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2007

Ultimo Aggiornamento: 10/06/2013 20:38
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ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA AL COMEDOR DE LA CÁRITAS DE ROMA

Jueves 4 de enero de 2007



Queridos amigos:

Con mucho gusto he venido a visitaros en medio del clima de las festividades navideñas y al inicio de un nuevo año, que deseo transcurra serenamente para todos. El ambiente navideño hace aún más familiar este encuentro, que se realiza en un lugar significativo de la ciudad de Roma: un lugar lleno de humanidad.

Os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal Camillo Ruini y el obispo auxiliar del sector centro, mons. Ernesto Mandara; saludo al director de la Cáritas romana, mons. Guerino Di Tora, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, y al vicedirector, mons. Angelo Bergamaschi, así como a los colaboradores y a los voluntarios.

Saludo al responsable, a los educadores y a los muchachos del centro juvenil "Il Centro", a los que agradezco los hermosos cantos con que nos han alegrado. Además, habéis cantado el "Te Deum" en alemán. Gracias por este gesto especial. Saludo al párroco de San Silvestre y San Martín en los Montes, a los sacerdotes y a las personas consagradas presentes. Expreso mi agradecimiento en especial a la señora jefe del servicio del comedor, al voluntario y al huésped que se han hecho portavoces e intérpretes de los sentimientos comunes.

Mi saludo más cordial se dirige a vosotros que diariamente gozáis del servicio de este comedor de la Cáritas, y con el pensamiento quisiera abrazar a todos vuestros amigos que, procedentes de casi todos los países del mundo, están presentes en esta ciudad.

En este comedor, que en cierto modo podría considerarse el símbolo de la Cáritas de Roma, en esta posada, como ha dicho vuestra portavoz, se puede palpar la presencia de Cristo en el hermano que tiene hambre y en el que le da de comer. Aquí se puede experimentar que, cuando amamos al prójimo, conocemos mejor a Dios, pues en la cueva de Belén él se manifestó a nosotros en la pobreza de un recién nacido necesitado de todo.

El mensaje de la Navidad es sencillo: Dios ha venido a nosotros porque nos ama y espera nuestro amor. Dios es amor: no un amor sentimental, sino un amor que se ha hecho entrega total hasta el sacrificio de la cruz, comenzando por el nacimiento en la cueva de Belén.

De este amor, realista y divino, nos habla el hermoso belén que habéis querido montar dentro de vuestro comedor, y que hace poco he podido admirar. En su sencillez, el belén nos dice que el amor y la pobreza van juntos, como enseña también un gran enamorado de Cristo, san Francisco de Asís. En la Navidad Dios se ha hecho hombre, porque se interesa por el hombre, por todo hombre.

San Gregorio Nacianceno dijo que se ha hecho hombre porque quería experimentar personalmente lo que es ser hombre, lo que significa vivir realmente la pobreza. El gran Dios quería experimentar personalmente la vida humana, todos los sufrimientos y todas las necesidades humanas. Recién nacido, fue recostado en el pesebre de Belén, palabra que, como sabéis, significa "la casa del pan".

En realidad, Jesús, "el pan bajado del cielo", "el pan de vida" (cf. Jn 6, 32-51), se hace visible cada día de algún modo en este comedor, donde no sólo se quiere dar de comer -ciertamente, comer es importante-, sino que también se quiere servir a la persona, sin distinción de raza, religión y cultura.
"El hombre que sufre nos pertenece", decía mi inolvidable predecesor Juan Pablo II, al cual precisamente hoy hemos dedicado este comedor. Desde la cueva de Belén, desde todo belén se difunde un anuncio destinado a todos: Jesús nos ama y nos enseña a amar, nos impulsa a amar.

Ojalá que los responsables, los voluntarios y todos los que frecuentan el comedor experimenten la belleza de este amor; ojalá que sientan la profundidad de la alegría que deriva de él, una alegría que ciertamente es diversa de la ilusoria que nos presenta la publicidad.

Dentro de poco concluiremos este encuentro elevando al Señor nuestra oración. Él conoce muy bien las necesidades materiales y espirituales de todos los presentes. Yo quisiera pedirle, en particular, que siga protegiendo a todos los que en la Cáritas romana realizan una valiosa obra de solidaridad, aquí y en otros lugares de la ciudad. Que el Espíritu Santo impulse el corazón de los responsables y de todos los colaboradores y voluntarios, para que desempeñen su servicio con una entrega cada vez más consciente, inspirándose en el auténtico estilo del amor cristiano, que los santos de la caridad resumieron en el lema: el bien hay que hacerlo bien.

Que sobre todos vele con amor solícito la Virgen María, Madre de la Iglesia, Madre de cada uno de nosotros.

De corazón os bendigo a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 8 de enero de 2007



Señor Decano,
Excelencias, Señoras y Señores:

Con mucho gusto os recibo hoy para esta tradicional ceremonia de intercambio de felicitaciones. Aunque se renueva cada año, no se trata sin embargo de una simple formalidad, sino de una ocasión para consolidar nuestra esperanza y para comprometernos aún más al servicio de la paz y del desarrollo de las personas y de los pueblos.

En primer lugar, deseo agradecer a vuestro Decano, el Embajador Giovanni Galassi, las amables palabras con las que ha expresado vuestra felicitación. Dirijo también un saludo particular a los Embajadores que participan por primera vez en este encuentro. A todos os expreso mis más cordiales votos y os aseguro mis oraciones para que el 2007 sea para vosotros, vuestras familias y colaboradores, para todos los pueblos y para quienes los rigen, un año de prosperidad y de paz.

Al inicio del año se nos invita a mirar la situación internacional para examinar los retos que debemos afrontar juntos. Entre las cuestiones esenciales, ¿cómo no pensar en los millones de personas, especialmente mujeres y niños, que carecen de agua, comida y vivienda? El escándalo del hambre, que tiende a agravarse, es inaceptable en un mundo que dispone de bienes, de conocimientos y de medios para subsanarlo. Esto nos impulsa a cambiar nuestros modos de vida y nos recuerda la urgencia de eliminar las causas estructurales de las disfunciones de la economía mundial, y corregir los modelos de crecimiento que parecen incapaces de garantizar el respeto del medio ambiente y un desarrollo humano integral para hoy y sobre todo para el futuro. Invito de nuevo a los Responsables de las Naciones más ricas a tomar las iniciativas necesarias para que los países pobres, que a menudo poseen muchas riquezas naturales, puedan beneficiarse de los frutos de sus propios bienes. Desde este punto de vista, es también motivo de preocupación el retraso en el cumplimiento de los compromisos asumidos por la comunidad internacional en los años recientes. Sería, pues, de desear la reanudación de las negociaciones comerciales de “Doha Development Round” de la Organización Mundial del Comercio, así como la continuación y la aceleración del proceso de anulación y reducción de la deuda de los países más pobres, sin que eso esté condicionado por medidas de ajuste estructural, perjudiciales para las poblaciones más vulnerables.

Igualmente, en el ámbito del desarme, se multiplican los síntomas de una crisis progresiva, vinculada a las dificultades en las negociaciones sobre las armas convencionales así como sobre las armas de destrucción masiva, y, por otra parte, al aumento de los gastos militares a escala mundial. Las cuestiones de seguridad, agravadas por el terrorismo que es necesario condenar firmemente, deben tratarse con un enfoque global y clarividente.

Por lo que se refiere a las crisis humanitarias, conviene tener en cuenta que las Organizaciones que las afrontan necesitan un apoyo más fuerte, a fin de que puedan proporcionar protección y asistencia a las víctimas. Otra cuestión que adquiere siempre más relieve es la de los movimientos de personas: millones de hombres y mujeres se ven obligados a dejar sus hogares o su patria debido a violencias, o a buscar condiciones de vida más dignas. Es ilusorio pensar que los fenómenos migratorios puedan ser bloqueados o controlados simplemente por la fuerza. Las migraciones y los problemas que crean deben afrontarse con humanidad, justicia y compasión.

¿Cómo no preocuparse también de los continuos atentados a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural? Tales atentados afectan incluso a regiones donde la cultura del respeto de la vida es tradicional, como en África, donde se intenta trivializar subrepticiamente el aborto por medio del Protocolo de Maputo, así como por el Plan de acción adoptado por los Ministros de Sanidad de la Unión Africana, y que dentro de poco se someterá a la Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno. Se extienden también amenazas contra la estructura natural de la familia, fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, así como los intentos de relativizarla dándole el mismo estatuto que a otras formas de unión radicalmente diferentes. Todo esto ofende la familia y contribuye a desestabilizarla, violando su carácter específico y su papel social único. Otras formas de agresión a la vida se cometen a veces al amparo de la investigación científica. Se apoya en la convicción de que la investigación no está sometida más que a las leyes que ella se da a sí misma, y que no tiene otro límite que sus propias posibilidades. Es el caso, por ejemplo, del intento de legitimar la clonación humana para hipotéticos fines terapéuticos.

Este cuadro preocupante no impide percibir elementos positivos que caracterizan nuestra época. Quisiera mencionar, en primer lugar, la creciente toma de conciencia sobre la importancia del diálogo entre las culturas y entre las religiones. Se trata de una necesidad vital, concretamente ante los retos comunes que afectan a la familia y a la sociedad. Por otra parte, pongo de relieve numerosas iniciativas en este sentido, encaminadas a construir las bases comunes para vivir en concordia.

Conviene también tener en cuenta cómo la comunidad internacional ha tomado conciencia cada vez más de los enormes retos de nuestro tiempo, así como de los esfuerzos para que se traduzca en actos concretos. En el seno de la Organización de las Naciones Unidas, el año pasado se ha creado el Consejo de Derechos Humanos, esperando que centre su actividad en la defensa y promoción de los derechos fundamentales de la persona, en particular el derecho a la vida y el derecho a la libertad religiosa. Evocando las Naciones Unidas, me siento en el deber de saludar con gratitud a Su Excelencia el Señor Kofi Annan por la obra llevada a cabo durante sus mandatos de Secretario General. Formulo mis mejores votos para su sucesor, el Señor Ban Ki-moon, que acaba de asumir sus funciones.

En el ámbito del desarrollo, se han promovido también diversas iniciativas a las que la Santa Sede ha ofrecido su apoyo, recordando al mismo tiempo que estos proyectos no deben dispensar del compromiso de los países desarrollados de destinar el 0,70% de su producto interior bruto para la ayuda internacional. Otro elemento importante es el esfuerzo común para la erradicación de la miseria, que requiere no sólo una asistencia cuya extensión es de desear, sino también la toma de conciencia sobre la importancia de la lucha contra la corrupción y la promoción de la buena administración. Es necesario también fomentar y continuar los esfuerzos realizados con el fin de garantizar la aplicación del derecho humanitario a las personas y a los pueblos, para una protección más eficaz de las poblaciones civiles.

Al considerar la situación política en los distintos continentes, encontramos aún muchos motivos de preocupación y de esperanza. Constatamos en primer lugar que la paz es a menudo muy frágil e incluso ridiculizada. No podemos olvidar el Continente africano. El drama de Darfour continúa y se extiende a las regiones fronterizas del Chad y de la República Centroafricana. La comunidad internacional parece impotente desde hace casi cuatro años, a pesar de las iniciativas destinadas a aliviar a las poblaciones indefensas y a aportar una solución política. Estos medios sólo podrán ser eficaces mediante una colaboración activa entre las Naciones Unidas, la Unión Africana, los Gobiernos implicados y otros protagonistas. Les invito a todos a actuar con determinación: no podemos aceptar que tantos inocentes sigan sufriendo y muriendo así.

La situación en el Cuerno de África se ha agravado recientemente con la reanudación de las hostilidades y la internacionalización del conflicto. Al llamar a todas las partes a que abandonen las armas y a la negociación, me permito recordar a Sor Leonella Sgorbati, que dio su vida al servicio de los más desfavorecidos, invocando el perdón para sus asesinos. Que su ejemplo y su testimonio inspiren a todos los que buscan realmente el bien de Somalia.

En Uganda, es preciso alentar los avances de las negociaciones entre las partes, de cara a poner fin a un conflicto cruel en el que se han reclutado incluso numerosos niños obligados a hacer de soldados. Esto permitirá a muchos desplazados volver a su casa y reemprender una vida digna. La colaboración de los jefes religiosos y la reciente designación de un Representante del Secretario General de las Naciones Unidas son un buen augurio. Repito: no olvidemos África y sus numerosas situaciones de guerra y tensión. Es necesario recordar que sólo las negociaciones entre los diferentes protagonistas pueden abrir la vía para una justa solución de los conflictos y dejar entrever un progreso en la consolidación de la paz.

La Región de los Grandes Lagos se ha visto ensangrentada, después de años, por guerras feroces. Con satisfacción y esperanza conviene acoger la reciente evolución positiva, en particular la conclusión de la fase de transición política en Burundi y más recientemente en la República Democrática del Congo. Sin embargo, es urgente que los países se esfuercen en recuperar el funcionamiento de las instituciones del estado de derecho, para poner freno a todas las arbitrariedades y permitir el desarrollo social. Para Ruanda, deseo que el largo proceso de reconciliación nacional después del genocidio alcance su fruto en la justicia, y también en la verdad y el perdón. La Conferencia internacional sobre la Región de los Grandes Lagos, con la participación de una delegación de la Santa Sede y de representantes de numerosas conferencias episcopales nacionales y regionales de África Central y Oriental, deja entrever nuevas esperanzas. Finalmente, quisiera mencionar Costa de Marfil, exhortando a las partes implicadas a crear un clima de confianza recíproca que pueda llevar al desarme y a la pacificación, y, por otra parte, África Austral: en estos países, millones de personas se ven reducidas a una situación muy vulnerable, que exige la atención y el apoyo de la comunidad internacional.

Señales positivas para África vienen igualmente de la voluntad, expresada por la comunidad internacional, de mantener este continente en el centro de su atención, y también de reforzar las instituciones continentales y regionales, que da prueba de la intención de los países interesados de hacerse cada vez más responsables de su propio destino. Asimismo, es necesario alabar la digna actitud de las personas que cada día, sobre el terreno, se comprometen con determinación a promover proyectos que contribuyen al desarrollo y a la organización de la vida económica y social.

El viaje apostólico, que en el próximo mes de mayo haré a Brasil, me ofrece la ocasión de dirigir mi mirada hacia este gran país que me espera con alegría, y hacia toda Latinoamérica y el Caribe. La mejora de algunos índices económicos, el compromiso en la lucha contra el tráfico de drogas y contra la corrupción, los distintos procesos de integración, los esfuerzos para mejorar el acceso a la educación, para combatir el desempleo y para reducir desigualdades en la distribución de las rentas, son índices que se han de destacar con satisfacción. Si estos progresos se consolidan, podrán contribuir de manera determinante a vencer la pobreza que aflige a vastos sectores de la población y aumentar la estabilidad institucional. Al tratar sobre las elecciones que se han tenido el año pasado en varios países, conviene subrayar que la democracia está llamada a tener en cuenta las aspiraciones del conjunto de los ciudadanos, a promover el desarrollo en el respeto de todos los miembros de la sociedad, según los principios de la solidaridad, de la subsidiariedad y de la justicia. Sin embargo, conviene ponerse en guardia frente al riesgo de un ejercicio de la democracia que se transforme en dictadura del relativismo, proponiendo modelos antropológicos incompatibles con la naturaleza y la dignidad del hombre.

Mi atención se dirige muy especialmente hacia algunos países, en particular Colombia, donde el largo conflicto interno ha provocado una crisis humanitaria, sobre todo por lo que se refiere a las personas desplazadas. Se deben hacer todos los esfuerzos necesarios para pacificar el país, para devolver las personas secuestradas a sus familias, para volver a dar seguridad y una vida normal a millones de personas. Tales señales darían confianza a todos, incluso a los que han estado implicados en la lucha armada. Nuestra mirada se dirige a Cuba. Con el deseo de que cada uno de sus habitantes pueda realizar sus aspiraciones legítimas en favor del bien común, permitidme que retome la llamada de mi venerado Predecesor: «Que Cuba se abra al mundo y el mundo a Cuba». La apertura recíproca con los demás países redundará en beneficio de todos. No lejos de allí, el pueblo haitiano vive todavía en una gran pobreza y en la violencia. Formulo mis votos para que el interés de la comunidad internacional, manifestado entre otras iniciativas por las conferencias de donantes que tuvieron lugar en 2006, lleve a la consolidación de las instituciones y permita al pueblo convertirse en protagonista de su propio desarrollo, en un clima de reconciliación y concordia.

Asia presenta, ante todo, unos países caracterizados por una población muy numerosa y un gran desarrollo económico. Pienso en China y en la India, países en plena expansión, deseando que su presencia creciente en la escena internacional conlleve beneficios para sus propias poblaciones y para las otras naciones. Igualmente, formulo votos por Vietnam, recordando su reciente adhesión a la Organización Mundial del Comercio. Mi pensamiento se dirige a las comunidades cristianas. En la mayor parte de los países de Asia se trata a menudo de comunidades pequeñas, pero vivas, que desean legítimamente poder vivir y actuar en un clima de libertad religiosa. Éste es un derecho primordial y al mismo tiempo una condición que les permitirá contribuir al progreso material y espiritual de la sociedad, actuando como elementos de cohesión y concordia.

En Timor Oriental, la Iglesia católica se propone seguir ofreciendo su contribución, en particular en los sectores de la educación, de la sanidad y de la reconciliación nacional. La crisis política sufrida por este joven Estado, así como por otros países de la región, evidencia una cierta fragilidad de los procesos de democratización. Peligrosos focos de tensión se fraguan en la Península de Corea. Debe perseguirse en el marco de la negociación el objetivo de la reconciliación del pueblo coreano y la desnuclearización de la Península, que tantos efectos beneficiosos tendría en toda la región. Conviene evitar los gestos que puedan comprometer las negociaciones, sin condicionar por ello a sus resultados las ayudas humanitarias destinadas a las capas más vulnerables de la población norcoreana.

Quisiera llamar vuestra atención sobre otros dos países asiáticos que son motivo de preocupación. En Afganistán, es necesario deplorar, a lo largo de los últimos meses, el aumento notable de la violencia y los ataques terroristas, que dificultan el camino hacia una salida de la crisis gravando pesadamente sobre las poblaciones locales. En Sri Lanka, el fracaso de las negociaciones de Ginebra entre el Gobierno y el Movimiento Tamil ha supuesto una intensificación del conflicto, que provoca inmensos sufrimientos entre la población civil. Sólo la vía del diálogo podrá garantizar un futuro mejor y más seguro para todos.

Oriente Medio es fuente también de grandes inquietudes. Por eso quise enviar una carta a los católicos de la región con motivo de la Navidad, para expresar mi solidaridad y mi proximidad espiritual con todos, y para animarles a continuar con su presencia en la región, con la certeza de que su testimonio será una ayuda y un apoyo para un futuro de paz y fraternidad. Renuevo mi urgente llamada a todas las partes implicadas en el complejo tablero político de la región, con la esperanza que se consoliden las señales positivas, entre Israelíes y Palestinos, verificadas durante las últimas semanas. La Santa Sede no se cansará nunca de repetir que las soluciones armadas no conducen a nada, como se ha visto en el Líbano el verano pasado. El futuro de este país pasa necesariamente por la unidad de todos los que lo integran y por las relaciones fraternas entre los diferentes grupos religiosos y sociales. Éste es un mensaje de esperanza para todos. No es posible tampoco contentarse con soluciones parciales o unilaterales. Para poner fin a la crisis y a los sufrimientos que ocasiona en las poblaciones, es necesario proceder según un enfoque global, que no excluya a nadie en la búsqueda de una solución negociada y que tenga en cuenta las aspiraciones y los legítimos intereses de los distintos pueblos implicados; en particular, los Libaneses tienen derecho a ver respetadas la integridad y la soberanía de su país; los Israelíes tienen derecho a vivir en paz en su Estado; los Palestinos tienen derecho a una patria libre y soberana. Si cada uno de los pueblos de la región ve sus aspiraciones tomadas en consideración y se siente menos amenazado, se reforzará la confianza mutua. Esta misma confianza aumentará si un país como Irán, especialmente en lo que concierne a su programa nuclear, acepta dar una respuesta satisfactoria a las legítimas preocupaciones de la comunidad internacional. Los pasos dados en este sentido tendrán sin duda alguna un efecto positivo para la estabilidad de toda la región, y en particular de Irak, poniendo fin a la espantosa violencia que ensangrienta este país y ofreciendo la posibilidad de relanzar su reconstrucción y la reconciliación entre todos sus habitantes.

Un poco más cerca, en Europa, nuevos países de larga tradición cristiana como Bulgaria y Rumania, han entrado en la Unión Europea. Al prepararnos para celebrar el cincuenta aniversario de los Tratados de Roma, se impone una reflexión sobre el Tratado constitucional. Deseo que los valores fundamentales que están a la base de la dignidad humana sean protegidos plenamente, en particular la libertad religiosa en todas sus dimensiones, así como los derechos institucionales de las Iglesias. Al mismo tiempo, no se puede hacer abstracción del innegable patrimonio cristiano de este continente, que contribuyó ampliamente a modelar la Europa de las Naciones y la Europa de los pueblos. El cincuenta aniversario de la insurrección de Budapest, celebrado en el mes de octubre pasado, nos ha recordado los acontecimientos dramáticos del siglo XX, incitando a todos los Europeos a construir un futuro libre de toda opresión y de todo condicionamiento ideológico, a establecer vínculos de amistad y fraternidad, y a manifestar solicitud y solidaridad hacia los más pobres y pequeños; del mismo modo, es importante superar las tensiones del pasado, promoviendo la reconciliación a todos los niveles, ya que sólo ésta es la que permite construir el futuro y favorecer la esperanza. Pido también a todos los que en el continente europeo son tentados por el terrorismo, que cesen toda actividad de este género, ya que tales comportamientos, que hacen prevalecer la violencia ciega y provocan el miedo en la población, constituyen una vía sin salida. Pienso también en los distintos "conflictos congelados", deseando que encuentren rápidamente una solución definitiva, así como en las tensiones recurrentes vinculadas hoy sobre todo a los recursos energéticos.

Deseo que la región de los Balcanes alcance la estabilidad que todos esperan, de modo particular gracias a la integración en las estructuras continentales por parte de las naciones que la componen, así como al apoyo de la comunidad internacional. El establecimiento de relaciones diplomáticas con la República de Montenegro, que acaba de entrar pacíficamente en el concierto de las naciones, y el Acuerdo de Base firmado con Bosnia Herzegovina, son dos signos de la atención constante de la Santa Sede hacia la región de los Balcanes. Mientras se acerca el momento en que se definirá el estatuto de Kosovo, la Santa Sede pide a todos los implicados un esfuerzo de sabiduría clarividente, de flexibilidad y de moderación, para que se encuentre una solución que respete los derechos y las legítimas expectativas de todos.

Las situaciones que he mencionado constituyen un reto que nos implica a todos; se trata de un reto consistente en promover y consolidar todo lo que de positivo hay en el mundo y a superar, con buena voluntad, sabiduría y tenacidad, todo lo que hiere, degrada y mata al hombre. Sólo será posible promover la paz si se respeta la persona humana, y sólo construyendo la paz es como se sentarán las bases de un auténtico humanismo integral. Aquí encuentra respuesta la preocupación ante el futuro de tantos contemporáneos nuestros. Sí, el futuro podrá ser sereno si trabajamos juntos por el hombre. El hombre, creado a imagen de Dios, tiene una dignidad incomparable; es tan digno de amor a los ojos de su Creador, que Dios no dudó en entregarle a su propio Hijo. Éste es el gran misterio de Navidad, que acabamos de celebrar, y cuyo clima de alegría se prolonga hasta nuestro encuentro de hoy. La Iglesia, en su compromiso al servicio del hombre y de la construcción de la paz, está al lado de todas las personas de buena voluntad, ofreciendo una colaboración desinteresada. Que juntos, cada uno en su puesto y con sus propios talentos, sepamos trabajar en la construcción de un humanismo integral, el único que puede garantizar un mundo pacífico, justo y solidario. Acompaño este deseo con la oración que elevo al Señor por todos vosotros y vuestras familias, por vuestros colaboradores y por los pueblos que representáis.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ADMINISTRADORES DE LA REGIÓN DE LACIO,
DEL MUNICIPIO Y DE LA PROVINCIA DE ROMA

Jueves 11 de enero de 2007



Ilustres señores y amables señoras:

Por segunda vez tengo el placer de recibiros, al inicio del año, para el tradicional intercambio de felicitaciones. Os doy las gracias por estar aquí y dirijo mi cordial y deferente saludo al presidente de la Junta regional del Lacio, señor Pietro Marrazzo, al alcalde de Roma, honorable Walter Veltroni, y al presidente de la provincia de Roma, señor Enrico Gasbarra, expresándoles mi sincera gratitud por las amables palabras que me han dirigido, también en nombre de las administraciones que presiden. Saludo, asimismo, a los presidentes de los respectivos Concejos y a todos vosotros, aquí reunidos.

Nuestro encuentro es una ocasión propicia para fortalecer y consolidar los vínculos profundos, antiguos y tenaces, que unen al Sucesor de Pedro a esta ciudad, única en el mundo, a su provincia y a toda la región del Lacio. A cada uno de los ciudadanos y de los habitantes de Roma y del Lacio le expreso, a través de vosotros, mi afecto, mi cercanía y mi solicitud pastoral.

