer mejor a Cristo, a fin de encontrar respuestas a mis interrogantes. A menudo me pregunto qué haría Jesús si estuviera en mi lugar en una situación determinada, pero no siempre logro comprender lo que me dice la Biblia. Además, sé que los libros de la Biblia fueron escritos por hombres diversos, en épocas diversas y todas muy lejos de mí. ¿Cómo puedo reconocer que lo que leo es, en cualquier caso, palabra de Dios que interpela mi vida? Muchas gracias.


Respondo subrayando por ahora un primer punto: ante todo se debe decir que es preciso leer la sagrada Escritura no como un libro histórico cualquiera, por ejemplo como leemos a Homero, a Ovidio o a Horacio. Hay que leerla realmente como palabra de Dios, es decir, entablando una conversación con Dios. Al inicio hay que orar, hablar con el Señor: "Ábreme la puerta". Es lo que dice con frecuencia san Agustín en sus homilías: "He llamado a la puerta de la Palabra para encontrar finalmente lo que el Señor me quiere decir". Esto me parece muy importante. La Escritura no se lee en un clima académico, sino orando y diciendo al Señor: "Ayúdame a entender tu palabra, lo que quieres decirme en esta página".

Un segundo punto es: la sagrada Escritura introduce en la comunión con la familia de Dios. Por tanto, la sagrada Escritura no se puede leer de forma individual. Desde luego, siempre es importante leer la Biblia de un modo muy personal, en una conversación personal con Dios, pero al mismo tiempo es importante leerla en compañía de las personas con quienes se camina. Hay que dejarse ayudar por los grandes maestros de la "lectio divina". Por ejemplo, tenemos muchos libros buenos del cardenal Martini, un auténtico maestro de la "lectio divina", que ayuda a penetrar en el sentido de la sagrada Escritura. Él, que conoce bien todas las circunstancias históricas, todos los elementos característicos del pasado, siempre trata de explicar que muchas palabras aparentemente del pasado son también muy actuales. Estos maestros nos ayudan a comprender mejor y también a aprender cómo se debe leer la sagrada Escritura. Por lo general, conviene leerla también en compañía de los amigos que están en camino conmigo y buscan, juntamente conmigo, cómo vivir con Cristo, qué vida nos viene de la palabra de Dios.

Un tercer punto: si es importante leer la sagrada Escritura con la ayuda de maestros, acompañados de los amigos, de los compañeros de camino, es importante de modo especial leerla en la gran compañía del pueblo de Dios peregrino, es decir, en la Iglesia. La sagrada Escritura tiene dos sujetos. Ante todo el sujeto divino: es Dios quien habla. Pero Dios ha querido implicar al hombre en su palabra. Mientras que los musulmanes están convencidos de que el Corán fue inspirado oralmente por Dios, nosotros creemos que para la sagrada Escritura es característica -como dicen los teólogos- la "sinergia", la colaboración de Dios con el hombre. Dios implica a su pueblo con su palabra y así el segundo sujeto -como he dicho, el primer sujeto es Dios- es humano. Están los escritores, pero también está la continuidad de un sujeto permanente: el pueblo de Dios que camina con la palabra de Dios y está en diálogo con Dios. Escuchando a Dios se aprende a escuchar la palabra de Dios y luego también a interpretarla. Así se hace presente la palabra de Dios, porque las personas mueren, pero el sujeto vital, el pueblo de Dios, está siempre vivo y es idéntico a lo largo de los milenios: es siempre el mismo sujeto vivo, en el que vive la Palabra.

Así se explican también muchas estructuras de la sagrada Escritura, sobre todo la así llamada "relectura". Un texto antiguo es releído en otro libro, -pongamos- cien años después, y entonces se entiende plenamente lo que no era perceptible en aquel momento anterior, aunque ya estaba contenido en el texto precedente. Y es releído otra vez algún tiempo después, y de nuevo se comprenden otros aspectos, otras dimensiones de la Palabra; y así, en esta permanente relectura y reescritura en el contexto de una continuidad profunda, mientras se sucedían los tiempos de la espera, fue desarrollándose la sagrada Escritura. Por último, con la venida de Cristo y con la experiencia de los Apóstoles, la Palabra se hizo definitiva, de forma que ya no puede haber más reescrituras, pero siguen siendo necesarias nuevas profundizaciones de nuestra comprensión. El Señor dijo: "El Espíritu Santo os introducirá en una profundidad que ahora no podéis tener".
Así pues, la comunión de la Iglesia es el sujeto vivo de la Escritura. Pero también ahora el sujeto principal es el mismo Señor, el cual sigue hablando en la Escritura que está en nuestras manos. Creo que debemos aprender estos tres elementos: leerla en conversación personal con el Señor; leerla acompañados por maestros que tienen la experiencia de la fe, que han penetrado en el sentido de la sagrada Escritura; leerla en la gran compañía de la Iglesia, en cuya liturgia estos acontecimientos se hacen siempre presentes de nuevo, en la que el Señor nos habla ahora a nosotros, de forma que poco a poco penetramos cada vez más en la sagrada Escritura, en la que Dios habla realmente con nosotros hoy.

Santo Padre, soy Anna, tengo 19 años; estudio literatura y pertenezco a la parroquia de la Virgen del Carmen.

Uno de los principales problemas que debemos afrontar es el afectivo. A menudo tenemos dificultad para amar, porque es fácil confundir amor con egoísmo, sobre todo hoy, donde gran parte de los medios de comunicación social nos imponen una visión individualista, secularizada, de la sexualidad; donde todo parece lícito y todo se permite en nombre de la libertad y de la conciencia de las personas. La familia fundada en el matrimonio parece ya prácticamente una invención de la Iglesia, por no hablar de las relaciones prematrimoniales, cuya prohibición se presenta, incluso a muchos de los que somos creyentes, como algo incomprensible o pasado de moda... Sabiendo que somos muchos los que queremos vivir responsablemente nuestra vida afectiva, ¿quiere explicarnos qué nos dice al respecto la palabra de Dios? Muchas gracias.

Se trata de un gran problema y, ciertamente, no es posible responder en pocos minutos, pero trataré de decir algo. Ya Anna dio una respuesta al decir que hoy el amor a menudo es mal interpretado cuando se presenta como una experiencia egoísta, mientras que en realidad consiste en abandonarse y así se transforma en encontrarse. Ella dijo también que una cultura consumista falsifica nuestra vida con un relativismo que parece concedernos todo y en realidad nos vacía. Pero entonces escuchamos la palabra de Dios a este respecto. Anna, con razón, quería saber qué dice la palabra de Dios.

Para mí es muy hermoso constatar que ya en las primeras páginas de la sagrada Escritura, inmediatamente después del relato de la creación del hombre, encontramos la definición del amor y del matrimonio. El autor sagrado nos dice: "El hombre abandonará a su padre y a su madre, seguirá a su mujer y ambos serán una sola carne", una única existencia. Estamos al inicio y ya se nos da una profecía de lo que es el matrimonio; y esta definición permanece idéntica también en el Nuevo Testamento. El matrimonio es este seguir al otro en el amor y así llegar a ser una sola existencia, una sola carne, y por eso inseparables; una nueva existencia que nace de esta comunión de amor, que une y así también crea futuro.

Los teólogos medievales, interpretando esta afirmación que se encuentra al inicio de la sagrada Escritura, decían que el matrimonio fue el primero de los siete sacramentos en ser instituido por Dios, dado que lo instituyó ya en el momento de la creación, en el Paraíso, al inicio de la historia, y antes de toda historia humana. Es un sacramento del Creador del universo; por tanto, ha sido inscrito precisamente en el ser humano mismo, que está orientado hacia este camino, en el que el hombre deja a sus padres y se une a su mujer para formar una sola carne, para que los dos lleguen a ser una sola existencia.

Por tanto, el sacramento del matrimonio no es una invención de la Iglesia; en realidad, fue creado juntamente con el hombre como tal, como fruto del dinamismo del amor, en el que el hombre y la mujer se encuentran mutuamente y así encuentran también al Creador que los llamó al amor.

