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2010

Ultimo Aggiornamento: 09/08/2013 20:37
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VISITA PASTORAL A PALERMO

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS, SACERDOTES, RELIGIOSOS,
RELIGIOSAS Y SEMINARISTAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Catedral de Palermo
Domingo 3 de octubre de 2010

(Vídeo)



Venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

En mi visita pastoral a vuestra tierra no podía faltar el encuentro con vosotros. Gracias por vuestra acogida. Me ha gustado el paralelismo que ha hecho el Arzobispo entre la belleza de la catedral y la del edificio de «piedras vivas» que sois vosotros. Sí, en este breve pero intenso momento con vosotros puedo admirar el rostro de la Iglesia, en la variedad de sus dones. Y, como Sucesor de Pedro, tengo la alegría de confirmaros en la única fe y en la profunda comunión que el Señor Jesucristo nos conquistó. Expreso a monseñor Paolo Romeo mi gratitud, que extiendo al obispo auxiliar. A vosotros, queridos presbíteros de esta archidiócesis y de todas las diócesis de Sicilia; a vosotros, queridos diáconos y seminaristas; y a vosotros, religiosos y religiosas, y laicos consagrados, dirijo mi saludo más cordial, y quiero hacerlo llegar a todos los hermanos y hermanas de Sicilia, de modo especial a quienes están enfermos o son muy ancianos.

La adoración eucarística, que hemos tenido la gracia y la alegría de compartir, nos ha revelado y nos ha hecho percibir el sentido profundo de lo que somos: miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Postrado delante de Jesús, aquí entre vosotros, le he pedido que inflame vuestro corazón con su caridad, para que así, configurados a él, podáis imitarlo en la más completa y generosa entrega a la Iglesia y a los hermanos.

Queridos sacerdotes, quiero dirigirme ante todo a vosotros. Sé que trabajáis con celo e inteligencia, sin escatimar energías. El Señor Jesús, a quien habéis consagrado la vida, está con vosotros. Sed siempre hombres de oración, para ser también maestros de oración. Que vuestras jornadas estén marcadas por los tiempos de la oración, durante los cuales, siguiendo el modelo de Jesús, os detenéis en una conversación regeneradora con el Padre. No es fácil mantenerse fieles a estas citas diarias con el Señor, sobre todo hoy que el ritmo de la vida se ha vuelto frenético y las ocupaciones absorben en medida cada vez mayor. Sin embargo, debemos convencernos de que el momento de la oración es fundamental, pues en ella actúa con más eficacia la gracia divina, dando fecundidad al ministerio. Nos apremian muchas cosas, pero si no estamos interiormente en comunión con Dios no podemos dar nada ni siquiera a los demás. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para «estar con él» (cf. Mc 3, 14).

El concilio Vaticano II afirma a propósito de los sacerdotes: «Su verdadera función sagrada la ejercen sobre todo en el culto o en la comunidad eucarística» (Lumen gentium, 28). La Eucaristía es la fuente y el culmen de toda la vida cristiana. Queridos hermanos sacerdotes, ¿podemos decir que lo es para nosotros, para nuestra vida sacerdotal? ¿Con cuánto esmero nos preparamos a la santa misa, para celebrarla o para permanecer en adoración? ¿Nuestras iglesias son verdaderamente «casa de Dios», donde su presencia atrae a la gente, que lamentablemente hoy siente a menudo la ausencia de Dios?

El sacerdote encuentra siempre, y de manera inmutable, la fuente de su identidad en Cristo Sacerdote. No es el mundo el que fija nuestro estatuto, según las necesidades y las concepciones de las funciones sociales. El sacerdote está marcado por el sello del sacerdocio de Cristo, para participar en su función de único Mediador y Redentor. En virtud de este vínculo fundamental se abre al sacerdote el campo inmenso del servicio de las almas, para su salvación en Cristo y en la Iglesia. Un servicio que debe estar completamente inspirado por la caridad de Cristo. Dios quiere que todos los hombres se salven, que nadie se pierda. Decía el santo cura de Ars: «El sacerdote siempre debe estar preparado para responder a las necesidades de las almas. No es para sí mismo, sino para vosotros». El sacerdote es para los fieles: los anima y los sostiene en el ejercicio del sacerdocio común de los bautizados, en su camino de fe, en cultivar la esperanza, en vivir la caridad, el amor de Cristo. Queridos sacerdotes, prestad siempre especial atención también al mundo juvenil. Como dijo en esta tierra el venerable Juan Pablo II, abrid de par en par las puertas de vuestras parroquias a los jóvenes, para que puedan abrir las puertas de su corazón a Cristo. Que nunca las encuentren cerradas.

El sacerdote no puede estar lejos de las preocupaciones diarias del pueblo de Dios; más aún, debe estar muy cerca, pero como sacerdote, siempre en la perspectiva de la salvación y del reino de Dios. Él es testigo y dispensador de una vida distinta de la terrena (cf. Presbyterorum ordinis, 3). Es portador de una esperanza fuerte, de una «esperanza fiable», la de Cristo, con la cual podemos afrontar el presente, aunque a menudo sea fatigoso (cf. Spe salvi, 1). Para la Iglesia es esencial que se salvaguarde la identidad del sacerdote, con su dimensión «vertical». La vida y la personalidad de san Juan María Vianney, y también de tantos santos de vuestra tierra, como san Aníbal María di Francia, el beato Santiago Cusmano o el beato Francisco Spoto, son una demostración particularmente iluminadora y vigorosa de esa identidad.

La Iglesia de Palermo ha recordado recientemente el aniversario del bárbaro asesinato de don Giuseppe Puglisi, perteneciente a este presbiterio, al que mató la mafia. Tenía un corazón que ardía de auténtica caridad pastoral; en su celoso ministerio dio amplio espacio a la educación de los muchachos y de los jóvenes, y a la vez trabajó para que cada familia cristiana viviera su vocación fundamental de primera educadora de la fe de los hijos. El mismo pueblo encomendado a su solicitud pastoral pudo saciarse de la riqueza espiritual de este buen pastor, cuya causa de beatificación está en curso. Os exhorto a conservar viva memoria de su fecundo testimonio sacerdotal imitando su ejemplo heroico.

Con gran afecto me dirijo también a vosotros, que en varias formas e institutos vivís la consagración a Dios en Cristo y en la Iglesia. Un saludo particular a los monjes y monjas de clausura, cuyo servicio de oración es tan precioso para la comunidad eclesial. Queridos hermanos y hermanas, continuad siguiendo a Jesús sin componendas, como propone el Evangelio, dando así testimonio de la belleza de ser cristianos de manera radical. A vosotros en particular os corresponde mantener viva en los bautizados la conciencia de las exigencias fundamentales del Evangelio. De hecho, vuestra presencia y vuestro estilo infunden en la comunidad eclesial un valioso impulso hacia la «medida alta» de la vocación cristiana; es más, podríamos decir que vuestra existencia constituye una predicación, bastante elocuente, aunque a menudo silenciosa. Vuestro estilo de vida, amados hermanos, es antiguo y siempre nuevo, pese a la disminución del número y de las fuerzas. Pero tened fe: nuestros tiempos no son los de Dios y de su providencia. Es necesario orar y crecer en la santidad personal y comunitaria. Luego el Señor provee.

Con afecto de predilección os saludo a vosotros, queridos seminaristas, y os exhorto a responder con generosidad a la llamada del Señor y a las expectativas del pueblo de Dios, creciendo en la identificación con Cristo, el sumo sacerdote, preparándoos a la misión con una sólida formación humana, espiritual, teológica y cultural. El seminario es muy importante para vuestro futuro porque, mediante una experiencia completa y un trabajo paciente, os lleva a ser pastores de almas y maestros de fe, ministros de los santos misterios y portadores de la caridad de Cristo. Vivid con empeño este tiempo de gracia y conservad en el corazón la alegría y el impulso del primer momento de la llamada y de vuestro «sí», cuando, respondiendo a la voz misteriosa de Cristo, disteis un viraje decisivo a vuestra vida. Sed dóciles a las directrices de los superiores y de los responsables de vuestro crecimiento en Cristo y aprended de él el amor a cada hijo de Dios y de la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestro afecto y os aseguro mi recuerdo en la oración, para que prosigáis con impulso renovado y con esperanza fuerte el camino de adhesión fiel a Cristo y de generoso servicio a la Iglesia. Que os asista siempre la Virgen María, Madre nuestra; os protejan santa Rosalía y todos los santos patronos de esta tierra de Sicilia; y os acompañe también la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros y a vuestras comunidades.


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VISITA PASTORAL A PALERMO

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES Y LAS FAMILIAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza Politeama de Palermo
Domingo 3 de octubre de 2010

(Vídeo)



Queridos jóvenes y queridas familias de Sicilia:

Os saludo con gran afecto y alegría. Gracias por vuestra alegría y por vuestra fe. Este encuentro con vosotros es el último de mi visita de hoy a Palermo, pero en cierto sentido es el encuentro central, pues es la ocasión que ha propiciado el motivo para invitarme: vuestro encuentro regional de jóvenes y familias. Por eso, hoy debo comenzar por aquí, por este acontecimiento; y lo hago ante todo dando las gracias a monseñor Mario Russotto, obispo de Caltanissetta, delegado para la pastoral juvenil y familiar en el ámbito regional, y a los dos jóvenes Giorgia y David. Vuestro saludo, queridos amigos, ha sido más que un saludo: ha sido compartir la fe y la esperanza. Os lo agradezco de corazón. El Obispo de Roma va a todas partes para confirmar a los cristianos en la fe, pero a su vez vuelve a casa confirmado por vuestra fe, vuestra alegría y vuestra esperanza.

Así pues, jóvenes y familias. Debemos tomar en serio esta combinación, el hecho de reunirnos, que no puede ser sólo ocasional o funcional. Tiene un sentido, un valor humano, cristiano, eclesial. Y no quiero partir de un razonamiento, sino de un testimonio, una historia vivida y muy actual. Creo que todos sabéis que el pasado sábado 25 de septiembre, en Roma, fue proclamada beata una muchacha italiana llamada Chiara, Chiara Badano. Os invito a conocerla: su vida fue breve, pero es un mensaje estupendo. Chiara nació en 1971 y murió en 1990, a causa de una enfermedad incurable. Diecinueve años llenos de vida, de amor y de fe. Dos años, los últimos, llenos también de dolor, pero siempre en el amor y en la luz, una luz que irradiaba a su alrededor y que brotaba de dentro: de su corazón lleno de Dios. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo puede una muchacha de 17 ó 18 años vivir un sufrimiento así, humanamente sin esperanza, difundiendo amor, serenidad, paz, fe? Evidentemente se trata de una gracia de Dios, pero esta gracia también fue preparada y acompañada por la colaboración humana: la colaboración de la propia Chiara, ciertamente, pero también de sus padres y de sus amigos.

Ante todo, los padres, la familia. Hoy quiero subrayarlo de modo particular. Los padres de la beata Chiara Badano viven, estuvieron en Roma para la beatificación —yo mismo me encontré personalmente con ellos— y son testigos del hecho fundamental, que lo explica todo: su hija rebosaba de la luz de Dios. Y esta luz, que viene de la fe y del amor, ellos fueron los primeros en encenderla: su papá y su mamá encendieron en el alma de su hija la llama de la fe y ayudaron a Chiara a mantenerla siempre encendida, incluso en los momentos difíciles del crecimiento y sobre todo en la prueba grande y larga del sufrimiento, como sucedió también a la venerable María Carmelina Leone, que falleció a los 17 años. Este, queridos amigos, es el primer mensaje que quiero dejaros: la relación entre padres e hijos, como sabéis, es fundamental; pero no sólo por una buena tradición, que para los sicilianos es muy importante. Es algo más, que Jesús mismo nos enseñó: es la antorcha de la fe que se transmite de generación en generación; la llama que está presente también en el rito del Bautismo, cuando el sacerdote dice: «Recibe la luz de Cristo…, signo pascual…, llama que debes alimentar siempre».

La familia es fundamental porque allí brota en el alma humana la primera percepción del sentido de la vida. Brota en la relación con la madre y con el padre, los cuales no son dueños de la vida de sus hijos, sino los primeros colaboradores de Dios para la transmisión de la vida y de la fe. Esto sucedió de modo ejemplar y extraordinario en la familia de la beata Chiara Badano; pero eso mismo sucede en numerosas familias. También en Sicilia existen espléndidos testimonios de jóvenes que han crecido como plantas hermosas, lozanas, después de haber brotado en la familia, con la gracia del Señor y la colaboración humana. Pienso en la beata Pina Suriano, en las venerables María Carmelina Leone y María Magno Magro, gran educadora; en los siervos de Dios Rosario Livatino, Mario Giuseppe Restivo, y en muchos otros jóvenes que conocéis. A menudo su actividad no es noticia, porque el mal hace más ruido, pero son la fuerza, el futuro de Sicilia. La imagen del árbol es muy significativa para representar al hombre. La Biblia la usa, por ejemplo, en los Salmos. El Salmo 1 dice: Dichoso el hombre que medita la ley del Señor, «como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón» (v. 3). Esta «acequia» puede ser el «río» de la tradición, el «río» de la fe del cual se saca la linfa vital. Queridos jóvenes de Sicilia, sed árboles que hunden sus raíces en el «río» del bien. No tengáis miedo de contrastar el mal. Juntos, seréis como un bosque que crece, quizá de forma silenciosa, pero capaz de dar fruto, de llevar vida y de renovar profundamente vuestra tierra. No cedáis a las instigaciones de la mafia, que es un camino de muerte, incompatible con el Evangelio, como tantas veces han dicho y dicen nuestros obispos.

El apóstol san Pablo retoma esta imagen en la carta a los Colosenses, donde exhorta a los cristianos a estar «enraizados y edificados en Cristo, fundados en la fe» (cf. Col 2, 7). Vosotros, los jóvenes, sabéis que estas palabras son el tema de mi Mensaje para la Jornada mundial de la juventud del próximo año en Madrid. La imagen del árbol dice que cada uno de nosotros necesita un terreno fértil en el cual hundir sus raíces, un terreno rico en sustancias nutritivas que hacen crecer a la persona: son los valores, pero sobre todo son el amor y la fe, el conocimiento del verdadero rostro de Dios, la conciencia de que él nos ama infinitamente, con fidelidad y paciencia, hasta dar su vida por nosotros. En este sentido la familia es «pequeña Iglesia», porque transmite a Dios, transmite el amor de Cristo, en virtud del sacramento del Matrimonio. El amor divino que ha unido al hombre y a la mujer, y que los ha hecho padres, es capaz de suscitar en el corazón de los hijos la semilla de la fe, es decir, la luz del sentido profundo de la vida.

Así llegamos a otro pasaje importante, al que sólo puedo aludir: la familia, para ser «pequeña Iglesia», debe vivir bien insertada en la «gran Iglesia», es decir, en la familia de Dios que Cristo vino a formar. También de esto nos da testimonio la beata Chiara Badano, al igual que todos los jóvenes santos y beatos: junto con su familia de origen, es fundamental la gran familia de la Iglesia, que se encuentra y se experimenta en la comunidad parroquial, en la diócesis; para la beata Pina Suriano fue la Acción Católica —ampliamente presente en esta tierra—; para la beata Chiara Badano, el Movimiento de los Focolares; de hecho, los movimientos y las asociaciones eclesiales no se sirven a sí mismos, sino que sirven a Cristo y a la Iglesia.

Queridos amigos, conozco vuestras dificultades en el actual contexto social, que son las dificultades de los jóvenes y de las familias de hoy, en particular en el sur de Italia. Y conozco también el empeño con que tratáis de reaccionar y afrontar estos problemas, sostenidos por vuestros sacerdotes, que son para vosotros auténticos padres y hermanos en la fe, como lo fue don Pino Puglisi. Doy gracias a Dios por este encuentro, porque donde hay jóvenes y familias que eligen el camino del Evangelio, hay esperanza. Y vosotros sois signo de esperanza no sólo para Sicilia, sino para toda Italia. Yo os he traído un testimonio de santidad, y vosotros me ofrecéis el vuestro: los rostros de los numerosos jóvenes de esta tierra que han amado a Cristo con radicalidad evangélica; vuestros mismos rostros, como un mosaico. El mayor don que hemos recibido es: ser Iglesia, ser en Cristo signo e instrumento de unidad, de paz, de verdadera libertad. Nadie puede quitarnos esta alegría. Nadie puede quitarnos esta fuerza. ¡Ánimo, queridos jóvenes y familias de Sicilia! Sed santos. A ejemplo de María, nuestra Madre, poneos plenamente a disposición de Dios, dejaos plasmar por su Palabra y por su Espíritu, y seréis de nuevo, y cada vez más, sal y luz de esta amada tierra vuestra. Gracias.


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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale del Brasile (Regione Norte I-Noroeste) in Visita "ad Limina Apostolorum" (4 ottobre 2010)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA PRESENTACIÓN
DE LAS CARTAS CREDENCIALES
DE SU EXCELENCIA FERNANDO ZEGERS SANTA CRUZ,
NUEVO EMBAJADOR DE CHILE ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 7 de octubre de 2010



Señor Embajador:

Me complace recibir a Vuestra Excelencia en este solemne acto en el que me hace entrega de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Chile ante la Santa Sede. Deseo expresarle mi más cordial bienvenida, al mismo tiempo que le agradezco las palabras de saludo de parte del Señor Presidente de la República, Doctor Sebastián Piñera Echenique, y de su Gobierno.

La presencia de Vuestra Excelencia en la Santa Sede me hace pensar con renovada viveza en un País que, aunque esté lejano geográficamente de aquí, lo llevo muy dentro de mi corazón, y muy especialmente después del terrible terremoto sufrido recientemente. Desde el primer momento, quise mostrar mi cercanía al pueblo chileno y, a través de la visita de mi Secretario de Estado, el Cardenal Tarcisio Bertone, hice llegar mi consuelo y esperanza a las víctimas, a sus familiares y a los numerosos damnificados, a quienes tengo muy presentes en mi oración. No me olvido tampoco de los mineros de la región de Atacama y sus seres queridos, por quienes rezo fervientemente.

A este respecto, quiero resaltar y valorar la unidad del pueblo chileno ante las desgracias, su respuesta tan generosa y solidaria cuando el sufrimiento arrecia, así como el esfuerzo inmenso que la Iglesia católica en Chile, muchas de cuyas comunidades han sido también duramente probadas por el seísmo, está realizando para intentar ayudar a quienes más lo necesitan.

Vuestra Excelencia comienza su misión ante la Santa Sede precisamente en el año en que Chile celebra el Bicentenario de su Independencia, lo cual me ofrece la ocasión para destacar una vez más el papel de la Iglesia en los acontecimientos más señalados de su País, así como en la consolidación de una identidad nacional propia, profundamente marcada por el sentimiento católico. Son muy numerosos los frutos que el Evangelio ha producido en esta bendita tierra. Frutos abundantes de santidad, de caridad, de promoción humana, de búsqueda constante de la paz y la convivencia. En este sentido, deseo recordar la celebración el año pasado del 25 aniversario de la firma del Tratado de paz y amistad con la hermana Nación Argentina que, con la mediación pontificia, puso fin al diferendo austral. Este Acuerdo histórico quedará para las generaciones futuras como un ejemplo luminoso del bien inmenso que la paz trae consigo, así como de la importancia de conservar y fomentar aquellos valores morales y religiosos que constituyen el tejido más íntimo del alma de un pueblo. No se puede pretender explicar el triunfo de ese anhelo de paz, de concordia y de entendimiento, si no se tiene en cuenta lo hondo que arraigó la semilla del Evangelio en el corazón de los chilenos. En este sentido, es importante, y más aún en las circunstancias actuales, en las que hay que hacer frente a tantos desafíos que amenazan la propia identidad cultural, favorecer especialmente entre los más jóvenes un sano orgullo, un renovado aprecio y revalorización de su fe, de su historia, su cultura, sus tradiciones y su riqueza artística, y de aquello que constituye el mejor y más rico patrimonio espiritual y humano de Chile.

En este contexto, quisiera subrayar que, si bien la Iglesia y el Estado son independientes y autónomos en su propio campo, ambos están llamados a desarrollar una colaboración leal y respetuosa para servir la vocación personal y social de las mismas personas (cf. Gaudium et spes, 76). En el cumplimiento de su misión específica de anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, la Iglesia busca responder a las expectativas y a los interrogantes de los hombres, apoyándose también en valores y principios éticos y antropológicos que están inscritos en la naturaleza del ser humano. Cuando la Iglesia alza su voz frente a los grandes retos y problemas actuales, como las guerras, el hambre, la pobreza extrema de tantos, la defensa de la vida humana desde su concepción hasta su ocaso natural, o la promoción de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer y primera responsable de la educación de los hijos, no actúa por un interés particular o por principios que sólo pueden percibir los que profesan una determinada fe religiosa. Respetando las reglas de la convivencia democrática, lo hace por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona puede compartir con su recta razón (cf. Discurso al Presidente de la República italiana, 20 noviembre 2006).

A este respecto, el pueblo chileno sabe bien que la Iglesia en esa Nación colabora sincera y eficazmente, y desea seguir haciéndolo, en todo aquello que contribuya a la promoción del bien común, del justo progreso y de la pacífica y armónica convivencia de todos los que viven en esa hermosa tierra.

Señor Embajador, antes de concluir este encuentro, le manifiesto mis mejores deseos en el cumplimiento de su alta misión, al mismo tiempo que le aseguro la cordial acogida y disponibilidad por parte de mis colaboradores. Con estos sentimientos, invoco de corazón sobre usted, Excelencia, sobre su familia y los demás miembros de esa Misión Diplomática, así como sobre todo el amadísimo pueblo chileno y sus dirigentes, por intercesión de la Virgen del Carmen, la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO INTERNACIONAL
DE LA PRENSA CATÓLICA

Jueves 7 de octubre de 2010



Queridos hermanos en el episcopado;
ilustres señoras y señores:

Os acojo con alegría al término de las cuatro jornadas de intenso trabajo promovidas por el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales y dedicadas a la prensa católica. Os saludo cordialmente a todos vosotros —provenientes de 85 países—, que trabajáis en los periódicos, en los semanarios o en otras revistas y en las páginas web. Saludo al presidente del dicasterio, el arzobispo Claudio Maria Celli, a quien agradezco que se haya hecho intérprete de los sentimientos de todos, así como a los secretarios, al subsecretario, a todos los oficiales y al personal. Me alegra poder dirigiros unas palabras de aliento a seguir adelante, con renovadas motivaciones, con vuestro importante y cualificado compromiso.

El mundo de los medios de comunicación está sufriendo una profunda transformación también en su seno. El desarrollo de las nuevas tecnologías y, en particular, la multimedialidad generalizada, parecen poner en tela de juicio el papel de los medios más tradicionales y consolidados. Vuestro Congreso se detiene oportunamente a considerar el papel peculiar de la prensa católica. De hecho, una atenta reflexión sobre este campo, pone de relieve dos aspectos particulares: por un lado la especificidad del medio, la prensa, es decir, la palabra escrita y su actualidad y eficacia, en una sociedad que ha visto cómo se multiplicaban antenas, parabólicas y satélites, que se han convertido casi en los emblemas de un nuevo modo de comunicar en la era de la globalización. Por otro lado, la connotación «católica», con la responsabilidad que deriva de ser fieles a ella de modo explícito y substancial, mediante el empeño diario de recorrer el camino maestro de la verdad.

Los periodistas católicos deben buscar la verdad con mente y corazón apasionados, pero también con la profesionalidad de operadores competentes y dotados de medios adecuados y eficaces. Esto resulta todavía más importante en el actual momento histórico, que exige a la figura misma del periodista, como mediador de los flujos de información, un cambio profundo. Por ejemplo, en la comunicación hoy tiene un peso cada vez mayor el mundo de la imagen con el desarrollo de tecnologías siempre nuevas; pero si por una parte todo esto conlleva indudables aspectos positivos, por otra, la imagen también puede convertirse en independiente de la realidad, puede dar vida a un mundo virtual, con varias consecuencias, la primera de las cuales es el riesgo de la indiferencia respecto de lo verdadero. De hecho, las nuevas tecnologías, junto con los avances que aportan, pueden hacer que lo verdadero y lo falso sean intercambiables; pueden inducir a confundir lo real con lo virtual. Además, se puede presentar un acontecimiento, alegre o triste, como si fuera un espectáculo y no como ocasión de reflexión. La búsqueda de los caminos para una auténtica promoción del hombre pasa entonces a un segundo plano, porque el acontecimiento se presenta principalmente para suscitar emociones. Estos aspectos suenan como una alarma: invitan a considerar el peligro de que lo virtual aleje de la realidad y no estimule a la búsqueda de lo verdadero, de la verdad.