Roma, con su historia milenaria y su significado universal, y juntamente con Roma todo el Lacio, sus ciudades, sus aldeas, sus barrios, son una tierra en la que con especial evidencia el cristianismo ha echado raíces y ha producido, a lo largo de los siglos, obras de belleza y frutos de bien, mostrando en concreto cómo el Dios hecho hombre es verdaderamente amigo del hombre. Este patrimonio de bondad y de belleza está encomendado ahora, en cierto sentido, también a vosotros, como administradores públicos, en el pleno respeto de la sana laicidad de vuestras funciones. Este es un terreno natural de colaboración entre la Iglesia y la sociedad civil, que representáis. Seguramente el bien humano integral de las poblaciones de Roma y del Lacio se tutela y se incrementa con esa colaboración.

Con este espíritu deseo atraer vuestra atención hacia algunas materias de interés común y de gran importancia y actualidad. Para hacerlo, tomo como punto de partida una experiencia bastante reciente, que me alegró íntimamente: la visita que realicé la semana pasada al comedor de la Cáritas diocesana de Roma, en Colle Oppio. En esa ocasión, dedicando el comedor a mi inolvidable predecesor Juan Pablo II, repetí las palabras que pronunció quince años antes en ese mismo lugar: "El hombre que sufre nos pertenece". Sí, amables representantes de las administraciones de Roma y del Lacio, todo hombre que sufre pertenece a la Iglesia y, al mismo tiempo, pertenece a todos los hermanos en la humanidad. Por consiguiente, pertenece, de modo preciso, también a vuestras responsabilidades de administradores públicos. Así pues, no puedo menos de alegrarme por la colaboración que existe desde hace tiempo entre los organismos eclesiales y vuestras administraciones, con el fin de aliviar y remediar las numerosas formas de pobreza económica, pero también humana y relacional, que afligen a un número notable de personas y de familias, especialmente entre los inmigrantes.

Existe, además, el vastísimo campo de la tutela de la salud, que exige un esfuerzo ingente y coordinado para garantizar a quienes sufren enfermedades físicas o psíquicas cuidados oportunos y adecuados: también en este terreno la Iglesia y las organizaciones católicas se alegran de ofrecer su colaboración, a la luz de los grandes principios del carácter sagrado de la vida humana, desde la concepción hasta su fin natural, y de la centralidad de la persona del enfermo. Confío en vuestra disponibilidad a favorecer dicha colaboración, que seguramente redundará en beneficio de toda la población.

La misma solicitud por el hombre que nos impulsa a estar cerca de los pobres y de los enfermos nos hace estar atentos a ese bien humano fundamental que es la familia fundada en el matrimonio. Hoy es necesario que se comprendan mejor el valor intrínseco y las motivaciones auténticas del matrimonio y de la familia; el compromiso pastoral de la Iglesia con vistas a ese fin es grande y debe crecer ulteriormente. Pero es igualmente necesaria una política de la familia y para la familia, que interpele, desde una doble perspectiva, también vuestras responsabilidades. Se trata de incrementar las iniciativas que pueden hacer menos difícil y gravosa para las parejas jóvenes la formación de una familia, y también la generación y educación de los hijos, favoreciendo el empleo juvenil, conteniendo en lo posible el coste de las viviendas y aumentando el número de escuelas de párvulos y de guarderías infantiles. En cambio, parecen peligrosos y contraproducentes los proyectos que pretenden atribuir a otras formas de unión reconocimientos jurídicos impropios, terminando inevitablemente por debilitar y desestabilizar a la familia legítima fundada en el matrimonio.

La educación de las nuevas generaciones constituye la prioridad pastoral en la que la diócesis de Roma está concentrando actualmente su atención. Ciertamente, todos vosotros sois conscientes de la importancia también social y civil de esa problemática. Por tanto, a la vez que os estoy agradecido por el apoyo que ya dais a algunas formas de compromiso educativo de la Iglesia, especialmente a los oratorios, confío en que también en este ámbito se desarrolle ulteriormente una provechosa colaboración, respetando la índole y las tareas propias de cada uno de los sujetos interesados.

Distinguidas autoridades, son muchos, y a menudo bastante complejos, los problemas que debéis afrontar diariamente para promover el desarrollo económico, social y cultural de Roma y del Lacio. Por tanto, os aseguro mi cercanía y mi oración por vosotros y por las altas responsabilidades que estáis llamados a ejercer. Que el Señor guíe vuestros pasos e ilumine vuestros propósitos. Con estos sentimientos, imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a vuestras familias y a cuantos viven y trabajan en Roma, en su provincia y en todo el Lacio.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PERSONAL DE LA COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA
QUE SE ENCARGA DE LA SEGURIDAD
EN TORNO AL VATICANO

Viernes 12 de enero de 2007



Señor jefe de la policía; señor director;
queridos funcionarios y agentes:

Después de las solemnes festividades navideñas y al inicio de un nuevo año, este encuentro con vosotros, que formáis la Comisaría general de seguridad pública junto al Vaticano, representa un momento siempre grato y familiar. Os dirijo a cada uno mi cordial saludo; me alegra esta ocasión para expresaros mi aprecio y mi agradecimiento por vuestro valioso servicio. En particular, agradezco al director general, doctor Vincenzo Caso, las amables palabras que me ha dirigido; y saludo con gratitud también al jefe de la policía, prefecto Gianni De Gennaro, y al prefecto Salvatore Festa. Me complace expresar a todos mis mejores deseos para el año recién iniciado.

Esta cita, queridos amigos, nos ofrece siempre, además de la alegría de encontrarnos, también un motivo de reflexión, y contribuye a reforzar en vosotros las motivaciones de la tarea que se os ha asignado. Sé bien, también por experiencia directa, cuán importante es para los peregrinos y los turistas vuestra discreta presencia en los lugares que constituyen el corazón de la Roma cristiana. Cada uno de ellos, que desea visitar la basílica de San Pedro y se detiene bajo la imponente columnata de Bernini, ve vuestro rostro y a menudo recurre a vuestra ayuda.

Hay un aspecto de este trabajo insustituible que quisiera subrayar hoy: la custodia de los lugares y el cuidado de las personas. Cuidado y custodia son elementos esenciales para comprender el significado real del compromiso específico que se requiere de vosotros. Vuestra tarea consiste en custodiar y vigilar lugares que tienen un valor inestimable para la memoria y la fe de millones de peregrinos; lugares que contienen grandes tesoros de historia y de arte, pero donde sobre todo se lleva a cabo, por inescrutable misterio, el encuentro vivo de los fieles con el Señor Jesús. El pueblo de Dios, el peregrino, toda persona, al pasar junto a vosotros, comprende que goza de una especial y tranquilizadora protección.

Ojalá todos sientan que cuentan con vuestra ayuda y vuestra protección, para que así puedan participar en el gran patrimonio espiritual de la comunidad cristiana. Como componentes de este Cuerpo especial de seguridad pública, tened la solicitud de vigilar para que cada persona pueda llegar con tranquilidad hasta el umbral de los lugares santos; y para que, al gozar de vuestra vigilancia, los peregrinos abran luego de par en par el corazón al encuentro con el Dios verdadero, que da la vida.

Queridos hermanos y hermanas, esta reflexión vale para cada uno de nosotros: todos estamos llamados a ser custodios de nuestro prójimo. El Señor nos pedirá cuentas de la responsabilidad que nos incumbe, del bien o del mal que hayamos hecho a nuestros hermanos; si los hemos acompañado con atención a lo largo del camino diario, compartiendo las preocupaciones y las alegrías manifestadas por su corazón; si hemos estado a su lado, de modo discreto pero constante, durante su viaje; y si les hemos ayudado y sostenido cuando el camino se hacía más arduo y fatigoso.

Queridos amigos, llevemos juntamente las cargas unos de otros, compartiendo la alegría de pertenecer al Señor y de vivir constantemente a la luz de su Evangelio, palabra de verdad que salva. Al inicio de este nuevo año, pidamos la protección materna de la Virgen Madre, encomendándole toda tristeza, toda preocupación y toda esperanza, para que en todas las circunstancias de la vida podamos amar, alegrarnos y vivir en la fe del Hijo de Dios que por nosotros se hizo hombre.

Con estos sentimientos, a la vez que os deseo un sereno y provechoso trabajo, invoco sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todos vuestros seres queridos la abundancia de los dones celestiales, y de corazón os imparto una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL SEÑOR MUAMMER DOGAN AKDUR,
NUEVO EMBAJADOR DE TURQUÍA ANTE LA SANTA SEDE*

Viernes 19 de enero de 2007



Señor embajador:

Con gusto le doy la bienvenida al Vaticano con ocasión de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Turquía ante la Santa Sede.

Le agradezco las amables palabras que me ha transmitido de parte de su excelencia el señor Ahmet Necdet Sezer, presidente de la República, y le agradecería que le exprese mis mejores deseos para su persona y para sus compatriotas. En esta ocasión quiero expresar una vez más mi gratitud a las autoridades y a la población turcas por la acogida que me dispensaron durante mi viaje pastoral en diciembre del año pasado.

La inolvidable experiencia que me llevó, tras las huellas de mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, a Ankara, Éfeso y Estambul, me permitió constatar las buenas relaciones que se mantienen desde hace mucho tiempo entre su país y la Santa Sede. En mis diferentes encuentros con las autoridades políticas, reafirmé el arraigo de la Iglesia católica en la sociedad turca, gracias a la prestigiosa herencia de las primeras comunidades cristianas de Asia menor y a la contribución insustituible de los primeros concilios ecuménicos a la vida de la Iglesia universal, pero también gracias a la existencia de las comunidades cristianas actuales, ciertamente minoritarias, pero apegadas a su país y al bien común de toda la sociedad, que desean aportar su contribución a la edificación de la nación.

La Iglesia católica, gozando de la libertad religiosa garantizada a todos los creyentes por la Constitución turca, desea poder beneficiarse de un estatuto jurídico reconocido y de la creación de una instancia de diálogo oficial entre la Conferencia episcopal y las autoridades del Estado, para afrontar los diferentes problemas que puedan plantearse y proseguir las buenas relaciones entre las dos partes. No dudo de que su Gobierno hará todo lo posible para avanzar en este sentido.

Durante mi memorable viaje manifesté muchas veces el respeto de la Iglesia católica por el islam, y la estima del Papa y de los fieles por los creyentes musulmanes, sobre todo durante mi visita a la Mezquita Azul de Estambul. En el mundo actual, en el que las tensiones parecen exacerbarse, la Santa Sede tiene la convicción, que se asocia a la que usted acaba de expresar, de que los creyentes de las diferentes religiones deben esforzarse por trabajar juntos en favor de la paz, comenzando por denunciar la violencia, utilizada con demasiada frecuencia en el pasado con el pretexto de motivaciones religiosas, y de que deben aprender a conocerse mejor y a respetarse más, para edificar una sociedad cada vez más fraterna.

Las religiones también pueden unir sus esfuerzos para promover el respeto del hombre, creado a imagen del Todopoderoso, y para que se reconozcan los valores fundamentales que rigen la vida de las personas y de las sociedades. El diálogo, necesario entre las autoridades religiosas en todos los niveles, comienza en la vida de todos los días mediante la estima y el respeto mutuos que se tienen los creyentes de cada religión, compartiendo la misma vida y trabajando juntos por el bien común.
Como recordé recientemente en Ankara, la Santa Sede reconoce el lugar específico de Turquía, y su situación geográfica e histórica de puente entre los continentes asiático y europeo, y de encrucijada entre las culturas y las religiones. Aprecia el compromiso de su país en el seno de la comunidad internacional en favor de la paz, especialmente su acción con vistas a la reanudación de las negociaciones en Oriente Próximo y su implicación actual en el Líbano, para ayudar a la reconstrucción del país devastado por la guerra y para permitir un diálogo constructivo entre todas las partes que componen la sociedad libanesa.

La Santa Sede sigue siempre con gran atención los debates y los esfuerzos emprendidos por las naciones para solucionar entre ellas, a veces con la ayuda de terceros países y de autoridades regionales o internacionales, las situaciones de conflicto heredadas del pasado, así como las acciones emprendidas para acercar a los países entre sí en asociaciones o uniones políticas, culturales y económicas. La globalización de los intercambios, ya existente a nivel económico y financiero, debe ir acompañada evidentemente por compromisos políticos comunes, a nivel planetario, para garantizar un desarrollo duradero y organizado que no excluya a nadie y que asegure un futuro equilibrado a las personas, a las familias y a los pueblos.

Permítame, señor embajador, saludar a través de usted a las comunidades católicas de Turquía, a las que tuve la alegría de visitar, en particular de Éfeso y Estambul. A los obispos, a los sacerdotes y a todos los fieles reafirmo mi afecto de Sucesor de Pedro y mi aliento para que la Iglesia católica que está en Turquía siga testimoniando humilde y fielmente el amor de Dios a través del diálogo con todos, especialmente con los creyentes musulmanes, y mediante su compromiso al servicio del bien común. También saludo con afecto a Su Santidad el Patriarca Bartolomé I, a los obispos y a todos los fieles de la Iglesia ortodoxa, con quien nos unen ya tantos vínculos de fraternidad en espera del día bendito en que seamos invitados a la misma mesa de Cristo.

Señor embajador, en el momento en que se inaugura oficialmente su misión ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos para su feliz cumplimiento. Puede estar seguro de que entre mis colaboradores encontrará siempre una acogida atenta y una comprensión cordial.

Invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones del Todopoderoso sobre su excelencia, sobre su familia y sobre sus colaboradores de la embajada, así como sobre las autoridades y el pueblo turcos.


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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE FINLANDIA

Viernes 19 de enero de 2007



Queridos obispos Peura y Wróbel;
distinguidos amigos:

Con alegría os doy la bienvenida, miembros de la delegación ecuménica de Finlandia, que visitáis Roma con motivo de la fiesta de san Enrique, patrono de vuestra nación.

Vuestra presencia aquí coincide este año con la Semana de oración por la unidad de los cristianos. El tema de la Semana —"Hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37)—, ilustra cómo Jesús nos cura a todos de la sordera espiritual, permitiéndonos escuchar su palabra de salvación y proclamarla a los demás. Esta tarea de testimonio común con palabras y obras alimenta nuestro camino ecuménico. Al acercarnos a Cristo, convirtiéndonos a su verdad y a su amor, nos acercamos más los unos a los otros.

El desarrollo de las relaciones entre los cristianos en los últimos años en Finlandia es fuente de gran esperanza para el futuro del ecumenismo. De buen grado oran y trabajan juntos, dando testimonio común de la palabra de Dios.

Todos los hombres y mujeres buscan o necesitan precisamente este convincente testimonio de las verdades del Evangelio, que constituyen nuestra guía y salvación. Por parte de los cristianos esto exige valentía. De hecho, como sugerí en las Vísperas ecuménicas durante mi visita a Baviera, todo "debilitamiento del tema de la justificación y del perdón de los pecados, en último término, es resultado de un debilitamiento de nuestra relación con Dios. Por eso, nuestra primera tarea consistirá tal vez en redescubrir al Dios vivo en nuestra vida, en nuestro tiempo y en nuestra sociedad" (Homilía del 12 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 14).

En la Declaración conjunta sobre la justificación, los luteranos y los católicos han dado grandes pasos desde el punto de vista teológico. Todavía queda mucho por hacer y es alentador que el diálogo nórdico luterano-católico en Finlandia y Suecia esté estudiando el tema: "La Justificación en la vida de la Iglesia".

Espero y rezo para que esas conversaciones contribuyan realmente a la búsqueda de la unidad plena y visible de la Iglesia, dando al mismo tiempo una respuesta cada vez más clara a las cuestiones fundamentales que afectan a la vida y a la sociedad.

Con la convicción de que el Espíritu Santo es el auténtico protagonista del compromiso ecuménico (cf. Unitatis redintegratio 1 y 4), sigamos rezando y trabajando por la edificación de vínculos más estrechos de amor y cooperación entre luteranos y católicos en Finlandia.

Sobre vosotros y sobre todos los queridos habitantes de Finlandia invoco las abundantes bendiciones divinas de paz y de alegría.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL COLEGIO CAPRÁNICA
EN EL 55O ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN

Viernes 19 de enero de 2007



Señor cardenal;
venerados hermanos;
monseñor rector;
queridos alumnos del Colegio Capránica:
Me alegra acogeros en vísperas de la fiesta de vuestra patrona, santa Inés. Os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal vicario Camillo Ruini y el arzobispo Pio Vigo, que forman la Comisión episcopal encargada del Colegio. Saludo al rector, monseñor Ermenegildo Manicardi. Os doy una especial bienvenida a vosotros, queridos alumnos, que formáis parte de la comunidad del colegio eclesiástico romano más antiguo.

En efecto, han pasado 550 años desde aquel 5 de enero de 1457, cuando el cardenal Domenico Capránica, arzobispo de Fermo, fundó el Colegio que tomó su nombre, destinando a él todos sus bienes y su palacio junto a Santa María en Aquiro, para que pudiera acoger a jóvenes estudiantes llamados al sacerdocio. La naciente institución era la primera en su género en Roma; inicialmente reservada a los jóvenes de Roma y de Fermo, extendió luego su hospitalidad a estudiantes de otras regiones italianas y de diversas nacionalidades.

El cardenal Capránica murió menos de dos años después, pero su fundación ya había iniciado su camino, que ha proseguido hasta hoy, sufriendo solamente un decenio de clausura, de 1798 a 1807, durante la así llamada República romana. Dos Papas fueron alumnos del Colegio Capránica: durante casi cuatro años el Papa Benedicto XV, al que con razón consideráis "parens alter" por el especial afecto que manifestó siempre por vuestra casa, y también, durante un tiempo más corto, el siervo de Dios Pío XII. A vuestro Colegio mostraron siempre su benevolencia mis venerados predecesores, algunos de los cuales os visitaron en circunstancias particulares.

Nuestro encuentro, además de celebrarse en recuerdo de santa Inés, tiene lugar en el contexto de un significativo aniversario de vuestra institución. Desde esta perspectiva histórica y espiritual es útil preguntarse qué motivaciones impulsaron al cardenal Capránica a fundar esta obra providencial, y qué valor conservan para vosotros hoy esas motivaciones.

Ante todo, conviene recordar que el fundador había tenido experiencia directa de los colegios de las Universidades de Padua y Bolonia, en las que había estudiado, así como de las de Siena, Florencia y Perusa. Se trataba de instituciones surgidas para hospedar a jóvenes versados en los estudios y que no pertenecían a familias ricas. Tomando algunos elementos de esos modelos, ideó uno que estuviera destinado exclusivamente a la formación de los futuros sacerdotes, con una atención preferente a los candidatos con menos recursos económicos.

De este modo, anticipó en más de un siglo la institución de los "seminarios" realizada por el concilio de Trento. Pero todavía no hemos puesto de relieve la motivación de fondo de su providencial iniciativa: consiste en la convicción de que la calidad del clero depende de la seriedad de su formación. Ahora bien, en tiempos del cardenal Capránica faltaba una esmerada selección de los aspirantes a las órdenes sagradas: a veces se les examinaba en literatura y canto, pero no en teología, en moral y en derecho canónico, con las repercusiones negativas que se pueden imaginar sobre la comunidad eclesial.

Por eso, en las Constituciones de su colegio, el cardenal impuso a los alumnos de teología el estudio de los mejores autores, especialmente de santo Tomás de Aquino; a los de derecho, la doctrina del Papa Inocencio III; y a todos, la ética aristotélica. Además, sin contentarse con las clases del Studium urbis, estableció repeticiones suplementarias impartidas por especialistas directamente dentro del Colegio. Esta programación de los estudios se insertaba en un marco de formación integral, centrada en la dimensión espiritual, que tenía como pilares los sacramentos de la Eucaristía —diaria— y de la Penitencia —al menos mensual— y se sostenía con las prácticas de piedad prescritas o sugeridas por la Iglesia.

También la educación caritativa tenía gran importancia, tanto en la vida fraterna ordinaria como en la asistencia a los enfermos y en lo que hoy llamamos "experiencia pastoral". En efecto, en los días festivos los alumnos debían prestar servicio en la catedral o en las otras iglesias del lugar. Por último, daba una valiosa aportación formativa el estilo comunitario, caracterizado por una fuerte participación de todos en las decisiones concernientes a la vida del Colegio.

Encontramos aquí la misma opción de fondo que tendrán después los seminarios diocesanos, naturalmente con un sentido más profundo de pertenencia a la Iglesia particular, es decir, la elección de una seria formación humana, cultural y espiritual, abierta a las exigencias propias de los tiempos y de los lugares.

Queridos amigos, pidamos al Señor, por intercesión de María santísima y de santa Inés, que el Almo Colegio Capránica prosiga su camino, fiel a su larga tradición y a las enseñanzas del concilio Vaticano II. A vosotros, queridos alumnos, os deseo que renovéis cada día, desde lo más profundo del corazón, vuestra entrega a Dios y a la santa Iglesia, configurándoos cada vez más a Cristo, buen Pastor, que os ha llamado a seguirlo y a trabajar en su viña. Os agradezco esta grata visita y, a la vez que os aseguro mi oración, con afecto os imparto una bendición apostólica especial a todos vosotros y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL SEÑOR MARIUS GABRIEL LAZURCA,
NUEVO EMBAJADOR DE RUMANÍA ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 20 de enero de 2007



Señor embajador:

Me alegra acoger a su excelencia en el Vaticano para la presentación solemne de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Rumanía ante la Santa Sede. Le ruego que exprese a su excelencia, el señor Traian Basescu, presidente de Rumanía, mis mejores deseos para su persona así como mis deseos de felicidad y prosperidad para el pueblo rumano. Ruego a Dios que acompañe los esfuerzos de cada uno en la obra de edificación de una nación cada vez más fraterna y solidaria.

Al principio de este año, señor embajador, su país se ha alegrado legítimamente de ser admitido oficialmente, después de largos años de esfuerzos, en la Unión europea. La Santa Sede, que desde hace mucho tiempo mantiene relaciones estrechas y fructuosas con Rumanía, como usted mismo ha subrayado, ha acogido esta nueva situación con satisfacción, puesto que consolida cada día más la unidad recuperada del continente europeo, después del largo y triste período de separación de la guerra fría.

Su país tiene una larga tradición cristiana, viva y fecunda en su cultura así como en el dinamismo de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales, y en su participación activa en la vida social. Por eso, me alegro de que Rumanía, con la riqueza de este "innegable patrimonio cristiano (...), que contribuyó ampliamente a modelar la Europa de las naciones y la Europa de los pueblos" (Discurso al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, 8 de enero de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de enero de 2007, p. 8), aporte su contribución original al edificio europeo, para permitir que no sea solamente una fuerza económica y un gran mercado de bienes de consumo, sino que pueda encontrar un nuevo impulso político, cultural y espiritual, capaz de construir un futuro prometedor para las nuevas generaciones.

Como recordé recientemente al Cuerpo diplomático: "Sólo será posible promover la paz si se respeta a la persona humana, y sólo construyendo la paz se sentarán las bases de un auténtico humanismo integral. Aquí encuentra respuesta la preocupación ante el futuro de tantos contemporáneos nuestros" (ib.).

Desde hace años, su país está comprometido en una profunda obra de renovación de la sociedad, con la finalidad de sanar las heridas del pasado y permitir a todos gozar de las libertades fundamentales y beneficiarse del progreso económico y social. Me alegro por ello, y aliento a los responsables políticos a velar con atención por las exigencias de una solidaridad activa entre todos los estratos de la población, para evitar que con la globalización se abra una brecha cada vez mayor entre los ciudadanos que acceden legítimamente a los beneficios del desarrollo económico y los que se encuentran progresivamente marginados, es decir, excluidos de ese proceso, como se observa lamentablemente en numerosas sociedades modernas.

Asimismo, es importante garantizar a todos el acceso equitativo a una justicia independiente y transparente, capaz de luchar de modo eficaz contra los que no respetan el bien común y manipulan las leyes en provecho propio. Desde esta perspectiva, deseo que se preste también una atención renovada a las familias más pobres, para que puedan educar a sus hijos con dignidad.

Me alegro, además, de los progresos realizados por su Gobierno en la delicada gestión de la restitución de los bienes confiscados a las comunidades religiosas. Es una obra de amplio alcance, impuesta por la justicia y la equidad, que debe permitir a todos los cultos reconocidos encontrar su legítimo lugar en el seno de la sociedad rumana. Deseo asimismo que las normas que regulan la libertad religiosa, que es una libertad fundamental, se respeten plenamente, sobre todo por lo que concierne a la Iglesia greco-católica.

Sé que la Iglesia católica, por su parte, está siempre dispuesta a estudiar con las autoridades competentes, con espíritu de diálogo, los medios para superar las dificultades que puedan surgir en las relaciones mutuas. Esto contribuirá sin duda a la paz social. A este propósito, no puedo menos de expresar mi inquietud con respecto a la cuestión de la catedral de San José de Bucarest, en favor de la cual el arzobispo de Bucarest ha efectuado numerosas reclamaciones ante los organismos competentes del Estado, para preservar el patrimonio histórico que constituye y los valores de fe que representa, no sólo para la comunidad católica sino también para toda la población rumana.