Es verdad que el hombre cayó y fue expulsado del Paraíso o, por decirlo de otra forma, con palabras más modernas, es verdad que todas las culturas están contaminadas por el pecado, por los errores del hombre en su historia, y así queda oscurecido el plan inicial inscrito en nuestra naturaleza. De hecho, en las culturas humanas hallamos este oscurecimiento del plan original de Dios. Sin embargo, al mismo tiempo, observando las culturas, toda la historia cultural de la humanidad, constatamos también que el hombre nunca ha podido olvidar del todo este plan inscrito en lo más profundo de su ser. En cierto sentido, siempre ha sabido que las demás formas de relación entre el hombre y la mujer no correspondían realmente al plan original sobre su ser. De este modo, vemos cómo las culturas, sobre todo las grandes culturas, siempre de nuevo se orientan hacia esta realidad, la monogamia, el ser hombre y mujer una carne sola. Así en la fidelidad puede crecer una nueva generación, puede continuarse una tradición cultural, renovándose y realizando, en la continuidad, un auténtico progreso.

El Señor, que habló de esto mediante la voz de los profetas de Israel, aludiendo a la concesión del divorcio por parte de Moisés, dijo: "Moisés os lo concedió "por la dureza de vuestro corazón"". El corazón después del pecado "se endureció", pero este no era el plan del Creador; y los profetas, cada vez con mayor claridad, insistieron en ese plan originario. Para renovar al hombre, el Señor, aludiendo a esas voces proféticas que siempre guiaron a Israel hacia la claridad de la monogamia, reconoció con Ezequiel que, para vivir esta vocación, necesitamos un corazón nuevo; en vez del corazón de piedra -como dice Ezequiel- necesitamos un corazón de carne, un corazón realmente humano.

Y en el bautismo, mediante la fe, el Señor "implanta" en nosotros este corazón nuevo. No es un trasplante físico, pero tal vez precisamente esta comparación nos puede servir: después de un trasplante el organismo necesita cuidados, necesita recibir las medicinas necesarias para poder vivir con el nuevo corazón, de forma que llegue a ser "su corazón" y no "el corazón de otro". En este "trasplante" espiritual, en el que el Señor nos implanta un corazón nuevo, un corazón abierto al Creador, a la vocación de Dios, para poder vivir con este corazón nuevo hacen falta cuidados adecuados, hay que recurrir a las medicinas oportunas para que el nuevo corazón llegue a ser realmente "nuestro corazón". Viviendo así en la comunión con Cristo, con su Iglesia, el nuevo corazón llega a ser realmente "nuestro corazón" y se hace posible el matrimonio. El amor exclusivo entre un hombre y una mujer, la vida en común de dos personas tal como la diseñó el Creador resulta posible, aunque el ambiente de nuestro mundo la haga tan difícil que parezca imposible.

El Señor nos da un corazón nuevo y nosotros debemos vivir con este corazón nuevo, usando la terapias convenientes para que sea realmente "nuestro". Así es como vivimos lo que el Creador nos ha dado y esto crea una vida verdaderamente feliz. De hecho, podemos verlo también en este mundo, a pesar de tantos otros modelos de vida: hay muchas familias cristianas que viven con fidelidad y alegría la vida y el amor indicados por el Creador; así crece una nueva humanidad.
Por último, quisiera añadir: todos sabemos que para llegar a una meta en el deporte y en la profesión hacen falta disciplina y renuncias, pero todo eso contribuye al éxito, ayuda a alcanzar la meta que se buscaba. Así, también la vida misma, es decir, el llegar a ser hombres según el plan de Jesús, exige renuncias; pero esas renuncias no son algo negativo; al contrario, ayudan a vivir como hombres con un corazón nuevo, a vivir una vida verdaderamente humana y feliz.

Dado que existe una cultura consumista que quiere impedirnos vivir según el plan del Creador, debemos tener la valentía de crear islas, oasis, y luego grandes terrenos de cultura católica, en los que se viva el plan del Creador.

Santo Padre, soy Inelida, tengo 17 años; soy ayudante del jefe scout de los lobatos en la parroquia de San Gregorio Barbarigo y estudio en el instituto "Mario Mafai".

En su Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud, usted nos dijo que "es urgente que surja una nueva generación de apóstoles arraigados en la palabra de Cristo". Son palabras tan fuertes y comprometedoras que casi dan miedo. Ciertamente, también nosotros quisiéramos ser nuevos apóstoles, pero ¿quiere explicarnos con más detalle cuáles son, según usted, los mayores desafíos de nuestro tiempo, y cómo sueña usted que deben ser estos nuevos apóstoles? En otras palabras, ¿qué espera de nosotros, Santidad?

Todos nos preguntamos qué espera el Señor de nosotros. Me parece que el gran desafío de nuestro tiempo -así me dicen también los obispos que realizan la visita "ad limina", por ejemplo los de África- es el secularismo, es decir, un modo de vivir y presentar el mundo como "si Deus non daretur", es decir, como si Dios no existiera. Se quiere relegar a Dios a la esfera privada, a un sentimiento, como si él no fuera una realidad objetiva; y así cada uno se forja su propio proyecto de vida. Pero esta visión, que se presenta como si fuera científica, sólo acepta como válido lo que se puede verificar con experimentos. Con un Dios que no se presta al experimento de lo inmediato, esta visión acaba por perjudicar también a la sociedad, pues de ahí se sigue que cada uno se forja su propio proyecto y al final cada uno se sitúa contra el otro. Como se ve, una situación en la que realmente no se puede vivir.

Debemos hacer que Dios esté nuevamente presente en nuestras sociedades. Esta me parece la primera necesidad: que Dios esté de nuevo presente en nuestra vida, que no vivamos como si fuéramos autónomos, autorizados a inventar lo que son la libertad y la vida. Debemos tomar conciencia de que somos criaturas, constatar que Dios nos ha creado y que seguir su voluntad no es dependencia sino un don de amor que nos da vida.

Por tanto, el primer punto es conocer a Dios, conocerlo cada vez más, reconocer en mi vida que Dios existe y que Dios cuenta para mí. El segundo punto es el siguiente: si reconocemos que Dios existe, que nuestra libertad es una libertad compartida con los demás y que por tanto debe haber un parámetro común para construir una realidad común, surge la pregunta: ¿qué Dios? En efecto, hay muchas imágenes falsas de Dios: un Dios violento, etc. La segunda cuestión, por consiguiente, es reconocer al Dios que nos mostró su rostro en Jesús, que sufrió por nosotros, que nos amó hasta la muerte y así venció la violencia.

Hay que hacer presente, ante todo en nuestra "propia" vida, al Dios vivo, al Dios que no es un desconocido, un Dios inventado, un Dios sólo pensado, sino un Dios que se ha manifestado, que se reveló a sí mismo y su rostro. Sólo así nuestra vida llega a ser verdadera, auténticamente humana; y sólo así también los criterios del verdadero humanismo se hacen presentes en la sociedad. También aquí, como dije en la primera respuesta, es verdad que no podemos construir solos esta vida justa y recta, sino que debemos caminar en compañía de amigos justos y rectos, de compañeros con los que podamos hacer la experiencia de que Dios existe y que es hermoso caminar con Dios. Y caminar en la gran compañía de la Iglesia, que nos presenta a lo largo de los siglos la presencia del Dios que habla, que actúa, que nos acompaña. Por tanto, podría decir: encontrar a Dios, encontrar al Dios que se reveló en Jesucristo, caminar en compañía de su gran familia, con nuestros hermanos y hermanas que forman la familia de Dios, esto me parece el contenido esencial de este apostolado del que he hablado.

Santidad, me llamo Vittorio; soy de la parroquia de San Juan Bosco en Cinecittà; tengo 20 años y estudio ciencias de la educación en la universidad de Tor Vergata.

En ese mismo Mensaje nos invita a no tener miedo de responder con generosidad al Señor, especialmente cuando propone seguirlo en la vida consagrada o en la vida sacerdotal. Nos dice que no tengamos miedo, que nos fiemos de él y que no quedaremos defraudados. Estoy convencido de que muchos de los que estamos aquí, y muchos de los que nos siguen desde su casa a través de la televisión, están pensando en seguir a Jesús por un camino de especial consagración, pero no siempre es fácil descubrir si ese es el camino correcto. ¿Nos quiere decir cómo descubrió usted cuál era su vocación? ¿Puede darnos consejos para comprender mejor si el Señor nos llama a seguirlo en la vida consagrada o sacerdotal? Muchas gracias.

