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2007

Ultimo Aggiornamento: 10/06/2013 20:38
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE KENIA EN VISITA "AD LIMINA"

Sala del Consistorio
Lunes 19 de noviembre de 2007



Queridos hermanos en el episcopado:

Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Kenia, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, una visita que sirve para fortalecer los vínculos de amor fraterno y de comunión entre nosotros. Agradezco al arzobispo Njue las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Vuestra solicitud mutua y por los fieles encomendados a vuestro cuidado, vuestro amor al Señor y vuestra adhesión al Sucesor de Pedro son para mí una fuente de profunda alegría y de acción de gracias.

Cada obispo tiene la responsabilidad particular de construir la unidad de su grey, recordando la oración de nuestro Señor: "Que sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti" (Jn 17, 21). La Iglesia, unida en una sola fe, compartiendo un solo bautismo y creyendo en el único Señor (cf. Ef 4, 5), es una en todo el mundo, pero, al mismo tiempo, está marcada por una rica diversidad de tradiciones y expresiones culturales. En África, el colorido y la vitalidad con que los fieles manifiestan sus sentimientos religiosos han añadido una nueva dimensión al rico tapiz de la cultura cristiana en el mundo; al mismo tiempo, la fuerte adhesión de vuestro pueblo a los valores tradicionales asociados a la vida familiar puede ayudar a expresar la fe compartida que está en el centro del misterio de la unidad de la Iglesia (cf. Ecclesia in Africa, 63).

Cristo mismo es la fuente y la garantía de nuestra unidad, puesto que ha superado todas las formas de división con su muerte en la cruz y nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo (cf. Ef 2, 14). Os doy las gracias, queridos hermanos, por predicar el amor de Cristo y exhortar a vuestro pueblo a la tolerancia, al respeto y al amor por sus hermanos y hermanas y por todas las personas. De este modo, ejercéis el ministerio profético que el Señor ha confiado a la Iglesia y, en particular, a los sucesores de los Apóstoles (cf. Pastores gregis, 26).

En efecto, son sobre todo los obispos quienes, como ministros y signos de comunión en Cristo, están llamados a manifestar la unidad de su Iglesia. La naturaleza colegial del ministerio episcopal se remonta a los doce Apóstoles, a los que Cristo llamó y encargó la misión de anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todas las gentes. Los miembros del Colegio episcopal continúan su misión pastoral, de manera que "el que los escucha, escucha a Cristo" (Lumen gentium, 20).

Os exhorto a continuar vuestra cooperación fraterna con el espíritu de la comunidad de los discípulos de Cristo, unidos en vuestro amor a él y en el Evangelio que anunciáis. Aunque cada uno de vosotros debe dar una contribución individual a la voz colegial común de la Iglesia en vuestro país, es importante garantizar que esta variedad de perspectivas sirva siempre para enriquecer la unidad del Cuerpo de Cristo, precisamente como la unidad de los Doce se profundizó y fortaleció gracias a los diferentes dones de los mismos Apóstoles. Vuestro compromiso de colaborar en cuestiones de interés eclesial y social dará muchos frutos para la vida de la Iglesia en Kenia y para la eficacia de vuestro ministerio episcopal.

Dentro de cada diócesis, el fervor y la armonía del presbiterio son un signo claro de la vitalidad de la Iglesia local. Las estructuras de consulta y de participación son necesarias, pero pueden resultar ineficaces si les falta el espíritu adecuado. Como obispos debemos esforzarnos constantemente por construir el sentido de comunidad entre nuestros sacerdotes, unidos en el amor a Cristo y en su ministerio sacramental. Hoy la vida de los sacerdotes puede ser difícil. Pueden sentirse aislados o solos y agobiados por sus responsabilidades pastorales. Debemos estar cerca de ellos y animarlos, en primer lugar, a permanecer firmemente arraigados en la oración, porque sólo quienes se alimentan son capaces de alimentar a su vez a los demás. Es necesario que beban profundamente en las fuentes de la sagrada Escritura y de la celebración diaria y ferviente de la santísima Eucaristía.

Han de dedicarse generosamente al rezo de la liturgia de las Horas, una oración que se hace "en comunión con los orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo" (Discurso a los sacerdotes y los diáconos permanentes, Freising, Alemania, 14 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 17). Al rezar de este modo, incluyen y representan a otros que quizás no tengan tiempo, energías o fuerzas para rezar. Así, la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, renueva su sacerdocio y fluye en el mundo (cf. ib.). Ayudad de este modo a vuestros sacerdotes a crecer en la solidaridad unos con otros, con su pueblo y con vosotros, como vuestros colaboradores consagrados. El diálogo respetuoso y la cercanía entre el obispo y los sacerdotes no sólo construyen la Iglesia local, sino que también edifican a la comunidad entera. En realidad, la unidad visible entre los líderes espirituales puede ser un antídoto poderoso contra la división en el seno de la familia más amplia del pueblo de Dios.

Un factor clave de unidad en una comunidad es la institución del matrimonio y la vida familiar, por los que el pueblo de África siente una estima particular. El amor fiel de los matrimonios cristianos es una bendición para vuestro país, pues expresa sacramentalmente la alianza indisoluble entre Cristo y su Iglesia. Este valioso tesoro debe custodiarse a toda costa. Muy a menudo los males que afectan a algunos sectores de la sociedad africana, como la promiscuidad, la poligamia y la difusión de enfermedades transmitidas sexualmente, pueden estar directamente relacionados con concepciones erróneas del matrimonio y la vida familiar. Por esta razón, es importante ayudar a los padres a enseñar a sus hijos cómo vivir cristianamente el matrimonio, concebido como unión indisoluble entre un hombre y una mujer, esencialmente iguales en su humanidad (cf. Ecclesia in Africa, 82) y abiertos a la generación de una nueva vida.

Aunque esta concepción de la vida familiar cristiana tiene una profunda resonancia en África, es motivo de gran preocupación que la cultura secular globalizada esté ejerciendo cada vez mayor influencia en las comunidades locales como consecuencia de campañas por parte de organismos que promueven el aborto. Esta destrucción directa de una vida humana inocente no puede justificarse nunca, por difíciles que sean las circunstancias que puedan llevar a dar un paso tan grave. Cuando anunciéis el Evangelio de la vida, recordad a vuestro pueblo que el derecho a la vida de todo ser humano inocente, nacido o por nacer, es absoluto y se aplica igualmente a todas las personas, sin excepción alguna. Esta igualdad "es la base de toda auténtica relación social que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia" (Evangelium vitae, 57).

La comunidad católica debe ofrecer apoyo a las mujeres que puedan encontrarse en dificultades para aceptar a un hijo, sobre todo cuando están aisladas de su familia y de sus amigos. Asimismo, la comunidad debería estar abierta para acoger a todos los que se arrepientan de haber participado en el grave pecado del aborto, y debería guiarlos con caridad pastoral para que acepten la gracia del perdón, la necesidad de penitencia y la alegría de entrar una vez más en la vida nueva de Cristo.

La Iglesia en Kenia es bien conocida por la excelente contribución que ha dado mediante sus instituciones educativas, formando a generaciones de jóvenes en sólidos principios éticos y abriendo su mente al compromiso en favor de un diálogo pacífico y respetuoso con los miembros de otros grupos sociales o religiosos. En un tiempo en que la mentalidad laicista y relativista se está imponiendo cada vez más a través de los medios globales de comunicación social, es más esencial aún que sigáis promoviendo la calidad y la identidad católica de vuestras escuelas, vuestras universidades y vuestros seminarios.

Tomad las medidas necesarias para consolidar y aclarar su estatus institucional. La sociedad se beneficia mucho de católicos instruidos que conocen y ponen en práctica la doctrina social de la Iglesia. Hoy existe una necesidad mayor de profesionales bien formados y de personas íntegras en el área de la medicina, cuyos avances tecnológicos siguen planteando serias cuestiones morales.

De igual modo, el diálogo ecuménico e interreligioso presenta importantes desafíos, que sólo pueden afrontarse adecuadamente con una sólida catequesis sobre los principios de la doctrina católica, como están expuestos en el Catecismo de la Iglesia católica. Sé que seguiréis vigilando sobre la calidad y el contenido de la enseñanza que se ofrece a los jóvenes en los centros educativos de la Iglesia, para que la luz de la verdad de Cristo pueda brillar cada vez con más claridad en la tierra y en el pueblo de Kenia.

Queridos hermanos en el episcopado, al guiar a vuestro pueblo hacia la unidad por la que Cristo oró, hacedlo con ardiente caridad y firme autoridad, con toda paciencia y doctrina (cf. 2 Tm 4, 2). Os ruego que transmitáis mi saludo afectuoso y mi aliento, acompañado de mi oración, a vuestro amado pueblo y a todos los que trabajan activamente al servicio de la Iglesia mediante la oración o en las parroquias y estaciones misioneras, en la educación, en las actividades humanitarias y en la asistencia sanitaria. A cada uno de vosotros y a todos los fieles encomendados a vuestro cuidado pastoral, imparto cordialmente mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXIV CONFERENCIA DE LA FAO*

Sala Clementina
Jueves 22 de noviembre de 2007



Señor presidente;
señor director general;
señoras y señores:

Me complace daros la bienvenida al Vaticano con ocasión de vuestra reunión para la XXXIV Conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la agricultura y la alimentación. Nuestro encuentro de hoy forma parte de una tradición que se remonta al tiempo en que vuestra Organización estableció por primera vez su sede en Roma. Me alegra tener una nueva ocasión de expresaros mi aprecio por vuestra labor orientada a eliminar la plaga del hambre en el mundo.

Como sabéis, la Santa Sede ha mantenido siempre un gran interés en hacer todos los esfuerzos posibles para librar a la familia humana del hambre y la desnutrición, consciente de que la solución de estos problemas no sólo requiere una extraordinaria dedicación y una formación técnica muy cualificada, sino sobre todo un espíritu auténtico de cooperación que una a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

Este noble objetivo requiere un decidido reconocimiento de la dignidad intrínseca de la persona humana en todas las etapas de su vida. Todas las formas de discriminación, y particularmente las que impiden el desarrollo de la agricultura, deben rechazarse porque constituyen una violación del derecho básico de toda persona de estar "libre del hambre". De hecho, la misma naturaleza de vuestra labor en favor del bien común de la humanidad exige estas convicciones, como lo expresa con gran elocuencia vuestro lema "fiat panis", palabras que están también en el centro del Evangelio que la Iglesia está llamada a anunciar.

Los datos recogidos mediante vuestra investigación y el alcance de vuestros programas con el fin de sostener el esfuerzo global para desarrollar los recursos naturales del mundo demuestran claramente una de las paradojas más preocupantes de nuestro tiempo: la difusión imparable de la pobreza en un mundo que también está experimentando una prosperidad sin precedentes, no sólo en la esfera económica sino también en los campos de la ciencia y de la tecnología que se desarrollan tan rápidamente.

Los obstáculos del camino hacia la superación de esta situación trágica a veces pueden desanimar. Conflictos armados, epidemias, condiciones atmosféricas y ambientales adversas y el masivo desplazamiento forzado de pueblos: todos estos obstáculos deberían servir como motivación para redoblar los esfuerzos con el fin de que cada persona reciba su pan de cada día. La Iglesia, por su parte, está convencida de que la búsqueda de soluciones técnicas más eficaces en un mundo que cambia y se expande constantemente requiere programas de largo alcance, que incorporen valores permanentes arraigados en la dignidad y en los derechos inalienables de la persona humana.

La FAO sigue desempeñando un papel esencial para aliviar el hambre en el mundo, recordando a la comunidad internacional la necesidad urgente de actualizar constantemente los métodos y elaborar estrategias adecuadas para afrontar los desafíos actuales. Aprecio los generosos esfuerzos realizados a este respecto por todos los asociados a vuestra Organización. La Santa Sede ha seguido atentamente las actividades de la FAO durante los últimos sesenta años, y confía en que continúen los resultados significativos ya alcanzados. La FAO fue una de las primeras organizaciones internacionales con las que la Santa Sede estableció relaciones diplomáticas regulares. El 23 de noviembre de 1948, durante la IV sesión de vuestra Conferencia, a la Santa Sede se le concedió la categoría única de "observador permanente", que le garantiza su derecho a participar en las actividades de los diversos departamentos y agencias afiliadas a la FAO de un modo conforme a la misión religiosa y moral de la Iglesia.

Los esfuerzos conjuntos de la comunidad internacional para eliminar la desnutrición y promover un desarrollo auténtico requieren necesariamente estructuras claras de gestión y supervisión, y una valoración realista de los recursos necesarios para afrontar un amplio abanico de situaciones diferentes. Requiere la contribución de todos los miembros de la sociedad —personas, organizaciones de voluntariado, empresas y gobiernos locales y nacionales—, siempre con el debido respeto de los principios éticos y morales que son el patrimonio común de todos los pueblos y el fundamento de toda la vida social. La comunidad internacional debe aprovechar siempre el valioso tesoro de valores comunes, porque el desarrollo auténtico y duradero sólo puede promoverse con espíritu de cooperación y deseo de compartir los recursos profesionales y técnicos.