La visita del Papa Juan Pablo II a su país, en 1999, ha marcado -como usted ha dicho- "el corazón y el espíritu de los rumanos". Sobre todo ha permitido un nuevo desarrollo de las relaciones entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa rumana. A la vez que saludo cordialmente, a través de usted, a Su Beatitud Teóctist, Patriarca ortodoxo de Rumanía, que vino a visitar a la Iglesia de Roma en 2002, expreso mis mejores deseos para que los fieles católicos y ortodoxos sigan cultivando relaciones cada vez más fraternas en la vida diaria y progresen igualmente, en todos los niveles, las ocasiones de diálogo. En particular, deseo que el Encuentro ecuménico europeo, que se celebrará en Sibiu el próximo mes de septiembre, constituya una etapa importante en el camino emprendido juntos hacia la unidad.

Permítame saludar también a la comunidad católica de Rumanía, unida en torno a sus pastores. Ha tenido -como recordaba mi predecesor- "la oportunidad providencial de ver prosperar desde hace siglos, una al lado de la otra, las dos tradiciones, la latina y la bizantina, que juntas embellecen el rostro de la única Iglesia" (Juan Pablo II, Discurso a los obispos de Rumanía en visita "ad limina", 1 de marzo de 2003, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de marzo de 2003, p. 5), lo cual la obliga a testimoniar particularmente la unidad católica y la califica muy especialmente para trabajar en favor del ecumenismo. Sé que los fieles católicos participan activamente en la vida del país, particularmente en el ámbito espiritual y social, y los animo vivamente a testimoniar con valentía el lugar insustituible de la familia en el seno de la sociedad.

En el momento en que su excelencia inaugura oficialmente sus funciones ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos para el feliz cumplimiento de su misión. Señor embajador, tenga la seguridad de que entre mis colaboradores encontrará siempre atención y comprensión cordiales.

Sobre usted, sobre su familia, sobre sus colaboradores de la embajada y sobre todo el pueblo rumano invoco de corazón la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DE LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA

Sala Clementina
Sábado 20 de enero de 2007



Señores Cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado:

Me da mucha alegría recibir y saludar con afecto a los Consejeros y Miembros de la Pontificia Comisión para América Latina con ocasión de su Reunión Plenaria. Agradezco a su Presidente, el Cardenal Giovanni Battista Re, sus amables palabras que expresan el sentir de todos vosotros y el deseo profundo de renovar vuestro compromiso de servir, cum Petro et sub Petro, a la Iglesia que peregrina en América Latina, siguiendo el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor, que ama y se entrega por sus ovejas.

Pensando en los desafíos que al inicio de este tercer milenio se plantean a la Evangelización, se ha escogido como tema de reflexión este encuentro "La familia y la educación cristiana en América Latina", muy en consonancia con el inolvidable Encuentro Mundial de las Familias el pasado verano en Valencia, España. Fue un hermoso acontecimiento que pude compartir con familias católicas de todo el mundo, muchas de ellas latinoamericanas.

Vuestra presencia aquí me hace pensar en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que he convocado en Aparecida, Brasil, y que tendré el gusto de inaugurar. Pido al Espíritu Santo, que asiste siempre a su Iglesia, que la gloria de Dios Padre misericordioso y la presencia pascual de su Hijo iluminen y guíen los trabajos de este importante evento eclesial a fin de que sea signo, testimonio y fuerza de comunión para toda la Iglesia en América Latina.

Esta Conferencia, en continuidad con las cuatro anteriores, está llamada a dar un renovado impulso a la Evangelización en esa vasta región del mundo eminentemente católica, en la que vive una gran parte de la comunidad de los creyentes. Es preciso proclamar íntegro el Mensaje de la Salvación, que llegue a impregnar las raíces de la cultura y se encarne en el momento histórico latinoamericano actual, para responder mejor a sus necesidades y legítimas aspiraciones.

Al mismo tiempo, se ha de reconocer y defender siempre la dignidad de cada ser humano como criterio fundamental de los proyectos sociales, culturales y económicos, que ayuden a construir la historia según el designio de Dios. En efecto, la historia latinoamericana ofrece multitud de testimonios de hombres y mujeres que han seguido fielmente a Cristo de un modo tan radical que, llenos de ese fuego divino que lo consume todo, han forjado la identidad cristiana de sus pueblos. Su vida es un ejemplo y una invitación a seguir sus pasos.

La Iglesia en América Latina afronta enormes desafíos: el cambio cultural generado por una comunicación social que marca los modos de pensar y las costumbres de millones de personas; los flujos migratorios, con tantas repercusiones en la vida familiar y en la práctica religiosa en los nuevos ambientes; la reaparición de interrogantes sobre cómo los pueblos han de asumir su memoria histórica y su futuro democrático; la globalización, el secularismo, la pobreza creciente y el deterioro ecológico, sobre todo en las grandes ciudades, así como la violencia y el narcotráfico.

Ante todo ello, se ve la necesidad urgente de una nueva Evangelización, que nos impulse a profundizar en los valores de nuestra fe, para que sean savia y configuren la identidad de esos amados pueblos que un día recibieron la luz del Evangelio. Por ello resulta oportuno el tema elegido como guía para las reflexiones de dicha Conferencia: Discípulos y misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida. En efecto, la V Conferencia ha de fomentar que todo cristiano se convierta en un verdadero discípulo de Jesucristo, enviado por Él como apóstol, y como decía el Papa Juan Pablo II, "no de re-evangelización sino de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión", a fin de que la Buena Noticia arraigue en la vida y en la conciencia de todos los hombres y mujeres de América Latina (Discurso en la apertura de la XIX Asamblea del Consejo del Episcopado Latinoamericano. Port-au-Prince, Haití, 9 marzo 1983).

Queridos Hermanos: los hombres y mujeres de América Latina tienen una gran sed de Dios. Cuando en la vida de las comunidades se produce un sentimiento como de orfandad respecto a Dios Padre, es vital la labor de los Obispos, sacerdotes y demás agentes de pastoral, que den testimonio, como Cristo, de que el Padre es siempre Amor providente que se ha revelado en su Hijo. Cuando la fe no se alimenta de la oración y meditación de la Palabra divina; cuando la vida sacramental languidece, entonces prosperan las sectas y los nuevos grupos pseudoreligiosos, provocando el alejamiento de la Iglesia por parte de muchos católicos. Al no recibir éstos respuestas a sus aspiraciones más hondas, que podrían encontrarse en la vida de fe compartida, se producen también situaciones de vacío espiritual. En la labor evangelizadora es fundamental recordar siempre que el Padre y el Hijo enviaron al Espíritu Santo en Pentecostés, y que ese mismo Espíritu sigue impulsando la vida de la Iglesia. Por eso es importante el sentido de pertenencia eclesial, donde el cristiano crece y madura en la comunión con sus hermanos, hijos de un mismo Dios y Padre.

"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14,6). Como señalaba mi venerado predecesor Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Ecclesia in America, "Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano" (n. 10). Sólo viviendo intensamente su amor a Jesucristo y entregándose generosamente al servicio de la caridad, sus discípulos serán testigos elocuentes y creíbles del inmenso amor de Dios por cada ser humano. De esta manera, amando con el mismo amor de Dios, llegarán a ser agentes de la transformación del mundo, instaurando en él una nueva civilización, que el querido Papa Pablo VI llamaba justamente "la civilización del amor" (cf. Discurso en la clausura del Año Santo, 25 diciembre 1975).

Para el futuro de la Iglesia en Latinoamérica y el Caribe es importante que los cristianos profundicen y asuman el estilo de vida propio de los discípulos de Jesús: sencillo y alegre, con una fe sólida arraigada en lo más íntimo de su corazón y alimentada por la oración y los sacramentos. En efecto, la fe cristiana se nutre sobre todo de la celebración dominical de la Eucaristía, en la cual se realiza un encuentro comunitario, único y especial con Cristo, con su vida y su palabra.

El verdadero discípulo crece y madura en la familia, en la comunidad parroquial y diocesana; se convierte en misionero cuando anuncia la persona de Cristo y su Evangelio en todos los ambientes: la escuela, la economía, la cultura, la política y los medios de comunicación social. De modo especial, los frecuentes fenómenos de explotación e injusticia, de corrupción y violencia, son una llamada apremiante para que los cristianos vivan con coherencia su fe y se esfuercen por recibir una sólida formación doctrinal y espiritual, contribuyendo así a la construcción de una sociedad más justa, más humana y cristiana.

Es un deber importante alentar a los cristianos que, animados por su espíritu de fe y caridad, trabajan incansablemente para ofrecer nuevas oportunidades a quienes se encuentran en la pobreza o en las zonas periféricas más abandonadas, para que puedan ser protagonistas activos de su propio desarrollo, llevándoles un mensaje de fe, de esperanza y de solidaridad.

Para terminar, vuelvo al tema de vuestro encuentro de estos días sobre la familia cristiana, lugar privilegiado para vivir y transmitir la fe y las virtudes. En el hogar se custodia el patrimonio de la fe; en él los hijos reciben el don de la vida, se sienten amados tal como son y aprenden los valores que les ayudarán a vivir como hijos de Dios. De esta manera, la familia, acogiendo el don de la vida, se convierte en el ambiente propicio para responder al don de la vocación (cf. Alocución en el Ángelus, Valencia, 8 julio 2006), especialmente ahora en que se siente tanto la necesidad de que el Señor envíe trabajadores a su mies.

Pidamos a María, modelo de madre en la Sagrada Familia y Madre de la Iglesia, Estrella de la Evangelización, que guíe con su intercesión maternal a las comunidades eclesiales de Latinoamérica y el Caribe, y asista a los participantes en la V Conferencia para que encuentren los caminos más apropiados a fin de que aquellos pueblos tengan vida en Cristo y construyan, en el llamado "Continente de la esperanza", un futuro digno para todo hombre y mujer. Os aliento a todos en vuestros trabajos y os imparto de corazón mi Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR ANTUN SBUTEGA, PRIMER EMBAJADOR
DE LA REPÚBLICA DE MONTENEGRO ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 22 de enero de 2007



Señor embajador:

Es para mí motivo de singular alegría recibir las cartas con las que el señor Filip Vujanovic, presidente de la República de Montenegro, lo acredita como primer embajador ante la Sede apostólica. Sea bienvenido. El sentimiento del Sucesor de Pedro, hoy, tiene orígenes antiguos y se alimenta de una memoria que reanuda un diálogo jamás interrumpido a lo largo de los siglos entre las estirpes montenegrinas y el Obispo de Roma. A través de usted, señor embajador, deseo expresar mi gran estima, en primer lugar, al señor presidente de la República, con el que tuve la alegría de encontrarme recientemente, y luego también a las demás autoridades del Estado y a toda la sociedad civil montenegrina que, en su pluralidad étnica, ha querido entablar un diálogo directo y cordial con la Santa Sede.

Como usted sabe, la buena nueva llegó desde los tiempos apostólicos a las tierras que hoy forman la República a la que usted pertenece. Esos vínculos de orden espiritual se fortalecieron por obra del apostolado de los monjes benedictinos, hasta el punto de que, durante el pontificado del gran Papa Gregorio VII, se llegó al reconocimiento público de la independencia del reino de Coclea, cuando el príncipe Mihail recibió las insignias de la realeza de la Sede de Pedro. A lo largo de las vicisitudes alternas de los siglos, los pueblos que vivían en la actual Crna Gora han mantenido siempre una relación dinámica y cordial con las naciones vecinas, hasta el punto de que dieron interesantes aportaciones a la vida de las naciones europeas, entre ellas Italia, a la que, durante el siglo pasado, dieron incluso una reina.

Las antiguas cartas hablan de un diálogo fecundo entre la Sede apostólica y el príncipe Nicolás de Montenegro, que en 1886 llevó a estipular una convención con la que se proveía a las necesidades espirituales de los ciudadanos católicos, dependientes de la entonces capital Cetinje. La clarividencia de las resoluciones adoptadas por aquel jefe de Estado, por lo que atañe al reconocimiento de los derechos de una parte de sus compatriotas, suscita aún hoy nuestra admiración, subrayando la necesidad de una justa consideración de las exigencias objetivas de la práctica religiosa de cada uno. Todo católico es plenamente consciente de las prerrogativas del Estado, pero al mismo tiempo también es consciente de sus deberes en relación con los imperativos evangélicos.

Por tanto, reflexionando sobre los siglos pasados, cuando el mensaje evangélico de la salvación llegó a las tierras de Montenegro, abrazando la tradición oriental y al mismo tiempo la occidental, su patria, señor embajador, se ha caracterizado siempre por ser un lugar privilegiado del encuentro ecuménico que todos deseamos. También el encuentro entre cristianos y musulmanes ha dado en Montenegro frutos convincentes.

Es preciso proseguir por este camino, en el que la Iglesia desea que todos converjan en el compromiso de unir los esfuerzos al servicio de la nobleza innata del ser humano. En efecto, la Iglesia ve en esto una parte significativa de su misión al servicio del hombre en su integridad de pensamiento, acción y programación, respetando las tradiciones que identifican una tierra como tal. Estoy seguro de que, en el contexto europeo, Montenegro dará su aportación activa, tanto en el ámbito civil como en el político, social, cultural y religioso.

Una de las prioridades sobre las que seguramente está reflexionando la nueva República independiente, que usted representa, es la consolidación del Estado de derecho en los diversos ámbitos de la vida pública, mediante la adopción de medidas que garanticen el goce efectivo de todos los derechos que prevén las leyes fundamentales del Estado. Esto promoverá el crecimiento de la confianza social en los ciudadanos, permitiéndoles sentirse libres de alcanzar sus legítimos objetivos, sea como particulares sea como comunidades dentro de las cuales han elegido agruparse, y esto se traducirá en una maduración general en la cultura de la legalidad.

Montenegro pertenece a la familia de las naciones europeas, a las que, a pesar de su pequeña dimensión, ha dado y quiere seguir dando su generosa contribución. El pleno reconocimiento de la vida y de los objetivos de la comunidad católica en el contexto de la sociedad montenegrina, realizado hace más de un siglo, ha resultado útil a la soberanía del Estado y grato para la misión específica de la Iglesia. En esa circunstancia histórica específica, ¿cómo no notar la respetuosa actitud de la Iglesia ortodoxa del tiempo, que no se opuso a un acuerdo con la Sede apostólica? Más aún, vio en este paso un instrumento útil para responder mejor a las necesidades espirituales de la población. Es de desear que esta disposición cristiana se desarrolle ulteriormente.

Como en el pasado, la Sede apostólica desea reafirmar también hoy su estima, su afecto y su consideración por las nobles estirpes que viven en Montenegro, manteniendo un diálogo fraterno con la Ortodoxia, tan presente y viva en el país. De esta actitud son testigos las relaciones milenarias de recíproca consideración. También hoy es necesario profundizar esta actitud constructiva, para servir mejor a las personas a las que usted hoy representa dignamente aquí. Ellas, con gran apertura de espíritu, miran simultáneamente sea a Occidente sea a Oriente, poniéndose como puente entre ambas realidades. Con plena cordialidad, como durante los siglos pasados, es posible lograr acuerdos que redunden en beneficio del país y de la comunidad católica, sin perjudicar lo más mínimo los derechos legítimos de otras comunidades religiosas. Este es el camino emprendido por la Europa actual y que su país quiere recorrer con tanta esperanza.

Señor embajador, las credenciales que usted me presenta son el signo de una voluntad positiva de contribuir a la vida internacional con la propia identidad específica. En este sentido, encontrará en la Sede apostólica un interlocutor que conoce bien la historia, el presente y los deseos de su pueblo. En mí y en mis valiosos colaboradores encontrará atención y consideración, basada en relaciones recíprocas milenarias y cordiales.

Además de pedirle que se haga intérprete de mi estima y mi gratitud ante las autoridades que lo acreditan, le ruego que transmita la expresión de mi vivo deseo de prosperidad, paz y progreso para todos los habitantes de Montenegro, sobre los cuales invoco las abundantes bendiciones del Altísimo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL XI CONSEJO ORDINARIO DE LA SECRETARÍA GENERAL
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Sala de los Papas
Jueves 25 de enero de 2007



Queridos y venerados hermanos:

Gracias por vuestra visita. Os saludo a todos con afecto, comenzando por el secretario general del Sínodo de los obispos, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Bajo su dirección os habéis reunido por quinta vez con el fin de proveer al cumplimiento de las indicaciones emanadas por la XI Asamblea general ordinaria e iniciar la preparación de la próxima Asamblea.

Os acojo con el saludo del Apóstol de los gentiles, cuya extraordinaria conversión conmemoramos hoy: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo" (1 Co 1, 3). Jesús es el Pastor supremo de la Iglesia; en su nombre y por mandato suyo nosotros cuidamos de su grey con plena disponibilidad, hasta la entrega total de nuestra vida.

La futura Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, la XII, tendrá por tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". A nadie escapa la importancia de este tema, que, por lo demás, fue el más solicitado en la consulta realizada entre los pastores de las Iglesias particulares. Ya desde hacía mucho tiempo era un tema deseado. Y esto se entiende fácilmente, puesto que la acción espiritual que expresa y alimenta la vida y la misión de la Iglesia se funda necesariamente en la palabra de Dios.

Además, la palabra de Dios, al estar destinada a todos los discípulos del Señor, como nos lo ha recordado la Semana de oración por la unidad de los cristianos, exige especial veneración y obediencia, para que sea acogida también como llamada urgente a la comunión plena entre los creyentes en Cristo.

Sobre el tema antes mencionado habéis trabajado con empeño y ya habéis llegado a la fase final de la redacción de los Lineamenta, un documento que quiere responder a la exigencia, tan sentida por los pastores, de fomentar cada vez más el contacto con la palabra de Dios en la meditación y en la oración. Os agradezco el apreciado trabajo que estáis llevando a cabo, juntamente con la Secretaría general del Sínodo de los obispos y un valioso grupo de expertos.

Me ha parecido muy interesante la breve exposición que me ha hecho usted, gracias a la cual he podido deducir cuánto habéis trabajado. Estoy seguro de que los Lineamenta, una vez publicados, servirán como valioso instrumento para que toda la Iglesia pueda profundizar en el tema de la próxima Asamblea sinodal. Deseo de corazón que eso ayude a redescubrir la importancia de la palabra de Dios en la vida de todo cristiano, de toda comunidad eclesial e incluso civil; a redescubrir también el dinamismo misionero ínsito en la palabra de Dios.

Como nos dice la carta a los Hebreos, la palabra de Dios es viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), e ilumina nuestro camino a lo largo de la peregrinación terrena hacia la plena realización del reino de Dios.
Gracias, una vez más, queridos hermanos, por esta visita. Os aseguro un recuerdo especial en mi oración por vuestras intenciones, invocando sobre vosotros la maternal protección de la santísima Virgen María, que dio al mundo a Jesucristo, la Palabra viva hecha carne.

Como signo de gratitud y como prenda de la asistencia del Espíritu Santo en la futura consulta de la Iglesia universal, os imparto la bendición apostólica a todos vosotros, y la extiendo de buen grado a todos los que han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PRELADOS AUDITORES Y OFICIALES
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL

Sábado 27 de enero de 2007



Queridos prelados auditores, oficiales
y colaboradores del Tribunal de la Rota romana:

Me alegra particularmente encontrarme nuevamente con vosotros con ocasión de la inauguración del año judicial. Saludo cordialmente al Colegio de prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, al que agradezco las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Saludo, asimismo, a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este Tribunal, así como a los miembros del Estudio rotal y a todos los presentes.

Aprovecho de buen grado la ocasión para renovaros la expresión de mi estima y para reafirmar, al mismo tiempo, la importancia de vuestro ministerio eclesial en un sector tan vital como es la actividad judicial. Tengo bien presente el valioso trabajo que estáis llamados a realizar con diligencia y escrúpulo en nombre y por mandato de esta Sede apostólica. Vuestra delicada tarea de servicio a la verdad en la justicia está sostenida por las insignes tradiciones de este Tribunal, con respecto a las cuales cada uno de vosotros debe sentirse personalmente comprometido.

El año pasado, en mi primer encuentro con vosotros, traté de explorar los caminos para superar la aparente contraposición entre la instrucción del proceso de nulidad matrimonial y el auténtico sentido pastoral. Desde esta perspectiva, emergía el amor a la verdad como punto de convergencia entre investigación procesal y servicio pastoral a las personas. Pero no debemos olvidar que en las causas de nulidad matrimonial la verdad procesal presupone la "verdad del matrimonio" mismo.

Sin embargo, la expresión "verdad del matrimonio" pierde relevancia existencial en un contesto cultural marcado por el relativismo y el positivismo jurídico, que consideran el matrimonio como una mera formalización social de los vínculos afectivos. En consecuencia, no sólo llega a ser contingente, como pueden serlo los sentimientos humanos, sino que se presenta como una superestructura legal que la voluntad humana podría manipular a su capricho, privándola incluso de su índole heterosexual.

Esta crisis de sentido del matrimonio se percibe también en el modo de pensar de muchos fieles. Los efectos prácticos de lo que llamé "hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura" con respecto a la enseñanza del concilio Vaticano II (cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 11) se notan de modo particularmente intenso en el ámbito del matrimonio y de la familia. En efecto, a algunos les parece que la doctrina conciliar sobre el matrimonio, y concretamente la descripción de esta institución como "intima communitas vitae et amoris" (Gaudium et spes, 48), debe llevar a negar la existencia de un vínculo conyugal indisoluble, porque se trataría de un "ideal" al que no pueden ser "obligados" los "cristianos normales".

De hecho, también en ciertos ambientes eclesiales, se ha generalizado la convicción según la cual el bien pastoral de las personas en situación matrimonial irregular exigiría una especie de regularización canónica, independientemente de la validez o nulidad de su matrimonio, es decir, independientemente de la "verdad" sobre su condición personal. El camino de la declaración de nulidad matrimonial se considera, de hecho, como un instrumento jurídico para alcanzar ese objetivo, según una lógica en la que el derecho se convierte en la formalización de las pretensiones subjetivas. Al respecto, hay que subrayar ante todo que el Concilio describe ciertamente el matrimonio como intima communitas vitae et amoris, pero que esa comunidad, siguiendo la tradición de la Iglesia, está determinada por un conjunto de principios de derecho divino que fijan su verdadero sentido antropológico permanente (cf. ib.).

Por lo demás, tanto el magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, como la obra legislativa de los Códigos latino y oriental, se han orientado en fiel continuidad hermenéutica con el Concilio. En efecto, también con respecto a la doctrina y a la disciplina matrimonial, esas instancias realizaron el esfuerzo de "reforma" o "renovación en la continuidad" (cf. Discurso a la Curia romana, cit.). Este esfuerzo se ha realizado apoyándose en el presupuesto indiscutible de que el matrimonio tiene su verdad, a cuyo descubrimiento y profundización concurren armoniosamente razón y fe, o sea, el conocimiento humano, iluminado por la palabra de Dios, sobre la realidad sexualmente diferenciada del hombre y de la mujer, con sus profundas exigencias de complementariedad, de entrega definitiva y de exclusividad.

La verdad antropológica y salvífica del matrimonio, también en su dimensión jurídica, se presenta ya en la sagrada Escritura. La respuesta de Jesús a los fariseos que le pedían su parecer sobre la licitud del repudio es bien conocida: "¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?". De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mt 19, 4-6).

Las citas del Génesis (Gn 1, 27; 2, 24) proponen de nuevo la verdad matrimonial del "principio", la verdad cuya plenitud se encuentra en relación con la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5, 30-31), y que fue objeto de tan amplias y profundas reflexiones por parte del Papa Juan Pablo II en sus ciclos de catequesis sobre el amor humano en el designio divino. A partir de esta unidad dual de la pareja humana se puede elaborar una auténtica antropología jurídica del matrimonio.

En este sentido, son particularmente iluminadoras las palabras conclusivas de Jesús: "Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre". Ciertamente, todo matrimonio es fruto del libre consentimiento del hombre y de la mujer, pero su libertad traduce en acto la capacidad natural inherente a su masculinidad y feminidad. La unión tiene lugar en virtud del designio de Dios mismo, que los creó varón y mujer y les dio poder de unir para siempre las dimensiones naturales y complementarias de sus personas.

La indisolubilidad del matrimonio no deriva del compromiso definitivo de los contrayentes, sino que es intrínseca a la naturaleza del "vínculo potente establecido por el Creador" (Juan Pablo II, Catequesis, 21 de noviembre de 1979, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de noviembre de 1979, p. 3). Los contrayentes se deben comprometer de modo definitivo precisamente porque el matrimonio es así en el designio de la creación y de la redención. Y la juridicidad esencial del matrimonio reside precisamente en este vínculo, que para el hombre y la mujer constituye una exigencia de justicia y de amor, a la que, por su bien y por el de todos, no se pueden sustraer sin contradecir lo que Dios mismo ha hecho en ellos.

Es preciso profundizar este aspecto, no sólo en consideración de vuestro papel de canonistas, sino también porque la comprensión global de la institución matrimonial no puede menos de incluir también la claridad sobre su dimensión jurídica. Sin embargo, las concepciones acerca de la naturaleza de esta relación pueden divergir de manera radical.

