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2007

Ultimo Aggiornamento: 10/06/2013 20:38
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04/06/2013 21:04


VISITA PASTORAL
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS
CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO

ALOCUCIÓN DEL PAPA A LAS CLARISAS CAPUCHINAS

Sala Capitular del Sacro Convento
Domingo 17 de junio de 2007



Queridas hermanas:

Cuando monseñor Sorrentino y yo planeábamos esta visita, dije inmediatamente: "Debo encontrarme con las Capuchinas de Baviera, las Capuchinas alemanas". Para mí forman parte profundamente de Asís y conservo muchos recuerdos gratos de los encuentros que he tenido con ellas en su casa, antes y después del terremoto; para mí una visita a Asís sin un encuentro con las Capuchinas alemanas sería una experiencia incompleta de Asís.

Por eso, me alegra que estemos aquí juntos, casi como si estuviéramos en vuestro convento. Agradezco y me alegra mucho que la Providencia haya querido que, hace siglos, se fundara este convento, que siga viviendo, que de Alemania, y especialmente de Baviera, sigan llegando muchachas jóvenes para recorrer, en comunión con san Francisco, el camino del Señor: un camino de pobreza, castidad, obediencia, y sobre todo un camino de amor a Cristo y a su Iglesia.

Sé que oráis mucho por mí y por toda la Iglesia. Saber que detrás de mí hay muchas personas que oran, muchas queridas religiosas que oran y sostienen mi actividad desde dentro, constituye para mí un consuelo constante. Por eso, siento la necesidad de agradecer su oración.

Este año celebramos la conversión de san Francisco. Sabemos que siempre tenemos necesidad de conversión. Sabemos que toda la vida es una ascensión, a menudo fatigosa pero siempre hermosa, de sucesivas conversiones. Sabemos que, de este modo, día tras día, nos acercamos cada vez más al Señor.

San Francisco nos muestra también que en su vida, desde su primer encuentro profundo con el Crucifijo de San Damián, progresó cada vez más en la comunión con Cristo, hasta llegar a ser uno con él recibiendo los estigmas. Por eso buscamos, por eso luchamos: para escuchar cada vez mejor su voz, para que su voz penetre cada vez más en nuestro corazón, para que modele cada vez más nuestra vida, de forma que lleguemos a ser desde dentro semejantes a él y la Iglesia sea viva en nosotros.

Del mismo modo que María era una Iglesia viva, así vosotras, orando, creyendo, esperando y amando os transformáis en Iglesia viva y de este modo llegáis a ser una sola cosa con el único Señor. Gracias por todo. Agradezco verdaderamente al Señor que hayamos podido encontrarnos.
Tenemos un pequeño regalo —naturalmente, os agradezco las flores—. Hemos traído una imagen de la Virgen, que recordará esta visita, durante la cual nos hemos encontrado.

Creo que puedo escuchar todavía otro canto (en este momento las monjas cantan de nuevo). Gracias. Es un canto que entonábamos a menudo en el seminario de Traunstein y que me recuerda mi juventud, haciéndome sentir una gran alegría por el Señor y por la Madre de Dios, que, ahora como entonces, llevamos en nuestro corazón.

Ahora os imparto mi bendición.


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"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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04/06/2013 21:05


VISITA PASTORAL
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS
CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO

DISCURSO DEL SANTO PADRE
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES
Y LOS RELIGIOSOS EN LA CATEDRAL DE SAN RUFINO

Domingo 17 de junio de 2007


Amadísimos sacerdotes y diáconos,
religiosos y religiosas:

Os puedo asegurar con sinceridad que deseaba vivamente encontrarme con vosotros en esta antigua catedral, en la que normalmente se congrega, en torno al obispo, la Iglesia diocesana. Esta mañana estuve en medio del pueblo de Dios, en sus diferentes componentes, durante la celebración eucarística en la basílica de San Francisco y me pareció conveniente reservaros a vosotros un encuentro particular, teniendo en cuenta, entre otras cosas, el gran número de personas consagradas que hay en esta diócesis.

Doy las gracias a mons. Domenico Sorrentino, pastor de esta Iglesia, por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos de comunión y afecto. Y he sentido inmediatamente vuestro afecto. Expreso de corazón mi agradecimiento al obispo emérito, mons. Sergio Goretti, que, como hemos escuchado, durante veinticinco años ha gobernado esta Iglesia, ilustre por tanta historia de santidad. Recuerdo los numerosos encuentros que tuvimos precisamente aquí, en Asís. ¡Gracias, excelencia!

Como sabéis, y como ha recordado mons. Sorrentino, la ocasión que me ha traído hoy a Asís es la conmemoración del VIII centenario de la conversión de san Francisco. También yo me he hecho peregrino. Ya siendo estudiante, y después cuando me preparaba para una cátedra, estudié a san Buenaventura y, por consiguiente, también a san Francisco. Peregriné espiritualmente a Asís mucho antes de llegar aquí físicamente. Así, en esta larga peregrinación de mi vida, hoy me alegra estar en la catedral con vosotros, sacerdotes, religiosos y religiosas.

Dado que he venido tras las huellas del Poverello, al hablar, mi punto de partida será él. Pero, precisamente en el contexto de esta catedral, no puedo menos de recordar a los demás santos que han ilustrado la vida de esta Iglesia, desde su patrono san Rufino, a quien se añaden san Rinaldo y el beato Ángel. Es evidente que junto a san Francisco se encuentra santa Clara, cuya casa estaba precisamente al lado de esta catedral. Hace poco he podido ver el baptisterio en el que, según la tradición, recibieron el bautismo tanto san Francisco como santa Clara, y después san Gabriel de la Dolorosa.

Este hecho me brinda la ocasión para hacer una primera reflexión. Hoy hablamos de la conversión de san Francisco, pensando en la opción radical de vida que hizo desde su juventud; sin embargo, no podemos olvidar que su primera "conversión" tuvo lugar con el don del bautismo. La respuesta plena que dio siendo adulto no fue más que la maduración del germen de santidad que recibió entonces.

Es importante que en nuestra vida y en la propuesta pastoral tomemos cada vez mayor conciencia de la dimensión bautismal de la santidad. Es don y tarea para todos los bautizados. A esta dimensión hacía referencia mi venerado y amado predecesor en la carta apostólica Novo millennio ineunte cuando escribió: "Preguntar a un catecúmeno, "¿quieres recibir el bautismo?", significa al mismo tiempo preguntarle: "¿quieres ser santo?"" (n. 31).

A los millones de peregrinos que pasan por estas calles atraídos por el carisma de san Francisco es necesario ayudarles a captar el núcleo esencial de la vida cristiana y a tender a su "alto grado", que es precisamente la santidad. No basta que admiren a san Francisco: a través de él deben encontrar a Cristo, para confesarlo y amarlo con "fe firme, esperanza cierta y caridad perfecta" (Oración de san Francisco ante el Crucifijo, 1: FF 276).

Los cristianos de nuestro tiempo tienen que afrontar cada vez con mayor frecuencia la tendencia a aceptar un Cristo disminuido, admirado en su humanidad extraordinaria, pero rechazado en el misterio profundo de su divinidad. El mismo san Francisco sufre una especie de mutilación cuando se lo cita como testigo de valores, ciertamente importantes, apreciados por la cultura moderna, pero olvidando que la opción profunda, podríamos decir el corazón de su vida, es la opción por Cristo.

En Asís es necesaria, hoy más que nunca, una línea pastoral de alto perfil. Con este fin hace falta que vosotros, sacerdotes y diáconos, y vosotras, personas de vida consagrada, sintáis fuertemente el privilegio y la responsabilidad de vivir en este territorio de gracia. Es verdad que todos los que pasan por esta ciudad reciben un mensaje benéfico incluso sólo de sus "piedras" y de su historia. Hablan radicalmente las piedras, pero eso no os exime de una propuesta espiritual fuerte, que ayude también a afrontar las numerosas seducciones del relativismo, que caracteriza a la cultura de nuestro tiempo.

Asís tiene el don de atraer a personas de muchas culturas y religiones, en nombre de un diálogo que constituye un valor irrenunciable. Juan Pablo II unió su nombre a esta imagen de Asís como ciudad del diálogo y de la paz. A este respecto, me complace que hayáis querido honrar la memoria de su relación especial con esta ciudad también dedicándole una sala con cuadros que lo representan precisamente al lado de esta catedral. Para Juan Pablo II era claro que la vocación de Asís al diálogo está vinculada al mensaje de san Francisco, y debe seguir estando muy arraigada en los pilares de su espiritualidad.

En san Francisco todo parte de Dios y vuelve a Dios. Sus Alabanzas al Dios altísimo manifiestan un alma en diálogo constante con la Trinidad. Su relación con Cristo encuentra en la Eucaristía su lugar más significativo. Incluso el amor al prójimo se desarrolla a partir de la experiencia y del amor a Dios. Cuando, en el Testamento, recuerda cómo su acercamiento a los leprosos fue el inicio de su conversión, subraya que a ese abrazo de misericordia fue llevado por Dios mismo (cf. 2 Test 2: FF 110).

Los diversos testimonios biográficos concuerdan en describir su conversión como un progresivo abrirse a la Palabra que viene de lo alto. Aplica la misma lógica cuando pide y da limosna con la motivación del amor a Dios (cf. 2 Cel 47, 77: FF 665). Su mirada a la naturaleza es, en realidad, una contemplación del Creador en la belleza de las criaturas. Incluso su deseo de paz toma forma de oración, ya que le fue revelado el modo como debía formularlo: "El Señor te dé la paz" (2 Test: FF 121). San Francisco es un hombre para los demás, porque en el fondo es un hombre de Dios. Querer separar, en su mensaje, la dimensión "horizontal" de la "vertical" significa hacer irreconocible a san Francisco.

A vosotros, ministros del Evangelio y del altar; a vosotros, religiosos y religiosas, os corresponde la tarea de llevar a cabo un anuncio de la fe cristiana a la altura de los desafíos actuales. Tenéis una gran historia y deseo expresar mi aprecio por lo que ya hacéis. Aunque hoy vuelvo a Asís como Papa, vosotros sabéis que no es la primera vez que visito esta ciudad, y que siempre me he llevado una buena impresión de ella. Es necesario que vuestra tradición espiritual y pastoral siga arraigada en sus valores perennes y al mismo tiempo se renueve para dar una respuesta auténtica a los nuevos interrogantes.

Por eso, deseo animaros a seguir con confianza el plan pastoral que vuestro obispo os ha propuesto. En él se señalan las grandes y exigentes perspectivas de la comunión, la caridad, la misión, subrayando que hunden sus raíces en una auténtica conversión a Cristo. La lectio divina, el carácter central de la Eucaristía, la liturgia de las Horas y la adoración eucarística, la contemplación de los misterios de Cristo desde la perspectiva mariana del rosario, aseguran el clima y la tensión espiritual sin los cuales todos los compromisos pastorales, la vida fraterna, incluso el compromiso en favor de los pobres, correrían el peligro de naufragar a causa de nuestras fragilidades y de nuestro cansancio.

¡Ánimo, queridos hermanos! A esta ciudad, a esta comunidad eclesial, mira con particular simpatía la Iglesia desde todas las regiones del mundo. El nombre de san Francisco, acompañado por el de santa Clara, requiere que esta ciudad se distinga por un particular impulso misionero. Pero, precisamente por esto, también es necesario que esta Iglesia viva de una intensa experiencia de comunión.

En esta perspectiva se sitúa el motu proprio Totius orbis con el que, como ha mencionado vuestro obispo, establecí que las dos grandes basílicas papales, la de San Francisco y la de Santa María de los Ángeles, aunque sigan gozando de una atención especial de la Santa Sede a través del legado pontificio, desde el punto de vista pastoral entren en la jurisdicción del obispo de esta Iglesia. Me alegra mucho saber que el nuevo camino se comenzó con una gran disponibilidad y colaboración, y estoy seguro de que producirá abundantes frutos.

En realidad, era un camino ya maduro por varias razones. Lo sugería el nuevo impulso que el concilio Vaticano II dio a la teología de la Iglesia particular, mostrando cómo en ella se expresa el misterio de la Iglesia universal. En efecto, las Iglesias particulares "están formadas a imagen de la Iglesia universal: en ellas y a partir de ellas (in quibus et ex quibus) existe la Iglesia católica, una y única" (Lumen gentium, 23). Hay una relación mutua interior entre lo universal y lo particular. Las Iglesias particulares, precisamente mientras viven su identidad de "porciones" del pueblo de Dios, expresan también una comunión y una "diaconía" con respecto a la Iglesia universal esparcida por el mundo, animada por el Espíritu y servida por el ministerio de unidad del Sucesor de Pedro.

Esta apertura "católica" es propia de cada diócesis y marca, de algún modo, todas las dimensiones de su vida, pero se acentúa cuando una Iglesia dispone de un carisma que atrae y actúa más allá de sus confines. Y ¿cómo negar que ese es el carisma de san Francisco y de su mensaje? Los numerosos peregrinos que vienen a Asís estimulan a esta Iglesia a ir más allá de sí misma. Por otra parte, es indiscutible que san Francisco tiene una relación especial con su ciudad. En cierto modo, Asís forma un cuerpo con el camino de santidad de este gran hijo suyo. Lo demuestra la misma peregrinación que estoy realizando, en la que estoy recorriendo muchos lugares —ciertamente no todos— de la vida de san Francisco en esta ciudad.

Asimismo, quiero subrayar que la espiritualidad de san Francisco de Asís ayuda mucho, tanto para captar la universalidad de la Iglesia, que él expresó en una particular devoción al Vicario de Cristo, como para comprender el valor de la Iglesia particular, dado que fue fuerte y filial su vínculo con el obispo de Asís. Es preciso redescubrir el valor no sólo biográfico, sino también "eclesiológico", del encuentro del joven Francisco con el obispo Guido, a cuyo discernimiento y en cuyas manos entregó su opción de vida por Cristo, despojándose de todo (cf. 1 Cel I, 6, 14-15: FF 343-344).
La conveniencia de una gestión unitaria, como quedó establecida por el motu proprio, se apoyaba también en la necesidad de una acción pastoral más coordinada y eficaz. El concilio Vaticano II y el Magisterio sucesivo subrayaron la necesidad de que las personas y las comunidades de vida consagrada, incluso las de derecho pontificio, se inserten de modo orgánico, de acuerdo con sus Constituciones y con las leyes de la Iglesia, en la vida de la Iglesia particular (cf. Christus Dominus, 33-35; Código de derecho canónico, cc. 678-680). Esas comunidades, aunque tienen derecho a esperar que se acoja y respete su carisma, han de evitar vivir como "islas"; deben integrarse con convicción y generosidad en el servicio y en el plan pastoral adoptado por el obispo para toda la comunidad diocesana.

Pienso en particular en vosotros, amadísimos sacerdotes, comprometidos cada día, juntamente con los diáconos, al servicio del pueblo de Dios. Vuestro entusiasmo, vuestra comunión, vuestra vida de oración y vuestro generoso ministerio son indispensables. Puede suceder que sintáis cansancio o miedo ante las nuevas exigencias y las nuevas dificultades, pero debemos confiar en que el Señor nos dará la fuerza necesaria para realizar lo que nos pide. Él —oramos y estamos seguros— no permitirá que falten vocaciones, si las imploramos con la oración y a la vez nos preocupamos de buscarlas y conservarlas con una pastoral juvenil y vocacional llena de ardor e inventiva, capaz de mostrar la belleza del ministerio sacerdotal. En este contexto, también saludo cordialmente a los superiores y a los alumnos del Pontificio Seminario regional de Umbría.

Vosotras, personas consagradas, con vuestra vida dad razón de la esperanza que habéis puesto en Cristo. Para esta Iglesia constituís una gran riqueza, tanto en el ámbito de la pastoral parroquial como en beneficio de tantos peregrinos que vienen a menudo a pediros hospitalidad, esperando también un testimonio espiritual.

En particular vosotras, las monjas de clausura, mantened elevada la antorcha de la contemplación. A cada una de vosotras deseo repetir las palabras que santa Clara escribió en una carta a santa Inés de Bohemia, pidiéndole que hiciera de Cristo su "espejo": "Mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y en él contempla continuamente tu rostro..." (4 Lag 15: FF 2902).

Vuestra vida de ocultamiento y oración no os aleja del dinamismo misionero de la Iglesia; al contrario, os sitúa en su corazón. Cuanto más grandes son los desafíos apostólicos, tanto mayor es la necesidad de vuestro carisma. Sed signos del amor de Cristo, al que puedan mirar todos los demás hermanos y hermanas expuestos a las fatigas de la vida apostólica y del compromiso laical en el mundo.

A la vez que os confirmo mi afecto, lleno de confianza, y os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María y de vuestros santos, comenzando por san Francisco y santa Clara, imparto a todos una especial bendición apostólica.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI A ASÍS
CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO
DE LA CONVERSIÓN DE SAN FRANCISCO

DISCURSO DEL SANTO PADRE
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS JÓVENES
ANTE AL BASÍLICA DE SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES

Domingo 17 de junio de 2007



Queridos jóvenes:

Gracias por vuestra acogida tan entusiasta. Percibo en vosotros la fe, percibo la alegría de ser cristianos católicos. Gracias por las afectuosas palabras y por las importantes preguntas que me han dirigido vuestros dos representantes. Espero decir algo, durante este encuentro, sobre esas preguntas, que atañen a la vida. No puedo dar ahora una respuesta exhaustiva, pero trataré de decir algo.

En primer lugar os saludo a todos vosotros, jóvenes de esta diócesis de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, con vuestro obispo, mons. Domenico Sorrentino. Os saludo a vosotros, jóvenes de todas las diócesis de Umbría, que os habéis dado cita aquí con vuestros pastores. Naturalmente, también os saludo a vosotros, jóvenes que habéis venido de las demás regiones de Italia, acompañados por vuestros animadores franciscanos. Dirijo un cordial saludo al cardenal Attilio Nicora, mi legado para las basílicas papales de Asís, y a los ministros generales de las diversas Órdenes franciscanas.

Nos acoge aquí, con san Francisco, el corazón de la Madre, la "Virgen hecha Iglesia", como él solía invocarla (cf. Saludo a la santísima Virgen María, 1: FF 259). San Francisco sentía un cariño especial por la iglesita de la Porciúncula, que se conserva en esta basílica de Santa María de los Ángeles. Fue una de las iglesias que él se encargó de reparar en los primeros años de su conversión y donde escuchó y meditó el Evangelio de la misión (cf. 1 Cel I, 9, 22: FF 356). Después de los primeros pasos de Rivotorto, puso aquí el "cuartel general" de la Orden, donde los frailes pudieran resguardarse casi como en el seno materno, para renovarse y volver a partir llenos de impulso apostólico. Aquí obtuvo para todos un manantial de misericordia en la experiencia del "gran perdón", que todos necesitamos. Por último, aquí vivió su encuentro con la "hermana muerte".

Queridos jóvenes, ya sabéis que el motivo que me ha traído a Asís ha sido el deseo de revivir el camino interior de san Francisco, con ocasión del VIII centenario de su conversión. Este momento de mi peregrinación tiene un significado particular y he pensado en él como en la cumbre de mi jornada. San Francisco habla a todos, pero sé que para vosotros, los jóvenes, tiene un atractivo especial. Me lo confirma vuestra presencia tan numerosa, así como las preguntas que habéis formulado. Su conversión sucedió cuando estaba en la plenitud de su vitalidad, de sus experiencias, de sus sueños. Había pasado veinticinco años sin encontrar el sentido de su vida. Pocos meses antes de morir recordará ese período como el tiempo en que "vivía en los pecados" (cf. 2 Test 1: FF 110).

¿En qué pensaba san Francisco al hablar de "pecado"? Con los datos que nos dan las biografías, todas ellas con matices diferentes, no es fácil determinarlo. Un buen retrato de su estilo de vida se encuentra en la Leyenda de los tres compañeros, donde se lee: "Francisco era muy alegre y generoso, dedicado a los juegos y a los cantos; vagaba por la ciudad de Asís día y noche con amigos de su mismo estilo; era tan generoso en los gastos, que en comidas y otras cosas dilapidaba todo lo que podía tener o ganar" (3 Comp 1, 2: FF 1396).

¿De cuántos muchachos de nuestro tiempo no se podría decir algo semejante? Además, hoy existe la posibilidad de ir a divertirse lejos de la propia ciudad. En las iniciativas de diversión durante los fines de semana participan numerosos jóvenes. Se puede "vagar" también virtualmente "navegando" en internet, buscando informaciones o contactos de todo tipo. Por desgracia, no faltan —más aún, son muchos, demasiados— los jóvenes que buscan paisajes mentales tan fatuos como destructores en los paraísos artificiales de la droga.

¿Cómo negar que son muchos los jóvenes, y no jóvenes, que sienten la tentación de seguir de cerca la vida del joven Francisco antes de su conversión? En ese estilo de vida se esconde el deseo de felicidad que existe en el corazón humano. Pero, esa vida ¿podía dar la alegría verdadera? Ciertamente, Francisco no la encontró. Vosotros mismos, queridos jóvenes, podéis comprobarlo por propia experiencia. La verdad es que las cosas finitas pueden dar briznas de alegría, pero sólo lo Infinito puede llenar el corazón. Lo dijo otro gran convertido, san Agustín. "Nos hiciste, Señor, para ti; y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones I, 1).

El mismo texto biográfico nos refiere que Francisco era más bien vanidoso. Le gustaba vestir con elegancia y buscaba la originalidad (cf. 3 Comp 1, 2: FF 1396). En cierto modo, todos nos sentimos atraídos hacia la vanidad, hacia la búsqueda de originalidad. Hoy se suele hablar de "cuidar la imagen" o de "tratar de dar buena imagen". Para poder tener éxito, aunque sea mínimo, necesitamos ganar crédito a los ojos de los demás con algo inédito, original. En cierto aspecto, esto puede poner de manifiesto un inocente deseo de ser bien acogidos. Pero a menudo se infiltra el orgullo, la búsqueda desmesurada de nosotros mismos, el egoísmo y el afán de dominio. En realidad, centrar la vida en nosotros mismos es una trampa mortal: sólo podemos ser nosotros mismos si nos abrimos en el amor, amando a Dios y a nuestros hermanos.

Un aspecto que impresionaba a los contemporáneos de Francisco era también su ambición, su sed de gloria y de aventura. Esto fue lo que lo llevó al campo de batalla, acabando prisionero durante un año en Perusa. Una vez libre, esa misma sed de gloria lo habría llevado a Pulla, en una nueva expedición militar, pero precisamente en esa circunstancia, en Espoleto, el Señor se hizo presente en su corazón, lo indujo a volver sobre sus pasos, y a ponerse seriamente a la escucha de su Palabra.

Es interesante observar cómo el Señor conquistó a Francisco cogiéndole las vueltas, su deseo de afirmación, para señalarle el camino de una santa ambición, proyectada hacia el infinito: "¿Quién puede serte más útil, el señor o el siervo?" (3 Comp 2, 6: FF 1401), fue la pregunta que sintió resonar en su corazón. Equivale a decir: ¿por qué contentarse con depender de los hombres, cuando hay un Dios dispuesto a acogerte en su casa, a su servicio regio?

Queridos jóvenes, me habéis hablado de algunos problemas de la condición juvenil, de lo difícil que os resulta construiros un futuro, y sobre todo de la dificultad que encontráis para discernir la verdad.

En el relato de la pasión de Cristo encontramos la pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18, 38). Es la pregunta de un escéptico, que dice: "Tú afirmas que eres la verdad, pero ¿qué es la verdad?". Así, suponiendo que la verdad no se puede reconocer, Pilato da a entender: "hagamos lo que sea más práctico, lo que tenga más éxito, en vez de buscar la verdad". Luego condena a muerte a Jesús, porque actúa con pragmatismo, buscando el éxito, su propia fortuna.

También hoy muchos dicen: "¿Qué es la verdad? Podemos encontrar sus fragmentos, pero ¿cómo podemos encontrar la verdad?". Resulta realmente arduo creer que Jesucristo es la verdad, la verdadera Vida, la brújula de nuestra vida. Y, sin embargo, si caemos en la gran tentación de comenzar a vivir únicamente según las posibilidades del momento, sin la verdad, realmente perdemos el criterio y también el fundamento de la paz común, que sólo puede ser la verdad. Y esta verdad es Cristo. La verdad de Cristo se ha verificado en la vida de los santos de todos los siglos. Los santos son la gran estela de luz que en la historia atestigua: esta es la vida, este es el camino, esta es la verdad. Por eso, tengamos el valor de decir sí a Jesucristo: "Tu verdad se ha verificado en la vida de tantos santos. Te seguimos".

Queridos jóvenes, mientras venía de la basílica del Sacro Convento, pensaba que no convenía hablar casi una hora yo solo. Por eso, creo que ahora sería oportuno hacer una pausa, para un canto. Sé que habéis preparado muchos cantos; tal vez me podéis cantar uno en este momento.

Bien, el canto nos ha recordado que san Francisco escuchó la voz de Cristo en su corazón. Y ¿qué sucede? Sucede que comprende que debe ponerse al servicio de los hermanos, sobre todo de los que más sufren. Esta es la consecuencia de su primer encuentro con la voz de Cristo.

Esta mañana, al pasar por Rivotorto, contemplé el lugar en donde, según la tradición, se hallaban segregados los leprosos —los últimos, los marginados—, con respecto a los cuales Francisco sentía una repugnancia irresistible. Tocado por la gracia, les abrió su corazón. Y no sólo lo hizo con un gesto piadoso de limosna, pues hubiera sido demasiado poco, sino también besándolos y sirviéndolos. Él mismo confiesa que lo que antes le resultaba amargo, se transformó para él en "dulzura de alma y de cuerpo" (2 Test 3: FF 110).

Así pues, la gracia comienza a modelar a Francisco. Se fue haciendo cada vez más capaz de fijar su mirada en el rostro de Cristo y de escuchar su voz. Fue entonces cuando el Crucifijo de San Damián le dirigió la palabra, invitándolo a una valiente misión: "Ve, Francisco, repara mi casa, que, como ves, está totalmente en ruinas" (2 Cel I, 6, 10: FF 593).

Al visitar esta mañana San Damián, y luego la basílica de Santa Clara, donde se conserva el Crucifijo original que habló a san Francisco, también yo fijé mi mirada en los ojos de Cristo. Es la imagen de Cristo crucificado y resucitado, vida de la Iglesia, que, si estamos atentos, nos habla también a nosotros, como habló hace dos mil años a sus Apóstoles y hace ochocientos años a san Francisco. La Iglesia vive continuamente de este encuentro.

Sí, queridos jóvenes: dejemos que Cristo se encuentre con nosotros. Fiémonos de él, escuchemos su palabra. Él no sólo es un ser humano fascinante. Desde luego, es plenamente hombre, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15). Pero también es mucho más: Dios se hizo hombre en él y, por tanto, es el único Salvador, como dice su nombre mismo: Jesús, o sea, "Dios salva".

A Asís se viene para aprender de san Francisco el secreto para reconocer a Jesucristo y hacer experiencia de él. Según lo que narra su primer biógrafo, esto es lo que sentía Francisco por Jesús: "Siempre llevaba a Jesús en el corazón. Llevaba a Jesús en los labios, llevaba a Jesús en los oídos, llevaba a Jesús en las manos, llevaba a Jesús en todos los demás miembros... Más aún, muchas veces, encontrándose de viaje, al meditar o cantar a Jesús, se olvidaba que estaba de viaje y se detenía a invitar a todas las criaturas a alabar a Jesús" (1 Cel II, 9, 115: FF 115). Así vemos cómo la comunión con Jesús abre también el corazón y los ojos a la creación.

En definitiva, san Francisco era un auténtico enamorado de Jesús. Lo encontraba en la palabra de Dios, en los hermanos, en la naturaleza, pero sobre todo en su presencia eucarística. A este propósito, escribe en su Testamento: "Del mismo altísimo Hijo de Dios no veo corporalmente nada más que su santísimo Cuerpo y su santísima Sangre" (2 Test 10: FF 113). La Navidad de Greccio manifiesta la necesidad de contemplarlo en su tierna humanidad de niño (cf. 1 Cel I, 30, 85-86: FF 469-470). La experiencia de la Verna, donde recibió los estigmas, muestra hasta qué grado de intimidad había llegado en su relación con Cristo crucificado. Realmente pudo decir con san Pablo: "Para mí vivir es Cristo" (Flp 1, 21). Si se desprende de todo y elige la pobreza, el motivo de todo esto es Cristo, y sólo Cristo. Jesús es su todo, y le basta.

Precisamente porque es de Cristo, san Francisco es también hombre de Iglesia. El Crucifijo de San Damián le había pedido que reparara la casa de Cristo, es decir, la Iglesia. Entre Cristo y la Iglesia existe una relación íntima e indisoluble. Ciertamente, en la misión de Francisco, ser llamado a repararla implicaba algo propio y original.

Al mismo tiempo, en el fondo, esa tarea no era más que la responsabilidad que Cristo atribuye a todo bautizado. También a cada uno de nosotros nos dice: "Ve y repara mi casa". Todos estamos llamados a reparar, en cada generación, la casa de Cristo, la Iglesia. Y sólo actuando así, la Iglesia vive y se embellece. Como sabemos, hay muchas maneras de reparar, de edificar, de construir la casa de Dios, la Iglesia. Se edifica con las diferentes vocaciones, desde la laical y familiar hasta la vida de especial consagración y la vocación sacerdotal.

