Il problema dei 3 corpi: Attraverso continenti e decadi, cinque amici geniali fanno scoperte sconvolgenti mentre le leggi della scienza si sgretolano ed emerge una minaccia esistenziale. Vieni a parlarne su TopManga.
 

2010

Ultimo Aggiornamento: 09/08/2013 20:37
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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO
POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Aula de las Bendiciones
Viernes 12 de marzo de 2010



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
estimados presentes:

Me alegra encontrarme con vosotros en esta ocasión particular y os saludo a todos con afecto. Dirijo un saludo especial al cardenal Cláudio Hummes, prefecto de la Congregación para el clero, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Expreso mi gratitud a todo el dicasterio por el empeño con el que coordina las múltiples iniciativas del Año sacerdotal, entre ellas este congreso teológico sobre el tema: "Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote". Me congratulo por esta iniciativa en la que participan más de cincuenta obispos y más de quinientos sacerdotes, muchos de los cuales son responsables nacionales o diocesanos del clero y de la formación permanente. Vuestra atención a los temas relativos al sacerdocio ministerial es uno de los frutos de este Año especial, que he querido convocar precisamente para "promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo" (Carta para la convocatoria del Año sacerdotal).

El tema de la identidad sacerdotal, objeto de vuestra primera jornada de estudio es determinante para el ejercicio del sacerdocio ministerial en el presente y en el futuro. En una época como la nuestra, tan "policéntrica" e inclinada a atenuar todo tipo de concepción que afirme una identidad, que muchos consideran contraria a la libertad y a la democracia, es importante tener muy clara la peculiaridad teológica del ministerio ordenado para no caer en la tentación de reducirlo a las categorías culturales dominantes. En un contexto de secularización generalizada, que excluye progresivamente a Dios del ámbito público, y tiende a excluirlo también de la conciencia social compartida, con frecuencia el sacerdote parece "extraño" al sentir común, precisamente por los aspectos más fundamentales de su ministerio, como los de ser un hombre de lo sagrado, tomado del mundo para interceder en favor del mundo, y constituido en esa misión por Dios y no por los hombres (cf. Hb 5, 1). Por este motivo es importante superar peligrosos "reduccionismos" que, en los decenios pasados, utilizando categorías más funcionales que ontológicas, han presentado al sacerdote casi como a un "agente social", con el riesgo de traicionar incluso el sacerdocio de Cristo. La hermenéutica de la continuidad se revela cada vez más urgente para comprender de modo adecuado los textos del concilio ecuménico Vaticano II y, análogamente, resulta necesaria una hermenéutica que podríamos definir "de la continuidad sacerdotal", la cual, partiendo de Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, y pasando por los dos mil años de la historia de grandeza y de santidad, de cultura y de piedad, que el sacerdocio ha escrito en el mundo, ha de llegar hasta nuestros días.

Queridos hermanos sacerdotes, en el tiempo en que vivimos es especialmente importante que la llamada a participar en el único sacerdocio de Cristo en el ministerio ordenado florezca en el "carisma de la profecía": hay gran necesidad de sacerdotes que hablen de Dios al mundo y que presenten el mundo a Dios; hombres no sujetos a efímeras modas culturales, sino capaces de vivir auténticamente la libertad que sólo la certeza de la pertenencia a Dios puede dar. Como ha subrayado muy bien vuestro congreso, hoy la profecía más necesaria es la de la fidelidad que, partiendo de la fidelidad de Cristo a la humanidad, mediante la Iglesia y el sacerdocio ministerial, lleve a vivir el propio sacerdocio en la adhesión total a Cristo y a la Iglesia. De hecho, el sacerdote ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1563 y 1582), es "propiedad" de Dios. Este "ser de Otro" deben poder reconocerlo todos, gracias a un testimonio límpido.

En el modo de pensar, de hablar, de juzgar los hechos del mundo, de servir y de amar, de relacionarse con las personas, incluso en el hábito, el sacerdote debe sacar fuerza profética de su pertenencia sacramental, de su ser profundo. Por consiguiente, debe poner sumo esmero en preservarse de la mentalidad dominante, que tiende a asociar el valor del ministro no a su persona, sino sólo a su función, negando así la obra de Dios, que incide en la identidad profunda de la persona del sacerdote, configurándolo a sí de modo definitivo (cf. ib., n. 1583).

El horizonte de la pertenencia ontológica a Dios constituye, además, el marco adecuado para comprender y reafirmar, también en nuestros días, el valor del celibato sagrado, que en la Iglesia latina es un carisma requerido por el Orden sagrado (cf. Presbyterorum ordinis, 16) y que las Iglesias orientales tienen en grandísima consideración (cf. Código de cánones de las Iglesias orientales, can. 373). Es una auténtica profecía del Reino, signo de la consagración con corazón indiviso al Señor y a las "cosas del Señor" (1 Co 7, 32), expresión de la entrega de uno mismo a Dios y a los demás (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1579).

La vocación del sacerdote, por tanto, es altísima y sigue siendo un gran misterio incluso para quienes la hemos recibido como don. Nuestras limitaciones y debilidades deben inducirnos a vivir y a custodiar con profunda fe este don precioso, con el que Cristo nos ha configurado a sí, haciéndonos partícipes de su misión salvífica. De hecho, la comprensión del sacerdocio ministerial está vinculada a la fe y requiere, de modo cada vez más firme, una continuidad radical entre la formación recibida en el seminario y la formación permanente. La vida profética, sin componendas, con la que serviremos a Dios y al mundo, anunciando el Evangelio y celebrando los sacramentos, favorecerá la venida del reino de Dios ya presente y el crecimiento del pueblo de Dios en la fe.

Queridos sacerdotes, los hombres y las mujeres de nuestro tiempo sólo nos piden que seamos sacerdotes de verdad y nada más. Los fieles laicos encontrarán en muchas otras personas aquello que humanamente necesitan, pero sólo en el sacerdote podrán encontrar la Palabra de Dios que siempre deben tener en los labios (cf. Presbyterorum ordinis, 4); la misericordia del Padre, abundante y gratuitamente dada en el sacramento de la Reconciliación; y el Pan de vida nueva, "alimento verdadero dado a los hombres" (cf. Himno del Oficio en la solemnidad del Corpus Christi del Rito romano).

Pidamos a Dios, por intercesión de la santísima Virgen María y de san Juan María Vianney, que nos conceda agradecerle cada día el gran don de la vocación y vivir con plena y gozosa fidelidad nuestro sacerdocio. Gracias a todos por este encuentro. Os imparto de buen grado a cada uno la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE SUDÁN EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 13 de marzo de 2010



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

Es una gran alegría para mí saludaros, obispos de Sudán, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco al obispo Deng Majak las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Con el espíritu de comunión en el Señor que nos une como sucesores de los Apóstoles, me uno a vosotros en la acción de gracias por el "don más excelso" (cf. 1 Co 12, 31) de la caridad cristiana, que es evidente en vuestra vida y en el generoso servicio de los sacerdotes, los religiosos y religiosas, y los fieles laicos de Sudán. Vuestra fidelidad al Señor y los frutos de vuestros esfuerzos en medio de las dificultades y los sufrimientos dan un testimonio elocuente de la fuerza de la cruz que brilla a través de nuestras debilidades y nuestras limitaciones humanas (cf. 1 Co 1, 23-24).

Sé cuanto anheláis la paz, tanto vosotros como los fieles de vuestro país, y con cuánta paciencia estáis trabajando para restablecerla. Os deseo que, anclados en vuestra fe y esperanza en Cristo, el Príncipe de la paz, encontréis siempre en el Evangelio los principios necesarios para plasmar vuestra predicación y vuestra enseñanza, vuestros juicios y vuestras acciones. Inspirándoos en esos principios, y respondiendo a las justas aspiraciones de toda la comunidad católica, habéis hablado con una sola voz, rechazando "cualquier vuelta a la guerra" y solicitando el restablecimiento de la paz en todos los ámbitos de la vida nacional (cf. Declaración de los obispos de Sudán, Por una paz justa y duradera, 4).

La paz significa echar raíces profundas; por eso, es preciso realizar esfuerzos concretos para disminuir los factores que alimentan los conflictos, especialmente la corrupción, las tensiones entre etnias, la indiferencia y el egoísmo. Las iniciativas en este sentido seguramente serán provechosas si se basan en la integridad, en un sentimiento de fraternidad universal y en las virtudes de la justicia, la responsabilidad y la caridad. Los tratados y otros acuerdos, elementos indispensables en el proceso de paz, sólo darán fruto si se inspiran y van acompañados del ejercicio de una guía madura y moralmente recta.

Os exhorto a tomar fuerzas de vuestra reciente experiencia en la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, mientras seguís predicando la reconciliación y el perdón. Se necesitarán años para curar los efectos de la violencia, pero es preciso implorar desde ahora como don de la gracia de Dios el cambio del corazón, que es la condición indispensable para una paz justa y duradera. Como heraldos del Evangelio, habéis tratado de infundir en vuestro pueblo y en la sociedad un sentido de responsabilidad hacia las generaciones actuales y futuras, alentando el perdón, la aceptación mutua y el respeto por los compromisos asumidos. Asimismo, os habéis esforzado por promover los derechos humanos fundamentales mediante el estado de derecho y habéis exhortado a la aplicación de un modelo integral de desarrollo económico y humano. Aprecio todo lo que está haciendo la Iglesia en vuestro país para ayudar a los pobres a vivir con dignidad y a respetarse a sí mismos, a encontrar un trabajo a largo plazo y a ser capaces de dar su propia contribución a la sociedad.

Como signo e instrumento de una humanidad restablecida y reconciliada, la Iglesia experimenta, incluso ahora, la paz del Reino mediante su comunión en el Señor. Que vuestra predicación y vuestra actividad pastoral se sigan inspirando en una espiritualidad de comunión que une las mentes y los corazones en la obediencia al Evangelio, en la participación en la vida sacramental de la Iglesia, y en la fidelidad a vuestra autoridad episcopal. El ejercicio de esa autoridad nunca debería ser considerado "como algo impersonal o burocrático, precisamente porque es una autoridad que nace del testimonio" (cf. Pastores gregis, 43). Por este motivo, vosotros mismos debéis ser los primeros maestros y testigos de nuestra comunión en la fe y en el amor de Cristo, compartiendo iniciativas comunes, escuchando a vuestros colaboradores, ayudando a los sacerdotes, los religiosos y los laicos a aceptarse y sostenerse mutuamente como hermanos y hermanas, sin distinción de raza o grupo étnico, en un generoso intercambio de dones.

Como parte importante de este testimonio, os aliento a dedicar vuestras energías a reforzar la educación católica, para preparar así especialmente a los fieles laicos a dar un testimonio convincente de Cristo en todos los ámbitos de la vida familiar, social y política. En esta tarea la universidad de Santa María de Juba y los movimientos eclesiales pueden dar una contribución significativa. Después de los padres, los catequistas son el primer eslabón de la cadena de transmisión del valioso tesoro de la fe. Os exhorto a velar por su formación y sus necesidades.

Por último, quiero expresar mi aprecio por vuestros esfuerzos encaminados a mantener buenas relaciones con los seguidores del Islam. Mientras trabajáis para promover la cooperación en iniciativas prácticas, os aliento a subrayar los valores que los cristianos comparten con los musulmanes, como base para el "diálogo de vida", que es un primer paso esencial hacia el respeto y la comprensión interreligiosos auténticos. Es preciso mostrar la misma apertura y el mismo amor hacia quienes pertenecen a las religiones tradicionales.

Queridos hermanos obispos, a través de vosotros envío mi afectuoso saludo a los sacerdotes y a los religiosos de vuestro país, a las familias y, particularmente, a los niños. Con gran afecto os encomiendo a las oraciones de santa Bakhita y de san Daniel Comboni, y a la protección de María, Madre de la Iglesia. A todos imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, alegría y fuerza en el Señor.


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VISITA A LA IGLESIA EVANGÉLICA LUTERANA DE ROMA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 14 de marzo de 2010

(Vídeo)

Imágenes de la celebración



Queridas hermanas y queridos hermanos:

Quiero dar las gracias de corazón a toda la comunidad, a vuestros responsables, y en particular al párroco Kruse, por haberme invitado a celebrar con vosotros este domingo Laetare, este día en que el elemento determinante es la esperanza, que mira a la luz que irrumpe de la resurrección de Cristo en las tinieblas de nuestra cotidianidad, en las cuestiones no resueltas de nuestra vida. Usted, querido párroco Kruse, nos ha expuesto el mensaje de esperanza de san Pablo. El Evangelio, tomado del capítulo 12 de san Juan, que trataré de explicar, es también un Evangelio de esperanza y, al mismo tiempo, es un Evangelio de la cruz. Estas dos dimensiones van siempre juntas: dado que el Evangelio se refiere a la cruz, habla de la esperanza y, dado que da esperanza, debe hablar de la cruz.

Narra san Juan que Jesús subió a Jerusalén para celebrar la Pascua; luego dice: "Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta" (Jn 12, 20). Seguramente eran miembros del grupo de los phoboumenoi ton Theon, los "temerosos de Dios" (cf. Hch 10, 2) que, más allá del politeísmo de su mundo, buscaban al Dios auténtico, que es verdaderamente Dios; buscaban al único Dios, al que pertenece el mundo entero y que es el Dios de todos los hombres. Y habían encontrado a aquel Dios por el que preguntaban, al que buscaban, al que todo hombre anhela en silencio, en la Biblia de Israel, reconociendo en él al Dios que creó el mundo. Él es el Dios de todos los hombres y, al mismo tiempo, eligió un pueblo concreto y un lugar para estar presente desde allí entre nosotros. Son buscadores de Dios, y han llegado a Jerusalén para adorar al único Dios, para saber algo de su misterio. Además, el evangelista nos narra que estas personas oyen hablar de Jesús, acuden a Felipe, el apóstol procedente de Betsaida, en la que la mitad de la gente hablaba en griego, y le dicen: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Su deseo de conocer a Dios los impulsa a querer ver a Jesús y a través de él a conocer más de cerca a Dios. "Queremos ver a Jesús": una expresión que nos conmueve, porque todos quisiéramos verlo y conocerlo verdaderamente cada vez más.

Creo que esos griegos nos interesan por dos motivos: por una parte, su situación es también la nuestra, pues también nosotros somos peregrinos que nos preguntamos sobre Dios, que buscamos a Dios. También nosotros quisiéramos conocer a Jesús más de cerca, verlo de verdad. Sin embargo, también es verdad que, como Felipe y Andrés, deberíamos ser amigos de Jesús, amigos que lo conocen y pueden abrir a los demás el camino que lleva a él. Por eso, creo que ahora deberíamos orar así: Señor, ayúdanos a ser hombres en camino hacia ti. Señor, concédenos que podamos verte cada vez más. Ayúdanos a ser tus amigos, que abren a los demás la puerta hacia ti.
San Juan no nos dice si esto llevó efectivamente a un encuentro entre Jesús y esos griegos. La respuesta de Jesús, que él nos refiere, va mucho más allá de ese momento contingente. Se trata de una doble respuesta: habla de la glorificación de Jesús, que comenzaba entonces: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre" (Jn 12, 23). El Señor explica este concepto de la glorificación con la parábola del grano de trigo: "En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). De hecho, el grano de trigo debe morir, en cierto modo romperse en la tierra, para absorber en sí las fuerzas de la tierra y así llegar a ser tallo y fruto.

Por lo que concierne al Señor, esta es la parábola de su propio misterio. Él mismo es el grano de trigo venido de Dios, el grano de trigo divino, que se deja caer en tierra, que se deja romper en la muerte y, precisamente de esta forma, se abre y puede dar fruto en todo el mundo. Ya no se trata sólo de un encuentro con esta o aquella persona por un momento. Ahora, en cuanto resucitado, es "nuevo" y rebasa los límites espaciales y temporales. Ahora llega de verdad a los griegos. Ahora se les muestra y habla con ellos, y ellos hablan con él; así nace la fe, crece la Iglesia a partir de todos los pueblos, la comunidad de Jesucristo resucitado, que se convertirá en su cuerpo vivo, fruto del grano de trigo. En esta parábola encontramos también una referencia al misterio de la Eucaristía: él, que es el grano de trigo, cae en tierra y muere.

Así nace la santa multiplicación del pan en la Eucaristía, en la que él se convierte en pan para los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares.

Lo que aquí, en esta parábola cristológica, el Señor dice de sí mismo, lo aplica a nosotros en otros dos versículos: "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna" (Jn 12, 25). Creo que, cuando escuchamos esto, en un primer momento no nos agrada. Quisiéramos decir al Señor: "Pero, ¿qué dices, Señor? ¿Debemos odiar nuestra vida, odiarnos a nosotros mismos? ¿Nuestra vida no es un don de Dios? ¿No hemos sido creados a tu imagen? ¿No deberíamos estar agradecidos y alegres porque nos has dado la vida?". Pero la palabra de Jesús tiene otro significado. Naturalmente, el Señor nos ha dado la vida, y por ello le estamos agradecidos. Gratitud y alegría son actitudes fundamentales de la existencia cristiana. Sí, podemos estar alegres porque sabemos que mi vida procede de Dios. No es una casualidad sin sentido. Soy querido y soy amado. Cuando Jesús dice que deberíamos odiar nuestra propia vida, quiere decir algo muy diferente. Piensa en dos actitudes fundamentales. La primera es la de quien quiere tener para sí mismo su propia vida, de quien considera su vida casi como una propiedad suya, de quien se considera a sí mismo como una propiedad suya, por lo cual quiere disfrutar al máximo de esta vida, vivirla intensamente sólo para sí mismo. Quien actúa así, quien vive para sí mismo, y sólo piensa y se quiere a sí mismo, no se encuentra, se pierde. Y es precisamente lo contrario: no tomar la vida, sino darla. Esto es lo que nos dice el Señor. Y no es que tomando la vida para nosotros, la recibamos, sino dándola, yendo más allá de nosotros mismos, no mirándonos a nosotros mismos, sino entregándonos al otro en la humildad del amor, dándole nuestra vida a él y a los demás. Así nos enriquecemos alejándonos de nosotros mismos, liberándonos de nosotros mismos. Entregando la vida, y no tomándola, recibimos de verdad la vida.