En ese contexto, la prensa católica está llamada, de modo nuevo, a expresar todas sus potencialidades y a dar razón día a día de su irrenunciable misión. La Iglesia dispone de un elemento facilitador, pues la fe cristiana tiene en común con la comunicación una estructura fundamental: el hecho de que el medio y el mensaje coinciden; de hecho, el Hijo de Dios, el Verbo encarnado, es al mismo tiempo, mensaje de salvación y medio a través del cual la salvación se realiza. Y esto no es un simple concepto, sino una realidad accesible a todos, también a quienes, aun viviendo como protagonistas en la complejidad del mundo, son capaces de conservar la honradez intelectual propia de los «pequeños» del Evangelio. Además, la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, presente simultáneamente en todas partes, alimenta la capacidad de relaciones más fraternas y más humanas, proponiéndose como lugar de comunión entre los creyentes y a la vez como signo e instrumento de la vocación de todos a la comunión. Su fuerza es Cristo, y en su nombre «busca» al hombre por las calles del mundo para salvarlo del mysterium iniquitatis, que obra en él insidiosamente. La prensa evoca de manera más directa, respecto a cualquier otro medio de comunicación, el valor de la palabra escrita. La Palabra de Dios ha llegado a los hombres y se ha transmitido, también a nosotros, mediante un libro, la Biblia. La palabra sigue siendo el instrumento fundamental y, en cierto sentido, constitutivo de la comunicación: hoy se utiliza de varias formas, y también en la llamada «civilización de la imagen» conserva todo su valor.

A la luz de estas breves consideraciones, resulta evidente que el desafío comunicativo es muy arduo para la Iglesia y para cuantos comparten su misión. Los cristianos no pueden ignorar la crisis de fe que afecta a la sociedad o simplemente confiar en que el patrimonio de valores transmitido a lo largo de los siglos pasados pueda seguir inspirando y plasmando el futuro de la familia humana. La idea de vivir «como si Dios no existiera» se ha demostrado deletérea: el mundo necesita más bien vivir «como si Dios existiera», aunque no tenga la fuerza para creer; de lo contrario produce sólo un «humanismo inhumano».

Queridos hermanos y hermanas, quien trabaja en los medios de comunicación, si no quiere ser sólo «bronce que suena o címbalo que retiñe» (1 Co 13, 1) —como diría san Pablo— debe tener fuerte en sí la opción de fondo que lo habilita a tratar las cosas del mundo poniendo siempre a Dios en el primer puesto de la escala de valores. Los tiempos que estamos viviendo, aunque tengan una carga notable de positividad, porque los hilos de la historia están en manos de Dios y su eterno designio se revela cada vez más, están marcados por muchas sombras. Vuestra tarea, queridos operadores de la prensa católica, es ayudar al hombre contemporáneo a orientarse hacia Cristo, único Salvador, y a mantener encendida en el mundo la llama de la esperanza, para vivir dignamente el presente y construir adecuadamente el futuro. Por esto, os exhorto a renovar constantemente vuestra elección personal por Cristo, alimentándoos de los recursos espirituales que la mentalidad mundana subestima, mientras que son muy valiosos, es más, indispensables. Queridos amigos, os aliento a proseguir en vuestro compromiso, nada fácil, y os acompaño con la oración, para que el Espíritu Santo haga que sea siempre provechoso. Mi bendición, llena de afecto y de gratitud, que imparto de buen grado, quiere abrazar a los aquí presentes y a cuantos trabajan en la prensa católica en todo el mundo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO
POR EL CONSEJO PONTIFICO PARA LOS TEXTOS LEGISLATIVOS

Sala Clementina
Sábado 9 de octubre de 2010



Señores cardenales;
venerados patriarcas;
arzobispos mayores;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales;
distinguidos operadores del derecho canónico oriental:

Con gran alegría os acojo al concluir el congreso con el que habéis querido oportunamente celebrar el vigésimo aniversario de la promulgación del Código de cánones de las Iglesias orientales. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por monseñor Francesco Coccopalmerio, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido también en nombre de los presentes. Expreso mi agradecimiento a la Congregación para las Iglesias orientales, al Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y al Pontificio Instituto Oriental, que han colaborado con el Consejo pontificio para los textos legislativos en la organización de este congreso. Deseo manifestar cordial aprecio a los relatores por la competente aportación científica a esta iniciativa eclesial.

A los veinte años de la promulgación del Código de cánones de las Iglesias orientales, queremos rendir homenaje a la intuición del venerable Juan Pablo II, el cual, en su solicitud para que las Iglesias orientales católicas «florezcan y desempeñen con renovado vigor apostólico la misión que les ha sido encomendada» (Orientalium Ecclesiarum, 1), quiso dotar a estas venerables Iglesias de un Código completo, común y adecuado a los tiempos. Así se cumplió «la constante voluntad de los Romanos Pontífices de promulgar dos Códigos, uno para la Iglesia latina y otro para las Iglesias orientales católicas» (Const. ap. Sacri canones). Al mismo tiempo, se reafirmó «con claridad la intención constante y firme del legislador supremo en la Iglesia respecto a la fiel custodia y diligente observancia de todos los ritos» (ib.).

Al Código de cánones de las Iglesias orientales siguieron otros dos importantes documentos del magisterio de Juan Pablo II: la carta encíclica Ut unum sint (1995) y la carta apostólica Orientale lumen (1995). Asimismo, no podemos olvidar el Directorio para la aplicación de los principios y las normas sobre el ecumenismo, publicado por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos (1993) y la Instrucción de la Congregación para las Iglesias orientales acerca de la aplicación de las prescripciones litúrgicas del Código (1996). En estos autorizados documentos del Magisterio diversos cánones del Código de cánones de las Iglesias orientales, así como del Código de derecho canónico casi textualmente son citados, comentados y aplicados a la vida de la Iglesia.

Este vigésimo aniversario no es sólo un acontecimiento conmemorativo para conservar su memoria, sino una ocasión providencial de verificación, a la que están llamadas ante todo las Iglesias orientales católicas sui iuris y sus instituciones, especialmente las jerarquías. Al respecto, la constitución apostólica Sacri canones ya preveía los ámbitos de verificación. Se trata de ver en qué medida el Código ha tenido efectivamente fuerza de ley para todas las Iglesias orientales católicas sui iuris y cómo se ha traducido a la actividad de la vida cotidiana de las Iglesias orientales; así como en qué medida la potestad legislativa de cada Iglesia sui iuris ha proveído a la promulgación del propio derecho particular, teniendo presentes las tradiciones de su propio rito, al igual que las disposiciones del concilio Vaticano II.

Las temáticas de vuestro congreso, articuladas en tres unidades: la historia, las legislaciones particulares y las perspectivas ecuménicas, marcan un itinerario bastante significativo para seguir en esta verificación. Debe partir de la conciencia de que el nuevo Código de cánones de las Iglesias orientales ha creado para los fieles orientales católicos una situación disciplinar en parte nueva, convirtiéndose en un buen instrumento para conservar y promover el propio rito entendido como «patrimonio litúrgico, teológico, espiritual y disciplinar, distinto por cultura y circunstancias históricas de pueblos, que se expresa en un modo de vivir la fe que es propio de cada Iglesia sui iuris» (can. 28 § 1).

A este propósito, los sagrados cánones de la Iglesia antigua, que inspiran la codificación oriental vigente, estimulan a todas las Iglesias orientales a conservar su propia identidad, que es al mismo tiempo oriental y católica. Al mantener la comunión católica, las Iglesias orientales católicas no querían de ningún modo renegar de la fidelidad a su tradición. Como se ha recalcado varias veces, la ya realizada unión plena de las Iglesias orientales católicas con la Iglesia de Roma no debe conllevar para estas una disminución en la conciencia de su propia autenticidad y originalidad. Por tanto, conservar el patrimonio disciplinar común y alimentar las tradiciones propias, riqueza para toda la Iglesia, es una tarea de todas las Iglesias orientales católicas.

Esos mismos cánones sagrados de los primeros siglos de la Iglesia constituyen en gran medida el mismo y fundamental patrimonio de disciplina canónica que regula también a las Iglesias ortodoxas. Por tanto, las Iglesias orientales católicas pueden dar una peculiar y relevante contribución al camino ecuménico. Me alegra que en vuestro simposio hayáis tenido en cuenta este aspecto particular y os aliento a seguir estudiándolo, cooperando así al compromiso común de adherirse a la oración del Señor: «Que todos sean uno… para que el mundo crea…» (Jn 17, 21).

Queridos amigos, en el ámbito del compromiso actual de la Iglesia por una nueva evangelización, el derecho canónico, como ordenamiento peculiar e indispensable del conjunto eclesial, no dejará de contribuir eficazmente a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo, si todos los componentes del pueblo de Dios saben interpretarlo sabiamente y aplicarlo fielmente. Por eso, como hizo el venerable Juan Pablo ii, exhorto a todos los amados hijos orientales «a observar los preceptos indicados con espíritu sincero y humilde voluntad, sin dudar lo más mínimo de que la Iglesias orientales proveerán del mejor modo posible al bien de las almas de los fieles cristianos con una renovada disciplina, y que siempre florecerán y cumplirán la función que se les ha encomendado bajo la protección de la gloriosa y bendita siempre virgen María, que con plena verdad es llamada Theotókos y que brilla como madre excelsa de la Iglesia universal» (Const. ap. Sacri canones).

Acompaño este deseo con la bendición apostólica, que os imparto a vosotros y a cuantos dan su contribución en los varios campos relacionados con el derecho canónico oriental.


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ASAMBLEA ESPECIAL PARA ORIENTE MEDIO
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA PRIMERA CONGREGACIÓN GENERAL

Lunes 11 de octubre de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

El 11 de octubre de 1962, hace cuarenta y ocho años, el Papa Juan XXIII inauguraba el concilio Vaticano II. Entonces se celebraba el 11 de octubre la fiesta de la Maternidad divina de María y, con este gesto, con esta fecha, el Papa Juan quería confiar todo el Concilio a las manos maternales, al corazón maternal, de la Virgen. También nosotros comenzamos el 11 de octubre; también nosotros queremos confiar este Sínodo, con todos sus problemas, con todos sus desafíos, con todas sus esperanzas, al corazón maternal de la Virgen, de la Madre de Dios.

Pío XI, en 1931, había introducido esta fiesta, mil quinientos años después del concilio de Éfeso, el cual había legitimado, para María, el título de Theotókos, Dei Genitrix. En esta gran palabra Dei Genitrix, Theotókos, el concilio de Éfeso había resumido toda la doctrina de Cristo, de María, toda la doctrina de la redención. Por eso, vale la pena reflexionar un poco, un momento, sobre aquello de lo que habla el concilio de Éfeso, sobre aquello de lo que habla este día.

En realidad, Theotókos es un título audaz. Una mujer es Madre de Dios. Se podría decir: ¿cómo es posible? Dios es eterno, es el Creador. Nosotros somos criaturas, estamos en el tiempo. ¿Cómo podría una persona humana ser Madre de Dios, del Eterno, dado que nosotros estamos todos en el tiempo, todos somos criaturas? Por ello se entiende que hubiera una fuerte oposición, en parte, contra esta palabra. Los nestorianos decían: se puede hablar de Christotókos, sí, pero de Theotókos no. Theós, Dios, está por encima de todos los acontecimientos de la historia. Pero el Concilio decidió esto, y precisamente así puso de relieve la aventura de Dios, la grandeza de cuanto ha hecho por nosotros. Dios no permaneció en sí mismo: salió de sí mismo, se unió de una forma tan radical con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios; y, si hablamos de él, siempre podemos también hablar de Dios. No nació solamente un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en él nació Dios en la tierra. Dios salió de sí mismo. Pero también podemos decir lo contrario: Dios nos atrajo a sí mismo, de modo que ya no estamos fuera de Dios, sino que estamos en su intimidad, en la intimidad de Dios mismo.

La filosofía aristotélica, como sabemos bien, nos dice que entre Dios y el hombre sólo existe una relación no recíproca. El hombre se remite a Dios, pero Dios, el Eterno, existe en sí, no cambia: no puede tener hoy esta relación y mañana otra. Existe en sí, no tiene relación ad extra. Es una palabra muy lógica, pero es una palabra que nos lleva a desesperar: por tanto, Dios mismo no tiene relación conmigo. Con la encarnación, con la llegada de la Theotókos, esto cambió radicalmente, porque Dios nos atrajo a sí mismo y Dios en sí mismo es relación y nos hace participar en su relación interior. Así estamos en su ser Padre, Hijo y Espíritu Santo; estamos dentro de su ser en relación; estamos en relación con él y él realmente ha creado relación con nosotros. En ese momento, Dios quería nacer de una mujer y ser siempre él mismo: este es el gran acontecimiento. Y así podemos entender la profundidad del acto del Papa Juan XXIII, que confió la asamblea conciliar, sinodal, al misterio central, a la Madre de Dios, que fue atraída por el Señor a sí mismo, y así a todos nosotros con ella.

El Concilio comenzó con el icono de la Theotókos. Al final el Papa Pablo VI reconoció a la Virgen misma el título Mater Ecclesiae. Y estos dos iconos, que inician y concluyen el Concilio, están intrínsecamente unidos; son, en definitiva, un solo icono. Porque Cristo no nació como un individuo entre los demás. Nació para crearse un cuerpo: nació —como dice san Juan en el capítulo 12 de su Evangelio— para atraer a todos a sí y en sí. Nació —como dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios— para recapitular todo el mundo; nació como primogénito de muchos hermanos; nació para reunir el cosmos en sí, de forma que él es la Cabeza de un gran Cuerpo. Donde nace Cristo, comienza el movimiento de la recapitulación, comienza el momento de la llamada, de la construcción de su Cuerpo, de la santa Iglesia. La Madre de Theós, la Madre de Dios, es Madre de la Iglesia, porque es Madre de Aquel que vino para reunirnos a todos en su Cuerpo resucitado.

San Lucas nos da a entender esto en el paralelismo entre el primer capítulo de su Evangelio y el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, que repiten en dos niveles el mismo misterio. En el primer capítulo del Evangelio el Espíritu Santo desciende sobre María y así da a luz y nos da al Hijo de Dios. En el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles María está en el centro de los discípulos de Jesús que oran todos juntos, implorando la nube del Espíritu Santo. Y así de la Iglesia creyente, con María en el centro, nace la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Este doble nacimiento es el único nacimiento del Christus totus, del Cristo que abarca al mundo y a todos nosotros.

Nacimiento en Belén, nacimiento en el Cenáculo. Nacimiento de Jesús niño, nacimiento del Cuerpo de Cristo, de la Iglesia. Son dos acontecimientos o un único acontecimiento. Pero entre los dos están realmente la cruz y la resurrección. Y sólo a través de la cruz pasa el camino hacia la totalidad del Cristo, hacia su Cuerpo resucitado, hacia la universalización de su ser en la unidad de la Iglesia. Así, teniendo presente que sólo del grano de trigo caído en la tierra nace después la gran cosecha, del Señor traspasado en la cruz viene la universalidad de sus discípulos reunidos en este Cuerpo suyo, muerto y resucitado.

Teniendo en cuenta este nexo entre Theotókos y Mater Ecclesiae, nuestra mirada se dirige al último libro de la Sagrada Escritura, el Apocalipsis, donde, en el capítulo 12, aparece precisamente esta síntesis. La mujer vestida de sol, con doce estrellas sobre la cabeza y la luna bajo sus pies, da a luz. Y da a luz con un grito de dolor, da a luz con gran dolor. Aquí el misterio mariano es el misterio de Belén extendido al misterio cósmico. Cristo nace siempre de nuevo en todas las generaciones y así asume, recoge a la humanidad en sí mismo. Y este nacimiento cósmico se realiza en el grito de la cruz, en el dolor de la Pasión. Y a este grito de la cruz pertenece la sangre de los mártires.

Así, en este momento, podemos mirar el segundo Salmo de esta Hora Media, el Salmo 81, donde se ve una parte de este proceso. Dios está entre los dioses —aún se consideraban en Israel como dioses—. En este Salmo, en una gran concentración, en una visión profética, se ve la pérdida de poder de esos dioses. Los que parecían dioses no son dioses y pierden el carácter divino, caen a tierra. Dii estis et moriemini sicut homines (cf. Sal 81, 6-7): la pérdida de poder, la caída de las divinidades.

Este proceso, que se realiza en el largo camino de la fe de Israel y que se resume aquí en una visión única, es un verdadero proceso de la historia de la religión: la caída de los dioses. Y así la transformación del mundo, el conocimiento del verdadero Dios, la pérdida de poder de las fuerzas que dominan la tierra, es un proceso de dolor. En la historia de Israel vemos cómo esta liberación del politeísmo, este reconocimiento —«sólo él es Dios»— se realiza con muchos dolores, comenzando por el camino de Abraham, el exilio, los Macabeos, hasta Cristo. Y en la historia continúa este proceso de pérdida de poder, del que habla el Apocalipsis en el capítulo 12; habla de la caída de los ángeles, que no son ángeles, no son divinidades en la tierra. Y se realiza realmente, precisamente en el tiempo de la Iglesia naciente, donde vemos cómo con la sangre de los mártires pierden el poder las divinidades, comenzando por el emperador divino, por todas estas divinidades. Es la sangre de los mártires, el dolor, el grito de la Madre Iglesia lo que las hace caer y así transforma el mundo.

Esta caída no es sólo el conocimiento de que no son Dios; es el proceso de transformación del mundo, que cuesta sangre, cuesta el sufrimiento de los testigos de Cristo. Y, si miramos bien, vemos que este proceso no ha terminado nunca. Se realiza en los diversos períodos de la historia con formas siempre nuevas; también hoy, en este momento, en el que Cristo, el único Hijo de Dios, debe nacer para el mundo con la caída de los dioses, con el dolor, el martirio de los testigos. Pensemos en las grandes potencias de la historia de hoy; pensemos en los capitales anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son algo del hombre, sino un poder anónimo al que sirven los hombres, por el que los hombres son atormentados e incluso asesinados. Son un poder destructor que amenaza al mundo. Y después el poder de las ideologías terroristas. Aparentemente se comete violencia en nombre de Dios, pero no es Dios: son falsas divinidades a las que es preciso desenmascarar, pero no son Dios. Y luego la droga, este poder que como una bestia feroz extiende sus manos sobre todos los lugares de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una divinidad falsa, que debe caer. O también la forma de vivir propagada por la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio ya no cuenta, la castidad ya no es una virtud, etcétera.

Estas ideologías que dominan, que se imponen con fuerza, son divinidades. Y con el dolor de los santos, con el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia, de la cual formamos parte, estas divinidades deben caer, debe realizarse lo que dicen las cartas a los Colosenses y a los Efesios: las dominaciones, los poderes, caen y se convierten en súbditos del único Señor Jesucristo. De esta batalla que estamos librando, de esta pérdida de poder de los dioses, de esta caída de los falsos dioses, que caen porque no son divinidades, sino poderes que destruyen el mundo, habla el Apocalipsis en el capítulo 12, también con una imagen misteriosa, que a mi parecer puede tener distintas interpretaciones bellas. Se dice que el dragón lanza contra la mujer que huye un gran río de agua para arrollarla. Y parece inevitable que la mujer quede ahogada en este río. Pero la buena tierra absorbe este río y no puede hacer daño. Yo creo que el río se puede interpretar fácilmente: son esas corrientes que dominan a todos y que quieren hacer desaparecer la fe de la Iglesia, la cual ya no parece tener sitio ante la fuerza de esas corrientes que se imponen como la única racionalidad, como la única forma de vivir. Y la tierra que absorbe estas corrientes es la fe de los sencillos, que no se deja arrastrar por estos ríos y salva a la Madre y al Hijo. Por ello el Salmo —el primer Salmo de la Hora Media— dice que la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría (cf. Sal 118, 130). Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia. Y hemos vuelto al misterio mariano.

Y hay también una última palabra en el Salmo 81, «movebuntur omnia fundamenta terrae» (Sal 81, 5), tiemblan los fundamentos de la tierra. Hoy, con los problemas climáticos, vemos cómo se ven amenazados los fundamentos de la tierra, pero se ven amenazados por nuestro comportamiento. Tiemblan los fundamentos exteriores porque tiemblan los fundamentos interiores, los fundamentos morales y religiosos, la fe de la que sigue el modo recto de vivir. Y sabemos que la fe es el fundamento; y, en definitiva, los fundamentos de la tierra no pueden temblar si permanece firme la fe, la verdadera sabiduría.

Y luego el Salmo dice: «Levántate, Señor, y juzga la tierra» (Sal 81, 8). Así decimos también nosotros al Señor: «Levántate en este momento, toma la tierra entre tus manos, protege a tu Iglesia, protege a la humanidad, protege a la tierra». Y encomendémonos de nuevo a la Madre de Dios, a María, orando: «Tú, la gran creyente; tú que has abierto la tierra al cielo, ayúdanos, abre también hoy las puertas, para que venza la verdad, la voluntad de Dios, que es el verdadero bien, la verdadera salvación del mundo». Amén.


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Concerto in onore del Santo Padre offerto dal Maestro Enoch zu Guttenberg (16 ottobre 2010)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. CÉSAR MAURICIO VELÁSQUEZ OSSA
EMBAJADOR DE COLOMBIA ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 18 de octubre de 2010



Señor Embajador:

1. Al presentar las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Colombia ante la Santa Sede, con profunda complacencia le doy mi cordial bienvenida y, reiterando el vivo afecto que profeso a los amados hijos de Vuestra Patria, le deseo un fecundo servicio en el desempeño de la misión que su Gobierno le ha encomendado. Agradezco también las palabras que me ha dirigido, así como los sentimientos que me ha expresado de parte del Señor Presidente de la República, Doctor Juan Manuel Santos Calderón, que ha asumido recientemente la alta responsabilidad de conducir esa amada Nación por las sendas del progreso en la justicia, al amparo del respeto absoluto a los derechos básicos de la persona y en marcha constante hacia metas cada vez más nobles y altas, tanto humanas como espirituales. Le ruego que tenga a bien hacerle llegar mis mejores votos de paz y bienestar, así como la seguridad de mi oración para el fructuoso ejercicio de tan importante labor.

2. La presencia de Vuestra Excelencia y sus gentiles palabras me traen de nuevo el afecto y la devoción de un pueblo reconocido por sus acendradas virtudes humanas y cristianas, sus hondas raíces católicas y que, aun en medio de arduas situaciones de diverso orden, ha sabido mantener su fe en Dios y su firme voluntad de cultivar y practicar los valores del Evangelio, fuente inagotable de energía e inspiración para comprometerse con las más nobles causas.

3. Señor Embajador, comienza su delicado cometido ante la Santa Sede en un momento de particular trascendencia para Colombia. En efecto, en este año tiene lugar la conmemoración del Bicentenario del inicio del proceso que llevó a la Independencia y a la constitución de la República. Estoy seguro de que este significativo aniversario será una ocasión singular para acoger las lecciones que la historia proporciona, intensificar las iniciativas y medidas que consoliden la seguridad, la paz, la concordia y el desarrollo integral de todos sus ciudadanos y mirar con serenidad e ilusión el futuro que se avecina. En este camino, es de fundamental importancia el concurso de todos, de modo que los más profundos anhelos y proyectos del pueblo colombiano se vayan haciendo cada vez más una feliz y esperanzadora realidad.