En este punto, quiero decir algo precisamente sobre esta última vocación. San Francisco, que fue diácono, no sacerdote (cf. 1 Cel I, 30, 86: FF 470), sentía gran veneración por los sacerdotes. Aun sabiendo que incluso en los ministros de Dios hay mucha pobreza y fragilidad, los veía como ministros del Cuerpo de Cristo, y eso le bastaba para despertar en sí mismo un sentido de amor, de reverencia y de obediencia (cf. 2 Test 6-10: FF 112-113). Su amor a los sacerdotes es una invitación a redescubrir la belleza de esta vocación, vital para el pueblo de Dios.

Queridos jóvenes, rodead de amor y gratitud a vuestros sacerdotes. Si el Señor llamara a alguno de vosotros a este gran ministerio, o a alguna forma de vida consagrada, no dudéis en decirle "sí". No es fácil, pero es hermoso ser ministros del Señor, es hermoso gastar la vida por él.

El joven Francisco sintió un afecto realmente filial hacia su obispo, y en sus manos, despojándose de todo, hizo la profesión de una vida ya totalmente consagrada al Señor (cf. 1 Cel I, 6, 15: FF 344). Sintió de modo especial la misión del Vicario de Cristo, al que sometió su Regla y encomendó su Orden. En cierto sentido, el gran afecto que los Papas han manifestado a Asís a lo largo de la historia es una respuesta al afecto que san Francisco sintió por el Papa. Queridos jóvenes, a mí me alegra estar aquí, siguiendo las huellas de mis predecesores, y en particular del amigo, del amado Papa Juan Pablo II.

Como en círculos concéntricos, el amor de san Francisco a Jesús no sólo se extiende a la Iglesia sino también a todas las cosas, vistas en Cristo y por Cristo. De aquí nace el Cántico de las criaturas, en el que los ojos descansan en el esplendor de la creación: desde el hermano sol hasta la hermana luna, desde la hermana agua hasta el hermano fuego. Su mirada interior se hizo tan pura y penetrante, que descubrió la belleza del Creador en la hermosura de las criaturas. El Cántico del hermano sol, antes de ser una altísima página de poesía y una invitación implícita a respetar la creación, es una oración, una alabanza dirigida al Señor, al Creador de todo.

A la luz de la oración se ha de ver también el compromiso de san Francisco en favor de la paz. Este aspecto de su vida es de gran actualidad en un mundo que tiene tanta necesidad de paz y no logra encontrar el camino para alcanzarla. San Francisco fue un hombre de paz y un constructor de paz. Lo pone de manifiesto también mediante la bondad con que trató, aunque sin ocultar nunca su fe, con hombres de otras creencias, como lo atestigua su encuentro con el Sultán (cf. 1 Cel I, 20, 57: FF 422).

Si hoy el diálogo interreligioso, especialmente después del concilio Vaticano II, ha llegado a ser patrimonio común e irrenunciable de la sensibilidad cristiana, san Francisco nos puede ayudar a dialogar auténticamente, sin caer en una actitud de indiferencia ante la verdad o en el debilitamiento de nuestro anuncio cristiano. Su actitud de hombre de paz, de tolerancia, de diálogo, nacía siempre de la experiencia de Dios-Amor. No es casualidad que su saludo de paz fuera una oración: "El Señor te dé la paz" (2 Test 23: FF 121).

Queridos jóvenes, vuestra presencia aquí en tan gran número demuestra que la figura de san Francisco habla a vuestro corazón. De buen grado os vuelvo a presentar su mensaje, pero sobre todo su vida y su testimonio. Es tiempo de jóvenes que, como Francisco, se lo tomen en serio y sepan entrar en una relación personal con Jesús. Es tiempo de mirar a la historia de este tercer milenio, recién comenzado, como a una historia que necesita más que nunca ser fermentada por el Evangelio.

Hago mía, una vez más, la invitación que mi amado predecesor Juan Pablo II solía dirigir, especialmente a los jóvenes: "Abrid las puertas a Cristo". Abridlas como hizo san Francisco, sin miedo, sin cálculos, sin medida. Queridos jóvenes, sed mi alegría, como lo habéis sido para Juan Pablo II. Desde esta basílica dedicada a Santa María de los Ángeles os doy cita en la Santa Casa de Loreto, a principios de septiembre, para el Ágora de los jóvenes italianos.

A todos os imparto mi bendición. Gracias por todo, por vuestra presencia y por vuestra oración.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU SANTIDAD MAR DINKHA IV,
CATHOLICÓS PATRIARCA DE LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE

Jueves 21 de junio de 2007



Santidad:

Me complace acogerlo en el Vaticano, junto con los obispos y los sacerdotes que lo acompañan en esta visita. Mi saludo afectuoso se extiende a todos los miembros del Santo Sínodo, al clero y a los fieles de la Iglesia asiria de Oriente. Con las palabras del apóstol san Pablo, ruego para que "el Señor de la paz os conceda la paz siempre y en todos los órdenes" (2 Ts 3, 16).

En varias ocasiones usted, Santidad, se reunió con mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II. Fue muy significativa su visita de noviembre de 1994, cuando vino a Roma acompañado por miembros del Santo Sínodo para firmar la Declaración cristológica común. Esa Declaración incluía la decisión de crear una Comisión conjunta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente. La Comisión conjunta ha emprendido un importante estudio de la vida sacramental en nuestras respectivas tradiciones y ha llegado a un acuerdo sobre la Anáfora de los apóstoles Addai y Mari. Estoy muy agradecido por los resultados de este diálogo, que promete progresos ulteriores en otras cuestiones controvertidas. En efecto, conviene que estos logros se conozcan y aprecien mejor, puesto que hacen posibles varias formas de cooperación pastoral entre nuestras dos comunidades.

La Iglesia asiria de Oriente está arraigada en tierras antiguas cuyos nombres están unidos a la historia del designio de salvación de Dios para toda la humanidad. En el tiempo de la Iglesia primitiva, los cristianos de esas tierras contribuyeron de forma notable a la difusión del Evangelio, especialmente mediante su actividad misionera en las regiones más remotas de Oriente.

Hoy, por desgracia, los cristianos de esa región están sufriendo material y espiritualmente. De modo particular en Irak, patria de muchos fieles asirios, las familias y las comunidades cristianas están sintiendo la creciente presión de la inseguridad y la agresión, y experimentan una sensación de abandono. Muchos de ellos no ven otra posibilidad más que abandonar el país y buscar un nuevo futuro en el extranjero.

Esas dificultades son una fuente de gran preocupación para mí, y deseo expresar mi solidaridad a los pastores y los fieles de las comunidades cristianas que permanecen allí, a menudo a costa de heroicos sacrificios. En esas zonas tan probadas, los fieles, tanto católicos como asirios, están llamados a trabajar juntos. Espero y pido a Dios que encuentren modos más eficaces para apoyarse y ayudarse unos a otros para el bien de todos.

Como consecuencia de oleadas sucesivas de emigración, muchos cristianos de las Iglesias orientales viven ahora en Occidente. Esta nueva situación plantea una serie de desafíos a su identidad cristiana y a su vida como comunidad. Al mismo tiempo, cuando los cristianos de Oriente y de Occidente conviven, tienen una gran oportunidad de enriquecerse unos a otros y de comprender más plenamente la catolicidad de la Iglesia que, como peregrina en este mundo, vive, ora y da testimonio de Cristo en contextos culturales, sociales y humanos diversos.

Los cristianos católicos y asirios, respetando plenamente su respectiva tradición doctrinal y disciplinar, deben rechazar actitudes de antagonismo y declaraciones polémicas, para crecer en la comprensión de la fe cristiana que comparten y dar testimonio como hermanos y hermanas de Jesucristo, "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1, 24).

Nuevas esperanzas y posibilidades suscitan a veces nuevos temores, y esto vale también con respecto a las relaciones ecuménicas. Algunos cambios recientes en la Iglesia asiria de Oriente han creado algunos obstáculos a la prometedora obra de la Comisión conjunta. Es de esperar que la fecunda labor que la Comisión ha realizado durante estos años continúe, sin perder jamás de vista la meta última de nuestro camino común: el restablecimiento de la plena comunión.

Trabajar por la unidad de los cristianos es, de hecho, un deber que brota de nuestra fidelidad a Cristo, el Pastor de la Iglesia, que dio su vida "para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52). Sin embargo, por muy largo y arduo que pueda parecer el camino hacia la unidad, el Señor nos pide que unamos nuestras manos y nuestros corazones para dar juntos un testimonio más claro de él y servir mejor a nuestros hermanos y hermanas, particularmente en las atormentadas regiones de Oriente, donde muchos de nuestros fieles nos miran a nosotros, sus pastores, con esperanza y expectación.

Con estos sentimientos, agradezco una vez más a Su Santidad su presencia aquí hoy y su compromiso de proseguir por el camino del diálogo y de la unidad. Que el Señor bendiga abundantemente su ministerio, y lo sostenga a usted y a los fieles a los que sirve, con sus dones de sabiduría, alegría y paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS
PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES

Jueves 21 de junio de 2007



Beatitudes;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos amigos de la ROACO:

Este encuentro reaviva en mí la alegría de la reciente visita a la Congregación para las Iglesias orientales, con ocasión del 90° aniversario de su institución. En esa circunstancia usted, eminencia, me dirigió un saludo particular en nombre de las agencias vinculadas al dicasterio, y ahora se ha hecho de nuevo intérprete de los sentimientos comunes.

Correspondo con gratitud saludando a Su Beatitud el cardenal Ignace Moussa Daoud, al arzobispo secretario Antonio Maria Vegliò, a los colaboradores de la Congregación, a los responsables de las Obras que componen la ROACO (Reunión de las Obras para la ayuda a las Iglesias orientales) y a todos los participantes en este encuentro anual.

La presencia de venerados prelados orientales me permite compartir la pena y la preocupación por la delicada situación en que se encuentran vastas zonas de Oriente Medio. Por desgracia, se sigue ofendiendo ampliamente la paz, tan implorada y anhelada. Se ofende en el corazón de las personas, y esto pone en peligro las relaciones interpersonales y comunitarias. La debilidad de la paz se agrava ulteriormente a causa de injusticias antiguas y nuevas. Así, se apaga, dando lugar a la violencia, que a menudo degenera en guerra más o menos declarada hasta constituir, como en nuestros días, un grave problema internacional.

Juntamente con cada uno de vosotros, sintiéndome en comunión con todas las Iglesias y comunidades cristianas, pero también con quienes veneran el nombre de Dios y lo buscan con sinceridad de conciencia, y con todos los hombres de buena voluntad, deseo llamar nuevamente al corazón de Dios, Creador y Padre, para pedirle con inmensa confianza el don de la paz. Llamo al corazón de quienes tienen responsabilidades específicas, para que cumplan el grave deber de garantizar la paz a todos, indistintamente, liberándola de la enfermedad mortal de la discriminación religiosa, cultural, histórica o geográfica.

Ojalá que, con la paz, toda la tierra reencuentre su vocación y su misión de "casa común" para todos los pueblos y naciones, gracias al compromiso común de un diálogo siempre sincero y responsable. Aseguro una vez más que Tierra Santa, Irak y Líbano están presentes, con la urgencia y la constancia que merecen, en la oración y en la acción de la Sede apostólica y de toda la Iglesia. Pido a la Congregación para las Iglesias orientales, y a cada una de las Obras vinculada a ella, que confirmen esa solicitud para hacer más eficaces la cercanía y la intervención en favor de tantos hermanos y hermanas nuestros. Que sientan desde ahora el consuelo de la fraternidad eclesial y, como deseamos con orante fervor, que vean pronto la llegada de días de paz.

Con estos sentimientos, renuevo a Su Beatitud el patriarca caldeo, que hoy está con nosotros, el pésame del Papa por el bárbaro asesinato de un sacerdote inerme y de tres subdiáconos perpetrado al final de la liturgia dominical, el pasado 3 de junio, en Irak. La Iglesia entera acompaña con afecto y admiración a todos sus hijos e hijas y los sostiene en esta hora de auténtico martirio por el nombre de Cristo. Mi abrazo se dirige con igual intensidad al representante pontificio y a los pastores provenientes de Israel y de Palestina, para que lo transmitan a sus fieles con el fin de fortalecer su probada esperanza. Extiendo mi saludo cordial al nuncio apostólico y a los queridos prelados que han venido de Turquía, feliz de constatar la consideración reservada a esa amada comunidad eclesial en el recuerdo de mi viaje apostólico.

Queridos amigos, en la citada visita al dicasterio oriental, pensando en la actividad de la ROACO, me expresé así: "Debe continuar, más aún, debe crecer el movimiento de caridad que, por mandato del Papa, lleva a cabo la Congregación para que, de modo ordenado y equitativo, Tierra Santa y las demás regiones orientales reciban la ayuda espiritual y material necesaria para hacer frente a la vida eclesial ordinaria y a necesidades particulares" (Discurso del 9 de junio de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de junio de 2007, p. 7).

Os expreso mi agradecimiento por haber consolidado una loable costumbre de colaboración con la Congregación. Os animo a continuar, para que la aportación insustituible que dais al testimonio de la caridad eclesial se desarrolle plenamente en la forma comunitaria de su ejercicio. Vuestra presencia confirma la voluntad de evitar una gestión individualista de la planificación de las intervenciones y de la distribución de las generosas ayudas, fruto de la caridad de los fieles.

En efecto, sabéis bien cuán nocivo es creer ilusoriamente que tiene más ventajas trabajar solos: el esfuerzo de la confrontación y de la colaboración es siempre garantía de un servicio más ordenado y equitativo. Y es claro testimonio de que la Iglesia, y no cada uno, es la que da lo que el Señor ha destinado a todos en su providente bondad.

Sobre la irreversibilidad de la opción ecuménica y sobre la inderogabilidad de la opción interreligiosa, que he reafirmado muchas veces, deseo subrayar en esta ocasión que se alimentan del movimiento de la caridad eclesial. Dichas opciones no son más que expresiones de la misma caridad, la única capaz de estimular los pasos del diálogo y de abrir horizontes inesperados. A la vez que imploramos al Señor para que apresure el día de la unidad plena entre los cristianos y el día, también muy esperado, de una serena convivencia interreligiosa animada por una respetuosa reciprocidad, le pedimos que bendiga nuestros esfuerzos y nos ilumine, para que lo que hagamos no vaya jamás en detrimento sino en beneficio de la comunidad eclesial.

Que el Señor nos haga estar siempre atentos para que, en el ejercicio de la caridad, evitando todo tipo de indiferentismo, jamás dejemos de cumplir la misión de la comunidad católica local. Siempre con su implicación y con el más cordial aprecio por las diversas expresiones rituales, deberá tener repercusiones concretas nuestra sensibilidad ecuménica e interreligiosa.

Asimismo, recordando las palabras de san Pablo: "Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer" (1 Co 3, 7), veremos siempre en la oración el verdadero manantial del compromiso de caridad y en ella verificaremos su autenticidad. Es clara la amonestación del mismo Apóstol: "Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Co 3, 10-11).

El arraigo eucarístico es indispensable para nuestra acción. Según la "medida eucarística" deberán desarrollarse las perspectivas del movimiento de la caridad eclesial: sólo lo que no contradice, sino que, más aún, se encuentra y se alimenta del misterio del amor eucarístico y de la visión sobre el cosmos, sobre el hombre y sobre la historia que de él brota, da garantía de autenticidad a nuestro dar y fundamento seguro a nuestro edificar.

Es lo que afirmé en la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis: "El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor" (n. 90). Pero precisamente la inspiración eucarística de nuestra actuación interpelará en profundidad al hombre, que no puede vivir sólo de pan (cf. Lc 4, 4), para anunciarle el alimento de la vida eterna, preparado por Dios en su Hijo Jesús.

Os encomiendo estas perspectivas con gran confianza y renuevo mi más sincero agradecimiento a Su Beatitud el cardenal Ignace Moussa Daoud, que se ha prodigado mucho durante estos años también como presidente de la ROACO. Invocando sobre vuestros trabajos la intercesión de la santísima Madre de Dios, imparto de corazón a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE TOGO
EN VISITA "AD LIMINA"

Viernes 22 de junio de 2007



Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra recibiros mientras realizáis vuestra visita ad limina. Vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles es un signo visible de vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y de los vínculos que unen a vuestras Iglesias particulares con la Iglesia universal. Agradezco al presidente de la Conferencia episcopal de Togo, monseñor Ambroise Djoliba, obispo de Sokodé, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. A través de vosotros, dirijo un afectuoso saludo a los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas, los catequistas y todos los fieles laicos de vuestras diócesis. Ojalá que en todas las circunstancias sean fieles al mandamiento del Señor: "Amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 13, 34). Transmitid también a todo el pueblo togolés el saludo cordial del Papa y su ardiente deseo de que prosiga sin descanso sus esfuerzos por construir una sociedad reconciliada y justa, donde cada uno pueda vivir con dignidad.

Queridos hermanos, quiero expresaros mi gratitud por vuestra perseverancia y valentía en medio de las numerosas dificultades que vuestro país ha afrontado durante los últimos años. En muchas ocasiones habéis contribuido al diálogo para la reconciliación nacional, recordando a todos las exigencias del bien común, en fidelidad a la verdad de Dios y del hombre. Pido al Señor que haga fructificar esos esfuerzos, para que vuestro país conozca una vida próspera en la concordia y en la fraternidad.

La misma vida eclesial no está exenta de situaciones preocupantes. Vuestros constantes esfuerzos por favorecer la unidad de vuestra Conferencia episcopal son el signo de que en toda circunstancia la caridad debe ser cada vez más fuerte y de que la comunión visible de los discípulos de Cristo es una realidad esencial que se ha de preservar para que el testimonio de la Iglesia sea creíble.

Desde esta misma perspectiva, una auténtica fraternidad entre los obispos y los sacerdotes, así como entre los sacerdotes mismos, es signo de su plena comunión, indispensable para la fructuosa realización de su ministerio. De este modo, todos estarán en condiciones de trabajar de verdad por la reconciliación dentro de la Iglesia y entre todos los togoleses. Que todos los sacerdotes de vuestras diócesis, cuya generosidad conozco, sean fieles a su vocación, con una entrega total a su misión y en plena comunión con su obispo (cf. Ecclesia in Africa, 97).

Queridos hermanos en el episcopado, tenéis la ocasión de asumir vuestro ministerio pastoral participando, según lo que os compete, en la vida del pueblo que se os ha encomendado. En efecto, "la Iglesia, como cuerpo organizado dentro de la comunidad y de la nación, tiene el derecho y el deber de participar plenamente en la edificación de una sociedad justa y pacífica con todos los medios a su alcance" (Ecclesia in Africa, 107). Alabo en particular vuestro compromiso en la protección y el respeto de la vida, que habéis tenido ocasión de expresar muchas veces y, también recientemente, manifestando de modo especial vuestra oposición al aborto.

Por lo demás, la promoción de la verdad y de la dignidad del matrimonio, así como la preservación de los valores familiares esenciales deben figurar entre vuestras principales prioridades. La pastoral familiar es un elemento esencial para la evangelización, pues permite descubrir a los jóvenes lo que significa un compromiso único y fiel. Os exhorto, pues, a prestar atención especial a la formación de las parejas y de las familias. Mediante sus obras sociales y su actividad en el campo de la salud, donde están comprometidos numerosos religiosos, religiosas y laicos competentes, la Iglesia manifiesta también la presencia amorosa de Dios a las personas que sufren o atraviesan necesidades, y contribuye al progreso de la justicia y al respeto de la dignidad de las personas.

Desde esta misma perspectiva, os animo a proseguir vuestros esfuerzos para promover las escuelas católicas, que son lugares de educación integral al servicio de las familias y de la transmisión de la fe. A pesar de las grandes dificultades que pueden encontrar, su papel es esencial para permitir a los jóvenes adquirir una sólida formación humana, cultural y religiosa. Ojalá que los educadores y los profesores sean ellos mismos modelos de vida cristiana para los jóvenes.

Para lograr instaurar una sociedad plenamente reconciliada, es primordial recomenzar desde Cristo, el único capaz de conceder definitivamente esa gracia a los hombres. La obra de evangelización es una necesidad urgente. Aquí quisiera saludar con afecto en particular a los catequistas que, en vuestro país, juntamente con los sacerdotes y los demás agentes pastorales, contribuyen eficaz y generosamente al anuncio de la palabra de Dios a sus hermanos.

Ante los desafíos que plantea el mundo actual a la misión evangelizadora de la Iglesia, la exhortación apostólica Ecclesia in Africa sigue siendo una guía valiosa para vuestras diócesis, pues da la posibilidad de consolidar a los fieles en la fe y ayudarles "a perseverar en la esperanza que viene de Cristo resucitado, venciendo toda tentación de desánimo" (n. 7). La inculturación del mensaje evangélico, realizada con fidelidad a la enseñanza de la Iglesia, contribuye al arraigo efectivo de la fe en vuestro pueblo, permitiéndole acoger a la persona de Jesucristo en todas las dimensiones de su existencia.

En efecto, es necesario que los fieles se dejen transformar por la gracia de Dios, que los hace libres, desterrando de su corazón todo temor, puesto que "no hay temor en el amor" (1 Jn 4, 18). Respetando las ricas tradiciones que son la expresión viva del alma de su pueblo, los cristianos deben rechazar con decisión lo que va contra el mensaje liberador de Cristo y aliena al hombre y a la sociedad.

Por eso, la formación de los sacerdotes, de las personas consagradas y de los laicos debe ocupar un lugar privilegiado en la pastoral de vuestras diócesis: "En efecto, nadie puede conocer realmente las verdades de fe que nunca ha tenido ocasión de aprender, ni puede realizar obras para las que jamás ha sido educado" (Ecclesia in Africa, 75). La formación propuesta a los cristianos debe proporcionarles los medios para profundizar la fe, a fin de que puedan afrontar las situaciones difíciles que se les presentan y transmitir el contenido de la fe mediante su testimonio de vida, sostenidos por convicciones personales firmes.

Por otra parte, esa formación también debe ayudar a los fieles laicos a adquirir competencias que les permitan comprometerse en la vida social, para trabajar por el bien común. El Compendio de la doctrina social de la Iglesia es ahora un instrumento valioso puesto al servicio de la formación de todos, y particularmente de los laicos. Su compromiso en la vida pública, a través del respeto de la vida, la promoción de la justicia, la defensa de los derechos humanos y el desarrollo integral del hombre, es testimonio de Cristo. De este modo, los fieles participan en la construcción y en el desarrollo de la nación, así como en la tarea de evangelización del mundo.

Por último, quiero señalar la necesidad de proseguir y profundizar las relaciones cordiales que existen con los musulmanes en vuestro país, pues son indispensables para la concordia y la armonía entre todos los ciudadanos, así como para la promoción de los valores comunes a la humanidad. Mediante la formación de personas competentes en las instituciones eclesiales fundadas para el diálogo interreligioso, favorecéis un mejor conocimiento mutuo, en la caridad y en la verdad, para una colaboración eficaz en el campo del desarrollo de las personas y de la sociedad.

Queridos hermanos en el episcopado, al concluir este encuentro, os invito a proseguir con arrojo y determinación vuestro ministerio al servicio del pueblo que se os ha encomendado. Que el Señor os acompañe con su fuerza y su luz. Encomiendo cada una de vuestras diócesis a la intercesión materna de la Virgen María, y os imparto de todo corazón una afectuosa bendición apostólica a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los seminaristas, a los catequistas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO EUROPEO
DE PROFESORES UNIVERSITARIOS

Sábado 23 de junio de 2007



Eminencia;
ilustres señoras y señores;
queridos amigos:

Me complace particularmente recibiros durante el primer Encuentro europeo de profesores universitarios, patrocinado por el Consejo de las Conferencias episcopales europeas y organizado por los profesores de las universidades romanas, coordinados por la Oficina del Vicariato de Roma para la pastoral universitaria. Tiene lugar con ocasión del 50° aniversario del Tratado de Roma, que dio vida a la actual Unión europea, y entre sus participantes se cuentan profesores universitarios de todos los países del continente, incluidos los del Cáucaso: Armenia, Georgia y Azerbayán.

Agradezco al cardenal Péter Erdo, presidente del Consejo de las Conferencias episcopales europeas, sus amables palabras de introducción. Saludo a los representantes del Gobierno italiano, en particular a los del Ministerio para la universidad y la investigación, y del Ministerio para los bienes y las actividades culturales de Italia, así como a los representantes de la región del Lacio, de la provincia y la ciudad de Roma. Saludo también a las demás autoridades civiles y religiosas, a los rectores y a los profesores de las diversas Universidades, así como a los capellanes y a los estudiantes presentes.

El tema de vuestro encuentro -"Un nuevo humanismo para Europa. El papel de las Universidades"- invita a una atenta valoración de la cultura contemporánea en el continente. En la actualidad, Europa está experimentando cierta inestabilidad social y desconfianza ante los valores tradicionales, pero su notable historia y sus sólidas instituciones académicas pueden contribuir en gran medida a forjar un futuro de esperanza. La "cuestión del hombre", que es central en vuestras discusiones, es esencial para una comprensión correcta de los procesos culturales actuales. También proporciona un sólido punto de partida para el esfuerzo de las universidades por crear una nueva presencia cultural y una actividad al servicio de una Europa más unida.

De hecho, promover un nuevo humanismo requiere una clara comprensión de lo que esta "novedad" encarna actualmente. Lejos de ser fruto de un deseo superficial de novedad, la búsqueda de un nuevo humanismo debe tomar seriamente en cuenta el hecho de que Europa está experimentado hoy un cambio cultural masivo, en el que los hombres y las mujeres son cada vez más conscientes de que están llamados a comprometerse activamente a forjar su historia. Históricamente, el humanismo se desarrolló en Europa gracias a la interacción fructuosa entre las diversas culturas de sus pueblos y la fe cristiana. Hoy Europa debe conservar y recuperar su auténtica tradición, si quiere permanecer fiel a su vocación de cuna del humanismo.

El actual cambio cultural se considera a menudo un "desafío" a la cultura de la universidad y al cristianismo mismo, más que un "horizonte" en el que se pueden y deben encontrar soluciones creativas. Vosotros, como hombres y mujeres de educación superior, estáis llamados a participar en esta ardua tarea, que requiere una reflexión continua sobre una serie de cuestiones fundamentales.

Entre estas, quiero mencionar en primer lugar la necesidad de un estudio exhaustivo de la crisis de la modernidad. Durante los últimos siglos, la cultura europea ha estado condicionada fuertemente por la noción de modernidad. Sin embargo, la crisis actual tiene menos que ver con la insistencia de la modernidad en la centralidad del hombre y de sus preocupaciones, que con los problemas planteados por un "humanismo" que pretende construir un regnum hominis separado de su necesario fundamento ontológico. Una falsa dicotomía entre teísmo y humanismo auténtico, llevada al extremo de crear un conflicto irreconciliable entre la ley divina y la libertad humana, ha conducido a una situación en la que la humanidad, por todos sus progresos económicos y técnicos, se siente profundamente amenazada.

Como afirmó mi predecesor el Papa Juan Pablo II, tenemos que preguntarnos "si el hombre, en cuanto hombre, en el contexto de este progreso, se hace de veras mejor, es decir, más maduro espiritualmente, más consciente de la dignidad de su humanidad, más responsable, más abierto a los demás" (Redemptor hominis, 15). El antropocentrismo que caracteriza a la modernidad no puede separarse jamás de un reconocimiento de la plena verdad sobre el hombre, que incluye su vocación trascendente.

Una segunda cuestión implica el ensanchamiento de nuestra comprensión de la racionalidad. Una correcta comprensión de los desafíos planteados por la cultura contemporánea, y la formulación de respuestas significativas a esos desafíos, debe adoptar un enfoque crítico de los intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance de la razón. El concepto de razón, en cambio, tiene que "ensancharse" para ser capaz de explorar y abarcar los aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico. Esto permitirá un enfoque más fecundo y complementario de la relación entre fe y razón. El nacimiento de las universidades europeas fue fomentado por la convicción de que la fe y la razón están destinadas a cooperar en la búsqueda de la verdad, respetando cada una la naturaleza y la legítima autonomía de la otra, pero trabajando juntas de forma armoniosa y creativa al servicio de la realización de la persona humana en la verdad y en el amor.

Una tercera cuestión que es necesario investigar concierne a la naturaleza de la contribución que el cristianismo puede dar al humanismo del futuro. La cuestión del hombre, y por consiguiente de la modernidad, desafía a la Iglesia a idear medios eficaces para anunciar a la cultura contemporánea el "realismo" de su fe en la obra salvífica de Cristo. El cristianismo no debe ser relegado al mundo del mito y la emoción, sino que debe ser respetado por su deseo de iluminar la verdad sobre el hombre, de transformar espiritualmente a hombres y mujeres, permitiéndoles así realizar su vocación en la historia.

Durante mi reciente viaje a Brasil expresé mi convicción de que "si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable" (Discurso en la inauguración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano, 13 de mayo de 2007, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 9). El conocimiento no puede limitarse nunca al ámbito puramente intelectual; también incluye una renovada habilidad para ver las cosas sin prejuicios e ideas preconcebidas, y para poder "asombrarnos" también nosotros ante la realidad, cuya verdad puede descubrirse uniendo comprensión y amor. Sólo el Dios que tiene un rostro humano, revelado en Jesucristo, puede impedirnos limitar la realidad en el mismo momento en que exige niveles de comprensión siempre nuevos y más complejos. La Iglesia es consciente de su responsabilidad de dar esta contribución a la cultura contemporánea.

