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2008

Ultimo Aggiornamento: 29/06/2013 20:43
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Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA A LA CASA "DON DE MARÍA"

Viernes 4 de enero de 2008



Queridos amigos:

He venido a visitaros al inicio del nuevo año mientras seguimos respirando el clima familiar de la Navidad, y aprovecho inmediatamente la ocasión para expresar a todos mi más ferviente y cordial felicitación. Con afecto os saludo a vosotros, aquí presentes, así como a los que, gracias a la conexión televisiva, nos siguen y están unidos a nosotros desde los demás lugares de esta casa, llamada "Don de María".

Durante muchos años, cuando era prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, pasaba varias horas de la jornada al lado de vuestra benemérita institución, que mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II promovió y encomendó a la beata Teresa de Calcuta. Así pude apreciar el generoso servicio de caridad evangélica que las Misioneras de la Caridad realizan desde hace casi veinte años con la ayuda y la colaboración de numerosas personas de buena voluntad.

Hoy me encuentro entre vosotros para renovar mi gratitud a las religiosas, a los voluntarios y a los diversos colaboradores. Y he venido sobre todo para manifestaros mi cercanía espiritual a vosotros, queridos amigos, que en esta casa encontráis afectuosa acogida, escucha, comprensión, y una ayuda diaria material y espiritual. He venido para deciros que el Papa os ama y está cerca de vosotros.

Expreso mi agradecimiento a la superiora de las Misioneras de la Caridad, que concluye su servicio y se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes, dirigiéndome en nombre de todos cordiales palabras de bienvenida. Saludo a la nueva superiora, que asume la responsabilidad de la casa con el estilo de dócil disponibilidad típico de las hijas espirituales de la madre Teresa de Calcuta.

Cuando se abrió esta casa, la beata madre Teresa quiso llamarla "Don de María", deseando que aquí se experimente siempre el amor de la santísima Virgen. En efecto, para cualquier persona que venga a llamar a la puerta es un don de María el sentirse acogido por los brazos amorosos de las Hermanas y de los voluntarios.

También es un don de María la presencia de quienes se dedican a escuchar a las personas que atraviesan dificultades y les sirven con la misma actitud que impulsó a la Madre del Señor a acudir prontamente a ayudar a santa Isabel. Ojalá que este estilo de amor evangélico marque y distinga siempre vuestra vocación para que, además de la ayuda material, comuniquéis a todas las personas con quienes os encontráis diariamente el mismo amor a Cristo y la luminosa "sonrisa de Dios" que animaron la existencia de la madre Teresa.

La madre Teresa solía decir: es Navidad cada vez que permitimos a Jesús amar a los demás a través de nosotros. La Navidad es misterio de amor, el misterio del Amor. El tiempo navideño, al volver a presentar a nuestra contemplación el nacimiento de Jesús en Belén, nos muestra la infinita bondad de Dios que, haciéndose Niño, quiso salir al encuentro de la pobreza y la soledad de los hombres; aceptó habitar entre nosotros, compartiendo nuestras dificultades diarias; no dudó en llevar juntamente con nosotros el peso de la existencia, con sus fatigas y sus preocupaciones. Nació por nosotros, para permanecer con nosotros y ofrecer a quienes le abren la puerta de su corazón el don de su alegría, de su paz, de su amor. Al nacer en una cueva, porque no había sitio para él en otros lugares, Jesús experimentó las incomodidades que muchos de vosotros sufrís.

La Navidad nos ayuda a comprender que Dios no nos abandona nunca y que siempre sale a nuestro encuentro, nos protege y se preocupa por cada uno de nosotros, pues todas las personas, sobre todo las más pequeñas e indefensas, son preciosas a sus ojos de Padre rico en ternura y misericordia. Por nosotros y por nuestra salvación envió al mundo a su Hijo, que en el misterio de la Navidad contemplamos como Emmanuel, Dios con nosotros.

Con estos sentimientos, renuevo a todos mi más cordial felicitación por el año nuevo recién iniciado, asegurándoos mi recuerdo diario en la oración. Y, a la vez que invoco la maternal protección de María, Madre de Cristo y nuestra, imparto a todos con afecto mi bendición.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA VISITA A LA CASA "DON DE MARÍA"

Viernes 4 de enero de 2008



Queridas hermanas y queridos hermanos:

Os saludo con afecto y os agradezco vuestra acogida cordial. Os ruego que transmitáis a sor Nirmala mi saludo más afectuoso, asegurándole mi oración por ella y por la congregación. Me alegra encontrarme con los superiores generales de las dos ramas masculinas de la familia fundada por la beata madre Teresa, los Misioneros de la Caridad y los Hermanos Contemplativos Misioneros de la Caridad.

Asimismo, saludo con viva cordialidad a los colaboradores laicos y a los invitados aquí presentes. Expreso mi aprecio a todos los que en este lugar prestan su servicio para hacer que los huéspedes se sientan como en su casa. Todos juntos formáis una cadena de caridad cristiana, sin la cual esta casa, como las demás obras de voluntariado, no podría existir y seguir sirviendo a las numerosas personas que atraviesan dificultades y necesitan ayuda. Por tanto, a cada uno de vosotros expreso mi agradecimiento y mi aliento, porque sé que lo que hacéis aquí a cada hermano y hermana lo hacéis como si fuera a Cristo mismo.

La visita que he querido realizar hoy se sitúa en la línea de las numerosas visitas de mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, que impulsó con empeño esta casa de acogida para los más pobres, precisamente aquí, en el centro mismo de la Iglesia, al lado de Pedro, que sirvió, siguió y amó a Jesús, el Señor.

Este encuentro tiene lugar casi a veinte años de distancia de la construcción e inauguración de esta casa dentro de la muralla Leonina. Efectivamente, el 21 de mayo de 1988, el amado Juan Pablo II inauguró la casa "Don de María". ¡Cuántos gestos de comunión, de caridad concreta, se han realizado durante estos años entre estas paredes! Para las comunidades cristianas son un signo y un ejemplo que los impulsa a esforzarse por ser siempre comunidades acogedoras y abiertas.

El hermoso nombre de esta casa, "Don de María", nos invita, al inicio del año nuevo, a hacer que nuestra vida sea siempre un don. La Virgen María, que se entregó totalmente al Omnipotente y fue colmada de toda gracia y bendición con la venida del Hijo de Dios, nos enseñe a hacer cada día de nuestra existencia un don a Dios Padre, sirviendo a los hermanos, escuchando su palabra y cumpliendo su voluntad.

Y, como los santos Magos que llegaron de lejos para adorar al Rey Mesías, id también vosotros, queridos hermanos y hermanas, por los caminos del mundo, siguiendo el ejemplo de la madre Teresa, testimoniando siempre con alegría el amor de Jesús, especialmente hacia los más desfavorecidos y pobres, y desde el cielo vuestra beata fundadora os acompañe y proteja.

A todos vosotros, aquí presentes, a los huéspedes de la casa y a todos los colaboradores, imparto de nuevo de corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
CON MOTIVO DE LAS FELICITACIONES DE AÑO NUEVO*

Sala Regia
Lunes 7 de enero de 2008



Excelencias.
Señoras y Señores.

1. Saludo cordialmente a vuestro decano, el Embajador Giovanni Galassi, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre del Cuerpo diplomático acreditado. Un saludo deferente va a cada uno de vosotros, y en particular a los que participan por primera vez en este encuentro. A través de vosotros, elevo mis fervientes votos a los pueblos y gobiernos que digna y competentemente representáis. Hace algunas semanas, vuestra comunidad se ha vestido de luto: el embajador de Francia, señor Bernard Kessedjian, culminó su peregrinación terrena; ¡que el Señor le conceda su paz! Al mismo tiempo, dirijo un pensamiento especial a las naciones que no tienen todavía relaciones diplomáticas con la Santa Sede: también ellas tienen un lugar en el corazón del Papa. Como he querido señalar en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz de este año, la Iglesia está profundamente convencida de que la humanidad constituye una familia.

2. Las relaciones diplomáticas con los Emiratos Árabes Unidos se han establecido inspiradas en un espíritu de familia, así como la visita a unos países muy queridos. La calurosa acogida de los Brasileños permanece todavía vibrante en mi corazón. En este país, tuve la alegría de encontrar a los representantes de la gran familia de la Iglesia en América Latina y en el Caribe, reunidos en Aparecida para la Quinta Conferencia General del CELAM. En el ámbito económico y social, pude apreciar tanto signos elocuentes de esperanza para este continente como motivos de preocupación. ¿Cómo no desear una cooperación creciente entre los pueblos de América Latina, así como el cese de tensiones internas en cada uno de los países que la componen, para que puedan converger en los grandes valores inspirados por el Evangelio? Deseo mencionar a Cuba, que se apresta a celebrar el décimo aniversario de la visita de mi venerado Predecesor. El Papa Juan Pablo II fue recibido con afecto por las Autoridades y por la población, animando a todos los cubanos a colaborar para conseguir un futuro mejor. Permítaseme retomar este mensaje de esperanza que no ha perdido nada de su actualidad.

3. Mi pensamiento y mi oración se dirigen sobre todo hacia las poblaciones golpeadas por espantosas catástrofes naturales. Me refiero a los huracanes e inundaciones que han devastado ciertas regiones de México y de América Central, así como algunos países de África y de Asia, en particular Bangladesh, y una parte de Oceanía; también habría que mencionar los grandes incendios. El Cardenal Secretario de Estado, que, a finales de agosto se acercó hasta el Perú, me ofreció un testimonio directo de la destrucción y la desolación provocada por el terrible terremoto, pero también del ánimo y de la fe de las poblaciones afectadas. Frente a los trágicos acontecimientos de este tipo, es necesario un compromiso común y decidido. Como he escrito en la Encíclica sobre la Esperanza «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad» (Carta Enc. Spe salvi, n. 38).

4. La comunidad internacional mantiene viva su preocupación por el Medio Oriente. Me alegra que la Conferencia de Annapolis haya dado signos en la dirección de un abandono del recurso a soluciones parciales o unilaterales, en beneficio de una visión global, respetuosa de los derechos e intereses de los pueblos de la región. Una vez más, hago un llamamiento a los Israelíes y a los Palestinos, para que concentren sus esfuerzos en poner en práctica los compromisos asumidos en esta ocasión y no frenen el proceso felizmente iniciado. Invito además a la comunidad internacional a sostener a estos dos pueblos con convicción y comprensión hacia los sufrimientos y los miedos de cada uno de ellos. ¿Cómo no estar cerca del Líbano, en las pruebas y las violencias que siguen afligiendo este querido país?. Deseo que los libaneses puedan decidir libremente acerca de su futuro y pido al Señor que les ilumine, empezando por los responsables de la vida pública, para que, dejando de lado los intereses particulares, estén dispuestos a comprometerse por el camino del diálogo y de la reconciliación. Solamente así el país podrá progresar en la estabilidad y ser de nuevo un ejemplo de convivencia entre las comunidades. También en Irak, la reconciliación es una urgencia. Actualmente, los atentados terroristas, las amenazas y la violencia continúan, en particular contra la comunidad cristiana, y las noticias que nos llegan de ayer confirman nuestra preocupación; es evidente que todavía quedan por resolver aspectos esenciales de ciertas cuestiones políticas. En este marco, una reforma constitucional apropiada deberá salvaguardar los derechos de las minorías. Se necesitan importantes ayudas humanitarias para las poblaciones afectadas por la guerra, y pienso en particular en los desplazados dentro del país y en los refugiados en el extranjero, entre los cuales se encuentran numerosos cristianos. Invito a la comunidad internacional a mostrarse generosa con ellos y con los países donde ellos encuentran refugio, cuya capacidad de acogida se ve sometida a dura prueba. Deseo también alentar a que se continúe sin descanso por la vía de la diplomacia para resolver la cuestión del programa nuclear iraniano, negociando con buena fe, adoptando medidas destinadas a aumentar la transparencia y la confianza recíprocas, y teniendo siempre en cuenta las auténticas necesidades de los pueblos y del bien común de la familia humana.

5. Ampliando nuestra mirada al continente asiático, quisiera llamar vuestra atención sobre otras situaciones críticas. En primer lugar, Pakistán, que en los últimos meses ha sido duramente golpeado por la violencia. Deseo que todas las fuerzas políticas y sociales se comprometan en la construcción de una sociedad pacífica que respete los derechos de todos. En Afganistán, junto a la violencia se añaden otros graves problemas sociales, como la producción de drogas; es necesario ofrecer más apoyo a los esfuerzos de desarrollo y trabajar con más intensidad todavía en la construcción de un futuro sereno. En Sri Lanka, no es posible aplazar para más tarde los esfuerzos decisivos para remediar los inmensos sufrimientos causados por los conflictos vigentes. Pido al Señor que en Myanmar, con el apoyo de la comunidad internacional, se abra una época de diálogo entre el gobierno y la oposición, asegurando el verdadero respeto de todos los derechos del hombre y de las libertades fundamentales.

6. Volviendo ahora a África, quisiera en primer lugar volver a expresar mi profundo pesar al comprobar cómo la esperanza parece casi derrotada por el siniestro cortejo de hambre y de muerte que perdura en el Darfour. Deseo de todo corazón que la operación conjunta de las Naciones Unidas y de la Unión Africana, cuya misión acaba de comenzar, lleve ayuda y consuelo a las poblaciones que sufren. El proceso de paz en la República Democrática del Congo tropieza con fuertes resistencias en la zona de los grandes lagos, sobre todo en las regiones orientales, y Somalia, en particular Mogadiscio, sigue estando afligida por la violencia y la pobreza. Hago un llamamiento a las partes en conflicto para que cesen las operaciones militares, se facilite el paso de la ayuda humanitaria y los civiles sean respetados. Kenia ha experimentado estos días una brusca erupción de violencia. Uniéndome a la exhortación de los Obispos del 2 de enero, invito a todos los habitantes, y en particular a los responsables políticos, a buscar a través del diálogo una solución pacífica, fundada sobre la justicia y la fraternidad. La Iglesia Católica no es indiferente a los gemidos de dolor que se elevan en esta región. Ella hace suyas las peticiones de ayuda de los refugiados y de los desplazados y se compromete para favorecer la reconciliación, la justicia y la paz. Este año, Etiopía inicia el tercer milenio cristiano, y estoy seguro de que las celebraciones organizadas con este motivo contribuirán también a recordar la inmensa obra, social y apostólica, realizada por los Cristianos en África.

7. Terminando por Europa, me alegro de los progresos alcanzados en los diferentes países de la región de los Balcanes y expreso una vez más el deseo que el estatuto definitivo de Kosovo tenga en cuenta las legítimas reivindicaciones de las partes implicadas y garantice, a todos los que habitan en esta tierra, seguridad y respeto a sus derechos para que definitivamente se aleje el fantasma de los enfrentamientos violentos y se refuerce la estabilidad europea. Quisiera citar igualmente a Chipre recordando con alegría la visita, el mes de junio pasado, de Su Beatitud el Arzobispo Chrysostomos II. Deseo que, en el contexto de la Unión Europea, no se escatime ningún esfuerzo para encontrar solución a una crisis que dura demasiado tiempo. En el mes de septiembre pasado, realicé una visita a Austria, que quiso también subrayar la contribución esencial que la Iglesia católica puede y quiere dar a la unificación de Europa. A propósito de Europa, quisiera aseguraros que sigo con atención el período que se ha abierto con la firma del «Tratado de Lisboa». Esta etapa impulsa el proceso de construcción de la «casa Europea», que «será para todos un buen lugar para vivir si se construye sobre un sólido fundamento cultural y moral de valores comunes tomados de nuestra historia y de nuestras tradiciones» (Encuentro con las Autoridades y el Cuerpo diplomático, Viena, 7 septiembre 2007) y si ella no reniega de sus raíces cristianas.

8. De este rápido repaso general, aparece con claridad la fragilidad de la seguridad y la estabilidad en el mundo. Los factores de preocupación son diferentes; sin embargo, todos testimonian que la libertad humana no es absoluta, sino que se trata de un bien compartido, cuya responsabilidad incumbe a todos. En consecuencia, el orden y el derecho son elementos que la garantizan. El derecho sólo podrá ser una fuerza eficaz de paz si sus fundamentos permanecen sólidamente anclados en el derecho natural, dado por el Creador. Es por eso también que no se puede nunca excluir a Dios del horizonte del hombre y de la historia. El nombre de Dios es un nombre de justicia, representa una llamada urgente a la paz.

9. Esta toma de conciencia podría ayudar, entre otras cosas, a orientar las iniciativas de diálogo intercultural e interreligioso. Estas iniciativas son cada vez más numerosas y pueden estimular la colaboración en temas de interés mutuo, como la dignidad de la persona humana, la búsqueda del bien común, la construcción de la paz y el desarrollo. A este respecto, la Santa Sede ha querido dar un relieve particular a su participación en el diálogo de alto nivel sobre el entendimiento entre las religiones y las culturas y la cooperación para la paz, en el marco de la 62ª Asamblea General de las Naciones Unidas (4-5 octubre 2007). Este diálogo, para ser auténtico, debe ser claro, evitando relativismos y sincretismos, pero animado de un respeto sincero por los otros y de un espíritu de reconciliación y de fraternidad. La Iglesia Católica está profundamente comprometida en ello y me es grato recordar de nuevo la carta que, el 13 de octubre pasado, me dirigieron ciento treinta y ocho personalidades musulmanas, renovando mi gratitud por los nobles sentimientos que allí se expresan.

10. Nuestra sociedad ha incluido justamente la grandeza y la dignidad de la persona humana en las diversas declaraciones de derechos, que han sido formuladas a partir de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada hace sesenta años. Este acto solemne fue, según la expresión del Papa Pablo VI, uno de los más grandes títulos de gloria de las Naciones Unidas. En todos los continentes, la Iglesia Católica, se compromete para que los derechos del hombre sean no solamente proclamados, sino aplicados. Es de desear que los organismos creados para la defensa y promoción de los derechos del hombre consagren todas sus energías a este cometido, y en particular, que el Consejo de los Derechos del Hombre sepa responder a las expectativas suscitadas tras su creación.

11. La Santa Sede, por su parte, no dejará de reafirmar estos principios y estos derechos fundados sobre lo que es esencial y permanente en la persona humana. Es un servicio que la Iglesia desea ofrecer a la verdadera dignidad del hombre, creado a imagen de Dios. Partiendo precisamente de estas consideraciones, no puedo dejar de deplorar, una vez más, los continuos ataques perpetrados, en todos los continentes, contra la vida humana. Quisiera recordar, junto a tantos investigadores y científicos, que las nuevas fronteras de la bioética no imponen una elección entre la ciencia y la moral, sino que más bien exigen un uso moral de la ciencia. Por otra parte, recordando el llamamiento hecho por el Papa Juan Pablo II con ocasión del gran Jubileo del Año 2000, me alegra que, el 18 de diciembre pasado, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptara una resolución por la que se llama a los Estados a instituir una moratoria en la aplicación de la pena de muerte, y deseo que esta iniciativa estimule el debate público sobre el carácter sagrado de la vida humana. Deploro, una vez más, los ataques preocupantes contra la integridad de la familia, fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer. Los responsables de la política, de la orientación que sean, deben defender esta institución fundamental, célula básica de la sociedad. ¡Qué más se puede decir! Hasta la libertad religiosa, «exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre y piedra angular del edificio de los derechos humanos» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1988, preámbulo), está frecuentemente amenazada. Existen, en efecto, lugares donde no se puede ejercer plenamente. La Santa Sede, la defiende y pide su respeto para todos. Ella está preocupada por las discriminaciones contra los cristianos y contra los fieles de otras religiones.

12. La paz no puede ser sólo una simple palabra o una aspiración ilusoria. La paz es un compromiso y un modo de vida que exige que se satisfagan las expectativas legítimas de todos como el acceso a la alimentación, al agua y a la energía, a la medicina y a la tecnología, o bien el control de los cambios climáticos. Solamente así se puede construir el futuro de la humanidad; solamente así se favorece el desarrollo integral para hoy y para mañana. Hace cuarenta años, el Papa Pablo VI, acuñando una expresión particularmente feliz, señaló en la Encíclica Populorum progressio que «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz». Por eso, para consolidar la paz, es necesario que los positivos resultados macroeconómicos, obtenidos en 2007 por numerosos países en vías de desarrollo, sean sostenidos por políticas sociales eficaces y por la puesta en práctica de compromisos de asistencia por parte de los países ricos.

13. Por último, quisiera exhortar a la comunidad internacional a un compromiso global por la seguridad. Un esfuerzo conjunto por parte de los Estados para aplicar todas las obligaciones contraídas, y para impedir el acceso de los terroristas a las armas de destrucción masiva, reforzaría, sin ninguna duda, el régimen de no proliferación nuclear y lo haría más eficaz. Celebro el acuerdo alcanzado para el desmantelamiento del programa de armamento nuclear en Corea del Norte y animo a la adopción de medidas apropiadas para la reducción de armas de tipo convencional y para afrontar el problema humanitario planteado por las bombas de racimo.

Señoras y señores Embajadores.

14. La diplomacia es, en cierta manera, el arte de la esperanza. Ella vive de la esperanza e intenta discernir incluso sus signos más tenues. La diplomacia debe dar esperanza. Cada año, la celebración de la Navidad nos recuerda que, cuando Dios se hizo niño pequeño, la Esperanza vino a habitar en el mundo, en el corazón de la familia humana. Esta certeza se hace hoy oración: que Dios abra a la Esperanza, que no defrauda nunca, el corazón de aquellos que gobiernan la familia de los pueblos. Movido por estos sentimientos, dirijo a cada uno de vosotros mis mejores votos, para que vosotros, vuestros colaboradores y los pueblos que representáis seáis iluminados por la Gracia y la Paz que nos llegan del Niño de Belén.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ADMINISTRADORES DE LA REGIÓN DEL LACIO
Y DE LA PROVINCIA DE ROMA

Sala Clementina
Jueves 10 de enero de 2008



Ilustres señores y amables señoras:

Me alegra recibiros, al inicio del nuevo año, para el tradicional intercambio de felicitaciones. Os agradezco vuestra presencia y saludo cordialmente al presidente de la junta regional del Lacio, señor Pietro Marrazzo; al alcalde de Roma, honorable Walter Veltroni; y al presidente de la provincia de Roma, señor Enrico Gasbarra, a los cuales expreso sentimientos de viva gratitud por las amables palabras que me han dirigido, también en nombre de las Administraciones que dirigen. Saludo, asimismo, a los presidentes de los respectivos consejos y a todas las personas aquí reunidas.

Esta cita anual nos brinda la oportunidad de reflexionar sobre algunas materias de interés común y de gran importancia y actualidad, que afectan directamente a la vida de las poblaciones de Roma y del Lacio. A ellas, a cada persona y familia, dirijo a través de vosotros un recuerdo de afecto, de aliento y de atención pastoral, haciéndome intérprete de los sentimientos y de los vínculos que han unido a lo largo de los siglos a los Sucesores del apóstol san Pedro con la ciudad de Roma, con su provincia y con toda la región del Lacio. Cambian los tiempos y las situaciones, pero no se debilitan ni se atenúan el amor y la solicitud del Papa por todos los que viven en estas tierras, tan profundamente marcadas por la gran herencia viva del cristianismo.

Un criterio fundamental, sobre el que fácilmente podemos concordar en el cumplimiento de nuestras diversas tareas, es el del carácter central de la persona humana. Como afirma el concilio Vaticano II, el hombre es, en la tierra, "la única criatura a la que Dios ha querido por sí misma" (Gaudium et spes, 24). A su vez, mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, en la encíclica Centesimus annus, escribió con razón que "el principal recurso del hombre (...) es el hombre mismo" (n. 32).

Consecuencia evidente de todo ello es la importancia decisiva que revisten la educación y la formación de la persona, ante todo en la primera parte de la vida, pero también a lo largo de toda su existencia. Sin embargo, si miramos la realidad de nuestra situación, no podemos negar que nos encontramos ante una auténtica "emergencia educativa", como subrayé el 11 de junio del año pasado al hablar a la Asamblea de la diócesis de Roma.

En efecto, parece cada vez más difícil proponer de manera convincente a las nuevas generaciones certezas sólidas y criterios sobre los cuales construir su vida. Lo saben bien tanto los padres como los profesores, que también por esto sienten a menudo la tentación de abdicar de sus funciones educativas. Por lo demás, en el actual contexto social y cultural impregnado de relativismo y también de nihilismo, ellos mismos difícilmente logran encontrar puntos de referencia seguros, que los puedan sostener y guiar tanto en la misión de educadores como en toda su conducta de vida.

Esa emergencia, ilustres representantes de las Administraciones de Roma y del Lacio, no puede dejar indiferentes ni a la Iglesia ni a vuestras Administraciones. En efecto, además de la formación de las personas, están claramente en juego las bases mismas de la convivencia y el futuro de la sociedad. Por su parte, la diócesis de Roma está dedicando a esta difícil tarea una atención muy particular, que se realiza en los diversos ámbitos educativos, desde la familia y la escuela hasta las parroquias, las asociaciones, los movimientos, los oratorios, las iniciativas culturales, el deporte y el tiempo libre.

En este contexto, expreso profunda gratitud a la región del Lacio por el apoyo prestado a los oratorios y a los centros para la infancia organizados por las parroquias y las comunidades eclesiales, así como por las ayudas para la realización de nuevos complejos parroquiales en las áreas del Lacio que no cuentan con uno. Ahora bien, quiero exhortar a un compromiso convergente, de gran alcance, a través del cual las instituciones civiles, cada una según sus competencias, multipliquen sus esfuerzos para afrontar en los diversos niveles la actual emergencia educativa, inspirándose constantemente en el criterio-guía del carácter central de la persona humana.

Aquí tienen una importancia claramente prioritaria el respeto y el apoyo a la familia fundada en el matrimonio. Como escribí en el reciente Mensaje para la Jornada mundial de la paz, "la familia natural, en cuanto comunión íntima de vida y amor, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es el "lugar primario de humanización de la persona y de la sociedad", la "cuna de la vida y del amor"" (n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5).

Lamentablemente, cada día constatamos cuán insistentes y amenazadores son los ataques y las incomprensiones con respecto a esta realidad humana y social fundamental. Por consiguiente, es muy necesario que las Administraciones públicas no secunden esas tendencias negativas, sino que, por el contrario, ofrezcan a las familias un apoyo convencido y concreto, con la certeza de que así contribuyen al bien común.

Otra emergencia que se agrava es la de la pobreza. Aumenta sobre todo en las grandes periferias urbanas, pero comienza a estar presente también en otros contextos y situaciones que parecían libres de ella. La Iglesia participa, de todo corazón, en el esfuerzo por aliviarla, colaborando de buen grado con las instituciones civiles, pero el aumento del coste de la vida, especialmente los precios de las viviendas, las persistentes situaciones de falta de trabajo, y también los salarios y las pensiones a menudo inadecuados, hacen realmente difíciles las condiciones de vida de numerosas personas y familias.

Además, un acontecimiento trágico como el asesinato, en Tor di Quinto, de Giovanna Reggiani, puso bruscamente a nuestra población no sólo ante el problema de la seguridad, sino también ante la gravísima degradación de algunas áreas de Roma: especialmente aquí es necesaria, más allá de la emoción del momento, una obra constante y concreta, que tenga la doble e inseparable finalidad de garantizar la seguridad de los ciudadanos y de asegurar a todos, especialmente a los inmigrantes, al menos el mínimo indispensable para una vida honrada y digna.

La Iglesia, a través de Cáritas y de muchas otras realidades de voluntariado, animadas por laicos y por religiosos y religiosas, se prodiga también en este difícil ámbito, en el que siguen siendo evidentemente insustituibles las responsabilidades y las posibilidades de intervención de los poderes públicos.

Otra preocupación que atañe tanto a la Iglesia como a vuestras Administraciones, es la que se refiere a los enfermos. Sabemos bien cuán graves son las dificultades que debe afrontar la región del Lacio en el ámbito de la salud pública, pero debemos constatar también que no raramente es dramática la situación de los hospitales y clínicas católicos, aunque gocen de un prestigio y una excelencia reconocidos en toda la nación. Por tanto, no puedo menos de pedir que no sean marginados en la distribución de los recursos, no por interés de la Iglesia, sino para no perjudicar un servicio indispensable para nuestra población.

Distinguidas autoridades, a la vez que os agradezco nuevamente vuestra amable y apreciada visita, os aseguro mi cordial cercanía y mi oración por vosotros y por las altas responsabilidades que tenéis encomendadas. Que el Señor sostenga vuestro compromiso e ilumine vuestros propósitos de bien.

Con estos sentimientos, imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a cuantos viven y trabajan en Roma, en su provincia y en todo el Lacio


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA POLICÍA QUE SE ENCARGA
DE LA SEGURIDAD EN TORNO AL VATICANO

Viernes 11 de enero de 2008



Queridos amigos:

El encuentro con vosotros, que formáis parte de la Comisaría general de policía que se encarga de la seguridad en torno al Vaticano, ya es una cita esperada y deseada al inicio del nuevo año. Además de acogeros con alegría y saludaros con afecto, aprovecho la ocasión para renovaros la expresión de mi estima y mi agradecimiento por el servicio que prestáis diariamente.