En verdad, hoy más que nunca la familia humana necesita encontrar instrumentos y estrategias capaces de superar los conflictos causados por las diferencias sociales, las rivalidades étnicas y la gran disparidad de niveles de desarrollo económico. La humanidad tiene sed de paz verdadera y duradera, una paz que sólo puede lograrse si las personas, los grupos en todos los niveles y los encargados del gobierno cultivan el hábito de tomar decisiones responsables basadas firmemente en los principios fundamentales de justicia. Por tanto, es esencial que las sociedades dediquen sus energías a formar auténticos constructores de paz: esta es una tarea que compete de modo particular a organizaciones como la vuestra, que no pueden dejar de reconocer como fundamento de justicia auténtica el destino universal de los bienes de la creación.

La religión, como poderosa fuerza espiritual para sanar las heridas de conflictos y divisiones, debe dar su contribución característica a este respecto, especialmente a través de la obra de formación de las mentes y de los corazones, de acuerdo con la idea de persona humana.

Señoras y señores, el progreso técnico, aunque es importante, no lo es todo. Dicho progreso debe colocarse en el contexto más amplio del bien integral de la persona humana. Debe alimentarse constantemente del patrimonio común de valores que pueden inspirar iniciativas concretas encaminadas a una distribución más equitativa de los bienes espirituales y materiales.

Como escribí en mi encíclica Deus caritas est, "quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo" (n. 35). Este principio se aplica de modo especial en el mundo de la agricultura, en el que debería reconocerse y estimarse debidamente el trabajo de quienes a menudo son considerados los miembros "más humildes" de la sociedad.

La extraordinaria actividad de la FAO en favor del desarrollo y la seguridad alimentaria ponen claramente de manifiesto la correlación entre la difusión de la pobreza y la negación de los derechos humanos básicos, comenzando por el derecho fundamental a una alimentación adecuada. La paz, la prosperidad y el respeto de los derechos humanos están inseparablemente unidos. Ha llegado el tiempo de garantizar, por el bien de la paz, que ningún hombre, mujer y niño tenga hambre.

Queridos amigos, a la vez que os renuevo mi estima por vuestra labor, os aseguro mis oraciones para que Dios todopoderoso ilumine y guíe vuestras deliberaciones, de modo que la actividad de la FAO responda cada vez más plenamente a la aspiración de la familia humana a la solidaridad, a la justicia y a la paz.


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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONSISTORIO

Atrio de la Basílica Vaticana
Sábado 24 de noviembre de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

Bienvenidos aquí, a esta plaza. Gracias por vuestra presencia. Temíamos que lloviera; por eso hemos estado en la basílica. Vosotros habéis estado presentes aquí, con valentía, y habéis orado con nosotros. Os agradezco vuestra presencia orante, vuestra participación en este importante momento de la Iglesia católica.

Los nuevos cardenales reflejan la universalidad de la Iglesia, su catolicidad: la Iglesia habla todas las lenguas, abarca todos los pueblos, todas las culturas. Todos nosotros juntos formamos la familia de Dios. Y como familia estamos aquí reunidos y pedimos al Señor que bendiga a estos nuevos cardenales al servicio de todos vosotros. Y pedimos también que la Virgen nos acompañe en cada paso.

A todos os deseo un feliz domingo y un buen regreso. Gracias por vuestra presencia. Hasta la vista. ¡Feliz día!


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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS CARDENALES, CON SUS FAMILIARES Y AMIGOS

Lunes 26 de noviembre de 2007



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos amigos:

Este encuentro prolonga el clima de oración y comunión que hemos vivido en estos días de fiesta por la creación de veintitrés nuevos cardenales. El consistorio y la celebración eucarística de ayer, solemnidad de Cristo Rey, nos han brindado una ocasión singular para experimentar la catolicidad de la Iglesia, bien representada por la variada procedencia de los miembros del Colegio cardenalicio, reunidos en estrecha comunión en torno al Sucesor de Pedro.

Por tanto, me alegra dirigir una vez más mi cordial saludo a estos nuevos purpurados y, juntamente con ellos, os saludo a todos vosotros, familiares y amigos, que habéis venido para acompañarlos en un momento tan importante de su vida.

Os saludo en primer lugar a vosotros, queridos cardenales italianos. Lo saludo a usted, señor cardenal Giovanni Lajolo, presidente de la Comisión pontificia y de la Gobernación del Estado de la Ciudad del Vaticano; lo saludo a usted, señor cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la basílica vaticana, mi vicario general para la Ciudad del Vaticano y presidente de la Fábrica de San Pedro; lo saludo a usted, señor cardenal Raffaele Farina, archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana; lo saludo a usted, señor cardenal Angelo Bagnasco, arzobispo metropolitano de Génova y presidente de la Conferencia episcopal italiana; lo saludo a usted, señor cardenal Giovanni Coppa, ex nuncio apostólico en la República Checa; lo saludo a usted, señor cardenal Umberto Betti, ex rector de la Pontificia Universidad Lateranense.

Venerados y queridos hermanos, muchas personas amigas, unidas a vosotros por diversos vínculos, os acompañan en esta circunstancia a la vez solemne y familiar. Exhorto a cada uno a seguir brindándoos su amistad y su estima, y a orar por vosotros, ayudándoos así a seguir sirviendo fielmente a la Iglesia y a dar en las diversas tareas y ministerios, que la Providencia os encomienda, un testimonio cada vez más generoso de amor a Cristo.

Me alegra saludar a los nuevos miembros del Colegio de los cardenales. Al arzobispo de París, cardenal André Vingt-Trois; al arzobispo de Dakar, cardenal Théodore-Adrien Sarr, así como a sus familiares y diocesanos, que han querido acompañarlos en esta feliz circunstancia. Que las ceremonias que hemos vivido durante los dos días anteriores fortalezcan vuestra fe y vuestro amor a Cristo y a la Iglesia. Os invito también a sostener a vuestros pastores y a acompañarlos con vuestra oración, para que guíen siempre con solicitud al pueblo que les ha sido encomendado. No olvidemos tampoco pedir a Cristo que haya jóvenes que acepten comprometerse en el camino del sacerdocio.

Saludo cordialmente a los prelados de lengua inglesa que he tenido la alegría de elevar a la dignidad de cardenal en el consistorio del sábado pasado. Al cardenal John Patrick Foley, gran maestre de los Caballeros de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén; al cardenal Seán Baptist Brady, arzobispo de Armagh (Irlanda); al cardenal Oswald Gracias, arzobispo de Bombay (India); al cardenal Daniel DiNardo, arzobispo de Galveston-Houston (Estados Unidos); al cardenal John Njue, arzobispo de Nairobi (Kenia); al cardenal Emmanuel III Delly, patriarca de Babilonia de los caldeos.

Asimismo, me alegra tener esta oportunidad de saludar a sus familiares y amigos, y a todos los fieles que los han acompañado a Roma. El Colegio de los cardenales, cuyo origen se remonta al antiguo clero de la Iglesia romana, se encarga de la elección del Sucesor de Pedro y de aconsejarle en las cuestiones más importantes. Tanto en las oficinas de la Curia como en su ministerio en las Iglesias locales en todo el mundo, los cardenales están llamados a compartir de modo especial la solicitud del Papa por la Iglesia universal. El vivo color púrpura de su vestido se ha considerado tradicionalmente como signo de su compromiso de defender la grey de Cristo incluso con el derramamiento de su sangre. Al aceptar los cardenales la carga de este oficio, confío en que contarán con el apoyo de vuestras constantes oraciones y vuestra cooperación en sus esfuerzos por edificar el Cuerpo de Cristo en unidad, santidad y paz.

Dirijo un saludo cordial al cardenal Paul Josef Cordes, a su familia, a sus amigos y huéspedes procedentes de Alemania, así como a los fieles de su archidiócesis de Paderborn, de la que ha sido también obispo. Juntamente con vosotros, agradezco a nuestro nuevo cardenal el valioso servicio que presta al Sucesor de Pedro desde hace muchos años como presidente del Consejo pontificio "Cor unum". Seguid acompañándolo con vuestra oración y sostenedlo en su importante tarea de solicitud concreta por el servicio amoroso del Papa a los pobres y necesitados. Que el Señor os otorgue a todos su gracia.

Saludo cordialmente a los nuevos cardenales de lengua española, acompañados de sus familiares y de tantos obispos, sacerdotes, religiosos y laicos venidos de Argentina, España y México. Argentina exulta de gozo por el cardenal Leonardo Sandri que, después de su servicio a la Santa Sede como sustituto de la Secretaría de Estado, preside ahora la Congregación para las Iglesias orientales, y también por el cardenal Estanislao Esteban Karlic, arzobispo emérito de Paraná, que durante tantos años ha servido solícita y abnegadamente a aquella comunidad eclesial. La Iglesia en España se alegra por el cardenal Agustín García-Gasco Vicente, arzobispo de Valencia, ciudad que visité el año pasado con motivo de la Jornada mundial de la familia; por el cardenal Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona, que anteriormente ha desarrollado un fructuoso ministerio en Tortosa y Tarragona; y también por el cardenal Urbano Navarrete, antiguo rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, que ha consagrado su vida al estudio y enseñanza del derecho canónico. La Iglesia que peregrina en México se congratula por el cardenal Francisco Robles Ortega, arzobispo de Monterrey, cuya constante entrega pastoral se manifestó también en Toluca. Dirigimos nuestro pensamiento a la Virgen María, de la que vuestros pueblos son tan devotos, y le rogamos que interceda ante su divino Hijo por estos cardenales, para que haga muy fecundo su servicio a la Iglesia.

Saludo al cardenal Odilo Pedro Scherer, a los obispos que han querido acompañarlo juntamente con su familia, amigos y huéspedes. Aprovecho esta ocasión para recordar los días de mi viaje pastoral de este año a São Paulo y para renovar mi gratitud por la acogida que me dispensaron en su archidiócesis. Formulo votos para que este nombramiento a la púrpura cardenalicia contribuya a profundizar su amor a la Iglesia y a fortalecer la fe de sus fieles en Jesucristo, nuestro Salvador y Señor.

Saludo al cardenal Stanislaw Rylko y a sus huéspedes. Le agradezco todo lo que hace en favor de la participación de los laicos en la vida de la Iglesia y le deseo abundantes gracias. Os encomiendo a todos al amor de Dios y os bendigo de corazón.

Por último, a vosotros, venerados y queridos neo-cardenales, os renuevo mi saludo fraterno y, a la vez que os aseguro mi oración, os pido que me acompañéis siempre con vuestra apreciada experiencia humana y pastoral. Cuento mucho con vuestro valioso apoyo, para poder desempeñar del mejor modo posible mi ministerio al servicio de todo el pueblo de Dios. Necesito este apoyo.

Y a vosotros, queridos hermanos y hermanas que los acompañáis con afecto, os doy una vez más las gracias por vuestra participación en los diversos ritos y momentos del consistorio. Seguid rezando por ellos y también por mí, a fin de que sea cada vez más fuerte la comunión de los pastores con el Papa, de forma que demos al mundo entero el testimonio de una Iglesia fiel a Cristo y dispuesta a salir con valentía profética al encuentro de las expectativas y exigencias espirituales de los hombres de nuestro tiempo.

Os pido que, al volver a vuestras diócesis, llevéis a todos mi saludo y la seguridad de mi recuerdo constante ante el Señor. Sobre vosotros, queridos nuevos cardenales, y sobre todos vosotros aquí presentes, invoco la protección de la celestial Madre de Dios y de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Con estos sentimientos, os imparto de corazón mi bendición.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL FORO DE ORGANIZACIONES
NO GUBERNAMENTALES DE INSPIRACIÓN CATÓLICA*

Sábado 1 de diciembre de 2007



Excelencias;
representantes de la Santa Sede en las Organismos internacionales;
queridos amigos:

Me complace saludaros a todos vosotros, que estáis reunidos en Roma para reflexionar juntos sobre la contribución que las Organizaciones no gubernamentales (ONG) de inspiración católica pueden ofrecer, en estrecha colaboración con la Santa Sede, a la solución de los numerosos problemas y desafíos que afronta la múltiple actividad de las Naciones Unidas y de otras organizaciones internacionales y regionales. Os doy mi cordial bienvenida a cada uno. De modo particular, doy las gracias al sustituto de la Secretaría de Estado, que ha interpretado amablemente vuestros sentimientos comunes, a la vez que me ha informado de los objetivos de vuestro foro. Saludo también al joven representante de las Organizaciones no gubernamentales aquí presentes.

En este importante encuentro participan representantes de asociaciones surgidas en los años en que se iniciaba la actividad del laicado católico en ámbito internacional, junto con miembros de otras asociaciones más recientes que se han creado dentro del actual proceso de integración global. Están presentes también asociaciones que realizan una acción de advocacy, y otras dedicadas sobre todo a la gestión concreta de proyectos de cooperación para el desarrollo. Algunas de vuestras organizaciones son reconocidas por la Iglesia como asociaciones públicas y privadas de fieles; otras comparten el carisma de algunos institutos de vida consagrada; y otras tienen sólo reconocimiento jurídico en ámbito civil e incluyen también entre sus miembros a no católicos y a no cristianos. Sin embargo, todos tenéis en común el celo por la promoción de la dignidad humana. Este mismo celo ha inspirado constantemente la actividad de la Santa Sede en el seno de la comunidad internacional. Por eso, este encuentro se ha organizado precisamente para expresaros gratitud y aprecio por lo que estáis haciendo en colaboración activa con los representantes pontificios en los organismos internacionales. Al mismo tiempo, se pretende estrechar aún más, en vista de una mayor eficacia, dicha acción común al servicio del bien integral de la persona humana y de toda la humanidad.