Por lo que a mí se refiere, crecí en un mundo muy diferente del actual, pero, en definitiva, las situaciones son semejantes. Por una parte, existía aún la situación de "cristiandad", en la que era normal ir a la iglesia y aceptar la fe como la revelación de Dios y tratar de vivir según la revelación; por otra, estaba el régimen nazi, que afirmaba con voz muy fuerte: "En la nueva Alemania no habrá ya sacerdotes, no habrá ya vida consagrada, no necesitamos ya a esta gente; buscaos otra profesión".

Pero precisamente al escuchar esas "fuertes" voces, ante la brutalidad de aquel sistema tan inhumano, comprendí que, por el contrario, había una gran necesidad de sacerdotes. Este contraste, el ver aquella cultura antihumana, me confirmó en la convicción de que el Señor, el Evangelio, la fe, nos indicaban el camino correcto y nosotros debíamos esforzarnos por lograr que sobreviviera ese camino.

En esa situación, la vocación al sacerdocio creció casi naturalmente junto conmigo y sin grandes acontecimientos de conversión. Además, en este camino me ayudaron dos cosas: ya desde mi adolescencia, con la ayuda de mis padres y del párroco, descubrí la belleza de la liturgia y siempre la he amado, porque sentía que en ella se nos presenta la belleza divina y se abre ante nosotros el cielo. El segundo elemento fue el descubrimiento de la belleza del conocer, el conocer a Dios, la sagrada Escritura, gracias a la cual es posible introducirse en la gran aventura del diálogo con Dios que es la teología. Así, fue una alegría entrar en este trabajo milenario de la teología, en esta celebración de la liturgia, en la que Dios está con nosotros y hace fiesta juntamente con nosotros.

Como es natural, no faltaron dificultades. Me preguntaba si tenía realmente la capacidad de vivir durante toda mi vida el celibato. Al ser un hombre de formación teórica y no práctica, sabía también que no basta amar la teología para ser un buen sacerdote, sino que es necesario estar siempre disponible con respecto a los jóvenes, a los ancianos, a los enfermos, a los pobres; es necesario ser sencillos con los sencillos. La teología es hermosa, pero también es necesaria la sencillez de la palabra y de la vida cristiana. Así pues, me preguntaba: ¿seré capaz de vivir todo esto y no ser unilateral, sólo un teólogo? Pero el Señor me ayudó; y me ayudó, sobre todo, la compañía de los amigos, de buenos sacerdotes y maestros.

Volviendo a la pregunta, pienso que es importante estar atentos a los gestos del Señor en nuestro camino. Él nos habla a través de acontecimientos, a través de personas, a través de encuentros; y es preciso estar atentos a todo esto. Luego, segundo punto, entrar realmente en amistad con Jesús, en una relación personal con él; no debemos limitarnos a saber quién es Jesús a través de los demás o de los libros, sino que debemos vivir una relación cada vez más profunda de amistad personal con él, en la que podemos comenzar a descubrir lo que él nos pide.

Luego, debo prestar atención a lo que soy, a mis posibilidades: por una parte, valentía; y, por otra, humildad, confianza y apertura, también con la ayuda de los amigos, de la autoridad de la Iglesia y también de los sacerdotes, de las familias. ¿Qué quiere el Señor de mí? Ciertamente, eso sigue siendo siempre una gran aventura, pero sólo podemos realizarnos en la vida si tenemos la valentía de afrontar la aventura, la confianza en que el Señor no me dejará solo, en que el Señor me acompañará, me ayudará.

Santo Padre, soy Giovanni, tengo 17 años, estudio en el instituto "Giovanni Giorgi" de Roma y pertenezco a la parroquia de Santa María, Madre de la Misericordia.

Le pido que nos ayude a entender mejor cómo pueden armonizarse la revelación bíblica y las teorías científicas en la búsqueda de la verdad. A menudo nos hacen creer que la ciencia y la fe son enemigas; que la ciencia y la técnica son lo mismo; que la lógica matemática lo ha descubierto todo; que el mundo es fruto de la casualidad; y que si la matemática no ha descubierto el teorema-Dios es simplemente porque Dios no existe. Es decir, sobre todo cuando estudiamos, no siempre es fácil descubrir en todas las cosas un proyecto divino, inscrito en la naturaleza y en la historia del hombre. Así, a veces, la fe flaquea o se reduce a un acto sentimental. También yo, Santo Padre, como todos los jóvenes, tengo hambre de Verdad, pero ¿cómo puedo hacer para armonizar ciencia y fe?


El gran Galileo dijo que Dios escribió el libro de la naturaleza con la forma del lenguaje matemático. Estaba convencido de que Dios nos ha dado dos libros: el de la sagrada Escritura y el de la naturaleza. Y el lenguaje de la naturaleza -esta era su convicción- es la matemática; por tanto, la matemática es un lenguaje de Dios, del Creador. Reflexionemos ahora sobre qué es la matemática: de por sí, es un sistema abstracto, una invención del espíritu humano que como tal, en su pureza, no existe. Siempre es realizado de forma aproximada, pero, como tal, es un sistema intelectual, es una gran invención -una invención genial- del espíritu humano. Lo sorprendente es que esta invención de nuestra mente humana es realmente la clave para comprender la naturaleza, que la naturaleza está realmente estructurada de modo matemático, y que nuestra matemática, inventada por nuestro espíritu, es realmente el instrumento para poder trabajar con la naturaleza, para ponerla a nuestro servicio, para servirnos de ella mediante la técnica.

Me parece casi increíble que coincidan una invención del intelecto humano y la estructura del universo: la matemática inventada por nosotros nos da realmente acceso a la naturaleza del universo y nos permite utilizarlo. Por tanto, coinciden la estructura intelectual del sujeto humano y la estructura objetiva de la realidad: la razón subjetiva y la razón objetivada en la naturaleza son idénticas. Creo que esta coincidencia entre lo que nosotros hemos pensado y el modo como se realiza y se comporta la naturaleza, son un enigma y un gran desafío, porque vemos que, en definitiva, es "una" la razón que las une a ambas: nuestra razón no podría descubrir la otra si no hubiera una idéntica razón en la raíz de ambas.

En este sentido, me parece que precisamente la matemática -en la que, como tal, Dios no puede aparecer- nos muestra la estructura inteligente del universo. Ahora hay también teorías basadas en el caos, pero son limitadas, porque si hubiera prevalecido el caos, toda la técnica sería imposible. La técnica es fiable sólo porque nuestra matemática es fiable. Nuestra ciencia, que en definitiva permite trabajar con la energía de la naturaleza, supone la estructura fiable, inteligente, de la materia.

Así, vemos que hay una racionalidad subjetiva y una racionalidad objetiva en la materia, que coinciden. Naturalmente, ahora nadie puede probar -como se prueba con experimentos, en las leyes técnicas- que ambas tuvieron su origen en una única inteligencia, pero me parece que esta unidad de inteligencia, detrás de las dos inteligencias, es realmente manifiesta en nuestro mundo. Y cuanto más podamos servirnos del mundo con nuestra inteligencia, tanto más manifiesto será el plan de la Creación.

Por último, para llegar a la cuestión definitiva, yo diría: Dios o existe o no existe. Hay sólo dos opciones. O se reconoce la prioridad de la razón, de la Razón creadora que está en el origen de todo y es el principio de todo -la prioridad de la razón es también prioridad de la libertad- o se sostiene la prioridad de lo irracional, por lo cual todo lo que funciona en nuestra tierra y en nuestra vida sería sólo ocasional, marginal, un producto irracional; la razón sería un producto de la irracionalidad. En definitiva, no se puede "probar" uno u otro proyecto, pero la gran opción del cristianismo es la opción por la racionalidad y por la prioridad de la razón. Esta opción me parece la mejor, pues nos demuestra que detrás de todo hay una gran Inteligencia, de la que nos podemos fiar.

Pero a mí me parece que el verdadero problema actual contra la fe es el mal en el mundo: nos preguntamos cómo es compatible el mal con esta racionalidad del Creador. Y aquí realmente necesitamos al Dios que se encarnó y que nos muestra que él no sólo es una razón matemática, sino que esta razón originaria es también Amor. Si analizamos las grandes opciones, la opción cristiana es también hoy la más racional y la más humana. Por eso, podemos elaborar con confianza una filosofía, una visión del mundo basada en esta prioridad de la razón, en esta confianza en que la Razón creadora es Amor, y que este amor es Dios.