Para el positivismo, la juridicidad de la relación conyugal sería únicamente el resultado de la aplicación de un norma humana formalmente válida y eficaz. De este modo, la realidad humana de la vida y del amor conyugal sigue siendo extrínseca a la institución "jurídica" del matrimonio. Se crea una ruptura entre derecho y existencia humana que niega radicalmente la posibilidad de una fundación antropológica del derecho.

Totalmente diverso es el camino tradicional de la Iglesia en la comprensión de la dimensión jurídica de la unión conyugal, siguiendo las enseñanzas de Jesús, de los Apóstoles y de los santos Padres. San Agustín, por ejemplo, citando a san Pablo, afirma con fuerza: "Cui fidei (coniugali) tantum iuris tribuit Apostolus, ut eam potestatem appellaret, dicens: Mulier non habet potestatem corporis sui, sed vir; similiter autem et vir non habet potestatem corporis sui, sed mulier (1 Co 7, 4)" (De bono coniugali, 4, 4).

San Pablo, que tan profundamente expone en la carta a los Efesios el "gran misterio" (mustÖrion m+ga) del amor conyugal en relación con la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 22-31), no duda en aplicar al matrimonio los términos más fuertes del derecho para designar el vínculo jurídico con el que están unidos los cónyuges entre sí, en su dimensión sexual. Del mismo modo, para san Agustín, la juridicidad es esencial en cada uno de los tres bienes (proles, fides, sacramentum), que constituyen los ejes de su exposición doctrinal sobre el matrimonio.

Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista, el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su intrínseco deber ser. Por eso, como escribí en mi primera encíclica, "en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo" (Deus caritas est, 11). Así, amor y derecho pueden unirse hasta tal punto que marido y mujer se deben mutuamente el amor con que espontáneamente se quieren: el amor en ellos es el fruto de su libre querer el bien del otro y de los hijos; lo cual, por lo demás, es también exigencia del amor al propio verdadero bien.

Toda la actividad de la Iglesia y de los fieles en el campo familiar debe fundarse en esta verdad sobre el matrimonio y su intrínseca dimensión jurídica. No obstante esto, como he recordado antes, la mentalidad relativista, en formas más o menos abiertas o solapadas, puede insinuarse también en la comunidad eclesial. Vosotros sois bien conscientes de la actualidad de este peligro, que se manifiesta a veces en una interpretación tergiversada de las normas canónicas vigentes.

Es preciso reaccionar con valentía y confianza contra esta tendencia, aplicando constantemente la hermenéutica de la renovación en la continuidad y sin dejarse seducir por caminos de interpretación que implican una ruptura con la tradición de la Iglesia. Estos caminos se alejan de la verdadera esencia del matrimonio así como de su intrínseca dimensión jurídica y con diversos nombres, más o menos atractivos, tratan de disimular una falsificación de la realidad conyugal. De este modo se llega a sostener que nada sería justo o injusto en las relaciones de una pareja, sino que únicamente responde o no responde a la realización de las aspiraciones subjetivas de cada una de las partes. Desde esta perspectiva, la idea del "matrimonio in facto esse" oscila entre una relación meramente factual y una fachada jurídico-positivista, descuidando su esencia de vínculo intrínseco de justicia entre las personas del hombre y de la mujer.

La contribución de los tribunales eclesiásticos a la superación de la crisis de sentido sobre el matrimonio, en la Iglesia y en la sociedad civil, podría parecer a algunos más bien secundaria y de retaguardia. Sin embargo, precisamente porque el matrimonio tiene una dimensión intrínsecamente jurídica, ser sabios y convencidos servidores de la justicia en este delicado e importantísimo campo tiene un valor de testimonio muy significativo y de gran apoyo para todos.

Vosotros, queridos prelados auditores, estáis comprometidos en un frente en el que la responsabilidad con respecto a la verdad se aprecia de modo especial en nuestro tiempo. Permaneciendo fieles a vuestro cometido, haced que vuestra acción se inserte armoniosamente en un redescubrimiento global de la belleza de la "verdad sobre el matrimonio" —la verdad del "principio"—, que Jesús nos enseñó plenamente y que el Espíritu Santo nos recuerda continuamente en el hoy de la Iglesia.

Queridos prelados auditores, oficiales y colaboradores, estas son las consideraciones que deseaba proponer a vuestra atención, con la certeza de encontrar en vosotros a jueces y magistrados dispuestos a compartir y a hacer suya una doctrina de tanta importancia y gravedad. Os expreso a todos y a cada uno en particular mi complacencia, con plena confianza en que el Tribunal apostólico de la Rota romana, manifestación eficaz y autorizada de la sabiduría jurídica de la Iglesia, seguirá desempeñando con coherencia su no fácil munus al servicio del designio divino perseguido por el Creador y por el Redentor mediante la institución matrimonial.

Invocando la asistencia divina sobre vuestro trabajo, de corazón os imparto a todos una especial bendición apostólica.


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A LOS PRELADOS AUDITORES Y OFICIALES
DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL

Sábado 27 de enero de 2007



Queridos prelados auditores, oficiales
y colaboradores del Tribunal de la Rota romana:

Me alegra particularmente encontrarme nuevamente con vosotros con ocasión de la inauguración del año judicial. Saludo cordialmente al Colegio de prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, al que agradezco las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Saludo, asimismo, a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este Tribunal, así como a los miembros del Estudio rotal y a todos los presentes.

Aprovecho de buen grado la ocasión para renovaros la expresión de mi estima y para reafirmar, al mismo tiempo, la importancia de vuestro ministerio eclesial en un sector tan vital como es la actividad judicial. Tengo bien presente el valioso trabajo que estáis llamados a realizar con diligencia y escrúpulo en nombre y por mandato de esta Sede apostólica. Vuestra delicada tarea de servicio a la verdad en la justicia está sostenida por las insignes tradiciones de este Tribunal, con respecto a las cuales cada uno de vosotros debe sentirse personalmente comprometido.

El año pasado, en mi primer encuentro con vosotros, traté de explorar los caminos para superar la aparente contraposición entre la instrucción del proceso de nulidad matrimonial y el auténtico sentido pastoral. Desde esta perspectiva, emergía el amor a la verdad como punto de convergencia entre investigación procesal y servicio pastoral a las personas. Pero no debemos olvidar que en las causas de nulidad matrimonial la verdad procesal presupone la "verdad del matrimonio" mismo.

Sin embargo, la expresión "verdad del matrimonio" pierde relevancia existencial en un contesto cultural marcado por el relativismo y el positivismo jurídico, que consideran el matrimonio como una mera formalización social de los vínculos afectivos. En consecuencia, no sólo llega a ser contingente, como pueden serlo los sentimientos humanos, sino que se presenta como una superestructura legal que la voluntad humana podría manipular a su capricho, privándola incluso de su índole heterosexual.

Esta crisis de sentido del matrimonio se percibe también en el modo de pensar de muchos fieles. Los efectos prácticos de lo que llamé "hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura" con respecto a la enseñanza del concilio Vaticano II (cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 11) se notan de modo particularmente intenso en el ámbito del matrimonio y de la familia. En efecto, a algunos les parece que la doctrina conciliar sobre el matrimonio, y concretamente la descripción de esta institución como "intima communitas vitae et amoris" (Gaudium et spes, 48), debe llevar a negar la existencia de un vínculo conyugal indisoluble, porque se trataría de un "ideal" al que no pueden ser "obligados" los "cristianos normales".

De hecho, también en ciertos ambientes eclesiales, se ha generalizado la convicción según la cual el bien pastoral de las personas en situación matrimonial irregular exigiría una especie de regularización canónica, independientemente de la validez o nulidad de su matrimonio, es decir, independientemente de la "verdad" sobre su condición personal. El camino de la declaración de nulidad matrimonial se considera, de hecho, como un instrumento jurídico para alcanzar ese objetivo, según una lógica en la que el derecho se convierte en la formalización de las pretensiones subjetivas. Al respecto, hay que subrayar ante todo que el Concilio describe ciertamente el matrimonio como intima communitas vitae et amoris, pero que esa comunidad, siguiendo la tradición de la Iglesia, está determinada por un conjunto de principios de derecho divino que fijan su verdadero sentido antropológico permanente (cf. ib.).

Por lo demás, tanto el magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, como la obra legislativa de los Códigos latino y oriental, se han orientado en fiel continuidad hermenéutica con el Concilio. En efecto, también con respecto a la doctrina y a la disciplina matrimonial, esas instancias realizaron el esfuerzo de "reforma" o "renovación en la continuidad" (cf. Discurso a la Curia romana, cit.). Este esfuerzo se ha realizado apoyándose en el presupuesto indiscutible de que el matrimonio tiene su verdad, a cuyo descubrimiento y profundización concurren armoniosamente razón y fe, o sea, el conocimiento humano, iluminado por la palabra de Dios, sobre la realidad sexualmente diferenciada del hombre y de la mujer, con sus profundas exigencias de complementariedad, de entrega definitiva y de exclusividad.

La verdad antropológica y salvífica del matrimonio, también en su dimensión jurídica, se presenta ya en la sagrada Escritura. La respuesta de Jesús a los fariseos que le pedían su parecer sobre la licitud del repudio es bien conocida: "¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: "Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?". De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre" (Mt 19, 4-6).

Las citas del Génesis (Gn 1, 27; 2, 24) proponen de nuevo la verdad matrimonial del "principio", la verdad cuya plenitud se encuentra en relación con la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5, 30-31), y que fue objeto de tan amplias y profundas reflexiones por parte del Papa Juan Pablo II en sus ciclos de catequesis sobre el amor humano en el designio divino. A partir de esta unidad dual de la pareja humana se puede elaborar una auténtica antropología jurídica del matrimonio.

En este sentido, son particularmente iluminadoras las palabras conclusivas de Jesús: "Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre". Ciertamente, todo matrimonio es fruto del libre consentimiento del hombre y de la mujer, pero su libertad traduce en acto la capacidad natural inherente a su masculinidad y feminidad. La unión tiene lugar en virtud del designio de Dios mismo, que los creó varón y mujer y les dio poder de unir para siempre las dimensiones naturales y complementarias de sus personas.

La indisolubilidad del matrimonio no deriva del compromiso definitivo de los contrayentes, sino que es intrínseca a la naturaleza del "vínculo potente establecido por el Creador" (Juan Pablo II, Catequesis, 21 de noviembre de 1979, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de noviembre de 1979, p. 3). Los contrayentes se deben comprometer de modo definitivo precisamente porque el matrimonio es así en el designio de la creación y de la redención. Y la juridicidad esencial del matrimonio reside precisamente en este vínculo, que para el hombre y la mujer constituye una exigencia de justicia y de amor, a la que, por su bien y por el de todos, no se pueden sustraer sin contradecir lo que Dios mismo ha hecho en ellos.

Es preciso profundizar este aspecto, no sólo en consideración de vuestro papel de canonistas, sino también porque la comprensión global de la institución matrimonial no puede menos de incluir también la claridad sobre su dimensión jurídica. Sin embargo, las concepciones acerca de la naturaleza de esta relación pueden divergir de manera radical.

Para el positivismo, la juridicidad de la relación conyugal sería únicamente el resultado de la aplicación de un norma humana formalmente válida y eficaz. De este modo, la realidad humana de la vida y del amor conyugal sigue siendo extrínseca a la institución "jurídica" del matrimonio. Se crea una ruptura entre derecho y existencia humana que niega radicalmente la posibilidad de una fundación antropológica del derecho.

Totalmente diverso es el camino tradicional de la Iglesia en la comprensión de la dimensión jurídica de la unión conyugal, siguiendo las enseñanzas de Jesús, de los Apóstoles y de los santos Padres. San Agustín, por ejemplo, citando a san Pablo, afirma con fuerza: "Cui fidei (coniugali) tantum iuris tribuit Apostolus, ut eam potestatem appellaret, dicens: Mulier non habet potestatem corporis sui, sed vir; similiter autem et vir non habet potestatem corporis sui, sed mulier (1 Co 7, 4)" (De bono coniugali, 4, 4).

San Pablo, que tan profundamente expone en la carta a los Efesios el "gran misterio" (mustÖrion m+ga) del amor conyugal en relación con la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 22-31), no duda en aplicar al matrimonio los términos más fuertes del derecho para designar el vínculo jurídico con el que están unidos los cónyuges entre sí, en su dimensión sexual. Del mismo modo, para san Agustín, la juridicidad es esencial en cada uno de los tres bienes (proles, fides, sacramentum), que constituyen los ejes de su exposición doctrinal sobre el matrimonio.

Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista, el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su intrínseco deber ser. Por eso, como escribí en mi primera encíclica, "en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo" (Deus caritas est, 11). Así, amor y derecho pueden unirse hasta tal punto que marido y mujer se deben mutuamente el amor con que espontáneamente se quieren: el amor en ellos es el fruto de su libre querer el bien del otro y de los hijos; lo cual, por lo demás, es también exigencia del amor al propio verdadero bien.

Toda la actividad de la Iglesia y de los fieles en el campo familiar debe fundarse en esta verdad sobre el matrimonio y su intrínseca dimensión jurídica. No obstante esto, como he recordado antes, la mentalidad relativista, en formas más o menos abiertas o solapadas, puede insinuarse también en la comunidad eclesial. Vosotros sois bien conscientes de la actualidad de este peligro, que se manifiesta a veces en una interpretación tergiversada de las normas canónicas vigentes.

Es preciso reaccionar con valentía y confianza contra esta tendencia, aplicando constantemente la hermenéutica de la renovación en la continuidad y sin dejarse seducir por caminos de interpretación que implican una ruptura con la tradición de la Iglesia. Estos caminos se alejan de la verdadera esencia del matrimonio así como de su intrínseca dimensión jurídica y con diversos nombres, más o menos atractivos, tratan de disimular una falsificación de la realidad conyugal. De este modo se llega a sostener que nada sería justo o injusto en las relaciones de una pareja, sino que únicamente responde o no responde a la realización de las aspiraciones subjetivas de cada una de las partes. Desde esta perspectiva, la idea del "matrimonio in facto esse" oscila entre una relación meramente factual y una fachada jurídico-positivista, descuidando su esencia de vínculo intrínseco de justicia entre las personas del hombre y de la mujer.

La contribución de los tribunales eclesiásticos a la superación de la crisis de sentido sobre el matrimonio, en la Iglesia y en la sociedad civil, podría parecer a algunos más bien secundaria y de retaguardia. Sin embargo, precisamente porque el matrimonio tiene una dimensión intrínsecamente jurídica, ser sabios y convencidos servidores de la justicia en este delicado e importantísimo campo tiene un valor de testimonio muy significativo y de gran apoyo para todos.

Vosotros, queridos prelados auditores, estáis comprometidos en un frente en el que la responsabilidad con respecto a la verdad se aprecia de modo especial en nuestro tiempo. Permaneciendo fieles a vuestro cometido, haced que vuestra acción se inserte armoniosamente en un redescubrimiento global de la belleza de la "verdad sobre el matrimonio" —la verdad del "principio"—, que Jesús nos enseñó plenamente y que el Espíritu Santo nos recuerda continuamente en el hoy de la Iglesia.

Queridos prelados auditores, oficiales y colaboradores, estas son las consideraciones que deseaba proponer a vuestra atención, con la certeza de encontrar en vosotros a jueces y magistrados dispuestos a compartir y a hacer suya una doctrina de tanta importancia y gravedad. Os expreso a todos y a cada uno en particular mi complacencia, con plena confianza en que el Tribunal apostólico de la Rota romana, manifestación eficaz y autorizada de la sabiduría jurídica de la Iglesia, seguirá desempeñando con coherencia su no fácil munus al servicio del designio divino perseguido por el Creador y por el Redentor mediante la institución matrimonial.

Invocando la asistencia divina sobre vuestro trabajo, de corazón os imparto a todos una especial bendición apostólica.


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28/05/2013 19:48


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA FUNDACIÓN PARA LA INVESTIGACIÓN
Y EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO E INTERCULTURAL

Jueves 1 de febrero de 2007



Queridos amigos:

Para mí es una alegría, después de haber sido uno de los miembros fundadores de la Fundación para la investigación y el diálogo interreligioso e intercultural, volver a encontrarme con vosotros y daros la bienvenida en el Vaticano. Saludo, en particular, a su alteza real el príncipe Hassan de Jordania, con quien tengo el gusto de encontrarme en esta ocasión.

Doy las gracias a vuestro presidente, su eminencia el metropolita Damaskinos de Andrinópolis, que me ha presentado el primer fruto de vuestro trabajo: la edición conjunta, en su idioma original y según el orden cronológico, de los tres libros sagrados de las tres religiones monoteístas. En efecto, era el primer proyecto que habíamos considerado al crear juntos esta Fundación para "dar una contribución específica y positiva al diálogo entre las culturas y las religiones".

Como lo he recordado en varias ocasiones, en continuidad con la declaración conciliar Nostra aetate y con mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, judíos, cristianos y musulmanes estamos llamados a reconocer y desarrollar los lazos que nos unen. Esta es la idea que nos llevó a crear esta Fundación, cuya finalidad consiste en buscar "el mensaje más esencial y auténtico que pueden dirigir al mundo del siglo XXI las tres religiones monoteístas, a saber, el judaísmo, el cristianismo y el islam", para dar un nuevo impulso al diálogo interreligioso e intercultural, a través de la investigación común y mostrando y difundiendo aquello que, en nuestros patrimonios espirituales respectivos, contribuye a reforzar los vínculos fraternos entre nuestras comunidades de creyentes.

Por estos motivos, la Fundación decidió, en un primer momento, elaborar un instrumento de referencia para ayudar a superar los malentendidos y los prejuicios, ofreciendo un marco común a los trabajos futuros. Así, habéis realizado esta bella edición de los tres libros que constituyen la fuente de las creencias religiosas, creadoras de culturas, que marcan profundamente a los pueblos y de las que hoy somos deudores.

La relectura y, para algunos, el descubrimiento de los textos que veneran como sagrados tantas personas en el mundo nos obligan al respeto mutuo, en un diálogo confiado. Los hombres de hoy esperan de nosotros un mensaje de concordia y serenidad, y la manifestación concreta de nuestra voluntad común de ayudarles a realizar su aspiración legítima a vivir en la justicia y en la paz. Tienen el derecho de esperar de nosotros un signo fuerte de una comprensión renovada y de una cooperación reforzada, según el objetivo mismo de la Fundación, que se propone ofrecer "al mundo un signo de esperanza y la promesa de la bendición divina que acompaña siempre a la acción caritativa".

Los trabajos de la Fundación contribuirán a una toma de conciencia cada vez mayor de todo aquello que, en las diferentes culturas de nuestro tiempo, es conforme a la sabiduría divina y sirve a la dignidad del hombre, para discernir mejor y para rechazar todo lo que usurpa el nombre de Dios y desnaturaliza la humanidad del hombre.

Por tanto, estamos invitados a comprometernos en un trabajo común de reflexión, trabajo de la razón que con vosotros deseo de todo corazón, para escrutar el misterio de Dios a la luz de nuestras tradiciones religiosas y de nuestras sabidurías respectivas, a fin de discernir los valores que puedan iluminar a los hombres y mujeres de todos los pueblos de la tierra, independientemente de su cultura y religión.

Por este motivo, es muy importante contar ya ahora con una referencia común gracias a la realización de vuestro trabajo. De este modo, podremos progresar en el diálogo interreligioso e intercultural, un diálogo que hoy es más necesario que nunca: un diálogo auténtico, respetuoso de las diferencias, valiente, paciente y perseverante, que saca su fuerza de la oración y se alimenta de la esperanza que habita en todos los que creen en Dios y ponen su confianza en él.

Todas nuestras respectivas tradiciones religiosas insisten en el carácter sagrado de la vida y en la dignidad de la persona humana. Creemos que Dios bendecirá nuestras iniciativas si contribuyen al bien de todos sus hijos y si les ayudan a respetarse mutuamente, en una fraternidad de dimensión mundial. Con todos los hombres de buena voluntad, aspiramos a la paz. Por eso, repito con insistencia: la investigación y el diálogo interreligioso e intercultural no son una opción, sino una necesidad vital para nuestro tiempo.

Que el Todopoderoso bendiga vuestros trabajos y que os llene de bendiciones a vosotros y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN MIXTA INTERNACIONAL
PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO ENTRE LA IGLESIA CATÓLICA
Y LAS IGLESIAS ORTODOXAS ORIENTALES

Sala de los Papas
Jueves 1 de febrero de 2007



Queridos hermanos en Cristo:

Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales, con motivo de vuestra cuarta asamblea plenaria.

A través de vosotros, de buen grado hago extensivo mi saludo fraterno a mis venerables hermanos jerarcas de las Iglesias ortodoxas orientales: Su Santidad el Papa Shenouda III, Su Santidad el Patriarca Zakka I Iwas, Su Santidad el Catholicós Karekin II, Su Santidad el Catholicós Aram I, Su Santidad el Patriarca Paulus, Su Santidad el Patriarca Antonios I y Su Santidad Baselios Marthoma Didymus I.

Vuestra reunión sobre la constitución y la misión de la Iglesia es de gran importancia para nuestro camino común hacia el restablecimiento de la comunión plena. La Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales comparten un patrimonio eclesial que procede de los tiempos apostólicos y de los primeros siglos del cristianismo. Esta "herencia de experiencia" debería modelar nuestro futuro "guiando nuestro camino común hacia el restablecimiento de la comunión plena" (cf. Ut unum sint, 56).

El Señor Jesús nos ha confiado el mandato: "Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación" (Mc 16, 15). Actualmente, muchas personas siguen esperando que se les anuncie la verdad del Evangelio. Que su sed de la buena nueva afiance nuestra decisión de trabajar y orar fervientemente por la unidad necesaria para que la Iglesia cumpla su misión en el mundo, según la oración de Jesús: "Para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17, 23).

Muchos de vosotros venís de países de Oriente Próximo. La difícil situación que las personas y las comunidades cristianas afrontan en esa región es motivo de profunda preocupación para todos nosotros. De hecho, a las minorías cristianas les resulta difícil sobrevivir en medio de este panorama geopolítico inestable, y a menudo sienten la tentación de emigrar. En esas circunstancias, los cristianos de todas las tradiciones y comunidades de Oriente Próximo están llamados a ser valientes y decididos con la fuerza del Espíritu de Cristo (cf. Mensaje a los católicos de la región de Oriente Próximo con ocasión de la Navidad, 21 de diciembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de enero de 2007, p. 7). Que la intercesión y el ejemplo de los numerosos mártires y santos que han dado un valiente testimonio de Cristo en esas tierras, sostenga y fortalezca a las comunidades cristianas en su fe.

Gracias por vuestra presencia y por vuestro constante compromiso en el camino del diálogo y de la unidad. Que el Espíritu Santo os acompañe en vuestras deliberaciones. De corazón os imparto a todos mi bendición apostólica.


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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
XI JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL D ELA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Basílica Vaticana
Viernes 2 de febrero de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

De buen grado me encuentro con vosotros al final de la celebración eucarística, que os ha reunido en esta basílica también este año, en una ocasión tan significativa para vosotros que, perteneciendo a congregaciones, institutos, sociedades de vida apostólica y nuevas formas de vida consagrada, constituís un componente particularmente importante del Cuerpo místico de Cristo. La liturgia de hoy recuerda la Presentación del Señor en el templo, fiesta elegida por mi venerado predecesor Juan Pablo II como "Jornada de la vida consagrada".

Con gran placer saludo cordialmente a cada uno de los presentes, comenzando por el señor cardenal Franc Rodé, prefecto de vuestro dicasterio, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo, asimismo, al secretario y a todos los miembros de la Congregación, que dedica su atención a un sector vital de la Iglesia. Esta fiesta es muy oportuna para pedir juntos al Señor el don de una presencia cada vez más consistente e incisiva de los religiosos, de las religiosas y de las personas consagradas, en la Iglesia que peregrina por los caminos del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, la fiesta que celebramos hoy nos recuerda que vuestro testimonio evangélico, para que sea verdaderamente eficaz, debe brotar de una respuesta sin reservas a la iniciativa de Dios, que os ha consagrado para sí con un acto especial de amor. Del mismo modo que los ancianos Simeón y Ana deseaban ardientemente ver al Mesías antes de morir y hablaban de él "a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (cf. Lc 2, 26. 38), así también en nuestro tiempo, sobre todo entre los jóvenes, hay una necesidad generalizada de encontrar a Dios.

Los que son elegidos por Dios para la vida consagrada hacen suyo de modo definitivo este anhelo espiritual. En efecto, lo único que anhelan es el reino de Dios: que Dios reine en nuestras voluntades, en nuestros corazones, en el mundo. Tienen una sed ardiente de amor, que sólo el Eterno puede saciar. Con su ejemplo proclaman a un mundo a menudo desorientado, pero que en realidad busca cada vez más un sentido, que Dios es el Señor de la existencia, que su "gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4). Al elegir la obediencia, la pobreza y la castidad por el reino de los cielos, muestran que todo apego y amor a las cosas y a las personas es incapaz de saciar definitivamente el corazón; que la existencia terrena es una espera más o menos larga del encuentro "cara a cara" con el Esposo divino, una espera que se ha de vivir con corazón siempre vigilante a fin de estar preparados para reconocerlo y acogerlo cuando venga.