El Señor prosigue, afirmando en un segundo versículo: "Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre lo honrará" (Jn 12, 26). Este entregarse, que en realidad es la esencia del amor, es idéntico a la cruz. En efecto, la cruz no es más que esta ley fundamental del grano de trigo que muere, la ley fundamental del amor: que nosotros sólo llegamos a ser nosotros mismos cuando nos entregamos. Sin embargo, el Señor añade que este entregarse, este aceptar la cruz, este alejarse de sí mismos, es estar con él, pues nosotros, yendo en pos de él y siguiendo el camino del grano de trigo, encontramos el camino del amor, que en un primer momento parece un camino de tribulación y de sufrimiento, pero precisamente por eso es el camino de la salvación.

El seguimiento, el estar con él, que es el camino, la verdad y la vida, forma parte del camino de la cruz, que es el camino del amor, del perderse y del entregarse. Este concepto incluye también el hecho de que este seguimiento se realiza en el "nosotros", que ninguno de nosotros tiene su propio Cristo, su propio Jesús, sino que sólo lo podemos seguir si caminamos todos juntos con él, entrando en este "nosotros" y aprendiendo con él su amor que entrega. El seguimiento se realiza en este "nosotros". El "ser nosotros" en la comunidad de sus discípulos forma parte del ser cristianos. Y esto nos plantea la cuestión del ecumenismo: la tristeza por haber roto este "nosotros", por haber subdividido el único camino en muchos caminos, pues así se ofusca el testimonio que deberíamos dar, y el amor no puede encontrar su expresión plena.

¿Qué deberíamos decir al respecto? Hoy escuchamos muchas quejas por el hecho de que el ecumenismo habría llegado a una situación de estancamiento, acusaciones mutuas. A pesar de ello, yo creo que ante todo deberíamos estar agradecidos por la gran unidad que ya existe. Es hermoso que hoy, domingo Laetare, podamos orar juntos, entonar los mismos himnos, escuchar la misma Palabra de Dios, explicarla y tratar de comprenderla juntos; que miremos al único Cristo que vemos y al que queremos pertenecer, y que de este modo ya demos testimonio de que él es el único, el que nos ha llamado a todos, y al que, en lo más profundo, todos pertenecemos. Creo que sobre todo deberíamos mostrar al mundo esto: no contiendas y conflictos de todo tipo, sino alegría y gratitud por el hecho de que el Señor nos da esto y porque existe una unidad real, que puede llegar a ser cada vez más profunda y que debe ser cada vez más un testimonio de la Palabra de Cristo, del camino de Cristo en este mundo.

Naturalmente, no debemos contentarnos con esto, aunque debemos estar llenos de gratitud por estar juntos. Sin embargo, el hecho de que en cosas esenciales, en la celebración de la santa Eucaristía no podemos beber del mismo cáliz, no podemos estar en torno al mismo altar, nos debe llenar de tristeza porque llevamos esta culpa, porque ofuscamos este testimonio. Nos debe dejar intranquilos interiormente, en el camino hacia una mayor unidad, conscientes de que, en el fondo, sólo el Señor puede dárnosla, porque una unidad concordada por nosotros sería obra humana y, por tanto, frágil, como todo lo que realizan los hombres. Nosotros nos entregamos a él, tratamos de conocerlo y amarlo cada vez más, de verlo, y dejamos que él nos lleve así verdaderamente a la unidad plena, por la cual oramos a él con todo apremio en este momento.

Queridos amigos, una vez más deseo expresaros mi agradecimiento por esta invitación, que me habéis hecho; por la cordialidad con la que me habéis acogido —y también por sus palabras, señora Esch—. Demos gracias por haber podido orar y cantar juntos. Oremos los unos por los otros. Oremos juntos para que el Señor nos conceda la unidad y ayude al mundo para que crea. Amén.


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Conferimento della cittadinanza onoraria del Comune di Romano Canavese (17 marzo 2010)

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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA UNIÓN DE INDUSTRIALES DE ROMA

Sala Clementina
Jueves 18 marzo de 2010



Estimado presidente;
ilustres señores y señoras:

Me alegra daros una cordial bienvenida a cada uno de vosotros, en la víspera de la fiesta de san José, que es un ejemplo para todos aquellos que actúan en el mundo del trabajo. Dirijo mi deferente saludo al presidente de la Unión de industriales y empresas de Roma, Aurelio Regina, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido. Saludo también a la Junta y al Consejo directivo de la agrupación.

La realidad empresarial romana, formada en gran parte por pequeñas y medianas empresas, es una de las más importantes asociaciones territoriales pertenecientes a la Confindustria, que hoy actúa —como otras entidades— en un contexto caracterizado por la globalización, por los efectos negativos de la reciente crisis financiera, y por la llamada "financiarización" de la economía y de las propias empresas. Se trata de una situación compleja, porque la crisis actual ha puesto a dura prueba los sistemas económicos y productivos de los distintos países. Sin embargo, es preciso vivirla con confianza, porque se puede considerar una oportunidad desde el punto de vista de la revisión de los modelos de desarrollo y de una nueva organización del mundo de las finanzas, un "tiempo nuevo" —como se ha dicho— de profunda reflexión.

En la encíclica social, Caritas in veritate, observé que venimos de una fase de desarrollo en la que se ha privilegiado lo que es material y técnico respecto a lo que es ético y espiritual, y animé a poner en el centro de la economía y de las finanzas a la persona (cf. n. 25), que Cristo revela en su dignidad más profunda. Proponiendo, además, que la política no esté subordinada a los mecanismos financieros, solicité la reforma y la creación de ordenamientos jurídicos y políticos internacionales (cf. n. 67), proporcionados a las estructuras globales de la economía y de las finanzas, para conseguir más eficazmente el bien común de la familia humana. Siguiendo los pasos de mis predecesores, subrayé que el aumento del desempleo, especialmente juvenil, el empobrecimiento económico de muchos trabajadores y la aparición de nuevas formas de esclavitud, exigen como objetivo prioritario el acceso a un trabajo digno para todos (cf. nn. 32 y 63). Lo que guía a la Iglesia al hacerse promotora de semejante meta es el convencimiento de que el trabajo es un bien para el hombre, para la familia y para la sociedad, y es fuente de libertad y de responsabilidad. Para alcanzar estos objetivos, obviamente han de involucrarse, junto con otros sujetos sociales, los empresarios, a los que es preciso alentar particularmente en su compromiso al servicio de la sociedad y del bien común.

Nadie ignora cuántos sacrificios hay que afrontar para abrir o mantener la propia empresa en el mercado, como "comunidad de personas" que produce bienes y servicios y que, por tanto, no tiene como único objetivo el lucro, aunque sea necesario. En particular las pequeñas y medianas empresas necesitan cada vez más financiación, mientras que el crédito parece menos accesible y es muy fuerte la competencia en los mercados globalizados, especialmente por parte de aquellos países donde no existen —o son mínimos— los sistemas de protección social para los trabajadores. Como consecuencia, el elevado coste del trabajo conlleva una pérdida de competitividad en los productos y servicios, y se requieren grandes sacrificios para no despedir a los propios empleados y permitirles la actualización profesional.

En ese contexto, es importante saber vencer la mentalidad individualista y materialista que sugiere desviar las inversiones de la economía real para privilegiar el uso de los propios capitales en mercados financieros, con vistas a rendimientos más fáciles y rápidos. Me permito recordar que, en cambio, los caminos más seguros para contrastar la decadencia del sistema empresarial del propio territorio consisten en entrar en red con otras realidades sociales, invertir en investigación e innovación, no practicar una competencia injusta entre empresas, no olvidar los propios deberes sociales e incentivar una productividad de calidad para responder a las necesidades reales de la gente. Existen varias evidencias de que la vida de una empresa depende de su atención a todos los sujetos con los que entabla relaciones, del carácter ético de su proyecto y de su actividad. La misma crisis financiera ha mostrado que dentro de un mercado sacudido por quiebras en cadena, han resistido los sujetos económicos capaces de atenerse a comportamientos morales y atentos a las necesidades del propio territorio. El éxito del empresariado italiano, especialmente en algunas regiones, siempre se ha caracterizado por la importancia asignada a la red de relaciones que ha sabido tejer con los trabajadores y con las demás realidades empresariales, mediante relaciones de colaboración y confianza recíproca. La empresa puede ser vital y producir "riqueza social" si tanto los empresarios como los gerentes tienen una mirada previsora, que prefiere la inversión a largo plazo a los beneficios especulativos y que promueve la innovación en lugar de pensar en acumular riqueza sólo para sí mismos.

El empresario atento al bien común está llamado a ver siempre su actividad en el marco de un todo plural. Ese enfoque genera, mediante la dedicación personal y la fraternidad vivida concretamente en las opciones económicas y financieras, un mercado más competitivo y a la vez más civil, animado por el espíritu de servicio. Está claro que una lógica de empresa de este tipo presupone ciertas motivaciones, una cierta visión del hombre y de la vida; es decir, un humanismo que nazca de la conciencia de estar llamados como individuos y como comunidad a formar parte de la única familia de Dios, que nos ha creado a su imagen y semejanza y nos ha redimido en Cristo; un humanismo que avive la caridad y se deje guiar por la verdad; un humanismo abierto a Dios y precisamente por eso abierto al hombre y a una vida entendida como tarea solidaria y alegre (cf. n. 78). El desarrollo, en cualquier sector de la existencia humana, implica también la apertura a lo trascendente, a la dimensión espiritual de la vida, a la confianza en Dios, al amor, a la fraternidad, a la acogida, a la justicia, a la paz (cf. n. 79). Me complace subrayar todo esto durante el tiempo de Cuaresma, un tiempo propicio para la revisión de las propias actitudes profundas y para preguntarse sobre la coherencia entre los fines a los que tendemos y los medios que utilizamos.

Estimados señores y señoras, os dejo estas reflexiones. Os agradezco vuestra visita y os deseo todo bien para la actividad económica, al igual que para la asociativa; y de buen grado os imparto mi bendición a vosotros y a vuestros seres queridos.


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CONCIERTO EN HONOR DE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE SU ONOMÁSTICO

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Sala Clementina
Viernes 19 de marzo de 2010



Queridos amigos:

Al término de una escucha tan intensa y espiritualmente profunda, lo mejor sería guardar silencio y prolongar la meditación. Con todo, me alegra dirigiros un saludo y agradeceros a cada uno vuestra presencia en el día de mi fiesta onomástica, de modo particular a cuantos me han ofrecido este gratísimo regalo. Expreso mi cordial agradecimiento al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, por las hermosas palabras que me ha dirigido. Saludo con afecto a los demás cardenales, al cardenal decano Sodano, así como a los obispos y prelados presentes. Manifiesto mi gratitud en especial a los músicos, empezando por el maestro José Peris Lacasa, compositor estrechamente vinculado a la Casa Real española. Tiene el mérito de haber elaborado una versión de Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz de Franz Joseph Haydn, que retoma la versión para cuarteto de cuerda y la realizada en forma de oratorio, escritas todas por el propio Haydn. Me congratulo también con el Cuarteto Henschel por la notable ejecución, y con la señora Susanne Kelling, que ha puesto su extraordinaria voz al servicio de las palabras santas del Señor Jesús.

La elección de esta obra ha sido realmente acertada. De hecho, si por una parte su austera belleza es digna de la solemnidad de san José —cuyo nombre llevaba también el insigne compositor—; por otra, su contenido es muy adecuado al tiempo cuaresmal; más aún, nos debe predisponer a vivir el Misterio central de la fe cristiana. Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz es, de hecho, uno de los ejemplos más sublimes, en el campo musical, de cómo se pueden unir el arte y la fe. La invención del músico está plenamente inspirada y casi "dirigida" por los textos evangélicos, que culminan en las palabras pronunciadas por Jesús crucificado, antes de exhalar el último suspiro. Pero, más que del texto, el compositor estaba sujeto también a las condiciones precisas exigidas por quienes le encargaron la obra, dictadas para el tipo particular de celebración en el que la música sería ejecutada. Y precisamente a partir de estos condicionamientos tan estrechos el genio creativo pudo manifestarse en toda su excelencia: teniendo que imaginar siete sonatas de carácter dramático y meditativo, Haydn se centra en la intensidad, como escribió él mismo en una carta de la época, donde dice: "Cada sonata, o cada texto, está expresado únicamente con los medios de la música instrumental, de forma tal que suscitará necesariamente la impresión más profunda en el alma del oyente, incluso del menos atento" (Carta a W. Forster, 8 de abril de 1787).

Hay aquí algo parecido a la labor del escultor, que debe modelar constantemente la materia sobre la que trabaja —pensemos en el mármol de la Piedad de Miguel Ángel—, y con todo consigue que esa materia hable, que surja una síntesis singular e irrepetible de pensamiento y de emoción, una expresión artística absolutamente original, pero que, al mismo tiempo, está totalmente al servicio de ese preciso contenido de fe, está como dominada por el acontecimiento que representa, en nuestro caso por las siete palabras y por su contexto.

Aquí se esconde una ley universal de la expresión artística: saber comunicar una belleza, que es también un bien y una verdad, a través de un medio sensible: una pintura, una música, una escultura, un texto escrito, una danza, etc. Bien mirado, es la misma ley que siguió Dios para comunicarse a sí mismo a nosotros y para comunicarnos su amor: se encarnó en nuestra carne humana y realizó la mayor obra de arte de toda la creación: "el único mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús", como escribe san Pablo (1 Tm 2, 5). Cuanto más "dura" es la materia, tanto más estrechos son los vínculos de la expresión y más resalta el genio del artista. Así, en la "dura" cruz Dios pronunció en Cristo la Palabra de amor más bella y más verdadera, que es Jesús en su entrega plena y definitiva: él es la última Palabra de Dios, no en sentido cronológico, sino cualitativo. Es la Palabra universal, absoluta, pero fue pronunciada en ese hombre concreto, en ese tiempo y en ese lugar, en esa "hora", dice el Evangelio de san Juan. Esta vinculación a la historia, a la carne, es signo por excelencia de fidelidad, de un amor tan libre que no tiene miedo de vincularse para siempre, de expresar el infinito en lo finito, el todo en el fragmento. Esta ley, que es la ley del amor, es también la ley del arte en sus expresiones más altas.

Queridos amigos, quizás he ido demasiado lejos con esta reflexión, pero la culpa —o tal vez el mérito— es de Franz Joseph Haydn. Demos gracias al Señor por estos grandes genios artísticos, que han sabido y querido medirse con su Palabra, Jesucristo, y con sus palabras, las Sagradas Escrituras. Renuevo mi agradecimiento a cuantos han ideado y preparado este homenaje: que el Señor recompense abundantemente a cada uno.

(En alemán)

Expreso una vez más mi agradecimiento a todos aquellos que han hecho posible esta velada; en particular, al Cuarteto Henschell y a la mezzosoprano, la señora Susanne Kelling, que con su expresiva exhibición nos ha acercado de forma musical a las palabras del Salvador en la cruz. Muchas gracias.

(En español)

Saludo muy cordialmente al maestro José Peris Lacasa, autor de una lograda reelaboración de las Siete últimas palabras de Cristo en la cruz, de Haydn, y que hoy hemos tenido el gusto de escuchar. Saludo también a los que han venido de España para esta ocasión. Muchas gracias.
A todos os renuevo un cordial saludo con el deseo de que sigáis a Cristo de cerca, como la Virgen María, para vivir en profundidad la Semana santa, y celebrar en verdad la Pascua ya cercana. Con esta intención, os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos mi bendición.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE BURKINA FASO Y NÍGER
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 20 de marzo de 2010



Queridos hermanos en el episcopado:

Os acojo con gran alegría a vosotros, a quienes se ha encomendado la responsabilidad pastoral de la Iglesia que peregrina en Burkina Faso y en Níger. Saludo en particular al presidente de vuestra Conferencia episcopal, monseñor Séraphin Rouamba, arzobispo de Koupéla, y le agradezco sus amables palabras. A vuestros diocesanos y a todos los habitantes de vuestros países, especialmente a los enfermos y a las personas que pasan por un momento de prueba, llevad el aliento y el saludo afectuoso del Papa. Vuestra visita ad limina es un signo concreto de comunión entre vuestras Iglesias particulares y la Iglesia universal, que se manifiesta de manera significativa en vuestro vínculo con el Sucesor de Pedro. Espero que el reforzamiento de esta unidad entre vosotros y en el seno de la Iglesia fortifique vuestro ministerio y aumente la credibilidad del testimonio de los discípulos de Cristo.

Después de más de un siglo, la evangelización ya ha dado frutos abundantes, visibles a través de numerosos signos de la vitalidad de la Iglesia-familia de Dios en vuestros países. Que un nuevo impulso misionero anime vuestras comunidades, a fin de que se acoja plenamente y se viva fielmente el mensaje evangélico. La fe siempre necesita consolidar sus raíces para no volver a prácticas antiguas o incompatibles con el seguimiento de Cristo y para resistir a las llamadas de un mundo a veces hostil al ideal evangélico. Me congratulo por los esfuerzos que estáis realizando desde hace muchos años para una sana inculturación de la fe. Velad para que continúen gracias a la labor de personas competentes, respetando las normas y haciendo referencia a las estructuras apropiadas. Por otra parte, os aliento a proseguir el gran esfuerzo misionero de solidaridad que habéis emprendido con generosidad respecto a las Iglesias hermanas de vuestro continente.

La reciente Asamblea sinodal para África invitó a las comunidades cristianas a afrontar los desafíos de la reconciliación, la justicia y la paz. Me alegra saber que en vuestras diócesis, la Iglesia sigue luchando, de distintas formas, contra los males que impiden a las poblaciones alcanzar un desarrollo auténtico. Así, las graves inundaciones de septiembre del año pasado fueron la ocasión para promover la solidaridad con todos y especialmente con los más necesitados. Esta solidaridad, arraigada en el amor de Dios, debe ser un compromiso permanente de la comunidad eclesial: vuestros fieles la han practicado generosamente también respecto de las víctimas del reciente seísmo de Haití, pese a las grandes necesidades que tienen ellos mismos. Se lo agradezco vivamente. Por último, quiero congratularme especialmente aquí por la obra que realiza la Fundación Juan Pablo II para el Sahel, que el año pasado celebró en Uagadugú su vigésimo quinto aniversario.