En Europa, como en todas partes, la sociedad necesita con urgencia el servicio a la sabiduría que la comunidad universitaria proporciona. Este servicio se extiende también a los aspectos prácticos de orientar la investigación y la actividad a la promoción de la dignidad humana y a la ardua tarea de construir la civilización del amor. Los profesores universitarios, en particular, están llamados a encarnar la virtud de la caridad intelectual, redescubriendo su vocación primordial a formar a las generaciones futuras, no sólo con la enseñanza, sino también con el testimonio profético de su vida.

La universidad, por su parte, jamás debe perder de vista su vocación particular a ser una "universitas", en la que las diversas disciplinas, cada una a su modo, se vean como parte de un unum más grande. ¡Cuán urgente es la necesidad de redescubrir la unidad del saber y oponerse a la tendencia a la fragmentación y a la falta de comunicabilidad que se da con demasiada frecuencia en nuestros centros educativos! El esfuerzo por reconciliar el impulso a la especialización con la necesidad de preservar la unidad del saber puede estimular el crecimiento de la unidad europea y ayudar al continente a redescubrir su "vocación" cultural específica en el mundo de hoy. Sólo una Europa consciente de su propia identidad cultural puede dar una contribución específica a otras culturas, permaneciendo abierta a la contribución de otros pueblos.

Queridos amigos, espero que las universidades se conviertan cada vez más en comunidades comprometidas en la búsqueda incansable de la verdad, en "laboratorios de cultura", donde profesores y alumnos se unan para investigar cuestiones de particular importancia para la sociedad, empleando métodos interdisciplinarios y contando con la colaboración de los teólogos. Esto puede realizarse fácilmente en Europa, dada la presencia de tantas prestigiosas instituciones y facultades de teología católicas. Estoy convencido de que una mayor cooperación y nuevas formas de colaboración entre las diversas comunidades académicas permitirán a las universidades católicas dar testimonio de la fecundidad histórica del encuentro entre fe y razón. El resultado será una contribución concreta a la consecución de los objetivos del Proceso de Bolonia, y un incentivo a desarrollar un apostolado universitario adecuado en las Iglesias locales. Las asociaciones y los movimientos eclesiales ya comprometidos en el apostolado universitario pueden prestar un apoyo eficaz a esos esfuerzos, que se han convertido cada vez más en una preocupación de las Conferencias episcopales europeas (cf. Ecclesia in Europa, 58-59).

Queridos amigos, ojalá que vuestras deliberaciones de estos días resulten fructuosas y ayuden a construir una red activa de profesores universitarios comprometidos a llevar la luz del Evangelio a la cultura contemporánea. Os aseguro a vosotros y a vuestras familias un recuerdo particular en mis oraciones, e invoco sobre vosotros, y sobre las universidades en las que trabajáis, la protección materna de María, Sede de la Sabiduría. A cada uno de vosotros imparto con afecto mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA A LA BIBLIOTECA APOSTÓLICA VATICANA
Y AL ARCHIVO SECRETO VATICANO

Lunes 25 de junio de 2007

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

He aceptado con alegría la invitación que me dirigió el señor cardenal Jean-Louis Tauran, archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana, a visitar la Biblioteca apostólica vaticana y el Archivo secreto vaticano. Ambas instituciones, por el importante servicio que prestan a la Sede apostólica y al mundo de la cultura, merecen una atención particular por parte del Papa.

Por tanto, de buen grado he venido a encontrarme con vosotros y, a la vez que os agradezco la cordial acogida, os dirijo a todos mi saludo cordial. Saludo en primer lugar al señor cardenal Jean-Louis Tauran, agradeciéndole las palabras que me ha dirigido y los sentimientos que ha expresado en vuestro nombre. Con igual afecto saludo al obispo mons. Raffaele Farina, y al prefecto del Archivo secreto vaticano, padre Sergio Pagano, así como a vosotros, aquí presentes, y a todos los que, con funciones diversas, prestan su colaboración en la Biblioteca y en el Archivo.

Queridos amigos, vuestra actividad no es sólo un trabajo, sino, como acabo de decir, un singular servicio que prestáis a la Iglesia y, de modo especial, al Papa.

Por lo demás, ya es sabido que la Biblioteca vaticana, la cual —como anunció el cardenal Tauran— se dispone a llevar a cabo ingentes trabajos de restauración, lleva el nombre de "apostólica", porque es una institución que desde su fundación se considera la "Biblioteca del Papa", la que le pertenece directamente.

También en tiempos recientes el siervo de Dios Juan Pablo II quiso recordar este vínculo que une a la Biblioteca apostólica con el Sucesor de Pedro, vínculo que pone de manifiesto su misión peculiar, ya subrayada por el Papa Sixto IV: "Ad decorem militantis Ecclesiae et fidei augmentum", "Para decoro de la Iglesia militante y para la difusión de la fe". Algo análogo dijo otro de mis predecesores, el Papa Nicolás V, indicando su finalidad con las palabras: "Pro communi doctorum virorum commodo", "Para la utilidad y el interés común de los hombres de ciencia".

A lo largo de los siglos, la Biblioteca vaticana ha asimilado y afinado esta misión con una caracterización inconfundible, hasta llegar a ser hoy una casa acogedora de ciencia, de cultura y de humanidad, que abre sus puertas a estudiosos procedentes de todas las partes del mundo, sin distinción de origen, religión y cultura.

Vosotros, queridos amigos que trabajáis aquí todos los días, tenéis la misión de custodiar la síntesis entre cultura y fe que transpira de los valiosos documentos y de los tesoros que conserváis, de las paredes que os rodean, de los Museos que tenéis muy cerca y de la espléndida basílica que aparece luminosa en vuestras ventanas.

También conozco muy bien el trabajo que se realiza a diario, con empeño humilde y casi oculto, en el Archivo secreto, meta de numerosos investigadores procedentes del mundo entero: en los manuscritos, menos solemnes que los ricos códices de la Biblioteca apostólica, pero no menos importantes por su interés histórico, los investigadores buscan las raíces de muchas instituciones eclesiásticas y civiles, estudian la historia de los tiempos lejanos y de los más recientes, pueden esbozar los perfiles de figuras ilustres de la Iglesia y de las civilizaciones, y dar a conocer mejor la obra multiforme de los Romanos Pontífices y de numerosos Pastores.

El Archivo vaticano, abierto a la consulta de los estudiosos por la sabia clarividencia de León XIII en el año 1881, ha sido punto de referencia de enteras generaciones de historiadores, más aún, de las mismas naciones europeas, que, para favorecer las investigaciones en un scrinium tan antiguo y rico de la Iglesia de Roma, han fundado en la ciudad eterna instituciones culturales específicas.

Hoy no sólo se acude al Archivo secreto para investigaciones eruditas, ciertamente útiles y dignísimas, sobre períodos lejanos de los nuestros, sino también para intereses que atañen a épocas y tiempos cercanos a los nuestros, incluso muy recientes. Lo demuestran los primeros frutos que ha producido hasta hoy la reciente apertura del pontificado de Pío XI a los estudiosos, que decidí en junio de 2006. A veces, las investigaciones, los estudios y las publicaciones, además de despertar un interés principalmente histórico, pueden suscitar también algunas polémicas.

A este respecto, no puedo por menos de alabar la actitud de servicio desinteresado y ecuánime que ha prestado el Archivo secreto vaticano, manteniéndose alejado de estériles y a menudo también débiles visiones históricas partidistas y ofreciendo a los investigadores, sin barreras o prejuicios, el material documental que posee, ordenado con seriedad y competencia.

Desde muchas partes llegan al Archivo secreto, al igual que a la Biblioteca apostólica, muestras de aprecio y de estima de parte de instituciones culturales y de estudiosos particulares de diversas naciones. Esto me parece el mejor reconocimiento al que pueden aspirar las dos instituciones. Y quisiera asegurar a ambas, a sus superiores y a todo el personal, en los diversos grados de sus plantillas, mi gratitud y mi cercanía.

Confieso que, cuando cumplí setenta años, deseaba ardientemente que el amado Juan Pablo II me concediera poder dedicarme al estudio y a la investigación de interesantes documentos y hallazgos que vosotros custodiáis con esmero, auténticas obras de arte que nos ayudan a repasar la historia de la humanidad y del cristianismo.

En sus designios providenciales, el Señor ha establecido otros programas para mí y por eso hoy no me encuentro en medio de vosotros como apasionado estudioso de textos antiguos, sino como Pastor llamado a animar a todos los fieles a cooperar en la salvación del mundo, cumpliendo cada uno la voluntad de Dios donde él nos pone a trabajar.

Para vosotros, queridos amigos, se trata de realizar vuestra vocación cristiana en contacto con valiosos testimonios de cultura, ciencia y espiritualidad, dedicando vuestras jornadas, y en definitiva buena parte de vuestra vida, al estudio, a las publicaciones, a servir al público y en particular a los organismos de la Curia romana. Para esta múltiple actividad os servís de las técnicas más avanzadas en la informática, en la catalogación, en la restauración, en la fotografía y, en general, en todo lo que atañe a la conservación y al aprovechamiento del riquísimo patrimonio que custodiáis.

A la vez que os alabo por vuestro compromiso, os exhorto a que consideréis siempre vuestro trabajo como una verdadera misión que debéis cumplir con pasión y paciencia, amabilidad y espíritu de fe. Esforzaos por ofrecer siempre una imagen acogedora de la Sede apostólica, conscientes de que el mensaje evangélico pasa también por vuestro coherente testimonio cristiano.
Ahora, al concluir este encuentro, me complace anunciar el nombramiento del señor cardenal Jean-Louis Tauran como presidente del Consejo pontificio para el diálogo interreligioso. En su lugar, como archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana, he nombrado a mons. Raffaele Farina, elevándolo al mismo tiempo a la dignidad de arzobispo. Para desempeñar el cargo de prefecto de la Biblioteca apostólica vaticana he llamado a mons. Cesare Pasini, hasta ahora vice-prefecto de la venerable Biblioteca Ambrosiana. A cada uno de ellos le deseo ya desde ahora un fecundo cumplimiento de sus nuevas misiones.

Os doy una vez más las gracias a todos por el valioso servicio que prestáis en la Biblioteca apostólica y en el Archivo vaticano, y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración, con especial afecto imparto de corazón a cada uno mi bendición, que de buen grado extiendo a sus respectivas familias y a sus seres queridos.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA DELEGACIÓN ENVIADA POR EL PATRIARCA ECUMÉNICO
DE CONSTANTINOPLA BARTOLOMÉ I

Viernes 29 de junio de 2007



Queridos hermanos en Cristo:

Con gran alegría y sincera estima os acojo y os saludo con las palabras que san Pablo dirige a los cristianos de Éfeso: "Paz a los hermanos, y caridad con fe de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo" (Ef 6, 23). Es un saludo de paz, de caridad y de fe. Bienvenidos entre nosotros, queridos hermanos, para la fiesta de los patronos de nuestra ciudad, san Pedro y san Pablo. Con su martirio, testimoniaron su fe en Cristo Salvador y su amor a Dios Padre. Con vuestra apreciada presencia y por el significado que reviste, nuestra fiesta es más gozosa, porque es hermoso glorificar juntos a Dios, que nos colma con su gracia.

Sigue profundamente grabado en mi mente y en mi corazón el recuerdo de la cordial acogida que me dispensaron en El Fanar para la fiesta de San Andrés, durante mi visita apostólica a Turquía, en noviembre del año pasado, y aún más el del inolvidable encuentro con Su Santidad el Patriarca Bartolomé I, con el Santo Sínodo y con los fieles. Por todo estoy aún profundamente conmovido y agradecido. El abrazo de paz que nos dimos durante la divina liturgia es un sello y un compromiso para nuestra vida de pastores en la Iglesia, ya que todos estamos persuadidos de que el amor recíproco es condición previa para llegar a la unidad plena en la fe y en la vida eclesial, a la que nos encaminamos con confianza.

En verdad, nuestras iniciativas comunes tienden a intensificar los sentimientos y las relaciones de caridad entre nuestras Iglesias y entre los fieles, a fin de superar los prejuicios y las incomprensiones que derivan de siglos de separación, para afrontar, en la verdad pero con espíritu fraterno, las dificultades que aún nos impiden acercarnos a la misma mesa eucarística.

A este propósito, la oración desempeña un papel indispensable, porque sólo el Señor puede orientar y guiar nuestros pasos, al ser la unidad ante todo don de Dios que se debe pedir con una invocación coral y acoger con humilde docilidad, conscientes de los sacrificios que implica el camino de acercamiento a la unidad.

La imposibilidad actual de poder concelebrar la única Eucaristía del Señor es un signo de que aún no existe una comunión plena: es una situación que, con decisión y lealtad, queremos superar. Por eso, nos alegra que el diálogo teológico se haya reanudado con espíritu y vigor renovados. En el próximo otoño la Comisión mixta internacional competente se reunirá para continuar el estudio sobre una cuestión central y determinante: las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la estructura sacramental de la Iglesia, en particular la colegialidad y la autoridad en la Iglesia. Todos queremos acompañar los trabajos con una oración perseverante. Que el Señor ilumine a los miembros católicos y ortodoxos para que, sobre la base de la sagrada Escritura y de la tradición de la Iglesia, encuentren propuestas de solución que permitan dar pasos significativos hacia la comunión plena. Me alegra saber que el Patriarcado ecuménico y el mismo Patriarca Bartolomé I siguen con análogos sentimientos la actividad de esta Comisión.

La búsqueda de la unidad plena no puede limitarse a las relaciones fraternas entre los pastores y al trabajo, ciertamente arduo, de la Comisión mixta para el diálogo teológico; la experiencia de la historia y la situación actual nos enseñan que es necesaria la implicación, bajo diferentes formas, de todo el cuerpo de nuestras Iglesias. En este itinerario espiritual desempeñan un papel privilegiado las Facultades teológicas y los Institutos de investigación y de enseñanza.

El decreto del concilio Vaticano II sobre el ecumenismo ya lo había indicado cuando, con claridad, subrayó que "es necesario que se enseñen también bajo un punto de vista ecuménico las materias de la sagrada teología y de las demás asignaturas, especialmente las históricas, para que respondan con mayor exactitud a la realidad". Y ese documento conciliar sacaba esta conclusión: "Es de gran importancia, pues, que los futuros sacerdotes y pastores dominen la teología elaborada según este criterio con exactitud" (Unitatis redintegratio, 10).

Desde esta perspectiva, ¡cuán importantes son los contactos personales y culturales entre los jóvenes estudiantes! Su intercambio a nivel de especialización post-universitaria constituye un campo fecundo, como lo demuestran las experiencias realizadas por el Comité católico de colaboración cultural. Además, se debe favorecer la formación catequística de las nuevas generaciones, para que tengan plena conciencia de su identidad eclesial y de los vínculos de comunión existentes con los demás hermanos en Cristo, sin olvidar los problemas y los obstáculos que todavía impiden la comunión plena entre nosotros.

Queridos hermanos en Cristo, vuestra presencia entre nosotros para la fiesta de san Pedro y san Pablo testimonia el deseo de esta búsqueda común, un deseo que también han puesto de relieve otros encuentros y manifestaciones promovidos por católicos y ortodoxos a nivel local. Además, vuestra visita coincide este año con el anuncio que acabo de hacer de una significativa iniciativa de la Iglesia católica, el Año paulino, es decir, un año jubilar dedicado al recuerdo de san Pablo en el bimilenario de su nacimiento.

Estoy seguro de que también esta iniciativa constituirá una ocasión muy oportuna para promover momentos de oración, encuentros de estudio y gestos de fraternidad entre católicos y ortodoxos. Que san Pablo, gran evangelizador e incansable constructor de unidad, nos ayude a ser dóciles a la voz del Espíritu y nos obtenga el celo misionero que inflamó toda su existencia.

Con estos sentimientos, os agradezco una vez más a cada uno vuestra visita y, renovando la expresión de mi afecto y mi estima a Su Santidad Bartolomé I, deseo que juntos intensifiquemos todos nuestros esfuerzos en el camino hacia la comunión plena. Con este fin invoco sobre nuestras Iglesias la abundancia de las bendiciones de nuestro Señor Jesucristo.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE PUERTO RICO EN VISITA "AD LIMINA"

Sábado 30 de junio de 2007



Queridos hermanos en el Episcopado:

1. Con sumo gusto os recibo, Pastores de la Iglesia de Dios que peregrina en Puerto Rico, venidos a Roma para la visita ad Limina y para fortalecer los profundos vínculos que os unen con esta Sede Apostólica. A través de cada uno de vosotros envío mi cordial saludo y expreso mi afecto y estima a los sacerdotes, comunidades religiosas y fieles laicos de las respectivas Iglesias particulares.

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido, en nombre de todos, Mons. Roberto Octavio González Nieves, Arzobispo de San Juan de Puerto Rico y Presidente de la Conferencia Episcopal, exponiendo las inquietudes y esperanzas de vuestro ministerio pastoral, orientado a guiar al Pueblo de Dios por el camino de la salvación y proclamando con vigor la fe católica para una mejor formación de los fieles.

2. Las relaciones quinquenales ponen de manifiesto la preocupación por los retos y dificultades que se han de afrontar en estos momentos de la Historia. En efecto, en los últimos años muchas cosas han cambiado en el ámbito social, económico y también religioso, dando paso a veces a la indiferencia religiosa y a un cierto relativismo moral, que influyen en la práctica cristiana y que, indirectamente, afecta también a las estructuras de la misma sociedad. Esta situación religiosa os interpela como Pastores y requiere que permanezcáis unidos para hacer más palpable la presencia del Señor entre los hombres a través de iniciativas pastorales conjuntas y que respondan mejor a las nuevas realidades.

Es fundamental preservar y acrecentar el don de la unidad que Jesús pedía al Padre para sus discípulos (cf. Jn 17,11). En la propia diócesis estáis llamados a vivir y dar testimonio de la unidad querida por Cristo para su Iglesia. Por otra parte, las eventuales diferencias de costumbres y tradiciones locales, lejos de amenazar esta unidad, contribuyen a enriquecerla desde la fe común. Y vosotros, como sucesores de los Apóstoles, tenéis que esforzaros en «mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,3). Por eso quiero recordar que todos, especialmente los Obispos y sacerdotes, estáis llamados a una misión irrenunciable y que os compromete profundamente: hacer que la Iglesia sea un lugar donde se enseñe y se viva el misterio del amor divino, que sólo será posible a partir de una auténtica espiritualidad de comunión, que tiene su expresión visible en la mutua colaboración y en la vida fraterna.

3. Un sector que reclama primordialmente vuestra atención pastoral son los sacerdotes. Ellos están en la primera línea de la evangelización y necesitan de manera especial vuestro cuidado y cercanía personal. Vuestra relación con ellos no ha de ser sólo institucional, sino que, como verdaderos hijos, amigos y hermanos vuestros, debe estar animada sobre todo por la caridad (cf. 1Pe 4,8), como expresión de la paternidad episcopal, que se ha de manifestar de modo especial con los sacerdotes enfermos o de edad avanzada, así como con los que se encuentren en circunstancias difíciles.

Los sacerdotes, por su parte, deben recordar que, ante todo, son hombres de Dios y, por eso, han de cuidar su vida espiritual y su formación permanente. Toda su labor ministerial "debe comenzar efectivamente con la oración", como dice san Alberto Magno (Comentario de la teología mística, 15). Todo sacerdote encontrará en este encuentro con Dios la fuerza para vivir con mayor entrega y dedicación su ministerio, dando ejemplo de disponibilidad y desprendimiento de las cosas superfluas.

4. Pensando en los futuros candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada, hay que resaltar la importancia de orar sin cesar al Dueño de la mies (cf. Mt 9,38) para que conceda a la Iglesia en Puerto Rico numerosas y santas vocaciones, especialmente en la situación actual en la que los jóvenes encuentran frecuentemente dificultades para seguir el llamado del Señor a la vida sacerdotal o consagrada. Por eso, se ha de incrementar una pastoral vocacional específica, que mueva a los responsables de la pastoral juvenil a ser mediadores audaces del llamado del Señor. Sobre todo, no hay que tener miedo a proponerlo a los jóvenes, acompañándolos después asiduamente, en el ámbito humano y espiritual, para que vayan discerniendo su opción vocacional.

Respecto a la formación de los candidatos al sacerdocio, el Obispo ha de poner suma atención en elegir a los educadores más idóneos y mejor preparados para esta misión. Teniendo en cuenta las circunstancias concretas y el número de vocaciones en Puerto Rico, se podría tomar en consideración la confluencia de esfuerzos y recursos, de común acuerdo y con espíritu de unidad en la planificación pastoral, con el fin de obtener resultados mejores y más satisfactorios. Esto permitiría una mejor selección de los formadores y profesores que ayuden a cada seminarista a crecer con «una personalidad madura y equilibrada, [...] con honda vida espiritual y amante de la Iglesia» (Pastores gregis, 48). En esta delicada labor, todos los sacerdotes deben sentirse corresponsables, promoviendo nuevas vocaciones, sobre todo con el propio ejemplo y sin dejar de acompañar a aquéllos que han surgido de la propia comunidad parroquial o de algún movimiento.

5. En el ámbito social se va difundiendo una mentalidad inspirada en un laicismo que, de forma más o menos consciente, lleva gradualmente al desprecio o a la ignorancia de lo sacro, relegando la fe a la esfera de lo meramente privado. En este sentido, un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esa ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad.

Un reto permanente para vosotros es también la familia, que se ve asediada por tantas insidias del mundo moderno, como son el materialismo imperante, la búsqueda del placer inmediato, la falta de estabilidad y de fidelidad en la pareja, influenciada continuamente por los medios de comunicación. Cuando el matrimonio no se ha construido sobre la roca firme del amor verdadero y de la mutua entrega, es arrastrado fácilmente por la corriente divorcista, soslayando además el valor de la vida, sobre todo la de los no nacidos. Este panorama muestra la necesidad de intensificar, como ya lo estáis haciendo, una pastoral familiar incisiva, que ayude a los esposos cristianos a asumir los valores fundamentales del Sacramento recibido. En este sentido, fieles a las enseñanzas de Cristo, a través de vuestro magisterio proclamáis la verdad de la familia como Iglesia doméstica y santuario de la vida, ante ciertas tendencias que, en la sociedad actual, tratan de eclipsar o confundir el valor único e insustituible del matrimonio entre hombre y mujer.

6. El mencionado indiferentismo religioso y la tentación de un fácil permisivismo moral, así como la ignorancia de la tradición cristiana con su rico patrimonio espiritual, influyen en gran manera sobre las nuevas generaciones. La juventud tiene derecho, desde el inicio de su proceso formativo, a ser educada en la fe y en las sanas costumbres. Por eso la educación integral de los más jóvenes no puede prescindir de la enseñanza religiosa también en la escuela. Una sólida formación religiosa será, pues, una protección eficaz ante el avance de las sectas o de otros grupos religiosos de amplia difusión actual.

7. Los fieles católicos, que están llamados a ocuparse de las realidades temporales para ordenarlas según la voluntad divina, han de ser testigos valientes de su fe en los diferentes ámbitos de la vida pública. Su participación en la vida eclesial es, además, fundamental y, en ocasiones, sin su colaboración vuestro apostolado de Pastores no llegaría a «todos los hombres de todos los tiempos y lugares» (Lumen gentium, 33).

A este respecto, quiero recordar unas significativas palabras de mi predecesor Juan Pablo II en su viaje pastoral a Puerto Rico: «Cuando en el ejercicio de vuestro ministerio encontréis cuestiones que tocan opciones concretas de carácter político, no dejéis de proclamar los principios morales que rigen todo campo de la actividad humana. Pero dejad a los laicos bien formados en su conciencia moral, la ordenación según el plan de Dios de las cosas temporales. Vosotros habéis de ser creadores de comunión y fraternidad, nunca de división en nombre de opciones que el pueblo fiel puede elegir legítimamente en sus diversas expresiones» (n. 3, 12-10-1984).

8. Algunos sectores de vuestra sociedad viven en la abundancia mientras otros sufren graves carencias, que no pocas veces rayan en la pobreza. En este sentido, es bien conocida la generosidad de los puertorriqueños, que responden de forma solidaria a los llamados de ayuda ante ciertas tragedias en el mundo. A este respecto, es de esperar que esta misma generosidad, coordinada por los servicios de Cáritas de Puerto Rico, se incremente también en aquellas circunstancias en las que grupos, personas o familias del lugar necesiten una verdadera asistencia.

9. Queridos Hermanos: la evangelización y la práctica de la fe en Puerto Rico han estado siempre unidas al amor filial a la Virgen María. Esto lo ponen de manifiesto los templos, santuarios y monumentos, así como las prácticas de piedad y fiestas populares en honor de la Madre de Dios. A Ella encomiendo vuestras intenciones y trabajos pastorales. Bajo su maternal protección pongo a todos los sacerdotes, comunidades religiosas, así como a las familias, a los jóvenes, a los enfermos y especialmente a los más necesitados. Llevadles a todos el saludo y el gran afecto del Papa, junto con la Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ARZOBISPOS METROPOLITANOS

Sala Pablo VI
Sábado 30 de junio de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros a todos vosotros, familiares y amigos de los arzobispos metropolitanos a los que tuve la alegría de imponer el palio ayer en la basílica vaticana, durante una solemne celebración en la que recordamos a los apóstoles san Pedro y san Pablo. Nuestro encuentro quiere ser, en cierto modo, la prolongación del intenso clima de comunión eclesial que vivimos ayer. En efecto, la diversa procedencia de los arzobispos metropolitanos expresa bien la universalidad de la Iglesia, cuyos miembros, en todas las partes de la tierra, anuncian el Evangelio en distintas lenguas y profesan la única fe de los Apóstoles, que nunca ha cambiado. Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, venerados y estimados hermanos metropolitanos, y juntamente con vosotros saludo a los fieles que os han acompañado en vuestra peregrinación a la tumba de los Apóstoles. Envío, además, un saludo afectuoso también a vuestras comunidades diocesanas de procedencia.

Dirijo mi saludo, en primer lugar, a vosotros, queridos pastores de la Iglesia que está en Italia. Lo saludo a usted, monseñor Angelo Bagnasco, al que he llamado a suceder al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, como arzobispo de Génova, y a presidir la Conferencia episcopal italiana. Lo saludo a usted, monseñor Calogero La Piana, arzobispo de Mesina-Lípari-Santa Lucía del Mela; y a usted, monseñor Paolo Romeo, arzobispo de Palermo. Jesús, el buen Pastor, os ayude, en vuestro ministerio episcopal, a edificar en la caridad las comunidades diocesanas encomendadas a vuestra solicitud pastoral, ayudándolas a ser siempre Iglesias vivas, llenas del dinamismo de la fe y de espíritu misionero.

Con alegría saludo a los peregrinos venidos de Francia, África y Canadá para acompañar a los nuevos arzobispos metropolitanos, a los que me alegra haber impuesto el palio, signo de una gran comunión con la Sede apostólica. Saludo en particular a monseñor Robert Le Gall, arzobispo de Toulouse (Francia); a monseñor Barthélémy Djabla, arzobispo de Gagnoa (Costa de Marfil); a monseñor Paul-Siméon Ahouanan Djro, arzobispo de Bouaké (Costa de Marfil); a monseñor Evariste Ngoyagoye, arzobispo de Bujumbura (Burundi); a monseñor Gerard Pettipas, arzobispo de Grouard-McLennan (Canadá); y a monseñor Pierre d'Ornellas, arzobispo de Rennes (Francia).
Transmitid mi saludo a los pastores y a todos los fieles de vuestros países, asegurándoles la oración del Papa. Que las cruces que los arzobispos metropolitanos llevan en su palio recuerden a los miembros de las diferentes comunidades cristianas que deben testimoniar, con la palabra y con toda su vida, a Cristo resucitado, con una fidelidad cada vez mayor a la Iglesia, convirtiendo a todos los católicos en misioneros del Evangelio en los lugares donde viven.

Dirijo un cordial saludo a los arzobispos metropolitanos de lengua inglesa, a los que impuse el palio ayer: mons. Dominic Lumon, arzobispo de Imphal (India); mons. Douglas Young, arzobispo de Mount Hagen (Papúa Nueva Guinea); mons. Cyprian Kizito Lwanga, arzobispo de Kampala (Uganda); mons. Oswald Gracias, arzobispo de Bombay (India); mons. Romulo Geolina Valles, arzobispo de Zamboanga (Filipinas); mons. Filipe Neri António Sebastião do Rosário Ferrão, arzobispo de Goa y Damão (India); mons. Paul R. Ruzoka, arzobispo de Tabora (Tanzania); mons. Thomas Christopher Collins, arzobispo de Toronto (Canadá); mons. Albert D'Souza, arzobispo de Agra (India); mons. Richard William Smith, arzobispo de Edmonton (Canadá); mons. Terrence Thomas Prendergast, arzobispo de Ottawa (Canadá); mons. Brendan Michael O'Brien, arzobispo de Kingston (Canadá); mons. Buti Joseph Tlhagale, arzobispo de Johannesburgo (Sudáfrica); mons. Joseph Edward Kurtz, arzobispo de Louisville (Estados Unidos); y mons. Leo Cornelio, arzobispo de Bhopal (India). También saludo a los miembros de sus familias, a sus parientes y amigos, y a los fieles de sus respectivas archidiócesis, que han venido para acompañarlos en Roma en esta feliz ocasión.