* * *

Al final, Benedicto XVI entregó a un grupo de jóvenes, en representación de todos, la sagrada Escritura y les dijo:

A fin de que, escuchándola con atención, sea cada vez más lámpara para vuestros pasos y luz en vuestro camino. Queridos jóvenes, amad la palabra de Dios y amad a la Iglesia, que os permite acceder a un tesoro de tanto valor, ayudándoos a apreciar sus riquezas. Permaneced fieles a la Palabra que esta tarde la Iglesia, a través del Sucesor de Pedro, os entrega, seguros de lo que nos dice el evangelista san Juan: "Si permanecéis fieles a mi palabra, seréis verdaderamente discípulos míos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 31-32).

Benedicto XVI impartió la bendición y prosiguió:

Y ahora, como conclusión de este encuentro, queridos amigos, deseamos recordar a un testigo de la palabra de Dios, mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II. De acuerdo con la exhortación de la carta a los Hebreos, también nosotros queremos recordarlo como el que nos ha anunciado la palabra de Dios y considerando atentamente el final de su vida, queremos comprometernos a imitar su fe. Por eso, con algunos de vosotros iré ahora a su tumba, a donde llevaremos la cruz del Año santo, que os entregó al comienzo de las Jornadas mundiales de la juventud, y el icono de María santísima, Salus Populi Romani. Os pido que me acompañéis en esta peregrinación uniéndoos a mi plegaria. Pidamos al Señor que recompense al Papa Juan Pablo II por su gran obra de difusión del Evangelio en el mundo y pidamos para nosotros su mismo celo apostólico, a fin de que la Palabra de salvación, por obra de la Iglesia, se difunda en todos los ambientes de vida y llegue a todo hombre hasta los extremos confines de la tierra.


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21/05/2013 20:28


ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA EDITORIAL ZNAK DE CRACOVIA

Sábado 8 de abril de 2006

.

Ilustres señores y señoras:

Os doy las gracias por haber venido y por las palabras que me acaba de dirigir vuestro presidente. Recuerdo nuestros encuentros anteriores, y me alegra poder acogeros aquí.

Representáis el ambiente que desde hace años existe en torno a la editorial Znak. Sé que este ambiente no se limita a la actividad relacionada con la publicación de libros, sino que se dedica a la promoción de la cultura cristiana, entendida en sentido amplio, y también realiza obras caritativas. Es una valiosa contribución a la formación del rostro espiritual de Cracovia, de Polonia y de la Iglesia.

Quiero aprovechar la oportunidad para dar las gracias a vuestra editorial por la publicación de mis libros en lengua polaca. Agradezco el esmero con que se han preparado estos textos para la publicación.

Habéis venido a Roma con ocasión del aniversario de la muerte de mi gran predecesor Juan Pablo II. Sé que como arzobispo de Cracovia manifestó una solicitud particular por Znak. También permaneció fiel a este ambiente cuando la Providencia divina lo llamó a la Sede de Pedro. Apreció siempre la participación activa de los laicos en la vida de la Iglesia, y sostuvo sus iniciativas oportunas. No es casualidad que confiara precisamente a vuestra editorial su último libro, titulado "Memoria e identidad". Con gratitud recibió sus primeros ejemplares cuando ya estaba internado en el hospital policlínico Gemelli, poco antes de volver a la casa del Padre. Estoy seguro de que su patrocinio perdura aún y que implora para vosotros la bendición y las gracias de Dios. Os pido que, para honrar su memoria, permanezcáis fieles a Cristo y a la Iglesia. Que no se apague vuestro celo por difundir la cultura basada en los valores eternos.

Os agradezco una vez más vuestra visita y os bendigo de corazón.

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO INTERNACIONAL "UNIV"

Sala Pablo VI
Lunes 10 de abril de 2006



Queridos amigos:

Os dirijo un cordial saludo a todos vosotros que, prosiguiendo una tradición que dura ya desde hace algunos años, habéis venido a Roma para vivir la Semana santa y participar en el encuentro internacional UNIV. Como se puede ver, pertenecéis a numerosos países y con asiduidad os interesáis por las actividades de formación cristiana que la prelatura del Opus Dei organiza en vuestras ciudades. Bienvenidos a este encuentro y gracias por vuestra visita. Saludo, en particular, a vuestro prelado, monseñor Javier Echevarría Rodríguez, así como a vuestro joven representante, expresándoles mi gratitud por los sentimientos manifestados en nombre de todos.

Vuestra presencia en Roma, corazón del mundo cristiano, durante la Semana santa, os ayuda a vivir intensamente el misterio pascual. En particular, os permite encontraros con Cristo más íntimamente, de modo especial a través de la contemplación de su pasión, muerte y resurrección. Es él quien, como escribí en el Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud, orienta vuestros pasos, vuestros estudios universitarios y vuestras amistades, en medio del ajetreo de la vida diaria.
También para cada uno de vosotros, como les sucedió a los Apóstoles, el encuentro personal con el divino Maestro, que os llama amigos (cf. Jn 15, 15), puede ser el inicio de una aventura extraordinaria: la de convertiros en apóstoles entre vuestros coetáneos, para llevarlos a experimentar como vosotros la amistad con el Dios que se hizo hombre, con el Dios que se hizo amigo mío. No olvidéis jamás, queridos jóvenes, que vuestra felicidad, que nuestra felicidad, depende en definitiva del encuentro y de la amistad con Jesús.

Considero de gran interés el tema en el que estáis profundizando en vuestro congreso, es decir, la cultura y los medios de comunicación social. Por desgracia, debemos constatar que en nuestro tiempo las nuevas tecnologías y los medios de comunicación no siempre favorecen las relaciones personales, el diálogo sincero y la amistad entre las personas; no siempre ayudan a cultivar la interioridad de la relación con Dios. Sé bien que para vosotros la amistad y el contacto con los demás, especialmente con vuestros coetáneos, representan una parte importante de la vida de cada día.

Es necesario que tengáis a Jesús como uno de vuestros amigos más queridos, más aún, el primero. Así veréis cómo la amistad con él os llevará a abriros a los demás, a quienes consideráis hermanos, manteniendo con cada uno una relación de amistad sincera. En efecto, Jesucristo es precisamente "el amor de Dios encarnado" (cf. Deus caritas est, 12), y sólo en él es posible encontrar la fuerza para ofrecer a los hermanos afecto humano y caridad sobrenatural, con espíritu de servicio que se manifiesta sobre todo en la comprensión. Es hermoso ver que los demás nos comprenden y comenzar a comprender a los demás.

Queridos jóvenes, permitidme que os repita lo que dije a vuestros coetáneos reunidos en Colonia en agosto del año pasado: quien ha descubierto a Cristo no puede por menos de llevar a los demás hacia él, dado que una gran alegría no se puede guardar para uno mismo, sino que es necesario comunicarla. Esta es la tarea a la que os llama el Señor; este es el "apostolado de amistad", que san Josemaría, fundador del Opus Dei, describe como "amistad "personal", sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón" (Surco, n. 191). Todo cristiano está invitado a ser amigo de Dios y, con su gracia, a atraer hacia él a sus amigos.

De este modo, el amor apostólico se convierte en una auténtica pasión que se expresa transmitiendo a los demás la felicidad que se ha encontrado en Jesús. También san Josemaría nos recuerda algunas palabras clave de vuestro itinerario espiritual: "Comunión, unión, comunicación, confidencia: Palabra, Pan, Amor" (Camino, n. 535), las grandes palabras que expresan los puntos esenciales de nuestro camino.

Si cultiváis la amistad con Jesús, si os acercáis con frecuencia a los sacramentos, y especialmente a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, podréis llegar a ser la "nueva generación de apóstoles arraigados en la palabra de Cristo, capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo y dispuestos a difundir el Evangelio por todas partes" (Mensaje para la XXI Jornada mundial de la juventud: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de marzo de 2006, p. 3).

Que la santísima Virgen os ayude a responder siempre "sí" al Señor que os llama a seguirlo, y que interceda por vosotros san Josemaría. Deseándoos que viváis la Semana santa en oración y reflexión, en contacto con tantos vestigios de fe cristiana presentes en Roma, con afecto os bendigo a vosotros, a cuantos se ocupan de vuestra formación y a todos vuestros seres queridos.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL REZO DEL VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

Viernes santo 14 de abril de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Hemos acompañado a Jesús en el vía crucis. Lo hemos acompañado aquí, por el camino de los mártires, en el Coliseo, donde tantos han sufrido por Cristo, han dado la vida por el Señor; donde el Señor mismo ha sufrido de nuevo en tantos.

