2008

Ultimo Aggiornamento: 29/06/2013 20:43
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL DEDICAR UN PATIO DE LA BASÍLICA VATICANA
A SAN GREGORIO EL ILUMINADOR

Viernes 22 de febrero de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Dirijo mi cordial saludo a todos los presentes. En primer lugar, saludo al cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la basílica de San Pedro, y al cardenal Giovanni Lajolo, presidente de la Gobernación. Saludo, asimismo, al patriarca Nerses Bedros XIX, a quien agradezco las amables palabras con las que ha interpretado los sentimientos comunes. Extiendo mi saludo a los arzobispos, obispos y personalidades religiosas de toda la Iglesia armenia católica. Saludo, además, a las personalidades políticas, a las delegaciones y a cuantos han querido participar en esta significativa ceremonia, durante la cual bendeciré la placa toponomástica de este patio. Aprovecho de buen grado la ocasión para abrazar con amor fraterno a la Iglesia apostólica armenia, así como a la nación armenia y a todos los armenios esparcidos por el mundo.

Esta es sin duda una circunstancia providencial, que nos brinda la oportunidad de encontrarnos aquí, junto a la tumba del apóstol san Pedro, para recordar a otro gran santo, al que en este momento se dedica el así llamado cortilone. Me complace recordar que mi venerado predecesor Juan Pablo II, pocos meses antes de su muerte, bendijo la estatua de san Gregorio el Iluminador, colocada precisamente aquí. Este gran santo, hace más de diecisiete siglos, hizo de los armenios un pueblo cristiano, más aún, el primer pueblo que fue oficialmente cristiano. La conversión de los armenios fue un acontecimiento que marcó de modo profundo la identidad armenia, no sólo a nivel personal, sino también nacional.

El término "Iluminador", con el que se denomina a este santo, tan apreciado por vosotros, pone de relieve la doble función que san Gregorio tuvo en la historia de la conversión armenia. En efecto, "iluminación" es un término que se usa en el lenguaje cristiano para indicar el paso de las tinieblas a la luz de Cristo. Y, en verdad, Cristo es el gran iluminador que irradia su luz sobre toda la existencia de quien lo acoge y lo sigue fielmente.

Ahora bien, san Gregorio fue llamado el iluminador precisamente porque en él se reflejaba de modo extraordinario el rostro del Salvador. La palabra "iluminación" reviste también un ulterior significado en la acepción armenia; indica la luz que deriva de la difusión de la cultura a través de la enseñanza. Y esto nos hace pensar inmediatamente en los monjes maestros que, siguiendo los pasos de san Gregorio, continuaron su predicación, propagando de ese modo la luz de la verdad evangélica, que revela al hombre la verdad de su mismo ser y desarrolla sus ricas potencialidades culturales y espirituales.

Queridos hermanos y hermanas, gracias una vez más por haber participado en este encuentro. Al inaugurar el "Patio de san Gregorio el Iluminador", oremos para que el pueblo armenio, por intercesión de este ilustre y benemérito hijo suyo, siga caminando por las sendas de la fe, dejándose guiar, como ha hecho a lo largo de los siglos, por Cristo y por su Evangelio, que ha marcado de modo indeleble su cultura. Con este deseo, que encomiendo a la intercesión de la Virgen María, imparto a todos mi bendición.


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[Modificato da Paparatzifan 15/06/2013 21:33]
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA DIÓCESIS DE ROMA CON MOTIVO DE LA ENTREGA
DE SU CARTA SOBRE LA TAREA URGENTE DE LA EDUCACIÓN

Plaza de San Pedro
Sábado 23 de febrero de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Os agradezco que hayáis aceptado, en gran número, la invitación a esta audiencia especial, durante la cual recibiréis de mis manos la carta que dirigí a la diócesis y a la ciudad de Roma sobre la tarea urgente de la educación. Os saludo con afecto a cada uno de vosotros: sacerdotes, religiosos y religiosas, padres de familia, profesores, catequistas y demás educadores, niños, adolescentes y jóvenes, así como a los que siguen la audiencia a través de la televisión. Saludo y doy las gracias, en particular, al cardenal vicario y a todos los que han tomado la palabra en representación de las diversas clases de personas implicadas en el gran desafío educativo.

En efecto, estamos reunidos aquí porque nos mueve una solicitud común por el bien de las nuevas generaciones, por el crecimiento y por el futuro de los hijos que el Señor ha dado a esta ciudad. Nos mueve también una preocupación, es decir, la percepción de lo que hemos llamado "una gran emergencia educativa". Educar nunca ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil; por eso, muchos padres de familia y profesores se sienten tentados de renunciar a la tarea que les corresponde, y ya ni siquiera logran comprender cuál es de verdad la misión que se les ha confiado.

En efecto, demasiadas incertidumbres y dudas reinan en nuestra sociedad y en nuestra cultura; los medios de comunicación social transmiten demasiadas imágenes distorsionadas. Así, resulta difícil proponer a las nuevas generaciones algo válido y cierto, reglas de conducta y objetivos por los cuales valga la pena gastar la propia vida. Pero hoy estamos aquí también y sobre todo porque nos sentimos sostenidos por una gran esperanza y una fuerte confianza, es decir, por la certeza de que el "sí" claro y definitivo, que Dios en Jesucristo dijo a la familia humana (cf. 2 Co 1, 19-20), vale también hoy para nuestros muchachos y jóvenes, vale para los niños que hoy se asoman a la vida. Por eso, también en nuestro tiempo educar en el bien es posible, es una pasión que debemos llevar en el corazón, es una empresa común a la que cada uno está llamado a dar su contribución.

Estamos aquí, en concreto, porque queremos responder al interrogante educativo que hoy perciben dentro de sí los padres, preocupados por el futuro de sus hijos; los profesores, que viven desde dentro la crisis de la escuela; los sacerdotes y los catequistas, que saben por experiencia cuán difícil es educar en la fe; los mismos muchachos, adolescentes y jóvenes, que no quieren que los dejen solos ante los desafíos de la vida. Esta es la razón por la que os escribí, queridos hermanos y hermanas, la carta que estoy a punto de entregaros. En ella podéis encontrar algunas indicaciones, sencillas y concretas, sobre los aspectos fundamentales y comunes de la obra educativa.

Hoy me dirijo a cada uno de vosotros para ofreceros mi afectuoso aliento a asumir con alegría la responsabilidad que el Señor os encomienda, para que la gran herencia de fe y de cultura, que es la riqueza más verdadera de nuestra amada ciudad, no se pierda en el paso de una generación a otra, sino que, por el contrario, se renueve, se robustezca, y sea una guía y un estímulo en nuestro camino hacia el futuro.

Con este espíritu me dirijo a vosotros, queridos padres de familia, ante todo para pediros que permanezcáis siempre firmes en vuestro amor recíproco: este es el primer gran don que necesitan vuestros hijos para crecer serenos, para ganar confianza en sí mismos y confianza en la vida, y para aprender ellos a ser a su vez capaces de amor auténtico y generoso. Además, el bien que queréis para vuestros hijos debe daros el estilo y la valentía del verdadero educador, con un testimonio coherente de vida y también con la firmeza necesaria para templar el carácter de las nuevas generaciones, ayudándoles a distinguir con claridad entre el bien y el mal y a construir a su vez sólidas reglas de vida, que las sostengan en las pruebas futuras. Así enriqueceréis a vuestros hijos con la herencia más valiosa y duradera, que consiste en el ejemplo de una fe vivida diariamente.

Con el mismo espíritu os pido a vosotros, profesores de los diversos niveles escolares, que tengáis un concepto elevado y grande de vuestro importante trabajo, a pesar de las dificultades, las incomprensiones y las desilusiones que experimentáis con demasiada frecuencia. En efecto, enseñar significa ir al encuentro del deseo de conocer y comprender ínsito en el hombre, y que en el niño, en el adolescente y en el joven se manifiesta con toda su fuerza y espontaneidad.

Por tanto, vuestra tarea no puede limitarse a comunicar nociones e informaciones, dejando a un lado el gran interrogante acerca de la verdad, sobre todo de la verdad que puede ser una guía en la vida. En efecto, sois auténticos educadores: a vosotros, en estrecha sintonía con los padres de familia, se ha encomendado el noble arte de la formación de la persona. En particular, cuantos enseñan en las escuelas católicas han de llevar dentro de sí y traducir cada día en actividad el proyecto educativo centrado en el Señor Jesús y en su Evangelio.

Y vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas, animadores y formadores de las parroquias, de los grupos juveniles, de las asociaciones y movimientos eclesiales, de los oratorios, de las actividades deportivas y recreativas, procurad tener siempre, con los muchachos y los jóvenes a los que os acercáis, los mismos sentimientos de Jesucristo (cf. Flp 2, 5). Por consiguiente, sed amigos fiables, en los que puedan palpar la amistad de Jesús hacia ellos; al mismo tiempo, sed testigos sinceros e intrépidos de la verdad que hace libres (cf. Jn 8, 32) e indica a las nuevas generaciones el camino que conduce a la vida.

Pero la educación no es solamente obra de los educadores; es una relación entre personas en la que, con el paso de los años, entran cada vez más en juego la libertad y la responsabilidad de quienes son educados. Por eso, con gran afecto me dirijo a vosotros, niños, adolescentes y jóvenes, para recordaros que vosotros mismos estáis llamados a ser los artífices de vuestro crecimiento moral, cultural y espiritual. En consecuencia, a vosotros os corresponde acoger libremente en el corazón, en la inteligencia y en la vida, el patrimonio de verdad, de bondad y de belleza que se ha formado a lo largo de los siglos y que tiene en Jesucristo su piedra angular. A vosotros os corresponde renovar y desarrollar ulteriormente este patrimonio, liberándolo de las numerosas mentiras y fealdades que a menudo lo hacen irreconocible y provocan en vosotros desconfianza y desilusión.

En cualquier caso, sabed que jamás estáis solos en este arduo camino: además de vuestros padres, profesores, sacerdotes, amigos y formadores, está cerca de vosotros sobre todo el Dios que nos ha creado y que es el huésped secreto de nuestro corazón. Él ilumina desde dentro nuestra inteligencia, orienta hacia el bien nuestra libertad, que con frecuencia percibimos frágil e inconstante; él es la verdadera esperanza y el fundamento sólido de nuestra vida. De él, ante todo, podemos fiarnos.

Por tanto, queridos hermanos y hermanas, en el momento en que os entrego simbólicamente la carta sobre la tarea urgente de la educación, nos encomendamos todos juntos a Aquel que es nuestro verdadero y único Maestro (cf. Mt 23, 8), para comprometernos juntamente con él, con confianza y alegría, en la maravillosa empresa que es la formación y el crecimiento auténtico de las personas. Con estos sentimientos y deseos, imparto a todos mi bendición.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
DE SANTA MARIA LIBERADORA, EN TESTACCIO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL ENCUENTRO CON LOS GRUPOS PARROQUIALES

Domingo 24 de febrero de 2008



Me alegra mucho estar aquí hoy entre vosotros. Por desgracia, no hablo romanesco, pero como católicos todos somos un poco romanos y llevamos a Roma en nuestro corazón; por tanto, comprendemos un poco del dialecto romanesco.

Para mí ha sido muy grato que me hayan hablado en vuestro dialecto, porque se comprende que se trata de palabras que brotan del corazón. También es hermoso y estimulante ver aquí representadas las numerosas actividades que se realizan en esta parroquia, las numerosas realidades que existen en ella: sacerdotes, religiosas de varias congregaciones, catequistas, laicos que colaboran de diversas maneras con la parroquia.

Asimismo, veo que san Juan Bosco está vivo entre vosotros, prosiguiendo su obra; y que la Virgen Liberadora, la que nos hace libres, invita a abrir las puertas a Cristo y a dar la verdadera libertad también a los demás. Esto significa crear la Iglesia y crear también la presencia del reino de Cristo entre nosotros. Gracias por todo esto.

Hoy leímos un pasaje del Evangelio muy actual. La mujer samaritana, de la que se habla, puede parecer una representante del hombre moderno, de la vida moderna. Había tenido cinco maridos y convivía con otro hombre. Usaba ampliamente su libertad y, sin embargo, no era por ello más libre; más aún, quedaba cada vez más vacía. Pero vemos también que en esa mujer había un gran deseo de encontrar la verdadera felicidad, la verdadera alegría. Por eso, siempre estaba inquieta y se alejaba cada vez más de la verdadera felicidad.

Con todo, también esa mujer, que vivía una vida aparentemente tan superficial, incluso lejos de Dios, en el momento en que Cristo le habla, muestra que en lo más íntimo de su corazón conservaba esta pregunta sobre Dios: ¿Quién es Dios? ¿Dónde podemos encontrarlo? ¿Cómo podemos adorarlo? En esta mujer podemos ver muy bien reflejada nuestra vida actual, con todos los problemas que nos afligen; pero también vemos que en lo más íntimo del corazón siempre está la cuestión de Dios, la espera de que él se manifieste de otro modo.

Nuestra actividad es realmente la espera, respondemos a la espera de quienes buscan la luz del Señor, y al dar respuesta a esa espera también nosotros crecemos en la fe y podemos comprender que esta fe es el agua de la que tenemos sed.

En este sentido, quiero animaros a proseguir vuestro compromiso pastoral y misionero, con vuestro dinamismo para ayudar a las personas de hoy a encontrar la verdadera libertad y la verdadera alegría. Todos, como esa mujer del Evangelio, están en camino para ser totalmente libres, para encontrar la plena libertad y para hallar en ella la alegría plena. Con todo, a menudo andan por un camino equivocado. Ojalá que, con la luz del Señor y nuestra cooperación con el Señor, descubran que la verdadera libertad viene del encuentro con la Verdad que es el amor y la alegría.

Hoy me llamaron la atención en particular dos frases. La primera la pronunció el párroco: "Tenemos más futuro que pasado". Esta es la verdad de nuestra Iglesia: siempre tiene más futuro que pasado. Y por eso seguimos adelante con valentía.

La otra frase que me llamó la atención la pronunció en su discurso el representante del consejo pastoral: "La verdadera santidad consiste en estar alegres". La santidad se manifiesta con la alegría. Del encuentro con Cristo nace la alegría. Y este es mi deseo para todos vosotros, que nazca siempre de nuevo esta alegría de conocer a Cristo y con ella un renovado dinamismo al anunciarlo a vuestros hermanos.

Gracias por todo lo que hacéis. ¡Feliz Pascua!

* **

Fuera de la parroquia, ante la multitud de personas que le esperaban

Os saludo de nuevo cordialmente. Me considero muy feliz de estar en este hermoso barrio de Testaccio, que tiene una gran historia y está bajo la protección de María Liberadora. Todos deseamos libertad; pero la Virgen nos dice que la libertad que nos hace libres la hallamos en el encuentro con Cristo, que es quien nos da la vida. La Virgen abrió la puerta a Cristo; así nos abrió a todos la puerta de la verdadera libertad. Ojalá que también nosotros abramos nuestro corazón a Cristo y encontremos la respuesta a nuestra búsqueda de libertad. ¡A todos vosotros una feliz Pascua!


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XIV ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Lunes 25 de febrero de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría os saludo a todos los que participáis en el congreso organizado por la Academia pontificia para la vida sobre el tema: "Junto al enfermo incurable y al moribundo: orientaciones éticas y operativas". El congreso se celebra con ocasión de la XIV asamblea general de la Academia, cuyos miembros también se hallan presentes en esta audiencia. Doy las gracias ante todo al presidente, monseñor Sgreccia, por sus cordiales palabras de saludo; asimismo, expreso mi gratitud a toda la presidencia, al consejo directivo de la Academia pontificia, a todos los colaboradores y a los miembros ordinarios, honorarios y correspondientes. Dirijo un saludo cordial y agradecido a los relatores de este importante congreso, así como a todos los participantes, que proceden de diferentes países del mundo. Queridos hermanos, vuestro generoso compromiso y vuestro testimonio merecen realmente encomio.

La simple consideración de los títulos de las relaciones tenidas durante el congreso permite percibir el amplio panorama de vuestras reflexiones y el interés que revisten para nuestro tiempo, especialmente en el mundo secularizado de hoy. Tratáis de responder a los numerosos problemas planteados cada día por el incesante progreso de las ciencias médicas, cuya actividad cuenta cada vez más con la ayuda de instrumentos tecnológicos de elevado nivel. Frente a todo esto, se plantea para todos, y en especial para la Iglesia, vivificada por el Señor resucitado, el urgente desafío de llevar al amplio horizonte de la vida humana el esplendor de la verdad revelada y el apoyo de la esperanza.

Cuando se apaga una vida en edad avanzada, en la aurora de la existencia terrena o en la plenitud de la edad, por causas imprevistas, no se ha de ver en ello un simple hecho biológico que se agota, o una biografía que se concluye, sino más bien un nuevo nacimiento y una existencia renovada, ofrecida por el Resucitado a quien no se ha opuesto voluntariamente a su amor.

Con la muerte se concluye la experiencia terrena, pero a través de la muerte se abre también, para cada uno de nosotros, más allá del tiempo, la vida plena y definitiva. El Señor de la vida está presente al lado del enfermo como quien vive y da la vida, pues él mismo dijo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10), «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25) y «Yo lo resucitaré el último día» (Jn 6, 54). En ese momento solemne y sagrado, todos los esfuerzos realizados en la esperanza cristiana para mejorarnos a nosotros mismos y mejorar el mundo que se nos ha encomendado, purificados por la Gracia, encuentran su sentido y se enriquecen gracias al amor de Dios Creador y Padre. Cuando, en el momento de la muerte, la relación con Dios se realiza plenamente en el encuentro con «Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida, entonces "vivimos"» (Spe salvi, 27).

Para la comunidad de los creyentes, este encuentro del moribundo con la Fuente de la vida y del amor constituye un don que tiene valor para todos, que enriquece la comunión de todos los fieles. Como tal, debe suscitar el interés y la participación de la comunidad, no sólo de la familia de los parientes próximos, sino, en la medida y en las formas posibles, de toda la comunidad que ha estado unida a la persona que muere. Ningún creyente debería morir en la soledad y en el abandono.

La madre Teresa de Calcuta se esforzaba de modo particular por recoger a los pobres y a los abandonados, para que al menos en el momento de la muerte pudieran experimentar, en el abrazo de las hermanas y de los hermanos, el calor del Padre.

Pero la comunidad cristiana, con sus vínculos particulares de comunión sobrenatural, no es la única que está comprometida en acompañar y celebrar en sus miembros el misterio del dolor y de la muerte y el alba de la nueva vida. En realidad, toda la sociedad, a través de sus instituciones sanitarias y civiles, está llamada a respetar la vida y la dignidad del enfermo grave y del moribundo.

Aun conscientes de que "no es la ciencia la que redime al hombre" (Spe salvi, 26), toda la sociedad y en particular los sectores relacionados con la ciencia médica deben expresar la solidaridad del amor, la salvaguardia y el respeto de la vida humana en todos los momentos de su desarrollo terreno, sobre todo cuando se encuentra en situación de enfermedad o en su fase terminal.

Más en concreto, se trata de asegurar a toda persona que lo necesite el apoyo necesario por medio de terapias e intervenciones médicas adecuadas, realizadas y gestionadas según los criterios de la proporcionalidad médica, teniendo siempre en cuenta el deber moral de suministrar (el médico) y de acoger (el paciente) los medios de conservación de la vida que, en la situación concreta, se consideren "ordinarios".

Al contrario, por lo que se refiere a las terapias especialmente arriesgadas o que prudentemente puedan considerarse "extraordinarias", recurrir a ellas es moralmente lícito, aunque facultativo. Además, es necesario asegurar siempre a cada persona los cuidados necesarios y debidos, así como el apoyo a las familias más probadas por la enfermedad de uno de sus miembros, sobre todo si es grave o prolongada.

En el campo de la reglamentación laboral normalmente se reconocen los derechos específicos de los familiares en el momento de un nacimiento. Del mismo modo, y especialmente en ciertas circunstancias, deberían reconocerse unos derechos parecidos a los parientes próximos en el momento de la enfermedad terminal de un familiar. Una sociedad solidaria y humanitaria no puede menos de tener en cuenta las difíciles condiciones de las familias que, en ocasiones durante largos períodos, deben cargar con el peso de la asistencia a domicilio de enfermos graves no autosuficientes. Un respeto mayor de la vida humana individual pasa inevitablemente por la solidaridad concreta de todos y de cada uno, constituyendo uno de los desafíos más urgentes de nuestro tiempo.

Como recordé en la encíclica Spe salvi, «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la com-pasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana» (n. 38).

En una sociedad compleja, fuertemente influenciada por las dinámicas de la productividad y por las exigencias de la economía, las personas frágiles y las familias más pobres corren el riesgo de no ser capaces de afrontar los momentos de dificultad económica y/o de enfermedad. En las grandes ciudades hay cada vez más personas ancianas y solas, incluso en los momentos de enfermedad grave y de cercanía de la muerte. En estas situaciones es fuerte la tentación de recurrir a la eutanasia, sobre todo cuando se insinúa una visión utilitarista en relación con la persona. A este respecto, aprovecho la ocasión para reafirmar, una vez más, la firme y constante condena ética de toda forma de eutanasia directa, según la enseñanza plurisecular de la Iglesia.