Los arzobispos llevan el palio como un signo externo de su comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro en el gobierno del pueblo de Dios. El palio representa también la carga del oficio episcopal, recordando el deber de los fieles de apoyar a los pastores de la Iglesia con sus oraciones y de cooperar generosamente en la transmisión del Evangelio y en el crecimiento de la Iglesia de Cristo en la verdad, la unidad y la santidad. Queridos amigos, que vuestra peregrinación a las tumbas de san Pedro y san Pablo os confirme en la fe católica que viene de los Apóstoles. A todos os imparto afectuosamente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en el Señor.

Saludo con afecto a los arzobispos de lengua española y a quienes los han acompañado en la solemne ceremonia de la imposición del palio. Me refiero a los arzobispos José Antonio Eguren Anselmi, de Piura; Javier Augusto del Río Alba, de Arequipa; Rafael Romo Muñoz, de Tijuana; José Guadalupe Martín Rábago, de León; Pedro Aranda Díaz-Muñoz, de Tulancingo; Rogelio Cabrera López, de Tuxtla Gutiérrez; Ricardo Ezzati Andrello, de Concepción; Orlando Antonio Corrales García, de Santa Fe de Antioquia; Dionisio Guillermo García Ibáñez, de Santiago de Cuba; Reinaldo Del Prette Lissot, de Valencia en Venezuela; Hipólito Reyes Larios, de Jalapa y Óscar Julio Vian Morales, de Los Altos, Quetzaltenango-Totonicapán.

Estos nuevos pastores metropolitanos, al recibir esta insignia pontifical, sienten el deber de fomentar estrechos vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro y entre sus diócesis sufragáneas, para que resplandezca la figura de Cristo. A los fieles y amigos que los acompañáis os ruego que sigáis cercanos a ellos con la oración y con una colaboración generosa y leal, para que en su misión cumplan siempre la voluntad de Dios. Pido a la Virgen María, tan querida y venerada en Latinoamérica, que siga protegiendo el ministerio pastoral de estos arzobispos y derrame su amor materno sobre los sacerdotes, comunidades religiosas y fieles de sus arquidiócesis. A todos mi cordial saludo, junto con mi bendición apostólica.

La Iglesia en Brasil se alegra hoy porque las sedes arzobispales y los arzobispos de Maceió, mons. Antônio Muniz Fernandes; de Montes Claros, mons. José Alberto Moura; de São Paulo, mons. Odilo Pedro Scherer; de Diamantina, monseñor João Bosco Oliver de Faria; y de Mariana, monseñor Geraldo Lyrio Rocha, están de fiesta en esta ocasión de la solemne imposición del palio. Por eso, quiero saludar con afecto a vuestras Iglesias particulares y a los sacerdotes, religiosos y familiares que os acompañan, deseando que esta significativa celebración ayude a reforzar la unidad y la comunión con la Sede apostólica, estimulándoos a una generosa dedicación pastoral para el crecimiento de la Iglesia y la salvación de las almas.

Saludo cordialmente a todos los polacos aquí presentes. Saludo a los nuevos arzobispos metropolitanos de Varsovia y Bialystok: Kazimierz Nycz y Edward Ozorowski, que ayer recibieron el palio. Saludo a sus seres queridos y a todos los fieles de sus sedes metropolitanas. El palio es signo de comunión de los pastores con el Obispo de Roma y con todo el Colegio de los obispos. Que esta comunión reine también en vuestras comunidades locales. Rezad por vuestros pastores y por su servicio.

Saludo con afecto a monseñor Csaba Ternyák, que, después de diez años de servicio directo a la Santa Sede, ha sido llamado a ser pastor de la ilustre archidiócesis de Eger, en Hungría. El palio es signo del vínculo particular que todo arzobispo metropolitano mantiene con el Sucesor de Pedro. Al nuevo metropolitano, y a todas las personas que lo acompañan, imparto de corazón mi bendición. Alabado sea Jesucristo.

Queridos hermanos y hermanas, la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo, con sus sugestivas celebraciones, nos ayuda a profundizar nuestra comunión eclesial. Pidamos al Señor que los pastores estemos cada vez más firmemente unidos entre nosotros y con los sacerdotes, los religiosos y todo el pueblo cristiano. Que nos haga un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 4, 32). Que nos obtengan este don la Madre celestial de Dios y los apóstoles san Pedro y san Pablo. A su protección os encomiendo a vosotros, a los fieles que os acompañan y a vuestras comunidades diocesanas. Con estos sentimientos, os imparto de corazón mi bendición.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA DEL EPISCOPADO DOMINICANO EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Jueves 5 de julio de 2007



Queridos hermanos en el Episcopado:

1. En este encuentro colectivo de vuestra visita ad limina Apostolorum siento el gozo de compartir la misma fe en Jesucristo, que acompaña nuestro caminar y que está vivo y presente en las comunidades confiadas a vuestro cuidado pastoral. Dirijo mi afectuoso saludo a vosotros y también a las Iglesias diocesanas que presidís con tanta dedicación y generosidad.

Agradezco a Monseñor Ramón Benito de la Rosa y Carpio, Arzobispo de Santiago de los Caballeros y Presidente de la Conferencia del Episcopado Dominicano, las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Al mismo tiempo, me siento muy unido a vuestras preocupaciones y anhelos, rogando a Dios que esta visita a Roma sea fuente de bendiciones para todos los sacerdotes, comunidades religiosas y agentes pastorales que colaboran con vosotros en medio del querido pueblo dominicano, siendo conscientes de los retos del mundo globalizado que influyen en el tiempo actual.

2. En las relaciones quinquenales he podido constatar que vuestra Iglesia es una comunidad viva, dinámica, participativa y evangelizadora. Ella se siente interpelada por el mandato de Jesús de anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) y se esfuerza para que este anuncio llegue a todos los hombres. Para alcanzar esta meta el mensaje debe ser claro y preciso a fin de que la palabra de vida proclamada se convierta en una adhesión personal a Jesús, nuestro Salvador. Por eso, “urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida” (Veritatis splendor, 88).

3. El objetivo primordial de vuestro ministerio pastoral ha de ser que la verdad sobre Cristo y la verdad sobre el hombre penetren más profundamente aún en los diversos estratos de la sociedad dominicana, pues “no hay evangelización verdadera, mientras no se anuncia el nombre, la doctrina, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (Evangelii nuntiandi, 22).

Esta labor, no exenta de dificultades, se desarrolla en medio de un pueblo de espíritu abierto y sensible a la Buena Nueva. Es cierto que en vuestro país se dejan sentir también los síntomas de un proceso de secularización en el que para muchos Dios ya no representa el origen y la meta, ni el sentido último de la vida. Pero, en el fondo, como sabéis muy bien, este pueblo tiene un alma profundamente cristiana. Prueba de ello son las comunidades eclesiales vivas y operantes, donde tantas personas, familias y grupos se esfuerzan por vivir y dar testimonio de su fe.

4. La nueva evangelización tiene también como un objetivo primordial la familia. Ella es la verdadera “Iglesia doméstica”, sobre todo cuando es fruto de las comunidades cristianas vivas de las que surgen jóvenes con verdadera vocación al sacramento del matrimonio. Las familias no están solas ante los grandes desafíos que deben afrontar; la comunidad eclesial les da apoyo, las anima en la fe y salvaguarda su perseverancia en un proyecto cristiano de vida sujeto con frecuencia a tantos avatares y peligros. La Iglesia promueve que la familia sea de verdad el ámbito donde la persona nace, crece y se educa para la vida, y donde los padres, amando con ternura a sus hijos, los van preparando para unas sanas relaciones interpersonales que encarnen los valores morales y humanos en medio de una sociedad tan marcada por el hedonismo o la indiferencia religiosa.

Al mismo tiempo, las Comunidades eclesiales, en colaboración con las instancias públicas, velarán por salvaguardar la estabilidad de la familia y favorecer su progreso espiritual y material, lo cual redundará en una mejor formación de los hijos. Por ello, es de desear que las Autoridades de vuestro amado País colaboren cada vez más en esta irrenunciable tarea de trabajar en favor de las familias. Así lo ponía de relieve mi Predecesor en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1994: “La familia tiene derecho a todo el apoyo del Estado para realizar plenamente su peculiar misión” (n. 5). Pero tampoco ignoro las dificultades que la institución familiar encuentra en vuestra Nación, especialmente con el drama del divorcio y las presiones para legalizar el aborto, así como por la extensión de uniones no acordes con el designio del Creador sobre el matrimonio.

5. Sé que cuidáis de modo especial las vocaciones sacerdotales para poder atender todas las necesidades diocesanas. En efecto, la promoción de las vocaciones sacerdotales y religiosas ha de ser una prioridad de los Obispos y un compromiso de todo el pueblo fiel. Por lo cual, pido fervientemente al Dueño de la mies que sigan acudiendo a vuestros seminarios —que han de ser como el corazón de la diócesis (cf. Optatam totius, 5)— numerosos candidatos al sacerdocio para servir un día a sus hermanos como “ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (1 Co 4,1). Además de una formación integral, se requiere un profundo discernimiento sobre la idoneidad humana y cristiana de los seminaristas, para asegurar del mejor modo posible el digno desempeño de su futuro ministerio.

Teniendo en cuenta que “la fisonomía del presbiterio es [...] la de una verdadera familia” (Pastores dabo vobis, 74), es de desear que los lazos de caridad entre el Obispo y sus sacerdotes sean muy fuertes y cordiales. Si los jóvenes ven que los presbíteros viven una verdadera espiritualidad de comunión en torno a su Obispo, dando testimonio de unión y caridad entre sí, de generosidad evangélica y disponibilidad misionera, sentirán mayor atracción por la vocación sacerdotal. Es de suma importancia que el Obispo preste singular atención a sus principales colaboradores, los sacerdotes (cf. Presbyterorum Ordinis, 8), siendo ecuánime en el trato con ellos, cercano a sus necesidades personales y pastorales, paternal en sus dificultades y animador constante de su actividades y desvelos, que en el contexto de la nueva evangelización les empuja a ir en busca de quienes se han alejado.

6. El lema de este año, del Tercer Plan de Pastoral, “Discípulo del Señor, acoge al cercano y busca al lejano”, tiene una amplia proyección en el complejo campo de la migración que implica a tantas familias. Dedicáis muchos esfuerzos para atender a los grupos de dominicanos en el extranjero, pero también os invito de todo corazón a acompañar con gran caridad, como ya lo estáis haciendo, a los inmigrantes haitianos que han dejado su País buscando mejores condiciones de vida para ellos y sus familias. Me complace constatar que ya habéis tenido contactos con los hermanos Obispos de Haití para tratar de aliviar la situación de pobreza, e incluso de miseria, que ofende la dignidad de tantas personas de esa Nación hermana.

7. En vuestro ministerio episcopal muchos de estos retos pastorales están estrechamente relacionados con la evangelización de la cultura, la cual ha de promover los valores humanos y evangélicos en toda su integridad. El ámbito de la cultura es uno de los “areópagos modernos”, en los que ha de hacerse presente el Evangelio con toda su fuerza (cf. Redemptoris missio, 37). En esta tarea no puede prescindirse de los medios de comunicación social: radio, producciones televisivas, videos y redes informáticas pueden ser de gran utilidad para una amplia difusión del Evangelio.

8. Éste es un cometido que atañe especialmente a los laicos, ya que es propio de su misión “la instauración del orden temporal, y que actúen en él de una manera directa y concreta, guiados por la luz del Evangelio y el pensamiento de la Iglesia, y movidos por el amor cristiano” (Apostolicam actuositatem, 7). Por eso, es necesario proporcionarles una formación religiosa adecuada, que les capacite para afrontar los numerosos retos de la sociedad actual. A ellos corresponde promover los valores humanos y cristianos que iluminen la realidad política, económica y cultural del País, con el fin de instaurar un orden social más justo y equitativo, según la Doctrina Social de la Iglesia. Al mismo tiempo, en coherencia con las normas éticas y morales, han de dar ejemplo de honestidad y transparencia en la gestión de sus actividades públicas, frente a la solapada y difundida lacra de la corrupción, que a veces alcanza incluso las áreas del poder político y económico, además de otros ámbitos públicos y sociales.

Los laicos han de ser fermento en medio de la sociedad, actuando en la vida pública para iluminar con los valores del Evangelio los diversos ámbitos donde se fragua la identidad de un pueblo. Desde sus actividades diarias, han de “testificar cómo la fe cristiana... constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad” (Christifideles laici, 34). Su condición de ciudadanos y seguidores de Cristo no ha de inducirlos a llevar como “dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida espiritual, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida secular, es decir, la vida de la familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura” (ibíd., 59). Al contrario, han de esforzarse para que la coherencia entre su vida y su fe sea un elocuente testimonio de la verdad del mensaje cristiano.

9. Junto con vosotros, quiero confiar todas estas propuestas y anhelos a la Virgen de la Altagracia, advocación con la que honráis a vuestra Madre y Protectora de la Nación, para que siga acompañando vuestra labor pastoral. A Ella os encomiendo con plena esperanza, a la vez que os imparto la Bendición Apostólica, que extiendo de corazón a vuestras Iglesias particulares, a sus sacerdotes, comunidades religiosas y personas consagradas, así como a los fieles católicos de la República Dominicana.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DE UN CONCIERTO DE SIETE COROS ALPINOS
OFRECIDO EN SU HONOR

Lorenzago di Cadore, viernes 20 de julio de 2007

Excelencia;
queridos amigos:

Al final de esta estupenda presentación de la gran cultura musical de vuestra tierra dolomítica quiero manifestaros mi más cordial gratitud. Gracias por esta hermosa cultura.

Me han venido a la mente unas palabras de san Agustín, que dice: "cantare amantis est". El amor es fuente del canto. El canto es expresión del amor. En vuestros cantos he percibido un gran amor a la tierra dolomítica, a esta tierra que nos dio el Señor. Y en la acción de gracias, en el amor a la tierra, está presente y resuena también el amor al Creador, el amor a Dios, que nos dio esta tierra, esta vida de alegría, una alegría que vemos más aún a la luz de nuestra fe, la cual nos dice que Dios nos ama.

La cultura popular que se presenta de un modo tan excelso es una joya de nuestra identidad europea, que es preciso cultivar y promover. Expreso mi agradecimiento a todos los que trabajan para que esta gran cultura europea esté presente hoy y también en nuestro futuro.

La educación para el canto, para cantar en coro, no es solamente un ejercicio del oído exterior y de la voz; también es una educación del oído interior, del oído del corazón, un ejercicio y una educación para la vida y para la paz. Cantar juntos, en coro, y todos los coros juntos, implica prestar atención al otro, al compositor, al maestro, a la totalidad que llamamos música y cultura.

Así, cantar en coro es una educación para la vida, una educación para la paz, un caminar juntos, como dijo su excelencia aludiendo al Sínodo diocesano. El obispo también hizo referencia a un tiempo triste y duro, hace noventa años, cuando esta montaña era una barrera, un escenario terrible y cruento de guerra. Demos gracias a Dios porque ahora reina la paz en Europa y hagamos todo lo posible para que la paz crezca en todos nosotros y en el mundo. Estoy seguro de que precisamente esta hermosa música es un compromiso en favor de la paz y una ayuda para vivir en paz.

Gracias, de corazón, a todos vosotros, al obispo, al presentador y a los maestros del coro.

Quisiera expresaros mi gratitud, en nombre del Señor, con mi bendición apostólica.

Después de impartir la bendición apostólica, su Santidad añadió:

Buenas noches, gracias y hasta la vista. ¡Felices vacaciones a todos!


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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON LOS PÁRROCOS Y SACERDOTES DE LAS DIÓCESIS
DE BELLUNO-FELTRE Y TREVISO

Iglesia de Santa Justina mártir, Auronzo di Cadore
Martes 24 de julio de 2007
Santidad, soy don Claudio y quiero hacerle una pregunta sobre la formación de la conciencia, de modo especial en las nuevas generaciones, porque hoy parece cada vez más difícil formar una conciencia coherente, una conciencia recta. Se confunde el bien y el mal con sentirse bien y sentirse mal, el aspecto más emotivo. Por eso, quisiera que nos diera usted algún consejo. Muchas gracias.

Excelencias, queridos hermanos, ante todo quisiera expresaros mi alegría y mi gratitud por este encuentro. Doy las gracias a los dos obispos, su excelencia Andrich y su excelencia Mazzocato, por esta invitación. A vosotros, que habéis venido en tan gran número durante el período de vacaciones, os manifiesto mi agradecimiento. Ver una iglesia llena de sacerdotes es alentador, porque demuestra que sí hay sacerdotes. La Iglesia está viva, aunque aumenten los problemas en nuestro tiempo y precisamente en nuestro Occidente. La Iglesia sigue siempre viva y, con sacerdotes que realmente desean anunciar el reino de Dios, crece y resiste a las complicaciones que vemos hoy en nuestra situación cultural.

La primera pregunta refleja en cierto modo un problema de la situación cultural de Occidente, porque en los últimos dos siglos el concepto de conciencia ha cambiado profundamente. Hoy prevalece la idea de que sólo sería racional —parte de la razón— lo que es cuantificable. Las otras cosas, es decir, las materias de la religión y la moral, no entrarían en la razón común, porque no son comprobables o, como se dice, no son "falsificables" con experimentos.

En esta situación, donde la moral y la religión son expulsadas por la razón, el único criterio último de la moralidad y también de la religión es el sujeto, la conciencia subjetiva, que no conoce otras instancias. En definitiva, sólo decide el sujeto, con su sentimiento, con sus experiencias, con los criterios que puede haber encontrado. Pero de esta forma el sujeto se convierte en una realidad aislada. Como usted ha dicho, así cambian los parámetros de día en día.

En la tradición cristiana "conciencia" quiere decir "cum-scientia"; o sea: nosotros, nuestro ser está abierto, puede escuchar la voz del ser mismo, la voz de Dios. Por tanto, la voz de los grandes valores está inscrita en nuestro ser y la grandeza del hombre consiste precisamente en que no está cerrado en sí mismo, no se reduce a las cosas materiales, cuantificables, sino que tiene una apertura interior a las cosas esenciales, y también la posibilidad de una escucha.

En la profundidad de nuestro ser no sólo podemos escuchar las necesidades del momento, las cosas materiales, sino también la voz del Creador mismo; así se conoce lo que es bien y lo que es mal. Pero, naturalmente, esta capacidad de escucha debe ser educada y desarrollada. Y precisamente este es el compromiso del anuncio que nosotros hacemos en la Iglesia: desarrollar esta importantísima capacidad, dada por Dios al hombre, de escuchar la voz de la verdad y así la voz de los valores.

Por consiguiente, un primer paso consiste en hacer que las personas perciban que nuestra misma naturaleza lleva en sí un mensaje moral, un mensaje divino, que debe ser descifrado y que nosotros poco a poco podemos conocer y escuchar mejor si desarrollamos en nosotros una escucha interior. Ahora bien, el problema concreto consiste en cómo educar para la escucha, en cómo lograr que el hombre sea capaz de escuchar, a pesar de todas las sorderas modernas, en cómo hacer que se vuelva a escuchar, en cómo conseguir que se haga realidad el effeta del bautismo, la apertura de los sentidos interiores.

Viendo la situación en la que nos encontramos, yo propondría una combinación entre un camino laico y un camino religioso: el camino de la fe. Hoy todos vemos que el hombre podría destruir el fundamento de su existencia, su tierra, y, por tanto, que ya no podemos hacer con nuestra tierra, con la realidad que nos ha sido encomendada, lo que queramos y lo que en cada momento parezca útil o conveniente; si queremos sobrevivir, debemos respetar las leyes interiores de la creación, de esta tierra, aprender estas leyes y obedecer también a estas leyes.

Así pues, esta obediencia a la voz de la tierra, del ser, es más importante para nuestra felicidad futura que las voces y los deseos del momento. En otras palabras, este es un primer criterio que conviene aprender: el ser mismo, nuestra tierra, habla con nosotros y nosotros debemos escuchar si queremos sobrevivir y descifrar este mensaje de la tierra. Y si debemos ser obedientes a la voz de la tierra, esto vale aún más para la voz de la vida humana. No sólo debemos cuidar la tierra; también debemos respetar al otro, a los otros: al otro en su singularidad como persona, como mi prójimo, y a los otros como comunidad que vive en el mundo y en la que debemos vivir juntos. Y vemos que sólo podemos ir adelante si guardamos un respeto absoluto a esta criatura de Dios, a esta imagen de Dios que es el hombre, sólo si respetamos la convivencia en la tierra.

De este modo, llegamos a la conclusión de que necesitamos las grandes experiencias morales de la humanidad, que son experiencias surgidas del encuentro con el otro, con la comunidad; la experiencia de que la libertad humana es siempre una libertad compartida y sólo puede funcionar si compartimos nuestras libertades respetando valores que son comunes a todos.

Me parece que con estos pasos podemos hacer ver la necesidad de obedecer a la voz del ser, de respetar la dignidad del otro, de respetar la necesidad de vivir juntos nuestras libertades como una libertad, y para todo esto es preciso conocer el valor que implica promover una digna comunión de vida entre los hombres. Así llegamos, como ya he dicho, a las grandes experiencias de la humanidad, en las que se manifiesta la voz del ser, y sobre todo a las experiencias de la gran peregrinación histórica del pueblo de Dios, que comenzó con Abraham, en el que no sólo encontramos las experiencias humanas fundamentales, sino que también, a través de esas experiencias, podemos escuchar la voz del Creador mismo, que nos ama y ha hablado con nosotros.

Aquí, en este contexto, respetando las experiencias humanas que nos indican el camino hoy y mañana, me parece que los diez Mandamientos tienen siempre un valor prioritario, en el que vemos las grandes señales que nos indican el camino. Los diez Mandamientos releídos, revividos a la luz de Cristo, a la luz de la vida de la Iglesia y de sus experiencias, indican algunos valores fundamentales y esenciales: los mandamientos cuarto y sexto, juntos, indican la importancia de nuestro cuerpo, de respetar las leyes del cuerpo, de la sexualidad y del amor, el valor del amor fiel, la familia. El quinto mandamiento indica el valor de la vida y también el valor de la vida común. El séptimo mandamiento indica el valor de compartir los bienes de la tierra, la justa distribución de estos bienes, la administración de la creación de Dios. El octavo mandamiento indica el gran valor de la verdad.

Por tanto, si los mandamientos cuarto, quinto y sexto indican el amor al prójimo, el octavo señala la verdad. Todo esto no funciona si falta la comunión con Dios, el respeto de Dios y la presencia de Dios en el mundo. Un mundo sin Dios será siempre un mundo de arbitrariedad y de egoísmo. Sólo si aparece Dios hay luz, hay esperanza. Nuestra vida tiene un sentido que no surge de nosotros, sino que nos precede, nos dirige. Por consiguiente, en este sentido tomamos juntos los caminos obvios que hoy también la conciencia laica puede ver fácilmente, y así tratamos de guiar las voces más profundas, la voz verdadera de la conciencia, que se comunica en la gran tradición de la oración, de la vida moral de la Iglesia. Yo creo que, con un camino de paciente educación, todos podemos aprender a vivir y a encontrar la verdadera vida.

Soy don Mauro. Santidad, al desempeñar nuestro ministerio pastoral, cada vez nos vemos más agobiados por muchos afanes. Aumentan los compromisos de gestión administrativa de las parroquias, de organización pastoral y de acogida de las personas que atraviesan situaciones difíciles. ¿Hacia qué prioridades debemos orientar hoy nuestro ministerio de sacerdotes y párrocos, para evitar, por un lado, la fragmentación y, por otro, la dispersión? Muchas gracias.

Es una pregunta muy realista; es verdad. También yo experimento un poco este problema, pues cada día tengo que resolver muchos asuntos, con numerosas audiencias necesarias, con tanto que hacer. Sin embargo, es preciso encontrar las debidas prioridades y no olvidar lo esencial: el anuncio del reino de Dios. Al escuchar esta pregunta, me vino a la mente el evangelio de hace dos semanas sobre la misión de los setenta y dos discípulos. Para esta primera gran misión que Jesús encomendó a esos setenta y dos discípulos, les dio tres imperativos, que a mi parecer expresan también hoy sustancialmente las grandes prioridades del trabajo de un discípulo de Cristo, de un sacerdote. Los tres imperativos son: orad, curad y anunciad.

Creo que debemos encontrar el equilibrio entre estos tres imperativos esenciales, tenerlos siempre presentes como centro de nuestro trabajo.

Orad, es decir: sin una relación personal con Dios todo el resto no puede funcionar, porque realmente no podemos llevar a Dios, la realidad divina y la verdadera vida humana a las personas, si nosotros mismos no vivimos una relación profunda, verdadera, de amistad con Dios en Cristo Jesús.

Por eso cada día celebramos la santa Eucaristía como encuentro fundamental, donde el Señor habla con nosotros y nosotros con el Señor, que se entrega en nuestras manos. Sin la oración de las Horas, por la que entramos en la gran plegaria de todo el pueblo de Dios, comenzando por los Salmos del pueblo antiguo renovado en la fe de la Iglesia, y sin la oración personal, no podemos ser buenos sacerdotes, pues se pierde la sustancia de nuestro ministerio. Por eso, el primer imperativo es ser hombres de Dios, es decir, hombres que tienen amistad con Cristo y con sus santos.

Viene luego el segundo imperativo. Jesús dijo: curad a los enfermos, a los abandonados, a los necesitados. Es el amor de la Iglesia a los marginados, a los que sufren. Incluso las personas ricas pueden estar interiormente marginadas y sufrir. "Curar" se refiere a todas las necesidades humanas, que son siempre necesidades que van en profundidad hacia Dios. Por tanto, como se dice, es preciso conocer a las ovejas, tener relaciones humanas con las personas que nos han sido encomendadas, mantener un contacto humano y no perder la humanidad, porque Dios se hizo hombre y así confirmó todas las dimensiones de nuestro ser humano.

Pero, como he aludido, lo humano y lo divino siempre van juntos. A mi parecer, a este "curar", en sus múltiples formas, pertenece también el ministerio sacramental. El ministerio de la Reconciliación es un acto de curación extraordinario, que el hombre necesita para estar totalmente sano. Por tanto, estas curaciones sacramentales comienzan por el Bautismo, que es la renovación fundamental de nuestra existencia, y pasan por el sacramento de la Reconciliación, y la Unción de los enfermos. Naturalmente, en todos los demás sacramentos, también en la Eucaristía, se realiza una gran curación de las almas. Debemos curar los cuerpos, pero sobre todo —este es nuestro mandato— las almas. Debemos pensar en las numerosas enfermedades, en las necesidades morales, espirituales, que existen hoy y que debemos afrontar, guiando a las personas al encuentro con Cristo en el sacramento, ayudándoles a descubrir la oración, la meditación, el estar en la iglesia silenciosamente en presencia de Dios.

Luego viene el tercer imperativo: anunciad. ¿Qué anunciamos nosotros? Anunciamos el reino de Dios. Pero el reino de Dios no es una utopía lejana de un mundo mejor, que tal vez se realizará dentro de cincuenta años o quién sabe cuándo. El reino de Dios es Dios mismo, Dios que se ha acercado y se ha hecho cercanísimo en Cristo. Este es el reino de Dios: Dios mismo está cerca y nosotros debemos acercarnos a este Dios tan cercano porque se ha hecho hombre, sigue siendo hombre y está siempre con nosotros en su Palabra, en la santísima Eucaristía y en todos los creyentes.

Por consiguiente, anunciar el reino de Dios quiere decir hablar de Dios hoy, hacer presente la palabra de Dios, el Evangelio, que es presencia de Dios y, naturalmente, hacer presente al Dios que se ha hecho presente en la sagrada Eucaristía.
Uniendo estas tres prioridades, y teniendo en cuenta todos los aspectos humanos, nuestros límites, que debemos reconocer, podemos realizar bien nuestro sacerdocio. También es importante esta humildad, que nos hace reconocer los límites de nuestras fuerzas. Lo que no podemos hacer nosotros, lo debe hacer el Señor. Y está también la capacidad de delegar, de colaborar. Todo esto siempre con los imperativos fundamentales de orar, curar y anunciar.

Me llamo don Daniele. Santidad, el Véneto es tierra de fuerte inmigración, con una presencia consistente de personas no cristianas. Esta situación obliga a nuestras diócesis a llevar a cabo una nueva tarea de evangelización en su interior. Sin embargo, resulta ardua, porque debemos conciliar las exigencias del anuncio del Evangelio con las de un diálogo respetuoso con las demás religiones. ¿Qué indicaciones pastorales nos puede dar? Muchas gracias.

Naturalmente, vosotros vivís más de cerca esta situación. En este sentido, no puedo dar muchos consejos prácticos, pero puedo decir que en todas las visitas ad limina, tanto de los obispos asiáticos, africanos y latinoamericanos, como de toda Italia, siempre se afrontan estas situaciones. Ya no existe un mundo uniforme. Sobre todo en nuestro Occidente están presentes todos los demás continentes, las demás religiones, los demás modos de vivir la vida humana. Vivimos en un encuentro permanente, que tal vez nos asemeja a la Iglesia antigua, donde se vivía la misma situación. Los cristianos eran una pequeñísima minoría, un grano de mostaza que comenzaba a crecer, rodeado de religiones y condiciones de vida muy diversas.