Esta unidad de propósitos sólo puede conseguirse a través de una variedad de funciones y actividades. La diplomacia multilateral de la Santa Sede, principalmente, se esfuerza por reafirmar los grandes principios fundamentales de la vida internacional, puesto que la contribución específica de la Iglesia consiste en ayudar a «la formación de las conciencias en la política y contribuir a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia y, al mismo tiempo, la disponibilidad para actuar conforme a ella» (Deus caritas est, 28). Por otra parte, «el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos» —y, en el contexto de la vida internacional, de los diplomáticos cristianos y de los miembros de las Organizaciones no gubernamentales—, que «están llamados a participar en primera persona en la vida pública» y «configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad» (ib., 29).

La cooperación internacional entre los gobiernos, que ya surgió al final del siglo XIX y creció constantemente a lo largo del siglo pasado, a pesar de las trágicas interrupciones de las dos guerras mundiales, ha contribuido significativamente a la creación de un orden internacional más justo. A este respecto, podemos constatar con satisfacción los logros obtenidos, como el reconocimiento universal de la primacía jurídica y política de los derechos humanos, la adopción de objetivos comunes con miras al pleno goce de derechos económicos y sociales por parte de todos los habitantes de la tierra, los esfuerzos realizados para desarrollar un sistema económico mundial justo y, más recientemente, la protección del medio ambiente y la promoción del diálogo intercultural.

No obstante, el debate internacional a menudo parece estar marcado por una lógica relativista que considera, como única garantía de coexistencia pacífica entre los pueblos, el negar carta de ciudadanía a la verdad sobre el hombre y su dignidad, así como a la posibilidad de una acción ética basada en el reconocimiento de la ley moral natural. En efecto, esto ha llevado a la imposición de una noción de derecho y de política que, en última instancia, hace del consenso entre los Estados —condicionado a veces por intereses a corto plazo o manipulado por presiones ideológicas— la única base real de las normas internacionales. Lamentablemente, los frutos amargos de esta lógica relativista son evidentes: baste pensar, por ejemplo, en el intento de considerar como derechos humanos las consecuencias de ciertos estilos egoístas de vida; en el desinterés por las necesidades económicas y sociales de las naciones más pobres; en el desprecio del derecho humanitario; y en una defensa selectiva de los derechos humanos. Espero que el estudio y la reflexión de estos días permitan descubrir medios más eficaces y concretos para hacer que las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia sean aceptadas a nivel internacional. En este sentido, os aliento a oponer al relativismo la gran creatividad de la verdad sobre la dignidad natural del hombre y de los derechos que de ella se derivan. Esto permitirá dar una respuesta más adecuada a las numerosas cuestiones que hoy se debaten en el ámbito internacional y sobre todo, permitirá promover iniciativas concretas, caracterizadas por un espíritu de comunión y de libertad.

De hecho, es necesario un espíritu de solidaridad que lleve a promover juntos los principios éticos que, por su misma naturaleza y por su papel fundamental de la vida social, no son «negociables». Un espíritu de solidaridad impregnado de un fuerte sentido de amor fraterno lleva a apreciar más las iniciativas de los demás y a desear cooperar con ellas. Gracias a este espíritu, se trabajará siempre, cuando sea útil o necesario, en colaboración con las diversas organizaciones no gubernamentales o con los representantes de la Santa Sede, siempre respetando sus diferencias de naturaleza, de fines institucionales y de métodos operativos.

Por otra parte, un auténtico espíritu de libertad, vivido con solidaridad, impulsará la iniciativa de los miembros de las Organizaciones no gubernamentales a crear una amplia gama de nuevos enfoques y soluciones con respecto a los asuntos temporales que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno. En efecto, si se viven con solidaridad, el legítimo pluralismo y la diversidad no sólo no son motivo de división y enfrentamiento, sino que son condición de eficacia cada vez mayor. Las actividades de vuestras organizaciones serán realmente fecundas si permanecen fieles al magisterio de la Iglesia, ancladas en la comunión con sus pastores y, sobre todo, con el Sucesor de Pedro, y afrontarán con apertura prudente los desafíos del momento actual.

Queridos hermanos, os agradezco una vez más vuestra presencia hoy y vuestros esfuerzos dedicados a promover la causa de la justicia y de la paz en el seno de la familia humana. A la vez que os aseguro un recuerdo especial en mis oraciones, invoco sobre vosotros, y sobre las organizaciones que representáis, la protección materna de María, Reina del mundo. A vosotros, a vuestras familias y a los miembros de vuestras asociaciones imparto con afecto mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE COREA
Y AL PREFECTO APOSTÓLICO DE ULAN BATOR
EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 3 de diciembre de 2007



Queridos hermanos en el episcopado:

"Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Con un saludo fraterno os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Corea, y al prefecto apostólico de Ulan Bator, y agradezco a monseñor John Chang Yik, presidente de la Conferencia episcopal, los cordiales sentimientos que me ha expresado en vuestro nombre. Correspondo a ellos con afecto y os aseguro a vosotros, y a quienes están encomendados a vuestro cuidado pastoral, mis oraciones y mi solicitud. Como servidores del Evangelio, habéis venido a ver a Pedro (cf. Ga 1, 18) y a fortalecer los vínculos de colegialidad que manifiestan la unidad de la Iglesia en la diversidad y salvaguardan la tradición transmitida por los Apóstoles (cf. Pastores gregis, 57).

En vuestros países la Iglesia ha hecho notables progresos desde la llegada de los misioneros a la región hace más de cuatrocientos años, y desde su regreso a Mongolia hace exactamente quince años. Este desarrollo se debe en gran parte al testimonio excepcional de los mártires coreanos y de otros en toda Asia, que han permanecido firmemente fieles a Cristo y a su Iglesia. La constancia de su testimonio habla elocuentemente del concepto fundamental de comunión, que unifica y vivifica la vida eclesial en todas sus dimensiones.

Las numerosas exhortaciones del evangelista san Juan a permanecer en el amor y en la verdad de Cristo evocan la imagen de una casa segura y estable. Dios nos ama primero y nosotros, atraídos hacia su don de agua viva, "hemos de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios" (Deus caritas est, 7). Pero san Juan también exhorta a sus comunidades a permanecer en ese amor porque algunos ya habían sido seducidos por las distracciones que llevan a la debilidad interior y a una posible separación de la comunión de los creyentes.

Esta exhortación a permanecer en el amor de Cristo también tiene un significado particular para vosotros hoy. Vuestras relaciones quinquenales atestiguan la atracción que ejerce el materialismo y los efectos negativos de una mentalidad laicista. Cuando los hombres y las mujeres se alejan de la casa del Señor vagan inevitablemente en un desierto de aislamiento individual y de fragmentación social, porque "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes, 22).

Queridos hermanos, desde esta perspectiva es evidente que para ser pastores eficientes de esperanza debéis esforzaros por garantizar que el vínculo de comunión que une a Cristo con todos los bautizados sea salvaguardado y experimentado como el centro del misterio de la Iglesia (cf. Ecclesia in Asia, 24). Con los ojos fijos en el Señor, los fieles deben repetir de nuevo el grito de fe de los mártires: "Hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 16). Esta fe se mantiene y alimenta mediante un encuentro continuo con Jesucristo, que viene a los hombres y a las mujeres a través de la Iglesia: el signo y el sacramento de unión íntima con Dios y de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1).

Desde luego, el acceso a este misterio de comunión con Dios es el bautismo. Este sacramento de iniciación, lejos de ser un rito social o de bienvenida a una comunidad particular, es iniciativa de Dios (cf. Rito del bautismo, 98). Los que han renacido por el agua de la vida nueva entran a formar parte de la Iglesia universal y se insertan en el dinamismo de la vida de fe. En efecto, la profunda importancia de este sacramento subraya vuestra creciente preocupación por el hecho de que no pocos de los numerosos adultos que cada año entran a formar parte de la Iglesia en vuestra región no mantienen su compromiso de "participación plena (...) en las celebraciones litúrgicas, (...) que constituye un derecho y una obligación en virtud del bautismo" (Sacrosanctum Concilium, 14). Os animo a garantizar, especialmente a través de una gozosa mistagogia, que "la llama de la fe" se mantenga "viva en el corazón" (Rito del bautismo, 100) de los nuevos bautizados.

Como enseña elocuentemente san Pablo (cf. 1 Co 10, 16-17), la palabra comunión también se refiere al centro eucarístico de la Iglesia. La Eucaristía arraiga nuestra comprensión de la Iglesia en el encuentro íntimo entre Jesús y la humanidad, y revela la fuente de la unidad eclesial: el gesto de Cristo de entregarse a sí mismo a nosotros nos convierte en su cuerpo. La conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo en la Eucaristía es "la suprema manifestación sacramental de la comunión en la Iglesia" (Ecclesia de Eucharistia, 38), por la cual las Iglesias locales se dejan atraer hacia los brazos abiertos del Señor y se fortalecen en la unidad dentro del único Cuerpo (cf. Sacramentum caritatis, 15).

Vuestros programas concebidos para poner de relieve la importancia de la misa dominical deberían aplicarse mediante una sana y estimulante catequesis sobre la Eucaristía. Esto fomentará una comprensión renovada del auténtico dinamismo de la vida cristiana entre vuestros fieles. Me uno a vosotros al exhortar a los fieles laicos, y en especial a los jóvenes de vuestra región, a explorar la profundidad y la amplitud de nuestra comunión eucarística. Congregados cada domingo en la casa del Señor, somos imbuidos por el amor y la verdad de Cristo, y recibimos la fuerza para llevar la esperanza al mundo.

Queridos hermanos, a los hombres y a las mujeres consagrados se les reconoce con razón como "testigos y artífices de aquel "proyecto de comunión" que constituye la cima de la historia del hombre según Dios" (Vita consecrata, 46). Os ruego que aseguréis a los religiosos y religiosas de vuestros territorios mi aprecio por la contribución profética que están dando a la vida eclesial en vuestras naciones. Confío en que, fieles a su naturaleza esencial y a sus respectivos carismas, den un testimonio valiente del "don de sí mismo por amor al Señor Jesús y, en él, a cada miembro de la familia humana" (ib. 3), don específicamente cristiano.

Por lo que respecta a vosotros, os aliento a garantizar que los religiosos sean acogidos y sostenidos en sus esfuerzos por contribuir a la tarea común de extender el reino de Dios. Ciertamente, uno de los aspectos más hermosos de la historia de la Iglesia es el que se refiere a sus escuelas de espiritualidad. Articulando y compartiendo estos tesoros vivos con los fieles laicos, los religiosos ayudarán en gran medida a promover la vitalidad de la vida eclesial dentro de vuestras jurisdicciones. Así contribuirán a disipar la idea de que la comunión significa sólo uniformidad, testimoniando la vitalidad del Espíritu Santo, que anima a la Iglesia en cada generación.

Concluyo reiterando brevemente la importancia de la promoción del matrimonio y de la vida familiar en vuestra región. Vuestros esfuerzos en este campo están en el centro de la evangelización de la cultura y contribuyen en gran medida al bienestar de la sociedad en su conjunto. Este apostolado vital, en el que ya están comprometidos numerosos sacerdotes y religiosos, también pertenece con razón a los fieles laicos. La creciente complejidad de las cuestiones relativas a la familia —incluidos los avances en la ciencia biomédica, de los que hablé recientemente al embajador de Corea ante la Santa Sede— plantea el problema de impartir una formación adecuada a quienes están comprometidos en esta área. A este respecto, deseo atraer vuestra atención hacia la valiosa contribución del Instituto para estudios sobre el matrimonio y la familia, ya presente en muchas partes del mundo.

Por último, queridos hermanos, os pido que transmitáis a vuestro pueblo mi gratitud particular por su generosidad con la Iglesia universal. Tanto el número creciente de misioneros como las contribuciones de los fieles laicos son un signo elocuente de su espíritu generoso. También soy consciente de los gestos concretos de reconciliación hechos por el bien de quienes viven en Corea del norte. Aliento estas iniciativas e invoco la solicitud providencial de Dios todopoderoso sobre todos los norcoreanos.

A lo largo de los siglos, Asia ha dado a la Iglesia y al mundo multitud de héroes de la fe, a los que se conmemora en el gran himno de alabanza: Te martyrum candidatus laudat exercitus. Han de ser testigos perennes de la verdad y del amor que todos los cristianos están llamados a proclamar.