Saludo en primer lugar al prefecto Salvatore Festa, al inspector jefe de Roma Marcello Fulvi, y al doctor Vincenzo Caso, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido y al que manifiesto mi gratitud por el trabajo llevado a cabo en estos años como director de la Comisaría. También saludo al jefe de la policía, prefecto Antonio Manganelli.

Con amistad me dirijo a los demás integrantes de la Comisaría general de policía que se encarga de la seguridad en torno al Vaticano que no han podido estar hoy aquí, pero que están unidos espiritualmente a nosotros en esta significativa circunstancia. A todos y a cada uno me alegra expresar, para el año recién iniciado, mis mejores deseos, que extiendo a sus respectivas familias.

Precisamente en las familias pensé este año cuando preparé el Mensaje para la Jornada mundial de la paz, que se celebra el día 1 de enero. En ese texto, que tiene como tema: "Familia humana, comunidad de paz", recordé que "la familia natural, en cuanto comunión íntima de vida y amor, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es el lugar primario de humanización de la persona y de la sociedad, la cuna de la vida y del amor. Con razón, pues, se ha calificado a la familia como la primera sociedad natural, una institución divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización social" (n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5).

Vosotros, queridos funcionarios y agentes, en las tareas de vigilancia que realizáis diariamente, os encontráis con muchas familias. Llegan aquí de todas las partes del mundo para rendir homenaje a los Apóstoles y en particular a san Pedro, sobre cuya fe Cristo fundó la Iglesia. Vienen para renovar juntas la profesión de esta fe, para visitar y tomar contacto con varias realidades del Vaticano, y para participar en las audiencias y en las celebraciones presididas por el Sucesor del apóstol san Pedro.

Os agradezco el servicio que prestáis, caracterizado por la diligencia y la profesionalidad, por una constante atención a las personas y a las finalidades que las impulsan, así como por la disponibilidad, la paciencia y el espíritu de sacrificio. De esta forma, con la colaboración de las autoridades que se esfuerzan por lograr que la ciudad de Roma sea cada vez más bella y acogedora, también vosotros contribuís al fructuoso encuentro y a la serena convivencia entre los ciudadanos de Roma y los huéspedes procedentes de los diversos países del mundo.

Son muy numerosos los peregrinos con los que os encontráis durante el año. Os invito a ver en cada uno de ellos a un hermano o hermana que Dios pone en vuestro camino, una persona amiga, aunque desconocida, a la que es preciso acoger y ayudar con una escucha paciente, sabiendo que todos formamos parte de la única gran familia humana.

¿No es verdad, como escribí en el Mensaje antes citado, que no vivimos unos al lado de otros por casualidad? ¿No estamos recorriendo todos el mismo camino como hombres y, por tanto, como hermanos y hermanas? Precisamente por eso es esencial que cada uno se comprometa a vivir su vida con actitud responsable ante Dios, reconociendo en él la fuente de su propia existencia y de la de los demás.

En efecto, sobre la base de este principio supremo se puede percibir el valor incondicional de todo ser humano y, así, poner las premisas para la construcción de una humanidad pacificada. Es evidente que sin este fundamento trascendente, la sociedad corre el peligro de convertirse en una agrupación de ciudadanos, dejando de ser una comunidad de hermanos y hermanas, llamados a formar una gran familia (cf. ib., n. 6).

Queridos amigos, que el Señor os ayude a desempeñar vuestra profesión permaneciendo siempre fieles a los ideales en que debe inspirarse constantemente. La sociedad necesita personas que cumplan su deber, conscientes de que todo trabajo, todo servicio prestado con esmero contribuye a la construcción de una sociedad más justa y realmente libre.

Os encomiendo a la Virgen santísima y, a la vez que os renuevo a cada uno mi sincero agradecimiento por la amable visita, de buen grado os imparto una bendición especial a vosotros y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO PREPARADO POR EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA EL ENCUENTRO
CON LA UNIVERSIDAD DE ROMA "LA SAPIENZA"



(Texto de la conferencia que el Papa Benedicto XVI iba a pronunciar durante su visita a la "Sapienza, Universidad de Roma", el jueves 17 de enero. Visita cancelada el 15 de enero)



Rector magnífico;
autoridades políticas y civiles;
ilustres profesores y personal técnico administrativo;
queridos jóvenes estudiantes:

Para mí es motivo de profunda alegría encontrarme con la comunidad de la "Sapienza, Universidad de Roma" con ocasión de la inauguración del año académico. Ya desde hace siglos esta universidad marca el camino y la vida de la ciudad de Roma, haciendo fructificar las mejores energías intelectuales en todos los campos del saber. Tanto en el tiempo en que, después de su fundación impulsada por el Papa Bonifacio VIII, la institución dependía directamente de la autoridad eclesiástica, como sucesivamente, cuando el Studium Urbis se desarrolló como institución del Estado italiano, vuestra comunidad académica ha conservado un gran nivel científico y cultural, que la sitúa entre las universidades más prestigiosas del mundo. Desde siempre la Iglesia de Roma mira con simpatía y admiración este centro universitario, reconociendo su compromiso, a veces arduo y fatigoso, por la investigación y la formación de las nuevas generaciones. En estos últimos años no han faltado momentos significativos de colaboración y de diálogo. Quiero recordar, en particular, el Encuentro mundial de rectores con ocasión del Jubileo de las Universidades, en el que vuestra comunidad no sólo se encargó de la acogida y la organización, sino sobre todo de la profética y compleja propuesta de elaborar un "nuevo humanismo para el tercer milenio".

En esta circunstancia deseo expresar mi gratitud por la invitación que se me ha hecho a venir a vuestra universidad para pronunciar una conferencia. Desde esta perspectiva, me planteé ante todo la pregunta: ¿Qué puede y debe decir un Papa en una ocasión como esta? En mi conferencia en Ratisbona hablé ciertamente como Papa, pero hablé sobre todo en calidad de ex profesor de esa universidad, mi universidad, tratando de unir recuerdos y actualidad. En la universidad "Sapienza", la antigua universidad de Roma, sin embargo, he sido invitado precisamente como Obispo de Roma; por eso, debo hablar como tal. Es cierto que en otros tiempos la "Sapienza" era la universidad del Papa; pero hoy es una universidad laica, con la autonomía que, sobre la base de su mismo concepto fundacional, siempre ha formado parte de su naturaleza de universidad, la cual debe estar vinculada exclusivamente a la autoridad de la verdad. En su libertad frente a autoridades políticas y eclesiásticas la universidad encuentra su función particular, precisamente también para la sociedad moderna, que necesita una institución de este tipo.

Vuelvo a mi pregunta inicial: ¿Qué puede y debe decir el Papa en el encuentro con la universidad de su ciudad? Reflexionando sobre esta pregunta, me pareció que incluía otras dos, cuyo esclarecimiento debería llevar de por sí a la respuesta. En efecto, es necesario preguntarse: ¿Cuál es la naturaleza y la misión del Papado? Y también, ¿cuál es la naturaleza y la misión de la universidad? En este lugar no quisiera entretenerme y entreteneros con largas disquisiciones sobre la naturaleza del Papado. Baste una breve alusión. El Papa es, ante todo, Obispo de Roma y, como tal, en virtud de la sucesión del apóstol san Pedro, tiene una responsabilidad episcopal con respecto a toda la Iglesia católica. La palabra "obispo" —episkopos—, que en su significado inmediato se puede traducir por "vigilante", se fundió ya en el Nuevo Testamento con el concepto bíblico de Pastor: es aquel que, desde un puesto de observación más elevado, contempla el conjunto, cuidándose de elegir el camino correcto y mantener la cohesión de todos sus componentes. En este sentido, esa designación de la tarea orienta la mirada, ante todo, hacia el interior de la comunidad creyente. El Obispo —el Pastor— es el hombre que cuida de esa comunidad; el que la conserva unida, manteniéndola en el camino hacia Dios, indicado por Jesús según la fe cristiana; y no sólo indicado, pues Él mismo es para nosotros el camino. Pero esta comunidad, de la que cuida el Obispo, sea grande o pequeña, vive en el mundo. Las condiciones en que se encuentra, su camino, su ejemplo y su palabra influyen inevitablemente en todo el resto de la comunidad humana en su conjunto. Cuanto más grande sea, tanto más repercutirán en la humanidad entera sus buenas condiciones o su posible degradación. Hoy vemos con mucha claridad cómo las condiciones de las religiones y la situación de la Iglesia —sus crisis y sus renovaciones— repercuten en el conjunto de la humanidad. Por eso el Papa, precisamente como Pastor de su comunidad, se ha convertido cada vez más también en una voz de la razón ética de la humanidad.

Aquí, sin embargo, surge inmediatamente la objeción según la cual el Papa, de hecho, no hablaría verdaderamente basándose en la razón ética, sino que sus afirmaciones procederían de la fe y por eso no podría pretender que valgan para quienes no comparten esta fe. Deberemos volver más adelante sobre este tema, porque aquí se plantea la cuestión absolutamente fundamental: ¿Qué es la razón? ¿Cómo puede una afirmación —sobre todo una norma moral— demostrarse "razonable"? En este punto, por el momento, sólo quiero poner de relieve brevemente que John Rawls, aun negando a doctrinas religiosas globales el carácter de la razón "pública", ve sin embargo en su razón "no pública" al menos una razón que no podría, en nombre de una racionalidad endurecida desde el punto de vista secularista, ser simplemente desconocida por quienes la sostienen. Ve un criterio de esta racionalidad, entre otras cosas, en el hecho de que esas doctrinas derivan de una tradición responsable y motivada, en la que en el decurso de largos tiempos se han desarrollado argumentaciones suficientemente buenas como para sostener su respectiva doctrina. En esta afirmación me parece importante el reconocimiento de que la experiencia y la demostración a lo largo de generaciones, el fondo histórico de la sabiduría humana, son también un signo de su racionalidad y de su significado duradero. Frente a una razón a-histórica que trata de construirse a sí misma sólo en una racionalidad a-histórica, la sabiduría de la humanidad como tal —la sabiduría de las grandes tradiciones religiosas— se debe valorar como una realidad que no se puede impunemente tirar a la papelera de la historia de las ideas.

Volvemos a la pregunta inicial. El Papa habla como representante de una comunidad creyente, en la cual durante los siglos de su existencia ha madurado una determinada sabiduría de vida. Habla como representante de una comunidad que custodia en sí un tesoro de conocimiento y de experiencia éticos, que resulta importante para toda la humanidad. En este sentido habla como representante de una razón ética.

Pero ahora debemos preguntarnos: ¿Y qué es la universidad?, ¿cuál es su tarea? Es una pregunta de enorme alcance, a la cual, una vez más, sólo puedo tratar de responder de una forma casi telegráfica con algunas observaciones. Creo que se puede decir que el verdadero e íntimo origen de la universidad está en el afán de conocimiento, que es propio del hombre. Quiere saber qué es todo lo que le rodea. Quiere la verdad. En este sentido, se puede decir que el impulso del que nació la universidad occidental fue el cuestionamiento de Sócrates. Pienso, por ejemplo —por mencionar sólo un texto—, en la disputa con Eutifrón, el cual defiende ante Sócrates la religión mítica y su devoción. A eso, Sócrates contrapone la pregunta: "¿Tú crees que existe realmente entre los dioses una guerra mutua y terribles enemistades y combates...? Eutifrón, ¿debemos decir que todo eso es efectivamente verdadero?" (6 b c). En esta pregunta, aparentemente poco devota —pero que en Sócrates se debía a una religiosidad más profunda y más pura, de la búsqueda del Dios verdaderamente divino—, los cristianos de los primeros siglos se reconocieron a sí mismos y su camino. Acogieron su fe no de modo positivista, o como una vía de escape para deseos insatisfechos. La comprendieron como la disipación de la niebla de la religión mítica para dejar paso al descubrimiento de aquel Dios que es Razón creadora y al mismo tiempo Razón-Amor. Por eso, el interrogarse de la razón sobre el Dios más grande, así como sobre la verdadera naturaleza y el verdadero sentido del ser humano, no era para ellos una forma problemática de falta de religiosidad, sino que era parte esencial de su modo de ser religiosos. Por consiguiente, no necesitaban resolver o dejar a un lado el interrogante socrático, sino que podían, más aún, debían acogerlo y reconocer como parte de su propia identidad la búsqueda fatigosa de la razón para alcanzar el conocimiento de la verdad íntegra. Así, en el ámbito de la fe cristiana, en el mundo cristiano, podía, más aún, debía nacer la universidad.

Es necesario dar un paso más. El hombre quiere conocer, quiere encontrar la verdad. La verdad es ante todo algo del ver, del comprender, de la theoría, como la llama la tradición griega. Pero la verdad nunca es sólo teórica. San Agustín, al establecer una correlación entre las Bienaventuranzas del Sermón de la montaña y los dones del Espíritu que se mencionan en Isaías 11, habló de una reciprocidad entre "scientia" y "tristitia": el simple saber —dice— produce tristeza. Y, en efecto, quien sólo ve y percibe todo lo que sucede en el mundo acaba por entristecerse. Pero la verdad significa algo más que el saber: el conocimiento de la verdad tiene como finalidad el conocimiento del bien. Este es también el sentido del interrogante socrático: ¿Cuál es el bien que nos hace verdaderos? La verdad nos hace buenos, y la bondad es verdadera: este es el optimismo que reina en la fe cristiana, porque a ella se le concedió la visión del Logos, de la Razón creadora que, en la encarnación de Dios, se reveló al mismo tiempo como el Bien, como la Bondad misma.

En la teología medieval hubo una discusión a fondo sobre la relación entre teoría y praxis, sobre la correcta relación entre conocer y obrar, una disputa que aquí no podemos desarrollar. De hecho, la universidad medieval, con sus cuatro Facultades, presenta esta correlación. Comencemos por la Facultad que, según la concepción de entonces, era la cuarta: la de medicina. Aunque era considerada más como "arte" que como ciencia, sin embargo, su inserción en el cosmos de la universitas significaba claramente que se la situaba en el ámbito de la racionalidad, que el arte de curar estaba bajo la guía de la razón, liberándola del ámbito de la magia. Curar es una tarea que requiere cada vez más simplemente la razón, pero precisamente por eso necesita la conexión entre saber y poder, necesita pertenecer a la esfera de la ratio. En la Facultad de derecho se plantea inevitablemente la cuestión de la relación entre praxis y teoría, entre conocimiento y obrar. Se trata de dar su justa forma a la libertad humana, que es siempre libertad en la comunión recíproca: el derecho es el presupuesto de la libertad, no su antagonista. Pero aquí surge inmediatamente la pregunta: ¿Cómo se establecen los criterios de justicia que hacen posible una libertad vivida conjuntamente y sirven al hombre para ser bueno? En este punto, se impone un salto al presente: es la cuestión de cómo se puede encontrar una normativa jurídica que constituya un ordenamiento de la libertad, de la dignidad humana y de los derechos del hombre. Es la cuestión que nos ocupa hoy en los procesos democráticos de formación de la opinión y que, al mismo tiempo, nos angustia como cuestión de la que depende el futuro de la humanidad. Jürgen Habermas expresa, a mi parecer, un amplio consenso del pensamiento actual cuando dice que la legitimidad de la Constitución de un país, como presupuesto de la legalidad, derivaría de dos fuentes: de la participación política igualitaria de todos los ciudadanos y de la forma razonable en que se resuelven las divergencias políticas. Con respecto a esta "forma razonable", afirma que no puede ser sólo una lucha por mayorías aritméticas, sino que debe caracterizarse como un "proceso de argumentación sensible a la verdad" (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren). Está bien dicho, pero es muy difícil transformarlo en una praxis política. Como sabemos, los representantes de ese "proceso de argumentación" público son principalmente los partidos en cuanto responsables de la formación de la voluntad política. De hecho, sin duda buscarán sobre todo la consecución de mayorías y así se ocuparán casi inevitablemente de los intereses que prometen satisfacer. Ahora bien, esos intereses a menudo son particulares y no están verdaderamente al servicio del conjunto. La sensibilidad por la verdad se ve siempre arrollada de nuevo por la sensibilidad por los intereses. Yo considero significativo el hecho de que Habermas hable de la sensibilidad por la verdad como un elemento necesario en el proceso de argumentación política, volviendo a insertar así el concepto de verdad en el debate filosófico y en el político.

Pero entonces se hace inevitable la pregunta de Pilato: ¿Qué es la verdad? Y ¿cómo se la reconoce? Si para esto se remite a la "razón pública", como hace Rawls, se plantea necesariamente otra pregunta: ¿qué es razonable? ¿Cómo demuestra una razón que es razón verdadera? En cualquier caso, según eso, resulta evidente que, en la búsqueda del derecho de la libertad, de la verdad de la justa convivencia, se debe escuchar a instancias diferentes de los partidos y de los grupos de interés, sin que ello implique en modo alguno querer restarles importancia. Así volvemos a la estructura de la universidad medieval. Juntamente con la Facultad de derecho estaban las Facultades de filosofía y de teología, a las que se encomendaba la búsqueda sobre el ser hombre en su totalidad y, con ello, la tarea de mantener despierta la sensibilidad por la verdad. Se podría decir incluso que este es el sentido permanente y verdadero de ambas Facultades: ser guardianes de la sensibilidad por la verdad, no permitir que el hombre se aparte de la búsqueda de la verdad. Pero, ¿cómo pueden dichas Facultades cumplir esa tarea? Esta pregunta exige un esfuerzo permanente y nunca se plantea ni se resuelve de manera definitiva. En este punto, pues, tampoco yo puedo dar propiamente una respuesta. Sólo puedo hacer una invitación a mantenerse en camino con esta pregunta, en camino con los grandes que a lo largo de toda la historia han luchado y buscado, con sus respuestas y con su inquietud por la verdad, que remite continuamente más allá de cualquier respuesta particular.

De este modo, la teología y la filosofía forman una peculiar pareja de gemelos, en la que ninguna de las dos puede separarse totalmente de la otra y, sin embargo, cada una debe conservar su propia tarea y su propia identidad. Históricamente, es mérito de santo Tomás de Aquino —ante la diferente respuesta de los Padres a causa de su contexto histórico— el haber puesto de manifiesto la autonomía de la filosofía y, con ello, el derecho y la responsabilidad propios de la razón que se interroga basándose en sus propias fuerzas. Los Padres, diferenciándose de las filosofías neoplatónicas, en las que la religión y la filosofía estaban unidas de manera inseparable, habían presentado la fe cristiana como la verdadera filosofía, subrayando también que esta fe corresponde a las exigencias de la razón que busca la verdad; que la fe es el "sí" a la verdad, con respecto a las religiones míticas, que se habían convertido en mera costumbre. Pero luego, en el momento del nacimiento de la universidad, en Occidente ya no existían esas religiones, sino sólo el cristianismo; por eso, era necesario subrayar de modo nuevo la responsabilidad propia de la razón, que no queda absorbida por la fe. A santo Tomás le tocó vivir en un momento privilegiado: por primera vez, los escritos filosóficos de Aristóteles eran accesibles en su integridad; estaban presentes las filosofías judías y árabes, como apropiaciones y continuaciones específicas de la filosofía griega. Por eso el cristianismo, en un nuevo diálogo con la razón de los demás, con quienes se venía encontrando, tuvo que luchar por su propia racionalidad. La Facultad de filosofía que, como "Facultad de los artistas" —así se llamaba—, hasta aquel momento había sido sólo propedéutica con respecto a la teología, se convirtió entonces en una verdadera Facultad, en un interlocutor autónomo de la teología y de la fe reflejada en ella. Aquí no podemos detenernos en la interesante confrontación que se derivó de ello. Yo diría que la idea de santo Tomás sobre la relación entre la filosofía y la teología podría expresarse en la fórmula que encontró el concilio de Calcedonia para la cristología: la filosofía y la teología deben relacionarse entre sí "sin confusión y sin separación". "Sin confusión" quiere decir que cada una de las dos debe conservar su identidad propia. La filosofía debe seguir siendo verdaderamente una búsqueda de la razón con su propia libertad y su propia responsabilidad; debe ver sus límites y precisamente así también su grandeza y amplitud. La teología debe seguir sacando de un tesoro de conocimiento que ella misma no ha inventado, que siempre la supera y que, al no ser totalmente agotable mediante la reflexión, precisamente por eso siempre suscita de nuevo el pensamiento. Junto con el "sin confusión" está también el "sin separación": la filosofía no vuelve a comenzar cada vez desde el punto cero del sujeto pensante de modo aislado, sino que se inserta en el gran diálogo de la sabiduría histórica, que acoge y desarrolla una y otra vez de forma crítica y a la vez dócil; pero tampoco debe cerrarse ante lo que las religiones, y en particular la fe cristiana, han recibido y dado a la humanidad como indicación del camino. La historia ha demostrado que varias cosas dichas por teólogos en el decurso de la historia, o también llevadas a la práctica por las autoridades eclesiales, eran falsas y hoy nos confunden. Pero, al mismo tiempo, es verdad que la historia de los santos, la historia del humanismo desarrollado sobre la base de la fe cristiana, demuestra la verdad de esta fe en su núcleo esencial, convirtiéndola así también en una instancia para la razón pública. Ciertamente, mucho de lo que dicen la teología y la fe sólo se puede hacer propio dentro de la fe y, por tanto, no puede presentarse como exigencia para aquellos a quienes esta fe sigue siendo inaccesible. Al mismo tiempo, sin embargo, es verdad que el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una "comprehensive religious doctrine" en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón misma, que la ayuda a ser más ella misma. El mensaje cristiano, en virtud de su origen, debería ser siempre un estímulo hacia la verdad y, así, una fuerza contra la presión del poder y de los intereses.

Bien; hasta ahora he hablado sólo de la universidad medieval, pero tratando de aclarar la naturaleza permanente de la universidad y de su tarea. En los tiempos modernos se han abierto nuevas dimensiones del saber, que en la universidad se valoran sobre todo en dos grandes ámbitos: ante todo, en el de las ciencias naturales, que se han desarrollado sobre la base de la conexión entre experimentación y presupuesta racionalidad de la materia; en segundo lugar, en el de las ciencias históricas y humanísticas, en las que el hombre, escrutando el espejo de su historia y aclarando las dimensiones de su naturaleza, trata de comprenderse mejor a sí mismo. En este desarrollo no sólo se ha abierto a la humanidad una cantidad inmensa de saber y de poder; también han crecido el conocimiento y el reconocimiento de los derechos y de la dignidad del hombre, y de esto no podemos por menos de estar agradecidos. Pero nunca puede decirse que el camino del hombre se haya completado del todo y que el peligro de caer en la inhumanidad haya quedado totalmente descartado, como vemos en el panorama de la historia actual. Hoy, el peligro del mundo occidental —por hablar sólo de éste— es que el hombre, precisamente teniendo en cuenta la grandeza de su saber y de su poder, se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último. Dicho desde el punto de vista de la estructura de la universidad: existe el peligro de que la filosofía, al no sentirse ya capaz de cumplir su verdadera tarea, degenere en positivismo; que la teología, con su mensaje dirigido a la razón, quede confinada a la esfera privada de un grupo más o menos grande. Sin embargo, si la razón, celosa de su presunta pureza, se hace sorda al gran mensaje que le viene de la fe cristiana y de su sabiduría, se seca como un árbol cuyas raíces no reciben ya las aguas que le dan vida. Pierde la valentía por la verdad y así no se hace más grande, sino más pequeña. Eso, aplicado a nuestra cultura europea, significa: si quiere sólo construirse a sí misma sobre la base del círculo de sus propias argumentaciones y de lo que en el momento la convence, y, preocupada por su laicidad, se aleja de las raíces de las que vive, entonces ya no se hace más razonable y más pura, sino que se descompone y se fragmenta.

Con esto vuelvo al punto de partida. ¿Qué tiene que hacer o qué tiene que decir el Papa en la universidad? Seguramente no debe tratar de imponer a otros de modo autoritario la fe, que sólo puede ser donada en libertad. Más allá de su ministerio de Pastor en la Iglesia, y de acuerdo con la naturaleza intrínseca de este ministerio pastoral, tiene la misión de mantener despierta la sensibilidad por la verdad; invitar una y otra vez a la razón a buscar la verdad, a buscar el bien, a buscar a Dios; y, en este camino, estimularla a descubrir las útiles luces que han surgido a lo largo de la historia de la fe cristiana y a percibir así a Jesucristo como la Luz que ilumina la historia y ayuda a encontrar el camino hacia el futuro.

Vaticano, 17 de enero de 2008

BENEDICTO XVI


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE FINLANDIA

Viernes 18 de enero de 2008



Distinguidos amigos de Finlandia:

Me complace saludar a vuestra delegación ecuménica que realiza la tradicional visita anual a Roma, con ocasión de la fiesta de san Enrique, patrono de Finlandia. Doy una afectuosa bienvenida al obispo Mäkinen, al obispo Wróbel y a todos los miembros de vuestro grupo.

Vuestra visita coincide con el inicio de la Semana de oración por la unidad de los cristianos. De hecho, este año se celebra el centenario de su inauguración, por obra del padre Paul Wattson, como "Octavario por la unidad de la Iglesia".

En cierto sentido, la Semana de oración se remonta hasta la víspera de la pasión y muerte de Jesús, cuando oró por sus discípulos: "Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). La unidad de los cristianos es un don de lo alto, que nace de la comunión amorosa con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y tiende a ella.

La oración común de los luteranos y los católicos de Finlandia es una participación humilde pero fiel en la oración de Jesús, que prometió que toda plegaria elevada al Padre en su nombre sería escuchada (cf. Jn 15, 7). En efecto, esta es la puerta real del ecumenismo. Esa oración nos lleva a considerar el reino de Dios y la unidad de la Iglesia de un modo nuevo, refuerza nuestros vínculos de comunión y nos permite afrontar con valentía los recuerdos dolorosos, las dificultades sociales y las debilidades humanas, que forman parte de nuestras divisiones.

La exhortación de san Pablo a "orar sin cesar" (1 Ts 5, 17), que está en el centro de las lecturas de la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año, también nos recuerda que la auténtica vida en comunión sólo es posible cuando los acuerdos doctrinales y las declaraciones formales están guiados constantemente por la luz del Espíritu Santo. Debemos estar agradecidos por los frutos del diálogo teológico entre católicos y luteranos nórdicos en Finlandia y Suecia, centrado en temas fundamentales de la fe cristiana, incluida la cuestión de la justificación en la vida de la Iglesia. Ojalá que el diálogo continuo lleve a resultados prácticos, con actividades que expresen y construyan nuestra unidad en Cristo y, por tanto, fortalezcan las relaciones entre los cristianos.

El año pasado, Finlandia conmemoró el 450° aniversario de la muerte del teólogo Miguel Agrícola, cuya traducción de la Biblia tuvo enorme influjo en la lengua y en la literatura finlandesas. Esta ocasión pone nuevamente de relieve la importancia de la sagrada Escritura en la Iglesia, tanto para los cristianos como para toda la sociedad. En verdad, la palabra de Dios es el fundamento de nuestra vida. Como dijo san Jerónimo: "La ignorancia de la Escritura es ignorancia de Jesucristo" (Comm. in Isaia, Prol.). Encontrarnos con la palabra de Dios, especialmente cuando resuena en la Iglesia y en su liturgia, también es importante para nuestro camino ecuménico.

Como declaró el concilio Vaticano II, "la sagrada teología se apoya, como en cimiento perdurable, en la sagrada Escritura (...); así se mantiene firme y recobra su juventud, penetrando a la luz de la fe la verdad escondida en el misterio de Cristo" (Dei Verbum, 24).

Queridos amigos, espero vivamente que vuestra visita a Roma os aumente vuestro gozo al recordar el testimonio de los primeros cristianos y, en particular, el martirio de san Pedro y san Pablo, los apóstoles que fundaron la Iglesia de Roma. San Enrique siguió sus pasos, llevando el mensaje del Evangelio y su fuerza salvífica a la vida de los pueblos nórdicos. En las nuevas y difíciles circunstancias de la Europa actual, y en vuestro propio país, los luteranos y los católicos juntos pueden contribuir en gran medida al servicio del Evangelio y a la extensión del reino de Dios.

Con estos sentimientos y con afecto en el Señor, invoco sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos las bendiciones divinas de alegría y paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS LATINOS DE LAS REGIONES ÁRABES
EN VISITA "AD LIMINA"

Viernes 18 de enero de 2008



Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra acogeros mientras realizáis vuestra visita ad limina, reforzando de este modo vuestra comunión con el Sucesor de Pedro así como la de las Iglesias locales de las que sois pastores. Agradezco vivamente a Su Beatitud Michel Sabbah, Patriarca latino de Jerusalén y presidente de vuestra Conferencia episcopal, su presentación a grandes rasgos de la vida de la Iglesia en vuestros países. Que vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles sea la ocasión de una renovación espiritual de vuestras comunidades, fundada en la persona de Cristo.

