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2008

Ultimo Aggiornamento: 29/06/2013 20:43
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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS ALUMNOS DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA*

Lunes 9 de junio de 2008



Venerado hermano;
queridos sacerdotes de la Academia eclesiástica pontificia:

Me alegra acogeros, y os doy a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo, en primer lugar, a vuestro presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco los devotos sentimientos que me ha manifestado en nombre de todos. Saludo a sus colaboradores y, con especial afecto, os saludo a vosotros, queridos alumnos. Nuestro encuentro tiene lugar en este mes de junio, durante el cual es particularmente viva en el pueblo cristiano la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, hoguera inagotable donde podemos obtener amor y misericordia para testimoniar y difundir entre todos los miembros del pueblo de Dios. En esta fuente debemos beber ante todo nosotros, los sacerdotes, para poder comunicar a los demás la ternura divina al desempeñar los diversos ministerios que la Providencia nos confía.

Cada uno de vosotros, queridos sacerdotes, ha de crecer cada vez más en el conocimiento de este amor divino, pues sólo así podréis cumplir, con una fidelidad sin componendas, la misión para la que os estáis preparando durante estos años de estudio. El ministerio apostólico y diplomático al servicio de la Santa Sede, que desempeñaréis en los lugares a donde seáis enviados, requiere una competencia que no se puede improvisar. Por tanto, aprovechad este período de vuestra formación para estar después en condiciones de afrontar de modo adecuado cualquier situación.

En vuestro trabajo diario entraréis en contacto con realidades eclesiales que es preciso comprender y sostener; viviréis a menudo lejos de vuestra tierra de origen, en países que aprenderéis a conocer y amar; deberéis frecuentar el mundo de la diplomacia bilateral y multilateral, y estar dispuestos a dar no sólo la aportación de vuestra experiencia diplomática, sino también, y sobre todo, vuestro testimonio sacerdotal. Por eso, además de la necesaria y obligatoria preparación jurídica, teológica y diplomática, lo que más cuenta es que centréis vuestra vida y vuestra actividad en un amor fiel a Cristo y a la Iglesia, que suscite en vosotros una acogedora solicitud pastoral con respecto a todos.

Para realizar fielmente esta tarea, desde ahora tratad de "vivir en la fe del Hijo de Dios" (Ga 2, 20), es decir, esforzaos por ser pastores según el corazón de Cristo, manteniendo con él un coloquio diario e íntimo. La unión con Jesús es el secreto del auténtico éxito del ministerio de todo sacerdote. Cualquiera que sea el trabajo que llevéis a cabo en la Iglesia, preocupaos por ser siempre verdaderos amigos suyos, amigos fieles que se han encontrado con él y han aprendido a amarlo sobre todas las cosas. La comunión con él, el divino Maestro de nuestras almas, os asegurará la serenidad y la paz también en los momentos más complejos y difíciles.

La humanidad, inmersa en el vértigo de una actividad frenética, a menudo corre el riesgo de perder el sentido de la existencia, mientras cierta cultura contemporánea pone en duda todos los valores absolutos e incluso la posibilidad de conocer la verdad y el bien. Por eso, es necesario testimoniar la presencia de Dios, de un Dios que comprenda al hombre y sepa hablar a su corazón. Vuestra tarea consistirá precisamente en proclamar con vuestro modo de vivir, antes que con vuestras palabras, el anuncio gozoso y consolador del Evangelio del amor en ambientes a veces muy alejados de la experiencia cristiana. Por tanto, sed cada día oyentes dóciles de la palabra de Dios, vivid en ella y de ella, para hacerla presente en vuestra actividad sacerdotal. Anunciad la Verdad, que es Cristo. Que la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios sean vuestro pan de cada día. Si crece en vosotros la comunión con Jesús, si vivís de él y no sólo para él, irradiaréis su amor y su alegría en vuestro entorno.

Junto con la escucha diaria de la palabra de Dios, la celebración de la Eucaristía ha de ser el corazón y el centro de todas vuestras jornadas y de todo vuestro ministerio. El sacerdote, como todo bautizado, vive de la comunión eucarística con el Señor. No podemos acercarnos diariamente al Señor, y pronunciar las tremendas y maravillosas palabras: "Esto es mi cuerpo", "Esta es mi sangre"; no podemos tomar en nuestras manos el Cuerpo y la Sangre del Señor, sin dejarnos aferrar por él, sin dejarnos conquistar por su fascinación, sin permitir que su amor infinito nos cambie interiormente.

La Eucaristía ha de llegar a ser para vosotros escuela de vida, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz os enseñe a hacer de vosotros mismos un don total a los hermanos. El representante pontificio, en el cumplimiento de su misión, está llamado a dar este testimonio de acogida al prójimo, fruto de una unión constante con Cristo.

Queridos sacerdotes de la Academia eclesiástica, gracias de nuevo por vuestra visita, que me permite subrayar la importancia del papel y la función de los nuncios apostólicos, y al mismo tiempo me brinda la ocasión de dar las gracias a todos los que trabajan en las nunciaturas y en el servicio diplomático de la Santa Sede. Dirijo mi saludo y mis mejores deseos en particular a cuantos de entre vosotros están a punto de dejar la Academia para asumir su primera misión. Que el Señor os sostenga y os acompañe con su gracia.

Queridos hermanos, os encomiendo a todos a la protección de la santísima Madre de Dios, modelo y consuelo para cuantos tienden a la santidad y se dedican a la causa del Reino. Que velen sobre vosotros el patrono de la Academia eclesiástica, san Antonio abad, san Pedro y san Pablo, de quien nos disponemos a celebrar un Año jubilar con ocasión del bimilenario de su nacimiento. Que os acompañe siempre también mi oración y mi bendición, que imparto de corazón a cada uno de vosotros, a las religiosas, al personal de la Academia y a todos vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
EN LA INAUGURACIÓN DE LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA

Basílica de San Juan de Letrán
Lunes 9 de junio de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Esta es la cuarta vez que tengo la alegría de estar con vosotros con ocasión de la Asamblea en la que se reúnen anualmente las múltiples fuerzas vivas de la diócesis de Roma, para dar continuidad e indicar metas comunes a nuestra pastoral. Dirijo un saludo afectuoso y cordial a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, personas consagradas, laicos de las comunidades parroquiales, de las asociaciones y movimientos eclesiales, familias, jóvenes, personas comprometidas de diversas maneras en la labor de formación y educación. Agradezco de corazón al cardenal vicario las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

Después de dedicar durante tres años una atención especial a la familia, ya desde hace dos años hemos puesto en el centro el tema de la educación de las nuevas generaciones. Es un tema que implica, ante todo, a las familias, pero concierne también muy directamente a la Iglesia, a la escuela y a toda la sociedad. Así tratamos de responder a la "emergencia educativa", que constituye para todos un desafío grande e ineludible. El objetivo que nos hemos propuesto para el próximo año pastoral, y sobre el que reflexionaremos en esta Asamblea, también hace referencia a la educación, desde la perspectiva de la esperanza teologal, que se alimenta de la fe y de la confianza en el Dios que en Jesucristo se reveló como el verdadero amigo del hombre.

Así pues, el tema de esta tarde será: "Jesús ha resucitado: educar en la esperanza mediante la oración, la acción y el sufrimiento". Jesús resucitado de entre los muertos es verdaderamente el fundamento indefectible sobre el que se apoya nuestra fe y nuestra esperanza. Lo es desde el inicio, desde los Apóstoles, que fueron testigos directos de su resurrección y la anunciaron al mundo a costa de su vida. Lo es hoy y lo será siempre. Como escribe el apóstol san Pablo en el capítulo 15 de la primera carta a los Corintios, "si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe" (v. 14); "si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, somos los más dignos de compasión de todos los hombres" (v. 19).

Os repito a vosotros lo que dije el 19 de octubre de 2006 a la Asamblea eclesial de Verona: "La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, de la que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor "mutación" acontecida en la historia, el "salto" decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 8).

Por tanto, a la luz de Jesús resucitado de entre los muertos podemos comprender las verdaderas dimensiones de la fe cristiana, como "una esperanza que transforma y sostiene nuestra vida" (Spe salvi, 10), liberándonos de los equívocos y de algunas falsas alternativas que a lo largo de los siglos han restringido y debilitado la proyección de nuestra esperanza. En concreto, la esperanza de quien cree en el Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos se proyecta completamente hacia la felicidad y la alegría plena y total que llamamos vida eterna, pero precisamente por eso impregna, anima y transforma nuestra existencia terrena diaria, da una orientación y un sentido no efímero a nuestras pequeñas esperanzas así como a los esfuerzos que realizamos para cambiar y hacer menos injusto el mundo en que vivimos.

De forma análoga, ciertamente la esperanza cristiana atañe de modo personal a cada uno de nosotros, a la salvación eterna de nuestro yo y a nuestra vida en este mundo, pero también es esperanza comunitaria, esperanza para la Iglesia y para toda la familia humana, es decir, "esencialmente también esperanza para los demás; sólo así es realmente esperanza también para mí" (ib., 48).

En la sociedad y en la cultura de hoy, y por consiguiente también en nuestra amada ciudad de Roma, no es fácil vivir bajo el signo de la esperanza cristiana. En efecto, por una parte, prevalecen actitudes de desconfianza, desilusión y resignación, que no sólo contradicen la "gran esperanza" de la fe, sino también las "pequeñas esperanzas" que normalmente nos confortan en el esfuerzo de alcanzar los objetivos de la vida diaria. Hay una sensación generalizada de que han pasado ya los mejores años tanto para Italia como para Europa, y que a las nuevas generaciones les espera un destino de precariedad e incertidumbre.

Por otra parte, las expectativas de grandes novedades y mejoras se concentran en las ciencias y las tecnologías, y por consiguiente en las fuerzas y los descubrimientos del hombre, como si sólo de ellas pudiera venir la solución de los problemas. Sería insensato negar o minimizar la enorme aportación de las ciencias y tecnologías a la transformación del mundo y de nuestras condiciones concretas de vida, pero asimismo sería miope ignorar que sus progresos también ponen en manos del hombre enormes posibilidades de mal y que, en cualquier caso, no son las ciencias y las tecnologías las que pueden dar un sentido a nuestra vida y las que pueden enseñarnos a distinguir el bien del mal. Por eso, como escribí en la encíclica Spe salvi, no es la ciencia sino el amor lo que redime al hombre y esto vale también en el ámbito terreno e intramundano (cf. n. 26).

Así nos acercamos al motivo más profundo y decisivo de la debilidad de la esperanza en el mundo en que vivimos. En definitiva, este motivo no es diverso del que indica el apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso, cuando les recuerda que, antes de encontrarse con Cristo, estaban "sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef 2, 12). Nuestra civilización y nuestra cultura, que también se encontraron con Cristo ya desde hace dos mil años y, especialmente aquí en Roma, serían irreconocibles sin su presencia, sin embargo, con demasiada frecuencia tienden a poner a Dios entre paréntesis, a organizar la vida personal y social sin él, y también a considerar que de Dios no se puede conocer nada, o incluso a negar su existencia.

Pero, cuando se excluye a Dios, ninguna de las cosas que de verdad nos apremian puede encontrar una colocación estable, todas nuestras grandes y pequeñas esperanzas se apoyan en el vacío. Por consiguiente, a fin de "educar en la esperanza", como nos proponemos en esta Asamblea y en el próximo año pastoral, es necesario ante todo abrir a Dios nuestro corazón, nuestra inteligencia y toda nuestra vida, para ser así, en medio de nuestros hermanos, sus testigos creíbles.

En nuestras anteriores Asambleas diocesanas ya hemos reflexionado sobre las causas de la actual emergencia educativa y sobre las propuestas que pueden ayudar a superarla. Además, en los meses pasados, también a través de mi carta sobre la tarea urgente de la educación, hemos tratado de implicar en esta empresa común a toda la ciudad, de modo especial a las familias y a las escuelas. Por eso, no es necesario volver a tratar ahora esos aspectos. Más bien, veamos cómo educarnos concretamente en la esperanza, dirigiendo nuestra atención a algunos "lugares" de su aprendizaje práctico y de su ejercicio efectivo, que ya señalé en la encíclica Spe salvi.

Entre esos lugares se encuentra en primer lugar la oración, con la que nos abrimos y nos dirigimos a Aquel que es el origen y el fundamento de nuestra esperanza. La persona que ora nunca está totalmente sola, porque Dios es el único que, en toda situación y en cualquier prueba, siempre puede escucharla y prestarle ayuda. Con la perseverancia en la oración, el Señor aumenta nuestro deseo y dilata nuestra alma, haciéndonos más capaces de acogerlo en nosotros. Por tanto, el modo correcto de orar es un proceso de purificación interior. Debemos exponernos a la mirada de Dios, a Dios mismo; así, a la luz del rostro de Dios caen las mentiras y las hipocresías.

Este exponerse en la oración al rostro de Dios es realmente una purificación que nos renueva, nos libera y nos abre no sólo a Dios, sino también a nuestros hermanos. Por consiguiente, es lo opuesto a evadirnos de nuestras responsabilidades con respecto al prójimo. Al contrario, en la oración aprendemos a tener el mundo abierto a Dios y a ser ministros de la esperanza para los demás, porque hablando con Dios vemos a toda la comunidad de la Iglesia, a la comunidad humana, a todos nuestros hermanos; así aprendemos la responsabilidad con respecto a los demás y también la esperanza de que Dios nos ayuda en nuestro camino.

Así pues, educar a orar y aprender "el arte de la oración" de labios del Maestro divino, como los primeros discípulos que pedían: "Señor, enséñanos a orar" (Lc 11, 1), es una tarea esencial. Si aprendemos a orar, aprendemos a vivir; debemos orar cada vez mejor con la Iglesia y con el Señor en camino para vivir mejor.

Como nos recordaba el amado siervo de Dios Juan Pablo II en la carta apostólica Novo millennio ineunte, "nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas "escuelas" de oración, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha e intensidad de afecto, hasta el "arrebato" del corazón" (n. 33). Así, la esperanza cristiana crecerá en nosotros. Y con la esperanza crecerá el amor a Dios y al prójimo.

En la encíclica Spe salvi escribí: "Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto" (n. 35). Por consiguiente, como discípulos de Jesús participamos con alegría en el esfuerzo por hacer más bello, más humano y más fraterno el rostro de nuestra ciudad, para robustecer su esperanza y la alegría de una pertenencia común.

Queridos hermanos y hermanas, precisamente la conciencia clara y generalizada de los males y los problemas que afectan a Roma está suscitando el deseo de realizar ese esfuerzo común. Tenemos la tarea de daros nuestra contribución específica, comenzando por la labor decisiva que es la educación y la formación de la persona, pero también afrontando con espíritu constructivo los otros muchos problemas concretos que complican la vida de quienes habitan en esta ciudad.

En particular, trataremos de promover una cultura y una organización social más favorables a la familia y a la acogida de la vida, así como a la valoración de las personas ancianas, tan numerosas entre la población de Roma. Trabajaremos para responder a las necesidades primarias que son el trabajo y la vivienda, sobre todo para los jóvenes. Compartiremos el compromiso de hacer que nuestra ciudad sea más segura y "habitable", pero nos esforzaremos por lograr que lo sea para todos, especialmente para los más pobres, y que no se excluya a ningún inmigrante que venga a nosotros con la intención de encontrar un espacio de vida respetando nuestras leyes.

No es necesario entrar más concretamente en estas problemáticas, que conocéis muy bien, porque las vivís cada día. Más bien, quiero subrayar la actitud y el estilo con que trabaja y se compromete quien pone su esperanza ante todo en Dios. Se trata, en primer lugar, de una actitud de humildad, que no pretende tener siempre éxito o ser capaz de resolver todos los problemas con sus propias fuerzas. Pero también, por el mismo motivo, es una actitud de gran confianza, de tenacidad y de valentía, pues el creyente sabe que, a pesar de todas las dificultades y los fracasos, su vida, su actividad y la historia en su conjunto se encuentran custodiadas por el poder indestructible del amor de Dios; y que, por tanto, no quedan nunca sin fruto y no carecen de sentido.

Desde esta perspectiva podemos comprender más fácilmente que la esperanza cristiana vive también en el sufrimiento; más aún, que precisamente el sufrimiento educa y fortifica de modo especial nuestra esperanza. Ciertamente, debemos "hacer todo lo posible para disminuir el sufrimiento; impedir cuanto se pueda el sufrimiento de los inocentes; aliviar los dolores y ayudar a superar las dolencias psíquicas" (n. 36).

Efectivamente, se han logrado grandes progresos, de modo especial en la lucha contra el dolor físico. Sin embargo, no podemos eliminar totalmente el sufrimiento del mundo, porque no tenemos el poder de secar sus fuentes: la finitud de nuestro ser y el poder del mal y de la culpa. De hecho, por desgracia, el sufrimiento de los inocentes y también las enfermedades psíquicas tienden a aumentar en el mundo. En realidad, la experiencia humana de hoy y de siempre, de modo especial la experiencia de los santos y los mártires, confirma la gran verdad cristiana según la cual no es la evasión ante el dolor lo que cura al hombre, sino la capacidad de aceptar la tribulación y madurar en ella, dándole sentido mediante la unión con Cristo.

Así pues, nuestra humanidad, tanto para cada uno de nosotros como para la sociedad en que vivimos, se mide por la relación con el sufrimiento y con las personas que sufren. A la fe cristiana corresponde el mérito histórico de haber suscitado en el hombre, de modo nuevo y con una profundidad nueva, la capacidad de compartir también interiormente el sufrimiento del prójimo, el cual así ya no está solo en su sufrimiento, y también de sufrir por amor al bien, a la verdad y a la justicia. Todo esto supera ampliamente nuestras fuerzas, pero resulta posible desde el com-padecer de Dios por amor al hombre en la pasión de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos cada día en la esperanza que madura en el sufrimiento. Estamos llamados a hacerlo, en primer lugar, cuando nos afecta personalmente una grave enfermedad o alguna otra dura prueba. Pero también creceremos en la esperanza mediante la ayuda concreta y la cercanía diaria al sufrimiento tanto de nuestros vecinos y familiares como de toda persona que es nuestro prójimo, porque nos acercamos a ella con una actitud de amor.
Además, aprendamos a ofrecer a Dios, rico en misericordia, las pequeñas pruebas de la existencia diaria, insertándolas humildemente en el gran "com-padecer" de Jesús, en el tesoro de compasión que necesita el género humano. En cualquier caso, la esperanza de los creyentes en Cristo no puede limitarse a este mundo; está intrínsecamente orientada hacia la comunión plena y eterna con el Señor.

Por eso, hacia el final de mi encíclica hablé del Juicio de Dios como lugar de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza. Así traté de hacer nuevamente familiar y comprensible a la humanidad y a la cultura de nuestro tiempo la salvación que se nos ha prometido en el mundo que está más allá de la muerte, aunque aquí abajo no podemos tener una verdadera experiencia de ese mundo. Para que la educación en la esperanza recobre sus verdaderas dimensiones y su motivación decisiva, todos, comenzando por los sacerdotes y los catequistas, debemos volver a poner en el centro de la propuesta de fe esta gran verdad, que tiene su "primicia" en Jesucristo resucitado de entre los muertos (cf. 1 Co 15, 20-23).

Queridos hermanos y hermanas, termino esta reflexión agradeciéndoos a cada uno la generosidad y la entrega con que trabajáis en la viña del Señor. Os pido que custodiéis siempre dentro de vosotros, que alimentéis y fortalezcáis ante todo con la oración el gran don de la esperanza cristiana. Os lo pido de modo especial a vosotros, los jóvenes, que estáis llamados a hacer vuestro este don en la libertad y en la responsabilidad, para vivificar a través de él el futuro de nuestra amada ciudad.

Os encomiendo a cada uno y a toda la Iglesia de Roma a María santísima, Estrella de la esperanza. Mi oración, mi afecto y mi bendición os acompañan en esta Asamblea y en el año pastoral que nos espera.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE BANGLADESH
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Jueves 12 de junio de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Bangladesh, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco al arzobispo Costa las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Vuestro amor generoso a Dios, vuestra solicitud por el pueblo que os ha encomendado el Señor Jesús, y vuestro vínculo de unidad en el Espíritu Santo son para mí motivo de profunda alegría y acción de gracias.

La integridad personal y la santidad de vida son componentes esenciales del testimonio de un obispo, puesto que, "antes de ser transmisor de la Palabra, el obispo (...) tiene que ser oyente de la Palabra" (Pastores gregis, 15). Nuestra experiencia cristiana muestra repetidamente la paradoja evangélica de que la alegría y la realización personal se alcanzan mediante la entrega completa de sí por amor a Cristo y a su reino (cf. Mc 8, 35). Los obispos están llamados a ser pacientes, cordiales y amables según el espíritu de las bienaventuranzas. De este modo, llevan a los demás a considerar todas las realidades humanas a la luz del reino de los cielos (cf. Mt 5, 1-12).

Su testimonio personal de integridad evangélica se completa y fortalece con los numerosos frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles mientras tienden a la perfección de la caridad (cf. Lumen gentium, 39). Por esta razón, me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios todopoderoso por el crecimiento y el fervor de la comunidad católica de Bangladesh, especialmente en medio de los desafíos diarios que afronta. Muchas personas de vuestro pueblo sufren pobreza, aislamiento o discriminación, y buscan en vosotros una guía espiritual que los lleve a reconocer en la fe y a experimentar anticipadamente que han sido de verdad bendecidos por Dios (cf. Lc 6, 22).

Como sucesores de los Apóstoles, estáis llamados de modo especial a enseñar al pueblo elegido de Dios, aprovechando los numerosos dones que Dios ha concedido a su comunidad para la transmisión eficaz del depósito de la fe. A este respecto, aprecio vuestros esfuerzos para garantizar que haya un número suficiente de catequistas laicos bien preparados, y que obtengan el debido reconocimiento por parte de los fieles. Pido a Dios que su ejemplo y su entrega impulsen a otros laicos, hombres y mujeres, a desempeñar un papel más activo en los apostolados de la Iglesia.

Como sabéis por vuestra experiencia pastoral, los catequistas desempeñan un papel muy completo en la preparación de los fieles laicos para recibir los sacramentos. Esto se verifica especialmente en la obra cada vez más importante de preparar a los jóvenes para que reconozcan el sacramento del matrimonio como una alianza de amor fiel para toda la vida y como un camino de santidad. He manifestado a menudo mi preocupación por la dificultad que encuentran los hombres y las mujeres de nuestro tiempo para asumir un compromiso de por vida (cf. Discurso a los obispos de Estados Unidos, 16 de abril de 2008). Es urgente que todos los cristianos reafirmen la alegría y la entrega total de sí como respuesta a la llamada radical del Evangelio.