Por consiguiente, debemos aprender nuevamente lo que vivieron los cristianos de las primeras generaciones. San Pedro, en su primera carta, en el capítulo tercero, dijo: "Debéis estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (cf. 1 P 3, 15). Así formuló san Pedro la necesidad de combinar el anuncio y el diálogo, dirigiéndose al hombre normal de aquel tiempo, al cristiano normal. No dijo formalmente: "Anunciad a cada uno el Evangelio". Dijo: "Debéis ser capaces, debéis estar dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza". Me parece que esta es la síntesis necesaria entre el diálogo y el anuncio.

El primer punto es que en nosotros mismos siempre debe estar presente la razón de nuestra esperanza. Debemos vivir la fe y pensar la fe, conocerla interiormente. Así, en nosotros mismos la fe se convierte en razón, se hace razonable. La meditación del Evangelio, y aquí el anuncio, la homilía, la catequesis, para hacer que las personas sean capaces de pensar la fe, son ya elementos fundamentales en esta unión de diálogo y anuncio. Nosotros mismos debemos pensar la fe, vivir la fe, y como sacerdotes encontrar maneras diversas de hacerla presente, a fin de que nuestros católicos puedan encontrar la convicción, la prontitud y la capacidad de dar razón de su fe.

El anuncio que transmite la fe en la conciencia de hoy debe tener múltiples formas. Sin duda, la homilía y la catequesis son dos formas principales, pero luego hay otros muchos modos de encontrarse —seminarios sobre la fe, movimientos laicales, etc.—, donde se habla de la fe y se aprende la fe. Todo esto nos hace capaces, ante todo, de vivir realmente como prójimos de los no cristianos; aquí prevalecen los cristianos ortodoxos y los protestantes; luego vienen los seguidores de otras religiones, musulmanes, y otros.

El primer aspecto es vivir con ellos, reconociendo que son el prójimo, nuestro prójimo. Por tanto, vivir en primera línea el amor al prójimo como manifestación de nuestra fe. Yo creo que esto constituye ya un testimonio muy fuerte y también una forma de anuncio: vivir realmente con estos "otros" el amor al prójimo, reconocer en ellos a nuestro prójimo, de forma que puedan constatar que este "amor al prójimo" está dirigido a ellos. Si sucede esto, podremos presentar más fácilmente la fuente de este comportamiento nuestro, es decir, explicar que el amor al prójimo es manifestación de nuestra fe.

En el diálogo no se puede pasar inmediatamente a los grandes misterios de la fe, aunque los musulmanes tengan ya cierto conocimiento de Cristo; niegan su divinidad, pero al menos lo reconocen como un gran profeta. Aman a la Virgen María. Por eso, también hay elementos comunes en la fe, que pueden servir de punto de partida para el diálogo.

Algo práctico y realizable, necesario, es sobre todo buscar un entendimiento fundamental sobre los valores que es preciso vivir. También aquí tenemos un tesoro común, porque vienen de la religión de Abraham, interpretada, revivida de una manera que hay que estudiar, a la que en última instancia debemos responder. Pero está presente la gran experiencia sustancial, la de los diez Mandamientos, y creo que este es el punto que debemos profundizar.

Pasar a los grandes misterios me parece un nivel difícil, que no se realiza en los grandes encuentros. Tal vez la semilla debe entrar en el corazón, a fin de que en algunos pueda madurar una respuesta de fe a través de diálogos más específicos. Pero lo que podemos y debemos hacer es buscar el consenso en torno a los valores fundamentales, expresados en los diez Mandamientos, resumidos en el amor al prójimo y en el amor a Dios, y que se pueden interpretar en las diversas dimensiones de la vida.

Al menos seguimos un camino común hacia el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios que es finalmente el Dios de rostro humano, el Dios presente en Jesucristo. Este último paso sólo se ha de dar en encuentros íntimos, personales o de pequeños grupos; en cambio, el camino hacia este Dios, del que vienen estos valores que hacen posible la vida común, me parece realizable también en encuentros más amplios.

Así pues, a mi parecer, aquí se realiza una forma de anuncio humilde, paciente, que espera, pero que también ya hace concreto nuestro vivir según la conciencia iluminada por Dios.

Soy don Samuele. Hemos escuchado su invitación a orar, a curar y a anunciar. Lo hemos tomado en serio, preocupándonos de su persona y, para manifestarle nuestro afecto, le hemos traído algunas botellas de buen vino de nuestra tierra, que le entregaremos por medio de nuestro obispo. Paso a la pregunta. Cada vez aumentan más los casos de personas divorciadas que se vuelven a casar, conviviendo, y nos piden a los sacerdotes una ayuda para su vida espiritual. Estas personas con frecuencia sufren por no poder acceder a los sacramentos. Es necesario afrontar esas situaciones, compartiendo los sufrimientos que implican. Santo Padre, ¿con qué actitudes humanas, espirituales y pastorales podemos conjugar la misericordia y la verdad? Muchas gracias.

Sí, se trata de un problema doloroso, y ciertamente no existe una receta sencilla para resolverlo. Todos sufrimos por este problema, pues todos tenemos cerca a personas que se encuentran en esa situación y sabemos que para ellos es un dolor y un sufrimiento, porque quieren estar en plena comunión con la Iglesia. El vínculo de su matrimonio anterior reduce su participación en la vida de la Iglesia. ¿Qué hacer?

Un primer punto sería, naturalmente, la prevención, en la medida de lo posible. Por eso, resulta cada vez más fundamental y necesaria la preparación para el matrimonio. El Derecho canónico supone que el hombre como tal, incluso el que no tiene una gran instrucción, quiere formar un matrimonio según la naturaleza humana, como se indica en los primeros capítulos del Génesis. Es hombre, tiene una naturaleza humana y, por consiguiente, sabe lo que es el matrimonio. Quiere hacer lo que dice su naturaleza humana. Esto es lo que da por supuesto el Derecho canónico. Es algo que se impone: el hombre es hombre, la naturaleza es así, y le dice eso.

Pero hoy ese axioma, según el cual el hombre quiere hacer lo que está en su naturaleza: un matrimonio único y fiel, se transforma en un axioma un poco diverso. "Volunt contrahere matrimonium sicut ceteri homines". Ya no sólo habla la naturaleza, sino los "ceteri homines": lo que hacen todos. Y lo que hoy hacen todos no es sólo el matrimonio natural, según el Creador, según la creación. Lo que hacen los "ceteri homines" es casarse con la idea de que un día el matrimonio puede fracasar y luego se puede pasar a un segundo, a un tercero y a un cuarto matrimonio. Este modelo, "como hacen todos", se convierte en un modelo opuesto a lo que dice la naturaleza. Así resulta normal casarse, divorciarse y volverse a casar; y nadie piensa que es algo que va contra la naturaleza humana, o al menos es difícil encontrar a una persona que piense así.

Por eso, para ayudar a las personas a llegar realmente al matrimonio, no sólo en el sentido de la Iglesia, sino también en el del Creador, debemos reparar la capacidad de escuchar a la naturaleza. Así volvemos a la primera cuestión, a la primera pregunta. Es necesario redescubrir en "lo que hacen todos" lo que nos dice la naturaleza misma, que habla de modo diferente al de esa costumbre moderna. En efecto, nos invita al matrimonio para toda la vida, con una fidelidad que dure toda la vida, a pesar de los sufrimientos que implica crecer juntos en el amor.

Así pues, los cursos de preparación para el matrimonio deben ayudar a reparar en nosotros la voz de la naturaleza, del Creador, para redescubrir en lo que hacen todos los "ceteri homines" lo que nos dice íntimamente nuestro ser mismo. En esta situación, entre lo que hacen todos y lo que dice nuestro ser, los cursos de preparación para el matrimonio deben ser un camino de redescubrimiento, para volver a aprender lo que nos dice nuestro ser; deben ayudar a llegar a una verdadera decisión con respecto al matrimonio según el Creador y según el Redentor.

Esos cursos de preparación son muy importantes para "conocerse a sí mismos", para descubrir la verdadera voluntad matrimonial. No basta la preparación, pues las grandes crisis vienen después. Por eso, es muy importante el acompañamiento durante los primeros diez años de matrimonio. En la parroquia no sólo hay que promover los cursos de preparación, sino también la comunión en el camino que viene después: acompañarse y ayudarse recíprocamente. Los sacerdotes, y también las familias que ya han hecho esas experiencias, que conocen esos sufrimientos, esas tentaciones, deben ayudarles en sus momentos de crisis. Es importante la presencia de una red de familias que se ayuden mutuamente. También los Movimientos pueden prestar una gran ayuda.

La primera parte de mi respuesta sugiere la prevención, no sólo en el sentido de preparar, sino también de acompañar, es decir, la presencia de una red de familias que ayude a afrontar esta situación moderna, donde todo habla contra una fidelidad de por vida. Es necesario ayudar a encontrar esta fidelidad, a aprenderla incluso en medio del sufrimiento.

Sin embargo, en caso de fracaso, es decir, cuando los esposos no se sienten capaces de cumplir su primera voluntad, queda siempre la pregunta de si realmente fue una voluntad, en el sentido del sacramento. Por tanto, se puede abrir un proceso para la declaración de nulidad. Si fue un verdadero matrimonio, y en consecuencia no pueden volver a casarse, la presencia permanente de la Iglesia ayuda a estas personas a soportar otro sufrimiento. En el primer caso tenemos el sufrimiento de superar esa crisis, de aprender una fidelidad ardua y madura. En el segundo, tenemos el sufrimiento de encontrarse en un vínculo nuevo, que no es el sacramental y que por tanto no permite la comunión plena en los sacramentos de la Iglesia. Aquí se trata de enseñar y aprender a vivir con este sufrimiento. Volveremos a este punto en la primera pregunta de la otra diócesis.
Por lo general, en nuestra generación, en nuestra cultura, debemos redescubrir el valor del sufrimiento, aprender que el sufrimiento puede ser algo muy positivo, pues nos ayuda a madurar, a ser lo que debemos ser, a estar más cerca del Señor, que sufrió por nosotros y sufre con nosotros. Así pues, también en esta segunda situación es de suma importancia la presencia del sacerdote, de las familias, de los Movimientos, la comunión personal y comunitaria, la ayuda del amor al prójimo, un amor muy específico. Sólo este amor profundo de la Iglesia, que se realiza con un acompañamiento múltiple, puede ayudar a estas personas a sentirse amadas por Cristo, miembros de la Iglesia, incluso en una situación difícil, y a vivir la fe.

Santidad, me llamo don Saverio. Mi pregunta se refiere a las misiones. Este año se cumple el 50° aniversario de la encíclica Fidei donum. Aceptando la invitación del Papa, muchos sacerdotes, también de nuestra diócesis, incluido yo, hemos vivido —otros siguen viviendo— la experiencia de la misión ad gentes. Sin duda se trata de una experiencia extraordinaria que, en mi modesta opinión, podrían vivir numerosos sacerdotes en el ámbito del intercambio entre Iglesias hermanas. Sin embargo, teniendo en cuenta la disminución del número de sacerdotes en nuestros países, ¿cómo se puede llevar hoy a la práctica la indicación de esa encíclica y con qué espíritu deben acogerla y vivirla los sacerdotes enviados y toda la diócesis? Muchas gracias.

Gracias. Ante todo, quisiera expresar mi agradecimiento a todos estos sacerdotes fidei donum y a las diócesis. Como ya he dicho, recientemente he tenido numerosas visitas ad limina tanto de obispos de Asia como de África y América Latina, y todos me dicen: "Tenemos gran necesidad de sacerdotes fidei donum y estamos muy agradecidos por el trabajo que realizan, pues hacen presente, en situaciones a menudo dificilísimas, la catolicidad de la Iglesia; demuestran que somos una gran comunión universal. Para los sacerdotes fidei donum el hombre lejano se transforma en próximo, en prójimo; así viven el amor al prójimo. Este gran don, que realmente se ha hecho durante los últimos cincuenta años, lo he percibido y visto casi de modo palpable en todos mis diálogos con los sacerdotes, que dicen: "No penséis que los africanos ahora ya somos autosuficientes; seguimos teniendo necesidad de que se haga visible la gran comunión de la Iglesia universal". Todos necesitamos que se demuestre la comunión de los católicos, un amor al prójimo vivido por personas que llegan de lejos y así van al encuentro de su prójimo".

Hoy la situación ha cambiado, en el sentido de que también nosotros en Europa recibimos a sacerdotes procedentes de África, de América Latina e incluso de otras partes de la misma Europa, y eso nos permite ver la belleza de este intercambio de dones, de este don recíproco, porque todos tenemos necesidad de todos. Precisamente así crece el Cuerpo de Cristo.

Para resumir, quisiera decir que este don era y es un gran don y que así lo percibe la Iglesia. En muchas situaciones —que ahora no puedo describir—, en las que existen problemas sociales, problemas de desarrollo, problemas de anuncio de la fe, problemas de aislamiento, de necesidad de la presencia de otros, estos sacerdotes son un don en el que las diócesis y las Iglesias particulares reconocen la presencia de Cristo que se entrega por nosotros y, al mismo tiempo, reconocen que la Comunión eucarística no es sólo comunión sobrenatural: también se convierte en comunión concreta a través de este don de sacerdotes diocesanos, que van a otras diócesis; y la red de las Iglesias particulares se transforma realmente en una red de amor.

Gracias a todos los que han hecho este don. Animo a los obispos y a los sacerdotes a seguir otorgando este don. Sé que ahora en Europa, con la escasez de vocaciones, resulta cada vez más difícil hacer este don, pero ya tenemos la experiencia de que también otros continentes, como Asia —en concreto, la India— y sobre todo África, nos están dando sacerdotes. La reciprocidad sigue siendo muy importante; precisamente por eso es muy necesaria la experiencia de que somos Iglesia enviada al mundo y que todos conocen a todos y aman a todos; esa es también la fuerza del anuncio. Así se pone de manifiesto que el grano de mostaza da fruto y se hace un árbol cada vez más grande, en el que las aves del cielo pueden descansar. Gracias y ¡ánimo!

Soy don Alberto. Santo Padre, los jóvenes son nuestro futuro y nuestra esperanza, pero a veces no ven en la vida una oportunidad, sino una dificultad; no un don para sí mismos y para los demás, sino un objeto de consumo inmediato; no un proyecto por construir, sino un vagabundeo sin meta fija. La mentalidad de hoy impone a los jóvenes ser siempre felices y perfectos y eso implica como consecuencia que cualquier pequeño fracaso y la mínima dificultad ya no se ven como un motivo de crecimiento, sino como una derrota. Todo esto los lleva con frecuencia a gestos irremediables como el suicidio, que provocan una laceración en el corazón de quienes los aman y de la sociedad entera. ¿Qué nos puede decir a los educadores, que a menudo nos sentimos con las manos atadas y sin respuestas? Muchas gracias.

Creo que ha descrito con acierto una vida en la que Dios no está presente. En un primer momento parece que no tenemos necesidad de Dios; más aún, que sin Dios seríamos más libres y tendríamos más espacio en el mundo. Pero, después de cierto tiempo, se ve lo que sucede en las nuevas generaciones cuando no se tiene a Dios. Como dijo Nietzsche, "la gran luz se ha apagado, el sol se ha apagado". Entonces la vida es algo ocasional, se convierte en un objeto y las personas tratan de explotarla lo mejor posible, usándola como si fuera un medio para una felicidad inmediata, palpable y realizable. Pero el gran problema es que si Dios no está presente y no es también el Creador de nuestra vida, en realidad la vida es una simple pieza de la evolución y nada más; no tiene sentido por sí misma. Al contrario, debemos tratar de infundir sentido en esta parte del ser.

Actualmente, en Alemania, pero también en Estados Unidos, se está asistiendo a un debate bastante encendido entre el así llamado "creacionismo" y el evolucionismo, presentados como si fueran alternativas que se excluyen: quien cree en el Creador no podría admitir la evolución y, por el contrario, quien afirma la evolución debería excluir a Dios. Esta contraposición es absurda, porque, por una parte, existen muchas pruebas científicas en favor de la evolución, que se presenta como una realidad que debemos ver y que enriquece nuestro conocimiento de la vida y del ser como tal.
Pero la doctrina de la evolución no responde a todos los interrogantes y sobre todo no responde al gran interrogante filosófico: ¿de dónde viene todo esto y cómo todo toma un camino que desemboca finalmente en el hombre? Eso me parece muy importante. En mi lección de Ratisbona quise decir también que la razón debe abrirse más: ciertamente debe ver esos datos, pero también debe ver que no bastan para explicar toda la realidad. Nuestra razón ve más ampliamente. En el fondo no es algo irracional, un producto de la irracionalidad; hay una razón anterior a todo, la Razón creadora, y en realidad nosotros somos un reflejo de la Razón creadora. Somos pensados y queridos; por tanto, hay una idea que nos precede, un sentido que nos precede y que debemos descubrir y seguir, y que en definitiva da significado a nuestra vida.

Así pues, el primer punto es: descubrir que realmente nuestro ser es razonable, ha sido pensado, tiene un sentido; y nuestra gran misión es descubrir ese sentido, vivirlo y dar así un nuevo elemento a la gran armonía cósmica pensada por el Creador. Si es así, entonces los elementos de dificultad se transforman en momentos de madurez, de proceso y de progreso de nuestro ser, que tiene sentido desde su concepción hasta su último momento de vida.

Podemos conocer esta realidad del sentido que nos precede a todos nosotros; y también podemos redescubrir el sentido del sufrimiento y del dolor. Ciertamente, hay un dolor que debemos evitar y eliminar del mundo: muchos dolores inútiles provocados por las dictaduras, por los sistemas equivocados, por el odio y la violencia. Pero en el dolor hay también un sentido profundo y nuestra vida sólo puede madurar si podemos dar sentido a ese dolor y sufrimiento.

Sobre todo, no es posible amar sin dolor, porque el amor implica siempre renunciar a nosotros mismos, salir de nosotros mismos, aceptar a los demás con su diferente manera de ser; implica una entrega de nosotros mismos y, por tanto, salir de nosotros mismos. Todo esto es dolor, sufrimiento, pero precisamente en el sufrimiento de perdernos por los otros, por las personas que amamos y también por Dios, llegamos a ser grandes y nuestra vida encuentra el amor, y en el amor su sentido.

Para ayudarnos a vivir, la mentalidad moderna debe convencerse de que amor y dolor, amor y Dios, son inseparables. En este sentido, es importante hacer que los jóvenes descubran a Dios, que descubran el amor verdadero, el cual llega a ser grande precisamente con la renuncia; así podrán descubrir también la bondad interior del sufrimiento, que nos hace libres y más grandes. Naturalmente, para ayudar a los jóvenes a encontrar estos elementos, siempre hace falta acompañarlos en su camino, tanto en la parroquia como en la Acción católica y en los Movimientos, pues las nuevas generaciones sólo en compañía de otros podrán descubrir esta gran dimensión de nuestro ser.

Soy don Francesco. Santo Padre, me ha impresionado una frase que escribió usted en su libro "Jesús de Nazaret": «¿Qué ha traído en verdad Jesús al mundo, si no ha traído la paz, el bienestar para todos o un mundo mejor? ¿Qué es lo que ha traído? La respuesta es muy sencilla: "a Dios. Ha traído a Dios"». Hasta aquí la cita, que me parece llena de claridad y verdad. Mi pregunta es: se habla de nueva evangelización, de nuevo anuncio del Evangelio —esta ha sido también la decisión principal del Sínodo de nuestra diócesis de Belluno-Feltre—, pero ¿qué hacer para que este Dios, única riqueza traída por Jesús y que a menudo se presenta a muchos envuelto en niebla, resplandezca aún en nuestros hogares y sea agua que apague la sed también de las numerosas personas que parecen ya no tener sed? Muchas gracias.

Gracias. Es una pregunta fundamental. La pregunta fundamental de nuestro trabajo pastoral es cómo llevar a Dios al mundo, a nuestros contemporáneos. Evidentemente, el llevar a Dios abarca muchos aspectos: el anuncio, la vida y muerte de Jesús se desarrollaron en varias dimensiones, que forman una unidad. Debemos mantener las dos cosas. Por una parte, el anuncio cristiano, el cristianismo, no es un paquete complicadísimo de muchos dogmas, que nadie podría conocer en su totalidad. No es algo sólo para académicos, que pueden estudiar estas cosas. Es algo sencillo: Dios existe, Dios es cercano en Jesucristo. El mismo Jesucristo, resumiendo, dijo: "Ha llegado el reino de Dios". Esto es lo que anunciamos, algo muy sencillo en el fondo. Todos los otros aspectos son sólo dimensiones de esa única realidad; no todas las personas deben conocer todo, pero ciertamente todas deben entrar en lo íntimo, en lo esencial; así se abordan con alegría cada vez mayor también las diversas dimensiones.

Pero, en concreto, ¿qué se ha de hacer? Hablando del trabajo pastoral actual ya tocamos los puntos esenciales. Pero continuando en este sentido, llevar a Dios implica sobre todo, por una parte, el amor y, por otra, la esperanza y la fe. Es decir, la dimensión de la vida: el mejor testimonio de Cristo, el mejor anuncio, es siempre la vida auténtica de los cristianos. Hoy el anuncio más hermoso lo realizan las familias que, alimentándose de fe, viven con una alegría profunda y fundamental, incluso en medio del sufrimiento, y ayudan a los demás, amando a Dios y al prójimo. También para mí el anuncio más consolador es siempre ver a familias católicas o a personalidades católicas impregnadas de fe. En ellas resplandece realmente la presencia de Dios y a través de ellas llega el "agua viva" de la que usted ha hablado. Así pues, el anuncio fundamental es precisamente el de la vida misma de los cristianos.

Naturalmente, después viene el anuncio de la Palabra. Debemos hacer todo lo posible para que se escuche y se conozca la Palabra. Hoy existen muchas escuelas de la Palabra y del diálogo con Dios en la sagrada Escritura, diálogo que también se transforma necesariamente en oración, porque un estudio meramente teórico de la sagrada Escritura es sólo una escucha intelectual y no sería un verdadero y suficiente encuentro con la palabra de Dios.

Si es verdad que en la Escritura y en la palabra de Dios es el Señor, el Dios vivo, quien nos habla, suscita nuestra respuesta y nuestra oración, entonces las escuelas de la Escritura deben ser también escuelas de oración, de diálogo con Dios, de acercamiento íntimo a Dios.

A continuación vienen todas las formas de anuncio. Naturalmente, los sacramentos. Con Dios siempre vienen también todos los santos. Como nos dice la sagrada Escritura desde el inicio, Dios nunca viene solo, viene acompañado y rodeado de los ángeles y de los santos. En la gran vidriera de San Pedro que representa al Espíritu Santo me agrada mucho que Dios se encuentre rodeado de una multitud de ángeles y de seres vivos, que son expresión y, por decirlo así, emanación del amor de Dios.

Con Dios, con Cristo, con el hombre que es Dios y con Dios que es hombre, viene la Virgen. Esto es muy importante. Dios, el Señor, tiene una Madre y en esa Madre reconocemos realmente la bondad materna de Dios. La Virgen, Madre de Dios, es el auxilio de los cristianos, es nuestra consolación permanente, es nuestra gran ayuda. Esto lo veo también en el diálogo con los obispos del mundo, de África y últimamente de América Latina. El amor a la Virgen es la gran fuerza de la catolicidad. En la Virgen reconocemos toda la ternura de Dios; por eso, cultivar y vivir este gozoso amor a la Virgen, a María, es un don muy grande de la catolicidad.

Luego vienen los santos. Cada lugar tiene su santo. Eso está bien, porque así vemos los múltiples colores de la única luz de Dios y de su amor, que se acerca a nosotros. Debemos descubrir a los santos en su belleza, en su acercarse a nosotros en la Palabra, pues en un santo determinado podemos encontrar traducida precisamente para nosotros la Palabra inagotable de Dios. Asimismo, todos los aspectos de la vida parroquial, incluso los humanos. No debemos andar siempre por las nubes, por las altísimas nubes del Misterio; también debemos estar con los pies en la tierra y vivir juntos la alegría de ser una gran familia: la pequeña gran familia de la parroquia, la gran familia de la diócesis, la gran familia de la Iglesia universal.

En Roma puedo ver todo esto; puedo ver cómo personas procedentes de todas las partes de la tierra y que no se conocen, en realidad se conocen, porque todos forman parte de la familia de Dios; se sienten una familia porque lo tienen todo: amor al Señor, amor a la Virgen, amor a los santos; tienen la sucesión apostólica, al Sucesor de Pedro, a los obispos.

Esta alegría de la catolicidad, con sus múltiples colores, es también la alegría de la belleza. Aquí tenemos la belleza de un hermoso órgano; la belleza de una hermosísima iglesia; la belleza que se ha desarrollado en la Iglesia. Me parece un testimonio maravilloso de la presencia y de la verdad de Dios. La Verdad se manifiesta en la belleza y debemos agradecer esta belleza y hacer todo lo posible para que permanezca, se desarrolle y crezca aún más. De esta forma, llega Dios hasta nosotros de un modo muy concreto.

Soy don Lorenzo, párroco. Santo Padre, los fieles esperan sólo una cosa de los sacerdotes: que seamos especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. No son palabras mías, sino de Su Santidad en un discurso al clero. Mi padre espiritual en el seminario, durante aquellas arduas sesiones de dirección espiritual, me decía: "Lorenzino, humanamente vas bien, pero...", y cuando decía "pero" quería decir que a mí me gustaba más jugar al fútbol que hacer la adoración eucarística. Y decía que eso no se correspondía con mi vocación; que yo no debía contradecir a mis profesores en las clases de moral y de derecho, porque los profesores sabían más que yo. Y no sé qué otras cosas quería insinuar con aquel "pero". De todos modos, ahora que está en el cielo rezo por él alguna vez el requiem. A pesar de todo eso, soy sacerdote desde hace 34 años y me siento muy feliz. No he hecho milagros, ni desastres conocidos; tal vez pueda haber hecho algunos que desconozco. Para mí "Humanamente vas bien" es una felicitación. Acercar el hombre a Dios y Dios al hombre, ¿no se realiza sobre todo a través de lo que llamamos humanidad, que es irrenunciable también para nosotros, los sacerdotes?

Gracias. Creo que es exacto lo que ha dicho usted al final. El catolicismo, de una forma un poco simplista, ha sido considerado siempre la religión del gran et... et..., es decir, la religión de la síntesis, no de grandes exclusivismos. Católico quiere decir precisamente "síntesis". Por eso, yo no soy partidario de una alternativa: o jugar al fútbol o estudiar sagrada Escritura o derecho canónico. Hay que hacer las dos cosas. Es bueno hacer deporte. Yo no soy un gran deportista, pero cuando era más joven me agradaba ir a la montaña de vez en cuando; ahora sólo hago algunas caminatas muy fáciles, pero siempre me gusta pasear aquí en esta hermosa tierra que el Señor nos ha dado.

Ciertamente, no podemos vivir siempre en una profunda meditación. Tal vez un santo, en la última fase de su camino terrestre, puede llegar a ese punto, pero normalmente vivimos con los pies en la tierra y los ojos dirigidos al cielo. Ambas cosas nos las ha dado el Señor. Por eso, amar las cosas humanas, amar las bellezas de su tierra, no sólo es muy humano, sino que además es muy cristiano y precisamente católico.

Como ya he dicho antes, una pastoral buena y realmente católica incluye también este aspecto: vivir en el et... et...; vivir la humanidad y el humanismo del hombre, todos los dones que el Señor nos ha dado y que hemos desarrollado; y, al mismo tiempo, no olvidar a Dios, porque al final la gran luz viene de Dios; sólo de él viene la luz que da alegría a todos estos aspectos de las cosas que existen.

Así pues, simplemente quiero poner de relieve la gran síntesis católica, el et... et...: ser verdaderamente hombre y, cada uno según sus dones y según su carisma, amar la tierra y las cosas hermosas que el Señor nos ha dado, pero también agradecer el hecho de que en la tierra resplandece la luz de Dios, que da esplendor y belleza a todo lo demás. En este sentido, vivamos gozosamente la catolicidad. Esta sería mi respuesta.

Me llamo don Arnaldo. Santo Padre, debido a las exigencias pastorales y del ministerio, juntamente con el número cada vez menor de sacerdotes, nuestros obispos se ven obligados a redistribuir el clero, a menudo acumulando compromisos y encomendando varias parroquias a la misma persona. Eso afecta a la sensibilidad de numerosas comunidades de bautizados y a la disponibilidad de nosotros, los sacerdotes, para vivir juntos —sacerdotes y laicos— el ministerio pastoral. ¿Cómo vivir este cambio de organización pastoral, privilegiando la espiritualidad del buen Pastor? Muchas gracias, Santidad.

Sí, con su pregunta volvemos a la cuestión de las prioridades pastorales, de cómo debe actuar un párroco. Hace poco tiempo, un obispo francés, que era religioso y por tanto nunca había sido párroco, me decía: "Santidad, quisiera que me explicara lo que es un párroco. Nosotros, en Francia, tenemos grandes unidades pastorales, con cinco, seis o siete parroquias, y el párroco se transforma en un coordinador de organismos, de trabajos diversos". Y le parecía que el párroco, al estar así ocupado en la coordinación de esos diversos organismos, ya no tenía la posibilidad de un encuentro personal con sus ovejas; y él, al ser obispo —y, por tanto, un gran párroco—, se preguntaba si es bueno ese sistema o si se debería buscar la manera de hacer que el párroco sea realmente párroco, es decir, pastor de su grey.