La Conferencia de obispos latinos de las regiones árabes refleja una gran diversidad de situaciones. De ordinario, los fieles, originarios de numerosos países, están agrupados en pequeñas comunidades, en sociedades compuestas en su mayoría por creyentes de otras religiones. Decidles que el Papa está espiritualmente muy cerca de ellos y que comparte sus inquietudes y sus esperanzas. A todos expreso mis mejores deseos, a fin de que vivan con serenidad y paz.

Ante todo, quiero reafirmaros la importancia que atribuyo al testimonio de vuestras Iglesias locales, recordándoos el mensaje que dirigí a los católicos de Oriente Próximo el 21 de diciembre de 2006, para manifestar la solidaridad de la Iglesia universal. En vuestra región, la persistencia sin fin de la violencia, la inseguridad y el odio hacen muy difícil la convivencia entre todos, haciendo temer a veces por la existencia de vuestras comunidades. Es un grave desafío planteado a vuestro servicio pastoral, que os impulsa a reforzar la fe de los fieles y su sentimiento fraterno, para que todos puedan vivir con una esperanza fundada en la certeza de que el Señor no abandona jamás a los que se dirigen a él, puesto que únicamente él es nuestra esperanza verdadera, en virtud de la cual podemos afrontar nuestro presente (cf. Spe salvi, 1).

Os invito encarecidamente a permanecer cerca de las personas encomendadas a vuestro ministerio, sosteniéndolas en las pruebas e indicándoles siempre el camino de una fidelidad auténtica al Evangelio en el cumplimiento de sus deberes de discípulos de Cristo. Que todos, en las situaciones difíciles que atraviesan, tengan la fuerza y la valentía de vivir como testigos fervientes de la caridad de Cristo.

Es comprensible que las circunstancias obliguen a veces a los cristianos a abandonar su país para encontrar una tierra acogedora que les permita vivir de modo conveniente. Sin embargo, es necesario alentar y sostener firmemente a los que eligen permanecer fieles a su tierra, para que no se convierta en un sitio arqueológico sin vida eclesial. Desarrollando una vida fraterna sólida, encontrarán ayuda en sus pruebas. Por tanto, doy todo mi apoyo a las iniciativas que emprendéis para contribuir a la creación de condiciones socioeconómicas que ayuden a los cristianos a permanecer en su país, y exhorto a toda la Iglesia a apoyar decididamente esos esfuerzos.

La vocación de los cristianos en vuestros países reviste una importancia fundamental. Como constructores de paz y de justicia, son una presencia viva de Cristo, que vino para reconciliar al mundo con el Padre y para reunir a todos sus hijos dispersos. Por tanto, es preciso consolidar y desarrollar cada vez más una comunión auténtica y una colaboración serena y respetuosa entre los católicos de los diferentes ritos, pues son signos elocuentes para los demás cristianos y para toda la sociedad.

Además, la oración de Cristo en el Cenáculo: "Que todos sean uno", es una apremiante invitación a buscar sin cesar la unidad entre los discípulos de Cristo. Por eso, me alegra saber que dais un lugar importante a la profundización de relaciones fraternas con las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Esas relaciones son un elemento fundamental en el camino de la unidad, dando testimonio de Cristo "para que el mundo crea" (Jn 17, 21). Los obstáculos en el camino de la unidad no deben apagar jamás el entusiasmo de establecer las condiciones para un diálogo diario, que es un preludio de la unidad.

Para vosotros el encuentro con los miembros de otras religiones, judíos y musulmanes, es una realidad cotidiana. En vuestros países, la calidad de las relaciones entre los creyentes tiene un significado muy particular, al ser a la vez testimonio del Dios único y contribución al establecimiento de relaciones más fraternas entre las personas y entre los diferentes componentes de vuestras sociedades. Por tanto, es necesario un mejor conocimiento recíproco para favorecer un respeto cada vez mayor de la dignidad humana, la igualdad de derechos y deberes de las personas, y una atención renovada a las necesidades de cada uno, especialmente de los más pobres.

Por otra parte, deseo vivamente que en todas partes se goce efectivamente de una auténtica libertad religiosa y que no se impida el ejercicio del derecho de cada uno a practicar libremente su religión, o a cambiarla. Se trata de un derecho primordial de todo ser humano.

Queridos hermanos, el apoyo a las familias cristianas, que afrontan numerosos desafíos, como el relativismo religioso, el materialismo y todas las amenazas contra los valores morales familiares y sociales, debe seguir siendo una de vuestras prioridades. Os invito, en particular, a proseguir vuestros esfuerzos para proporcionar una sólida formación a los jóvenes y a los adultos, a fin de ayudarles a fortalecer su identidad cristiana y afrontar con valentía y serenidad las situaciones que se les presentan, respetando a las personas que no comparten sus convicciones.

Conozco el compromiso de vuestras comunidades en los campos de la educación y del servicio sanitario y social, que es apreciado por las autoridades y por la población de vuestros países. Así, en vuestras condiciones, desarrollando los valores de solidaridad, fraternidad y amor mutuo, anunciáis en vuestras sociedades el amor universal de Dios, particularmente a los más pobres y a los menos favorecidos. En efecto, "el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar" (Deus caritas est, 31). Alabo también el compromiso valiente de los sacerdotes, los religiosos y las religiosas para acompañar a vuestras comunidades en su vida diaria y en su testimonio. Ofrecerles apoyo humano y espiritual debe ser una de vuestras preocupaciones principales como pastores.

Por último, expreso de nuevo mi cercanía a todas las personas que, en vuestra región, sufren múltiples formas de violencia. Podéis contar con la solidaridad de la Iglesia universal. Apelo también a la sabiduría de todos los hombres de buena voluntad, en particular de los que tienen responsabilidades en la vida colectiva, para que, privilegiando el diálogo entre todas las partes, cese la violencia, reine por doquier una paz verdadera y duradera, y se entablen relaciones de solidaridad y colaboración.

Encomendando a cada uno de vuestros países y a cada una de vuestras comunidades a la intercesión materna de María, pido a Dios que conceda a todos el don de la paz. De todo corazón os imparto una afectuosa bendición apostólica a vosotros, así como a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles de vuestras diócesis.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS DEL ALMO COLEGIO CAPRÁNICA

Sala Clementina
Sábado 19 de enero de 2008

Señor cardenal;
queridos superiores y alumnos del Almo Colegio Capránica:

También este año tengo el placer de encontrarme con vosotros con ocasión de la fiesta de santa Inés, vuestra patrona celestial. A cada uno doy mi cordial bienvenida. Ante todo, saludo al señor cardenal Camillo Ruini y le agradezco las amables palabras con las que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Saludo al rector y a cuantos le ayudan en la guía de la comunidad. Un saludo especial os dirijo a vosotros, queridos alumnos, y a todos los presentes, extendiéndolo a los ex alumnos del Colegio, que en diversas partes del mundo ejercen su ministerio al servicio de la Iglesia y de las almas.

El Almo Colegio, que tiene una historia secular y una larga tradición de fidelidad a la Iglesia y a su supremo Pastor, tras haber celebrado en el año 2007 los 550 años de fundación, en el próximo mes de agosto recordará el mismo aniversario de la muerte del cardenal Domenico Capránica (14 de agosto de 1458), que puso gran empeño en promover el nacimiento del Collegium pauperum scholarium, destinado a la preparación de hombres bien formados para el ministerio sacerdotal.

Al acercarse dicha conmemoración, recuerdo de buen grado la figura ejemplar y clarividente de este cardenal, que con fuerza y de forma concreta sostuvo el anhelo de reforma que comenzaba a sentirse también dentro de la realidad romana y que, un siglo más tarde, contribuiría a determinar las orientaciones y las decisiones del concilio de Trento. Tuvo el don de intuir, sin incertidumbres, que la reforma anhelada no sólo debía afectar a las estructuras eclesiales, sino principalmente a la vida y las opciones de quienes en la Iglesia estaban llamados a ser, en los diversos niveles, guías y pastores del pueblo de Dios. Convencido de la importancia que reviste la dimensión espiritual en la formación de los futuros ministros del altar y en la misión de la Iglesia, el cardenal Capránica no sólo se prodigó en la institución del Colegio, sino que también lo dotó de las Constitutiones que regulan de manera completa los diversos aspectos de la formación de los jóvenes alumnos. De ese modo manifestó su atención por el primado de la dimensión espiritual y su convicción de que la profundidad y la consiguiente perseverancia en una sólida formación sacerdotal dependen, de manera decisiva, de una propuesta educativa completa y orgánica. Estas opciones cobran hoy una importancia aún mayor, teniendo en cuenta los múltiples desafíos que debe afrontar la misión de los presbíteros y de los evangelizadores.

A este propósito, en diversas circunstancias he recordado a seminaristas y sacerdotes la urgencia de cultivar una profunda vida interior, un contacto personal y constante con Cristo en la oración y en la contemplación, y un anhelo sincero de santidad. En efecto, para un cristiano, y con mayor razón para un sacerdote, sin una verdadera amistad con Jesús es imposible cumplir la misión que el Señor le confía. Ciertamente, para el presbítero conlleva también una seria preparación cultural y teológica, que vosotros, queridos alumnos, estáis adquiriendo durante estos años de estudio en Roma.

Es más, yo diría que precisamente la estancia en esta ciudad puede dar un impulso decisivo a vuestro itinerario de formación, pues los niveles de experiencia y los contactos que se pueden vivir aquí constituyen un don providencial y un estímulo singular. La presencia de la Cátedra de Pedro, el trabajo de hombres y organismos que ayudan al Obispo de Roma a presidir en la caridad, un conocimiento más directo de algunas Iglesias particulares, especialmente de la diócesis de Roma, son elementos importantes que ayudan a un joven llamado al sacerdocio a prepararse a su futuro ministerio.

Por lo demás, vuestros pastores os han mandado a la ciudad del Sucesor de Pedro con la esperanza de que volváis luego enriquecidos con un espíritu marcadamente católico, con una sensibilidad eclesial más plena y de alcance universal. La misma experiencia de vida común en el Colegio Capránica, entre alumnos provenientes de diversas regiones de Italia y de países de todo el mundo, os permite a cada uno de vosotros, queridos amigos, conocer bien el entramado de culturas y mentalidades típico de la vida actual. Además, la presencia de alumnos pertenecientes a la Iglesia ortodoxa de Rusia da un impulso ulterior al diálogo y a la fraternidad, y alimenta la esperanza ecuménica.

Queridos alumnos, aprovechad al máximo las posibilidades que la Providencia os ofrece durante estos años de estancia en Roma. Sobre todo, cultivad una íntima relación con el Cordero inmaculado, imitando a santa Inés, que lo siguió fielmente hasta el sacrificio de la vida. Que gracias a la intercesión de esta santa virgen y mártir, y sobre todo al continuo recurso a la protección materna de María, Virgo sapiens, el Señor os ayude a prepararos con empeño constante para el futuro ministerio.

A la vez que os agradezco de nuevo vuestra visita, os imparto de buen grado a vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL XI CONSEJO ORDINARIO
DE LA SECRETARÍA GENERAL DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Lunes 21 de enero de 2008



Queridos y venerados hermanos en el episcopado:

Me alegra acogeros mientras estáis participando en la reunión del Consejo ordinario de la Secretaría general del Sínodo de los obispos como preparación para la Asamblea general ordinaria, convocada para celebrarse del 5 al 26 del próximo mes de octubre. Saludo y agradezco a monseñor Nikola Eterovic, secretario general, sus amables palabras; y expreso también mis sentimientos de gratitud a todos los miembros, tanto de la Secretaría general del Sínodo como del Consejo ordinario de la Secretaría general. Saludo a todos y a cada uno con sincero afecto.

En la reciente carta encíclica Spe salvi sobre la esperanza cristiana subrayé el "aspecto comunitario de la esperanza" (n. 14). "Estar en comunión con Jesucristo —escribí— nos hace participar en su ser "para todos", hace que este sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con él podemos realmente llegar a ser para los demás", puesto que existe una "relación entre amor de Dios y responsabilidad para con los hombres" (ib., 28), que impide caer en el individualismo de la salvación y de la esperanza. Creo que este fecundo principio se puede ver eficazmente aplicado precisamente en la experiencia sinodal, en la que el encuentro se convierte en comunión y la solicitud por todas las Iglesias (cf. 2 Co 11, 28) se manifiesta en la preocupación de todos.

La próxima Asamblea general del Sínodo de los obispos reflexionará sobre: "La palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". Las grandes tareas de la comunidad eclesial en el mundo contemporáneo —entre tantas, subrayo la evangelización y el ecumenismo— se centran en la palabra de Dios y al mismo tiempo están justificadas y sostenidas por ella. Del mismo modo que la actividad misionera de la Iglesia, con su obra evangelizadora, encuentra su inspiración y su objetivo en la revelación misericordiosa del Señor, así también el diálogo ecuménico no puede basarse en palabras de sabiduría humana (cf. 1 Co 2, 13), o en sagaces recursos estratégicos, sino que debe estar animado únicamente por la referencia constante a la Palabra originaria que Dios ha entregado a su Iglesia para que se lea, interprete y viva en su comunión.

En este ámbito, la doctrina de san Pablo revela una fuerza muy especial, fundada obviamente en la revelación divina, pero también en su misma experiencia apostólica, que constantemente le confirmaba la conciencia de que no es la sabiduría y la elocuencia humana lo que construye la Iglesia en la fe, sino sólo la fuerza del Espíritu Santo (cf. 1 Co 1, 22-24; 2, 4 s).

Por una feliz concomitancia, san Pablo será venerado de modo particular este año gracias a la celebración del Año paulino. Por tanto, la celebración del próximo Sínodo sobre la palabra de Dios ofrecerá a la contemplación de la Iglesia, y principalmente de sus pastores, también el testimonio de este gran apóstol y heraldo de la palabra de Dios. San Pablo permaneció hasta la muerte fiel al Señor, a quien primero persiguió y después consagró todo su ser. Que su ejemplo anime a todos a acoger la Palabra de la salvación y a traducirla en la vida diaria como fiel seguimiento de Cristo.

A la palabra de Dios han dedicado su atención diversos organismos eclesiales consultados con vistas a la Asamblea del próximo mes de octubre. A ella dirigirán su atención los padres sinodales, después de haber leído los documentos preparatorios, los Lineamenta y el Instrumentum laboris, que vosotros mismos en la Secretaría general del Sínodo de los obispos habéis contribuido a redactar. Así, tendrán la oportunidad de confrontarse entre sí, pero sobre todo de unirse en comunión colegial para ponerse a la escucha de la Palabra de vida, que Dios ha encomendado al cuidado amoroso de su Iglesia para que la anuncie con valentía y convicción, con la parresía de los Apóstoles, a cercanos y lejanos. En efecto, por la gracia del Espíritu Santo, a todos se concede la posibilidad de encontrar la Palabra viva, que es Jesucristo.

Queridos y venerados hermanos, como miembros del Consejo ordinario de la Secretaría general del Sínodo de los obispos, prestáis un servicio meritorio a la Iglesia, puesto que el organismo sinodal constituye una institución cualificada para promover la verdad y la unidad del diálogo pastoral en el seno del Cuerpo místico de Cristo.

Gracias por todo lo que hacéis, no sin sacrificio. Que Dios os recompense. Sigamos orando juntos para que el Señor haga que la Asamblea sinodal dé frutos para toda la Iglesia. Con este deseo, os imparto de corazón una especial bendición apostólica a vosotros y a las comunidades encomendadas a vuestra solicitud pastoral, invocando la intercesión de la santísima Madre del Señor y de los apóstoles san Pedro y san Pablo, a quienes en la liturgia llamamos, junto con los demás Apóstoles, "columna y fundamento de la ciudad de Dios".


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA

Sala Clementina
Lunes 21 de enero de 2008



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Gracias por esta visita, que realizáis con ocasión de la reunión plenaria de la Congregación para la educación católica. Saludo cordialmente a cada uno; en primer lugar, al señor cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de vuestro dicasterio, y juntamente con él al nuevo secretario y a los demás oficiales y colaboradores. A usted, señor cardenal, le agradezco en particular las palabras que me ha dirigido, presentando los diversos temas sobre los cuales la Congregación quiere reflexionar durante estos días. Se trata de temas de gran interés y actualidad en los que la Iglesia centra su atención, especialmente en este momento histórico.

Desde siempre el sector de la educación es particularmente importante para la Iglesia, llamada a hacer suya la solicitud de Cristo, que, como narra el evangelista, viendo a la multitud "sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas" (Mc 6, 34). La palabra griega que usa para expresar esta actitud de "compasión" evoca las entrañas de misericordia y remite al amor profundo que el Padre celestial siente por el hombre.

La Tradición ha visto en la enseñanza —y, más generalmente, en la educación— una manifestación concreta de la misericordia espiritual, que constituye una de las primeras obras de amor que la Iglesia tiene la misión de ofrecer a la humanidad. Y es muy oportuno que, en nuestro tiempo, se reflexione sobre cómo hacer actual y eficaz esta tarea apostólica de la comunidad eclesial, encomendada a las universidades católicas y, de manera especial, a las facultades eclesiásticas. Por tanto, me congratulo con vosotros por haber elegido para vuestra plenaria un tema de tan gran interés, y creo que es útil analizar atentamente los proyectos de reforma que está estudiando actualmente vuestro dicasterio, concernientes a las citadas universidades católicas y facultades eclesiásticas.

En primer lugar, me refiero a la reforma de los estudios eclesiásticos de filosofía, proyecto que ya ha llegado a la fase final de elaboración, en la que se subrayará la dimensión metafísica y sapiencial de la filosofía, como sugirió Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio (cf. n. 81). De igual modo, es útil valorar la oportunidad de una reforma de la constitución apostólica Sapientia christiana, la cual, querida por mi venerado predecesor en 1979, constituye la charta magna de las facultades eclesiásticas y sirve como base para formular los criterios de valoración de la calidad de dichas instituciones, valoración requerida por el Proceso de Bolonia, del que la Santa Sede es miembro desde el año 2003. Las disciplinas eclesiásticas, sobre todo la teología, están sometidas hoy a nuevos interrogantes en un mundo tentado, por una parte, por el racionalismo, que sigue una racionalidad falsamente libre y desvinculada de toda referencia religiosa, y, por otra, por los fundamentalismos, que falsifican la verdadera esencia de la religión con su incitación a la violencia y al fanatismo.

También la escuela debe interrogarse sobre la misión que debe llevar a cabo en el actual contexto social, marcado por una evidente crisis educativa. La escuela católica, que tiene como misión primaria formar al alumno según una visión antropológica integral, aun estando abierta a todos y respetando la identidad de cada uno, no puede menos de proponer su propia perspectiva educativa, humana y cristiana. Entonces se plantea un desafío nuevo, que la globalización y el pluralismo creciente agudizan aún más, es decir, el encuentro de las religiones y las culturas en la búsqueda común de la verdad.

La aceptación de la pluralidad cultural de los alumnos y de los padres debe confrontarse necesariamente con dos exigencias: por un lado, no excluir a nadie en nombre de su pertenencia cultural o religiosa; por otro, una vez reconocida y aceptada esta diversidad cultural y religiosa, no detenerse en la pura constatación. En efecto, esto equivaldría a negar que las culturas se han de respetar verdaderamente cuando se encuentran, porque todas las culturas auténticas están orientadas a la verdad del hombre y a su bien. Por eso, los hombres provenientes de diversas culturas pueden hablarse, comprenderse por encima de las distancias espaciales y temporales, porque en el corazón de cada persona albergan las mismas grandes aspiraciones al bien, a la justicia, a la verdad, a la vida y al amor.

Otro tema de estudio por parte de vuestra asamblea plenaria es la cuestión de la reforma de la Ratio fundamentalis institutionis sacerdotalis para los seminarios. El documento de base, que data del año 1970, fue actualizado en 1985, especialmente tras la promulgación del Código de derecho canónico de 1983. En los decenios sucesivos se publicaron varios textos de especial relevancia, en particular la exhortación apostólica postsinodal Pastores dabo vobis (1992).

El clima actual de la sociedad, con la enorme influencia de los medios de comunicación social y la amplitud del fenómeno de la globalización, ha cambiado profundamente. Por tanto, parece necesario interrogarse sobre la oportunidad de la reforma de la Ratio fundamentalis, que deberá subrayar la importancia de una correcta articulación de las diversas dimensiones de la formación sacerdotal desde la perspectiva de la Iglesia comunión, siguiendo las indicaciones del concilio Vaticano II. Esto implica una sólida formación en la fe de la Iglesia, una verdadera familiaridad con la Palabra revelada, dada por Dios a su Iglesia.

Además, la formación de los futuros sacerdotes deberá ofrecer orientaciones e indicaciones útiles para dialogar con las culturas contemporáneas. Por tanto, hay que reforzar y sostener significativamente la formación humana y cultural, también con la ayuda de las ciencias modernas, ya que algunos factores sociales desestabilizadores presentes hoy en el mundo (por ejemplo, la situación de tantas familias separadas, la crisis educativa, una violencia generalizada, etc.) debilitan a las nuevas generaciones.

Al mismo tiempo, es necesaria una formación adecuada para la vida espiritual, que haga a las comunidades cristianas, en particular a las parroquias, cada vez más conscientes de su vocación y capaces de responder de modo adecuado a la demanda de espiritualidad que viene especialmente de los jóvenes. Esto requiere que no falten en la Iglesia apóstoles y evangelizadores cualificados y responsables.

En consecuencia, se plantea el problema de las vocaciones, especialmente al sacerdocio y a la vida consagrada. Mientras que en ciertas partes del mundo se nota un florecimiento de vocaciones, en otras su número disminuye, sobre todo en Occidente. El cuidado de las vocaciones compromete a toda la comunidad eclesial: obispos, sacerdotes, consagrados, pero también a las familias y a las parroquias. Seguramente también resultará de gran ayuda a vuestra acción pastoral la publicación del documento sobre la vocación al ministerio presbiteral, que estáis preparando.

Queridos hermanos y hermanas, he recordado antes que la enseñanza es expresión de la caridad de Cristo y es la primera de las obras de misericordia espiritual que la Iglesia está llamada a realizar. Quien entra en la sede de la Congregación para la educación católica es acogido por un icono que muestra a Jesús mientras lava los pies de sus discípulos durante la última Cena. Que Aquel que "nos amó hasta el extremo" (Jn 13, 1) bendiga vuestro trabajo al servicio de la educación y, con la fuerza de su Espíritu, lo haga eficaz. Por mi parte, os doy las gracias por cuanto hacéis diariamente con competencia y entrega y, a la vez que os encomiendo a la protección materna de María santísima, Virgen sabia y Madre del Amor, de corazón os imparto a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE ESLOVENIA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Jueves 24 de enero de 2008

Venerados hermanos en el episcopado:

Al llegar a su fin vuestra visita ad limina Apostolorum, es para mí una gran alegría acogeros, queridos pastores de la Iglesia que está en Eslovenia. Os saludo con afecto, y agradezco a monseñor Alojzij Uran, arzobispo metropolitano de Liubliana y presidente de vuestra Conferencia episcopal, las amables palabras que acaba de dirigirme.

Desde la anterior visita ad limina,que tuvo lugar en abril del año 2001, vuestro país ha experimentado cambios de notable importancia en el ámbito de las instituciones civiles. Ante todo, el 1 de mayo de 2004, Eslovenia entró a formar parte de la Unión europea, y en aquella circunstancia los obispos dirigieron una carta pastoral a todos los fieles. Además, el 1 de enero de 2007 el país adoptó la moneda única europea. Por último, a finales del año pasado se insertó en el ámbito del Tratado de Schengen para la libre circulación. Como coronamiento de dicha evolución, durante este semestre se asignó a Eslovenia la presidencia de turno de la Unión europea.

Estos importantes acontecimientos que he recordado no tienen carácter eclesiástico, pero no por ello carecen de interés para la Iglesia, porque conciernen a la vida de las personas, en particular al horizonte de los valores en Europa, como subraya con razón la citada carta pastoral del 23 de abril de 2004. Esta carta puede parecer hoy demasiado optimista. Evidentemente, se proponía valorar los aspectos positivos, pero sin ignorar los problemas y los peligros.

A distancia de casi cuatro años del ingreso de Eslovenia en la Unión europea, me parece que cuanto afirmáis conserva todo su valor: si Europa quiere ser cada vez más una tierra de paz, conservando como uno de los valores fundamentales el respeto de la dignidad de la persona humana, no puede renegar del componente principal —en el plano espiritual y ético— de dicho fundamento, es decir, el componente cristiano.

Los humanismos no son todos iguales, ni son equivalentes desde el punto de vista moral. No me refiero aquí a los aspectos religiosos; me limito a los ético-sociales. En efecto, según la visión del hombre que se adopte, las consecuencias para la convivencia civil serán diversas. Por ejemplo, si se concibe al hombre de modo individualista, según una tendencia hoy generalizada, ¿cómo justificar el esfuerzo por construir una comunidad justa y solidaria?

A este propósito, quisiera retomar una expresión de vuestra carta ya citada: "El cristianismo es la religión de la esperanza: esperanza en la vida, en la felicidad sin fin, en la realización de la fraternidad entre todos los hombres". Esto es verdad en todos los continentes, y lo es también en una Europa donde a muchos intelectuales les resulta aún difícil aceptar que "la razón y la fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera naturaleza y su misión" (Spe salvi, 23).

Reconocemos aquí el desafío principal que debe afrontar hoy la Iglesia en Eslovenia. El laicismo de estilo occidental, diverso y quizá más encubierto que el marxista, presenta signos que no pueden menos de preocuparnos. Basta pensar, por ejemplo, en la búsqueda desenfrenada de los bienes materiales, en la disminución de la natalidad, y también en el descenso de la práctica religiosa, con una sensible disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

Ya desde hace tiempo la comunidad eclesial eslovena está comprometida en responder al desafío del laicismo en diversos niveles y en varias direcciones. Ante todo, me complace recordar el Concilio plenario nacional, que celebrasteis entre 1999 y 2000, cuyo tema se hacía eco de las palabras que Moisés dirigió al pueblo de Israel a punto de entrar en la tierra prometida: "Escoge la vida" (Dt 30, 19). Cada generación está llamada a renovar esta elección, entre "la vida y el bien, entre la muerte y el mal" (cf. Dt 30, 15). Y nosotros, pastores, tenemos el deber de indicar a los cristianos el camino de la vida, para que sean a su vez sal y luz de la sociedad.

Por tanto, animo a la Iglesia que está en Eslovenia a responder a la cultura materialista y egoísta con una coherente acción evangelizadora, que parta de las parroquias, pues las comunidades parroquiales, más que otros organismos, pueden y deben poner en marcha iniciativas y actos concretos de testimonio cristiano. Este necesario compromiso pastoral se ve facilitado también por la reestructuración de las circunscripciones eclesiásticas que realicé en el año 2006, con la creación de tres nuevas diócesis y la elevación de Maribor a sede metropolitana, para permitir que los obispos estén más cerca de sus sacerdotes y fieles, y los acompañen más eficazmente en su camino de fe y en su compromiso apostólico.

Queridos y venerados hermanos, para la primavera de 2009 habéis convocado el Congreso eucarístico nacional, invitándome también a visitar el país en esa circunstancia. A la vez que os agradezco este amable gesto y encomiendo al Señor dicho proyecto, os felicito desde ahora por la iniciativa de convocar a toda la comunidad en torno al misterio eucarístico, "fuente y cima de toda la vida cristiana" (Lumen gentium, 11). Mi venerado predecesor Juan Pablo II concluyó su largo pontificado estimulándonos a dirigir el corazón a la Eucaristía. Yo acepté esa invitación y, después de la Asamblea del Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía de octubre de 2005, escribí la exhortación apostólica Sacramentum caritatis.

Por consiguiente, tenéis una gran riqueza de enseñanzas que podéis aprovechar para la preparación de vuestro Congreso, acontecimiento eclesial que —estoy seguro— constituirá para vuestras comunidades una ocasión propicia para retomar las conclusiones del reciente Concilio plenario esloveno y ponerlas en práctica.

La Eucaristía y la palabra de Dios —a esta última estará dedicada la próxima Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos— constituyen el verdadero tesoro de la Iglesia. Cada comunidad, fiel a la enseñanza de Jesús, debe utilizar los bienes terrenos simplemente como servicio al Evangelio y coherentemente con los dictámenes del Evangelio.

Al respecto, el Nuevo Testamento es muy rico en enseñanzas y ejemplos normativos, para que en todos los tiempos los pastores puedan afrontar correctamente el delicado problema de los bienes temporales y su uso apropiado. En todas las épocas de la Iglesia, el testimonio de pobreza evangélica ha sido un elemento esencial de la evangelización, como lo fue en la vida de Cristo. Por tanto, es preciso que todos, pastores y fieles, se comprometan en una conversión personal y comunitaria, para que una fidelidad cada vez mayor al Evangelio en la administración de los bienes de la Iglesia dé a todos el testimonio de un pueblo cristiano comprometido en sintonizarse con las enseñanzas de Cristo.