4. No sólo durante estos dos siglos, sino también desde los albores de la llegada de los españoles a América, la Iglesia católica ha estado presente en cada una de las etapas del devenir histórico de vuestro País, desempeñando siempre un papel primordial y decisivo. En efecto, el abnegado trabajo de tantos obispos, presbíteros, religiosos y laicos ha dejado huellas imborrables en los más variados ámbitos del acontecer de vuestra Patria, tales como la cultura, el arte, la salud, la convivencia social y la construcción de la paz. Se trata de un patrimonio espiritual que ha germinado a lo largo de los años y en todos los rincones de Colombia en innumerables y fructíferas realizaciones humanas, espirituales y materiales. Estos esfuerzos, no exentos de sacrificios y adversidades, no pueden ser ignorados. Vale la pena salvaguardarlos como valiosa herencia y potenciarlos como una propuesta benéfica para toda la Nación. A este respecto, y fiel al encargo recibido del Señor, la Iglesia, en este contexto del Bicentenario, seguirá ofreciendo lo mejor de sí misma al pueblo colombiano, siendo solidaria con sus aspiraciones de superación y ayudando a todos desde la misión que le es propia. En este sentido, en el Mensaje que dirigí, el 30 de junio de 2008, a la Conferencia Episcopal de Colombia, con motivo del Centenario de su fundación, tuve la oportunidad de apremiar a los Obispos para que, con clarividencia y recogiendo el testimonio elocuente del celo apostólico de los Pastores que los precedieron, continuaran «respondiendo con solícita entrega, fe firme y renovado ardor a los retos que se presentan a la Iglesia en su patria», sirviendo «con entusiasmo a todos, especialmente a los más desfavorecidos, llevándoles un mensaje de paz, de justicia y de reconciliación». En esta apasionante tarea, la Iglesia en Colombia no exige privilegio alguno. Sólo anhela poder servir a los fieles y a todos aquellos que le abran las puertas de su corazón, con la mano tendida y siempre dispuesta a fortalecer todo lo que promueva la educación de las nuevas generaciones, el cuidado de los enfermos y ancianos, el respeto a los pueblos indígenas y sus legítimas tradiciones, la erradicación de la pobreza, el narcotráfico y la corrupción, la atención a los presos, desplazados, emigrantes y trabajadores, así como la asistencia a las familias necesitadas. Se trata, en definitiva, de continuar prestando una leal colaboración para el crecimiento integral de las comunidades en las que los pastores, religiosos y fieles ejercen su servicio, movidos únicamente por las exigencias que brotan de su ordenación sacerdotal, de su consagración religiosa o de su vocación cristiana.

5. En este marco de mutua cooperación y cordiales relaciones entre la Santa Sede y la República de Colombia, que en este año cumplen su 165 aniversario, deseo manifestar nuevamente el interés que la Iglesia tiene por tutelar y fomentar la inviolable dignidad de la persona humana, para lo cual es esencial que el ordenamiento jurídico respete la ley natural en áreas tan esenciales como la salvaguarda de la vida humana, desde su concepción hasta su término natural; el derecho a nacer y a vivir en una familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer o el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación acorde con sus propios criterios morales o creencias. Todos ellos son pilares insustituibles en la edificación de una sociedad verdaderamente digna del hombre y de los valores que le son consustanciales.

6. En este solemne encuentro con Vuestra Excelencia, quiero manifestar igualmente mi cercanía espiritual y asegurar mis oraciones por quienes en Colombia han sido injusta y cruelmente privados de libertad. Rezo también por sus familiares y, en general, por las víctimas de la violencia en todas sus formas, suplicando a Dios que se ponga de una vez fin a tanto sufrimiento, y que todos los colombianos puedan vivir reconciliados y en paz en esa bendita tierra, tan colmada de recursos naturales, de hermosos valles y encumbradas montañas, con caudalosos ríos y pintorescos paisajes, que es preciso preservar como magnífico don del Creador.

7. Señor Embajador, al concluir mis palabras, le reitero mis mejores auspicios en la misión que hoy emprende, en la cual hallará continuamente la acogida y el apoyo de mis colaboradores. A la vez que invoco la materna intercesión de Nuestra Señora de Chiquinquirá sobre Vuestra Excelencia y los miembros de esa Misión Diplomática, sobre el Gobierno y el amado pueblo colombiano, pido al Todopoderoso que Vuestra Patria ocupe un lugar de vanguardia en el servicio al bien común y la fraternidad entre todos los hombres, y que aliente a los colombianos a transitar sin vacilación por los caminos del entendimiento recíproco y la solidaridad.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. MANUEL ROBERTO LÓPEZ BARRERA
EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE EL SALVADOR
ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 18 de octubre de 2010



Señor Embajador:

1. Con sumo agrado le doy la bienvenida a este solemne acto de la presentación de las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de El Salvador ante la Santa Sede, y le agradezco los sentimientos de cordialidad que me ha expresado de parte del Gobierno y del amadísimo pueblo salvadoreño. Correspondo complacido a esta delicada atención y le ruego que tenga la bondad de hacer llegar mi deferente saludo al Señor Presidente de la República, Licenciado Mauricio Funes Cartagena, asegurándole que la Sede Apostólica contribuirá a afrontar el camino de diálogo y convivencia pacífica emprendido por las Autoridades de vuestro País, de forma que todo salvadoreño considere el suelo patrio como un auténtico hogar que lo acoge y le ofrece la posibilidad de vivir en él con serenidad. De este modo, el fortalecimiento de la concordia interna incrementará el bien de la Nación y contribuirá a que ésta siga teniendo un puesto de relieve en toda Centroamérica, donde es importante que existan voces que inviten al entendimiento mutuo y a la cooperación generosa, en aras del justo progreso y la estabilidad de la comunidad internacional.

2. Con la dedicación permanente de Vuestra Excelencia a la misión que hoy inicia, las Autoridades de vuestra Patria han querido enaltecer la Representación Diplomática de El Salvador ante la Santa Sede, en consonancia con el mayoritario sentir de vuestros conciudadanos, que profesan profunda veneración y filial devoción al Sucesor de San Pedro. Las dotes personales que adornan a Vuestra Excelencia, vuestra fe, así como vuestra vasta experiencia en variados campos de la docencia, la administración pública y la vida social, son la mejor garantía en vuestra labor de reforzar las fructuosas y fluidas relaciones que vuestro País mantiene con la Santa Sede desde hace tiempo.

3. Estos estrechos lazos que unen al pueblo fiel salvadoreño con la Cátedra del Príncipe de los Apóstoles manifiestan una tradición nobilísima y es imposible separarlos de la historia y las costumbres de esa bendita tierra, desde los días en que a ella llegaron los hijos de Santo Domingo y San Francisco. La fe católica cayó en ella en fértil surco e inspiró, desde el mismo nombre de esa Nación centroamericana hasta un sinfín de afamados monumentos artísticos, plasmándose también en fecundas iniciativas sanitarias, educativas y asistenciales, así como en las incontables virtudes personales, familiares y sociales que la condición cristiana lleva consigo. Ese patrimonio de valores fermentado con la levadura evangélica es una herencia que los salvadoreños han recibido como timbre de gloria, un caudal de sabiduría que han de nutrir para consolidar recta y ordenadamente el presente, y del que se pueden extraer suficientes energías morales con vistas a proyectar un futuro luminoso.

4. La Iglesia en El Salvador, desde su competencia específica, con independencia y libertad, trata de servir a la promoción del bien común en todas sus dimensiones y al fomento de aquellas condiciones que consientan en los hombres y mujeres el desarrollo integral de sus personas, impregnando para ello el contexto social con la luz que promana de su vocación renovadora en medio del mundo. Evangelizando y dando testimonio de amor a Dios y a todo hombre sin excepción alguna, se convierte en elemento eficaz para la erradicación de la pobreza y en acicate vigoroso para luchar contra la violencia, la impunidad y el narcotráfico, que tantos estragos están causando, sobre todo entre los jóvenes. Al contribuir en la medida de sus posibilidades al cuidado de los enfermos y ancianos, o a la reconstrucción de las regiones devastadas por las catástrofes naturales, quiere seguir el ejemplo de su Divino Fundador, que no le permite permanecer ajena a las aspiraciones y dinamismos del ser humano, ni mirar con indiferencia cuando se debilitan exigencias tan primordiales como la equitativa distribución de la riqueza, la honradez en el desempeño de las funciones públicas o la independencia de los tribunales de justicia. Tampoco deja de sentirse interpelada la comunidad eclesial cuando a muchos falta una vivienda digna o no tienen un empleo que les procure su realización personal y el mantenimiento de sus familias, viéndose obligados a emigrar fuera de la Patria. De igual manera, sería extraño que los discípulos de Cristo fueran neutrales ante la presencia agresiva de las sectas, que aparecen como una fácil y cómoda respuesta religiosa, pero que, en realidad, socavan la cultura y hábitos que, desde hace siglos, han conformado la identidad salvadoreña, oscureciendo también la belleza del mensaje evangélico y resquebrajando la unidad de los fieles en torno a sus Pastores. En cambio, la labor materna de la Iglesia en su afán constante de defender la inviolable dignidad de la vida humana desde su concepción a su ocaso natural —tal como lo proclama también la Constitución del País—, el valor de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, y el derecho de los padres a educar a su prole según sus propias convicciones morales y espirituales, crea un clima en donde el verdadero espíritu religioso se funde con el denuedo por alcanzar metas cada vez más altas de bienestar y progreso, abriendo a la Nación a un dilatado horizonte de esperanzas.

5. Es consolador ver el esfuerzo de vuestro País en la edificación de una sociedad cada vez más armónica y solidaria, avanzando por la senda despejada de aquellos Acuerdos que se firmaron en 1992, y que dieron por concluida la larga lucha intestina que vivió El Salvador, tierra de ingentes riquezas naturales que hablan con elocuencia de Dios y que hay que conservar y proteger encarecidamente para legarlas en toda su lozanía a las nuevas generaciones. Gran alegría hallará el pueblo salvadoreño, de espíritu sacrificado y laborioso, si el proceso de paz se ve cotidianamente confirmado y se potencian las decisiones tendentes a favorecer la seguridad ciudadana. A este respecto, pido al Omnipotente con ferviente confianza que a vuestros compatriotas se les brinde la ayuda que sea menester para renunciar definitivamente a cuanto provoca enfrentamientos, reemplazando las enemistades por la mutua comprensión y por la salvaguarda de la incolumidad de las personas y sus haberes. Para lograr estos bienes, es preciso que se convenzan de que la violencia nada consigue y todo empeora, pues es una vía sin salida, un mal detestable e inadmisible, una fascinación que embauca a la persona y la llena de indignidad. La paz, por el contrario, es el anhelo que tiene todo hombre que se precie de este nombre. Como don del Divino Salvador, es también una tarea a la que todos han de cooperar sin vacilación, encontrando para ello en el Estado un firme valedor a través de disposiciones jurídicas, económicas y sociales pertinentes, así como de unas adecuadas Fuerzas y Cuerpos de Policía y Seguridad, que velen en el marco de la legalidad por el bienestar de la población. En este camino de superación, hallarán siempre la mano tendida de los hijos de la Iglesia, a los que exhorto vivamente, para que, con su testimonio de discípulos y misioneros de Cristo, se identifiquen cada día más con Él y le supliquen que haga de todo salvadoreño un artífice de reconciliación.

6. A Nuestra Señora de la Paz, celestial Patrona de El Salvador, encomiendo las preocupaciones y desafíos de orden personal, familiar y público de vuestros connacionales. Que Ella también os asista y custodie, Señor Embajador, en la alta responsabilidad que ahora comenzáis y en la que siempre contaréis con la diligente solicitud de mis colaboradores. A la vez que invoco su materno amparo sobre Vuestra Excelencia, su egregia familia y el personal de esa Misión Diplomática, imploro copiosas bendiciones del Todopoderoso para la República de El Salvador.


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All'Ambasciatore di Corea (21 ottobre 2010)

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All'Ambasciatore di Romania (21 ottobre 2010)

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All'Ambasciatore di Slovenia (22 ottobre 2010)

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All'Ambasciatore del Portogallo (22 ottobre 2010)

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Ai partecipanti al Simposio Internazionale su Erik Peterson (25 ottobre 2010)

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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale del Brasile (Regione Nordeste V) in Visita "ad Limina Apostolorum" (28 ottobre 2010)

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Ai partecipanti al Convegno della Fondazione "Romano Guardini" di Berlino (29 ottobre 2010)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. LUIS DOSITEO TAPIA,
NUEVO EMBAJADOR DE ECUADOR ANTE LA SANTA SEDE*

Viernes 22 de octubre de 2010



Señor Embajador:

l. Me complace recibir de sus manos las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República del Ecuador ante la Santa Sede y, al manifestarle la más cordial bienvenida, tenga la bondad de acoger las expresiones di mi afecto por todos los hijos de esa dilecta Nación. Le agradezco asimismo las gentiles palabras que me ha dirigido de parte del Señor Presidente Constitucional de la República, Economista Rafael Correa Delgado, a las que correspondo gustoso, rogándole al mismo tiempo que le transmita mis férvidos votos de paz y bienestar para su Persona y el noble pueblo del Ecuador.

2. En Vuestra Patria, que tuve la dicha de visitar, en 1978, como Enviado Extraordinario de mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo I, al III Congreso Mariano Nacional del Ecuador, la Palabra de Cristo fue esparcida con generosidad y floreció esplendorosamente. En ella se alcanzaron cimas de santidad muy preclaras, que se suman a otras no tan conocidas, pero no por eso menos significativas, y que son timbre de gloria para esa amada República, a la vez que ponen de relieve cuántos beneficios puede aportar la fe católica a la promoción de todas aquellas iniciativas que dignifican a la persona y perfeccionan la sociedad. Tal ha sido el norte al que ha mirado y mira en todo momento la Iglesia en vuestro País. Ella, en el cumplimiento de su misión específica, no busca privilegio alguno; sólo quiere incrementar cuanto contribuya al desarrollo integral de las personas. En este sentido, la comunidad eclesial, que ha visto su alegría multiplicada con la reciente erección canónica de la Diócesis de San Jacinto de Yaguachi, goza también cuando se ve favorecida la concordia social, por lo que secunda el esfuerzo que las Autoridades ecuatorianas vienen llevando a cabo en estos últimos años para redescubrir los cimientos de la propia convivencia democrática, fortalecer el Estado de derecho y dar nueva pujanza a la solidaridad y la fraternidad. Pido al Altísimo que este luminoso horizonte de esperanza se dilate cada vez más con nuevos proyectos y atinadas decisiones, de modo que el bien común prevalezca sobre los intereses de partido o de clase, el imperativo ético sea punto de referencia obligatorio de todo ciudadano, la riqueza sea equitativamente distribuida, y los sacrificios se compartan por igual y no graven únicamente sobre los más menesterosos.

3. La presencia de Vuestra Excelencia en este solemne acto me permite dirigir mi pensamiento a vuestra Patria, a la que el Creador dotó de formidables recursos naturales, en un suelo fértil y surcado de una alternancia incomparable de mesetas andinas, níveas cumbres y ríos majestuosos, que han de ser preservados con esmero y probidad, pues son reflejo del amor y la grandeza de Dios. Esa filigrana de raras bellezas paisajísticas está en conformidad con el rosario de cualidades que adornan a los ecuatorianos, gente hospitalaria y emprendedora, que reconoce que no hay progreso justo ni bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo. Sin esta exigencia irrenunciable, la vida pública se debilita en sus motivaciones y se corre también «el riesgo de que no se respeten los derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien porque no se reconoce la libertad personal» (Caritas in veritate, 56). Dichos valores esenciales arraigan hondamente en la verdad del ser humano que, creado a imagen y semejanza de Dios, constituye de por sí el límite de todo poder político y, a la vez, la razón de su servicio. A este respecto, la historia enseña que el desconocimiento o tergiversación de esta verdad sobre el hombre es a menudo el pórtico de injusticias y totalitarismos. En cambio, cuando el Estado se dota de los instrumentos legislativos y jurídicos adecuados para que sea pródigamente salvaguardada y favorecida, el régimen de libertad y auténtica participación ciudadana se consolida, el tejido social se afianza y la asistencia a los más desprotegidos se fortalece.

4. Señor Embajador, si en el pasado de vuestra querida Nación, tan cercana al corazón del Papa, ha habido momentos de dificultad y zozobra, no han sido menores las virtudes humanas y cristianas de sus gentes, así como sus anhelos de superación, con sacrificios que evocan proficuas enseñanzas, cuyo cultivo ulterior se confía a los hombres de hoy, con vistas a la proyección de un futuro sereno y alentador. Las Autoridades ecuatorianas prestarán un gran servicio al País acrecentando ese insigne patrimonio humano y espiritual, del que podrán extraerse energías e inspiración para proseguir construyendo los pilares portantes de toda comunidad humana que se precie de esa denominación, como la defensa de la vida desde su concepción hasta su declive natural, la libertad religiosa, la libre expresión del pensamiento, así como las demás libertades civiles, por ser éstas la auténtica condición para una real justicia social. Ésta, a su vez, no podrá afirmarse sino a partir del apoyo y tutela, también en términos jurídicos y económicos, de la célula original de la sociedad, que no es otra que la familia establecida sobre la unión matrimonial de un hombre con una mujer. De fundamental trascendencia también serán aquellos programas destinados a erradicar el desempleo, la violencia, la impunidad, el analfabetismo y la corrupción. En la consecución de estos loables objetivos, los Pastores de la Iglesia son conscientes de que no han de entrar en el debate político, proponiendo soluciones concretas o imponiendo el propio comportamiento. Pero tampoco pueden ni deben permanecer neutrales ante los grandes problemas o aspiraciones del ser humano, ni ser indolentes a la hora de luchar por la justicia. Con el debido respeto a la pluralidad de opciones legítimas, su papel consiste más bien en iluminar con el Evangelio y la Doctrina social de la Iglesia las mentes y las voluntades de los fieles, para que escojan con responsabilidad las decisiones encaminadas a la edificación de una sociedad más armónica y ordenada.

5. Excelencia, una de las grandes metas que vuestros conciudadanos se han propuesto es la de lograr una amplia reforma del sistema educativo, desde los niveles primarios a los universitarios. La Iglesia en Ecuador tiene una fructífera historia en el área de la instrucción de la niñez y juventud, habiendo ejercido su obra docente con particular abnegación en regiones lejanas, incomunicadas y depauperadas de la Nación. Es de justicia que no se ignore esta ardua tarea eclesial, ejemplo de sana colaboración con el Estado. Antes bien, la comunidad cristiana desea seguir poniendo su larga experiencia en este campo al servicio de todos. Por ello, tiene su mano abierta para concurrir a la elevación del nivel cultural, que constituye un desafío prioritario para el recto progreso humano, lo cual reclama al mismo tiempo aquella libertad sin la cual la educación dejaría de ser tal. En efecto, la identidad más profunda de la escuela y la universidad no se agota en la mera transmisión de datos o informaciones útiles, sino que responde a la voluntad de infundir en los alumnos el amor a la verdad, que los conduzca hacia aquella madurez personal con que habrán de ejercer su papel de protagonistas del desarrollo social, económico y cultural del País. Al aceptar este reto, la Autoridad pública ha de garantizar el derecho que asiste a los padres, tanto de formar a sus hijos según sus propias convicciones religiosas y criterios éticos, como de fundar y sostener instituciones docentes. En esta perspectiva, es también importante que la Autoridad pública respete la identidad específica y la autonomía de las instituciones educativas y de la universidad católica, en consonancia con el modus vivendi, suscrito hace más de setenta años entre la República del Ecuador y la Santa Sede. Por otra parte, en virtud de sus derechos educativos, los padres tienen que contar con que la libertad de educación sea promovida también en las instituciones docentes estatales, donde la legislación seguirá asegurando la enseñanza religiosa escolar en el marco curricular correspondiente a los fines propios de la escuela en cuanto tal.

6. Señor Embajador, al concluir este encuentro que da inicio a vuestra misión de estrechar más todavía las ya fecundas relaciones entre la República del Ecuador y la Santa Sede, confío a Vuestra Excelencia, a su distinguida familia y al personal de esa Misión Diplomática a la amorosa intercesión de María Santísima, en su advocación de Nuestra Señora de la Presentación del Quinche, celestial Patrona del Ecuador. A la Madre de Dios le suplico que acompañe a todos los hijos de esa hermosa tierra, para que se avive en ellos aquel pensamiento de vuestro egregio compatriota, el Dr. Eugenio de Santacruz y Espejo, que en los días de la independencia de la Nación, hace ahora doscientos años, exhortaba a todos los ecuatorianos a ser libres al amparo de la Cruz. Con estos sentimientos, imploro de Aquel que estuvo clavado en ella que proteja y bendiga a todos vuestros conciudadanos.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA COMIDA CON LOS PADRES SINODALES

Sábado 23 de octubre de 2010



Queridos amigos:

Según una hermosa tradición iniciada por el Papa Juan Pablo II, los Sínodos se concluyen con una comida, un acto convival que se inscribe bien también en el clima de este Sínodo, que habla de la comunión: no sólo ha hablado de ella, sino que nos ha hecho realizar la comunión.
Para mí este es el momento de decir gracias. Gracias al secretario general del Sínodo y a su equipo, que han preparado y están preparando también la prosecución de los trabajos. Gracias a los presidentes delegados; gracias, sobre todo, al relator y al secretario adjunto, que han realizado un trabajo increíble. ¡Gracias! También yo fui una vez relator en el Sínodo sobre la familia y puedo imaginar un poco qué trabajo habéis realizado. Gracias también a todos los padres que han presentado la voz de la Iglesia en Oriente, a los auditores, a los delegados fraternos, a todos.

Comunión y testimonio. En este momento agradecemos al Señor la comunión que nos ha dado y nos da. Hemos visto la riqueza, la diversidad de esta comunión. Siete Iglesias de ritos distintos, que sin embargo forman, junto con todos los demás ritos, la única Iglesia católica. Es hermoso ver esta verdadera catolicidad, que es tan rica en la diversidad, tan rica en posibilidades, en culturas diferentes; y, sin embargo, precisamente así crece la polifonía de una única fe, de una verdadera comunión de los corazones, que sólo el Señor puede dar. Por esta experiencia de comunión damos gracias al Señor, os doy las gracias a todos vosotros. Me parece que este es quizás el don más importante del Sínodo que hemos vivido y realizado: la comunión que nos une a todos y que es también un testimonio en sí misma.

Comunión. La comunión católica, cristiana, es una comunión abierta, dialogal. Así estábamos también en diálogo permanente, interior y exteriormente, con los hermanos ortodoxos, con las demás comunidades eclesiales. Y hemos sentido que precisamente en esto estamos unidos, aunque haya divisiones exteriores: hemos sentido la profunda comunión en el Señor, en el don de su Palabra, de su vida, y esperamos que el Señor nos guíe para avanzar en esta comunión profunda.

Estamos unidos con el Señor y así, podríamos decir, la verdad nos «encuentra». Y esta verdad no cierra, no pone fronteras, sino que abre. Por eso, también estábamos en diálogo franco y abierto con los hermanos musulmanes, con los hermanos judíos, todos juntos responsables por el don de la paz, por la paz precisamente en esa parte de la tierra bendita por el Señor, cuna del cristianismo y asimismo de las otras dos religiones. Queremos seguir por este camino con fuerza, ternura y humildad, y con la valentía de la verdad que es amor y que en el amor se abre.

He dicho que concluimos este Sínodo con la comida. Pero la verdadera conclusión mañana es la convivialidad con el Señor, la celebración de la Eucaristía. La Eucaristía, en realidad, no es una conclusión sino una apertura. El Señor camina con nosotros, está con nosotros; el Señor nos pone en movimiento. Así, en este sentido, estamos en Sínodo, es decir, en un camino que sigue incluso dispersos: estamos en Sínodo, en un camino común. Pidamos al Señor que nos ayude. ¡Y gracias a todos!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS

Jueves 28 de octubre de 2010



Excelencias;
ilustres señoras y señores:

Me complace saludaros a todos los aquí presentes mientras la Academia pontificia de ciencias se reúne para su sesión plenaria a fin de reflexionar sobre «La herencia científica del siglo XX». Saludo en particular al obispo Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de la Academia. Aprovecho esta oportunidad también para recordar con afecto y gratitud al profesor Nicola Cabibbo, vuestro difunto presidente. Junto con todos vosotros, encomiendo en la oración su noble alma a Dios, Padre de misericordia.