Con afecto fraterno os encomiendo a la intercesión de María, modelo de todos los discípulos, y de corazón os imparto mi bendición apostólica a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestras diócesis y de vuestra prefectura.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA ALIANZA BAPTISTA MUNDIAL

Sala de los Papas
Jueves 6 de diciembre de 2007



Queridos amigos:

Os doy una cordial bienvenida, miembros de la comisión internacional conjunta promovida por la Alianza mundial baptista y el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Me agrada que hayáis escogido como lugar para vuestro encuentro esta ciudad de Roma, donde los apóstoles san Pedro y san Pablo proclamaron el Evangelio y, derramando su sangre, coronaron su testimonio del Señor resucitado. Espero que vuestras conversaciones produzcan abundantes frutos para el progreso del diálogo y el aumento del entendimiento y la cooperación entre católicos y baptistas.

El tema que habéis escogido para esta fase de contactos —"La palabra de Dios en la vida de la Iglesia: Escritura, Tradición y koinonía"— ofrece un contexto prometedor para examinar esas cuestiones históricamente controvertidas, como la relación entre Escritura y Tradición, la comprensión del bautismo y de los sacramentos, el papel de María en la comunión de la Iglesia y la naturaleza de la supervisión y del primado en la estructura ministerial de la Iglesia.

Para que se realice nuestra esperanza de reconciliación y de mayor fraternidad entre baptistas y católicos, debemos afrontar juntos temas como estos, con espíritu de apertura, respeto recíproco y fidelidad a la verdad liberadora y a la fuerza salvífica del Evangelio de Jesucristo.

Como creyentes en Cristo, lo reconocemos como el único mediador entre Dios y la humanidad (cf. 1 Tm 2, 5), nuestro Salvador, nuestro Redentor. Él es la piedra angular (cf. Ef 2, 21; 1 P 2, 4-8); y la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 18). En este período de Adviento esperamos fervientemente su venida en un ambiente de oración. Hoy, como siempre, el mundo necesita nuestro testimonio común de Cristo y de la esperanza traída por el Evangelio. La obediencia a la voluntad del Señor nos debe estimular constantemente a alcanzar la unidad por la que pidió de un modo tan conmovedor en su oración sacerdotal: "Que todos sean uno (...) para que el mundo crea" (Jn 17, 21). La falta de unidad entre los cristianos "contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura" (Unitatis redintegratio, 1).

Queridos amigos, os expreso mis mejores deseos y os aseguro mis oraciones para la importante obra que habéis emprendido. Invoco de buen grado sobre vuestras conversaciones, sobre cada uno de vosotros y sobre vuestros seres queridos, los dones del Espíritu Santo de sabiduría, entendimiento, fortaleza y paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL PONTIFICIO INSTITUTO ORIENTAL DE ROMA

Jueves 6 de diciembre de 2007



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es motivo de gran alegría acogeros con ocasión del 90° aniversario del Pontificio Instituto Oriental, querido por el Papa que lo fundó, mi venerado predecesor Benedicto XV. Los tiempos de aquel Papa fueron tiempos de guerra, aunque él trabajó con empeño por la paz. Y para garantizar la paz hizo varios llamamientos y, en el año 1917, en el que se fundó vuestro Instituto, elaboró también un plan concreto de paz, un plan detallado que por desgracia no tuvo éxito.

Con todo, para asegurar la paz dentro de la Iglesia, erigió entonces, en el arco de pocos meses, tres monumentos de valor incalculable: la Congregación para la Iglesia oriental, que más tarde cambió su nombre por el de Congregación para las Iglesias orientales; el Pontificio Instituto Oriental para el estudio de los aspectos teológicos, litúrgicos, jurídicos y culturales, que forman el saber del Oriente cristiano; y el Código de derecho canónico.

Gracias por vuestra visita, queridos amigos. Os saludo a todos con afecto. Saludo, en primer lugar, al señor cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, al que agradezco los sentimientos que me ha manifestado en nombre de todos. Saludo al señor cardenal Spidlík, a los prelados presentes, al padre Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús; a los alumnos y a todos los que forman parte de la comunidad del Pontificio Instituto Oriental. Pienso con afecto en todos los que, en estos noventa años, han dado su contribución para hacer que vuestro Instituto respondiera cada vez mejor a las expectativas de la Iglesia y del mundo.

Así pues, el Papa Benedicto XV, al que me siento particularmente vinculado, creó, con cinco meses y medio de diferencia, la Congregación para las Iglesias orientales, el 1 de mayo, y el Instituto Oriental, el 15 de octubre. Se beneficiaron de modo especial las Iglesias orientales católicas, que desde entonces gozan de un régimen más acorde con sus tradiciones, bajo la mirada de los Romanos Pontífices, que no han cesado de manifestarles su solicitud con gestos de apoyo concreto, como por ejemplo la invitación a numerosos estudiantes orientales a venir a Roma para crecer en el conocimiento de la Iglesia universal.

Algunos períodos difíciles han puesto a dura prueba a esas comunidades eclesiales que, aunque se encuentran físicamente lejos de Roma, siempre han permanecido cerca por su fidelidad a la Sede de Pedro. Sin embargo, su progreso y su firmeza en las dificultades habrían sido imposibles sin el apoyo constante que les ha proporcionado ese oasis de paz y de estudio que es el Pontificio Instituto Oriental, punto de encuentro de numerosos estudiosos, profesores, escritores y editores, entre los que conocen mejor el Oriente cristiano.

Merece una mención especial la joya que constituye la Biblioteca de ese Instituto, fundada por mi predecesor Pío XI, que fue bibliotecario de la Ambrosiana y un magnífico mecenas del fondo histórico de la Biblioteca del Pontificio Instituto Oriental. Se trata, ciertamente, de una Biblioteca ilustre en todo el mundo, y una de las mejores por lo que atañe al Oriente cristiano. Uno de mis compromisos es impulsar aún más su crecimiento, como signo de interés de la Iglesia de Roma por el conocimiento del Oriente cristiano y como medio para eliminar posibles prejuicios que podrían dañar la cordial y armoniosa convivencia entre los cristianos. Estoy convencido de que el apoyo dado al estudio reviste también un eficaz valor ecuménico, pues aprovechar el patrimonio de la sabiduría del Oriente cristiano enriquece a todos.

A este respecto, el Pontificio Instituto Oriental constituye un insigne ejemplo de lo que la sabiduría cristiana puede ofrecer a quienes desean adquirir un conocimiento cada vez más preciso de las Iglesias orientales y profundizar en la orientación de la vida según el Espíritu, que representa un tema sobre el cual el Oriente cristiano con razón se enorgullece de poseer una riquísima tradición.

Se trata de unos tesoros muy valiosos, no sólo para los estudiosos, sino también para todos los miembros de la Iglesia. Hoy en día, gracias a las diversas ediciones de que disponemos de los Padres orientales, ya no son tesoros encerrados "bajo llave". Descifrarlos e interpretarlos de manera autorizada, elaborar síntesis dogmáticas sobre la santísima Trinidad, sobre Jesucristo y sobre la Iglesia, sobre la gracia y los sacramentos, reflexionar sobre la vida eterna, de la que ya podemos gustar una anticipación en las celebraciones litúrgicas, es tarea de quienes estudian en el Pontificio Instituto Oriental.

Queridos profesores, a vosotros en particular os expreso mi vivo aprecio por el gran bien que hacéis, dedicando un tiempo valioso a vuestros alumnos. Expreso con afecto mi agradecimiento a la Compañía de Jesús, a cuya competencia académica y celo apostólico está encomendado el Pontificio Instituto Oriental desde hace 85 años. De corazón os deseo todo bien a vosotros, queridos estudiantes que habéis venido a Roma para compartir con tantos otros procedentes de todo el mundo el contacto directo con el centro de la Iglesia universal.

Y mi gratitud no puede omitir un eslabón muy importante; aludo a los que, aun sin encargarse directamente del trabajo científico, prestan una gran contribución: son los amigos que sostienen el Pontificio Instituto Oriental con su solidaridad; los bienhechores, a quienes debemos en gran parte el progreso material de esta institución; y el personal, sin el cual no se podría garantizar su funcionamiento diario. A todos expreso mi agradecimiento desde lo más profundo de mi corazón y, como prenda de la recompensa divina, les imparto con afecto la bendición apostólica.


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HOMENAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Plaza de España,
Sábado 8 de diciembre de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

En una cita que ya ha llegado a ser tradicional, nos volvemos a encontrar aquí, en la plaza de España, para ofrecer nuestra ofrenda floral a la Virgen, en el día en el que toda la Iglesia celebra la fiesta de su Inmaculada Concepción. Siguiendo los pasos de mis predecesores, también yo me uno a vosotros, queridos fieles de Roma, para recogerme con afecto y amor filiales ante María, que desde hace ciento cincuenta años vela sobre nuestra ciudad desde lo alto de esta columna. Por tanto, se trata de un gesto de fe y de devoción que nuestra comunidad cristiana repite cada año, como para reafirmar su compromiso de fidelidad con respecto a María, que en todas las circunstancias de la vida diaria nos garantiza su ayuda y su protección materna.

Esta manifestación religiosa es, al mismo tiempo, una ocasión para brindar a cuantos viven en Roma o pasan en ella algunos días como peregrinos y turistas, la oportunidad de sentirse, aun en medio de la diversidad de las culturas, una única familia que se reúne en torno a una Madre que compartió las fatigas diarias de toda mujer y madre de familia.

Pero se trata de una madre del todo singular, elegida por Dios para una misión única y misteriosa, la de engendrar para la vida terrena al Verbo eterno del Padre, que vino al mundo para la salvación de todos los hombres. Y María, Inmaculada en su concepción -así la veneramos hoy con devoción y gratitud-, realizó su peregrinación terrena sostenida por una fe intrépida, una esperanza inquebrantable y un amor humilde e ilimitado, siguiendo las huellas de su hijo Jesús. Estuvo a su lado con solicitud materna desde el nacimiento hasta el Calvario, donde asistió a su crucifixión agobiada por el dolor, pero inquebrantable en la esperanza. Luego experimentó la alegría de la resurrección, al alba del tercer día, del nuevo día, cuando el Crucificado dejó el sepulcro venciendo para siempre y de modo definitivo el poder del pecado y de la muerte.

María, en cuyo seno virginal Dios se hizo hombre, es nuestra Madre. En efecto, desde lo alto de la cruz Jesús, antes de consumar su sacrificio, nos la dio como madre y a ella nos encomendó como hijos suyos. Misterio de misericordia y de amor, don que enriquece a la Iglesia con una fecunda maternidad espiritual.

Queridos hermanos y hermanas, sobre todo hoy, dirijamos nuestra mirada a ella e, implorando su ayuda, dispongámonos a atesorar todas sus enseñanzas maternas. ¿No nos invita nuestra Madre celestial a evitar el mal y a hacer el bien, siguiendo dócilmente la ley divina inscrita en el corazón de todo hombre, de todo cristiano? Ella, que conservó la esperanza aun en la prueba extrema, ¿no nos pide que no nos desanimemos cuando el sufrimiento y la muerte llaman a la puerta de nuestra casa? ¿No nos pide que miremos con confianza a nuestro futuro? ¿No nos exhorta la Virgen Inmaculada a ser hermanos unos de otros, todos unidos por el compromiso de construir juntos un mundo más justo, solidario y pacífico?

Sí, queridos amigos. Una vez más, en este día solemne, la Iglesia señala al mundo a María como signo de esperanza cierta y de victoria definitiva del bien sobre el mal. Aquella a quien invocamos como "llena de gracia" nos recuerda que todos somos hermanos y que Dios es nuestro Creador y nuestro Padre. Sin él, o peor aún, contra él, los hombres no podremos encontrar jamás el camino que conduce al amor, no podremos derrotar jamás el poder del odio y de la violencia, no podremos construir jamás una paz estable.

Es necesario que los hombres de todas las naciones y culturas acojan este mensaje de luz y de esperanza: que lo acojan como don de las manos de María, Madre de toda la humanidad. Si la vida es un camino, y este camino a menudo resulta oscuro, duro y fatigoso, ¿qué estrella podrá iluminarlo? En mi encíclica Spe salvi, publicada al inicio del Adviento, escribí que la Iglesia mira a María y la invoca como «Estrella de esperanza» (n. 49).

Durante nuestro viaje común por el mar de la historia necesitamos «luces de esperanza», es decir, personas que reflejen la luz de Cristo, «ofreciendo así orientación para nuestra travesía» (ib.). ¿Y quién mejor que María puede ser para nosotros «Estrella de esperanza»? Ella, con su «sí», con la ofrenda generosa de la libertad recibida del Creador, permitió que la esperanza de milenios se hiciera realidad, que entrara en este mundo y en su historia. Por medio de ella, Dios se hizo carne, se convirtió en uno de nosotros, puso su tienda en medio de nosotros.

Por eso, animados por una confianza filial, le decimos: «Enséñanos, María, a creer, a esperar y a amar contigo; indícanos el camino que conduce a la paz, el camino hacia el reino de Jesús. Tú, Estrella de esperanza, que con conmoción nos esperas en la luz sin ocaso de la patria eterna, brilla sobre nosotros y guíanos en los acontecimientos de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén».