Venerados y queridos hermanos, doy gracias al Señor, que durante estos días nos ha concedido reavivar vuestros vínculos de comunión, y los de vuestras Iglesias con la Sede de Pedro. Que os protejan y sostengan el beato Antonio Martín Slomsek y los demás santos particularmente venerados en vuestras comunidades. Que María santísima, Madre de la Iglesia, vele siempre sobre vuestro ministerio y os obtenga abundantes gracias celestiales.

Por mi parte, os aseguro un recuerdo en la oración y de corazón os imparto la bendición apostólica, extendiéndola a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL GRUPO MIXTO DE TRABAJO DE LA IGLESIA CATÓLICA
Y EL CONSEJO MUNDIAL DE LAS IGLESIAS

Sala de los Papas
Viernes 25 de enero de 2008



Queridos amigos:

Me complace daros la bienvenida, miembros del grupo mixto de trabajo entre el Consejo mundial de Iglesias y la Iglesia católica, con ocasión de vuestro encuentro en Roma para comenzar una nueva fase de vuestro trabajo. Vuestro encuentro tiene lugar en esta ciudad, en la que los apóstoles san Pedro y san Pablo dieron el testimonio supremo de Cristo y derramaron su sangre en su nombre. Os saludo afectuosamente con las palabras que san Pablo mismo dirigió a los primeros cristianos de Roma: "A vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7).

El Consejo mundial de Iglesias y la Iglesia católica han gozado de una fecunda relación ecuménica, que se remonta al tiempo del concilio Vaticano II. El grupo mixto de trabajo, que comenzó en el año 1965, ha trabajado asiduamente para fortalecer el "diálogo de vida" que mi predecesor el Papa Juan Pablo II llamó "diálogo de caridad" (Ut unum sint, 17). Esta cooperación ha sido una expresión efectiva de la comunión que ya existe entre los cristianos, y ha hecho avanzar la causa del diálogo ecuménico y de la comprensión.

El centenario de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos brinda la oportunidad de dar gracias a Dios todopoderoso por los frutos del movimiento ecuménico, en el que podemos descubrir la presencia del Espíritu Santo que fomenta el crecimiento de todos los seguidores de Cristo en la unidad de fe, esperanza y caridad.

Orar por la unidad constituye de por sí "un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad" (Unitatis redintegratio, 8), puesto que es una participación en la oración de Jesús. Cuando los cristianos rezan juntos, "la meta de la unidad aparece más cercana" (Ut unum sint, 22), porque la presencia de Cristo en medio de nosotros (cf. Mt 18, 20) favorece una profunda armonía de mente y corazón: podemos mirarnos unos a otros de un modo nuevo, y fortalecer nuestra decisión de superar lo que nos separa.

Por tanto, en este día recordamos con gratitud la labor de tantas personas que, a lo largo de los años, han tratado de difundir la práctica del ecumenismo espiritual mediante la oración común, la conversión del corazón y el crecimiento en la comunión. También damos gracias por los diálogos ecuménicos que dieron abundantes frutos durante el siglo pasado. La recepción de esos frutos es en sí misma un paso importante en el proceso de promoción de la unidad de los cristianos, y el grupo mixto de trabajo es particularmente idóneo para estudiar y alentar este proceso.

Queridos amigos, pido a Dios que el nuevo grupo mixto de trabajo pueda construir sobre la base de la meritoria obra ya realizada, y así abra el camino a una cooperación cada vez mayor, para que se realice cada vez más plenamente en nuestro tiempo la oración del Señor, "que todos sean uno" (Jn 17, 21).

Con estos sentimientos, y con un profundo aprecio por vuestro importante servicio al movimiento ecuménico, invoco cordialmente abundantes bendiciones de Dios sobre vosotros y sobre vuestras deliberaciones.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO CON OCASIÓN DEL 25º ANIVERSARIO
DE LA PROMULGACIÓN DEL CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO

Viernes 25 de enero de 2008

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres profesores, oficiales y estudiosos del derecho canónico:

Con gran placer participo en estos últimos momentos del congreso de estudio organizado por el Consejo pontificio para los textos legislativos con ocasión del 25° aniversario de la promulgación del Código de derecho canónico. Habéis estudiado el tema: "La ley canónica en la vida de la Iglesia. Investigación y perspectivas, a la luz del Magisterio pontificio reciente".

Os saludo cordialmente a cada uno, y en particular al presidente del Consejo pontificio, arzobispo Francesco Coccopalmerio, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros y las reflexiones sobre el Código y sobre el derecho en la Iglesia. Mi agradecimiento se extiende, además, a todo el Consejo pontificio, con sus miembros y consultores, por la valiosa colaboración que prestan al Papa en el campo jurídico-canónico.

En efecto, el dicasterio vela por la integridad y la actualización de la legislación de la Iglesia y garantiza su coherencia. Me complace recordar, con gran alegría y gratitud al Señor, que también yo colaboré en la redacción del Código, habiendo sido nombrado por el siervo de Dios Juan Pablo II, cuando yo era arzobispo metropolitano de Munich y Freising, miembro de la comisión para la revisión del Código de derecho canónico, en cuya promulgación, el 25 de enero de 1983, también estuve presente.

El congreso, que se celebra en este significativo aniversario, afronta un tema de gran interés, porque pone de relieve la íntima relación que existe entre la ley canónica y la vida de la Iglesia de acuerdo con la voluntad de Jesucristo. Por eso, en esta ocasión deseo reafirmar un concepto fundamental que informa el derecho canónico. El ius Ecclesiae no es sólo un conjunto de normas emanadas por el Legislador eclesial para este pueblo especial que es la Iglesia de Cristo. Es, en primer lugar, la declaración autorizada, por parte del Legislador eclesial, de los deberes y de los derechos, que se fundan en los sacramentos y que, por consiguiente, han nacido de la institución de Cristo mismo.

Este conjunto de realidades jurídicas, indicado por el Código, forma un admirable mosaico en el que se encuentran representados los rostros de todos los fieles, laicos y pastores, y de todas las comunidades, desde la Iglesia universal hasta las Iglesias particulares.

Me complace recordar aquí la expresión realmente incisiva del beato Antonio Rosmini: "La persona humana es la esencia del derecho" (Rosmini, A., Filosofía del derecho, parte I, libro 1, cap. 3). Lo que, con profunda intuición, el gran filósofo afirmaba del derecho humano, con mayor razón debemos reafirmarlo con respecto al derecho canónico: la esencia del derecho canónico es la persona del cristiano en la Iglesia.

El Código de derecho canónico contiene, además, las normas emanadas por el Legislador eclesial para el bien de la persona y de las comunidades en todo el Cuerpo místico, que es la santa Iglesia. Como dijo mi amado predecesor Juan Pablo II al promulgar el Código de derecho canónico el 25 de enero de 1983, la Iglesia está constituida como un cuerpo social y visible; como tal "tiene necesidad de normas para que su estructura jerárquica y orgánica resulte visible; para que el ejercicio de las funciones que le han sido confiadas divinamente, sobre todo la de la sagrada potestad y la de la administración de los sacramentos, se lleve a cabo de forma adecuada; para que promueva las relaciones mutuas de los fieles con justicia y caridad, y garantice y defina los derechos de cada uno; y, finalmente, para que las iniciativas comunes, en orden a una vida cristiana cada vez más perfecta, se apoyen, refuercen y promuevan por medio de las normas canónicas" (constitución apostólica Sacrae disciplinae leges: Communicationes, XV [1983], 8-9; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de febrero de 1983, p. 16).

De ese modo, la Iglesia reconoce a sus leyes la naturaleza y la función instrumental y pastoral para perseguir su propio fin, que, como es sabido, es conseguir la salus animarum. "El derecho canónico muestra, de esta manera, su nexo con la esencia misma de la Iglesia, y forma un mismo cuerpo con ella para el recto ejercicio del munus pastorale" (Discurso del Papa Juan Pablo II a los participantes en el simposio internacional con ocasión del décimo aniversario de la promulgación del Código de derecho canónico, 23 de abril de 1993, n. 6: Communicationes, XXV [1993], 15; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de abril de 1993, p. 8).
Para poder prestar este valioso servicio, la ley canónica debe ser ante todo una ley bien estructurada; es decir, debe estar unida, por un lado, al fundamento teológico que le proporciona racionalidad y es título esencial de legitimidad eclesial; por otro lado, debe adecuarse a las circunstancias cambiantes de la realidad histórica del pueblo de Dios. Además, debe formularse de modo claro, sin ambigüedades, y siempre en armonía con las demás leyes de la Iglesia.

Por tanto, es preciso abrogar las normas que resultan superadas; modificar las que necesitan ser corregidas; interpretar, a la luz del Magisterio vivo de la Iglesia, las que son dudosas; y, por último, colmar las posibles lagunas de la ley (lacunae legis). Como dijo el Papa Juan Pablo II a la Rota romana, "hay que tener presentes, y aplicarlas, las muchas manifestaciones de aquella flexibilidad que, precisamente por razones pastorales, siempre ha caracterizado al derecho canónico" (Discurso a la Rota romana, 18 de enero de 1990, n. 4: Communicationes, XXII [1990], 5; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11).

Os corresponde a vosotros, en el Consejo pontificio para los textos legislativos, velar para que la actividad de las diversas instancias llamadas en la Iglesia a dictar normas para los fieles puedan reflejar siempre en su conjunto la unidad y la comunión propias de la Iglesia.

Dado que el derecho canónico traza la regla necesaria para que el pueblo de Dios pueda dirigirse eficazmente hacia su fin, se comprende la importancia de que ese derecho deba ser amado y observado por todos los fieles. La ley de la Iglesia es, ante todo, lex libertatis: ley que nos hace libres para adherirnos a Jesús. Por eso, es necesario saber presentar al pueblo de Dios, a las nuevas generaciones, y a todos los que están llamados a hacer respetar la ley canónica, el vínculo concreto que tiene con la vida de la Iglesia, para tutelar los delicados intereses de las cosas de Dios, y para proteger los derechos de los más débiles, de los que no cuentan con otras fuerzas, pero también en defensa de los delicados "bienes" que todos los fieles han recibido gratuitamente —ante todo el don de la fe, de la gracia de Dios— y que en la Iglesia no pueden quedar sin la adecuada protección por parte del Derecho.

En el complejo cuadro que he trazado, el Consejo pontificio para los textos legislativos está llamado a ayudar al Romano Pontífice, supremo Legislador, en su tarea de principal promotor, garante e intérprete del derecho de la Iglesia. En el cumplimiento de esta importante misión, no sólo podéis contar con la confianza, sino también con la oración del Papa, el cual acompaña vuestro trabajo con su afectuosa bendición.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN DEL NUEVO AÑO JUDICIAL

Sala Clementina
Sábado 26 de enero de 2008



Amadísimos prelados auditores,
oficiales y colaboradores del Tribunal de la Rota romana:

Como acaba de recordar vuestro decano, mons. Antoni Stankiewicz, en sus cordiales palabras, se cumple el primer centenario del restablecimiento del Tribunal apostólico de la Rota romana, realizado por san Pío X en el año 1908 con la constitución apostólica Sapienti consilio. Esta circunstancia hace aún más vivos los sentimientos de aprecio y gratitud que albergo al encontrarme con vosotros ya por tercera vez. Os saludo cordialmente a todos y a cada uno.

En vosotros, queridos prelados auditores, y también en todos los que de diversas maneras participan en la actividad de este Tribunal, veo personificada una institución de la Sede apostólica cuyo arraigo en la tradición canónica es fuente de constante vitalidad. A vosotros corresponde la tarea de mantener viva esa tradición, con la convicción de que así prestáis un servicio siempre actual a la administración de la justicia en la Iglesia.

Este centenario es ocasión propicia para reflexionar sobre un aspecto fundamental de la actividad de la Rota, es decir, sobre el valor de la jurisprudencia rotal en el conjunto de la administración de la justicia en la Iglesia. Es un aspecto que se pone de relieve en la descripción que hace de la Rota la constitución apostólica Pastor bonus: "Este tribunal actúa como instancia superior, ordinariamente en grado de apelación, ante la Sede apostólica, con el fin de tutelar los derechos en la Iglesia, provee a la unidad de la jurisprudencia y, a través de sus sentencias, sirve de ayuda a los tribunales de grado inferior" (art. 126). Mis amados predecesores, en sus discursos anuales, hablaron a menudo con aprecio y confianza de la jurisprudencia de la Rota romana, tanto en general como en referencia a temas concretos, especialmente matrimoniales.

Si es justo y necesario recordar el ministerio de justicia desempeñado por la Rota durante su multisecular existencia, y de modo especial en los últimos cien años, resulta también oportuno, con ocasión de este aniversario, tratar de profundizar en el sentido de este servicio, del cual los volúmenes de decisiones, publicados anualmente, son una manifestación y a la vez un instrumento operativo.

En particular, podemos preguntarnos por qué las sentencias de la Rota poseen una relevancia jurídica que rebasa el ámbito inmediato de las causas en que son emitidas. Prescindiendo del valor formal que todo ordenamiento jurídico puede atribuir a los precedentes judiciales, no cabe duda de que cada una de las decisiones afecta de algún modo a toda la sociedad, pues van determinando lo que todos pueden esperar de los tribunales, lo cual ciertamente influye en el desarrollo de la vida social.

Todo sistema judicial debe tratar de ofrecer soluciones en las que, juntamente con la valoración prudencial de los casos en su irrepetible realidad concreta, se apliquen los mismos principios y normas generales de justicia. Sólo de este modo se crea un clima de confianza en la actuación de los tribunales, y se evita la arbitrariedad de los criterios subjetivos. Además, dentro de cada organización judicial existe una jerarquía entre los diferentes tribunales, de modo que la posibilidad misma de recurrir a los tribunales superiores constituye de por sí un instrumento de unificación de la jurisprudencia.

Las consideraciones que acabo de hacer son perfectamente aplicables también a los tribunales eclesiásticos. Más aún, dado que los procesos canónicos conciernen a los aspectos jurídicos de los bienes salvíficos o de otros bienes temporales que sirven a la misión de la Iglesia, la exigencia de unidad en los criterios esenciales de justicia y la necesidad de poder prever razonablemente el sentido de las decisiones judiciales, se convierte en un bien eclesial público de particular importancia para la vida interna del pueblo de Dios y para su testimonio institucional en el mundo.

Además del valor intrínseco de racionalidad ínsito en la actuación de un tribunal que decide ordinariamente las causas en última instancia, es evidente que el valor de la jurisprudencia de la Rota romana depende de su naturaleza de instancia superior en grado de apelación ante la Sede apostólica. Las disposiciones legales que reconocen ese valor (cf. can. 19 del Código de derecho canónico; const. ap. Pastor bonus, art. 126) no crean, sino que declaran ese valor. Ese valor proviene, en definitiva, de la necesidad de administrar la justicia según parámetros iguales en todo lo que, precisamente, es en sí esencialmente igual.

En consecuencia, el valor de la jurisprudencia rotal no es una cuestión factual de orden sociológico, sino que es de índole propiamente jurídica, en cuanto que se pone al servicio de la justicia sustancial. Por tanto, sería impropio ver una contraposición entre la jurisprudencia rotal y las decisiones de los tribunales locales, los cuales están llamados a desempeñar una función indispensable, al hacer inmediatamente accesible la administración de la justicia, y al poder investigar y resolver los casos en su realidad concreta, a veces vinculada a la cultura y a la mentalidad de los pueblos.

En cualquier caso, todas las sentencias deben estar fundamentadas siempre en los principios y en las normas comunes de justicia. Esa necesidad, común a todo ordenamiento jurídico, reviste en la Iglesia una importancia específica, en la medida en que están en juego las exigencias de la comunión, que implica la tutela de lo que es común a la Iglesia universal, encomendada de modo peculiar a la Autoridad suprema y a los órganos que ad normam iuris participan en su sagrada potestad.

En el ámbito matrimonial, la jurisprudencia rotal ha realizado una labor muy notable a lo largo de estos cien años. En particular, ha brindado aportaciones muy significativas que han desembocado en la codificación vigente. No se puede pensar que, después de esa codificación, haya disminuido la importancia de la interpretación jurisprudencial del derecho por parte de la Rota. En efecto, precisamente la aplicación de la actual ley canónica exige que se capte su verdadero sentido de justicia, unido ante todo a la esencia misma del matrimonio.

La Rota romana está llamada constantemente a una tarea ardua, que influye en gran medida en el trabajo de todos los tribunales: captar la existencia, o no existencia, de la realidad matrimonial, que es intrínsecamente antropológica, teológica y jurídica. Para comprender mejor la función de la jurisprudencia, quiero insistir en lo que os dije el año pasado acerca de la dimensión intrínsecamente jurídica del matrimonio (cf. Discurso del 27 de enero de 2007: AAS 99 [2007] 86-91; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de febrero de 2007, p. 6).

El derecho no se puede reducir a un mero conjunto de reglas positivas que los tribunales han de aplicar. El único modo para fundamentar sólidamente la obra de jurisprudencia consiste en concebirla como auténtico ejercicio de la prudentia iuris, de una prudencia que es algo muy diferente de arbitrariedad o relativismo, pues permite leer en los acontecimientos la presencia o la ausencia de la relación específica de justicia que es el matrimonio, con su real dimensión humana y salvífica. Sólo de este modo las máximas de la jurisprudencia cobran su verdadero valor, y no se convierten en una compilación de reglas abstractas y repetitivas, expuestas al peligro de interpretaciones subjetivas y arbitrarias.

Por eso, la valoración objetiva de los hechos, a la luz del Magisterio y del derecho de la Iglesia, constituye un aspecto muy importante de la actividad de la Rota romana, e influye en gran medida en la actuación de los ministros de justicia de los tribunales de las Iglesias locales. La jurisprudencia rotal se ha de ver como obra ejemplar de sabiduría jurídica, realizada con la autoridad del Tribunal establemente constituido por el Sucesor de Pedro para el bien de toda la Iglesia.

Gracias a esa obra, en las causas de nulidad matrimonial la realidad concreta es juzgada objetivamente a la luz de los criterios que reafirman constantemente la realidad del matrimonio indisoluble, abierta a todo hombre y a toda mujer según el plan de Dios creador y salvador. Eso requiere un esfuerzo constante para lograr la unidad de criterios de justicia que caracteriza de modo esencial a la noción misma de jurisprudencia y es su presupuesto fundamental de operatividad.

En la Iglesia, precisamente por su universalidad y por la diversidad de las culturas jurídicas en que está llamada a actuar, existe siempre el peligro de que se formen, sensim sine sensu, "jurisprudencias locales" cada vez más distantes de la interpretación común de las leyes positivas e incluso de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Deseo que se estudien los medios oportunos para hacer que la jurisprudencia rotal sea cada vez más manifiestamente unitaria, así como efectivamente accesible a todos los agentes de justicia, a fin de que se encuentre una aplicación uniforme en todos los tribunales de la Iglesia.

En esta perspectiva realista se ha de entender también el valor de las intervenciones del Magisterio eclesiástico sobre las cuestiones jurídicas matrimoniales, incluidos los discursos del Romano Pontífice a la Rota romana. Son una guía inmediata para la actividad de todos los tribunales de la Iglesia en cuanto que enseñan con autoridad lo que es esencial sobre la realidad del matrimonio.

Mi venerado predecesor Juan Pablo II, en su último discurso a la Rota, puso en guardia contra la mentalidad positivista en la comprensión del derecho, que tiende a separar las leyes y las normas jurídicas de la doctrina de la Iglesia. Afirmó: "En realidad, la interpretación auténtica de la palabra de Dios que realiza el Magisterio de la Iglesia tiene valor jurídico en la medida en que atañe al ámbito del derecho, sin que necesite un ulterior paso formal para convertirse en vinculante jurídica y moralmente. Asimismo, para una sana hermenéutica jurídica es indispensable tener en cuenta el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, situando orgánicamente cada afirmación en el cauce de la tradición. De este modo se podrán evitar tanto las interpretaciones selectivas y distorsionadas como las críticas estériles a algunos pasajes" (Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2005, n. 6: AAS 97 [2005] 166; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de febrero de 2005, p. 3).

Este centenario está destinado a ir más allá de la conmemoración formal. Se convierte en ocasión para una reflexión que debe fortalecer vuestro compromiso, vivificándolo con un sentido eclesial cada vez más profundo de la justicia, que es un verdadero servicio a la comunión salvífica. Os animo a orar diariamente por la Rota romana y por todos los que trabajan en el sector de la administración de la justicia en la Iglesia, recurriendo a la intercesión materna de María santísima, Speculum iustitiae.

Esta invitación podría parecer meramente devota y más bien extrínseca con respecto a vuestro ministerio, pero no debemos olvidar que en la Iglesia todo se realiza mediante la fuerza de la oración, que transforma toda nuestra existencia y nos colma de la esperanza que Jesús nos trae. Esta oración, inseparable del trabajo diario, serio y competente, aportará luz y fuerza, fidelidad y auténtica renovación a la vida de esta venerable institución, mediante la cual, ad normam iuris, el Obispo de Roma ejerce su solicitud primacial para la administración de la justicia en todo el pueblo de Dios.

Por ello, mi bendición de hoy, llena de afecto y gratitud, quiere abrazar a todos vosotros, aquí presentes, y a cuantos en todo el mundo sirven a la Iglesia y a los fieles en este campo.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN COLOQUIO INTERNACIONAL
SOBRE LA IDENTIDAD EL INDIVIDUO

Lunes 28 de enero de 2008



Señores cancilleres;
excelencias;
queridos amigos académicos;
señoras y señores:

Me alegra acogeros al final de vuestro coloquio, que se concluye aquí, en Roma, tras haberse desarrollado en el Instituto de Francia, en París, y que estuvo dedicado al tema: "La identidad cambiante del individuo". Ante todo, agradezco al príncipe Gabriel de Broglie las palabras con las que ha introducido este encuentro. Saludo, asimismo, a los miembros de todas las instituciones que han organizado este coloquio: la Academia pontificia de ciencias y la Academia pontificia de ciencias sociales, la Academia de ciencias morales y políticas, la Academia de ciencias y el Instituto católico de París. Me alegro de que, por primera vez, se haya podido instaurar una colaboración inter-académica de esta naturaleza, abriendo el camino a amplias investigaciones interdisciplinares cada vez más fecundas.

Ahora que las ciencias exactas, naturales y humanas han logrado avances prodigiosos en el conocimiento del hombre y de su universo, es grande la tentación de querer circunscribir totalmente la identidad del ser humano y encerrarlo en el conocimiento que se puede tener de él. Para evitar este peligro, es preciso dejar espacio a la investigación antropológica, filosófica y teológica, que permite mostrar y mantener el misterio propio del hombre, puesto que ninguna ciencia puede decir quién es el hombre, de dónde viene y adónde va. Por tanto, la ciencia del hombre se convierte en la más necesaria de todas las ciencias.

Es lo que dijo Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio: «Un gran reto que tenemos (...) es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando esta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya» (n. 83).

El hombre está siempre más allá de lo que se ve o de lo que se percibe mediante la experiencia. Descuidar la cuestión sobre el ser del hombre lleva inevitablemente a dejar de buscar la verdad objetiva sobre el ser en su integridad y, de este modo, a la incapacidad para reconocer el fundamento sobre el que se apoya la dignidad del hombre, de todo hombre, desde su fase embrionaria hasta su muerte natural.

Durante vuestro coloquio habéis experimentado que las ciencias, la filosofía y la teología pueden ayudarse para percibir la identidad del hombre, que está en constante devenir. A partir de la cuestión sobre el nuevo ser surgido de la fusión celular, que es portador de un patrimonio genético nuevo y específico, habéis mostrado elementos esenciales del misterio del hombre, caracterizado por la alteridad: un ser creado por Dios, un ser a imagen de Dios, un ser amado hecho para amar. En cuanto ser humano, jamás está encerrado en sí mismo; siempre conlleva una alteridad y, desde su origen, se encuentra en interacción con otros seres humanos, como nos lo revelan cada vez más las ciencias humanas.

¿Cómo no evocar aquí la maravillosa meditación del salmista sobre el ser humano, formado en lo secreto del vientre de su madre y al mismo tiempo conocido en su identidad y en su misterio únicamente por Dios, que lo ama y lo protege? (cf. Sal 139, 1-16).

El hombre no es fruto del azar, ni de una serie de circunstancias, ni de determinismos, ni de interacciones físico-químicas; es un ser que goza de una libertad que, teniendo en cuenta su naturaleza, la trasciende y es el signo del misterio de alteridad que lo caracteriza. Desde esta perspectiva, el gran pensador Pascal decía que «el hombre supera infinitamente al hombre».

Esta libertad, propia del ser humano, hace que pueda orientar su vida hacia un fin; hace que, con los actos que realiza, pueda dirigirse hacia la felicidad a la que está llamado para la eternidad. Esta libertad muestra que la existencia del hombre tiene un sentido. En el ejercicio de su libertad auténtica, la persona cumple su vocación, se realiza y da forma a su identidad profunda. En el ejercicio de su libertad también ejerce su responsabilidad sobre sus actos. En este sentido, la dignidad particular del ser humano es a la vez un don de Dios y la promesa de un futuro.

El hombre tiene la capacidad específica de discernir lo bueno y el bien. La sindéresis, puesta en él por el Creador como un sello, lo impulsa a hacer el bien. Movido por ella, el hombre está llamado a desarrollar su conciencia mediante la formación y el ejercicio, para orientarse libremente en su existencia, fundándose en las leyes esenciales, que son la ley natural y la ley moral. En nuestra época, en la que el desarrollo de las ciencias atrae y seduce por las posibilidades que ofrece, es más importante que nunca educar las conciencias de nuestros contemporáneos para que la ciencia no se convierta en criterio del bien y para que se respete al hombre como centro de la creación y no se lo transforme en objeto de manipulaciones ideológicas, ni de decisiones arbitrarias, ni tampoco de abusos de los más fuertes sobre los más débiles. Se trata de peligros cuyas manifestaciones hemos podido conocer a lo largo de la historia humana, y en particular durante el siglo XX.

Toda práctica científica debe ser también una práctica de amor, debe estar al servicio del hombre y de la humanidad, contribuyendo a la construcción de la identidad de las personas. En efecto, como señalé en la encíclica Deus caritas est, «el amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. (...) El amor es "éxtasis"», es decir, «como camino, como un permanente salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo» (n. 6).

El amor hace salir de sí para descubrir y reconocer al otro; al abrirse a la alteridad, confirma también la identidad del sujeto, ya que el otro me revela a mí mismo. Esta es la experiencia que, como muestra la Biblia, han hecho numerosos creyentes, a partir de Abraham. El modelo del amor, por excelencia, es Cristo. En el acto de entregar su vida por sus hermanos, de entregarse totalmente, se manifiesta su identidad profunda, y ahí tenemos la clave de lectura del misterio insondable de su ser y de su misión.

Encomendando vuestras investigaciones a la intercesión de santo Tomás de Aquino, a quien la Iglesia honra en este día y que sigue siendo un «auténtico modelo para cuantos buscan la verdad» (Fides et ratio, 78), os aseguro mi oración por vosotros, por vuestras familias y por vuestros colaboradores, e imparto con afecto a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA SESIÓN PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Sala Clementina
Jueves 31 de enero de 2008

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos y fieles colaboradores:

Para mí es motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de vuestra sesión plenaria. De este modo puedo comunicaros los sentimientos de profunda gratitud y de cordial aprecio que albergo por el trabajo que vuestro dicasterio realiza al servicio del ministerio de unidad, encomendado de modo especial al Romano Pontífice. Es un ministerio que se manifiesta principalmente en función de la unidad de fe, apoyada en el "sagrado depósito", cuyo primer custodio y defensor es el Sucesor de Pedro (cf. const. ap. Pastor bonus, 11).

Agradezco al cardenal William Levada los sentimientos que, en nombre de todos, ha expresado en sus palabras y la presentación de los temas que han sido objeto de algunos documentos de vuestra Congregación durante estos últimos años, así como de los asuntos que está estudiando aún el dicasterio.

En particular, la Congregación para la doctrina de la fe publicó el año pasado dos importantes documentos, que proporcionaron algunas aclaraciones doctrinales acerca de aspectos esenciales de la doctrina sobre la Iglesia y sobre la evangelización. Son aclaraciones necesarias para el desarrollo correcto del diálogo ecuménico y del diálogo con las religiones y las culturas del mundo.

El primer documento, que lleva por título: "Respuestas a cuestiones relativas a algunos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia", vuelve a proponer, también en las formulaciones y en el lenguaje, la enseñanza del concilio Vaticano II, en plena continuidad con la doctrina de la Tradición católica. Así se confirma que la una y única Iglesia de Cristo, que confesamos en el Credo, tiene su subsistencia, permanencia y estabilidad en la Iglesia católica y que, por tanto, la unidad, la indivisibilidad y la indestructibilidad de la Iglesia de Cristo no quedan anuladas por las separaciones y divisiones de los cristianos.