El esfuerzo conjunto de la sociedad civil y de la comunidad de los creyentes debe orientarse a que todos puedan no sólo vivir de forma digna y responsable, sino también atravesar el momento de la prueba y de la muerte en la mejor condición de fraternidad y solidaridad, incluso cuando la muerte se produce en una familia pobre o en el lecho de un hospital. La Iglesia, con sus instituciones ya activas y con nuevas iniciativas, está llamada a dar el testimonio de la caridad operante, especialmente en las situaciones críticas de personas no autosuficientes y privadas de apoyos familiares, y en los casos de enfermos graves que necesitan cuidados paliativos, así como una adecuada asistencia religiosa.

Por una parte, la movilización espiritual de las comunidades parroquiales y diocesanas, y por otra, la creación o potenciación de las instituciones dependientes de la Iglesia, podrán animar y sensibilizar a todo el ambiente social, para que a todo hombre que sufre, y de modo especial a quien se acerca al momento de la muerte, se le brinden y testimonien la solidaridad y la caridad.

La sociedad, por su parte, debe asegurar el debido apoyo a las familias que quieren atender en casa, durante períodos a veces largos, a enfermos que sufren patologías degenerativas (tumorales, neurodegenerativas, etc.) o que necesitan una asistencia particularmente comprometedora. De manera especial, se necesita la colaboración de todas las fuerzas vivas y responsables de la sociedad en favor de las instituciones de asistencia específica que requieren personal numeroso y especializado así como equipos muy caros. La sinergia entre la Iglesia y las instituciones puede ser especialmente importante en estos campos, para asegurar la ayuda necesaria a la vida humana en el momento de la fragilidad.

A la vez que deseo que en este congreso internacional, celebrado en concomitancia con el Jubileo de las apariciones de Lourdes, se puedan sugerir nuevas propuestas para aliviar la situación de quienes tienen que afrontar las formas terminales de la enfermedad, os exhorto a continuar vuestro benemérito compromiso al servicio de la vida en cada una de sus fases.

Con estos sentimientos, os aseguro mi oración para apoyar vuestro trabajo y os acompaño con una bendición apostólica especial.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE EL SALVADOR EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 28 de febrero de 2008



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con gran alegría os recibo en este día en el que, con motivo de vuestra visita Ad limina, habéis venido hasta las tumbas de los Apóstoles para reforzar los lazos de comunión de vuestras respectivas Iglesias Particulares con la Sede Apostólica. Mi dicha es aún mayor porque ésta es la primera vez que tengo la oportunidad de encontrarme con vosotros como Sucesor de Pedro. Agradezco a Mons. Fernando Sáez Lacalle, Arzobispo de San Salvador y Presidente de la Conferencia Episcopal, las atentas palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. A través de vosotros, envío un saludo especial a vuestros sacerdotes, religiosos y fieles laicos, que con generosidad e infatigable esfuerzo viven y anuncian la Buena Nueva de la Redención que Cristo nos ha traído, verdadera y única esperanza para todas las gentes.

En su mayoría, el pueblo salvadoreño se caracteriza por tener una fe viva y un profundo sentimiento religioso. El Evangelio, llevado allí por los primeros misioneros y predicado también con fervor por pastores llenos de amor de Dios, como Mons. Óscar Arnulfo Romero, ha arraigado ampliamente en esa hermosa tierra, dando frutos abundantes de vida cristiana y de santidad. Una vez más, queridos Hermanos Obispos, se ha hecho realidad la capacidad transformadora del mensaje de salvación, que la Iglesia está llamada a anunciar, porque ciertamente «la Palabra de Dios no está encadenada» (2 Tm 2, 9) y es viva y eficaz (cf. Hb 4, 12).

2. Como Pastores de la Iglesia, vuestros corazones se conmueven al contemplar las graves necesidades del pueblo que os ha sido encomendado, y al que queréis servir con amor y dedicación. A causa de la situación de pobreza muchos se ven obligados a emigrar en busca de mejores condiciones de vida, lo cual provoca a menudo consecuencias negativas para la estabilidad del matrimonio y de la familia. Sé también de los esfuerzos que estáis haciendo para promover la reconciliación y la paz en vuestro País, y superar así dolorosos acontecimientos del pasado.

Al mismo tiempo, habéis dedicado una carta pastoral en 2005 al problema de la violencia, considerado como el más grave en vuestra Nación. Al analizar sus causas, reconocéis que el incremento de la violencia es consecuencia inmediata de otras lacras sociales más profundas, como la pobreza, la falta de educación, la progresiva pérdida de aquellos valores que han forjado desde siempre el alma salvadoreña y la disgregación familiar. En efecto, la familia es un bien indispensable para la Iglesia y la sociedad, así como un factor básico para construir la paz (cf. Mensaje Jornada Mundial de la Paz 2008, n. 3). Por eso, sentís la necesidad de revitalizar y fortalecer en todas las Diócesis una adecuada y eficaz pastoral familiar, que ofrezca a los jóvenes una sólida formación espiritual y afectiva, que les ayude a descubrir la belleza del plan de Dios sobre el amor humano, y les permita vivir con coherencia los auténticos valores del matrimonio y de la familia, como la ternura y el respeto mutuo, el dominio de sí, la entrega total y la fidelidad constante.

3. Frente a la pobreza de tantas personas, se siente como una necesidad ineludible la de mejorar las estructuras y condiciones económicas que permitan a todos llevar una vida digna. Pero no se ha de olvidar que el hombre no es un simple producto de las condiciones materiales o sociales en que vive. Necesita más, aspira a más de lo que la ciencia o cualquier iniciativa humana puede dar. Hay en él una inmensa sed de Dios. Sí, queridos Hermanos Obispos, los hombres anhelan a Dios en lo más íntimo de su corazón, y Él es el único que puede apagar su sed de plenitud y de vida, porque sólo Él nos puede dar la certeza de un amor incondicionado, de un amor más fuerte que la muerte (cf. Spe salvi, 26). «El hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza» (ibíd., 23).

Por ello es preciso impulsar un ambicioso y audaz esfuerzo de evangelización en vuestras comunidades diocesanas, orientado a facilitar en todos los fieles ese encuentro íntimo con Cristo vivo que está a la base y en el origen del ser cristiano (cf. Deus caritas est, 1). Una pastoral, por tanto, que esté centrada «en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste» (Novo millennio ineunte, 29). Hay que ayudar a los fieles laicos a que descubran cada vez más la riqueza espiritual de su bautismo, por el cual están «llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección del amor» (Lumen gentium, 40), y que iluminará su compromiso de dar testimonio de Cristo en medio de la sociedad humana (cf. Gaudium et spes, 43). Para cumplir esta altísima vocación necesitan estar bien enraizados en una intensa vida de oración, escuchar asidua y humildemente la Palabra de Dios y participar frecuentemente en los sacramentos, así como adquirir un fuerte sentido de pertenencia eclesial y una sólida formación doctrinal, especialmente en cuanto se refiere a la doctrina social de la Iglesia, donde encontrarán criterios y orientaciones claras para poder iluminar cristianamente la sociedad en la que viven.

4. En vuestra solicitud pastoral, los sacerdotes han de ocupar un lugar muy especial. Con ellos os unen lazos estrechísimos en virtud del Sacramento del Orden que han recibido y de la participación en la misma misión evangelizadora. Ellos merecen vuestros mejores desvelos y vuestra cercanía a cada uno, conociendo su situación personal, atendiéndolos en todas sus necesidades espirituales y materiales y animándoles a proseguir con gozo su camino de santidad sacerdotal. Imitad en esto el ejemplo de Jesús, que consideraba amigos suyos a quienes estaban con Él (cf. Jn 15, 15).

Como fundamento y principio visible de unidad en vuestras Iglesias particulares (cf. Lumen gentium, 23) os aliento a ser promotores y modelos de comunión en el propio presbiterio, encareciendo a vivir la concordia y la unión de todos los sacerdotes entre sí y en torno a su Obispo, como manifestación de vuestro afecto de padre y hermano, sin dejar de corregir las situaciones irregulares cuando sea necesario.

El amor y la fidelidad del sacerdote a su vocación será la mejor y más eficaz pastoral vocacional, así como un ejemplo y estímulo para vuestros seminaristas, que son el corazón de vuestras Diócesis, y en los que tenéis que volcar vuestros mejores recursos y energías (cf. Optatam totius, 5), porque son esperanza para vuestras Iglesias.

Seguid también con atención la vida y el quehacer de los Institutos religiosos, estimando y promoviendo en vuestras comunidades diocesanas la vocación y misión específicas de la vida consagrada (cf. Lumen gentium, 44), y alentándolos a colaborar en la actividad pastoral diocesana para enriquecer, «con su presencia y su ministerio, la comunión eclesial» (Exhort. ap. Pastores gregis, 50).

5. Si bien los desafíos que tenéis ante vosotros son enormes y parecen superiores a vuestras fuerzas y capacidades, sabéis que podéis acudir con confianza al Señor, para quien nada hay imposible (cf. Lc 1, 37), y abrir vuestro corazón al impulso de la gracia divina. En ese contacto constante con Jesús, el Buen Pastor, en la oración, madurarán los mejores proyectos pastorales para vuestras comunidades y seréis verdaderamente ministros de esperanza para todos vuestros hermanos (cf. Pastores gregis, 3), pues Él es quien hace fecundo vuestro ministerio episcopal, que, a su vez, ha de ser un reflejo auténtico de vuestra caridad pastoral, a imagen de Aquel que vino «no a ser servido, sino a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45).

6. Queridos Hermanos, al final de nuestro encuentro os agradezco de nuevo vuestra entrega generosa a la Iglesia y os acompaño con mi oración, para que en todos vuestros retos pastorales os llenen de esperanza y de ánimo las palabras del Señor Jesús: «he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Os estrecho en mi corazón con un abrazo de paz, en el que incluyo a los sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos de vuestras Iglesias locales. Sobre cada uno de vosotros y de vuestros fieles diocesanos imploro la constante protección de la Virgen María Reina de la Paz, Patrona de El Salvador, a la vez que os imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA SEÑORA MARY ANN GLENDON,
NUEVA EMBAJADORA DE ESTADOS UNIDOS ANTE LA SANTA SEDE*

Viernes 29 de febrero de 2008



Excelencia:

Me complace aceptar las cartas que la acreditan como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria de Estados Unidos de América y expresarle mis mejores deseos al asumir sus nuevas responsabilidades al servicio de su país. Confío en que el conocimiento y la experiencia logrados en su cualificada colaboración con la Santa Sede le puedan servir en el cumplimiento de sus deberes y enriquezcan la actividad de la comunidad diplomática a la que usted ahora pertenece. También le doy las gracias por el cordial saludo que me ha transmitido de parte del presidente George W. Bush, en representación del pueblo estadounidense, mientras me preparo para mi visita pastoral a Estados Unidos en abril.

Desde el alba de la República, como usted ha observado, Estados Unidos ha sido una nación que valora el papel de las creencias religiosas para garantizar un orden democrático vibrante y éticamente sano. El ejemplo de su nación que reúne a personas de buena voluntad independientemente de la raza, la nacionalidad o el credo, en una visión compartida y en una búsqueda disciplinada del bien común, ha estimulado a muchas naciones más jóvenes en sus esfuerzos por crear un orden social armonioso, libre y justo. Esta tarea de conciliar unidad y diversidad, de perfilar un objetivo común y de hacer acopio de la energía moral necesaria para alcanzarlo, se ha convertido hoy en una tarea urgente para toda la familia humana, cada vez más consciente de su interdependencia y de la necesidad de una solidaridad efectiva para hacer frente a los desafíos mundiales y construir un futuro de paz para las futuras generaciones.

La experiencia del siglo pasado, con su pesado patrimonio de guerra y de violencia, que culminó en el exterminio planificado de pueblos enteros, puso de manifiesto que el futuro de la humanidad no puede depender del mero compromiso político. Más bien, debe ser el fruto de un consenso más profundo basado en el reconocimiento de verdades universales, arraigadas en una reflexión razonada sobre los postulados de nuestra humanidad común (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2008, n. 13).

La Declaración universal de derechos humanos, cuyo sexagésimo aniversario celebramos este año, fue el resultado del convencimiento mundial de que un orden global justo sólo puede basarse en el reconocimiento y en la defensa de la dignidad y de los derechos inviolables de cada hombre y cada mujer. Este reconocimiento, a su vez, debe motivar toda decisión que afecte al futuro de la familia humana y a todos sus miembros. Confío en que su país, basado en la verdad evidente de que el Creador ha dotado a cada ser humano de ciertos derechos inalienables, siga encontrando en los principios de la ley moral común, consagrados en sus documentos fundacionales, una guía segura para ejercer su liderazgo en la comunidad internacional.

La edificación de una cultura jurídica mundial inspirada por los más altos ideales de justicia, solidaridad y paz exige un compromiso decidido, esperanza y generosidad de parte de cada nueva generación (cf. Spe salvi, 25). Aprecio su referencia a los significativos esfuerzos realizados por Estados Unidos a fin de elaborar métodos creativos para aliviar los graves problemas que deben afrontar muchas naciones y pueblos en el mundo. La edificación de un futuro más seguro para la familia humana significa ante todo y sobre todo trabajar por el desarrollo integral de los pueblos, especialmente mediante adecuadas medidas de asistencia sanitaria, la eliminación de pandemias como el sida, oportunidades educativas más amplias para los jóvenes, la promoción de la mujer, y poniendo freno a la corrupción y a la militarización que desvían recursos valiosos de muchos de nuestros hermanos y hermanas en los países más pobres.

El progreso de la familia humana no sólo se ve amenazado por la plaga del terrorismo internacional, sino también por atentados contra la paz como la aceleración de la carrera de armamentos o las continuas tensiones en Oriente Próximo. Aprovecho la ocasión para expresar mi esperanza de que negociaciones pacientes y transparentes lleven a la reducción y la eliminación de las armas nucleares y de que la reciente Conferencia de Annapolis sea la primera de una serie de iniciativas con miras a una paz duradera en la región.

La resolución de estos y otros problemas semejantes exige confianza y compromiso en la labor de organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas, que por su naturaleza pueden promover el diálogo y el entendimiento auténtico, conciliar opiniones divergentes y desarrollar políticas y estrategias multilaterales capaces de responder a los numerosos retos de nuestro mundo complejo, que cambia tan rápidamente. No puedo dejar de observar con gratitud la importancia que Estados Unidos ha atribuido al diálogo entre las religiones y las culturas como una fuerza que contribuye de forma eficaz a promover la paz. La Santa Sede está convencida del gran potencial espiritual de ese diálogo, en particular para la promoción de la no violencia y el rechazo de las ideologías que manipulan y desfiguran la religión con miras a objetivos políticos, y justifican la violencia en nombre de Dios.

El aprecio histórico del pueblo estadounidense por el papel de la religión para forjar el debate público y para iluminar la dimensión moral intrínseca en las cuestiones sociales -un papel contestado a veces en nombre de una comprensión limitada de la vida política y del debate público- se refleja en los esfuerzos de muchos de sus compatriotas y líderes gubernamentales para asegurar la protección legal del don divino de la vida desde su concepción hasta su muerte natural y salvaguardar la institución del matrimonio, reconocido como unión estable entre un hombre y una mujer, así como de la familia.

Señora embajadora, al emprender ahora sus elevadas responsabilidades al servicio de su país, le renuevo mis mejores deseos de éxito en su misión. Puede contar siempre con las oficinas de la Santa Sede para asistirla y apoyarla en el cumplimiento de sus responsabilidades. Imploro de corazón para usted, para su familia y para el querido pueblo estadounidense las bendiciones divinas de sabiduría, fortaleza y paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO "COR UNUM"

Viernes 29 de febrero de 2008

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo pontificio "Cor unum". Dirijo mi cordial saludo a cada uno de los participantes en este encuentro. En particular, saludo al cardenal Paul Josef Cordes, al que agradezco sus amables palabras, al monseñor secretario y a todos los miembros y oficiales del Consejo pontifico "Cor unum".

El tema sobre el que estáis reflexionando durante estos días —"Las cualidades humanas y espirituales de quienes trabajan en la actividad caritativa de la Iglesia"— toca un elemento importante de la vida eclesial. En efecto, se trata de quienes prestan en el pueblo de Dios un servicio indispensable, la diaconía de la caridad. Y precisamente al tema de la caridad quise dedicar mi primera encíclica, Deus caritas est.

Por tanto, aprovecho de buen grado esta ocasión para expresar mi agradecimiento en particular a los que, de diversos modos, trabajan en el sector caritativo, manifestando con sus intervenciones que la Iglesia se hace presente, de manera concreta, entre quienes se encuentran en situaciones de dificultad y sufrimiento. Los pastores tienen la responsabilidad global y última de esta acción eclesial, tanto por lo que concierne a la sensibilización como a la realización de proyectos de promoción humana, especialmente en favor de comunidades pobres. Damos gracias a Dios porque son numerosos los cristianos que invierten tiempo y energías no sólo para enviar ayudas materiales, sino también un apoyo de consuelo y esperanza a quienes se encuentran en situaciones difíciles, cultivando una constante solicitud por el verdadero bien del hombre.

Así, la actividad caritativa ocupa un lugar central en la misión evangelizadora de la Iglesia. No debemos olvidar que las obras de caridad constituyen también un terreno privilegiado de encuentro con personas que aún no conocen a Cristo o lo conocen sólo parcialmente. Por tanto, los pastores y los responsables de la pastoral de la caridad dedican, con razón, una atención constante a quienes trabajan en el ámbito de la diaconía, preocupándose por formarlos tanto desde el punto de vista humano y profesional como del teológico-espiritual y pastoral.

En nuestro tiempo, sea en la sociedad sea en la Iglesia, se da una gran importancia a la formación permanente, como lo demuestra el florecimiento de instituciones especializadas y centros creados con la finalidad de proporcionar instrumentos útiles para adquirir competencias técnicas específicas. Pero para quienes trabajan en los organismos caritativos eclesiales es indispensable la «formación del corazón», de la que hablé en la citada encíclica Deus caritas est (cf. n. 31, a): formación íntima y espiritual que, gracias al encuentro personal con Cristo, suscita la sensibilidad espiritual que permite conocer a fondo y colmar las expectativas y las necesidades del hombre. Precisamente esto hace posible experimentar los mismos sentimientos de amor misericordioso que Dios alberga por todos los seres humanos.

En los momentos de sufrimiento y de dolor, esta es la actitud necesaria. Por tanto, quienes trabajan en las múltiples formas de actividad caritativa de la Iglesia no pueden contentarse sólo con una actuación técnica o con resolver problemas y dificultades materiales. La ayuda que ofrecen no debe reducirse nunca a gesto filantrópico, sino que debe ser expresión tangible del amor evangélico. Además, quienes realizan su obra en favor del hombre en organismos parroquiales, diocesanos e internacionales, la realizan en nombre de la Iglesia y están llamados a transparentar en su actividad una auténtica experiencia de Iglesia.

Así pues, una adecuada y eficaz formación en este sector vital no puede menos de tender a formar cada vez mejor a los agentes de las diversas actividades caritativas, para que sean siempre y sobre todo testigos de amor evangélico. Lo serán si su misión no se limita a ser agentes de servicios sociales, sino a anunciar el evangelio de la caridad. Siguiendo los pasos de Cristo, están llamados a ser testigos del valor de la vida, en todas sus expresiones, defendiendo especialmente la vida de los débiles y de los enfermos, imitando el ejemplo de la beata madre Teresa de Calcuta, que amaba y asistía a los moribundos, porque la vida no se mide según su eficiencia, sino que tiene valor siempre y para todos.

En segundo lugar, estos agentes eclesiales están llamados a ser testigos del amor, es decir, del hecho de que somos plenamente hombres y mujeres cuando vivimos atentos a las necesidades de los demás; que nadie puede morir y vivir para sí mismo; que la felicidad no se encuentra en la soledad de una vida encerrada en sí misma, sino en la entrega de sí.

Por último, quienes trabajan en el ámbito de las actividades eclesiales deben ser testigos de Dios, que es plenitud de amor e invita a amar. La fuente de toda intervención del agente eclesial está en Dios, amor creador y redentor. Como escribí en la encíclica Deus caritas est, podemos practicar el amor porque hemos sido creados a imagen y semejanza divina para "vivir el amor y así llevar la luz de Dios al mundo" (n. 39): a eso quise invitar con esta encíclica.

Por tanto, ¡cuánta plenitud de significado podéis encontrar en vuestra actividad! Y ¡cuán valiosa es para la Iglesia! Me alegro de que, precisamente para que sea cada vez más testimonio del Evangelio, el Consejo pontificio "Cor unum" haya organizado para el próximo mes de junio una tanda de ejercicios espirituales en Guadalajara para presidentes y directores de organismos caritativos del continente americano. Servirá para recuperar plenamente la dimensión humana y cristiana a la que acabo de aludir, y espero que en el futuro la iniciativa se amplíe también a otras regiones del mundo.

Queridos amigos, a la vez que os agradezco lo que hacéis, os aseguro mi afectuoso recuerdo en la oración y sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo imparto de corazón una bendición apostólica especial.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO CON OCASIÓN
DE LA VI JORNADA EUROPEA DE LOS UNIVERSITARIOS

Sábado 1 de marzo de 2008



Queridos jóvenes universitarios:

Al final de esta vigilia mariana, con gran alegría os saludo a todos los que estáis aquí presentes y a quienes participáis en la oración a través de conexiones por satélite. Saludo y expreso mi agradecimiento a los cardenales y obispos, en particular a los que han presidido el rezo del rosario en las sedes conectadas: Aparecida, en Brasil; Aviñón, en Francia; Bucarest, en Rumanía; Ciudad de México, en México; La Habana, en Cuba; Loja, en Ecuador; Minsk, en Bielorrusia; Nápoles, en Italia; Toledo, en España; y Washington, en Estados Unidos. Cinco sedes en Europa y cinco en América. De hecho, esta iniciativa tiene por tema: "Europa y América unidas para construir la civilización del amor". Y precisamente sobre este tema se ha celebrado en estos días, en la Universidad Gregoriana, un congreso, a cuyos participantes dirijo un cordial saludo.