Queridos hermanos en el episcopado, el Año sacerdotal contribuye a poner de relieve la grandeza del sacerdocio y a promover una renovación interior en la vida de los presbíteros, a fin de que su ministerio sea cada vez más intenso y fecundo. El sacerdote es ante todo un hombre de Dios, que intenta responder cada vez con mayor coherencia a su vocación y a su misión al servicio del pueblo que le ha sido encomendado y que debe guiar hacia Dios. Por eso es necesario asegurarle una formación sólida, no sólo durante la preparación a la ordenación, sino a lo largo de todo su ministerio. En efecto, es indispensable que el sacerdote pueda dedicar tiempo a profundizar su vida sacerdotal para evitar caer en el activismo. Que el ejemplo de san Juan María Vianney despierte en el corazón de vuestros sacerdotes, a los que felicito por su valiente compromiso misionero, una conciencia renovada de su entrega total a Cristo y a la Iglesia, alimentada por una ferviente vida de oración y por el amor apasionado al Señor Jesús. ¡Que su ejemplo suscite numerosas vocaciones sacerdotales!

Los catequistas son los colaboradores indispensables de los sacerdotes en el anuncio del Evangelio. Tienen un papel esencial no sólo en la primera evangelización y para el catecumenado, sino también en la animación y el sostén de vuestras comunidades, junto a los demás agentes pastorales. A través de vosotros, quiero saludarlos afectuosamente y alentarlos en su tarea de evangelizadores de sus hermanos. Vuestras diócesis están realizando esfuerzos importantes para garantizar su formación humana, intelectual, espiritual y pastoral, permitiéndoles de este modo asegurar su servicio con fe y competencia; me alegro de ello y os aliento a seguir adelante, saliendo también al paso de sus necesidades materiales para que puedan llevar una vida digna.

A fin de que los laicos encuentren el lugar que les corresponde en vuestras comunidades y en la sociedad, es necesario aumentar los medios para consolidar su fe. Desarrollando las instituciones de formación, les daréis la posibilidad de asumir responsabilidades en la Iglesia y en la sociedad, para ser auténticos testigos del Evangelio. Os invito a prestar atención especial a las élites políticas e intelectuales de vuestros países, que a menudo deben confrontarse con ideologías opuestas a una concepción cristiana del hombre y de la sociedad. Una fe segura, fundada en una relación personal con Cristo, expresada en la práctica habitual de la caridad, y sostenida por una comunidad viva, es un punto de apoyo para el desarrollo de la vida cristiana. Infundid también a los jóvenes, con frecuencia llenos de generosidad, el gusto de ir al encuentro de Cristo. Reforzar las capellanías escolares y universitarias les ayudará a encontrar en él la luz que les guíe a lo largo de toda su vida y les dé el verdadero sentido del amor humano.

El buen clima que existe habitualmente en las relaciones interreligiosas permite profundizar tanto los vínculos de estima y de amistad, como la colaboración entre todos los componentes de la sociedad. La enseñanza a las generaciones jóvenes de los valores fundamentales de respeto y fraternidad favorecerá la comprensión mutua. Es preciso seguir reforzando los vínculos que unen sobre todo a cristianos y musulmanes, a fin de hacer progresar la paz y la justicia, y promover el bien común, rechazando toda tentación de violencia o intolerancia.

Queridos hermanos en el episcopado, al concluir nuestro encuentro, encomiendo a cada una de vuestras diócesis a la protección materna de la Virgen María. Que ella, en estos tiempos marcados por la incertidumbre, os dé la fuerza de mirar al futuro con confianza. Que ella sea para los pueblos de Burkina Faso y Níger un signo de esperanza. De todo corazón os imparto una afectuosa bendición apostólica, a vosotros y a todos los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles de vuestras diócesis.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE ESCANDINAVIA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Jueves 25 de marzo de 2010



Queridos hermanos en el episcopado:

Os doy la bienvenida a Roma con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum y agradezco al obispo Arborelius las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Ejercéis el gobierno pastoral sobre los fieles católicos en el extremo norte de Europa y habéis venido hasta aquí para expresar y renovar los vínculos de comunión entre el pueblo de Dios en aquellas tierras y el Sucesor de Pedro en el corazón de la Iglesia universal. Vuestro rebaño es pequeño numéricamente y se encuentra esparcido en un área muy vasta. Numerosos fieles deben recorrer grandes distancias para encontrar una comunidad católica en la que asistir al culto. Para ellos es muy importante comprender que cada vez que se reúnen en torno al altar para el sacrificio de la Eucaristía, están participando en un acto de la Iglesia universal, en comunión con todos sus hermanos católicos del resto del mundo. Esta comunión se ejerce y se profundiza mediante las visitas quinquenales de los obispos a la Sede apostólica.

Me complace saber que en mayo de este año tendrá lugar en Jönköping un Congreso sobre la familia. Uno de los mensajes más importantes que la gente de las tierras nórdicas necesita escuchar de vuestros labios es una exhortación a la centralidad de la familia para la vida de una sociedad sana. En los últimos años hemos asistido, tristemente, a un debilitamiento del compromiso en favor de la institución del matrimonio y de la concepción cristiana de la sexualidad humana, que durante tanto tiempo fue el fundamento de las relaciones personales y sociales en la sociedad europea.
Los niños tienen derecho a ser concebidos y llevados en el vientre, a nacer y crecer en el ámbito del matrimonio: a través de la relación segura y reconocida de sus padres pueden descubrir su propia identidad y alcanzar su desarrollo humano adecuado (cf. Donum vitae, 22 de febrero de 1987).

En sociedades con una noble tradición en la defensa de los derechos de todos sus miembros, cabría esperar que se diera prioridad a este derecho fundamental de los niños respecto a cualquier supuesto derecho de los adultos a imponerles modelos alternativos de vida familiar y, ciertamente, respecto a todo supuesto derecho al aborto. Puesto que la familia es "la primera e insustituible educadora para la paz" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2008), la promotora más fiable de cohesión social y la mejor escuela de virtudes de buena ciudadanía, defender y promover la vida familiar estable interesa a todos y, especialmente, a los gobiernos.

Aunque la población católica de vuestros territorios constituye sólo un pequeño porcentaje del total, está creciendo y, al mismo tiempo, un buen número de otras personas escucha con respeto y atención lo que la Iglesia tiene que decir. En las tierras nórdicas la religión tiene un papel importante a la hora de conformar la opinión pública e influenciar decisiones sobre asuntos concernientes al bien común. Os exhorto, por tanto, a seguir transmitiendo a los ciudadanos de vuestros respectivos países la enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales y éticas, como estáis haciendo mediante iniciativas como vuestra carta pastoral "El amor a la vida" en 2005 y el próximo Congreso sobre la familia. La apertura del Instituto Newman en Uppsala es un avance muy positivo en este sentido, pues asegura que la enseñanza católica ocupe el lugar que le corresponde en el mundo académico escandinavo, a la vez que ayuda a las nuevas generaciones a adquirir una comprensión madura e informada de su fe.

En vuestro rebaño, es preciso que os dediquéis con empeño y con especial cuidado a la labor pastoral con las familias y los jóvenes, porque muchos han atravesado dificultades como consecuencia de la reciente crisis financiera. Es necesario mostrar la debida sensibilidad hacia los matrimonios en los que sólo uno de los cónyuges es católico. Los inmigrantes que forman parte de la población católica de las tierras nórdicas tienen sus propias necesidades, y es importante que vuestro enfoque pastoral respecto a las familias incluya a estas personas y las ayude a integrarse en la sociedad. Vuestros países han sido especialmente generosos con los refugiados de Oriente Medio, muchos de los cuales son cristianos procedentes de las Iglesias orientales. Por vuestra parte, al acoger "al forastero que reside junto a vosotros" (Lv 19, 34), aseguraos de que ayudáis a estos nuevos miembros de vuestra comunidad a profundizar su conocimiento y comprensión de la fe mediante programas apropiados de catequesis. En el proceso de integración en su país de acogida deben sentirse alentados a no alejarse de los elementos más valiosos de su propia cultura, especialmente de la fe.

En este Año sacerdotal os pido que deis especial prioridad a alentar y apoyar a vuestros sacerdotes, quienes con frecuencia deben trabajar aislados unos de otros y en circunstancias difíciles para llevar los sacramentos al pueblo de Dios. Como sabéis, he propuesto la figura de san Juan María Vianney a todos los sacerdotes del mundo como fuente de inspiración y de intercesión en este año dedicado a analizar más a fondo el significado y el papel indispensable del sacerdocio en la vida de la Iglesia. Él se entregó incansablemente a fin de ser un canal de la gracia taumatúrgica y santificante de Dios para el pueblo al que servía, y todos los sacerdotes están llamados a hacer lo mismo. Como Ordinarios suyos, tenéis la responsabilidad de procurar que estén bien preparados para esta tarea sagrada. Asimismo, aseguraos de que los fieles laicos aprecien lo que sus sacerdotes hacen por ellos, y de que les ofrezcan el aliento y la ayuda espiritual, moral y material que necesitan.

Quiero elogiar la inmensa contribución que los religiosos y las religiosas han dado a la vida de la Iglesia en vuestros países durante muchos años. Las tierras nórdicas cuentan también con la bendición que representa la presencia de buen número de nuevos movimientos eclesiales, que aportan un dinamismo renovado a la misión de la Iglesia. Frente a esta amplia variedad de carismas, hay numerosos caminos para atraer a los jóvenes a dedicar su vida al servicio de la Iglesia mediante la vocación sacerdotal o religiosa. Puesto que tenéis la responsabilidad de favorecer esas vocaciones (cf. Christus Dominus, 15), debéis dirigiros tanto a las poblaciones nativas como a las inmigrantes. En el corazón de toda comunidad católica sana el Señor siempre llama a hombres y mujeres a servirlo de ese modo. El hecho de que un número creciente de vosotros, obispos de las tierras nórdicas, provengáis de los países en los que prestáis vuestro servicio es un signo claro de que el Espíritu Santo está actuando en vuestras comunidades católicas. Rezo para que esta inspiración siga dando frutos entre vosotros y aquellos a los que habéis dedicado vuestra vida.

Empeñad vuestras energías en promover, con gran confianza en la fuerza vivificante del Evangelio, una nueva evangelización entre las personas de vuestros territorios. Forma parte de esta tarea seguir prestando atención a la actividad ecuménica, y me complace tener noticia de las numerosas circunstancias en las que los cristianos de las tierras nórdicas se reúnen para dar testimonio de unidad ante el mundo.

Con estos sentimientos, os encomiendo a todos vosotros y a vuestro pueblo a la intercesión de los santos nórdicos, especialmente de santa Brígida, copatrona de Europa, y de buen grado os imparto mi bendición apostólica como prenda de fuerza y paz en el Señor.


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ENCUENTRO PREPARATORIO
DE LA XXV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Jueves 25 de marzo de 2010

(Vídeo)



P. Santo Padre, el joven del Evangelio preguntó a Jesús: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?". Yo no sé qué es la vida eterna. No logro imaginármela, pero sé una cosa: que no quiero desperdiciar mi vida, quiero vivirla a fondo y no yo sola. Tengo miedo de que esto no suceda así, tengo miedo de pensar sólo en mí misma, de equivocarme en todo y de encontrarme sin una meta que alcanzar, viviendo al día. ¿Es posible hacer de mi vida algo hermoso y grande?

Queridos jóvenes, antes de responder a la pregunta quiero daros las gracias de corazón por vuestra presencia, por este maravilloso testimonio de la fe, de querer vivir en comunión con Jesús, por vuestro entusiasmo al seguir a Jesús y vivir bien. ¡Gracias!

Y ahora respondo a la pregunta. Ella ha dicho que no sabe lo que es la vida eterna y que no logra imaginársela. Ninguno de nosotros puede imaginar la vida eterna, porque está fuera de nuestra experiencia. Sin embargo, podemos comenzar a comprender qué es la vida eterna, y pienso que ella, con su pregunta, nos ha hecho una descripción de lo esencial de la vida eterna, es decir, de la verdadera vida: no desperdiciar la vida, vivirla en profundidad, no vivir para uno mismo, no vivir al día, sino vivir realmente la vida en su riqueza y en su totalidad. ¿Cómo hacerlo? Esta es la gran pregunta, con la cual también el joven rico del Evangelio acudió al Señor (cf. Mc 10, 17). A primera vista, la respuesta del Señor parece muy tajante. A fin de cuentas, le dice: guarda los mandamientos (cf. Mc 10, 19). Pero si reflexionamos bien, si escuchamos bien al Señor, en la globalidad del Evangelio, encontramos detrás la gran sabiduría de la Palabra de Dios, de Jesús. Los mandamientos, según otra Palabra de Jesús, se resumen en un único mandamiento: amar a Dios con toda el alma, con toda la mente, con toda la existencia, y amar al prójimo como a sí mismo. Amar a Dios supone conocer a Dios, reconocer a Dios. Y este es el primer paso que debemos dar: tratar de conocer a Dios. Y así sabemos que nuestra vida no existe por casualidad, no es una casualidad. Dios ha querido mi vida desde la eternidad. Soy amado, soy necesario. Dios tiene un proyecto para mí en la totalidad de la historia; tiene un proyecto precisamente para mí. Mi vida es importante y también necesaria. El amor eterno me ha creado en profundidad y me espera. Por lo tanto, este es el primer punto: conocer, tratar de conocer a Dios y entender así que la vida es un don, que vivir es un bien. Luego, lo esencial es el amor. Amar a este Dios que me ha creado, que ha creado este mundo, que gobierna entre todas las dificultades del hombre y de la historia, y que me acompaña. Y amar al prójimo.

Los diez mandamientos a los que hace referencia Jesús en su respuesta son sólo una especificación del mandamiento del amor. Son, por decirlo así, reglas del amor, indican el camino del amor con estos puntos esenciales: la familia, como fundamento de la sociedad; la vida, que es preciso respetar como don de Dios; el orden de la sexualidad, de la relación entre un hombre y una mujer; el orden social y, finalmente, la verdad. Estos elementos esenciales especifican el camino del amor, explicitan cómo amar realmente y cómo encontrar el camino recto. Por tanto, Dios tiene una voluntad fundamental para todos nosotros, que es idéntica para todos nosotros. Pero su aplicación es distinta en cada vida, porque Dios tiene un proyecto preciso para cada hombre. San Francisco de Sales dijo una vez: la perfección —es decir, ser buenos, vivir la fe y el amor— es substancialmente una, pero con formas muy distintas. Son muy distintas la santidad de un monje cartujo y la de un hombre político, la de un científico o la de un campesino, etc. Así, para cada hombre Dios tiene su proyecto y yo debo encontrar, en mis circunstancias, mi modo de vivir esta voluntad única y común de Dios, cuyas grandes reglas están indicadas en estas explicitaciones del amor. Por tanto, tratar de cumplir lo que es la esencia del amor, es decir, no tomar la vida para mí, sino dar la vida; no "quedarme" con la vida, sino hacer de la vida un don; no buscarme a mí mismo, sino dar a los demás. Esto es lo esencial, e implica renuncias, es decir, salir de mí mismo y no buscarme a mí mismo. Y encuentro la verdadera vida precisamente no buscándome a mí, sino dándome para las cosas grandes y verdaderas. Así cada uno encontrará, en su vida, las distintas posibilidades: comprometerse en el voluntariado, en una comunidad de oración, en un movimiento, en la acción de su parroquia, en la propia profesión. Encontrar mi vocación y vivirla en todo lugar es importante y fundamental, tanto si soy un gran científico como si soy un campesino. Todo es importante a los ojos de Dios: es bello si se vive a fondo con el amor que realmente redime al mundo.

Al final quiero contaros una pequeña anécdota de santa Josefina Bakhita, la pequeña santa africana que en Italia encontró a Dios y a Cristo, y que siempre me impresiona mucho. Era monja en un convento italiano y, un día, el obispo del lugar visita ese monasterio, ve a esta pequeña monja negra, de la cual parece no saber nada y dice: "Hermana, ¿qué hace usted aquí?" Y Bakhita responde: "Lo mismo que usted, excelencia". El obispo visiblemente irritado dice: "Hermana, ¿cómo que hace lo mismo que yo?". "Sí —dice la religiosa—, ambos queremos hacer la voluntad de Dios, ¿no es así?". Al final, este es el punto esencial: conocer, con la ayuda de la Iglesia, de la Palabra de Dios y de los amigos, la voluntad de Dios, tanto en sus grandes líneas, comunes para todos, como en mi vida personal concreta. Así la vida, quizá no es demasiado fácil, pero se convierte en una vida hermosa y feliz. Pidamos al Señor que nos ayude siempre a encontrar su voluntad y a seguirla con alegría.

P. El Evangelio nos ha dicho que Jesús fijó su mirada en ese joven y lo amó. Santo Padre, ¿qué significa ser mirados con amor por Jesús? ¿Cómo podemos hacer esta experiencia también nosotros hoy? ¿Es realmente posible vivir esta experiencia también en esta vida de hoy?

Naturalmente yo diría que sí, porque el Señor siempre está presente y nos mira a cada uno de nosotros con amor. Sólo que nosotros debemos encontrar esa mirada y encontrarnos con él. ¿Cómo? Creo que el primer punto para encontrarnos con Jesús, para experimentar su amor, es conocerlo. Conocer a Jesús implica distintos caminos. Una primera condición es conocer la figura de Jesús tal como se nos presenta en los Evangelios, que nos proporcionan un retrato muy rico de la figura de Jesús; en las grandes parábolas, como en la del hijo pródigo, en la del samaritano, en la de Lázaro, etc. En todas las parábolas, en todas sus palabras, en el sermón de la montaña, encontramos realmente el rostro de Jesús, el rostro de Dios hasta la cruz donde, por amor a nosotros, se da totalmente hasta la muerte y al final puede decir: "En tus manos, Padre, pongo mi vida, mi alma" (cf. Lc 23, 46).

Por lo tanto: conocer, meditar sobre Jesús junto con los amigos, con la Iglesia, y conocer a Jesús no sólo de modo académico, teórico, sino con el corazón, es decir, hablar con Jesús en la oración. No puedo conocer a una persona del mismo modo que estudio matemáticas. Para las matemáticas es necesaria y suficiente la razón, pero para conocer a una persona, sobre todo la gran persona de Jesús, Dios y hombre, hace falta la razón pero, al mismo tiempo, también el corazón. Sólo abriéndole el corazón a él, sólo con el conocimiento del conjunto de lo que dijo e hizo, con nuestro amor, con nuestro ir hacia él, podemos ir conociéndolo cada vez más y así también hacer la experiencia de ser amados.