Además de esta aclaración doctrinal fundamental, el documento vuelve a proponer el uso lingüístico correcto de ciertas expresiones eclesiológicas, que corren el peligro de ser mal entendidas, y con ese fin llama la atención sobre la diferencia que sigue existiendo entre las diversas confesiones cristianas en lo que se refiere a la comprensión del ser Iglesia, en sentido propiamente teológico.

Eso, lejos de impedir el compromiso ecuménico auténtico, servirá de estímulo para que la confrontación sobre las cuestiones doctrinales se realice siempre con realismo y con plena conciencia de los aspectos que aún separan a las confesiones cristianas, reconociendo con alegría las verdades de fe que se profesan en común y la necesidad de orar sin cesar por un camino más solícito hacia una mayor y, al final, plena unidad de los cristianos.

Cultivar una visión teológica que considerara la unidad e identidad de la Iglesia como sus dotes "ocultas en Cristo", con la consecuencia de que históricamente la Iglesia existiría de hecho en múltiples configuraciones eclesiales, sólo reconciliables en una perspectiva escatológica, no podría por menos de retardar y, al final, paralizar el ecumenismo mismo.

La afirmación del concilio Vaticano II según la cual la verdadera Iglesia de Cristo "subsiste en la Iglesia católica" (Lumen gentium, 8) no atañe solamente a la relación con las Iglesias y comunidades eclesiales cristianas, sino que también se extiende a la definición de las relaciones con las religiones y las culturas del mundo. El mismo concilio Vaticano II, en la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, afirma que "esta única verdadera religión subsiste en la Iglesia católica y apostólica, a la que el Señor Jesús confió la tarea de difundirla a todos los hombres" (n. 1).

La "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización" —el otro documento publicado por vuestra Congregación en diciembre de 2007—, ante el peligro de un persistente relativismo religioso y cultural, reafirma que la Iglesia, en el tiempo del diálogo entre las religiones y las culturas, no se dispensa de la necesidad de la evangelización y de la actividad misionera hacia los pueblos, ni deja de pedir a los hombres que acojan la salvación ofrecida a todas las gentes.

El reconocimiento de elementos de verdad y bondad en las religiones del mundo y de la seriedad de sus esfuerzos religiosos, el mismo coloquio y espíritu de colaboración con ellas para la defensa y la promoción de la dignidad de la persona y de los valores morales universales, no pueden entenderse como una limitación de la tarea misionera de la Iglesia, que la compromete a anunciar sin cesar a Cristo como el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6).

Además, queridos hermanos, os invito a seguir con particular atención los difíciles y complejos problemas de la bioética, pues las nuevas tecnologías biomédicas no sólo afectan a algunos médicos e investigadores especializados, sino que son divulgadas a través de los medios modernos de comunicación social, provocando expectativas e interrogantes en sectores cada vez más amplios de la sociedad.

Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no puede ni debe intervenir en cada novedad de la ciencia, pero tiene la tarea de reafirmar los grandes valores que están en juego y de proponer a los fieles y a todos los hombres de buena voluntad principios y orientaciones ético-morales para las nuevas cuestiones importantes.

Los dos criterios fundamentales para el discernimiento moral en este campo son: a) el respeto incondicional al ser humano como persona, desde su concepción hasta su muerte natural; b) el respeto de la originalidad de la transmisión de la vida humana a través de los actos propios de los esposos.

Después de la publicación, en el año 1987, de la instrucción Donum vitae, que enunció esos criterios, muchos han criticado al Magisterio de la Iglesia, denunciándolo como si fuera un obstáculo para la ciencia y para el verdadero progreso de la humanidad. Pero los nuevos problemas relacionados, por ejemplo, con la crio-conservación de embriones humanos, con la reducción embrionaria, con el diagnóstico pre-implantatorio, con la investigación sobre células madre embrionarias y con los intentos de clonación humana, muestran claramente cómo, con la fecundación artificial extra-corpórea, se ha roto la barrera puesta en defensa de la dignidad humana.

Cuando seres humanos, en la fase más débil e indefensa de su existencia, son seleccionados, abandonados, eliminados o utilizados como mero "material biológico", no se puede negar que ya no son tratados como "alguien", sino como "algo", poniendo así en tela de juicio el concepto mismo de dignidad del hombre.

Ciertamente, la Iglesia aprecia y estimula el progreso de las ciencias biomédicas, que abren perspectivas terapéuticas hasta hoy desconocidas, por ejemplo mediante el uso de células madre somáticas o mediante las terapias encaminadas a la restitución de la fertilidad o a la curación de las enfermedades genéticas.

Al mismo tiempo, siente el deber de iluminar las conciencias de todos, para que el progreso científico respete verdaderamente a todo ser humano, al que se le debe reconocer su dignidad de persona, por haber sido creado a imagen de Dios; de otro modo no sería verdadero progreso. El estudio de esas cuestiones, al que os habéis dedicado de modo especial en vuestra sesión durante estos días, contribuirá ciertamente a promover la formación de la conciencia de numerosos hermanos nuestros, según lo que afirma el concilio Vaticano II en la declaración Dignitatis humanae: "Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana" (n. 14).

A la vez que os animo a proseguir vuestro arduo e importante trabajo, os expreso también en esta circunstancia mi cercanía espiritual, y os imparto de corazón a todos, en prenda de afecto y gratitud, la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS GRECO-CATÓLICOS UCRANIOS
EN VISITA "AD LIMINA"

Viernes 1 de febrero de 2008



Beatitud;
venerados hermanos en el episcopado:

Me alegra verdaderamente acogeros hoy, al final de vuestra visita ad limina Apostolorum. Graves y objetivas razones os han impedido realizar juntos esta peregrinación a la Sede de Pedro. La última visita "ad limina" de los obispos greco-católicos se remonta al año 1937. Ahora, después de que vuestras respectivas Iglesias han recobrado la plena libertad, estáis aquí para representar a comunidades renacidas y fervientes en la fe, que jamás han dejado de sentirse en plena comunión con el Sucesor de Pedro.

Sed bienvenidos, amadísimos hermanos, a esta casa, en la que siempre se ha elevado una intensa e incesante oración por la amada Iglesia greco-católica en Ucrania. En el venerado cardenal Lubomyr Husar, arzobispo mayor de Kiev-Halyè, al que agradezco las conmovedoras y afectuosas palabras que me ha dirigido en vuestro nombre; en el administrador apostólico de la eparquía de Mukacevo de rito bizantino; y en todos vosotros, me complace saludar a vuestras respectivas comunidades, a los incansables sacerdotes, a los consagrados, a las consagradas y a cuantos con entrega desempeñan el ministerio pastoral al servicio del pueblo de Dios.

Por vuestras relaciones sobre la situación de vuestras eparquías y exarcados he podido constatar cuán grande es vuestro esfuerzo por promover, consolidar y verificar constantemente la unidad y la colaboración en el seno de vuestras comunidades, para poder afrontar unidos los desafíos que se os plantean como pastores y que están en el centro de vuestras preocupaciones y de vuestros programas pastorales.

Por tanto, admiro la obra generosa y el infatigable testimonio que dais a vuestro pueblo y a la Iglesia. En este compromiso pastoral y misionero necesitáis la ayuda de los sacerdotes, que el buen Pastor ha puesto como colaboradores a vuestro lado. Aprovecho de buen grado esta ocasión para manifestar mi sincero aprecio por su actividad apostólica de cada día. Venerados hermanos, en las diversas iniciativas de actualización, exhortadlos a no seguir las novedades del mundo, sino a ofrecer a la sociedad las respuestas que sólo Cristo puede dar a las expectativas de justicia y de paz del corazón humano. Para ello es necesaria una adecuada preparación intelectual y espiritual, que supone un itinerario formativo permanente, iniciado en los seminarios, donde la disciplina y la vida espiritual siempre deben cuidarse bien, y proseguido después durante los años de ministerio.

En los viveros de vocaciones —eso es lo que son precisamente los seminarios—, hacen falta educadores y formadores cualificados y competentes en el ámbito humano, científico, doctrinal, ascético y pastoral, para ayudar a los futuros presbíteros a crecer en su relación personal con Cristo, gracias a una progresiva identificación con él. Sólo así podrán asumir con espíritu de auténtico servicio eclesial las responsabilidades pastorales que el obispo les asigne.

En esta perspectiva, os exhorto a intensificar los cursos de ejercicios espirituales, de formación y de actualización teológica y pastoral para vuestros sacerdotes, si fuera posible también en colaboración con el Episcopado latino, respetando cada uno sus propias tradiciones. Es innegable que dicha colaboración entre los dos ritos favorecería el crecimiento de una mayor sintonía de los corazones entre todos los que sirven a la única Iglesia. Y estoy seguro de que, con esa disposición interior, se podrán superar más fácilmente eventuales malentendidos, conscientes de que ambos ritos pertenecen a la única comunidad católica, y ambos tienen plena e igual ciudadanía en el único pueblo ucranio. Venerados hermanos, a esta luz, convendría que os reunierais regularmente, por ejemplo una vez al año, con los obispos latinos.

Gran importancia reviste la vida consagrada en las eparquías y en los exarcados encomendados a vosotros, y por ello precisamente, juntamente con vosotros, doy gracias a Dios. Sin embargo, me habéis informado de que a este respecto existen algunas dificultades, especialmente en el ámbito de la formación, por lo que concierne a la obediencia responsable de los religiosos y las religiosas y a su cooperación a las necesidades de la Iglesia. Con magnanimidad de pastores y paciencia de padres, exhortad a esos hermanos y hermanas a defender incansablemente la índole "no-secular" de su peculiar vocación. Ayudadles a cultivar el espíritu de las bienaventuranzas y a observar esmeradamente los votos de pobreza, castidad y obediencia con fidelidad evangélica, para que puedan dar en la Iglesia el testimonio típico que se les pide.

Otra de vuestras preocupaciones es el compromiso ecuménico. Es necesario reconocer humildemente que en este campo siguen existiendo obstáculos concretos y objetivos. Sin embargo, no hay que desanimarse ante las dificultades; al contrario, es preciso proseguir con la oración y con caridad paciente el camino emprendido. Por otra parte, en Ucrania, desde hace siglos, los ortodoxos y los católicos tratan de entablar un diálogo diario, humilde y sereno, que abarca numerosos aspectos de la vida. Los fracasos, que hay que tener siempre en cuenta, no deben frenar el entusiasmo por perseguir el objetivo querido por el Señor: "Que todos sean uno" (Jn 17, 21).

Hace algún tiempo, al encontrarme con los padres de la plenaria del dicasterio para la promoción de la unidad de los cristianos, expliqué que "lo que siempre hay que promover ante todo es el ecumenismo del amor, que deriva directamente del mandamiento nuevo que dejó Jesús a sus discípulos. El amor, acompañado de gestos coherentes, crea confianza, hace que se abran los corazones y los ojos. El diálogo de la caridad, por su naturaleza, promueve e ilumina el diálogo de la verdad, pues es en la verdad plena donde se realizará el encuentro definitivo al que conduce el Espíritu de Cristo" (Discurso, 17 de noviembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de noviembre de 2006, p. 5). Sin duda alguna, la Universidad católica ucraniana puede prestar un valioso apoyo a la acción ecuménica.

Además, es importante implicar cada vez más a los fieles laicos en la vida de la Iglesia, para que den su aportación específica al bien común de la sociedad ucraniana. Esto exige, por vuestra parte, un cuidado constante de su formación mediante iniciativas adecuadas a su vocación laical: así podrán contribuir activamente a la misión de la Iglesia y ser "fermento" vivo del Evangelio en los diversos ambientes de la sociedad.

Venerados hermanos, este encuentro, que se celebra nuevamente después de más de setenta años, nos permite elevar juntos a Dios una profunda acción de gracias por el renacimiento de vuestra Iglesia, tras el dramático período de la persecución. En esta ocasión deseo aseguraros que el Papa os lleva a todos en el corazón, os acompaña con afecto y os sostiene en vuestra difícil misión.

Os pido que transmitáis mi saludo cordial a los sacerdotes, vuestros primeros colaboradores, a los religiosos y a las religiosas, así como a todo el pueblo cristiano, particularmente a los niños, a los jóvenes, a las familias, a los enfermos y a cuantos se encuentran en dificultades. Aseguro a cada uno un recuerdo en la oración, invocando sobre todos la protección constante de la celestial Madre de Dios y de vuestros santos patronos. Por último, os imparto con afecto una especial bendición apostólica a vosotros, a vuestras comunidades y a la querida población de Ucrania.


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VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA VISITA AL SEMINARIO

Viernes 1 de febrero de 2008

Quiero agradecer a vuestro portavoz estas hermosas palabras, agradecer esta posibilidad de estar con vosotros. Me siento realmente en casa aquí, donde tantos jóvenes se preparan para ser mensajeros de Cristo, evangelizadores en nuestro mundo.

Hoy, en las Vísperas, me impresionó en particular las palabras del salmo con que Israel da gracias a Dios por el don de la palabra que desciende como la lana. Y dice: no lo has hecho a todos los demás, sólo a nosotros nos has dado esta gracia de conocer tu voluntad, tus proyectos.

Los israelitas no consideraron un peso, un yugo sobre sus hombros, conocer los mandamientos de Dios; para ellos era un gran don: en la noche del mundo conocen quién es Dios y saben a dónde ir, cuál es el camino de la vida.

Juntamente con esta palabra, vale mucho más aún para nosotros, los cristianos, saber que la palabra de Dios no es sólo mandamiento, sino también don del amor encarnado en Cristo. Realmente podemos decir: gracias, Señor, porque nos has dado este don de conocerte a ti; quien te conoce a ti, en Cristo, conoce así la palabra viva; y conoce, en medio de la oscuridad, en medio de los numerosos enigmas de este mundo, en medio de los numerosos problemas sin solución, el camino por donde ir: de dónde venimos, qué es la vida, a qué estamos llamados.

Y pienso que, además de esta acción de gracias por el conocimiento y el don, por el conocimiento del Dios encarnado, también debe suscitarse en nosotros la idea: esto lo debo comunicar a los demás; también ellos buscan, también ellos quieren vivir bien, también ellos anhelan encontrar el camino recto y no lo encuentran. Y sobre todo es una gracia y también una obligación conocer a Jesús y tener la gracia de haber sido llamado por él precisamente para ayudar a los demás, para que también ellos puedan dar gracias a Dios con alegría, para que tengan la gracia de saber quién soy, de dónde vengo, a dónde voy.

La Virgen de la Gracia, la Virgen de la Confianza, se abandonó totalmente en manos del Señor con gran valentía. El sacerdocio, como dije en mi discurso, es una aventura en el mundo actual, en el que existen tantas oposiciones, tantas negaciones de la fe. Es una aventura, pero una aventura hermosísima, porque, en realidad, en lo más profundo del corazón hay esta sed de Dios.

En días pasados recibí a los obispos greco-católicos de Ucrania con ocasión de su visita ad limina. Sobre todo en la parte oriental, a causa del régimen soviético, más de la mitad del pueblo se declara agnóstico, sin religión. Les dije: ¿qué hacéis?, ¿cómo se comportan?, ¿qué quieren? Y todos los obispos dicen: tienen gran sed de Dios y quieren conocer; ven que así no pueden vivir.

Así pues, a pesar de todas las contradicciones, resistencias y oposiciones, hay sed de Dios y nosotros tenemos la hermosa vocación de ayudar, de iluminar. Esta es nuestra aventura. Ciertamente, hay muchas cosas imprevisibles, muchas complicaciones, muchos sufrimientos, y todo lo demás. Pero también la Virgen, en el momento del anuncio, sabía que ante ella había un camino desconocido y, conociendo las profecías del Siervo de Dios, conociendo la sagrada Escritura, podía calcular que habría también muchos sufrimientos en ese camino. Pero creyó en la palabra del ángel: no temas, porque al final Dios es más fuerte; no temas ni siquiera la cruz, todos los sufrimientos, porque al final Dios nos guía, y también estos sufrimientos ayudan a llegar a la plenitud de la luz.

Por consiguiente, que la Virgen de la Confianza os dé también a vosotros esta gran confianza, esta valentía, esta alegría de ser servidores de Cristo, de la verdad, de la vida.

Gracias a todos vosotros y que el Señor os bendiga a todos.


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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA MISA

Sábado 2 de febrero de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho encontrarme con vosotros con ocasión de la Jornada de la vida consagrada, cita tradicional que se hace aún más significativa por el contexto litúrgico de la fiesta de la Presentación del Señor. Expreso mi agradecimiento al señor cardenal Franc Rodé, que ha celebrado la eucaristía para vosotros, así como al secretario y a los demás colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica. Con gran afecto saludo a los superiores generales presentes y a todos vosotros, que formáis esta singular asamblea, expresión de la multiforme riqueza de la vida consagrada en la Iglesia.

Al narrar la presentación de Jesús en el templo, el evangelista san Lucas subraya tres veces que María y José actuaron según «la ley del Señor» (cf. Lc 2, 22-23. 39) y, por lo demás, siempre estaban atentos para escuchar la palabra de Dios. Esta actitud constituye un ejemplo elocuente para vosotros, religiosos y religiosas; y para vosotros, miembros de los institutos seculares y de las otras formas de vida consagrada.

A la palabra de Dios en la vida de la Iglesia se dedicará la próxima sesión ordinaria del Sínodo de los obispos. Os pido, queridos hermanos y hermanas, que deis vuestra contribución a este compromiso eclesial, testimoniando cuán importante es poner en el centro de todo la palabra de Dios, de modo especial para quienes, como vosotros, el Señor llama a seguirlo más de cerca. En efecto, la vida consagrada hunde sus raíces en el Evangelio; en él, como en su regla suprema, se ha inspirado a lo largo de los siglos; y a él está llamada a volver constantemente para mantenerse viva y fecunda, dando fruto para la salvación de las almas.

En los inicios de las diversas expresiones de vida consagrada siempre se encuentra una fuerte inspiración evangélica. Pienso en san Antonio abad, impulsado por la escucha de las palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21) (cf. Vita Antonii, 2, 4). San Antonio las escuchó como palabras que el Señor le dirigía personalmente a él.

A su vez, san Francisco de Asís afirma que fue Dios quien le reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio (cf. Testamento, 17: FF 116). «Francisco —escribe Tomás de Celano— al oír que los discípulos de Cristo no deben poseer ni oro ni plata, ni dinero, ni llevar alforja, ni pan, ni bastón para el camino, ni tener sandalias, ni dos túnicas..., inmediatamente, lleno del gozo del Espíritu Santo, exclamó: Esto quiero, esto pido, esto anhelo hacer con todo mi corazón» (1 Celano, 83: FF 670. 672).

«El Espíritu Santo —recuerda la instrucción Caminar desde Cristo— ha iluminado con luz nueva la palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado todo carisma y de ella quiere ser expresión toda Regla» (n. 24). En efecto, el Espíritu Santo atrae a algunas personas a vivir el Evangelio de modo radical y a traducirlo en un estilo de seguimiento más generoso. Así nace una obra, una familia religiosa que, con su misma presencia, se convierte a su vez en «exégesis» viva de la palabra de Dios.

Así pues, como dice el concilio Vaticano II, el sucederse de los carismas de la vida consagrada puede leerse como un desplegarse de Cristo a lo largo de los siglos, como un Evangelio vivo que se actualiza continuamente con formas nuevas (cf. Lumen gentium, 46). En las obras de las fundadoras y los fundadores se refleja un misterio de Cristo, una palabra suya; se refracta un rayo de la luz que emana de su rostro, esplendor del Padre (cf. Vita consecrata, 16).

Por tanto, en el decurso de los siglos, seguir a Cristo sin componendas tal como se propone en el Evangelio ha constituido la norma última y suprema de la vida religiosa (cf. Perfectae caritatis, 2). San Benito, en su Regla, remite a la Escritura como «norma rectísima para la vida del hombre» (n. 73, 2-5). Santo Domingo «por doquier se manifestaba como un hombre evangélico, en sus palabras y en sus obras» (Libellus, 104: en P. Lippini, San Domenico visto dai suoi contemporanei, ed. Studio Dom., Bolonia 1982, p. 110) y así quería que fueran también sus frailes predicadores, «hombres evangélicos» (Primeras Constituciones o Consuetudines, 31). Santa Clara de Asís pone fuertemente de relieve la experiencia de san Francisco: «La forma de vida de la Orden de las Hermanas pobres —escribe— es esta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (Regla I, 1-2: FF 2750). San Vicente Pallotti afirma: «La regla fundamental de nuestra mínima Congregación es la vida de nuestro Señor Jesucristo para imitarla con toda la perfección posible» (cf. Obras completas II, 541-546; VIII, 63, 67, 253, 254, 466). Y san Luis Orione escribe: «Nuestra primera Regla y vida ha de consistir en observar, con gran humildad y con amor dulcísimo y ardiente a Dios, el santo Evangelio» (Lettere di don Orione, Roma 1969, vol. II, p. 278).

Esta riquísima tradición atestigua que la vida consagrada está «profundamente enraizada en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor» (Vita consecrata, 1) y se presenta «como un árbol lleno de ramas, que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia» (ib., 5). Tiene la misión de recordar que todos los cristianos han sido convocados por la Palabra para vivir de la Palabra y permanecer bajo su señorío.

Por tanto, corresponde en particular a los religiosos y a las religiosas «mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio» (ib., 33). Al hacerlo, su testimonio da a la Iglesia «un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica» (ib., 3); más aún, podríamos decir que es una «elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio» (ib., 25). Por eso, en mis dos encíclicas, al igual que en otras ocasiones, no he dejado de señalar el ejemplo de santos y beatos pertenecientes a institutos de vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas, alimentad vuestra jornada con la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios. Vosotros, que tenéis familiaridad con la antigua práctica de la lectio divina, ayudad también a los fieles a valorarla en su vida diaria. Y traducid en testimonio lo que la Palabra indica, dejándoos plasmar por ella que, como semilla caída en terreno bueno, da frutos abundantes.

Así seréis siempre dóciles al Espíritu y creceréis en la unión con Dios, cultivaréis la comunión fraterna entre vosotros y estaréis dispuestos a servir generosamente a los hermanos, sobre todo a los necesitados. Que los hombres vean vuestras buenas obras, fruto de la palabra de Dios que vive en vosotros, y den gloria a vuestro Padre celestial (cf. Mt 5, 16).

Al encomendaros estas reflexiones, os agradezco el valioso servicio que prestáis a la Iglesia y, a la vez que invoco la protección de María y de los santos y beatos fundadores de vuestros institutos, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas, y de modo especial a los jóvenes y a las jóvenes que están en período de formación, y a vuestros hermanos y hermanas enfermos, ancianos o en dificultad. A todos aseguro un recuerdo en mi oración.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PÁRROCOS, SACERDOTES
Y DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Sala de las Bendiciones
Jueves 7 de febrero de 2008



(Publicamos el texto de las intervenciones del Santo Padre y un resumen de las preguntas)


(Giuseppe Corona, diácono)

Santo Padre, nos sentimos agradecidos porque providencialmente el Concilio restauró el diaconado permanente. Los diáconos realizamos tareas en ámbitos muy diferentes: familia, trabajo, parroquia, sociedad, incluso misiones en África y América Latina. Pero quisiéramos que nos indicara alguna iniciativa pastoral que haga más incisiva la presencia del diaconado permanente en Roma, como sucedía en la Iglesia primitiva.

Gracias por este testimonio de uno de los más de cien diáconos de Roma. Yo también quiero expresar mi alegría y mi gratitud al Concilio, porque restauró este importante ministerio en la Iglesia universal. Cuando yo era arzobispo de Munich, no encontré más de tres o cuatro diáconos, y fomenté mucho este ministerio, porque me parece que pertenece a la riqueza del ministerio sacramental en la Iglesia. Al mismo tiempo, puede ser también un nexo entre el mundo laico, el mundo profesional, y el mundo del ministerio sacerdotal.

En efecto, muchos diáconos siguen desempeñando sus profesiones y mantienen sus puestos, tanto cuando se trata de actividades importantes como cuando son parte de una vida sencilla, mientras que el sábado y el domingo trabajan en la Iglesia. Así testimonian en el mundo de hoy, incluso en el mundo del trabajo, la presencia de la fe, el ministerio sacramental y la dimensión diaconal del sacramento del Orden. Me parece muy importante la visibilidad de la dimensión diaconal.

Naturalmente, también todo sacerdote sigue siendo diácono y siempre debe pensar en esta dimensión, porque el Señor mismo se hizo nuestro ministro, nuestro diácono. Pensemos en el gesto del lavatorio de los pies, con el cual se manifiesta explícitamente que el Maestro, el Señor, actúa como diácono y quiere que todos los que lo sigan sean diáconos, que desempeñen este ministerio en favor de la humanidad, hasta el punto de ayudar también a lavar los pies sucios de los hombres que nos han sido encomendados. Esta dimensión me parece de gran importancia.

Con esta ocasión, me viene a la mente —aunque tal vez no sea inmediatamente atinente al tema— una sencilla experiencia de Pablo VI. Cada día del Concilio se entronizaba el Evangelio. Y el Santo Padre dijo a los maestros de ceremonias que en alguna ocasión quería realizar él mismo esa entronización del Evangelio. Le respondieron: "no, eso es tarea de los diáconos y no del Papa, del Sumo Pontífice, ni de los obispos". Él anotó en su diario: "Yo también soy diácono, sigo siendo diácono, y yo también quiero ejercer este ministerio de diácono colocando en el trono la palabra de Dios". Así pues, esto nos concierne a todos. Los sacerdotes siguen siendo diáconos y los diáconos llevan a cabo en la Iglesia y en el mundo esta dimensión diaconal de nuestro ministerio. Esta entronización litúrgica de la palabra de Dios cada día durante el Concilio era siempre para nosotros un gesto de gran importancia: nos decía quién era el verdadero Señor de esa asamblea; nos decía que en el trono está la palabra de Dios y nosotros ejercemos el ministerio para escuchar y para interpretar, para ofrecer a los demás esta Palabra. Entronizar en el mundo la palabra de Dios, la Palabra viva, Cristo, es muy significativo para todo lo que hacemos. Que sea él realmente quien gobierne nuestra vida personal y nuestra vida en las parroquias.

Además, usted me hace una pregunta que, en mi opinión, va un poco más allá de mis fuerzas: ¿Cuáles serían las tareas propias de los diáconos de Roma? Sé que el cardenal vicario conoce mucho mejor que yo las situaciones concretas de la ciudad, de la comunidad diocesana de Roma. Yo creo que una característica del ministerio de los diáconos es precisamente la multiplicidad de las aplicaciones del diaconado. En la Comisión teológica internacional, hace algunos años, estudiamos a fondo el diaconado en la historia y también en el presente de la Iglesia. Y descubrimos precisamente esto: no hay un perfil único. Lo que se debe hacer varía según la preparación de las personas y las situaciones en las que se encuentran. Puede haber aplicaciones y formas concretas muy diversas, naturalmente siempre en comunión con el obispo y con la parroquia. En las diferentes situaciones se presentan muchas posibilidades, también según la preparación profesional que puedan tener estos diáconos: podrían emplearse en el sector cultural, tan importante hoy; o podrían tener una voz y un puesto significativo en el sector educativo. Este año pensamos precisamente en el problema de la educación como algo central para nuestro futuro, para el futuro de la humanidad.

Ciertamente, en Roma el sector de la caridad era el sector originario, porque los títulos presbiterales y las diaconías eran centros de la caridad cristiana. Desde el inicio, este sector era muy importante en la ciudad de Roma. En mi encíclica Deus caritas est puse de relieve que no sólo la predicación y la liturgia son esenciales para la Iglesia y para el ministerio de la Iglesia, sino que también es esencial la ayuda a los pobres, a los necesitados, el servicio de la cáritas en sus múltiples dimensiones. Por tanto, espero que en todos los tiempos, en todas las diócesis, aun en situaciones diversas, esta dimensión siga siendo fundamental e incluso prioritaria en el compromiso de los diáconos, aunque no única, como nos muestra también la Iglesia primitiva, donde los siete diáconos habían sido elegidos precisamente para permitir a los Apóstoles dedicarse a la oración, a la liturgia, a la predicación.

Con todo, san Esteban se vio en la necesidad de predicar a los helenistas, a los judíos de lengua griega; así se ensancha el campo de la predicación. Podríamos decir que se vio condicionado por las situaciones culturales, donde él tenía voz para hacer presente la palabra de Dios en este sector y así favorecer más la universalidad del testimonio cristiano, abriendo las puertas a san Pablo, que fue testigo de su lapidación y luego, en cierto sentido, su sucesor en la universalización de la palabra de Dios.

No sé si el cardenal vicario quiere añadir alguna palabra. Yo no sigo tan de cerca las situaciones concretas.

(Cardenal Ruini)

Santo Padre, le confirmo que, como decía usted, también en Roma, en concreto, los diáconos trabajan en muchos ámbitos, por lo general en las parroquias, ocupándose de la pastoral de la caridad, pero por ejemplo muchos también colaboran en la pastoral de la familia. Dado que casi todos los diáconos están casados, preparan para el matrimonio, siguen a las parejas jóvenes, etc. Además, contribuyen de modo notable a la pastoral sanitaria, colaboran en el Vicariato —algunos trabajan en el Vicariato— y, como se ha dicho antes, en las misiones. También hay alguna presencia misionera de diáconos. Naturalmente, por lo que atañe al número, la mayoría se dedican a la pastoral en las parroquias, pero también hay otros ámbitos que se están abriendo y precisamente por esto ya tenemos más de cien diáconos permanentes.