Ha sido acertada la decisión de poner de relieve cada vez la relación entre Europa y otro continente, en una perspectiva de esperanza. Hace dos años, Europa y África; el año pasado, Europa y Asia; este año, Europa y América. El cristianismo constituye un vínculo fuerte y profundo entre el así llamado "viejo continente" y el que ha sido llamado "el nuevo mundo". Basta pensar en el puesto fundamental que ocupan la sagrada Escritura y la liturgia cristiana en la cultura y en el arte de los pueblos europeos y americanos. Sin embargo, por desgracia, la así llamada "civilización occidental" ha traicionado en parte su inspiración evangélica. Por tanto, se impone una reflexión honrada y sincera, un examen de conciencia. Es necesario discernir entre lo que construye la "civilización del amor", según el designio de Dios revelado en Jesucristo, y lo que en cambio se opone a ella.

Me dirijo ahora a vosotros, queridos jóvenes. En la historia de Europa y de América, los jóvenes siempre han sido promotores de impulsos evangélicos. Basta pensar en jóvenes como san Benito de Nursia, san Francisco de Asís y el beato Karl Leisner, en Europa; como san Martín de Porres, santa Rosa de Lima y la beata Catalina Tekakwitha, en América. Jóvenes constructores de la civilización del amor. Hoy Dios os llama a vosotros, jóvenes europeos y americanos, a cooperar, junto con vuestros coetáneos de todo el mundo, para que la savia del Evangelio renueve la civilización de estos dos continentes y de toda la humanidad.

Las grandes ciudades europeas y americanas son cada vez más cosmopolitas, pero con frecuencia les falta esta savia capaz de hacer que las diferencias no sean motivo de división o de conflicto, sino más bien de enriquecimiento recíproco. La civilización del amor es convivencia respetuosa, pacífica y gozosa de las diferencias en nombre de un proyecto común, que el beato Papa Juan XXIII apoyaba sobre los cuatro pilares del amor, la verdad, la libertad y la justicia.

Esta es la consigna que hoy os dejo, queridos amigos: sed discípulos y testigos del Evangelio, porque el Evangelio es la buena semilla del reino de Dios, es decir, de la civilización del amor. Sed constructores de paz y de unidad. La iniciativa de entregaros a cada uno de vosotros el texto de la encíclica Spe salvi en un disco compacto en cinco idiomas es signo de esta unidad católica, es decir, universal e íntegra en los contenidos de la fe cristiana, que nos une a todos. Que la Virgen María vele sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todos vuestros seres queridos.

Ahora quiero saludar en los diferentes idiomas a cuantos están unidos con nosotros desde las otras ciudades a través de las conexiones radiotelevisivas.

(En castellano)

Queridos jóvenes reunidos en las ciudades de México, La Habana, Loja, y Toledo, sed testigos de la gran esperanza que Cristo ha traído al mundo. Que el Señor os bendiga y os acompañe en vuestros compromisos de estudio.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE GUATEMALA
EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 6 de marzo de 2008

Señor Cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado:

Es para mí un motivo de alegría recibiros esta mañana con ocasión de la visita ad limina con la que renováis los vínculos de comunión de vuestras Iglesias particulares con el Obispo de Roma. Agradezco las palabras que, en vuestro nombre, me ha dirigido Mons. Pablo Vizcaíno Prado, Obispo de Suchitepéquez-Retalhuleu y Presidente de la Conferencia Episcopal, y os saludo a todos con afecto, rogando que transmitáis mi estima al querido pueblo guatemalteco. Los encuentros que he mantenido con cada uno de vosotros me han acercado a la vida cotidiana y a las aspiraciones de vuestros compatriotas, así como al solícito trabajo pastoral que estáis llevando a cabo en vuestra Nación.

Lleváis en vuestro corazón de Pastores la preocupación ante el aumento de la violencia y la pobreza que afecta a grandes sectores de la población, provocando una fuerte emigración a otros Países, con graves secuelas en el ámbito personal y familiar. Es una situación que invita a renovar vuestros esfuerzos para mostrar a todos el rostro misericordioso del Señor, del que la Iglesia está llamada a ser imagen, acompañando y sirviendo con generosidad y entrega especialmente a los que sufren y a los más desamparados. En efecto, la caridad y asistencia a los hermanos necesitados «pertenece a la naturaleza de la Iglesia y es manifestación irrenunciable de su propia esencia» (cf. Deus caritas est, 25, a).

Dios ha bendecido al pueblo guatemalteco con un profundo sentimiento religioso, rico de expresiones populares, que han de madurar en comunidades cristianas sólidas, celebrando con gozo su fe como miembros vivos del Cuerpo de Cristo (cf. 1Co 12, 27) y fieles al fundamento de los Apóstoles. Sabéis muy bien que la firmeza de la fe y la participación en los sacramentos hacen fuertes a vuestros fieles ante el riesgo de las sectas o de grupos pretendidamente carismáticos, que crean desorientación y llegan a poner en peligro la comunión eclesial.

La tradición de vuestras culturas encuentra en la familia, célula fundamental de la sociedad, el núcleo básico de la existencia y de la transmisión de la fe y los valores, pero que hoy se enfrenta a serios retos pastorales y humanos. Por eso la Iglesia se dedica siempre con una atención particular a formar sólidamente a quienes se preparan para contraer matrimonio, infundiendo constantemente fe y esperanza en los hogares y velando para que, con las ayudas necesarias, puedan cumplir con sus responsabilidades.

En vuestro ministerio contáis con la colaboración inestimable de los sacerdotes, que han de ver en su Obispo un verdadero padre y maestro, muy cercano a ellos, en el que encuentren ayuda en sus necesidades espirituales y materiales, así como el consejo apropiado en los momentos de dificultad. Necesitan siempre aliento para perseverar en el camino de la auténtica santidad sacerdotal, siendo verdaderos hombres de oración (cf. Novo millennio ineunte, 32), y también medios adecuados para ampliar su formación humana y teológica que les permita asumir tareas particularmente delicadas, como las de profesores, formadores o directores espirituales en vuestros Seminarios. Ellos, con su ejemplo y celo pastoral, han de ser un llamado viviente a los jóvenes y menos jóvenes a entregarse enteramente al Señor, colaborando con la gracia divina para que el Señor «mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38).

El II Congreso Misionero Americano celebrado en Guatemala en 2003 ha supuesto un reto para llevar a las diócesis y vicariatos una vivencia más intensa del compromiso misionero, incluyéndolo en el nuevo plan global de la Conferencia Episcopal. Ahora, a la luz también de las conclusiones de la V Conferencia del Episcopado de América Latina y del Caribe, en Aparecida, han de fortalecer vuestra identidad e impulsaros a llevar a cabo los compromisos evangelizadores que allí habéis adquirido. Por ello, tal y como lo hizo mi venerado predecesor Juan Pablo II en su primera visita a vuestro País, os aliento a continuar con espíritu renovado la misión evangelizadora de la Iglesia en el contexto de los cambios culturales actuales y de la globalización, dando nuevo vigor a la predicación y la catequesis, proclamando a Jesucristo, el Hijo de Dios, como fundamento y razón de ser de todo creyente. La evangelización de las culturas es una tarea prioritaria para que la Palabra de Dios se haga accesible a todos y, acogida en la mente y en el corazón, sea luz que las ilumine y agua que las purifique con el mensaje del Evangelio que trae la salvación para todo el género humano.

Al concluir este encuentro, deseo alentaros a continuar guiando al Pueblo de Dios que tenéis confiado. Que, con vuestra palabra y ejemplo, la Iglesia siga brillando como fuente de esperanza para todos. Llevad mi saludo afectuoso y mi bendición a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y demás fieles, especialmente a los que colaboran con mayor dedicación en la obra de la evangelización. Invoco sobre ellos y sobre vosotros la maternal protección de Nuestra Señora del Rosario, Patrona de Guatemala, y os imparto de corazón la Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL COMITÉ PONTIFICIO
DE CIENCIAS HISTÓRICAS

Sala de los Papas
Viernes 7 de marzo de 2008

Reverendo monseñor;
ilustres señores y amables señoras:

Me alegra dirigiros unas palabras especiales de saludo y de aprecio por el trabajo que realizáis en un campo de gran interés para la vida de la Iglesia. Me congratulo con vuestro presidente y con cada uno de vosotros por el camino recorrido durante estos años.

Como bien sabéis, fue León XIII quien, ante una historiografía orientada por el espíritu de su tiempo y hostil a la Iglesia, pronunció la famosa frase: «No tenemos miedo de la publicidad de los documentos», e hizo accesible el archivo de la Santa Sede a los investigadores. Al mismo tiempo, creó la comisión de cardenales para la promoción de los estudios históricos que vosotros, profesoras y profesores, podéis considerar como antecesora del Comité pontificio de ciencias históricas, del que sois miembros. León XIII estaba convencido de que el estudio y la descripción de la historia auténtica de la Iglesia no podían por menos de ser favorables a ella.

Desde entonces, el contexto cultural ha experimentado un cambio profundo. Ya no se trata sólo de afrontar una historiografía hostil al cristianismo y a la Iglesia. Hoy es la historiografía misma la que atraviesa una crisis muy profunda y debe luchar por su propia existencia en una sociedad modelada por el positivismo y el materialismo. Estas ideologías han conducido a un entusiasmo descontrolado por el progreso que, animado por espectaculares descubrimientos y éxitos técnicos, a pesar de las desastrosas experiencias del siglo pasado, determina la concepción de la vida de amplios sectores de la sociedad. Así, el pasado aparece sólo como un fondo oscuro, sobre el cual el presente y el futuro resplandecen con promesas atractivas. A esto se une también la utopía de un paraíso en la tierra, a pesar de que dicha utopía se ha demostrado falsa.

Típico de esta mentalidad es el desinterés por la historia, que se traduce en la marginación de las ciencias históricas. Donde están activas estas fuerzas ideológicas, se descuidan la investigación histórica y la enseñanza de la historia en la universidad y en las escuelas de todos los niveles y grados. Esto produce una sociedad que, olvidando su pasado, y por tanto desprovista de criterios adquiridos a través de la experiencia, ya no es capaz de proyectar una convivencia armoniosa y un compromiso común con vistas a la realización de objetivos futuros. Esta sociedad está muy expuesta a la manipulación ideológica.

El peligro aumenta cada vez más a causa del excesivo énfasis que se da a la historia contemporánea, sobre todo cuando las investigaciones en este sector están condicionadas por una metodología inspirada en el positivismo y en la sociología. Además, se ignoran importantes ámbitos de la realidad histórica, incluso épocas enteras. Por ejemplo, en muchos planes de estudio la enseñanza de la historia comienza solamente desde los acontecimientos de la Revolución francesa. Producto inevitable de este desarrollo es una sociedad que ignora su pasado y, por consiguiente, carece de memoria histórica. Cualquiera puede ver la gravedad de esa consecuencia: así como la pérdida de la memoria provoca en la persona la pérdida de su identidad, de modo análogo este fenómeno se verifica en la sociedad en su conjunto.

Es evidente que este olvido histórico conlleva un peligro para la integridad de la naturaleza humana en todas sus dimensiones. La Iglesia, llamada por Dios Creador a cumplir el deber de defender al hombre y su humanidad, promueve una cultura histórica auténtica, un progreso efectivo de las ciencias históricas. En efecto, la investigación histórica en un nivel elevado también entra, en el sentido más estricto, en el interés específico de la Iglesia. El análisis histórico, aunque no concierna a la historia propiamente eclesiástica, contribuye en cualquier caso a la descripción del espacio vital en el que la Iglesia ha cumplido y cumple su misión a lo largo de los siglos. Indudablemente, los diversos contextos históricos siempre han determinado, facilitado o dificultado la vida y la acción de la Iglesia. La Iglesia no es de este mundo, pero vive en él y para él.

Si consideramos ahora la historia eclesiástica desde el punto de vista teológico, notamos otro aspecto importante. Su cometido esencial es la compleja misión de indagar y aclarar el proceso de recepción y de transmisión, de paralepsis y de paradosis, a través del cual se ha fundado, a lo largo de los siglos, la razón de ser de la Iglesia. En efecto, es indudable que la Iglesia para sus opciones se inspira en su tesoro plurisecular de experiencias y memorias.

Por eso, ilustres miembros del Comité pontificio de ciencias históricas, deseo animaros de todo corazón a comprometeros, como habéis hecho hasta ahora, al servicio de la Santa Sede para alcanzar estos objetivos, manteniendo vuestro constante y meritorio compromiso en la investigación y en la enseñanza. Deseo que, en sinergia con la actividad de otros colegas serios y autorizados, persigáis con eficacia los arduos objetivos que os habéis propuesto y os esforcéis por alcanzar una ciencia histórica cada vez más auténtica.

Con estos sentimientos, y asegurando un recuerdo en mi oración por vosotros y por vuestro delicado compromiso, os imparto a todos una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PRELADOS Y OFICIALES DEL TRIBUNAL
DE LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

Viernes 7 de marzo de 2008

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos penitenciarios de las basílicas romanas:

Me alegra recibiros, mientras llega a su término el curso sobre el fuero interno que la Penitenciaría apostólica organiza desde hace varios años durante la Cuaresma. Con un programa esmeradamente preparado, este encuentro anual presta un valioso servicio a la Iglesia y contribuye a mantener vivo el sentido de la santidad del sacramento de la Reconciliación. Por tanto, expreso mi cordial agradecimiento a quienes lo organizan y, en particular, al penitenciario mayor, el cardenal James Francis Stafford, a quien saludo y agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo asimismo y manifiesto mi gratitud al regente y al personal de la Penitenciaría, así como a los beneméritos religiosos de diversas Órdenes que administran el sacramento de la Penitencia en las basílicas papales de Roma. Saludo, además, a todos los participantes en el curso.

La Cuaresma es un tiempo muy propicio para meditar en la realidad del pecado a la luz de la misericordia infinita de Dios, que el sacramento de la Penitencia manifiesta en su forma más elevada. Por eso, aprovecho de buen grado la ocasión para proponer a vuestra atención algunas reflexiones sobre la administración de este sacramento en nuestra época, que por desgracia está perdiendo cada vez más el sentido del pecado.

Es necesario ayudar a quienes se confiesan a experimentar la ternura divina para con los pecadores arrepentidos que tantos episodios evangélicos muestran con tonos de intensa conmoción. Tomemos, por ejemplo, la famosa página del evangelio de san Lucas que presenta a la pecadora perdonada (cf. Lc 7, 36-50). Simón, fariseo y rico "notable" de la ciudad, ofrece en su casa un banquete en honor de Jesús. Inesperadamente, desde el fondo de la sala, entra una huésped no invitada ni prevista: una conocida pecadora pública. Es comprensible el malestar de los presentes, que a la mujer no parece preocuparle. Ella avanza y, de modo más bien furtivo, se detiene a los pies de Jesús. Había escuchado sus palabras de perdón y de esperanza para todos, incluso para las prostitutas, y está allí conmovida y silenciosa. Con sus lágrimas moja los pies de Jesús, se los enjuga con sus cabellos, los besa y los unge con un agradable perfume. Al actuar así, la pecadora quiere expresar el afecto y la gratitud que alberga hacia el Señor con gestos familiares para ella, aunque la sociedad los censure.

Frente al desconcierto general, es precisamente Jesús quien afronta la situación: "Simón, tengo algo que decirte". El fariseo le responde: "Di, maestro". Todos conocemos la respuesta de Jesús con una parábola que podríamos resumir con las siguientes palabras que el Señor dirige fundamentalmente a Simón: "¿Ves? Esta mujer sabe que es pecadora e, impulsada por el amor, pide comprensión y perdón. Tú, en cambio, presumes de ser justo y tal vez estás convencido de que no tienes nada grave de lo cual pedir perdón".

Es elocuente el mensaje que transmite este pasaje evangélico: a quien ama mucho Dios le perdona todo. Quien confía en sí mismo y en sus propios méritos está como cegado por su yo y su corazón se endurece en el pecado. En cambio, quien se reconoce débil y pecador se encomienda a Dios y obtiene de él gracia y perdón. Este es precisamente el mensaje que debemos transmitir: lo que más cuenta es hacer comprender que en el sacramento de la Reconciliación, cualquiera que sea el pecado cometido, si lo reconocemos humildemente y acudimos con confianza al sacerdote confesor, siempre experimentamos la alegría pacificadora del perdón de Dios.

Desde esta perspectiva, asume notable importancia vuestro curso, orientado a preparar confesores bien formados desde el punto de vista doctrinal y capaces de hacer experimentar a los penitentes el amor misericordioso del Padre celestial. ¿No es verdad que hoy se asiste a cierto desafecto por este sacramento? Cuando sólo se insiste en la acusación de los pecados, que también debe hacerse y es necesario ayudar a los fieles a comprender su importancia, se corre el peligro de relegar a un segundo plano lo que es central en él, es decir, el encuentro personal con Dios, Padre de bondad y de misericordia. En el centro de la celebración sacramental no está el pecado, sino la misericordia de Dios, que es infinitamente más grande que nuestra culpa.

Los pastores, y especialmente los confesores, también deben esforzarse por poner de relieve el vínculo íntimo que existe entre el sacramento de la Reconciliación y una existencia encaminada decididamente a la conversión. Es necesario que entre la práctica del sacramento de la Confesión y una vida orientada a seguir sinceramente a Cristo se instaure una especie de "círculo virtuoso" imparable, en el que la gracia del sacramento sostenga y alimente el esfuerzo por ser discípulos fieles del Señor.

El tiempo cuaresmal, en el que nos encontramos, nos recuerda que nuestra vida cristiana debe tender siempre a la conversión y, cuando nos acercamos frecuentemente al sacramento de la Reconciliación, permanece vivo en nosotros el anhelo de perfección evangélica. Si falta este anhelo incesante, la celebración del sacramento corre, por desgracia, el peligro de transformarse en algo formal que no influye en el entramado de la vida diaria. Por otra parte, si, aun estando animados por el deseo de seguir a Jesús, no nos confesamos regularmente, corremos el riesgo de reducir poco a poco el ritmo espiritual hasta debilitarlo cada vez más y, tal vez, incluso hasta apagarlo.

Queridos hermanos, no es difícil comprender el valor que tiene en la Iglesia vuestro ministerio de dispensadores de la misericordia divina para la salvación de las almas. Seguid e imitad el ejemplo de tantos santos confesores que, con su intuición espiritual, ayudaban a los penitentes a caer en la cuenta de que la celebración regular del sacramento de la Penitencia y la vida cristiana orientada a la santidad son componentes inseparables de un mismo itinerario espiritual para todo bautizado. Y no olvidéis que también vosotros debéis ser ejemplos de auténtica vida cristiana.

La Virgen María, Madre de misericordia y de esperanza, os ayude a vosotros y a todos los confesores a prestar con celo y alegría este gran servicio, del que depende en tan gran medida la vida de la Iglesia. Yo os aseguro un recuerdo en la oración y con afecto os bendigo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA

Sala del Consistorio
Sábado 8 de marzo de 2008

Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amables señoras;
ilustres señores:

Me alegra recibiros con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo Pontificio de la Cultura, congratulándome por el trabajo que realizáis y, en particular, por el tema elegido para esta sesión: «La Iglesia y el desafío de la secularización». Se trata de una cuestión fundamental para el futuro de la humanidad y de la Iglesia. La secularización, que a menudo se vuelve secularismo abandonando la acepción positiva de secularidad, pone a dura prueba la vida cristiana de los fieles y de los pastores. Durante vuestros trabajos la habéis interpretado y transformado también en un desafío providencial, con el fin de proponer respuestas convincentes a los interrogantes y las esperanzas del hombre, nuestro contemporáneo.

Agradezco al Arzobispo Mons. Gianfranco Ravasi, desde hace pocos meses Presidente del dicasterio, las cordiales palabras con las que se ha hecho vuestro intérprete y ha explicado el desarrollo de vuestros trabajos. Expreso también mi agradecimiento a todos por el gran esfuerzo que realizáis para que la Iglesia entable un diálogo con los movimientos culturales de nuestro tiempo y así se conozca cada vez más ampliamente el interés que la Santa Sede tiene por el vasto y variado mundo de la cultura.

En efecto, hoy, más que nunca, la apertura recíproca entre las culturas es un terreno privilegiado para el diálogo entre hombres y mujeres comprometidos en la búsqueda de un auténtico humanismo, más allá de las divergencias que los separan. La secularización, que se presenta en las culturas como una configuración del mundo y de la humanidad sin referencia a la Trascendencia, invade todos los aspectos de la vida diaria y desarrolla una mentalidad en la que Dios de hecho está ausente, total o parcialmente, de la existencia y de la conciencia humanas.

Esta secularización no es sólo una amenaza exterior para los creyentes, sino que ya desde hace tiempo se manifiesta en el seno de la Iglesia misma. Desnaturaliza desde dentro y en profundidad la fe cristiana y, como consecuencia, el estilo de vida y el comportamiento diario de los creyentes. Estos viven en el mundo y a menudo están marcados, cuando no condicionados, por la cultura de la imagen, que impone modelos e impulsos contradictorios, negando en la práctica a Dios: ya no hay necesidad de Dios, de pensar en él y de volver a él. Además, la mentalidad hedonista y consumista predominante favorece, tanto en los fieles como en los pastores, una tendencia hacia la superficialidad y un egocentrismo que daña la vida eclesial.