Un signo claro de este compromiso radical se observa en las numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada que experimenta actualmente la Iglesia en vuestro país. Apoyo vuestros esfuerzos por proporcionar a los candidatos una formación adecuada que produzca abundantes frutos. A este respecto, también deseo expresar mi profunda gratitud por la generosa ayuda prestada por la Iglesia que está en otros países, especialmente en Corea, para la preparación de vuestros seminaristas y sacerdotes.

La Iglesia es católica: una comunidad que abraza a pueblos de todas las razas y lenguas, y no se limita a una cultura o a un sistema social, económico y político particular (cf. Gaudium et spes, 42). Está al servicio de toda la familia humana, compartiendo libremente sus dones para el bienestar de todos. Esto le confiere una habilidad connatural para promover la unidad y la paz. Queridos hermanos en el episcopado, vosotros y vuestro pueblo, como promotores de armonía y paz, tenéis mucho que ofrecer a la nación. Con vuestro amor a vuestro país, inspiráis tolerancia, moderación y comprensión. Estimulando a las personas que comparten valores importantes a cooperar con vistas al bien común, ayudáis a consolidar la estabilidad de vuestro país y a mantenerla en el futuro.

Estos esfuerzos, aunque sean sutiles, dan un apoyo eficaz a la mayoría de vuestros compatriotas, que mantienen la noble tradición del país de respeto mutuo, tolerancia y armonía social. Del mismo modo, seguid sosteniendo y aconsejando a los laicos católicos y a todos los que deseen prestar su servicio por el bien de la sociedad en los cargos públicos, en las comunicaciones sociales, en la educación, en la sanidad y en la asistencia social. Que siempre se alegren de saber que Cristo acepta como un gesto de amor personal todo tipo de bien que se hace al más pequeño de sus hermanos (cf. Mt 25, 40).

Conozco las iniciativas que habéis emprendido recientemente en el campo del diálogo interreligioso, y os exhorto a perseverar con paciencia en este aspecto esencial de la misión ad gentes de la Iglesia (cf. Ecclesia in Asia, 31). En efecto, se puede hacer mucho bien cuando el diálogo se realiza con espíritu de comprensión mutua y de colaboración en la verdad y en la libertad. Todos los hombres y mujeres tienen la obligación de buscar la verdad. Cuando la encuentran, deben modelar toda su vida de acuerdo con sus exigencias (cf. Dignitatis humanae, 2). En consecuencia, la contribución más importante que podemos dar al diálogo interreligioso es nuestro conocimiento de Jesús de Nazaret, "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). El diálogo, basado en el respeto mutuo y en la verdad, no puede dejar de tener una influencia positiva en el clima social de vuestro país. La delicadeza de esta tarea requiere una esmerada preparación del clero y de los laicos, ante todo proporcionándoles un conocimiento más profundo de su fe y luego ayudándoles a acrecentar su conocimiento del islam, del hinduismo, del budismo y de las otras religiones presentes en vuestra región.

Al final de este mes, comenzaremos la celebración del Año paulino, que será para toda la Iglesia una renovada invitación a anunciar con inquebrantable valentía la buena nueva de Jesucristo. San Pablo no se avergonzó de anunciar el Evangelio; lo consideraba la fuerza salvífica de Dios (cf. Rm 1, 16). Soy consciente de las dificultades de esta misión encomendada a vosotros. Como los primeros cristianos, sois una pequeña comunidad en medio de una gran población no cristiana. Vuestra presencia es un signo de que el anuncio del Evangelio, que empezó en Jerusalén y Judea, sigue difundiéndose hasta los confines de la tierra, de acuerdo con el destino universal que el Señor quiso para él (cf. Hch 1, 8).

Mis oraciones os acompañan cuando guiáis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos a lo largo del camino marcado por tantos misioneros abnegados, comenzando por san Francisco Javier, que llevó el Evangelio a vuestro país. La Iglesia que representáis "proclama la buena nueva con respeto y estima amorosa hacia los que la escuchan" (Ecclesia in Asia, 20). Proseguid esta tarea con bondad, con sencillez y con la "creatividad de la caridad" (cf. Pastores gregis, 73), de acuerdo con vuestros talentos, con vuestras gracias específicas y con los instrumentos de que disponéis. Tened confianza en el Señor, que abre el corazón de los oyentes para que escuchen lo que se anuncia en su nombre (cf. Hch 16, 14).

Queridos hermanos en el episcopado, sé que os infunden gran valentía e inspiración las palabras de Cristo, que os asegura: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Os ruego que, al volver a vuestro país, transmitáis mi aliento, apoyado con mi oración, y mis mejores deseos a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todo vuestro amado pueblo. A cada uno de vosotros, y a todas las personas encomendadas a vuestra solicitud pastoral, imparto cordialmente mi bendición apostólica.


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VISITA PASTORAL A SANTA MARÍA DE LEUCA Y BRINDISI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE EL ENCUENTRO CON LA POBLACIÓN DE BRINDISI

Sábado 14 de junio de 2008

Señor ministro;
señor alcalde e ilustres autoridades;
queridos hermanos y hermanas:

Ante todo deseo manifestaros mi alegría por encontrarme entre vosotros y os saludo a todos de gran corazón. Doy las gracias al honorable Raffaele Fitto, ministro de Asuntos regionales, que me ha transmitido el saludo del Gobierno; agradezco al alcalde de Brindisi las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de toda la población, y el generoso regalo que me ha dado. Saludo y expreso con afecto mi agradecimiento al joven que se ha hecho portavoz de la juventud de Brindisi. Sé que vosotros, queridos jóvenes, habéis animado la asamblea a la espera de mi llegada, y seguiréis en una vigilia de oración con la que queréis preparar la celebración eucarística de mañana. Saludo cordialmente al arzobispo, mons. Rocco Talucci; al arzobispo emérito, mons. Settimio Todisco; a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los presentes.

Ya me encuentro entre vosotros. He aceptado con gran alegría la invitación del pastor de vuestra comunidad diocesana y me alegra visitar vuestra ciudad que, mientras desempeña un papel significativo en el ámbito del sur de Italia, está llamada a proyectarse más allá del mar Adriático para comunicarse con otras ciudades y otros pueblos. En efecto, Brindisi, en otro tiempo lugar de embarco hacia Oriente para comerciantes, legionarios, estudiosos y peregrinos, sigue siendo una puerta abierta al mar.

En los últimos años, los periódicos y la televisión han mostrado las imágenes de prófugos que habían desembarcado en Brindisi desde Croacia y Montenegro, desde Albania y Macedonia. Siento el deber de recordar con gratitud los esfuerzos que realizaron y siguen realizando las administraciones civiles y militares, en colaboración con la Iglesia y con diversas organizaciones humanitarias, para ofrecerles refugio y asistencia, a pesar de las dificultades económicas que, por desgracia, siguen preocupando en particular a vuestra región. Vuestra ciudad ha sido y sigue siendo generosa, y ese mérito con razón ha sido reconocido en el contexto de la solidaridad internacional, mediante la asignación de un auténtico papel institucional: en ella tiene su sede el Depósito de ayuda humanitaria de las Naciones Unidas (UNHRD), gestionada por el Programa alimentario mundial de las Naciones Unidas (PAM).

Queridos habitantes de Brindisi, esta solidaridad forma parte de las virtudes que constituyen vuestro rico patrimonio civil y religioso: seguid construyendo juntos vuestro futuro con impulso renovado. Entre los valores arraigados en vuestra tierra quiero recordar el respeto a la vida y especialmente el amor a la familia, expuesta hoy al ataque convergente de numerosas fuerzas que tratan de debilitarla. Incluso frente a estos desafíos, ¡cuán necesario y urgente resulta que todas las personas de buena voluntad se comprometan a defender a la familia, sólida base sobre la cual se ha de construir la vida de toda la sociedad!

Otro fundamento de vuestra sociedad es la fe cristiana, que vuestros antepasados consideraron uno de los elementos característicos de la identidad de la población de Brindisi. Que la adhesión al Evangelio, conscientemente renovada y vivida con responsabilidad, os impulse, hoy como ayer, a afrontar con confianza las dificultades y los desafíos del momento presente. Que la fe os anime a responder sin componendas a las legítimas expectativas de promoción humana y social de vuestra ciudad. A esta acción de renovación no puede menos de dar su aportación también la naciente Universidad, llamada a ponerse al servicio de quienes, conscientes de su dignidad y de sus tareas, desean participar activamente en la vida, en el camino y en el desarrollo económico, político, cultural y religioso del territorio. Queridos habitantes de Brindisi, para que aumente en vuestra ciudad la cultura de la solidaridad, poneos los unos al servicio de los otros, dejándoos guiar por un auténtico espíritu de fraternidad. Dios está a vuestro lado y os dará siempre el apoyo de su gracia.

Ahora quiero dirigirme, de modo especial, a los numerosos jóvenes presentes. Queridos amigos, gracias por vuestra acogida tan entusiasta; gracias por los fervientes sentimientos de los que se hizo intérprete vuestro representante. Vuestras voces, que encuentran un eco inmediato en mi espíritu, me transmiten vuestra confianza exuberante, vuestro deseo de vivir. En ellas percibo también los problemas que os preocupan, y que a veces corren el peligro de ahogar los entusiasmos típicos de esta etapa de vuestra vida.

Conozco, en particular, el peso que grava sobre muchos de vosotros y sobre vuestro futuro a causa del dramático fenómeno del desempleo, que afecta sobre todo a los muchachos y las muchachas del sur de Italia. Del mismo modo, sé que vuestra juventud siente la tentación de ganar dinero fácilmente, de evadirse a paraísos artificiales o de dejarse atraer por formas desviadas de satisfacción material. No os dejéis enredar por las asechanzas del mal. Más bien, buscad una existencia rica en valores, para construir una sociedad más justa y abierta al futuro.

Haced fructificar los dones que Dios os ha regalado con la juventud: la fuerza, la inteligencia, la valentía, el entusiasmo y el deseo de vivir. Con este bagaje, contando siempre con la ayuda divina, podéis alimentar la esperanza en vosotros y en vuestro entorno. De vosotros y de vuestro corazón depende lograr que el progreso se transforme en un bien mayor para todos. Y, como sabéis, el camino del bien tiene un nombre: se llama amor.

En el amor, sólo en el amor auténtico, se encuentra la clave de toda esperanza, porque el amor tiene su raíz en Dios. En la Biblia leemos: "Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él. Dios es amor" (1 Jn 4, 16). Y el amor de Dios tiene el rostro dulce y compasivo de Jesucristo.

Así hemos llegado al corazón del mensaje cristiano: Cristo es la respuesta a vuestros interrogantes y problemas; en él se valora toda aspiración honrada del ser humano. Sin embargo, Cristo es exigente y no le gustan las medias tintas. Sabe que puede contar con vuestra generosidad y coherencia. Por eso, espera mucho de vosotros. Seguidlo fielmente y, para poder encontraros con él, amad a su Iglesia, sentíos responsables de ella; sed protagonistas valientes, cada uno en su ámbito.

Quiero llamar vuestra atención hacia este punto: tratad de conocer a la Iglesia, de comprenderla, de amarla, estando atentos a la voz de sus pastores. Está compuesta de hombres, pero Cristo es su Cabeza, y su Espíritu la guía con seguridad. Vosotros sois el rostro joven de la Iglesia. Por eso, no dejéis de darle vuestra contribución, para que el Evangelio que proclama pueda propagarse por doquier. Sed apóstoles de vuestros coetáneos.

Queridos hermanos y hermanas, una vez más os agradezco vuestra acogida. He leído algunas cartas que me han dirigido muchachos de vuestra provincia. A través de ellas, queridos amigos, he podido conocer mejor vuestra realidad. Gracias por vuestro afecto. A vosotros y a todos los habitantes de Brindisi aseguro mis oración, para que deis testimonio del mensaje evangélico de paz y justicia. María, Regina Apuliae, os proteja y acompañe siempre. De corazón os bendigo a todos y os deseo buenas noches.


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VISITA PASTORAL A SANTA MARÍA DE LEUCA Y BRINDISI

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES,
DIÁCONOS Y SEMINARISTAS

Domingo 15 de junio de 2008

Muy queridos presbíteros, diáconos y seminaristas:

Me alegra saludaros a todos, reunidos en esta hermosa catedral, abierta nuevamente al culto después de las obras de restauración realizadas en noviembre del año pasado. Agradezco al arzobispo, mons. Rocco Talucci, las cordiales palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre, y todos sus regalos. Saludo a los sacerdotes, a los que deseo expresar mi complacencia por el vasto y articulado trabajo pastoral que llevan a cabo. Saludo a los diáconos, a los seminaristas y a todos los presentes, manifestando la alegría que siento al verme rodeado de tantas almas consagradas a la extensión del reino de Dios.

Aquí, en la catedral, que es el corazón de la diócesis, todos nos sentimos como en casa, unidos por el vínculo del amor de Cristo. Aquí queremos recordar con gratitud a cuantos han difundido el cristianismo en estas tierras. Brindisi fue una de las primeras ciudades de Occidente en acoger el Evangelio, que le llegó por las vías consulares romanas. Entre los santos evangelizadores, pienso en san Leucio, obispo, san Oroncio, san Teodoro de Amasea y san Lorenzo de Brindisi, proclamado doctor de la Iglesia por el Papa Juan XXIII. La presencia de estos santos sigue viva en el corazón de la gente y la testimonian muchos monumentos de la ciudad.

Queridos hermanos, al veros reunidos en esta iglesia, en la que muchos de vosotros habéis recibido la ordenación diaconal y sacerdotal, me vuelven a la mente las palabras que san Ignacio de Antioquía escribió a los cristianos de Éfeso: "Vuestro venerable colegio de los presbíteros, digno de Dios, está tan armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la lira. De este modo, en el acorde de vuestros sentimientos y en la perfecta armonía de vuestro amor fraterno, ha de elevarse un concierto de alabanza a Jesucristo". Y el santo obispo añadía: "Cada uno de vosotros esfuércese por formar coro. En la armonía de la concordia y al unísono con el tono de Dios por medio de Jesucristo, cantad a una voz al Padre, y él os escuchará" (Carta a los Efesios, 4).

Perseverad, queridos presbíteros, en la búsqueda de esa unidad de propósitos y de ayuda mutua, para que la caridad fraterna y la unidad en el trabajo pastoral sirvan de ejemplo y de estímulo para vuestras comunidades. A esto sobre todo se ha orientado la visita pastoral a las parroquias, realizada por vuestro arzobispo, que terminó el pasado mes de marzo: precisamente gracias a vuestra generosa colaboración, no fue un simple cumplimiento de un requisito jurídico, sino también un extraordinario acontecimiento de valor eclesial y formativo. Estoy seguro de que dará frutos, pues el Señor hará crecer abundantemente la semilla sembrada con amor en las almas de los fieles.

Con mi presencia hoy aquí quiero animaros a estar cada vez más disponibles al servicio del Evangelio y de la Iglesia. Sé que ya trabajáis con celo e inteligencia, sin escatimar esfuerzos, con el fin de propagar el alegre mensaje evangélico. Cristo, al que habéis consagrado vuestra vida, está con vosotros. Todos creemos en él; sólo a él hemos consagrado nuestra vida, a él queremos anunciar al mundo. Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), ha de ser el tema de nuestro pensar, el argumento de nuestro hablar, el motivo de nuestro vivir.

Queridos hermanos sacerdotes, como bien sabéis, para que vuestra fe sea fuerte y vigorosa, hace falta alimentarla con una oración constante. Por tanto, sed modelos de oración, convertíos en maestros de oración. Que vuestras jornadas estén marcadas por los tiempos de oración, durante los cuales, a ejemplo de Jesús, debéis dedicaros al diálogo regenerador con el Padre. Sé que no es fácil mantenerse fieles a estas citas diarias con el Señor, sobre todo hoy que el ritmo de la vida se ha vuelto frenético y las ocupaciones son cada vez más absorbentes.

Con todo, debemos convencernos de que los momentos de oración son los más importantes de la vida del sacerdote, los momentos en que actúa con más eficacia la gracia divina, dando fecundidad a su ministerio. Orar es el primer servicio que es preciso prestar a la comunidad. Por eso, los momentos de oración deben tener una verdadera prioridad en nuestra vida. Sé que tenemos muchos quehaceres urgentes. En mi caso, una audiencia, una documentación por estudiar, un encuentro u otros compromisos. Pero si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada tampoco a los demás. Por eso, Dios es la primera prioridad. Siempre debemos reservar el tiempo necesario para estar en comunión de oración con nuestro Señor.

Queridos hermanos y hermanas, me congratulo con vosotros por el nuevo seminario arzobispal, que inauguró en noviembre del año pasado mi secretario de Estado el cardenal Tarcisio Bertone. Por una parte, expresa el presente de una diócesis, constituyendo el punto de llegada del trabajo llevado a cabo por los sacerdotes y por las parroquias en los sectores de la pastoral juvenil, la enseñanza catequística y la animación religiosa de las familias. Por otra, el seminario es una inversión muy valiosa para el futuro, porque garantiza, mediante un trabajo paciente y generoso, que las comunidades cristianas no queden privadas de pastores de almas, de maestros de fe, de guías celosos y de testigos de la caridad de Cristo.

Este seminario, además de ser sede de vuestra formación, queridos seminaristas, verdadera esperanza de la Iglesia, también es lugar de actualización y de formación permanente para jóvenes y adultos, deseosos de dar su contribución a la causa del reino de Dios. La preparación esmerada de los seminaristas y la formación permanente de los presbíteros y de los demás agentes pastorales constituyen preocupaciones prioritarias para el obispo, al que Dios ha encomendado la misión de guiar, como pastor sabio, al pueblo de Dios que vive en vuestra ciudad.

Una ocasión ulterior de crecimiento espiritual para vuestras comunidades es el Sínodo diocesano, el primero después del concilio Vaticano II y de la unificación de las dos diócesis de Brindisi y Ostuni. Es una ocasión para impulsar el compromiso apostólico de toda la diócesis, pero sobre todo es un momento privilegiado de comunión, que ayuda a redescubrir el valor del servicio fraterno, como indica el icono bíblico que habéis elegido, el lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 12-17) con las palabras de Jesús que lo comenta: "Como he hecho yo" (Jn 13, 15). Si es verdad que el Sínodo -todo Sínodo- está llamado a establecer leyes, a emanar normas adecuadas para una pastoral orgánica, suscitando y estimulando compromisos renovados para la evangelización y el testimonio evangélico, también es verdad que debe despertar en todos los bautizados el anhelo misionero que anima constantemente a la Iglesia.

Queridos hermanos sacerdotes, el Papa os asegura un recuerdo especial en la oración, para que prosigáis en el camino de la auténtica renovación espiritual que estáis recorriendo juntamente con vuestras comunidades. Que os ayude en este compromiso la experiencia de "estar juntos" en la fe y en el amor recíproco, como los Apóstoles en torno a Cristo en el Cenáculo. Fue allí donde el Maestro divino los instruyó, abriéndoles los ojos al esplendor de la verdad y les donó el sacramento de la unidad y del amor: la Eucaristía.

En el Cenáculo, durante la última Cena, en el momento del lavatorio de los pies, quedó muy claro que el servicio es una de las dimensiones fundamentales de la vida cristiana. Por tanto, el Sínodo tiene la tarea de ayudar a vuestra Iglesia local, en todos sus componentes, a redescubrir el sentido y la alegría del servicio: un servicio por amor. Eso vale ante todo para vosotros, queridos sacerdotes, configurados con Cristo "Cabeza y Pastor", siempre dispuestos a guiar a su rebaño. Agradeced y alegraos por el don recibido. Sed generosos en el ejercicio de vuestro ministerio. Apoyadlo con una oración continua y con una formación cultural, teológica y espiritual permanente.

A la vez que os renuevo la expresión de mi vivo aprecio y de mi más cordial aliento, os invito a vosotros y a toda la diócesis a prepararos para el Año paulino, que comenzará próximamente. Podrá ser la ocasión para un generoso impulso misionero, para un anuncio más profundo de la palabra de Dios, acogida, meditada y traducida en apostolado fecundo, como sucedió precisamente en el caso del Apóstol de los gentiles. San Pablo, conquistado por Cristo, vivió totalmente para él y para su Evangelio, entregando su vida hasta el martirio.

Que os asista la Virgen, Madre de la Iglesia y Virgen de la escucha. Que os protejan los santos patronos de esta amada tierra de Puglia. Sed misioneros del amor de Dios. Que todas vuestras parroquias experimenten la alegría de pertenecer a Cristo.

Como prenda de la gracia divina y de los dones de su Espíritu, de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica.


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All'Ambasciatore del Camerun presso la Santa Sede (16 giugno 2008)

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE PAKISTÁN
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Jueves 19 de junio de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

Me complace daros la bienvenida a vosotros, obispos de Pakistán, mientras realizáis vuestra peregrinación quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco al arzobispo Saldanha sus amables palabras y envío mi afectuoso saludo a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos de vuestras diócesis, asegurándoles mis oraciones por su bienestar. Que jamás se cansen de dar gracias por haber recibido las "primicias" del Espíritu Santo, que está siempre con ellos para fortalecerlos y para interceder en su favor (cf. Rm 8, 23-27).

Las semillas del Evangelio, sembradas en vuestra región por celosos misioneros durante el siglo XVI, siguen germinando a pesar de las condiciones que a veces dificultan su capacidad de arraigarse. Vuestra visita a la Sede de Pedro no sólo me brinda la oportunidad de alegrarme con vosotros por los frutos de vuestros trabajos, sino también de escuchar vuestra relación sobre las dificultades que vosotros y vuestras comunidades debéis soportar por el nombre del Señor. Cada vez que llevamos con valentía las cargas que se nos han impuesto, en circunstancias que a menudo escapan de nuestro control, encontramos a Jesús mismo, que nos da una esperanza que supera los sufrimientos del presente porque nos transforma desde dentro (cf. Spe salvi, 4).

Vuestros sacerdotes, unidos por un vínculo especial a Cristo, el buen Pastor, son heraldos de la esperanza cristiana cuando proclaman que Jesús vive en medio de su pueblo para aliviar sus preocupaciones y fortalecerlo en sus debilidades (cf. Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 35). Os pido que aseguréis a vuestro clero mi cercanía espiritual cuando lleva a cabo esta tarea. Del mismo modo que el Señor dio continuamente a sus Apóstoles signos de su amor y de su solicitud por ellos, así también vosotros debéis esforzaros por crear un clima de afecto y confianza con vuestros sacerdotes, que son vuestros colaboradores principales e insustituibles. Al consideraros como padres y hermanos (cf. Pastores gregis, 47) y al escuchar vuestras palabras de aliento ante sus iniciativas pastorales, se sentirán estimulados a unir su voluntad a la vuestra y a entregarse más completamente al bien espiritual del pueblo de Dios (cf. Presbyterorum ordinis, 14-15).