(Padre Graziano Bonfitto, vicario parroquial)

Soy religioso de don Orione. Realizo mi apostolado sacerdotal especialmente con los jóvenes, los cuales necesitan certezas, anhelan sinceridad, libertad, justicia y paz. Quieren tener a su lado personas que los acompañen, como Jesús a los discípulos de Emaús. Tienen sed de Cristo, sed de testigos gozosos que se hayan encontrado con Jesús y hayan apostado por él toda su vida. Sin embargo, muchos están alejados de la Iglesia. Además, les acechan muchos falsos profetas. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse?

Gracias por este hermoso testimonio de un sacerdote joven que está cerca de los jóvenes, que los acompaña, como usted ha dicho, y les ayuda a estar con Cristo, con Jesús. ¿Qué puedo decir? Todos sabemos cuán difícil es para un joven de hoy vivir como cristiano. El contexto cultural, el contexto mediático, ofrece un camino muy diferente al de Cristo. Parece incluso que hace imposible ver a Cristo como centro de la vida y vivir la vida como Jesús nos la muestra. Sin embargo, también creo que muchos perciben cada vez más la insuficiencia de todas esas propuestas, de ese estilo de vida, que al final deja vacíos.

En este sentido, me parece que las lecturas de la liturgia de hoy, la del Deuteronomio (30, 15-20) y el pasaje evangélico de san Lucas (9, 22-25) responden a lo que, en substancia, deberíamos decir siempre a los jóvenes y también a nosotros mismos. Como ha dicho usted, la sinceridad es fundamental. Los jóvenes deben percibir que no decimos palabras que no hayamos vivido antes nosotros mismos, sino que hablamos porque hemos encontrado y tratamos de encontrar de nuevo cada día la verdad como verdad para nuestra vida. Para que nuestras palabras sean creíbles y tengan una lógica visible y convincente, es preciso que nosotros mismos sigamos ese camino, que nosotros mismos tratemos de que nuestra vida corresponda a la del Señor.

Vuelvo al Deuteronomio: hoy la gran regla fundamental, no sólo para la Cuaresma, sino también para toda la vida cristiana, es: "Escoge la vida. Tienes ante ti la muerte y la vida: escoge la vida". Y me parece que la respuesta es natural. Son muy pocos los que en lo más profundo de su ser albergan una voluntad de destrucción, de muerte, los que ya no quieren el ser, la vida, porque para ellos todo es contradictorio. Sin embargo, por desgracia, se trata de un fenómeno que va aumentando. Con todas las contradicciones, las falsas promesas, al final la vida parece contradictoria, ya no es un don sino una condena, y de esta forma hay quien prefiere la muerte a la vida. Pero normalmente el hombre responde: sí, quiero la vida.

Con todo, el problema sigue consistiendo en cómo encontrar la vida, en qué escoger, en cómo escoger la vida. Y ya conocemos las propuestas que normalmente se hacen: ir a la discoteca, tomar todo lo que es posible, considerar la libertad como hacer todo lo que apetezca, todo lo que venga a la mente en un momento determinado. En cambio, sabemos —y podemos demostrarlo— que este camino es un camino de mentira, porque al final no se encuentra la vida, sino lo que en realidad se encuentra es el abismo de la nada.

"Escoge la vida". La misma lectura del Deuteronomio dice: Dios es tu vida, tú has escogido la vida y tú has hecho la elección: Dios. Esto me parece fundamental. Sólo así nuestro horizonte es suficientemente amplio y sólo así estamos ante la fuente de la vida, que es más fuerte que la muerte, que todas las amenazas de la muerte. Por consiguiente, la opción fundamental es la que se indica aquí: escoge a Dios. Es preciso comprender que quien avanza por el camino sin Dios, al final se encuentra en la oscuridad, aunque pueda haber momentos en que le parezca haber hallado la vida.

Un paso más es ver cómo encontrar a Dios, cómo escoger a Dios. Aquí pasamos al Evangelio: Dios no es un desconocido, una hipótesis tal vez del primer inicio del cosmos. Dios tiene carne y hueso. Es uno de nosotros. Lo conocemos con su rostro, con su nombre. Es Jesucristo, que nos habla en el Evangelio. Es hombre y Dios. Siendo Dios, escogió ser hombre para que nosotros pudiéramos elegir a Dios. Por tanto, hay que entrar en el conocimiento y luego en la amistad de Jesús para caminar con él.

Me parece que este es el punto fundamental en nuestra atención pastoral a los jóvenes, a todos pero especialmente a los jóvenes: atraer la atención hacia la opción de escoger a Dios, que es la vida; hacia el hecho de que Dios existe, y existe de un modo concreto. Y enseñar la amistad con Jesucristo.

Hay un tercer paso. Esta amistad con Jesús no es una amistad con una persona irreal, con alguien que pertenece al pasado o que está lejos de los hombres, a la diestra de Dios. Cristo está presente en su cuerpo, que es aún de carne y hueso: es la Iglesia, la comunión de la Iglesia. Debemos construir, y hacer más accesibles, comunidades que reflejen, que sean el espejo de la gran comunidad de la Iglesia vital. Es un conjunto: la experiencia vital de la comunidad, con todas las debilidades humanas, pero sin embargo real, con un camino claro, y una sólida vida sacramental, en la que podamos palpar también lo que a nosotros nos pueda parecer muy lejano, la presencia del Señor.

De este modo, para volver al Deuteronomio, del que partí, podemos aprender también los mandamientos. Porque la lectura dice: escoger a Dios quiere decir escoger según su Palabra, vivir según la Palabra. En un primer momento esto parece casi en cierto modo positivista, pues son imperativos. Pero lo más importante es el don, su amistad. Luego podemos comprender que las señales del camino son explicaciones de la realidad de esa amistad nuestra.

Podemos decir que esta es una visión general, tal como se desprende del contacto con la sagrada Escritura y de la vida diaria de la Iglesia. Luego se traduce, paso a paso, en los encuentros concretos con los jóvenes: guiarlos al diálogo con Jesús en la oración, en la lectura de la sagrada Escritura —sobre todo la lectura común, pero también la personal— y en la vida sacramental. Se trata de pasos para hacer presentes estas experiencias en la vida profesional, aunque el contexto con frecuencia está marcado por una total ausencia de Dios y por la aparente imposibilidad de captar su presencia. Pero precisamente entonces, a través de nuestra vida y de nuestra experiencia de Dios, debemos tratar de que la presencia de Cristo entre también en este mundo alejado de Dios.

Hay sed de Dios. Hace poco tiempo recibí, en visita ad limina, a los obispos de un país donde más del cincuenta por ciento se declara ateo o agnóstico. Pero me dijeron: en realidad, todos tienen sed de Dios. En lo más profundo existe esta sed. Por eso, comencemos primero nosotros, junto con los jóvenes que podamos encontrar. Formemos comunidades en las que se refleje la Iglesia; aprendamos la amistad con Jesús. Así, llenos de esta alegría y de esta experiencia, también hoy podremos hacer presente a Dios en este mundo.

(Don Pietro Riggi, sacerdote salesiano)

Santo Padre, en un discurso del 25 de marzo de 2007, dijo usted que hoy se habla poco de los Novísimos. En muchos catecismos se han omitido algunas verdades de fe. Ya casi no se habla del infierno, del purgatorio, del pecado, del pecado original... ¿No cree que sin estas partes esenciales del Credo se desmorona el sistema lógico que lleva a ver la redención de Cristo? Si se pierde el sentido del pecado, se devalúa el sacramento de la reconciliación. ¿No se está dando a la fe una dimensión meramente horizontal?

Usted ha abordado con razón temas fundamentales de la fe, que por desgracia aparecen raramente en nuestra predicación. En la encíclica Spe salvi quise hablar precisamente también del juicio final, del juicio en general y, en este contexto, también del purgatorio, del infierno y del paraíso. Creo que a todos nos impresiona siempre la objeción de los marxistas, según los cuales los cristianos sólo han hablado del más allá y han descuidado la tierra. Así, nosotros queremos demostrar que realmente nos comprometemos por la tierra y no somos personas que hablan de realidades lejanas, de realidades que no ayudan a la tierra.

Aunque esté bien mostrar que los cristianos se comprometen por la tierra —y todos estamos llamados a trabajar para que esta tierra sea realmente una ciudad para Dios y de Dios— no debemos olvidar la otra dimensión. Si no la tenemos en cuenta, no trabajamos bien por la tierra. Mostrar esto ha sido una de mis finalidades fundamentales al escribir la encíclica. Cuando no se conoce el juicio de Dios, no se conoce la posibilidad del infierno, del fracaso radical y definitivo de la vida; no se conoce la posibilidad y la necesidad de purificación. Entonces el hombre no trabaja bien por la tierra, porque al final pierde los criterios; al no conocer a Dios, ya no se conoce a sí mismo y destruye la tierra. Todas las grandes ideologías han prometido: nosotros cuidaremos de las cosas, ya no descuidaremos la tierra, crearemos un mundo nuevo, justo, correcto, fraterno. En cambio, han destruido el mundo. Lo vemos con el nazismo, lo vemos también con el comunismo, que prometieron construir el mundo como tendría que haber sido y, en cambio, han destruido el mundo.

En las visitas ad limina de los obispos de los países ex comunistas veo siempre cómo en esas tierras no sólo han quedado destruidos el planeta, la ecología, sino sobre todo, y más gravemente, las almas. Recobrar la conciencia verdaderamente humana, iluminada por la presencia de Dios, es la primera tarea de reconstrucción de la tierra. Esta es la experiencia común de esos países. La reconstrucción de la tierra, respetando el grito de sufrimiento de este planeta, sólo se puede realizar encontrando a Dios en el alma, con los ojos abiertos hacia Dios.

Por eso, usted tiene razón: debemos hablar de todo esto precisamente por responsabilidad con la tierra, con los hombres que viven hoy. También debemos hablar del pecado como posibilidad de destruirse a sí mismos, y así también de destruir otras partes de la tierra. En la encíclica traté de demostrar que precisamente el juicio final de Dios garantiza la justicia. Todos queremos un mundo justo, pero no podemos reparar todas las destrucciones del pasado, todas las personas injustamente atormentadas y asesinadas. Sólo Dios puede crear la justicia, que debe ser justicia para todos, también para los muertos. Como dice Adorno, un gran marxista, sólo la resurrección de la carne, que él considera irreal, podría crear justicia. Nosotros creemos en esta resurrección de la carne, en la que no todos serán iguales. Hoy se suele pensar: "¿Qué es el pecado? Dios es grande y nos conoce; por tanto, el pecado no cuenta; al final Dios será bueno con todos". Es una hermosa esperanza. Pero está la justicia y está también la verdadera culpa. Los que han destruido al hombre y la tierra, no pueden sentarse inmediatamente a la mesa de Dios juntamente con sus víctimas. Dios crea justicia. Debemos tenerlo presente. Por eso, me pareció importante escribir ese texto también sobre el purgatorio, que para mí es una verdad tan obvia, tan evidente y también tan necesaria y consoladora, que no puede faltar. Traté de decir: tal vez no son muchos los que se han destruido así, los que son incurables para siempre, los que no tienen ningún elemento sobre el cual pueda apoyarse el amor de Dios, los que ya no tienen en sí mismos un mínimo de capacidad de amar. Eso sería el infierno.

Por otra parte, ciertamente son pocos —o, por lo menos, no demasiados— los que son tan puros que puedan entrar inmediatamente en la comunión de Dios. Muchísimos de nosotros esperamos que haya algo sanable en nosotros, que haya una voluntad final de servir a Dios y de servir a los hombres, de vivir según Dios. Pero hay numerosas heridas, mucha suciedad. Tenemos necesidad de estar preparados, de ser purificados. Esta es nuestra esperanza: también con mucha suciedad en nuestra alma, al final el Señor nos da la posibilidad, nos lava finalmente con su bondad, que viene de su cruz. Así nos hace capaces de estar eternamente con él. De este modo el paraíso es la esperanza, es la justicia finalmente realizada.

Y también nos da los criterios para vivir, para que este tiempo sea de algún modo un paraíso, para que sea una primera luz del paraíso. Donde los hombres viven según estos criterios, existe ya un poco de paraíso en el mundo, y esto se puede comprobar. Me parece también una demostración de la verdad de la fe, de la necesidad de seguir la senda de los mandamientos, de la que debemos hablar más.

Los mandamientos son realmente las señales que nos indican el camino y nos muestran cómo vivir bien, cómo escoger la vida. Por eso, debemos hablar también del pecado y del sacramento del perdón y de la reconciliación. Un hombre sincero sabe que es culpable, que debería recomenzar, que debería ser purificado. Y esta es la maravillosa realidad que nos ofrece el Señor: hay una posibilidad de renovación, de ser nuevos. El Señor comienza con nosotros de nuevo y nosotros podemos recomenzar así también con los demás en nuestra vida.

Este aspecto de la renovación, de la restitución de nuestro ser después de tantas cosas equivocadas, después de tantos pecados, es la gran promesa, el gran don que la Iglesia ofrece, y que, por ejemplo, la psicoterapia no puede ofrecer. La psicoterapia hoy está muy difundida y también es muy necesaria, teniendo en cuenta tantas psiques destruidas o gravemente heridas. Pero las posibilidades de la psicoterapia son muy limitadas: sólo puede tratar de volver a equilibrar un poco un alma desequilibrada. Pero no puede dar una verdadera renovación, una superación de estas graves enfermedades del alma. Por eso, siempre es provisional y nunca definitiva.

El sacramento de la penitencia nos brinda la ocasión de renovarnos hasta el fondo con el poder de Dios —Ego te absolvo—, que es posible porque Cristo tomó sobre sí estos pecados, estas culpas. Me parece que hoy esta es una gran necesidad. Podemos ser sanados nuevamente. Las almas que están heridas y enfermas, como es la experiencia de todos, no sólo necesitan consejos, sino también una auténtica renovación, que únicamente puede venir del poder de Dios, del poder del Amor crucificado. Me parece que este es el gran nexo de los misterios que, al final, influyen realmente en nuestra vida. Nosotros mismos debemos meditarlos continuamente, para poder después hacer que lleguen de nuevo a nuestra gente.

(Don Massimo Tellan, párroco)

Santidad, vivimos inmersos en un mundo con inflación de palabras, a menudo sin significado, que desorientan el corazón humano hasta el punto de que lo hacen sordo a la Palabra de verdad: Dios hecho carne con el rostro de Jesús. Esa Palabra queda oscurecida en medio de la selva de imágenes ambiguas y efímeras con las que nos bombardean sin cesar. ¿Cómo educar en la fe, a través del binomio palabra-imagen? ¿Cómo podemos volver a recuperar el arte de narrar la fe e introducir el misterio, como se hacía en el pasado, a través de la imagen? ¿Cómo educar en la búsqueda y la contemplación de la verdadera belleza? A este propósito, queremos regalarle un icono de Cristo atado a la columna, imagen de la humanidad que asumió el Verbo.

Gracias por este hermosísimo regalo. Me alegra que no sólo tengamos palabras, sino también imágenes. Vemos que también hoy la meditación cristiana suscita nuevas imágenes; renace la cultura cristiana, la iconografía cristiana. Sí, vivimos en una inflación de palabras, de imágenes. Por eso, es difícil crear espacio para la palabra y para la imagen. Me parece que precisamente en la situación de nuestro mundo, que todos conocemos, que es también nuestro sufrimiento, el sufrimiento de cada uno, el tiempo de Cuaresma cobra un nuevo significado. Ciertamente, el ayuno corporal, durante algún tiempo considerado pasado de moda, hoy se presenta a todos como necesario. No es difícil comprender que debemos ayunar. A veces nos encontramos ante ciertas exageraciones debidas a un ideal de belleza equivocado. Pero, en cualquier caso, el ayuno corporal es importante, porque somos cuerpo y alma, y la disciplina del cuerpo, también la disciplina material, es importante para la vida espiritual, que siempre es vida encarnada en una persona que es cuerpo y alma.

Esta es una dimensión. Hoy crecen y se manifiestan otras dimensiones. Me parece que precisamente el tiempo de Cuaresma podría ser también un tiempo de ayuno de palabras y de imágenes. Necesitamos un poco de silencio, necesitamos un espacio sin el bombardeo permanente de imágenes. En este sentido, hacer accesible y comprensible hoy el significado de cuarenta días de disciplina exterior e interior es muy importante para ayudarnos a comprender que una dimensión de nuestra Cuaresma, de esta disciplina corporal y espiritual, es crearnos espacios de silencio y también sin imágenes, para volver a abrir nuestro corazón a la imagen verdadera y a la palabra verdadera.

Me parece prometedor que también hoy se vea que hay un renacimiento del arte cristiano, tanto de una música meditativa —como por ejemplo la que surgió en Taizé—, como también, remitiéndome al arte del icono, de un arte cristiano que se mantiene en el ámbito de las grandes reglas del arte iconológico del pasado, pero ampliándose a las experiencias y a las visiones de hoy.

Donde hay una verdadera y profunda meditación de la Palabra, donde entramos realmente en la contemplación de esta visibilidad de Dios en el mundo, de la realidad palpable de Dios en el mundo, nacen también nuevas imágenes, nuevas posibilidades de hacer visibles los acontecimientos de la salvación. Esta es precisamente la consecuencia del acontecimiento de la Encarnación. El Antiguo Testamento prohibía todas las imágenes y debía prohibirlas en un mundo lleno de divinidades. Había un gran vacío, que se manifestaba en el interior del templo, donde, en contraste con otros templos, no había ninguna imagen, sino sólo el trono vacío de la Palabra, la presencia misteriosa del Dios invisible, no circunscrito por nuestras imágenes.

Pero luego el paso nuevo consistió en que ese Dios misterioso nos libró de la inflación de las imágenes, también de un tiempo lleno de imágenes de divinidades, y nos dio la libertad de la visión de lo esencial. Apareció con un rostro, con un cuerpo, con una historia humana que, al mismo tiempo, es una historia divina. Una historia que prosigue en la historia de los santos, de los mártires, de los santos de la caridad, de la palabra, que son siempre explicación, continuación —en el Cuerpo de Cristo— de esta vida suya divina y humana, y nos da las imágenes fundamentales, en las cuales —más allá de las superficiales, que ocultan la realidad— podemos abrir la mirada hacia la Verdad misma. En este sentido, me parece excesivo el período iconoclástico del posconcilio, que sin embargo tenía su sentido, porque tal vez era necesario librarse de una superficialidad de demasiadas imágenes.

Volvamos ahora al conocimiento del Dios que se hizo hombre. Como dice la carta a los Efesios, él es la verdadera imagen. Y en esta verdadera imagen vemos —por encima de las apariencias que ocultan la verdad— la Verdad misma: "Quien me ve, ve al Padre". En este sentido, yo diría que, con mucho respeto y con mucha reverencia, podemos volver a encontrar un arte cristiano y también las grandes y esenciales representaciones del misterio de Dios en la tradición iconográfica de la Iglesia. Así podremos redescubrir la imagen verdadera, cubierta por las apariencias.

Realmente, la educación cristiana tiene la tarea importante de librarnos de las palabras por la Palabra, que exige continuamente espacios de silencio, de meditación, de profundización, de abstinencia, de disciplina. También la educación con respecto a la verdadera imagen, es decir, al redescubrimiento de los grandes iconos creados en la cristiandad a lo largo de la historia: con la humildad nos libramos de las imágenes superficiales. Este tipo de iconoclasma siempre es necesario para redescubrir la imagen, es decir, las imágenes fundamentales que manifiestan la presencia de Dios en la carne.

Esta es una dimensión fundamental de la educación en la fe, en el verdadero humanismo, que buscamos en este tiempo en Roma. Hemos redescubierto el icono con sus reglas muy severas, sin las bellezas del Renacimiento. Así podemos volver también nosotros a un camino de redescubrimiento humilde de las grandes imágenes, hacia una liberación siempre nueva de las demasiadas palabras, de las demasiadas imágenes, para redescubrir las imágenes esenciales que nos son necesarias. Dios mismo nos ha mostrado su imagen y nosotros podemos volver a encontrar esta imagen con una profunda meditación de la Palabra, que hace renacer las imágenes.
Así pues, pidamos al Señor que nos ayude en este camino de verdadera educación, de reeducación en la fe, que no sólo es escuchar, sino también ver.

(Don Paul Chungat, de la India, vicario parroquial)

En la reciente Nota de la Congregación para la doctrina de la fe hay palabras difíciles de entender en el campo del diálogo interreligioso. Habla de "plenitud de la salvación", de "necesidad de incorporación formal a la Iglesia". ¿Cómo aplicar estos conceptos en la India, mi país, donde debemos tratar con amigos hinduistas, budistas y de otras religiones? ¿La plenitud de la salvación se ha de entender en sentido cualitativo o cuantitativo? El Concilio habló de la semilla de luz que hay en otras religiones.

Gracias por esta intervención. Usted sabe bien que por la amplitud de sus preguntas haría falta un semestre de teología. Trataré de ser breve. Usted conoce la teología; hay grandes maestros y muchos libros. Ante todo, gracias por su testimonio, porque usted se muestra contento de poder trabajar en Roma, aunque es de la India. Para mí se trata de un fenómeno admirable de la catolicidad. Ahora no sólo los misioneros van de Occidente a los demás continentes; sino que hay un intercambio de dones: indios, africanos, sudamericanos, trabajan entre nosotros, y los nuestros van a los demás continentes. Todos dan y reciben. Esta es la vitalidad de la catolicidad, donde todos somos deudores de los dones del Señor, y luego podemos dar los unos a los otros.

En esta reciprocidad de dones, de dar y recibir, vive la Iglesia católica. Vosotros podéis aprender de estos ambientes y experiencias occidentales, y nosotros no menos de vosotros. Veo que precisamente el espíritu de religiosidad que existe en Asia, al igual que en África, sorprende a los europeos, que a menudo son un poco fríos en la fe. Así, esa vivacidad, al menos del espíritu religioso que existe en esos continentes, es un gran don para todos nosotros, sobre todo para los obispos del mundo occidental y, en especial, para los países en donde es marcado el fenómeno de la inmigración, procedente de Filipinas, la India, etc. Nuestro catolicismo frío se reaviva con este fervor que nos viene de vosotros. Por tanto, la catolicidad es un gran don.

Vengamos a las preguntas que usted me ha formulado. En este momento no tengo presentes las palabras exactas del documento de la Congregación para la doctrina de la fe al que usted se ha referido; pero, en cualquier caso, quiero decir dos cosas. Por una parte, es absolutamente necesario el diálogo, conocerse mutuamente, respetarse y tratar de colaborar de todas las formas posibles para los grandes objetivos de la humanidad, o para sus grandes necesidades, para superar los fanatismos y crear un espíritu de paz y de amor.

Este es también el espíritu del Evangelio, cuyo sentido es precisamente que el espíritu de amor, que hemos aprendido de Jesús, la paz de Jesús que él nos dio mediante la cruz, se haga presente universalmente en el mundo. En este sentido, el diálogo deber ser verdadero diálogo, respetando al otro y aceptando su diversidad; pero también debe ser evangélico, en el sentido de que su finalidad fundamental es ayudar a los hombres a vivir en el amor y a hacer que ese amor se pueda difundir por todas las partes del mundo.

Pero esta dimensión del diálogo, tan necesaria, es decir, la del respeto del otro, de la tolerancia, de la cooperación, no excluye la otra, o sea, que el Evangelio es un gran don, el don del gran amor, de la gran verdad, que no podemos tener sólo para nosotros mismos, sino que debemos ofrecer a los demás, considerando que Dios les da la libertad y la luz necesaria para encontrar la verdad. Esta es la verdad. Y, por tanto, este es también mi camino.

La misión no es una imposición, sino ofrecer el don de Dios, dejando a su bondad iluminar a las personas para que se difunda el don de la amistad concreta con el Dios de rostro humano. Por eso, queremos y debemos testimoniar siempre esta fe y el amor que vive en nuestra fe. Dejaríamos de cumplir un deber verdadero, humano y divino, si dejáramos a los demás solos y reserváramos únicamente para nosotros la fe que tenemos. También seríamos infieles a nosotros mismos si no ofreciéramos esta fe al mundo, siempre respetando la libertad de los demás. La presencia de la fe en el mundo es un elemento positivo, aunque nadie se convirtiera; es un punto de referencia.

Algunos exponentes de religiones no cristianas me han dicho: "Para nosotros la presencia del cristianismo es un punto de referencia que nos ayuda, aunque no nos convirtamos". Pensemos en la gran figura del Mahatma Gandhi: aun estando firmemente adherido a su religión, para él el Sermón de la montaña era un punto de referencia fundamental, que formó toda su vida. Así, el fermento de la fe, aun sin convertirlo al cristianismo, entró en su vida. Y me parece que este fermento del amor cristiano, que brota del Evangelio, es —además del trabajo misionero que trata de ampliar los espacios de la fe— un servicio que prestamos a la humanidad.

Pensemos en san Pablo. Hace poco tiempo profundicé su motivación misionera. Hablé de ello también a la Curia con ocasión del encuentro de fin de año. San Pablo se conmovió con las palabras del Señor en su discurso escatológico. Antes de cualquier acontecimiento, antes de la vuelta del Hijo del hombre, el Evangelio debe ser predicado a todas las gentes. Una condición para que el mundo alcance su perfección, para su apertura al paraíso, es que el Evangelio sea anunciado a todos.

San Pablo puso todo su celo misionero para que el Evangelio pudiera llegar a todos, posiblemente ya en su generación, a fin de responder al mandato del Señor "que se anuncie a todas las gentes". Su deseo no era tanto bautizar a todas las gentes, cuanto la presencia del Evangelio en el mundo y, por tanto, la culminación de la historia como tal.

Me parece que hoy, al ver el desarrollo de la historia, se puede comprender mejor que esta presencia de la palabra de Dios, que este anuncio que llega a todos como fermento, es necesario para que el mundo pueda alcanzar realmente su finalidad. En este sentido, queremos ciertamente la conversión de todos, pero dejamos que sea el Señor quien actúe. Es importante que quien quiera convertirse tenga la posibilidad de hacerlo, y que en el mundo se presente a todos esta luz del Señor como punto de referencia y como luz que ayuda, sin la cual el mundo no puede encontrarse a sí mismo.

No sé si me he explicado bien: diálogo y misión no sólo no se excluyen, sino que el diálogo requiere la misión.

(Don Alberto Orlando, vicario parroquial)

El año pasado, en el encuentro con los jóvenes en Loreto, viví con ellos una experiencia muy hermosa, pero noté cierta distancia entre usted y los jóvenes. Mi grupo estaba muy lejos; casi no lográbamos ver ni escuchar; y los jóvenes necesitan cercanía, calor. Además, hubo dificultades en la liturgia de la misa. A pesar del fuerte calor, se alargaban mucho los cantos. ¿Por qué esa distancia entre usted y ellos? y ¿cómo conciliar el tesoro de la liturgia con la emotividad de los jóvenes?

El primer punto que me propone se refiere a la organización: yo me encontré con una organización ya establecida; por tanto, no sé si se podía haber organizado de otra manera. Considerando las miles de personas que había, me parece que era imposible lograr que todos pudieran estar cerca de la misma manera. Más aún, por eso hice un recorrido con el coche, para acercarme un poco a cada persona. Sin embargo, tendremos en cuenta esto y veremos si en el futuro, en otros encuentros con cientos de miles de personas, es posible hacerlo de otra manera. Con todo, me parece importante que crezca el sentimiento de una cercanía interior, que encuentre el puente que nos une, aunque físicamente estemos distantes.

Un gran problema es, en cambio, el de las liturgias en las que participan multitudes de personas. Recuerdo que en 1960, durante el gran congreso eucarístico internacional de Munich, se trataba de dar una nueva fisonomía a los congresos eucarísticos, que hasta entonces eran sólo actos de adoración. Se quería poner en el centro la celebración de la Eucaristía como acto de la presencia del misterio celebrado. Pero inmediatamente se planteó la pregunta: ¿Cómo se puede hacer? Adorar, se decía, es posible también a distancia; pero para celebrar la misa es necesaria una comunidad limitada, que pueda participar activamente en el misterio; por tanto, una comunidad que debía ser asamblea en torno a la celebración del misterio.

Muchos eran contrarios a la celebración de la Eucaristía en público con cien mil personas. Decían que no era posible precisamente por la estructura misma de la Eucaristía, que exige la comunidad para la comunión. También grandes personalidades, muy respetables, eran contrarias a esta solución. Luego el profesor Jungmann, gran liturgista, uno de los grandes arquitectos de la reforma litúrgica, creó el concepto de statio orbis, es decir, se refirió a la statio Romae, donde precisamente en el tiempo de Cuaresma los fieles se reúnen en un punto, la statio. Por tanto, se encuentran en statio como los soldados por Cristo; y luego van juntos a la Eucaristía. Si así era la statio de la ciudad de Roma —dijo—, donde la ciudad de Roma se reunía, entonces esta es la statio orbis. Y desde ese momento tenemos las celebraciones eucarísticas con la participación de grandes multitudes.