Naturalmente, yo no podía dar una receta para resolver esa situación de Francia, pero el problema hay que plantearlo en general. El párroco, a pesar de las nuevas situaciones y las nuevas formas de responsabilidad, no debe perder la cercanía con la gente; debe ser realmente el pastor de esa grey que le ha encomendado el Señor. Hay situaciones diversas; pienso en los obispos que en sus diócesis afrontan situaciones muy distintas; deben tratar de lograr que el párroco siga siendo pastor y no se convierta en un burócrata sagrado.

En cualquier caso, creo que la primera manera de estar cerca de las personas que nos han sido confiadas es precisamente la vida sacramental: en la Eucaristía estamos juntos y podemos y debemos encontrarnos. El sacramento de la Reconciliación es un encuentro personalísimo. También el Bautismo es un encuentro personal; y no sólo el momento de administrar el sacramento.

Todos estos sacramentos tienen un contexto: bautizar implica primero catequizar de algún modo a esta joven familia, hablar con ellos, a fin de que el Bautismo sea también un encuentro personal y una ocasión para una catequesis muy concreta. Lo mismo se puede decir de la preparación para la primera Comunión, para la Confirmación y para el Matrimonio: siempre son ocasiones donde en realidad el párroco, el sacerdote, se encuentra directamente con las personas; él es el predicador, el administrador de los sacramentos, en un sentido que implica siempre la dimensión humana. El sacramento nunca es sólo un acto ritual; el acto ritual y sacramental es la condensación de un contexto humano en el que se mueve el sacerdote, el párroco.

Además, me parece muy importante encontrar el modo correcto de delegar. El párroco no se debe limitar a ser el coordinador de organismos. Más bien, debe delegar de diferentes maneras. Ciertamente, en los Sínodos —y aquí, en vuestra diócesis, habéis tenido un Sínodo— se encuentra el modo de librar suficientemente al párroco para que, por una parte, conserve la responsabilidad de toda la unidad pastoral que se le ha encomendado, pero, por otra, no se reduzca sustancialmente y sobre todo a ser un burócrata que coordina. Debe tener en su mano los hilos esenciales, contando luego con colaboradores.

Creo que uno de los frutos importantes y positivos del Concilio ha sido la corresponsabilidad de toda la parroquia. Ya no es sólo el párroco quien debe vivificar todo, sino que, dado que todos formamos la parroquia, todos debemos colaborar y ayudar, a fin de que el párroco no quede aislado arriba como coordinador. Debe ser realmente un pastor, con la ayuda de colaboradores en los trabajos comunes que se realizan en la vida de la parroquia.

Así pues, esta coordinación y esta responsabilidad vital de toda la parroquia, por una parte, y la vida sacramental y de anuncio, como centro de la vida parroquial, por otra, podrían permitir también hoy, en circunstancias ciertamente muy difíciles, que el párroco conozca efectivamente a sus ovejas y sea el pastor que de verdad las llame y las guíe, aunque tal vez no las conozca a todas por su nombre, como el Señor nos dice refiriéndose al buen pastor.

A mí me corresponde la última pregunta, y tengo la tentación de no formularla, pues se trata de una pregunta trivial y, al ver cómo Su Santidad en las nueve respuestas anteriores nos ha hablado de Dios elevándonos a grandes alturas, me parece casi insignificante lo que voy a preguntarle. Sin embargo, lo voy a hacer. Se trata del tema de los de mi generación, los que nos preparamos al sacerdocio durante los años del Concilio, y luego salimos con entusiasmo y tal vez también con la pretensión de cambiar el mundo; hemos trabajado mucho y hoy tenemos dificultades: estamos cansados, porque no se han realizado muchos de nuestros sueños y también porque nos sentimos un poco aislados. Los de más edad nos dicen: "¿Veis cómo teníamos razón nosotros al ser más prudentes?"; y los jóvenes algunas veces nos tachan de "nostálgicos del Concilio". Nuestra pregunta es esta: ¿Podemos aportar aún algo a nuestra Iglesia, especialmente con la cercanía a la gente que, a nuestro parecer, nos ha caracterizado? Ayúdenos a recobrar la esperanza, la serenidad...

Gracias. Es una pregunta importante y yo conozco muy bien la situación. También yo viví los tiempos del Concilio; estuve en la basílica de San Pedro con gran entusiasmo, viendo cómo se abrían nuevas puertas; parecía realmente un nuevo Pentecostés, con el que la Iglesia podía convencer de nuevo a la humanidad, después de que el mundo se hubiera alejado de la Iglesia en los siglos XIX y XX. Parecía que la Iglesia y el mundo se volvían a encontrar, y que renacía un mundo cristiano y una Iglesia del mundo y realmente abierta al mundo. Esperábamos mucho, pero las cosas han resultado más difíciles en la realidad. Con todo, queda la gran herencia del Concilio, que abrió un camino nuevo. Es siempre una charta magna del camino de la Iglesia, muy esencial y fundamental. Pero, ¿por qué ha sucedido así?

En primer lugar, quisiera hacer una anotación histórica. Los tiempos de un posconcilio casi siempre son muy difíciles. Después del gran concilio de Nicea, que para nosotros es realmente el fundamento de nuestra fe, pues de hecho profesamos la fe formulada en Nicea, no se produjo una situación de reconciliación y de unidad, como esperaba Constantino, promotor de ese gran concilio, sino una situación realmente caótica, en la que todos luchaban contra todos.

San Basilio, en su libro sobre el Espíritu Santo, compara la situación de la Iglesia después del concilio de Nicea con una batalla naval nocturna, donde nadie reconoce al otro, sino que todos luchan contra todos. Realmente era una situación de caos total. Así describe san Basilio con gran plasticidad el drama del posconcilio, del tiempo que siguió al concilio de Nicea. Cincuenta años más tarde, el emperador invitó a san Gregorio Nacianceno a participar en el primer concilio de Constantinopla. El santo respondió: "No voy, porque conozco muy bien estas cosas; sé que los concilios sólo generan confusión y enfrentamientos; por eso no voy". Y no fue.

Por tanto, con una visión retrospectiva, ahora para todos nosotros no constituye una gran sorpresa, como lo fue en un primer momento, digerir el Concilio y su gran mensaje. Introducirlo y recibirlo para que se convierta en vida de la Iglesia, asimilarlo en las diversas realidades de la Iglesia, es un sufrimiento, y el crecimiento sólo se realiza con sufrimiento. Crecer siempre implica sufrir, porque es salir de un estado y pasar a otro.

En concreto, debemos constatar que durante el posconcilio se produjeron dos grandes rupturas históricas. La ruptura de 1968, es decir, el inicio o —me atrevería a decir— la explosión de la gran crisis cultural de Occidente. Había desaparecido la generación del período posterior a la guerra, una generación que después de todas las destrucciones y viendo el horror de la guerra, del combatirse unos a otros, y constatando el drama de las grandes ideologías que realmente habían llevado a la gente al abismo de la guerra, habían redescubierto las raíces cristianas de Europa y habían comenzado a reconstruirla con estas grandes inspiraciones.

Al desaparecer esa generación, se veían también todos los fracasos, las lagunas de esa reconstrucción, la gran miseria que había en el mundo. Así comienza, explota la crisis de la cultura occidental: una revolución cultural que quiere cambiar todo radicalmente. Afirma: en dos mil años de cristianismo no hemos creado el mundo mejor. Por tanto, debemos volver a comenzar de cero, de un modo totalmente nuevo. El marxismo parece la receta científica para crear por fin el mundo nuevo.

En este grave y gran enfrentamiento entre la nueva -sana- modernidad querida por el Concilio y la crisis de la modernidad, todo resulta tan difícil como después del primer concilio de Nicea. Una parte opinaba que esta revolución cultural era lo que había querido el Concilio; identificaba esta nueva revolución cultural marxista con la voluntad del Concilio. Decía: "Esto es el Concilio. Según la letra, los textos son aún un poco anticuados, pero tras las palabras escritas está este espíritu; esta es la voluntad del Concilio. Así debemos actuar".

Y, por otra parte, naturalmente viene la reacción: "así destruís la Iglesia". Una reacción absoluta contra el Concilio, el anticonciliarismo, y también el tímido, humilde intento de realizar el verdadero espíritu del Concilio. Dice un proverbio: "Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece". El bosque que crece no se escucha, porque lo hace sin ruido, en su proceso de desarrollo. Así, mientras se escuchaban los grandes ruidos del progresismo equivocado, del anticonciliarismo, ha ido creciendo silenciosamente el camino de la Iglesia, aunque con muchos sufrimientos e incluso con muchas pérdidas en la construcción de un nuevo paso cultural.

La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada "posmodernidad". Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse la forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es intolerante; no podemos seguir ese camino.

Pues bien, en esos dos contextos de rupturas culturales —la primera, la revolución cultural de 1968; la segunda, la caída en el nihilismo después de 1989—, la Iglesia ha seguido con humildad su camino entre las pasiones del mundo y la gloria del Señor. En ese camino debemos crecer con paciencia, aprendiendo nuevamente lo que significa renunciar al triunfalismo. El Concilio dijo que era preciso renunciar al triunfalismo, pensando en el barroco, en todas las grandes culturas de la Iglesia. Se dijo: comencemos de modo moderno, de modo nuevo. Pero surgió otro triunfalismo, el de pensar: nosotros ahora hacemos las cosas; nosotros hemos encontrado el camino, así construimos el mundo nuevo. La humildad de la cruz, de Cristo crucificado, también excluye este triunfalismo. Debemos renunciar al triunfalismo según el cual ahora nace realmente la gran Iglesia del futuro. La Iglesia de Cristo siempre es humilde y precisamente así es grande y gozosa.

Me parece muy importante que ahora podamos ver claramente todo lo positivo que ha habido en el posconcilio: en la renovación de la liturgia, en los Sínodos —Sínodos romanos, Sínodos universales, Sínodos diocesanos—, en las estructuras parroquiales, en la colaboración, en la nueva responsabilidad de los laicos, en la gran corresponsabilidad intercultural e intercontinental, en una nueva experiencia de la catolicidad de la Iglesia, de la unanimidad que crece en humildad y sin embargo es la verdadera esperanza del mundo.

Así pues, debemos redescubrir la gran herencia del Concilio, que no es un espíritu reconstruido tras los textos, sino que son precisamente los grandes textos conciliares releídos ahora con las experiencias que hemos tenido y que han dado fruto en tantos Movimientos, en tantas nuevas comunidades religiosas. Antes de mi viaje a Brasil tenía yo la idea de que las sectas estaban creciendo y que la Iglesia católica era un poco estática; sin embargo, ya estando allá, comprobé que casi todos los días nace en Brasil una nueva comunidad religiosa, un nuevo Movimiento. No sólo crecen las sectas; también crece la Iglesia con nuevas realidades, llenas de vitalidad, que, aunque no llenan las estadísticas —esta es una esperanza falsa, pues no debemos divinizar las estadísticas—, crecen en las almas y suscitan la alegría de la fe, hacen presente el Evangelio, promoviendo así también un verdadero desarrollo del mundo y de la sociedad.

Por tanto, me parece que debemos combinar la gran humildad de Cristo crucificado, de una Iglesia que es siempre humilde y siempre atacada por los grandes poderes económicos, militares, etc., pero, juntamente con esta humildad, debemos aprender también el verdadero triunfalismo de la catolicidad, que crece en todos los siglos. También hoy crece la presencia de Cristo crucificado y resucitado, el cual tiene y conserva sus heridas; está herido, pero precisamente así renueva el mundo; da su Espíritu, que renueva también a la Iglesia, a pesar de toda nuestra pobreza. Con este conjunto de humildad de la cruz y de alegría del Señor resucitado, el Concilio nos dio una gran señal para indicarnos el camino, a fin de que podamos avanzar con alegría y llenos de esperanza.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN SU DESPEDIDA DE LORENZAGO DI CADORE

Jueves 26 de julio de 2007

Al final de estas dos semanas aquí, en la hermosa tierra dolomítica, quiero daros las gracias de corazón a todos y cada uno por vuestro servicio y vuestro compromiso. Vuestra presencia silenciosa, discreta y competente, día y noche, me ha permitido disfrutar de un período de descanso inolvidable, descanso del cuerpo y del alma. En el libro de los salmos leemos: "Tu bondad, Señor, me rodea como los montes eternos". Y nosotros estamos rodeados por esta bondad divina visible en la belleza de la montaña. Pero en todo este tiempo he estado rodeado, sobre todo, por la bondad humana, por vuestra bondad, que me ha acompañado siempre. Habéis sido para mí realmente "ángeles custodios" invisibles y silenciosos, pero siempre presentes, disponibles; y llevo grabado en la memoria el recuerdo de vuestra presencia durante todos estos días.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
A SU LLEGADA A LA RESIDENCIA VERANIEGA
DE CASTELGANDOLFO

Viernes 27 de julio de 2007



Queridos amigos he pasado unas vacaciones muy agradables en la tierra de los Dolomitas, pero ahora me siento feliz de estar de nuevo aquí, en Castelgandolfo, que es para mí una segunda casa. Aquí, en Castelgandolfo, me encuentro siempre como en mi casa porque estoy rodeado de vuestra amistad y de vuestra hospitalidad. Espero veros el próximo domingo para el rezo del Ángelus. Os deseo una feliz semana, un feliz sábado, y unas felices vacaciones. Hasta pronto.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES MADRILEÑOS
PARTICIPANTES EN LA "MISIÓN JOVEN"
DE LA ARCHIDIÓCESIS Y LAS DIÓCESIS
DE LA PROVINCIA ECLESIÁSTICA DE MADRID

Jueves 9 de agosto de 2007



Queridos hermanos y hermanas
Queridos jóvenes madrileños

Con sumo gusto os recibo hoy, queridos jóvenes que habéis participado en la "Misión Joven" de la archidiócesis de Madrid y las diócesis de esa Provincia eclesiástica. Habéis venido acompañados por el Señor Cardenal Antonio María Rouco Varela, Arzobispo de Madrid, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de sus Obispos Auxiliares, y de los Obispos de Getafe y de Alcalá de Henares y, naturalmente, de todos vosotros. Habéis querido manifestar vuestro afecto al Papa, Sucesor del apóstol Pedro, así como vuestro compromiso de entrega y servicio a la Iglesia de Jesucristo. Os doy mi más cordial bienvenida y os agradezco vuestra presencia aquí, tan numerosa, y de modo especial todo lo que hacéis como fruto de esa intensa experiencia eclesial y de fe que habéis vivido.

Algunos de vosotros han dado antes un expresivo testimonio de ella, que he seguido con atención. He apreciado la intensidad con que se ha vivido la condición del misionero y el colorido que adquieren ciertas facetas de la vida cuando se decide anunciar a Cristo: el entusiasmo de salir al descubierto y comprobar con sorpresa que, contrariamente a lo que muchos piensan, el Evangelio atrae profundamente a los jóvenes; el descubrir en toda su amplitud el sentido eclesial de la vida cristiana; la finura y belleza de un amor y una familia vivida ante los ojos de Dios, o el descubrimiento de una inesperada llamada a servirlo por entero consagrándose al ministerio sacerdotal.

Visitando los lugares donde Pedro y Pablo anunciaron el Evangelio, donde dieron su vida por el Señor y donde muchos otros fueron también perseguidos y martirizados en los albores de la Iglesia, habréis podido entender mejor por qué la fe en Jesucristo, al abrir horizontes de una vida nueva, de auténtica libertad y de una esperanza sin límites, necesita la misión, el empuje que nace de un corazón entregado generosamente a Dios y del testimonio valiente de Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Así ocurrió aquí, en Roma, hace muchos siglos, en medio de un ambiente que desconocía a Cristo, único Salvador del género humano y del mundo; así ha ocurrido siempre, y ocurre también hoy, cuando a vuestro alrededor veis a muchos que lo han olvidado o que se desentienden de Él, cegados por tantos sueños pasajeros que prometen mucho pero que dejan el corazón vacío.

Os animo a perseverar en el camino emprendido, dejándoos guiar por vuestros Pastores, colaborando con ellos en la apasionante tarea de hacer llegar a vuestros coetáneos la dicha indescriptible de saberse amados por Dios, el único amor que nunca falla ni termina. No dejéis de cultivar vosotros mismos el encuentro personal con Cristo, de tenerlo siempre en el centro de vuestro corazón, pues así toda vuestra vida se convertirá en misión; dejaréis trasparentar al Cristo que vive en vosotros.

Como jóvenes, estáis por decidir vuestro futuro. Hacedlo a la luz de Cristo, preguntadle ¿qué quieres de mi? y seguid la senda que Él os indique con generosidad y confianza, sabiendo que, como bautizados, todos sin distinción estamos llamados a la santidad y a ser miembros vivos de la Iglesia en cualquier forma de vida que nos corresponda.

La Virgen María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, fue presentada por el Concilio Vaticano II como "ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva" (Lumen gentium, 65). Que su intercesión maternal os acompañe y os haga ser fieles a los compromisos que, dóciles al Espíritu Santo, habéis asumido para gloria de Dios y el bien de vuestros hermanos. Que os sea también de ayuda la Bendición Apostólica que os imparto con afecto.

Muchas gracias por vuestra visita.


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VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES

Explanada de Montorso de Loreto
Sábado 1 de septiembre de 2007

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS
DE LOS JÓVENES DURANTE LA VIGILIA DE ORACIÓN

DISCURSO DEL SANTO PADRE

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE A LAS PREGUNTAS
DE LOS JÓVENES DURANTE LA VIGILIA DE ORACIÓN

Pregunta formulada por los jóvenes Piero Tisti y Giovanna Di Mucci:

A muchos de los jóvenes de la periferia nos falta un centro, un lugar o personas capaces de dar identidad. A menudo no tenemos historia ni perspectivas; por eso, no tenemos futuro. Parece que lo que esperamos nunca se hace realidad. De aquí la experiencia de la soledad y, a veces, de dependencias. Santidad, ¿hay alguien —o algo— para quien podamos llegar a ser importante? ¿Es posible esperar cuando la realidad nos niega cualquier sueño de felicidad, cualquier proyecto de vida?.

Respuesta del Santo Padre:

Gracias por esta pregunta y por la presentación tan realista de la situación.

Con respecto a las periferias de este mundo, en las que existen grandes problemas, no es fácil ahora responder. No queremos vivir en un fácil optimismo, pero, por otra parte, debemos ser valientes y seguir adelante. Podría anticipar así el núcleo de mi respuesta: "Sí, hay esperanza también hoy; cada uno de vosotros es importante, porque cada uno es conocido y querido por Dios; y Dios tiene un proyecto para cada uno. Debemos descubrirlo y corresponder a él, para que, a pesar de estas situaciones de precariedad y marginalidad, sea posible realizar el proyecto de Dios sobre nosotros".

Pero, entrando en detalles, usted nos ha presentado de forma realista la situación de una sociedad: en las periferias parece difícil salir adelante, cambiar el mundo mejorándolo. Todo parece concentrado en los grandes centros del poder económico y político; las grandes burocracias dominan y quienes se encuentran en las periferias, realmente parecen quedar excluidos de esta vida.
Un aspecto de esta situación de marginación de muchos es que las grandes células de la vida de la sociedad, que pueden construir centros también en la periferia, están desintegradas: la familia, que debería ser el lugar de encuentro de las generaciones —desde los bisabuelos hasta los nietos—; que no sólo debería ser un lugar donde se encuentren las generaciones, sino también donde se aprenda a vivir, donde se aprendan las virtudes esenciales para la vida, está desintegrada, se encuentra en peligro. Por eso, debemos hacer todo lo posible para que la familia sea viva, para que sea también hoy la célula vital, el centro en la periferia.

Del mismo modo, también la parroquia, célula viva de la Iglesia, debe ser realmente un lugar de inspiración, de vida, de solidaridad, que ayude a construir juntamente los centros en la periferia.
En la Iglesia se habla a menudo de periferia y de centro, que sería Roma, pero de hecho en la Iglesia no hay periferia, porque donde está Cristo allí está todo el centro. Donde se celebra la Eucaristía, donde está el sagrario, allí está Cristo y, por consiguiente, allí está el centro, y debemos hacer todo lo posible para que estos centros vivos sean eficaces, para que estén presentes y sean realmente una fuerza que se oponga a esa marginación.

La Iglesia viva, la Iglesia de las pequeñas comunidades, la Iglesia parroquial, los movimientos, deberían formar también centros en la periferia, para ayudar así a superar las dificultades que la gran política obviamente no supera. Al mismo tiempo, también debemos pensar que, a pesar de las grandes concentraciones de poder, precisamente la sociedad actual necesita la solidaridad, el sentido de la legalidad, la iniciativa y la creatividad de todos.

Sé que es más fácil decirlo que realizarlo, pero veo aquí personas que se comprometen para que surjan también centros en las periferias, para que crezca la esperanza. Por tanto, me parece que precisamente en las periferias debemos tomar la iniciativa. Es necesario que la Iglesia esté presente; que Cristo, el centro del mundo, esté presente.

Hemos visto, y vemos hoy en el evangelio, que para Dios no hay periferias. La Tierra Santa, en el vasto contexto del Imperio romano, era periferia; Nazaret era periferia, una aldea desconocida. Y, sin embargo, precisamente esa realidad fue de hecho el centro que cambió el mundo. Así, también nosotros debemos formar centros de fe, de esperanza, de amor y de solidaridad, de sentido de la justicia y de la legalidad, de cooperación.

Sólo así puede sobrevivir la sociedad moderna. Necesita esta valentía de crear centros, aunque aparentemente no parece existir esperanza. Debemos oponernos a esta desesperación; debemos colaborar con gran solidaridad y hacer todo lo posible para que aumente la esperanza, para que los hombres colaboren y vivan. Como vemos, es necesario cambiar el mundo; pero es precisamente la juventud la que tiene la misión de cambiarlo. No lo podemos hacer sólo con nuestras fuerzas, sino en comunión de fe y de camino. En comunión con María, con todos los santos; en comunión con Cristo, podemos hacer algo esencial.

Os estimulo y os invito a tener confianza en Cristo, a tener confianza en Dios. Estar en la gran compañía de los santos y avanzar con ellos puede cambiar el mundo, creando centros en la periferia, para que esa compañía sea realmente visible y así se haga realidad la esperanza de todos, de modo que cada uno pueda decir: "Yo soy importante en la totalidad de la historia. El Señor nos ayudará". Gracias.

Pregunta formulada por la joven Sara Simonetta:

Yo creo en el Dios que ha tocado mi corazón, pero son muchas las inseguridades, los interrogantes, los miedos que llevo en mi interior. No es fácil hablar de Dios con mis amigos; muchos de ellos ven a la Iglesia como una realidad que juzga a los jóvenes, que se opone a sus deseos de felicidad y de amor. Ante este rechazo siento fuertemente la soledad humana y quisiera sentir la cercanía de Dios. Santidad, ¿en este silencio dónde está Dios?

Respuesta del Santo Padre:

Sí, todos nosotros, aunque seamos creyentes, experimentamos el silencio de Dios. En el Salmo que acabamos de rezar se encuentra este grito casi desesperado: "Habla, Señor; no te escondas". Hace poco se publicó un libro con las experiencias espirituales de la madre Teresa. En él se pone de manifiesto aún más claramente lo que ya sabíamos: con toda su caridad, su fuerza de fe, la madre Teresa sufría el silencio de Dios.

Por una parte, debemos soportar este silencio de Dios también para poder comprender a nuestros hermanos que no conocen a Dios. Por otra, con el Salmo, podemos gritar continuamente a Dios: "Habla, muéstrate". Sin duda, en nuestra vida, si tenemos el corazón abierto, podemos encontrar los grandes momentos en los que realmente la presencia de Dios se hace sensible también para nosotros.

Me viene a la mente en este momento una anécdota que refirió Juan Pablo II en los ejercicios espirituales que predicó en el Vaticano cuando aún no era Papa. Contó que después de la guerra lo visitó un oficial ruso, que era científico, el cual le dijo: "Como científico, estoy seguro de que Dios no existe; pero cuando me encuentro en una montaña, ante su majestuosa belleza, ante su grandeza, también estoy seguro de que el Creador existe y de que Dios existe".

La belleza de la creación es una de las fuentes donde realmente podemos descubrir la belleza de Dios, donde podemos ver que el Creador existe y es bueno, que es verdad lo que dice la sagrada Escritura en el relato de la creación, o sea, que Dios pensó e hizo este mundo con su corazón, con su voluntad, con su razón, y vio que era bueno. También nosotros debemos ser buenos, teniendo el corazón abierto a percibir realmente la presencia de Dios.

Asimismo, al escuchar la palabra de Dios en las grandes celebraciones litúrgicas, en las fiestas de la fe, en la gran música de la fe, percibimos esta presencia.

Recuerdo en este momento otra anécdota que me contó hace poco tiempo un obispo en visita "ad limina": una mujer no cristiana muy inteligente comenzó a escuchar la gran música de Bach, Händel, Mozart. Estaba fascinada y un día dijo: "Debo encontrar la fuente de donde pudo brotar esta belleza". Esa mujer se convirtió al cristianismo, a la fe católica, porque había descubierto que esa belleza tiene una fuente, y la fuente es precisamente la presencia de Cristo en los corazones, es la revelación de Cristo en este mundo.

Por consiguiente, las grandes fiestas de la fe, de la celebración litúrgica, pero también el diálogo personal con Cristo: él no siempre responde, pero hay momentos en que realmente responde.

Luego viene la amistad, la compañía de la fe. Ahora, reunidos aquí en Loreto, vemos cómo la fe une, la amistad crea una compañía de personas en camino. Y sentimos que todo esto no viene de la nada, sino que realmente tiene una fuente, que el Dios silencioso es también un Dios que habla, que se revela, y sobre todo que nosotros mismos podemos ser testigos de su presencia, que nuestra fe proyecta realmente una luz también para los demás.

Así pues, por una parte, debemos aceptar que en este mundo Dios es silencioso, pero no debemos ser sordos cuando habla, cuando se nos muestra en muchas ocasiones; vemos la presencia del Señor sobre todo en la creación, en una hermosa liturgia, en la amistad dentro de la Iglesia; y, llenos de su presencia, también nosotros podemos iluminar a los demás.

Paso a la segunda parte de su pregunta: hoy es difícil hablar de Dios a los amigos y tal vez resulta aún más difícil hablar de la Iglesia, porque ven a Dios sólo como el límite de nuestra libertad, un Dios de mandamientos, de prohibiciones, y a la Iglesia como una institución que limita nuestra libertad, que nos impone prohibiciones.

Pero debemos tratar de presentarles la Iglesia viva, no esa idea de un centro de poder en la Iglesia con estas etiquetas, sino las comunidades de compañía en las que, a pesar de todos los problemas de la vida, que todos tenemos, nace la alegría de vivir.

Aquí me viene a la mente un tercer recuerdo. En Brasil estuve en la "Hacienda de la Esperanza", una gran realidad donde los drogadictos se curan y recobran la esperanza, recobran la alegría de vivir. Los drogadictos testimoniaron que precisamente descubrir que Dios existe significó para ellos la curación de la desesperación. Así comprendieron que su vida tiene un sentido y recobraron la alegría de estar en este mundo, la alegría de afrontar los problemas de la vida humana.

Por tanto, en todo corazón humano, a pesar de los problemas que existen, hay sed de Dios; y donde Dios desaparece, desaparece también el sol que da luz y alegría. Esta sed de infinito que hay en nuestro corazón se demuestra también en la realidad de la droga: el hombre quiere ensanchar su vida, quiere obtener más de la vida, quiere alcanzar el infinito, pero la droga es una mentira, una estafa, porque no ensancha la vida, sino que la destruye.

Realmente, tenemos una gran sed, que nos habla de Dios y nos pone en camino hacia Dios, pero debemos ayudarnos mutuamente. Cristo vino precisamente para crear una red de comunión en el mundo, donde todos podemos apoyarnos unos a otros, ayudándonos a encontrar juntos el camino de la vida y a comprender que los mandamientos de Dios no son limitaciones de nuestra libertad, sino las señales de carretera que nos orientan hacia Dios, hacia la plenitud de la vida.
Pidamos a Dios que nos ayude a descubrir su presencia, a estar llenos de su Revelación, de su alegría, a ayudarnos unos a otros en la compañía de la fe para avanzar y encontrar cada vez más, con Cristo, el verdadero rostro de Dios, y así la vida verdadera.

* * *

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Queridos jóvenes, que constituís la esperanza de la Iglesia en Italia:

Me alegra encontrarme con vosotros en este lugar tan singular, en esta velada especial, en la que se entrelazan oraciones, cantos y silencios, una velada llena de esperanzas y profundas emociones. Este valle, donde en el pasado también mi amado predecesor Juan Pablo II se encontró con muchos de vosotros, ya se ha convertido en vuestra "ágora", en vuestra plaza sin muros y sin barreras, donde convergen y parten mil caminos.

He escuchado con atención al que ha hablado en nombre de todos vosotros. A este lugar de encuentro pacífico, auténtico y jubiloso, habéis llegado impulsados por mil motivos diversos: unos por pertenecer a un grupo; otros, invitados por algún amigo; otros, por íntima convicción; otros, con alguna duda en el corazón; y otros, por simple curiosidad...