Así hemos comprendido que el vía crucis no es algo del pasado y de un lugar determinado de la tierra. La cruz del Señor abraza al mundo entero; su vía crucis atraviesa los continentes y los tiempos. En el vía crucis no podemos limitarnos a ser espectadores. Estamos implicados también nosotros; por eso, debemos buscar nuestro lugar. ¿Dónde estamos nosotros?

En el vía crucis no se puede ser neutral. Pilatos, el intelectual escéptico, trató de ser neutral, de quedar al margen; pero, precisamente así, se puso contra la justicia, por el conformismo de su carrera.

Debemos buscar nuestro lugar.

En el espejo de la cruz hemos visto todos los sufrimientos de la humanidad de hoy. En la cruz de Cristo hoy hemos visto el sufrimiento de los niños abandonados, de los niños víctimas de abusos; las amenazas contra la familia; la división del mundo en la soberbia de los ricos que no ven a Lázaro a su puerta y la miseria de tantos que sufren hambre y sed.

Pero también hemos visto "estaciones" de consuelo. Hemos visto a la Madre, cuya bondad permanece fiel hasta la muerte y más allá de la muerte. Hemos visto a la mujer valiente que se acerca al Señor y no tiene miedo de manifestar solidaridad con este Varón de dolores. Hemos visto a Simón, el Cirineo, un africano, que lleva la cruz juntamente con Jesús. Y mediante estas "estaciones" de consuelo hemos visto, por último, que, del mismo modo que no acaban los sufrimientos, tampoco acaban los consuelos.

Hemos visto cómo san Pablo encontró en el "camino de la cruz" el celo de su fe y encendió la luz del amor. Hemos visto cómo san Agustín halló su camino. Lo mismo san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, san Maximiliano Kolbe, la madre Teresa de Calcuta... Del mismo modo también nosotros estamos invitados a encontrar nuestro lugar, a encontrar, como estos grandes y valientes santos, el camino con Jesús y por Jesús: el camino de la bondad, de la verdad; la valentía del amor.

Hemos comprendido que el vía crucis no es simplemente una colección de las cosas oscuras y tristes del mundo. Tampoco es un moralismo que, al final, resulta insuficiente. No es un grito de protesta que no cambia nada. El vía crucis es el camino de la misericordia, y de la misericordia que pone el límite al mal: eso lo hemos aprendido del Papa Juan Pablo II. Es el camino de la misericordia y, así, el camino de la salvación. De este modo estamos invitados a tomar el camino de la misericordia y a poner, juntamente con Jesús, el límite al mal.

Pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser "contagiados" por su misericordia. Pidamos a la santa Madre de Jesús, la Madre de la misericordia, que también nosotros seamos hombres y mujeres de la misericordia, para contribuir así a la salvación del mundo, a la salvación de las criaturas, para ser hombres y mujeres de Dios. Amén.


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DISCURSO DE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO OFRECIDO AL PAPA
EN EL 2759° ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE ROMA

Viernes 21 de abril de 2006



Señor presidente de la República
y distinguidas autoridades;
señor alcalde, señores y señoras:

He aceptado de buen grado y con gran alegría la invitación a este concierto en el nuevo Auditorium y siento el deber de expresar mi vivo agradecimiento al señor alcalde, que ha promovido la iniciativa. Al mismo tiempo que lo saludo cordialmente, le manifiesto también mi sincera gratitud por las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes.
Saludo cordialmente al presidente de la República italiana, que me honra con su presencia, así como a las demás autoridades que se han dado cita aquí.

Doy las gracias, por último, al profesor Bruno Cagli, superintendente de la Academia nacional de Santa Cecilia, a la orquesta y al coro dirigido por el maestro Vladimir Jurowski, y a la soprano Laura Aikin, que han interpretado célebres piezas y arias de Amadeus Mozart, un genio musical.
Con mucho gusto acepté estar presente en el concierto de esta tarde, que varios motivos contribuyen a hacer solemne y a la vez familiar.

Precisamente se celebra hoy el nacimiento de Roma, como recuerdo del tradicional aniversario de la fundación de la Urbe, una celebración histórica que, al remontarnos con el pensamiento a los orígenes de la ciudad, es una ocasión propicia para comprender mejor la vocación de Roma a ser faro de civilización y de espiritualidad para el mundo entero.

Gracias al encuentro entre sus tradiciones y el cristianismo, Roma ha desempeñado a lo largo de los siglos una misión peculiar, y sigue siendo hoy un importante polo de atracción para los numerosos visitantes cautivados por un patrimonio artístico tan rico, vinculado en gran parte a la historia cristiana de la ciudad.

El concierto de esta tarde quiere recordar también el primer aniversario de mi pontificado. Desde hace un año la comunidad católica de Roma, después de la muerte del amado e inolvidable Juan Pablo II, ha sido confiada, sorprendentemente, por la Providencia divina a mi solicitud pastoral. Ya desde mi primer encuentro con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro, la tarde del 19 de abril del año pasado, pude comprobar yo mismo cuán generoso, abierto y acogedor es el pueblo romano.

Otras ocasiones me han permitido luego percibir de nuevo esta singular cercanía humana y espiritual. ¡Cómo no recordar, por ejemplo, el abrazo con tanta gente que cada domingo se renueva en la tradicional cita de la plegaria del mediodía! Aprovecho también esta oportunidad para expresar mi gratitud por la cordialidad que me dispensan y a la que correspondo de buen grado.

Manifiesto mi sincero agradecimiento esta tarde a toda la comunidad ciudadana, que ha querido unir el recuerdo del nacimiento de Roma con el del aniversario de mi elección como Obispo de Roma. Gracias por este gesto, que aprecio vivamente. También doy las gracias porque se ha elegido un programa musical tomado de las obras de Mozart, gran compositor que ha dejado una huella indeleble en la historia. Este año se celebra el 250° aniversario de su nacimiento y por eso se han programado varias iniciativas a lo largo de todo 2006, que con razón se está llamando también "Año de Mozart".

Las composiciones ejecutadas por la orquesta y el coro de la Academia nacional de Santa Cecilia son piezas admirables de Mozart, muy conocidas, entre ellas algunas impregnadas de un profundo sentido religioso. El "Ave verum", por ejemplo, que a menudo se canta en las celebraciones litúrgicas, es un motete con palabras densas de teología y un acompañamiento musical que toca el corazón e invita a la oración. Así, la música, al elevar el alma a la contemplación, nos ayuda a captar los matices más íntimos del genio humano, en el que se refleja algo de la belleza incomparable del Creador del universo.

Expreso, una vez más, mi agradecimiento a los que, de diversas maneras, han hecho posible este concierto de gran valor artístico, en particular a los intérpretes y a los músicos, así como a cuantos trabajan en este Auditorium. A cada uno le aseguro mi recuerdo en la oración, avalado por una especial bendición, que imparto ahora de buen grado a todos, extendiéndola a toda la querida ciudad de Roma.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
AL FINAL DE LA MISA CELEBRADA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Sábado 22 de abril de 2006



Queridos padres y hermanos de la Compañía de Jesús:

Con gran alegría me reúno con vosotros en esta histórica basílica de San Pedro, después de la santa misa celebrada para vosotros por el cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado, con ocasión de varias celebraciones jubilares de la familia ignaciana. A todos os dirijo mi cordial saludo.

En primer lugar, saludo al prepósito general, padre Peter-Hans Kolvenbach, y le agradezco las amables palabras con las que me ha manifestado vuestros sentimientos comunes. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a todos los que han querido participar en esta celebración.

Juntamente con los padres y los hermanos, saludo también a los amigos de la Compañía de Jesús aquí presentes, y entre ellos a los numerosos religiosos y religiosas, a los miembros de las Comunidades de vida cristiana y del Apostolado de la oración, a los alumnos y ex alumnos con sus familias de Roma, de Italia y de Stonyhurst, en Inglaterra, a los profesores y a los alumnos de las instituciones académicas, y a los numerosos colaboradores y colaboradoras.

Vuestra visita me brinda la oportunidad de dar gracias, junto con vosotros, al Señor por haber concedido a vuestra Compañía el don de hombres de extraordinaria santidad y de excepcional celo apostólico, como son san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y el beato Pedro Fabro. Son para vosotros padres y fundadores: por eso, conviene que en este centenario los recordéis con gratitud y los contempléis como guías sabios y seguros de vuestro camino espiritual y de vuestra actividad apostólica.