Me uno a los peregrinos reunidos en los santuarios marianos de Lourdes y Fourvière para honrar a la Virgen María, en este año jubilar del 150° aniversario de las apariciones de Nuestra Señora a santa Bernardita. Gracias a su confianza en María y a su ejemplo, llegarán a ser verdaderos discípulos del Salvador. Mediante las peregrinaciones, muestran numerosos rostros de Iglesia a las personas que están en proceso de búsqueda y van a visitar los santuarios. En su camino espiritual están llamados a desarrollar la gracia de su bautismo, a alimentarse de la Eucaristía y a sacar de la oración la fuerza para el testimonio y la solidaridad con todos sus hermanos en la humanidad.

Ojalá que los santuarios desarrollen su vocación a la oración y a la acogida de las personas que quieren encontrar de nuevo el camino de Dios, principalmente mediante el sacramento del perdón. Expreso también mis mejores deseos a todas las personas, sobre todo a los jóvenes, que celebran con alegría la fiesta de la Inmaculada Concepción, particularmente las iluminaciones de la metrópolis lionesa. Pido a la Virgen María que vele sobre los habitantes de Lyon y de Lourdes, y les imparto a todos, así como a los peregrinos que participen en las ceremonias, una afectuosa bendición apostólica.


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10/06/2013 20:29


All'Ambasciatore dello Stato del Kuwait presso la Santa Sede (13 dicembre 2007)

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All'Ambasciatore della Repubblica delle Seychelles presso la Santa Sede (13 dicembre 2007)

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All'Ambasciatore della Repubblica di Namibia presso la Santa Sede (13 dicembre 2007)

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All'Ambasciatore del Regno di Thailandia presso la Santa Sede (13 dicembre 2007)

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All'Ambasciatore della Repubblica di Singapore presso la Santa Sede (13 dicembre 2007)

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All'Ambasciatore della Repubblica della Gambia presso la Santa Sede (13 dicembre 2007)

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All'Ambasciatore della Repubblica del Suriname presso la Santa Sede (13 dicembre 2007)

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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS EMBAJADORES DE TAILANDIA, SEYCHELLES, NAMIBIA, GAMBIA, SURINAM, SINGAPUR Y KUWAIT*

Sala Clementina
Jueves 13 de diciembre de 2007



Excelencias:

Me complace acogeros con ocasión de la presentación de las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros respectivos países: Tailandia, Seychelles, Namibia, Gambia, Surinam, Singapur y Kuwait. Os agradezco las cordiales palabras que me habéis transmitido de parte de vuestros jefes de Estado. Os ruego que les expreséis, de mi parte, un saludo deferente y mis mejores deseos para sus personas y para la elevada misión que cumplen al servicio de sus países.

Mi saludo afectuoso va también a todas las autoridades civiles y religiosas de vuestras naciones, así como a vuestros compatriotas. Por medio de vosotros, quiero asegurar a las comunidades católicas presentes en el territorio de vuestros países mi recuerdo y mis oraciones, animándolas a proseguir su misión y el testimonio que dan con su compromiso al servicio de todos.

Vuestra función de diplomáticos es particularmente importante en el mundo actual para mostrar que, en todas las situaciones de la vida internacional, el diálogo debe predominar sobre la violencia, y el deseo de paz y fraternidad debe prevalecer sobre los contrastes y sobre el individualismo, que llevan sólo a tensiones y rencores, y no ayudan a construir sociedades reconciliadas.

A través de vosotros, deseo hacer un nuevo llamamiento para que todas las personas que desempeñan una función en la vida social, todas las que participan en el gobierno de las naciones, hagan todo lo que está a su alcance para devolver la esperanza a los pueblos que tienen la responsabilidad de guiar. Es preciso que tengan en cuenta sus aspiraciones más profundas y actúen de modo que todos puedan beneficiarse del producto de las riquezas naturales y económicas de su país, según los principios de justicia y equidad.

Desde esta perspectiva, debe prestarse una atención particular a las generaciones jóvenes, mostrándoles que son la primera riqueza de un país; su educación integral es una necesidad primordial. En efecto, no basta una formación técnica y científica para hacer de ellos hombres y mujeres responsables en su familia y en todos los sectores de la sociedad. Por ello, es necesario privilegiar una educación en los valores humanos y morales que permita a cada joven tener confianza en sí mismo, esperar en el futuro, preocuparse por sus hermanos y hermanas en la humanidad y participar en el crecimiento de la nación, con un sentido cada vez más acentuado de los demás.

Por eso, deseo que en cada país la educación de la juventud sea una prioridad, con el apoyo de todas las instituciones de la comunidad internacional que están comprometidas en la lucha contra el analfabetismo y contra la falta de formación, en todas sus formas. Es un modo particularmente importante de luchar contra la desesperación, que puede albergar en el corazón de los jóvenes y ser el origen de numerosos actos de violencia individual o colectiva.

La Iglesia católica, por su parte, gracias a sus numerosas instituciones educativas, se compromete sin cesar, junto con todos los hombres de buena voluntad, en favor de la formación integral de los jóvenes. Aliento a todas las personas que participan en esta hermosa misión de educación de la juventud a proseguir incansablemente su tarea, con la certeza de que formar correctamente a los jóvenes significa preparar un futuro prometedor.

Acabáis de recibir de vuestros jefes de Estado una misión ante la Santa Sede. Al final de nuestro encuentro, os expreso, señoras y señores embajadores, mis mejores deseos para el servicio que estáis llamados a prestar. Que el Todopoderoso os sostenga a vosotros, a vuestros seres queridos, a vuestros colaboradores y a todos vuestros compatriotas, en la edificación de una sociedad pacificada, y que descienda sobre cada uno la abundancia de los beneficios divinos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ESTUDIANTES UNIVERSITARIOS DE ROMA

Jueves 13 de diciembre de 2007



Queridos amigos:

Me alegra mucho encontrarme con vosotros, que habéis venido en gran número a esta cita tradicional, en la cercanía del Nacimiento de Cristo. Saludo y expreso mi agradecimiento al cardenal Camillo Ruini, que ha celebrado la Eucaristía juntamente con los capellanes universitarios, a los que saludo cordialmente. Saludo a las autoridades y en primer lugar al ministro de Universidades, así como a los rectores, a los profesores y a todos los estudiantes.

Agradezco al rector de la Universidad "Campus biomédico" y a la joven estudiante de la facultad de derecho de la Tercera Universidad de estudios de Roma que en nombre de todos me han dirigido palabras de afecto y felicitación. Correspondo de corazón a esos sentimientos formulando para cada uno de vosotros los mejores deseos de una serena y santa Navidad.

Saludo de modo especial a los jóvenes de la delegación de Albania, que han traído a Roma el icono de María Sedes Sapientiae, y a los de la delegación de Rumania, que esta tarde reciben la imagen de María para que sea "peregrina" de paz y de esperanza en su país.

Queridos jóvenes universitarios, permitidme que en este encuentro tan familiar proponga a vuestra atención dos breves reflexiones. La primera atañe al camino de vuestra formación espiritual. La diócesis de Roma ha querido dar mayor relieve a la preparación de los jóvenes universitarios para la sagrada Confirmación; así, vuestra peregrinación a Asís del pasado día 10 de noviembre constituyó el momento de la "llamada"; y esta tarde dais la "respuesta". En efecto, alrededor de 150 de vosotros os habéis presentado como candidatos al sacramento de la Confirmación, que recibiréis en la próxima Vigilia de Pentecostés. Se trata de una iniciativa muy adecuada, que se inserta bien en el itinerario de preparación para la Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar en Sydney en julio de 2008.

A los candidatos al sacramento de la Confirmación y a todos vosotros, queridos jóvenes amigos, os digo: fijad la mirada en la Virgen María y aprended de su "sí" a pronunciar también vosotros vuestro "sí" a la llamada divina. El Espíritu Santo entra en nuestra vida en la medida en que le abrimos el corazón con nuestro "sí". Cuanto más pleno es nuestro "sí", tanto más pleno es el don de su presencia.

Para comprenderlo mejor, podemos hacer referencia a una realidad muy sencilla: la luz. Si las persianas están herméticamente cerradas, el sol, aunque brille con gran esplendor, no podrá iluminar la casa; si en la persiana hay una pequeña rendija, entrará un rayo de luz; si se abre un poco la persiana, la habitación comenzará a iluminarse; pero los rayos del sol sólo iluminarán y calentarán el ambiente cuando la persiana se haya levantado totalmente.

Queridos amigos, el ángel se dirigió a María con el saludo "llena de gracia", que significa precisamente esto: su corazón y su vida están totalmente abiertos a Dios y por eso completamente penetrados de su gracia. Que ella os ayude a dar también vosotros un "sí" libre y pleno a Dios, para que podáis ser renovados, más aún, transformados por la luz y la alegría del Espíritu Santo.

La segunda reflexión que quiero proponeros concierne a la reciente encíclica sobre la esperanza cristiana, que como sabéis lleva por título "Spe salvi", "salvados en la esperanza", palabras tomadas de la carta de san Pablo a los Romanos (cf. Rm 8, 24). La entrego idealmente a vosotros, queridos universitarios de Roma y a través de vosotros a todo el mundo de la universidad, de la escuela, de la cultura y de la educación.

El tema de la esperanza es particularmente adecuado para los jóvenes. Os propongo, en particular, que hagáis objeto de reflexión y confrontación, también en grupo, la parte de la encíclica en donde trato sobre la esperanza en la época moderna. En el siglo XVII Europa sufrió un auténtico cambio de época y desde entonces se ha ido consolidando cada vez más una mentalidad según la cual el progreso humano es sólo obra de la ciencia y de la técnica, mientras que a la fe sólo le competería la salvación del alma, una salvación puramente individual.

Las dos grandes ideas fundamentales de la modernidad, la razón y la libertad, se han separado de Dios para llegar a ser autónomas y cooperar en la construcción del "reino del hombre", prácticamente contrapuesto al reino de Dios. Así, se ha difundido una concepción materialista, alimentada por la esperanza de que, al cambiar las estructuras económicas y políticas, se pueda edificar finalmente una sociedad justa, donde reine la paz, la libertad y la igualdad.

Este proceso, que no carece de valores y de razones históricas, contiene sin embargo un error de fondo: el hombre no es sólo producto de determinadas condiciones económicas o sociales; el progreso técnico no coincide necesariamente con el crecimiento moral de las personas; más aún, sin principios éticos, la ciencia, la técnica y la política pueden utilizarse —como de hecho ha sucedido y como por desgracia sigue sucediendo— no para el bien sino para el mal de las personas y de la humanidad.

Queridos amigos, se trata de temas tan actuales que estimulan vuestra reflexión y favorecen aún más la confrontación positiva y la colaboración ya existente entre todos los ateneos estatales, privados y pontificios. La ciudad de Roma debe seguir siendo un lugar privilegiado de estudio y de elaboración cultural, como aconteció en el encuentro europeo de más de tres mil profesores universitarios que tuvo lugar el pasado mes de junio.

Roma ha de ser también modelo de hospitalidad para los estudiantes extranjeros. En este ámbito, me alegra saludar a las delegaciones de universitarios procedentes de diversas ciudades europeas y americanas. La luz de Cristo, que invocamos por intercesión de María, Estrella de esperanza, y de la santa virgen y mártir Lucía, cuya memoria celebramos hoy, ilumine siempre vuestra vida.

Con este auspicio, os deseo de corazón a vosotros y a vuestros familiares una Navidad llena de gracia y de paz, a la vez que imparto de corazón a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA PEREGRINACIÓN DEL ALTO ÁDIGE,
REGIÓN ITALIANA QUE REGALÓ EL ÁRBOL DE NAVIDAD
PARA LA PLAZA DE SAN PEDRO

Sala Clementina
Viernes 14 de diciembre de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por vuestra visita. Os recibo de buen grado a vosotros y el regalo que me habéis traído: el árbol de Navidad que, junto con el belén que se está construyendo, adorna la plaza de San Pedro. De todo corazón os saludo a cada uno de vosotros, comenzando por el jefe del gobierno regional del Tirol del sur, doctor Luis Durnwalder, y los alcaldes de San Martín de Tor, a los que agradezco también las cordiales palabras con las que han expresado los sentimientos comunes.

Saludo con respeto a las autoridades civiles del Tirol del sur, a los representantes de los cinco municipios del Valle de Badía y a todos los que han venido para dar a conocer elementos típicos de la tierra de Gader con sus trajes tradicionales, la música sugestiva y los productos locales.
Saludo de corazón a vuestro obispo Wilhelm Egger, y le agradezco las palabras fraternas que acaba de dirigirme. Además, saludo a los sacerdotes y a los consejos parroquiales, así como a los habitantes del Valle de Badía representados hoy aquí.

Sé que todos los habitantes del Valle de Badía se han comprometido en la preparación de este acontecimiento particular, de modo especial los estudiantes que han participado en el concurso de pintura titulado: "El árbol de Navidad en el Vaticano". Agradezco a todos el hermoso regalo de este abeto rojo y también los demás árboles, que contribuyen a crear en el Vaticano un clima navideño. Ojalá que esta hermosa iniciativa despierte en todos los cristianos del Valle de Badía el deseo de testimoniar los valores de la vida, del amor y de la paz que la solemnidad del nacimiento de Cristo nos recuerda año tras año.