Cualquiera que sea el motivo que os ha traído aquí, quiero deciros que quien nos ha reunido aquí, aunque hace falta valentía para decirlo, es el Espíritu Santo. Sí, esto es lo que ha sucedido. Quien os ha guiado hasta aquí es el Espíritu. Habéis venido con vuestras dudas y vuestras certezas, con vuestras alegrías y vuestras preocupaciones. Ahora nos toca a todos nosotros, a todos vosotros, abrir el corazón y ofrecer todo a Jesús.

Decidle: "Heme aquí. Ciertamente no soy todavía como tú quisieras que fuera; ni siquiera logro entenderme a fondo a mí mismo, pero con tu ayuda estoy dispuesto a seguirte. Señor Jesús, esta tarde quisiera hablarte, haciendo mía la actitud interior y el abandono confiado de aquella joven que hace dos mil años pronunció su "sí" al Padre, que la escogía para ser tu Madre. El Padre la eligió porque era dócil y obediente a su voluntad". Como ella, como la pequeña María, cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, diga con fe a Dios: "Heme aquí, hágase en mí según tu palabra".

¡Qué espectáculo tan admirable de fe joven y comprometedora estamos viviendo esta tarde! Esta tarde, gracias a vosotros, Loreto se ha convertido en la capital espiritual de los jóvenes, en el centro hacia el que convergen idealmente las multitudes de jóvenes que pueblan los cinco continentes.

En este momento nos sentimos, en cierto modo, rodeados por las expectativas y las esperanzas de millones de jóvenes del mundo entero: en esta misma hora unos están en vela, otros se encuentran durmiendo y otros están estudiando o trabajando; unos esperan y otros desesperan; unos creen y otros no logran creer; unos aman la vida y otros, en cambio, la están desperdiciando.

Quisiera que a todos llegaran mis palabras: el Papa está cerca de vosotros, comparte vuestras alegrías y vuestras tristezas; y comparte sobre todo las esperanzas más íntimas que lleváis en vuestro corazón. Para cada uno pide al Señor el don de una vida plena y feliz, una vida llena de sentido, una vida verdadera.

Por desgracia, hoy, con frecuencia, muchos jóvenes creen que una existencia plena y feliz es un sueño difícil —hemos escuchado muchos testimonios—, a veces casi irrealizable. Muchos coetáneos vuestros piensan en el futuro con miedo y se plantean no pocos interrogantes. Se preguntan, preocupados: ¿Cómo integrarse en una sociedad marcada por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia, que a menudo parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida?

Con amor y convicción os repito a vosotros, jóvenes aquí presentes, y a través de vosotros a vuestros coetáneos del mundo entero: ¡No tengáis miedo! Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas de vuestro corazón. ¿Acaso existen sueños irrealizables cuando es el Espíritu de Dios quien los suscita y cultiva en el corazón? ¿Hay algo que pueda frenar nuestro entusiasmo cuando estamos unidos a Cristo? Nada ni nadie, diría el apóstol san Pablo, podrá separarnos del amor de Dios, en Cristo Jesús, Señor nuestro (cf. Rm 8, 35-39).

Permitidme que os repita esta tarde: cada uno de vosotros, si permanece unido a Cristo, puede realizar grandes cosas. Por eso, queridos amigos, no debéis tener miedo de soñar, con los ojos abiertos, en grandes proyectos de bien y no debéis desalentaros ante las dificultades. Cristo confía en vosotros y desea que realicéis todos vuestros sueños más nobles y elevados de auténtica felicidad.

Nada es imposible para quien se fía de Dios y se entrega a Dios. Mirad a la joven María. El ángel le propuso algo realmente inconcebible: participar del modo más comprometedor posible en el más grandioso de los planes de Dios, la salvación de la humanidad. Como hemos escuchado en el evangelio, ante esa propuesta María se turbó, pues era consciente de la pequeñez de su ser frente a la omnipotencia de Dios, y se preguntó: ¿Cómo es posible? ¿Por qué precisamente yo? Sin embargo, dispuesta a cumplir la voluntad divina, pronunció prontamente su "sí", que cambió su vida y la historia de la humanidad entera. Gracias a su "sí" hoy también nosotros nos encontramos reunidos esta tarde.

Me pregunto y os pregunto: lo que Dios nos pide, por más arduo que pueda parecernos, ¿podrá equipararse a lo que pidió a la joven María? Queridos muchachos y muchachas, aprendamos de María a pronunciar nuestro "sí", porque ella sabe de verdad lo que significa responder con generosidad a lo que pide el Señor. María, queridos jóvenes, conoce vuestras aspiraciones más nobles y profundas. Conoce bien, sobre todo, vuestro gran anhelo de amor, vuestra necesidad de amar y ser amados. Mirándola a ella, siguiéndola dócilmente, descubriréis la belleza del amor, pero no de un amor que se usa y se tira, pasajero y engañoso, prisionero de una mentalidad egoísta y materialista, sino del amor verdadero y profundo.

En lo más íntimo del corazón, todo muchacho y toda muchacha que se abre a la vida cultiva el sueño de un amor que dé pleno sentido a su futuro. Para muchos este sueño se realiza en la opción del matrimonio y en la formación de una familia, donde el amor entre un hombre y una mujer se vive como don recíproco y fiel, como entrega definitiva, sellada por el "sí" pronunciado ante Dios el día del matrimonio, un "sí" para toda la vida.

Sé bien que este sueño hoy es cada vez más difícil de realizar. ¡Cuántos fracasos del amor contempláis en vuestro entorno! ¡Cuántas parejas inclinan la cabeza, rindiéndose, y se separan! ¡Cuántas familias se desintegran! ¡Cuántos muchachos, incluso entre vosotros, han visto la separación y el divorcio de sus padres!

A quienes se encuentran en situaciones tan delicadas y complejas quisiera decirles esta tarde: la Madre de Dios, la comunidad de los creyentes, el Papa están cerca de vosotros y oran para que la crisis que afecta a las familias de nuestro tiempo no se transforme en un fracaso irreversible. Ojalá que las familias cristianas, con la ayuda de la gracia divina, se mantengan fieles al solemne compromiso de amor asumido con alegría ante el sacerdote y ante la comunidad cristiana el día solemne del matrimonio.

Frente a tantos fracasos con frecuencia se formula esta pregunta: "¿Soy yo mejor que mis amigos y que mis parientes, que lo han intentado y han fracasado? ¿Por qué yo, precisamente yo, debería triunfar donde tantos otros se rinden?". Este temor humano puede frenar incluso a los corazones más valientes, pero en esta noche que nos espera, a los pies de su Santa Casa, María os repetirá a cada uno de vosotros, queridos jóvenes amigos, las palabras que el ángel le dirigió a ella: "¡No temáis! ¡No tengáis miedo! El Espíritu Santo está con vosotros y no os abandona jamás. Nada es imposible para quien confía en Dios".

Eso vale para quien está llamado a la vida matrimonial, y mucho más para aquellos a quienes Dios propone una vida de total desprendimiento de los bienes de la tierra a fin de entregarse a tiempo completo a su reino. Algunos de entre vosotros habéis emprendido el camino del sacerdocio, de la vida consagrada; algunos aspiráis a ser misioneros, conscientes de cuántos y cuáles peligros implica. Pienso en los sacerdotes, en las religiosas y en los laicos misioneros que han caído en la trinchera del amor al servicio del Evangelio.

Nos podría decir muchas cosas al respecto el padre Giancarlo Bossi, por el que oramos durante el tiempo de su secuestro en Filipinas, y hoy nos alegramos de que esté aquí con nosotros. A través de él quisiera saludar y dar las gracias a todos los que consagran su vida a Cristo en las fronteras de la evangelización. Queridos jóvenes, si el Señor os llama a vivir más íntimamente a su servicio, responded con generosidad. Tened la certeza de que la vida dedicada a Dios nunca se gasta en vano.

Queridos jóvenes, antes de concluir estas palabras, quiero abrazaros con corazón de padre. Os abrazo a cada uno, y os saludo cordialmente. Saludo a los obispos presentes, comenzando por el arzobispo Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia episcopal italiana, y al arzobispo Gianni Danzi, que nos acoge en su comunidad eclesial. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los animadores que os acompañan. Saludo a las autoridades civiles y a los que se han ocupado de la organización de este encuentro.

Nos uniremos "virtualmente" más tarde y nos volveremos a ver mañana por la mañana, al terminar esta noche de vela, para el momento más importante de nuestro encuentro, cuando Jesús mismo se haga realmente presente en su Palabra y en el misterio de la Eucaristía. Sin embargo, ya desde ahora quisiera daros cita, a vosotros jóvenes, en Sydney, donde dentro de un año se celebrará la próxima Jornada mundial de la juventud. Sé que Australia está muy lejos y para los jóvenes italianos se encuentra literalmente en los antípodas del mundo...

Oremos para que el Señor, que realiza todo prodigio, conceda a muchos de vosotros estar allí; para que me lo conceda a mí y os lo conceda a vosotros. Este es uno de los muchos sueños que esta noche, orando juntos, encomendamos a María. Amén.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LORETO
CON OCASIÓN DEL ÁGORA
DE LOS JÓVENES ITALIANOS

VISITA AL SANTUARIO LAURETANO

ORACIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LA VIRGEN DE LORETO



María, Madre del sí, tú escuchaste a Jesús
y conoces el timbre de su voz
y el latido de su corazón.

Estrella de la mañana, háblanos de él
y descríbenos tu camino
para seguirlo por la senda de la fe.

María, que en Nazaret habitaste con Jesús,
imprime en nuestra vida tus sentimientos,
tu docilidad, tu silencio que escucha y hace florecer
la Palabra en opciones de auténtica libertad.

María, háblanos de Jesús, para que el frescor
de nuestra fe brille en nuestros ojos
y caliente el corazón de aquellos
con quienes nos encontremos,
como tú hiciste al visitar a Isabel,
que en su vejez se alegró contigo
por el don de la vida.

María, Virgen del Magníficat
ayúdanos a llevar la alegría al mundo
y, como en Caná, impulsa a todos los jóvenes
comprometidos en el servicio a los hermanos
a hacer sólo lo que Jesús les diga.

María, dirige tu mirada al ágora de los jóvenes,
para que sea el terreno fecundo de la Iglesia italiana.
Ora para que Jesús, muerto y resucitado,
renazca en nosotros
y nos transforme en una noche llena de luz,
llena de él.

María, Virgen de Loreto, puerta del cielo,
ayúdanos a elevar nuestra mirada a las alturas.
Queremos ver a Jesús, hablar con él
y anunciar a todos su amor.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LORETO
CON OCASIÓN DEL ÁGORA
DE LOS JÓVENES ITALIANOS

PALABRAS DE AGRADECIMIENTO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS FRAILES CAPUCHINOS
Y A LAS MONJAS DE CLAUSURA DE LORETO

Sábado 1 de septiembre de 2007



Queridos padres y queridas hermanas:

En este momento de recogimiento y oración, quiero solamente daros las gracias a todos vosotros. Ante todo, a los padres capuchinos, que ayudan para que esta Casa de la Virgen se mantenga siempre realmente viva, para que sea un lugar de oración, de conversión y de alegría en la fe.

Queridos padres, sé que pasáis mucho tiempo en el confesionario y ayudáis a numerosas personas a volver a encontrar a Jesús, a convertirse para avanzar por el camino que Jesús nos enseña, para avanzar en comunión con el "sí" de la Virgen, que nos ayuda con su ternura, con su bondad, con su generosidad. Así pues, os doy las gracias, queridos padres capuchinos. Para mí, bávaro, los capuchinos son los padres por definición, ya desde mi juventud, porque eran padres capuchinos quienes iban en misión y sabían predicar con fuerza y también con alegría.

Queridas hermanas, también a vosotras os doy las gracias. Vosotras sois realmente la casa orante, viva, que renueva aquí el "sí" de la Virgen, el "sí" de la disponibilidad total de la vida para Jesús. Así actualizáis el "sí" de la Virgen, lo realizáis día a día, y sé que también lleváis una vida de sacrificios. No es fácil pronunciar constantemente este "sí" y ponerse a disposición del Señor cada día. Gracias a todas vosotras y gracias sobre todo porque estoy seguro de que oráis por el Papa, el cual necesita esta ayuda de la oración.

Ahora quiero impartir la bendición a todos. Una vez más, me encomiendo a vuestras oraciones.

De nuevo, gracias. El Señor os bendiga a todos.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LORETO
CON OCASIÓN DEL ÁGORA
DE LOS JÓVENES ITALIANOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS FIELES DE LORETO PRESENTES EN LA PLAZA
SITUADA DELANTE DEL SANTUARIO

Domingo 2 de septiembre de 2007



Querido hermano, pastor de esta Iglesia que está en Loreto;
señor alcalde de esta singular ciudad mariana;
queridos fieles:

Gracias por este encuentro, con el que se concluye mi estancia aquí, en Loreto, donde he podido reunirme con numerosísimos jóvenes y vivir juntamente con ellos experiencias de fuerte espiritualidad eucarística y mariana.

Con todo, no podía faltar un momento, aunque sea breve, dedicado expresamente a la comunidad de Loreto. Las amables palabras de vuestro pastor y las de vuestro primer ciudadano han manifestado los sentimientos de estima y afecto que albergáis hacia la persona del Papa. Os doy las gracias de corazón y os saludo a cada uno con gran cordialidad. Gracias por vuestra acogida.

Como ha dicho vuestro alcalde, citando palabras de mi amado predecesor Juan Pablo II, Loreto es también la casa del Papa, y puedo asegurar que aquí, en estas horas, me he sentido realmente en mi casa. Gracias por lo que habéis hecho con el fin de que fuera fructuosa no sólo mi permanencia y la de mis colaboradores, sino también la de los jóvenes del "Ágora".

En verdad, vosotros, los habitantes de Loreto, ya estáis acostumbrados a estas imponentes reuniones juveniles con el Papa. A este respecto, nos acaban de recordar la de los jóvenes europeos con Juan Pablo II en 1995, llamada "Eurhope". Estoy seguro de que estos acontecimientos religiosos, así como el flujo diario de peregrinos procedentes de todas las partes de Italia y de otras partes del mundo, más allá de las inevitables molestias que implican necesariamente, constituyen para vosotros una valiosa oportunidad que conviene valorar cada vez más. Son una invitación constante a crecer en la fe y en la devoción a la Virgen.

No olvidéis nunca el gran privilegio que tenéis de vivir a la sombra de la Santa Casa. Aprovechadlo para mantener con María, nuestra Madre celestial, un diálogo filial lleno de confianza y amor. Además, con vuestra acogida dais a los visitantes y a los devotos un testimonio diario del amor maternal que en este lugar María quiere dispensar a todos sus hijos. La Santa Casa ha de ser, en verdad, el centro y el corazón de vuestra ciudad.

Al despedirme de vosotros, queridos amigos, os pido que transmitáis a vuestras familias mi saludo y la seguridad de que seguiré teniendo presente a Loreto en mi oración. Recordaré a cada uno de sus habitantes y, en particular, a los que sufren y atraviesan dificultades materiales y espirituales. De modo especial recordaré a los enfermos del Hospital, a los que no me ha sido posible visitar, y a los que envío mi afectuoso saludo. Para todos y cada uno invoco una vez más la asistencia maternal de María y, renovándoos la manifestación de mi gratitud, os bendigo a todos con afecto.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO CON MOTIVO DEL MILENARIO
DE LA DIÓCESIS DE BAMBERG

Patio del palacio pontificio de Castelgandolfo
Martes 4 de septiembre de 2007



Reverendísimo y querido arzobispo Schick;
honorable señor ministro Goppel;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señoras y señores:

Quizá os haya sucedido a vosotros lo mismo que a mí: los sonidos maravillosos de las dos sinfonías me han hecho olvidar la cotidianidad y me han transportado al mundo de la música que, como ha mencionado al inicio usted, señor ministro, para Beethoven significaba "una revelación más alta que cualquier sabiduría y filosofía". La música, de hecho, tiene la capacidad de remitir, más allá de sí misma, al Creador de toda armonía, suscitando en nosotros resonancias que nos ayudan a sintonizar con la belleza y la verdad de Dios, es decir, con la realidad que ninguna sabiduría humana y ninguna filosofía podrán expresar jamás.

Esto es lo que quería significar también Schubert, cuando decía de un minueto de Mozart: "Parece que los ángeles participan con su canto". Y esto es lo que yo, como quizá también muchos de vosotros, he podido experimentar esta tarde. Agradezco de corazón esta experiencia a los miembros de la orquesta sinfónica de Bamberg, con su director, Jonathan Nott. Con la vasta gama de matices de timbres y la gran fuerza expresiva en la interpretación de estas dos obras maestras de la música habéis confirmado de nuevo la excelente fama de vuestra orquesta. Quiera Dios que también en el futuro vuestras actuaciones sean para muchos una especie de revelación.

Mi agradecimiento, naturalmente, va también a quienes han organizado esta velada festiva: a usted, querido arzobispo, y a usted, honorable señor ministro, así como a todos los que con su generoso apoyo han hecho posible la realización de este concierto. Es un regalo que interpreto como signo de un particular vínculo de afecto de la archidiócesis de Bamberg con el Sucesor de san Pedro. Durante algunos siglos de su historia ya milenaria, vuestra archidiócesis estuvo bajo la jurisdicción directa de la Santa Sede.

Que vuestra peregrinación jubilar para visitar las tumbas de los Apóstoles y al actual Sucesor de san Pedro fortalezca vuestra fe y vuestra alegría en Dios, para que seáis sus testigos en la vida diaria. Por esto pido a Dios una abundante bendición para todos vosotros.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE LAOS Y CAMBOYA
EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 6 de septiembre de 2007



Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Es una gran alegría para mí acogeros en estos días durante los cuales realizáis vuestra visita "ad limina" a las tumbas de los Apóstoles. Así manifestáis la comunión de la Iglesia que está en Laos y en Camboya con la Iglesia universal, en torno al Sucesor de Pedro. Agradezco a monseñor Emile Destombes, vicario apostólico de Phnom Penh y presidente de vuestra Conferencia episcopal, las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, presentándome las realidades eclesiales de vuestros países. Cuando volváis a Laos y Camboya, llevad el saludo afectuoso del Sucesor de Pedro a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a los fieles laicos de vuestras comunidades. Conozco sus dificultades y la fuerza interior que todos han demostrado para vivir con fidelidad al Señor Jesús y a su Iglesia. Hoy, los invito a permanecer firmes en la fe y a testimoniar con generosidad el amor de Dios a todos sus hermanos. Dirijo también mi cordial saludo a los pueblos de Laos y Camboya. Los animo a proseguir sus esfuerzos para edificar una sociedad cada vez más fraterna y abierta a los demás, donde cada uno pueda desarrollar los dones recibidos del Creador.

Queridos hermanos, ejercéis vuestro ministerio al servicio de la Iglesia en condiciones a menudo difíciles y en situaciones muy diversas. Estad seguros de mi apoyo fraterno y del de la Iglesia universal en vuestro servicio al pueblo de Dios. En efecto, "si debe decirse que un obispo nunca está solo, puesto que está siempre unido al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, se debe añadir también que nunca se encuentra solo porque está unido siempre y continuamente a sus hermanos en el episcopado y a quien el Señor ha elegido como Sucesor de Pedro" (Pastores gregis, 8).

La comunión profunda que existe entre vosotros, así como las colaboraciones que se expresan de diversas formas, cuando es posible, son una ayuda valiosa en vuestra tarea pastoral, para el bien del pueblo que se os ha confiado. Vuestra cercanía a los fieles, sobre todo a los más aislados, es para ellos un aliento a perseverar de manera inquebrantable en la fe cristiana y a crecer en el descubrimiento de la persona de Cristo, a pesar de las dificultades de la vida diaria. La ayuda que recibís, en diversos campos, de Iglesias de evangelización más antigua, principalmente por lo que concierne al personal apostólico o a la formación, es también un signo elocuente de la solidaridad que los discípulos de Cristo deben tener unos con otros.

Saludo afectuosamente a los sacerdotes, que colaboran con vosotros en el anuncio del Evangelio, particularmente a aquellos cuya vocación ha nacido en el seno de las comunidades cristianas de vuestros países. En colaboración con los misioneros, a quienes también expreso mi agradecimiento por haber llevado el mensaje de Jesús y el don de la fe, guían al pueblo de Dios con celo y abnegación. Ojalá que todos, mediante una vida espiritual profunda y una existencia ejemplar, sigan dando un testimonio elocuente del Evangelio en la Iglesia y en la sociedad.

Deseo también que den abundantes frutos vuestros esfuerzos por promover las vocaciones sacerdotales y religiosas con vistas a la proclamación de Jesús Salvador, de una manera que tenga en cuenta la sensibilidad de vuestros pueblos, haciéndola inteligible para sus mentalidades y culturas. Desde esta perspectiva, se debe tener un cuidado particular, incluso a costa de sacrificios en otros campos, para garantizar a los futuros sacerdotes una sólida formación humana, espiritual, teológica y pastoral.

En efecto, una de las cuestiones importantes que debe afrontar vuestro ministerio pastoral es el anuncio de la fe cristiana en una cultura particular. La reciente celebración del 450° aniversario de la presencia de la Iglesia en Camboya ha sido una ocasión para que los fieles tomen una conciencia cada vez más viva de la larga historia de los cristianos en la región, una historia marcada por la entrega generosa y a veces heroica de la propia vida de la que han dado prueba numerosos discípulos de Cristo, a fin de que se anuncie y se viva el Evangelio.

La fe cristiana no es una realidad extraña a vuestros pueblos. "Jesús es la buena nueva para los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares que buscan el sentido de su vida y la verdad de su misma humanidad" (Ecclesia in Asia, 14). Al anunciarlo a todos los pueblos, la Iglesia no busca imponerse, sino testimoniar su estima por el hombre y por la sociedad en la que vive.

En el contexto social y religioso de vuestra región, es particularmente importante que los católicos manifiesten su identidad propia, respetando las otras tradiciones religiosas y las culturas de los pueblos. Esta identidad debe expresarse sobre todo a través de una experiencia espiritual auténtica, que tiene su fundamento en la acogida de la palabra de Dios y en los sacramentos de la Iglesia.

Los miembros de los institutos de vida consagrada, cuyo importante compromiso en la pastoral y en el servicio a los más necesitados destacan vuestras relaciones, tienen la responsabilidad primaria de recordar a todos el primado de Dios y de dar «una específica aportación a la Iglesia para que ésta profundice cada vez más en su propio ser, como sacramento "de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano"» (Vita consecrata, 46).

Desde esta perspectiva, la formación de los fieles, particularmente de las religiosas y de los catequistas, cuyo compromiso valiente al servicio del Evangelio conozco, es una prioridad, para que puedan ser evangelizadores capaces de responder a los desafíos de la sociedad, fortalecidos por la verdad de Cristo. En efecto, su papel para la vitalidad de las comunidades cristianas es de gran importancia. Juntamente con los sacerdotes, aportan su contribución específica e indispensable a la vida y a la misión de la Iglesia. Ojalá que por doquier sean auténticos testigos de Cristo, asumiendo con serenidad y convicción las tareas que se les confíen. Por otra parte, al tener una fe cristiana firme, pueden comprometerse en un diálogo auténtico con los miembros de las otras religiones, para trabajar juntos en la construcción de vuestros países y promover el bien común.

Os aliento también a desarrollar la educación de los jóvenes de vuestras comunidades. En la vida de la sociedad, al asumir sus compromisos de cristianos, a menudo se encuentran ante situaciones complejas que exigen que se les preste una atención pastoral adecuada. Es particularmente indispensable una preparación apropiada para el matrimonio cristiano; así los jóvenes podrán afrontar las presiones sociales y desarrollar las cualidades humanas y espirituales necesarias para la formación de parejas unidas y armoniosas. Es necesario que aprendan a ver que "los valores familiares, como el respeto filial, el amor y el cuidado de los ancianos y los enfermos, el amor a los pequeños y la armonía, son tenidos en gran estima en todas las culturas y tradiciones religiosas de ese continente" (Ecclesia in Asia, 46). Los jóvenes deben encontrar en las familias el lugar habitual para crecer humana y espiritualmente. Deseo, pues, que cada vez más sean verdaderos hogares de evangelización, donde cada uno experimente el amor de Dios, que entonces podrá comunicarse a los demás y, ante todo, a los niños.

El compromiso valiente de la comunidad cristiana entre las personas más necesitadas también es un signo específico de la autenticidad de su fe. Las obras sociales de la Iglesia, que pueden desarrollarse en particular gracias a la solidaridad eclesial y al apoyo de las representaciones de la Santa Sede en vuestros países, son apreciadas por la población y por las autoridades. Manifiestan de modo elocuente el amor que Dios siente por todos los hombres, sin distinción.

En efecto, el amor al prójimo, arraigado en el amor a Dios, es una tarea esencial para la comunidad cristiana y para cada uno de sus miembros. Sin embargo, como escribí en la encíclica Deus caritas est, "es muy importante que la actividad caritativa de la Iglesia mantenga todo su esplendor y no se diluya en una organización asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus variantes" (n. 31). Expreso mi gratitud a todas las personas comprometidas en las obras caritativas de la Iglesia, en particular a las religiosas dedicadas, con competencia y entrega, al servicio de los más necesitados, brindando a cada persona cuidados que brotan del corazón, fruto de una fe operante.
Queridos hermanos, al final de nuestro encuentro quiero invitaros a mirar al futuro dejándoos guiar por Cristo y poniendo en él vuestra esperanza, puesto que "la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 5).

Encomiendo a cada una de vuestras comunidades a la intercesión materna de la Virgen María, modelo de todos los discípulos. Que ella os proteja y os conduzca por los caminos de su Hijo. De todo corazón, os imparto la bendición apostólica a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los laicos de vuestros países.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN INTERNACIONAL
PARA LA PASTORAL EN LAS CÁRCELES

Jueves 6 de septiembre de 2007



Queridos amigos:

Me complace acogeros mientras os halláis reunidos en Roma con ocasión del XII congreso mundial de la Comisión internacional para la pastoral católica en las cárceles. Agradezco a vuestro presidente, el doctor Christian Kuhn, las amables palabras que me ha dirigido en nombre del comité ejecutivo de la Comisión.

El tema de vuestro congreso de este año, "Descubrir el rostro de Cristo en cada uno de los detenidos" (cf. Mt 25, 36), refleja adecuadamente vuestro ministerio como un encuentro vivo con el Señor. En efecto, en Cristo el "amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí", de modo que "en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios" (Deus caritas est, 15).

Vuestro ministerio requiere mucha paciencia y perseverancia. Con frecuencia se experimentan decepciones y frustraciones. Fortalecer los vínculos que os unen a vuestros obispos os permitirá encontrar el apoyo y la guía que necesitáis para tomar mayor conciencia de vuestra misión vital. En efecto, este ministerio en el seno de la comunidad cristiana local animará a otros a unirse a vosotros en la realización de las obras corporales de misericordia, enriqueciendo así la vida eclesial de la diócesis. Del mismo modo, ayudará a llevar a aquellos a quienes servís al corazón de la Iglesia universal, especialmente a través de su participación regular en la celebración de los sacramentos de la Penitencia y de la santa Eucaristía (cf. Sacramentum caritatis, 59).

Los detenidos fácilmente pueden sentirse abrumados por sentimientos de aislamiento, vergüenza y rechazo que amenazan con frustrar sus esperanzas y aspiraciones para el futuro. En este contexto, los capellanes y sus colaboradores están llamados a ser heraldos de la misericordia infinita y del perdón de Dios. En colaboración con las autoridades civiles, tienen la ardua tarea de ayudar a los detenidos a redescubrir el sentido de un objetivo, de forma que, con la gracia de Dios, puedan reformar su vida, reconciliarse con sus familias y sus amigos y, en la medida de lo posible, asumir las responsabilidades y deberes que les permitirán llevar una vida recta y honrada en el seno de la sociedad.

Las instituciones judiciales y penales desempeñan un papel fundamental para proteger a los ciudadanos y tutelar el bien común (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2266). Al mismo tiempo, deben ayudar a reconstruir las "relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal" (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 403). Sin embargo, por su misma naturaleza, esas instituciones deben contribuir a la rehabilitación de los delincuentes, ayudándoles a pasar de la desesperanza a la esperanza y a convertirse en personas dignas de confianza.

Cuando las condiciones de las cárceles y las prisiones no llevan a un proceso de recuperación del sentido de los valores y de aceptación de los relativos deberes, esas instituciones no logran una de sus finalidades esenciales. Las autoridades públicas deben vigilar siempre para que se cumpla esta tarea, evitando cualquier medio de castigo o corrección que mine o degrade la dignidad humana de los detenidos. A este respecto, reitero que la prohibición de la tortura "no puede derogarse en ninguna circunstancia" (ib., 404).

Confío en que vuestro congreso os brinde la oportunidad de compartir vuestras experiencias del rostro misterioso de Cristo que resplandece a través del rostro de los presos. Os aliento en vuestros esfuerzos por mostrar ese rostro al mundo, promoviendo un mayor respeto por la dignidad de los detenidos.

Por último, pido a Dios que vuestro congreso os lleve a comprobar de nuevo cómo, atendiendo las necesidades de los detenidos, vuestros ojos se abren a las maravillas que Dios realiza por vosotros cada día (cf. Deus caritas est, 18).