La historia de la ciencia en el siglo XX está marcada por indudables conquistas y grandes progresos. Lamentablemente, por otro lado, la imagen popular de la ciencia del siglo XX a veces se caracteriza por dos elementos extremos. Por una parte, algunos consideran la ciencia como una panacea, demostrada por sus importantes conquistas en el siglo pasado. En efecto, sus innumerables avances han sido tan determinantes y rápidos que, aparentemente, confirman la opinión según la cual la ciencia puede responder a todos los interrogantes relacionados con la existencia del hombre e incluso a sus más altas aspiraciones. Por otra, algunos temen la ciencia y se alejan de ella a causa de ciertos desarrollos que hacen reflexionar, como la construcción y el uso aterrador de armas nucleares.

Ciertamente, la ciencia no queda definida por ninguno de estos dos extremos. Su tarea era y es una investigación paciente pero apasionada de la verdad sobre el cosmos, sobre la naturaleza y sobre la constitución del ser humano. En esta investigación se cuentan numerosos éxitos y numerosos fracasos, triunfos y derrotas. Los avances de la ciencia han sido alentadores, como por ejemplo cuando se descubrieron la complejidad de la naturaleza y sus fenómenos, más allá de nuestras expectativas, pero también humillantes, como cuando quedó demostrado que algunas de las teorías que hubieran debido explicar esos fenómenos de una vez por todas resultaron sólo parciales. Esto no quita que también los resultados provisionales son una contribución real al descubrimiento de la correspondencia entre el intelecto y las realidades naturales, sobre las cuales las generaciones sucesivas podrán basarse para un desarrollo ulterior.

Los avances realizados en el conocimiento científico en el siglo XX, en todas sus diversas disciplinas, han llevado a una conciencia decididamente mayor del lugar que el hombre y este planeta ocupan en el universo. En todas las ciencias, el denominador común sigue siendo la noción de experimentación como método organizado para observar la naturaleza. El hombre ha realizado más progresos en el siglo pasado que en toda la historia precedente de la humanidad, aunque no siempre en el conocimiento de sí mismo y de Dios, pero sí ciertamente en el de los microcosmos y los macrocosmos. Queridos amigos, nuestro encuentro de hoy es una demostración de la estima de la Iglesia por la constante investigación científica y de su gratitud por el esfuerzo científico que alienta y del que se beneficia. En nuestros días, los propios científicos aprecian cada vez más la necesidad de estar abiertos a la filosofía para descubrir el fundamento lógico y epistemológico de su metodología y de sus conclusiones. La Iglesia, por su parte, está convencida de que la actividad científica se beneficia claramente del reconocimiento de la dimensión espiritual del hombre y de su búsqueda de respuestas definitivas, que permitan el reconocimiento de un mundo que existe independientemente de nosotros, que no comprendemos exhaustivamente y que sólo podemos comprender en la medida en que logramos aferrar su lógica intrínseca. Los científicos no crean el mundo. Aprenden cosas sobre él y tratan de imitarlo, siguiendo las leyes y la inteligibilidad que la naturaleza nos manifiesta. La experiencia del científico como ser humano es, por tanto, percibir una constante, una ley, un logos que él no ha creado, sino que ha observado: en efecto, nos lleva a admitir la existencia de una Razón omnipotente, que es diferente respecto a la del hombre y que sostiene el mundo. Este es el punto de encuentro entre las ciencias naturales y la religión. Por consiguiente, la ciencia se convierte en un lugar de diálogo, un encuentro entre el hombre y la naturaleza y, potencialmente, también entre el hombre y su Creador.

Mientras miramos al siglo XXI, quiero proponeros dos pensamientos sobre los cuales reflexionar más en profundidad. En primer lugar, mientras los logros cada vez más numerosos de las ciencias aumentan nuestra maravilla frente a la complejidad de la naturaleza, se percibe cada vez más la necesidad de un enfoque interdisciplinario vinculado a una reflexión filosófica que lleve a una síntesis. En segundo lugar, en este nuevo siglo, los logros científicos deberían estar siempre inspirados en imperativos de fraternidad y de paz, contribuyendo a resolver los grandes problemas de la humanidad, y orientando los esfuerzos de cada uno hacia el auténtico bien del hombre y el desarrollo integral de los pueblos del mundo. El fruto positivo de la ciencia del siglo XXI seguramente dependerá, en gran medida, de la capacidad del científico de buscar la verdad y de aplicar los descubrimientos de un modo que se busque al mismo tiempo lo que es justo y bueno.

Con estos sentimientos, os invito a dirigir vuestra mirada hacia Cristo, la Sabiduría increada, y a reconocer su rostro, el Logos del Creador de todas las cosas. Renovando mis mejores deseos para vuestro trabajo, os imparto de buen grado mi bendición apostólica.


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ENCUENTRO CON LOS MUCHACHOS Y JÓVENES
DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Sábado 30 de octubre de 2010

(Vídeo)



Pregunta de un muchacho de la Acción católica:

Santidad, ¿qué significa hacerse mayores? ¿Qué debo hacer para crecer siguiendo a Jesús? ¿Quién me puede ayudar?

Queridos amigos de la Acción católica italiana:

Me siento realmente feliz de encontrarme en esta hermosa plaza con vosotros, tan numerosos, y os agradezco de corazón vuestro afecto. Os doy la bienvenida a todos. En particular, saludo al presidente, el profesor Franco Miano, y al consiliario general, monseñor Domenico Sigalini. Saludo al cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia episcopal italiana, a los demás obispos, los sacerdotes, los educadores y los padres que han querido acompañaros.

He escuchado la pregunta del muchacho de la Acción católica. La respuesta más hermosa sobre qué significa hacerse mayores la lleváis todos escrita en vuestras camisetas, en las gorras, en las pancartas: «Hay algo más». Este lema vuestro, que no conocía, me ha hecho reflexionar. ¿Qué hace un niño para ver si crece? Confronta su altura con la de sus compañeros; e imagina que llega a ser más alto, para sentirse más grande. Yo, cuando era muchacho, a vuestra edad, en mi clase era uno de los más pequeños, y tenía aún más el deseo de ser algún día muy grande; y no sólo grande de estatura, sino que quería hacer algo grande, algo más en mi vida, aunque no conocía esta frase «hay algo más». Crecer en estatura implica este «hay algo más». Os lo dice vuestro corazón, que desea tener muchos amigos, que está contento cuando se porta bien, cuando sabe dar alegría a papá y mamá, pero sobre todo cuando encuentra a un amigo insuperable, muy bueno y único, que es Jesús. Ya sabéis cuánto quería Jesús a los niños y los muchachos. Un día muchos niños como vosotros se acercaron a Jesús, porque se había entablado un buen entendimiento, y en su mirada percibían el reflejo del amor de Dios; pero había también adultos a quienes, en cambio, esos niños importunaban. A vosotros también os pasa que alguna vez, mientras jugáis y os divertís con los amigos, los mayores os dicen que no molestéis… Pues bien, Jesús regaña a esos adultos y les dice: Dejad aquí a todos estos muchachos, porque tienen en el corazón el secreto del reino de Dios. Así enseñó Jesús a los adultos que también vosotros sois «grandes» y que los adultos deben custodiar vuestra grandeza, que es la de tener un corazón que ama a Jesús. Queridos niños, queridos muchachos: ser «grandes» significa amar mucho a Jesús, escucharlo y hablar con él en la oración, encontrarlo en los sacramentos, en la santa misa, en la confesión; quiere decir conocerlo cada vez más y darlo a conocer a los demás, quiere decir estar con los amigos, también con los más pobres, los enfermos, para crecer juntos. Y la Acción católica forma parte de ese «más», porque no estáis solos en el amor a Jesús —sois muchos, lo vemos también esta mañana—, sino que os ayudáis unos a otros; porque no queréis dejar que ningún amigo esté solo, sino que queréis decir muy alto a todos que es hermoso tener a Jesús como amigo y es hermoso ser amigos de Jesús; y es hermoso serlo juntos, con la ayuda de vuestros padres, sacerdotes y animadores. Así llegaréis a ser grandes de verdad, no sólo porque sois más altos, sino porque vuestro corazón se abre a la alegría y al amor que Jesús os da. Y así se abre a la verdadera grandeza, estar en el gran amor de Dios, que también es siempre amor a los amigos. Esperamos y oramos para crecer en este sentido, para encontrar ese «algo más» y ser verdaderamente personas con un corazón grande, con un Amigo grande que nos da su grandeza también a nosotros. Gracias.

Pregunta de una muchacha:

Santidad, nuestros educadores de la Acción católica nos dicen que para ser grandes es necesario aprender a amar, pero a menudo nos perdemos y sufrimos en nuestras relaciones, en nuestras amistades, en nuestros primeros amores. ¿Qué significa amar a fondo? ¿Cómo aprender a amar de verdad?

Una gran pregunta. Es muy importante, yo diría fundamental, aprender a amar, a amar de verdad, aprender el arte del verdadero amor. En la adolescencia nos situamos ante un espejo y nos damos cuenta de que estamos cambiando. Pero mientras uno sigue mirándose a sí mismo, no crece nunca. Llegáis a ser grandes cuando el espejo ya no es la única verdad de vuestra persona, sino cuando dejáis que la digan vuestros amigos. Llegáis a ser grandes si sois capaces de hacer de vuestra vida un don para los demás, de no buscaros a vosotros mismos, sino de entregaros a los demás: esta es la escuela del amor. Pero este amor debe llevar dentro ese «algo más» que hoy gritáis a todos. «Hay algo más». Como os he dicho, también yo en mi juventud quería algo más de lo que me presentaba la sociedad y la mentalidad del tiempo. Quería respirar aire puro; sobre todo deseaba un mundo bello y bueno, como lo había querido para todos nuestro Dios, el Padre de Jesús. Y he entendido cada vez más que el mundo es hermoso y bueno si se conoce esta voluntad de Dios y si el mundo está en correspondencia con esta voluntad de Dios, que es la verdadera luz, la belleza, el amor que da sentido al mundo.

Realmente, es verdad: no podéis y no debéis adaptaros a un amor reducido a mercancía que se intercambia, que se consume sin respeto por uno mismo y por los demás, incapaz de castidad y de pureza. Esto no es libertad. Mucho del «amor» que proponen los medios de comunicación, o internet, no es amor, es egoísmo, cerrazón; os da la impresión ilusoria de un momento, pero no os hace felices, no os hace crecer, sino que os ata como una cadena que sofoca los pensamientos y los sentimientos más hermosos, los impulsos verdaderos del corazón, la fuerza indestructible que es el amor y que encuentra en Jesús su máxima expresión y en el Espíritu Santo la fuerza y el fuego que incendia vuestra vida, vuestros pensamientos y vuestros afectos. Ciertamente, también cuesta sacrificio vivir de modo verdadero el amor —sin renuncias no se llega a este camino—, pero estoy seguro de que vosotros no tenéis miedo del empeño de un amor comprometedor y auténtico. Es el único que, a fin de cuentas, da la verdadera felicidad. Hay una forma de comprobar si vuestro amor está creciendo bien: si no excluís de vuestra vida a los demás, sobre todo a vuestros amigos que sufren y están solos, a las personas con dificultades, y si abrís vuestro corazón al gran amigo que es Jesús. También la Acción católica os enseña los caminos para aprender el amor auténtico: la participación en la vida de la Iglesia, de vuestra comunidad cristiana, el querer a vuestros amigos del grupo de la Acción católica, la disponibilidad hacia los coetáneos con los que os encontráis en el colegio, en la parroquia o en otros ambientes, la compañía de la Madre de Jesús, María, que sabe custodiar vuestro corazón y guiaros por el camino del bien. Por lo demás, en la Acción católica tenéis numerosos ejemplos de amor genuino, hermoso, verdadero: el beato Pier Giorgio Frassati, el beato Alberto Marvelli; amor que llega incluso al sacrificio de la vida, como la beata Pierina Morosini y la beata Antonia Mesina.

Muchachos de la Acción católica, aspirad a grandes metas, porque Dios os da la fuerza para ello. El «algo más» es ser muchachos y jóvenes que deciden amar como Jesús, ser protagonistas de su propia vida, protagonistas en la Iglesia, testigos de la fe entre vuestros coetáneos. Ese «algo más» es la formación humana y cristiana que experimentáis en la Acción católica, que une la vida espiritual, la fraternidad, el testimonio público de la fe, la comunión eclesial, el amor a la Iglesia, la colaboración con los obispos y los sacerdotes, la amistad espiritual. «Llegar a ser grandes juntos» muestra la importancia de formar parte de un grupo y de una comunidad que os ayudan a crecer, a descubrir vuestra vocación y a aprender el verdadero amor. Gracias.

Pregunta de una educadora:

¿Qué significa ser educadores hoy? ¿Cómo afrontar las dificultades que encontramos en nuestro servicio? ¿Cómo hacer para que todos se comprometan por el presente y el futuro de las nuevas generaciones? Gracias.

Una gran pregunta. Lo vemos en esta situación del problema de la educación. Yo diría que ser educadores significa tener una alegría en el corazón y comunicarla a todos para hacer hermosa y buena la vida; significa ofrecer razones y metas para el camino de la vida, ofrecer la belleza de la persona de Jesús y hacer que quien nos escucha se enamore de él, de su estilo de vida, de su libertad, de su gran amor lleno de confianza en Dios Padre. Significa sobre todo mantener siempre alta la meta de cada existencia hacia ese «algo más» que nos viene de Dios. Esto exige un conocimiento personal de Jesús, un contacto íntimo, cotidiano, amoroso con él en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios, en la fidelidad a los sacramentos, a la Eucaristía y a la confesión; exige comunicar la alegría de estar en la Iglesia, de tener amigos con los que compartir no sólo las dificultades, sino también la belleza y las sorpresas de la vida de fe.

Sabéis bien que no sois amos de los muchachos, sino servidores de su alegría en nombre de Jesús, personas que los guían hacia él. Habéis recibido un mandato de la Iglesia para esta tarea. Cuando os sumáis a la Acción católica os decís a vosotros mismos y decís a todos que amáis a la Iglesia, que estáis dispuestos a ser corresponsables, juntamente con los pastores, de su vida y de su misión, en una asociación que se dedica a promover el bien de las personas, sus caminos de santidad y los vuestros, la vida de las comunidades cristianas en la cotidianidad de su misión. Vosotros sois buenos educadores si lográis la participación de todos para el bien de los más jóvenes. No podéis ser autosuficientes, sino que debéis hacer sentir la urgencia de la educación de las generaciones jóvenes a todos los niveles. Sin la presencia de la familia, por ejemplo, corréis el riesgo de construir sobre la arena; sin una colaboración con la escuela no se forma una inteligencia profunda de la fe; sin una colaboración de los varios operadores del tiempo libre y de la comunicación vuestra obra paciente corre el riesgo de no ser eficaz, de no incidir en la vida diaria. Estoy seguro de que la Acción católica está muy arraigada en el territorio y tiene la valentía de ser sal y luz. Vuestra presencia aquí, esta mañana, muestra —no sólo a mí sino a todos— que es posible educar, que cuesta pero es hermoso infundir entusiasmo en los muchachos y los jóvenes. Tened la valentía, diría la audacia, de no dejar ningún ambiente privado de Jesús, de su ternura que hacéis experimentar a todos, incluidos los más necesitados y abandonados, con vuestra misión de educadores.

Queridos amigos, os agradezco que hayáis participado en este encuentro. Me gustaría estar más tiempo con vosotros, porque cuando estoy en medio de tanta alegría y entusiasmo, también yo me siento lleno de alegría, me siento rejuvenecido. Pero lamentablemente el tiempo pasa rápido, me esperan otras personas. Pero con el corazón estoy con vosotros y me quedo con vosotros. Y os invito, queridos amigos, a seguir vuestro camino, a ser fieles a la identidad y a la finalidad de la Acción católica. La fuerza del amor de Dios puede realizar grandes cosas en vosotros. Os aseguro que os recuerdo a todos en mi oración y os encomiendo a la intercesión maternal de la Virgen María, Madre de la Iglesia, para que como ella podáis testimoniar que «hay algo más», la alegría de la vida llena de la presencia del Señor. ¡Gracias a todos de corazón!


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09/08/2013 12:51


Ai Vescovi della Conferenza Episcopale del Brasile (Regione SUL II) in Visita "ad Limina Apostolorum" (5 novembre 2010)

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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale del Brasile (Regione Centro Oeste) in Visita "ad Limina Apostolorum" (15 novembre 2010)

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Alla rappresentanza dei Maestri di Sci Italiani (15 novembre 2010)

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Ai nuovi Cardinali, con i Familiari e i Pellegrini convenuti per il Concistoro (22 novembre 2010)

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Alla Federazione Italiana dei Settimanali Cattolici (26 novembre 2010)

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All'Ambasciatore del Giappone (27 novembre 2010)

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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale delle Filippine in Visita "ad Limina Apostolorum" (29 novembre 2010)

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[Modificato da Paparatzifan 09/08/2013 13:06]
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA PLENARIA DEL COMITÉ PONTIFICIO PARA LOS CONGRESOS
EUCARÍSTICOS INTERNACIONALES

Sala Clementina
Jueves 11 de noviembre de 2010



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros al concluir los trabajos de la asamblea plenaria del Comité pontificio para los Congresos eucarísticos internacionales. Os saludo cordialmente a cada uno y en particular al presidente, el arzobispo monseñor Piero Marini, a quien doy las gracias por las amables palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Saludo a los delegados nacionales de las Conferencias episcopales y, de modo especial, a la delegación irlandesa, encabezada por monseñor Diarmuid Martin, arzobispo de Dublín, ciudad en la que tendrá lugar el próximo Congreso eucarístico internacional, en junio de 2012. Vuestra asamblea ha dedicado gran atención a ese acontecimiento, que se inserta también en el programa de renovación de la Iglesia en Irlanda. El tema —«La Eucaristía, comunión con Cristo y entre nosotros»— recuerda la centralidad del Misterio eucarístico para el crecimiento de la vida de fe y para todo auténtico camino de renovación eclesial. La Iglesia, mientras peregrina por la tierra, es sacramento de unidad de los hombres con Dios y entre sí (cf. Lumen gentium, 1). Para este fin ha recibido la Palabra y los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de la que «continuamente vive y crece» (ib., 26) y en la que al mismo tiempo se expresa a sí misma.

El don de Cristo y de su Espíritu, que recibimos en la Eucaristía, cumple con plenitud sobreabundante los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, los eleva muy por encima de la simple experiencia convival humana. Mediante la comunión con el Cuerpo de Cristo, la Iglesia llega a ser cada vez más lo que debe ser: misterio de unidad «vertical» y «horizontal» para todo el género humano. A los brotes de disgregación, que la experiencia cotidiana muestra tan arraigados en la humanidad a causa del pecado, se contrapone la fuerza generadora de unidad del Cuerpo de Cristo. La Eucaristía, formando continuamente a la Iglesia, crea también comunión entre los hombres.

Queridos hermanos, algunas felices circunstancias hacen más significativos los trabajos que habéis llevado a cabo en estos días y los acontecimientos futuros. Esta asamblea —como ha dicho ya monseñor Marini— coincide con el 50° aniversario del Congreso eucarístico de Munich, que marcó un cambio notable en la comprensión de estos acontecimientos eclesiales, elaborando la idea de statio orbis, que fue retomada más tarde por el Ritual romano De sacra Communione et de cultu Mysterii eucharistici extra missam. En ese Congreso, como ha recordado asimismo monseñor Marini, tuve la alegría de participar personalmente, como joven profesor de teología, y también de ver cómo se desarrollaba ese concepto. Además, el Congreso de Dublín de 2012 tendrá un carácter jubilar, pues será el 50°, y además se celebrará 50 años después de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, al que hace referencia explícita el tema, recordando el capítulo 7 de la constitución dogmática Lumen gentium.

Los Congresos eucarísticos internacionales tienen ya una larga historia en la Iglesia. Mediante la forma característica de la statio orbis, ponen de relieve la dimensión universal de la celebración: de hecho, se trata siempre de una fiesta de fe en torno a Cristo Eucarístico, el Cristo del sacrificio supremo por la humanidad, en la que participan no sólo los fieles de una Iglesia particular o de una nación, sino también, en la medida de lo posible, de varios lugares del orbe. Es la Iglesia la que se reúne en torno a su Señor y su Dios. Al respecto, es importante el papel de los delegados nacionales, los cuales están llamados a sensibilizar a sus respectivas Iglesias en relación con el acontecimiento del Congreso, sobre todo en el período de su preparación, para que dé frutos de vida y de comunión.

Los Congresos eucarísticos, especialmente en el contexto actual, tienen también como objetivo dar una contribución peculiar a la nueva evangelización, promoviendo la evangelización mistagógica (cf. Sacramentum caritatis, 64), que se realiza, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia, en oración, a partir de la liturgia y a través de la liturgia. Pero cada Congreso implica también una dimensión evangelizadora en el sentido más estrictamente misionero, hasta el punto de que el binomio Eucaristía-misión ha entrado a formar parte de las líneas maestras propuestas por la Santa Sede. La Mesa eucarística, mesa del sacrificio y de la comunión, representa así el centro difusor del fermento del Evangelio, fuerza propulsora para la construcción de la sociedad humana y prenda del Reino que viene. La misión de la Iglesia está en continuidad con la de Cristo: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Y la Eucaristía es el medio principal para llevar a cabo esta continuidad misionera entre Dios Padre, el Hijo encarnado, y la Iglesia que camina en la historia, guiada por el Espíritu Santo.

Por último, una indicación litúrgico-pastoral. Dado que la celebración eucarística es el centro y el culmen de todas las diversas manifestaciones y formas de piedad, es importante que todo Congreso eucarístico sepa implicar e integrar, según el espíritu de la reforma conciliar, todas las expresiones del culto eucarístico extra missam, que hunden sus raíces en la devoción popular, así como las asociaciones de fieles que de diversas maneras se inspiran en la Eucaristía. Es preciso armonizar según una eclesiología eucarística orientada hacia la comunión todas las devociones eucarísticas, recomendadas y estimuladas también por la encíclica Ecclesia de Eucharistia (nn. 10; 47-52) y por la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis. También en este sentido los Congresos eucarísticos son una ayuda para la renovación permanente de la vida eucarística de la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, el apostolado eucarístico al que dedicáis vuestros esfuerzos es muy valioso. Perseverad en él con empeño y pasión, animando y difundiendo la devoción eucarística en todas sus expresiones. En la Eucaristía está encerrado el tesoro de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, que en la cruz se inmoló por la salvación de la humanidad. Acompaño vuestro apreciado servicio asegurándoos mi oración, por intercesión de María santísima, y con la bendición apostólica, que de corazón os imparto a vosotros, a vuestros seres queridos y a vuestros colaboradores.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA CULTURA

Sala Clementina
Sábado 13 de noviembre de 2010



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros al término de la asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, durante la cual habéis profundizado en el tema: «Cultura de la comunicación y nuevos lenguajes». Agradezco al presidente, monseñor Gianfranco Ravasi, sus hermosas palabras, y saludo a todos los participantes, agradecido por la contribución que han dado al estudio de esta temática, tan relevante para la misión de la Iglesia. En efecto, hablar de comunicación y de lenguaje no sólo significa tocar uno de los nudos cruciales de nuestro mundo y de sus culturas; para los creyentes significa también acercarse al misterio mismo de Dios que, en su bondad y sabiduría, quiso revelarse y manifestar su voluntad a los hombres (Dei Verbum, 2). En efecto, en Cristo Dios se nos ha revelado como Logos, que se comunica y nos interpela, entablando la relación que funda nuestra identidad y dignidad de personas humanas, amadas como hijos del único Padre (cf. Verbum Domini, 6.22.23). Comunicación y lenguaje son asimismo dimensiones esenciales de la cultura humana, constituida por informaciones y nociones, por creencias y estilos de vida, pero también por reglas, sin las cuales las personas difícilmente podrían progresar en humanidad y en sociabilidad. He apreciado la original decisión de inaugurar la plenaria en la sala de la Protomoteca en el Capitolio, núcleo civil e institucional de Roma, con una mesa redonda sobre el tema: «En la ciudad a la escucha de los lenguajes del alma». De ese modo, el dicasterio ha querido expresar una de sus tareas esenciales: ponerse a la escucha de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, para promover nuevas ocasiones de anuncio del Evangelio. Escuchando, por tanto, las voces del mundo globalizado, nos damos cuenta de que se está produciendo una profunda transformación cultural, con nuevos lenguajes y nuevas formas de comunicación, que favorecen también modelos antropológicos nuevos y problemáticos.