Por tanto: escuchar la Palabra de Jesús, escucharla en la comunión de la Iglesia, en su gran experiencia y responder con nuestra oración, con nuestro diálogo personal con Jesús, en el que le hablamos de lo que no entendemos, de nuestras necesidades y de nuestras preguntas. En un diálogo verdadero, podemos encontrar cada vez más este camino del conocimiento, que se convierte en amor. Naturalmente forma parte del camino hacia Jesús no sólo pensar, no sólo rezar, sino también hacer: obrar el bien, comprometerse en favor del prójimo. Hay distintos caminos; cada uno conoce sus posibilidades, en la parroquia y en la comunidad en la que vive, para comprometerse también con Cristo y por los demás, por la vitalidad de la Iglesia, para que la fe sea verdaderamente una fuerza formativa de nuestro ambiente y, así, de nuestro tiempo. Por consiguiente, yo diría estos elementos: escuchar, responder, entrar en la comunidad creyente, comunión con Cristo en los sacramentos, donde se da a nosotros, tanto en la Eucaristía como en la Confesión, etc., y, por último, hacer, realizar las palabras de la fe de modo que se conviertan en fuerza de mi vida, y también a mí se muestra verdaderamente la mirada de Jesús y su amor me ayuda, me transforma.

P. Jesús invitó al joven rico a dejarlo todo y a seguirlo, pero él se marchó triste. También a mí, igual que a él, me cuesta seguirlo, porque tengo miedo de dejar mis cosas y a veces la Iglesia me pide renuncias difíciles. Santo Padre, ¿cómo puedo encontrar la fuerza para las decisiones valientes, y quién me puede ayudar?

Comencemos con esta palabra dura para nosotros: renuncias. Las renuncias son posibles y, al final, son incluso bellas si tienen un porqué y si este porqué justifica también la dificultad de la renuncia. San Pablo usó, en este contexto, la imagen de las olimpiadas y de los atletas que compiten en las olimpiadas (cf. 1 Co 9, 24-25). Dice: ellos, para conseguir finalmente la medalla —en aquel tiempo la corona— deben vivir una disciplina muy dura, deben renunciar a muchas cosas, deben entrenarse en el deporte que practican y hacen grandes sacrificios y renuncias porque tienen una motivación, y vale la pena. Aunque al final quizá no estén entre los vencedores, vale la pena haberse sometido a una disciplina y haber sido capaz de hacer estas cosas con cierta perfección. Lo que vale, con esta imagen de san Pablo, para las olimpiadas, para todo el deporte, vale también para todas las demás cosas de la vida. Una buena vida profesional no se puede alcanzar sin renuncias, sin una preparación adecuada, que siempre exige una disciplina, exige renunciar a algo, y así en todo, también en el arte y en todos los aspectos de la vida. Todos comprendemos que para alcanzar un objetivo, tanto profesional como deportivo, tanto artístico como cultural, debemos renunciar, aprender para avanzar. También el arte de vivir, de ser uno mismo, el arte de ser hombre exige renuncias, y las verdaderas renuncias, que nos ayudan a encontrar el camino de la vida, el arte de la vida, se nos indican en la Palabra de Dios y nos ayudan a no caer —digamos— en el abismo de la droga, del alcohol, de la esclavitud de la sexualidad, de la esclavitud del dinero, de la pereza.

Todas estas cosas, en un primer momento, parecen actos de libertad, pero en realidad no son actos de libertad, sino el inicio de una esclavitud cada vez más insuperable. Lograr renunciar a la tentación del momento, avanzar hacia el bien crea la verdadera libertad y hace que la vida sea valiosa. En este sentido, me parece, debemos ver que sin un "no" a ciertas cosas no crece el gran "sí" a la verdadera vida, como la vemos en las figuras de los santos. Pensemos en san Francisco, pensemos en los santos de nuestro tiempo, en la madre Teresa, en don Gnocchi y en tantos otros, que han renunciado y han vencido, y no sólo han llegado a ser libres ellos mismos, sino que se han convertido también en una riqueza para el mundo y nos muestran cómo se puede vivir.

De modo que a la pregunta "quién me ayuda", yo diría que nos ayudan las grandes figuras de la historia de la Iglesia, nos ayuda la Palabra de Dios, nos ayuda la comunidad parroquial, el movimiento, el voluntariado, etc. Y nos ayudan las amistades de hombres que "van delante de nosotros", que ya han avanzado en el camino de la vida y que pueden convencernos de que caminar así es el camino apropiado. Pidamos al Señor que nos dé siempre amigos, comunidades que nos ayuden a ver el camino del bien y a encontrar así la vida bella y gozosa.


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VÏA CRUCIS EN EL COLISEO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palatino
Viernes Santo 2 de abril de 2010



Queridos hermanos y hermanas

Hemos recorrido esta noche el camino de la cruz en oración, con recogimiento y emoción. Hemos subido al Calvario con Jesús y hemos meditado sobre su sufrimiento, redescubriendo la hondura del amor que él ha tenido y tiene por nosotros. En este momento, sin embargo, no queremos limitarnos a una compasión dictada sólo por un simple sentimiento. Queremos más bien participar en el sufrimiento de Jesús, queremos acompañar a nuestro Maestro compartiendo su pasión en nuestra vida, en la vida de la Iglesia, para la vida del mundo, porque sabemos que, precisamente en la cruz del Señor, en su amor ilimitado, que se entrega totalmente, está la fuente de la gracia, de la liberación, de la paz, de la salvación.

Los textos, las meditaciones y las oraciones del Vía Crucis nos han ayudado a contemplar este misterio de la pasión, para aprender la gran lección de amor que Dios nos ha dado en la cruz, para que nazca en nosotros un deseo renovado de convertir nuestro corazón, viviendo cada día el mismo amor, la única fuerza capaz de cambiar el mundo.

Esta noche hemos contemplado a Jesús en su rostro lleno de dolor, despreciado, ultrajado, desfigurado por el pecado del hombre; mañana por la noche lo contemplaremos en su rostro lleno de alegría, radiante y luminoso. Desde que Jesús fue colocado en el sepulcro, la tumba y la muerte ya no son un lugar sin esperanza, donde la historia concluye con el fracaso más completo, donde el hombre toca el límite extremo de su impotencia. El Viernes Santo es el día de la esperanza más grande, la esperanza madurada en la cruz, mientras Jesús muere, mientras exhala su último suspiro clamando con voz potente: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46). Poniendo su existencia «donada» en las manos del Padre, sabe que su muerte se convierte en fuente de vida, igual que la semilla en la tierra tiene que deshacerse para que la planta pueda crecer. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Jesús es el grano de trigo que cae en tierra, se deshace, se rompe, muere, y por esto puede dar fruto. Desde el día en que Cristo fue alzado en ella, la cruz, que parece ser el signo del abandono, de la soledad, del fracaso, se ha convertido en un nuevo inicio: desde la profundidad de la muerte emerge la promesa de la vida eterna. En la cruz brilla ya el esplendor victorioso del alba del día de la Pascua.

En el silencio de esta noche, en el silencio que envuelve el Sábado Santo, embargados por el amor ilimitado de Dios, vivimos en la espera del alba del tercer día, el alba del triunfo del Amor de Dios, el alba de la luz que permite a los ojos del corazón ver de modo nuevo la vida, las dificultades, el sufrimiento. La esperanza ilumina nuestros fracasos, nuestras desilusiones, nuestras amarguras, que parecen marcar el desplome de todo. El acto de amor de la cruz, confirmado por el Padre, y la luz deslumbrante de la resurrección, lo envuelve y lo transforma todo: de la traición puede nacer la amistad, de la negación el perdón, del odio el amor.

Concédenos, Señor, llevar con amor nuestra cruz, nuestras cruces cotidianas, con la certeza de que están iluminadas con la claridad de tu Pascua. Amén.


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PROYECCIÓN DE LA PELÍCULA «BAJO EL CIELO DE ROMA» SOBRE PÍO XII

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala de los Suizos del palacio apostólico de Castelgandolfo
Viernes 9 de abril de 2010



Queridos amigos:

Estoy muy contento de haber asistido a la primera proyección de la película «Bajo el cielo de Roma», una co-producción internacional que presenta el papel fundamental del venerable Pío XII en la salvación de Roma y de muchos perseguidos, entre 1943 y 1944. Aunque pertenezca al género divulgativo, se trata de un trabajo que, a la luz de estudios más recientes, quiere reconstruir las dramáticas vicisitudes históricas y la figura del «Pastor Angelicus». Agradezco al señor Paolo Garimberti, presidente de la RAI, las amables palabras que me ha dirigido. Mi reconocimiento se dirige también al señor Ettore Bernabei, a los demás productores y a cuantos han colaborado para realizar el significativo trabajo que acabamos de ver. Saludo con afecto al señor cardenal, a los prelados y a todos los presentes.

Estas obras —pensadas para el gran público, con los medios más modernos y, al mismo tiempo, dirigidas a ilustrar personajes o acontecimientos del siglo pasado— revisten un valor particular sobre todo para las nuevas generaciones. Para quien en la escuela ha estudiado ciertos acontecimientos, y quizá también ha oído hablar de ellos, películas como esta pueden ser útiles y estimulantes, y pueden ayudar a conocer un periodo no lejano que, sin embargo, debido a los acontecimientos apremiantes de la historia reciente y a una cultura fragmentada, pueden caer en el olvido.

Pío XII fue el Papa de nuestra juventud. Con sus ricas enseñanzas supo hablar a los hombres de su tiempo indicando el camino de la Verdad y con su gran sabiduría supo orientar a la Iglesia hacia el horizonte del tercer milenio. Pero quiero subrayar especialmente que Pío XII fue el Papa, que, como padre de todos, presidió en la caridad en Roma y en el mundo, sobre todo en los tiempos difíciles de la segunda guerra mundial. En un discurso del 23 de julio de 1944, inmediatamente después de la liberación de la ciudad de Roma, agradeció a los miembros del Círculo de San Pedro su colaboración, diciendo: «Nos ayudáis a cumplir más ampliamente nuestro deseo de secar tantas lágrimas, de aliviar tantos dolores», e indicó la exhortación de san Pablo a los Colosenses (3, 14-15) como elemento central para todo cristiano: «Por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo cuerpo» (Discorsi e radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, VI, pp. 87-88).

La primacía de la caridad, del amor, que es el mandamiento del Señor Jesús: este es el principio y la clave de lectura de toda la obra de la Iglesia, en primer lugar de su pastor universal. La caridad es la razón de toda acción, de toda intervención. Es la razón global que mueve el pensamiento y los gestos concretos, y me alegra que también en esta película se refleje este principio unificador. Me permito sugerir esta clave de lectura, a la luz del auténtico testimonio de ese gran maestro de fe, de esperanza y de caridad que fue el Papa Pío XII.

Expresando de nuevo a todos mi reconocimiento, aprovecho la ocasión para desearos una feliz Pascua, mientras os bendigo de corazón a todos los presentes, así como a vuestros colaboradores y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN NORTE 2 DE LA CONFERENCIA
EPISCOPAL DE BRASIL EN VISITA «AD LIMINA»

Jueves 15 de abril de 2010



Amados hermanos en el episcopado:

Vuestra visita ad limina tiene lugar en el clima de alabanza y júbilo pascual que envuelve a toda la Iglesia, adornada con los fulgores de la luz de Cristo resucitado. En él la humanidad superó la muerte y completó la última etapa de su crecimiento penetrando en los cielos (cf. Ef 2, 6). Ahora Jesús puede libremente volver sobre sus pasos y encontrarse con sus hermanos como, cuando y donde quiera. En su nombre me complace acogeros, queridos pastores de la Iglesia de Dios peregrina en la región Norte 2 de Brasil, con el saludo del Señor cuando se presentó resucitado a los Apóstoles y compañeros: «La paz esté con vosotros» (Lc 24, 36).

Vuestra presencia aquí tiene un sabor familiar, pues parece reproducir el final de la historia de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 33-35): habéis venido a contar lo que ha pasado a lo largo del camino recorrido con Jesús por vuestras diócesis diseminadas en la inmensidad de la región amazónica, con sus parroquias y otras realidades que las componen, como los movimientos y nuevas comunidades y las comunidades eclesiales de base en comunión con su obispo (cf. Documento de Aparecida, n. 179). Nada podría alegrarme más que el saberos en Cristo y con Cristo, como testimonian las relaciones diocesanas que me habéis enviado y que os agradezco. Expreso mi gratitud de modo particular a monseñor Jesús María Cizaurre por las palabras que acaba de dirigirme en vuestro nombre y del pueblo de Dios confiado a vosotros, subrayando su fidelidad y adhesión a Pedro. A vuestro regreso, aseguradle mi gratitud por estos sentimientos y mi bendición, añadiendo: «Realmente el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34).

En esa aparición, las palabras —si las hubo— se diluyeron en la sorpresa de ver al Maestro resucitado, cuya presencia lo dice todo: Estaba muerto, pero ahora vivo y vosotros viviréis por mí (cf. Ap 1, 18). Y, por estar vivo y resucitado, Cristo puede convertirse en «pan vivo» (Jn 6, 51) para la humanidad. Por eso siento que el centro y la fuente permanente del ministerio petrino están en la Eucaristía, corazón de la vida cristiana, fuente y culmen de la misión evangelizadora de la Iglesia. Así podéis comprender la preocupación del Sucesor de Pedro por todo lo que pueda ofuscar el punto más original de la fe católica: hoy Jesucristo sigue vivo y realmente presente en la hostia y en el cáliz consagrados.

La menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa del oscurecimiento del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la santa misa ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada en muchas cosas en vez de estar recogida y de dejarse atraer a lo único necesario: su Señor. La actitud principal y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir. Es obvio que, en este caso, recibir no significa estar pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar —porque volvemos a ser capaces de actuar por la gracia de Dios— según «la auténtica naturaleza de cuya característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, 2). Si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora.

¡Qué lejos están de todo esto quienes, en nombre de la inculturación, caen en el sincretismo introduciendo en la celebración de la santa misa ritos tomados de otras religiones o particularismos culturales! (cf. Redemptionis Sacramentum, 79). El misterio eucarístico —escribía mi venerable predecesor el Papa Juan Pablo II— es un «don demasiado grande para soportar ambigüedades y reducciones», particularmente cuando, «privado de su valor sacrificial, se vive como si no tuviera otro significado y valor que el de un encuentro convival fraterno» (Ecclesia de Eucharistia, 10). En la base de varias de las motivaciones aducidas está una mentalidad incapaz de aceptar la posibilidad de una intervención divina real en este mundo en socorro del hombre. Este, sin embargo, «se encuentra hasta tal punto incapaz de vencer eficazmente por sí mismo los ataques del mal, que cada uno se siente como atado con cadenas» (Gaudium et spes, 13). Quienes comparten la visión deísta consideran integrista la confesión de una intervención redentora de Dios para cambiar esta situación de alienación y de pecado, y se emite el mismo juicio a propósito de un signo sacramental que hace presente el sacrificio redentor. Más aceptable, a sus ojos, sería la celebración de un signo que correspondiera a un vago sentimiento de comunidad.

Pero el culto no puede nacer de nuestra fantasía; sería un grito en la oscuridad o una simple autoafirmación. La verdadera liturgia supone que Dios responda y nos muestre cómo podemos adorarlo. «La Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se entregó antes a ella en el sacrificio de la cruz» (Sacramentum caritatis, 14). La Iglesia vive de esta presencia y tiene como razón de ser y de existir difundir esta presencia en el mundo entero.

«¡Quédate con nosotros, Señor!» (cf. Lc 24, 29): así rezan los hijos e hijas de Brasil con vistas al XVI Congreso eucarístico nacional, que se celebrará dentro de un mes en Brasilia y que de este modo verá cómo el jubileo áureo de su fundación se enriquece con el «oro» de la eternidad presente en el tiempo: Jesús Eucaristía. Que él sea verdaderamente el corazón de Brasil, de donde provenga la fuerza para que todos los hombres y las mujeres brasileños se reconozcan y ayuden como hermanos, como miembros del Cristo total. Quien quiera vivir, tiene de dónde vivir, tiene de qué vivir. Que se acerque, crea, entre a formar parte del Cuerpo de Cristo y será vivificado. Hoy y aquí, deseo todo esto a la esperanzada parcela de este Cuerpo que es la región Norte 2, e imparto la bendición apostólica a cada uno de vosotros, haciéndola extensiva a vuestros colaboradores y a todos los fieles cristianos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN PAPAL

Viernes 16 de abril de 2010



Queridos amigos:

Me complace saludaros, miembros de la Fundación Papal, con ocasión de vuestra peregrinación anual a Roma. Nuestro encuentro está impregnado de la alegría de este tiempo pascual, en el que la Iglesia celebra la gloriosa victoria del Señor sobre la muerte y su don de vida nueva en el Espíritu Santo.

Hace un año tuve la gracia de visitar la Tierra Santa y orar ante el sepulcro vacío del Señor. Allí, haciéndome eco del testimonio del apóstol san Pedro, proclamé que Cristo, resucitando a una nueva vida, nos enseñó «que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro, y el futuro de la humanidad, está en las manos de un Dios providente y fiel» (Discurso en la iglesia del Santo Sepulcro, 15 de mayo de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de mayo de 2009, p. 13). En todo tiempo y lugar, la Iglesia está llamada a proclamar este mensaje de esperanza y a confirmar la verdad del mismo con su testimonio concreto de santidad y caridad. La Fundación Papal ha cumplido esta misión de una manera particular, sosteniendo una amplia gama de organizaciones de caridad cercanas al corazón del Sucesor de Pedro.

Os agradezco vuestros generosos esfuerzos para ayudar a nuestros hermanos y hermanas en los países en vías de desarrollo, para formar a los futuros responsables de la Iglesia y para promover los esfuerzos misioneros de tantas diócesis y congregaciones religiosas de todo el mundo.