La «muerte de Dios», anunciada por tantos intelectuales en los decenios pasados, cede el paso a un estéril culto del individuo. En este contexto cultural, existe el peligro de caer en una atrofia espiritual y en un vacío del corazón, caracterizados a veces por sucedáneos de pertenencia religiosa y de vago espiritualismo. Es sumamente urgente reaccionar ante esa tendencia mediante la referencia a los grandes valores de la existencia, que dan sentido a la vida y pueden colmar la inquietud del corazón humano en busca de felicidad: la dignidad de la persona humana y su libertad, la igualdad entre todos los hombres, el sentido de la vida, de la muerte y de lo que nos espera después de la conclusión de la existencia terrena.

Desde esta perspectiva, mi predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, consciente de los radicales y rápidos cambios de las sociedades, recordó insistentemente la urgencia de salir al encuentro del hombre en el terreno de la cultura para transmitirle el mensaje evangélico. Precisamente por eso instituyó el Consejo Pontificio de la cultura, para dar nuevo impulso a la acción de la Iglesia encaminada a hacer que el Evangelio se encuentre con la pluralidad de las culturas en las diferentes partes del mundo (cf. Carta al cardenal secretario de Estado Agostino Casaroli, 20 de mayo de 1982: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de junio de 1982, p. 19).

La sensibilidad intelectual y la caridad pastoral del Papa Juan Pablo II lo impulsaron a poner de relieve el hecho de que la revolución industrial y los descubrimientos científicos han permitido responder a preguntas que antes sólo la religión satisfacía en parte. La consecuencia ha sido que el hombre contemporáneo a menudo tiene la impresión de que no necesita a nadie para comprender, explicar y dominar el universo; se siente el centro de todo, la medida de todo.

Más recientemente, la globalización, por medio de las nuevas tecnologías de la información, con frecuencia ha tenido también como resultado la difusión de muchos componentes materialistas e individualistas de Occidente en todas las culturas. Cada vez más la fórmula etsi Deus non daretur se convierte en un modo de vivir, cuyo origen es una especie de «soberbia» de la razón —realidad también creada y amada por Dios— la cual se considera a sí misma suficiente y se cierra a la contemplación y a la búsqueda de una Verdad que la supera.

La luz de la razón, exaltada, pero en realidad empobrecida por la Ilustración, sustituye radicalmente a la luz de la fe, la luz de Dios (cf. Discurso preparado para el encuentro con la Universidad de Roma «La Sapienza», 17 de enero de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de enero de 2008, p. 4). Grandes son, por tanto, los desafíos que debe afrontar en este ámbito la misión de la Iglesia. Así, resulta sumamente importante el compromiso del Consejo Pontificio de la Cultura con vistas a un diálogo fecundo entre ciencia y fe. La Iglesia espera mucho de este confrontarse recíprocamente, pero también la comunidad científica, y os animo a proseguirlo. En él, la fe supone la razón y la perfecciona; y la razón, iluminada por la fe, encuentra la fuerza para elevarse al conocimiento de Dios y de las realidades espirituales.

En este sentido, la secularización no favorece el objetivo último de la ciencia, que está al servicio del hombre, imago Dei. Este diálogo debe continuar, con la distinción de las características específicas de la ciencia y de la fe, pues cada una tiene sus propios métodos, ámbitos, objetos de investigación, finalidades y límites, y debe respetar y reconocer a la otra su legítima posibilidad de ejercicio autónomo según sus propios principios (cf. Gaudium et spes, 36); ambas están llamadas a servir al hombre y a la humanidad, favoreciendo el desarrollo y el crecimiento integral de cada uno y de todos.

Exhorto sobre todo a los pastores de la grey de Dios a una misión incansable y generosa para hacer frente, en el terreno del diálogo y del encuentro con las culturas, del anuncio del Evangelio y del testimonio, al preocupante fenómeno de la secularización, que debilita a la persona y la obstaculiza en su deseo innato de la Verdad completa. Ojalá que así los discípulos de Cristo, gracias al servicio prestado en especial por vuestro dicasterio, sigan anunciando a Cristo en el corazón de las culturas, porque él es la luz que ilumina a la razón, al hombre y al mundo.

También nosotros debemos escuchar la exhortación que dirigió el ángel a la Iglesia de Éfeso: «Conozco tu conducta: tus fatigas y paciencia; (...) pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes» (Ap 2, 2.4). Hagamos nuestro el grito del Espíritu y de la Iglesia: «¡Ven!» (Ap 22, 17) y dejemos que penetre en nuestro corazón la respuesta del Señor: «Sí, vengo pronto» (Ap 22, 20). Él es nuestra esperanza, la luz para nuestro camino, la fuerza para anunciar la salvación con valentía apostólica, llegando hasta el corazón de todas las culturas. Que Dios os ayude en el cumplimiento de vuestra ardua pero excelsa misión.

Encomendando a María, Madre de la Iglesia y Estrella de la nueva evangelización, el futuro del Consejo Pontificio de la Cultura, y el de todos sus miembros, os imparto de todo corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE HAITÍ EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 13 de marzo de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

Os doy una cordial bienvenida mientras realizáis vuestra visita ad limina Apostolorum, ocasión propicia para fortalecer vuestra comunión con el Sucesor de Pedro y entre vosotros, y para compartir con la Curia romana los motivos de alegría y de esperanza, y también de preocupación, que vive el pueblo de Dios encomendado a vuestra solicitud pastoral.

Ante todo, quiero dar las gracias a monseñor Louis Kébreau, nuevo arzobispo de Cabo Haitiano y presidente de la Conferencia episcopal, por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, explicando la situación del país y la actividad de la Iglesia. Saludo en particular a los obispos que acaban de dejar su cargo pastoral y a los que han recibido uno nuevo. Mi pensamiento va también a vuestros fieles y a todo el querido pueblo haitiano.

Deseo recordar el viaje a Haití que hizo mi predecesor el Papa Juan Pablo II hace veinticinco años, con ocasión de la conclusión del Congreso eucarístico nacional, evocando el tema central de ese encuentro: «Es preciso que aquí cambie algo». ¿Han cambiado las cosas? Vuestro país ha atravesado momentos dolorosos, que la Iglesia sigue con atención: divisiones, injusticias, miseria, desempleo, elementos que suscitan profunda preocupación por el pueblo.

Pido al Señor que infunda en el corazón de todos los haitianos, sobre todo de las personas que tienen alguna responsabilidad social, la valentía de promover el cambio y la reconciliación, a fin de que todos los habitantes del país gocen de condiciones de vida dignas y se beneficien de los bienes de la tierra, con una solidaridad cada vez mayor. No puedo olvidar a los que se ven forzados a ir al país vecino para satisfacer sus necesidades. Espero que la comunidad internacional prosiga e intensifique su apoyo al pueblo haitiano, para permitirle ser protagonista de su futuro y de su desarrollo.

Entre las preocupaciones que presentáis en vuestras relaciones quinquenales se encuentra la situación de la estructura familiar, inestable a causa de la crisis que atraviesa el país, pero también a causa de la evolución de las costumbres y de la pérdida progresiva del sentido del matrimonio y de la familia, poniendo en el mismo plano otras formas de unión. La sociedad y la Iglesia se desarrollan, en gran parte, gracias a la familia. Por eso, es fundamental que prestéis atención a este aspecto de la vida pastoral, ya que se trata del ámbito primordial de educación de los jóvenes.

«La familia cristiana, al tener su origen en el matrimonio, que es imagen y participación de la alianza de amor de Cristo y de la Iglesia, debe manifestar a todos la presencia viva del Salvador en el mundo y la naturaleza auténtica de la Iglesia, por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los esposos, como también por la cooperación amorosa de todos sus miembros» (Gaudium et spes, 48). Por ello, os animo a sostener a los esposos y a los hogares jóvenes mediante un acompañamiento y una formación cada vez más adecuados, enseñándoles también a respetar la vida.

En vuestro ministerio episcopal, los sacerdotes ocupan un lugar privilegiado. Son vuestros principales colaboradores. Prestando atención a su formación permanente y manteniendo con ellos relaciones fraternas y confiadas, les ayudaréis a desempeñar un ministerio fecundo, invitándolos también a abstenerse de compromisos políticos.

Es importante que se organicen regularmente encuentros entre los sacerdotes, para que tengan una experiencia profunda del presbiterio y se apoyen con la oración. Transmitid mi saludo afectuoso a todos vuestros sacerdotes. Conozco la fidelidad y la valentía que deben tener para vivir en situaciones a menudo difíciles. Es necesario que fundamenten su apostolado en su relación con Cristo, en el misterio eucarístico que nos recuerda que el Señor se entregó totalmente por la salvación del mundo, en el sacramento del perdón, en su amor a la Iglesia, dando con su vida recta, humilde y pobre, un testimonio elocuente de su compromiso sacerdotal.

Prestad atención a la pastoral de las vocaciones y a la formación de los jóvenes que se presentan, para los que es preciso realizar un discernimiento profundo. Con este fin, buscáis equipos de formadores para vuestros seminarios. Os invito a considerar con los episcopados de otros países la posibilidad de disponer de formadores expertos, de vida sacerdotal ejemplar, para acompañar a lo largo de las diversas etapas de su formación humana, moral, espiritual y pastoral, a los futuros sacerdotes que vuestras diócesis necesitan. De ello depende el futuro de la Iglesia en Haití. Quiera Dios que las Iglesias particulares escuchen este llamamiento y acepten enviar sacerdotes para ayudaros en la formación de los seminaristas, según el espíritu de la encíclica Fidei donum. También para ellos será una apertura, una riqueza y una fuente de abundantes gracias.

Las escuelas católicas, a pesar de sus escasos medios, desempeñan un papel importante en Haití. Son apreciadas por las autoridades y por la población. Doy gracias por las personas que se dedican a la hermosa tarea de la educación de los jóvenes. Transmitidles mi cordial saludo. Con la enseñanza se realizan la formación y la maduración de la personalidad, mediante el reconocimiento de los valores fundamentales y la práctica de las virtudes; así se transmite una concepción del hombre y de la sociedad.

La escuela católica es un ámbito importante de evangelización, mediante el testimonio de vida de los educadores, el descubrimiento del mensaje evangélico o las celebraciones vividas en la comunidad educativa. Decidles a los jóvenes haitianos que el Papa confía en ellos; que conoce su generosidad y su deseo de realizarse en su vida; que Cristo los invita a una vida cada vez más hermosa, recordando que sólo él es portador de un auténtico mensaje de felicidad y da sentido pleno a la existencia. Sí, para mí vuestros jóvenes son motivo de alegría y esperanza. Un país que quiere desarrollarse y una Iglesia que quiere ser más dinámica, ante todo deben concentrar sus esfuerzos en la juventud. A vosotros corresponde también promover la formación de los laicos adultos, para que puedan cumplir cada vez mejor su misión cristiana en el mundo y en la Iglesia.

Queridos hermanos en el episcopado, al final de este encuentro, os expreso de nuevo mi cercanía espiritual a la Iglesia que está en Haití, pidiendo al Señor que la fortalezca en su misión. También me congratulo con vosotros por el trabajo de los religiosos, las religiosas y los voluntarios, a menudo comprometidos en favor de los más pobres y desamparados de la sociedad, mostrando que, al luchar contra la pobreza, se lucha también contra numerosos problemas sociales que dependen de ella. Es necesario que todos los sostengan en esta tarea.

Imparto de corazón una afectuosa bendición apostólica a cada uno de vosotros, así como a los sacerdotes, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos de vuestras diócesis.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR CARLOS FEDERICO DE LA RIVA GUERRA,
EMBAJADOR DE BOLIVIA ANTE LA SANTA SEDE*

Viernes 14 de marzo de 2008



Señor Embajador:

1. Es para mí motivo de particular alegría recibirlo en esta audiencia en la que me presenta las cartas credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario ante la Santa Sede. Al darle la más cordial bienvenida, quiero agradecer las atentas palabras que me ha dirigido y desearle una fecunda labor en la alta misión que le ha sido encomendada. Asimismo, le ruego que haga llegar mi cercanía y afecto a todos los hijos e hijas de ese querido País, así como mi deferente saludo al Señor Presidente de la República.

2. Las hondas raíces cristianas de Bolivia han sostenido a sus pueblos, acompañado los avatares de su historia y promovido el sentido de respeto y reconciliación, tan necesario en los momentos difíciles que esa Nación ha debido afrontar. A este respecto, es particularmente significativa la masiva y calurosa acogida de todos los bolivianos, de la ciudad y del campo, del altiplano y del oriente, a mi venerado predecesor Juan Pablo II durante la visita que realizó hace veinte años a vuestro País, y que puso de manifiesto la fuerte impronta religiosa y el espíritu de comunión y de fraternidad, como muestra de la fe de todo un pueblo.

Recordar este acontecimiento es importante en un momento en el que vuestra Nación está viviendo un profundo proceso de cambio, que produce situaciones difíciles y a veces preocupantes. En efecto, no es posible permanecer indiferentes cuando la tensión social va en aumento y se difunde un clima que no favorece el entendimiento. Creo que todos compartimos la convicción de que las posiciones encontradas, en ocasiones incentivadas y aplaudidas, obstaculizan el diálogo constructivo para encontrar soluciones de equidad económica y justicia con miras al bien común, especialmente en favor de los que tienen dificultades para vivir de manera digna.

Las autoridades que rigen los destinos del pueblo, así como los responsables de las organizaciones políticas, sociales y civiles, necesitan de la prudencia y sabiduría que nace del amor por el hombre, con el fin de promover en la entera población las condiciones necesarias para el diálogo y el acuerdo. Este loable objetivo se verá favorecido si todos los bolivianos aportan lo mejor de sí mismos con franqueza y próvida solicitud no exenta, a menudo, de abnegación y sacrificio. De este modo, la colaboración sincera y altruista de personas e instituciones contribuye a erradicar los males que afligen al noble pueblo boliviano, tantas veces afectado también por catástrofes naturales, que reclaman de todos medidas eficaces y sentimientos de fraternidad que ayuden a solventar sus graves consecuencias.

El renacimiento civil y social, político y económico, exige siempre una desinteresada laboriosidad y generosa entrega en favor de un pueblo que reclama ayuda material, moral y espiritual. La consecución de la paz ha de estar basada en la justicia, la verdad y la libertad, así como en la cooperación recíproca, el amor y la reconciliación entre todos.

3. La Iglesia, conociendo bien las necesidades y esperanzas del pueblo boliviano, ofrece el anuncio de la fe y su experiencia en humanidad para ayudarlo a crecer espiritualmente y a alcanzar su plena realización humana. Fiel a su misión, está siempre dispuesta a colaborar en la pacificación y desarrollo humano y espiritual del País, proclamando su doctrina y expresando también públicamente su parecer sobre cuestiones referentes al orden social. Por ello, reconociendo las competencias propias del Estado, asume como deber propio orientar a sus fieles, proponiéndoles a ellos, y a toda la sociedad, que destierren el odio racial, el revanchismo y la venganza y, en definitiva, que en vez de adoptar actitudes de división emprendan el camino de la solidaridad y de la confianza mutua en el respeto de la diversidad.

En el Documento conclusivo de la V Conferencia del Episcopado de América Latina y del Caribe, en Aparecida, los Obispos consideraron urgente colaborar con las instancias políticas y sociales para crear nuevas estructuras que consoliden un orden social, económico y político, promuevan una auténtica convivencia humana, impidan la prepotencia de algunos y faciliten el diálogo fraterno, sincero y constructivo para los necesarios consensos sociales (cf. n. 384).

Para ello, es preciso que la defensa y salvaguardia de los derechos humanos esté firmemente respaldada por valores éticos, como la justicia y el anhelo de paz, la honestidad y la transparencia, así como la solidaridad efectiva para que se corrijan las injustas desigualdades sociales.

Por eso, la enseñanza del bien moral, de lo justo o lo injusto, sin lo cual ninguna sociedad podría sostenerse, incumbe a la educación ya desde la más tierna edad. En esta tarea, la familia tiene un papel decisivo, por lo que debe contar con las ayudas necesarias para cumplir su cometido y ser esa “principal ‘agencia’ de paz” en beneficio de todos (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2008, 5).

4. Señor Embajador, antes de concluir este encuentro quisiera reiterar los mejores deseos por un feliz desempeño de su misión, para que se robustezcan los vínculos de diálogo entre su País y esta Sede Apostólica.

Deseamos para su Nación un auténtico renacimiento espiritual, material y civil. Anhelamos de corazón que en cada persona humana resplandezca la imagen de su Creador y Señor, y que el amor de Cristo Jesús sea fuente de esperanza para cada hijo e hija de esa amada tierra boliviana. Pido al Señor que en Bolivia triunfe la verdad que busca el respeto del otro, también del que no comparte las mismas ideas, la paz que se hermana con la justicia y abre las puertas al desarrollo armónico y estable, la sensatez que se esfuerza en encontrar soluciones ecuánimes y razonables a los problemas y la concordia que une las voluntades en la superación de las adversidades y en la consecución del bien común.

Que la materna protección de Nuestra Señora de Copacabana acompañe a Vuestra Excelencia, a su familia, a sus colaboradores y a todos los amados hijos e hijas de la noble Nación boliviana.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL SEÑOR MILTIADIS HISKAKIS,
NUEVO EMBAJADOR DE GRECIA ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 15 de marzo de 2008



Excelencia:

Es un placer para mí darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Grecia ante la Santa Sede. Le agradezco el amable saludo que me ha transmitido de parte de su excelencia el señor Karolos Papoulias, y le ruego que le asegure a él, a los responsables de su país y al pueblo de Grecia, mis mejores deseos y mis oraciones por su bienestar y su paz.

Recientemente, varios encuentros significativos han fortalecido los vínculos de buena voluntad entre Grecia y la Santa Sede. Inmediatamente después del jubileo del año 2000, mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II visitó su país durante su peregrinación tras las huellas de san Pablo. Esto llevó a un intercambio de visitas de las delegaciones ortodoxa y católica en Roma y Atenas. En el año 2006 me alegró recibir a su presidente aquí, en el Vaticano, y me honró con su visita Su Beatitud Cristódulos, cuya reciente muerte sigue entristeciendo a los cristianos de su país y de todo el mundo. Ruego al Señor que conceda a este pastor devoto el descanso de sus fatigas y lo bendiga por sus valerosos esfuerzos para superar la brecha entre los cristianos del Oriente y del Occidente.

Aprovecho esta ocasión para transmitir al nuevo arzobispo de Atenas y de toda Grecia, Su Beatitud Jerónimos, mi sincero y fraterno saludo de paz, juntamente con la seguridad de mis constantes oraciones por la fecundidad de su ministerio y por su buena salud.

También aprovecho esta oportunidad para reiterar mi vivo deseo de cooperación en el camino hacia la unidad de los cristianos. A este respecto, su excelencia ha puesto de relieve los signos de esperanza que emergen de los encuentros ecuménicos de los últimos decenios. No sólo han reafirmado lo que católicos y ortodoxos ya tienen en común, sino que también han abierto la puerta a debates más profundos sobre el significado preciso de la unidad de la Iglesia. Indudablemente, se requiere honradez y confianza por parte de todos para seguir afrontando de modo eficaz las importantes cuestiones suscitadas por este diálogo. Nos impulsa el "nuevo espíritu" de amistad que ha caracterizado nuestras conversaciones, invitando a todos los participantes a una conversión y a una oración permanentes, las únicas que pueden garantizar que los cristianos alcancen un día la unidad por la que Jesús oró tan ardientemente (cf. Jn 17, 21).

El inminente jubileo dedicado al bimilenario del nacimiento de san Pablo será una ocasión particularmente propicia para intensificar nuestros esfuerzos ecuménicos, porque san Pablo fue un hombre que "se comprometió con todas sus fuerzas por la unidad y la concordia de todos los cristianos" (Homilía durante la celebración de las primeras Vísperas de la solemnidad de San Pedro y San Pablo, 28 de junio de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de julio de 2007, p. 6). Este brillante "Apóstol de los gentiles" dedicó sus energías a predicar la sabiduría de la cruz de Cristo al pueblo griego, forjado por la refinada cultura helenística. Dado que el recuerdo de san Pablo está arraigado para siempre en su tierra, Grecia desempeñará un papel importante en esta celebración. Confío en que los peregrinos que vayan a Grecia para venerar los santos lugares vinculados a su vida y a su enseñanza sean acogidos con el espíritu cordial de hospitalidad por el que es famosa su nación.

El intenso intercambio entre la cultura helenística y el cristianismo permitió que aquella se transformara gracias a la enseñanza cristiana, y que este se enriqueciera con la lengua y la filosofía griegas. Esto permitió a los cristianos anunciar el Evangelio de modo más coherente y persuasivo en todo el mundo. Incluso hoy, quien visita Atenas puede contemplar las palabras que san Pablo dirigió a los sabios ciudadanos de la polis, inscritas ahora en el monumento situado frente al Areópago. Habló del único Dios en el que "vivimos, nos movemos y existimos" (cf. Hch 17, 16-34). La vigorosa predicación de san Pablo del misterio de Cristo a los corintios, que tenían en gran estima su herencia filosófica (cf. 1 Co 2, 5), abrió su cultura a la influencia benéfica de la palabra de Dios. Sus palabras resuenan aún en el corazón de los hombres y mujeres de hoy. Pueden ayudar a nuestros contemporáneos a apreciar más profundamente su dignidad humana, y promover así el bien de toda la familia humana.