Así pues, este año el árbol de Navidad de la plaza de San Pedro proviene del Trentino-Alto Ádige, y precisamente de los bosques del Valle de Badía, la Gran Ega, estupenda cuenca soleada, situada al pie de los Dolomitas, rodeada de encantadoras cimas con su característica forma accidentada, típica de aquellas montañas. Este abeto añoso, cortado sin causar daño a la vida del bosque, adecuadamente adornado, permanecerá junto al belén hasta el final de las festividades navideñas, para que lo admiren los numerosos peregrinos que de todas las partes del mundo llegarán al Vaticano en los próximos días. El abeto, símbolo significativo del Nacimiento de Cristo, porque con sus hojas siempre verdes recuerda la vida que no muere, es también símbolo de la religiosidad popular de vuestro valle, que se expresa de modo particular en las procesiones.

Mantened vivas estas hermosas tradiciones, tan sentidas, y esforzaos por convertirlas cada vez más en manifestaciones de una vida cristiana auténtica y activa. En este esfuerzo de testimonio evangélico os ha de servir de ejemplo y de ayuda san José Freinademetz, hijo ilustre de vuestra tierra. En él, misionero celoso en medio del pueblo chino, el genio espiritual ladino manifestó uno de sus frutos más maduros de santidad.

Queridos amigos, el árbol y el belén son elementos del clima típico de la Navidad, que forma parte del patrimonio espiritual de nuestras comunidades. Es un clima impregnado de religiosidad y de intimidad familiar, que debemos conservar también en las sociedades actuales, donde a veces parece prevalecer el afán de consumismo y la búsqueda sólo de los bienes materiales. La Navidad es fiesta cristiana y sus símbolos —entre ellos especialmente el belén y el árbol adornado con regalos— constituyen importantes referencias al gran misterio de la encarnación y del nacimiento de Jesús, que la liturgia del tiempo de Adviento y de Navidad evoca constantemente. El Creador del universo, haciéndose niño, vino a nosotros para compartir nuestro camino humano; se hizo pequeño para entrar en el corazón del hombre y así renovarlo con la omnipotencia de su amor. Por tanto, dispongámonos a acogerlo con fe animada por una firme esperanza.

Queridos amigos, una vez más deseo expresaros mi profundo agradecimiento a todos vosotros, a quienes os ayudaron en casa, a los promotores y a cuantos se mostraron disponibles a transportar el árbol.

Gracias por la contribución que cada uno de vosotros ha dado con gran generosidad. Aprovecho esta hermosa ocasión para expresaros mi sincera felicitación con ocasión de la solemnidad de Navidad y las festividades navideñas. Con estos sentimientos, os aseguro un recuerdo en mis oraciones por vosotros, por vuestras familias y por los habitantes del Valle de Badía y por toda la diócesis de Bolzano-Bressanone. Os imparto de corazón la bendición apostólica. ¡Feliz Navidad!


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE JAPÓN EN VISITA "AD LIMINA"

Sábado 15 de diciembre de 2007



Queridos hermanos en el episcopado:

Me complace daros la bienvenida durante vuestra visita ad limina que realizáis para venerar las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Os agradezco las amables palabras que el arzobispo Peter Takeo Okada me ha dirigido en vuestro nombre, y os expreso mis más cordiales deseos y mis oraciones por vosotros y por todo el pueblo encomendado a vuestra solicitud pastoral.

Habéis venido a la ciudad donde Pedro cumplió su misión de evangelización y dio testimonio de Cristo hasta el derramamiento de su sangre. Habéis venido para saludar al Sucesor de Pedro. De este modo, fortalecéis los fundamentos apostólicos de la Iglesia en vuestro país y manifestáis visiblemente vuestra comunión con todos los demás miembros del Colegio de obispos y con el Romano Pontífice (cf. Pastores gregis, 8). Aprovecho esta oportunidad para reiterar mi pésame por la muerte reciente del cardenal Stephen Hamao, presidente emérito del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, y para expresar mi aprecio por sus años de servicio a la Iglesia. En su persona ejemplificó los vínculos de comunión entre la Iglesia en Japón y la Santa Sede. Que descanse en paz.

El año pasado la Iglesia celebró con gran alegría el V centenario del nacimiento de san Francisco Javier, apóstol de Japón. Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por la obra misionera que llevó a cabo en vuestro país y por las semillas de fe cristiana que plantó en el tiempo de la primera evangelización de Japón. La necesidad de anunciar a Cristo con audacia y valentía es una prioridad continua para la Iglesia. En efecto, es un deber solemne que recibió de Cristo cuando ordenó a los Apóstoles: "Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación" (Mc 16, 15).

Vuestra tarea en la actualidad consiste en buscar nuevas maneras de mantener vivo el mensaje de Cristo en el marco cultural del Japón moderno. Aunque los cristianos constituyen sólo un pequeño porcentaje de la población, la fe es un tesoro que es preciso compartir con toda la sociedad japonesa. Con vuestro liderazgo en esta área debéis impulsar al clero y a los religiosos, a los catequistas, a los profesores y a las familias a dar razón de la esperanza que tienen (cf. 1 P 3, 15). Esto requiere, a su vez, una catequesis sólida, basada en las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia católica y del Compendio. Que la luz de la fe brille delante de los demás, para que "vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16).

De hecho, el mundo tiene hambre del mensaje de esperanza que trae consigo el Evangelio. Incluso en países tan altamente desarrollados como el vuestro, muchos están descubriendo que el éxito económico y la tecnología avanzada no bastan por sí mismos para llenar el corazón humano. Quien no conoce a Dios, "en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida" (Spe salvi, 27). Recordad al pueblo que en la vida hay algo más que el éxito profesional y el lucro. Mediante la práctica de la caridad, en la familia y en la comunidad, se puede llevar a los hombres "al encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro" (Deus caritas est, 31).

Esta es la gran esperanza que los cristianos de Japón pueden ofrecer a sus compatriotas. No es ajena a la cultura japonesa, sino que más bien la refuerza y da un nuevo impulso a todo lo que hay de bueno y noble en el patrimonio de vuestra amada nación. El respeto bien merecido que los ciudadanos de vuestro país tienen hacia la Iglesia por su importante contribución a la educación, a la sanidad, y en muchos otros campos, os brinda la oportunidad de entablar un diálogo con ellos y hablarles con alegría de Cristo, la "luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9).

Los jóvenes, en especial, corren el riesgo de ser engañados por la fascinación de la cultura laica moderna. Pero, como todas las grandes y pequeñas esperanzas que a primera vista parecen prometer mucho (cf. Spe salvi, 30), resulta ser una falsa esperanza, y trágicamente la desilusión a menudo conduce a la depresión y a la desesperación, incluso al suicidio. Si su energía y su entusiasmo juvenil se orientan hacia las cosas de Dios, las únicas que pueden satisfacer sus anhelos más profundos, cada vez más jóvenes se sentirán estimulados a entregar su vida a Cristo, y algunos reconocerán una llamada a servirlo en el sacerdocio o en la vida religiosa. Invitadlos a discernir si esta puede ser su vocación. Nunca tengáis miedo de hacerlo. Asimismo, animad a vuestros sacerdotes y también a los religiosos a ser activos en la promoción de las vocaciones, y guiad a vuestro pueblo en la oración, rogando al Señor que "envíe obreros a su mies" (Mt 9, 38).

La mies del Señor en Japón está cada vez más constituida por personas de diversas nacionalidades, hasta el punto de que más de la mitad de la población católica está formada por inmigrantes. Es una oportunidad para enriquecer la vida de la Iglesia en vuestro país y para vivir la verdadera catolicidad del pueblo de Dios. Dando pasos para garantizar que todos se sientan acogidos en la Iglesia, podéis aprovechar los muchos dones que aportan los inmigrantes.

Al mismo tiempo, debéis permanecer vigilantes para garantizar que se observen cuidadosamente las normas litúrgicas y disciplinarias de la Iglesia universal. El Japón moderno ha elegido comprometerse sin reservas con el resto del mundo, y la Iglesia católica, con su dimensión universal, puede dar una valiosa contribución a este proceso de apertura cada vez mayor a la comunidad internacional.

También otras naciones pueden aprender de Japón, de la sabiduría de su antigua cultura y especialmente del testimonio de paz que ha caracterizado su posición en el escenario político mundial durante los últimos sesenta años. Habéis hecho oír la voz de la Iglesia sobre la importancia continua de este testimonio, con mayor razón en un mundo donde los conflictos armados causan tantos sufrimientos a los inocentes. Os animo a seguir hablando sobre cuestiones de interés público en la vida de vuestra nación, y a garantizar que vuestras declaraciones se promuevan y se difundan ampliamente, para que puedan ser correctamente acogidas en todos los niveles de la sociedad. De este modo, el mensaje de esperanza que el Evangelio conlleva tocará de verdad los corazones y las mentes, llevando a una mayor confianza en el futuro, a un amor y un respeto más grandes por la vida, y una apertura creciente a los extranjeros y a los que residen en medio de vosotros. "Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva" (Spe salvi, 2).

A este respecto, la próxima beatificación de 188 mártires japoneses ofrece un signo claro de la fuerza y la vitalidad del testimonio cristiano en la historia de vuestro país. Desde los primeros días, los hombres y mujeres japoneses han estado dispuestos a derramar su sangre por Cristo. Gracias a la esperanza de esas personas, "tocadas por Cristo, ha brotado esperanza para otros que vivían en la oscuridad y sin esperanza" (Spe salvi, 8). Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por el testimonio elocuente de Pedro Kibe y sus compañeros, que "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14 ss).

En este tiempo de Adviento, toda la Iglesia espera con emoción la celebración del nacimiento de nuestro Salvador. Ruego para que este tiempo de preparación sea para vosotros y para toda la Iglesia en Japón una oportunidad de crecer en la fe, en la esperanza y en el amor, de modo que el Príncipe de la paz pueda encontrar una verdadera morada en vuestro corazón. Encomendándoos a todos vosotros y a vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos a la intercesión de san Francisco Javier y de los mártires de Japón, os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en el Señor.


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Saluto ai bambini della Parrocchia romana di Santa Maria del Rosario ai Martiri Portuensi (16 dicembre 2007)

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS POSTULADORES DE LA CONGREGACIÓN
PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS

Lunes 17 de diciembre de 2007



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros y daros la bienvenida a vosotros, queridos postuladores y postuladoras acreditados ante la Congregación para las causas de los santos, y aprovecho de buen grado la ocasión para manifestaros mi estima y mi gratitud por el trabajo que lleváis a cabo loablemente en la elaboración de las causas de beatificación y canonización. Saludo al prefecto de la Congregación para las causas de los santos, cardenal José Saraiva Martins, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido interpretando los sentimientos comunes. Saludo, asimismo, al secretario, monseñor Michele Di Ruberto; al subsecretario y a los oficiales de este dicasterio, llamado a prestar una colaboración indispensable y cualificada al Sucesor de Pedro en un ámbito de gran relevancia eclesial.

Este encuentro tiene lugar casi en vísperas del 25° aniversario de la promulgación de la constitución apostólica Divinus perfectionis Magister. Con ese documento, publicado el 25 de enero de 1983 y que sigue en vigor, mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II revisó el procedimiento para las causas de los santos y, al mismo tiempo, reorganizó la Congregación para que respondiera a las exigencias de los estudiosos y a los deseos de los pastores, que en repetidas ocasiones habían solicitado una mayor agilidad en el proceso de las causas de beatificación y canonización, conservando siempre la solidez de las investigaciones en este campo tan importante para la vida de la Iglesia.

En efecto, a través de las beatificaciones y las canonizaciones la Iglesia da gracias a Dios por el don de sus hijos que han sabido responder generosamente a la gracia divina, los honra y los invoca como intercesores. A la vez, presenta estos excelsos ejemplos a la imitación de todos los fieles, llamados con el bautismo a la santidad, meta propuesta a todo estado de vida. Los santos y los beatos, confesando con su existencia a Cristo, su persona y su doctrina, y permaneciendo estrechamente unidos a él, son como una ilustración viva de ambos aspectos de la perfección del divino Maestro.

Al mismo tiempo, contemplando a tantos hermanos y hermanas nuestros que en todas las épocas han hecho de sí una ofrenda total a Dios por su reino, las comunidades eclesiales reconocen la necesidad de que también en nuestro tiempo haya testigos capaces de encarnar la verdad perenne del Evangelio en las circunstancias concretas de la vida, convirtiéndolo en un instrumento de salvación para todo el mundo. También a esto hice referencia al escribir en la reciente encíclica Spe salvi que "nuestro obrar no es indiferente ante Dios y, por tanto, tampoco es indiferente para el desarrollo de la historia. Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir el mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como "colaboradores de Dios", han contribuido a la salvación del mundo" (n. 35).