En este contexto, los pastores y los fieles experimentan con preocupación algunas dificultades en la comunicación del mensaje evangélico y en la transmisión de la fe, dentro de la comunidad eclesial misma. Como he escrito en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini: «Hay muchos cristianos necesitados de que se les vuelva a anunciar persuasivamente la Palabra de Dios, de manera que puedan experimentar concretamente la fuerza del Evangelio» (n. 96). A veces parece que los problemas aumentan cuando la Iglesia se dirige a los hombres y mujeres lejanos o indiferentes a una experiencia de fe, a los cuales el mensaje evangélico llega de manera poco eficaz y atractiva. En un mundo que hace de la comunicación la estrategia vencedora, la Iglesia, depositaria de la misión de comunicar a todas las gentes el Evangelio de salvación, no permanece indiferente y extraña; al contrario, trata de valerse con renovado compromiso creativo, pero también con sentido crítico y atento discernimiento, de los nuevos lenguajes y las nuevas modalidades comunicativas.

La incapacidad del lenguaje de comunicar el sentido profundo y la belleza de la experiencia de fe puede contribuir a la indiferencia de muchos, sobre todo jóvenes; puede ser motivo de alejamiento, como afirmaba ya la constitución Gaudium et spes, poniendo de relieve que una presentación inadecuada del mensaje esconde, en vez de manifestar, el rostro genuino de Dios y de la religión (cf. n. 19). La Iglesia quiere dialogar con todos, en la búsqueda de la verdad; pero para que el diálogo y la comunicación sean eficaces y fecundos es necesario sintonizarse en una misma frecuencia, en ámbitos de encuentro amistoso y sincero, en ese «patio de los gentiles» ideal que propuse al hablar a la Curia romana hace un año y que el dicasterio está realizando en distintos lugares emblemáticos de la cultura europea. Hoy no pocos jóvenes, aturdidos por las infinitas posibilidades que ofrecen las redes informáticas u otras tecnologías, entablan formas de comunicación que no contribuyen al crecimiento en humanidad, sino que corren el riesgo de aumentar el sentido de soledad y desorientación. Antes estos fenómenos, más de una vez he hablado de emergencia educativa, un desafío al que se puede y se debe responder con inteligencia creativa, comprometiéndose a promover una comunicación que humanice, que estimule el sentido crítico y la capacidad de valoración y de discernimiento.

También en la cultura tecnológica actual el paradigma permanente de la inculturación del Evangelio es la guía, que purifica, sana y eleva los mejores elementos de los nuevos lenguajes y de las nuevas formas de comunicación. Para esta tarea, difícil y fascinante, la Iglesia puede servirse del extraordinario patrimonio de símbolos, imágenes, ritos y gestos de su tradición. En particular, el rico y denso simbolismo de la liturgia debe brillar con toda su fuerza como elemento comunicativo, hasta tocar profundamente la conciencia humana, el corazón y el intelecto. La tradición cristiana siempre ha unido estrechamente a la liturgia el lenguaje del arte, cuya belleza tiene su fuerza comunicativa particular. Lo experimentamos también el domingo pasado, en Barcelona, en la basílica de la Sagrada Familia, obra de Antoni Gaudí, que conjugó genialmente el sentido de lo sagrado y de la liturgia con formas artísticas tanto modernas como en sintonía con las mejores tradiciones arquitectónicas. Sin embargo, la belleza de la vida cristiana es más incisiva aún que el arte y la imagen en la comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, sólo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los santos, de los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en plenitud habla sin palabras. Necesitamos hombres y mujeres que hablen con su vida, que sepan comunicar el Evangelio, con claridad y valentía, con la transparencia de las acciones, con la pasión gozosa de la caridad.

Después de haber ido como peregrino a Santiago de Compostela y haber admirado en miles de personas, sobre todo jóvenes, la fuerza cautivadora del testimonio, la alegría de ponerse en camino hacia la verdad y la belleza, deseo que muchos de nuestros contemporáneos puedan decir, escuchando de nuevo la voz del Señor, como los discípulos de Emaús: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino?» (Lc 24, 32). Queridos amigos, os agradezco cuanto hacéis diariamente con competencia y dedicación y, a la vez que os encomiendo a la protección maternal de María santísima, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PROMOCIÓN DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Jueves 18 de noviembre de 2010



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es una gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de la plenaria del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, durante la cual reflexionáis sobre el tema: «Hacia una nueva etapa del diálogo ecuménico». Os saludo a cada uno cordialmente, y deseo agradecer de modo particular al presidente, monseñor Kurt Koch, también las cordiales expresiones con las que ha interpretado vuestros sentimientos.

Ayer, como ha recordado monseñor Koch, celebrasteis con un solemne acto conmemorativo el 50° aniversario de la institución de vuestro dicasterio. El 5 de junio de 1960, en vísperas del concilio Vaticano II, que indicó como central para la Iglesia el compromiso ecuménico, el beato Juan XXIII creó el Secretariado para la promoción de la unidad de los cristianos, denominado después, en 1988, Consejo pontificio. Fue un acto que constituyó una piedra miliar para el camino ecuménico de la Iglesia católica. A lo largo de cincuenta años se ha recorrido mucho camino. Deseo expresar viva gratitud a todos aquellos que han prestado su servicio en el Consejo pontificio, recordando ante todo a los presidentes que se han sucedido: los cardenales Augustin Bea, Johannes Willebrands y Edward Idris Cassidy; y deseo dar las gracias especialmente al cardenal Walter Kasper, que ha guiado el dicasterio, con competencia y pasión, en los últimos once años. Expreso mi agradecimiento a los miembros y consultores, a los oficiales y colaboradores, a quienes han contribuido a realizar los diálogos teológicos y los encuentros ecuménicos y a cuantos han rezado al Señor por el don de la unidad visible entre los cristianos. Son cincuenta años en los que se ha adquirido un conocimiento más verdadero y una estima mayor con las Iglesias y las comunidades eclesiales, superando prejuicios sedimentados en la historia; ha crecido el diálogo teológico, pero también el de la caridad; se han desarrollado varias formas de colaboración, entre las cuales, además de las orientadas a la defensa de la vida, a la salvaguardia de la creación y a combatir la injusticia, ha sido importante y fructuosa la colaboración en el campo de las traducciones ecuménicas de la Sagrada Escritura.

En estos últimos años, el Consejo pontificio se ha comprometido, entre otras cosas, en un amplio proyecto, llamado Harvest Project, para trazar un primer balance de las metas alcanzadas en los diálogos teológicos con las principales comunidades eclesiales desde el Vaticano II. Se trata de un valioso trabajo, que ha puesto de relieve tanto las áreas de convergencia como aquellas en las que es necesario seguir profundizando la reflexión. Dando gracias a Dios por los frutos ya recogidos, os aliento a proseguir en vuestro empeño por promover una correcta acogida de los resultados alcanzados y por dar a conocer con exactitud el estado actual de la investigación teológica al servicio del camino hacia la unidad. Hoy algunos piensan que ese camino, especialmente en Occidente, ha perdido su impulso; se percibe la urgencia de reavivar el interés ecuménico y de dar nueva fuerza a los diálogos. Además, se plantean desafíos inéditos: las nuevas interpretaciones antropológicas y éticas, la formación ecuménica de las nuevas generaciones, la ulterior fragmentación del escenario ecuménico. Es esencial tomar conciencia de estos cambios e identificar los caminos para avanzar de manera eficaz a la luz de la voluntad del Señor: «Que todos sean uno» (Jn 17, 21).

También con las Iglesias ortodoxas y las antiguas Iglesias orientales, con las cuales existen «vínculos estrechísimos» (Unitatis redintegratio, 15), la Iglesia católica prosigue con pasión el diálogo, tratando de profundizar de modo serio y riguroso el patrimonio teológico, litúrgico y espiritual común, y de afrontar con serenidad y compromiso los elementos que todavía nos dividen. Con los ortodoxos se ha llegado a tocar un punto crucial de confrontación y de reflexión: el papel del Obispo de Roma en la comunión de la Iglesia. Y la cuestión eclesiológica ocupa también el centro del diálogo con las antiguas Iglesias orientales: a pesar de muchos siglos de incomprensión y de lejanía, se ha constatado con gozo que se ha conservado un precioso patrimonio común.

Queridos amigos, pese a que se presentan nuevas situaciones problemáticas o puntos difíciles para el diálogo, la meta del camino ecuménico sigue invariada, así como el compromiso firme de perseguirla. No se trata, sin embargo, de un compromiso según categorías —por decirlo así— políticas, en las que entran en juego la habilidad de negociar o la mayor capacidad de encontrar arreglos, de modo que podamos esperar, como buenos mediadores, que, pasado cierto tiempo, se llegue a acuerdos aceptables para todos. La acción ecuménica se mueve en dos direcciones. Por una parte, la búsqueda convencida, apasionada y tenaz para encontrar toda la unidad en la verdad, para idear modelos de unidad, para iluminar oposiciones y puntos oscuros a fin de alcanzar la unidad. Y esto en el necesario diálogo teológico, pero sobre todo en la oración y en la penitencia, en el ecumenismo espiritual que constituye el corazón palpitante de todo el camino: la unidad de los cristianos es y seguirá siendo oración, habita en la oración. Por otra parte, otro movimiento operativo, que surge de la firme conciencia de que nosotros no sabemos la hora de la realización de la unidad entre todos los discípulos de Cristo y no la podemos conocer, porque la unidad no la «hacemos nosotros», la «hace» Dios: viene de lo alto, de la unidad del Padre con el Hijo en el diálogo de amor que es el Espíritu Santo; es participar en la unidad divina. Y esto no debe hacer que disminuya nuestro compromiso, es más, debe llevarnos a estar cada vez más atentos a captar los signos y los tiempos del Señor, sabiendo reconocer con gratitud lo que ya nos une y trabajando para que se consolide y crezca. En definitiva, también en el camino ecuménico, se trata de dejar a Dios lo que es únicamente suyo y de explorar, con seriedad, constancia y empeño, lo que es tarea nuestra, teniendo en cuenta que a nuestro compromiso pertenecen los binomios de actuar y sufrir, de actividad y paciencia, de fatiga y alegría.

Invoquemos con confianza al Espíritu Santo, para que guíe nuestro camino y cada uno sienta con renovado vigor la llamada a trabajar por la causa ecuménica. Os aliento a todos a proseguir en vuestra obra; es una ayuda que prestáis al Obispo de Roma en el cumplimiento de su misión al servicio de la unidad. Como signo de efecto y gratitud, os imparto de corazón mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SUPERIORES Y SUPERIORAS GENERALES

Sala Clementina
Viernes 26 de noviembre de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la Asamblea semestral de la Unión de los superiores generales, que estáis celebrando, en continuidad con la de mayo pasado, sobre el tema de la vida consagrada en Europa. Saludo al presidente, don Pascual Chávez —a quien agradezco las palabras que me ha dirigido— al igual que al Consejo ejecutivo; un saludo especial al Comité directivo de la Unión internacional de las superioras generales y a los numerosos superiores generales. Extiendo mi saludo a todos vuestros hermanos y hermanas esparcidos por el mundo, especialmente a cuantos sufren por testimoniar el Evangelio. Deseo expresar mi vivo agradecimiento por lo que hacéis en la Iglesia y con la Iglesia en favor de la evangelización y del hombre. Pienso en las múltiples actividades pastorales en las parroquias, en los santuarios y en los centros de culto, para la catequesis y la formación cristiana de los niños, de los jóvenes y los adultos, manifestando vuestra pasión por Cristo y por la humanidad. Pienso en el gran trabajo en el campo educativo, en las universidades y en las escuelas; en las múltiples obras sociales, a través de las cuales salís al encuentro de los hermanos más necesitados con el mismo amor de Dios. Pienso también en el testimonio, a veces arriesgado, de vida evangélica en las misiones ad gentes, en circunstancias a menudo difíciles.

Habéis dedicado vuestras dos últimas Asambleas a considerar el futuro de la vida consagrada en Europa. Esto ha significado reflexionar sobre el sentido mismo de vuestra vocación, que conlleva, ante todo, buscar a Dios, quaerere Deum: por vocación sois buscadores de Dios. A esta búsqueda consagráis las mejores energías de vuestra vida. Pasáis de las cosas secundarias a las esenciales, a lo que es verdaderamente importante; buscáis lo definitivo, buscáis a Dios, mantenéis la mirada dirigida hacia él. Como los primeros monjes, cultiváis una orientación escatológica: detrás de lo provisional buscáis lo que permanece, lo que no pasa (cf. Discurso en el Collège des Bernardins, París, 12 de septiembre de 2008). Buscáis a Dios en los hermanos que os ha dado, con los cuales compartís la misma vida y misión. Lo buscáis en los hombres y en las mujeres de nuestro tiempo, a los que sois enviados para ofrecerles, con la vida y la palabra, el don del Evangelio. Lo buscáis particularmente en los pobres, primeros destinatarios de la Buena Noticia (cf. Lc 4, 18). Lo buscáis en la Iglesia, donde el Señor se hace presente, sobre todo en la Eucaristía y en los demás sacramentos, y en su Palabra, que es camino primordial para la búsqueda de Dios, nos introduce en el coloquio con él y nos revela su verdadero rostro. ¡Sed siempre buscadores y testigos apasionados de Dios!

La renovación profunda de la vida consagrada parte de la centralidad de la Palabra de Dios, y más concretamente del Evangelio, regla suprema para todos vosotros, como afirma el concilio Vaticano II en el decreto Perfectae caritatis (cf. n. 2) y como bien comprendieron vuestros fundadores: la vida consagrada es una planta con muchas ramas que hunde sus raíces en el Evangelio. Lo demuestra la historia de vuestros Institutos, en los cuales la firme voluntad de vivir el mensaje de Cristo y de configurar la propia vida a este, ha sido y sigue siendo el criterio fundamental del discernimiento vocacional y de vuestro discernimiento personal y comunitario. El Evangelio vivido diariamente es el elemento que da atractivo y belleza a la vida consagrada y os presenta ante el mundo como una alternativa fiable. Esto necesita la sociedad actual, esto espera de vosotros la Iglesia: ser Evangelio vivo.

Otro aspecto fundamental de la vida consagrada que quiero subrayar es la fraternidad: «confessio Trinitatis» (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Vita consecrata, 41) y parábola de la Iglesia comunión. En efecto, a través de ella pasa el testimonio de vuestra consagración. La vida fraterna es uno de los aspectos que mayormente buscan los jóvenes cuando se acercan a vuestra vida; es un elemento profético importante que ofrecéis en una sociedad fuertemente individualista. Conozco los esfuerzos que estáis haciendo en este campo, como conozco también las dificultades que conlleva la vida comunitaria. Es necesario un discernimiento serio e constante para escuchar lo que el Espíritu dice a la comunidad (cf. Ap 2, 7), para reconocer lo que viene del Señor y lo que le es contrario (cf. Vita consecrata, 73). Sin el discernimiento, acompañado de la oración y la reflexión, la vida consagrada corre el riesgo de acomodarse a los criterios de este mundo: el individualismo, el consumismo, el materialismo; criterios por los que la fraternidad viene a menos y la misma vida consagrada pierde atractivo y garra. Sed maestros de discernimiento, a fin de que vuestros hermanos y vuestras hermanas asuman este habitus y vuestras comunidades sean signo elocuente para el mundo de hoy. Vosotros que ejercéis el servicio de la autoridad, y que tenéis tareas de guía y de proyección del futuro de vuestros Institutos religiosos, recordad que una parte importante de la animación espiritual y del gobierno es la búsqueda común de los medios para favorecer la comunión, la mutua comunicación, el afecto y la verdad en las relaciones recíprocas.

Un último elemento que quiero resaltar es la misión. La misión es el modo de ser de la Iglesia y, en esta, de la vida consagrada; forma parte de vuestra identidad; os impulsa a llevar el Evangelio a todos, sin fronteras. La misión, sostenida por una fuerte experiencia de Dios, por una robusta formación y por la vida fraterna en comunidad, es una clave para comprender y revitalizar la vida consagrada. Id, por tanto, y con fidelidad creativa haced vuestro el desafío de la nueva evangelización. Renovad vuestra presencia en los aerópagos de hoy para anunciar, como hizo san Pablo en Atenas, al Dios «ignoto» (cf. Discurso en el Collège des Bernardins).

Queridos superiores generales, el momento actual presenta para no pocos Institutos el dato de la disminución numérica, especialmente en Europa. Las dificultades, sin embargo, no deben hacernos olvidar que la vida consagrada tiene su origen en el Señor: él la quiere, para la edificación y la santidad de su Iglesia, y por eso la Iglesia misma nunca se verá privada de ella. Os aliento a caminar en la fe y en la esperanza, a la vez que os pido un renovado compromiso en la pastoral vocacional y en la formación inicial y permanente. Os encomiendo a la santísima Virgen María, a vuestros santos fundadores y patronos, mientras de corazón os imparto mi bendición apostólica, que extiendo a vuestras familias religiosas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR GÁBOR GYŐRIVÁNYI,
NUEVO EMBAJADOR DE HUNGRÍA ANTE LA SANTA SEDE

Jueves 2 de diciembre de 2010



Señor embajador:

Con alegría le doy la bienvenida en esta solemne ocasión de la entrega de las cartas credenciales que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Hungría ante la Santa Sede, y le doy las gracias por sus amables palabras. Le agradezco el cordial saludo que me ha transmitido de parte del señor presidente, Pál Schmitt, y del Gobierno, y al que correspondo de buen grado. Al mismo tiempo quiero pedirle que asegure a sus compatriotas mi sincero afecto y mi benevolencia.

Tras la reanudación de las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la República de Hungría en 1990, se ha podido desarrollar una nueva confianza para un diálogo activo y constructivo con la Iglesia católica. Al mismo tiempo, albergo la esperanza de que las profundas heridas de la visión materialista del hombre que se había apoderado de los corazones y de la comunidad de los ciudadanos de su país durante casi 45 años, sigan cicatrizando en un clima de paz, libertad y respeto de la dignidad del hombre.

La fe católica, sin duda, forma parte de los pilares fundamentales de la historia de Hungría. Cuando, en el lejano año 1000, el joven príncipe húngaro Esteban recibió la corona real que le envió el Papa Silvestre II, a ello se unió el mandato de dar espacio y patria a la fe en Jesucristo en aquella tierra. La piedad personal, el sentido de justicia y las virtudes humanas de ese gran rey son un importante punto de referencia que sirve de estímulo e imperativo, hoy como entonces, a quienes se ha confiado un cargo de gobierno u otra responsabilidad análoga. Ciertamente, no se espera que el Estado imponga una religión determinada; más bien, debería garantizar la libertad de confesar y practicar la fe. Con todo, política y fe cristiana se tocan. Por supuesto, la fe tiene su naturaleza específica como encuentro con el Dios vivo que nos abre nuevos horizontes más allá del ámbito propio de la razón. Pero al mismo tiempo es una fuerza purificadora para la propia razón, permitiéndole llevar a cabo de la mejor forma su tarea y ver mejor lo que le es propio. No se trata de imponer normas o modos de comportamiento a quienes no comparten la fe. Se trata sencillamente de la purificación de la razón, que quiere ayudar a hacer que lo que es bueno y justo sea reconocido y también realizado aquí y ahora (cf. Deus caritas est, 28).

En los últimos años, poco más de veinte, desde la caída del telón de acero, acontecimiento en el que Hungría tuvo un papel relevante, su país ha ocupado un lugar importante en la comunidad de los pueblos. Desde hace ya seis años también Hungría es miembro de la Unión Europea. Así aporta una contribución importante al coro de más voces de los Estados de Europa. Al inicio del año próximo tocará a Hungría, por primera vez, asumir la presidencia del Consejo de la Unión Europea. Hungría está llamada de modo particular a ser mediadora entre Oriente y Occidente. Ya la sagrada corona, herencia del rey Esteban, al unir la corona graeca circular con la corona latina colocada en arco sobre ella —ambas llevan el rostro de Cristo y están rematadas por la cruz— muestra cómo Oriente y Occidente deberían apoyarse mutuamente y enriquecerse uno a otro a partir del patrimonio espiritual y cultural y de la viva profesión de fe. Podemos entender esto también como un leitmotiv para su país.

La Santa Sede toma nota con interés de los esfuerzos de las autoridades políticas por elaborar un cambio de la Constitución. Se ha manifestado la voluntad de hacer referencia, en el preámbulo, a la herencia del cristianismo. También es de desear que la nueva Constitución se inspire en los valores cristianos, de modo particular en lo que concierne a la posición del matrimonio y de la familia en la sociedad y la protección de la vida.

El matrimonio y la familia constituyen un fundamento decisivo para un sano desarrollo de la sociedad civil, de los países y de los pueblos. El matrimonio como forma de ordenamiento básico de la relación entre hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula básica de la comunidad estatal, ha ido plasmándose también a partir de la fe bíblica. De esta forma, el matrimonio ha dado a Europa su particular aspecto y su humanismo, también y precisamente porque ha debido aprender y conseguir continuamente la característica de fidelidad y de renuncia trazada por él. Europa ya no sería Europa si esta célula básica de la construcción social desapareciese o se transformase sustancialmente. Todos conocemos el riesgo que corren el matrimonio y la familia hoy: por un lado, debido a la erosión de sus valores más íntimos de estabilidad e indisolubilidad, a causa de una creciente liberalización del derecho de divorcio y de la costumbre, cada vez más difundida, de la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica y la protección del matrimonio; y, por otro, a causa de los diversos tipos de unión que no tienen ningún fundamento en la historia de la cultura y del derecho en Europa. La Iglesia no puede aprobar iniciativas legislativas que impliquen una valoración de modelos alternativos de la vida de pareja y de la familia. Esos modelos contribuyen al debilitamiento de los principios del derecho natural y así a la relativización de toda la legislación, así como de la conciencia de los valores en la sociedad.

«La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos» (Caritas in veritate, 19). La razón es capaz de garantizar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica, pero en definitiva no logra fundar la fraternidad. Esta tiene su origen en una vocación sobrenatural de Dios, el cual ha creado a los hombres por amor y nos ha enseñado por medio de Jesucristo lo que es la caridad fraterna. La fraternidad es, en cierto sentido, el otro lado de la libertad y de la igualdad. Abre al hombre al altruismo, al sentido cívico, a la atención hacia el otro. De hecho, la persona humana sólo se encuentra a sí misma cuando supera la mentalidad centrada en sus propias pretensiones y se proyecta en la actitud del don gratuito y de la solidaridad auténtica, que responde mucho mejor a su vocación comunitaria.

La Iglesia católica, como las demás comunidades religiosas, tiene un papel significativo en la sociedad húngara. Está comprometida a gran escala con sus instituciones en el campo de la educación escolar y de la cultura, así como de la asistencia social y de este modo contribuye a la construcción moral, verdaderamente útil a su país. La Iglesia confía en poder seguir prestando e intensificando, con el apoyo del Estado, ese servicio para el bien de los hombres y para el desarrollo de su país. Que la colaboración entre Estado e Iglesia católica en este campo crezca también en el futuro y beneficie a todos.