San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse u olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como "nuestro principio y principal fundamento" (MI, Serie III, I, p.162).

Que este carácter eclesial, tan específico de la Compañía de Jesús, siga estando presente en vuestras personas y en vuestra actividad apostólica, queridos jesuitas, para que podáis responder con fidelidad a las urgentes necesidades actuales de la Iglesia. Entre estas me parece importante señalar el compromiso cultural en los campos de la teología y la filosofía, ámbitos tradicionales de presencia apostólica de la Compañía de Jesús, así como el diálogo con la cultura moderna, la cual, si por una parte se enorgullece de sus admirables progresos en el campo científico, por otra sigue fuertemente marcada por el cientificismo positivista y materialista.

Ciertamente, el esfuerzo por promover en cordial colaboración con las demás realidades eclesiales una cultura inspirada en los valores del Evangelio requiere una intensa preparación espiritual y cultural. Precisamente por eso, san Ignacio quiso que los jóvenes jesuitas se formaran durante largos años en la vida espiritual y en los estudios. Conviene que esta tradición se mantenga y se refuerce, teniendo en cuenta también la creciente complejidad y amplitud de la cultura moderna.

Otra gran preocupación suya fue la educación cristiana y la formación cultural de los jóvenes: de ahí el impulso que dio a la institución de los "colegios", los cuales, después de su muerte, se difundieron por Europa y por todo el mundo. Continuad, queridos jesuitas, este importante apostolado, manteniendo inalterado el espíritu de vuestro fundador.

Al hablar de san Ignacio, no puedo por menos de recordar a san Francisco Javier, de cuyo nacimiento el pasado 7 de abril se celebró el quinto centenario: no sólo su historia se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino también un único deseo —se podría decir una única pasión— los impulsó y sostuvo en sus vicisitudes humanas, por lo demás diferentes: la pasión de dar a Dios trino una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que no lo conocían.

San Francisco Javier, a quien mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, proclamó "patrono de las misiones católicas", comprendió que su misión consistía en "abrir caminos nuevos" al Evangelio "en el inmenso continente asiático". Su apostolado en Oriente duró sólo diez años, pero su fecundidad ha resultado admirable en los cuatro siglos y medio de vida de la Compañía de Jesús, puesto que su ejemplo ha suscitado entre los jóvenes jesuitas muchísimas vocaciones misioneras, y sigue siendo siempre una llamada a continuar la acción misionera en los grandes países del continente asiático.

Si san Francisco Javier trabajó en los países de Oriente, su hermano y amigo desde los años de estudios en París, el beato Pedro Fabro, saboyano, que nació el 13 de abril de 1506, desarrolló su actividad en los países europeos, donde los fieles cristianos aspiraban a una auténtica reforma de la Iglesia. Hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo, atrayendo de este modo a muchos jóvenes a la Compañía, el beato Fabro pasó su breve existencia en varios países de Europa, especialmente en Alemania, donde, por orden de Pablo III, participó en las dietas de Worms, Ratisbona y Espira, en las conversaciones con los jefes de la Reforma. Así cumplió de manera excepcional el voto de especial obediencia al Papa "sobre las misiones", convirtiéndose para todos los jesuitas del futuro en un modelo digno de imitar.

Queridos padres y hermanos de la Compañía, hoy contempláis con particular devoción a la santísima Virgen María, recordando que el 22 de abril de 1541 san Ignacio y sus primeros compañeros emitieron los votos solemnes ante la imagen de María en la basílica de San Pablo extramuros. Que María siga velando sobre la Compañía de Jesús, para que cada uno de sus miembros lleve en sí mismo la "imagen" de Cristo crucificado, participando así en su resurrección.
Para ello, aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que imparto de buen grado a cada uno de vosotros, aquí presentes, y a toda vuestra familia espiritual, mi bendición, que extiendo también a todas las demás personas religiosas y consagradas que han participado en esta audiencia.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE GHANA
EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 24 de abril de 2006



Queridos hermanos en el episcopado:

Durante estos días de gozosa celebración de la resurrección de nuestro Señor y Salvador, os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Ghana, con ocasión de vuestra peregrinación a Roma para la visita ad limina Apostolorum. A través de vosotros, manifiesto mi cordial afecto a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis. Agradezco en especial a monseñor Lucas Abadamloora las amables palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre. Deseo expresar mi estima, en particular, al cardenal Peter Poreku Dery, nativo de Ghana, que recientemente entró a formar parte del Colegio cardenalicio, y aprovecho también esta oportunidad para saludar al cardenal Peter Turkson, arzobispo de Cabo Costa.

Todos habéis venido a Roma, ciudad donde los apóstoles san Pedro y san Pablo dieron su vida a imitación de Cristo: san Pedro, muy cerca del lugar donde nos encontramos hoy, y san Pablo en la vía Ostiense. Pido constantemente a Dios que, como siervos buenos y fieles del Evangelio, al igual que los príncipes de los Apóstoles, "os haga dignos de la vocación y lleve a término con su poder todo vuestro deseo de hacer el bien y la actividad de la fe, para que así el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros, y vosotros en él" (2 Ts 1, 11-12).

Durante los años recientes vuestro país ha dado grandes pasos para afrontar la plaga de la pobreza y fortalecer la economía. A pesar de este plausible progreso, aún queda mucho por hacer para superar esta condición que constituye un obstáculo para un amplio sector de la población. La pobreza extrema y generalizada produce a menudo una degeneración moral general que lleva al crimen, a la corrupción, a los ataques contra la santidad de la vida humana o incluso al regreso a las prácticas supersticiosas del pasado.

En esta situación, la gente puede perder fácilmente la confianza en el futuro. Sin embargo, la Iglesia brilla como un faro de esperanza en la vida del cristiano. Y uno de los modos más eficaces para lograrlo es ayudar a los fieles a comprender mejor las promesas de Jesucristo. Por tanto, la Iglesia, como faro de esperanza, tiene una particular y urgente necesidad de intensificar sus esfuerzos para proporcionar a los católicos programas completos de formación, que les ayuden a profundizar su fe cristiana y así los capaciten para ocupar su legítimo lugar tanto en la Iglesia como en la sociedad.
Parte esencial de todo proceso adecuado de formación es el papel de los catequistas laicos. Por consiguiente, es justo expresar la gratitud a los numerosos hombres y mujeres comprometidos que trabajan desinteresadamente de este modo al servicio de vuestra Iglesia local. Como afirmó el Papa Juan Pablo II en su exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, "su labor debe ser reconocida y estimada dentro de la comunidad cristiana" (n. 91).

Sé que estos fieles, hombres y mujeres, a menudo no pueden realizar su tarea por falta de recursos o por la hostilidad del ambiente, pero siguen siendo mensajeros valientes de la alegría de Cristo. Consciente de cuán agradecidas están las Iglesias locales por el servicio que prestan los catequistas, os animo a vosotros y a vuestros sacerdotes a seguir haciendo todo lo posible para garantizar que estos evangelizadores reciban el apoyo espiritual, doctrinal, moral y material que necesitan para cumplir adecuadamente su misión.

En muchos países, incluido el vuestro, los jóvenes constituyen casi la mitad de la población. La Iglesia en Ghana es joven. Para llegar a la juventud contemporánea la Iglesia debe afrontar sus problemas con franqueza y con amor. Un sólido fundamento catequístico fortalecerá su identidad católica y les proporcionará los instrumentos necesarios para afrontar los desafíos de las realidades económicas que cambian, la globalización y la enfermedad. También les ayudará a responder a los argumentos aducidos con frecuencia por las sectas religiosas. Por consiguiente, es importante que la futura planificación pastoral, tanto a nivel nacional como local, tome atentamente en consideración las necesidades de los jóvenes y elabore programas para la juventud que respondan convenientemente a esas necesidades (cf. Christifideles laici, 46).

La Iglesia tiene también la misión de ayudar a las familias cristianas a vivir fiel y generosamente como verdaderas "iglesias domésticas" (cf. Lumen gentium, 11). De hecho, una sana catequesis depende del apoyo de familias cristianas sólidas, que nunca son egoístas, siempre se orientan a los demás y se fundan en el sacramento del matrimonio.