La centralidad de la Eucaristía, tanto mediante la celebración digna de la Cena del Señor como mediante la adoración silenciosa del santísimo Sacramento, debe ser especialmente evidente en la vida de los sacerdotes y los obispos. Esto llevará a los laicos a seguir vuestro ejemplo y a tener mayor aprecio de la presencia constante del Señor en medio de ellos. Como obispos, sois los primeros dispensadores de los misterios de Dios y los principales promotores de la vida litúrgica de vuestras Iglesias particulares (Ordenación general del Misal romano, 22).

A este respecto, me complace observar los diversos programas que habéis puesto en marcha para aumentar la conciencia del cambio radical que se puede producir cuando los cristianos permiten que toda su vida tome una "forma eucarística" (cf. Sacramentum caritatis, 70-83). La fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia orienta de nuevo radicalmente el modo como los cristianos piensan, hablan y actúan en el mundo, y hace presente el significado salvífico de la muerte y resurrección de Cristo, renovando así la historia y vivificando toda la creación.

La fracción del pan nos recuerda continuamente que la absurdidad de la violencia jamás tiene la última palabra, porque Cristo venció el pecado y la muerte con su gloriosa resurrección. El santo Sacrificio nos garantiza que sus heridas son el remedio para nuestros pecados; su debilidad, la fuerza de Dios en nosotros; y su muerte, nuestra vida (cf. 1 P 2, 24; 2 Co 13, 4; 2 Co 4, 10). Confío en que la celebración diaria de la misa por parte de vosotros y de vuestros sacerdotes lleve a vuestro pueblo a dar constantemente gracias a Dios Padre y alabarlo por las bendiciones que nos ha concedido en su Hijo, por quien hemos recibido el Espíritu de adopción filial (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1110).

La espiritualidad eucarística abarca todos los aspectos de la vida cristiana (cf. Sacramentum caritatis, 77). Lo demuestra la vitalidad emergente de los movimientos eclesiales en vuestras diócesis. Los carismas de estas asociaciones reflejan y también afrontan las necesidades particulares de nuestro tiempo. Exhortad a los miembros de estos movimientos y a todos los fieles a escuchar atentamente la palabra de Dios y a cultivar la costumbre de la oración diaria, para que vuestro pueblo promueva una auténtica fraternidad y cree una red cada vez más amplia de solicitud caritativa con respecto a su prójimo.

Queridos hermanos, me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios que sigue llamando a los hombres a servir como sacerdotes en vuestras Iglesias locales. El teologado en Karachi, el programa de filosofía en Lahore y vuestros seminarios menores son instituciones vitales para el futuro de la Iglesia en Pakistán. No dudéis nunca de que vuestra inversión en recursos humanos y materiales garantizará una sólida formación para vuestros candidatos al sacerdocio. También hay que buscar entre los miembros de las Órdenes religiosas colaboradores generosos que puedan ayudar a mejorar los programas de formación sacerdotal y a fortalecer los vínculos de cooperación entre los religiosos y el clero diocesano.

En este momento reviste particular urgencia la tarea de preparar a estos hombres —y, en realidad, a todos los catequistas y líderes laicos—, para que se conviertan en promotores eficaces del diálogo interreligioso. Comparten con todos los cristianos de Pakistán la responsabilidad de fomentar la comprensión y la confianza hacia los miembros de otras religiones, promoviendo foros pacíficos para debates abiertos.

Del mismo modo, otras instituciones católicas siguen sirviendo al bien común del pueblo pakistaní. Demuestran que el amor de Cristo no es mera abstracción, sino que alcanza a todo hombre y a toda mujer cuando pasa a través de personas reales que trabajan en las instituciones caritativas de la Iglesia. El Evangelio nos enseña que a Jesús no se lo puede amar de manera abstracta (cf. Mt 25, 31-37). Quienes sirven en los hospitales, en las escuelas, en las instituciones sociales y caritativas católicas responden a las necesidades concretas de los demás, plenamente conscientes de que sirven al Señor mismo mediante sus actos concretos de caridad (cf. Mt 25, 40).

Os aliento a basaros en el noble ejemplo de servicio al prójimo grabado en la historia de estas instituciones. Los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestras diócesis, al asistir a los enfermos, al ayudar a los jóvenes a crecer en el conocimiento y en la virtud, y al salir al paso de las necesidades de los pobres, revelan el rostro humano del amor de Dios a todos y cada uno. Ojalá que el encuentro con Cristo vivo despierte en su corazón el deseo de compartir con los demás la alegría de vivir en la presencia de Dios (cf. Sal 73, 25. 28). A imitación de san Pablo, deben dar con liberalidad a los demás lo que ellos mismos han recibido gratuitamente (cf. 1 Co 4, 7; 2 Co 11, 7; Mt 10, 8).

Queridos hermanos en el episcopado, cumplís la misión especial de heraldos del Evangelio y agentes de amor y paz en la Iglesia y en la sociedad. Sosteneos unos a otros con la oración y la colaboración eficaz al afrontar las tareas difíciles que debéis realizar.

Invocando sobre vosotros y sobre vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos la protección materna de la santísima Virgen María, os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en el Señor Jesús.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA SEGUNDA ASAMBLEA ANUAL DE LA ROACO

Sala Clementina
Jueves 19 de junio de 2008



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos miembros y amigos de la ROACO:

Me alegra acogeros con ocasión de vuestra segunda sesión anual. Saludo cordialmente al señor cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos en calidad de presidente de la ROACO. Extiendo mi saludo al arzobispo secretario, monseñor Antonio Vegliò, a los demás prelados y al padre custodio de Tierra Santa, a los colaboradores del dicasterio, a los representantes de las diversas agencias internacionales y a los amigos de la Bethlehem University.

Ante todo, deseo daros las gracias por el valioso apoyo que brindáis a la misión propia del Obispo de Roma de presidir la caridad universal. En efecto, os reúne el amor a las Iglesias orientales católicas, a las que me alegra enviar un aliento especial como confirmación de la consideración que merecen por su vínculo fiel a la Sede de Pedro. Toda la Iglesia católica debe sostener su vida ordinaria y su peculiar misión, sobre todo a nivel ecuménico e interreligioso. Oportunamente la Congregación y la ROACO se hacen intérpretes de la solidaridad espiritual y material de todos los católicos, para que aquellas comunidades puedan vivir en plenitud el misterio de la única Iglesia de Cristo con fidelidad a sus tradiciones espirituales. Por tanto, os exhorto a fortalecer este vínculo de caridad para que, según la exhortación del Apóstol de los gentiles, quien esté en la abundancia ayude al que se encuentra en necesidad, y haya igualdad en la fraternidad (cf. 2 Co 8, 14-15).

Durante estos días, habéis dirigido vuestra atención a las comunidades católicas de Armenia y Georgia, que fueron de las primeras en recibir la luz de Cristo. Saludo cordialmente a mis hermanos en el episcopado, que sirven al pueblo de Dios en estas áreas, y recuerdo con placer nuestro reciente encuentro con ocasión de su visita ad limina. Viviendo humilde y fraternalmente con otras Iglesias cristianas, y sirviendo generosamente a los pobres, estas comunidades católicas, aun siendo pequeñas, pueden expresar de una manera muy práctica la comunión de amor propia de la Iglesia católica universal. Permitidme recordar lo que dije con ocasión de la reciente visita de Su Santidad Karekin II: "Si nuestro corazón y nuestra mente están abiertas al Espíritu de comunión, Dios puede obrar de nuevo milagros en la Iglesia restaurando los vínculos de unidad" (Discurso, 9 de mayo de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de mayo de 2008, p. 6).

Queridos amigos de la ROACO, los sufrimientos de los cristianos iraquíes están desde hace tiempo en el centro de vuestro interés. Hace apenas tres meses, al comienzo de la Semana santa, nuestro corazón se llenó de inmensa tristeza a causa del asesinato del arzobispo de los caldeos en Mosul, Paulos Faraj Rahho. Como muchos otros cristianos iraquíes, el arzobispo tomó su cruz y siguió al Señor. Así, dando testimonio de la verdad, contribuyó a llevar justicia a su martirizado país y a todo el mundo. Fue un hombre de paz y de diálogo. Aliento a las organizaciones de ayuda aquí presentes a proseguir sus esfuerzos en apoyo de los cristianos iraquíes: tanto de aquellos que viven en Irak, a menudo como refugiados, como de aquellos que en los países vecinos deben afrontar condiciones de vida difíciles.

Con gratitud y alivio hemos seguido los acontecimientos recientes en Líbano, que han impulsado a volver al camino del diálogo y de la comprensión mutua. Expreso de nuevo mi deseo de que Líbano responda con valentía a su vocación de ser, para Oriente Medio y para el mundo entero, un signo de la posibilidad efectiva de una coexistencia pacífica y constructiva entre los hombres. El domingo próximo los cristianos de Líbano tendrán la alegría de asistir en Beirut a la beatificación del venerable padre Jacques Ghazir Haddad. Tocado por la cruz de Jesús, este padre capuchino se hizo prójimo de los enfermos y de los pobres, y llamó a un gran número de mujeres jóvenes a servirlos. Ojalá que su testimonio toque hoy el corazón de los jóvenes cristianos libaneses, para que aprendan a su vez la dulzura de una vida evangélica al servicio de los pobres y de los pequeños, como testigos fieles de la fe católica en el mundo árabe.

Queridos hermanos y hermanas, algunos de mis colaboradores en la Curia romana, y entre estos el cardenal prefecto de vuestra Congregación, han visitado recientemente las comunidades latinas y orientales de Tierra Santa, haciéndose intérpretes del afecto y de la solicitud del Papa. Renuevo la expresión de mi especial gratitud a cuantos se interesan por la causa de esas comunidades, que es vital para toda la Iglesia. Comparto sus pruebas y sus esperanzas, y pido ardientemente a Dios poder visitarlas personalmente, así como le pido que algunos signos de paz, que acojo con inmensa confianza, pronto se hagan realidad.

Apelo a los responsables de las naciones para que se ofrezca a Oriente Medio, y en particular a la Tierra Santa, a Líbano e Irak, la anhelada paz y la estabilidad social, en el respeto de los derechos fundamentales de la persona, incluida una libertad religiosa real. Por lo demás, la paz es el único camino para afrontar también el grave problema de los prófugos y los refugiados, y para frenar la emigración, especialmente cristiana, que hiere profundamente a las Iglesias orientales.

Encomiendo estos deseos al beato Juan XXIII, amigo sincero de Oriente y Papa de la Pacem in terris. Y sobre todos invoco la intercesión celestial de la Reina de la paz, a la vez que de corazón imparto a cada uno mi bendición.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO SOBRE LA IDENTIDAD
Y LA MISIÓN DE LAS RADIOS CATÓLICAS

Sala clementina
Viernes 20 de junio



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y amables señoras:

Me alegra acogeros en esta casa, que es la casa de Pedro. Con alegría os doy la bienvenida a todos vosotros, directores, redactores y administradores, que representáis a las numerosas radios católicas de todo el mundo, reunidos en Roma por el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales para reflexionar sobre la identidad y la misión de las radios católicas hoy. Por medio de vosotros quiero saludar con afecto a vuestros numerosos oyentes de los diferentes países y continentes que diariamente escuchan vuestra voz y, gracias a vuestro servicio informativo, aprenden a conocer mejor a Cristo, a escuchar al Papa y a amar a la Iglesia.

Doy vivamente las gracias al arzobispo Claudio Maria Celli, presidente del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales, por las amables palabras que me ha dirigido. Asimismo, saludo a los secretarios, al subsecretario y a todos los oficiales del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales.

Las muchas y diversas formas de comunicación con las que contamos manifiestan de forma evidente que el hombre, en su estructura antropológica esencial, está hecho para entrar en relación con los demás. Lo hace sobre todo por medio de la palabra. En su sencillez y aparente pobreza, la palabra, insertándose en la gramática común del lenguaje, se pone como instrumento que realiza la capacidad de relación de los hombres. Esta capacidad se funda en la riqueza compartida de una razón creada a imagen y semejanza del Logos eterno de Dios, es decir, del Logos en el que todo es creado libremente y por amor. Nosotros sabemos que ese Logos no ha permanecido ajeno a las vicisitudes humanas, sino que, por amor, se ha comunicado a sí mismo a los hombres —ho Logos sarx egheneto (Jn 1, 14)— y, en el amor revelado por él y donado en Cristo, sigue invitando a los hombres a relacionarse con él y entre sí de una manera nueva.

Al haberse encarnado en el seno de María, el Verbo de Dios ofrece al mundo una relación de intimidad y amistad —"ya no les llamo siervos (...), sino amigos" (Jn 15, 15)—, que se transforma en fuente de novedad para el mundo y se pone en medio de la humanidad como comienzo de una nueva civilización de la verdad y del amor. En efecto, "el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida" (Spe salvi, 2). Esta autocomunicación de Dios es la que ofrece un nuevo horizonte de esperanza y de verdad a las esperanzas humanas, y de esta esperanza es de donde surge, ya en este mundo, el inicio de un mundo nuevo, de esa vida eterna que ilumina la oscuridad del futuro humano.

Queridos amigos, al trabajar en estaciones de radio católicas estáis al servicio de la Palabra. Las palabras que transmitís cada día son un eco de la Palabra eterna que se hizo carne. Vuestras palabras sólo darán fruto si están al servicio de la Palabra eterna, Jesucristo. En el plan de salvación y en la providencia de Dios, esta Palabra vivió entre nosotros, o como dice san Juan, "puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), con humildad. La Encarnación tuvo lugar en una aldea distante, lejos del ruido de las ciudades imperiales de la antigüedad. Hoy, aunque utilizáis las tecnologías modernas de la comunicación, las palabras que transmitís son también humildes y a veces os podría parecer que se pierden totalmente en la competencia con otros medios de comunicación ruidosos y más poderosos. Pero no os desalentéis. Estáis sembrando la Palabra "a tiempo y a destiempo" (2 Tm 4, 2), cumpliendo de este modo el mandato de Jesús de anunciar el Evangelio a todas las naciones (cf. Mt 28, 19).

Las palabras que transmitís llegan a innumerables personas. Algunas de ellas están solas y reciben vuestra palabra como un don consolador; otras tienen curiosidad y se interesan por lo que escuchan; otras nunca van a la iglesia, porque pertenecen a otras religiones o no pertenecen a ninguna; otras nunca han escuchado el nombre de Jesucristo, pero gracias a vuestro servicio escuchan por primera vez las palabras de salvación. Esta labor de siembra paciente, realizada día tras día, hora tras hora, constituye la manera como cooperáis en la misión apostólica.

Si las múltiples formas y tipos de comunicación pueden ser un don de Dios al servicio del desarrollo de la persona humana y de toda la humanidad, la radio, con la que realizáis vuestro apostolado, propone una cercanía y una escucha de la palabra y de la música, para informar y entretener, para anunciar y denunciar, pero siempre en el respeto de la realidad y en una clara perspectiva de educación en la verdad y la esperanza. En efecto, Jesucristo nos da la Verdad sobre el hombre y la verdad para el hombre, y a partir de esta verdad, una esperanza para el presente y para el futuro de las personas y del mundo.

Desde esta perspectiva, el Papa os alienta en vuestra misión y os felicita por el trabajo realizado. Pero como subrayó la Redemptoris missio, "no basta usar los medios de comunicación social para difundir el mensaje cristiano y el magisterio auténtico de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en la "nueva cultura" creada por la comunicación moderna" (n. 37).

Por este vínculo con la palabra, la radio participa en la misión de la Iglesia y en su visibilidad, pero al mismo tiempo genera una nueva manera de vivir, de ser y de hacer Iglesia; implica desafíos eclesiológicos y pastorales. Es importante hacer atractiva la palabra de Dios, dándole cuerpo a través de vuestras producciones y emisiones, para tocar el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, y para participar en la transformación de la vida de nuestros contemporáneos.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo: ¡qué perspectivas tan entusiasmantes se abren ante vuestro compromiso y vuestro trabajo! Vuestras redes pueden representar, ya desde ahora, un eco pequeño pero concreto en el mundo de la red de amistad que la presencia de Cristo resucitado, Dios con nosotros, inauguró entre el cielo y la tierra, y entre los hombres de todos los continentes y de todas las épocas. Así, vuestro trabajo se insertará plenamente en la misión de la Iglesia, a la que os invito a amar profundamente. Ayudando al corazón de cada hombre a abrirse a Cristo, ayudaréis al mundo a abrirse a la esperanza y a la civilización de la verdad y el amor, que es el fruto más elocuente de su presencia entre nosotros. Imparto a todos mi bendición.


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SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIONE DE LA PUBLICACIÓN DE LA PRIMERA EDICIÓN
DE "L'OSSERVATORE ROMANO" EN LENGUA MALAYALAM

Miércoles 25 de junio de 2008



Queridos amigos:

La publicación de la primera edición de L'Osservatore Romano en lengua malayalam es un acontecimiento de gran significado en la vida de la Iglesia en India porque mantendrá informados a más de seis millones de católicos de Kerala acerca del ministerio del Papa y de la obra de la Santa Sede; y fortalecerá los vínculos de fe y de comunión eclesial que unen a la comunidad católica con la Sede de Pedro.

De buen grado aprovecho la ocasión para asegurar mis oraciones y mis mejores deseos para esta importante iniciativa, y para dar las gracias de corazón a los directores de la "Carmel International Publishing House" y a cuantos han colaborado en esta realización.

Espero que esta nueva traducción de la edición en inglés, que se suma a las ediciones de L'Osservatore Romano en otras lenguas, sea una fuente valiosa de instrucción y de enriquecimiento en la fe, un incentivo para una mayor fraternidad y cooperación dentro de la comunidad católica de Kerala, que se caracteriza por una gran diversidad, y una ayuda indispensable para la obra constante de evangelización.

A vosotros y a vuestras familias imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de alegría y de paz en nuestro Señor Jesucristo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR FIRMIN MBOUTSOU, NUEVO EMBAJADOR DE GABÓN ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 26 de junio de 2008



Señor embajador:

Me agrada acoger a su excelencia con ocasión de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Gabón ante la Santa Sede.

Aprecio las amables palabras que me ha dirigido, señor embajador, así como el saludo y los buenos deseos que me ha expresado de parte de su excelencia el señor El Hadj Omar Bongo Ondimba, presidente de la República. Le ruego que al volver le transmita a él, así como a todo el pueblo de Gabón, mis deseos cordiales de felicidad y prosperidad que formulo para el país, pidiendo a Dios que conceda a todos vivir en una nación cada vez más fraterna y solidaria, donde los dones que cada uno ha recibido de Dios puedan desarrollarse plenamente en beneficio de todos.

Excelencia, usted acaba de señalar la importancia de las relaciones impregnadas de confianza mutua que existen desde hace cuarenta años entre Gabón y la Santa Sede. Estos vínculos se han intensificado durante el reciente viaje que realizó a su país, el pasado mes de enero, su excelencia monseñor Dominique Mamberti, secretario para las Relaciones con los Estados. La cordial acogida que le reservaron el presidente de la República así como las diversas autoridades del Estado, es una manifestación de la armonía que caracteriza estas relaciones y del deseo de una concertación y una colaboración permanentes.

La aportación de la Iglesia a la historia y a la construcción de su país es importante, como usted, señor embajador, ha señalado. No puedo menos de apreciar esta atención a la misión de la Iglesia entre sus compatriotas. En esta perspectiva, conviene mencionar el Acuerdo marco entre Gabón y la Santa Sede, firmado hace poco más de diez años. Es la base de una cooperación cada vez más amplia entre la Santa Sede y su país. Para la Iglesia, estas actividades diplomáticas tienen la función fundamental de ayudarla a cumplir su misión al servicio de todo el hombre y de todos los hombres, en su vida diaria, participando así en el desarrollo de las personas y de la nación, y dando a cada uno una esperanza nueva en el futuro.

De acuerdo con su vocación, y sobre todo gracias a sus numerosas instituciones, a sus congregaciones religiosas y al conjunto de las comunidades locales, la Iglesia contribuye y desea contribuir cada vez más a la educación de los hombres, las mujeres y los niños, sin distinción, respetando las personas y su cultura, transmitiendo a cada uno los valores espirituales y morales indispensables para el crecimiento del ser humano.

Del mismo modo, en su larga tradición, participa en la educación sanitaria y en la atención a los enfermos, para el bienestar de las personas. En su país, los numerosos ambulatorios administrados por las congregaciones religiosas son una prueba de ello. Es de desear que, en el marco de un acuerdo, el país reconozca plenamente y sostenga este servicio caritativo prestado a todas las personas que recurren a él. Este reconocimiento legal tendrá seguramente efectos benéficos sobre la presencia religiosa y sobre el dinamismo de las estructuras en el campo sanitario y social.

Entre los ámbitos principales, es necesario señalar asimismo el de la enseñanza, con respecto a la cual también se firmó un acuerdo en el año 2001; a pesar de sus escasos recursos, la Iglesia desea vivamente proseguir su misión en este campo, con el apoyo de todas las instituciones implicadas. Su deseo es educar a todos los jóvenes que le son confiados, para impartirles una formación integral, permitiéndoles tener un futuro mejor y tomar en sus manos su destino, el de su familia y el de la sociedad. También es una ocasión para participar en la formación de hombres y mujeres que, en el futuro, serán los responsables de la nación.

Con una atención muy particular a la educación integral de las personas, una sociedad demuestra que sus miembros son la primera riqueza nacional. Por tanto, no puedo menos de desear una consolidación de los acuerdos con el Episcopado de su país relativos a la enseñanza en todos los niveles, de modo particular a la enseñanza superior. La Iglesia quiere mantener y desarrollar una enseñanza de calidad; para ello necesita el apoyo confiado de las autoridades y de los diferentes servicios del Estado. A su vez, esta enseñanza debe transmitir conocimientos intelectuales en los diferentes campos de la ciencia y del pensamiento, pero también debe formar a toda la persona comunicándole los valores fundamentales, tanto personales como colectivos.

El papel de la Iglesia también consiste en ofrecer a las personas una asistencia humana y espiritual, ayudándoles a responder a su búsqueda de sentido. Con este espíritu, desea poder organizar mejor la pastoral de las Fuerzas armadas, cuya misión es particularmente delicada y constituye ante todo un servicio a la paz, a la justicia y a la seguridad, tanto en el país como en la región.