Así pues, por su naturaleza, la vida consagrada constituye una respuesta a Dios total y definitiva, incondicional y apasionada (cf. Vita consecrata, 17). Y cuando se renuncia a todo por seguir a Cristo, cuando se le entrega lo más querido que se tiene, afrontando todo sacrificio, entonces, como aconteció con el divino Maestro, también la persona consagrada que sigue sus huellas se convierte necesariamente en "signo de contradicción", porque su modo de pensar y de vivir con frecuencia está en contraste con la lógica del mundo, como se presenta casi siempre en los medios de comunicación social.

Elegimos a Cristo, más aún, nos dejamos "conquistar" por él sin reservas. Ante esta valentía, cuánta gente sedienta de verdad queda impresionada y se siente atraída por quien no duda en dar la vida, su propia vida, por lo que cree. ¿No es esta la fidelidad evangélica radical a la que está llamada, también en nuestro tiempo, toda persona consagrada? Demos gracias al Señor porque tantos religiosos y religiosas, tantas personas consagradas, en todos los rincones de la tierra, siguen dando un testimonio supremo y fiel de amor a Dios y a los hermanos, testimonio que con frecuencia se tiñe con la sangre del martirio. Demos gracias a Dios también porque estos ejemplos continúan suscitando en el corazón de numerosos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, de modo íntimo y total.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidéis nunca que la vida consagrada es don divino y que es en primer lugar el Señor quien la lleva a buen fin según sus proyectos. Esta certeza de que el Señor nos lleva a buen fin, a pesar de nuestras debilidades, debe servirnos de consuelo, preservándonos de la tentación del desaliento frente a las inevitables dificultades de la vida y a los múltiples desafíos de la época moderna.

En efecto, en los tiempos difíciles que estamos viviendo no pocos institutos pueden sentir una sensación de desconcierto por las debilidades que perciben en su interior y por los muchos obstáculos que encuentran para llevar a cabo su misión. El Niño Jesús, que hoy es presentado en el templo, está vivo entre nosotros y de modo invisible nos sostiene, para que cooperemos fielmente con él en la obra de la salvación, y no nos abandona.

La liturgia de hoy es particularmente sugestiva, porque se caracteriza por el símbolo de la luz. La solemne procesión de los cirios, que habéis realizado al inicio de la celebración, indica a Cristo, verdadera luz del mundo, que resplandece en la noche de la historia e ilumina a toda persona que busca la verdad.

Queridos consagrados y consagradas, haced que esta llama arda en vosotros, que resplandezca en vuestra vida, para que por doquier brille un rayo del fulgor irradiado por Jesús, esplendor de verdad. Dedicándoos exclusivamente a él (cf. Vita consecrataa, 15), testimoniáis la fascinación de la verdad de Cristo y la alegría que brota del amor a él. En la contemplación y en la actividad, en la soledad y en la fraternidad, en el servicio a los pobres y a los últimos, en el acompañamiento personal y en los areópagos modernos, estad dispuestos a proclamar y testimoniar que Dios es Amor, que es dulce amarlo.

¡Que María, la Tota pulchra, os enseñe a transmitir a los hombres y a las mujeres de hoy esta fascinación divina, que debe traslucirse en vuestras palabras y en vuestras acciones. A la vez que os manifiesto mi aprecio y mi gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia, os aseguro mi constante recuerdo en la oración, y de corazón os bendigo a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON MOTIVO DEL 60 ANIVERSARIO
DE LA CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA
«PROVIDA MATER ECCLESIA»

Sala Clementina
Sábado 3 de febrero de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra estar hoy entre vosotros, miembros de los institutos seculares, con quienes me encuentro por primera vez después de mi elección a la Cátedra del apóstol san Pedro. Os saludo a todos con afecto. Saludo al cardenal Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y le agradezco las palabras de filial devoción y cercanía espiritual que me ha dirigido, también en nombre vuestro.

Saludo al cardenal Cottier y al secretario de vuestra Congregación. Saludo a la presidenta de la Conferencia mundial de institutos seculares, que se ha hecho intérprete de los sentimientos y de las expectativas de todos vosotros, que habéis venido de diferentes países, de todos los continentes, para celebrar un Simposio internacional sobre la constitución apostólica Provida Mater Ecclesia.

Como ya se ha dicho, han pasado sesenta años desde aquel 2 de febrero de 1947, cuando mi predecesor Pío XII promulgó esa constitución apostólica, dando así una configuración teológico-jurídica a una experiencia preparada en los decenios anteriores, y reconociendo que los institutos seculares son uno de los innumerables dones con que el Espíritu Santo acompaña el camino de la Iglesia y la renueva en todos los siglos.

Ese acto jurídico no representó el punto de llegada, sino más bien el punto de partida de un camino orientado a delinear una nueva forma de consagración: la de fieles laicos y presbíteros diocesanos, llamados a vivir con radicalismo evangélico precisamente la secularidad en la que están inmersos en virtud de la condición existencial o del ministerio pastoral.

Os encontráis hoy aquí para seguir trazando el recorrido iniciado hace sesenta años, en el que sois portadores cada vez más apasionados del sentido del mundo y de la historia en Cristo Jesús. Vuestro celo nace de haber descubierto la belleza de Cristo, de su modo único de amar, encontrar, sanar la vida, alegrarla, confortarla. Y esta belleza es la que vuestra vida quiere cantar, para que vuestro estar en el mundo sea signo de vuestro estar en Cristo.

En efecto, lo que hace que vuestra inserción en las vicisitudes humanas constituya un lugar teológico es el misterio de la Encarnación: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). La obra de la salvación no se llevó a cabo en contraposición con la historia de los hombres, sino dentro y a través de ella. Al respecto dice la carta a los Hebreos: "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Hb 1, 1-2). El mismo acto redentor se realizó en el contexto del tiempo y de la historia, y se caracterizó como obediencia al plan de Dios inscrito en la obra salida de sus manos.

El mismo texto de la carta a los Hebreos, texto inspirado, explica: "Dice primero: "Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron" —cosas todas ofrecidas conforme a la Ley—; luego añade: "He aquí que vengo a hacer tu voluntad"" (Hb 10, 8-9). Estas palabras del Salmo, que la carta a los Hebreos ve expresadas en el diálogo intratrinitario, son palabras del Hijo que dice al Padre: "He aquí que vengo a hacer tu voluntad". Así se realiza la Encarnación: "He aquí que vengo a hacer tu voluntad". El Señor nos implica en sus palabras, que se convierten en nuestras: "He aquí que vengo, con el Señor, con el Hijo, a hacer tu voluntad".

De este modo se delinea con claridad el camino de vuestra santificación: la adhesión oblativa al plan salvífico manifestado en la Palabra revelada, la solidaridad con la historia, la búsqueda de la voluntad del Señor inscrita en las vicisitudes humanas gobernadas por su providencia. Y, al mismo tiempo, se descubren los caracteres de la misión secular: el testimonio de las virtudes humanas, como "la justicia, la paz y el gozo" (Rm 14, 17), la "conducta ejemplar" de la que habla san Pedro en su primera carta (cf. 1 P 2, 12), haciéndose eco de las palabras del Maestro: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16).

Además, forma parte de la misión secular el esfuerzo por construir una sociedad que reconozca en los diversos ámbitos la dignidad de la persona y los valores irrenunciables para su plena realización: la política, la economía, la educación, el compromiso por la salud pública, la gestión de los servicios, la investigación científica, etc. Toda realidad propia y específica que vive el cristiano, su trabajo y sus intereses concretos, aun conservando su consistencia relativa, tienen como fin último ser abrazados por la misma finalidad por la cual el Hijo de Dios entró en el mundo.

Por consiguiente, sentíos implicados en todo dolor, en toda injusticia, así como en toda búsqueda de la verdad, de la belleza y de la bondad, no porque tengáis la solución de todos los problemas, sino porque toda circunstancia en la que el hombre vive y muere constituye para vosotros una ocasión de testimoniar la obra salvífica de Dios. Esta es vuestra misión. Vuestra consagración pone de manifiesto, por un lado, la gracia particular que os viene del Espíritu para la realización de la vocación; y, por otro, os compromete a una docilidad total de mente, de corazón y de voluntad, al proyecto de Dios Padre revelado en Cristo Jesús, a cuyo seguimiento radical estáis llamados.

Todo encuentro con Cristo exige un profundo cambio de mentalidad, pero para algunos, como es vuestro caso, la petición del Señor es particularmente exigente: dejarlo todo, porque Dios es todo y será todo en vuestra vida. No se trata simplemente de un modo diverso de relacionaros con Cristo y de expresar vuestra adhesión a él, sino de una elección de Dios que, de modo estable, exige de vosotros una confianza absolutamente total en él.

Configurar la propia vida a la de Cristo de acuerdo con estas palabras, configurar la propia vida a la de Cristo a través de la práctica de los consejos evangélicos, es una nota fundamental y vinculante que, en su especificidad, exige compromisos y gestos concretos, propios de "alpinistas del espíritu", como os llamó el venerado Papa Pablo VI (Discurso a los participantes en el I Congreso internacional de Institutos seculares, 26 de septiembre de 1970: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de octubre de 1970, p. 11).

El carácter secular de vuestra consagración, por un lado, pone de relieve los medios con los que os esforzáis por realizarla, es decir, los medios propios de todo hombre y mujer que viven en condiciones ordinarias en el mundo; y, por otro, la forma de su desarrollo, es decir, la de una relación profunda con los signos de los tiempos que estáis llamados a discernir, personal y comunitariamente, a la luz del Evangelio.

Personas autorizadas han considerado muchas veces que precisamente este discernimiento es vuestro carisma, para que podáis ser laboratorio de diálogo con el mundo, "el "laboratorio experimental" en el que la Iglesia verifique las modalidades concretas de sus relaciones con el mundo" (Pablo VI, Discurso a los responsables generales de los institutos seculares, 25 de agosto de 1976: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de septiembre de 1976, p. 1)

De aquí deriva precisamente la continua actualidad de vuestro carisma, porque este discernimiento no debe realizarse desde fuera de la realidad, sino desde dentro, mediante una plena implicación. Eso se lleva a cabo por medio de las relaciones ordinarias que podéis entablar en el ámbito familiar y social, así como en la actividad profesional, en el entramado de las comunidades civil y eclesial. El encuentro con Cristo, el dedicarse a su seguimiento, abre de par en par e impulsa al encuentro con cualquiera, porque si Dios se realiza sólo en la comunión trinitaria, también el hombre encontrará su plenitud sólo en la comunión.

A vosotros no se os pide instituir formas particulares de vida, de compromiso apostólico, de intervenciones sociales, salvo las que pueden surgir en las relaciones personales, fuentes de riqueza profética. Ojalá que, como la levadura que hace fermentar toda la harina (cf. Mt 13, 33), así sea vuestra vida, a veces silenciosa y oculta, pero siempre positiva y estimulante, capaz de generar esperanza.

Por tanto, el lugar de vuestro apostolado es todo lo humano, no sólo dentro de la comunidad cristiana —donde la relación se entabla con la escucha de la Palabra y con la vida sacramental, de las que os alimentáis para sostener la identidad bautismal—, sino también dentro de la comunidad civil, donde la relación se realiza en la búsqueda del bien común, en diálogo con todos, llamados a testimoniar la antropología cristiana que constituye una propuesta de sentido en una sociedad desorientada y confundida por el clima multicultural y multirreligioso que la caracteriza.

Provenís de países diversos; también son diversas las situaciones culturales, políticas e incluso religiosas en las que vivís, trabajáis y envejecéis. En todas buscad la Verdad, la revelación humana de Dios en la vida. Como sabemos, es un camino largo, cuyo presente es inquieto, pero cuya meta es segura.

Anunciad la belleza de Dios y de su creación. A ejemplo de Cristo, sed obedientes por amor, hombres y mujeres de mansedumbre y misericordia, capaces de recorrer los caminos del mundo haciendo sólo el bien. En el centro de vuestra vida poned las Bienaventuranzas, contradiciendo la lógica humana, para manifestar una confianza incondicional en Dios, que quiere que el hombre sea feliz.

La Iglesia os necesita también a vosotros para cumplir plenamente su misión. Sed semilla de santidad arrojada a manos llenas en los surcos de la historia. Enraizados en la acción gratuita y eficaz con que el Espíritu del Señor está guiando las vicisitudes humanas, dad frutos de fe auténtica, escribiendo con vuestra vida y con vuestro testimonio parábolas de esperanza, escribiéndolas con las obras sugeridas por la "creatividad de la caridad" (Novo millennio ineunte, 50).

Con estos deseos, a la vez que os aseguro mi constante oración, para sostener vuestras iniciativas de apostolado y de caridad os imparto una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS AMIGOS
DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES
Y A OTRO DE AMIGOS DE LA COMUNIDAD DE SAN EGIDIO

Sala Clementina
Jueves 8 de febrero de 2007



Venerados hermanos en el episcopado:

Me alegra daros la bienvenida en esta audiencia especial y os saludo cordialmente a todos vosotros, que venís de varios países del mundo. Dirijo también un particular saludo a todos los que están aquí con nosotros y que pertenecen a otras Iglesias.

Algunos de vosotros participáis en la cita anual de los obispos amigos del Movimiento de los Focolares, que tiene por tema: "Cristo crucificado y abandonado, luz en la noche cultural". Aprovecho con gusto esta ocasión para enviar a Chiara Lubich mis mejores deseos y mi bendición, que extiendo a todos los miembros del Movimiento fundado por ella.

Otros participáis en el IX Congreso de obispos amigos de la Comunidad de San Egidio, que afronta un tema muy actual: "La globalización del amor". Saludo a monseñor Vincenzo Paglia, y con él al profesor Andrea Riccardi y a toda la Comunidad, que en el aniversario de su fundación se reunirá esta tarde en la basílica de San Juan de Letrán para participar en una solemne celebración eucarística.

No tengo aquí todos los nombres, pero desde luego saludo a todos los queridos hermanos obispos y cardenales; y saludo cordialmente a todos los queridos hermanos de la Iglesia ortodoxa.

Queridos hermanos en el episcopado, quisiera deciros ante todo que vuestra cercanía a los dos Movimientos subraya la vitalidad de estas nuevas asociaciones de fieles y al mismo tiempo manifiesta la comunión entre los carismas que constituye un típico "signo de los tiempos".

Me parece que estos encuentros de carismas de la unidad de la Iglesia en la diversidad de los dones son un signo muy alentador e importante. La exhortación postsinodal Pastores gregis recuerda que "las relaciones recíprocas entre los obispos van mucho más allá de sus encuentros institucionales" (n. 59). Es lo que sucede también en congresos como los vuestros, en los que no sólo se experimenta la colegialidad, sino también una fraternidad episcopal que compartiendo los ideales promovidos por los Movimientos impulsa a intensificar más la comunión de los corazones, fortalecer más el apoyo recíproco y compartir más el compromiso de mostrar a la Iglesia como lugar de oración y de caridad, como casa de misericordia y de paz.

Mi venerado predecesor Juan Pablo II presentó los Movimientos y las nuevas comunidades surgidas en estos años como un don providencial del Espíritu Santo a la Iglesia para responder de manera eficaz a los desafíos de nuestro tiempo. Y vosotros sabéis que esta es también mi convicción. Cuando era profesor, y después cardenal, expresé mi convicción de que los Movimientos son un don del Espíritu Santo a la Iglesia. Y precisamente en el encuentro de los carismas muestran también la riqueza de los dones y de la unidad de la fe.

¿Cómo olvidar, por ejemplo, la extraordinaria Vigilia de Pentecostés del año pasado, en la que participaron juntamente muchos Movimientos y asociaciones eclesiales? Todavía siento la emoción que experimenté al participar en la plaza de San Pedro en una experiencia espiritual tan intensa.

Os repito lo que dije entonces a los fieles venidos de todas las partes del mundo, es decir, que la multiformidad y la unidad de los carismas y ministerios son inseparables en la vida de la Iglesia. El Espíritu Santo quiere la multiformidad de los Movimientos al servicio del único Cuerpo que es precisamente la Iglesia. Y esto lo realiza a través del ministerio de quienes él ha puesto para gobernar a la Iglesia de Dios: los obispos en comunión con el Sucesor de Pedro.

Esta unidad y multiplicidad, que existe en el pueblo de Dios, se manifiesta en cierto sentido también hoy aquí, al reunirse con el Papa muchos obispos, cercanos a dos Movimientos eclesiales diferentes, caracterizados por una fuerte dimensión misionera.

En el rico mundo occidental, en el que, aunque está presente una cultura relativista, no falta sin embargo al mismo tiempo un deseo generalizado de espiritualidad, vuestros Movimientos testimonian la alegría de la fe y la belleza de ser cristianos con una gran apertura ecuménica; en las grandes áreas subdesarrolladas de la tierra comunican el mensaje de la solidaridad y se acercan a los pobres y a los débiles con el amor, humano y divino, que propuse de nuevo a la atención de todos en la encíclica Deus caritas est.

Por tanto, la comunión entre los obispos y los Movimientos puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo.

El Movimiento de los Focolares, precisamente partiendo del corazón de su espiritualidad, es decir, de Jesús crucificado y abandonado, subraya el carisma y el servicio de la unidad, que se realiza en los diferentes ámbitos sociales y culturales, como por ejemplo en el económico, con la "economía de comunión", y a través de los caminos del ecumenismo y del diálogo interreligioso.

La Comunidad de San Egidio, al poner en el centro de su existencia la oración y la liturgia, quiere estar cerca de quienes se encuentran en situaciones de pobreza y de marginación social. Para el cristiano, el hombre, aunque esté lejos, nunca es un extraño.

Juntos podemos afrontar con mayor empeño los desafíos que nos interpelan de manera apremiante en este inicio del tercer milenio: pienso, en primer lugar, en la búsqueda de la justicia y de la paz, y en la urgencia de construir un mundo más fraterno y solidario, comenzando precisamente por los países de los que procedéis algunos de vosotros y que sufren sangrientos conflictos. Me refiero especialmente a África, continente que llevo en mi corazón y que espero que experimente finalmente un tiempo de paz estable y de auténtico desarrollo. El próximo Sínodo de los obispos africanos será seguramente un momento propicio para mostrar el gran amor que Dios siente por las queridas poblaciones africanas.

Queridos amigos, la fraternidad original que existe entre vosotros y los Movimientos de los que sois amigos os impulsa a "llevar mutuamente vuestras cargas" (Ga 6, 2), como recomienda el Apóstol, sobre todo en lo que se refiere a la evangelización, al amor a los pobres y a la causa de la paz. Que el Señor haga cada vez más fructuosas vuestras iniciativas espirituales y apostólicas.

Yo os acompaño con la oración y de buen grado os imparto la bendición apostólica a los que estáis aquí presentes, al Movimiento de los Focolares y a la Comunidad de San Egidio, así como a los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR JUAN GÓMEZ MARTÍNEZ,
EMBAJADOR DE COLOMBIA ANTE LA SANTA SEDE*

Viernes 9 de febrero de 2007



Señor Embajador:

1. Me complace recibir de sus manos las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Colombia ante la Santa Sede. Le doy mi más cordial bienvenida a este encuentro con el que inicia su misión y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el deferente saludo que el Señor Presidente, el Doctor Álvaro Uribe Vélez, ha querido hacerme llegar por medio de usted, como expresión de la cercanía espiritual del pueblo colombiano al Papa.

Vuestra Excelencia viene a representar ante la Santa Sede a una Nación que, a lo largo de su historia, se ha distinguido por su identidad católica. Sus palabras me han recordado, y me han permitido comprobar una vez más, el vivo afecto y la filial devoción de los colombianos al Sucesor de Pedro, como fruto de una arraigada vivencia de la fe cristiana, y que se manifiesta además en el aprecio de los fieles hacia los Obispos y sus colaboradores, tratando de mantener las tradiciones y las virtudes heredadas de los mayores.

2. No pasan desapercibidos ante el mundo los importantes esfuerzos que su país ha hecho para buscar la paz y la reconciliación, junto con el empeño por fomentar el progreso y unas instituciones democráticas más sólidas. Son de alabar los objetivos alcanzados para una mayor seguridad y estabilidad social, así como en la lucha contra la pobreza. También hay que destacar la constante preocupación en materia de educación, favoreciendo el acceso de todos los ciudadanos a los programas escolares y universitarios, pues la educación es el cimiento de una sociedad más humana y solidaria.

No obstante, como usted ha mencionado, en su país se siguen dando complejas situaciones en el campo político y social. Conozco los desafíos que entraña el llevar adelante un diálogo de paz, necesario a pesar de los múltiples escollos que surgen en el camino. Persisten, además, otros problemas en la sociedad que atentan contra la dignidad de las personas, la unidad de las familias, un justo desarrollo económico y una conveniente calidad de vida. Teniendo en cuenta tanto los logros como las dificultades, animo a todos los colombianos a continuar en sus esfuerzos para conseguir la concordia y el crecimiento armónico de la nación. Estas aspiraciones sólo alcanzan su plena realización cuando Dios es considerado como el centro de la vida y de la historia humana.

3. Por esto aprecio que Vuestra Excelencia haya subrayado la importante labor de la Iglesia católica para la reconciliación nacional. En efecto, además de la participación directa de algunos Obispos, sacerdotes y religiosos en las acciones encaminadas a construir la paz, su voz ha resonado también en los momentos decisivos de la vida colombiana, recordando cuáles son las bases insustituibles del verdadero progreso humano y de la convivencia pacífica, exhortando a los católicos y a los hombres de buena voluntad a seguir el camino del perdón y de la responsabilidad común para instaurar la justicia.

4. Como Pastor de la Iglesia Universal, no puedo dejar de expresar a Vuestra Excelencia mi preocupación por las leyes que conciernen a cuestiones muy delicadas como la transmisión y defensa de la vida, la enfermedad, la identidad de la familia y el respeto del matrimonio. Sobre estos temas, y a la luz de la razón natural y de los principios morales y espirituales que provienen del Evangelio, la Iglesia católica seguirá proclamando sin cesar la inalienable grandeza de la dignidad humana. Es necesario apelar también a la responsabilidad de los laicos presentes en los órganos legislativos, en el Gobierno y en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores que sean conformes con el derecho natural y que promuevan el auténtico bien común.

5. El inicio de su misión ante la Santa Sede me ofrece también la oportunidad de recordar lo que ya dije el mes pasado en mi discurso al Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede. Al hablar sobre varios países, me referí “en particular a Colombia, donde el largo conflicto interno ha provocado una crisis humanitaria, sobre todo por lo que se refiere a las personas desplazadas. Se deben hacer todos los esfuerzos necesarios para pacificar el país, para devolver las personas secuestradas a sus familias, para volver a dar seguridad y una vida normal a millones de personas. Esas señales darían confianza a todos, incluso a los que han estado implicados en la lucha armada” (8 enero 2007).

Es mi ardiente deseo que en su país se ponga fin a este cruel flagelo de los secuestros, que atentan de manera tan grave a la dignidad y a los derechos de las personas. Acompaño con mi oración a quienes se hallan injustamente privados de la libertad y expreso mi cercanía a sus familias, confiando en su pronta liberación.

A este respecto, las numerosas instituciones dedicadas a la caridad, siguiendo los proyectos pastorales de la Conferencia Episcopal y de las diócesis, están llamadas a prestar asistencia humanitaria a los más necesitados, especialmente a los desplazados, tan numerosos en Colombia, así como a las víctimas de la violencia. De este modo dan también testimonio del esfuerzo de la Iglesia que, siempre en el marco de su propia misión y en las circunstancias que vive la nación, es artífice de comunión y de esperanza.

6. Al terminar este encuentro, deseo manifestarle nuevamente mis anhelos de que en su Patria se consolide la paz tan anhelada, así como la reconciliación. Ruego a Dios Padre que haga fructificar todos los esfuerzos realizados con este fin. Invoco también la intercesión de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá sobre el querido pueblo colombiano, sobre el Señor Presidente y los demás gobernantes, y especialmente sobre Vuestra Excelencia y su distinguida familia, deseándole un gran acierto en el cumplimiento de la alta misión que le ha sido confiada.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE MINISTROS DE ECONOMÍA
Y OTRAS PERSONALIDADES

Viernes 9 de febrero de 2007



Señoras y señores:

Me complace daros la bienvenida a vosotros, ministros de Economía de Italia, Reino Unido, Canadá y Rusia, así como a otros ministros, distinguidos líderes internacionales e importantes figuras internacionales, incluyendo la reina de Jordania y el presidente del Banco mundial.
Doy las gracias al ministro Tommaso Padoa Schioppa por sus amables palabras de saludo, pronunciadas en vuestro nombre. Nuestro encuentro es muy oportuno, pues forma parte de la puesta en marcha de un programa piloto orientado a desarrollar y producir vacunas contra pandemias, haciendo que estén al alcance de los países más pobres.

Con esta apreciable iniciativa, llamada Advance Market Commitment, se quiere resolver uno de los desafíos más urgentes de la salud preventiva, que afecta en particular a naciones que a menudo padecen pobreza y graves necesidades. Además, tiene el mérito de unir a instituciones públicas y al sector privado en un esfuerzo común por encontrar los medios más eficaces de intervención en esta área.

Nuestro encuentro tiene lugar precisamente antes de la Jornada mundial del enfermo, que se celebra cada año el 11 de febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes. Es una oportunidad que la Iglesia aprovecha para llamar la atención pública sobre la situación de los que sufren, y este año se centra en quienes padecen enfermedades incurables, muchos de los cuales se encuentran en una fase terminal.