Os pido que en estos días oréis por las necesidades de la Iglesia universal, pidiendo al Espíritu Santo una nueva efusión de los dones de santidad, unidad y celo misionero en todo el pueblo de Dios. Con gran afecto os encomiendo a vosotros y a vuestras familias a la intercesión amorosa de María, Madre de la Iglesia, y os imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en Jesús, nuestro Señor Resucitado.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR GJOKO GJIORGJIEVSKI
NUEVO EMBAJADOR DE LA EX REPÚBLICA YUGOSLAVA
DE MACEDONIA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 22 de abril de 2010



Señor embajador:

Me alegra recibir a vuestra excelencia para la presentación de sus cartas credenciales como embajador extraordinario y plenipotenciario de la ex República yugoslava de Macedonia ante la Santa Sede. Le agradezco las amables palabras que ha querido dirigirme, también en nombre de las autoridades y de la noble nación a la que usted representa. Le pido que les haga llegar mis sentimientos de estima y benevolencia, y les asegure mi oración por la concordia y el desarrollo armónico de todo el país.

Al recibirlo, pienso en el encuentro anual entre el Sucesor de Pedro y una autorizada delegación oficial de su país, que tiene lugar con ocasión de la fiesta de san Cirilo y san Metodio, venerados guías espirituales de los pueblos eslavos y compatronos de Europa. Esta cita, que se ha convertido en una grata costumbre, confirma las buenas relaciones que existen entre la Santa Sede y la ex República yugoslava de Macedonia. Se trata de relaciones bilaterales, que se han desarrollado de modo positivo, sobre todo en los últimos años, caracterizadas por una cooperación cordial. A este propósito, deseo manifestar mi complacencia por el gran compromiso mutuo en la reciente construcción de nuevos edificios de culto católicos en distintos lugares del país.

Como usted ha subrayado, en el pueblo macedonio son bien visibles los signos de los valores humanos y cristianos, encarnados en la vida de la gente, que constituyen el apreciado patrimonio espiritual y cultural de la nación, del que asimismo son elocuente testimonio los estupendos monumentos religiosos, surgidos en épocas y localidades diversas, especialmente en la ciudad de Ohrid. A esta valiosa herencia la Santa Sede mira con gran estima y consideración, favoreciendo, en la medida de su competencia, su profundización histórico-documental, para un mayor conocimiento del pasado religioso y cultural. Apoyándose en ese patrimonio, los ciudadanos de su país seguirán construyendo la propia historia también en el futuro y, con la fuerza de su identidad espiritual, podrán aportar al concierto de los pueblos europeos la contribución de su experiencia. Por eso, espero vivamente que lleguen a buen fin las aspiraciones y los crecientes esfuerzos de este país por formar parte de la Europa unida, en una condición de aceptación de los relativos derechos y deberes y en el respeto recíproco de las instancias colectivas y de los valores tradicionales de cada pueblo.

Señor embajador, en las palabras que ha pronunciado sobre el compromiso del pueblo macedonio de favorecer cada vez más el diálogo y la convivencia entre las diversas realidades étnicas y religiosas que constituyen el país, he reconocido la aspiración universal a la justicia y a la cohesión interna que desde siempre lo anima y que puede convertirse en un ejemplo para otros en la región de los Balcanes. En efecto, los puentes de intercambio de acuerdos más amplios y relaciones religiosas más estrechas entre los distintos elementos de la sociedad macedonia han favorecido la creación de un clima en el que las personas se reconocen como hermanos, hijos del mismo Dios y ciudadanos del único país. Ciertamente, los responsables de las instituciones son los primeros a quienes compete encontrar modalidades para traducir en iniciativas políticas las aspiraciones de los hombres y mujeres al diálogo y a la paz. Sin embargo, los creyentes saben que la paz no sólo es fruto de planificaciones y de actividades humanas, sino que ante todo es un don de Dios a los hombres de buena voluntad. La justicia y el perdón representan los pilares básicos de esta paz. La justicia asegura un pleno respeto de los derechos y deberes, y el perdón sana y reconstruye desde sus cimientos las relaciones entre las personas, que todavía se resienten de las consecuencias de los enfrentamientos entre las ideologías del pasado reciente.

Superado el trágico período de la última guerra mundial, después de la triste experiencia de un totalitarismo que negaba los derechos fundamentales de la persona humana, el pueblo macedonio está encaminado hacia un progreso armónico, dando prueba de paciencia, disponibilidad al sacrificio y optimismo perseverante, que trata tenazmente de crear un futuro mejor para todos sus habitantes. Un desarrollo social y económico estable no puede menos de tener en cuenta las exigencias culturales, sociales y espirituales de la gente, a la vez que debe valorizar las tradiciones y los recursos populares más nobles. Y todo ello con la conciencia de que el creciente fenómeno de la globalización, que por una parte conlleva una cierta nivelación de las diversidades sociales y económicas, por otra podría agravar el desequilibrio entre quienes se benefician de las posibilidades cada vez mayores de producir riqueza y quienes, en cambio, quedan al margen del progreso.

Señor embajador, su país se gloría de una larga y luminosa tradición cristiana que se remonta a los tiempos apostólicos. Espero que en un contexto global de relativismo moral y de escaso interés por la experiencia religiosa, en el cual con frecuencia se mueve una parte de la sociedad europea, los ciudadanos del noble pueblo que usted representa sepan aplicar un sano discernimiento al abrirse a nuevos horizontes de auténtica civilización y de verdadero humanismo. Para hacer esto es preciso mantener vivos y firmes, a nivel personal y comunitario, los principios que están en la base de la civilización de ese pueblo: el amor a la familia, la defensa de la vida humana y la promoción de las exigencias religiosas, especialmente de los jóvenes. La Iglesia católica en su país, aunque constituye una minoría, desea dar su sincera contribución a la construcción de una sociedad más justa y solidaria, basada en los valores cristianos que han fecundado la conciencia de sus habitantes. Estoy seguro de que la comunidad católica, consciente de que la caridad en la verdad «es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad» (Caritas in veritate, 1) proseguirá su misión caritativa, especialmente en favor de los pobres y de los que sufren, tan apreciada en su país.

Excelencia, estoy seguro de que también usted, llevando a cabo la alta tarea que se le ha encomendado, contribuirá a intensificar las relaciones existentes, ya buenas, entre la Santa Sede y la nación macedonia, y le aseguro que para ese fin puede contar con la plena disponibilidad de todos mis colaboradores de la Curia romana. Con estos fervientes deseos, invoco sobre usted, señor embajador, sobre su familia, sobre los gobernantes y sobre todos los habitantes de la nación a la que usted representa, la abundancia de la bendición divina.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR CHARLES GHISLAIN
NUEVO EMBAJADOR DE BÉLGICA ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 24 de abril de 2010



Señor embajador:

Me alegra recibirlo en esta circunstancia de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Bélgica ante la Santa Sede. Le agradezco las palabras que me ha dirigido. Por mi parte, le ruego que transmita a Su Majestad Alberto II, rey de Bélgica, a quien saludé personalmente hace poco, mis mejores deseos para su persona y para la felicidad y el éxito del pueblo belga. A través de usted saludo también al Gobierno y a todas las autoridades del reino.

A comienzos de este año su país vivió dos tragedias dolorosas, en Lieja y en Buizingen. Deseo asegurar de nuevo mi cercanía espiritual a las familias afectadas y a las víctimas. Estas catástrofes nos muestran cuán grande es la fragilidad de la existencia humana y la necesidad, para protegerla, de una auténtica cohesión social que no debilite la legítima diversidad de opiniones. Esa cohesión se basa en la convicción de que la vida y la dignidad humanas constituyen un bien precioso que es preciso defender y promover con decisión, apoyándose en el derecho natural. Desde hace mucho tiempo la Iglesia se inscribe plenamente en la historia y en el tejido social de su nación; y desea seguir siendo un factor de convivencia armoniosa entre todos. A ello contribuye muy activamente sobre todo con sus numerosas instituciones educativas, sus obras de carácter social y el compromiso voluntario de muchísimos fieles. La Iglesia, por tanto, se complace de estar al servicio de todos los componentes de la sociedad belga.

Sin embargo, no parece inútil subrayar que, como institución, tiene derecho a expresarse públicamente. Comparte ese derecho con todas las personas e instituciones, para poder dar su opinión sobre las cuestiones de interés común. La Iglesia respeta la libertad de todos de pensar de otra manera y querría que también se respetara su derecho de expresión. La Iglesia es depositaria de una enseñanza, de un mensaje religioso que ha recibido de Jesucristo. Se puede resumir en las palabras de la Sagrada Escritura: «Dios es amor» (1 Jn 4, 16) y proyecta su luz sobre el sentido de la vida personal, familiar y social del hombre. La Iglesia, al tener como objetivo el bien común, sólo reclama la libertad de poder proponer este mensaje, sin imponerlo a nadie, respetando la libertad de las conciencias.

José De Veuster se convirtió en quien hoy llamamos «san Damián» alimentándose de esta enseñanza eclesial de manera radical. El destino excepcional de este hombre muestra hasta qué punto el Evangelio suscita una ética amiga de la persona, sobre todo de las necesitadas o marginadas. La canonización de este sacerdote y su renombre universal es un motivo de legítimo orgullo para el pueblo belga. Esta atractiva personalidad no es fruto de un itinerario solitario. Conviene recordar las raíces religiosas que alimentaron su educación y su formación, como también los pedagogos que despertaron en él la admirable generosidad que lo llevó a compartir la vida de los leprosos, marginados, hasta el punto de exponerse a la enfermedad que sufrían. A la luz de semejantes testigos, todos podemos comprender que el Evangelio es una fuerza de la que no hay razón para tener miedo. Estoy convencido de que, pese a los cambios sociológicos, el humus cristiano todavía es rico en su tierra y puede alimentar generosamente el compromiso de un número creciente de voluntarios que, inspirados en los principios evangélicos de fraternidad y solidaridad, acompañen a las personas que pasan por situaciones difíciles y que, por esta razón, necesitan ayuda.

Su país, que ya acoge la sede de las instituciones comunitarias, ha visto reconfirmada su vocación europea con la elección de uno de sus compatriotas como presidente del Consejo europeo. Es evidente que estas opciones sucesivas no están vinculadas solamente a la posición geográfica de su país y a su multilingüismo. Su nación, miembro del núcleo originario de los países fundadores, ha debido implicarse y distinguirse en la búsqueda de un consenso en situaciones muy complejas. Es preciso fomentar esta cualidad a la hora de afrontar, para el bien de todos, los desafíos internos del país. Hoy deseo subrayar que el arte del consenso, para que dé frutos a largo plazo, no ha de limitarse a una habilidad puramente dialéctica, sino que debe buscar la verdad y el bien; puesto que «sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales» (Caritas in veritate, n. 5).

Aprovechando nuestro encuentro, deseo saludar cordialmente a los obispos de Bélgica, a los que próximamente tendré el placer de recibir en su visita ad limina Apostolorum. Pienso particularmente en su excelencia monseñor Léonard quien, con entusiasmo y generosidad, acaba de comenzar su nueva misión como arzobispo de Malinas-Bruselas. Deseo saludar también a los sacerdotes de su país, a los diáconos y a todos los fieles que forman la comunidad católica belga. Los invito a dar testimonio de su fe con audacia. Que en sus compromisos en la ciudad hagan valer plenamente su derecho de proponer valores que respeten la naturaleza humana y que correspondan a las aspiraciones espirituales más profundas y auténticas de la persona.

En el momento en el que asume oficialmente sus funciones ante la Santa Sede, le deseo de corazón que lleve a cabo felizmente su misión. Le aseguro, señor embajador, que en mis colaboradores encontrará siempre una cordial atención y comprensión. Invocando la intercesión de la Virgen María y de san Damián, ruego al Señor que derrame generosas bendiciones sobre usted, su familia y sus colaboradores, así como sobre el pueblo belga y sus gobernantes.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO ORGANIZADO
POR LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

Sábado 24 de abril de 2010

(Vídeo)



Eminencia,
venerados hermanos en el episcopado,
queridos amigos:

Me alegra esta ocasión de encontrarme con vosotros y concluir vuestro congreso, que tiene un título muy evocador: «Testigos digitales. Rostros y lenguajes de la era del crossmedia». Agradezco al presidente de la Conferencia episcopal italiana, el cardenal Angelo Bagnasco, sus amables palabras de bienvenida, con las que ha querido expresarme una vez más el afecto y la cercanía de la Iglesia que está en Italia a mi servicio apostólico. Sus palabras, señor cardenal, reflejan la fiel adhesión a Pedro de todos los católicos de esta amada nación y la estima de tantos hombres y mujeres animados por el deseo de buscar la verdad.

El tiempo en que vivimos experimenta una ampliación enorme de las fronteras de la comunicación, realiza una inédita convergencia entre los diversos medios de comunicación y hace posible la interactividad. La red manifiesta, por tanto, una vocación abierta, que tiende a ser igualitaria y pluralista, pero al mismo tiempo abre una nueva brecha: de hecho, se habla de digital divide. Esta brecha separa a los incluidos de los excluidos y se añade a las demás brechas, que ya alejan a las naciones entre sí y también en su interior. Asimismo, aumentan los peligros de homologación y de control, de relativismo intelectual y moral, que ya se reconocían bien en la flexión del espíritu crítico, en la verdad reducida al juego de las opiniones, en las múltiples formas de degradación y de humillación de la intimidad de la persona. Asistimos, pues, a una «contaminación del espíritu, la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara...» (Discurso en la plaza de España, 8 de diciembre de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de diciembre de 2009, p. 8). Este congreso, en cambio, pretende precisamente reconocer los rostros y, por tanto, superar las dinámicas colectivas que pueden hacernos perder la percepción de la profundidad de las personas y aplastarnos en su superficie: cuando esto sucede, se convierten en cuerpos sin alma, en objetos de intercambio y de consumo.

¿Cómo es posible, hoy, volver a los rostros? He intentado indicar el camino también en mi tercera encíclica. Ese camino pasa por la caritas in veritate, que resplandece en el rostro de Cristo. El amor en la verdad constituye «un gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización» (n. 9). Los medios de comunicación social pueden convertirse en factores de humanización «no sólo cuando, gracias al desarrollo tecnológico, ofrecen mayores posibilidades para la comunicación y la información, sino sobre todo cuando se organizan y se orientan bajo la luz de una imagen de la persona y el bien común que refleje sus valores universales» (n. 73). Esto requiere que «estén centrados en la promoción de la dignidad de las personas y de los pueblos, que estén expresamente animados por la caridad y se pongan al servicio de la verdad, del bien y de la fraternidad natural y sobrenatural» (ib.). Solamente con estas condiciones el paso crucial que estamos realizando podrá ser rico y fecundo en nuevas oportunidades. Queremos adentrarnos sin temores en el mar digital, afrontando la navegación abierta con la misma pasión que desde hace dos mil años gobierna la barca de la Iglesia. Más que por los recursos técnicos, aunque sean necesarios, queremos distinguirnos viviendo también este universo con un corazón creyente, que contribuya a dar un alma al flujo comunicativo ininterrumpido de la red.

Esta es nuestra misión, la misión irrenunciable de la Iglesia: la tarea de todo creyente que trabaja en los medios de comunicación es «allanar el camino a nuevos encuentros, asegurando siempre la calidad del contacto humano y la atención a las personas y a sus auténticas necesidades espirituales. Le corresponde ofrecer a quienes viven nuestro tiempo “digital” los signos necesarios para reconocer al Señor» (Mensaje para la 44ª Jornada mundial de las comunicaciones sociales, 16 de mayo de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de enero de 2010, p. 3). Queridos amigos, también en la red estáis llamados a ser «animadores de comunidad», atentos a «preparar caminos que conduzcan a la Palabra de Dios», y a expresar una sensibilidad especial con quienes «desconfían, pero llevan en el corazón deseos de absoluto y de verdades perennes» (ib.). Así la red podrá convertirse en una especie de «patio de los gentiles», donde abrir «un espacio también a aquellos para quienes Dios sigue siendo un desconocido» (ib.).

Como animadores de la cultura y de la comunicación, sois signo vivo de que «las comunidades eclesiales han incorporado desde hace tiempo los nuevos medios de comunicación como instrumentos ordinarios de expresión y de contacto con el propio territorio, instaurando en muchos casos formas de diálogo aún de mayor alcance» (ib.). En este campo no faltan voces en Italia: baste con recordar aquí el periódico Avvenire, la emisora televisiva TV2000, el circuito radiofónico inBlu y la agencia de prensa SIR, junto a las revistas católicas, a la red capilar de los semanarios diocesanos y a las ya numerosas páginas web de inspiración católica. Exhorto a todos los profesionales de la comunicación a no cansarse de alimentar en su corazón la sana pasión por el hombre que se convierte en tensión a acercarse cada vez más a sus lenguajes y a su verdadero rostro. En esto os ayudará una sólida preparación teológica y sobre todo una profunda y gozosa pasión por Dios, alimentada en el diálogo continuo con el Señor. Que las Iglesias particulares y los institutos religiosos, por su parte, no duden en valorizar los itinerarios formativos que proponen las universidades pontificias, la Universidad católica del Sagrado Corazón y las demás universidades católicas y eclesiásticas, destinando a ellas personas y recursos con visión de futuro. Que el mundo de la comunicación social entre de lleno en la programación pastoral.

A la vez que os agradezco el servicio que prestáis a la Iglesia y, por tanto, a la causa del hombre, os exhorto a recorrer, animados por la valentía del Espíritu Santo, los caminos del continente digital. Nuestra confianza no es una respuesta acrítica a ningún instrumento de la técnica. Nuestra fuerza está en ser Iglesia, comunidad creyente, capaz de testimoniar a todos la perenne novedad de Cristo resucitado, con una vida que florece en plenitud en la medida en que se abre, entra en relación y se entrega con gratuidad.

Os encomiendo a la protección de María santísima y de los grandes santos de la comunicación, y os bendigo a todos de corazón.