Señor embajador, usted sabe que, acompañando a los militares católicos y a sus familias, la Iglesia desea ayudarles a realizar su tarea específica basándose en los valores humanos y morales del cristianismo, para que sirvan fielmente a su patria y edifiquen su vida personal y familiar según su vocación cristiana. En efecto, corresponde a los pastores de la Iglesia velar por toda la grey que se le ha confiado, y es conveniente que los miembros de las Fuerzas armadas puedan constituirse en comunidades cristianas particulares, bajo la guía de un pastor que sepa reconocer y respetar la especificidad del mundo militar.

Los responsables de las naciones y quienes, en todos los niveles, están llamados a guiar el destino de los pueblos, tienen ante todo el deber de edificar sociedades de paz. Me alegra constatar la atención de su país en este campo. A través de usted, señor embajador, invito a todas las autoridades y a los hombres de buena voluntad, sobre todo en el querido continente africano, a comprometerse cada vez más por un mundo pacífico, fraterno y solidario. Apelo hoy a una valentía cada vez más profética, recordando que la paz y la justicia van juntas, y que todo ello debe concretarse mediante el respeto de la legalidad en todos los ámbitos.

En efecto, sin justicia, sin la lucha contra todas las formas de corrupción, sin el respeto de las normas del derecho es imposible construir una paz verdadera; y es evidente que a los ciudadanos les resultará entonces difícil confiar en sus dirigentes. Además, sin el respeto de la libertad de cada persona no puede haber paz. Conforme a su tradición, del modo que le es propio, la Iglesia está dispuesta a colaborar y dar su apoyo a todas las personas cuya preocupación primordial es establecer una sociedad que respete los derechos más elementales del hombre y quiera construir una sociedad para el hombre.

Usted, señor embajador, está atento a las grandes cuestiones que atañen al futuro de nuestro mundo. Muy a menudo este futuro está asociado a cuestiones puramente económicas, que son fuente de numerosos conflictos. Conviene procurar que los habitantes del país sean los primeros beneficiarios del producto de las riquezas naturales de la nación y hacer todo lo posible con vistas a una mejor protección del planeta, que nos permita dejar a las generaciones futuras una tierra verdaderamente habitable, capaz de alimentar a todos sus habitantes.

Permítame, señor embajador, aprovechar esta feliz ocasión que me brinda su presencia para saludar cordialmente, a través de usted, a todos los católicos de Gabón, en particular a los obispos, que vinieron aquí en visita ad limina en el mes de octubre del año pasado. Conozco su adhesión y el afecto que sienten por su país, así como su compromiso decidido de contribuir a su desarrollo en armonía fraterna con todos sus compatriotas. Los invito con afecto a seguir siendo artífices y testigos cada vez más ardientes de paz, de fraternidad y de solidaridad entre todos.

Señor embajador, ahora que comienza oficialmente su misión ante la Sede apostólica, le expreso mis mejores deseos para la noble tarea que emprende. Tenga la seguridad de que entre mis colaboradores encontrará la acogida atenta y comprensiva que pueda necesitar.

Sobre su excelencia, sobre sus seres queridos, sobre los responsables de la nación y sobre todo el pueblo de Gabón invoco de corazón la abundancia de las bendiciones del Todopoderoso.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE HONDURAS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Jueves 26 de junio de 2008



Señor cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado:

1. Os recibo con gran alegría en esta mañana y agradezco al Señor el poder encontraros para compartir con todos vosotros los proyectos e ilusiones, las preocupaciones y dificultades de vuestro corazón de Pastores de la Iglesia. La comunidad católica de Honduras ha sido bendecida con la consagración en poco tiempo de cinco nuevos obispos; quiera el Señor que esta visita ad limina, cuando se cumplen veinticinco años del viaje pastoral del Papa Juan Pablo II a vuestra tierra, contribuya a fortalecer aún más los estrechos vínculos de comunión entre vosotros y con el Sucesor de Pedro, para reemprender con nuevo ardor la misión que el Señor os ha confiado.

Deseo agradecer vivamente al señor cardenal Óscar Andrés Rodríguez Maradiaga, arzobispo de Tegucigalpa y Presidente de la Conferencia Episcopal, las amables palabras con las que me ha expresado vuestro afecto y adhesión, así como el de vuestros sacerdotes, religiosos y fieles diocesanos. A todos ellos, pero especialmente a los que sufren a causa de la pobreza, la violencia o la enfermedad, los tengo muy presentes en mi oración manifestándoles toda mi estima y cercanía espiritual.

2. El pueblo hondureño se caracteriza por un profundo espíritu religioso que se manifiesta, entre otras cosas, en las numerosas y arraigadas prácticas de devoción popular, las cuales, debidamente purificadas de elementos extraños a la fe, deben ser un instrumento válido para el anuncio del Evangelio. Por otro lado, y como sucede en otras partes, la difusión del secularismo, así como el proselitismo de las sectas, es fuente de confusión para muchos fieles, y provoca además una pérdida del sentido de pertenencia a la Iglesia.

La constatación de las enormes dificultades que se oponen a vuestra misión pastoral, lejos de llevar al desánimo, ha de servir para impulsar una extensa y audaz labor de evangelización, que se apoye, más que en la eficacia de los medios materiales o de los proyectos humanos, en el poder de la Palabra de Dios (cf. Hb 4, 12), acogida con fe, vivida con humildad y anunciada con fidelidad.

En cuanto sucesores de los Apóstoles, habéis sido llamados a una misión excelsa: «perpetuar la obra de Cristo, Pastor eterno» (Christus Dominus, 2). Cristo es ciertamente el corazón de la evangelización (cf. Pastores gregis, n. 27), por eso el amor a Él y a los hombres os urge a llevar su mensaje hasta los últimos rincones de vuestra querida nación, para que todos puedan llegar a ese encuentro personal e íntimo con el Señor, que es el comienzo de una auténtica vida cristiana (cf. Deus caritas est, 1).

3. En esta urgente tarea de anunciar la Buena Nueva de la salvación, contáis con la ayuda inestimable de vuestros sacerdotes. Ellos, siendo los primeros colaboradores en vuestra misión pastoral, han de ser también los principales destinatarios de vuestra solicitud de padres, hermanos y amigos, prestando atención a su vida espiritual y a sus necesidades materiales. Asimismo, el cuidado y la atención con la que seguís la formación de los seminaristas es una manifestación elocuente de vuestro amor por el sacerdocio. Con confianza en el Señor, y con generosidad, poned siempre al servicio del Seminario los mejores formadores y los medios materiales convenientes, para que los futuros sacerdotes adquieran esa madurez humana, espiritual y sacerdotal que los fieles necesitan y tienen derecho a esperar de sus pastores.

A pesar del incremento de las vocaciones en los últimos tiempos, la escasez de presbíteros en vuestras Iglesias particulares es, con razón, una de vuestras principales preocupaciones. Por eso, el empeño en suscitar vocaciones entre los jóvenes debe ser un objetivo prioritario de vuestros planes de pastoral, en los que se han de implicar todas las comunidades diocesanas y parroquiales. En este sentido, os animo a alentar la oración personal y comunitaria que, además de ser un mandato del Señor (cf. Mt 9,38), es necesaria para descubrir y favorecer una respuesta generosa a la propia vocación.

No puedo dejar de reconocer la gran labor evangelizadora que realizan las comunidades religiosas, enriqueciendo vuestras diócesis con la presencia de sus carismas específicos, y cuya colaboración debéis seguir promoviendo en un espíritu de verdadera comunión eclesial.

4. Deseo destacar también el significativo papel que los laicos católicos hondureños están asumiendo en las parroquias como catequistas y delegados de la Palabra. Un aspecto importante del ministerio pastoral consiste en trabajar sin descanso para que los fieles sean cada vez más conscientes de que, en virtud de su bautismo y confirmación, están llamados a vivir la plenitud de la caridad participando en la misma misión salvífica de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 33). Ellos, mediante el testimonio de su vida cristiana, pueden llevar a todos los sectores de la sociedad la luz del mensaje de Cristo, atrayendo a la comunidad eclesial a aquéllos cuya fe se ha debilitado o se encuentran alejados de ella. Los fieles laicos necesitan, por tanto, intensificar su relación con Dios y adquirir una sólida formación, especialmente en cuanto se refiere a la doctrina social de la Iglesia. De esta manera, como fermento en medio de la masa, podrán cumplir su misión de transformar la sociedad según el querer de Dios (cf. ibíd., 31).

Asimismo, un ámbito de singular atención pastoral es el matrimonio y la familia, cuya solidez y estabilidad tanto beneficia a la Iglesia y a la sociedad. A este respecto, es justo reconocer el paso importante que se ha dado al incluirse en la Constitución de vuestro país un reconocimiento explícito del matrimonio, aunque bien sabéis que no basta poseer una buena legislación si después no se realiza esa necesaria labor cultural y de catequesis que haga resplandecer en la sociedad la verdad y la belleza del matrimonio, verdadera alianza perpetua de vida y amor entre un hombre y una mujer.

5. Al igual que el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos, el servicio de la caridad forma parte esencial de la misión de la Iglesia (cf. Deus caritas est, 25). De ahí que los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, sean los primeros responsables de este servicio de caridad en las Iglesias particulares (cf. ibíd., 32). Sé bien cuánto os aflige la pobreza en la que viven tantos compatriotas vuestros, junto al aumento de la violencia, la emigración, la destrucción del medio ambiente, la corrupción o las carencias en la educación, entre otros graves problemas. Como ministros del Buen Pastor habéis desplegado, de palabra y de obra, una intensa labor de ayuda a los necesitados. Os exhorto vivamente a seguir mostrando en vuestro ministerio el rostro misericordioso de Dios, potenciando en todas vuestras comunidades diocesanas y parroquiales un extenso y capilar servicio de caridad, que llegue de modo especial a los enfermos, a los ancianos y a los encarcelados.

6. Amadísimos hermanos, de nuevo os reitero mi afecto y mi agradecimiento por toda vuestra dedicación y solicitud pastoral. Al mismo tiempo, os ruego que transmitáis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y fieles laicos el saludo y el aprecio del Papa.

A la intercesión de la Inmaculada Virgen de Suyapa encomiendo vuestras personas, intenciones y propósitos pastorales, para que llevéis a todos los hijos de Honduras la esperanza que nunca defrauda, Cristo Jesús, el único Salvador del género humano. Con estos deseos os acompaña mi oración y mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE HONG KONG Y MACAO
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Viernes 27 de junio de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

"Envía tu espíritu y renueva la faz de la tierra" (cf. Sal 104, 30). Con estas palabras, os doy una cordial bienvenida. Agradezco al cardenal Zen los sentimientos de devoción filial que ha manifestado en nombre de todos. Acoged la expresión de mi afecto y la seguridad de mis oraciones por vosotros y por cuantos están encomendados a vuestra solicitud pastoral. En este momento tengo presentes a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles laicos de vuestras dos comunidades diocesanas. Para vosotros, la visita ad limina Apostolorum es una ocasión para reforzar el compromiso de hacer que Jesús sea cada vez más visible en la Iglesia y más conocido en la sociedad mediante el testimonio del amor y de la verdad de su Evangelio.

Como escribí en mi carta del 27 de mayo de 2007 a la Iglesia católica in China, la invitación que Jesús dirigió a Pedro, a su hermano Andrés y a los primeros discípulos: "Rema mar adentro, y echad las redes para pescar" (Lc 5, 4), resuena hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasión el presente y a abrirnos con confianza al futuro: "Cristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8). También vuestras dos Iglesias particulares están llamadas a ser testigos de Cristo, a mirar adelante con esperanza y a tomar conciencia —en el anuncio del Evangelio— de los nuevos desafíos que las poblaciones de Hong Kong y Macao deben afrontar (cf. n. 3).

El Señor ha conferido a todo hombre y a toda mujer el derecho de escuchar el anuncio de que Jesucristo "me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Ga 2, 20). A este derecho corresponde el deber de evangelizar: "Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Co 9, 16; cf. Rm 10, 14). En la Iglesia, todas las actividades tienen una dimensión evangelizadora esencial y nunca deben separarse del compromiso de ayudar a todos a encontrar a Cristo en la fe, que es el objetivo primario de la evangelización: "La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco" (Homilía durante la misa en la explanada de la Nueva Feria de Munich, 10 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de septiembre de 2006, p. 12).

Hoy, la misión de la Iglesia se realiza en el marco de la globalización. Observé recientemente que las fuerzas de la globalización hacen que la humanidad esté suspendida entre dos polos. Por una parte, está la creciente multitud de vínculos sociales y culturales que en general promueven un sentido de solidaridad global y de responsabilidad compartida por el bien de la humanidad. Por otra, aparecen signos inquietantes de una fragmentación y de un cierto individualismo en el que domina el laicismo, que margina lo trascendente y el sentido de lo sagrado y eclipsa la fuente misma de armonía y unidad del universo. De hecho, los aspectos negativos de este fenómeno cultural muestran la importancia de una sólida formación y exhortan a un esfuerzo concertado para sostener el alma espiritual y moral de vuestras poblaciones.

Asimismo, soy consciente de que también en vuestras dos diócesis, como en el resto de la Iglesia, existe la necesidad de una adecuada formación permanente del clero. De ahí nace la invitación, dirigida a vosotros, los obispos, como responsables de las comunidades eclesiales, a pensar especialmente en el clero joven, que cada vez más afronta nuevos desafíos pastorales relacionados con las exigencias de la tarea de evangelizar a una sociedad tan compleja como la actual. La formación permanente de los sacerdotes "es una exigencia intrínseca del don y del ministerio sacramental recibido, que es necesaria en todo tiempo, pero hoy es particularmente urgente, no sólo por los rápidos cambios de las condiciones sociales y culturales de los hombres y los pueblos, en los que se desarrolla el ministerio presbiteral, sino también por la "nueva evangelización", que es la tarea esencial e improrrogable de la Iglesia en este final del segundo milenio" (Pastores dabo vobis, 70). También debéis tener especial solicitud pastoral por todas las personas consagradas, hombres y mujeres, que están llamadas a hacer visibles en la Iglesia y en el mundo los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente.

Queridos hermanos, sabéis bien que las escuelas católicas dan una notable contribución a la formación intelectual, espiritual y moral de las nuevas generaciones: por estos aspectos cruciales del crecimiento de la persona, los padres, tanto católicos como de otras tradiciones religiosas, recurren a las escuelas católicas. A este propósito, deseo dirigirme a todos aquellos —hombres y mujeres— que prestan un generoso servicio en las escuelas católicas de vuestras dos diócesis: están llamados a ser "testigos de Cristo, epifanía del amor de Dios en el mundo" y a tener "la valentía del testimonio y la paciencia del diálogo", sirviendo a "la dignidad humana, a la armonía de la creación, a la vida de los pueblos y a la paz" (Las personas consagradas y su misión en la escuela, nn. 1-2).

Por consiguiente, es de la máxima importancia ser cercanos a los estudiantes y a sus familias, cuidar la formación de los jóvenes a la luz de las enseñanzas del Evangelio y seguir con solicitud las necesidades espirituales de todos en la comunidad escolar. Las escuelas católicas de vuestras dos diócesis han contribuido de manera notable al desarrollo social y al crecimiento cultural de vuestras poblaciones; hoy estos centros educativos encuentran nuevas dificultades: estoy cerca de vosotros y os animo a trabajar para garantizar este valioso servicio.

En vuestra misión de pastores buscad el consuelo del Paráclito, que defiende, aconseja y protege (cf. Jn 14, 16). Animad a los fieles a acoger todo lo que engendra el Espíritu. En varias ocasiones he recordado que los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son el "signo luminoso de la belleza de Cristo y de la Iglesia, su Esposa" (Mensaje a los participantes en el II Congreso mundial de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades, 22 de mayo de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 2006, p. 3). Dirigiéndome "a los queridos amigos de los Movimientos", los exhorté a procurar que sean siempre "escuelas de comunión, compañías en camino, en las que se aprenda a vivir en la verdad y en el amor que Cristo nos reveló y comunicó por medio del testimonio de los Apóstoles, dentro de la gran familia de sus discípulos" (ib.). Os invito a salir al encuentro de los movimientos con mucho amor, puesto que son una de las novedades más importantes suscitadas por el Espíritu Santo en la Iglesia para la puesta en práctica del concilio Vaticano II (cf. Discurso a los obispos participantes en un seminario de estudio organizado por el Consejo pontificio para los laicos, 17 de mayo de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 2008, p. 5). Al mismo tiempo, ruego al Señor que también los movimientos pongan gran empeño en armonizar sus actividades con los programas pastorales y espirituales de las diócesis.

Os agradezco personalmente el afecto y la devoción que habéis manifestado a la Santa Sede de diversas maneras. Os felicito por las múltiples realizaciones de vuestras comunidades diocesanas tan eficientes, y os exhorto a un compromiso cada vez mayor en la búsqueda de los medios más adecuados para lograr que el mensaje cristiano de amor sea más comprensible en el mundo en el que vivís: de este modo contribuiréis efectivamente a mostrar a todos vuestros hermanos y hermanas la perenne juventud y la inagotable capacidad renovadora del Evangelio de Cristo, testimoniando que se puede ser a la vez auténticos chinos y auténticos cristianos.

Animo también a vuestras diócesis a seguir dando su contribución a la Iglesia que está en China continental, poniendo a disposición el personal para la formación y sosteniendo iniciativas benéficas de promoción humana y de asistencia. A este respecto, ¿cómo no recordar el valioso servicio prestado con generosidad y competencia por la Cáritas de vuestras dos diócesis? Pero no olvidéis que Cristo es, también para China, un Maestro, un Pastor y un Redentor amoroso: la Iglesia no puede menos de proclamar esta buena nueva.

Deseo y ruego al Señor que llegue pronto el día en el que también vuestros hermanos en el episcopado de China continental puedan venir a Roma en peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, como signo de comunión con el Sucesor de Pedro y con la Iglesia universal. Aprovecho de buen grado esta ocasión para enviar a la comunidad católica que está en China y a todo el pueblo de ese vasto país la seguridad de mis oraciones y de mi afecto.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE EL ENCUENTRO CON LOS OFICIALES
DEL VICARIATO DE ROMA CON OCASIÓN DE LA DESPEDIDA
DEL CARDENAL VICARIO, CAMILLO RUINI

Sala Clementina
Viernes 27 de junio de 2008



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho acogeros y daros a cada uno mi cordial bienvenida. Lo saludo en primer lugar, y de modo especial, a usted, querido cardenal Camillo Ruini, a quien hoy quiero dar públicamente las gracias al final de su largo servicio como vicario general para la diócesis de Roma. En días pasados ya le manifesté mis sentimientos con una carta, en la que recordé los múltiples aspectos de su largo y apreciado ministerio, que comenzó en enero de 1991, cuando el siervo de Dios Juan Pablo II lo llamó a suceder al cardenal Ugo Poletti. Ahora tengo la oportunidad de renovarle la manifestación de mi agradecimiento ante los obispos auxiliares, los párrocos prefectos, los demás representantes de la realidad diocesana y la comunidad de trabajo del Vicariato de Roma.

Los últimos años del siglo pasado y los primeros del nuevo han sido un tiempo realmente extraordinario, de modo especial para quienes, como nosotros, hemos tenido la oportunidad de vivirlos al lado de un auténtico gigante de la fe y de la misión de la Iglesia, mi venerado predecesor. Él guió al pueblo de Dios hacia la histórica meta del año 2000 y, a través del gran jubileo, lo introdujo en el tercer milenio de la era cristiana.

Colaborando estrechamente con él, fuimos "arrastrados" por su excepcional fuerza espiritual, arraigada en la oración, en la unión profunda con el Señor Jesucristo y en la intimidad filial con su Madre santísima. El carisma misionero del Papa Juan Pablo II ejerció, como era lógico, un influjo determinante sobre el período de su pontificado, en particular sobre el tiempo de preparación para el jubileo del año 2000; y esto se pudo comprobar directamente en la diócesis de Roma, la diócesis del Papa, gracias al compromiso constante del cardenal vicario y de sus colaboradores.

Como ejemplo de esto, me limito a recordar la Misión ciudadana de Roma y los "Diálogos en la catedral", expresión de una Iglesia que, en el momento mismo en que iba tomando mayor conciencia de su identidad diocesana y asumía poco a poco su fisonomía, se abría decididamente a una mentalidad misionera y a un estilo coherente con ella, mentalidad y estilo no destinados a durar sólo un tiempo más o menos largo, sino, como se ha repetido con frecuencia, a ser permanentes. Este aspecto, venerado hermano, es particularmente importante; y deseo agradecérselo, sobre todo porque usted lo ha promovido y fomentado, no sólo aquí en Roma, sino también en toda la nación italiana, como presidente de la Conferencia episcopal.

Su solicitud por la misión siempre ha ido acompañada y sostenida por una excepcional capacidad de reflexión teológica y filosófica, que usted ha manifestado y practicado desde su juventud. El apostolado, de modo especial en nuestro tiempo, debe alimentarse constantemente de pensamiento, para motivar el significado de los gestos y las acciones; de lo contrario, acaba por convertirse en estéril activismo. Y en este sentido usted, señor cardenal, ha dado una contribución importante, poniendo al servicio del Santo Padre, de la Santa Sede y de toda la Iglesia, sus conocidas dotes de inteligencia y sabiduría.

Yo mismo fui testigo de ello en mi anterior misión y, con mayor razón, lo he sido durante estos últimos años, en los que he podido contar con su cercanía al servir a la Iglesia que está en Italia y de modo especial en Roma. Me complace recordar, al respecto, nuestra colaboración en los temas de las Asambleas eclesiales diocesanas, elegidos para responder a las principales urgencias pastorales, teniendo en cuenta el contexto social y cultural de la ciudad.

Todos sabemos que el "proyecto cultural" es una iniciativa particular de la Iglesia italiana debida al celo y a la clarividencia del cardenal Ruini, pero la expresión "proyecto cultural", más en general y radicalmente, alude al modo como la Iglesia se presenta ante la sociedad, es decir, el deseo de la comunidad cristiana -para responder a la misión de su Señor- de estar presente en medio de los hombres y de la historia con un proyecto de hombre, de familia y de relaciones sociales inspirado en la palabra de Dios y realizado en diálogo con la cultura de la época.

Querido señor cardenal, en esto usted ha dado un ejemplo que permanece más allá de las iniciativas del momento, un ejemplo en el compromiso de "pensar la fe", con absoluta fidelidad al magisterio de la Iglesia, con puntual atención a las enseñanzas del Obispo de Roma y, al mismo tiempo, en constante escucha de las exigencias que emergen de la cultura contemporánea y de los problemas de la sociedad actual.