Al examinar vuestras relaciones quinquenales, he notado que muchos de vosotros os preocupáis por la correcta celebración del matrimonio cristiano en Ghana. Comparto vuestra preocupación y, por tanto, invito a los fieles a poner el sacramento del matrimonio en el centro de su vida familiar.
Aunque el cristianismo trata de respetar siempre las venerables tradiciones de las culturas y los pueblos, se esfuerza por purificar las prácticas que son contrarias al Evangelio. Por esta razón, es esencial que toda la comunidad católica siga poniendo de relieve la importancia de la unión monógama e indisoluble de un hombre y una mujer, consagrada en el santo matrimonio. Para el cristiano, las formas tradicionales de matrimonio no pueden ser nunca un sucedáneo del matrimonio sacramental.

El don de sí al otro está también en el centro del sacramento del orden sagrado. Quienes reciben este sacramento se configuran de un modo particular con Cristo, Cabeza de la Iglesia. Así pues, están llamados a entregarse totalmente por el bien de sus hermanos y hermanas. Esto sólo puede suceder cuando la voluntad de Dios ya no se ve como algo impuesto desde fuera, sino que llega a ser "mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío" (Deus caritas est, 17). El sacerdocio no debe considerarse nunca como un medio para mejorar la propia posición social o el propio nivel de vida. Si fuera así, la entrega del sacerdote y la docilidad a los designios de Dios darían lugar a aspiraciones personales, haciendo que el sacerdote sea ineficaz y que no se sienta realizado. Por tanto, os animo en vuestros continuos esfuerzos por certificar la aptitud de los candidatos al sacerdocio y garantizar debidamente la formación sacerdotal a quienes están preparándose para el ministerio sagrado. Debemos ayudarles a discernir la voluntad de Cristo y a cultivar este don, de modo que puedan llegar a ser ministros eficaces y realizados de su alegría.

Queridos hermanos, sé que este año es un jubileo especial para la Iglesia en Ghana. En efecto, exactamente ayer, 23 de abril, se celebró el centenario de la llegada de los misioneros al norte de vuestro país. Pido a Dios de modo especial que el celo misionero os siga animando a vosotros y a vuestro amado pueblo, fortaleciéndoos en vuestros esfuerzos por difundir el Evangelio. Al volver a vuestros ambientes, os invito a encontrar consuelo en las palabras que el apóstol san Pedro dirigió a los primeros cristianos: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva" (1 P 1, 3).

Encomendando vuestro ministerio a María, Reina de los Apóstoles, os imparto cordialmente mi bendición apostólica a vosotros y a todos los que han sido confiados a vuestra solicitud pastoral.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

Jueves 27 de abril de 2006



.

Señor cardenal;
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:

Es para mí motivo de gran alegría reunirme con vosotros al final de vuestra sesión plenaria anual.
Os recuerdo con afecto a cada uno de vosotros, por haberos conocido personalmente durante los años de mi cargo como presidente de esta misma Comisión. Deseo manifestaros mis sentimientos de gratitud y aprecio por el importante trabajo que estáis realizando al servicio de la Iglesia y por el bien de las almas, en sintonía con el Sucesor de Pedro. Agradezco al señor cardenal William Joseph Levada las palabras de saludo y la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión durante vuestra reunión.

Os habéis reunido nuevamente para profundizar un tema muy importante: la relación entre Biblia y moral. Se trata de un tema que no sólo concierne al creyente, sino también a toda persona como tal. Y nos concierne precisamente en un tiempo de crisis de las culturas y de crisis moral. En efecto, el impulso primordial del hombre es su deseo de felicidad y de una vida plenamente realizada. Sin embargo, hoy son muchos los que piensan que dicha realización debe alcanzarse de manera absolutamente autónoma, sin ninguna referencia a Dios y a su ley. Algunos han llegado a teorizar una soberanía absoluta de la razón y de la libertad en el ámbito de las normas morales: esas normas constituirían el ámbito de una ética solamente "humana", es decir, sería la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo: los promotores de esta "moral laica" afirman que el hombre, como ser racional, no sólo puede sino que incluso debe decidir libremente el valor de sus comportamientos.

Esta convicción equivocada se basa en un presunto conflicto entre la libertad humana y cualquier forma de ley. En realidad, el Creador, porque somos criaturas, ha inscrito en nuestro mismo ser la "ley natural", reflejo de su idea creadora en nuestro corazón, como brújula y medida interior de nuestra vida. Precisamente por eso la sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia nos dicen que la vocación y la plena realización del hombre no consisten en el rechazo de la ley de Dios, sino en la vida según la ley nueva, que consiste en la gracia del Espíritu Santo: junto con la palabra de Dios y la enseñanza de la Iglesia, esta se manifiesta en la "fe que actúa por la caridad" (Ga 5, 6). Y precisamente en esta acogida de la caridad que viene de Dios (Deus caritas est) la libertad del hombre encuentra su realización más elevada.

Entre la ley de Dios y la libertad del hombre no hay contradicción: la ley de Dios rectamente interpretada no atenúa ni mucho menos elimina la libertad del hombre; al contrario, la garantiza y la promueve, puesto que, como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica, "la libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza" (n. 1731). La ley moral, establecida por Dios en la creación y confirmada en la revelación veterotestamentaria, tiene en Cristo su cumplimiento y su grandeza. Jesucristo es el camino de la perfección, la síntesis viva y personal de la libertad perfecta en la obediencia total a la voluntad de Dios. La función originaria del Decálogo no fue abolida por el encuentro con Cristo, sino llevada a su plenitud. Una ética que, en la escucha de la revelación, quiere ser también auténticamente racional alcanza su perfección en el encuentro con Cristo, que nos da la nueva alianza.

El modelo de este obrar moral auténtico es el comportamiento del mismo Verbo encarnado, que hace coincidir su voluntad con la voluntad de Dios Padre en la aceptación y en el cumplimiento de su misión: su alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34); hace siempre lo que agrada al Padre, poniendo en práctica su palabra (cf. Jn 8, 29. 55); refiere lo que el Padre le ha mandado decir y anunciar (cf. Jn 12, 49). Revelando al Padre y su modo de actuar, Jesús revela al mismo tiempo las normas del obrar humano correcto. Afirma esta relación de modo explícito y ejemplar cuando, concluyendo su enseñanza sobre el amor a los enemigos (cf. Mt 5, 43-47), dice: "Sed, pues, perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48). Esta perfección divina, divino-humana, nos resulta posible si estamos estrechamente unidos a Cristo, nuestro Salvador.

El camino trazado por Jesús con su enseñanza no es una norma impuesta desde fuera. Jesús mismo recorre este camino, y sólo nos pide que lo sigamos. Además, no se limita a pedir: ante todo nos da en el bautismo la participación en su misma vida, capacitándonos así para acoger y poner en práctica sus enseñanzas. Esto aparece cada vez con mayor evidencia en los escritos del Nuevo Testamento. Su relación con los discípulos no consiste en una enseñanza exterior, sino vital: los llama "hijos" (Jn 13, 33; 21, 5), "amigos" (Jn 15, 14-15), "hermanos" (Mt 12, 50; 28, 10; Jn 20, 17), invitándolos a entrar en comunión de vida con él y a acoger con fe y alegría su yugo "suave" y su carga "ligera" (cf. Mt 11, 28-30).

Por tanto, en la búsqueda de una ética inspirada cristológicamente es preciso tener siempre presente que Cristo es el Logos encarnado que nos hace partícipes de su vida divina y nos sostiene con su gracia en el camino hacia nuestra realización verdadera. En el Logos encarnado se manifiesta de modo definitivo lo que es realmente el hombre; la fe en Cristo nos da el coronamiento de la antropología. Por eso, la relación con Cristo define la realización más elevada del obrar moral del hombre. Este obrar humano se funda directamente en la obediencia a la ley de Dios, en la unión con Cristo y en la inhabitación del Espíritu en el alma del creyente. No es un obrar dictado por normas solamente exteriores, sino que proviene de la relación vital que une a los creyentes con Cristo y con Dios.

Deseándoos una fructífera prosecución de vuestra reflexión, invoco sobre vosotros y sobre vuestro trabajo la luz del Espíritu Santo, e imparto a todos la bendición apostólica, como confirmación de mi confianza y mi afecto.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO
EN EL SANTUARIO ROMANO DEL AMOR DIVINO

Roma, lunes 1 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Es para mí motivo de consuelo estar hoy con vosotros para rezar el santo rosario en este santuario de la Virgen del Amor Divino, en el que se expresa la profunda devoción a la Virgen María, tan arraigada en el alma y en la historia del pueblo de Roma. Siento alegría en especial al pensar que así estoy renovando la experiencia de mi amado predecesor Juan Pablo II, el cual, hace exactamente veintisiete años, el primer día del mes de mayo de 1979, realizó su primera visita como Pontífice a este santuario.