Espero que el Año paulino se convierta en un catalizador que provoque una reflexión sobre la historia de Europa e impulse a sus habitantes a redescubrir el inestimable tesoro de valores que han heredado de la sabiduría integral de la cultura helenística y del Evangelio.

Señor embajador, le agradezco que me haya asegurado la decisión de su gobierno de afrontar las cuestiones administrativas concernientes a la Iglesia católica en su nación. Entre ellas, tiene especial importancia la cuestión de su situación jurídica. Los fieles católicos, aunque su número sea escaso, esperan los resultados positivos de esas deliberaciones. En efecto, cuando los líderes religiosos y las autoridades civiles cooperan para elaborar una legislación justa con respecto a la vida de las comunidades eclesiales locales, aumenta el bienestar espiritual de los fieles y el bien de toda la sociedad.

En el ámbito internacional, elogio los esfuerzos de Grecia por promover la paz y la reconciliación, especialmente en la región de la cuenca del Mediterráneo. Ojalá que sus esfuerzos por aliviar las tensiones y disipar las sombras de sospechas que han permanecido desde hace tiempo en el camino hacia una coexistencia plenamente armoniosa en la región ayuden a reavivar el espíritu de buena voluntad entre las personas y las naciones.

Por último, señor embajador, no puedo menos de recordar la devastación causada por los incendios que hicieron estragos en toda Grecia el verano pasado. Sigo recordando en mis oraciones a los damnificados por ese desastre, e invoco la gracia y la fuerza de Dios sobre todas las personas implicadas en el proceso de reconstrucción.

En el momento en que asume su cargo dentro de la comunidad diplomática acreditada ante la Santa Sede, le expreso mis mejores y más fervientes deseos de éxito en su misión y le aseguro que las distintas oficinas de la Curia romana estarán siempre dispuestas a ayudarle en sus tareas. Invoco de corazón sobre usted y sobre todo el amado pueblo de Grecia las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.


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VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Colina del Palatino
Viernes Santo 21 de marzo de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

También este año hemos recorrido el camino de la cruz, el vía crucis, volviendo a evocar con fe las etapas de la pasión de Cristo. Nuestros ojos han vuelto a contemplar los sufrimientos y la angustia que nuestro Redentor tuvo que soportar en la hora del gran dolor, que marcó la cumbre de su misión terrena. Jesús muere en la cruz y yace en el sepulcro. El día del Viernes santo, tan impregnado de tristeza humana y de religioso silencio, se concluye en el silencio de la meditación y de la oración. Al volver a casa, también nosotros, como quienes asistieron al sacrificio de Jesús, nos golpeamos el pecho, recordando lo que sucedió (cf. Lc 23, 48). ¿Es posible permanecer indiferentes ante la muerte de un Dios? Por nosotros, por nuestra salvación se hizo hombre y murió en la cruz.

Hermanos y hermanas, dirijamos hoy a Cristo nuestra mirada, con frecuencia distraída por intereses terrenos superficiales y efímeros. Detengámonos a contemplar su cruz. La cruz es manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta morir crucificado. Sus brazos clavados se abren para cada ser humano y nos invitan a acercarnos a él con la seguridad de que nos va a acoger y estrechar en un abrazo de infinita ternura: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

A través del camino doloroso de la cruz, los hombres de todas las épocas, reconciliados y redimidos por la sangre de Cristo, han llegado a ser amigos de Dios, hijos del Padre celestial. «Amigo», así llama Jesús a Judas y le dirige el último y dramático llamamiento a la conversión. «Amigo» nos llama a cada uno de nosotros, porque es verdadero amigo de todos. Por desgracia, los hombres no siempre logran percibir la profundidad de este amor infinito que Dios tiene a sus criaturas. Para él no hay diferencia de raza y cultura. Jesucristo murió para librar a toda la humanidad de la ignorancia de Dios, del círculo de odio y venganza, de la esclavitud del pecado. La cruz nos hace hermanos.

Pero preguntémonos: ¿qué hemos hecho con este don?, ¿qué hemos hecho con la revelación del rostro de Dios en Cristo, con la revelación del amor de Dios que vence al odio? También en nuestra época, muchos no conocen a Dios y no pueden encontrarlo en Cristo crucificado. Muchos buscan un amor y una libertad que excluya a Dios. Muchos creen que no tienen necesidad de Dios.

Queridos amigos, después de vivir juntos la pasión de Jesús, dejemos que en esta noche nos interpele su sacrificio en la cruz. Permitámosle que ponga en crisis nuestras certezas humanas. Abrámosle el corazón. Jesús es la verdad que nos hace libres para amar. ¡No tengamos miedo! Al morir, el Señor salvó a los pecadores, es decir, a todos nosotros. El apóstol san Pedro escribe: «Sobre el madero llevó nuestros pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; por sus llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24). Esta es la verdad del Viernes santo: en la cruz el Redentor nos devolvió la dignidad que nos pertenece, nos hizo hijos adoptivos de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza. Permanezcamos, por tanto, en adoración ante la cruz.

Cristo, Rey crucificado, danos el verdadero conocimiento de ti, la alegría que anhelamos, el amor que llene nuestro corazón sediento de infinito. Esta es nuestra oración en esta noche, Jesús, Hijo de Dios, muerto por nosotros en la cruz y resucitado al tercer día. Amén.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXVI CAPÍTULO GENERAL
DE LA SOCIEDAD DE SAN FRANCISCO DE SALES

Lunes 31 de marzo de 2008



Eminencia;
queridos miembros del capítulo general de la congregación salesiana:

Me alegra encontrarme hoy con vosotros mientras llegan a su fase conclusiva vuestros trabajos capitulares. Agradezco ante todo al rector mayor, don Pascual Chávez Villanueva, los sentimientos que ha manifestado en nombre de todos, confirmando la voluntad de la congregación de actuar siempre con la Iglesia y por la Iglesia, en plena sintonía con el Sucesor de Pedro. Le agradezco, asimismo, el servicio generoso que ha prestado en el sexenio pasado y le expreso mis mejores deseos para el encargo que le acaban de renovar. Saludo también a los miembros del nuevo consejo general, que ayudarán al rector mayor en su tarea de animación y de gobierno de toda vuestra congregación.

En el mensaje que dirigí al rector mayor, y a través de él a vosotros, los capitulares, al comenzar vuestros trabajos manifesté algunas expectativas que la Iglesia pone en vosotros, los salesianos, e hice algunas consideraciones para el camino de vuestra congregación. Hoy deseo retomar y profundizar algunas de esas indicaciones, también a la luz del trabajo que estáis desarrollando.

Vuestro XXVI capítulo general se celebra en un período de grandes cambios sociales, económicos y políticos; de marcados problemas éticos, culturales y ambientales; y de conflictos aún por resolver entre etnias y naciones. Por otra parte, en nuestro tiempo hay comunicaciones más intensas entre los pueblos, nuevas posibilidades de conocimiento y de diálogo, una confrontación más viva sobre los valores espirituales que dan sentido a la existencia. En particular, las exigencias que los jóvenes nos presentan, especialmente sus interrogantes sobre los problemas de fondo, ponen de manifiesto los intensos deseos de vida plena, de amor auténtico y de libertad constructiva que albergan.

Son situaciones que interpelan profundamente a la Iglesia y su capacidad de anunciar hoy el evangelio de Cristo con toda su carga de esperanza. Por eso, deseo vivamente que toda la congregación salesiana, también gracias a los resultados de vuestro capítulo general, viva con renovado impulso y fervor la misión para la que el Espíritu Santo, por la intervención maternal de María Auxiliadora, la suscitó en la Iglesia. Hoy quiero animaros a vosotros, y a todos los salesianos, a seguir por el camino de esta misión, con plena fidelidad a vuestro carisma originario, en el contexto del ya inminente bicentenario del nacimiento de don Bosco.

Con el tema "Da mihi animas, cetera tolle", vuestro capítulo general se propuso reavivar el celo apostólico en cada salesiano y en toda la congregación. Eso ayudará a definir mejor el perfil del salesiano, de modo que sea cada vez más consciente de su identidad de persona consagrada "para la gloria de Dios" y esté cada vez más inflamado de celo pastoral "por la salvación de las almas".

Don Bosco quiso que la continuidad de su carisma en la Iglesia estuviera asegurada por la opción de la vida consagrada. También hoy el movimiento salesiano sólo puede crecer en fidelidad carismática si en su interior sigue siendo un núcleo fuerte y vital de personas consagradas. Por eso, con el fin de fortalecer la identidad de toda la congregación, vuestro primer compromiso consiste en reforzar la vocación de cada salesiano a vivir en plenitud la fidelidad a su llamada a la vida consagrada.

Toda la congregación debe tender a ser continuamente "memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos" (Vita consecrata, 22). Cristo debe ocupar el centro de vuestra vida. Es preciso dejarse aferrar por él y recomenzar siempre desde él. Todo lo demás ha de considerarse "pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús" y todo ha de tenerse "por basura para ganar a Cristo" (Flp 3, 8).

De aquí brota el amor ardiente al Señor Jesús, la aspiración a configurarse con él asumiendo sus sentimientos y su forma de vida, su abandono confiado al Padre, su entrega a la misión evangelizadora, que deben caracterizar a todo salesiano. Debe sentirse elegido para seguir a Cristo obediente, pobre y casto, según las enseñanzas y el ejemplo de don Bosco.

El proceso de secularización, que avanza en la cultura contemporánea, lamentablemente afecta también a las comunidades de vida consagrada. Por eso, es preciso velar sobre formas y estilos de vida que corren el peligro de debilitar el testimonio evangélico, haciendo ineficaz la acción pastoral y frágil la respuesta vocacional. En consecuencia, os pido que ayudéis a vuestros hermanos a conservar y a reavivar la fidelidad a la llamada. La oración que Jesús dirigió al Padre antes de su pasión para que cuidara en su nombre a todos los discípulos que le había dado y para que ninguno de ellos se perdiera (cf. Jn 17, 11-12), vale de modo particular para las vocaciones de especial consagración.

Por eso, "la vida espiritual debe ocupar el primer lugar en el programa" de vuestra congregación (Vita consecrata, 93). La palabra de Dios y la liturgia han de ser las fuentes de la espiritualidad salesiana. En particular, la lectio divina, practicada diariamente por todo salesiano, y la Eucaristía, celebrada cada día en la comunidad, deben ser su alimento y su apoyo. De aquí nacerá la auténtica espiritualidad de la entrega apostólica y de la comunión eclesial. La fidelidad al Evangelio vivido sine glossa y a vuestra Regla de vida, en particular un estilo de vida austero y la pobreza evangélica practicada de modo coherente, el amor fiel a la Iglesia y la entrega generosa de vosotros mismos a los jóvenes, especialmente a los más necesitados y desvalidos, serán una garantía del florecimiento de vuestra congregación.

Don Bosco es un ejemplo brillante de una vida impregnada de celo apostólico, vivida al servicio de la Iglesia dentro de la congregación y la familia salesianas. Siguiendo las huellas de san José Cafasso, vuestro fundador aprendió a asumir el lema "da mihi animas, cetera tolle" como síntesis de un modelo de acción pastoral inspirado en la figura y en la espiritualidad de san Francisco de Sales. Ese modelo se sitúa en el horizonte de la primacía absoluta del amor de Dios, un amor que llega a forjar personalidades ardientes, deseosas de contribuir a la misión de Cristo para encender toda la tierra con el fuego de su amor (cf. Lc 12, 49).

Juntamente con el amor a Dios, la otra característica del modelo salesiano es la conciencia del valor inestimable de las "almas". Esta percepción genera, por contraste, una agudo sentido del pecado y de sus devastadoras consecuencias en el tiempo y en la eternidad. El apóstol está llamado a colaborar en la acción redentora del Salvador, para que no se pierda nadie. Por consiguiente, "salvar las almas", precisamente según las palabras de san Pedro, fue la única razón de ser de don Bosco. El beato Miguel Rua, su primer sucesor, sintetizó así toda la vida de vuestro amado padre y fundador: "No dio ningún paso, no pronunció ninguna palabra, no emprendió ninguna empresa que no estuviera orientada a la salvación de la juventud. (...) Realmente, sólo le interesaban las almas". Así se refirió el beato Miguel Rua acerca de don Bosco.

También hoy es urgente alimentar este celo en el corazón de cada salesiano. Así no tendrá miedo de actuar con audacia incluso en los ámbitos más difíciles de la acción evangelizadora en favor de los jóvenes, especialmente de los más pobres material y espiritualmente. Tendrá la paciencia y la valentía de proponer a los jóvenes vivir la misma totalidad de entrega en la vida consagrada. Tendrá el corazón abierto a descubrir las nuevas necesidades de los jóvenes y a escuchar su invocación de ayuda, dejando eventualmente a otros los campos ya consolidados de intervención pastoral.

Por eso, el salesiano afrontará las exigencias totalizadoras de la misión con una vida sencilla, pobre y austera, compartiendo las mismas condiciones de los más pobres, y tendrá la alegría de dar más a quienes en la vida han recibido menos. Así el celo apostólico resultará contagioso e implicará también a otros. Por tanto, el salesiano se hace promotor del sentido apostólico, ayudando ante todo a los jóvenes a conocer y amar al Señor Jesús, a dejarse fascinar por él, a cultivar el compromiso evangelizador, a querer hacer el bien a sus coetáneos, a ser apóstoles de otros jóvenes, como santo Domingo Savio, la beata Laura Vicuña y el beato Ceferino Namuncurá, y los cinco jóvenes beatos mártires del oratorio de Poznan. Queridos salesianos, comprometeos en la formación de laicos con corazón apostólico, invitando a todos a caminar en la santidad de vida que hace madurar discípulos valientes y apóstoles auténticos.

En el mensaje que dirigí al rector mayor al inicio de vuestro capítulo general entregué idealmente a todos los salesianos la carta que envié recientemente a los fieles de Roma sobre la preocupación de lo que he llamado una gran emergencia educativa. "Educar nunca ha sido fácil, y hoy parece cada vez más difícil; por eso, muchos padres de familia y profesores se sienten tentados de renunciar a la tarea que les corresponde, y ya ni siquiera logran comprender cuál es de verdad la misión que se les ha confiado. En efecto, demasiadas incertidumbres y dudas reinan en nuestra sociedad y en nuestra cultura; los medios de comunicación social transmiten demasiadas imágenes distorsionadas. Así, resulta difícil proponer a las nuevas generaciones algo válido y cierto, reglas de conducta y objetivos por los cuales valga la pena gastar la propia vida" (Discurso en la entrega a la diócesis de Roma de la carta sobre la tarea urgente de la educación, 23 de febrero de 2008: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de febrero de 2008, p. 6).

En realidad, el aspecto más grave de la emergencia educativa es el sentido de desaliento que invade a muchos educadores, especialmente padres de familia y profesores, ante las dificultades que plantea hoy su tarea. En efecto, en la citada carta escribí: «Sólo una esperanza fiable puede ser el alma de la educación, como de toda la vida. Hoy nuestra esperanza se ve asechada desde muchas partes, y también nosotros, como los antiguos paganos, corremos el riesgo de convertirnos en hombres "sin esperanza y sin Dios en este mundo", como escribió el apóstol san Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 2, 12). Precisamente de aquí nace la dificultad tal vez más profunda para una verdadera obra educativa, pues en la raíz de la crisis de la educación hay una crisis de confianza en la vida» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de febrero de 2008, p. 9) que, en el fondo, no es más que desconfianza en Dios, que nos ha llamado a la vida.

En la educación de los jóvenes es sumamente importante que la familia sea un sujeto activo. Con frecuencia encuentra dificultades para afrontar los desafíos de la educación; muchas veces es incapaz de dar su aportación específica, o está ausente. La predilección y el compromiso en favor de los jóvenes, que son característica del carisma de don Bosco, deben traducirse en un compromiso igual para la implicación y la formación de las familias.

Por consiguiente, vuestra pastoral juvenil debe abrirse decididamente a la pastoral familiar. Cuidar las familias no es restar fuerzas al trabajo en favor de los jóvenes; al contrario, es hacerlo más duradero y eficaz. Por eso, os animo a profundizar las formas de este compromiso, por el que ya estáis encaminados. Eso redundará en beneficio de la educación y la evangelización de los jóvenes.

Ante estas múltiples tareas es necesario que vuestra congregación asegure, especialmente a sus miembros, una sólida formación. La Iglesia necesita con urgencia personas de fe sólida y profunda, de preparación cultural actualizada, de genuina sensibilidad humana y de fuerte sentido pastoral. Necesita personas consagradas que dediquen su vida a estar en estas fronteras. Sólo así será posible evangelizar de forma eficaz, anunciar al Dios de Jesucristo y así la alegría de la vida.

Por consiguiente, a este compromiso formativo debe dedicarse vuestra congregación como una prioridad. Debe seguir formando con gran esmero a sus miembros sin contentarse con la mediocridad, superando las dificultades de la fragilidad vocacional, favoreciendo un sólido acompañamiento espiritual y garantizando en la formación permanente la cualificación educativa y pastoral.

Concluyo dando gracias a Dios por la presencia de vuestro carisma al servicio de la Iglesia. Os animo a realizar las metas que vuestro capítulo general proponga a toda la congregación. Os aseguro mi oración por la puesta en práctica de lo que el Espíritu os sugiera para el bien de los jóvenes, de las familias y de todos los laicos implicados en el espíritu y en la misión de don Bosco. Con estos sentimientos os imparto ahora a todos vosotros, como prenda de abundantes dones celestiales, la bendición apostólica.


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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA "FUNDACIÓN PAPAL"

Sala Clementina
Viernes 4 de abril de 2008



Queridos hermanos en el episcopado;
queridos amigos en Cristo:

Os doy una cordial bienvenida a vosotros, representantes de la Fundación Papal, mientras seguís celebrando la gloriosa resurrección de nuestro Señor en este santo tiempo de Pascua.

«¡Es verdad, el Señor ha resucitado!». Esta fue la respuesta de los Once a los discípulos de Emaús, que habían reconocido a Jesús en la fracción del pan y se habían apresurado a reunirse con ellos en Jerusalén (cf. Lc 24, 33-40). El encuentro con el Señor resucitado transformó su tristeza en alegría, su decepción en esperanza. Su testimonio de fe nos infunde la firme convicción de que Cristo vive en medio de nosotros, otorgando los dones que nos permiten ser mensajeros de esperanza en el mundo actual.

La verdadera fuente del servicio de amor de la Iglesia, mientras se esfuerza por aliviar el sufrimiento de los pobres y de los débiles, se puede encontrar en su fe inquebrantable en que el Señor ha vencido definitivamente al pecado y a la muerte; y en el hecho de que, sirviendo a sus hermanos y hermanas, sirve al Señor mismo hasta que venga de nuevo en su gloria (cf. Mt 25, 31-46; Deus caritas est, 19).

Queridos amigos, me complace tener esta ocasión de expresar mi gratitud por el generoso apoyo que la Fundación Papal ofrece a través de proyectos de ayuda y becas, una contribución que me permite desempeñar mi ministerio apostólico en favor de la Iglesia universal. Os pido vuestras oraciones y os aseguro las mías. Quiera Dios que vuestras buenas obras sigan multiplicándose, infundiendo en nuestros hermanos y hermanas la esperanza segura de que Jesús jamás deja de dar su vida por nosotros en los sacramentos, para que podamos proveer a las necesidades materiales y espirituales de toda la familia humana (cf. Deus caritas est, 25).

Encomendándoos a vosotros y a vuestros seres queridos a la protección de la santísima Virgen María, de corazón os imparto mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en el Salvador resucitado.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN CONGRESO ORGANIZADO
POR EL INSTITUTO PONTIFICIO JUAN PABLO II
PARA ESTUDIOS SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

Sábado 5 de abril de 2008

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros, con ocasión del Congreso internacional El aceite sobre las heridas. Una respuesta a las plagas del aborto y del divorcio, organizado por el Instituto pontificio Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, en colaboración con los Caballeros de Colón. Os felicito por el tema escogido como objeto de vuestras reflexiones durante estos días, muy actual y complejo, en particular por la referencia a la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 25-37), que habéis elegido como clave para analizar las plagas del aborto y del divorcio, que tanto sufrimiento causan en la vida de las personas, de las familias y de la sociedad.

Sí, en verdad, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo se encuentran a veces despojados y heridos, al borde de los caminos que recorremos, a menudo sin que nadie escuche sus gritos de auxilio y se compadezca de ellos, para aliviarlos y curarlos. En el debate, con frecuencia puramente ideológico, se crea con respecto a ellos una especie de conjuración de silencio. Sólo con la actitud del amor misericordioso es posible acercarse a las víctimas para llevarles ayuda y permitir que se levanten y reanuden el camino de la existencia.

En un contexto cultural marcado por un creciente individualismo, por el hedonismo y muy a menudo también por la falta de solidaridad y de un adecuado apoyo social, la libertad humana, ante las dificultades de la vida, en su fragilidad es impulsada a decisiones contrarias a la indisolubilidad del pacto conyugal o al respeto debido a la vida humana recién concebida y aún custodiada en el seno materno. Ciertamente, el divorcio y el aborto son opciones de índole diferente, a veces maduradas en circunstancias difíciles y dramáticas, que a menudo provocan traumas y son fuente de profundos sufrimientos para quien las lleva a cabo. Afectan también a víctimas inocentes: al niño recién concebido y aún no nacido, y a los hijos implicados en la ruptura de los vínculos familiares. En todos dejan heridas que marcan indeleblemente la vida.