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ALMUERZO CON LOS MIEMBROS DEL COMITÉ "VOX CLARA"

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Casina de Pío IV
Miércoles 28 de abril de 2010





Queridos hermanos en el episcopado;
miembros y consultores del Comité «Vox Clara»;
reverendos padres:

Os agradezco el trabajo que «Vox Clara» ha realizado durante los últimos ocho años, asesorando y aconsejando a la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos en el cumplimiento de sus responsabilidades respecto de la traducción al inglés de los textos litúrgicos. Se ha tratado de una empresa verdaderamente colegial. No sólo porque entre los miembros que forman el Comité están representados los cinco continentes, sino también porque habéis recurrido asiduamente a las contribuciones de las Conferencias episcopales de los territorios anglófonos de todo el mundo. Os agradezco el gran empeño que habéis puesto en el estudio de las traducciones y en el procesamiento de los resultados de las numerosas consultas que habéis realizado. Agradezco a los expertos que hayan ofrecido los frutos de sus conocimientos para prestar un servicio a la Iglesia universal. Asimismo, agradezco a los superiores y oficiales de la Congregación el meticuloso trabajo diario de supervisión en la preparación y traducción de textos que proclaman la verdad de nuestra redención en Cristo, el Verbo de Dios encarnado.

San Agustín habló admirablemente de la relación entre Juan Bautista, la vox clara que resonaba a orillas del Jordán, y la Palabra que anunciaba. Una voz, dijo, sirve para compartir con quien escucha el mensaje que ya está en el corazón de quien habla. Una vez pronunciada la palabra, está presente en el corazón de ambos y, por tanto, al haber cumplido su tarea, la voz puede apagarse (cf. Sermón 293). Me complace la noticia de que la traducción inglesa del Misal Romano pronto estará lista para su publicación, de modo que los textos en cuya preparación habéis trabajado tanto sean proclamados en la liturgia que se celebra en el mundo anglófono. A través de estos textos sagrados y de las acciones que los acompañan, Cristo se hará presente y activo en medio de su pueblo. La voz que ha contribuido a que nacieran estas palabras habrá completado su tarea.

Entonces se presentará una nueva tarea, que no es competencia directa de «Vox Clara», pero que de uno u otro modo os atañerá a todos: la tarea de preparar la acogida de la nueva traducción por parte del clero y de los fieles laicos. A muchos les resultará difícil adaptarse a textos que no son familiares después de casi cuarenta años usando continuamente la traducción anterior. Es preciso introducir el cambio con la debida sensibilidad y aprovechar con firmeza la oportunidad de catequesis que representa. En este sentido, oro para que se evite cualquier riesgo de confusión o desconcierto y, al contrario, para que el cambio sirva como trampolín para una renovación y una profundización de la devoción eucarística en los países de lengua inglesa.

Queridos hermanos obispos, reverendos padres, amigos, quiero que sepáis cuánto aprecio el gran esfuerzo de colaboración al que habéis contribuido. Pronto los frutos de vuestro trabajo estarán a disposición en las asambleas anglófonas de todo el mundo. Que al igual que las oraciones del pueblo de Dios suben como incienso a su presencia (cf. Sal 140, 2), la bendición del Señor descienda sobre todos los que habéis contribuido con vuestro tiempo y vuestra experiencia a la redacción de los textos en los que esas oraciones están expresadas. Gracias y que el Señor os recompense en abundancia por vuestro generoso servicio al pueblo de Dios.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL SR. JEAN-PIERRE HAMULI MUPENDA,
NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA DEL CONGO
ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 29 de abril de 2010



Señor embajador:

Me complace recibirlo con ocasión de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República democrática del Congo ante la Santa Sede. Le agradezco sus amables palabras, con las que me ha transmitido el respetuoso saludo del presidente de la República, Joseph Kabila Kabange, y del pueblo congoleño. Tuve el placer de encontrarme con su presidente en junio de 2008. Le agradecería que le transmita mis mejores deseos para su persona y para el cumplimiento de su tarea al servicio de la nación. Que Dios lo guíe en sus esfuerzos por alcanzar la paz, garantía de una existencia digna y de un desarrollo integral. Asimismo, saludo cordialmente a los distintos responsables y a todos los habitantes de su país.

Su presencia, señor embajador, al frente de la embajada de su país después de largos años de sede vacante, manifiesta el deseo del jefe de Estado y de Gobierno de fortalecer las relaciones con la Santa Sede; por lo cual le estoy muy agradecido. Igualmente señalo que esta decisión se sitúa en el año del 50º aniversario de la independencia de su patria. Que este jubileo permita a la nación ponerse de nuevo en camino.

Durante estos años su país ha vivido momentos especialmente difíciles y trágicos. La violencia se ha abatido, ciega y sin piedad, sobre un gran sector de la población, sometiéndola a su yugo brutal e insoportable, sembrando ruinas y muertes. Pienso en particular en las mujeres, los jóvenes y los niños, cuya dignidad se ha visto humillada a ultranza con la violación de sus derechos. Quiero expresarles mi solicitud y asegurarles mi oración. Se ha atacado incluso a los miembros y las estructuras de la Iglesia católica, la cual desea fomentar la curación interior y la fraternidad. La Conferencia episcopal lo ha explicado extensamente en su mensaje de junio del año pasado. Por eso, ahora sería conveniente que se utilizarán todos los medios políticos y humanos para poner fin al sufrimiento. Asimismo, sería oportuno reparar y hacer justicia, tal como invitan a hacer las palabras justicia y paz inscritas en la divisa nacional. Ciertamente, el compromiso adquirido en Goma en 2008 y la aplicación de los acuerdos internacionales en particular del Pacto sobre la seguridad, la estabilidad y el desarrollo de la región de los Grandes Lagos son necesarios, pero es todavía más urgente trabajar para lograr las condiciones previas para su aplicación, la cual sólo podrá realizarse reconstruyendo poco a poco el tejido social, tan gravemente herido, alentando la primera sociedad natural, que es la familia, y consolidando las relaciones interpersonales entre los congoleños, basadas en una educación integral, fuente de paz y de justicia. La Iglesia católica, señor embajador, desea seguir dando su contribución a esta noble tarea mediante el conjunto de las estructuras de las que dispone gracias a su tradición espiritual, educativa y sanitaria.

Invito a las autoridades públicas a no descuidar ninguna posibilidad de poner fin a la situación de guerra que, lamentablemente, persiste en algunas provincias del país, y a dedicarse a la reconstrucción humana y social de la nación, respetando los derechos humanos fundamentales. La paz no es únicamente la ausencia de conflictos; también es un don y una tarea que conlleva obligaciones para los ciudadanos y para el Estado. La Iglesia está convencida de que sólo se puede realizar con «el respeto de la “gramática” escrita en el corazón del hombre por su divino Creador», es decir, con una respuesta humana en armonía con el plan divino. «Esta “gramática”, es decir, el conjunto de reglas de actuación individual y de relación entre las personas, en justicia y solidaridad, está inscrita en las conciencias, en las que se refleja el sabio proyecto de Dios» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 2007, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de diciembre de 2006, p. 5). Invito a la comunidad internacional, comprometida a distintos niveles en los conflictos que se han sucedido en su país, a movilizarse para contribuir eficazmente a restablecer la paz y la legalidad en la República democrática del Congo.

Después de tantos años de sufrimiento, excelencia, su país necesita emprender decididamente el camino de la reconciliación nacional. Sus obispos han declarado este año de aniversario para la nación, año de gracia, de renovación y de alegría, año de reconciliación para construir un Congo solidario, próspero y unido. Uno de los mejores medios para lograrlo es promover la educación de las generaciones jóvenes. El espíritu de reconciliación y de paz, nacido en la familia, se consolida y extiende en la escuela y en la universidad. Los congoleños desean una buena educación para sus hijos, pero para las familias su financiación directa es una carga pesada, insoportable para la mayoría. Estoy seguro de que se encontrará una solución justa. Ayudando económicamente a los padres y asegurando la financiación regular de los educadores, el Estado hará una inversión que beneficiará a todos. Es esencial que se eduque con paciencia y tenacidad a los niños y a los jóvenes, sobre todo a los que se han visto privados de instrucción y adiestrados a matar. No sólo es oportuno inculcarles un saber que les ayude en su futura vida adulta y profesional, sino que es preciso también darles bases morales y espirituales sólidas que les ayuden a rechazar la tentación de la violencia y del resentimiento para elegir lo que es justo y verdadero. Mediante sus estructuras educativas y según sus posibilidades, la Iglesia puede ayudar y completar las del Estado.

Las importantes riquezas naturales con las que Dios ha dotado a su tierra y que, lamentablemente, se han convertido en una fuente de codicia y de beneficios desproporcionados para muchos dentro y fuera de su país, permiten ampliamente, gracias a una repartición justa de las ganancias, ayudar a la población a salir de la pobreza y a satisfacer su seguridad alimentaria y sanitaria. Las familias congoleñas y la educación de los jóvenes serán los primeros beneficiarios. Este deber de justicia promovido por el Estado consolidará la reconciliación y la paz nacional, y permitirá a la población gozar de una vida serena, base necesaria para la prosperidad.

A través de usted, deseo expresar mi afecto también a los miembros de la comunidad católica de su país, especialmente a los obispos, invitándolos a ser testigos generosos del amor de Dios y a contribuir a la edificación de una nación unida y fraterna, donde cada persona se sienta plenamente amada y respetada.

Señor embajador, en el momento en que comienza su misión, le expreso mis mejores deseos para la noble tarea que le espera, asegurándole que en mis colaboradores encontrará siempre una acogida atenta y una comprensión cordial.

Sobre usted, excelencia, sobre su familia y sobre todo el pueblo congoleño y sus dirigentes, invoco de corazón la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE GAMBIA, SIERRA LEONA Y LIBERIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Jueves 29 de abril de 2010



Queridos hermanos en el episcopado:

Me complace daros la bienvenida, obispos de Liberia, Gambia y Sierra Leona con ocasión de vuestra visita ad limina a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco los sentimientos de comunión y afecto que el obispo Koroma me ha expresado en vuestro nombre, y os ruego que trasmitáis mi afectuoso saludo y mi aliento a vuestros amados pueblos para que lleven una vida digna de la vocación a la que han sido llamados (cf. Ef 4, 1).

La II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos fue una experiencia rica de comunión y una ocasión providencial para renovar vuestro ministerio episcopal y reflexionar sobre su tarea esencial, es decir, «ayudar al pueblo de Dios a que corresponda a la palabra de la Revelación con la obediencia de la fe y abrace íntegramente la enseñanza de Cristo» (Pastores gregis, 31). Me complace saber por vuestras relaciones quinquenales que, a la vez que os dedicáis a administrar vuestras diócesis, os esforzáis personalmente por predicar el Evangelio en las confirmaciones, en vuestras visitas a las parroquias, en los encuentros con grupos de sacerdotes, religiosos o fieles laicos, y en vuestras cartas pastorales. Mediante vuestra enseñanza el Señor preserva a vuestros pueblos del mal, de la ignorancia y de la superstición, y los transforma en hijos de su reino. Esforzaos por construir comunidades vigorosas y expansivas de hombres y mujeres fuertes en su fe, contemplativos y gozosos en la liturgia, y bien instruidos sobre «como conviene que vivan para agradar a Dios» (1 Ts 4, 1). En un contexto marcado por el divorcio y la poligamia, promoved la unidad y el bienestar de la familia cristiana basada en el sacramento del matrimonio. Las iniciativas y asociaciones dedicadas a la santificación de esta comunidad básica merecen todo vuestro apoyo. Seguid defendiendo la dignidad de las mujeres en el marco de los derechos humanos y protegiendo a vuestros pueblos contra los intentos de introducir una mentalidad antinatalista, disfrazada como una forma de progreso cultural (cf. Caritas in veritate, 28). Vuestra misión también requiere que prestéis atención a un adecuado discernimiento y preparación de las vocaciones y a la formación permanente de los sacerdotes, que son vuestros colaboradores más directos en la tarea de la evangelización. Seguid guiándolos con la palabra y el ejemplo a ser hombres de oración, firmes y claros en su enseñanza, maduros y respetuosos en sus relaciones con los demás, fieles a sus compromisos espirituales y fuertes en la compasión hacia todos los necesitados. Asimismo, no dudéis en invitar a misioneros de otros países para contribuir a la buena labor que realizan vuestros sacerdotes, religiosos y catequistas.

En vuestros países se tiene a la Iglesia en gran consideración por su contribución al bien de la sociedad, especialmente en la educación, el desarrollo y la asistencia sanitaria, que se ofrecen a todos sin distinción. Esta aportación describe bien la vitalidad de vuestra caridad cristiana, la herencia divina que su fundador dejó a la Iglesia universal (cf. Caritas in veritate, 27). Aprecio especialmente la asistencia que prestáis a los refugiados y los inmigrantes, y os exhorto a buscar, en la medida de lo posible, la cooperación pastoral de sus países de origen. La lucha contra la pobreza debe llevarse a cabo respetando la dignidad de todos los implicados y alentándolos a ser los protagonistas de su propio desarrollo integral. Se puede hacer mucho con compromisos comunitarios a pequeña escala e iniciativas micro-económicas al servicio de las familias. Mejorar la educación será siempre un factor decisivo para desarrollar y sostener dichas estrategias. Por consiguiente, os aliento a seguir ofreciendo programas escolares que preparen y motiven a las nuevas generaciones a ser ciudadanos responsables, socialmente activos para el bien de sus comunidades y de sus países. Justamente impulsáis a quienes ocupan cargos de autoridad a luchar contra la corrupción llamando la atención sobre la gravedad y la injusticia de dichos pecados. A este propósito, la formación espiritual y moral, mediante cursos especializados de doctrina social católica, de hombres y mujeres laicos que puedan ser líderes es una contribución importante al bien común.

Os felicito por la atención que prestáis al gran don de la paz. Pido para que el proceso de reconciliación en la justicia y la verdad, que justamente habéis sostenido en la región, lleve a un respeto duradero de todos los derechos humanos que Dios ha dado y neutralice las tendencias a las represalias y la venganza. En vuestro servicio a la paz seguid promoviendo el diálogo con las demás religiones, especialmente con el islam, para mantener las buenas relaciones existentes y prevenir cualquier forma de intolerancia, injusticia u opresión, perjudicial para la promoción de la confianza mutua. Trabajar juntos en la defensa de la vida y en la lucha contra la enfermedad y la malnutrición suscitará comprensión, respeto y aceptación. La Iglesia local se debe caracterizar, ante todo, por un clima de diálogo y de comunión. Con vuestro ejemplo impulsad a los sacerdotes, religiosos y laicos a aumentar la comprensión y la cooperación, a escucharse recíprocamente y a compartir iniciativas. La Iglesia como signo e instrumento de la única familia de Dios debe dar un testimonio claro del amor de Jesús, nuestro Señor y Salvador, que supera las fronteras étnicas y abraza a todos los hombres y mujeres.

Queridos hermanos en el episcopado, sé que encontráis inspiración y aliento en las palabras de Cristo resucitado a los Apóstoles: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Al regresar a vuestros países, continuad vuestra misión como sucesores de los Apóstoles. Os ruego que transmitáis mis mejores y afectuosos deseos a vuestros sacerdotes, religiosos, catequistas, y a vuestros amados pueblos. Imparto de corazón mi bendición apostólica a cada uno de vosotros y a cuantos han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral.


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CONCIERTO OBSEQUIO DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA
POR EL V ANIVERSARIO DE PONTIFICADO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Jueves 29 de abril de 2010

(Vídeo)



Señor presidente de la República;
señores cardenales;
honorables ministros y autoridades;
venerables hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
señores y señoras:

Una vez más el presidente de la República italiana, Giorgio Napolitano, con un gesto de exquisita cortesía, ha querido ofrecernos a todos la posibilidad de escuchar excelente música con ocasión del aniversario del inicio de mi pontificado. Señor presidente, lo saludo con deferencia a usted y a su distinguida esposa, y deseo expresarle mi vivo agradecimiento por el homenaje verdaderamente grato de este concierto y por las amables palabras que me ha dirigido. En este acto de atención veo también un signo más del afecto que el pueblo italiano alberga por el Papa, afecto que fue tan ferviente en santa Catalina de Siena, patrona de Italia, cuya fiesta celebramos hoy. Me complace saludar a las demás autoridades del Estado italiano, a los señores embajadores, a las distintas personalidades y a todos los que habéis participado en este momento de alto valor cultural y musical.

Deseo dar las gracias a todos los que han cooperado generosamente en la realización de este evento, en particular a los dirigentes de la Fundación Escuela de música de Fiésole, de la que forma parte significativa la Orquesta juvenil italiana, y que dirige hábilmente el maestro Nicola Paszkowski. Con la seguridad de interpretar los sentimientos de todos los presentes, expreso sincero aprecio a los miembros de la orquesta, que han ejecutado con habilidad y eficacia complejas piezas del compositor milanés Giovanni Battista Sammartini, de Wolfgang Amadeus Mozart y de Ludwig van Beethoven.
En esta velada hemos tenido la alegría de escuchar a jóvenes concertistas alumnos de la Escuela musical de Fiésole, fundada por Piero Farulli, que a lo largo de los años se ha afirmado como excelente centro nacional de formación orquestal, dando la posibilidad a numerosos niños, adolescentes, jóvenes y adultos, de realizar un cualificado itinerario formativo de preparación para ser músicos de las mejores orquestas italianas y europeas. El estudio de la música reviste un alto valor en el proceso educativo de la persona, puesto que produce efectos positivos sobre el desarrollo del individuo, favoreciendo su crecimiento humano y espiritual armónico. Sabemos que el valor formativo de la música se reconoce habitualmente por sus implicaciones de índole expresiva, creativa, relacional, social y cultural.

Por lo tanto, la experiencia de más de treinta años de la Escuela de música de Fiésole asume especial relieve frente a la realidad cotidiana que nos dice que educar no es fácil. De hecho, parece que en el contexto social actual cualquier obra de educación resulta cada vez más ardua y problemática: a menudo entre padres y educadores se habla de las dificultades que se encuentran a la hora de transmitir a las nuevas generaciones los valores básicos de la existencia y de un comportamiento correcto. Dicha situación problemática afecta tanto a la escuela como a la familia, y a las diversas instituciones que realizan una labor en el campo formativo.