Ilustre señor embajador, al inicio de su noble tarea le deseo una misión llena de éxito y, al mismo tiempo, le aseguro el apoyo y la ayuda de mis colaboradores. Que María santísima, la Magna Domina Hungarorum, extienda su mano protectora sobre su país. De corazón imploro para usted, señor embajador, para su familia, para sus colaboradores y colaboradoras en la embajada y para todo el pueblo húngaro la abundante bendición divina.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. FERNANDO FELIPE SÁNCHEZ CAMPOS,
EMBAJADOR DE COSTA RICA ANTE LA SANTA SEDE

Viernes 3 de diciembre de 2010

Señor Embajador:

1. Al recibir de manos de Vuestra Excelencia las Cartas credenciales como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Costa Rica ante la Santa Sede, le agradezco vivamente sus deferentes palabras, así como el gentil saludo que me ha transmitido de parte de la Señora Presidenta de la República, Doctora Laura Chinchilla Miranda, al que correspondo complacido con los mejores deseos de que lleve a cabo un fructífero servicio al frente de esa dilecta Nación, tan vinculada a la Sede Apostólica por estrechas y cordiales relaciones, así como por la especial devoción de los costarricenses al Sucesor de Pedro.

2. Vuestra presencia en este acto solemne, Excelencia, aviva en mi corazón los sentimientos de afecto y benevolencia hacia el amadísimo pueblo costarricense, que, el pasado día 2 de agosto, se llenó de regocijo al conmemorar los 375 años del hallazgo de la venerada imagen de Nuestra Señora de los Ángeles, su celestial Patrona. A la vez que me uno a su acción de gracias al Todopoderoso en tan feliz circunstancia, no dudo que el Año Jubilar que se está celebrando producirá abundantes frutos de vida cristiana, siendo también una oportunidad singular para agradecer a la Virgen los favores recibidos y elevar una súplica por todas las necesidades de ese noble País, que desea seguir recorriendo al amparo de la Madre de Dios los caminos del mutuo entendimiento y la concordia, en un clima de auténtica fraternidad y de próvida solidaridad.

3. No podría ser de otra manera en Vuestra Patria, acreedora del particular interés de la Santa Sede, y en donde la belleza se hace montaña y llanura, río y mar, brisa y viento que da ímpetu a un pueblo hospitalario y orgulloso de sus tradiciones; un pueblo que hace siglos acogió la semilla evangélica para ver cómo germinaba pujante en innumerables iniciativas educativas, sanitarias y de promoción humana. De este modo, los hijos de Vuestra Patria saben bien que, en Cristo, el Hijo de Dios, el hombre puede encontrar siempre la fuerza para luchar contra la pobreza, la violencia doméstica, el desempleo y la corrupción, procurando la justicia social, el bien común y el progreso integral de las personas. Nadie puede sentirse al margen de la consecución de esas altas metas. En este contexto, la Autoridad pública ha de ser la primera en buscar lo que a todos beneficia, obrando principalmente como una fuerza moral que potencie la libertad y el sentido de responsabilidad de cada uno. Y todo esto, sin menoscabar los valores fundamentales que vertebran la inviolable dignidad de la persona, comenzando por la firme salvaguarda de la vida humana. En este ámbito, me complace recordar que fue precisamente en Vuestro País donde se firmó el Pacto de San José, en el que se reconoce expresamente el valor de la vida humana desde su concepción. Así pues, es deseable que Costa Rica no viole los derechos del nasciturus con leyes que legitimen la fecundación in vitro y el aborto.

4. Recientemente, ha surgido el deseo de plasmar en un nuevo y solemne acuerdo jurídico la larga trayectoria de mutua colaboración, sana independencia y respeto recíproco entre la Santa Sede y Costa Rica, afianzando así aún más las proficuas relaciones existentes entre la Iglesia y el Estado en Vuestra Patria. Concretar las materias de interés común, fijando pormenorizadamente los derechos y obligaciones de las partes signatarias, servirá para seguir garantizando de manera estable y más conforme a las actuales circunstancias históricas su ya tradicional y fecundo entendimiento, con miras al mayor bien de la vida religiosa y civil de la Nación y en beneficio de aquellas personas objeto de los mismos desvelos.

5. Con ocasión de este encuentro, quisiera asegurarle, Señor Embajador, que, en estos días, he tenido un particular recuerdo en la oración por Costa Rica, con motivo de las dolorosas consecuencias que han causado las lluvias torrenciales que han afectado al País. He pedido también a Dios que Vuestra Patria no deje de roturar los caminos que la hacen ante la comunidad internacional un referente de paz. Para ello, es importante que los que están al frente de sus destinos no vacilen en rechazar con firmeza la impunidad, la delincuencia juvenil, el trabajo infantil, la injusticia y el narcotráfico, impulsando medidas tan importantes como la seguridad ciudadana, una adecuada formación de niños y jóvenes, la debida atención a los encarcelados, la eficaz asistencia sanitaria a todos, en particular a los más menesterosos y a los ancianos, así como los programas que lleven a la población a alcanzar una vivienda digna y un empleo decente. Es primordial, además, que las nuevas generaciones adquieran la convicción de que los conflictos no se vencen con la mera fuerza, sino convirtiendo los corazones al bien y la verdad, acabando con la miseria y el analfabetismo, robusteciendo el Estado de derecho y vigorizando la independencia y eficacia de los tribunales de justicia. Mucho contribuirá a dilatar este horizonte el afianzamiento en la sociedad de un pilar tan sustancial e irrenunciable como la estabilidad y unión de la familia, institución que está sufriendo, quizás como ninguna otra, la acometida de las transformaciones amplias y rápidas de la sociedad y de la cultura, y que, sin embargo, no puede perder su identidad genuina, pues está llamada a ser vivero de virtudes humanas y cristianas, en donde los hijos aprendan de sus padres de forma natural a respetarse y comprenderse, a madurar como personas, creyentes y ciudadanos ejemplares. Por consiguiente, nada de cuanto favorezca, tutele y apoye la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer será baldío. En este sentido, la Iglesia no se cansará de alentar especialmente a los jóvenes, para que descubran la belleza y grandeza que entraña servir fiel y generosamente al amor matrimonial y a la transmisión de la vida.

6. La defensa de la paz se verá facilitada asimismo con el cuidado del entorno natural, pues son realidades íntimamente relacionadas entre sí. A este respecto, Costa Rica, abanderada de la amistad y el buen entendimiento entre las Naciones, se ha distinguido también en la preservación del medio ambiente y la búsqueda de un equilibrio entre el desarrollo humano y la conservación de los recursos. Esto conlleva la ponderación conjunta y responsable de esta cuestión tan esencial, en aras de “esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2008, n. 7). Con este objetivo, animo a todos los costarricenses a continuar desarrollando lo que propicia un verdadero desarrollo humano, en armonía con la creación, evitando intereses espurios y faltos de clarividencia en un tema de tanta trascendencia.

7. Al concluir, quiero expresarle, Señor Embajador, mis mejores votos para la misión que comienza hoy. Tenga la seguridad de que en su ejercicio siempre encontrará la ayuda que precise de mis colaboradores. Con estos sentimientos, pongo bajo la mirada de Nuestra Señora de los Ángeles, tan venerada en vuestra tierra y en toda Centroamérica, a las Autoridades y al querido pueblo costarricense, suplicándole también que sostenga con su amor materno a todos los hijos de Vuestra Patria, para que, apoyándose en su rico patrimonio espiritual, puedan cooperar a una solidaridad cada vez mayor entre las personas y entre los pueblos. Y como prenda de copiosos dones divinos, imparto la Bendición apostólica a Vuestra Excelencia y su familia, así como al personal de esa Misión Diplomática.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA PLENARIA
DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

Sala del Consistorio
Viernes 3 de diciembre de 2010



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
ilustres profesores y queridos colaboradores:

Os acojo con alegría, al término de los trabajos de vuestra sesión plenaria anual. Deseo, ante todo, expresar un sentido agradecimiento por las palabras de saludo que me ha dirigido, en nombre de todos, usted, señor cardenal, en calidad de presidente de la Comisión teológica internacional. Los trabajos de este octavo «quinquenio» de la Comisión, como usted ha recordado, afrontan los siguientes temas de gran importancia: la teología y su metodología; la cuestión del único Dios en relación con las tres religiones monoteístas; y la integración de la doctrina social de la Iglesia en el contexto más amplio de la doctrina cristiana.

«Porque el amor de Cristo nos apremia, al considerar que si uno solo murió por todos, entonces todos han muerto. Y él murió por todos, a fin de que los que viven no vivan más para sí mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 14-15). ¿Cómo no sentir también nosotros esta bella reacción del apóstol san Pablo a su encuentro con Cristo resucitado? Precisamente esta experiencia está en la raíz de los tres importantes temas que habéis profundizado en vuestra sesión plenaria que acaba de concluir.

Quien ha descubierto en Cristo el amor de Dios, infundido por el Espíritu Santo en nuestro corazón, desea conocer mejor a Aquel por quien es amado y a quien ama. Conocimiento y amor se sostienen mutuamente. Como afirmaron los Padres de la Iglesia, quien ama a Dios es impulsado a convertirse, en cierto sentido, en un teólogo, en uno que habla con Dios, que piensa sobre Dios y que intenta pensar con Dios; al mismo tiempo, el trabajo profesional de teólogo es para algunos una vocación de gran responsabilidad ante Cristo, ante la Iglesia. Poder estudiar profesionalmente a Dios mismo y poder hablar de ello —contemplari et contemplata docere (Santo Tomás de Aquino, Super Sent., lib. 3, d. 35, q. 1, a. 3, qc. 1, arg. 3)— es un gran privilegio. Vuestra reflexión sobre la visión cristiana de Dios podrá ser una valiosa contribución tanto para la vida de los fieles como para nuestro diálogo con los creyentes de otras religiones y también con los no creyentes. De hecho, la misma palabra «teo-logía» revela este aspecto comunicativo de vuestro trabajo: en la teología intentamos comunicar, a través del «logos», lo que «hemos visto y oído» (1 Jn 1, 3). Pero sabemos bien que la palabra «logos» tiene un significado mucho más amplio, que comprende también el sentido de «ratio», «razón». Y este hecho nos lleva a un segundo punto muy importante. Podemos pensar en Dios y comunicar lo que hemos pensado porque él nos ha dotado de una razón en armonía con su naturaleza. No es casualidad que el Evangelio de san Juan comience con la afirmación: «En el principio estaba el Logos... y el Logos era Dios» (Jn 1, 1). Por último, acoger este Logos —este pensamiento divino— es también una contribución a la paz en el mundo. De hecho, conocer a Dios en su verdadera naturaleza es también el modo seguro para asegurar la paz. Un Dios al que no se percibiera como fuente de perdón, de justicia y de amor, no podría ser luz en el sendero de la paz.

Dado que el hombre tiende siempre a relacionar sus conocimientos entre sí, también el conocimiento de Dios se organiza de modo sistemático. Pero ningún sistema teológico puede subsistir si no está impregnado del amor a su divino «Objeto», que en la teología necesariamente debe ser «Sujeto» que nos habla y con el que estamos en relación de amor. Así, la teología debe alimentarse siempre del diálogo con el Logos divino, Creador y Redentor. Además, ninguna teología es tal si no se integra en la vida y en la reflexión de la Iglesia a través del tiempo y del espacio. Sí, es verdad que, para ser científica, la teología debe argumentar de modo racional, pero también debe ser fiel a la naturaleza de la fe eclesial: centrada en Dios, arraigada en la oración, en una comunión con los demás discípulos del Señor garantizada por la comunión con el Sucesor de Pedro y todo el Colegio episcopal.

Otra consecuencia de esta acogida y transmisión del Logos es que la misma racionalidad de la teología ayuda a purificar la razón humana liberándola de ciertos prejuicios e ideas que pueden ejercer un fuerte influjo en el pensamiento de cada época. Es necesario, por otra parte, poner de relieve que la teología vive siempre en continuidad y en diálogo con los creyentes y los teólogos que vinieron antes de nosotros; dado que la comunión eclesial es diacrónica, también lo es la teología. El teólogo no parte nunca de cero, sino que considera como maestros a los Padres y los teólogos de toda la tradición cristiana. La teología, arraigada en la Sagrada Escritura, leída con los Padres y los Doctores, puede ser escuela de santidad, como nos atestiguó el beato John Henry Newman. Ayudar a descubrir el valor permanente de la riqueza transmitida por el pasado es una contribución notable de la teología al concierto de las ciencias.

Cristo murió por todos, aunque no todos lo sepan o lo acepten. Habiendo recibido el amor de Dios, ¿cómo podríamos no amar a aquellos por quienes Cristo dio su propia vida? «Él entregó su vida por nosotros. Por eso, también nosotros debemos dar la vida por nuestros hermanos» (1 Jn 3, 16). Todo esto nos lleva al servicio de los demás en nombre de Cristo; en otras palabras, el compromiso social de los cristianos deriva necesariamente de la manifestación del amor divino. La contemplación del Dios revelado y la caridad con el prójimo no se pueden separar, aunque se vivan según carismas distintos. En un mundo que a menudo aprecia muchos dones del cristianismo —como por ejemplo la idea de una igualdad democrática— sin comprender la raíz de los propios ideales, es particularmente importante mostrar que los frutos mueren si se corta la raíz del árbol. De hecho, no hay justicia sin verdad, y la justicia no se desarrolla plenamente si su horizonte se limita al mundo material. Para nosotros, los cristianos, la solidaridad social tiene siempre una perspectiva de eternidad.

Queridos amigos teólogos, nuestro encuentro de hoy manifiesta de modo excelente y singular la unidad indispensable que debe reinar entre teólogos y pastores. No se puede ser teólogos en soledad: los teólogos necesitan el ministerio de los pastores de la Iglesia, así como el Magisterio necesita teólogos que presten su servicio a fondo, con toda la ascesis que eso implica. Por ello, a través de vuestra Comisión, deseo dar las gracias a todos los teólogos y animarlos a tener fe en el gran valor de su labor. A la vez que os expreso mis mejores deseos para vuestro trabajo, os imparto con afecto mi bendición.


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ACTO DE VENERACIÓN A LA INMACULADA EN LA PLAZA DE ESPAÑA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María
Miércoles 8 de diciembre de 2010

(Vídeo)



Queridos hermanos y hermanas:

También este año nos hemos dado cita aquí, en la plaza de España, para rendir homenaje a la Virgen Inmaculada, con ocasión de su fiesta solemne. Os saludo cordialmente a todos vosotros, que habéis acudido en gran número, así como a cuantos participan mediante la radio y la televisión. Nos hemos reunido en torno a este histórico monumento, hoy completamente rodeado de flores, signo del amor y de la devoción del pueblo romano por la Madre de Jesús. Y el don más hermoso que le ofrecemos, el que más le agrada, es nuestra oración, la que llevamos en el corazón y que encomendamos a su intercesión. Son invocaciones de agradecimiento y de súplica: agradecimiento por el don de la fe y por todo el bien que diariamente recibimos de Dios; y súplica por las diferentes necesidades, por la familia, la salud, el trabajo, por todas las dificultades que la vida nos lleva a encontrar.

Pero cuando venimos aquí, especialmente en esta fiesta del 8 de diciembre, es mucho más importante lo que recibimos de María, respecto a lo que le ofrecemos. Ella, en efecto, nos da un mensaje destinado a cada uno de nosotros, a la ciudad de Roma y a todo el mundo. También yo, que soy el Obispo de esta ciudad, vengo para ponerme a la escucha, no sólo para mí, sino para todos. Y ¿qué nos dice María? Nos habla con la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno. Su «mensaje» no es otro sino Jesús, él que es toda su vida. Gracias a él y por él ella es la Inmaculada. Y como el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros, también ella, su Madre, fue preservada del pecado por nosotros, por todos, como anticipación de la salvación de Dios para cada hombre. Así María nos dice que todos estamos llamados a abrirnos a la acción del Espíritu Santo para poder llegar a ser, en nuestro destino final, inmaculados, plena y definitivamente libres del mal. Nos lo dice con su misma santidad, con una mirada llena de esperanza y de compasión, que evoca palabras como estas: «No temas, hijo, Dios te quiere; te ama personalmente; pensó en ti antes de que vinieras al mundo y te llamó a la existencia para colmarte de amor y de vida; y por esto ha salido a tu encuentro, se ha hecho como tú, ha llegado a ser Jesús, Dios-hombre, semejante en todo a ti, pero sin el pecado; se ha entregado por ti, hasta morir en la cruz, y así te ha dado una vida nueva, libre, santa e inmaculada» (cf. Ef 1, 3-5).

María nos da este mensaje, y cuando vengo aquí, en esta fiesta, me conmueve, porque siento que va dirigido a toda la ciudad, a todos los hombres y las mujeres que viven en Roma: también a quien no piensa en ello, a quien hoy ni siquiera recuerda que es la fiesta de la Inmaculada; a quien se siente solo y abandonado. La mirada de María es la mirada de Dios dirigida a cada uno de nosotros. Ella nos mira con el amor mismo del Padre y nos bendice. Se comporta como nuestra «abogada» y así la invocamos en la Salve, Regina: «Advocata nostra». Aunque todos hablaran mal de nosotros, ella, la Madre, hablaría bien, porque su corazón inmaculado está sintonizado con la misericordia de Dios. Ella ve así la ciudad: no como un aglomerado anónimo, sino como una constelación donde Dios conoce a todos personalmente por su nombre, uno a uno, y nos llama a resplandecer con su luz. Y los que, a los ojos del mundo, son los primeros, para Dios son los últimos; los que son pequeños, para Dios son grandes. La Madre nos mira como Dios la miró a ella, joven humilde de Nazaret, insignificante a los ojos del mundo, pero elegida y preciosa para Dios. Reconoce en cada uno la semejanza con su Hijo Jesús, aunque nosotros seamos tan diferentes. ¿Quién conoce mejor que ella el poder de la Gracia divina? ¿Quién sabe mejor que ella que nada es imposible a Dios, capaz incluso de sacar el bien del mal?

Queridos hermanos y hermanas, este es el mensaje que recibimos aquí, a los pies de María Inmaculada. Es un mensaje de confianza para cada persona de esta ciudad y de todo el mundo. Un mensaje de esperanza que no está compuesto de palabras, sino de su misma historia: ella, una mujer de nuestro linaje, que dio a luz al Hijo de Dios y compartió toda su existencia con él. Y hoy nos dice: este es también tu destino, el vuestro, el destino de todos: ser santos como nuestro Padre, ser inmaculados como nuestro hermano Jesucristo, ser hijos amados, todos adoptados para formar una gran familia, sin fronteras de nacionalidad, de color, de lengua, porque existe un solo Dios, Padre de todo hombre.

¡Gracias, oh Madre Inmaculada, por estar siempre con nosotros! Vela siempre sobre nuestra ciudad: conforta a los enfermos, alienta a los jóvenes, sostén a las familias. Infunde la fuerza para rechazar el mal, en todas sus formas, y elegir el bien, incluso cuando cuesta e implica ir contracorriente. Danos la alegría de sentirnos amados por Dios, bendecidos por él, predestinados a ser sus hijos.

Virgen Inmaculada, Madre nuestra dulcísima, ¡ruega por nosotros!


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All'Ambasciatore del Nepal presso la Santa Sede (16 dicembre 2010)

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All'Ambasciatore di Zambia presso la Santa Sede (16 dicembre 2010)

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All'Ambasciatore di Andorra presso la Santa Sede (16 dicembre 2010)

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All'Ambasciatore delle Seychelles presso la Santa Sede (16 dicembre 2010)

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All'Ambasciatore del Mali presso la Santa Sede (16 dicembre 2010)

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Ai nuovi Ambasciatori presso la Santa Sede in occasione della presentazione collettiva delle Lettere Credenziali (16 dicembre 2010)

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Al Presidente della Federazione Luterana Mondiale (16 dicembre 2010)

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Alla delegazione dal Sud Tirolo, per il dono dell'albero di Natale in Piazza San Pietro (17 dicembre 2010)

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Ai Partecipanti al Congresso internazionale promosso dalla Federazione Internazionale dei Pueri Cantores (30 dicembre 2010)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. FRANCESCO MARIA GRECO,
NUEVO EMBAJADOR DE ITALIA ANTE LA SANTA SEDE

Viernes 17 de diciembre de 2010



Señor embajador:

Me complace acoger las cartas con las cuales el presidente de la República italiana lo acredita como embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede. A la vez que le agradezco las nobles palabras que me ha dirigido, extiendo mi saludo al jefe del Estado, a las demás autoridades y a todo el querido pueblo italiano. Continuamente tengo ocasión de constatar cuán fuerte es la conciencia de los vínculos particulares entre la Sede de Pedro e Italia, que encuentran una expresión significativa tanto en la atención que las autoridades civiles tienen por el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles y por la Santa Sede, como en el afecto que la gente de Italia me demuestra con tanto entusiasmo aquí en Roma y durante los viajes que realizo en el país, como sucedió recientemente con ocasión de mi visita a Palermo. Quiero asegurar que mi oración acompaña de cerca los acontecimientos alegres y tristes de Italia, para la cual pido al Dador de todo bien que conserve el tesoro precioso de la fe cristiana y le conceda los dones de la concordia y la prosperidad.

En esta feliz circunstancia, junto con mi cordial bienvenida, le expreso mis mejores deseos para la ardua misión que hoy asume oficialmente. En efecto, la embajada de Italia ante la Santa Sede —cuya prestigiosa sede, vinculada también a la memoria de san Carlos Borromeo, visité hace dos años— constituye un importante punto de referencia para las relaciones de intensa colaboración que mantienen la Santa Sede e Italia, no sólo desde el punto de vista bilateral, sino también en el contexto más amplio de la vida internacional. Asimismo, la representación diplomática, cuya guía asume usted, da una importante contribución al desarrollo de relaciones armoniosas entre la comunidad civil y la eclesial en el país, y presta también valiosos servicios al Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede. Estoy seguro de que bajo su dirección esta intensa actividad proseguirá con renovado impulso, y desde ahora le expreso a usted y a sus colaboradores mi vivo reconocimiento.

Como usted ha recordado, han comenzado las celebraciones del 150° aniversario de la unidad de Italia, ocasión para una reflexión no sólo de tipo conmemorativo, sino también de carácter proyectivo, muy oportuna en la difícil fase histórica actual, nacional e internacional. Me alegra que también los pastores y los distintos componentes de la comunidad eclesial estén activamente comprometidos en la evocación del proceso de unificación de la nación que comenzó en 1861.

Ahora bien, uno de los aspectos más relevantes del largo camino, a veces arduo y contrastado, que llevó a la actual fisonomía del Estado italiano, es la búsqueda de una correcta distinción y de formas justas de colaboración entre la comunidad civil y la religiosa, exigencia mucho más sentida en un país como Italia, cuya historia y cultura están tan profundamente marcadas por la Iglesia católica y en cuya capital tiene su sede episcopal la Cabeza visible de esta comunidad, extendida por todo el mundo. Estas características, que desde hace siglos forman parte del patrimonio histórico y cultural de Italia, no se pueden negar, olvidar o marginar; la experiencia de estos 150 años enseña que cuando se ha tratado de hacerlo, se han causado peligrosos desequilibrios y dolorosas fracturas en la vida social del país.

Al respecto, usted ha recordado oportunamente la importancia de los Pactos de Letrán y del Acuerdo de Villa Madama, que fijan las coordenadas de un justo equilibrio de relaciones, del cual se benefician tanto la Sede apostólica como el Estado y la Iglesia en Italia. De hecho, el Tratado de Letrán, al configurar el Estado de la Ciudad del Vaticano y al prever una serie de inmunidades personales y reales, estableció las condiciones para asegurar al Romano Pontífice y a la Santa Sede plena soberanía e independencia, como protección de su misión universal. A su vez, el Acuerdo de modificación del Concordato apunta fundamentalmente a garantizar el pleno ejercicio de la libertad religiosa, es decir, del derecho que histórica y objetivamente es el primero entre los derechos fundamentales de la persona humana. Por eso, es de gran importancia observar y, al mismo tiempo, desarrollar la letra y el espíritu de esos acuerdos y de los que han derivado de ellos, recordando que han garantizado y pueden seguir garantizando una serena convivencia de la sociedad italiana.