El juicio ético de la Iglesia con respecto al divorcio y al aborto provocado es claro y de todos conocido: se trata de culpas graves que, en diversas medidas y quedando a salvo la valoración de las responsabilidades subjetivas, menoscaban la dignidad de la persona humana, implican una profunda injusticia en las relaciones humanas y sociales, y también ofenden a Dios, garante del pacto conyugal y autor de la vida. Y, sin embargo, la Iglesia, a ejemplo de su divino Maestro, piensa siempre en las personas concretas, sobre todo en las más débiles e inocentes, que son víctimas de las injusticias y los pecados, y también en los demás hombres y mujeres que, habiendo cometido dichos actos, han incurrido en culpa y llevan sus heridas interiores, buscando la paz y la posibilidad de una recuperación.

La Iglesia tiene el deber primario de acercarse a estas personas con amor y delicadeza, con solicitud y atención materna, para anunciarles la cercanía misericordiosa de Dios en Jesucristo. En efecto, como enseñan los Padres, él es el verdadero buen Samaritano, que se ha hecho nuestro prójimo, que derrama aceite y vino sobre nuestras heridas y nos conduce a la posada, la Iglesia, en la que hace que nos curen, encomendándonos a sus ministros y pagando personalmente, por adelantado, nuestra curación. Sí, el evangelio del amor y de la vida es también siempre evangelio de la misericordia, que se dirige al hombre concreto y pecador —que somos nosotros— para levantarlo de cualquier caída, para curarlo de cualquier herida.

Mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, de cuya muerte acabamos de celebrar el tercer aniversario, al inaugurar el nuevo santuario de la Misericordia Divina en Cracovia, dijo: "Fuera de la misericordia de Dios no existe otra fuente de esperanza para el hombre" (Homilía, 17 de agosto de 2002: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4). A partir de esta misericordia, la Iglesia cultiva una inquebrantable confianza en el hombre y en su capacidad de recuperarse. Sabe que, con la ayuda de la gracia, la libertad humana es capaz de la entrega definitiva y fiel que hace posible el matrimonio de un hombre y una mujer como pacto indisoluble; que la libertad humana, incluso en las circunstancias más difíciles, es capaz de gestos extraordinarios de sacrificio y de solidaridad para acoger la vida de un nuevo ser humano.

Así, se puede ver que los "no" que la Iglesia pronuncia en sus indicaciones morales y en los cuales a veces se concentra de modo unilateral la atención de la opinión pública, en realidad son grandes "sí" a la dignidad de la persona humana, a su vida y a su capacidad de amar. Son la expresión de la confianza constante de que, a pesar de sus debilidades, los seres humanos pueden corresponder a la altísima vocación para la cual han sido creados: la de amar.

En esa misma ocasión, Juan Pablo II prosiguió: "Es preciso transmitir al mundo este fuego de la misericordia. En la misericordia de Dios el mundo encontrará la paz". Aquí se inserta la gran tarea de los discípulos del Señor Jesús, que son compañeros de camino de tantos hermanos, hombres y mujeres de buena voluntad. Su programa, el programa del buen samaritano, es ""un corazón que ve". Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia" (Deus caritas est, 31).

Durante estos días de reflexión y de diálogo os habéis compadecido de las víctimas afectadas por las heridas del divorcio y del aborto. Ante todo, habéis constatado los sufrimientos, a veces traumáticos, que padecen los así llamados "hijos del divorcio", marcando su vida hasta el punto de que su camino se hace mucho más difícil. En efecto, es inevitable que, cuando se rompe el pacto conyugal, sufran sobre todo los hijos, que son el signo vivo de su indisolubilidad. Por consiguiente, la atención solidaria y pastoral deberá procurar que los hijos no sean víctimas inocentes de los conflictos entre los padres que se divorcian, y garantizar, en la medida de lo posible, la continuidad del vínculo con sus padres y también de la relación con sus raíces familiares y sociales, que es indispensable para un crecimiento psicológico y humano equilibrado.

También habéis centrado vuestra atención en el drama del aborto provocado, que deja huellas profundas, a veces indelebles, en la mujer que lo lleva a cabo y en las personas que la rodean, y que produce consecuencias devastadoras para la familia y para la sociedad, entre otras razones, por la mentalidad materialista de desprecio a la vida que favorece. ¡Cuántas complicidades egoístas se encubren a menudo en una decisión sufrida, que tantas mujeres han debido afrontar solas, y cuya herida aún abierta llevan en su alma! Aunque lo que han realizado sigue constituyendo una grave injusticia y ya no tiene remedio, hago mía la exhortación dirigida en la encíclica Evangelium vitae a las mujeres que han recurrido al aborto: "No os dejéis vencer por el desánimo y no abandonéis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia" (n. 99).

Expreso mi profundo aprecio por todas las iniciativas sociales y pastorales encaminadas a la reconciliación y a la atención a las personas heridas por el drama del aborto y del divorcio. Esas iniciativas, junto con muchas otras formas de compromiso, constituyen elementos esenciales para la construcción de la civilización del amor que la humanidad necesita hoy más que nunca.

Al implorar al Señor, Dios misericordioso, que os configure cada vez más con Jesús, el buen Samaritano, para que su Espíritu os enseñe a mirar de una forma nueva la realidad de los hermanos que sufren, os ayude a pensar con criterios nuevos y os impulse a actuar con generosidad en la perspectiva de una auténtica civilización del amor y de la vida, imparto a todos una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICO PARA LA FAMILIA

Sábado 5 de abril de 2008



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros al final de la XVIII asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia, que ha tenido por tema: «Los abuelos: su testimonio y su presencia en la familia». Os doy las gracias por haber aceptado mi propuesta de Valencia, donde dije: «Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe» (Encuentro festivo y testimonial, 8 de julio de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 2006, p. 11). Saludo en particular al cardenal Ricardo Vidal, arzobispo de Cebú, miembro del comité de presidencia, que se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos vosotros, y dirijo un afectuoso saludo al querido cardenal Alfonso López Trujillo, que desde hace dieciocho años guía con celo y competencia el dicasterio. Sentimos su ausencia en medio de nosotros. Le deseamos una pronta curación y oramos por él.

El tema que habéis afrontado es muy familiar a todos. ¿Quién no recuerda a sus abuelos? ¿Quién puede olvidar su presencia y su testimonio en el hogar? ¡Cuántos de nosotros llevan su nombre como signo de continuidad y de gratitud! Es costumbre en las familias, después de su muerte, recordar su aniversario con una misa de sufragio por ellos y, si es posible, con una visita al cementerio. Estos y otros gestos de amor y de fe son manifestación de nuestra gratitud hacia ellos. Por nosotros se entregaron, se sacrificaron y, en ciertos casos, incluso se inmolaron.

La Iglesia ha prestado siempre una atención particular a los abuelos, reconociendo que constituyen una gran riqueza desde el punto de vista humano y social, así como desde el punto de vista religioso y espiritual. Mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II —de este último acabamos de celebrar el tercer aniversario de su muerte— intervinieron muchas veces, subrayando el aprecio que la comunidad eclesial tiene por los ancianos, por su dedicación y por su espiritualidad. En particular, Juan Pablo II, durante el jubileo del año 2000, convocó en septiembre, en la plaza de San Pedro, al mundo de la «tercera edad», y en esa circunstancia dijo: «A pesar de las limitaciones que me han sobrevenido con la edad, conservo el gusto por la vida. Doy gracias al Señor por ello. Es hermoso poderse gastar hasta el final por la causa del reino de Dios». Son palabras contenidas en la carta que aproximadamente un año antes, en octubre de 1999, había dirigido a los ancianos, y que conserva intacta su actualidad humana, social y cultural (Carta a los ancianos, n. 17: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de octubre de 1999, p. 7).

Vuestra asamblea plenaria ha afrontado el tema de la presencia de los abuelos en la familia, en la Iglesia y en la sociedad, con una mirada que abarca el pasado, el presente y el futuro. Analicemos brevemente estos tres momentos. En el pasado, los abuelos desempeñaban un papel importante en la vida y en el crecimiento de la familia. Incluso en edad avanzada, seguían estando presentes entre sus hijos, con sus nietos y, a veces, entre sus bisnietos, dando un testimonio vivo de solicitud, sacrificio y entrega diaria sin reservas. Eran testigos de una historia personal y comunitaria que seguía viviendo en sus recuerdos y en su sabiduría.

Hoy, la evolución económica y social ha producido profundos cambios en la vida de las familias. Los ancianos, entre los cuales figuran muchos abuelos, se han encontrado en una especie de «zona de aparcamiento»: algunos se sienten como una carga en la familia y prefieren vivir solos o en residencias para ancianos, con todas las consecuencias que se derivan de estas opciones.

Además, por desgracia, en muchas partes parece avanzar la «cultura de la muerte», que amenaza también la etapa de la tercera edad. Con creciente insistencia se llega incluso a proponer la eutanasia como solución para resolver ciertas situaciones difíciles. La ancianidad, con sus problemas relacionados también con los nuevos contextos familiares y sociales a causa del desarrollo moderno, ha de valorarse con atención, siempre a la luz de la verdad sobre el hombre, sobre la familia y sobre la comunidad. Es preciso reaccionar siempre con fuerza contra lo que deshumaniza a la sociedad. Estos problemas interpelan fuertemente a las comunidades parroquiales y diocesanas, las cuales se están esforzando por salir al paso de las exigencias modernas con respecto a los ancianos.

Hay asociaciones y movimientos eclesiales que han abrazado esta causa importante y urgente. Es necesario unirse para derrotar juntos toda marginación, porque la mentalidad individualista no sólo los atropella a ellos —los abuelos, las abuelas, los ancianos—, sino a todos. Si, como en muchas partes se suele decir a menudo, los abuelos constituyen un valioso recurso, es preciso hacer opciones coherentes que permitan valorar lo mejor posible ese recurso.

Ojalá que los abuelos vuelvan a ser una presencia viva en la familia, en la Iglesia y en la sociedad. Por lo que respecta a la familia, los abuelos deben seguir siendo testigos de unidad, de valores basados en la fidelidad a un único amor que suscita la fe y la alegría de vivir. Los así llamados «nuevos modelos de familia» y el relativismo generalizado han debilitado estos valores fundamentales del núcleo familiar. Como con razón habéis observado durante vuestros trabajos, los males de nuestra sociedad requieren remedios urgentes. Ante la crisis de la familia, ¿no se podría recomenzar precisamente de la presencia y del testimonio de los abuelos, que tienen una solidez mayor en valores y en proyectos?

En efecto, no se puede proyectar el futuro sin hacer referencia a un pasado rico en experiencias significativas y en puntos de referencia espiritual y moral. Pensando en los abuelos, en su testimonio de amor y de fidelidad a la vida, vienen a la memoria las figuras bíblicas de Abraham y Sara, de Isabel y Zacarías, de Joaquín y Ana, así como de los ancianos Simeón y Ana, o también Nicodemo: todos ellos nos recuerdan que a cualquier edad el Señor pide a cada uno la aportación de sus talentos.

Dirijamos ahora la mirada hacia el VI Encuentro mundial de las familias, que se celebrará en México en enero de 2009. Saludo y doy las gracias al cardenal Norberto Rivera Carrera, arzobispo de México, aquí presente, por todo lo que ya ha realizado durante estos meses de preparación juntamente con sus colaboradores. Todas las familias cristianas del mundo miran a esta nación «siempre fiel» a la Iglesia, que abrirá sus puertas a todas las familias del mundo. Invito a las comunidades eclesiales, especialmente a los grupos familiares, a los movimientos y a las asociaciones de familias, a prepararse espiritualmente para este acontecimiento de gracia.

Venerados y queridos hermanos, os agradezco una vez más vuestra visita y el trabajo realizado durante estos días; os aseguro mi recuerdo en la oración, y de corazón os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DE LAS ANTILLAS EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 7 de abril de 2008



Queridos hermanos en el episcopado:

«No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos» (2 Co 4, 5). Con estas emotivas palabras de san Pablo os doy cordialmente la bienvenida a vosotros, obispos de las Antillas. Agradezco al arzobispo mons. Burke los amables sentimientos que ha expresado en vuestro nombre, correspondo con afecto asegurándoos mis oraciones por vosotros y por las personas encomendadas a vuestra solicitud pastoral. Vuestra visita ad limina Apostolorum es una ocasión para fortalecer vuestro compromiso de hacer que el rostro de Jesús sea cada vez más visible en la Iglesia y en la sociedad a través de un coherente testimonio del Evangelio.

El gran "drama" de Semana santa y la alegría del tiempo litúrgico de Pascua expresan la esencia auténtica de la esperanza que nos define como cristianos. Jesús, que nos indica el camino incluso más allá de la muerte, es el único que nos enseña cómo superar las pruebas y el miedo. Él es el verdadero maestro de vida (cf. Spe salvi, 6). En realidad, también nosotros, llenos de la luz de Cristo, iluminamos el camino que elimina todo el mal, expulsa el odio, nos trae paz y doblega el orgullo terreno (cf. Exsultet).

Queridos hermanos, espero que la imagen de la luz pascual os estimule a afrontar los numerosos desafíos que se os presentan. Vuestras relaciones describen con franqueza tanto las luces como las sombras que se proyectan sobre vuestras diócesis. No cabe duda de que el alma religiosa de los pueblos de vuestra región es capaz de grandes cosas. La generosidad de corazón y la apertura de mente atestiguan un espíritu que quiere ser plasmado por la verdad y el amor de nuestro Señor.

Pero también hay muchos que tratan de apagar la mecha que arde débilmente (cf. Is 42, 3). En diversos grados, vuestras tierras se han visto afectadas por los aspectos negativos de la industria del entretenimiento, por el turismo basado en la explotación y por la plaga del comercio de armas y drogas. Esas influencias no sólo minan la vida familiar y sacuden los fundamentos de los valores culturales tradicionales, sino que también tienden a afectar negativamente a la política local.

Hermanos, contra este inquietante telón de fondo, sed heraldos de esperanza. Sed testigos audaces de la luz de Cristo, que da a las familias orientación y sentido. Sed predicadores intrépidos de la fuerza del Evangelio, que debe impregnar su modo de pensar, sus criterios de juicio y sus normas de comportamiento. Confío en que vuestro testimonio vivo del extraordinario "sí" de Dios a la humanidad (cf. 2 Co 1, 20) impulse a vuestros pueblos a rechazar las tendencias sociales destructoras y a buscar la "fe en acción", acogiendo todo lo que engendra la nueva vida de Pentecostés.

La renovación pastoral es una tarea indispensable para cada una de vuestras diócesis. Ya tenemos ejemplos de cómo afrontar ese desafío con entusiasmo. Esa renovación debe implicar a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos. Es de vital importancia la promoción incansable de las vocaciones, juntamente con la orientación y la formación permanente de los sacerdotes. Vosotros sois los principales formadores de vuestros sacerdotes y, apoyados por los laicos, tenéis la responsabilidad de promover de forma asidua y prudente las vocaciones.

Vuestra solicitud por la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de vuestros seminaristas y sacerdotes es una expresión cierta de vuestro celo y de vuestra preocupación por la profundización constante de su compromiso pastoral (cf. Pastores dabo vobis, 2). Os exhorto a sostener activamente el seminario "San Juan María Vianney y los Mártires Ugandeses", a vigilar de modo paterno especialmente a vuestros sacerdotes jóvenes y a ofrecer programas regulares de formación permanente necesarios para construir la identidad sacerdotal (cf. ib., 71).

A su vez, vuestros sacerdotes alimentarán seguramente a sus comunidades parroquiales con una madurez y una sabiduría espiritual cada vez mayores. La creación de un seminario francófono en la región es un buen signo de esperanza. Os ruego que transmitáis a su personal y a los seminaristas la seguridad de mis oraciones.

La contribución de los religiosos, los sacerdotes y las religiosas a la misión de la Iglesia y a la construcción de la sociedad civil ha sido de inestimable valor para vuestros países. Numerosos niños, niñas y familias se han beneficiado del compromiso desinteresado de los religiosos en la dirección espiritual, en la educación y en las obras sociales y sanitarias.

De especial valor y belleza es la vida de oración de las comunidades contemplativas de la región. Vuestra preocupación pastoral por la disminución de las vocaciones religiosas muestra vuestro profundo aprecio por la vida consagrada. Me dirijo también a vuestras comunidades religiosas, animándolas a reafirmar su vocación con confianza y, guiadas por el Espíritu Santo, a proponer de nuevo a los jóvenes el ideal de consagración y misión. Los tesoros espirituales de sus respectivos carismas iluminan espléndidamente los caminos por los que el Señor llama a los jóvenes a emprender la vida de entrega de sí mismo por amor al Señor Jesús y, en él, a cada miembro de la familia humana (cf. Vita consecrata, 3).

Queridos hermanos, cada uno de vosotros siente la gran responsabilidad de hacer todo lo posible para apoyar el matrimonio y la vida familiar, fuente primera de cohesión en el seno de las comunidades y, por tanto, de capital importancia a los ojos de las autoridades civiles. A este respecto, la amplia red de escuelas católicas en toda vuestra región puede dar una gran contribución. Los valores arraigados en el camino de verdad ofrecido por Cristo iluminan la mente y el corazón de los jóvenes y los impulsan a seguir la senda de la fidelidad, de la responsabilidad y de la libertad verdadera.

Buenos jóvenes cristianos constituyen buenos ciudadanos. Estoy seguro de que haréis todo lo posible para estimular la identidad católica de vuestras escuelas que, durante las generaciones pasadas, han prestado un importante servicio a vuestros pueblos. Por eso, no dudo de que los jóvenes adultos de vuestras diócesis serán conscientes de que les corresponde, de modo urgente, contribuir al desarrollo económico y social de la región, puesto que se trata de una dimensión esencial de su testimonio cristiano.

Con afecto fraterno os ofrezco estas reflexiones, con las que quiero sosteneros en vuestro deseo de intensificar las llamadas al testimonio y a la evangelización que brotan del encuentro con Cristo. Unidos en el anuncio de la buena nueva de Jesucristo, proseguid en la esperanza. Asegurad, por favor, mis oraciones y mi comunión espiritual a todos vuestros seminaristas y sacerdotes, religiosos y fieles laicos, incluyendo de modo especial a las numerosas comunidades de inmigrantes. A todos vosotros os imparto de buen grado mi bendición apostólica.


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MEMORIA DE LOS TESTIGOS DE LA FE DE LOS SIGLOS XX Y XXI

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL ENCUENTRO DE ORACIÓN

Basílica de San Bartolomé en la isla Tiberina
Lunes 7 de abril de 2008



Al final del encuentro de oración en memoria de los testigos de la fe de los tiempos recientes, os dirijo de buen grado un saludo a todos vosotros, sobre todo a los que habéis seguido la liturgia desde la plaza o en conexión por radio o televisión. En el vigésimo quinto aniversario de la Comunidad, al venir a Santa María en Trastévere, el siervo de Dios Juan Pablo II encomendó a la Comunidad de San Egidio esta basílica de San Bartolomé, y en el año 2000 estableció que en ella se conservara el recuerdo de los nuevos mártires.

Queridos amigos de la Comunidad de San Egidio, vosotros disteis los primeros pasos precisamente aquí en Roma en los difíciles años que siguieron al 1968. Hijos de esta Iglesia que preside en la caridad, habéis difundido luego vuestro carisma en muchas partes del mundo. La palabra de Dios, el amor a la Iglesia, la predilección por los pobres, la comunicación del Evangelio, han sido las estrellas que os han guiado testimoniando, bajo cielos diversos, el único mensaje de Cristo.

Os agradezco esta obra apostólica. Os agradezco la atención que prestáis a los últimos y a la búsqueda de la paz, que caracterizan a vuestra Comunidad. Que el ejemplo de los mártires, que hemos recordado, siga guiando vuestros pasos, para que seáis verdaderos amigos de Dios y auténticos amigos de la humanidad. Y no temáis las dificultades y los sufrimientos que implica esta acción misionera: entran en la "lógica" del valiente testimonio del amor cristiano.

Por último, deseo dirigiros a vosotros, y a través de vosotros a todas vuestras comunidades esparcidas por el mundo, mi más cordial felicitación por el cuadragésimo aniversario de vuestra fundación. Extiendo mi saludo a los enfermos, al personal sanitario, a los religiosos y a los voluntarios del contiguo hospital "Fatebenefratelli" de la isla Tiberina.

A todos y cada uno aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que, invocando la protección maternal de la Virgen santísima, imparto a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DEL CÁUCASO EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 24 de abril de 2008



Queridos y venerados hermanos:

"La paz con vosotros". El saludo de Jesús resucitado a los discípulos reunidos en el Cenáculo lo dirijo a vosotros, a quienes él ha puesto a la cabeza de la porción del pueblo de Dios que vive en la región del Cáucaso. Me alegra tener este encuentro conjunto con vosotros, después de haber podido hablar personalmente con cada uno en ocasión de la visita ad limina. Han sido conversaciones interesantes, gracias a las cuales he podido conocer mejor la situación de vuestras respectivas comunidades, las esperanzas y las preocupaciones que lleváis en el corazón, y doy gracias al Señor por el trabajo apostólico que realizáis con gran entrega y amor a Cristo y a la Iglesia.

Os saludo con afecto y, a través de vosotros, envío mi cordial saludo a los sacerdotes, vuestros primeros colaboradores, a las personas consagradas y a todos los fieles de vuestras comunidades, así como a los miembros de las demás confesiones cristianas y de las otras religiones que pueblan el Cáucaso, tierra rica en historia y cultura, crisol de civilizaciones y encrucijada entre Oriente y Occidente. De todo ello me ha hablado con entusiasmo el cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, que acaba de volver de su reciente visita a vuestras Iglesias.