En este contexto, apoyo con entusiasmo vuestros esfuerzos centrados en este nuevo programa y en su objetivo de hacer progresar una investigación científica para descubrir nuevas vacunas. Estas vacunas son urgentemente necesarias para evitar que millones de seres humanos, incluyendo innumerables niños, mueran cada año a causa de enfermedades infecciosas, especialmente en las áreas del mundo de mayor riesgo.

En esta era de mercados globalizados, a todos nos preocupa la brecha cada vez mayor entre el nivel de vida de los países que gozan de una gran riqueza y un alto grado de desarrollo tecnológico, y el de los países en vías de desarrollo, en los que persiste e incluso aumenta la pobreza.

La creativa y prometedora iniciativa puesta en marcha hoy busca contrarrestar esta tendencia, pues quiere crear "futuros" mercados para las vacunas, principalmente las que pueden impedir la mortalidad infantil. Os aseguro el apoyo total de la Santa Sede a este proyecto humanitario, que se inspira en el espíritu de solidaridad humana que necesita el mundo para superar toda forma de egoísmo y para fomentar la convivencia pacífica de los pueblos.

Como dije en mi mensaje con ocasión de la Jornada mundial de la paz, todo servicio prestado al pobre es un servicio prestado a la paz, pues "en el origen de frecuentes tensiones que amenazan la paz se encuentran seguramente muchas desigualdades injustas que, trágicamente, hay todavía en el mundo" (n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5).

Ilustres señoras y señores, rezaré por cada uno de vosotros para que Dios todopoderoso os asista en vuestros esfuerzos por llevar a cabo esta importante obra. Invoco cordialmente sobre todos vosotros y sobre vuestros seres queridos sus bendiciones de sabiduría, fortaleza y paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA ACADEMIA
DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS DE PARÍS

Sábado 10 de febrero de 2007



Señor secretario perpetuo;
señor cardenal;
queridos amigos académicos;
señoras y señores:

Me alegra acogeros hoy a vosotros, miembros de la Academia de ciencias morales y políticas. En primer lugar, agradezco al señor Michel Albert, secretario perpetuo, las palabras con las que se ha hecho intérprete de vuestra delegación, así como la medalla que recuerda mi ingreso como miembro asociado extranjero de vuestra noble institución.

La Academia de ciencias morales y políticas es un lugar de intercambios y debates, que propone a todos los ciudadanos y al legislador reflexiones para ayudar a "encontrar las formas de organización política más favorables para el bien público y para la realización de la persona". En efecto, la reflexión y la acción de las autoridades y de los ciudadanos deben centrarse en dos elementos: el respeto a todo ser humano y la búsqueda del bien común. En el mundo actual, es más urgente que nunca invitar a nuestros contemporáneos a una atención renovada a estos dos elementos. En efecto, la difusión del subjetivismo, que hace que cada uno tienda a considerarse como único punto de referencia y a creer que lo que piensa tiene el carácter de la verdad, nos impulsa a formar las conciencias sobre los valores fundamentales, que no pueden descuidarse sin poner en peligro al hombre y a la sociedad misma, y sobre los criterios objetivos de una decisión, que suponen un acto de razón.

Como subrayé durante mi conferencia sobre la nueva Alianza, pronunciada ante vuestra Academia en 1995, la persona humana es un "ser constitutivamente en relación", llamado a sentirse cada día más responsable de sus hermanos y hermanas en la humanidad. La pregunta hecha por Dios, desde el primer texto de la Escritura, debe resonar sin cesar en el corazón de cada uno: "¿Qué has hecho con tu hermano?". El sentido de la fraternidad y de la solidaridad, y el sentido del bien común, se fundan en la vigilancia con respecto a sus hermanos y a la organización de la sociedad, dando un lugar a cada uno, a fin de que pueda vivir con dignidad, tener un techo y lo necesario para su existencia y para la de la familia que tiene a su cargo. Con este espíritu es necesario comprender la moción que habéis votado, en octubre del año pasado, concerniente a los derechos humanos y a la libertad de expresión, que forma parte de los derechos fundamentales, tratando siempre de no herir la dignidad fundamental de las personas y de los grupos humanos, y de respetar sus creencias religiosas.

Permitidme evocar también ante vosotros la figura de Andrei Dimitrievich Sajarov, a quien sucedí en la Academia. Esta importante personalidad nos recuerda que, tanto en la vida personal como en la pública, es necesario tener la valentía de decir la verdad y de seguirla, de ser libres con respecto al mundo que nos rodea, el cual a menudo tiende a imponer sus modos de ver y los comportamientos que se han de adoptar. La verdadera libertad consiste en caminar por la senda de la verdad, según la vocación propia, sabiendo que cada uno tendrá que rendir cuentas de su vida a su Creador y Salvador. Es importante que sepamos proponer a los jóvenes ese camino, recordándoles que la verdadera realización personal no se logra a cualquier precio, e invitándolos a no contentarse con seguir todas las modas que se presentan. Así sabrán discernir, con valentía y tenacidad, el camino de la libertad y de la felicidad, que supone vivir cierto número de exigencias y realizar los esfuerzos, los sacrificios y las renuncias necesarios para obrar bien.

Uno de los desafíos para nuestros contemporáneos, y en particular para la juventud, consiste en no aceptar vivir simplemente en la exterioridad, en la apariencia, sino en incrementar la vida interior, ámbito unificador del ser y del obrar, ámbito del reconocimiento de nuestra dignidad de hijos de Dios llamados a la libertad, sin separarse de la fuente de la vida, sino permaneciendo unido a ella. Lo que alegra el corazón de los hombres es reconocerse hijos e hijas de Dios, es una vida hermosa y buena bajo la mirada de Dios, así como las victorias obtenidas sobre el mal y contra la mentira. Al permitir a cada uno descubrir que su vida tiene un sentido y que es responsable de ella, abrimos el camino a una maduración de las personas y a una humanidad reconciliada, preocupada por el bien común.

El sabio ruso Sajarov es un ejemplo de ello; cuando, bajo el régimen comunista, su libertad exterior estaba limitada, su libertad interior, que nadie le podía quitar, lo autorizaba a tomar la palabra para defender con firmeza a sus compatriotas, en nombre del bien común. También hoy es importante que el hombre no se deje atar por cadenas exteriores, como el relativismo, la búsqueda del poder y del lucro a toda costa, la droga, las relaciones afectivas desordenadas, la confusión en el ámbito del matrimonio, no reconocer al ser humano en todas las etapas de su existencia, desde su concepción hasta su fin natural, que permite pensar que hay períodos en los que el ser humano no existiría realmente.

Debemos tener la valentía de recordar a nuestros contemporáneos lo que es el hombre y lo que es la humanidad. Invito a las autoridades civiles y a las personas que desempeñan una función en la transmisión de los valores a tener siempre esta valentía de la verdad sobre el hombre.

Al final de nuestro encuentro, permitidme desear que, mediante sus trabajos, la Academia de ciencias morales y políticas, juntamente con otras instituciones, ayude siempre a los hombres a construir una vida mejor y a edificar una sociedad donde todos vivan como hermanos. Este deseo va acompañado por la oración que elevo al Señor por vosotros, por vuestras familias y por todos los miembros de la Academia de ciencias morales y políticas.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFEDERACIÓN DE LAS MISERICORDIAS DE ITALIA

Sábado 10 de febrero de 2007



Queridos amigos de las Misericordias de Italia:

Me alegra acogeros, y os doy mi cordial bienvenida a todos vosotros, aquí presentes, agradeciéndoos esta visita, que me ofrece la ocasión de conoceros mejor. Saludo al presidente de vuestra Confederación y agradezco al querido cardenal Antonelli las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Las Misericordias —conviene subrayarlo— son la forma más antigua de voluntariado organizado surgida en el mundo. En efecto, se remontan a la iniciativa de san Pedro mártir de Verona, el cual, en 1244, en Florencia, reunió a algunos ciudadanos, de todas las edades y clases sociales, deseosos de "honrar a Dios con obras de misericordia en favor del prójimo", en el más absoluto anonimato y con total gratuidad. Hoy la Confederación de las Misericordias de Italia reúne a más de 700 "cofradías" —como elocuentemente las llamáis—, concentradas especialmente en Toscana, pero presentes en todo el territorio nacional, sobre todo en las regiones centrales y meridionales. A estas es necesario añadir los numerosos grupos de donantes de sangre denominados "Fratres".

Por tanto, son más de cien mil los voluntarios reunidos en vuestra organización benéfica; están comprometidos de modo permanente en el ámbito socio-sanitario. La variedad de vuestras intervenciones, además de ser una respuesta a las necesidades que van surgiendo en la sociedad, es signo de un celo, de una "creatividad" de la caridad que deriva de un corazón vibrante, cuyo "motor" es el amor al hombre que se encuentra en dificultades.

Precisamente por esto merecéis aprecio: con vuestra presencia y vuestra acción contribuís a difundir el Evangelio del amor de Dios a todos los hombres. En efecto, ¿cómo no recordar la impresionante página evangélica en la que san Mateo nos presenta el encuentro definitivo con el Señor? Entonces, como nos dice Jesús mismo, el Juez del mundo nos preguntará si durante nuestra vida dimos de comer al hambriento, de beber al sediento; si acogimos al forastero y abrimos las puertas de nuestro corazón al necesitado. En una palabra, en el juicio final Dios nos preguntará si amamos, no de modo abstracto, sino concretamente, con hechos (cf. Mt 25, 31-46).

Cada vez que leo estas palabras, me conmueve realmente el corazón que Jesús, el Hijo del hombre y Juez final, nos precede con esta acción, haciéndose él mismo hombre, haciéndose pobre y sediento, y al final nos abraza estrechándonos contra su corazón. Así Dios hace lo que quiere que hagamos nosotros: estar abiertos a los demás y vivir el amor no con palabras sino con hechos.

Al final de la vida, solía repetir san Juan de la Cruz, seremos juzgados en el amor. ¡Cuán necesario es que también hoy, más aún, especialmente en nuestra época marcada por tantos desafíos humanos y espirituales, los cristianos proclamen con obras el amor misericordioso de Dios! Todo bautizado debería ser un "Evangelio viviente". En efecto, muchas personas que no acogen fácilmente a Cristo y sus exigentes enseñanzas son, sin embargo, sensibles al testimonio concreto de la caridad. El amor es un lenguaje que llega directamente al corazón y lo abre a la confianza. Os exhorto, pues, como san Pedro a los primeros cristianos, a estar siempre dispuestos "a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15).

Quisiera añadir otra reflexión: vuestra confederación constituye un ejemplo típico de la importancia que tiene conservar las propias "raíces cristianas" en Italia y en Europa. Vuestras cofradías, las Misericordias son una presencia viva y activa, muy realista, de estas raíces cristianas.

Hoy en día las Misericordias no son una asociación eclesial, pero sus raíces históricas son inequívocamente cristianas. Lo expresa su nombre mismo: "Misericordias", y lo manifiesta también el hecho, ya recordado, de que fueron fundadas por iniciativa de un santo. Ahora bien, las raíces, para seguir dando frutos, deben mantenerse vivas y firmes. Por eso proponéis oportunamente a vuestros socios momentos periódicos de cualificación y de formación, para profundizar cada vez más las motivaciones humanas y cristianas de vuestras actividades. En efecto, existe el riesgo de que el voluntariado se reduzca a mero activismo. En cambio, si la motivación espiritual sigue siendo vital, está en condiciones de comunicar a los demás mucho más que las cosas materiales necesarias: puede ofrecer al prójimo en dificultades la mirada de amor que necesita (cf. Deus caritas est, 18).

Por último, deseo manifestaros un tercer motivo de aprecio: juntamente con otras asociaciones de voluntariado, desempeñáis una importante función educativa, es decir, contribuís a mantener viva la sensibilidad con respecto a los valores más nobles, como la fraternidad y la ayuda desinteresada a quienes se encuentran en dificultades. En particular, los jóvenes pueden beneficiarse de la experiencia del voluntariado, porque, si se plantea bien, llega a ser para ellos una "escuela de vida", que les ayuda a dar a su existencia un sentido y un valor más alto y fecundo. Que las Misericordias los estimulen a crecer en la dimensión del servicio al prójimo y a descubrir una gran verdad evangélica, es decir, que "hay mayor felicidad en dar que en recibir" (Hch 20, 35; cf. Deus caritas est, 30).

Queridos amigos, mañana, 11 de febrero, fiesta de la Virgen de Lourdes, se celebra la Jornada mundial del enfermo, que ya ha llegado a su XV edición. Este año la atención se dirige de modo especial a las personas afectadas por enfermedades incurables. A muchos de ellos también vosotros, queridos amigos, prestáis vuestro servicio. La Virgen Inmaculada, Madre de la Misericordia, vele sobre cada una de vuestras cofradías, más aún, sobre cada uno de los miembros de las Misericordias de Italia. Que os ayude a cumplir con auténtico amor vuestra misión, contribuyendo así a difundir en el mundo el amor de Dios, manantial de vida para todo ser humano.
A vosotros, aquí presentes, a todas las Misericordias de Italia y a los donantes de sangre "Fratres", imparto de corazón mi bendición.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR LUIS PARÍS CHAVERRI,
EMBAJADOR DE COSTA RICA ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 10 de febrero de 2007



Señor Embajador:

1. Me es grato recibirlo en esta audiencia en la que me presenta las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Costa Rica ante la Santa Sede, y le agradezco sinceramente las amables palabras que me ha dirigido en este solemne acto con el que inicia la misión que su Gobierno le ha confiado. Le ruego que haga llegar mi deferente saludo al Señor Presidente de la República, Dr. Óscar Arias, correspondiendo al que usted me ha transmitido, y con el cual expresa la cercanía y el afecto del pueblo costarricense al Sucesor de Pedro.

2. Costa Rica tiene una fuerte impronta religiosa, que refleja la fe de su pueblo después de más de cinco siglos del inicio de la evangelización. En este sentido, la Iglesia católica, fiel a su misión de llevar el mensaje de salvación a todas las gentes, y de acuerdo con su doctrina social, trata de favorecer el desarrollo integral del ser humano y la defensa de su dignidad, ayudando a la consolidación de los valores fundamentales para que la sociedad pueda gozar de estabilidad y armonía, de acuerdo con su gran aspiración a vivir en paz, libertad y democracia.

Las diversas comunidades eclesiales, movidas por su deseo de mantener vivo el mensaje evangélico, cooperan en campos tan importantes como la enseñanza, la asistencia a los más desfavorecidos, los servicios sanitarios, así como la promoción de la persona en su condición de ciudadano e hijo de Dios. Por ello, los Obispos de Costa Rica miran con atención y preocupación las circunstancias sociales que vive el País, como son el creciente nivel de pobreza, la inseguridad pública y la violencia familiar, junto con una fuerte inmigración de países vecinos. Ante situaciones a veces conflictivas y para defender el bien común, ofrecen su colaboración con iniciativas que favorecen el entendimiento y la conciliación, y llevan a la promoción de la justicia y la solidaridad, fomentando si es preciso el diálogo nacional entre los responsables de la vida pública.

Por otra parte, y como Su Excelencia ha puesto de relieve, dicho diálogo debe excluir toda forma de violencia en sus diversas expresiones y ayudar a construir un futuro más humano con la colaboración de todos. A este respecto, es oportuno recordar que las mejoras sociales no se alcanzan aplicando sólo las medidas técnicas necesarias, sino promoviendo también reformas que tengan presente una consideración ética de la persona, de la familia y de la sociedad. Por ello, se han de cultivar los valores morales como la honestidad, la austeridad y la responsabilidad por el bien común. De este modo se podrá evitar el egoísmo personal y colectivo, así como la corrupción en cualquier ámbito, que impiden toda forma de progreso.

3. Es bien sabido que el futuro de una Nación se ha de basar en la paz, fruto de la justicia (cf. St 3,18), construyendo un tipo de sociedad que, empezando por los responsables de la vida política, parlamentaria, administrativa y judicial, favorezca la concordia, la armonía y el respeto de la persona, así como la defensa de sus derechos fundamentales. En este sentido, son de alabar las iniciativas que el Gobierno de Costa Rica ha llevado a cabo en el ámbito internacional para promover en el mundo la paz y los derechos humanos, así como la tradicional cercanía con las posiciones mantenidas por la Santa Sede en diversos foros internacionales sobre cuestiones tan importantes como la defensa de la vida humana y la promoción del matrimonio y la familia.

Todos los costarricenses, con las cualidades que les distinguen, han de ser protagonistas y artífices del progreso del país, cooperando a una estabilidad política que permita que todos puedan participar en la vida pública. Cada uno, según su capacidad y posibilidades personales, está llamado a dar su propia contribución al bien de la Patria, basado en un orden social más justo y participativo. Para ello, las enseñanzas morales de la Iglesia ofrecen unos valores y orientaciones que, tomados en consideración especialmente por quienes trabajan al servicio de la Nación, son de gran ayuda para afrontar de manera adecuada las necesidades y aspiraciones de los ciudadanos.

El doloroso y vasto problema de la pobreza, con graves consecuencias en el campo de la educación, de la salud y de la vivienda, es un apremiante desafío para los gobernantes y responsables de la administración pública de cara al futuro de la Nación. Se requiere una toma de conciencia más profunda que permita afrontar firmemente la presente situación en todas sus dimensiones, cooperando así a un verdadero empeño por el bien de todos. Al igual que en otras partes, los pobres carecen de bienes primarios y no encuentran los medios indispensables que permiten su promoción y desarrollo integral. Esto afecta, sobre todo, a los inmigrados en busca de un mejor nivel de vida. Ante ello, la Iglesia, a la luz de su doctrina social, trata de impulsar y favorecer iniciativas encaminadas a superar situaciones de marginación que afectan a tantos hermanos necesitados, pues la preocupación por lo social forma también parte de su acción evangelizadora (cf. Sollicitudo rei socialis, 41).

4. Señor Embajador, antes de concluir este encuentro deseo expresarle mis mejores deseos para que la misión que hoy inicia sea fecunda en frutos y éxitos. Le ruego, de nuevo, que se haga intérprete de mis sentimientos y esperanzas ante el Señor Presidente de la República y demás Autoridades de su País, a la vez que invoco la bendición de Dios y la protección de su Patrona, Nuestra Señora de los Ángeles, sobre usted, sobre su distinguida familia y colaboradores, y sobre todos los amadísimos hijos e hijas de Costa Rica.


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XV JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ENFERMOS Y AGENTES SANITARIOS
EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Domingo 11 de febrero de 2007
Memoria de la Virgen de Lourdes



Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros aquí, en la basílica vaticana, con ocasión de la fiesta de la Virgen de Lourdes y de la Jornada mundial del enfermo, al final de la celebración eucarística presidida por el cardenal Camillo Ruini. A él, en primer lugar, dirijo mi cordial saludo, que extiendo a todos vosotros, aquí presentes: al arcipreste de la basílica, mons. Angelo Comastri; a los demás obispos, a los sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas.

Saludo a los responsables y a los miembros de la Unitalsi, que se encargan del traslado y de la atención a los enfermos en las peregrinaciones y en otros momentos significativos. Saludo a los responsables y a los peregrinos de la Obra romana de peregrinaciones, así como a los que van a participar en el XV Congreso nacional teológico-pastoral, en el que se darán cita numerosas personas procedentes de Italia y del extranjero. Saludo, asimismo, a la delegación de los representantes de los "Caminos de Europa".

Pero el saludo más cordial quisiera dirigirlo a vosotros, queridos enfermos, a vuestros familiares y a los voluntarios que con amor os cuidan y acompañan también hoy. Juntamente con todos vosotros, deseo unirme a los que en este mismo día participan en los diversos momentos de la Jornada mundial del enfermo que se celebra en la ciudad de Seúl, en Corea. Allí, en nombre mío, preside las celebraciones el cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud.

Por tanto, hoy es la fiesta de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes, que hace poco menos de ciento cincuenta años se apareció a una muchacha sencilla, santa Bernardita Soubirous, manifestándose como la Inmaculada Concepción. También en aquella aparición la Virgen se mostró tierna madre con respecto a sus hijos, recordando que los pequeños, los pobres, son los predilectos de Dios y que a ellos ha sido revelado el misterio del reino de los cielos.

Queridos amigos, María, que con fe acompañó a su Hijo hasta la cruz y que por un designio misterioso fue asociada a los sufrimientos de Cristo, su Hijo, nunca se cansa de exhortarnos a vivir y a compartir con serena confianza la experiencia del dolor y la enfermedad, ofreciéndola con fe al Padre, completando así en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo (cf. Col 1, 24).

A este respecto, me vienen a la mente las palabras con las que mi venerado predecesor Pablo VI concluyó la exhortación apostólica Marialis cultus: "Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones sin límite (...), la Virgen, contemplada en su vicisitud evangélica y en la realidad ya conseguida en la ciudad de Dios, ofrece una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegría y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte" (n. 57).

Son palabras que iluminan nuestro camino, incluso cuando parece que hemos perdido el sentido de la esperanza y la certeza de la curación; son palabras que quisiera que sirvieran de consuelo especialmente a los que se encuentran afectados por enfermedades graves y dolorosas.

Y precisamente a estos hermanos nuestros particularmente probados dedica su atención esta Jornada mundial del enfermo. Quisiéramos que sintieran la cercanía material y espiritual de toda la comunidad cristiana. Es importante no dejarlos en el abandono y en la soledad mientras afrontan un momento tan delicado de su vida.

Por tanto, son dignos de elogio los que con paciencia y amor ponen a su servicio su competencia profesional y su calor humano. Pienso en los médicos, en los enfermeros, en los agentes sanitarios, en los voluntarios, en los religiosos y las religiosas, en los sacerdotes que, sin escatimar esfuerzos, los atienden, como el buen samaritano, independientemente de su condición social, del color de su piel o de su religión, pendientes sólo de lo que necesitan. En el rostro de cada ser humano, sobre todo en el que está probado y desfigurado por la enfermedad, brilla el rostro de Cristo, el cual dijo: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).

Queridos hermanos y hermanas, dentro de poco una sugestiva procesión de antorchas hará revivir el clima que se crea en Lourdes, entre los peregrinos y los devotos, al atardecer. Nuestro pensamiento va a la gruta de Massabielle, donde se entrecruzan el dolor humano y la esperanza, el miedo y la confianza. ¡Cuántos peregrinos, confortados por la mirada de la Madre, encuentran en Lourdes la fuerza para cumplir más fácilmente la voluntad de Dios, incluso cuando cuesta renuncia y dolor, conscientes de que, como afirma el apóstol san Pablo, todo contribuye al bien de los que aman al Señor! (cf. Rm 8, 28).

Que la vela que tenéis encendida en vuestra mano sea también para vosotros, queridos hermanos y hermanas, signo de un sincero deseo de caminar con Jesús, fulgor de paz que ilumina las tinieblas y nos impulsa a ser también nosotros luz y apoyo para las personas de nuestro entorno. Que nadie, especialmente quien se encuentra en condiciones de duro sufrimiento, se sienta nunca solo y abandonado. A todos os encomiendo esta tarde a la Virgen María. Ella, después de pasar por sufrimientos indecibles, fue elevada al cielo, donde nos espera y donde también nosotros esperamos poder compartir un día la gloria de su Hijo divino, la alegría sin fin.

Con estos sentimientos, os imparto mi bendición a todos vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO SOBRE
LA LEY MORAL NATURAL ORGANIZADO

Sala Clementina
Lunes 12 de febrero de 2007



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
estimados profesores;
amables señoras y señores:

Me alegra daros la bienvenida al inicio de los trabajos de vuestro congreso, en los que estudiaréis durante los próximos días un tema de notable importancia para el actual momento histórico: la ley moral natural. Agradezco a monseñor Rino Fisichella, rector magnífico de la Pontificia Universidad Lateranense, los sentimientos expresados en las palabras con las que ha introducido este encuentro.
No cabe duda de que vivimos un momento de extraordinario desarrollo en la capacidad humana de descifrar las reglas y las estructuras de la materia y en el consiguiente dominio del hombre sobre la naturaleza. Todos vemos las grandes ventajas de este progreso, pero también vemos las amenazas de una destrucción de la naturaleza por la fuerza de nuestra actividad. Hay un peligro menos visible, pero no menos inquietante: el método que nos permite conocer cada vez más a fondo las estructuras racionales de la materia nos hace cada vez menos capaces de ver la fuente de esta racionalidad, la Razón creadora. La capacidad de ver las leyes del ser material nos incapacita para ver el mensaje ético contenido en el ser, un mensaje que la tradición ha llamado lex naturalis, ley moral natural. Hoy esta palabra para muchos es casi incomprensible a causa de un concepto de naturaleza que ya no es metafísico, sino sólo empírico. El hecho de que la naturaleza, el ser mismo ya no sea transparente para un mensaje moral crea un sentido de desorientación que hace precarias e inciertas las opciones de la vida de cada día. El extravío, naturalmente, afecta de modo particular a las generaciones más jóvenes, que en este contexto deben encontrar las opciones fundamentales para su vida.