A la vez que expreso mi gratitud al cardenal Camillo Ruini, me alegra comunicar que, en su lugar, como vicario para la diócesis de Roma, he nombrado al cardenal Agostino Vallini, hasta ahora prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica. Lo saludo con gran afecto y lo acojo en el nuevo encargo, que le encomiendo teniendo en cuenta su experiencia pastoral, madurada primero como auxiliar en la gran diócesis de Nápoles y luego como obispo de Albano; experiencias a las que une probadas dotes de sabiduría y afabilidad. Asimismo, lo he nombrado arcipreste de la basílica de San Juan de Letrán y gran canciller de la Pontificia Universidad Lateranense.

Querido señor cardenal, desde hoy mi oración por usted será aún más intensa, a fin de que el Señor le conceda todas las gracias necesarias para este nuevo encargo. Lo animo a manifestar en plenitud su celo pastoral y le deseo un sereno y fecundo ministerio, en el que -estoy seguro- podrá contar con la constante y generosa colaboración de los obispos auxiliares y de todos los sacerdotes, los religiosos y los laicos que trabajan en el Vicariato de Roma.

Aprovecho esta feliz circunstancia, queridos hermanos y hermanas, para manifestaros a todos los que trabajáis en las oficinas centrales de la diócesis, mi viva gratitud y mi aliento a realizarlo cada vez mejor, para el bien de la Iglesia que está en Roma.

Queridos señores cardenales, que Dios os colme abundantemente de sus dones. Que recompense a quien se despide y sostenga a quien comienza su misión. Que multiplique en todos la acción de gracias a su infinita bondad y conceda siempre a cada uno la alegría de servir a Cristo trabajando humildemente por su Iglesia.

Que la Virgen María, Salus populi romani, vele desde el cielo sobre nosotros y nos acompañe. Invocando su intercesión, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros, aquí presentes, y a toda la ciudad de Roma.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE EL ENCUENTRO CON EL PATRIARCA BARTOLOMÉ I

Sábado 28 de junio de 2008



Santidad

Con profunda y sincera alegría lo saludo a usted y al distinguido séquito que lo acompaña; y me complace hacerlo con unas palabras tomadas de la segunda carta de san Pedro "A los que por la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo les ha cabido en suerte una fe tan preciosa como la nuestra. A vosotros, gracia y paz abundantes por el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesucristo" (2 P 1, 1-2).

La celebración de san Pedro y san Pablo, patronos de la Iglesia de Roma, al igual que la de san Andrés, patrono de la Iglesia de Constantinopla, nos brindan cada año la posibilidad de un intercambio de visitas, que siempre son ocasiones importantes para conversaciones fraternas y momentos comunes de oración. Así aumenta el conocimiento personal recíproco; se armonizan las iniciativas y aumenta la esperanza, que nos anima a todos, de poder llegar pronto a la unidad plena, para obedecer el mandato del Señor.

Este año, aquí en Roma, a la fiesta de nuestro patrono se une la feliz circunstancia de la inauguración del Año paulino, que convoqué para conmemorar el segundo milenario del nacimiento de san Pablo, con el fin de promover una reflexión cada vez más profunda sobre la herencia teológica y espiritual que dejó a la Iglesia el Apóstol de los gentiles, con su amplia y profunda obra de evangelización.

Me ha complacido saber que también Vuestra Santidad ha convocado un Año paulino. Esta feliz coincidencia pone de manifiesto las raíces de nuestra vocación cristiana común y la significativa sintonía de sentimientos y compromisos pastorales que estamos viviendo. Por eso, doy gracias a nuestro Señor Jesucristo, que con la fuerza de su Espíritu guía nuestros pasos hacia la unidad.

San Pablo nos recuerda que la comunión plena entre todos los cristianos tiene su fundamento en "un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo" (Ef 4, 5). Por tanto, ojalá que la fe común, el único bautismo para el perdón de los pecados y la obediencia al único Señor y Salvador se manifiesten plenamente en la dimensión comunitaria y eclesial. "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu", afirma el Apóstol de los gentiles, y añade "como una es la esperanza a la que habéis sido llamados" (Ef 4, 4).

Además, san Pablo nos indica un camino seguro para mantener la unidad y, en caso de división, para restablecerla. El decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II retomó la indicación paulina y la volvió a proponer en el contexto del compromiso ecuménico, haciendo referencia a las palabras densas y siempre actuales de la carta a los Efesios "Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor, poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4, 1-3).

A los cristianos de Corinto, en medio de los cuales habían surgido disensiones, san Pablo no teme instarles encarecidamente a que tengan un mismo hablar, a que desaparezcan entre ellos las divisiones y cultiven una perfecta unión de pensamientos y sentimientos (cf. 1 Co 1, 10). En nuestro mundo, en el que se va consolidando el fenómeno de la globalización, pero a pesar de ello siguen existiendo las divisiones y los conflictos, el hombre siente cada vez mayor necesidad de certezas y de paz.

Al mismo tiempo, sin embargo, queda extraviado y casi engañado por cierta cultura hedonista y relativista, que pone en duda la existencia misma de la verdad. Al respecto, las indicaciones del Apóstol son muy oportunas para impulsar los esfuerzos encaminados a la búsqueda de la unidad plena entre los cristianos, tan necesaria para dar a los hombres del tercer milenio un testimonio cada vez más luminoso de Cristo, camino, verdad y vida. Sólo en Cristo y en su Evangelio puede encontrar la humanidad una respuesta a sus expectativas más íntimas.

Ojalá que el Año paulino, que comenzará solemnemente esta tarde, ayude al pueblo cristiano a renovar el compromiso ecuménico, y se intensifiquen las iniciativas comunes en el camino hacia la comunión entre todos los discípulos de Cristo. Ciertamente, vuestra presencia aquí, hoy, es un signo alentador de ese camino. Por ello, os manifiesto una vez más a todos mi alegría, mientras juntos elevamos al Señor nuestra oración de gratitud.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ARZOBISPOS METROPOLITANOS
QUE HABÍA RECIBIDO EL PALIO

Sala Pablo VI
Lunes 30 de junio de 2008



Venerados hermanos,
distinguidas autoridades;
queridos hermanos y hermanas:

Después de la solemne celebración de ayer, en la que tuve la alegría de imponer el palio a los arzobispos metropolitanos nombrados durante el último año, este encuentro me brinda la grata oportunidad de renovaros a todos mi cordial saludo y prolongar el clima de comunión -jerárquica y, al mismo tiempo, familiar- que se experimenta en esta circunstancia particular. La imagen del cuerpo orgánico aplicada a la Iglesia es uno de los elementos fuertes y característicos de la doctrina de san Pablo; por eso, en este Año jubilar dedicado a él deseo encomendaros a cada uno de vosotros, queridos arzobispos, a su protección celestial. El Apóstol de los gentiles os ayude a hacer que crezcan las comunidades encomendadas a vosotros, unidas y misioneras, concordes y coordinadas en la acción pastoral, y animadas por un constante impulso apostólico.

Deseo dirigir ahora un cordial saludo a cada uno de vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, así como a vuestros familiares y a las personalidades que han querido participar en esta cita, extendiendo el pensamiento y la oración a vuestras Iglesias particulares. Me alegra comenzar por Tierra Santa, saludando al patriarca de Jerusalén de los latinos, mons. Fouad Twal, y a quienes lo acompañan. Saludo con afecto a mons. Giancarlo Maria Bregantini, a mons. Paolo Benotto y a mons. Francesco Montenegro, arzobispos metropolitanos respectivamente de Campobasso-Boiano, Pisa y Agrigento. Que el Señor os bendiga siempre y os guíe en vuestro ministerio pastoral diario.

Saludo con alegría a los peregrinos que han venido de Níger, de la República democrática del Congo, de Haití y de Francia. Acompañáis a los nuevos arzobispos metropolitanos a los que tuve la alegría de imponer el palio, signo de una gran comunión con la Sede apostólica. Saludo en particular a mons. Michel Christian Cartatéguy, arzobispo de Niamey (Níger); a mons. Laurent Monsengwo Pasinya, arzobispo de Kinshasa (República democrática del Congo); a mons. Louis Kébreau, arzobispo de Cabo Haitiano (Haití); a mons. Serge Miot, arzobispo de Puerto Príncipe (Haití); y a mons. Laurent Ulrich, arzobispo de Lille (Francia). Transmitid mi saludo a los sacerdotes y a todos los fieles de vuestras diócesis. Aseguradles mi oración ferviente. El palio simboliza la profunda unión de su pastor con el Sucesor de Pedro, así como la solicitud pastoral del arzobispo con respecto a su pueblo. Que los fieles se adhieran ante todo a Cristo en esta comunión de caridad para testimoniarla con valentía y verdad.

Excelencias, queridos amigos en Cristo: saludo cordialmente a los arzobispos metropolitanos de lengua inglesa, a los que impuse ayer el palio: al cardenal John Njue, arzobispo de Nairobi (Kenia); a mons. Edwin O'Brien, arzobispo de Baltimore (Estados Unidos); a mons. Anthony Mancini, arzobispo de Halifax (Canadá); a mons. Martin Currie, arzobispo de Saint John's, Newfoundland (Canadá); a mons. John Hung Shan-chuan, arzobispo de Taipei (Taiwan); a mons. Matthew Man-oso Ndagoso, arzobispo de Kaduna (Nigeria); a mons. Richard Anthony Burke, arzobispo de Benin City (Nigeria); a mons. Robert Rivas, arzobispo de Castries (Santa Lucía); a mons. John Ribat, arzobispo de Port Moresby (Papúa Nueva Guinea); a mons. Thomas Kwaku Mensah, arzobispo de Kumasi (Ghana); a mons. Thomas Rodi, arzobispo de Mobile (Estados Unidos); a mons. Donald Reece, arzobispo de Kingston en Jamaica; a mons. Peter Kairo, arzobispo de Nyeri (Kenia); a mons. John Nienstedt, arzobispo de San Pablo y Minneapolis (Estados Unidos); y a mons. John Lee Hiong Fun-Yit Yaw, arzobispo de Kota Kinabalu (Malasia).

También saludo a los familiares y amigos de los nuevos arzobispos metropolitanos y a los fieles de todas las archidiócesis que los han acompañado a Roma. El palio del que se revisten los arzobispos es símbolo de su comunión jerárquica con el Sucesor de Pedro en el gobierno del pueblo de Dios. Está hecho de lana de oveja para simbolizar a Jesucristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y el buen Pastor que vela por su rebaño. El palio recuerda a los obispos que, como vicarios de Cristo en sus Iglesias particulares, están llamados a ser pastores según el ejemplo de Jesús. Como símbolo de la carga del oficio episcopal, recuerda también a los fieles el deber de sostener con su oración a los pastores de la Iglesia y cooperar con ellos en la difusión del Evangelio y en el crecimiento de la Iglesia de Cristo en santidad, unidad y amor.

Queridos amigos, ojalá que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo os confirme en la fe católica que proviene de los Apóstoles. A todos os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en el Señor.

Os dirijo un cordial saludo a todos los que habéis venido de mi diócesis de Munich y Freising para acompañar a Roma al nuevo arzobispo, mons. Reinhard Marx, con ocasión de la imposición del palio. Saludo también de todo corazón a los huéspedes de mons. Willem Jacobus Eijk, arzobispo de Utrecht. Impuse a vuestros pastores el palio, que simboliza al buen Pastor, que lleva sobre sus hombros la oveja perdida y da la vida por su grey. El Señor llamó a los Apóstoles a seguirlo con amor. Tres veces Cristo resucitado preguntó a Pedro: "¿Me amas?". Y tres veces le repitió el encargo de que apacentara a sus ovejas. Por tanto, también hoy los pastores deben sentirse impulsados por el deseo de garantizar la unidad con el Señor y con su rebaño. Os invito a sostener el servicio de vuestros arzobispos con la armonía y con vuestras oraciones. Que el verdadero Dios os acompañe con su gracia.

Me dirijo con afecto a los arzobispos metropolitanos de lengua española, Francisco Pérez González, de Pamplona y Tudela; Lorenzo Voltolini Esti, de Portoviejo; Andrés Stanovnik, de Corrientes; Óscar Urbina Ortega, de Villavicencio; Antonio José López Castillo, de Barquisimeto, que han llegado a Roma para la solemne ceremonia de la imposición del palio, acompañados de familiares, amigos y una representación de sus respectivas Iglesias particulares. Queridos hermanos en el episcopado, que el palio, ornamento litúrgico de venerable tradición, tejido con lana blanca, os recuerde siempre a Jesucristo, el buen Pastor, y, al mismo tiempo, Cordero inmolado por nuestra salvación. Fieles a vuestro ministerio, buscad en todo momento fomentar la comunión entre los obispos de la provincia eclesiástica que presidís, y con el Obispo de Roma.

Aliento a todos los que han querido venir con vosotros en esta hermosa circunstancia a que no dejen de encomendaros en su plegaria, para que continuéis guiando a la grey que ha sido confiada a vuestros desvelos pastorales con ardiente caridad, de modo que Cristo, por el que derramaron su sangre los santos apóstoles Pedro y Pablo, sea cada vez más conocido, amado e imitado. Pido a la Virgen María, a la que con tanto fervor se la invoca en vuestros países -España, Ecuador, Argentina, Colombia y Venezuela-, que os proteja, y sostenga con su amor de Madre a vuestros obispos sufragáneos, sacerdotes, comunidades religiosas y fieles diocesanos. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica, prenda de copiosos dones celestiales.

Saludo con fraterna estima a los arzobispos metropolitanos de lengua portuguesa que ayer recibieron el palio: mons. Mauro Aparecido dos Santos, arzobispo de Cascavel; mons. Luís Gonzaga Silva Pepeu, arzobispo de Vitória da Conquista; y mons. José Francisco Sanches Alves, arzobispo de Évora. Apreciados hermanos, sed siempre solícitos de la grey que Cristo os ha confiado, procurando fortalecer cada vez más los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro y entre vuestras diócesis sufragáneas. Y vosotros, queridos amigos que los acompañáis, seguid con docilidad sus enseñanzas, cooperando generosamente con ellos para el establecimiento del reino de Dios. Invocando la protección de la Virgen Madre de Dios, os imparto la bendición apostólica a todos los presentes y a las comunidades de vuestras archidiócesis.

Saludo a los peregrinos polacos. En particular saludo al nuevo arzobispo metropolitano de Gdansk, mons. Leszek Slawoj Glódz, que ayer, en la solemnidad de los apóstoles San Pedro y San Pablo, recibió el palio, signo del estrecho vínculo de todo arzobispo metropolitano con el Sucesor de Pedro. Saludo a todos los que lo acompañan en este solemne momento, especialmente a sus seres queridos y a los fieles de la archidiócesis de Gdansk. Os deseo que el Año paulino recién inaugurado confirme vuestra fe, vuestro vínculo con la Iglesia y con sus pastores. En mi oración encomiendo a Dios el servicio pastoral de vuestra excelencia. Bendigo de corazón a todos los peregrinos aquí presentes. ¡Alabado sea Jesucristo!

Saludo con afecto al arzobispo de la Madre de Dios en Moscú, mons. Paolo Pezzi. Expreso mi agradecimiento a las autoridades presentes y les aseguro mi oración especial.

Dirijo mi cordial saludo a mons. Tadeusz Kondrusiewicz, arzobispo de Minsk-Mohilev, y a todos los que lo acompañan, y le expreso mis mejores deseos para su ministerio.

Saludo cordialmente a los peregrinos procedentes de Eslovaquia, que acompañan a los nuevos arzobispos metropolitanos: mons. Stanislav Zvolenský, arzobispo de Bratislava, y mons. Ján Babjak, arzobispo de Presov. Queridos hermanos y hermanas, el palio que recibieron ayer estos prelados es signo de la unión con el Obispo de Roma. Con afecto os bendigo a vosotros y a vuestras familias. ¡Alabado sea Jesucristo!

Dirijo un cordial saludo a mons. Marin Srakic, el nuevo arzobispo metropolitano de Ðakovo-Osijek, a sus familiares y a los huéspedes que han venido a Roma desde la Croacia siempre fiel. El palio es signo del vínculo particular de los pastores de la Iglesia con el Sucesor de Pedro. A la vez que deseo que el Señor te guíe y te proteja a ti, venerado hermano, y a la comunidad de los fieles de la querida Eslavonia, imparto a todos una bendición especial. ¡Alabados sean Jesús y María!

Queridos amigos, demos gracias a Dios que no cesa de proporcionar pastores a su Iglesia, para guiarla con seguridad durante su peregrinación terrena. Recordemos siempre que para todo pastor la condición de su servicio es el amor a Cristo, a quien no se debe anteponer nada. "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". La pregunta de Cristo a Pedro debe resonar siempre en nuestro corazón, queridos hermanos, suscitando cada vez nuestra respuesta conmovida: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo". De este amor a Cristo brota la misión: "Apacienta mis ovejas" (Jn 21, 16.17). Esta misión se resume ante todo en dar testimonio de él, el Maestro y el Señor: "Sígueme" (Jn 21, 19). Que esta sea nuestra alegría, mientras que es ciertamente nuestra cruz: suave y ligera, porque es una cruz de amor.

Que vele siempre sobre vosotros y os sostenga la Virgen María, Madre de la esperanza; y os acompañe mi bendición apostólica, que de corazón os renuevo a cada uno de vosotros, a vuestros seres queridos y a todos los que han sido confiados a vuestro ministerio.


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ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UN CORO DE LA CIUDAD DE RATISBONA

Salón de los Suizos del palacio pontificio de Castelgandolfo
Sábado 5 de julio de 2008



Queridos amigos:

Me alegra vuestra visita, que me trae el recuerdo de la magnífica jornada en la que bendije el nuevo órgano, el "Benedikt-Orgel", en la "Antigua Capilla". Sigue imborrable en mi memoria cómo, en la armonía de ese excelente órgano, del coro dirigido por el señor Kohlhäufl y de la belleza de esa iglesia luminosa, experimentamos la alegría que viene de Dios, no sólo una "chispa" de los dioses, de la que habla Schiller, sino verdaderamente el esplendor del fuego del Espíritu Santo, que nos ha hecho escuchar en nuestro interior lo que sabemos también gracias al evangelio de san Juan: que él mismo es la alegría. Y esta alegría se nos comunicaba también a nosotros.

Me complace que este órgano siga sonando y ayude así a la gente a percibir algo del esplendor de nuestra fe, un esplendor encendido por el mismo Espíritu Santo. Así el órgano desempeña una función evangelizadora, anuncia el Evangelio a su manera.

Nosotros aquí no podemos ofrecer ni un órgano ni un coro, pero tenemos la belleza del "castillo" y la belleza del sur, que se difunde en todo el entorno. Aunque el sol en este momento irradia su calor de un modo tal vez demasiado abundante, nos queda la luz del sur como una pequeña fiesta que será para todos vosotros un grato recuerdo que podéis llevar a casa.

Veo que también me vais a dar algunos regalos; así pues, os quiero dar las gracias anticipadamente porque no habéis venido con las manos vacías. Os deseo jornadas muy hermosas y gratas aquí en Roma.

Asimismo, os ruego que transmitáis mi saludo a Ratisbona y a la "Antigua Capilla".


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Parole del Santo Padre nella Chiesa Parrocchiale di Bressanone (3 agosto 2008)

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VISITA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A OIES, LOCALIDAD DONDE NACIÓ SAN JOSÉ FREINADEMETZ

Martes 5 de agosto de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Me siento profundamente conmovido por esta acogida tan cordial y os la agradezco de todo corazón. Doy gracias al Señor por el don de este gran santo, san José Freinademetz, que nos indica el camino de la vida y también es un signo para el futuro de la Iglesia. Se trata de un santo de suma actualidad: sabemos que China está cobrando cada vez más importancia en la vida política y económica, e incluso en el ámbito de las ideas.

Es importante que este gran país se abra al Evangelio. Y san José Freinademetz nos muestra que la fe no es una alienación para ninguna cultura, para ningún pueblo, porque todas las culturas esperan a Cristo, y el Señor no las destruye, sino que, más bien, con él alcanzan su madurez.

Como nos acaban de recordar, san José Freinademetz no sólo quería vivir y morir como chino, sino también estar en el cielo como chino. Esto demuestra cuán profundamente se identificó con ese pueblo, con la certeza de que se abriría a la fe en Jesucristo.

Ahora, oremos a fin de que este gran santo sea para todos nosotros un estímulo a vivir de nuevo en nuestro tiempo la vida de fe, a ir hacia Cristo, porque sólo él, Cristo, puede unir a los pueblos, a las culturas. Y oremos también a fin de que infunda en muchos jóvenes la valentía necesaria para dedicar totalmente su vida al Señor y a su Evangelio.

Sencillamente, no puedo menos de expresar mi agradecimiento al Señor por habernos dado este santo y a todos vosotros por esta acogida, que me manifiesta de modo evidente que la Iglesia sigue viva también hoy y que la fe es una alegría que nos une y nos guía por los caminos de la vida.

Muchas gracias a todos.


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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON EL CLERO DE LA DIÓCESIS DE BOLZANO-BRESSANONE

Miércoles 6 de agosto de 2008

Santo Padre, me llamo Michael Horrer y soy seminarista. Con ocasión de la XXIII Jornada mundial de la juventud, celebrada en Sydney, Australia, en la que participé juntamente con otros jóvenes de nuestra diócesis, usted reafirmó continuamente a los cuatrocientos mil jóvenes presentes la importancia de la obra del Espíritu Santo en nosotros, los jóvenes, y en la Iglesia. El tema de la Jornada era: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos" (Hch 1, 8). Hemos regresado fortalecidos por el Espíritu Santo y por sus palabras. Le pregunto: ¿Cómo podemos vivir concretamente en nuestra vida diaria los dones del Espíritu Santo y testimoniarlos a los demás, de modo que también nuestros parientes, amigos y conocidos experimenten la fuerza del Espíritu Santo y así podamos cumplir nuestra misión de testigos de Cristo? ¿Qué nos aconseja para lograr que nuestra diócesis siga siendo joven a pesar del envejecimiento del clero, y para que permanezca abierta a la acción del Espíritu de Dios, que guía a la Iglesia?

Gracias por su pregunta. Me alegra ver un seminarista, un candidato al sacerdocio de esta diócesis, en cuyo rostro puedo descubrir, en cierto sentido, el rostro joven de la diócesis. Asimismo, me alegra saber que usted, juntamente con otros, estuvo en Sydney, donde en una gran fiesta de la fe experimentamos juntos precisamente la juventud de la Iglesia. También para los australianos fue una gran experiencia. Al inicio miraban esta Jornada mundial de la juventud con gran escepticismo, porque como es obvio implicaría muchas dificultades para su vida diaria, muchas molestias, como por ejemplo para el tráfico, etc. Pero al final, como hemos visto también en los medios de comunicación social, cuyos prejuicios fueron desapareciendo poco a poco, todos se sintieron implicados en ese clima de alegría y de fe. Vieron que los jóvenes vienen y no crean problemas de seguridad ni de ningún otro tipo, sino que saben estar juntos con alegría. También vieron que hoy la fe es una fuerza presente; que es una fuerza capaz de dar la orientación correcta a las personas. Por eso, fue un tiempo en que sentimos realmente el soplo del Espíritu Santo, que barre los prejuicios, que hace entender a los hombres que aquí encontramos lo que nos interesa realmente, que esta es la dirección que debemos tomar, que así se puede vivir, que así nos abrimos al futuro.