Con estos sentimientos, a vosotros y a todos los participantes en el congreso expreso mis mejores deseos de éxito en vuestro encuentro y os imparto de buen grado la bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.


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Al nuovo Ambasciatore di Slovacchia presso la Santa Sede (13 settembre 2007)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR NOEL FAHEY,
NUEVO EMBAJADOR DE IRLANDA ANTE LA SANTA SEDE*

Palacio pontificio de Castelgandolfo
Sábado 15 de septiembre de 2007



Excelencia:

1. Me complace darle la bienvenida al Vaticano y recibir las cartas credenciales con las que es designado embajador extraordinario y plenipotenciario de Irlanda ante la Santa Sede. Le ruego que transmita a su presidenta, la señora Mary McAleese, y al Gobierno y al pueblo de su país mi gratitud por sus buenos deseos. Correspondo a ellos con afecto y aseguro a los ciudadanos de su nación mis oraciones por su bienestar espiritual.

2. Como su excelencia ha observado, durante más de dieciséis siglos el cristianismo ha plasmado la identidad cultural, moral y espiritual del pueblo irlandés. No se trata simplemente de una cuestión de importancia histórica. El cristianismo está arraigado en el corazón de la civilización irlandesa y sigue siendo un "fermento" en la vida de su nación. En verdad, la fe cristiana no ha perdido nada de su importancia para la sociedad contemporánea, puesto que afecta a "la esfera más profunda del hombre" y da "significado a su vida en el mundo" (cf. Redemptor hominis, 10), impulsando tanto a los líderes civiles como a los religiosos a sostener los valores absolutos y los ideales inherentes a la dignidad de toda persona y necesarios para toda democracia.

3. Durante los últimos años Irlanda ha disfrutado de un crecimiento económico sin precedentes. Indudablemente, esta prosperidad ha traído bienestar material para muchos, pero al mismo tiempo también el secularismo ha comenzado a invadir y a dejar su huella. Sobre el telón de fondo de este desarrollo, me he interesado por informarme del reciente "diálogo estructurado" que se ha entablado entre la Iglesia y el Gobierno. Aplaudo esta iniciativa.

Algunos podrían preguntarse si la Iglesia tiene una contribución que dar al Gobierno de una nación. En una sociedad democrática pluralista, ¿la fe y la religión no deberían limitarse a la esfera privada? La realidad histórica de regímenes totalitarios brutales, el escepticismo contemporáneo ante la retórica política y una creciente inquietud por la pérdida de puntos de referencia éticos que regulen los recientes avances científicos —basta pensar en el campo de la bioingeniería— son factores que señalan las imperfecciones y las limitaciones que se encuentran tanto en las personas como en la sociedad. El reconocimiento de estas imperfecciones indica la importancia de un redescubrimiento de los principios éticos y morales, y la necesidad no sólo de reconocer los límites de la razón, sino también de comprender su relación esencial de complementariedad con la fe y la religión.

La Iglesia, al difundir la verdad revelada, sirve a todos los miembros de la sociedad, iluminando los fundamentos de la moral y de la ética, purificando la razón y garantizando que permanezca abierta a la consideración de las verdades últimas y actúe con sabiduría. Lejos de amenazar la tolerancia de las diferencias o la pluralidad cultural, o usurpar el papel del Estado, dicha contribución ilumina la verdad misma, que hace posible el consenso y mantiene el debate público en un nivel racional, honrado y responsable.

Cuando se descuida la verdad, el relativismo toma su lugar: las opciones políticas, en vez de ser gobernadas por principios, están determinadas cada vez más por la opinión pública, los valores son ensombrecidos por procedimientos y objetivos, y de hecho incluso las categorías de bien y mal, de correcto e incorrecto, ceden al cálculo pragmático de la ventaja y la desventaja.

4. El proceso de paz en Irlanda del Norte ha sido un esfuerzo largo y arduo. Por fin, existe la esperanza de que dé frutos duraderos. La paz se ha alcanzado con un amplio apoyo internacional, con una voluntad política determinante por parte tanto del Gobierno irlandés como del británico, y con la disposición de personas y comunidades a aprovechar la sublime capacidad humana de perdonar. Toda la familia humana internacional se ha animado con este resultado, y recibe con alegría esta señal de esperanza para el mundo, según la cual un conflicto, por más arraigado que esté, puede superarse.

Pido ardientemente en oración para que la paz que ya está renovando el Norte impulse a los líderes políticos y religiosos en otras zonas turbulentas de nuestro mundo a reconocer que sólo con el perdón, la reconciliación y el respeto mutuo se puede construir una paz duradera. Con este fin, me alegra el compromiso de su Gobierno de emplear su experiencia y sus recursos en la prevención y en la resolución de conflictos, así como su promesa de incrementar varias formas de ayuda a los países en vías de desarrollo.

5. Excelencia, como muchas naciones del mundo, Irlanda, durante los últimos años, ha hecho de la protección del medio ambiente una de sus prioridades, tanto en la política interna como en las relaciones internacionales. Efectivamente, la promoción del desarrollo sostenible y una atención particular al cambio climático son cuestiones de gran importancia para toda la familia humana, y ninguna nación o sector económico debería ignorarlas. Dado que la investigación científica demuestra los efectos globales que las acciones humanas pueden tener sobre el medio ambiente, es cada vez más evidente la complejidad de la relación vital entre la ecología de la persona humana y la ecología de la naturaleza (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2007, n. 8).

La plena comprensión de esta relación se funda en el orden natural y moral con el que Dios creó al hombre y le encomendó la tierra (cf. ib., 8-9). Curiosamente, mientras se reconoce fácilmente la majestad de los dedos de Dios en la creación (cf. Sal 8, 4), a veces se comprende menos fácilmente el pleno reconocimiento de la gloria y el esplendor con los que coronó específicamente al hombre (cf. Sal 8, 5). De aquí deriva una doble moral.

Los grandes temas morales, vitales, de la paz, la no violencia, la justicia y el respeto de la creación no confieren por sí mismos dignidad al hombre. La dimensión primaria de la moral deriva de la dignidad innata de la vida humana —desde el momento de la concepción hasta la muerte natural—, una dignidad conferida por Dios mismo. El acto amoroso de Dios de la creación debe entenderse como un todo.

Es preocupante el hecho de que a menudo los mismos grupos sociales y políticos que, admirablemente, están más en armonía con la maravilla de la creación de Dios, presten escasa atención a la maravilla de la vida en el seno materno. Esperemos que, especialmente entre los jóvenes, el interés creciente por el medio ambiente aumente su comprensión del orden y la magnificencia propios de la creación de Dios, en cuyo centro y culmen están el hombre y la mujer.

6. Excelencia, estoy seguro de que su misión fortalecerá aún más los vínculos de amistad que ya existen entre Irlanda y la Santa Sede. Al asumir sus nuevas responsabilidades, encontrará que las diversas oficinas de la Curia romana están plenamente dispuestas a ayudarle en el cumplimiento de sus funciones. Sobre usted, sobre su familia y sobre sus compatriotas invoco de corazón las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS CLARISAS DEL MONASTERIO
DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Albano Lacial
Sábado 15 de septiembre de 2007

Queridas hermanas:

Bienvenidas al palacio apostólico. Me alegra acogeros, os agradezco vuestra visita y os saludo cordialmente a cada una. Se puede decir que vuestra comunidad, que se encuentra en el territorio de las villas pontificias, vive a la sombra de la casa del Papa y, por tanto, es muy estrecho el vínculo espiritual que existe entre vosotras y el Sucesor de Pedro, como lo demuestran los numerosos contactos que, desde vuestra fundación, habéis mantenido con los Papas durante su estancia aquí, en Castelgandolfo.

Lo acaba de recordar vuestra madre abadesa, a la que agradezco de corazón las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todas vosotras. Al encontrarme esta mañana con vosotras, renuevo también yo mi sincera gratitud a vuestra comunidad por el apoyo diario de vuestra oración y por vuestra intensa participación espiritual en la misión del Pastor de la Iglesia universal. En el silencio de la clausura y mediante la entrega total y exclusiva de vosotras mismas a Cristo según el carisma franciscano, prestáis a la Iglesia un valioso servicio.

Repasando la historia de vuestro monasterio, he notado que muchos de mis predecesores, al encontrarse con vuestra comunidad, reafirmaron siempre la importancia de vuestro testimonio de contemplativas "contentas con Dios solo". Pienso, en particular, en lo que os dijo el siervo de Dios Pablo VI el 3 de septiembre de 1971, es decir, que ante quienes consideran a las monjas de clausura como marginadas de la realidad y de la experiencia de nuestro tiempo, vuestra existencia tiene el valor de un testimonio singular que toca íntimamente la vida de la Iglesia. "Vosotras —subrayó Pablo VI— representáis muchas cosas que la Iglesia aprecia y que el concilio Vaticano II ha confirmado. Fieles a la Regla, a la vida en común, a la pobreza, sois una semilla y un signo" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de septiembre de 1971, p. 2).

Algunos años después, el 14 de agosto de 1979, como prosiguiendo estas reflexiones, el amado Juan Pablo II, celebrando la santa misa en vuestra capilla, quiso encomendar a vuestra oración su persona, la Iglesia y toda la humanidad. "Vosotras no habéis abandonado el mundo —afirmó— para no tener sus preocupaciones (...). Vosotras los lleváis a todos en el corazón y acompañáis a la humanidad en el atormentado escenario de la historia con vuestra oración (...). Por esta presencia vuestra, oculta pero auténtica, en la sociedad y mucho más en la Iglesia, también yo miro con confianza vuestras manos juntas" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 1979, p. 9).

He aquí, pues, queridas hermanas, lo que el Papa espera de vosotras: que seáis antorchas ardientes de amor, "manos juntas" que velan en oración incesante, desprendidas totalmente del mundo, para sostener el ministerio de aquel a quien Jesús ha llamado a guiar su Iglesia. "Hermanas pobres" que, siguiendo el ejemplo de san Francisco y de santa Clara, observan "el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, viviendo en obediencia, sin nada propio y en castidad".

No siempre tiene eco en la opinión pública el compromiso silencioso de quienes, como vosotras, tratan de poner en práctica con sencillez y alegría el Evangelio "sine glossa", pero podéis estar seguras de que es verdaderamente extraordinaria la aportación que dais a la obra apostólica y misionera de la Iglesia en el mundo, y Dios seguirá bendiciéndoos con el don de muchas vocaciones, como ha hecho hasta ahora.

Queridas hermanas clarisas, que san Francisco, santa Clara y los numerosos santos y santas de vuestra Orden os ayuden a "perseverar fielmente hasta el final" en vuestra vocación. Que os proteja, de modo especial, la Virgen María, a quien hoy la liturgia nos invita a contemplar al pie de la cruz, asociada íntimamente a la misión de Cristo y copartícipe en la obra de salvación con su dolor de madre. En el Calvario, Jesús nos la dio como madre y nos encomendó a ella como hijos. Que la Virgen de los Dolores os obtenga el don de seguir a su divino Hijo crucificado y aceptar con serenidad las dificultades y las pruebas de la existencia diaria.

Con estos sentimientos, os imparto a todas vosotras una bendición apostólica especial, que de buen grado extiendo a las personas que se encomiendan a vuestras oraciones.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN EL QUINTO ANIVERSARIO DE LA MUERTE
DEL CARDENAL VAN THUÂN

Sala del Consistorio, Castelgandolfo
Lunes 17 de septiembre de 2007



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os doy una cordial bienvenida a todos vosotros, reunidos para recordar al amadísimo cardenal François-Xavier Nguyên Van Thuân, que el Señor llamó a sí el 16 de septiembre de hace cinco años. Ha pasado un lustro, pero en la mente y en el corazón de quienes lo conocieron sigue viva la noble figura de este fiel servidor del Señor. También yo conservo no pocos recuerdos personales de los encuentros que tuve con él durante los años de su servicio aquí, en la Curia romana.

Saludo al señor cardenal Renato Raffaele Martino y al obispo mons. Giampaolo Crepaldi, respectivamente presidente y secretario del Consejo pontificio Justicia y paz, junto con sus colaboradores. Saludo a los miembros de la fundación San Mateo, instituida en memoria del cardenal Van Thuân, del Observatorio internacional, que lleva su nombre, creado para la difusión de la doctrina social de la Iglesia, así como a los parientes y amigos del cardenal difunto. Al señor cardenal Martino le expreso sentimientos de viva gratitud también por las palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes.

Aprovecho de buen grado la ocasión para destacar, una vez más, el luminoso testimonio de fe que nos dejó este heroico pastor. El obispo Francisco Javier —como le gustaba presentarse— fue llamado a la casa del Padre en el otoño del año 2002, después de un largo período de dolorosa enfermedad, afrontada con total abandono a la voluntad de Dios. Algún tiempo antes había sido nombrado por mi venerado predecesor Juan Pablo II vicepresidente del Consejo pontificio Justicia y paz, del que fue después presidente, iniciando la publicación del Compendio de la doctrina social de la Iglesia.

¿Cómo olvidar los notables rasgos de su cordialidad sencilla y espontánea? ¿Cómo no poner de relieve la capacidad que tenía de dialogar y hacerse prójimo de todos? Lo recordamos con mucha admiración, mientras vuelven a nuestra mente las grandes visiones, llenas de esperanza, que lo animaban y que sabía proponer de modo fácil y atractivo; su fervoroso compromiso en favor de la difusión de la doctrina social de la Iglesia entre los pobres del mundo; el anhelo de la evangelización en su continente, Asia; la capacidad que tenía de coordinar las actividades de caridad y promoción humana que impulsaba y sostenía en los lugares más recónditos de la tierra.

El cardenal Van Thuân era un hombre de esperanza, vivía de esperanza y la difundía entre todas las personas con quienes se encontraba. Gracias a esta energía espiritual superó todas las dificultades físicas y morales. La esperanza lo sostuvo como obispo aislado, durante trece años, de su comunidad diocesana; la esperanza le ayudó a vislumbrar en la absurdidad de los acontecimientos que le tocó vivir —durante su larga detención nunca fue procesado— un designio providencial de Dios.

La noticia de la enfermedad, el tumor, que lo llevó después a la muerte, le llegó casi juntamente con el nombramiento cardenalicio por obra del Papa Juan Pablo II, que sentía por él gran estima y afecto. El cardenal Van Thuân solía repetir que el cristiano es el hombre del ahora, del momento presente, que es necesario aprovechar y vivir por amor a Cristo. En esta capacidad de vivir el momento presente se refleja su abandono interior en manos de Dios y la sencillez evangélica que todos admiramos en él. ¿Es posible —se preguntaba— que quien se fía del Padre celestial no quiera ser estrechado entre sus brazos?

Queridos hermanos y hermanas, he recibido con profunda alegría la noticia de que se ha iniciado la causa de beatificación de este singular profeta de esperanza cristiana y, a la vez que encomendamos al Señor a esta alma elegida, le pedimos que su ejemplo sea una enseñanza válida para nosotros. Con este deseo, os bendigo a todos de corazón.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE BENÍN EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 20 de septiembre de 2007



Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra acogeros mientras realizáis vuestra visita ad limina, manifestación de comunión entre los obispos y la Sede de Pedro, y medio eficaz para responder a la exigencia de conocimiento mutuo que brota de la realidad misma de esta comunión (cf. Pastores gregis, 57). El presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Antoine Ganyé, me ha presentado en vuestro nombre algunas realidades de la vida de la Iglesia en Benín; se lo agradezco cordialmente.

A través de vosotros, quiero saludar con afecto a todos los miembros de vuestras comunidades diocesanas: a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los seminaristas, a los catequistas y a todos los laicos, invitándolos a crecer en la fe en Jesús, único Salvador de los hombres. Os ruego que transmitáis también mi saludo afectuoso al querido cardenal Bernardin Gantin. Por último, a todos los habitantes de Benín les expreso mis mejores deseos para que prosigan valientemente su compromiso con vistas a la construcción de una sociedad cada vez más fraterna y respetuosa de cada persona.

En los últimos años habéis dado prueba de una gran valentía evangélica al guiar al pueblo de Dios en medio de las numerosas dificultades que ha atravesado vuestra sociedad, mostrando así vuestro interés pastoral por las grandes cuestiones que ha tenido que afrontar, en particular en el campo de la justicia y de los derechos humanos. En todas esas situaciones habéis propuesto sin cesar la enseñanza de la Iglesia fundada en el Evangelio, suscitando así la esperanza en el corazón de vuestro pueblo y contribuyendo a mantener la unidad y la concordia nacionales.

Ante los numerosos desafíos que se os presentan hoy, os animo vivamente a desarrollar una auténtica espiritualidad de comunión, para "hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión" (Novo millennio ineunte, 43). En efecto, esta comunión que los obispos están llamados a vivir ante todo entre sí, para encontrar en ella fuerza y apoyo con vistas a su ministerio, favorece el dinamismo misionero, "garantizando siempre el testimonio de la unidad para que el mundo crea, y ampliando la perspectiva del amor para que todos alcancen la comunión trinitaria, de la cual proceden y a la cual están destinados" (Pastores gregis, 22).

Os invito a desarrollar también esta comunión en vuestro presbyterium, ayudando a los sacerdotes, con la calidad de las relaciones que entabláis con ellos, a asumir plenamente su ministerio sacerdotal. Quiero alentar vivamente a cada uno a mantener en su vida apostólica un equilibrio que dé a una intensa vida espiritual el lugar que le corresponde, para crear y fortalecer una relación de amistad con Cristo, a fin de servir generosamente a la porción del pueblo de Dios que se le ha confiado, así como al anuncio del reino de Dios a todos. Entonces el Evangelio se hará presente de forma concreta en la sociedad. De acuerdo con la sabiduría de la Iglesia, también han de saber discernir en las "tradiciones" de su pueblo el bien verdadero, que permite crecer en la fe y en un auténtico conocimiento de Dios, y rechazar lo que está en contradicción con el Evangelio.

Por otra parte, vuestras relaciones quinquenales muestran que la influencia de las tradiciones sigue estando aún muy presente en la vida social. Aunque deben incentivarse sus aspectos positivos, es necesario rechazar sus manifestaciones que perjudican, alimentan el temor o excluyen a los demás. La fe cristiana debe inculcar en los corazones la libertad interior y la responsabilidad que nos encomienda Cristo ante los acontecimientos de la vida.

Así pues, una sólida formación cristiana será un apoyo indispensable para ayudar a los fieles a confrontar su fe con las creencias de la "tradición". Esta formación también debe permitirles aprender a orar con confianza, para permanecer siempre cerca de Cristo, y en los momentos de dificultad, encontrar apoyo en las comunidades cristianas a través de los signos efectivos del amor de Dios, que hace libres. En esta ardua tarea, la colaboración de los catequistas es una aportación valiosa. Conozco su entrega y la atención que dedicáis a su formación y a permitirles llevar una vida digna. Los saludo cordialmente, expresándoles la gratitud de la Iglesia por su compromiso a su servicio.

Queridos hermanos, en vuestras diócesis los institutos de vida consagrada aportan una generosa contribución a la misión. Los religiosos y las religiosas han de conservar siempre el corazón y la mirada fijos en el Señor Jesús, para que, mediante sus obras y la entrega total de sí mismos, comuniquen a todos el amor de Dios que reciben en su propia existencia. Al servir, sin distinción, a los más necesitados de la sociedad, que es un compromiso esencial para la mayoría de ellos, jamás se debe dejar de lado a Dios y a Cristo, que es oportuno anunciar, sin querer imponer la fe de la Iglesia. "El cristiano sabe cuándo es tiempo de hablar de Dios y cuándo es oportuno callar sobre él, dejando que hable sólo el amor" (Deus caritas est, 31).

Invito también a los miembros de las comunidades contemplativas a seguir siendo, con su presencia discreta, una llamada permanente para todos los creyentes a buscar sin cesar el rostro de Dios y a darle gracias por todos sus beneficios.

En el contexto cultural de vuestro país, es necesario que la presencia de la Iglesia se manifieste mediante signos visibles que indiquen el sentido auténtico de su misión entre los hombres. Entre estos signos, las celebraciones litúrgicas fervorosas y entusiastas ocupan un lugar eminente. Son un testimonio elocuente de fe dado por vuestras comunidades en el corazón mismo de la sociedad. Por tanto, es importante que los fieles participen en la liturgia de manera plena, activa y fructuosa. Para favorecer esta participación, es legítimo aceptar ciertas adaptaciones adecuadas para los diversos contextos culturales, respetando las normas establecidas por la Iglesia.

Sin embargo, para que no se introduzcan en la liturgia elementos culturales incompatibles con la fe cristiana o acciones que fomentan la confusión, debe proporcionarse a los seminaristas y a los sacerdotes una sólida formación litúrgica, permitiendo la profundización del conocimiento de los fundamentos, del significado y del valor teológico de los ritos litúrgicos.

Por lo demás, la presencia de la Iglesia en la sociedad se manifiesta también a través de las intervenciones públicas de sus pastores. En diversas ocasiones habéis defendido valientemente los valores de la familia y el respeto a la vida, cuando estaban amenazados por ideologías que proponían modelos y actitudes opuestas a una concepción auténtica de la vida humana. Os animo a proseguir este compromiso, que es un servicio a toda la sociedad.

Desde esta perspectiva, también la formación de los jóvenes es una de vuestras prioridades pastorales. Quiero alabar aquí el trabajo realizado por todas las personas que contribuyen a su educación humana y religiosa, en particular en la enseñanza católica, cuya calidad es ampliamente reconocida. Al ayudar a los jóvenes a adquirir una madurez humana y espiritual, haced que descubran a Dios, haced que descubran que en la entrega de sí mismos al servicio de los demás llegan a ser más libres y más maduros.

Por otra parte, los obstáculos que encuentran para comprometerse en el matrimonio cristiano y para vivir con fidelidad los compromisos asumidos, obstáculos a menudo relacionados con su cultura y sus tradiciones, no sólo exigen una seria preparación para este sacramento, sino también un acompañamiento permanente de las familias, particularmente en los momentos de mayor dificultad.

Por último, quiero expresaros mi satisfacción al constatar que, en general, las relaciones entre cristianos y musulmanes se desarrollan en un clima de comprensión recíproca. Por eso, para evitar que se produzca cualquier forma de intolerancia y para prevenir cualquier violencia, conviene promover un diálogo sincero, fundado en un conocimiento recíproco cada vez más verdadero, en especial mediante relaciones humanas respetuosas, un entendimiento sobre los valores de la vida y una cooperación mutua en todo lo que promueve el bien común. Este diálogo exige también preparar personas competentes para ayudar a conocer y a comprender los valores religiosos que tenemos en común y a respetar lealmente las diferencias.

Queridos hermanos, al concluir nuestro encuentro, os animo a proseguir vuestra misión al servicio del pueblo de Dios en Benín, viviendo cada vez más intensamente el misterio de Cristo. No tengáis miedo de proponer la novedad radical de la vida traída por Cristo y ofrecida a todos los hombres para realizar su vocación integral.

Os encomiendo a cada uno de vosotros a la intercesión materna de María, Reina de África. Que ella interceda por los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas, los catequistas y los fieles de cada una de vuestras diócesis. A todos imparto de corazón una afectuosa bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA INTERNACIONAL DEMÓCRATA DE CENTRO
Y DEMÓCRATA CRISTIANA

Castelgandolfo, viernes 21 de septiembre de 2007

Señor presidente;
honorables parlamentarios;
distinguidas señoras y señores:

Me alegra acogeros durante los trabajos del comité ejecutivo de la Internacional demócrata de centro y demócrata cristiana, y dirijo ante todo un cordial saludo a las numerosas delegaciones presentes, que provienen de diversas naciones del mundo. Saludo en particular al presidente, honorable Pier Ferdinando Casini, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes. Vuestra visita me brinda la oportunidad de ofrecer a vuestra atención algunas consideraciones sobre valores e ideales que han sido forjados o profundizados de manera decisiva por la tradición cristiana en Europa y en todo el mundo.

Sé que vosotros, a pesar de proceder de lugares muy diversos, compartís muchos de sus principios, como por ejemplo el carácter central de la persona y el respeto de los derechos humanos, el compromiso en favor de la paz y la promoción de la justicia para todos. Por tanto, os inspiráis en principios fundamentales, que están relacionados entre sí, como lo demuestra la experiencia de la historia. En efecto, cuando se violan los derechos humanos, se hiere la misma dignidad de la persona humana; si la justicia vacila, la paz corre peligro. Por otra parte, la justicia sólo puede llamarse de verdad humana si la visión ética y moral en la que se funda está centrada en la persona y en su dignidad inalienable.

Honorables señores y señoras, vuestra actividad, que se inspira en esos principios, es hoy aún más difícil a causa del clima de profundos cambios que viven nuestras comunidades. Por eso os animo una vez más a proseguir en el esfuerzo de servir al bien común, trabajando para que no se difundan ni se fortalezcan ideologías que pueden oscurecer o confundir las conciencias y fomentar una visión ilusoria de la verdad y del bien.

Por ejemplo, en el campo económico existe una tendencia que identifica el bien con el lucro, y de este modo disuelve la fuerza del ethos desde dentro, terminando incluso por amenazar el mismo lucro. Algunos creen que la razón humana es incapaz de captar la verdad y, por tanto, de buscar el bien correspondiente a la dignidad de la persona. Hay, además, quien considera legítima la eliminación de la vida humana en su fase prenatal o en la terminal. También es preocupante la crisis que atraviesa la familia, célula fundamental de la sociedad fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer. La experiencia demuestra que cuando se menosprecia la verdad del hombre, cuando se minan los fundamentos de la familia, la paz misma se ve amenazada, el derecho corre peligro y, como consecuencia lógica, se desemboca en injusticias y violencias.

Hay otro ámbito que os interesa mucho: el de la defensa de la libertad religiosa, derecho fundamental insuprimible, inalienable e inviolable, arraigado en la dignidad de todo ser humano y reconocido por varios documentos internacionales, entre los cuales, ante todo, la Declaración universal de derechos humanos. El ejercicio de esta libertad comprende también el derecho a cambiar de religión, que se debe garantizar no sólo jurídicamente, sino también en la práctica diaria. En efecto, la libertad religiosa responde a la apertura intrínseca de la criatura humana a Dios, Verdad plena y sumo Bien, y su valoración constituye una expresión fundamental de respeto a la razón humana y a su capacidad de verdad.

La apertura a la trascendencia constituye una garantía indispensable para la dignidad humana, porque existen anhelos y exigencias del corazón de toda persona que sólo en Dios encuentran comprensión y respuesta. Por tanto, no se puede excluir a Dios del horizonte del hombre y de la historia. Precisamente por eso hay que acoger el deseo común de todas las tradiciones auténticamente religiosas de mostrar públicamente su propia identidad, sin verse obligadas a esconderla o mimetizarla.

Además, respetar la religión contribuye a desmentir el reproche frecuente de haber olvidado a Dios, que algunas redes terroristas usan como pretexto para justificar sus amenazas a la seguridad de las sociedades occidentales. El terrorismo representa un fenómeno gravísimo, que a menudo llega a instrumentalizar a Dios y desprecia de manera injustificable la vida humana. Ciertamente, la sociedad tiene derecho a defenderse, pero este derecho, como cualquier otro, se debe ejercer siempre en el pleno respeto de las reglas morales y jurídicas también por lo que concierne a la elección de los objetivos y de los medios.

En los sistemas democráticos el uso de la fuerza no justifica nunca la renuncia a los principios del estado de derecho. En efecto, ¿se puede proteger la democracia amenazando sus fundamentos? Así pues, es necesario garantizar con firmeza la seguridad de la sociedad y de sus miembros, pero salvaguardando los derechos inalienables de toda persona. Hay que combatir el terrorismo con determinación y eficacia, con la conciencia de que, si el mal es un misterio que tiende a extenderse, la solidaridad de los hombres en el bien es un misterio que tiende a difundirse aún más.

A este respecto, la doctrina social de la Iglesia católica ofrece elementos de reflexión útiles para promover la seguridad y la justicia, tanto a nivel nacional como internacional, a partir de la razón, del derecho natural y también del Evangelio, es decir, a partir de lo que es conforme a la naturaleza de todo ser humano y también la trasciende. La Iglesia sabe que no le corresponde a ella defender políticamente esta doctrina; por lo demás, su objetivo es servir a la formación de la conciencia en la política y contribuir a que aumente la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad a actuar basándose en ellas, incluso cuando esto pudiera contrastar con situaciones de interés personal (cf. Deus caritas est, 28).

En esta misión, la Iglesia actúa movida por el amor a Dios y al hombre, y por el deseo de colaborar con todas las personas de buena voluntad para construir un mundo donde se salvaguarden la dignidad y los derechos inalienables de todas las personas. A todos los que comparten la fe en Cristo la Iglesia les pide testimoniarla hoy con mayor valentía y generosidad. En efecto, la coherencia de los cristianos es indispensable, también en la vida política, para que la "sal" del compromiso apostólico no pierda su "sabor", y la "luz" de los ideales evangélicos no se oscurezca en su acción diaria.

Honorables señores y señoras, os agradezco una vez más vuestra grata visita. A la vez que os expreso mis mejores deseos para vuestro trabajo, os aseguro un recuerdo en la oración para que Dios os bendiga a vosotros y a vuestras familias, y os conceda sabiduría, coherencia y vigor moral para servir a la grande y noble causa del hombre y del bien común.


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