Esos pactos internacionales no son expresión de una voluntad de la Iglesia o de la Santa Sede de obtener poder, privilegios o posiciones ventajosas económica y socialmente, ni con ellos se quiere rebasar el ámbito que es propio de la misión que el divino Fundador asignó a su comunidad en la tierra. Al contrario, esos acuerdos tienen su fundamento en la justa voluntad de parte del Estado de garantizar a las personas y a la Iglesia el pleno ejercicio de la libertad religiosa, derecho que no sólo tiene una dimensión personal, porque «la misma naturaleza social del hombre exige que este exprese externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese de modo comunitario su religión» (Dignitatis humanae, 3). La libertad religiosa, por tanto, es un derecho, no sólo de la persona, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia (cf. ib., 4-5.13), y el Estado está llamado a tutelar, además de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y de religión, también el papel legítimo de la religión y de las comunidades religiosas en la esfera pública.

El recto ejercicio y el correspondiente reconocimiento de este derecho permiten a la sociedad valerse de los recursos morales y de la generosa actividad de los creyentes. Por eso, no se puede pensar que se logrará el auténtico progreso social recorriendo el camino de la marginación o incluso del rechazo explícito del factor religioso, como en nuestros tiempos se tiende a hacer con distintas modalidades. Una de estas es, por ejemplo, el intento de eliminar de los lugares públicos la exposición de los símbolos religiosos, en primer lugar del crucifijo, que ciertamente es el emblema por excelencia de la fe cristiana, pero que, al mismo tiempo, habla a todos los hombres de buena voluntad y, como tal, no es un factor que discrimine. Deseo expresar mi aprecio al Gobierno italiano que al respecto ha actuado según una correcta visión de la laicidad y a la luz de su historia, cultura y tradición, encontrando en esto el apoyo positivo también de otras naciones europeas.

Mientras que en algunas sociedades se realizan intentos de marginar la dimensión religiosa, las crónicas recientes nos atestiguan que en nuestros días también se llevan a cabo violaciones abiertas de la libertad religiosa. Frente a esta dolorosa realidad, la sociedad italiana y sus autoridades han demostrado una sensibilidad especial por la suerte de las minorías cristianas, que, por su fe, sufren violencias, son discriminadas o se ven obligadas a una emigración forzosa de su patria. Espero que crezca en todas partes la conciencia de esta problemática y, por consiguiente, se intensifiquen los esfuerzos por ver realizado, en todas partes y para todos, el pleno respeto de la libertad religiosa. Estoy seguro de que al compromiso de parte de la Santa Sede en ese sentido no le faltará el apoyo de Italia en ámbito internacional.

Señor embajador, concluyendo mis reflexiones, deseo asegurarle que, en el cumplimiento de la alta misión que se le ha confiado, podrá contar con mi apoyo y el de mis colaboradores. De modo especial, invoco sobre estos inicios la protección de la Madre de Dios, tan amada y venerada en toda la península, y de los patrones de la nación, los santos Francisco de Asís y Catalina de Siena, y le imparto de corazón a usted, a su familia, a sus colaboradores y al querido pueblo italiano la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CURIA ROMANA PARA EL INTERCAMBIO DE FELICITACIONES
CON OCASIÓN DE LA NAVIDAD

Lunes 20 de diciembre de 2010

Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el Episcopado y el Presbiterado,
Queridos hermanos y hermanas

Me alegra mucho estar con vosotros en este tradicional encuentro, queridos miembros del Colegio Cardenalicio, Representantes de la Curia Romana y del Governatorato. Dirijo un cordial saludo a cada uno de vosotros, y en primer lugar al Cardenal Angelo Sodano, al que agradezco las palabras de afecto y comunión, así como la sentida felicitación que me ha dirigido en nombre de todos. Prope est jam Dominus, venite, adoremus! Como una sola familia contemplamos el misterio del Emmanuel, el Dios con nosotros, como ha dicho el Cardenal Decano. También yo os felicito con agrado y deseo dar las gracias a todos, también a los Representantes Pontificios diseminados por el mundo, por la colaboración competente y generosa que cada uno presta al Vicario de Cristo y a la Iglesia.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! La liturgia de la Iglesia ora incesantemente en los días de Adviento con éstas o parecidas palabras. Son invocaciones formuladas probablemente en el período del declive del Imperio Romano. La disolución de los ordenamientos que sustentaban en derecho y de las actitudes morales de fondo, que les daban fuerza, provocaron la ruptura de los muros que hasta ese momento habían protegido la convivencia pacífica entre los hombres. Un mundo estaba llegando a su ocaso. Además, frecuentes calamidades naturales aumentaban esta experiencia de inseguridad. No se veía ninguna fuerza capaz de frenar dicho declive. Se hacía cada vez más insistente la invocación del poder de Dios: que venga y proteja a los hombres de todas estas amenazas.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! También hoy tenemos numerosos motivos para unirnos a esta oración de Adviento de la Iglesia. El mundo, con todas sus nuevas esperanzas, está, al mismo tiempo, angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo, un consenso sin el cual no funcionan las estructuras jurídicas y políticas; por consiguiente, las fuerzas movilizadas para defender dichas estructuras parecen estar destinadas al fracaso.

Excita: la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba durmiendo en la barca de los discípulos sacudida por la tempestad y a punto de hundirse. Cuando su palabra poderosa apaciguó la tempestad, Él echó en cara a los discípulos su poca fe (cf. Mt 8,26 par.). Quería decir: en vosotros mismos, la fe se ha adormecido. Lo mismo quiere decirnos también a nosotros. Con mucha frecuencia, también en nosotros la fe está dormida. Pidámosle, pues, que nos despierte del sueño de una fe que se ha cansado y que devuelva a esa fe la fuerza de mover montañas, es decir, de dar el justo orden a las cosas del mundo.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! Esta oración de Adviento me ha venido una y otra vez a la mente y a los labios en las grandes angustias que durante este año nos han afectado. Con mucha alegría comenzamos el Año Sacerdotal y, gracias a Dios, pudimos concluirlo también con mucha gratitud, no obstante su desarrollo fuera tan distinto a como habíamos esperado. En nosotros, sacerdotes, y en los laicos, precisamente en los jóvenes, se ha renovado la convicción del don que representa el sacerdocio de la Iglesia católica, que el Señor nos ha confiado. Nos hemos dado cuenta nuevamente de lo bello que es el que seres humanos tengan la facultad de pronunciar en nombre de Dios y con pleno poder la palabra del perdón, y así puedan cambiar el mundo, la vida; qué hermoso el que seres humanos estén autorizados a pronunciar las palabras de la consagración, con las que el Señor atrae a sí una parte del mundo, transformándola en sustancia suya en un determinado lugar; qué bello poder estar, con la fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus gozos y desventuras, en los momentos importantes y en aquellos oscuros de la vida; qué bello tener como cometido en la propia existencia no esto o aquello, sino sencillamente el ser mismo del hombre, para ayudarlo a que se abra a Dios y sea vivido a partir de Dios. Por eso nos hemos visto tan turbados cuando, precisamente en este año hemos venido a saber de abusos contra menores, en unas dimensiones inimaginables para nosotros, cometidos por sacerdotes, que convierten el Sacramento en su contrario y, bajo el manto de lo sagrado, hieren profundamente a la persona humana en su infancia y le provocan daños para toda la vida.

En este contexto, me ha venido a la memoria una visión de santa Hildegarda de Bingen, que describe de manera impresionante lo que hemos vivido en este año: «En el año 1170 después de Cristo estuve en cama, enferma durante mucho tiempo. Entonces, física y mentalmente despierta, vi una mujer de una tal belleza que la mente humana no es capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al cielo. Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto cuajado de piedras preciosas. En los pies calzaba zapatos de ónix. Pero su rostro estaba cubierto de polvo, su vestido estaba rasgado en la parte derecha. También el manto había perdido su belleza singular y sus zapatos estaban sucios por encima. Con gran voz y lastimera, la mujer alzó su grito al cielo: “Escucha, cielo: mi rostro está embadurnado. Aflígete, tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis zapatos están ensuciados”.

Y prosiguió: “Estuve escondida en el corazón del Padre, hasta que el Hijo del hombre, concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su sangre. Con esta sangre, como dote, me tomó como esposa.

Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos mientras estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El que permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto, porque descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian mis zapatos, porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y severo de la justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus súbditos. Sin embargo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad”.

Y escuché una voz del cielo que decía: “Esta imagen representa a la Iglesia. Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas los lamentos, anúncialo a los sacerdotes que han de guiar e instruir al pueblo de Dios y a los que, como a los apóstoles, se les dijo: ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación’” (Mc 16,15)» (Carta a Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197, 269ss)

En la visión de santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de polvo, y así es como lo hemos visto. Su vestido está rasgado por culpa de los sacerdotes. Tal como ella lo ha visto y expresado, así lo hemos visto este año. Hemos de acoger esta humillación como una exhortación a la verdad y una llamada a la renovación. Solamente la verdad salva. Hemos de preguntarnos qué podemos hacer para reparar lo más posible la injusticia cometida. Hemos de preguntarnos qué había de equivocado en nuestro anuncio, en todo nuestro modo de configurar el ser cristiano, de forma que algo así pudiera suceder. Hemos de hallar una nueva determinación en la fe y en el bien. Hemos de ser capaces de penitencia. Debemos esforzarnos en hacer todo lo posible en la preparación para el sacerdocio, para que algo semejante no vuelva a suceder jamás. También éste es el lugar para dar las gracias de corazón a todos los que se esfuerzan por ayudar a las víctimas y devolverles la confianza en la Iglesia, la capacidad de creer en su mensaje. En mis encuentros con las víctimas de este pecado, siembre he encontrado también personas que, con gran dedicación, están al lado del que sufre y ha sufrido daño. Ésta es la ocasión para dar las gracias también a tantos buenos sacerdotes que transmiten con humildad y fidelidad la bondad del Señor y, en medio de la devastación, son testigos de la belleza permanente del sacerdocio.

Somos conscientes de la especial gravedad de este pecado cometido por sacerdotes, y de nuestra correspondiente responsabilidad. Pero tampoco podemos callar sobre el contexto de nuestro tiempo en el que hemos visto estos sucesos. Existe un mercado de la pornografía referente a los niños, que de algún modo parece ser considerado cada vez más por la sociedad como algo normal. La devastación psicológica de los niños, en la que personas humanas quedan reducidas a artículos de mercado, es un espantoso signo de los tiempos. Oigo decir una y otra vez a Obispos de Países del Tercer Mundo, cómo el turismo sexual amenaza a toda una generación, dañándola en su libertad y dignidad humana. El Apocalipsis de san Juan incluye entre los grandes pecados de Babilonia —símbolo de las grandes ciudades irreligiosas del mundo— el comercio de los cuerpos y las almas, convirtiéndolos en una mercancía (cf. Ap 18,13). En este contexto se coloca también el problema de la droga, que con una fuerza creciente extiende sus tentáculos sobre todo el globo terrestre: expresión elocuente de la dictadura de la riqueza y el placer que pervierte al hombre. Cualquier placer es insuficiente y el exceso en el engaño de la embriaguez se convierte en una violencia que destruye regiones enteras, y todo en nombre de una fatal tergiversación de la libertad, en la que precisamente la libertad del hombre es la que se ve amenazada y, al final, completamente anulada.

Para oponerse a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos ideológicos. En los años setenta, se teorizó que la pedofilia era algo completamente conforme con el hombre e incluso con el niño. Sin embargo, esto formaba parte de una perversión de fondo del concepto de ethos. Se afirmaba —incluso en el ámbito de la teología católica— que no existía ni el mal ni el bien en sí mismos. Existía sólo un «mejor que» y un «peor que». No habría nada bueno o malo en sí mismo. Todo dependía de las circunstancias y de los fines que se pretendían. Dependiendo de los objetivos y las circunstancias, todo podría ser bueno o malo. La moral fue sustituida por un cálculo de las consecuencias, y por eso mismo deja existir. Los efectos de tales teorías saltan hoy a la vista. En contra de ellas, el Papa Juan Pablo II, en su Encíclica Veritatis splendor, de 1993, señaló con fuerza profética que las bases esenciales y permanentes del actuar moral se encuentran en la gran tradición racional del ethos cristiano. Este texto se ha de poner hoy nuevamente en el centro de atención como camino en la formación de la conciencia. Toca a nosotros hacer que estos criterios sean escuchados y comprendidos por los hombres como caminos de verdadera humanidad, en el contexto de la preocupación por el hombre, en la que estamos inmersos.

Como segundo punto, quisiera decir una palabra sobre el Sínodo de las Iglesias de Oriente Medio. Se inició con mi viaje a Chipre, en el que entregué el Instrumentum laboris para el Sínodo a los Obispos de aquellos países congregados allí. La hospitalidad de la Iglesia ortodoxa, que experimentamos con enorme gratitud, permanece inolvidable. Si bien la comunión plena no nos ha sido todavía concedida, hemos constatado con alegría que la forma básica de la Iglesia antigua nos une unos a otros profundamente: el ministerio sacramental de los Obispos como portadores de la tradición apostólica, la lectura de la Escritura según la hermenéutica de la Regula fidei, la comprensión de la Escritura en la multiforme unidad centrada en Cristo, que se ha desarrollado gracias a la inspiración de Dios, y, en fin, la fe en el puesto central de la Eucaristía en la vida de la Iglesia. Así, hemos encontrado de modo vivo la riqueza de los ritos de la Iglesia antigua, también dentro de la Iglesia católica. Tuvimos liturgias con los Maronitas y los Melquitas, celebramos en rito latino y tuvimos momentos de oración ecuménica con los Ortodoxos, y pudimos ver la rica cultura cristiana del Oriente cristiano en imponentes manifestaciones. Pero hemos visto también el problema del País dividido. Aparecían visibles las culpas del pasado y profundas heridas, pero también el deseo de una paz y una comunión como existían antes. Todos son conscientes del hecho de que la violencia no produce ningún progreso, creando, en cambio, la situación actual. Sólo con el compromiso y la comprensión mutua se podrá restablecer la unidad. Una tarea esencial de la pastoral es preparar a la gente para esta actitud de paz.

En el Sínodo, la mirada se extendió a todo el Medio Oriente, donde conviven fieles que pertenecen a diferentes religiones y también a múltiples tradiciones y ritos distintos. Por lo que respecta a los cristianos, están las Iglesias pre-calcedonenses y las calcedonenses; Iglesias en comunión con Roma y otras que están fuera de esa comunión, y en ambas existen múltiples ritos, unos junto a otros. El desconcierto de los últimos años ha sacudido de tal manera la historia de convivencia y ha hecho crecer las tensiones y las divisiones, que una y otra vez asistimos con horror a actos de violencia que no respetan ya lo que es sagrado para el otro, y en los que por el contrario se derrumban las reglas más elementales de la humanidad. En la situación actual, los cristianos son la minoría más oprimida y atormentada. Durante siglos han vivido pacíficamente con sus vecinos judíos y musulmanes. En el Sínodo hemos escuchado sabias palabras del Consejero del Muftí de la República de Líbano contra los actos de violencia hacia los cristianos. Decía que, hiriendo a los cristianos, se nos hiere a nosotros mismos. Sin embargo, lamentablemente, esta voz de la razón, y otras análogas, que agradecemos profundamente, son demasiado débiles. También aquí el obstáculo es el vínculo entre afán de lucro y ceguera ideológica. Basándose en el espíritu de la fe y de su razonabilidad, el Sínodo ha desarrollado un gran concepto de diálogo, de perdón y de acogida mutua, un concepto que ahora queremos gritar al mundo. El ser humano es uno solo y la humanidad es una sola. Lo que en cualquier lugar se hace contra el hombre al final hiere a todos. Así, las palabras y el pensamiento del Sínodo han de ser un fuerte grito a todas las personas con responsabilidad política o religiosa para que detengan la cristianofobia; para que se alcen en defensa de los prófugos y los que sufren, y revitalicen el espíritu de la reconciliación. En última instancia, la recuperación sólo puede venir de una fe profunda en el amor reconciliador de Dios. La tarea principal de la Iglesia en este momento es dar fuerza a esta fe, alimentarla y hacerla resplandecer.

Me gustaría hablar con detalle del inolvidable viaje al Reino Unido, sin embargo, me limitaré a dos puntos que están relacionados con el tema de la responsabilidad de los cristianos en el tiempo actual y con el cometido de la Iglesia de anunciar el Evangelio. Mi pensamiento se dirige en primer lugar al encuentro con el mundo de la cultura en Westminster Hall, un encuentro en el que la conciencia de la responsabilidad común en este momento histórico provocó una gran atención, que, en última instancia, se orientó a la cuestión sobre la verdad y la fe. Era evidente a todos, que en este debate la Iglesia debe dar su propia aportación. Alexis de Tocqueville, en su tiempo, observó que en América la democracia fue posible y había funcionado porque, más allá de las denominaciones particulares, existía un consenso moral de base que unía a todos. Sólo si existe un consenso semejante sobre lo esencial, las constituciones y el derecho pueden funcionar. Este consenso de fondo que proviene del patrimonio cristiano está en peligro allí donde en su lugar, en vez de la razón moral, se pone la mera racionalidad finalista de la que ya hemos hablado antes. Esto es realmente una ceguera de la razón para lo que es esencial. Combatir esta ceguera de la razón y conservar la capacidad de ver lo esencial, de ver a Dios y al hombre, lo que es bueno y verdadero, es el propósito común que ha de unir a todos los hombres de buena voluntad. Está en juego el futuro del mundo.

Por último, quisiera recordar ahora la beatificación del Cardenal John Henry Newman. ¿Por qué ha sido beatificado? ¿Qué nos puede decir? A estas preguntas se pueden dar muchas respuestas, que se han desarrollado en el contexto de la beatificación. Quisiera resaltar solamente dos aspectos que van unidos y, en el fondo, expresan lo mismo. El primero es que debemos aprender de las tres conversiones de Newman, porque son pasos de un camino espiritual que a todos nos interesa. Quisiera sólo resaltar aquí la primera conversión: la de la fe en el Dios vivo. Hasta aquel momento, Newman pensaba como el hombre medio de su tiempo y también como el de hoy, que simplemente no excluye la existencia de Dios, sino que la considera en todo caso como algo incierto, que no desempeña un papel esencial en la propia vida. Para él, como para los hombres de su tiempo y del nuestro, lo que aparecía como verdaderamente real era lo empírico, lo que se puede percibir materialmente. Esta es la «realidad» según la cual se nos orienta. Lo «real» es lo tan­gible, lo que se puede calcular y tomar con la mano. En su conversión, Newman reconoce que las cosas están precisamente al revés: que Dios y el alma, el ser mismo del hombre a nivel espiritual, constituye aquello que es verdaderamente real, lo que vale. Son mucho más reales que los objetos que se pueden tocar. Esta conversión significa un giro copernicano. Aquello que hasta el momento aparecía irreal y secundario se revela como lo verdaderamente decisivo. Cuando sucede una conversión semejante, no cambia simplemente una teoría, cambia la forma fundamental de la vida. Todos tenemos siempre necesidad de esa conversión: entonces estamos en el camino justo.

La conciencia era la fuerza motriz que impulsaba a Newman en el camino de la conversión. ¿Pero qué se entiende con eso? En el pensamiento moderno, la palabra «conciencia» significa que en materia de moral y de religión, la dimensión subjetiva, el individuo, constituye la última instancia de la decisión. Se divide al mundo en el ámbito de lo objetivo y de lo subjetivo. A lo objetivo pertenecen las cosas que se pueden calcular y verificar por medio de un experimento. La religión y la moral escapan a estos métodos y por tanto están consideradas como ámbito de lo subjetivo. Aquí no hay, en último análisis, criterios objetivos. La última instancia decisiva sería por tanto solo el sujeto, y con la palabra «conciencia» se expresa precisamente esto: en este ámbito puede decidir sólo el sujeto, el individuo con sus intuiciones y experiencias. La concepción que Newman tiene de la conciencia es diametralmente opuesta. Para él «conciencia» significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia, religión y moral, una verdad, la verdad. La conciencia, la capacidad del hombre para reconocer la verdad, le impone al mismo tiempo el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentre. Conciencia es capacidad de verdad y obediencia en relación con la verdad, que se muestra al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de Newman es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso se le abría. Su tercera conversión, la del Catolicismo, le exigía abandonar casi todo lo que le era querido y apreciado: sus bienes y su profesión; su título académico, los vínculos familiares y muchos amigos. La renuncia que la obediencia a la verdad, su conciencia, le pedía, iba más allá. Newman fue siempre consciente de tener una misión para Inglaterra. Pero en la teología católica de su tiempo, su voz difícilmente podía ser escuchada. Era demasiado extraña con relación al estilo dominante del pensamiento teológico y también de la piedad. En enero de 1863 escribió en su diario estas frases conmovedoras: «Como protestante, mi religión me parecía mísera, pero no mi vida. Y ahora, de católico, mi vida es mísera, pero no mi religión». Aún no había llegado la hora de su eficacia. En la humildad y en la oscuridad de la obediencia, él esperó hasta que su mensaje fuera utilizado y comprendido. Para sostener la identidad entre el concepto que Newman tenía de conciencia y la moderna comprensión subjetiva de la conciencia, se suele hacer referencia a aquellas palabras suyas, según las cuales – en el caso de tener que pronunciar un brindis –, él habría brindando antes por la conciencia y después por el Papa. Pero en esta afirmación, «conciencia» no significa la obligatoriedad última de la intuición subjetiva. Es expresión del carácter accesible y de la fuerza vinculante de la verdad: en esto se funda su primado. Al Papa se le puede dedicar el segundo brindis, porque su tarea es exigir obediencia con respecto a la verdad.

Debo renunciar a hablar de los viajes tan significativos a Malta, Portugal y España. En ellos se ha hecho visible de nuevo que la fe no es algo del pasado, sino un encuentro con el Dios que vive y actúa ahora. Él nos compromete y se opone a nuestra pereza, pero precisamente por eso nos abre el camino hacia la verdadera alegría.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! Hemos comenzado con la invocación de la presencia del poder de Dios en nuestro tiempo y la experiencia de su aparente ausencia. Si abrimos nuestros ojos en retrospectiva precisamente hacia el año que llega a su fin, se puede ver que aún hoy la potencia y la bondad de Dios están presentes de muchas maneras. Así todos tenemos motivos para darle gracias. Con el agradecimiento al Señor renuevo mi gratitud a todos los colaboradores: ¡Ojalá nos conceda Dios a todos una Santa Navidad y nos acompañe con su bondad en el próximo año!

Confío estos deseos a la intercesión de la Virgen Santa, Madre del Redentor, y a todos vosotros y a la gran familia de la Curia Romana imparto de corazón la Bendición Apostólica. Feliz Navidad.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CURIA ROMANA PARA EL INTERCAMBIO DE FELICITACIONES
CON OCASIÓN DE LA NAVIDAD

Lunes 20 de diciembre de 2010

Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el Episcopado y el Presbiterado,
Queridos hermanos y hermanas

Me alegra mucho estar con vosotros en este tradicional encuentro, queridos miembros del Colegio Cardenalicio, Representantes de la Curia Romana y del Governatorato. Dirijo un cordial saludo a cada uno de vosotros, y en primer lugar al Cardenal Angelo Sodano, al que agradezco las palabras de afecto y comunión, así como la sentida felicitación que me ha dirigido en nombre de todos. Prope est jam Dominus, venite, adoremus! Como una sola familia contemplamos el misterio del Emmanuel, el Dios con nosotros, como ha dicho el Cardenal Decano. También yo os felicito con agrado y deseo dar las gracias a todos, también a los Representantes Pontificios diseminados por el mundo, por la colaboración competente y generosa que cada uno presta al Vicario de Cristo y a la Iglesia.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! La liturgia de la Iglesia ora incesantemente en los días de Adviento con éstas o parecidas palabras. Son invocaciones formuladas probablemente en el período del declive del Imperio Romano. La disolución de los ordenamientos que sustentaban en derecho y de las actitudes morales de fondo, que les daban fuerza, provocaron la ruptura de los muros que hasta ese momento habían protegido la convivencia pacífica entre los hombres. Un mundo estaba llegando a su ocaso. Además, frecuentes calamidades naturales aumentaban esta experiencia de inseguridad. No se veía ninguna fuerza capaz de frenar dicho declive. Se hacía cada vez más insistente la invocación del poder de Dios: que venga y proteja a los hombres de todas estas amenazas.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! También hoy tenemos numerosos motivos para unirnos a esta oración de Adviento de la Iglesia. El mundo, con todas sus nuevas esperanzas, está, al mismo tiempo, angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo, un consenso sin el cual no funcionan las estructuras jurídicas y políticas; por consiguiente, las fuerzas movilizadas para defender dichas estructuras parecen estar destinadas al fracaso.