Usted ha dicho, con razón, que fue un tiempo fuerte, del que hemos traído a casa una llamita. Ahora bien, en la vida diaria es mucho más difícil percibir concretamente la acción del Espíritu Santo o incluso ser personalmente un medio para que él pueda estar presente, para que se realice aquel soplo que barre los prejuicios del tiempo, que en medio de la oscuridad crea la luz y nos hace sentir que la fe no sólo tiene un futuro, sino que es el futuro.

¿Cómo podemos realizar eso? Ciertamente, nosotros solos no somos capaces. Al final, es el Señor quien nos ayuda, pero nosotros debemos ser instrumentos disponibles. Yo diría simplemente: nadie puede dar lo que no posee él mismo, es decir, no podemos transmitir el Espíritu Santo de modo eficaz, hacerlo perceptible, si nosotros mismos no estamos cerca de él. Precisamente por eso creo que lo más importante es que nosotros mismos permanezcamos, por decirlo así, en el radio del soplo del Espíritu Santo, en contacto con él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro interior por el Espíritu Santo, sólo si él está presente en nosotros, podemos también nosotros transmitirlo a los demás. Entonces él nos da ideas creativas, sugiriéndonos cómo actuar. Nos da ideas que no se pueden programar, sino que surgen en la situación misma, porque allí está actuando el Espíritu Santo. Así pues, el primer punto es: nosotros mismos debemos permanecer en el radio del soplo del Espíritu Santo.

El Evangelio de san Juan nos cuenta que, después de la Resurrección, el Señor se aparece a los discípulos, sopla sobre ellos y les dice: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Se trata de un texto paralelo al del Génesis, donde Dios sopla sobre el polvo de la tierra y este cobra vida, convirtiéndose en hombre. Ahora bien, el hombre, interiormente oscurecido y medio muerto, recibe de nuevo el soplo de Cristo, y este soplo de Dios que le da una nueva dimensión de vida, le da la vida con el Espíritu Santo.

Así pues, podemos decir que el Espíritu Santo es el soplo de Jesucristo, y nosotros, en cierto sentido, debemos pedir a Cristo que sople siempre sobre nosotros a fin de que ese soplo sea vivo y fuerte en nosotros, y actúe en el mundo. Eso significa, por tanto, que debemos mantenernos cerca de Cristo. Lo hacemos meditando en su Palabra. Sabemos que el autor principal de la Sagrada Escritura es el Espíritu Santo. Cuando a través de ella hablamos con Dios, cuando en ella no buscamos sólo el pasado sino verdaderamente al Señor presente que nos habla, entonces es como si nos encontráramos —como dije también en Australia— paseando en el jardín del Espíritu Santo: nosotros hablamos con él y él habla con nosotros. Aprender a ser de casa en este ámbito, en el ámbito de la palabra de Dios, es muy importante, pues en cierto sentido nos introduce en el soplo de Dios.

Luego, naturalmente, este escuchar, este caminar en el ámbito de la Palabra, debe convertirse en una respuesta, una respuesta en la oración, en el contacto con Cristo. Y, como es obvio, ante todo en el santo sacramento de la Eucaristía, en el que él sale a nuestro encuentro y entra en nosotros, casi se funde con nosotros. Pero también en el sacramento de la Penitencia, que siempre nos purifica, nos lava y elimina las oscuridades que la vida diaria pone en nosotros.

En pocas palabras, una vida con Cristo en el Espíritu Santo, en la palabra de Dios y en la comunión de la Iglesia, en su comunidad viva. San Agustín dijo: "Si quieres el Espíritu de Dios, debes estar en el Cuerpo de Cristo". El Cuerpo místico de Cristo es el ámbito de su Espíritu.

Todo esto debería marcar el desarrollo de nuestra jornada, de modo que sea una jornada estructurada, un día en el que Dios siempre tenga acceso a nosotros, en que estemos continuamente en contacto con Cristo, en que precisamente por eso recibamos continuamente el soplo del Espíritu Santo. Si hacemos esto, si no somos demasiado perezosos, indisciplinados o indolentes, entonces nos sucederá algo, entonces nuestra jornada tomará una forma, entonces nuestra vida misma tomará una forma en ella y esta luz emanará de nosotros sin que tengamos que ponernos a pensar demasiado, sin que tengamos que adoptar un modo de actuar —por decirlo así— "propagandístico", pues vendrá por sí mismo, dado que refleja nuestro espíritu.

A esa dimensión yo añadiría una segunda, lógicamente relacionada con la primera: si vivimos con Cristo, también las cosas humanas nos saldrán bien. En efecto, la fe no implica sólo un aspecto sobrenatural; además, reconstruye al hombre, devolviéndolo a su humanidad, como lo muestra el paralelo entre el Génesis y el capítulo 20 del Evangelio de san Juan. La fe se basa precisamente en la virtudes naturales: la honradez, la alegría, la disponibilidad a escuchar al prójimo, la capacidad de perdonar, la generosidad, la bondad, la cordialidad entre las personas.

Estas virtudes humanas indican que la fe está realmente presente, que verdaderamente estamos con Cristo. Y creo que, también por lo que se refiere a nosotros mismos, deberíamos poner mucha atención en esto: hacer que madure en nosotros la auténtica humanidad, porque la fe implica la plena realización del ser humano, de la humanidad. Deberíamos poner mucha atención en realizar bien y de modo correcto nuestros deberes humanos: en la profesión, en el respeto al prójimo, preocupándonos de los demás, que es el mejor modo de preocuparnos de nosotros mismos, pues pensar en el prójimo es el mejor modo de pensar en nosotros mismos.

De aquí nacen luego las iniciativas que no se pueden programar: las comunidades de oración, las comunidades que leen juntas la Biblia o también la ayuda efectiva a los necesitados, a los que atraviesan dificultades, a los marginados, a los enfermos, a los discapacitados, y muchas otras más... Así se nos abren los ojos para ver nuestras capacidades personales, para poner en marcha otras iniciativas y saber infundir en los demás la valentía de hacer lo mismo. Precisamente estas obras humanas nos fortalecen, poniéndonos nuevamente, de algún modo, en contacto con el Espíritu de Dios.

El gran maestre de los Caballeros de la Orden de Malta en Roma me contó que en Navidad fue, con algunos jóvenes, a la estación para llevar algo de Navidad a las personas abandonadas. Cuando se retiraba, escuchó que uno de los jóvenes le decía a otro: "Esto es más fuerte que la discoteca. Esto es realmente hermoso, pues puedo hacer algo por los demás". Estas son las iniciativas que el Espíritu Santo suscita en nosotros. Sin muchas palabras, nos hacen sentir la fuerza del Espíritu. Así prestamos atención a Cristo.

Tal vez he dicho pocas cosas concretas, pero creo que lo más importante es que, ante todo, nuestra vida esté orientada hacia el Espíritu Santo, para que vivamos en el ámbito del Espíritu, en el Cuerpo de Cristo, y que luego, a partir de esto, experimentemos la humanización, cultivemos las sencillas virtudes humanas y así aprendamos a ser buenos en el sentido más amplio de la palabra. De este modo se adquiere sensibilidad para las iniciativas de bien que luego naturalmente desarrollan una fuerza misionera y, en cierto sentido, preparan el momento en que resulta sensato y comprensible hablar de Cristo y de nuestra fe.

Santo Padre, me llamo Willibald Hopfgartner. Soy franciscano y trabajo en la escuela y en varios ámbitos de la dirección de la Orden. En su discurso de Ratisbona, usted subrayó el vínculo sustancial que existe entre el Espíritu Santo y la razón humana. Por otro lado, usted siempre ha puesto de relieve la importancia del arte y de la belleza, de la estética. Entonces, además del diálogo conceptual sobre Dios (en teología), ¿no se debería reafirmar siempre la experiencia estética de la fe en el ámbito de la Iglesia, para el anuncio y la liturgia?

Gracias. Sí, creo que las dos cosas van unidas: la razón, la precisión, la honradez de la reflexión sobre la verdad, y la belleza. Una razón que de algún modo quisiera despojarse de la belleza, quedaría mermada, sería una razón ciega. Sólo las dos cosas unidas forman el conjunto, y para la fe esta unión es importante. La fe debe afrontar continuamente los desafíos del pensamiento de esta época, para que no parezca una especie de leyenda irracional que nosotros mantenemos viva, sino que sea realmente una respuesta a los grandes interrogantes; para que no sea sólo una costumbre, sino verdad, como dijo una vez Tertuliano.

San Pedro, en su primera carta, escribió aquella frase que los teólogos de la Edad Media tomaron como legitimación, casi como encargo para su labor teológica: "Estad siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza" (1 P 3, 15). Apología del logos de la esperanza, es decir, transformar el logos, la razón de la esperanza en apología, en respuesta a los hombres. Evidentemente, san Pedro estaba convencido de que la fe era logos, de que era una razón, una luz que proviene de la Razón creadora, y no una mezcla, fruto de nuestro pensamiento. Precisamente por eso es universal; por eso puede ser comunicada a todos.

Este Logos creador no es sólo un logos técnico —sobre este aspecto volveremos en otra respuesta—; es amplio, es un logos que es amor y que, por tanto, puede expresarse en la belleza y en el bien. En realidad, ya he dicho en otra ocasión que para mí el arte y los santos son la mayor apología de nuestra fe. Los argumentos aducidos por la razón son muy importantes, y no se puede renunciar a ellos; pero luego, a pesar de ellos, sigue existiendo el disenso.

En cambio, al contemplar a los santos, esta gran estela luminosa con la que Dios ha atravesado la historia, vemos que allí hay verdaderamente una fuerza del bien que resiste al paso de los milenios, allí está realmente la luz de luz. Del mismo modo, al contemplar las bellezas creadas por la fe, constatamos que son sencillamente la prueba viva de la fe. Esta hermosa catedral es un anuncio vivo. Ella misma nos habla y, partiendo de la belleza de la catedral, logramos anunciar de una forma visible a Dios, a Cristo y todos sus misterios: aquí han tomado forma y nos miran.

Todas las grandes obras de arte, todas las catedrales —las catedrales góticas y las espléndidas iglesias barrocas—, son un signo luminoso de Dios y, por ello, una manifestación, una epifanía de Dios. En el cristianismo se trata precisamente de esta epifanía: Dios se hizo una velada Epifanía, aparece y resplandece.

Acabamos de escuchar el órgano en todo su esplendor. Yo creo que la gran música que nació en la Iglesia sirve para hacer audible y perceptible la verdad de nuestra fe, desde el canto gregoriano hasta la música de las catedrales, con Palestrina y su época, Bach, Mozart, Bruckner, y otros muchos. Al escuchar todas estas obras —las Pasiones de Bach, su Misa en si bemol, y las grandes composiciones espirituales de la polifonía del siglo XVI, de la escuela vienesa, de toda la música, incluso de compositores menos famosos— inmediatamente sentimos: ¡es verdad! Donde nacen obras de este tipo, está la Verdad. Sin una intuición que descubre el verdadero centro creador del mundo, no puede nacer esa belleza.

Por eso, creo que siempre deberíamos procurar que ambas cosas vayan unidas, que estén juntas. Cuando, en nuestra época, discutimos sobre la racionalidad de la fe, discutimos precisamente del hecho de que la razón no acaba donde acaban los descubrimientos experimentales, no acaba en el positivismo. La teoría del evolucionismo ve la verdad, pero sólo ve la mitad de esa verdad. No ve que detrás está el Espíritu de la creación.

Nosotros luchamos para que se amplíe la razón y, por tanto, para una razón que esté abierta también a la belleza, de modo que no deba dejarla aparte como algo totalmente diverso e irracional. El arte cristiano es un arte racional —pensemos en el arte gótico o en la gran música, o incluso en nuestro arte barroco—, pero es expresión artística de una razón muy amplia, en la que el corazón y la razón se encuentran. Esta es la cuestión. A mi parecer, esto es, de algún modo, la prueba de la verdad del cristianismo: el corazón y la razón se encuentran, la belleza y la verdad se tocan. Y cuanto más logremos nosotros mismos vivir en la belleza de la verdad, tanto más la fe podrá volver a ser creativa también en nuestro tiempo y a expresarse de forma artística convincente.

Así pues, querido padre Hopfgartner, gracias por su pregunta. Tratemos de hacer que las dos categorías, la estética y la noética, estén unidas, y que en esta gran amplitud se manifieste la integridad y la profundidad de nuestra fe.

Santo Padre, soy don Willi Fusaro, tengo 42 años y estoy enfermo desde el año de mi ordenación sacerdotal. Fui ordenado en junio de 1991. Luego, en septiembre de ese mismo año me diagnosticaron esclerosis múltiple. Soy cooperador parroquial en la parroquia del Corpus Christi de Bolzano. Me impresionó mucho la figura del Papa Juan Pablo II, sobre todo en el último tiempo de su pontificado, cuando llevaba con valentía y humildad, ante el mundo entero, su debilidad humana. Dado que usted estuvo muy cerca de su amado predecesor, y de acuerdo con su experiencia personal, ¿qué palabras me puede comunicar, nos puede comunicar a todos, para ayudar realmente a los sacerdotes ancianos y enfermos a vivir bien y fructuosamente su sacerdocio en el presbiterio y en la comunidad cristiana? Muchas gracias.

Gracias, padre. Para mí las dos partes del pontificado del Papa Juan Pablo II son igualmente importantes. En la primera parte lo vimos como gigante de la fe: con una valentía increíble, con una fuerza extraordinaria, con una verdadera alegría de la fe, con una gran lucidez, llevó hasta los confines de la tierra el mensaje del Evangelio. Habló con todos, abrió nuevos caminos con los Movimientos, con el diálogo interreligioso, con los encuentros ecuménicos, con la profundización de la escucha de la palabra de Dios, con todo, con su amor a la sagrada liturgia. Realmente, podemos decir que hizo caer no los muros de Jericó, sino los muros entre dos mundos, precisamente con la fuerza de su fe. Este testimonio sigue siendo inolvidable, sigue siendo una luz para este nuevo milenio.

Ahora bien, para mí sus últimos años de pontificado no tuvieron una importancia menor, por el testimonio humilde de su pasión. ¡Cómo llevó la cruz del Señor ante todos nosotros y realizó las palabras del Señor: "Seguidme, llevando la cruz juntamente conmigo y siguiéndome a mí"! Esta humildad, esta paciencia con la que aceptó casi la destrucción de su cuerpo, la incapacidad cada vez mayor de usar la palabra, él que había sido maestro de la palabra. Y así, creo yo, nos mostró visiblemente la verdad profunda de que el Señor nos redimió con su cruz, con la Pasión, como acto supremo de su amor. Nos mostró que el sufrimiento no es sólo un "no", algo negativo, la falta de algo, sino que es una realidad positiva; que el sufrimiento aceptado por amor a Cristo, por amor a Dios y a los demás, es una fuerza redentora, una fuerza de amor y no menos poderosa que los grandes actos que había realizado en la primera parte de su pontificado. Nos enseñó un nuevo amor a los que sufren y nos hizo comprender lo que quiere decir: "en la cruz y por la cruz hemos sido salvados".

También en la vida del Señor tenemos estos dos aspectos. La primera parte, en la que enseña la alegría del reino de Dios, da sus dones a los hombres; y luego, en la segunda parte, el sumergirse en la Pasión, hasta el último grito en la cruz. Precisamente así nos enseñó quién es Dios, que Dios es amor y que, al identificarse con nuestro sufrimiento de seres humanos, nos toma en sus manos y nos sumerge en su amor, y sólo el amor es el baño de redención, de purificación y de un nuevo nacimiento.

Por eso, me parece que todos nosotros —siempre en un mundo que vive de activismo, de juventud, de ser joven, fuerte, hermoso, de lograr hacer grandes cosas— debemos aprender la verdad del amor que se convierte en pasión y precisamente así redime al hombre y lo une a Dios amor.

Por consiguiente, quiero dar las gracias a todos los que aceptan el sufrimiento, a los que sufren con el Señor. Y quiero animar a todos a tener un corazón abierto a los que sufren, a los ancianos, para comprender que precisamente su pasión es una fuente de renovación para la humanidad y crea en nosotros amor, nos une al Señor. Pero, al final, siempre es difícil sufrir.

Recuerdo a la hermana del cardenal Mayer: estaba muy enferma, y, cuando perdía la paciencia, él le decía: "Mira, tú estás ahora con el Señor". Y ella le respondía: "Para ti es fácil decir eso, porque tú estás sano, pero yo estoy en la pasión". Es verdad; en la pasión verdadera siempre resulta difícil unirse realmente al Señor y permanecer en esta disposición de unión con el Señor doliente.
Oremos, pues, por todos los que sufren y hagamos lo que esté de nuestra parte para ayudarles; mostremos nuestra gratitud por su sufrimiento y ayudémosles en la medida en que podamos, con gran respeto por el valor de la vida humana, precisamente de la vida que sufre hasta el final. Y este es un mensaje fundamental del cristianismo, que viene de la teología de la cruz: que el sufrimiento, la pasión, es presencia del amor de Cristo, es desafío para nosotros a unirnos a su Pasión.

Debemos amar a los que sufren, no sólo con palabras, sino con toda nuestra acción y nuestro compromiso. Sólo así somos cristianos realmente. En mi encíclica Spe salvi escribí que la capacidad de aceptar el sufrimiento y a los que sufren es la medida de la humanidad que se posee (cf. Spe salvi, 38). Donde falta esta capacidad, el hombre queda limitado, redimensionado. Por tanto, oremos al Señor para que nos ayude en nuestro sufrimiento y nos impulse a estar cerca de todos los que sufren en este mundo.

Santo Padre, me llamo Karl Golser. Soy profesor de teología moral aquí, en Bressanone, y también director del Instituto para la justicia, la paz y la tutela de la creación; también soy canónigo. Me complace recordar el tiempo en que pude trabajar con usted en la Congregación para la doctrina de la fe. Como usted sabe, la Iglesia católica ha forjado profundamente la historia y la cultura de nuestro país. Sin embargo, hoy, a veces tenemos la sensación de que, como Iglesia, en cierto sentido nos hemos retirado a la sacristía. Las declaraciones del magisterio pontificio sobre las grandes cuestiones sociales no encuentran el debido eco en las parroquias y en las comunidades eclesiales. Aquí, en Alto Adige, por ejemplo, las autoridades y muchas asociaciones dedican mucha atención a los problemas ambientales y de modo especial a los cambios climáticos: los temas principales son el derretimiento de los glaciares, los desprendimientos de tierra en las montañas, los problemas del coste de la energía, el tráfico y la contaminación atmosférica. Son muchas las iniciativas en favor de la tutela del ambiente. Sin embargo, para la mayor parte de nuestros fieles esto tiene poca relación con la fe. ¿Qué podemos hacer para llevar más a la vida de las comunidades cristianas el sentido de responsabilidad con respecto a la creación? ¿Cómo podemos llegar a ver cada vez más unidas la Creación y la Redención? ¿Cómo podemos vivir de modo ejemplar un estilo de vida cristiano, que sea duradero? Y ¿cómo unirlo a una calidad de vida que sea atractiva para todos los hombres de nuestra tierra?

Muchas gracias por su pregunta, querido profesor Golser. Seguramente usted podría responder mucho mejor que yo a esas cuestiones, pero a pesar de ello trataré de decir algo. Usted ha tocado el tema de la Creación y de la Redención. Yo creo que es necesario poner nuevamente de relieve este vínculo inseparable. En las últimas décadas, la doctrina de la Creación casi había desaparecido de la teología, casi era imperceptible. Ahora nos damos cuenta de los daños que derivan de esa actitud. El Redentor es el Creador, y si nosotros no anunciamos a Dios en toda su grandeza, de Creador y de Redentor, quitamos valor también a la Redención.

En efecto, si Dios no tiene nada que decir en la creación; si es relegado sólo a un ámbito de la historia, ¿cómo puede comprender realmente toda nuestra vida? ¿Cómo podrá traer verdaderamente la salvación para el hombre en su integridad y para el mundo en su totalidad? Por eso, para mí, la renovación de la doctrina de la Creación y una nueva comprensión de la inseparabilidad de la Creación y la Redención reviste una grandísima importancia. Debemos reconocer de nuevo que él es el creator Spiritus, la Razón que es el principio y de la que todo nace y de la que nuestra razón no es más que una chispa. Y es él, el Creador mismo, quien también entró en la historia y puede entrar en la historia y actuar en ella precisamente porque él es el Dios del conjunto y no sólo de una parte.

Si reconocemos esto, se seguirá obviamente que la Redención, el ser cristianos, es decir, sencillamente la fe cristiana, implican siempre y de cualquier forma también responsabilidad con respecto a la creación. Hace veinte o treinta años se acusaba a los cristianos —no sé si se les sigue acusando de esto— de que eran los verdaderos responsables de la destrucción de la creación, porque las palabras del Génesis —"someted la tierra"— habrían llevado a una arrogancia con respecto a la creación, cuyas consecuencias nosotros sufrimos hoy.

Creo que debemos esforzarnos de nuevo por ver toda la falsedad que encierra esa acusación: a la vez que la tierra se consideraba creación de Dios, la tarea de "someterla" nunca se entendió como una orden de hacerla esclava, sino más bien como la tarea de ser custodios de la creación y de desarrollar sus dones, de colaborar nosotros mismos activamente en la obra de Dios, en la evolución que él ha puesto en el mundo, de forma que los dones de la creación sean valorados y no pisoteados y destruidos.

Si pensamos en lo que ha surgido en torno a los monasterios; si vemos cómo en esos lugares han surgido y siguen surgiendo pequeños paraísos, oasis de la creación, resulta evidente que todo eso no son sólo palabras. Donde la palabra del Creador se ha entendido de modo correcto, donde ha habido vida con el Creador redentor, allí las personas se han comprometido en la tutela de la creación y no en su destrucción.

En este contexto se puede citar el capítulo 8 de la carta a los Romanos, donde se dice que la creación sufre y gime por la sumisión en que se encuentra y que espera la revelación de los hijos de Dios: se sentirá liberada cuando vengan criaturas, hombres que son hijos de Dios y que la tratarán desde Dios. Yo creo que es precisamente esto lo que nosotros podemos constatar como realidad: la creación gime —lo percibimos, casi lo sentimos— y espera personas humanas que la miren desde Dios.