Después de la caída de la Unión Soviética, vuestras poblaciones han experimentado significativos cambios sociales en el camino del progreso, pero aún perduran situaciones difíciles: son muchos los pobres, los desempleados y los refugiados, que las guerras han alejado de sus casas, dejándolos de hecho a merced de la precariedad. Pero los acontecimientos dolorosos del siglo pasado no han apagado la llama del Evangelio que, a lo largo de las generaciones, ha encontrado en el Cáucaso un terreno fértil, aunque no han faltado contraposiciones violentas, tanto internas como provenientes del exterior, que han causado muchas víctimas, entre las cuales la Iglesia incluye a numerosos mártires de la fe.

Así pues, vuestra actividad pastoral se desarrolla en un territorio donde perduran numerosos desafíos sociales y culturales, y donde la comunidad católica constituye una "pequeña grey", que vive su fe en contacto con otras confesiones cristianas y otras religiones. En efecto, allí conviven católicos de rito armenio, latino y caldeo, con ortodoxos, armenio-apostólicos, judíos y musulmanes. En ese contexto multirreligioso es importante que los católicos sigan intensificando cada vez más su colaboración con las demás Iglesias y también con los seguidores de otras religiones, como ya sucede en muchas partes.

Además, es necesario impedir que, donde el comunismo no logró erosionar la identidad católica, formas insidiosas de presión puedan debilitar en algunos el sentido de pertenencia eclesial. Por eso, comparto la aspiración de vuestras comunidades católicas a que se les reconozca la personalidad jurídica y se respete la naturaleza propia de la Iglesia católica. También deseo que, gracias al diálogo actual entre católicos y ortodoxos, aumente la fraternidad que debe caracterizar las relaciones entre Iglesias que se respetan mutuamente, a pesar de las diferencias que aún existen.

Han de guiar todas vuestras actividades las palabras con que san Pablo exhortaba a los cristianos de Roma a mantener la confianza incluso en medio de las tribulaciones, "sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm 5, 3-5). Por eso, animad y sostened a vuestros fieles, para que ante las dificultades no les falte la alegría de profesar la fe y de pertenecer a la Iglesia católica. Es la alegría que brota del corazón de quien sigue a Cristo Señor y está dispuesto a dar testimonio de su Evangelio.

Mientras cada uno de vosotros me relataba las experiencias relativas a vuestras comunidades, me venían a la mente las palabras de Jesús: "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38). Sí, venerados hermanos, rogad y haced que se ruegue para que no falten obreros en la viña del Señor; seguid promoviendo las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Es necesario lograr que en Armenia, Azerbaiyán y Georgia las generaciones futuras puedan contar con un clero que sea santo, viva con alegría su vocación y se dedique con generosidad al cuidado de todos los fieles.

Vosotros mismos, en primer lugar, debéis ser guías sabios y seguros del pueblo de Dios, sosteniendo a las familias, que son sus células vivas. Hoy las familias, a causa de la mentalidad inculcada en la sociedad y heredada del período comunista, encuentran numerosas dificultades y están marcadas por las heridas y los atentados contra la vida humana que, por desgracia, se registran en muchas otras partes del mundo. Como primeros responsables de la pastoral familiar, esforzaos por educar a los esposos cristianos para que "den testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y de la fidelidad matrimonial, que es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo" (Familiaris consortio, 20).

Queridos y venerados hermanos, el Papa os sostiene y os acompaña en la ardua misión de pastores de la grey de Cristo que vive en el Cáucaso. Sé cuánto celo arde en vuestro corazón y cuántos esfuerzos realizáis para difundir el evangelio de la esperanza. Me impresiona en particular la atención que, con diferentes actividades caritativas, prestáis a las necesidades de los pobres y de las personas que atraviesan dificultades, gracias a la valiosa contribución de religiosos, religiosas y laicos. Y me complace subrayar que esas actividades se realizan con espíritu evangélico, con la conciencia de que "para la Iglesia la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Deus caritas est, 25).

Haced que cada comunidad actúe siempre con este espíritu. Educad a todos los fieles para que testimonien con su vida el amor de Cristo sin segundas finalidades, porque para el cristiano "el ejercicio de la caridad no ha de ser un medio en función de lo que se considera proselitismo, pues el amor es gratuito" (cf. ib., 31). Además, vuestra tarea de educadores en la fe y de pastores de la grey de Cristo requiere que entre vosotros existan relaciones de constante colaboración, basadas en la confianza y el apoyo recíproco. Por tanto, no han de faltar encuentros y momentos para verificar periódicamente los planes pastorales que elaboráis, especialmente para la preparación a los sacramentos. Dichos planes han de tender sobre todo a la formación de las conciencias de los fieles según la ética evangélica, con una atención privilegiada a los jóvenes

Queridos hermanos, al volver a vuestras comunidades, transmitid a cuantos encontréis mi más cordial saludo, acompañado por la seguridad de mi constante recuerdo en la oración para que Dios haga fecundo vuestro ministerio. La Virgen María vele sobre vosotros y sobre vuestras comunidades. Que ella os obtenga el don de la unidad y de la paz para que, caminando en nombre de Cristo, podáis construir juntos, por encima de las diversidades, una sociedad donde reinen la justicia y la paz. A vosotros, aquí presentes, a los fieles que el Señor ha encomendado a vuestro cuidado pastoral y a todos los habitantes del Cáucaso, mi bendición.


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CONCIERTO OFRECIDO POR EL PRESIDENTE
DE LA REPÚBLICA ITALIANA GIORGIO NAPOLITANO
EN HONOR DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL TERCER ANIVERSARIO DE SU PONTIFICADO

PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Jueves 24 de abril de 2008



Señor presidente;
señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amables señores y señoras:

Al final de este espléndido concierto, me alegra dirigiros un cordial saludo a todos vosotros, que habéis participado en él: autoridades civiles y militares, ilustres personalidades y amigos que habéis venido para compartir este momento de elevado valor cultural. Deseo manifestar mi profunda gratitud, sobre todo, al presidente de la República italiana, honorable Giorgio Napolitano, que con ocasión del tercer aniversario de mi pontificado ha querido hacerme este regalo, acompañándolo con palabras de fina cortesía, que he apreciado mucho. Gracias, señor presidente, por este acto deferente y cordial, que he acogido de buen grado. En él veo también un signo ulterior del gran afecto que el pueblo italiano siente por el Papa. Extiendo mi saludo a su amable esposa y a sus colaboradores.

Con la seguridad de interpretar los sentimientos de todos los presentes, expreso mi sincera felicitación a la orquesta sinfónica y al coro polifónico "Giuseppe Verdi" de Milán, que, guiados con competencia por su director, señor Oleg Caetani, han tocado y cantado con extraordinario talento y eficacia. Expreso, asimismo, mi aprecio a la directora del coro, señora Erina Gambarini. Dirijo un cordial saludo, lleno de gratitud, a los dirigentes de la benemérita fundación "Giuseppe Verdi", animándolos a proseguir el prestigioso itinerario artístico y cultural emprendido, que sé que está avalado también por el compromiso de hacer que la música alivie situaciones de dificultad humana, como por ejemplo las que se verifican en los hospitales y en las cárceles. Naturalmente, manifiesto mi agradecimiento a todos los que han contribuido a la organización y a la realización de este sugestivo concierto, sosteniéndolo de diversos modos.

Hemos tenido la alegría de escuchar con atenta participación varios fragmentos importantes de conciertos de Luciano Berio, Johannes Brahms y Ludwig van Beethoven. Me complace poner de relieve que la música de Brahms enriqueció con confianza religiosa el "Canto del destino", de Hölderlin. Este hecho introduce en la consideración del valor espiritual del arte musical, llamado, de modo singular, a infundir esperanza en el corazón humano, tan marcado y a veces herido por la condición terrena. Existe un misterioso y profundo nexo entre música y esperanza, entre canto y vida eterna: con razón, la tradición cristiana representa a las almas bienaventuradas cantando en coro, arrebatadas y extasiadas por la belleza de Dios. Pero el arte auténtico, como la oración, no es ajeno a la realidad de cada día; más aún, remite a ella para "inundarla" y hacerla brotar, a fin de que dé frutos de bien y de paz.

Las magistrales interpretaciones que hemos escuchado nos recuerdan asimismo el valor y la importancia universal del patrimonio artístico: pienso especialmente en las generaciones jóvenes, que de dicho patrimonio pueden sacar siempre nuevas inspiraciones para construir el mundo según proyectos de justicia y solidaridad, valorando, al servicio del hombre, las multiformes expresiones de la cultura mundial. Pienso también en la importancia que para la formación de los jóvenes reviste la educación en la belleza auténtica. El arte en su conjunto contribuye a afinar su alma y orienta a la edificación de una sociedad abierta a los ideales del espíritu.

A este respecto, Italia, con su excepcional patrimonio artístico, puede desempeñar un papel importante en el mundo: la cantidad y la calidad de los monumentos y de las obras de arte que posee la convierten de hecho en "mensajera" universal de todos los valores que el arte expresa y al mismo tiempo promueve. Para los creyentes y para los hombres de buena voluntad, la alegría del canto y de la música es también una invitación constante a comprometerse para dar a la humanidad un futuro rico en esperanza.

Señor presidente de la República, gracias una vez más por el estupendo regalo que me ha hecho y por los sentimientos que lo han acompañado. Correspondo a ellos, asegurándole un recuerdo en la oración para que el Señor proteja a su persona, a su amable señora, a las autoridades y a todo el pueblo de Italia. Con estos deseos, que encomiendo a la intercesión de la Virgen del Buen Consejo, invoco la bendición de Dios sobre todos los presentes y sobre sus respectivas familias.

¡Gracias y buenas noches a todos!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE CUBA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 2 de mayo de 2008



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con gran gozo les recibo al término de esta visita ad limina, que les ha traído hasta las tumbas de los Apóstoles san Pedro y san Pablo para estrechar aún más los lazos de comunión que siempre han caracterizado la relación de los Obispos cubanos con esta Sede Apostólica. Para mí es un motivo particular de alegría encontrarme con ustedes, queridos Hermanos, que están al cuidado de una Iglesia a la que me siento muy cercano espiritualmente, como ya tuve ocasión de manifestarles en el mensaje que les envié a través del Cardenal Secretario de Estado en su reciente viaje a Cuba.

Agradezco de corazón las amables palabras de adhesión y sincero afecto que me ha dirigido Mons. Juan García Rodríguez, Arzobispo de Camagüey y Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba, en nombre de todos ustedes y de sus comunidades diocesanas.

2. Conozco bien la vitalidad de la Iglesia en su amado País, así como su unidad y su entrega a Jesucristo. La vida eclesial cubana ha experimentado un cambio profundo, sobre todo desde la celebración del Encuentro Nacional Eclesial Cubano, hace ahora algo más de veinte años, y muy especialmente con la histórica visita a Cuba de mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II. Se ha llevado a cabo una intensa labor pastoral que, a pesar de las muchas dificultades y limitaciones, ha contribuido a fortalecer el espíritu misionero en todas las comunidades eclesiales cubanas. Les invito, pues, a seguir desplegando un audaz y generoso esfuerzo de evangelización que lleve la luz de Cristo a todos los ámbitos y lugares.

En este momento de la historia, la Iglesia en su País está llamada a ofrecer a toda la sociedad cubana la única esperanza verdadera: Cristo nuestro Señor, vencedor del pecado y de la muerte (cf. Spe salvi, 27). Ésta es la fuerza que ha mantenido a los creyentes cubanos firmes en la senda de la fe y del amor.

Todo ello exige que el fomento de la vida espiritual tenga un puesto central en sus aspiraciones y proyectos pastorales. Sólo a partir de una experiencia personal de encuentro con Jesucristo, y con una preparación doctrinal sólida y enraizada en la comunidad eclesial, el cristiano podrá ser sal y luz del mundo (cf. Mt 5, 13), y saciar así la sed de Dios que se advierte cada vez más entre sus conciudadanos.

3. En esta tarea evangelizadora los presbíteros tienen un papel fundamental. Conozco la dedicación y celo pastoral con el que se entregan a sus hermanos, a pesar de su reducido número y aún en medio de grandes obstáculos. Por ello, a través de ustedes quiero expresar a todos los sacerdotes mi gratitud y mi aprecio por su fidelidad y su incansable servicio a la Iglesia y a los fieles. Confío también en que el incremento de las vocaciones, y la adopción al mismo tiempo de justas medidas en este campo, permitan pronto a la Iglesia cubana contar con un número suficiente de presbíteros, así como de los templos y lugares de culto necesarios, para cumplir con su misión estrictamente pastoral y espiritual. No dejen de acompañarlos y alentarlos, a ellos que llevan el peso del día y del calor (cf. Mt 20, 12), y ayúdenles a que con la meditación personal, el rezo de la Liturgia de las Horas, la celebración cotidiana de la Eucaristía, así como con una adecuada formación permanente, mantengan siempre vivo el don recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tm 1, 6).

El incremento de las vocaciones sacerdotales es una fuente de esperanza. Sin embargo, es necesario continuar promoviendo una pastoral vocacional específica que no tenga miedo de animar a los jóvenes a seguir los pasos de Cristo, el único que puede satisfacer sus ansias de amor y de felicidad. Al mismo tiempo, el cuidado y la atención del Seminario deberá ocupar siempre un lugar privilegiado en el corazón del Obispo (cf. Presbyterorum ordinis 5), dedicándole los mejores medios humanos y materiales de sus comunidades diocesanas, y asegurando a los seminaristas, mediante la competencia y dedicación de escogidos formadores, la mejor preparación espiritual, intelectual y humana posible, de modo que puedan hacer frente, identificados con los sentimientos del Corazón de Cristo, al compromiso del ministerio sacerdotal que deberán afrontar.

No puedo dejar de mencionar y reconocer la labor ejemplar de tantos religiosos y religiosas, y les animo a que sigan enriqueciendo al conjunto de la vida eclesial con el tesoro de sus propios carismas y de su entrega generosa. Quisiera también dar las gracias de modo especial a los numerosos misioneros que ofrecen el don de su consagración a toda la Iglesia en Cuba.

4. Uno de los objetivos prioritarios del Plan de Pastoral que ustedes han elaborado es justamente la promoción de un laicado comprometido, consciente de su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Les invito, por tanto, a promover en sus Iglesias Particulares un auténtico proceso de educación en la fe en los diversos niveles, con la ayuda de catequistas debidamente preparados. Procuren que todos los fieles tengan acceso a la lectura y meditación orante de la Palabra de Dios, así como a la recepción frecuente del sacramento de la Reconciliación y de la Eucaristía.

Fortalecidos así con una vida espiritual intensa y contando con una sólida preparación religiosa, especialmente en cuanto se refiere a la doctrina social de la Iglesia, los fieles laicos podrán ofrecer un testimonio convincente de su fe en todos los ámbitos de la sociedad, para iluminarlos con la luz del Evangelio (cf. Lumen gentium 38). A este respecto, hago votos para que la Iglesia en Cuba, conforme a sus legítimas aspiraciones, pueda tener un normal acceso a los Medios de Comunicación Social.

5. De un modo especial deseo confiarles la atención pastoral de los matrimonios y las familias. Sé cuánto les preocupa la situación de la familia, amenazada en su estabilidad por el divorcio y sus consecuencias, la práctica del aborto o las dificultades económicas, así como por las separaciones familiares a causa de la emigración u otros motivos. Les animo a redoblar sus esfuerzos para que todos, y especialmente los jóvenes, comprendan mejor y se sientan cada vez más atraídos por la belleza de los auténticos valores del matrimonio y de la familia. Asimismo, es necesario alentar y ofrecer los medios pertinentes para que las familias puedan ejercer su responsabilidad y su derecho fundamental a la educación religiosa y moral de sus hijos.

6. He podido comprobar con gozo la generosidad con que la Iglesia en su querida Nación se entrega al servicio de los más pobres y desfavorecidos, recibiendo por ello el aprecio y el reconocimiento de todo el pueblo cubano. Les exhorto de corazón a seguir llevando a todas las personas necesitadas, a los enfermos, a los ancianos o a los encarcelados, un signo visible del amor de Dios hacia ellos, conscientes de que «la mejor defensa de Dios y del hombre consiste precisamente en el amor» (Deus caritas est, 31). De esta manera, ofrecen a toda Cuba el testimonio de una Iglesia que comparte profundamente sus gozos, esperanzas y penalidades.

7. Queridos Hermanos, quiero agradecerles todo el trabajo que están realizando para que el pequeño rebaño de Cuba se fortalezca y produzca un fruto cada vez más abundante de vida cristiana, como el grano de trigo que cae en tierra (cf. Jn 12, 24). Que la próxima beatificación del Siervo de Dios Padre José Olallo Valdés les dé nuevo impulso en su servicio a la Iglesia y al pueblo cubano, siendo en todo momento fermento de reconciliación, de justicia y de paz.

Les ruego que transmitan mi afectuoso saludo y mi cercanía espiritual a todos, en particular a los Obispos Eméritos, a los sacerdotes, diáconos permanentes, comunidades religiosas, seminaristas y fieles laicos, y díganles que el Papa reza siempre por ellos, al mismo tiempo que les anima a crecer en santidad para dar lo mejor de sí mismos a Dios y a los demás.

A Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, cuando se disponen a preparar la celebración del Cuarto Centenario del hallazgo de su venerada imagen, les encomiendo a ustedes y sus intenciones, y le pido que les proteja y les dé fortaleza, al mismo tiempo que les imparto una especial Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XIV SESIÓN PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES

Sábado 3 de mayo de 2008

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
distinguidas señoras y señores:

Me complace tener esta ocasión de encontrarme con vosotros mientras estáis reunidos con motivo de la XIV sesión plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales. Durante las dos últimas décadas, la Academia ha dado una valiosa contribución a la profundización y al desarrollo de la doctrina social de la Iglesia y a su aplicación en las áreas del derecho, la economía, la política y otras ciencias sociales. Agradezco a la profesora Margaret Archer sus amables palabras de saludo y expreso mi sincero aprecio a todos vosotros por vuestro compromiso en la investigación, el diálogo y la enseñanza, para que el Evangelio de Jesucristo siga irradiando su luz sobre las complejas situaciones que se presentan en un mundo que cambia rápidamente.

Al elegir el tema: "Perseguir el bien común. ¿Cómo pueden actuar juntamente la solidaridad y la subsidiariedad?", habéis decidido examinar la interrelación entre cuatro principios fundamentales de la doctrina social católica: la dignidad de la persona humana, el bien común, la subsidiariedad y la solidaridad (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 160-163). Estas realidades clave, que emergen del contacto vivo entre el Evangelio y las circunstancias sociales concretas, ofrecen un marco para considerar y afrontar los imperativos que la humanidad tiene ante sí en el alba del siglo XXI, como reducir las desigualdades en la distribución de los bienes, ampliar las oportunidades de educación, fomentar un crecimiento y un desarrollo sostenibles, y proteger el medio ambiente.

¿Cómo pueden actuar juntamente la solidaridad y la subsidiariedad en la búsqueda del bien común, de modo que no sólo respete la dignidad humana, sino que también le permita desarrollarse? Este es el núcleo de la cuestión que estáis estudiando. Como han revelado vuestros debates preliminares, una respuesta satisfactoria sólo puede surgir después de un esmerado examen del significado de los términos (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, capítulo 4). La dignidad humana es el valor intrínseco de la persona creada a imagen y semejanza de Dios y redimida por Cristo. El conjunto de las condiciones sociales que permiten a las personas realizarse individual y comunitariamente se conoce como bien común. La solidaridad es la virtud que permite a la familia humana compartir plenamente el tesoro de los bienes materiales y espirituales, y la subsidiariedad es la coordinación de las actividades de la sociedad en apoyo de la vida interna de las comunidades locales.

Con todo, estas definiciones son sólo el comienzo, y sólo se comprenden adecuadamente si se las relaciona de modo orgánico entre sí y se las considera apoyadas unas en otras. Al inicio podemos delinear las conexiones entre estos cuatro principios poniendo la dignidad de la persona en el punto de intersección de dos ejes: uno horizontal, que representa la "solidaridad" y la "subsidiariedad", y otro vertical, que representa el "bien común". Esto crea un campo en el que podemos trazar los diversos puntos de la doctrina social de la Iglesia católica, que forman el bien común.

Aunque esta analogía gráfica nos brinda un cuadro rudimentario de cómo estos principios fundamentales son imprescindibles unos para otros y están necesariamente vinculados, sabemos que la realidad es mucho más compleja. En efecto, las profundidades insondables de la persona humana y la maravillosa capacidad de los hombres para la comunión espiritual —realidades que sólo se han manifestado plenamente a través de la revelación divina— superan con creces la posibilidad de representación esquemática. En cualquier caso, la solidaridad que une a la familia humana y los niveles de subsidiariedad que la refuerzan desde dentro deben situarse siempre en el horizonte de la vida misteriosa de Dios uno y trino (cf. Jn 5, 26; 6, 57), en quien percibimos un amor inefable compartido por personas iguales, aunque distintas (cf. Summa Theologiae, I, q. 42).

Queridos amigos, os invito a dejar que esta verdad fundamental impregne vuestras reflexiones: no sólo en el sentido de que los principios de solidaridad y subsidiariedad se enriquecen indudablemente con nuestra fe en la Trinidad, sino particularmente en el sentido de que estos principios tienen el potencial para poner a hombres y mujeres en el camino de descubrir su destino definitivo y sobrenatural. La natural inclinación humana a vivir en comunidad se confirma y se transforma gracias a la "unidad del Espíritu", que Dios ha concedido a sus hijos e hijas adoptivos (cf. Ef 4, 3; 1 P 3, 8).