Las condiciones actuales de la sociedad requieren un compromiso educativo extraordinario en favor de las nuevas generaciones. Los jóvenes, aunque viven en contextos distintos, tienen en común la sensibilidad a los grandes ideales de la vida, pero encuentran muchas dificultades para vivirlos. No podemos ignorar sus necesidades ni sus expectativas, y tampoco los obstáculos y las amenazas que encuentran. Sienten la exigencia de acercarse a los valores auténticos como la centralidad de la persona, la dignidad humana, la paz y la justicia, la tolerancia y la solidaridad. También buscan, a veces de modo confuso y contradictorio, la espiritualidad y la trascendencia, para encontrar equilibrio y armonía. A este propósito, me complace señalar que precisamente la música puede abrir las mentes y los corazones a la dimensión del espíritu y lleva a las personas a levantar la mirada hacia lo Alto, a abrirse al Bien y a la Belleza absolutos, que tienen en Dios su fuente última. El aire festivo del canto y de la música son también una invitación constante para los creyentes y para todos los hombres de buena voluntad a comprometerse a fin de dar a la humanidad un futuro rico de esperanza. Además, la experiencia de tocar en una orquesta añade la dimensión colectiva: los ensayos continuos llevados a cabo con paciencia; el ejercicio de escuchar a los demás músicos; el compromiso de no tocar «solos», sino de procurar que los distintos «colores orquestales» —si bien manteniendo sus propias características— se fundan en unidad; la búsqueda común de la mejor expresión, todo esto constituye un magnífico «entrenamiento», no sólo en el plano artístico y profesional, sino también bajo el perfil humano global.

Queridos amigos, espero que la grandeza y la belleza de las piezas musicales magistralmente ejecutadas esta tarde den a todos nueva y continua inspiración para tender hacia metas cada vez más altas en la vida personal y social. Renuevo al señor presidente de la República italiana, a los organizadores y a todos los presentes la expresión de mi sincera gratitud por este apreciado homenaje. Recordadme en vuestras oraciones, para que al iniciar el sexto año de mi pontificado cumpla siempre mi ministerio como quiere el Señor. Él, que es nuestra fuerza y nuestra paz, os bendiga a todos vosotros y a vuestras familias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XVI SESIÓN PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES

Sala del Consistorio
Viernes 30 de abril de 2010



Queridos miembros de la Academia:

Me complace saludaros al inicio de vuestra decimosexta sesión plenaria, dedicada a un análisis de la crisis económica mundial a la luz de los principios éticos consagrados por la doctrina social de la Iglesia. Agradezco a su presidenta, la profesora Mary Ann Glendon, sus amables palabras de saludo, y os expreso mis mejores deseos de que vuestras deliberaciones sean fructíferas.

El colapso financiero en todo el mundo, como sabemos, ha demostrado la fragilidad del sistema económico actual y de las instituciones relacionadas con él. También ha demostrado el error de la hipótesis según la cual el mercado es capaz de autorregularse, independientemente de la intervención pública y del apoyo de las criterios morales interiorizados. Esta hipótesis se basa en una noción empobrecida de la vida económica, como una especie de mecanismo de auto-calibración impulsado por el interés propio y la búsqueda de beneficios. Como tal, pasa por alto el carácter esencialmente ético de la economía, como una actividad de y para los seres humanos. Más que una espiral de producción y consumo en función de unas necesidades humanas definidas de un modo limitado, la vida económica debería ser un ejercicio de responsabilidad humana, intrínsecamente orientada hacia la promoción de la dignidad de la persona, la búsqueda del bien común y el desarrollo integral —político, cultural y espiritual— de individuos, familias y sociedades. Una apreciación de esta dimensión humana más plena exige, a su vez, precisamente el tipo de investigación y reflexión interdisciplinar que esta sesión de la Academia ha emprendido.

En la encíclica Caritas in veritate observé que «la crisis actual nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso» (n. 21). Ciertamente, volver a planificar el camino supone también buscar criterios generales y objetivos según los cuales juzgar las estructuras, las instituciones y las decisiones concretas que orientan y dirigen la vida económica. La Iglesia, basándose en su fe en Dios Creador, afirma la existencia de una ley natural universal que es la fuente última de estos criterios (cf. ib., 59). Sin embargo, también está convencida de que los principios de este orden ético, inscrito en la creación misma, son accesibles a la razón humana y, como tal, deben ser adoptados como base para las decisiones prácticas. Como parte de la gran herencia de la sabiduría humana, la ley moral natural, que la Iglesia ha asumido, purificado y desarrollado a la luz de la Revelación cristiana, es un faro que orienta los esfuerzos de individuos y comunidades a buscar el bien y evitar el mal, a la vez que dirige su compromiso de construir una sociedad auténticamente justa y humana.

Entre los principios indispensables que constituyen este enfoque ético integral de la vida económica debe encontrarse la promoción del bien común, basada en el respeto de la dignidad de la persona humana y reconocida como principal objetivo de los sistemas de producción y de comercio, de las instituciones políticas y del bienestar social. En nuestros días, la preocupación por el bien común ha adquirido una dimensión global más marcada. También es cada vez más evidente que el bien común implica la responsabilidad respecto a las futuras generaciones. En consecuencia, la solidaridad entre generaciones se debe reconocer como criterio ético fundamental para juzgar cualquier sistema social. Estas realidades ponen de relieve la urgencia de reforzar los procedimientos de gobierno de la economía mundial, aunque con el debido respeto al principio de la subsidiariedad. Al final, sin embargo, todas las decisiones económicas y políticas deben estar encaminadas a «la caridad en la verdad», ya que la verdad preserva y canaliza la fuerza liberadora de la caridad en medio de las vicisitudes y las estructuras humanas, siempre contingentes. Pues «sin verdad, sin confianza y amor por lo que es verdadero, no hay conciencia social y responsabilidad, y la acción social termina sirviendo a los intereses privados y a las lógicas de poder, dando lugar a la fragmentación social» (Caritas in veritate, 5).

Con estas consideraciones, queridos amigos, expreso una vez más mi confianza en que esta sesión plenaria contribuya a un discernimiento más profundo de los graves desafíos sociales y económicos que afronta nuestro mundo, y ayude a señalar el camino para afrontar esos desafíos con espíritu de sabiduría, justicia y auténtica humanidad. Os aseguro una vez más mis oraciones por vuestro importante trabajo e invoco sobre vosotros y sobre vuestros seres queridos las bendiciones divinas de alegría y paz.


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VISITA PASTORAL A TURÍN

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza «San Carlo»
Domingo 2 de mayo de 2010

(Vídeo)



Queridos jóvenes de Turín;
queridos jóvenes que venís de Piamonte y de las regiones cercanas:

Me alegra verdaderamente estar con vosotros, en esta visita mía a Turín para venerar la Sábana Santa. Os saludo a todos con gran afecto y os agradezco la acogida y el entusiasmo de vuestra fe. A través de vosotros saludo a toda la juventud de Turín y de las diócesis de Piamonte, con una oración especial por los jóvenes que viven situaciones de sufrimiento, de dificultad y de extravío. Un pensamiento particular y un fuerte aliento dirijo a cuantos entre vosotros están recorriendo el camino hacia el sacerdocio, la vida consagrada, o también hacia opciones generosas de servicio a los últimos. Agradezco a vuestro pastor, el cardenal Severino Poletto, las cordiales palabras que me ha dirigido y doy las gracias a vuestros representantes, que me han manifestado los propósitos, los problemas y las expectativas de la juventud de esta ciudad y de esta región.

Hace veinticinco años, con ocasión del Año internacional de la juventud, el venerable y amado Juan Pablo II dirigió una Carta apostólica a los jóvenes y a las jóvenes del mundo, centrada en el encuentro de Jesús con el joven rico del que nos habla el Evangelio (Carta a los jóvenes, 31 de marzo de 1985). Partiendo precisamente de esta página (cf. Mc 10, 17-22; Mt 19, 16-22), que ha sido también objeto de reflexión en mi Mensaje de este año para la Jornada mundial de la juventud, quiero ofreceros algunos pensamientos que espero os ayuden en vuestro crecimiento espiritual y en vuestra misión dentro de la Iglesia y en el mundo.

El joven del Evangelio, como sabemos, pregunta a Jesús: «¿Qué tengo que hacer para tener la vida eterna?». Hoy no es fácil hablar de vida eterna y de realidades eternas, porque la mentalidad de nuestro tiempo nos dice que no existe nada definitivo: todo cambia e incluso muy rápidamente. «Cambiar» se ha convertido, en muchos casos, en la contraseña, en el ejercicio más exaltante de la libertad, y de esta forma también vosotros, los jóvenes, tendéis muchas veces a pensar que es imposible realizar elecciones definitivas, que comprometan toda la vida. Pero ¿es esta la forma correcta de usar la libertad? ¿Es realmente cierto que para ser felices debemos contentarnos con pequeñas y fugaces alegrías momentáneas, las cuales, una vez terminadas, dejan amargura en el corazón? Queridos jóvenes, esta no es la verdadera libertad; la felicidad no se alcanza así. Cada uno de nosotros no ha sido creado para realizar elecciones provisionales y revocables, sino elecciones definitivas e irrevocables, que dan sentido pleno a la existencia. Lo vemos en nuestra vida: quisiéramos que toda experiencia bella, que nos llena de felicidad, no terminara nunca. Dios nos ha creado con vistas al «para siempre»; ha puesto en el corazón de cada uno de nosotros la semilla de una vida que realice algo bello y grande. Tened a valentía de hacer elecciones definitivas y de vivirlas con fidelidad. El Señor podrá llamaros al matrimonio, al sacerdocio, a la vida consagrada, a una entrega particular de vosotros mismos: respondedle con generosidad.

En el diálogo con el joven que poseía muchas riquezas, Jesús indica cuál es la riqueza más importante y más grande de la vida: el amor. Amar a Dios y amar a los demás con todo su ser. La palabra amor, como sabemos, se presta a varias interpretaciones y tiene distintos significados: nosotros necesitamos un Maestro, Cristo, que nos indique su sentido más auténtico y más profundo, que nos guíe a la fuente del amor y de la vida. Amor es el nombre propio de Dios. El apóstol san Juan nos lo recuerda: «Dios es amor», y añade que «no hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que él es quien nos amó y nos envió a su Hijo». Y «si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4, 8.10.11). En el encuentro con Cristo y en el amor mutuo experimentamos en nosotros la vida misma de Dios, que permanece en nosotros con su amor perfecto, total, eterno (cf. 1 Jn 4, 12). Así pues, no hay nada más grande para el hombre, ser mortal y limitado, que participar en la vida de amor de Dios. Hoy vivimos en un contexto cultural que no favorece relaciones humanas profundas y desinteresadas, sino, al contrario, induce a menudo a cerrarse en sí mismos, al individualismo, a dejar que prevalezca el egoísmo que hay en el hombre. Pero el corazón de un joven por naturaleza es sensible al amor verdadero. Por ello me dirijo con gran confianza a cada uno de vosotros y os digo: no es fácil hacer de vuestra vida algo bello y grande; es arduo, pero con Cristo todo es posible.

En la mirada de Jesús que —como dice el Evangelio— contempla al joven con amor, percibimos todo el deseo de Dios de estar con nosotros, de estar cerca de nosotros; Dios desea nuestro sí, nuestro amor. Sí, queridos jóvenes, Jesús quiere ser vuestro amigo, vuestro hermano en la vida, el maestro que os indica el camino a recorrer para alcanzar la felicidad. Él os ama por lo que sois, con vuestra fragilidad y debilidad, para que, tocados por su amor, podáis ser transformados. Vivid este encuentro con el amor de Cristo en una fuerte relación personal con él; vividlo en la Iglesia, ante todo en los sacramentos. Vividlo en la Eucaristía, en la que se hace presente su sacrificio: él realmente entrega su Cuerpo y su Sangre por nosotros, para redimir los pecados de la humanidad, para que lleguemos a ser uno con él, para que aprendamos también nosotros la lógica del entregarse. Vividlo en la Confesión, donde, ofreciéndonos su perdón, Jesús nos acoge con todas nuestras limitaciones para darnos un corazón nuevo, capaz de amar como él. Aprended a tener familiaridad con la Palabra de Dios, a meditarla, especialmente en la lectio divina, la lectura espiritual de la Biblia. Por último, sabed encontrar el amor de Cristo en el testimonio de caridad de la Iglesia. Turín os ofrece, en su historia, espléndidos ejemplos: seguidlos, viviendo concretamente la gratuidad del servicio. En la comunidad eclesial todo debe estar dirigido a hacer que los hombres palpen la infinita caridad de Dios.

Queridos amigos, el amor de Cristo al joven del Evangelio es el mismo que tiene a cada uno de nosotros. No es un amor confinado en el pasado, no es un espejismo, no está reservado a pocos. Encontraréis este amor y experimentaréis toda su fecundidad si buscáis con sinceridad y vivís con empeño vuestra participación en la vida de la comunidad cristiana. Que cada uno se sienta «parte viva» de la Iglesia, implicado en la tarea de la evangelización, sin miedo, con un espíritu de sincera armonía con los hermanos en la fe y en comunión con los pastores, saliendo de una tendencia individualista también al vivir la fe, para respirar a pleno pulmón la belleza de formar parte del gran mosaico de la Iglesia de Cristo.

Esta tarde no puedo menos de señalaros como modelo a un joven de vuestra ciudad, el beato Pier Giorgio Frassati, de cuya beatificación este año se cumple el vigésimo aniversario. Su existencia se vio envuelta totalmente por la gracia y por el amor de Dios, y se consumió, con serenidad y alegría, en el servicio apasionado a Cristo y a los hermanos. Joven como vosotros, vivió con gran empeño su formación cristiana y dio su testimonio de fe, sencillo y eficaz. Un muchacho fascinado por la belleza del Evangelio de las Bienaventuranzas, que experimentó toda la alegría de ser amigo de Cristo, de seguirlo, de sentirse de modo vivo parte de la Iglesia. Queridos jóvenes, tened el valor de elegir lo que es esencial en la vida. «Vivir y no ir tirando», repetía el beato Pier Giorgio Frassati. Como él, descubrid que vale la pena comprometerse por Dios y con Dios, responder a su llamada en las opciones fundamentales y en las cotidianas, incluso cuando cuesta.

El itinerario espiritual del beato Pier Giorgio Frassati recuerda que el camino de los discípulos de Cristo requiere el valor de salir de sí mismos, para seguir la senda del Evangelio. Este camino exigente del espíritu lo vivís en las parroquias y en las demás realidades eclesiales; lo vivís también en la peregrinación de las Jornadas mundiales de la juventud, cita siempre esperada. Sé que os estáis preparando para el próximo gran encuentro, que tendrá lugar en Madrid en agosto de 2011. Deseo de corazón que este extraordinario acontecimiento, en el que espero que participéis en gran número, contribuya a hacer crecer en cada uno el entusiasmo y la fidelidad al seguir a Cristo y al acoger con alegría su mensaje, fuente de vida nueva.

Jóvenes de Turín y de Piamonte, sed testigos de Cristo en nuestro tiempo. Que la Sábana Santa sea de un modo muy particular para vosotros una invitación a imprimir en vuestro espíritu el rostro del amor de Dios, para que vosotros mismos seáis, en vuestros ambientes, con vuestros coetáneos, una expresión creíble del rostro de Cristo. Que María, a la que veneráis en vuestros santuarios marianos, y san Juan Bosco, patrono de la juventud, os ayuden a seguir a Cristo sin cansaros nunca. Y que os acompañen siempre mi oración y mi bendición, que os imparto con gran afecto. Gracias por vuestra atención.


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VENERACIÓN DE LA SÁBANA SANTA

MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 2 de mayo de 2010

(Vídeo)



Queridos amigos:

Este es un momento muy esperado para mí. En otras varias ocasiones he estado ante la Sábana Santa, pero ahora vivo esta peregrinación y este momento con particular intensidad: quizá porque el paso de los años me hace todavía más sensible al mensaje de este extraordinario icono; quizá, y diría sobre todo, porque estoy aquí como Sucesor de Pedro y traigo en mi corazón a toda la Iglesia, más aún, a toda la humanidad. Doy gracias a Dios por el don de esta peregrinación y también por la oportunidad de compartir con vosotros una breve meditación, que me ha sugerido el subtítulo de esta solemne ostensión: «El misterio del Sábado Santo».

Se puede decir que la Sábana Santa es el icono de este misterio, icono del Sábado Santo. De hecho, es una tela sepulcral, que envolvió el cadáver de un hombre crucificado y que corresponde en todo a lo que nos dicen los Evangelios sobre Jesús, quien, crucificado hacia mediodía, expiró sobre las tres de la tarde. Al caer la noche, dado que era la Parasceve, es decir, la víspera del sábado solemne de Pascua, José de Arimatea, un rico y autorizado miembro del Sanedrín, pidió valientemente a Poncio Pilato que le permitiera sepultar a Jesús en su sepulcro nuevo, que había mandado excavar en la roca a poca distancia del Gólgota. Obtenido el permiso, compró una sábana y, después de bajar el cuerpo de Jesús de la cruz, lo envolvió con aquel lienzo y lo depuso en aquella tumba (cf. Mc 15, 42-46). Así lo refiere el Evangelio de san Marcos y con él concuerdan los demás evangelistas. Desde ese momento, Jesús permaneció en el sepulcro hasta el alba del día después del sábado, y la Sábana Santa de Turín nos ofrece la imagen de cómo era su cuerpo depositado en el sepulcro durante ese tiempo, que cronológicamente fue breve (alrededor de día y medio), pero inmenso, infinito en su valor y significado.

El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía: «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (...). Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos» (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439). En el Credo profesamos que Jesucristo «padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos».

Queridos hermanos y hermanas, en nuestro tiempo, especialmente después de atravesar el siglo pasado, la humanidad se ha hecho particularmente sensible al misterio del Sábado Santo. El escondimiento de Dios forma parte de la espiritualidad del hombre contemporáneo, de manera existencial, casi inconsciente, como un vacío en el corazón que ha ido haciéndose cada vez mayor. Al final del siglo XIX, Nietzsche escribió: «¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado!». Esta famosa expresión, si se analiza bien, está tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana; con frecuencia la repetimos en el vía crucis, quizá sin darnos plenamente cuenta de lo que decimos. Después de las dos guerras mundiales, de los lagers y de los gulags, de Hiroshima y Nagasaki, nuestra época se ha convertido cada vez más en un Sábado Santo: la oscuridad de este día interpela a todos los que se interrogan sobre la vida; y de manera especial nos interpela a los creyentes. También nosotros tenemos que afrontar esta oscuridad.