El consumo brutal de la creación comienza donde no está Dios, donde la materia es sólo material para nosotros, donde nosotros mismos somos las últimas instancias, donde el conjunto es simplemente una propiedad nuestra y el consumo es sólo para nosotros mismos. El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que sólo nos vemos a nosotros mismos; comienza donde no existe ya ninguna dimensión de la vida más allá de la muerte, donde en esta vida debemos acapararlo todo y poseer la vida de la forma más intensa posible, donde debemos poseer todo lo que es posible poseer.

Por tanto, yo creo que sólo se pueden realizar y desarrollar, comprender y vivir, instancias verdaderas y eficaces contra el derroche y la destrucción de la creación donde la creación se considera desde Dios, donde la vida se considera desde Dios y tiene dimensiones mayores, en la responsabilidad ante Dios. Un día Dios nos dará la vida en plenitud, y ya no nos será quitada: al dar la vida, nosotros la recibimos.

Así, yo creo que debemos esforzarnos con todos los medios que tenemos por presentar la fe en público, especialmente donde ya hay sensibilidad respecto de ella. Y pienso que la sensación de que el mundo se nos está escapando —porque somos nosotros mismos los que lo estamos expulsando— y el sentirnos agobiados por los problemas de la creación, precisamente esto nos brinda una ocasión propicia para hablar públicamente de nuestra fe y hacer que se la considere como una instancia que propone. En efecto, no se trata sólo de encontrar técnicas que prevengan los daños, aunque es importante descubrir energías alternativas y otras cosas. Todo eso no bastará si nosotros mismos no asumimos un nuevo estilo de vida, una disciplina, hecha también de renuncias; una disciplina que nos obligue a reconocer a los demás, a los que pertenece la creación tanto como a nosotros, los que más fácilmente podemos disponer de ella; una disciplina de la responsabilidad con respecto al futuro de los demás y a nuestro mismo futuro, porque es responsabilidad ante Aquel que es nuestro Juez y, en cuanto Juez, también nuestro Redentor, pero también es verdaderamente nuestro Juez.

Por consiguiente, creo que es necesario poner siempre juntas las dos dimensiones —la Creación y la Redención, la vida terrena y la vida eterna, la responsabilidad con respecto a la creación y la responsabilidad con respecto a los demás y con respecto al futuro—, y que tenemos la tarea de intervenir así, de manera clara y decidida, en la opinión pública. Para que se nos escuche, al mismo tiempo debemos demostrar con nuestro ejemplo, con nuestro propio estilo de vida, que estamos hablando de un mensaje en el que nosotros mismos creemos y según el cual se puede vivir. Y pedimos al Señor que nos ayude a todos a vivir la fe, la responsabilidad de la fe, de tal manera que nuestro estilo de vida se transforme en testimonio; y que nos ayude a hablar de tal manera que nuestras palabras transmitan de modo creíble la fe como orientación en nuestro tiempo.

Santo Padre, me llamo Franz Pixner y soy párroco de dos grandes parroquias. Yo mismo y muchos otros sacerdotes, e incluso laicos, estamos preocupados por el aumento creciente del trabajo pastoral, entre otras causas por las unidades pastorales que se están creando: la fuerte presión del trabajo, la falta de reconocimiento, las dificultades con respecto al Magisterio, la soledad, la disminución del número de sacerdotes, pero también de las comunidades de fieles. Muchos se preguntan qué nos está pidiendo Dios en esta situación y de qué modo el Espíritu Santo quiere animarnos. En este contexto surgen preguntas, por ejemplo con respecto al celibato de los sacerdotes; a la ordenación sacerdotal de "viri probati"; a la implicación de los carismas, especialmente de los carismas de las mujeres, en la pastoral; al encargo a colaboradoras y colaboradores formados en teología para conferir el bautismo y tener homilías. También se plantea la pregunta de cómo podemos los sacerdotes, ante los nuevos desafíos, ayudarnos mutuamente en una comunidad fraterna, y esto en los diversos niveles de diócesis, decanato, unidad pastoral y parroquia.

Querido decano, ha planteado usted una serie de preguntas que ocupan y preocupan a los pastores y a todos nosotros en esta época. Ciertamente, usted es consciente de que yo no puedo dar una respuesta a todo en este momento. Me imagino que usted habrá reflexionado con frecuencia en todo esto también en diálogo con el obispo, y nosotros por nuestra parte hablamos de ello en los Sínodos de los obispos. A mi parecer, todos necesitamos mantener este diálogo entre nosotros, el diálogo de la fe y de la responsabilidad, para encontrar el camino correcto en este tiempo difícil, en muchos aspectos, para la fe y arduo para los sacerdotes. Nadie tiene una receta pronta. Todos juntos la estamos buscando.

Con esta reserva, es decir, que juntamente con todos vosotros yo me encuentro en este proceso de esfuerzo y de lucha interior, trataré de decir unas palabras al respecto, como parte de un diálogo más amplio.

En mi respuesta, quiero tratar dos aspectos fundamentales. Por una parte, el hecho de que el sacerdote es insustituible, así como el significado y el modo del ministerio sacerdotal hoy; por otra —y esto hoy resalta más que antes— la multiplicidad de los carismas y el hecho de que todos juntos son Iglesia, edifican la Iglesia y, por esto, debemos esforzarnos por suscitar los carismas, debemos cuidar este conjunto vivo que luego sostiene también al sacerdote. Él sostiene a los demás, y los demás lo sostienen a él. Solamente en este conjunto complejo y variado la Iglesia puede crecer hoy y hacia el futuro.

Por una parte, siempre habrá necesidad del sacerdote totalmente entregado al Señor y, por eso, totalmente entregado al hombre. En el Antiguo Testamento está la llamada a la santificación, que más o menos corresponde a lo que nosotros entendemos por consagración, incluso con la ordenación sacerdotal: hay algo que es consagrado a Dios y, por eso, es apartado de la esfera de lo común, es dado a Dios. Pero esto significa que desde ese momento está a disposición de todos. Precisamente por haber sido apartado y dado a Dios, ya no está aislado, sino que ha sido elevado gracias al "para": para todos.

Creo que esto se puede aplicar también al sacerdocio de la Iglesia. Significa que, por un lado, hemos sido entregados al Señor, apartados de la esfera común, pero, por otro, hemos sido entregados a él porque de este modo podemos pertenecerle totalmente y así pertenecer totalmente a los demás. Debemos tratar de explicar continuamente esto a los jóvenes, que son idealistas y quieren hacer algo por los demás; explicarles que precisamente el hecho de haber sido "apartados del común" significa "entrega al conjunto" y que esto es un modo importante, el modo más importante de servir a los hermanos. Y de esto forma parte también el ponerse verdaderamente a disposición del Señor con la totalidad del propio ser y estar por eso totalmente a disposición de los hombres. Creo que el celibato es una expresión fundamental de esta totalidad y ya por esto es un gran reclamo en este mundo, porque sólo tiene sentido si creemos verdaderamente en la vida eterna y si creemos que Dios nos compromete y que nosotros podemos vivir para él.

Así pues, el sacerdote es insustituible porque en la Eucaristía, partiendo de Dios, siempre edifica la Iglesia; porque en el sacramento de la Penitencia siempre nos confiere la purificación; porque en el sacramento el sacerdote es, precisamente, un ser implicado en el "para" de Jesucristo. Pero yo sé bien que hoy, cuando un sacerdote no sólo debe guiar una parroquia fácil de dirigir, sino varias parroquias, unidades pastorales; cuando debe estar a disposición de un consejo o de otro, y así sucesivamente, le resulta muy difícil llevar esa vida. Creo que en esta situación es importante tener valentía para ponerse un límite y establecer claramente las prioridades. Una prioridad fundamental de la vida sacerdotal es estar con el Señor y, por tanto, dedicar tiempo a la oración. San Carlos Borromeo decía siempre: "No podrás cuidar el alma de los demás si descuidas la tuya. Al final, tampoco harás nada por los demás. Debes dedicar también tiempo a estar con Dios".

Por tanto, quiero subrayar lo siguiente: por más compromisos que podamos tener, es una prioridad encontrar cada día una hora de tiempo para estar en silencio para el Señor y con el Señor, como la Iglesia nos propone hacer con el Breviario, con las oraciones del día, para poder así enriquecernos siempre interiormente, para volver, como dije al responder a la primera pregunta, al radio del soplo del Espíritu Santo. Con este punto de partida ya puedo ordenar las prioridades. Debo aprender a ver qué es verdaderamente esencial, dónde se requiere absolutamente mi presencia de sacerdote y no puedo delegar a nadie. Al mismo tiempo, debo aceptar con humildad el hecho de no poder realizar muchas cosas que tendría que hacer, donde se requeriría mi presencia, porque reconozco mis límites. Yo creo que la gente comprendería esta humildad.

Ahora, a eso quiero unir un segundo aspecto: saber delegar, llamar a las personas a colaborar. Yo tengo la impresión de que la gente lo comprende y también lo aprecia, cuando un sacerdote está con Dios, cuando se entrega a su misión de ser quien ora por los demás. Nosotros —dicen— no somos capaces de orar tanto; tú debes hacerlo por nosotros. En el fondo, tú tienes el oficio de orar por nosotros. Quieren un sacerdote que honradamente se esfuerce por vivir con el Señor y luego esté a disposición de los hombres, de los que sufren, de los moribundos, de los niños, de los jóvenes —yo diría que estas son las prioridades—, y que luego sepa también distinguir las cosas que los demás pueden hacer mejor que él, dejando actuar así a los carismas.

Pienso en los Movimientos y en muchas otras formas de colaboración en la parroquia. Sobre todo esto se reflexiona juntamente también en la diócesis misma, se crean formas y se promueven intercambios. Con razón usted dijo que en ello es importante mirar, más allá de la parroquia, hacia la comunidad de la diócesis, más aún, hacia la comunidad de la Iglesia universal, que a su vez debe dirigir su mirada a lo que sucede en la parroquia, analizando cuáles consecuencias derivan de ello para el sacerdote.

Usted tocó, además, otro punto muy importante a mi parecer: los sacerdotes, aunque tal vez viven geográficamente más lejos unos de otros, son una verdadera comunidad de hermanos, que deben sostenerse y ayudarse mutuamente. Esta comunión entre los sacerdotes hoy es muy importante. Precisamente para no caer en el aislamiento, en la soledad con sus tristezas, es importante encontrarnos con regularidad. Corresponde a la diócesis establecer cómo se han de realizar del mejor modo posible los encuentros entre los sacerdotes —hoy tenemos los coches, que facilitan los desplazamientos— para que experimentemos continuamente el estar juntos, para que aprendamos unos de otros, para que nos corrijamos y nos ayudemos mutuamente, para que nos animemos y nos consolemos, de modo que en esta comunión del presbiterio, juntamente con el obispo, podamos prestar nuestro servicio a la Iglesia local.

Precisamente: ningún sacerdote está solo; formamos un presbiterio, y cada uno sólo puede prestar su servicio en esta comunión con el obispo. Ahora bien, esta hermosa comunión, que todos admitimos en el plano teológico, debe llevarse también a la práctica, de las maneras que establezca la Iglesia local. Y debe ampliarse, porque tampoco ningún obispo es obispo solo, sino que es obispo en el Colegio, en la gran comunión de los obispos. Esta es la comunión en la que debemos comprometernos siempre. Y este es un aspecto muy hermoso del catolicismo: a través del Primado, que no es una monarquía absoluta, sino un servicio de comunión, podemos tener la certeza de esta unidad, de forma que en una gran comunidad, con muchas voces, todos juntos hagamos resonar la gran música de la fe en este mundo.

Pidamos al Señor que nos consuele siempre cuando creemos que ya no aguantamos más. Sostengámonos unos a otros. Así el Señor nos ayudará a encontrar juntos los caminos correctos.

Santo Padre, soy Paolo Rizzi, párroco y profesor de teología en el Instituto superior de ciencias religiosas. Nos gustaría saber su opinión pastoral sobre la situación de los sacramentos de la primera Comunión y de la Confirmación. Cada vez con mayor frecuencia, los niños, los muchachos y las muchachas que reciben estos sacramentos se preparan con empeño por lo que se refiere a los encuentros de catequesis, pero no participan en la Eucaristía dominical. Entonces cabe preguntarse: ¿qué sentido tiene todo esto? A veces sentimos la tentación de decir: "Entonces, mejor quedaos en vuestra casa". En cambio, se los sigue aceptando, como siempre, pensando que en cualquier caso es mejor no apagar el pabilo de la llamita que tiembla. Es decir, se piensa que, de cualquier modo, el don del Espíritu puede influir más allá de lo que vemos y que en una época de transición como esta es más prudente no tomar decisiones drásticas. Más en general, hace treinta o treinta y cinco años yo creía que nos estábamos encaminando a ser un pequeño rebaño, una comunidad de minoría, más o menos en toda Europa; y que, por consiguiente, se debería dar los sacramentos sólo a quienes se comprometen verdaderamente en la vida cristiana. Luego, entre otras razones por el estilo del pontificado de Juan Pablo II, he reconsiderado la situación. Si se pueden hacer previsiones para el futuro, ¿qué piensa usted? ¿Qué actitudes pastorales nos puede indicar? Gracias.

Bien; no puedo darle una respuesta infalible en este momento. Sólo puedo tratar de responder según lo veo yo. Puedo decir que yo he recorrido un itinerario semejante al suyo. En mi juventud yo era más bien severo. Decía: los sacramentos son los sacramentos de la fe; por tanto, donde no hay fe, donde no hay práctica de la fe, los sacramentos no se pueden conferir. Después, siendo arzobispo de Munich, hablaba de ello con mis párrocos. También entre ellos había dos corrientes: una severa y una condescendiente. A lo largo de los tiempos también yo he comprendido que debemos seguir siempre el ejemplo del Señor, que estaba muy abierto incluso hacia las personas marginadas en Israel en aquella época; era un Señor de la misericordia, según muchas autoridades oficiales demasiado abierto hacia los pecadores, a los que acogía o permitía que lo acogieran a él en sus cenas, atrayéndolos hacia sí en su comunión.

Así pues, en sustancia, yo creo que los sacramentos son naturalmente sacramentos de la fe, y donde no hubiera ningún elemento de fe, donde la primera Comunión fuera sólo una fiesta con un banquete, hermosos vestidos, grandes regalos, entonces ya no sería un sacramento de la fe. Sin embargo, por otra parte, si vemos que hay una llamita de deseo de la comunión en la Iglesia, un deseo también de estos niños que quieren entrar en comunión con Jesús, me parece que conviene ser condescendientes.

Desde luego, naturalmente, en nuestra catequesis debemos ayudarles a entender que la Comunión, la primera Comunión, no debe quedar como un hecho "aislado", sino que exige una continuidad de amistad con Jesús, un camino con Jesús. Yo sé bien que los niños a menudo tienen intención y deseo de ir el domingo a la misa, pero sus padres no les dejan cumplir ese deseo. Si vemos que los niños lo quieren, que tienen el deseo de ir, me parece que se trata casi de un sacramento de deseo, el deseo ("voto") de una participación en la misa dominical. En este sentido, naturalmente, en el marco de la preparación para los sacramentos, debemos hacer todo lo posible para llegar también a los padres, a fin de despertar también en ellos la sensibilidad por el camino que siguen sus hijos. Los padres deben ayudar a sus hijos a seguir su deseo de entrar en amistad con Jesús, que es forma de la vida, del futuro. Si los padres desean que sus hijos hagan la primera Comunión, este deseo más bien social debería ampliarse al deseo religioso, para hacer posible un camino con Jesús.

Por consiguiente, yo creo que en el contexto de la catequesis de los niños, es muy importante también trabajar con los padres. Precisamente esta es una ocasión para encontrarse con los padres, haciendo presente la vida de la fe también a los adultos, porque de los niños —me parece— pueden volver a aprender ellos la fe y comprender que esta gran solemnidad sólo tiene sentido, sólo es verdadera y auténtica, si se realiza en el contexto de un camino con Jesús, en el contexto de una vida de fe. Por eso, es preciso convencer a los padres, a través de los niños, de la necesidad de un camino preparatorio, que se manifiesta en la preparación para los misterios y comienza a hacer que se amen estos misterios.

Soy consciente de que esta respuesta es bastante insuficiente, pero la pedagogía de la fe siempre es un camino, y nosotros debemos aceptar las situaciones de hoy, pero también abrirlas a algo más, para que no se limite sólo a un recuerdo exterior de cosas, sino que toque verdaderamente el corazón. En el momento en que quedamos convencidos, el corazón queda tocado, pues ha sentido un poco el amor de Jesús, ha experimentado en cierto modo el deseo de moverse en esta línea y en esta dirección. En ese momento, a mi parecer, podemos decir que hemos hecho una verdadera catequesis. En efecto, la catequesis tiene como finalidad propia llevar la llama del amor de Jesús, aunque sea pequeña, al corazón de los niños y, a través de los niños, a sus padres, abriendo así de nuevo los lugares de la fe en nuestro tiempo.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
TRAS RECIBIR LA CIUDADANÍA HONORARIA DE BRESSANONE

Sábado 9 de agosto de 2008



Excelencia;
señor presidente de la Región;
señor alcalde;
señores consejeros del Ayuntamiento;
señoras y señores; queridos amigos:

Es para mí motivo de gran alegría el reconocimiento que me ha concedido el Ayuntamiento de Bressanone al conferirme la ciudadanía honoraria, que acojo con profunda gratitud y desde ahora me acompañará en las futuras etapas de mi vida. Gracias a este acto, ahora soy de casa en Bressanone, pero no sólo —por decirlo así— con el corazón, sino de algún modo también legalmente: formo parte de sus ciudadanos; incluso cuando no pueda venir, estaré de algún modo legalmente presente. No creo que sea necesario deciros que con frecuencia estoy aquí con el corazón. Os doy cordialmente las gracias. Y doy las gracias de corazón también al coro, que ha confirmado y transformado en realidad sus hermosas palabras sobre Bressanone y sobre la música.

Cuando en el pasado venía desde el norte a Bressanone, por el camino de Brénner, recuerdo que para mí era un momento emocionante cuando el valle se abría y ante de mis ojos aparecían las torres de Bressanone, ciudad tan rica en historia y belleza, rodeada de viñedos y plantaciones, ubicada entre las montañas. Entonces lo sabía: aquí se está bien. Era consciente de que había escogido el rincón adecuado y que podría regresar con nuevas fuerzas a mis tareas.

Como ya sabéis, en Bressanone he escrito gran parte de mis libros, he descansado, he encontrado amistades; sobre todo en Bressanone he recibido recuerdos que llevaré conmigo. Este es el aspecto hermoso: que puedo ir de paseo en el paisaje de los recuerdos, y, cuando regrese a Roma, mis paseos en el paisaje de los recuerdos transcurrirán repetidamente por Bressanone, y estaré nuevamente aquí, donde podré descansar y tomar nuevas fuerzas.

Bressanone ha adquirido para mí una importancia particular, porque —como ha expresado usted, señor alcalde, con palabras tan bellas y profundas— es un lugar de encuentro, de encuentro entre las culturas: en efecto, en las tres lenguas —italiano, alemán y ladino— se encuentran las culturas; y el encuentro entre las culturas, hoy tan necesario, tiene una historia propia en Bressanone. Sabemos que no siempre es fácil, pero siempre es fructífero y rico en dones, ayuda a todos, nos enriquece y nos hace más abiertos y más humanos.

Bressanone es para mí un lugar de encuentros: encuentro de las culturas; encuentro también entre una sana laicidad y una gozosa fe católica; encuentro entre una gran historia y el presente y el futuro. Vemos que esta historia, aquí realmente presente y tangible, no impide la formación, el dinamismo, la vitalidad del presente y del futuro, sino que, al contrario, inspira y dinamiza. Además, es un encuentro entre las raíces cristianas y el espíritu de la modernidad, que sólo juntamente pueden construir una sociedad realmente digna de este nombre, una sociedad realmente humana.

Para mí, en este sentido, Bressanone es también un modelo europeo, una verdadera ciudad europea donde están presentes las raíces cristianas, la identidad, la identidad cristiana de nuestra cultura. Esta identidad cristiana no nos encierra en nosotros mismos, al contrario, nos abre a los demás, nos dona la comunión del encuentro, y nos da también los criterios y los valores según los cuales debemos vivir.

Os doy cordialmente las gracias a todos e invoco la bendición de Dios sobre cada uno de vosotros. Que el Señor siga protegiendo esta hermosa ciudad y le ayude a construir un futuro grande, hermoso y humano. De nuevo, gracias.


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Parole del Santo Padre nella Chiesa Parrocchiale di Bressanone (10 agosto 2008)

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SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS PERSONAS ENCARGADAS DE SU SEGURIDAD

Seminario diocesano de Bressanone
Lunes 11 de agosto de 2008



Muchas gracias por vuestra presencia y la discreción con la que habéis trabajado para mí. Sólo ahora veo qué ejército de "ángeles custodios" me ha rodeado y me ha garantizado este tiempo de paz y de gozo. Realmente pude vivir en una isla de paz, ver la belleza de la naturaleza, sabiendo, al mismo tiempo, que muchas personas se ocupaban de mí y me ayudaban a vivir bien en esta isla de paz.

Espero que también para vosotros haya sido, en cierto modo, un tiempo útil para respirar este aire bueno, no sólo de trabajo y esfuerzo; y también para descansar en medio de esta belleza de la naturaleza, en esta bella y pequeña ciudad, con tanta historia y con un presente tan vivo y hermoso.
Me faltan las palabras para deciros más. Os deseo toda clase de bendiciones de nuestro Señor, la alegría y todas las hermosas cosas que deseáis para vuestras familias. Que el Señor os bendiga siempre. Esperamos que estos días permanezcan en nuestra memoria como días que nos ayuden también en lo sucesivo a creer en la belleza de la vida y a tener confianza en nuestro futuro.

Gracias a todos vosotros.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
EN SU DESPEDIDA DE BRESSANONE

Seminario diocesano
Lunes 11 de agosto de 2008



Queridos amigos; estimado señor alcalde; queridos ciudadanos de Bressanone, de los que formo parte también yo ahora como ciudadano honorario. ¡Todas las cosas bellas se acaban!; y así, lamentablemente, también mis vacaciones en Bressanone. Pero puedo deciros que han sido bellísimas. Y aunque estos días se acaban materialmente, queda sin embargo un tesoro de recuerdos que llevo conmigo y mediante los cuales podré seguir estando con vosotros. Y sobre todo a través del puente de la oración deseo permanecer con vosotros. Así estaremos unidos, y gracias al Señor estaremos en contacto, gozaremos juntos y trataremos de hacer lo que conviene ahora y en el futuro.