Durante los últimos decenios ha aumentado el interés religioso y cultural por los testigos de la santidad cristiana, que muestran el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo "sin mancha ni arruga" (Ef 5, 27). Los santos, si se los presenta adecuadamente en su dinamismo espiritual y en su realidad histórica, contribuyen a hacer más creíble y atractiva la palabra del Evangelio y la misión de la Iglesia. El contacto con ellos abre el camino a verdaderas resurrecciones espirituales, a conversiones duraderas y al florecimiento de nuevos santos. Los santos normalmente engendran otros santos, y la cercanía a sus personas, o aunque sea solamente a sus huellas, es siempre saludable: depura y eleva la mente, abre el corazón al amor a Dios y a los hermanos. La santidad siembra alegría y esperanza, y responde a la sed de felicidad que los hombres sienten también hoy.
Así pues, la importancia eclesial y social de presentar siempre nuevos modelos de santidad hace que sea particularmente valioso el trabajo de cuantos colaboran en la elaboración de las causas de beatificación y canonización. Todos los que trabajan en las causas de los santos, aunque con diversas funciones, están llamados a ponerse exclusivamente al servicio de la verdad. Por esta razón, durante la "investigación diocesana" las pruebas testimoniales y documentales se deben recoger tanto cuando son favorables como cuando son contrarias a la santidad y a la fama de santidad o de martirio de los siervos de Dios. A la objetividad y a la integridad de las pruebas recogidas en esta primera —y en ciertos aspectos fundamental— fase del proceso canónico, realizado bajo la responsabilidad de los obispos diocesanos, deben seguir obviamente la objetividad y la integridad de las Positiones, que los relatores de la Congregación preparan con la colaboración de las postulaciones.

Así pues, es fundamental la tarea de los postuladores, tanto en la fase diocesana como en la fase apostólica del proceso; esta tarea debe ser irreprensible, inspirada en la rectitud y caracterizada por una probidad absoluta. Los postuladores deben tener competencias profesionales, capacidad de discernimiento y honradez al ayudar a los obispos diocesanos a instruir investigaciones completas, objetivas y válidas, tanto desde el punto de vista formal como sustancial. No menos delicada e importante es la ayuda que prestan al dicasterio para las causas de los santos en la investigación procesal de la verdad, que se debe alcanzar mediante una discusión adecuada, que tenga en cuenta la certeza moral buscada y los medios de prueba disponibles de forma realista.

Queridos hermanos y hermanas, el Espíritu Santo, manantial y artífice de la santidad cristiana, os ilumine en vuestro trabajo, y la Virgen María, Madre de la Iglesia, los santos, los beatos y los siervos de Dios, cuyas causas estáis siguiendo, os obtengan del Señor que lo realicéis siempre con fidelidad y amor a la verdad. Os aseguro mi oración por vosotros y os expreso de buen grado el deseo de que también vosotros sigáis los pasos de los santos, tal como hicieron muchos postuladores, cuya causa de beatificación está en proceso. Por último, ante la inminencia de la santa Navidad os felicito cordialmente a vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos, a la vez que os bendigo de corazón a todos.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MUCHACHOS Y MUCHACHAS
DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA

Jueves 20 de diciembre de 2007



Queridos muchachos y muchachas de la A.C.R.:

Con gran alegría os doy la bienvenida. Vuestra visita hoy a la casa del Papa indica que ya se acerca la gran fiesta de la santa Navidad, una fiesta muy esperada, especialmente por vosotros, los muchachos. Os saludo con afecto a cada uno, a la vez que os agradezco los sentimientos y las oraciones que me habéis asegurado en nombre de vuestros amigos de la A.C.R. y de toda la gran familia de la Acción católica italiana.

Un saludo particular dirijo al presidente nacional, profesor Luigi Alici; al obispo Domenico Sigalini, al que nombré hace poco consiliario general de la Acción católica; así como al responsable y al consiliario de la A.C.R. y a sus colaboradores, extendiéndolo a todos los que se encargan de vuestra formación humana, espiritual y apostólica.

Me ha complacido que hace unos momentos hayáis citado a una niña, Antonia Meo, llamada Nennolina. Precisamente hace tres días decreté el reconocimiento de sus virtudes heroicas y espero que pronto se concluya felizmente su causa de beatificación. ¡Qué ejemplo tan luminoso dejó esta pequeña coetánea vuestra! Nennolina, niña romana, en su brevísima vida —sólo seis años y medio— demostró una fe, una esperanza y una caridad especiales, así como las demás virtudes cristianas. Aunque era una niña frágil, logró dar un testimonio fuerte y robusto del Evangelio, y dejó una huella profunda en la comunidad diocesana de Roma. Nennolina pertenecía a la Acción católica. Seguramente hoy estaría inscrita en la A.C.R. Por eso podéis considerarla como una amiga vuestra, un modelo en el cual inspiraros.

Su vida, tan sencilla y al mismo tiempo tan importante, demuestra que la santidad es para todas las edades: para los niños y para los jóvenes, para los adultos y para los ancianos. Cada etapa de nuestra vida puede ser propicia para decidirse a amar en serio a Jesús y para seguirlo fielmente. En pocos años Nennolina alcanzó la cumbre de la perfección cristiana que todos estamos llamados a escalar; recorrió velozmente la "autopista" que lleva a Jesús.

Más aún, como habéis recordado vosotros mismos, Jesús es el verdadero "camino" que nos lleva al Padre y a su casa, a nuestra casa definitiva, que es el Paraíso. Como sabéis, Antonia vive ahora en Dios, y desde el cielo está cerca de vosotros: sentidla presente con vosotros, en vuestros grupos. Aprended a conocerla y a seguir sus ejemplos. Creo que también ella se alegrará de sentirse todavía "implicada" en la Acción católica.

Dado que estamos en Navidad, quiero expresaros mis mejores deseos de alegría y serenidad, pero permitid que, además de estos deseos, formule otro para todo el año que comenzaremos dentro de poco. Lo hago tomando como punto de partida vuestro eslogan para el año 2008: que avancéis siempre con alegría por el camino de la vida con Jesús. Él un día dijo: "Yo soy el camino" (Jn 14, 6). Jesús es el camino que lleva a la verdadera vida, la vida que nunca termina.

Es un camino a menudo estrecho y en subida, pero para quien se deja atraer por él es siempre estupendo, como un sendero de montaña: cuanto más se asciende, tanto más se pueden admirar desde arriba panoramas nuevos, más hermosos y más amplios. Esa subida exige esfuerzo, pero no estamos solos: nos ayudamos unos a otros, nos esperamos, damos una mano a los que se quedan atrás.... Lo importante es no extraviarse, no perder el camino, pues de lo contrario corremos el peligro de caer en un abismo, de perdernos en el bosque.

Queridos muchachos, Dios se hizo hombre para mostrarnos el camino; más aún, al hacerse niño, él mismo se hizo "camino" también para vosotros, los muchachos. Fue como vosotros, tuvo vuestra edad. Seguidlo con amor, manteniendo cada día vuestra mano en la suya.

Esto que os digo a vosotros, vale igualmente para nosotros, los adultos. Por eso, deseo a toda la Acción católica italiana que avance unida y ágil por el camino de Cristo, para testimoniar en la Iglesia y en la sociedad que este camino es hermoso; es verdad que exige esfuerzo, pero lleva a la alegría verdadera.

Encomendamos este deseo, que también es oración, a la intercesión materna de María, Madre de la esperanza, Estrella de la esperanza. Ella, que esperó y preparó con ilusión el nacimiento de su Hijo Jesús, nos ayude también a nosotros a celebrar la próxima Navidad en un clima de profunda devoción e íntima alegría espiritual.

Acompaño mi más cordial felicitación con una especial bendición apostólica para vosotros, aquí presentes, para vuestros seres queridos y para toda la familia de la Acción católica. ¡Feliz Navidad!


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS CARDENALES, ARZOBISPOS, OBISPOS
Y PRELADOS SUPERIORES DE LA CURIA ROMANA

Sala Clementina
Viernes 21 de diciembre de 2007



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
queridos hermanos y hermanas:

En este encuentro ya respiramos la alegría de la Navidad, muy cercana. Os agradezco profundamente vuestra participación en esta cita tradicional, cuyo especial clima espiritual ha evocado bien el cardenal decano Angelo Sodano, recordando el tema central de mi reciente carta encíclica sobre la esperanza cristiana. Le agradezco de corazón las cordiales palabras con las que se ha hecho intérprete de los sentimientos y de las felicitaciones del Colegio cardenalicio, de los miembros de la Curia romana y de la Gobernación, así como de los representantes pontificios esparcidos por el mundo.

Como ha subrayado usted, señor cardenal, nuestra comunidad es realmente una "comunidad de trabajo", unida por vínculos de amor fraterno, que las festividades navideñas vienen a reforzar. Con este espíritu, usted ha recordado oportunamente a todos aquellos que en los meses pasados, tras pertenecer a nuestra familia curial, han cruzado los umbrales del tiempo y han entrado ya en la paz de Dios: en una circunstancia como esta, hace bien al corazón sentir cercanos a quienes han compartido con nosotros el servicio a la Iglesia y ahora, ante el trono de Dios, interceden por nosotros. Así pues, gracias, señor cardenal decano, por sus palabras y gracias a todos los presentes por la contribución que cada uno da al cumplimiento del ministerio que el Señor me ha encomendado.

Otro año está a punto de concluir. Como primer acontecimiento destacado de este período, que ha pasado tan velozmente, quiero mencionar el viaje a Brasil. Su finalidad fue el encuentro con la V Conferencia general del Episcopado de América Latina y del Caribe, y, por consiguiente, más en general, un encuentro con la Iglesia del vasto continente latinoamericano.

Antes de referirme a la Conferencia de Aparecida, quiero hablar de algunos momentos culminantes de ese viaje. Ante todo, conservo grabada en mi memoria la solemne velada con los jóvenes en el estadio de São Paulo. En ella, a pesar de las temperaturas rígidas, nos encontramos todos unidos por una gran alegría interior, por una experiencia viva de comunión y por la clara voluntad de ser, en el Espíritu de Jesucristo, servidores de reconciliación, amigos de los pobres y de los que sufren, y mensajeros de aquel bien cuyo esplendor hemos encontrado en el Evangelio.

Existen manifestaciones de multitudes que sólo tienen como efecto una auto-afirmación; en ellas los jóvenes se dejan llevar de la embriaguez del ritmo y de los sonidos, acabando por encontrar alegría sólo por sí mismos. En cambio, en nuestro encuentro abrimos realmente nuestras almas. La profunda comunión que se estableció espontáneamente esa tarde entre nosotros, al estar los unos con los otros, implicó estar los unos para los otros. No fue una fuga de la vida diaria, sino que se transformó en la fuerza para aceptar la vida de un modo nuevo. Por eso, de corazón quiero dar las gracias a los jóvenes que animaron aquella velada por su compañía, por sus cantos, por sus palabras y por su oración, que nos purificó interiormente y nos mejoró, también en beneficio de los demás.

Asimismo es inolvidable el día en que, rodeado de un gran número de obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos y fieles laicos, canonicé a fray Galvão, un hijo de Brasil, proclamándolo santo para la Iglesia universal. Por doquier nos saludaban sus imágenes, de las que emanaba el resplandor de la bondad de corazón que había suscitado en él el encuentro con Cristo y la relación con su comunidad religiosa. De la vuelta definitiva de Cristo, en su parusía, se nos ha dicho que no vendrá él solo, sino juntamente con todos sus santos. Así, cada santo que entra en la historia constituye ya una pequeña porción de la vuelta de Cristo, de su nuevo ingreso en el tiempo, que nos muestra la imagen de un modo nuevo y nos da la seguridad de su presencia. Jesucristo no pertenece al pasado y no está confinado a un futuro lejano, cuya llegada no tenemos ni siquiera la valentía de pedir. Él llega con una gran procesión de santos. Juntamente con sus santos ya está siempre en camino hacia nosotros, hacia nuestro hoy.

Recuerdo muy vivamente el día que visité la Hacienda de la Esperanza, en la que personas caídas en la esclavitud de la droga recuperan libertad y esperanza. Al llegar a ella, percibí inmediatamente de un modo nuevo la fuerza sanadora de la creación de Dios. Las montañas verdes que rodean el amplio valle nos hacen elevar la mirada hacia las alturas y, al mismo tiempo, nos dan un sentido de protección. Del sagrario de la iglesita de las Carmelitas mana una fuente de agua límpida, que recuerda la profecía de Ezequiel sobre el agua que, saliendo del Templo, desintoxica la tierra salada y hace crecer árboles que proporcionan la vida. Debemos defender la creación no sólo para nuestra utilidad, sino por sí misma, como mensaje del Creador, como don de belleza, que es promesa y esperanza.

Sí, el hombre necesita la trascendencia. Sólo Dios basta, dijo santa Teresa de Ávila. Cuando él falta, entonces el hombre debe tratar de superar por sí mismo los confines del mundo, de abrir ante sí el espacio infinito para el que ha sido creado. Entonces, la droga se convierte para él en una necesidad. Pero pronto descubre que se trata sólo de una infinitud ilusoria, —podríamos decir— una burla que el diablo hace al hombre.