Saludo con afecto al rector, mons. Pasquale Silla, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido. Saludo a los demás sacerdotes Oblatos Hijos de la Virgen del Amor Divino y a las religiosas Hijas de la Virgen del Amor Divino, que se dedican con alegría y generosidad al servicio del santuario y de todas sus múltiples obras de bien. Saludo al cardenal vicario Camillo Ruini y al obispo auxiliar del sector sur, mons. Paolo Schiavon, así como a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, que habéis venido aquí en tan gran número.

Hemos rezado el santo rosario, recorriendo los cinco misterios "gozosos", que nos han ayudado a revivir en nuestro corazón los inicios de nuestra salvación, desde la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María hasta el misterio del Niño Jesús, a los doce años, perdido y encontrado en el templo de Jerusalén mientras escuchaba e interrogaba a los doctores.
Hemos repetido y hecho nuestras las palabras del ángel: "Dios te salve, María, llena de gracia, el Señor está contigo" y también la exclamación con que santa Isabel acogió a la Virgen, que había acudido prontamente a su casa para ayudarle y servirle: "¡Bendita tú eres entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno!".

Hemos contemplado la fe dócil de María, que se fía sin reservas de Dios y se pone totalmente en sus manos. También nos hemos acercado, como los pastores, al Niño Jesús recostado en el pesebre y hemos reconocido y adorado en él al Hijo eterno de Dios que, por amor, se ha hecho nuestro hermano y así también nuestro único Salvador.

Juntamente con María y José, también nosotros hemos entrado en el templo para ofrecer a Dios al Niño y cumplir el rito de la purificación; y aquí el anciano Simeón, con sus palabras, nos ha anticipado la salvación, pero también la contradicción y la cruz, la espada que, bajo la cruz del Hijo, traspasaría el alma de la Madre y precisamente así la hará no sólo madre de Dios sino también nuestra madre común.

Queridos hermanos y hermanas, en este santuario veneramos a María santísima con el título de Virgen del Amor Divino. Así queda plenamente de manifiesto el vínculo que une a María con el Espíritu Santo, ya desde el inicio de su existencia, cuando en su concepción, el Espíritu, el Amor eterno del Padre y del Hijo, hizo de ella su morada y la preservó de toda sombra de pecado; luego, cuando por obra del mismo Espíritu concibió en su seno al Hijo de Dios; después, también a lo largo de toda su vida, durante la cual, con la gracia del Espíritu, se cumplió en plenitud la exclamación de María: "He aquí la esclava del Señor"; y, por último, cuando, con la fuerza del Espíritu Santo, María fue llevada a los cielos con toda su humanidad concreta para estar junto a su Hijo en la gloria de Dios Padre.

"María —escribí en la encíclica Deus caritas est— es una mujer que ama. Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama" (n. 41). Sí, queridos hermanos y hermanas, María es el fruto y el signo del amor que Dios nos tiene, de su ternura y de su misericordia. Por eso, juntamente con nuestros hermanos en la fe de todos los tiempos y lugares, recurrimos a ella en nuestras necesidades y esperanzas, en las vicisitudes alegres y dolorosas de la vida. Mi pensamiento va, en este momento, con profunda participación, a la familia de la isla de Ischia, afectada por la desgracia que aconteció ayer.

Con el mes de mayo aumenta el número de los que, desde las parroquias de Roma y también desde muchos otros sitios, vienen aquí en peregrinación para orar y para gozar de la belleza y de la serenidad de estos lugares, que ayuda a descansar. Así pues, desde aquí, desde este santuario del Amor Divino esperamos una fuerte ayuda y un apoyo espiritual para la diócesis de Roma, para mí, su Obispo, y para los demás obispos colaboradores míos, para los sacerdotes, para las familias, para las vocaciones, para los pobres, para los que sufren y los enfermos, para los niños y los ancianos, para toda la nación italiana.

En especial, esperamos la fuerza interior para cumplir el voto que hicieron los romanos el 4 de junio de 1944, cuando pidieron solemnemente a la Virgen del Amor Divino que esta ciudad fuera preservada de los horrores de la guerra, y fueron escuchados: el voto y la promesa de corregir y mejorar su conducta moral, para hacerla más conforme a la del Señor Jesús.

También hoy es necesaria la conversión a Dios, a Dios Amor, para que el mundo se vea libre de las guerras y del terrorismo. Nos lo recuerdan, por desgracia, las víctimas, como los militares que murieron el jueves pasado en Nassiriya, Irak, a los que encomendamos a la maternal intercesión de María, Reina de la paz.

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, desde este santuario de la Virgen del Amor Divino renuevo la invitación que hice en la encíclica Deus caritas est (n. 39): vivamos el amor y así hagamos entrar la luz de Dios en el mundo. Amén.


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SALUDO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS EX GUARDIAS SUIZOS PARTICIPANTES
EN UNA "MARCHA" CONMEMORATIVA

Plaza de San Pedro
Jueves 4 de mayo de 2006



Me alegra dirigiros mi cordial saludo a todos vosotros, queridos amigos, ex guardias suizos y participantes en la "marcha" especial organizada con ocasión del 500° aniversario de la venida a Roma de los primeros 150 Gwardiknechte. Siguiendo el mismo itinerario realizado hace quinientos años, pasando por Milán, Fidenza, Lucca, Siena y Acquapendente, habéis llegado a Roma y ahora estáis aquí, en esta plaza de San Pedro, que conocéis muy bien. Os acoge y os saluda el Sucesor del Papa Julio II, cuyo nombre está inseparablemente unido al benemérito cuerpo de la Guardia Suiza pontificia.

Queridos ex guardias suizos, con esta significativa iniciativa, que comenzó el 7 de abril en Bellinzona y termina hoy aquí, en Roma, habéis querido rendir homenaje a vuestros predecesores; al mismo tiempo, deseabais dar gracias al Señor por vuestra pertenencia personal al cuerpo de la Guardia Suiza, renovando así una vez más vuestra adhesión a esta "familia" también después de finalizar vuestro servicio. Habéis emprendido esta larga marcha, por decirlo así, como una "peregrinación", siguiendo la famosa "Vía Francígena", el camino que recorrían en el Medioevo los peregrinos que desde Francia se dirigían a Roma. Durante los días de vuestra marcha, en la que habéis recorrido a pie cerca de 720 km, habéis atravesado numerosas aldeas y ciudades, informando a sus habitantes sobre vuestra historia y dándoles a conocer el espíritu que anima al cuerpo de la Guardia Suiza.

En cierto modo, habéis podido compartir los sentimientos de los primeros 150 guardias suizos, que el 21 de enero de 1506 llegaron a la ciudad eterna, vistieron inmediatamente el uniforme rojo y amarillo, los colores de la familia Della Rovere, y al día siguiente, desde la Puerta del Popolo, pasando por Campo de' Fiori, llegaron a la colina Vaticana. Era el 22 de enero de 1506, el día de fundación de la Guardia Suiza pontificia.

Queridos amigos, me congratulo con vosotros por esta hermosa iniciativa que recuerda el valor de esos 150 ciudadanos suizos que, con audacia y generosidad, defendieron hasta la muerte a la persona del Sumo Pontífice, escribiendo con su sacrificio una página importante de la historia de la Iglesia.

Repasando estos cinco siglos, damos gracias a Dios por el bien realizado por vuestros predecesores y por la valiosa colaboración que la Guardia Suiza pontificia sigue dando a la Santa Sede también hoy. A la vez que encomendamos a la misericordia divina a los que han muerto, invocamos sobre quienes componen vuestra grande y meritoria Asociación de ex guardias suizos la constante protección del Señor. Que él siga guiando vuestros pasos y sosteniendo con su gracia todas vuestras acciones, y anime con su Espíritu las numerosas iniciativas que habéis emprendido para perpetuar y hacer fecunda la experiencia particular que habéis vivido en la ciudad eterna al servicio de la Sede apostólica.

Con estos sentimientos, os imparto a todos vosotros, aquí reunidos, y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.


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