Precisamente a la luz de estas constataciones aparece en toda su urgencia la necesidad de reflexionar sobre el tema de la ley natural y de redescubrir su verdad común a todos los hombres. Esa ley, a la que alude también el apóstol san Pablo (cf. Rm 2, 14-15), está escrita en el corazón del hombre y, en consecuencia, también hoy no resulta simplemente inaccesible. Esta ley tiene como principio primero y generalísimo: "hacer el bien y evitar el mal". Esta es una verdad cuya evidencia se impone inmediatamente a cada uno. De ella brotan los demás principios más particulares, que regulan el juicio ético sobre los derechos y los deberes de cada uno.

Uno de esos principios es el del respeto a la vida humana desde su concepción hasta su término natural, pues este bien no es propiedad del hombre sino don gratuito de Dios. También lo es el deber de buscar la verdad, presupuesto necesario de toda auténtica maduración de la persona. Otra instancia fundamental del sujeto es la libertad. Sin embargo, teniendo en cuenta que la libertad humana siempre es una libertad compartida con los demás, es evidente que sólo se puede lograr la armonía de las libertades en lo que es común a todos: la verdad del ser humano, el mensaje fundamental del ser mismo, o sea, precisamente la lex naturalis.

¿Y cómo no mencionar, por una parte, la exigencia de justicia, que se manifiesta en dar unicuique suum, y, por otra, la expectativa de solidaridad, que en cada uno, especialmente en el necesitado, alimenta la esperanza de ayuda por parte de quienes han tenido mejor suerte que él?

En estos valores se expresan normas inderogables y obligatorias, que no dependen de la voluntad del legislador y tampoco del consenso que los Estados pueden darles, pues son normas anteriores a cualquier ley humana y, como tales, no admiten intervenciones de nadie para derogarlas.

La ley natural es la fuente de donde brotan, juntamente con los derechos fundamentales, también imperativos éticos que es preciso cumplir. En una actual ética y filosofía del derecho están muy difundidos los postulados del positivismo jurídico. Como consecuencia, la legislación a veces se convierte sólo en un compromiso entre intereses diversos: se trata de transformar en derechos intereses privados o deseos que chocan con los deberes derivados de la responsabilidad social. En esta situación, conviene recordar que todo ordenamiento jurídico, tanto a nivel interno como a nivel internacional, encuentra su legitimidad, en último término, en su arraigo en la ley natural, en el mensaje ético inscrito en el mismo ser humano.

La ley natural es, en definitiva, el único baluarte válido contra la arbitrariedad del poder o los engaños de la manipulación ideológica. El conocimiento de esta ley inscrita en el corazón del hombre aumenta con el crecimiento de la conciencia moral. Por tanto, la primera preocupación para todos, y en especial para los que tienen responsabilidades públicas, debería consistir en promover la maduración de la conciencia moral. Este es el progreso fundamental sin el cual todos los demás progresos no serían auténticos. La ley inscrita en nuestra naturaleza es la verdadera garantía ofrecida a cada uno para poder vivir libre y respetado en su dignidad.

Todo lo que he dicho hasta aquí tiene aplicaciones muy concretas si se hace referencia a la familia, es decir, a la "íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias" (Gaudium et spes, 48). Al respecto, el concilio Vaticano II reafirmó oportunamente que el matrimonio es "una institución estable por ordenación divina" y, por eso, "este vínculo sagrado, con miras al bien tanto de los cónyuges y de la prole como de la sociedad, no depende del arbitrio humano" (ib.).

Por tanto, ninguna ley hecha por los hombres puede subvertir la norma escrita por el Creador, sin que la sociedad quede dramáticamente herida en lo que constituye su mismo fundamento basilar. Olvidarlo significaría debilitar la familia, perjudicar a los hijos y hacer precario el futuro de la sociedad.

Por último, siento el deber de afirmar una vez más que no todo lo que es científicamente factible es también éticamente lícito. La técnica, cuando reduce al ser humano a objeto de experimentación, acaba por abandonar al sujeto débil al arbitrio del más fuerte. Fiarse ciegamente de la técnica como única garante de progreso, sin ofrecer al mismo tiempo un código ético que hunda sus raíces en la misma realidad que se estudia y desarrolla, equivaldría a hacer violencia a la naturaleza humana, con consecuencias devastadoras para todos.

La aportación de los hombres de ciencia es de suma importancia. Juntamente con el progreso de nuestras capacidades de dominio sobre la naturaleza, los científicos también deben ayudarnos a comprender a fondo nuestra responsabilidad con respecto al hombre y a la naturaleza que le ha sido encomendada. Sobre esta base es posible desarrollar un diálogo fecundo entre creyentes y no creyentes; entre teólogos, filósofos, juristas y hombres de ciencia, que pueden ofrecer también al legislador un material valioso para la vida personal y social.

Por tanto, deseo que estas jornadas de estudio no sólo susciten una mayor sensibilidad de los estudiosos con respecto a la ley moral natural, sino que también impulsen a crear las condiciones para que sobre este tema se llegue a una conciencia cada vez más plena del valor inalienable que la ley natural posee para un progreso real y coherente de la vida personal y del orden social.

Con este deseo, aseguro mi recuerdo en la oración por vosotros y por vuestro compromiso académico de investigación y reflexión, e imparto a todos con afecto la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA AUDIENCIA A LOS NUNCIOS PONTIFICIOS
EN AMÉRICA LATINA

Sala del Consistorio
Sábado 17 de febrero de 2007



Venerados hermanos:

Me alegra acogeros, al final de vuestra reunión como preparación para la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano. Doy a cada uno mi cordial saludo, comenzando por el señor cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, al que agradezco las palabras con que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes. Expreso mi agradecimiento a los señores cardenales presidentes de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y a los responsables de los dicasterios de la Curia romana, que han dado su contribución a vuestros trabajos.

Aprovecho esta ocasión, sobre todo, para renovaros a vosotros, nuncios apostólicos presentes, y a todos los representantes pontificios, la expresión de mi aprecio por el importante servicio eclesial que realizáis, a menudo entre no pocas dificultades debidas a la lejanía de la patria de origen, a los frecuentes desplazamientos y, a veces, también a las tensiones sociopolíticas presentes en los lugares donde actuáis. En el cumplimiento de vuestro delicado oficio, que ciertamente está animado siempre por un profundo espíritu de fe, cada uno de vosotros siéntase acompañado por la estima, por el afecto y por la oración del Papa.

Todo nuncio apostólico está llamado a consolidar los vínculos de comunión entre las Iglesias particulares y el Sucesor de Pedro. A él se le ha encomendado la responsabilidad de promover, juntamente con los pastores y con todo el pueblo de Dios, el diálogo y la colaboración con la sociedad civil para realizar el bien común.

Los representantes pontificios son la presencia del Papa, que mediante ellos está cerca de las personas con quienes no puede encontrarse personalmente y, en especial, de quienes viven en condiciones de dificultad y sufrimiento. Vuestro ministerio, queridos hermanos, es un ministerio de comunión eclesial y un servicio a la paz y a la concordia en la Iglesia y entre los pueblos. Sed siempre conscientes de la importancia, de la grandeza y de la belleza de esta misión vuestra, y tended sin cansaros a realizarla con entrega generosa.

La divina Providencia os ha llamado a vosotros, aquí presentes, a prestar vuestro servicio en América Latina, definida por el amado Juan Pablo II —que la visitó en diversas ocasiones— "continente de la esperanza", como ya se ha dicho. Si Dios quiere, tendré la alegría de tomar contacto personalmente con la realidad de esos países al intervenir, Dios mediante, en la apertura de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano, en Aparecida, Brasil, el próximo mes de mayo.

En cierto sentido, esa asamblea recapitula y es continuación de las Conferencias generales anteriores, mientras que se enriquece con numerosos dones "posconciliares" del Magisterio pontificio —pienso de modo particular en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America—, así como con los frutos del camino sinodal de la Iglesia católica.

Se propone definir las grandes prioridades y dar nuevo impulso a la misión de la Iglesia al servicio de los pueblos latinoamericanos en las circunstancias concretas del inicio de este siglo XXI. Esa recapitulación remite a la tradición de la catolicidad, la cual, gracias a una extraordinaria epopeya misionera, se ha hecho presente y ha marcado con su huella la estructura cultural que caracteriza hasta hoy la identidad latinoamericana.

Esa es la vocación original —como dijo mi recordado predecesor Juan Pablo II en Santo Domingo— "de unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han unido definitivamente en el camino de la historia" (Discurso en la inauguración de la IV Conferencia general del Episcopado latinoamericano, 12 de octubre de 1992, n. 15: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 1992, p. 10).

Precisamente partiendo del tema de esa importante reunión: "Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida", también vosotros, en estos días, habéis puesto de relieve algunos desafíos que la Iglesia afronta en la vasta área latinoamericana, insertada en las dinámicas mundiales y cada vez más condicionada por los efectos de la globalización. Ante este desafío, las naciones que la componen tratan de afirmar, de diversas maneras, su identidad y su peso en el camino histórico del mundo de hoy; a menudo en medio de muchas dificultades, tratan de consolidar la paz interna de su nación. Sintiéndose como "hermanas" quieren llegar a ser también una comunidad, unida en la paz y en el desarrollo cultural y económico.

Naturalmente, la Iglesia, signo e instrumento de unidad para todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1), se encuentra en sintonía con toda legítima aspiración de los pueblos a una mayor armonía y cooperación, y aporta su contribución propia, es decir, el Evangelio. Desea que en los países latinoamericanos, donde las Constituciones se limitan a "conceder" libertad de credo y de culto, pero no "reconocen" aún la libertad religiosa, se puedan definir cuanto antes las relaciones recíprocas fundadas en los principios de autonomía y de sana y respetuosa colaboración. Eso permitirá a la comunidad eclesial desarrollar todas sus potencialidades en beneficio de la sociedad y de toda persona humana, creada a imagen de Dios. Una correcta formulación jurídica de esas relaciones no podrá por menos de tener en cuenta el papel histórico, espiritual, cultural y social que ha desempeñado la Iglesia católica en América Latina.

Este papel sigue siendo primario, también gracias a la feliz fusión entre la antigua y rica sensibilidad de los pueblos indígenas con el cristianismo y con la cultura moderna. Como sabemos, algunos ambientes afirman un contraste entre la riqueza y profundidad de las culturas precolombinas y la fe cristiana presentada como una imposición exterior o una alienación para los pueblos de América Latina. En verdad, el encuentro entre estas culturas y la fe en Cristo fue una respuesta interiormente esperada por esas culturas. Por tanto, no hay que renegar de ese encuentro, sino que se ha de profundizar: ha creado la verdadera identidad de los pueblos de América Latina.

En efecto, la Iglesia católica es la institución que goza de mayor prestigio entre las poblaciones latinoamericanas. Está activa en la vida de la gente; es estimada por la labor que realiza en los ámbitos de la educación, la salud y la solidaridad con los necesitados. La ayuda a los pobres y la lucha contra la pobreza son y siguen siendo una prioridad fundamental en la vida de las Iglesias en América Latina. La Iglesia también está activa por las intervenciones de mediación que no raramente se le solicita con ocasión de conflictos internos.

Con todo, hoy, una presencia tan consolidada debe tener en cuenta, entre otras cosas, el proselitismo de las sectas y el influjo creciente del secularismo hedonista posmoderno. Sobre las causas de la atracción de las sectas debemos reflexionar seriamente para encontrar las respuestas adecuadas. Ante los desafíos del actual momento histórico, nuestras comunidades están llamadas a fortalecer su adhesión a Cristo para testimoniar una fe madura y llena de alegría y, verdaderamente, a pesar de todos los problemas, son enormes las potencialidades.

Realmente son enormes las potencialidades espirituales que tiene América Latina, donde los misterios de la fe se celebran con ferviente devoción, y el aumento de las vocaciones sacerdotales y religiosas alimenta la confianza en el futuro. Naturalmente, es necesario acompañar con gran atención a los jóvenes en el camino de la vocación, y ayudar a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a perseverar en su vocación.

Asimismo, los jóvenes, que constituyen más de dos tercios de la población, representan un inmenso potencial misionero y evangelizador; y la familia sigue siendo "una característica primordial de la cultura latinoamericana", como dijo mi venerado predecesor Juan Pablo II en el encuentro de Puebla, en México, en enero de 1979.

Precisamente la familia merece una atención prioritaria, pues muestra síntomas de debilitamiento bajo las presiones de lobbies capaces de influir negativamente en los procesos legislativos. Los divorcios y las uniones libres están aumentando, mientras que el adulterio se contempla con injustificable tolerancia. Es necesario reafirmar que el matrimonio y la familia tienen su fundamento en el núcleo más íntimo de la verdad sobre el hombre y sobre su destino; una comunidad digna del ser humano sólo se puede edificar sobre la roca del amor conyugal, fiel y estable, entre un hombre y una mujer.

Quisiera destacar otros temas religiosos y sociales sobre los que habéis reflexionado. Me limito a citar el fenómeno de la emigración, íntimamente relacionado con la familia; la importancia de la escuela y la atención a los valores y a la conciencia, para formar laicos maduros que sean capaces de dar una contribución cualificada en la vida social y civil; la educación de los jóvenes con proyectos vocacionales apropiados que acompañen, de modo especial, a los seminaristas y a los aspirantes a la vida consagrada en su camino de formación; el compromiso de informar adecuadamente a la opinión pública sobre las grandes cuestiones éticas según los principios del magisterio de la Iglesia y una presencia eficaz en el campo de los medios de comunicación social, también para responder a los desafíos de las sectas.

Ciertamente, los movimientos eclesiales constituyen un recurso válido para el apostolado, pero es necesario ayudarles a mantenerse siempre fieles al Evangelio y a la enseñanza de la Iglesia, también cuando actúan en el campo social y político. En particular, siento el deber de reafirmar que no compete a los eclesiásticos encabezar grupos sociales o políticos, sino a los laicos maduros y profesionalmente preparados.

Queridos hermanos, en estos días habéis pensado y dialogado juntos; y sobre todo habéis orado juntos. Pidamos al Señor, por intercesión de María, que los frutos de esta reunión vuestra y de la próxima Conferencia general del Episcopado latinoamericano redunden en beneficio de toda la Iglesia.

A vosotros os doy una vez más las gracias por el trabajo que habéis realizado. Al volver a vuestros países, haceos intérpretes de mis sentimientos cordiales ante los pastores y las comunidades cristianas, los Gobiernos y las poblaciones. Asegurad la cercanía espiritual del Papa de modo especial a vuestros colaboradores, a las religiosas y a todos los que cooperan para el buen funcionamiento de las sedes de vuestras nunciaturas.

A todos y cada uno imparto de corazón una bendición apostólica especial.


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VISITA AL SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

ENCUENTRO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
CON LOS SEMINARISTAS

Sábado 17 de febrero de 2007

PREGUNTAS DE LOS SEMINARISTAS
Y RESPUESTAS DEL SANTO PADRE



GREGORPAOLO STANO: DIÓCESIS DE ORIA, ITALIA del I año (1° FILOSOFÍA)

Santidad, durante el primero de los dos años que dedicamos al discernimiento nos esforzamos por escrutar a fondo nuestra persona. Es un ejercicio arduo para nosotros, porque el lenguaje de Dios es especial y sólo quien está atento puede captarlo entre las mil voces que resuenan dentro de nosotros. Por eso, le pedimos que nos ayude a comprender cómo habla Dios en concreto y cuáles son las huellas que deja al hablarnos en nuestro interior.

Ante todo, agradezco al monseñor rector sus palabras. Ya siento deseos de conocer el texto que vais a escribir y de aprender de él. No estoy seguro de poder aclarar los puntos esenciales de la vida del seminario, pero diré lo que puedo decir.

Ahora respondo a la primera pregunta: ¿cómo podemos discernir la voz de Dios entre las mil voces que escuchamos cada día en nuestro mundo? Yo diría que Dios habla con nosotros de muchísimas maneras. Habla por medio de otras personas, por medio de los amigos, de los padres, del párroco, de los sacerdotes —aquí, os habla a través de los sacerdotes que se encargan de vuestra formación, que os orientan—. Habla por medio de los acontecimientos de nuestra vida, en los que podemos descubrir un gesto de Dios. Habla también a través de la naturaleza, de la creación; y, naturalmente, habla sobre todo en su Palabra, en la sagrada Escritura, leída en la comunión de la Iglesia y leída personalmente en conversación con Dios.

Es importante leer la sagrada Escritura, por una parte, de modo muy personal, y realmente, como dice san Pablo, no como palabra de un hombre o como un documento del pasado, como leemos a Homero o Virgilio, sino como una palabra de Dios siempre actual, que habla conmigo. Aprender a escuchar en un texto, que históricamente pertenece al pasado, la palabra viva de Dios, es decir, entrar en oración, convirtiendo así la lectura de la sagrada Escritura en una conversación con Dios.
San Agustín dice a menudo en sus homilías: llamé muchas veces a la puerta de esta Palabra, hasta que pude percibir lo que Dios mismo me decía. Por una parte, esta lectura muy personal, esta conversación personal con Dios, en la que trato de descubrir lo que el Señor me dice; y juntamente con esta lectura personal, es muy importante la lectura comunitaria, porque el sujeto vivo de la sagrada Escritura es el pueblo de Dios, es la Iglesia.

Esta Escritura no era algo meramente privado, de grandes escritores —aunque el Señor siempre necesita a la persona, necesita su respuesta personal—, sino que ha crecido con personas que estaban implicadas en el camino del pueblo de Dios y así sus palabras son expresión de este camino, de esta reciprocidad de la llamada de Dios y de la respuesta humana.

Por consiguiente, el sujeto vive hoy como vivió en aquel tiempo; la Escritura no pertenece al pasado, dado que su sujeto, el pueblo de Dios inspirado por Dios mismo, es siempre el mismo. Así pues, se trata siempre de una Palabra viva en el sujeto vivo. Por eso, es importante leer la sagrada Escritura y escuchar la sagrada Escritura en la comunión de la Iglesia, es decir, con todos los grandes testigos de esta Palabra, desde los primeros Padres hasta los santos de hoy, hasta el Magisterio de hoy.

Sobre todo en la liturgia se convierte en una Palabra vital y viva. Por consiguiente, yo diría que la liturgia es el lugar privilegiado donde cada uno entra en el "nosotros" de los hijos de Dios en conversación con Dios. Es importante: el padrenuestro comienza con las palabras "Padre nuestro". Sólo podré encontrar al Padre si estoy insertado en el "nosotros" de este "nuestro"; sólo escuchamos bien la palabra de Dios dentro de este "nosotros", que es el sujeto de la oración del padrenuestro.

Así pues, esto me parece muy importante: la liturgia es el lugar privilegiado donde la Palabra está viva, está presente; más aún, donde la Palabra, el Logos, el Señor, habla con nosotros y se pone en nuestras manos. Si nos disponemos a la escucha del Señor en esta gran comunión de la Iglesia de todos los tiempos, lo encontraremos.

Él nos abre la puerta poco a poco. Por tanto, yo diría que en este punto se concentran todos los demás: el Señor nos guía personalmente en nuestro camino y, al mismo tiempo, vivimos en el gran "nosotros" de la Iglesia, donde la palabra de Dios está viva.

Luego vienen los demás puntos: escuchar a los amigos, escuchar a los sacerdotes que nos guían, escuchar la voz viva de la Iglesia de hoy, escuchando así también las voces de los acontecimientos de este tiempo y de la creación, que resultan descifrables en este contexto profundo.

Por tanto, para resumir, diría que Dios nos habla de muchas maneras. Es importante, por una parte, estar en el "nosotros" de la Iglesia, en el "nosotros" vivido en la liturgia. Es importante personalizar este "nosotros" en mí mismo; es importante estar atentos a las demás voces del Señor, dejarnos guiar también por personas que tienen experiencia con Dios, por decirlo así, y nos ayudan en este camino, para que este "nosotros" se transforme en mi "nosotros", y yo, en uno que realmente pertenece a este "nosotros". Así crece el discernimiento y crece la amistad personal con Dios, la capacidad de percibir, en medio de las mil voces de hoy, la voz de Dios, que siempre está presente y siempre habla con nosotros.

CLAUDIO FABBRI: DIÓCESIS DE ROMA del II año (2° FILOSOFÍA)

Santo Padre, ¿cómo estaba articulada su vida durante el tiempo de formación para el sacerdocio y cuáles eran los intereses que cultivaba? Teniendo en cuenta su experiencia, ¿cuáles son los puntos fundamentales de la formación para el sacerdocio? En particular, ¿qué lugar ocupa en ella María?

Creo que nuestra vida, en el seminario de Freising, estaba articulada de un modo muy semejante a vuestro horario, aunque no conozco exactamente vuestro reglamento diario. Me parece que se comenzaba a las 6.30, a las 7.00, con una meditación de media hora, en la que cada uno en silencio hablaba con el Señor, trataba de disponer su alma para la sagrada liturgia. Luego seguía la santa misa, el desayuno y, durante la mañana, las clases.

Por la tarde, seminarios, tiempos de estudio, y luego de nuevo oración en común. En la noche, los "puntos": el director espiritual o el rector del seminario, alternándose, nos hablaban para ayudarnos a encontrar el camino de la meditación; no nos daban una meditación ya hecha, sino elementos que podían ayudar a cada uno a interiorizar las palabras del Señor que serían objeto de nuestra meditación.

Así era el itinerario de cada día. Luego, naturalmente, estaban las grandes fiestas, con una hermosa liturgia, con música... Pero, me parece —tal vez volveré a hablar de esto al final— que es muy importante tener una disciplina que nos precede y no deber inventar cada día de nuevo lo que hay que hacer, lo que hay que vivir. Existe una regla, una disciplina que ya me espera y me ayuda a vivir ordenadamente este día.

Ahora bien, por lo que respecta a mis preferencias, naturalmente seguía con atención, como podía, las clases. En los dos primeros años, desde el inicio me fascinó la filosofía, sobre todo la figura de san Agustín; luego también la corriente agustiniana en la Edad Media: san Buenaventura, los grandes franciscanos, la figura de san Francisco de Asís.

Me impresionaba sobre todo la gran humanidad de san Agustín, que no tuvo la posibilidad de identificarse con la Iglesia como catecúmeno desde el inicio, sino que, por el contrario, tuvo que luchar espiritualmente para encontrar poco a poco el acceso a la palabra de Dios, a la vida con Dios, hasta que pronunció el gran "sí" a su Iglesia.

Fue un camino muy humano, donde también nosotros podemos ver hoy cómo se comienza a entrar en contacto con Dios, cómo hay que tomar en serio todas las resistencias de nuestra naturaleza, canalizándolas para llegar al gran "sí" al Señor. Así me conquistó su teología tan personal, desarrollada sobre todo en la predicación. Esto es importante, porque al inicio san Agustín quería vivir una vida puramente contemplativa, escribir otros libros de filosofía..., pero el Señor no quería eso; lo llamó a ser sacerdote y obispo; de este modo, todo el resto de su vida, de su obra, se desarrolló fundamentalmente en el diálogo con un pueblo muy sencillo. Por una parte, siempre tuvo que encontrar personalmente el significado de la Escritura; y, por otra, debía tener en cuenta la capacidad de esa gente, su contexto vital, para llegar a un cristianismo realista y, al mismo tiempo, muy profundo.

Naturalmente, para mí además era muy importante la exégesis: tuvimos dos exegetas un poco liberales, pero a pesar de ello grandes exegetas, también realmente creyentes, que nos fascinaban. Puedo decir que, en realidad, la sagrada Escritura era el alma de nuestro estudio teológico: vivíamos con la sagrada Escritura y aprendíamos a amarla, a hablar con ella. Ya he hablado de la patrología, del encuentro con los santos Padres. También nuestro profesor de dogmática era un persona entonces muy famosa; había alimentado su dogmática con los Padres y con la liturgia.
Para nosotros un punto muy central era la formación litúrgica. En aquel tiempo no había aún cátedras de liturgia, pero nuestro profesor de pastoral nos dirigió grandes cursos sobre liturgia y él, en ese momento, era también rector del seminario. Así, la liturgia vivida y celebrada iba muy unida a la liturgia enseñada y pensada.

Juntamente con la sagrada Escritura, estos eran los puntos más importantes de nuestra formación teológica. De esto doy siempre gracias al Señor, porque en su conjunto son realmente el centro de una vida sacerdotal.

Otro interés era la literatura: era obligatorio leer a Dostoievski; era la moda del momento. Luego estaban los grandes franceses: Claudel, Mauriac, Bernanos; pero también la literatura alemana; teníamos una edición alemana de Manzoni: en aquel tiempo yo no hablaba italiano. Así, en cierto sentido, también formábamos nuestro horizonte humano. Asimismo, sentíamos gran amor por la música, al igual que por la belleza de la naturaleza de nuestra tierra. Con estas preferencias, estas realidades, en un camino no siempre fácil, seguí adelante. El Señor me ayudó a llegar hasta el "sí" del sacerdocio, un "sí" que me ha acompañado todos los días de mi vida.

GIANPIERO SAVINO: DIÓCESIS DE TARANTO del III año (1° TEOLOGÍA)

Santidad, a los ojos de mucha gente, podemos parecer jóvenes que dicen con firmeza y valentía su "sí" y que lo dejan todo para seguir al Señor; pero sabemos que estamos muy lejos de una verdadera coherencia con ese "sí". Con confianza de hijos, le confesamos la parcialidad de nuestra respuesta a la llamada de Jesús y el esfuerzo diario por vivir una vocación que nos pide dar un "sí" definitivo y total. ¿Cómo responder a la vocación tan exigente de pastores del pueblo de Dios, si sentimos constantemente nuestra debilidad e incoherencia?