Queridos amigos, ¡gracias por todo! A todos expreso mis mejores deseos. ¡Que el Señor os bendiga siempre!


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23/06/2013 20:49


PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE UNA PELÍCULA MARIANA
OFRECIDA POR LA "BAYERISCHER RUNDFUNK"

Castelgandolfo
Miércoles 13 de agosto de 2008

Estimado señor Mandlig,
señoras y señores:

Esta no ha sido simplemente una película, ha sido una peregrinación. La Bayerischer Rundfunk nos ha introducido en la peregrinación de muchas personas hacia la Virgen: jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, todas las generaciones y los diversos sectores de nuestro país se nos han hecho presentes. Pero lo que nos ha unido a todos ha sido el hecho de estar en camino hacia María y que la confianza en la Madre del Señor nos lleva a todos a su camino y nos mantiene en él.

Hemos podido percibir la fe de las personas que han dado testimonio de ella con la sencillez de su pensamiento y de su ser y precisamente por eso con la credibilidad de quien no finge sino que es espontáneo. Y a través de la fe hemos visto a María misma, la Madre de Dios, en ella se refleja la bondad de Dios.

Por eso doy las gracias a usted, querido señor Mandlig, a todos sus colaboradores y a la Bayerischer Rundfunk; deseo y espero que muchas personas al ver esta película, se impliquen personalmente en la peregrinación a la Madre y al Señor. Pero no quiero olvidar decir un cordial Vergelt's Gott a los ciudadanos de Oberaudorf, que ya en Munich me habían saludado de manera espléndida con el Gott grüße Dich y que ahora han venido hasta nosotros y nos han hecho sentir nuevamente la belleza de la música popular bávara. ¡Que Dios os lo recompense!


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PALABRAS DEL SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
CON MOTIVO DE LA CONCESIÓN DE LA CIUDADANÍA HONORARIA
DE CASTELGANDOLFO A SU HERMANO GEORG RATZINGER

Jueves 21 de agosto de 2008



Eminencias,
excelencias,
autoridades,
queridos amigos:

Es para mí motivo de profunda alegría que mi hermano pertenezca ahora al colegio ilustre de los conciudadanos honorarios de esta hermosa ciudad. Así, Castelgandolfo, si es posible, se hace aún más querida, más cercana a mi corazón. Por tanto, gracias por este gesto, también de mi parte.

Desde el inicio de mi vida, mi hermano ha sido siempre para mí no sólo compañero, sino además guía fiable. Ha constituido para mí un punto de orientación y de referencia con la clarividencia y la determinación de sus decisiones. Siempre me ha indicado el camino que debía tomar, incluso en situaciones difíciles.

Usted, señor alcalde, con sus hermosas palabras me ha hecho recordar los años transcurridos en Ratisbona, donde realmente la bella música que escuchaba en la catedral domingo tras domingo me confortaba y me proporcionaba un consuelo, una alegría íntima, reflejo de la belleza de Dios.

Mi hermano ha aludido al hecho de que entretanto hemos llegado a la última etapa de nuestra vida, a la vejez. Los días que nos quedan de vida se reducen progresivamente. Pero también en esta etapa mi hermano me ayuda a aceptar con serenidad, con humildad y con valentía el peso de cada día. Le doy las gracias.

Agradezco al municipio de Castelgandolfo este gesto, también para mí realmente gratificante. Concluyamos esta bonita ceremonia con la bendición.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE UN CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR

Castelgandolfo
Domingo 24 de agosto de 2008


Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos amigos:

Hemos vivido una hermosa velada, en la que hemos podido escuchar nuevamente algunos fragmentos musicales famosos, que han suscitado en nosotros emociones e impresiones espirituales profundas. Con sentimientos de sincera cordialidad, dirijo mi saludo a todos los que os habéis reunido aquí, y expreso viva gratitud a los que han promovido y organizado este acontecimiento musical.

Estoy seguro de que me hago intérprete de los sentimientos comunes al formular un agradecido y admirado aprecio a la señorita Yvonne Timoianu y al señor Christoph Cornaro, que han tocado respectivamente el violoncelo y el piano con extraordinario talento. Gracias a su magistral interpretación hemos podido gustar la riqueza multiforme del lenguaje musical que caracteriza las piezas tocadas. Me complace recordar que conozco al señor Cornaro desde que era embajador de Austria ante la Santa Sede. Me alegra volverlo a ver hoy actuando como pianista.

Este concierto nos ha brindado la ocasión de ver la feliz unión de la poesía de Wilhelm Müller con la música de Franz Schubert en un género melódico que amaba profundamente. En efecto, son más de seiscientos los lieder que Schubert nos dejó. Como es sabido, este gran compositor, no siempre comprendido por sus contemporáneos, fue el "príncipe de los lied". Como reza su epitafio, "hizo resonar la poesía y hablar la música".

Acabamos de gustar la obra maestra de los lieder de Schubert: "El viaje de invierno" (Die Winterreise). Se trata de veinticuatro lieder compuestos con líricas de Wilhelm Müller, en los que Schubert manifiesta un clima intenso de triste soledad, que él sentía particularmente dado el estado espiritual de postración que le produjo la larga enfermedad y la sucesión de muchos fracasos sentimentales y profesionales. Es un viaje totalmente interior, que el célebre compositor austríaco escribió en 1827, sólo un año antes de su muerte prematura, que le llegó a los treinta y un años.

Cuando Schubert introduce un texto poético en su universo sonoro, lo interpreta a través de una trama melódica que penetra en el alma con dulzura, llevando también a quienes lo escuchan a experimentar la misma intensa añoranza que sentía el músico, la misma llamada de las verdades del corazón que van más allá de todo raciocinio. Así surge un cuadro que habla de una sencilla cotidianidad, de nostalgia, de introspección, de futuro. Todo aflora a lo largo del recorrido: la nieve, el paisaje, los objetos, las personas, los acontecimientos, en un fluir angustioso de recuerdos. En particular, fue para mí una experiencia nueva y hermosa escuchar esta ópera en la versión que nos ha sido propuesta, es decir, con violoncelo en vez de voz humana. No escuchábamos las palabras de la poesía, pero su reflejo y los sentimientos en ellas contenidos se expresaban con la "voz" casi humana del violoncelo.

Al presentar El viaje de invierno a los amigos, Schubert dijo: "Os cantaré un ciclo de lieder con los que me he compenetrado más que nunca. Me agradan más que todos, y estoy seguro de que también a vosotros os agradarán". Son palabras en las que podemos estar plenamente de acuerdo también nosotros, después de haberlas escuchado con la luz de la esperanza de nuestra fe.

El joven Schubert, espontáneo y exuberante, ha logrado comunicarnos también a nosotros esta tarde lo que él vivió y experimentó. Por eso, merece el reconocimiento que universalmente se tributa a este ilustre genio de la música, que honra a la civilización europea y a la gran cultura y espiritualidad de la Austria cristiana y católica.

Confortados en nuestro interior por la espléndida experiencia musical de esta tarde, renovemos nuestra gratitud a los que la han organizado y a los que la han realizado magníficamente. Expreso una vez más mi saludo cordial a todos los presentes, e imparto a todos con afecto mi bendición.


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23/06/2013 20:52


PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON MOTIVO DE LA CELEBRACIÓN DE LA SANTA MISA
CON LOS EX ALUMNOS DEL "RATZINGER SCHÜLERKREIS"
EN LA CAPILLA DEL CENTRO MARIÁPOLIS DE CASTELGANDOLFO

Domingo 31 de agosto de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

En la lectura de hoy, san Pablo nos dice que necesitamos una renovación del espíritu para poder reconocer la voluntad de Dios. Esta renovación no podemos realizarla nosotros, no podemos dárnosla nosotros mismos, sino que debemos ser renovados. Esta renovación es la muerte y la resurrección. Sólo puede llevarse a cabo en la novedad realizada por Dios mismo, perdiéndonos en Cristo, que nos atrae hacia sí en la santa Eucaristía y a través del bautismo nos ha hecho partícipes de su muerte y su resurrección.

Así, partiendo de este texto de san Pablo, hoy se hace comprensible también lo que el Señor dice en el Evangelio, o sea, que debemos tomar la cruz y seguirlo. No se trata de una ascesis limitada, sino que se habla de una novedad que únicamente podemos recibir en la comunión con su muerte y su resurrección.

Al inicio de esta santa misa, deseamos orar al Señor para que elimine todo lo viejo que hay en nosotros, para que nos ayude a no encerrarnos en nosotros mismos, para que nos impulse a renunciar a nuestra autosuficiencia, para que nos renueve.


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24/06/2013 12:56


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE NICARAGUA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 6 de septiembre de 2008



Queridos hermanos en el Episcopado:

Recibiros a todos juntos, Pastores de la Iglesia en Nicaragua, durante vuestra visita ad limina Apostolorum, me produce una gran alegría y me ofrece la oportunidad de expresar mi cercanía a vuestros desvelos apostólicos y a los anhelos e inquietudes del pueblo nicaragüense, que en estos días me habéis hecho vivamente presente. Agradezco las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Monseñor Leopoldo José Brenes Solórzano, Arzobispo de Managua y Presidente de la Conferencia Episcopal, manifestando vuestro deseo de estrechar cada vez más los lazos de unidad, de amor y de paz con el Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium, 22), así como la comunión entre vosotros en la «misión apostólica como testigos de Cristo ante los hombres» (Christus Dominus, 11).

Conozco vuestros esfuerzos por llevar el mensaje del Evangelio a todos los ámbitos de Nicaragua, con la abnegada colaboración de vuestros sacerdotes y de los Institutos religiosos presentes en Nicaragua. Una valiosa ayuda recibís también con frecuencia de los Catequistas y Delegados de la Palabra, que son un cauce a través del cual el don de la fe crece en los niños e ilumina las diversas etapas de la vida en lugares recónditos donde es prácticamente imposible la presencia estable de un sacerdote que guíe la comunidad. Mucho debe la Iglesia a estas personas que presentan la Buena Noticia y la doctrina cristiana con espíritu fraterno, cara a cara, día a día y de viva voz, como es propio de un mensaje que se lleva muy dentro y está destinado a transformarse en vida nueva en quienes lo reciben. Por eso es imprescindible que estos generosos servidores y colaboradores en la misión evangelizadora de la Iglesia reciban el aliento de sus Pastores, tengan una formación religiosa profunda y continuada, y mantengan una intachable fidelidad a la doctrina de la Iglesia. Ellos han de ser de manera muy particular «discípulos» aventajados que aprenden de los «maestros auténticos» que enseñan con la autoridad de Cristo (cf. Lumen gentium, 25), y que infunden en sus oyentes la añoranza del Maestro y de sus ministros, que lo hacen realmente presente mediante los sacramentos y muy especialmente la Eucaristía, para constituir de este modo una verdadera y plena comunidad cristiana reunida en torno al Señor y presidida por uno de sus sacerdotes (cf. Sacramentum caritatis, 75).

La necesidad de clero bien preparado espiritual, intelectual y humanamente, os ha llevado a revisar recientemente el planteamiento de los seminarios en el país, esperando poder ofrecer así una mejor formación a los seminaristas de vuestras diócesis, siempre tan necesaria, y que requiere una cercanía y una atención esmerada por parte de cada Obispo, sin ceder en el cuidadoso discernimiento de los candidatos, ni en las rigurosas exigencias necesarias para llegar a ser sacerdotes ejemplares y rebosantes de amor a Cristo y a la Iglesia. De este modo se podrán abrigar nuevas esperanzas de poder atender pastoralmente y de forma adecuada sectores tan importantes como la catequesis sistemática, incisiva y organizada de niños y jóvenes, para los cuales habéis preparado un catecismo específico para la Confirmación y promovido la «infancia misionera». Es de esperar que mejore también la debida asistencia religiosa en los hospitales, centros penitenciarios y otras instituciones.

A este respecto, nunca se ha de olvidar que la semilla del Evangelio ha de plantarse cada vez, en cada época, en cada generación, para que germine vigorosa y su flor no se marchite. También la religiosidad popular, tan arraigada en vuestras gentes y que es una gran riqueza para vuestro pueblo, ha de ser algo más que una simple tradición recibida pasivamente, revitalizándola continuamente mediante una acción pastoral que haga brillar la hondura de los gestos y los signos, indicando el misterio insondable de salvación y esperanza al que apuntan, y del que Dios nos ha hecho partícipes, iluminando la mente, colmando el corazón y comprometiendo la vida.

Uno de los grandes retos a los que os enfrentáis es precisamente la sólida formación religiosa de vuestros fieles, haciendo que el Evangelio quede profundamente grabado en su mente, su vida y su trabajo, de manera que sean fermento del Reino de Dios con su testimonio en los diversos ámbitos de la sociedad y contribuyan a que los asuntos temporales se ordenen según la justicia y se adecuen a la vocación total del hombre sobre la tierra (cf. Apostolicam actuositatem, 7).

Esto es particularmente importante en una situación en que a la pobreza y la emigración se suman acusadas desigualdades sociales y una radicalización política, especialmente en los últimos años. Observo con satisfacción que, como Pastores, compartís las vicisitudes de vuestro pueblo y, respetando escrupulosamente la autonomía de la gestión pública, os esforzáis en crear un clima de diálogo y distensión, sin renunciar a defender los derechos fundamentales del hombre y denunciar las situaciones de injusticia y a fomentar una concepción de la política que, más que ambición por el poder y el control, sea un servicio generoso y humilde al bien común. Os aliento en este camino, exhortándoos al mismo tiempo a promover y acompañar tantas iniciativas de caridad y solidaridad con los más necesitados como hay en vuestras Iglesias, para que no falte ayuda a las familias en dificultad ni ese espíritu generoso de tantos laicos que, en ocasiones de forma anónima, se esfuerzan por conseguir el pan cotidiano para sus hermanos más pobres.

En este, como en otros muchos campos, no se ha de olvidar el dinamismo, la entrega y creatividad de los religiosos y religiosas, un tesoro para la vida eclesial en Nicaragua. Ellos son testigos de que «cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos» (Vita consecrata, 76). Que no les falte el reconocimiento de los Pastores ni el aliento para permanecer fieles a su propio carisma y misión específica en la Iglesia.

Una mención especial merecen las instituciones educativas, en particular las escuelas católicas a las que acude la mayor parte del alumnado nicaragüense, cumpliendo así, en medio de grandes dificultades y falta de la debida ayuda, una misión esencial de la Iglesia y un inestimable servicio a la sociedad. Es encomiable el servicio de los educadores que, a veces con grandes sacrificios, se dedican a una formación integral que abra las puertas de un futuro prometedor a los jóvenes. Un país que busca el desarrollo y una Iglesia que quiere ser más dinámica, deben concentrar sus esfuerzos en ellos, sin ocultarles la grandeza que tiene para el ser humano la dimensión trascendente y religiosa. Os exhorto, pues, a que animéis a los educadores y os esforcéis en preservar los derechos que tienen los padres de formar a sus hijos según sus propias convicciones y creencias.

Al final de este encuentro, deseo reiterar mi agradecimiento y aprecio por vuestra solícita labor de Pastores, alentando el espíritu misionero en vuestras Iglesias particulares. Os ruego que hagáis llegar mi saludo al Señor Cardenal Miguel Obando Bravo, a los obispos eméritos, a los sacerdotes y seminaristas, a las numerosas comunidades religiosas y, de modo especial, a las Hermanas contemplativas de vuestro País, a los Catequistas y a cuantos os ayudan a difundir continuamente el Evangelio en Nicaragua. A la vez que encomiendo vuestra tarea a la Virgen María, Nuestra Señora de la Purísima Concepción, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE NICARAGUA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 6 de septiembre de 2008



Queridos hermanos en el Episcopado:

Recibiros a todos juntos, Pastores de la Iglesia en Nicaragua, durante vuestra visita ad limina Apostolorum, me produce una gran alegría y me ofrece la oportunidad de expresar mi cercanía a vuestros desvelos apostólicos y a los anhelos e inquietudes del pueblo nicaragüense, que en estos días me habéis hecho vivamente presente. Agradezco las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Monseñor Leopoldo José Brenes Solórzano, Arzobispo de Managua y Presidente de la Conferencia Episcopal, manifestando vuestro deseo de estrechar cada vez más los lazos de unidad, de amor y de paz con el Sucesor de Pedro (cf. Lumen gentium, 22), así como la comunión entre vosotros en la «misión apostólica como testigos de Cristo ante los hombres» (Christus Dominus, 11).

Conozco vuestros esfuerzos por llevar el mensaje del Evangelio a todos los ámbitos de Nicaragua, con la abnegada colaboración de vuestros sacerdotes y de los Institutos religiosos presentes en Nicaragua. Una valiosa ayuda recibís también con frecuencia de los Catequistas y Delegados de la Palabra, que son un cauce a través del cual el don de la fe crece en los niños e ilumina las diversas etapas de la vida en lugares recónditos donde es prácticamente imposible la presencia estable de un sacerdote que guíe la comunidad. Mucho debe la Iglesia a estas personas que presentan la Buena Noticia y la doctrina cristiana con espíritu fraterno, cara a cara, día a día y de viva voz, como es propio de un mensaje que se lleva muy dentro y está destinado a transformarse en vida nueva en quienes lo reciben. Por eso es imprescindible que estos generosos servidores y colaboradores en la misión evangelizadora de la Iglesia reciban el aliento de sus Pastores, tengan una formación religiosa profunda y continuada, y mantengan una intachable fidelidad a la doctrina de la Iglesia. Ellos han de ser de manera muy particular «discípulos» aventajados que aprenden de los «maestros auténticos» que enseñan con la autoridad de Cristo (cf. Lumen gentium, 25), y que infunden en sus oyentes la añoranza del Maestro y de sus ministros, que lo hacen realmente presente mediante los sacramentos y muy especialmente la Eucaristía, para constituir de este modo una verdadera y plena comunidad cristiana reunida en torno al Señor y presidida por uno de sus sacerdotes (cf. Sacramentum caritatis, 75).

La necesidad de clero bien preparado espiritual, intelectual y humanamente, os ha llevado a revisar recientemente el planteamiento de los seminarios en el país, esperando poder ofrecer así una mejor formación a los seminaristas de vuestras diócesis, siempre tan necesaria, y que requiere una cercanía y una atención esmerada por parte de cada Obispo, sin ceder en el cuidadoso discernimiento de los candidatos, ni en las rigurosas exigencias necesarias para llegar a ser sacerdotes ejemplares y rebosantes de amor a Cristo y a la Iglesia. De este modo se podrán abrigar nuevas esperanzas de poder atender pastoralmente y de forma adecuada sectores tan importantes como la catequesis sistemática, incisiva y organizada de niños y jóvenes, para los cuales habéis preparado un catecismo específico para la Confirmación y promovido la «infancia misionera». Es de esperar que mejore también la debida asistencia religiosa en los hospitales, centros penitenciarios y otras instituciones.

A este respecto, nunca se ha de olvidar que la semilla del Evangelio ha de plantarse cada vez, en cada época, en cada generación, para que germine vigorosa y su flor no se marchite. También la religiosidad popular, tan arraigada en vuestras gentes y que es una gran riqueza para vuestro pueblo, ha de ser algo más que una simple tradición recibida pasivamente, revitalizándola continuamente mediante una acción pastoral que haga brillar la hondura de los gestos y los signos, indicando el misterio insondable de salvación y esperanza al que apuntan, y del que Dios nos ha hecho partícipes, iluminando la mente, colmando el corazón y comprometiendo la vida.

Uno de los grandes retos a los que os enfrentáis es precisamente la sólida formación religiosa de vuestros fieles, haciendo que el Evangelio quede profundamente grabado en su mente, su vida y su trabajo, de manera que sean fermento del Reino de Dios con su testimonio en los diversos ámbitos de la sociedad y contribuyan a que los asuntos temporales se ordenen según la justicia y se adecuen a la vocación total del hombre sobre la tierra (cf. Apostolicam actuositatem, 7).

Esto es particularmente importante en una situación en que a la pobreza y la emigración se suman acusadas desigualdades sociales y una radicalización política, especialmente en los últimos años. Observo con satisfacción que, como Pastores, compartís las vicisitudes de vuestro pueblo y, respetando escrupulosamente la autonomía de la gestión pública, os esforzáis en crear un clima de diálogo y distensión, sin renunciar a defender los derechos fundamentales del hombre y denunciar las situaciones de injusticia y a fomentar una concepción de la política que, más que ambición por el poder y el control, sea un servicio generoso y humilde al bien común. Os aliento en este camino, exhortándoos al mismo tiempo a promover y acompañar tantas iniciativas de caridad y solidaridad con los más necesitados como hay en vuestras Iglesias, para que no falte ayuda a las familias en dificultad ni ese espíritu generoso de tantos laicos que, en ocasiones de forma anónima, se esfuerzan por conseguir el pan cotidiano para sus hermanos más pobres.

En este, como en otros muchos campos, no se ha de olvidar el dinamismo, la entrega y creatividad de los religiosos y religiosas, un tesoro para la vida eclesial en Nicaragua. Ellos son testigos de que «cuanto más se vive de Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos» (Vita consecrata, 76). Que no les falte el reconocimiento de los Pastores ni el aliento para permanecer fieles a su propio carisma y misión específica en la Iglesia.

Una mención especial merecen las instituciones educativas, en particular las escuelas católicas a las que acude la mayor parte del alumnado nicaragüense, cumpliendo así, en medio de grandes dificultades y falta de la debida ayuda, una misión esencial de la Iglesia y un inestimable servicio a la sociedad. Es encomiable el servicio de los educadores que, a veces con grandes sacrificios, se dedican a una formación integral que abra las puertas de un futuro prometedor a los jóvenes. Un país que busca el desarrollo y una Iglesia que quiere ser más dinámica, deben concentrar sus esfuerzos en ellos, sin ocultarles la grandeza que tiene para el ser humano la dimensión trascendente y religiosa. Os exhorto, pues, a que animéis a los educadores y os esforcéis en preservar los derechos que tienen los padres de formar a sus hijos según sus propias convicciones y creencias.

Al final de este encuentro, deseo reiterar mi agradecimiento y aprecio por vuestra solícita labor de Pastores, alentando el espíritu misionero en vuestras Iglesias particulares. Os ruego que hagáis llegar mi saludo al Señor Cardenal Miguel Obando Bravo, a los obispos eméritos, a los sacerdotes y seminaristas, a las numerosas comunidades religiosas y, de modo especial, a las Hermanas contemplativas de vuestro País, a los Catequistas y a cuantos os ayudan a difundir continuamente el Evangelio en Nicaragua. A la vez que encomiendo vuestra tarea a la Virgen María, Nuestra Señora de la Purísima Concepción, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.


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