En consecuencia, la responsabilidad de los cristianos de trabajar por la paz y la justicia, su compromiso irrevocable de construir el bien común, es inseparable de su misión de proclamar el don de la vida eterna, a la que Dios ha llamado a todo hombre y a toda mujer. A este respecto, la tranquillitas ordinis, de la que habla san Agustín, se refiere a "todas las cosas", es decir, tanto a la "paz civil", que es una "concordia entre ciudadanos", como a la "paz de la ciudad celestial", que es la "ordenadísima y conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios" (De civitate Dei, XIX, 13).

Los ojos de la fe nos permiten ver que las ciudades terrena y celestial se compenetran entre sí y están ordenadas intrínsecamente una a otra, ya que ambas pertenecen a Dios Padre, que "está sobre todos, por todos y en todos" (Ef 4, 6). Al mismo tiempo, la fe evidencia con mayor énfasis la legítima autonomía de las realidades terrenas, en la medida en que "están dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias" (Gaudium et spes, 36).

Por consiguiente, podéis estar seguros de que vuestros debates serán útiles para todas las personas de buena voluntad, e impulsarán a los cristianos a aceptar con mayor prontitud su deber de mejorar la solidaridad con sus conciudadanos y entre ellos, y de actuar según el principio de subsidiariedad promoviendo la vida familiar, las asociaciones de voluntariado, la iniciativa privada y un orden público que facilite el buen funcionamiento de las comunidades más fundamentales de la sociedad (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 187).

Cuando examinamos los principios de solidaridad y de subsidiariedad a la luz del Evangelio, comprendemos que no son simplemente "horizontales": ambos tienen una dimensión vertical esencial. Jesús nos manda hacer a los demás lo que queramos que los demás nos hagan a nosotros (cf. Lc 6, 31); amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos (cf. Mt 22, 35 ss). Estas leyes han sido inscritas por el Creador en la misma naturaleza del hombre (cf. Deus caritas est, 31). Jesús enseña que este amor nos llama hoy a dedicar nuestra vida al bien de los demás (cf. Jn 15, 12-13).
En este sentido, la verdadera solidaridad —aunque comienza con un reconocimiento del valor igual del otro— sólo se realiza cuando pongo de buen grado mi vida al servicio de los demás (cf. Ef 6, 21). Esta es la dimensión "vertical" de la solidaridad: me siento impulsado a hacerme a mí mismo menos que el otro, para atender a sus necesidades (cf. Jn 13, 14-15), precisamente como Jesús "se humilló a sí mismo" para permitir a los hombres y a las mujeres participar en su vida divina con el Padre y el Espíritu (cf. Flp 2, 8; Mt 23, 12).

De igual modo, la subsidiariedad —en la medida en que alienta a los hombres y a las mujeres a entablar libremente relaciones vivificantes con aquellos a quienes están unidos más íntimamente y de quienes dependen más directamente, y exige que las más altas autoridades respeten estas relaciones— manifiesta una dimensión "vertical" que tiende al Creador del orden social (cf. Rm 12, 16-18). Una sociedad que respeta el principio de subsidiariedad libra a las personas del desaliento y la desesperación, garantizándoles la libertad de comprometerse unos con otros en los ámbitos del comercio, la política y la cultura (cf. Quadragesimo anno, 80).

Cuando los responsables del bien común respetan el deseo humano natural de autogobierno basado en la subsidiariedad, dejan espacio para la responsabilidad y la iniciativa individual, pero, lo que es más importante, dejan espacio para el amor (cf. Rm 13, 8; Deus caritas est, 28), que sigue siendo siempre "el camino más excelente" (1 Co 12, 31).

Al revelar el amor del Padre, Jesús no sólo nos enseñó a vivir como hermanos y hermanas aquí, en la tierra; también nos mostró que él mismo es el camino que lleva a la comunión perfecta de unos con otros y con Dios en el mundo futuro, puesto que a través de él "tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2, 18). Mientras os esforzáis para articular los modos como los hombres y las mujeres pueden promover mejor el bien común, os animo a examinar las dimensiones "vertical" y "horizontal" de la solidaridad y la subsidiariedad.

De este modo, podréis proponer modos más eficaces de resolver los múltiples problemas que afligen a la humanidad en el umbral del tercer milenio, testimoniando también la primacía del amor, que trasciende y realiza la justicia pues impulsa a la humanidad hacia la misma vida de Dios (cf. Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2004).

Con estos sentimientos, os aseguro mis oraciones y, como prenda de paz y alegría en el Señor resucitado, os imparto cordialmente mi bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.


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PALABRAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL REZO DEL ROSARIO
EN LA BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA MAYOR

Sábado 3 de mayo de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Al final de este momento de oración mariana, os dirijo a todos mi cordial saludo y os agradezco vuestra participación. En particular, saludo al cardenal Bernard Francis Law, arcipreste de esta estupenda basílica de Santa María la Mayor. En Roma este es el templo mariano por excelencia, en el que los habitantes de la ciudad veneran con gran afecto el icono de María Salus populi romani. He aceptado de buen grado la invitación que me han hecho a dirigir el santo rosario el primer sábado del mes de mayo, según la hermosa tradición que he vivido desde mi infancia. En efecto, en la experiencia de mi generación, las tardes de mayo evocan dulces recuerdos relacionados con las citas vespertinas para rendir homenaje a la Virgen. ¿Cómo olvidar la oración del rosario en la parroquia, en los patios de las casas o en las calles de las aldeas?

Hoy, juntos, confirmamos que el santo rosario no es una práctica piadosa del pasado, como oración de otros tiempos en los que se podría pensar con nostalgia. Al contrario, el rosario está experimentando una nueva primavera. No cabe duda de que este es uno de los signos más elocuentes del amor que las generaciones jóvenes sienten por Jesús y por su Madre, María. En el mundo actual, tan dispersivo, esta oración ayuda a poner a Cristo en el centro, como hacía la Virgen, que meditaba en su corazón todo lo que se decía de su Hijo, y también lo que él hacía y decía.

Cuando se reza el rosario, se reviven los momentos importantes y significativos de la historia de la salvación; se recorren las diversas etapas de la misión de Cristo. Con María, el corazón se orienta hacia el misterio de Jesús. Se pone a Cristo en el centro de nuestra vida, de nuestro tiempo, de nuestras ciudades, mediante la contemplación y la meditación de sus santos misterios de gozo, de luz, de dolor y de gloria.

Que María nos ayude a acoger en nosotros la gracia que procede de estos misterios para que, a través de nosotros, pueda difundirse en la sociedad, a partir de las relaciones diarias, y purificarla de las numerosas fuerzas negativas, abriéndola a la novedad de Dios. En efecto, cuando se reza el rosario de modo auténtico, no mecánico y superficial sino profundo, trae paz y reconciliación. Encierra en sí la fuerza sanadora del Nombre santísimo de Jesús, invocado con fe y con amor en el centro de cada avemaría.

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias a Dios, que nos ha concedido vivir esta tarde una hora de gracia tan hermosa, y en las próximas tardes de este mes mariano, aunque estemos distantes, cada uno en su propia familia y comunidad, sintámonos igualmente cercanos y unidos en la oración. Especialmente durante estos días que nos preparan para la solemnidad de Pentecostés, permanezcamos unidos a María, invocando para la Iglesia una renovada efusión del Espíritu Santo. Que, como en los orígenes, María santísima ayude a los fieles de cada comunidad cristiana a formar un solo corazón y una sola alma.

Os encomiendo las intenciones más urgentes de mi ministerio, las necesidades de la Iglesia, los grandes problemas de la humanidad: la paz en el mundo, la unidad de los cristianos, el diálogo entre todas las culturas. Y, pensando en Roma y en Italia, os invito a rezar por los objetivos pastorales de la diócesis y por el desarrollo solidario de este amado país.

Al nuevo alcalde de Roma, honorable Gianni Alemanno, a quien veo aquí presente, le expreso mi deseo de un servicio fructífero para el bien de toda la comunidad ciudadana. A todos vosotros, aquí reunidos, y a cuantos están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión, en particular a los enfermos y a los que sufren, imparto de corazón la bendición apostólica.


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ENCUENTRO CON LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Domingo 4 de mayo de 2008

Queridos muchachos,
jóvenes y adultos de la Acción católica:

Es para mí una gran alegría acogeros hoy aquí, en la plaza de San Pedro, donde muchas veces en el pasado vuestra benemérita asociación se ha encontrado con el Sucesor de Pedro. Gracias por vuestra visita. Os saludo con afecto a todos, que habéis venido de las diversas partes de Italia, así como a los miembros del Foro internacional, que provienen de cuarenta países del mundo. En particular, saludo al presidente nacional, profesor Luigi Alici, al que agradezco las sinceras palabras que me ha dirigido; al consiliario general, monseñor Domenico Sigalini; y a los responsables nacionales y diocesanos. Os doy las gracias también por el particular regalo que me habéis hecho a través de vuestros representantes y que testimonia vuestra solidaridad con los más necesitados. Expreso mi profundo agradecimiento al cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia episcopal italiana, que ha celebrado la santa misa para vosotros.

Habéis venido a Roma en compañía espiritual de vuestros numerosos santos, beatos, venerables y siervos de Dios: hombres y mujeres, jóvenes y niños, educadores y sacerdotes consiliarios, ricos en virtudes cristianas, crecidos en las filas de la Acción católica, que en estos días cumple 140 años de vida. La magnífica corona de rostros que abrazan simbólicamente la plaza de San Pedro es un testimonio tangible de una santidad rica en luz y amor. Estos testigos, que siguieron a Jesús con todas sus fuerzas, que se prodigaron por la Iglesia y por el reino de Dios, son vuestro documento de identidad más auténtico.

¿Acaso no es posible también hoy para vosotros, muchachos, para vosotros, jóvenes y adultos, hacer de vuestra vida un testimonio de comunión con el Señor, que se transforme en una auténtica obra maestra de santidad? ¿No es precisamente esta la finalidad de vuestra asociación? Ciertamente, esto será posible si la Acción católica sigue manteniéndose fiel a sus profundas raíces de fe, alimentadas por una adhesión plena a la palabra de Dios, por un amor incondicional a la Iglesia, por una participación vigilante en la vida civil y por un constante compromiso formativo.

Queridos amigos, responded generosamente a esta llamada a la santidad, según las formas más características de vuestra condición laical. Seguid dejándoos inspirar por las tres grandes "consignas" que mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, os confió en Loreto en el año 2004: contemplación, comunión y misión.

La Acción católica nació como una asociación particular de fieles laicos, caracterizada por un vínculo especial y directo con el Papa, que muy pronto se convirtió en una valiosa forma de "cooperación de los laicos en el apostolado jerárquico", recomendada "encarecidamente" por el concilio Vaticano II, que describió sus irrenunciables "notas características" (cf. Apostolicam actuositatem, 20). Esta vocación sigue siendo válida también hoy. Por tanto, os animo a proseguir con generosidad en vuestro servicio a la Iglesia. Asumiendo su fin apostólico general con espíritu de íntima unión con el Sucesor de Pedro y de corresponsabilidad operante con los pastores, prestáis un servicio en equilibrio fecundo entre Iglesia universal e Iglesia local, que os llama a dar una contribución incesante e insustituible a la comunión.

Esta amplia dimensión eclesial, que identifica vuestro carisma asociativo, no es signo de una identidad incierta o superada; más bien, atribuye una gran responsabilidad a vuestra vocación laical: iluminados y sostenidos por la acción del Espíritu Santo y arraigados constantemente en el camino de la Iglesia, se os estimula a buscar con valentía síntesis siempre nuevas entre el anuncio de la salvación de Cristo al hombre de nuestro tiempo y la promoción del bien integral de la persona y de toda la familia humana.

En mi intervención en la IV Asamblea eclesial nacional, celebrada en Verona en octubre de 2006, precisé que la Iglesia en Italia "es una realidad muy viva, que conserva una presencia capilar en medio de la gente de todas las edades y condiciones. Las tradiciones cristianas con frecuencia están arraigadas y siguen produciendo frutos, mientras que se está llevando a cabo un gran esfuerzo de evangelización y catequesis, dirigido en particular a las nuevas generaciones, pero también cada vez más a las familias" (Discurso de clausura, 19 de octubre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 8).

¿Cómo no ver que esta presencia capilar es también un signo discreto y tangible de la Acción católica? En efecto, la amada nación italiana siempre ha podido contar con hombres y mujeres formados en vuestra asociación, dispuestos a servir desinteresadamente a la causa del bien común, para la edificación de un orden justo de la sociedad y del Estado. Por consiguiente, vivid siempre a la altura de vuestro bautismo, que os ha sumergido en la muerte y la resurrección de Jesús, para la salvación de todos los hombres que encontréis y de un mundo sediento de paz y de verdad.

Sed "ciudadanos dignos del Evangelio" y "ministros de la sabiduría cristiana para un mundo más humano": este es el tema de vuestra asamblea; y es también el compromiso que asumís hoy ante la Iglesia italiana, aquí representada por vosotros, por vuestros presbíteros consiliarios, por los obispos y por su presidente.

En una Iglesia misionera, que afronta una emergencia educativa como la que existe hoy en Italia, vosotros, que la amáis y la servís, sed anunciadores incansables y educadores formados y generosos. En una Iglesia llamada a pruebas incluso muy exigentes de fidelidad y tentada de acomodarse, sed testigos intrépidos y profetas de radicalismo evangélico. En una Iglesia que se confronta diariamente con la mentalidad relativista, hedonista y consumista, ensanchad los horizontes de la racionalidad con una fe amiga de la inteligencia, tanto en el ámbito de una cultura popular y generalizada, como en el de una investigación más elaborada y profunda. En una Iglesia que llama al heroísmo de la santidad, responded sin temor, confiando siempre en la misericordia de Dios.

Queridos amigos de la Acción católica italiana, en el camino que tenéis delante no estáis solos: os acompañan vuestros santos. También otras figuras han desempeñado papeles significativos en vuestra asociación: pienso, por ejemplo, entre otros, en Giuseppe Toniolo y en Armida Barelli. Estimulados por estos ejemplos de cristianismo vivido, habéis comenzado un año extraordinario, un año que podríamos calificar de santidad, durante el cual os comprometéis a encarnar en la vida concreta las enseñanzas del Evangelio. Os aliento en este propósito. Intensificad la oración, orientad vuestra conducta según los valores eternos del Evangelio, dejándoos guiar por la Virgen María, Madre de la Iglesia. El Papa os acompaña con un recuerdo constante ante el Señor, a la vez que os imparte de corazón la bendición apostólica a vosotros, aquí presentes, y a toda la asociación.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
DURANTE LA AUDIENCIA A LA GUARDIA SUIZA PONTIFICIA
CON OCASIÓN DEL JURAMENTO DE 33 NUEVOS RECLUTAS

Sala Clementina
Lunes 5 de mayo de 2008

Señor comandante;
queridos guardias suizos y amables familiares:

Con ocasión de la ceremonia anual del juramento, que tendrá lugar mañana, me alegra encontrarme con todos juntos, para formular mis mejores deseos a los nuevos reclutas y para renovar a todo el Cuerpo de la Guardia Suiza pontificia la expresión de mi afecto y mi agradecimiento.

Saludo en particular al comandante y al capellán, asegurándoles mi oración por su importante servicio; y extiendo con alegría mi saludo a las autoridades suizas y a los numerosos familiares, que en estos días, queridos guardias, alegran con su presencia vuestro pequeño cuartel del Vaticano. De modo especial, me complace acoger a tantos niños, que son las flores más bellas de vuestras familias y nos recuerdan el amor de predilección que Jesús sentía por los pequeños.

Hace dos años, en 2006, se celebró, con importantes manifestaciones, el quinto centenario de fundación de vuestro Cuerpo. Fue una circunstancia propicia para observar en perspectiva vuestra historia, captando los profundos cambios del contexto social en que, a lo largo de los siglos, la Santa Sede ha sido llamada a vivir y actuar, según el mandato que Cristo encomendó al apóstol san Pedro.

Precisamente sobre el trasfondo de esa impresionante evolución resalta aún más lo que no cambia, así como la identidad de vuestro pequeño pero cualificado Cuerpo, destinado a velar por la seguridad del Romano Pontífice y de su sede. A distancia de cinco siglos, ha permanecido inalterado el espíritu de fe que impulsa a jóvenes suizos a dejar su hermosa tierra para venir a prestar servicio al Papa en el Vaticano.

También sigue inalterado el amor a la Iglesia católica, que testimoniáis, más que con palabras, con vuestras personas, que, gracias al uniforme característico, son fácilmente reconocibles en las puertas de ingreso al Vaticano y en las audiencias pontificias. Vuestros históricos uniformes hablan a peregrinos y turistas de todas las partes del mundo de algo que no cambia, a pesar de todo, es decir, de vuestro compromiso de servir a Dios sirviendo al "siervo de sus siervos".

Me dirijo en particular a vosotros, nuevos alabarderos. Ante todo, asimilad este espíritu cristiano y eclesial, que es la base y el motor de todas las actividades que realizaréis. Cultivad siempre la oración y la vida espiritual, valorando por eso la importante presencia del capellán. Sed abiertos, sencillos y leales. Apreciad también las diferencias de personalidad y de carácter que existen entre vosotros, porque bajo el uniforme cada uno es una persona única e irrepetible, llamada por Dios a servir a su reino de amor y de paz.

Como sabéis, la Guardia Suiza también es una escuela de vida, y durante la experiencia en el Vaticano, muchos de vuestros predecesores han podido descubrir su propia vocación: al matrimonio cristiano, al sacerdocio y a la vida consagrada. Este es un motivo de alabanza a Dios, pero también de aprecio por vuestro Cuerpo.

Queridos amigos, os agradezco a todos la generosidad y la entrega con que actuáis al servicio del Papa. Que el Señor os recompense y os colme de abundantes favores celestiales. Os encomiendo a la protección materna de María santísima, a la que veneramos con especial devoción en este mes de mayo. A cada uno de vosotros, a las autoridades, a las personalidades presentes, a los familiares y a todos vuestros seres queridos imparto de corazón mi bendición apostólica.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
TRAS UN CONCIERTO OFRECIDO POR LA ORQUESTA FILARMÓNICA
DE CHINA Y EL CORO DE LA ÓPERA DE SHANGHAI

Miércoles 7 de mayo de 2008



Amables señores y señoras;
queridos amigos:

Una nueva velada musical de alto nivel nos reúne una vez más en esta sala Pablo VI. Para mí, y para todos nosotros, reviste un valor y un significado elevados. En efecto, es un concierto ofrecido y ejecutado por la Orquesta filarmónica china y por el coro de la Ópera de Shanghai; un concierto que nos pone en contacto, en cierto modo, con la realidad viva del mundo de China.

Agradezco a la orquesta y al coro este grato homenaje, y me congratulo con los organizadores y los artistas por haber interpretado con gran competencia, finura y elegancia, una obra musical que forma parte del patrimonio artístico de la humanidad. En un grupo de artistas tan cualificados podemos ver representada la gran tradición cultural y musical de China, y la interpretación que han llevado a cabo nos ayuda a comprender mejor la historia de su pueblo, con sus valores y sus nobles aspiraciones.

Gracias de corazón por este regalo. Gracias también por la melodía que será interpretada dentro de poco. Expreso mi profundo agradecimiento a los promotores y a los artistas, así como a todos los que, de diferentes maneras, han colaborado en la realización de esta manifestación, en algunos aspectos verdaderamente única.

Conviene destacar que este concierto —en el que artistas chinos han interpretado una de las principales obras de Mozart— une vuestro talento musical y la música occidental. El director Long Yu, con su orquesta, los solistas y el coro del teatro de la Ópera de Shanghai han estado a la altura del desafío. La música, y el arte en general, puede servir como medio privilegiado de encuentro y de conocimiento y estima recíproca entre poblaciones y culturas diferentes; un medio al alcance de todos, para valorar el lenguaje universal del arte.

Hay otro aspecto que deseo destacar. Veo con placer el interés mostrado por vuestra orquesta y vuestro coro por la música religiosa europea. Esto demuestra que es posible disfrutar y apreciar, en diferentes ámbitos culturales, las manifestaciones sublimes del espíritu, como el Requiem de Mozart, que acabamos de escuchar, precisamente porque la música expresa los sentimientos humanos universales, entre ellos el sentimiento religioso, que trasciende los límites de cualquier cultura individual.

Por último, quisiera decir unas palabras a propósito del lugar en el que estamos reunidos esta tarde. Es la gran sala en la que el Papa recibe a sus huéspedes y se encuentra con cuantos vienen a visitarlo. Es como una ventana abierta al mundo, un lugar donde se encuentran a menudo personas provenientes de todas las partes de la tierra, cada una con su propia historia personal y con su propia cultura, cada una acogida con estima y afecto.

Esta tarde, al acogeros a vosotros, queridos artistas chinos, el Papa quiere acoger idealmente a todo vuestro pueblo, pensando de modo especial en vuestros compatriotas que comparten la fe en Jesús y están unidos con un particular vínculo espiritual al Sucesor de Pedro. El "Requiem" nació de esta fe, como oración al Dios juez justo y misericordioso, y precisamente por eso toca el corazón de todos, presentándose como expresión de un humanismo universal.

Por último, a la vez que os doy las gracias una vez más por este gratísimo homenaje, envío mi saludo, a través de vosotros, a todos los habitantes de China que, con las próximas Olimpíadas, se preparan para vivir un acontecimiento de gran valor para toda la humanidad.

Os doy las gracias a todos y os expreso mis mejores deseos.


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