Es muy saludable reconocer nuestra debilidad, porque sabemos que necesitamos la gracia del Señor. El Señor nos consuela. En el colegio de los Apóstoles no sólo estaba Judas, sino también los Apóstoles buenos. A pesar de eso, Pedro cayó. El Señor reprocha muchas veces la lentitud, la cerrazón del corazón de los Apóstoles, la poca fe que tenían. Por tanto, eso nos demuestra que ninguno de nosotros está plenamente a la altura de este gran "sí", a la altura de celebrar "in persona Christi", de vivir coherentemente en este contexto, de estar unido a Cristo en su misión de sacerdote.

Para nuestro consuelo, el Señor nos dio también las parábolas de la red con peces buenos y malos, del campo donde crece el trigo pero también la cizaña. Nos explica que vino precisamente para ayudarnos en nuestra debilidad; que no vino, como dice, para llamar a los justos, a los que se creen ya plenamente justos, a los que creen que no necesitan la gracia, a los que oran alabándose a sí mismos, sino que vino a llamar a los que se saben débiles, a los que son conscientes de que cada día necesitan el perdón del Señor, su gracia, para seguir adelante.

Me parece muy importante reconocer que necesitamos una conversión permanente, que no hemos llegado a la meta. San Agustín, en el momento de su conversión, pensaba que ya había llegado a la cumbre de la vida con Dios, de la belleza del sol, que es su Palabra. Luego comprendió que también el camino posterior a la conversión sigue siendo un camino de conversión, que sigue siendo un camino donde no faltan las grandes perspectivas, las alegrías, las luces del Señor, pero donde tampoco faltan valles oscuros, donde debemos seguir adelante con confianza apoyándonos en la bondad del Señor.

Por eso, es importante también el sacramento de la Reconciliación. No es correcto pensar que en nuestra vida no tenemos necesidad de perdón. Debemos aceptar nuestra fragilidad, permaneciendo en el camino, siguiendo adelante sin rendirnos, y mediante el sacramento de la Reconciliación convirtiéndonos constantemente para volver a comenzar, creciendo, madurando para el Señor, en nuestra comunión con él.

Naturalmente, también es importante no aislarse, no pensar que podemos ir adelante nosotros solos. Necesitamos la compañía de sacerdotes amigos, también de laicos amigos, que nos acompañen, que nos ayuden. Es muy importante para un sacerdote en la parroquia ver cómo la gente tiene confianza en él y experimentar, además de su confianza, su generosidad al perdonar sus debilidades. Los verdaderos amigos nos desafían y nos ayudan a ser fieles en este camino. Me parece que esta actitud de paciencia, de humildad, nos puede ayudar a ser buenos con los demás, a tener comprensión ante las debilidades de los demás, a ayudarles también a ellos a perdonar como nosotros perdonamos.

Creo que no soy indiscreto si digo que hoy he recibido una hermosa carta del cardenal Martini, agradeciendo la felicitación que le envié con ocasión de su 80° cumpleaños; somos coetáneos. Expresando su agradecimiento, dice: sobre todo doy gracias al Señor por el don de la perseverancia. Hoy —escribe— incluso el bien se hace por lo general ad tempus, ad experimentum. El bien, según su esencia, sólo se puede hacer de modo definitivo, pero para hacerlo de modo definitivo necesitamos la gracia de la perseverancia. Pido cada día al Señor —concluye— que me dé esta gracia.

Vuelvo a san Agustín: al inicio estaba contento de la gracia de la conversión. Luego descubrió que necesitaba otra gracia, la gracia de la perseverancia, que debemos pedir cada día al Señor. Pero, volviendo a las palabras del cardenal Martini, "hasta ahora el Señor me ha dado esta gracia de la perseverancia; espero que me la dé también para esta última etapa de mi camino en esta tierra". Me parece que debemos confiar en este don de la perseverancia, pero que también debemos orar al Señor con tenacidad, con humildad y con paciencia, para que nos ayude y nos sostenga con el don de la perseverancia final, para que nos acompañe cada día hasta el final, aunque el camino pase por un valle oscuro. El don de la perseverancia nos da alegría, nos da la certeza de que somos amados por el Señor y que este amor nos sostiene, nos ayuda y no nos abandona en nuestras debilidades.
Nuestro verdadero tesoro es el amor del Señor

DIMOV KOICIO: DIÓCESIS DE NICÓPOLIS AD ISTRUM (BULGARIA) IV año (2° TEOLOGÍA)
Santo Padre, usted, comentando el vía crucis del año 2005, habló de la suciedad que hay en la Iglesia; y en la homilía de la misa de ordenación de sacerdotes romanos del año pasado nos puso en guardia contra el peligro "de buscar hacer carrera, de tratar de subir más alto, de esforzarse por conseguir una buena posición mediante la Iglesia". ¿Cómo afrontar estos problemas del modo más sereno y responsable posible?

No es fácil responder a esta pregunta, pero ya he dicho —y es un punto importante— que el Señor sabe, sabía desde el inicio, que en la Iglesia también hay pecado. Para nuestra humildad es importante reconocer esto y no sólo ver el pecado en los demás, en las estructuras, en los altos cargos jerárquicos, sino también en nosotros mismos, para ser así más humildes y aprender que ante el Señor no cuenta la posición eclesial, sino estar en su amor y hacer resplandecer su amor.

Personalmente considero que, en este punto, es muy importante la oración de san Ignacio, que dice: "Suscipe, Domine, universam meam libertatem. Accipe memoriam, intellectum atque voluntatem omnem. Quidquid habeo vel possideo mihi largitus es; id tibi totum restituo, ac tuae prorsus voluntati trado gubernandum. Amorem tui solum cum gratia tua mihi dones, et dives sum satis, nec aliud quidquam ultra posco". Precisamente esta última parte me parece muy importante: comprender que el verdadero tesoro de nuestra vida es estar en el amor del Señor y no perder nunca este amor. Luego somos realmente ricos. Un hombre que ha encontrado un gran amor se siente realmente rico y sabe que esta es la verdadera perla, que este es el tesoro de su vida y no todas las demás cosas que posee.

Nosotros hemos encontrado, más aún, hemos sido encontrados por el amor del Señor, y cuanto más nos dejemos tocar por su amor en la vida sacramental, en la vida de oración, en la vida de trabajo, en el tiempo libre, tanto más podemos comprender que, si hemos encontrado la verdadera perla, todo lo demás no cuenta, todo lo demás sólo es importante en la medida en que el amor del Señor me atribuye esas cosas. Con este amor yo soy rico, soy realmente rico, y estoy en una posición elevada. Encontremos aquí el centro de la vida, la riqueza. Luego dejémonos guiar, dejemos que la Providencia decida qué hace con nosotros.

Al respecto, me viene a la mente una anécdota de santa Bakhita, la gran santa africana, que era esclava en Sudán y luego en Italia encontró la fe y se hizo religiosa. Cuando ya era anciana, el obispo visitaba su monasterio, su casa religiosa, y no la conocía. Al ver a esta pequeña religiosa africana, ya encorvada, le dijo: "Pero, ¿qué hace usted, hermana?". Bakhita le respondió: "Yo hago lo mismo que usted excelencia". El obispo admirado preguntó: "¿Qué cosa?". Y Bakhita le contestó: "Excelencia, los dos hacemos lo mismo, hacemos la voluntad de Dios".

Me parece una respuesta hermosísima. El obispo y la pequeña religiosa, que ya casi no podía trabajar, hacían lo mismo, en posiciones diversas: trataban de hacer la voluntad de Dios, y así estaban cada uno en el lugar debido.

También me vienen a la mente unas palabras de san Agustín, que dice: Todos somos siempre sólo discípulos de Cristo y su cátedra está en un lugar más alto, porque esta cátedra es la cruz, y esta altura es la verdadera altura, la comunión con el Señor, también en su pasión. Me parece que, si comenzamos a entender esto, en una vida de oración diaria, en una vida de entrega al servicio del Señor, podemos librarnos de esas tentaciones tan humanas.

FRANCESCO ANNESI: DIÓCESIS DE ROMA del V año (3° TEOLOGÍA)
Santidad, la carta apostólica "Salvifici doloris" del Papa Juan Pablo II pone de relieve que el sufrimiento es fuente de riqueza espiritual para todos los que lo aceptan en unión con los sufrimientos de Cristo. En un mundo que busca todos los medios, lícitos e ilícitos, para eliminar cualquier forma de dolor, ¿cómo puede el sacerdote ser testigo del sentido cristiano del sufrimiento y cómo debe comportarse ante quienes sufren, sin resultar retórico o patético?

¿Qué hacer? Debemos reconocer que conviene tratar de hacer todo lo posible para mitigar los sufrimientos de la humanidad y para ayudar a las personas que sufren —son numerosas en el mundo— a llevar una vida buena y a librarse de los males que a menudo causamos nosotros mismos: el hambre, las epidemias, etc.

Pero, reconociendo este deber de trabajar contra los sufrimientos causados por nosotros mismos, al mismo tiempo debemos reconocer también y comprender que el sufrimiento es un elemento esencial para nuestra maduración humana. Pienso en la parábola del Señor sobre el grano de trigo que cae en tierra y que sólo así, muriendo, puede dar fruto. Este caer en tierra y morir no sucede en un momento, es un proceso de toda la vida.

Cayendo en tierra como el grano de trigo y muriendo, transformándonos, somos instrumentos de Dios y así damos fruto. No por casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra.

Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz.

Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la alegría, sino a la autodestrucción.

Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren.

Es verdad, siempre resulta problemático que uno que tiene buena salud o está en buena condición trate de consolar a otro que está afectado por un gran mal, sea enfermedad, sea pérdida de amor. Ante estos males, que conocemos todos, casi inevitablemente todo parece sólo retórico y patético. Pero yo diría que, si estas personas pueden percibir que nosotros tenemos com-pasión, que somos com-pacientes, que queremos llevar juntamente con ellos la cruz en comunión con Cristo, sobre todo orando con ellos, asistiéndolos con un silencio lleno de simpatía, de amor, ayudándoles en la medida de nuestras posibilidades, podemos resultar creíbles.

Debemos aceptar que, tal vez en un primer momento, nuestras palabras parezcan sólo palabras. Pero si vivimos realmente con este espíritu del seguimiento de Jesús, también encontraremos la manera de estar cerca de ellos con nuestra simpatía. Simpatía etimológicamente quiere decir com-pasión por el hombre, ayudándolo, orando, creando así la confianza en que la bondad del Señor existe incluso en el valle más oscuro. Así podemos abrirles el corazón para el Evangelio de Cristo mismo, que es el verdadero Consolador; abrirles el corazón para el Espíritu Santo, llamado el otro Consolador, el otro Paráclito, que asiste, que está presente.

Podemos abrirles el corazón no para nuestras palabras, sino para la gran enseñanza de Cristo, para su estar con nosotros, ayudándoles para que el sufrimiento y el dolor se transformen de verdad en gracia de maduración, de comunión con Cristo crucificado y resucitado.

MARCO CECCARELLI: DIÓCESIS DE ROMA, diácono (será ordenado sacerdote el próximo 29 de abril)
Santidad, en los próximos meses mis compañeros y yo seremos ordenados sacerdotes. Pasaremos de una vida bien estructurada por las reglas del seminario a la situación mucho más compleja de nuestras parroquias. ¿Qué consejos nos da para vivir lo mejor posible el inicio de nuestro ministerio presbiteral?

Aquí en el seminario tenéis una vida bien articulada. Yo diría, como primer punto, que también en la vida de los pastores de la Iglesia, en la vida diaria del sacerdote, es importante conservar, en la medida de lo posible, un cierto orden: que nunca falte la misa; sin la Eucaristía un día es incompleto; por eso, crecemos ya en el seminario con esta liturgia diaria. Me parece muy importante que sintamos la necesidad de estar con el Señor en la Eucaristía, que no sea un deber profesional, sino que sea realmente un deber sentido interiormente, que nunca falte la Eucaristía.

El otro punto importante es tomar tiempo para la liturgia de la Horas, y así para esta libertad interior: con todas las cargas que llevamos, esta liturgia nos libera y nos ayuda también a estar más abiertos, a estar en contacto más profundo con el Señor. Naturalmente, debemos hacer todo lo que exige la vida pastoral, la vida de un vicario parroquial, de un párroco o de los demás oficios sacerdotales. Pero no conviene olvidar nunca estos puntos fijos, que son la Eucaristía y la liturgia de las Horas, para tener durante el día cierto orden, pues, como dije al inicio, no debemos estar inventando cada día. Hemos aprendido: "Serva ordinem et ordo servabit te". Esas palabras encierran una gran verdad.

Asimismo, es importante no descuidar la comunión con los demás sacerdotes, con los compañeros de camino; y no descuidar el contacto personal con la palabra de Dios, la meditación. ¿Qué hacer? Yo tengo una receta bastante sencilla: combinar la preparación de la homilía dominical con la meditación personal, para lograr que estas palabras no sólo estén dirigidas a los demás, sino que realmente sean palabras dichas por el Señor a mí mismo, y maduradas en una conversación personal con el Señor. Para que esto sea posible, mi consejo consiste en comenzar ya el lunes, porque si se comienza el sábado es demasiado tarde: así la preparación resulta apresurada, y tal vez falte la inspiración, porque hay otras cosas en la cabeza. Por eso, ya el lunes conviene leer sencillamente las lecturas del domingo siguiente, que tal vez parecen inaccesibles, como las piedras de Massá y Meribá, ante las cuales Moisés dice: "Pero, ¿cómo puede brotar agua de estas piedras?".

Dejemos que el corazón digiera estas lecturas. En el subconsciente las palabras trabajan y cada día vuelven un poco. Obviamente, también hay que consultar libros, si es posible. Con este trabajo interior, día tras día, se ve cómo poco a poco va madurando una respuesta, poco a poco se abre esta palabra, se convierte en palabra para mí. Y dado que soy un contemporáneo, también se convierte en palabra para los demás. Luego puedo comenzar a traducir lo que veo en mi lenguaje teológico al lenguaje de los demás; sin embargo, el pensamiento fundamental es el mismo para los demás y para mí.

Así se puede tener un encuentro permanente, silencioso, con la Palabra, que no requiere mucho tiempo, tiempo que tal vez no tenemos. Pero reservadle un poco de tiempo: así no sólo madura una homilía para el domingo, para los demás, sino que también nuestro propio corazón es tocado por la palabra del Señor. Permanezcamos en contacto también en una situación donde tal vez disponemos de poco tiempo.

Ahora no me atrevo a dar demasiados consejos, porque la vida en la gran ciudad de Roma es un poco diversa de la que yo viví hace cincuenta y cinco años en Baviera. Pero creo que lo esencial es precisamente esto: Eucaristía, liturgia de las Horas, oración y conversación con el Señor cada día, aunque sea breve, sobre sus Palabras que debo anunciar.

No hay que descuidar nunca la amistad con los sacerdotes, la escucha de la voz de la Iglesia viva y, naturalmente, la disponibilidad con respecto a las personas que nos han sido encomendadas, porque precisamente de estas personas, con sus sufrimientos, con sus experiencias de fe, con sus dudas y dificultades, podemos aprender a buscar y encontrar a Dios, encontrar a nuestro Señor Jesucristo.


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28/05/2013 20:18


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PENITENCIARIOS DE LAS CUATRO BASÍLICAS PAPALES

Sala Clementina
Lunes 19 de febrero de 2007



Queridos hermanos:

Me alegra acogeros y os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal James Francis Stafford, penitenciario mayor, al que agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme. Saludo, asimismo, al regente, monseñor Gianfranco Girotti, y a los miembros de la Penitenciaría apostólica. Este encuentro me brinda la oportunidad de expresar mi agradecimiento sobre todo a vosotros, queridos padres penitenciarios de las basílicas papales de Roma, por el valioso ministerio pastoral que realizáis con gran entrega. Al mismo tiempo, me complace hacer extensivo mi cordial saludo a todos los sacerdotes del mundo que se dedican con empeño al ministerio del confesonario.
El sacramento de la Penitencia, que tanta importancia tiene en la vida del cristiano, actualiza la eficacia redentora del misterio pascual de Cristo. En el gesto de la absolución, pronunciada en nombre y por cuenta de la Iglesia, el confesor se convierte en el instrumento consciente de un maravilloso acontecimiento de gracia. Obedeciendo con dócil adhesión al magisterio de la Iglesia, se hace ministro de la consoladora misericordia de Dios, muestra la realidad del pecado y manifiesta al mismo tiempo la ilimitada fuerza renovadora del amor divino, amor que devuelve la vida.

Así pues, la confesión se convierte en un renacimiento espiritual, que transforma al penitente en una nueva criatura. Sólo Dios puede realizar este milagro de gracia, y lo hace mediante las palabras y los gestos del sacerdote. El penitente, experimentando la ternura y el perdón del Señor, es más fácilmente impulsado a reconocer la gravedad del pecado, y más decidido a evitarlo, para permanecer y crecer en la amistad reanudada con él.

En este misterioso proceso de renovación interior, el confesor no es un espectador pasivo, sino persona dramatis, es decir, instrumento activo de la misericordia divina. Por tanto, es necesario que, además de una buena sensibilidad espiritual y pastoral, tenga una seria preparación teológica, moral y pedagógica, que lo capacite para comprender la situación real de la persona. Además, le conviene conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes acuden al confesonario, para poder darles consejos adecuados y orientaciones espirituales y prácticas. El sacerdote no debe olvidar que en este sacramento está llamado a desempeñar la función de padre, juez espiritual, maestro y educador. Ello exige una constante actualización; con este fin se programan los cursos del así llamado "fuero interno" organizados por la Penitenciaría apostólica.

Queridos sacerdotes, vuestro ministerio reviste sobre todo un carácter espiritual. Por tanto, además de la sabiduría humana y la preparación teológica, es preciso añadir una profunda vena de espiritualidad, alimentada por el contacto con Cristo, Maestro y Redentor, en la oración. En efecto, en virtud de la ordenación presbiteral, el confesor presta un servicio peculiar "in persona Christi", con una plenitud de dotes humanas reforzadas por la gracia. Su modelo es Jesús, el enviado del Padre; el manantial del que toma abundantemente es el soplo vivificante del Espíritu Santo. Ciertamente, ante una responsabilidad tan alta las fuerzas humanas son inadecuadas, pero la humilde y fiel adhesión a los designios salvíficos de Cristo nos convierte, queridos hermanos, en testigos de la redención universal realizada por él, poniendo en práctica la exhortación de san Pablo, que dice: "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, (...) poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación" (2 Co 5, 19).

Para cumplir esta tarea, ante todo debemos arraigar en nosotros mismos este mensaje de salvación y dejar que nos transforme profundamente. No podemos predicar el perdón y la reconciliación a los demás si no estamos personalmente impregnados de ellos. Aunque es verdad que en nuestro ministerio hay varios modos e instrumentos para comunicar a los hermanos el amor misericordioso de Dios, es en la celebración de este sacramento donde podemos hacerlo de la forma más completa y eminente. Cristo nos ha elegido, queridos sacerdotes, para ser los únicos que podamos perdonar los pecados en su nombre: se trata, pues, de un servicio eclesial específico al que debemos dar prioridad.

¡Cuántas personas que atraviesan dificultades buscan el consuelo y el apoyo de Cristo! ¡Cuántos penitentes encuentran en la confesión la paz y la alegría que anhelaban desde hacía tiempo! ¿Cómo no reconocer que también en nuestra época, marcada por tantos desafíos religiosos y sociales, es necesario redescubrir y volver a proponer este sacramento?

Queridos hermanos, sigamos el ejemplo de los santos, en particular de los que, como vosotros, se dedicaban casi exclusivamente al ministerio del confesonario, como san Juan María Vianney, san Leopoldo Mandic y, más recientemente, san Pío de Pietrelcina. Que ellos os ayuden desde el cielo para que sepáis distribuir en abundancia la misericordia y el perdón de Cristo.

Que María, Refugio de los pecadores, os obtenga la fuerza, el aliento y la esperanza para continuar generosamente esta indispensable misión. Os aseguro de corazón mi oración, a la vez que con afecto os bendigo a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PENITENCIARIOS DE LAS CUATRO BASÍLICAS PAPALES

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Lunes 19 de febrero de 2007



Queridos hermanos:

Me alegra acogeros y os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal James Francis Stafford, penitenciario mayor, al que agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme. Saludo, asimismo, al regente, monseñor Gianfranco Girotti, y a los miembros de la Penitenciaría apostólica. Este encuentro me brinda la oportunidad de expresar mi agradecimiento sobre todo a vosotros, queridos padres penitenciarios de las basílicas papales de Roma, por el valioso ministerio pastoral que realizáis con gran entrega. Al mismo tiempo, me complace hacer extensivo mi cordial saludo a todos los sacerdotes del mundo que se dedican con empeño al ministerio del confesonario.
El sacramento de la Penitencia, que tanta importancia tiene en la vida del cristiano, actualiza la eficacia redentora del misterio pascual de Cristo. En el gesto de la absolución, pronunciada en nombre y por cuenta de la Iglesia, el confesor se convierte en el instrumento consciente de un maravilloso acontecimiento de gracia. Obedeciendo con dócil adhesión al magisterio de la Iglesia, se hace ministro de la consoladora misericordia de Dios, muestra la realidad del pecado y manifiesta al mismo tiempo la ilimitada fuerza renovadora del amor divino, amor que devuelve la vida.

Así pues, la confesión se convierte en un renacimiento espiritual, que transforma al penitente en una nueva criatura. Sólo Dios puede realizar este milagro de gracia, y lo hace mediante las palabras y los gestos del sacerdote. El penitente, experimentando la ternura y el perdón del Señor, es más fácilmente impulsado a reconocer la gravedad del pecado, y más decidido a evitarlo, para permanecer y crecer en la amistad reanudada con él.

En este misterioso proceso de renovación interior, el confesor no es un espectador pasivo, sino persona dramatis, es decir, instrumento activo de la misericordia divina. Por tanto, es necesario que, además de una buena sensibilidad espiritual y pastoral, tenga una seria preparación teológica, moral y pedagógica, que lo capacite para comprender la situación real de la persona. Además, le conviene conocer los ambientes sociales, culturales y profesionales de quienes acuden al confesonario, para poder darles consejos adecuados y orientaciones espirituales y prácticas. El sacerdote no debe olvidar que en este sacramento está llamado a desempeñar la función de padre, juez espiritual, maestro y educador. Ello exige una constante actualización; con este fin se programan los cursos del así llamado "fuero interno" organizados por la Penitenciaría apostólica.

Queridos sacerdotes, vuestro ministerio reviste sobre todo un carácter espiritual. Por tanto, además de la sabiduría humana y la preparación teológica, es preciso añadir una profunda vena de espiritualidad, alimentada por el contacto con Cristo, Maestro y Redentor, en la oración. En efecto, en virtud de la ordenación presbiteral, el confesor presta un servicio peculiar "in persona Christi", con una plenitud de dotes humanas reforzadas por la gracia. Su modelo es Jesús, el enviado del Padre; el manantial del que toma abundantemente es el soplo vivificante del Espíritu Santo. Ciertamente, ante una responsabilidad tan alta las fuerzas humanas son inadecuadas, pero la humilde y fiel adhesión a los designios salvíficos de Cristo nos convierte, queridos hermanos, en testigos de la redención universal realizada por él, poniendo en práctica la exhortación de san Pablo, que dice: "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, (...) poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación" (2 Co 5, 19).

Para cumplir esta tarea, ante todo debemos arraigar en nosotros mismos este mensaje de salvación y dejar que nos transforme profundamente. No podemos predicar el perdón y la reconciliación a los demás si no estamos personalmente impregnados de ellos. Aunque es verdad que en nuestro ministerio hay varios modos e instrumentos para comunicar a los hermanos el amor misericordioso de Dios, es en la celebración de este sacramento donde podemos hacerlo de la forma más completa y eminente. Cristo nos ha elegido, queridos sacerdotes, para ser los únicos que podamos perdonar los pecados en su nombre: se trata, pues, de un servicio eclesial específico al que debemos dar prioridad.

¡Cuántas personas que atraviesan dificultades buscan el consuelo y el apoyo de Cristo! ¡Cuántos penitentes encuentran en la confesión la paz y la alegría que anhelaban desde hacía tiempo! ¿Cómo no reconocer que también en nuestra época, marcada por tantos desafíos religiosos y sociales, es necesario redescubrir y volver a proponer este sacramento?

Queridos hermanos, sigamos el ejemplo de los santos, en particular de los que, como vosotros, se dedicaban casi exclusivamente al ministerio del confesonario, como san Juan María Vianney, san Leopoldo Mandic y, más recientemente, san Pío de Pietrelcina. Que ellos os ayuden desde el cielo para que sepáis distribuir en abundancia la misericordia y el perdón de Cristo.

Que María, Refugio de los pecadores, os obtenga la fuerza, el aliento y la esperanza para continuar generosamente esta indispensable misión. Os aseguro de corazón mi oración, a la vez que con afecto os bendigo a todos.


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