Excita: la oración recuerda el grito dirigido al Señor, que estaba durmiendo en la barca de los discípulos sacudida por la tempestad y a punto de hundirse. Cuando su palabra poderosa apaciguó la tempestad, Él echó en cara a los discípulos su poca fe (cf. Mt 8,26 par.). Quería decir: en vosotros mismos, la fe se ha adormecido. Lo mismo quiere decirnos también a nosotros. Con mucha frecuencia, también en nosotros la fe está dormida. Pidámosle, pues, que nos despierte del sueño de una fe que se ha cansado y que devuelva a esa fe la fuerza de mover montañas, es decir, de dar el justo orden a las cosas del mundo.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! Esta oración de Adviento me ha venido una y otra vez a la mente y a los labios en las grandes angustias que durante este año nos han afectado. Con mucha alegría comenzamos el Año Sacerdotal y, gracias a Dios, pudimos concluirlo también con mucha gratitud, no obstante su desarrollo fuera tan distinto a como habíamos esperado. En nosotros, sacerdotes, y en los laicos, precisamente en los jóvenes, se ha renovado la convicción del don que representa el sacerdocio de la Iglesia católica, que el Señor nos ha confiado. Nos hemos dado cuenta nuevamente de lo bello que es el que seres humanos tengan la facultad de pronunciar en nombre de Dios y con pleno poder la palabra del perdón, y así puedan cambiar el mundo, la vida; qué hermoso el que seres humanos estén autorizados a pronunciar las palabras de la consagración, con las que el Señor atrae a sí una parte del mundo, transformándola en sustancia suya en un determinado lugar; qué bello poder estar, con la fuerza del Señor, cerca de los hombres en sus gozos y desventuras, en los momentos importantes y en aquellos oscuros de la vida; qué bello tener como cometido en la propia existencia no esto o aquello, sino sencillamente el ser mismo del hombre, para ayudarlo a que se abra a Dios y sea vivido a partir de Dios. Por eso nos hemos visto tan turbados cuando, precisamente en este año hemos venido a saber de abusos contra menores, en unas dimensiones inimaginables para nosotros, cometidos por sacerdotes, que convierten el Sacramento en su contrario y, bajo el manto de lo sagrado, hieren profundamente a la persona humana en su infancia y le provocan daños para toda la vida.

En este contexto, me ha venido a la memoria una visión de santa Hildegarda de Bingen, que describe de manera impresionante lo que hemos vivido en este año: «En el año 1170 después de Cristo estuve en cama, enferma durante mucho tiempo. Entonces, física y mentalmente despierta, vi una mujer de una tal belleza que la mente humana no es capaz de comprender. Su figura se erguía de la tierra hasta el cielo. Su rostro brillaba con un esplendor sublime. Sus ojos miraban al cielo. Llevaba un vestido luminoso y radiante de seda blanca y con un manto cuajado de piedras preciosas. En los pies calzaba zapatos de ónix. Pero su rostro estaba cubierto de polvo, su vestido estaba rasgado en la parte derecha. También el manto había perdido su belleza singular y sus zapatos estaban sucios por encima. Con gran voz y lastimera, la mujer alzó su grito al cielo: “Escucha, cielo: mi rostro está embadurnado. Aflígete, tierra: mi vestido está rasgado. Tiembla, abismo: mis zapatos están ensuciados”.

Y prosiguió: “Estuve escondida en el corazón del Padre, hasta que el Hijo del hombre, concebido y dado a luz en la virginidad, derramó su sangre. Con esta sangre, como dote, me tomó como esposa.

Los estigmas de mi esposo permanecen frescos y abiertos mientras estén abiertas las heridas de los pecados de los hombres. El que permanezcan abiertas las heridas de Cristo es precisamente culpa de los sacerdotes. Ellos rasgan mi vestido porque son transgresores de la Ley, del Evangelio y de su deber sacerdotal. Quitan el esplendor de mi manto, porque descuidan totalmente los preceptos que tienen impuestos. Ensucian mis zapatos, porque no caminan por el camino recto, es decir por el duro y severo de la justicia, y también porque no dan un buen ejemplo a sus súbditos. Sin embargo, encuentro en algunos el esplendor de la verdad”.

Y escuché una voz del cielo que decía: “Esta imagen representa a la Iglesia. Por esto, oh ser humano que ves todo esto y que escuchas los lamentos, anúncialo a los sacerdotes que han de guiar e instruir al pueblo de Dios y a los que, como a los apóstoles, se les dijo: ‘Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación’” (Mc 16,15)» (Carta a Werner von Kirchheim y a su comunidad sacerdotal: PL 197, 269ss)

En la visión de santa Hildegarda, el rostro de la Iglesia está cubierto de polvo, y así es como lo hemos visto. Su vestido está rasgado por culpa de los sacerdotes. Tal como ella lo ha visto y expresado, así lo hemos visto este año. Hemos de acoger esta humillación como una exhortación a la verdad y una llamada a la renovación. Solamente la verdad salva. Hemos de preguntarnos qué podemos hacer para reparar lo más posible la injusticia cometida. Hemos de preguntarnos qué había de equivocado en nuestro anuncio, en todo nuestro modo de configurar el ser cristiano, de forma que algo así pudiera suceder. Hemos de hallar una nueva determinación en la fe y en el bien. Hemos de ser capaces de penitencia. Debemos esforzarnos en hacer todo lo posible en la preparación para el sacerdocio, para que algo semejante no vuelva a suceder jamás. También éste es el lugar para dar las gracias de corazón a todos los que se esfuerzan por ayudar a las víctimas y devolverles la confianza en la Iglesia, la capacidad de creer en su mensaje. En mis encuentros con las víctimas de este pecado, siembre he encontrado también personas que, con gran dedicación, están al lado del que sufre y ha sufrido daño. Ésta es la ocasión para dar las gracias también a tantos buenos sacerdotes que transmiten con humildad y fidelidad la bondad del Señor y, en medio de la devastación, son testigos de la belleza permanente del sacerdocio.

Somos conscientes de la especial gravedad de este pecado cometido por sacerdotes, y de nuestra correspondiente responsabilidad. Pero tampoco podemos callar sobre el contexto de nuestro tiempo en el que hemos visto estos sucesos. Existe un mercado de la pornografía referente a los niños, que de algún modo parece ser considerado cada vez más por la sociedad como algo normal. La devastación psicológica de los niños, en la que personas humanas quedan reducidas a artículos de mercado, es un espantoso signo de los tiempos. Oigo decir una y otra vez a Obispos de Países del Tercer Mundo, cómo el turismo sexual amenaza a toda una generación, dañándola en su libertad y dignidad humana. El Apocalipsis de san Juan incluye entre los grandes pecados de Babilonia —símbolo de las grandes ciudades irreligiosas del mundo— el comercio de los cuerpos y las almas, convirtiéndolos en una mercancía (cf. Ap 18,13). En este contexto se coloca también el problema de la droga, que con una fuerza creciente extiende sus tentáculos sobre todo el globo terrestre: expresión elocuente de la dictadura de la riqueza y el placer que pervierte al hombre. Cualquier placer es insuficiente y el exceso en el engaño de la embriaguez se convierte en una violencia que destruye regiones enteras, y todo en nombre de una fatal tergiversación de la libertad, en la que precisamente la libertad del hombre es la que se ve amenazada y, al final, completamente anulada.

Para oponerse a estas fuerzas debemos echar una mirada a sus fundamentos ideológicos. En los años setenta, se teorizó que la pedofilia era algo completamente conforme con el hombre e incluso con el niño. Sin embargo, esto formaba parte de una perversión de fondo del concepto de ethos. Se afirmaba —incluso en el ámbito de la teología católica— que no existía ni el mal ni el bien en sí mismos. Existía sólo un «mejor que» y un «peor que». No habría nada bueno o malo en sí mismo. Todo dependía de las circunstancias y de los fines que se pretendían. Dependiendo de los objetivos y las circunstancias, todo podría ser bueno o malo. La moral fue sustituida por un cálculo de las consecuencias, y por eso mismo deja existir. Los efectos de tales teorías saltan hoy a la vista. En contra de ellas, el Papa Juan Pablo II, en su Encíclica Veritatis splendor, de 1993, señaló con fuerza profética que las bases esenciales y permanentes del actuar moral se encuentran en la gran tradición racional del ethos cristiano. Este texto se ha de poner hoy nuevamente en el centro de atención como camino en la formación de la conciencia. Toca a nosotros hacer que estos criterios sean escuchados y comprendidos por los hombres como caminos de verdadera humanidad, en el contexto de la preocupación por el hombre, en la que estamos inmersos.

Como segundo punto, quisiera decir una palabra sobre el Sínodo de las Iglesias de Oriente Medio. Se inició con mi viaje a Chipre, en el que entregué el Instrumentum laboris para el Sínodo a los Obispos de aquellos países congregados allí. La hospitalidad de la Iglesia ortodoxa, que experimentamos con enorme gratitud, permanece inolvidable. Si bien la comunión plena no nos ha sido todavía concedida, hemos constatado con alegría que la forma básica de la Iglesia antigua nos une unos a otros profundamente: el ministerio sacramental de los Obispos como portadores de la tradición apostólica, la lectura de la Escritura según la hermenéutica de la Regula fidei, la comprensión de la Escritura en la multiforme unidad centrada en Cristo, que se ha desarrollado gracias a la inspiración de Dios, y, en fin, la fe en el puesto central de la Eucaristía en la vida de la Iglesia. Así, hemos encontrado de modo vivo la riqueza de los ritos de la Iglesia antigua, también dentro de la Iglesia católica. Tuvimos liturgias con los Maronitas y los Melquitas, celebramos en rito latino y tuvimos momentos de oración ecuménica con los Ortodoxos, y pudimos ver la rica cultura cristiana del Oriente cristiano en imponentes manifestaciones. Pero hemos visto también el problema del País dividido. Aparecían visibles las culpas del pasado y profundas heridas, pero también el deseo de una paz y una comunión como existían antes. Todos son conscientes del hecho de que la violencia no produce ningún progreso, creando, en cambio, la situación actual. Sólo con el compromiso y la comprensión mutua se podrá restablecer la unidad. Una tarea esencial de la pastoral es preparar a la gente para esta actitud de paz.

En el Sínodo, la mirada se extendió a todo el Medio Oriente, donde conviven fieles que pertenecen a diferentes religiones y también a múltiples tradiciones y ritos distintos. Por lo que respecta a los cristianos, están las Iglesias pre-calcedonenses y las calcedonenses; Iglesias en comunión con Roma y otras que están fuera de esa comunión, y en ambas existen múltiples ritos, unos junto a otros. El desconcierto de los últimos años ha sacudido de tal manera la historia de convivencia y ha hecho crecer las tensiones y las divisiones, que una y otra vez asistimos con horror a actos de violencia que no respetan ya lo que es sagrado para el otro, y en los que por el contrario se derrumban las reglas más elementales de la humanidad. En la situación actual, los cristianos son la minoría más oprimida y atormentada. Durante siglos han vivido pacíficamente con sus vecinos judíos y musulmanes. En el Sínodo hemos escuchado sabias palabras del Consejero del Muftí de la República de Líbano contra los actos de violencia hacia los cristianos. Decía que, hiriendo a los cristianos, se nos hiere a nosotros mismos. Sin embargo, lamentablemente, esta voz de la razón, y otras análogas, que agradecemos profundamente, son demasiado débiles. También aquí el obstáculo es el vínculo entre afán de lucro y ceguera ideológica. Basándose en el espíritu de la fe y de su razonabilidad, el Sínodo ha desarrollado un gran concepto de diálogo, de perdón y de acogida mutua, un concepto que ahora queremos gritar al mundo. El ser humano es uno solo y la humanidad es una sola. Lo que en cualquier lugar se hace contra el hombre al final hiere a todos. Así, las palabras y el pensamiento del Sínodo han de ser un fuerte grito a todas las personas con responsabilidad política o religiosa para que detengan la cristianofobia; para que se alcen en defensa de los prófugos y los que sufren, y revitalicen el espíritu de la reconciliación. En última instancia, la recuperación sólo puede venir de una fe profunda en el amor reconciliador de Dios. La tarea principal de la Iglesia en este momento es dar fuerza a esta fe, alimentarla y hacerla resplandecer.

Me gustaría hablar con detalle del inolvidable viaje al Reino Unido, sin embargo, me limitaré a dos puntos que están relacionados con el tema de la responsabilidad de los cristianos en el tiempo actual y con el cometido de la Iglesia de anunciar el Evangelio. Mi pensamiento se dirige en primer lugar al encuentro con el mundo de la cultura en Westminster Hall, un encuentro en el que la conciencia de la responsabilidad común en este momento histórico provocó una gran atención, que, en última instancia, se orientó a la cuestión sobre la verdad y la fe. Era evidente a todos, que en este debate la Iglesia debe dar su propia aportación. Alexis de Tocqueville, en su tiempo, observó que en América la democracia fue posible y había funcionado porque, más allá de las denominaciones particulares, existía un consenso moral de base que unía a todos. Sólo si existe un consenso semejante sobre lo esencial, las constituciones y el derecho pueden funcionar. Este consenso de fondo que proviene del patrimonio cristiano está en peligro allí donde en su lugar, en vez de la razón moral, se pone la mera racionalidad finalista de la que ya hemos hablado antes. Esto es realmente una ceguera de la razón para lo que es esencial. Combatir esta ceguera de la razón y conservar la capacidad de ver lo esencial, de ver a Dios y al hombre, lo que es bueno y verdadero, es el propósito común que ha de unir a todos los hombres de buena voluntad. Está en juego el futuro del mundo.

Por último, quisiera recordar ahora la beatificación del Cardenal John Henry Newman. ¿Por qué ha sido beatificado? ¿Qué nos puede decir? A estas preguntas se pueden dar muchas respuestas, que se han desarrollado en el contexto de la beatificación. Quisiera resaltar solamente dos aspectos que van unidos y, en el fondo, expresan lo mismo. El primero es que debemos aprender de las tres conversiones de Newman, porque son pasos de un camino espiritual que a todos nos interesa. Quisiera sólo resaltar aquí la primera conversión: la de la fe en el Dios vivo. Hasta aquel momento, Newman pensaba como el hombre medio de su tiempo y también como el de hoy, que simplemente no excluye la existencia de Dios, sino que la considera en todo caso como algo incierto, que no desempeña un papel esencial en la propia vida. Para él, como para los hombres de su tiempo y del nuestro, lo que aparecía como verdaderamente real era lo empírico, lo que se puede percibir materialmente. Esta es la «realidad» según la cual se nos orienta. Lo «real» es lo tan­gible, lo que se puede calcular y tomar con la mano. En su conversión, Newman reconoce que las cosas están precisamente al revés: que Dios y el alma, el ser mismo del hombre a nivel espiritual, constituye aquello que es verdaderamente real, lo que vale. Son mucho más reales que los objetos que se pueden tocar. Esta conversión significa un giro copernicano. Aquello que hasta el momento aparecía irreal y secundario se revela como lo verdaderamente decisivo. Cuando sucede una conversión semejante, no cambia simplemente una teoría, cambia la forma fundamental de la vida. Todos tenemos siempre necesidad de esa conversión: entonces estamos en el camino justo.

La conciencia era la fuerza motriz que impulsaba a Newman en el camino de la conversión. ¿Pero qué se entiende con eso? En el pensamiento moderno, la palabra «conciencia» significa que en materia de moral y de religión, la dimensión subjetiva, el individuo, constituye la última instancia de la decisión. Se divide al mundo en el ámbito de lo objetivo y de lo subjetivo. A lo objetivo pertenecen las cosas que se pueden calcular y verificar por medio de un experimento. La religión y la moral escapan a estos métodos y por tanto están consideradas como ámbito de lo subjetivo. Aquí no hay, en último análisis, criterios objetivos. La última instancia decisiva sería por tanto solo el sujeto, y con la palabra «conciencia» se expresa precisamente esto: en este ámbito puede decidir sólo el sujeto, el individuo con sus intuiciones y experiencias. La concepción que Newman tiene de la conciencia es diametralmente opuesta. Para él «conciencia» significa la capacidad de verdad del hombre: la capacidad de reconocer en los ámbitos decisivos de su existencia, religión y moral, una verdad, la verdad. La conciencia, la capacidad del hombre para reconocer la verdad, le impone al mismo tiempo el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y de someterse a ella allí donde la encuentre. Conciencia es capacidad de verdad y obediencia en relación con la verdad, que se muestra al hombre que busca con corazón abierto. El camino de las conversiones de Newman es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso se le abría. Su tercera conversión, la del Catolicismo, le exigía abandonar casi todo lo que le era querido y apreciado: sus bienes y su profesión; su título académico, los vínculos familiares y muchos amigos. La renuncia que la obediencia a la verdad, su conciencia, le pedía, iba más allá. Newman fue siempre consciente de tener una misión para Inglaterra. Pero en la teología católica de su tiempo, su voz difícilmente podía ser escuchada. Era demasiado extraña con relación al estilo dominante del pensamiento teológico y también de la piedad. En enero de 1863 escribió en su diario estas frases conmovedoras: «Como protestante, mi religión me parecía mísera, pero no mi vida. Y ahora, de católico, mi vida es mísera, pero no mi religión». Aún no había llegado la hora de su eficacia. En la humildad y en la oscuridad de la obediencia, él esperó hasta que su mensaje fuera utilizado y comprendido. Para sostener la identidad entre el concepto que Newman tenía de conciencia y la moderna comprensión subjetiva de la conciencia, se suele hacer referencia a aquellas palabras suyas, según las cuales – en el caso de tener que pronunciar un brindis –, él habría brindando antes por la conciencia y después por el Papa. Pero en esta afirmación, «conciencia» no significa la obligatoriedad última de la intuición subjetiva. Es expresión del carácter accesible y de la fuerza vinculante de la verdad: en esto se funda su primado. Al Papa se le puede dedicar el segundo brindis, porque su tarea es exigir obediencia con respecto a la verdad.

Debo renunciar a hablar de los viajes tan significativos a Malta, Portugal y España. En ellos se ha hecho visible de nuevo que la fe no es algo del pasado, sino un encuentro con el Dios que vive y actúa ahora. Él nos compromete y se opone a nuestra pereza, pero precisamente por eso nos abre el camino hacia la verdadera alegría.

Excita, Domine, potentiam tuam, et veni! Hemos comenzado con la invocación de la presencia del poder de Dios en nuestro tiempo y la experiencia de su aparente ausencia. Si abrimos nuestros ojos en retrospectiva precisamente hacia el año que llega a su fin, se puede ver que aún hoy la potencia y la bondad de Dios están presentes de muchas maneras. Así todos tenemos motivos para darle gracias. Con el agradecimiento al Señor renuevo mi gratitud a todos los colaboradores: ¡Ojalá nos conceda Dios a todos una Santa Navidad y nos acompañe con su bondad en el próximo año!

Confío estos deseos a la intercesión de la Virgen Santa, Madre del Redentor, y a todos vosotros y a la gran familia de la Curia Romana imparto de corazón la Bendición Apostólica. Feliz Navidad.


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09/08/2013 20:37


COMIDA OFRECIDA POR EL SANTO PADRE A LOS POBRES
QUE LAS MISIONERAS DE LA CARIDAD
ASISTEN EN LAS COMUNIDADES ROMANAS
CON OCASIÓN DEL I CENTENARIO DEL NACIMIENTO
DE LA BEATA MADRE TERESA DE CALCUTA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Atrio de la Sala Pablo VI
Domingo 26 de diciembre de 2010



Queridos amigos:

Me alegra estar hoy con vosotros y dirijo mi cordial saludo a la reverenda madre general de las Misioneras de la Caridad, a los sacerdotes, a las religiosas, a los hermanos contemplativos y a todos vosotros aquí presentes para vivir juntos este momento fraterno.

La luz del Nacimiento del Señor llena nuestro corazón de la alegría y la paz que anunciaron los ángeles a los pastores de Belén: «Gloria a Dios en el cielo y paz a los hombres que Dios ama» (Lc 2, 14). El Niño que vemos en la cueva es Dios mismo que se ha hecho hombre para mostrarnos cuánto nos quiere, cuánto nos ama: Dios se ha hecho uno de nosotros, para acercarse a cada uno, para vencer el mal, para liberarnos del pecado, para darnos esperanza, para decirnos que nunca estamos solos. Siempre podemos acudir a él, sin miedo, llamándolo Padre, con la seguridad de que en todo momento, en toda situación de la vida, incluso en las más difíciles, él no nos olvida. Debemos decirnos con mayor frecuencia: Sí, Dios cuida de mí, me ama, Jesús ha nacido también para mí; siempre debo tener confianza en él.

Queridos hermanos y hermanas, dejemos que la luz del Niño Jesús, del Hijo de Dios hecho hombre ilumine nuestra vida para transformarla en luz, como vemos de modo especial en la vida de los santos. Pienso en el testimonio de la beata Teresa de Calcuta, un reflejo de la luz del amor de Dios. Celebrar el centenario de su nacimiento es motivo de gratitud y de reflexión para un renovado y gozoso compromiso al servicio del Señor y de los hermanos, especialmente de los más necesitados. El Señor mismo, como sabemos, quiso pasar necesidad. Queridas hermanas, queridos sacerdotes y hermanos, queridos amigos del personal, la caridad es la fuerza que cambia el mundo, porque Dios es amor (cf. 1 Jn 4, 7-9). La beata Teresa de Calcuta vivió la caridad con todos sin distinción, pero con preferencia por los más pobres y abandonados: un signo luminoso de la paternidad y de la bondad de Dios. Supo reconocer en cada uno el rostro de Cristo, al que amaba con todo su ser: al Cristo que adoraba y recibía en la Eucaristía seguía encontrándolo por los caminos y las calles de la ciudad, convirtiéndose en «imagen» viva de Jesús que derrama sobre las heridas del hombre la gracia del amor misericordioso. La respuesta a quien se pregunta por qué la madre Teresa se hizo tan famosa es sencilla: porque vivió de modo humilde y oculto, por amor y en el amor de Dios. Ella misma afirmaba que su premio más grande era amar a Jesús y servirlo en los pobres. Su figura pequeña, con las manos juntas o mientras acariciaba a un enfermo, un leproso, un moribundo, un niño, es el signo visible de una vida transformada por Dios. En la noche del dolor humano hizo brillar la luz del Amor divino y ayudó a muchos corazones a encontrar la paz que sólo Dios puede dar.

Demos gracias al Señor porque en la beata Teresa de Calcuta todos hemos visto cómo puede cambiar nuestra vida cuando se encuentra con Jesús; puede llegar a ser para los demás reflejo de la luz de Dios. A muchos hombres y mujeres, en situaciones de miseria y sufrimiento, ella les dio el consuelo y la certeza de que Dios no abandona nunca a nadie. Su misión sigue a través de aquellos que, aquí como en otras partes del mundo, viven su carisma de Misioneros y Misioneras de la Caridad. Es grande nuestra gratitud, queridas hermanas, queridos hermanos, por vuestra presencia humilde, discreta, oculta a los ojos de los hombres, pero extraordinaria y preciosa para el corazón de Dios. Al hombre, que a menudo busca felicidades ilusorias, vuestro testimonio de vida le muestra dónde se encuentra la verdadera alegría: en compartir, en dar, en amar con la misma gratuidad de Dios que rompe la lógica del egoísmo humano.

Queridos amigos, sabed que el Papa os ama, os lleva en su corazón, os estrecha en un abrazo paterno y reza por vosotros. ¡Muchas felicidades! Gracias por haber querido compartir la alegría de estos días de fiesta. Invoco la protección materna de la Sagrada Familia de Nazaret, que hoy celebramos —Jesús, María y José—, y os bendigo a todos vosotros y a vuestros seres queridos.


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