Para mí, queda un problema, porque la comunión concreta en la celebración es fundamental; por eso, creo que de ese modo aún no se ha encontrado realmente la respuesta definitiva. También en el Sínodo pasado suscité esta pregunta, pero no encontró respuesta. También hice que se planteara otra pregunta sobre la concelebración multitudinaria, porque si por ejemplo concelebran mil sacerdotes, no se sabe si se mantiene aún la estructura querida por el Señor. Pero en cualquier caso son preguntas.

Así, a usted se le presentó la dificultad al participar en una celebración multitudinaria durante la cual no es posible que todos estén igualmente implicados. Por tanto, se debe elegir cierto estilo, para conservar la dignidad siempre necesaria para la Eucaristía; de ese modo, la comunidad no es uniforme, y es diversa la experiencia de la participación en el acontecimiento; para algunos, ciertamente, es insuficiente. Pero no dependió de mí, sino más bien de quienes se encargaron de la preparación.

Por consiguiente, es preciso reflexionar bien sobre qué conviene hacer en esas situaciones, cómo responder a los desafíos de esa situación. Si no me equivoco, era una orquesta de discapacitados la que ejecutaba la música, y tal vez la idea era precisamente la de dar a entender que los discapacitados pueden ser animadores de la celebración sagrada y precisamente ellos no deben quedar excluidos, sino que han de ser protagonistas. De este modo, todos, amándolos, no se sintieron excluidos, sino más bien involucrados. Me parece una reflexión muy respetable, y la comparto.

Sin embargo, naturalmente, sigue existiendo el problema fundamental. Pero creo que también aquí, sabiendo qué es la Eucaristía, aunque no se tenga la posibilidad de una actividad exterior como se desearía para sentirse plenamente partícipes, se entra en ella con el corazón, como dice el antiguo imperativo en la Iglesia, tal vez creado para los que estaban detrás en la basílica: "¡Levantemos el corazón! Ahora todos salgamos de nosotros mismos, así todos estaremos con el Señor y estaremos juntos". Como he dicho, no niego el problema, pero si realmente aplicamos estas palabras: "¡Levantemos el corazón!", todos encontraremos la verdadera participación activa, aunque sea en situaciones difíciles y a veces discutibles.

(Mons. Renzo Martinelli, delegado de la Academia pontificia de la Inmaculada)

Santidad, recientemente usted dijo que si se concibe al hombre de forma individualista, según una tendencia hoy generalizada, no se puede edificar una comunidad solidaria. En cierto modo, en el seminario me educaron en esa tendencia individualista. ¿Cómo proponer a los jóvenes lo que usted dice con frecuencia: que el yo del cristiano, una vez investido por Cristo, ya no es su "yo"? ¿Cómo proponer esta conversión, esta modalidad nueva, esta originalidad cristiana?

Es la gran cuestión que todo sacerdote, responsable de otros, se plantea cada día. También para sí mismo, naturalmente. Es verdad que en el siglo XX había la tendencia a una devoción individualista, sobre todo para salvar la propia alma y crear méritos, incluso calculables, que incluso se podían indicar con números en ciertas listas. Desde luego, todo el movimiento del Vaticano II llevó a superar ese individualismo.

Yo no quiero juzgar ahora a esas generaciones pasadas, que, sin embargo, a su modo trataban de servir así a los demás. Pero existía el peligro de que se buscara sobre todo salvar la propia alma. De ello derivaba una piedad muy exterior, que al final sentía la fe como un peso y no como una liberación. Ciertamente, la nueva pastoral indicada por el concilio Vaticano II tiene la finalidad fundamental de salir de esa visión demasiado restringida del cristianismo y descubrir que yo salvo mi alma sólo entregándola, como decía hoy el Señor en el Evangelio; sólo liberándome de mí, sólo saliendo de mí, como Dios salió de sí mismo en el Hijo para salvarnos a nosotros. Y nosotros entramos en este movimiento del Hijo, tratamos de salir de nosotros mismos, porque sabemos a dónde llegar. Y no caemos en el vacío, sino que renunciamos a nosotros mismos, abandonándonos al Señor, saliendo, poniéndonos a su disposición, como quiere él y no como pensamos nosotros.

Esta es la verdadera obediencia cristiana, que es libertad: no como quisiera yo, con mi proyecto de vida para mí, sino poniéndome a su disposición, para que él disponga de mí. Y poniéndome en sus manos soy libre. Pero es un gran salto, que nunca se hace definitivamente. Pienso aquí en san Agustín, que nos dijo esto muchas veces. Al inicio, después de su conversión, pensaba que había llegado a la cima y que vivía en el paraíso de la novedad del ser cristiano. Luego descubrió que el camino difícil de la vida continuaba, aunque desde ese momento siempre en la luz de Dios, y que era necesario cada día de nuevo salir de sí mismo; entregar este yo, para que muera y se renueve en el gran yo de Cristo, que es, en cierta manera muy verdadero, el yo común de todos nosotros, nuestro "nosotros".

Pero nosotros mismos, precisamente en la celebración de la Eucaristía —este grande y profundo encuentro con el Señor, donde nos ponemos en sus manos—, debemos dar este paso tan grande. Cuanto más lo aprendemos nosotros mismos, tanto más podemos expresarlo a los demás, hacerlo comprensible, accesible a los demás. Sólo caminando con el Señor, abandonándonos en la comunión de la Iglesia a su apertura, no viviendo para nosotros —tanto para una vida terrena feliz como para una felicidad personal— sino haciéndonos instrumentos de su paz, viviremos bien y aprenderemos esta valentía ante los desafíos de cada día, siempre nuevos y graves, a menudo casi irrealizables. Nos abandonamos, porque el Señor lo quiere y estamos seguros de que así vamos bien. Sólo podemos orar al Señor para que nos ayude a hacer este camino cada día, para ayudar, iluminar así a los demás, motivarlos para que de este modo puedan ser liberados y redimidos.
Hablar de Dios con la cultura laica

(Don Paolo Tammi, párroco y profesor de religión)

Santo Padre, le agradecemos su libro sobre "Jesús de Nazaret" que, juntamente con sus enseñanzas de magisterio, nos ayuda a poner en el centro del cristianismo la figura de Jesús. Me limito a añadir que en un ambiente laico como la escuela, veo cada día muchachos que mantienen una gran distancia emotiva con respecto a Cristo, mientras que en Asís he visto a jóvenes conmoverse al escuchar el testimonio de un franciscano. ¿Cómo podemos apasionarnos cada vez más con lo esencial, que es Jesús? ¿Cómo se ve que un sacerdote está enamorado de Jesús? Sé que Su Santidad ya ha respondido muchas veces, pero su respuesta puede ayudarnos a corregirnos, a recobrar la esperanza.

¿Cómo puedo corregir a los párrocos, que trabajan tan bien? Sólo podemos ayudarnos mutuamente. Usted, por tanto, conoce este ambiente laico, alejado no sólo con distancia intelectual, sino sobre todo emotiva, de la fe. Según las circunstancias, debemos buscar el modo de crear puentes. Me parece que las situaciones son difíciles, pero usted tiene razón. Debemos pensar siempre: ¿qué es lo esencial?, aunque luego puede ser diverso el punto donde se puede conectar el kerigma, el contexto, el modo de actuar. Pero la cuestión debe ser siempre: ¿Qué es lo esencial? ¿Qué es preciso descubrir? ¿Qué quisiera dar? Aquí repito lo de siempre: lo esencial es Dios. Si no hablamos de Dios, si no se descubre a Dios, nos quedamos siempre en las cosas secundarias. Por tanto, me parece fundamental que al menos se plantee la pregunta: ¿Existe Dios? ¿Cómo podría vivir sin Dios? ¿Dios es en verdad una realidad importante para mí?

A mí me impresiona que el concilio Vaticano I quisiera entablar precisamente este diálogo, comprender con la razón a Dios, aunque en la situación histórica en que nos encontramos necesitamos que Dios nos ayude y purifique nuestra razón. Me parece que ya se está tratando de responder a este desafío del ambiente laico con Dios como la cuestión fundamental, y luego con Jesucristo, como la respuesta de Dios.

Naturalmente, yo diría que ahí están los preambula fidei, que tal vez son el primer paso para abrir el corazón y la mente hacia Dios: las virtudes naturales. En días pasados me visitó un jefe de Estado, que me dijo: "no soy religioso; el fundamento de mi vida es la ética aristotélica". Ya es algo bueno, y estamos ya, juntamente con santo Tomás, en camino hacia la síntesis de santo Tomás. Por tanto, este puede ser el punto de enganche: aprender y hacer comprensible la importancia que tiene para la convivencia humana esta ética racional, que luego —si se vive de modo consecuente— se abre interiormente a la pregunta de Dios, a la responsabilidad ante Dios.

Así pues, me parece que, por una parte, debemos tener claro nosotros qué es lo esencial que queremos y debemos transmitir a los demás, y cuáles son los preambula en las situaciones en que podemos dar los primeros pasos: desde luego, precisamente en la actualidad, una primera educación ética es, en cierto modo, un paso fundamental. Así hizo también la cristiandad antigua. San Cipriano, por ejemplo, nos dice que antes llevaba una vida totalmente disoluta; luego, al vivir en la comunidad catecumenal, aprendió una ética fundamental; así se abrió el camino hacia Dios.

También san Ambrosio, en la Vigilia pascual, dice: "Hasta ahora hemos hablado de la moral; ahora pasemos a los misterios". Habían hecho el camino de los preambula fidei con una educación ética fundamental, que creaba la disponibilidad para comprender el misterio de Dios. Por tanto, yo diría que tal vez debemos hacer una interacción entre educación ética —hoy tan importante—, por una parte, también con un relieve pragmático, y al mismo tiempo no omitir la cuestión de Dios. En este entrecruzarse de dos caminos me parece que logramos en cierto modo abrirnos a Dios, el único que puede dar la luz.

(Don Daniele Salera, vicario parroquial y profesor de religión)

Santidad, al leer la carta sobre la tarea urgente de la educación, enviada a la diócesis y a la ciudad de Roma, he tomado nota de algunos aspectos importantes. Alude usted a la presencia de no creyentes en la escuela. En ella hay incluso chicos que parecen interiormente muertos, sin ilusiones de futuro... Muchos educadores se desalientan; otros tienen miedo de defender las reglas de la convivencia civil. Me pregunto: ¿por qué nosotros, la Iglesia, que tanto hemos pensado y escrito sobre la educación, no logramos cumplir los objetivos fundamentales de la educación?

Gracias por este reflejo de sus experiencias en la escuela de hoy, de los jóvenes de hoy, y también por estas preguntas autocríticas para nosotros mismos. En este momento sólo puedo confirmar que me parece muy importante que la Iglesia esté presente también en la escuela, porque una educación que no sea al mismo tiempo educación con Dios y presencia de Dios, una educación que no transmita los grandes valores éticos que aparecieron con la luz de Cristo, no es educación. Nunca es suficiente una formación profesional sin formación del corazón. Y el corazón no puede formarse sin plantearse al menos el desafío de la presencia de Dios. Sabemos que muchos jóvenes viven en ambientes, en situaciones que les impiden acceder a la luz y a la palabra de Dios; están en situaciones de vida que son una auténtica esclavitud, no sólo exterior, en cuanto provocan una esclavitud intelectual que realmente oscurece el corazón y la mente.

Tratemos de ofrecerles también a ellos, con todos los medios de que disponga la Iglesia, una posibilidad de salida. Pero, en cualquier caso, hagamos que la palabra de Dios esté presente en ese ambiente tan diversificado de la escuela, donde existen desde creyentes hasta personas en situaciones muy tristes. Precisamente esto hemos dicho de san Pablo, que quería que el Evangelio llegara a todos. Este imperativo del Señor —el Evangelio debe ser anunciado a todos— no es un imperativo diacrónico, no es un imperativo continental, que en todas las culturas se anuncie en primera línea; sino un imperativo interior, en el sentido de entrar en los diversos matices y dimensiones de una sociedad, para hacer más accesible al menos un poco de la luz del Evangelio; que el Evangelio sea realmente anunciado a todos.

Y me parece también un aspecto de la formación cultural de hoy. Conocer qué es la fe cristiana que ha formado este continente y que es una luz para todos los continentes. Los modos como se puede hacer presente y accesible al máximo esta luz son diversos y sé que no tengo una receta para esto. Pero la necesidad de ofrecerse para esta aventura hermosa y difícil es realmente un elemento del imperativo del Evangelio mismo. Pidamos al Señor que nos ayude cada vez más a responder a este imperativo de hacer que llegue a todas las dimensiones de nuestra sociedad su conocimiento, el conocimiento de su rostro.

(Padre Umberto Fanfarillo, franciscano conventual, párroco)

Santidad, la comunidad cristiana de nuestra parroquia se encuentra diariamente con personas de otros contextos religiosos, respetándonos mutuamente y conviviendo con gran estima recíproca. Hay muchos casos de trato respetuoso y de buenas relaciones entre católicos y miembros de otras confesiones. Por poner un caso, cuando murió Juan Pablo II muchos jóvenes de otras creencias —luteranos, judíos, musulmanes...— se reunieron en nuestra iglesia para orar. Recientemente, se confirió el sacramento de la Confirmación a dos jóvenes anglicanos que se hicieron católicos. Santo Padre, apreciamos sus exhortaciones al respeto y al diálogo en búsqueda de la verdad. Ayúdenos con su palabra.

Gracias por este testimonio de una parroquia realmente multidimensional y multicultural. Me parece que usted concretizó un poco lo que dije antes al responder a la pregunta del sacerdote de la India: un diálogo, una convivencia respetuosa, respetándonos unos a otros, aceptándonos unos a otros, como somos en nuestra diversidad, en nuestra comunión. Al mismo tiempo, la presencia del cristianismo, de la fe cristiana como punto de referencia al que todos pueden mirar; como un fermento que, respetando la libertad, es sin embargo una luz para todos y nos une precisamente en el respeto de las diferencias. Esperamos que el Señor nos ayude siempre en este sentido a aceptar a los demás en su diversidad, a respetarlos y a hacer presente a Cristo con el gesto del amor, que es la verdadera expresión de su presencia y de su palabra. Y que nos ayude así a ser realmente ministros de Cristo y de su salvación para todo el mundo. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE COSTA RICA EN VISITA "AD LIMINA"

Viernes 8 de febrero de 2008



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Me llena de gozo recibiros al final de vuestra visita ad Limina, lo cual me ofrece la ocasión de saludaros a todos juntos y alentaros en la esperanza, tan necesaria para el ministerio que se os ha confiado y que ejercéis con generosidad. Agradezco las palabras del Presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. José Francisco Ulloa Rojas, el cual ha querido manifestar los desafíos y las esperanzas que encontráis en vuestro quehacer pastoral y expresar vuestra cercanía y estrecha comunión con el Obispo de Roma, Sede "en la que siempre residió la primacía de la cátedra apostólica" (S.Agustín, Ep. 43, 3, 7).

Este encuentro es en cierto modo nuevo para algunos de vosotros, agregados recientemente al colegio episcopal, para otros son nuevas las Iglesias particulares que traen en su corazón y, para todos, también el rostro del Sucesor de Pedro es nuevo. Es una novedad que puede contribuir a dar mayor intensidad aún a los propósitos de esta visita, entre los que sobresale la renovación ante los sepulcros de San Pedro y San Pablo de la fe en Cristo Jesús, transmitida por los Apóstoles, y que a vosotros os corresponde custodiar como sucesores suyos. Al mismo tiempo, ha de ayudar a reavivar vuestra «solicitud por toda la Iglesia» (Lumen gentium, 23), contribuyendo así a ensanchar también el corazón de todos los creyentes con la perspectiva de universalidad propia del mensaje cristiano.

2. Tenéis ante vosotros la tarea de buscar nuevas maneras de anunciar a Cristo en medio de una situación de rápidas y a menudo profundas transformaciones, acentuando el carácter misionero de toda actividad pastoral. En este sentido, la reciente Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, ha puesto de relieve cómo el acoger y hacer propio el mensaje del Evangelio es algo que corresponde a cada persona y cada generación, en las diversas circunstancias y etapas de su vida.

También el pueblo costarricense necesita revitalizar constantemente sus antiguas y profundas raíces cristianas, su vigorosa religiosidad popular o su entrañable piedad mariana, para que den frutos de una vida digna de los discípulos de Jesús, alimentada por la oración y los sacramentos, de una coherencia de la existencia cotidiana con la fe profesada y de un compromiso de participar activamente en la misión de «abrir el mundo para que entre Dios y, de este modo, la verdad, el amor y el bien» (cf. Spe salvi, 35).

3. El Señor ha sido pródigo con su viña en Costa Rica, donde hay un buen número de sacerdotes que son los principales colaboradores del Obispo en su ministerio pastoral. Por eso necesitan, además de orientaciones y criterios claros, de una formación constante y de apoyo en el ejercicio de su ministerio, una cercanía propia de «hijos y amigos» (Lumen gentium, 28), que les llegue al corazón, animándolos en sus esfuerzos, ayudándolos en sus dificultades y, si fuera preciso, corrigiendo y remediando eventuales situaciones que oscurecen la imagen del sacerdocio y de la Iglesia misma.

Este gran patrimonio de toda Iglesia particular se custodia y enriquece con una esmerada atención a los seminaristas, cuya idoneidad requiere un discernimiento riguroso, y a los que no basta una formación abstracta y formal, pues se preparan para vivir ellos mismos aquellas palabras del Apóstol: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis unidos a nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1Jn 1, 3). Además, ésta es una perspectiva que puede suscitar en los jóvenes el entusiasmo por Jesús y su misión salvadora, haciendo brotar en su corazón el deseo de participar en ella como sacerdotes y consagrados.

4. Queridos Obispos, conocéis bien los riesgos de una vida de fe lánguida y superficial cuando se enfrenta a señuelos como el proselitismo de las sectas y grupos pseudorreligiosos, la multitud de promesas de un bienestar fácil e inmediato, pero que terminan en el desengaño y la desilusión, o la difusión de ideologías que, proclamando ensalzar al ser humano, en realidad lo banalizan. En una situación como ésta, cobra un inestimable valor el anuncio de «la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones y que es Dios, el Dios que nos ha amado y nos sigue amando» (cf. Spe salvi, 27).

Un testimonio vivo de esta esperanza, que eleva el ánimo y da fortaleza en los desvelos de la vida humana, corresponde de manera muy especial a los religiosos, religiosas y personas consagradas, que por su propia vocación están llamados ante todo a ser signo del «misterio del Reino de Dios que ya actúa en la historia» (Vita consecrata, 1). Por eso son un don precioso para la Iglesia, «como elemento decisivo para su misión, ya que ‘indica la naturaleza misma de la vocación cristiana’» (ibíd, 3), por lo que se ha de agradecer al Señor su presencia en cada Iglesia particular.

También a los fieles laicos les corresponde participar en esta misión según su vocación específica, y es hermoso comprobar su colaboración eficaz para mantener y difundir la llama de la fe mediante la catequesis y la cooperación con las parroquias y las diversas organizaciones pastorales de las diócesis. Merecen sin duda la gratitud, el aliento y la atención constante de sus Pastores, para que reciban siempre y de manera sistemática una formación cristiana sólida, teniendo en cuenta, además, que son ellos los llamados a llevar los valores cristianos a los diversos sectores de la sociedad, al mundo del trabajo, de la convivencia civil o de la política. En efecto, el orden temporal es una obligación suya (cf. Apostólicam actuositatem, 7), a ellos corresponde «configurar rectamente la vida social, respetando su legítima autonomía y cooperando con los otros ciudadanos según las respectivas competencias y bajo su propia responsabilidad» (Deus caritas est, 29).

Sobre los catequistas y animadores de las comunidades, en particular, conviene recordar la exigencia de que acompañen la transmisión de la recta doctrina con el testimonio personal, con el firme compromiso de vivir según los mandatos del Señor y con la experiencia viva de ser miembros fieles y activos de la Iglesia. En efecto, este ejemplo de vida es necesario para que su instrucción no se quede en una mera transmisión de conocimientos teóricos sobre los misterios de Dios, sino que conduzca a adoptar un modo de vida cristiano. Esto era decisivo ya en la Iglesia antigua, cuando se examinaba al final si los catecúmenos, «han vivido correctamente su catecumenado, si han honrado a las viudas, si han visitado a los enfermos, si han hecho obras buenas» (Traditio Apostolica, 20).

5. Con razón os preocupa un creciente deterioro de la institución familiar, con graves repercusiones tanto en el entramado social como en la vida eclesial. A este respecto, es necesario promover el bien de la familia y defender sus derechos ante las instancias pertinentes, así como desarrollar una atención pastoral que la proteja y ayude de manera directa en sus dificultades. Por ello es de la máxima importancia una adecuada catequesis prematrimonial, así como una cercanía cotidiana que lleve aliento a cada hogar y haga resonar en él aquel saludo de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9). Tampoco se han de olvidar los grupos de matrimonios y familias para ayudarse entre sí a cumplir su alta e indispensable vocación, ni los servicios específicos que alivien situaciones penosas, producidas por el abandono de la convivencia, la precariedad económica o la violencia doméstica, de la que son víctimas sobre todo las mujeres.

6. Al concluir este encuentro, deseo aseguraros mi especial cercanía, junto con mis plegarias al Señor por vuestro ministerio. Os ruego que seáis portadores de mi afecto a vuestros fieles, muy especialmente a los sacerdotes, a las comunidades religiosas y las personas consagradas, así como a los catequistas y a cuantos están comprometidos en la apasionante tarea de llevar y mantener viva la luz de Cristo en esta bendita tierra de Costa Rica.

Pido a la Santísima Virgen María, a la que con tanta devoción invocan los costarricenses bajo la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles, que proteja a sus hijos en esa querida Nación, y los lleve con ternura a conocer y amar cada vez más a su divino Hijo. A ellos y a vosotros, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO INTERNACIONAL PARA CONMEMORAR
EL XX ANIVERSARIO DE LA CARTA APOSTÓLICA
"MULIERIS DIGNITATEM"

Sábado 9 de febrero de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Con verdadero placer os acojo y os saludo a todos vosotros, que participáis en el Congreso internacional sobre el tema: "Mujer y hombre: el humanum en su totalidad", organizado con ocasión del XX aniversario de la publicación de la carta apostólica Mulieris dignitatem. Saludo al señor cardenal Stanislaw Rylko, presidente del Consejo pontificio para los laicos, y le estoy agradecido por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos comunes. Saludo al secretario, monseñor Josef Clemens, a los miembros y a los colaboradores del dicasterio. En particular, saludo a las mujeres, que son la gran mayoría de los presentes, y que han enriquecido con su experiencia y competencia los trabajos del congreso.

El tema sobre el que estáis reflexionando es de gran actualidad: desde la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, el movimiento de valoración de la mujer en los diversos ámbitos de la vida social ha suscitado innumerables reflexiones y debates, y ha visto multiplicarse muchas iniciativas que la Iglesia católica ha seguido y a menudo acompañado con atento interés. La relación hombre-mujer en su respectiva especificidad, reciprocidad y complementariedad constituye sin duda alguna un punto central de la "cuestión antropológica", tan decisiva para la cultura contemporánea y en definitiva para toda cultura. Numerosas son las intervenciones y los documentos pontificios que han abordado la realidad emergente de la cuestión femenina. Me limito a recordar los de mi amado predecesor Juan Pablo II, el cual, en junio de 1995, escribió una Carta a las mujeres, y el 15 de agosto de 1988, hace exactamente veinte años, publicó la carta apostólica Mulieris dignitatem. Este texto sobre la vocación y dignidad de la mujer, de gran riqueza teológica, espiritual y cultural, inspiró a su vez la Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo, de la Congregación para la doctrina de la fe.

En la Mulieris dignitatem, Juan Pablo II profundizó las verdades antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer, la igualdad en dignidad y la unidad de los dos, la diversidad arraigada y profunda entre lo masculino y lo femenino, y su vocación a la reciprocidad y a la complementariedad, a la colaboración y a la comunión (cf. n. 6). Esta unidad-dual del hombre y de la mujer se basa en el fundamento de la dignidad de toda persona, creada a imagen y semejanza de Dios, el cual "varón y mujer los creó" (Gn 1, 27), evitando tanto una uniformidad indistinta y una igualdad estática y empobrecedora, como una diferencia abismal y conflictiva (cf. Juan Pablo II, Carta a las mujeres, 8). Esta unidad dual lleva consigo, inscrita en los cuerpos y en las almas, la relación con el otro, el amor al otro y la comunión interpersonal, que indica "que en la creación del hombre se ha inscrito también una cierta semejanza con la comunión divina" (n. 7). Por tanto, cuando el hombre o la mujer pretenden ser autónomos y totalmente auto-suficientes, corren el riesgo de encerrarse en una autorrealización que considera como conquista de libertad la superación de todo vínculo natural, social o religioso, pero que, de hecho, los reduce a una soledad agobiante. Para favorecer y sostener la promoción real de la mujer y del hombre, no se puede menos de tener en cuenta esta realidad.

Ciertamente, se necesita una renovada investigación antropológica que, basándose en la gran tradición cristiana, incorpore los nuevos progresos de la ciencia y el dato de las actuales sensibilidades culturales, contribuyendo de este modo a profundizar no sólo la identidad femenina, sino también la masculina, también ella a menudo objeto de reflexiones parciales e ideológicas. Ante corrientes culturales y políticas que tratan de eliminar o, al menos, ofuscar y confundir las diferencias sexuales inscritas en la naturaleza humana, considerándolas una construcción cultural, es necesario recordar el designio de Dios, que ha creado el ser humano varón y mujer, con una unidad y al mismo tiempo con una diferencia originaria y complementaria. La naturaleza humana y la dimensión cultural se integran en un proceso amplio y complejo, que constituye la formación de la propia identidad, en la que ambas dimensiones, la femenina y la masculina, se corresponden y se completan.

Al inaugurar los trabajos de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe, en mayo del año pasado en Brasil, recordé que aún persiste una mentalidad machista, que ignora la novedad del cristianismo, el cual reconoce y proclama la igual dignidad y responsabilidad de la mujer con respecto al hombre. Hay lugares y culturas donde la mujer es discriminada o subestimada por el solo hecho de ser mujer, donde se recurre incluso a argumentos religiosos y a presiones familiares, sociales y culturales para sostener la desigualdad de los sexos, donde se perpetran actos de violencia contra la mujer, convirtiéndola en objeto de maltratos y de explotación en la publicidad y en la industria del consumo y de la diversión. Ante fenómenos tan graves y persistentes, es más urgente aún el compromiso de los cristianos de hacerse por doquier promotores de una cultura que reconozca a la mujer, en el derecho y en la realidad de los hechos, la dignidad que le compete.

Dios confía a la mujer y al hombre, según sus peculiaridades propias, una específica vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Pienso aquí en la familia, comunidad de amor abierto a la vida, célula fundamental de la sociedad. En ella la mujer y el hombre, gracias al don de la maternidad y de la paternidad, desempeñan juntos un papel insustituible con respecto a la vida. Desde su concepción, los hijos tienen el derecho de poder contar con el padre y con la madre, que los cuiden y los acompañen en su crecimiento. Por su parte, el Estado debe apoyar con adecuadas políticas sociales todo lo que promueve la estabilidad y la unidad del matrimonio, la dignidad y la responsabilidad de los esposos, su derecho y su tarea insustituible de educadores de los hijos. Además, es necesario que también la mujer tenga la posibilidad de colaborar en la construcción de la sociedad, valorando su típico "genio femenino".

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestra visita y, al mismo tiempo que deseo pleno éxito para los trabajos del congreso, os aseguro un recuerdo en la oración, invocando la intercesión materna de María para que ayude a las mujeres de nuestro tiempo a realizar su vocación y su misión en la comunidad eclesial y civil. Con estos deseos, os imparto a vosotros aquí presentes y a vuestros seres queridos una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA XXIII ASAMBLEA GENERAL DE LA FEDERACIÓN ITALIANA
DE EJERCICIOS ESPIRITUALES

Sábado 9 de febrero de 2008



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros al final de la asamblea nacional de la Federación italiana de ejercicios espirituales (FIES). Saludo al presidente, cardenal Salvatore De Giorgi, y le agradezco las amables palabras con las que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos. Os doy las gracias también por vuestra oración y vuestro canto. Saludo a los obispos delegados de las Conferencias episcopales regionales, a los miembros de la presidencia y del consejo nacional, a los delegados regionales y diocesanos, a los directores de algunas casas de ejercicios espirituales y al grupo de animadores de ejercicios para jóvenes. El tema de vuestra asamblea: "Para una espiritualidad cristiana auténticamente eucarística", lo habéis tomado de la invitación que dirigí a todos los pastores de la Iglesia en la conclusión de la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (cf. n. 94), en la que se han centrado las diversas relaciones y los grupos de estudio. Esta elección temática manifiesta cuánto os preocupa acoger, con espíritu de fe, el magisterio del Papa, para integrarlo en las iniciativas de estudio y traducirlo correctamente en la práctica pastoral. Por la misma razón, en vuestros trabajos habéis tenido presentes las dos encíclicas Deus caritas est y Spe salvi. Gracias por todo este empeño.