En la Hacienda de la Esperanza los confines del mundo quedan realmente superados, la mirada se abre hacia Dios, hacia la amplitud de nuestra vida; así se produce una curación. A todos los que allí trabajan les manifiesto sinceramente mi gratitud; y a todos los que allí buscan la curación, les expreso mi cordial deseo de bendición.

También quiero recordar el encuentro con los obispos brasileños en la catedral de São Paulo. La música solemne que nos acompañó es inolvidable. Fue especialmente hermosa por el hecho de que la ejecutaron un coro y una orquesta compuestos por jóvenes pobres de esa ciudad. Así, esas personas nos hicieron experimentar la belleza, que forma parte de los dones por medio de los cuales superamos los límites de la cotidianidad del mundo y podemos percibir realidades superiores que nos dan la seguridad de la belleza de Dios. Además, la experiencia de la "colegialidad efectiva y afectiva", de la comunión fraterna en el ministerio común, nos permitió experimentar la alegría de la catolicidad: más allá de todos los confines geográficos y culturales somos hermanos, juntamente con Cristo resucitado, que nos ha llamado a su servicio.

Y, por último, Aparecida. De un modo muy particular me conmovió la estatuilla de la Virgen. Algunos pobres pescadores, que repetidamente habían arrojado en vano sus redes, sacaron la estatuilla de las aguas del río, y después, por fin, se produjo una pesca abundante. Es la Virgen de los pobres, que se hizo también pobre y pequeña. Así, precisamente mediante la fe y el amor de los pobres, se formó en torno a esta figura el gran santuario, que, haciendo siempre referencia a la pobreza de Dios, a la humildad de la Madre, constituye día tras día una casa y un refugio para las personas que rezan y esperan.

Fue un acierto que nos reuniéramos allí y elaboráramos el documento sobre el tema: "Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en él tengan vida". Ciertamente, alguien podría formular inmediatamente la pregunta: ¿Era ese el tema más adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo? ¿No era quizá un giro excesivo hacia la interioridad, en un momento en que los grandes desafíos de la historia, las cuestiones urgentes sobre la justicia, la paz y la libertad exigen el compromiso pleno de todos los hombres de buena voluntad y, de modo particular, de la cristiandad y de la Iglesia? ¿No hubiera sido mejor que afrontáramos, más bien, esos problemas, en vez de retirarnos al mundo interior de la fe?

Más tarde afrontaremos esta objeción, pues antes de responder a ella es necesario comprender bien el tema mismo en su auténtico significado; cuando lo hayamos hecho, la respuesta a la objeción llegará por sí misma. La palabra clave del tema es: encontrar la vida, la vida verdadera. Así el tema supone que este objetivo, sobre el que tal vez todos estén de acuerdo, se logra en el discipulado de Jesucristo, así como en el compromiso en favor de su palabra y de su presencia. Por consiguiente, los cristianos en América Latina, y con ellos los de todo el mundo, están llamados ante todo a ser cada vez más "discípulos de Jesucristo", algo que, en el fondo, ya somos en virtud del bautismo, lo cual no quita que debamos llegar a serlo siempre de forma nueva mediante la asimilación viva del don de ese sacramento.

¿Qué significa ser discípulos de Cristo? En primer lugar, significa llegar a conocerlo. ¿Cómo se realiza esto? Es una invitación a escucharlo tal como nos habla en el texto de la sagrada Escritura, como se dirige a nosotros y sale a nuestro encuentro en la oración común de la Iglesia, en los sacramentos y en el testimonio de los santos.

Nunca se puede conocer a Cristo sólo teóricamente. Con una gran doctrina se puede saber todo sobre las sagradas Escrituras, sin haberse encontrado jamás con él. Para conocerlo es necesario caminar juntamente con él, tener sus mismos sentimientos, como dice la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 5). San Pablo describe brevemente esos sentimientos así: tener el mismo amor, formar una sola alma (sýmpsychoi), estar de acuerdo, no hacer nada por rivalidad y vanagloria, no buscar cada uno sólo sus intereses, sino también los de los demás (cf. Flp 2, 2-4).

La catequesis nunca puede ser sólo una enseñanza intelectual; siempre debe implicar también una comunión de vida con Cristo, un ejercitarse en la humildad, en la justicia y en el amor. Sólo así avanzamos con Jesucristo en su camino; sólo así se abren los ojos de nuestro corazón; sólo así aprendemos a comprender la Escritura y nos encontramos con él. El encuentro con Jesucristo requiere escucha, requiere la respuesta en la oración y en la práctica de lo que él nos dice. Conocer a Cristo es conocer a Dios; y sólo a partir de Dios comprendemos al hombre y el mundo, un mundo que de lo contrario queda como un interrogante sin sentido.

Así pues, ser discípulos de Cristo es un camino de educación hacia nuestro verdadero ser, hacia la forma correcta de ser hombres. En el Antiguo Testamento, la actitud fundamental del hombre que vive la palabra de Dios se resumía con el término zadic: el justo; el que vive según la palabra de Dios, llega a ser un justo. El justo practica y vive la justicia. Luego, en el cristianismo, la actitud de los discípulos de Jesucristo se expresaba con otra palabra: el fiel. La fe lo comprende todo. Esta palabra ahora indica a la vez estar con Cristo y estar con su justicia. En la fe recibimos la justicia de Cristo, la vivimos nosotros mismos y la transmitimos.

El Documento de Aparecida concreta todo esto hablando de la buena nueva sobre la dignidad del hombre, sobre la vida, sobre la familia, sobre la ciencia y la tecnología, sobre el trabajo humano, sobre el destino universal de los bienes de la tierra y sobre la ecología: dimensiones en las que se articula nuestra justicia, se vive la fe y se da respuesta a los desafíos del tiempo.

Ese mismo Documento nos dice que el discípulo de Jesucristo también debe ser "misionero", mensajero del Evangelio. También aquí surge una objeción: ¿es lícito también hoy "evangelizar"? ¿No deberían, más bien, todas las religiones y concepciones del mundo convivir pacíficamente, tratando de hacer juntas lo mejor para la humanidad, cada una a su modo?

Es indiscutible que todos debemos convivir y cooperar con tolerancia y respeto recíprocos. La Iglesia católica está comprometida muy seriamente en esto y con los dos encuentros de Asís ha dado muestras evidentes también en este sentido, muestras que hemos reanudado mediante el encuentro de Nápoles de este año. Al respecto, me complace recordar aquí la carta que el pasado 13 de octubre me enviaron cordialmente ciento treinta y ocho líderes religiosos musulmanes para testimoniar su compromiso común en favor de la promoción de la paz en el mundo. Con alegría les respondí expresándoles mi convencida adhesión a esos nobles propósitos y, al mismo tiempo, subrayando la urgencia de un compromiso concorde en favor de la defensa de los valores del respeto recíproco, el diálogo y la colaboración. El reconocimiento común de la existencia de un único Dios, Creador providente y Juez universal de la conducta de cada uno, constituye la premisa para una acción común en defensa del respeto efectivo de la dignidad de toda persona humana con vistas a la edificación de una sociedad más justa y solidaria.

Pero, ¿esta voluntad de diálogo y colaboración significa, al mismo tiempo, que ya no podemos transmitir el mensaje de Jesucristo, que ya no podemos proponer a los hombres y al mundo esta llamada y la esperanza que deriva de ella? Quien ha reconocido una gran verdad, quien ha encontrado una gran alegría, debe transmitirla; de ningún modo puede conservarla sólo para sí. Dones tan grandes nunca están destinados a una persona sola. En Jesucristo surgió para nosotros una gran luz, la gran Luz: no podemos ponerla debajo del celemín; debemos colocarla sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa (cf. Mt 5, 15).

San Pablo estuvo incansablemente en camino llevando consigo el Evangelio. Incluso sentía una especie de "constricción" para anunciar el Evangelio (cf. 1 Co 9, 16), no tanto impulsado por la preocupación de la salvación de personas que no estaban bautizadas, que no conocían el Evangelio, cuanto porque era consciente de que la historia en su conjunto sólo podía llegar a su cumplimiento cuando la totalidad (plÖrcma) de los pueblos hubiera acogido el Evangelio (cf. Rm 11, 25). Para llegar a su cumplimiento, la historia necesita el anuncio de la buena nueva a todos los pueblos, a todos los hombres (cf. Mc 13, 10).

De hecho, es muy importante que confluyan en la humanidad fuerzas de reconciliación, fuerzas de paz, fuerzas de amor y de justicia. Es muy importante que en el "balance" de la humanidad, frente a los sentimientos y a las realidades de la violencia y la injusticia que la amenazan, se susciten y se robustezcan fuerzas antagonistas. Eso es precisamente lo que sucede en la misión cristiana. Mediante el encuentro con Jesucristo y sus santos, mediante el encuentro con Dios, el balance de la humanidad se enriquece con las fuerzas del bien sin las cuales todos nuestros programas de orden social no se hacen realidad, sino que, ante la enorme presión que ejercen otros intereses contrarios a la paz y a la justicia, se quedan en teorías abstractas.

De este modo hemos vuelto a las preguntas que nos planteamos al inicio: ¿Hizo bien Aparecida, buscando la vida para el mundo, en dar prioridad al discipulado de Jesucristo y a la evangelización? ¿Era una retirada equivocada hacia la interioridad? No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así, se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los desafíos de nuestro tiempo.

Al final del mes de junio envié una carta a los obispos, a los presbíteros, a las personas consagradas y a los fieles laicos de la Iglesia católica que viven en la República Popular China. Con esa carta quise manifestar tanto mi profundo afecto espiritual por todos los católicos en China como una cordial estima por el pueblo chino. En ella recordé los principios perennes de la tradición católica y del concilio Vaticano II en el campo eclesiológico.

A la luz del "plan originario" que Cristo tuvo de su Iglesia, indiqué algunas orientaciones para afrontar y resolver, con espíritu de comunión y verdad, los delicados y complejos problemas de la vida de la Iglesia en China. También puse de manifiesto la disponibilidad de la Santa Sede a un diálogo sereno y constructivo con las autoridades civiles con el fin de encontrar una solución a los diversos problemas relativos a la comunidad católica.

La carta fue acogida con alegría y gratitud por los católicos que viven en China. Expreso mi deseo de que, con la ayuda de Dios, produzca los frutos que se esperan.

Lamentablemente, sólo me es posible aludir brevemente a los demás momentos destacados del año. En realidad, esos acontecimientos tenían las mismas finalidades, querían subrayar las mismas orientaciones. Así, la maravillosa visita a Austria. L'Osservatore Romano, con una expresión muy hermosa, refiriéndose a la lluvia que nos acompañó, la definió: "la lluvia de la fe". Los aguaceros no sólo no disminuyeron la alegría de nuestra fe en Cristo que experimentamos al contemplar a su Madre, sino que, por el contrario, la reforzaron. Esta alegría penetró la cortina de las nubes que se cernían sobre nosotros. Al mirar, juntamente con María, hacia Cristo, encontramos la Luz que nos señala el camino en medio de todas las tinieblas del mundo. Quiero expresar de corazón mi gratitud a los obispos austríacos, a los sacerdotes, a las religiosas, a los religiosos y a los numerosos fieles laicos que en esos días se pusieron, juntamente conmigo, en camino hacia Cristo, por este estimulante signo de fe que nos dieron.

También el encuentro con la juventud en el ágora de Loreto fue un gran signo de alegría y esperanza: si tantos jóvenes quieren encontrar a María y, con María, a Cristo, y se dejan contagiar de la alegría de la fe, entonces podemos afrontar con tranquilidad el futuro. En este sentido me dirigí en varias ocasiones a los jóvenes: en la visita al centro penitenciario para menores de Casal del Marmo, y en los discursos pronunciados con ocasión de las audiencias o de los Ángelus dominicales. He constatado sus expectativas y sus generosos propósitos, planteando de nuevo la cuestión educativa y solicitando el compromiso de las Iglesias locales en la pastoral vocacional. Obviamente, no he dejado de denunciar las manipulaciones a que se ven expuestos los jóvenes hoy, y los peligros que de ahí derivan para la sociedad del futuro.

Ya he aludido muy brevemente al encuentro de Nápoles. También allí nos encontramos rodeados de lluvia —un hecho totalmente desacostumbrado en la ciudad del sol y de la luz—, pero también allí la cordial humanidad y la fe viva penetraron las nubes, permitiéndonos experimentar la alegría que brota del Evangelio.

Ciertamente, no conviene hacerse falsas ilusiones: no son pequeños los problemas que plantea el laicismo de nuestro tiempo y la presión de las presunciones ideológicas a las que tiende la conciencia laicista con su pretensión exclusiva de la racionalidad definitiva. Nosotros lo sabemos, y conocemos el esfuerzo que exige la lucha que afrontamos en este tiempo. Pero también sabemos que el Señor mantiene su promesa: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Con esta alegre certeza, acogiendo el impulso de las reflexiones de Aparecida a renovar también nosotros nuestra comunión con Cristo, salimos con confianza al encuentro del nuevo año. Salimos a su encuentro con la mirada materna de la Aparecida, de Aquella que se definió "la esclava del Señor". Su protección nos da seguridad y nos llena de esperanza.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros, aquí presentes, y a todos los que forman parte de la gran familia de la Curia romana.


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