El estatuto de la FIES afirma claramente que tiene como fin "dar a conocer y promover de todos los modos posibles y en el respeto de la normativa canónica los ejercicios espirituales, entendidos como una experiencia fuerte de Dios en un clima de escucha de la palabra de Dios, en orden a una conversión y entrega cada vez más total a Cristo y a la Iglesia" (art. 2). Para ello, "reúne con libre adhesión a cuantos, en Italia, se ocupan de ejercicios espirituales en el contexto de la pastoral de los tiempos del Espíritu" (ib.). Por tanto, vuestra Federación quiere incrementar la espiritualidad como fundamento y alma de toda la pastoral. Ha nacido y crecido atesorando las exhortaciones sobre la necesidad de la oración y sobre el primado de la vida espiritual, dirigidas insistentemente por mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II. Siguiendo sus pasos, también yo, en la encíclica Deus caritas est, quise "reafirmar la importancia de la oración ante el activismo y el secularismo de muchos cristianos comprometidos en el servicio caritativo" (n. 37), y en la Spe salvi puse la oración en el primer puesto entre "los lugares de aprendizaje y de ejercicio de la esperanza" (nn. 32-34). En efecto, la insistencia en la necesidad de la oración es siempre actual y urgente.

En Italia, aunque crecen y se difunden providencialmente múltiples iniciativas de espiritualidad, sobre todo entre los jóvenes, parece que disminuye el número de quienes participan en verdaderas tandas de ejercicios espirituales, y esto se verificaría también entre los sacerdotes y los miembros de institutos de vida consagrada. Por tanto, vale la pena recordar que los "ejercicios" son una experiencia del espíritu con características propias y específicas, bien resumidas en una definición vuestra, que me complace citar: "Una fuerte experiencia de Dios, suscitada por la escucha de su Palabra, comprendida y acogida en la propia vida, bajo la acción del Espíritu Santo, la cual, en un clima de silencio, de oración y con la mediación de un guía espiritual, capacita para el discernimiento en orden a la purificación del corazón, a la conversión de vida y al seguimiento de Cristo, para el cumplimiento de la propia misión en la Iglesia y en el mundo". Junto a otras formas de retiro espiritual, por lo demás loables, es bueno que no falte la participación en los ejercicios espirituales, caracterizados por el clima de silencio completo y profundo que favorece el encuentro personal y comunitario con Dios y la contemplación del rostro de Cristo. Jamás se insistirá suficientemente en esta exigencia, que mis predecesores y yo mismo hemos recordado muchas veces.

En una época en la que la influencia de la secularización es cada vez más fuerte y, por otra parte, se nota una necesidad generalizada de encontrar a Dios, no debe faltar la posibilidad de ofrecer espacios de intensa escucha de su Palabra en el silencio y en la oración. Lugares privilegiados para dicha experiencia espiritual son especialmente las casas de ejercicios espirituales a las que, con este fin, hay que sostener materialmente y dotar de personal adecuado. Animo a los pastores de las diversas comunidades a preocuparse de que no falten en las casas de ejercicios responsables y agentes bien formados, guías, animadores y animadoras disponibles y preparados, dotados de las cualidades doctrinales y espirituales que hagan de ellos verdaderos maestros del espíritu, expertos y apasionados de la palabra de Dios y fieles al magisterio de la Iglesia. Una buena tanda de ejercicios espirituales contribuye a renovar en quien participa la alegría y el gusto por la liturgia, en particular por la celebración digna de las Horas y, sobre todo, de la Eucaristía; ayuda a redescubrir la importancia del sacramento de la Penitencia, meta del camino de conversión y don de reconciliación, así como el valor y el significado de la adoración eucarística. Durante los ejercicios es posible recuperar con fruto también el sentido pleno y auténtico del santo rosario y de la práctica piadosa del vía crucis.

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco el valioso servicio que prestáis a la Iglesia y el empeño que ponéis para que la "red" de ejercicios espirituales en Italia sea cada vez más vasta y cualificada. Por mi parte, os aseguro un recuerdo en el Señor a la vez que, invocando la intercesión de María santísima, os imparto a todos vosotros y a vuestros colaboradores la bendición apostólica.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES

Sábado 16 de febrero de 2008



Queridos hermanos:

Al final de estos días de ejercicios espirituales, le doy las gracias de todo corazón a usted, eminencia, por su guía espiritual, ofrecida con tanta competencia teológica y con tanta profundidad espiritual. Desde mi perspectiva visual, he tenido siempre ante mis ojos la imagen de Jesús de rodillas delante de san Pedro, lavándole los pies. A través de sus meditaciones, esta imagen me ha hablado. He visto que precisamente aquí, en este comportamiento, en este acto de suma humildad, se realiza el nuevo sacerdocio de Jesús. Y se realiza precisamente en el acto de solidaridad con nosotros, con nuestras debilidades, con nuestro sufrimiento, con nuestras pruebas, hasta la muerte. Así, he visto con ojos nuevos también la vestidura roja de Jesús, que nos habla de su sangre. Usted, señor cardenal, nos ha enseñado que la sangre de Jesús, a causa de su oración, estaba "oxigenada" por el Espíritu Santo. Y así ha llegado a ser fuerza de resurrección y fuente de vida para nosotros.

Pero no podía dejar de meditar también en la figura de san Pedro con el dedo sobre la frente. Es el momento en el que pide al Señor que no sólo le lave los pies, sino también la cabeza y las manos. Me parece que expresa —más allá de aquel momento— la dificultad de san Pedro y de todos los discípulos del Señor para comprender la sorprendente novedad del sacerdocio de Jesús, de este sacerdocio que es precisamente humillación, solidaridad con nosotros, y así nos abre el acceso al verdadero santuario, el cuerpo resucitado de Jesús.

Durante todo el tiempo de su discipulado y —me parece— hasta su propia crucifixión, san Pedro debió escuchar constantemente a Jesús, para entrar más profundamente en el misterio de su sacerdocio, del sacerdocio de Cristo transmitido a los Apóstoles y a sus sucesores.

En este sentido, la figura de san Pedro me parece como la figura de todos nosotros durante estos días. Usted, eminencia, nos ha ayudado a escuchar la voz del Señor, a aprender así de nuevo lo que es el sacerdocio suyo y nuestro. Nos ha ayudado a entrar en la participación del sacerdocio de Cristo, y así a recibir también el corazón nuevo, el corazón de Jesús, como centro del misterio de la nueva alianza.

Gracias por todo esto, eminencia. Sus palabras y sus meditaciones nos acompañarán durante este tiempo de Cuaresma en nuestro camino hacia la Pascua del Señor. En este sentido, os deseo a todos vosotros, queridos hermanos, una buena Cuaresma, espiritualmente fecunda, para que podamos realmente llegar a la Pascua con una participación cada vez más profunda en el sacerdocio de nuestro Señor.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CONSEJO EJECUTIVO DE LAS UNIONES INTERNACIONALES
DE SUPERIORES Y SUPERIORAS GENERALES

Lunes 18 de febrero de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Al final de esta mañana de reflexión común sobre algunos aspectos particularmente actuales e importantes de la vida consagrada en nuestro tiempo, quiero ante todo dar gracias al Señor porque nos ha ofrecido la posibilidad de este encuentro sumamente provechoso para todos. Hemos podido analizar juntos las potencialidades y las expectativas, las esperanzas y las dificultades que encuentran hoy los institutos de vida consagrada.

He escuchado con gran atención e interés vuestros testimonios, vuestras experiencias, y he tomado nota de vuestras peticiones. Todos constatamos que en la sociedad moderna globalizada resulta cada vez más difícil anunciar y testimoniar el Evangelio. Si esto vale para todos los bautizados, con mayor razón es verdad para las personas que Jesús llama a su seguimiento de manera más radical a través de la consagración religiosa. Por desgracia, el proceso de secularización que avanza en la cultura contemporánea afecta también a las comunidades religiosas.

Sin embargo no hay que desalentarse porque, como se ha recordado oportunamente, aunque no pocas nubes se ciernen sobre el horizonte de la vida religiosa, también van surgiendo, más aún, aumentan constantemente las señales de un despertar providencial que suscita motivos de esperanza consoladora. El Espíritu Santo sopla con fuerza por doquier en la Iglesia, suscitando un nuevo compromiso de fidelidad en los institutos históricos, junto a formas nuevas de consagración religiosa en consonancia con las exigencias de los tiempos.

Hoy, como en todas las épocas, no faltan almas generosas dispuestas a dejarlo todo y a todos para abrazar a Cristo y su Evangelio, consagrando a su servicio su existencia dentro de comunidades impregnadas de entusiasmo, generosidad y alegría. Lo que caracteriza a estas nuevas experiencias de vida consagrada es el deseo común, compartido con pronta adhesión, de pobreza evangélica practicada radicalmente, de amor fiel a la Iglesia, de dedicación generosa al prójimo necesitado, prestando atención especial a las pobrezas espirituales más generalizadas en la época contemporánea.

Al igual que mis venerados predecesores, en varias ocasiones yo también he reafirmado que los hombres de hoy experimentan una fuerte atracción religiosa y espiritual, pero sólo están dispuestos a escuchar y a seguir a quienes testimonian con coherencia su adhesión a Cristo. Y es interesante constatar que tienen abundantes vocaciones precisamente aquellos institutos que han conservado o han escogido un estilo de vida con frecuencia muy austero y fiel al Evangelio vivido "sine glossa".

Pienso en tantas comunidades de fieles y en las nuevas experiencias de vida consagrada que vosotros conocéis muy bien; pienso en el trabajo misionero de numerosos grupos y movimientos eclesiales, de los que surgen muchas vocaciones sacerdotales y religiosas; pienso en las muchachas y en los jóvenes que lo dejan todo para entrar en monasterios y conventos de clausura. Es verdad —lo podemos decir con alegría—: también hoy el Señor sigue mandando obreros a su viña y enriqueciendo a su pueblo con muchas y santas vocaciones. Le damos las gracias por esto y le pedimos que al entusiasmo de las decisiones iniciales —muchos jóvenes emprenden la senda de la perfección evangélica y entran en nuevas formas de vida consagrada tras conmovedoras conversiones— le siga el compromiso de la perseverancia en un auténtico camino de perfección ascética y espiritual, en un camino de verdadera santidad.

Por lo que se refiere a las Órdenes y congregaciones con una larga tradición en la Iglesia, como habéis subrayado, se constata que a lo largo de los últimos decenios casi todas —tanto las masculinas como las femeninas— han atravesado una difícil crisis, debida al envejecimiento de sus miembros, a una disminución más o menos acentuada de las vocaciones, y a veces incluso a un "cansancio" espiritual y carismático.

Esta crisis, en ciertos casos, ha sido incluso preocupante. Sin embargo, junto a situaciones difíciles, que conviene mirar con valentía y verdad, se dan también signos de recuperación positiva, sobre todo cuando las comunidades deciden volver a sus orígenes para vivir en mayor consonancia con el espíritu del fundador. En casi todos los recientes capítulos generales de los institutos religiosos, el tema recurrente ha sido precisamente el redescubrimiento del carisma fundacional para encarnarlo y actuarlo de forma nueva en el tiempo presente. Redescubrir el espíritu de los orígenes, profundizar en el conocimiento del fundador o de la fundadora, ha ayudado a dar a los institutos un nuevo y prometedor impulso ascético, apostólico y misionero. De este modo se han revitalizado obras y actividades de siglos; y hay nuevas iniciativas de auténtica actuación del carisma de los fundadores. Es necesario seguir avanzando por este camino, orando al Señor para que lleve a pleno cumplimiento la obra que él mismo ha comenzado.

Al entrar en el tercer milenio, mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II invitó a toda la comunidad eclesial a "recomenzar desde Cristo" (cf. carta apostólica Novo millennio ineunte, 29 ss). ¡Sí! También los institutos de vida consagrada, si quieren mantener o recobrar su vitalidad y eficacia apostólica, tienen que "recomenzar desde Cristo" continuamente. Él es la roca firme sobre la que debéis construir vuestras comunidades y cada uno de vuestros proyectos de renovación comunitaria y apostólica.

Queridos hermanos y hermanas, gracias de corazón por la atención que prestáis al cumplimiento de vuestro comprometedor servicio de guía de vuestras familias religiosas. El Papa está junto a vosotros, os alienta y asegura a cada una de vuestras comunidades un recuerdo diario en la oración.

Al terminar este encuentro, quiero saludar con afecto una vez más al cardenal secretario de Estado y al cardenal Franc Rodé, así como a cada uno de vosotros. Asimismo, os pido que saludéis a todos vuestros hermanos y hermanas en religión, en particular a los ancianos que han servido durante mucho tiempo a vuestros institutos, a los enfermos que contribuyen a la obra de redención con sus sufrimientos, a los jóvenes que son la esperanza de vuestras diferentes familias religiosas y de la Iglesia. A todos os encomiendo a la maternal protección de María, modelo excelso de vida consagrada, a la vez que os bendigo cordialmente.


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Al nuovo Ambasciatore della Repubblica di Serbia presso la Santa Sede (21 febbraio 2008)

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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 35ª CONGREGACIÓN GENERAL
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

Jueves 21 de febrero de 2008



Queridos padres de la Congregación general de la Compañía de Jesús:

Me alegra recibiros hoy, mientras vuestros importantes trabajos están entrando en su fase conclusiva. Doy las gracias al nuevo prepósito general, el padre Adolfo Nicolás, por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos y de vuestro compromiso de responder a las expectativas que la Iglesia tiene en vosotros. De ellas os hablé en el mensaje que dirigí al reverendo padre Kolvenbach y, por medio de él, a toda vuestra Congregación, al inicio de vuestros trabajos. Doy una más vez más las gracias al padre Peter-Hans Kolvenbach por el valioso servicio de gobierno que ha prestado a vuestra Orden durante casi un cuarto de siglo. Saludo también a los miembros del nuevo consejo general y a los asistentes que ayudarán al prepósito en su delicadísima tarea de guía religioso y apostólico de toda vuestra Compañía.

Vuestra Congregación tiene lugar en un período de profundos cambios sociales, económicos y políticos; de urgentes problemas éticos, culturales y medioambientales, y de conflictos de todo tipo; pero también de comunicaciones más intensas entre los pueblos, de nuevas posibilidades de conocimiento y diálogo, de hondas aspiraciones a la paz. Se trata de situaciones que constituyen un reto importante para la Iglesia católica y para su capacidad de anunciar a nuestros contemporáneos la Palabra de esperanza y de salvación.

Por eso, deseo vivamente que toda la Compañía de Jesús, gracias a los logros de vuestra Congregación, viva con impulso y fervor renovados la misión para la que el Espíritu la suscitó en la Iglesia y la ha conservado durante más de cuatro siglos y medio con extraordinaria fecundidad de frutos apostólicos. Hoy deseo animaros a vosotros y a vuestros hermanos a proseguir por el camino de esa misión, con plena fidelidad a vuestro carisma originario, en el contexto eclesial y social característico de este inicio de milenio.

Como os han dicho en varias ocasiones mis antecesores, la Iglesia os necesita, cuenta con vosotros y sigue confiando en vosotros, de modo especial para llegar a los lugares físicos y espirituales a los que otros no llegan o les resulta difícil hacerlo. Han quedado grabadas en vuestro corazón las palabras de Pablo VI: «Dondequiera que en la Iglesia, incluso en los campos más difíciles y de primera línea, en las encrucijadas ideológicas, en las trincheras sociales, ha habido o hay conflicto entre las exigencias urgentes del hombre y el mensaje cristiano, allí han estado y están los jesuitas» (Discurso a la XXXII Congregación general, 3 de diciembre de 1974, II: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 diciembre de 1974, p. 9).

Como reza la Fórmula de vuestro instituto, la Compañía de Jesús está constituida ante todo «para la defensa y la propagación de la fe». En una época en la que se abrían nuevos horizontes geográficos, los primeros compañeros de san Ignacio se pusieron a disposición del Papa precisamente para que «los emplease en lo que juzgase ser de mayor gloria de Dios y utilidad de las almas» (Autobiografía, n. 85). Así fueron enviados a anunciar al Señor a pueblos y culturas que no lo conocían aún. Y lo hicieron con una valentía y un celo que siguen sirviendo de ejemplo e inspiración hasta nuestros días: el nombre de san Francisco Javier es el más famoso de todos, pero ¡cuántos otros se podrían citar!

Hoy los nuevos pueblos que no conocen al Señor —o que lo conocen mal, hasta el punto de que no saben reconocerlo como el Salvador—, más que geográficamente, están alejados desde un punto de vista cultural. No son los mares o las grandes distancias los obstáculos que afrontan hoy los heraldos del Evangelio, sino las fronteras que, debido a una visión errónea o superficial de Dios y del hombre, se interponen entre la fe y el saber humano, entre la fe y la ciencia moderna, entre la fe y el compromiso por la justicia.

Por eso, la Iglesia necesita con urgencia personas de fe sólida y profunda, de cultura seria y de auténtica sensibilidad humana y social; necesita religiosos y sacerdotes que dediquen su vida precisamente a permanecer en esas fronteras para testimoniar y ayudar a comprender que en ellas existe, en cambio, una armonía profunda entre fe y razón, entre espíritu evangélico, sed de justicia y trabajo por la paz. Sólo así será posible dar a conocer el verdadero rostro del Señor a tantos hombres para los que hoy permanece oculto o irreconocible. Por tanto, a ello debe dedicarse preferentemente la Compañía de Jesús. Fiel a su mejor tradición, debe seguir formando con gran esmero a sus miembros en la ciencia y en la virtud, sin contentarse con la mediocridad, pues la tarea de la confrontación y el diálogo con los contextos sociales y culturales muy diversos y las diferentes mentalidades del mundo actual es una de las más difíciles y arduas. Y esta búsqueda de la calidad y de la solidez humana, espiritual y cultural, debe caracterizar también a toda la múltiple actividad formativa y educativa de los jesuitas en favor de los más diversos tipos de personas, dondequiera que se encuentren.

A lo largo de su historia, la Compañía de Jesús ha vivido experiencias extraordinarias de anuncio y de encuentro entre el Evangelio y las culturas del mundo: basta pensar en Matteo Ricci en China, en Roberto De Nobili en la India o en las "Reducciones" de América Latina. Y de ellas estáis justamente orgullosos. Hoy siento el deber de exhortaros a seguir de nuevo las huellas de vuestros antecesores con la misma valentía e inteligencia, pero también con la misma profunda motivación de fe y pasión por servir al Señor y a su Iglesia.

Sin embargo, mientras tratáis de reconocer los signos de la presencia y de la obra de Dios en todos los lugares del mundo, incluso más allá de los confines de la Iglesia visible; mientras os esforzáis por construir puentes de comprensión y de diálogo con quienes no pertenecen a la Iglesia o encuentran dificultades para aceptar sus posiciones y mensajes, debéis al mismo tiempo haceros lealmente cargo del deber fundamental de la Iglesia de mantenerse fiel a su mandato de adherirse totalmente a la palabra de Dios, así como de la tarea del Magisterio de conservar la verdad y la unidad de la doctrina católica en su integridad. Ello no sólo vale para el compromiso personal de cada jesuita, pues, dado que trabajáis como miembros de un cuerpo apostólico, debéis también velar para que vuestras obras e instituciones conserven siempre una identidad clara y explícita, para que el fin de vuestra actividad apostólica no resulte ambiguo u oscuro, y para que muchas otras personas puedan compartir vuestros ideales y unirse a vosotros con eficiencia y entusiasmo, colaborando en vuestro compromiso al servicio de Dios y del hombre.

Como bien sabéis por haber realizado muchas veces, bajo la guía de san Ignacio en sus Ejercicios espirituales, la meditación «de las dos banderas», nuestro mundo es teatro de una batalla entre el bien y el mal, y en él actúan poderosas fuerzas negativas que causan las dramáticas situaciones de esclavitud espiritual y material de nuestros contemporáneos contra las que habéis declarado varias veces que queréis luchar, comprometiéndoos al servicio de la fe y de la promoción de la justicia. Esas fuerzas se manifiestan hoy de muchas maneras, pero con especial evidencia mediante tendencias culturales que a menudo resultan dominantes, como el subjetivismo, el relativismo, el hedonismo y el materialismo práctico.

Por eso he solicitado vuestro compromiso renovado de promover y defender la doctrina católica «en particular sobre puntos neurálgicos hoy fuertemente atacados por la cultura secular», algunos de los cuales los ejemplifiqué en mi Carta. Es preciso profundizar e iluminar los temas —hoy continuamente debatidos y puestos en tela de juicio— de la salvación de todos los hombres en Cristo, de la moral sexual, del matrimonio y de la familia, en el contexto de la realidad contemporánea, pero conservando la sintonía con el Magisterio necesaria para que no se provoque confusión y desconcierto en el pueblo de Dios.

Sé y comprendo bien que se trata de un punto particularmente sensible y arduo para vosotros y para varios de vuestros hermanos, sobre todo para los que se dedican a la investigación teológica, al diálogo interreligioso y al diálogo con las culturas contemporáneas. Precisamente por ello os invité y también hoy os invito a reflexionar para recuperar el sentido más pleno de vuestro característico "cuarto voto" de obediencia al Sucesor de Pedro, que no implica sólo disposición a ser enviados a misiones en tierras lejanas, sino también —según el más genuino espíritu ignaciano de "sentir con la Iglesia y en la Iglesia"— a "amar y servir" al Vicario de Cristo en la tierra con la devoción "efectiva y afectiva" que debe convertiros en valiosos e insustituibles colaboradores suyos en su servicio a la Iglesia universal.

Al mismo tiempo, os animo a proseguir y renovar vuestra misión entre los pobres y con los pobres. No faltan, por desgracia, nuevas causas de pobreza y de marginación en un mundo marcado por graves desequilibrios económicos y medioambientales; por procesos de globalización regidos por el egoísmo más que por la solidaridad; por conflictos armados devastadores y absurdos. Como reafirmé a los obispos latinoamericanos reunidos en el santuario de Aparecida, «la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9)».

Por eso, resulta natural que quien quiera ser de verdad compañero de Jesús comparta realmente su amor a los pobres. Nuestra opción por los pobres no es ideológica, sino que nace del Evangelio. Son innumerables y dramáticas las situaciones de injusticia y pobreza en el mundo actual, y si es necesario esforzarse por comprender y combatir sus causas estructurales, también es preciso bajar al corazón mismo del hombre para luchar en él contra las raíces profundas del mal, contra el pecado que lo separa de Dios, sin dejar de responder a las necesidades más apremiantes con el espíritu de la caridad de Cristo.

Retomando y desarrollando una de las últimas intuiciones clarividentes del padre Arrupe, vuestra Compañía sigue trabajando meritoriamente al servicio de los refugiados, que a menudo son los más pobres de los pobres y que no sólo necesitan ayuda material, sino también la cercanía espiritual, humana y psicológica más profunda, que es más propia de vuestro servicio.

Os invito, por último, a prestar especial atención al ministerio de los Ejercicios espirituales, característico de vuestra Compañía desde sus mismos orígenes. Los Ejercicios son la fuente de vuestra espiritualidad y la matriz de vuestras Constituciones, pero también son un don que el Espíritu del Señor ha hecho a la Iglesia entera. Por eso, tenéis que seguir haciendo de él un instrumento valioso y eficaz para el crecimiento espiritual de las almas, para su iniciación en la oración y en la meditación en este mundo secularizado del que Dios parece ausente.

Precisamente la semana pasada yo también, junto con mis más estrechos colaboradores de la Curia romana, hice los Ejercicios espirituales, dirigidos por un ilustre hermano vuestro, el cardenal Albert Vanhoye. En un tiempo como el actual, en el que la confusión y multiplicidad de los mensajes, y la rapidez de cambios y situaciones, dificultan de especial manera a nuestros contemporáneos la labor de poner orden en su vida y de responder con determinación y alegría a la llamada que el Señor nos dirige a cada uno, los Ejercicios espirituales constituyen un camino y un método particularmente valioso para buscar y encontrar a Dios en nosotros, en nuestro entorno y en todas las cosas, con el fin de conocer su voluntad y de ponerla en práctica.

Con este espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, a Jesucristo, que se convierte también en obediencia humilde a la Iglesia, os invito a proseguir y a llevar a buen fin los trabajos de vuestra Congregación, y me uno a vosotros en la oración que san Ignacio nos enseñó al final de los Ejercicios, una oración que siempre me parece demasiado elevada, hasta el punto de que casi no me atrevo a rezarla, y que, sin embargo, siempre deberíamos repetir: «Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed de todo a vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta» (Ejercicios espirituales, 234).


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS SOCIOS DEL CÍRCULO DE SAN PEDRO

Sala de los Papas
Viernes 22 de febrero de 2008



Queridos socios del Círculo de San Pedro:

También este año, con ocasión de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, tengo el placer de encontrarme con vosotros: gracias por vuestra visita. O saludo a todos cordialmente y extiendo mi saludo a vuestros familiares, a vuestros seres queridos y a cuantos cooperan con vosotros en las diversas actividades que lleváis a cabo. Saludo a vuestro consiliario, monseñor Franco Camaldo, y a vuestro presidente general, duque Leopoldo Torlonia, a quien agradezco las palabras con las que ha interpretado los sentimientos de todos los presentes. También me ha ilustrado brevemente lo que hace vuestra bien conocida y benemérita asociación.

¿Quién no conoce el Círculo de San Pedro? Vuestra asociación tiene orígenes antiguos, y siempre se ha distinguido por su fidelidad incondicional a la Iglesia y a su Pastor universal, el Romano Pontífice. El servicio que presta el Círculo constituye, en sus diversas articulaciones, un apostolado muy apreciado, y da un testimonio constante del amor que sentís por la Iglesia y, en particular, por la Santa Sede. Pienso en vuestra presencia en la basílica vaticana y en el servicio de orden que desempeñáis durante las celebraciones que presido; pienso en vuestros encuentros formativos y espirituales, que tienden a suscitar en vosotros una constante aspiración a la santidad; pienso en las actividades de asistencia y caridad que sostenéis con generosidad.

Gracias por vuestra colaboración y por las numerosas iniciativas que promovéis con espíritu evangélico y sentido eclesial. Casi podríamos decir que cuanto hacéis, en cierto sentido, lo hacéis en el nombre mismo del Papa. Por ejemplo, en su nombre os esforzáis por salir al encuentro, en la medida de lo posible, de las necesidades de los numerosos pobres que viven en la ciudad de Roma, cuyo Obispo es el Sucesor de Pedro. Así, queréis ser sus brazos y su corazón, que llegan, también a través de vosotros, a quienes se encuentran en condiciones precarias. Sé que, durante estos últimos años, habéis redoblado vuestros esfuerzos para responder, con iniciativas caritativas generosas y valientes, a las exigencias de esas personas en dificultades.

Os agradezco vuestra colaboración. Trabajando con admirable celo apostólico, dais un testimonio evangélico silencioso pero elocuente. Respondiendo al mandato de Cristo, os esforzáis por reconocer y servir en toda persona a Jesús mismo, que en el Evangelio nos asegura: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). El Señor nos llama a traducir la fe y el amor que sentimos por él en gestos diarios de atención a las personas que encontramos, especialmente aquellas que atraviesan momentos de prueba, para que en el rostro de toda persona, sobre todo en el de los necesitados, brille el rostro de Cristo.

En la encíclica Spe salvi escribí que «aceptar al otro que sufre significa asumir de alguna manera su sufrimiento, de modo que llegue a ser también mío. Pero precisamente porque ahora se ha convertido en sufrimiento compartido, en el cual se da la presencia de otro, este sufrimiento queda iluminado por la luz del amor» (n. 38). De este modo, se llega a ser mensajeros y testigos del evangelio de la caridad, llevando a cabo una auténtica y extensa obra de evangelización

Queridos amigos, hay otro motivo para daros las gracias: también hoy, como todos los años, habéis venido a entregarme el óbolo de San Pedro, que vosotros mismos os habéis encargado de recoger aquí, en Roma. El óbolo representa una ayuda concreta ofrecida al Papa para que pueda responder a las numerosísimas peticiones que le llegan de todas las partes del mundo, especialmente de los países más pobres. Gracias, pues, por vuestro servicio, que prestáis con tanta generosidad y con espíritu de sacrificio.

La Virgen santísima, a quien durante este tiempo cuaresmal contemplamos asociada a la pasión de Cristo, suscite y sostenga en vosotros todo propósito y proyecto de bien. Por mi parte, os aseguro un recuerdo especial en la oración, a la vez que con afecto os imparto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a vuestras familias y a vuestros seres queridos.


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