Y, sin embargo, la muerte del Hijo de Dios, de Jesús de Nazaret, tiene un aspecto opuesto, totalmente positivo, fuente de consuelo y de esperanza. Y esto me hace pensar en el hecho de que la Sábana Santa se comporta como un documento «fotográfico», dotado de un «positivo» y de un «negativo». Y, en efecto, es precisamente así: el misterio más oscuro de la fe es al mismo tiempo el signo más luminoso de una esperanza que no tiene confines. El Sábado Santo es la «tierra de nadie» entre la muerte y la resurrección, pero en esta «tierra de nadie» ha entrado Uno, el Único que la ha recorrido con los signos de su Pasión por el hombre: «Passio Christi. Passio hominis». Y la Sábana Santa nos habla exactamente de ese momento, es testigo precisamente de ese intervalo único e irrepetible en la historia de la humanidad y del universo, en el que Dios, en Jesucristo, compartió no sólo nuestro morir, sino también nuestra permanencia en la muerte. La solidaridad más radical.

En ese «tiempo más allá del tiempo», Jesucristo «descendió a los infiernos». ¿Qué significa esta expresión? Quiere decir que Dios, hecho hombre, llegó hasta el punto de entrar en la soledad máxima y absoluta del hombre, a donde no llega ningún rayo de amor, donde reina el abandono total sin ninguna palabra de consuelo: «los infiernos». Jesucristo, permaneciendo en la muerte, cruzó la puerta de esta soledad última para guiarnos también a nosotros a atravesarla con él. Todos hemos experimentado alguna vez una sensación espantosa de abandono, y lo que más miedo nos da de la muerte es precisamente esto, como de niños tenemos miedo a estar solos en la oscuridad y sólo la presencia de una persona que nos ama nos puede tranquilizar. Esto es precisamente lo que sucedió en el Sábado Santo: en el reino de la muerte resonó la voz de Dios. Sucedió lo impensable: es decir, el Amor penetró «en los infiernos»; incluso en la oscuridad máxima de la soledad humana más absoluta podemos escuchar una voz que nos llama y encontrar una mano que nos toma y nos saca afuera. El ser humano vive por el hecho de que es amado y puede amar; y si el amor ha penetrado incluso en el espacio de la muerte, entonces hasta allí ha llegado la vida. En la hora de la máxima soledad nunca estaremos solos: «Passio Christi. Passio hominis».

Este es el misterio del Sábado Santo. Precisamente desde allí, desde la oscuridad de la muerte del Hijo de Dios, ha surgido la luz de una nueva esperanza: la luz de la Resurrección. Me parece que al contemplar este sagrado lienzo con los ojos de la fe se percibe algo de esta luz. La Sábana Santa ha quedado sumergida en esa oscuridad profunda, pero es al mismo tiempo luminosa; y yo pienso que si miles y miles de personas vienen a venerarla, sin contar a quienes la contemplan a través de las imágenes, es porque en ella no ven sólo la oscuridad, sino también la luz; más que la derrota de la vida y del amor, ven la victoria, la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio; ciertamente ven la muerte de Jesús, pero entrevén su resurrección; en el seno de la muerte ahora palpita la vida, pues en ella habita el amor. Este es el poder de la Sábana Santa: del rostro de este «Varón de dolores», que carga sobre sí la pasión del hombre de todos los tiempos y lugares, incluso nuestras pasiones, nuestros sufrimientos, nuestras dificultades, nuestros pecados —«Passio Christi. Passio hominis»—, emana una solemne majestad, un señorío paradójico. Este rostro, estas manos y estos pies, este costado, todo este cuerpo habla, es en sí mismo una palabra que podemos escuchar en silencio ¿Cómo habla la Sábana Santa? Habla con la sangre, y la sangre es la vida. La Sábana Santa es un icono escrito con sangre; sangre de un hombre flagelado, coronado de espinas, crucificado y herido en el costado derecho. La imagen impresa en la Sábana Santa es la de un muerto, pero la sangre habla de su vida. Cada traza de sangre habla de amor y de vida. Especialmente la gran mancha cercana al costado, hecha de la sangre y del agua que brotaron copiosamente de una gran herida provocada por un golpe de lanza romana, esa sangre y esa agua hablan de vida. Es como un manantial que susurra en el silencio y nosotros podemos oírlo, podemos escucharlo en el silencio del Sábado Santo.

Queridos amigos, alabemos siempre al Señor por su amor fiel y misericordioso. Al salir de este lugar santo, llevamos en los ojos la imagen de la Sábana Santa, llevamos en el corazón esta palabra de amor, y alabamos a Dios con una vida llena de fe, de esperanza y de caridad. Gracias.


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ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia de la Pequeña Casa de la Divina Providencia-Cottolengo
Domingo 2 de mayo de 2010

(Vídeo)



Señores cardenales;
queridos hermanos y hermanas:

Deseo expresaros a todos mi alegría y mi agradecimiento al Señor, que me ha traído hasta vosotros, a este lugar, donde de tantos modos y según un carisma particular se manifiestan la caridad y la Providencia del Padre celestial. Nuestro encuentro sintoniza muy bien con mi peregrinación a la Sábana Santa, en la que podemos leer todo el drama del sufrimiento, pero también, a la luz de la resurrección de Cristo, el pleno significado que asume para la redención del mundo. Agradezco a don Aldo Sarotto las significativas palabras que me ha dirigido: a través de él mi agradecimiento se extiende a quienes trabajan en este lugar, la Pequeña Casa de la Divina Providencia, como quiso llamarla san José Benito Cottolengo. Saludo con reconocimiento a las tres familias religiosas nacidas del corazón de Cottolengo y de la «creatividad» del Espíritu Santo. Gracias a todos vosotros, queridos enfermos, que sois el tesoro precioso de esta casa y de esta Obra.

Como quizá sabéis, durante la audiencia general del pasado miércoles, junto a la figura de san Leonardo Murialdo presenté también el carisma y la obra de vuestro fundador. Sí, él fue un verdadero paladín de la caridad, cuyas iniciativas, como árboles frondosos, están ante nuestros ojos y bajo la mirada del mundo. Releyendo los testimonios de la época, vemos que no fue fácil para Cottolengo comenzar su empresa. Las numerosas actividades de asistencia presentes en el territorio a favor de los más necesitados no bastaban para sanar la plaga de la pobreza que afligía la ciudad de Turín. San Cottolengo intentó dar una respuesta a esta situación, acogiendo a las personas con dificultades y privilegiando a quienes otros no acogían ni cuidaban. El primer núcleo de la Casa de la Divina Providencia no tuvo una vida fácil y no duró mucho tiempo. En 1832, en el barrio de Valdocco, vio la luz una nueva estructura, también con la ayuda de algunas familias religiosas.

San Cottolengo, aunque en su vida pasó por momentos dramáticos, mantuvo siempre una serena confianza frente a los acontecimientos; atento a captar los signos de la paternidad de Dios, reconoció en todas las situaciones su presencia y su misericordia y, en los pobres, la imagen más amable de su grandeza. Lo impulsaba una convicción profunda: «Los pobres son Jesús —decía—; no son una imagen suya. Son Jesús en persona y como tales hay que servirlos. Todos los pobres son nuestros dueños, pero estos que son tan repugnantes al ojo material son nuestros máximos dueños, son nuestras verdaderas perlas. Si no los tratamos bien, nos echan de la Pequeña Casa. Ellos son Jesús». San José Benito Cottolengo sintió el impulso de comprometerse por Dios y por el hombre, movido en lo profundo del corazón por la palabra del apóstol san Pablo: «La caridad de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14). Quiso traducirla en entrega total al servicio de los más pequeños y olvidados. Principio fundamental de su obra fue, desde el inicio, el ejercicio de la caridad cristiana con todos, que le permitía reconocer en cada hombre, aunque estuviera al margen de la sociedad, una gran dignidad. Había comprendido que quien sufre y padece rechazo tiende a encerrarse, a aislarse y a manifestar desconfianza hacia la vida misma. Por eso, hacerse cargo de tantos sufrimientos humanos significaba, para nuestro santo, crear relaciones de cercanía afectiva, familiar y espontánea, dando vida a estructuras que pudieran favorecer esta cercanía, con el estilo de familia que sigue existiendo todavía hoy.

Para san José Benito Cottolengo recuperar la dignidad personal quería decir restablecer y valorar todo lo humano: las necesidades fundamentales psico-sociales, morales y espirituales, así como la rehabilitación de las funciones físicas y la búsqueda de un sentido para la vida, llevando a la persona a sentirse todavía parte viva de la comunidad eclesial y del tejido social. Estamos agradecidos a este gran apóstol de la caridad porque, visitando estos lugares, encontrando el sufrimiento diario en los rostros y en los miembros de tantos hermanos y hermanas nuestros acogidos aquí como en su casa, experimentamos el valor y el significado más profundo del sufrimiento y del dolor.

Queridos enfermos, vosotros realizáis una obra importante: viviendo vuestros sufrimientos en unión con Cristo crucificado y resucitado, participáis en el misterio de su sufrimiento para la salvación del mundo. Ofreciendo nuestro dolor a Dios por medio de Cristo, podemos colaborar en la victoria del bien sobre el mal, porque Dios hace fecundo nuestro ofrecimiento, nuestro acto de amor. Queridos hermanos y hermanas, todos los que estáis aquí, cada uno según lo que le corresponde: no os sintáis extraños al destino del mundo; más bien sentíos teselas preciosas de un hermosísimo mosaico que Dios, gran artista, va formando día tras día, también mediante nuestra contribución. Cristo, que murió en la cruz para salvarnos, se dejó clavar en aquel madero para que de ese signo de muerte floreciera la vida en todo su esplendor. Esta Casa es uno de los frutos maduros nacidos de la cruz y de la resurrección de Cristo, y manifiesta que el sufrimiento, el mal, la muerte no tienen la última palabra, porque de la muerte y del sufrimiento puede resurgir la vida. Lo ha testimoniado de modo ejemplar uno de vosotros, a quien quiero recordar: el venerable fray Luigi Bordino, estupenda figura de religioso enfermero.

Así pues, en este lugar comprendemos mejor que, si Cristo en su Pasión asumió la pasión del hombre, nada se perderá. El mensaje de esta solemne ostensión de la Sábana Santa: «Passio Christi, Passio hominis», se comprende aquí de modo particular. Pidamos al Señor crucificado y resucitado que ilumine nuestra peregrinación cotidiana con la luz de su Rostro; que ilumine nuestra vida, el presente y el futuro, el dolor y la alegría, las fatigas y las esperanzas de toda la humanidad. Invocando la intercesión de María Virgen y de san José Benito Cottolengo, os imparto de corazón a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, mi bendición: que os conforte y os consuele en las pruebas y os obtenga toda gracia que viene de Dios, autor y dador de todo don perfecto. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA GUARDIA ZUIZA CON OCASIÓN DEL JURAMENTO
DE 31 NUEVOS RECLUTAS

Sala Clementina
Viernes 7 de mayo de 2010



Querido señor comandante;
reverendo capellán;
queridos guardias; queridos familiares:

Con alegría os doy a todos la bienvenida y saludo en particular a los nuevos reclutas, presentes aquí junto con sus parientes y amigos.

Con razón podéis estar orgullosos de que, gracias al juramento que habéis prestado, habéis entrado a formar parte de un cuerpo de guardia que tiene una larga historia. Acabáis de vestir el famoso uniforme; ante todos aparecéis como guardias suizos; las personas os reconocen y os prestan atención. Desde hoy os beneficiaréis de la competencia secular y de todos los instrumentos a disposición para desempeñar vuestra tarea. Lo que hoy se os transmite os convierte en custodios de una tradición y en portadores de un conocimiento práctico que se os confía a vosotros. Vuestra tarea es proseguirlos y hacerlos valer. Así cumpliréis vuestra responsabilidad y esto os llama a una extraordinaria entrega de vosotros mismos. El Sucesor de Pedro ve en vosotros un verdadero apoyo y se encomienda a vuestra vigilancia. Deseo sinceramente que a través de este servicio de guardia llevéis la herencia recibida de vuestros predecesores y maduréis como hombres y como cristianos.

Entrando en la Guardia Suiza pontificia quedáis asociados, de modo indirecto pero real, al servicio de Pedro en la Iglesia. Os invito a prestar desde hoy gran atención, en vuestra meditación de la Palabra de Dios, al Apóstol Pedro cuando, después de la resurrección de Cristo, se compromete a cumplir la misión que el Señor le había confiado. Estos pasajes de la Escritura iluminarán el sentido de vuestra noble tarea, y esto de un modo especial en los momentos de abatimiento o de cansancio. En el libro de los Hechos de los Apóstoles leemos que Pedro recorría toda la Judea para visitar a los fieles (cf. Hch 9, 32). El primero de los Apóstoles demuestra así concretamente su solicitud por todos. El Papa quiere prestar la misma atención a todas las Iglesias y a cada fiel, como también a todo hombre que espera algo de la Iglesia. Junto al Sucesor de Pedro, la caridad que anima vuestra alma se ve impulsada a ser universal. Las dimensiones de vuestro corazón están llamadas a ensancharse. Vuestro servicio os impulsará a descubrir en el rostro de todo hombre y de toda mujer a un peregrino que, a lo largo del camino, espera encontrar otro rostro a través del cual se le dé un signo vivo del Señor de toda vida y de toda gracia.

Sabemos que todo lo que hacemos por el nombre de Jesús, aunque sea humilde, nos transforma y nos configura un poco más al hombre nuevo regenerado en Cristo. Así vuestro servicio en favor del ministerio petrino os dará un sentido más vivo de la catolicidad y una percepción más profunda de la dignidad del hombre que pasa cerca de vosotros y que en lo más íntimo de sí mismo busca el camino de la vida eterna. Vuestra tarea, vivida con conciencia profesional y con sentido sobrenatural, os preparará también para los compromisos futuros, personales y públicos, que asumiréis cuando dejéis el servicio, y os permitirá cumplirlos como verdaderos discípulos del Señor.

Invocando la intercesión de la Virgen María y de vuestros santos patronos Sebastián, Martín y Nicolás de Flüe, os imparto de corazón una afectuosa bendición apostólica a vosotros, a vuestras familias, a vuestros amigos y a todas las persona que han venido a acompañaros en el momento de vuestro juramento.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE BÉLGICA
EN VISITA «AD LIMINA»

Sábado 8 de mayo de 2010



Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra daros una cordial bienvenida con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, que os trae en peregrinación a la tumba de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Esta visita es signo de la comunión eclesial que une a la comunidad católica de Bélgica con la Santa Sede. También es una feliz ocasión para fortalecer esta comunión en la escucha recíproca, en la oración común y en la caridad de Cristo, sobre todo en estos tiempos en los que vuestra Iglesia está probada por el pecado. Agradezco vivamente a monseñor André-Joseph Léonard las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre y en nombre de vuestras comunidades diocesanas. Quiero dirigir un saludo especial al cardenal Godfried Danneels que durante más de treinta años ha gobernado la archidiócesis de Malinas-Bruselas y vuestra Conferencia episcopal.

Leyendo vuestras relaciones sobre el estado de vuestras respectivas diócesis, he podido conocer el alcance de las transformaciones que está sufriendo la sociedad belga. Se trata de tendencias comunes a numerosos países europeos, pero que en el vuestro tienen características propias. Algunas de ellas, ya remarcadas durante la anterior visita ad limina, se han acentuado. Me refiero a la disminución del número de bautizados que testimonian abiertamente su fe y su pertenencia a la Iglesia; al aumento progresivo de la media de edad del clero, de los religiosos y de las religiosas; al número insuficiente de personas ordenadas o consagradas comprometidas en la pastoral activa o en los campos educativo y social; al escaso número de candidatos al sacerdocio y a la vida consagrada. La formación cristiana, sobre todo la de las jóvenes generaciones, y las cuestiones relativas al respeto de la vida y a la institución del matrimonio y de la familia constituyen otros puntos delicados. También se pueden mencionar las situaciones complejas y a menudo preocupantes vinculadas a la crisis económica, al desempleo, a la integración social de los inmigrantes y a la coexistencia pacífica de las diversas comunidades lingüísticas y culturales de la nación.

He podido constatar que sois conscientes de dichas situaciones y de la importancia de insistir en una formación religiosa más sólida y profunda. He tenido conocimiento de vuestra carta pastoral, La hermosa profesión de la fe, inscrita en el ciclo Crecer en la fe. Con esa carta habéis querido impulsar a todos los fieles a redescubrir la belleza de la fe cristiana. Gracias a la oración y a la reflexión en común acerca de las verdades reveladas, expresadas en el Credo, se redescubre que la fe no consiste únicamente en aceptar un conjunto de verdades y valores, sino ante todo en abandonarse a Alguien, a Dios, en escucharle, en amarle y en hablarle, en definitiva, en comprometerse a servirlo (cf. p. 5).

Un acontecimiento significativo, para el presente y para el futuro, fue la canonización del padre Damián De Veuster. Este nuevo santo habla a la conciencia de los belgas. ¿Acaso no se le ha designado como el hijo de la nación más ilustre de todos los tiempos? Su grandeza, vivida en la entrega total de sí mismo a sus hermanos leprosos, hasta el punto de que se contagió y murió de esta enfermedad, reside en su riqueza interior, en su oración constante, en su unión con Cristo, que veía presente en sus hermanos, y a quienes, como él, se entregaba sin reservas. En este Año sacerdotal, es bueno proponer su ejemplo sacerdotal y misionero, especialmente a los sacerdotes y a los religiosos. La disminución del número de sacerdotes no se debe percibir como un proceso inevitable. El concilio Vaticano II afirmó con fuerza que la Iglesia no puede prescindir del ministerio de los sacerdotes. Por lo tanto, es necesario y urgente darle el lugar que se merece y reconocer su carácter sacramental insustituible. De ahí deriva la necesidad de una amplia y seria pastoral de las vocaciones, basada en la ejemplaridad de la santidad de los sacerdotes, en la atención a las semillas de vocación presentes entre los jóvenes y en la oración asidua y confiada, según la recomendación de Jesús (cf. Mt 9, 37).

Dirijo un saludo cordial y agradecido a todos los sacerdotes y las personas consagradas, con frecuencia sobrecargados de trabajo y deseosos del apoyo y de la amistad de su obispo y de sus hermanos, sin olvidar a los sacerdotes de edad más avanzada que han consagrado su vida al servicio de Dios y de sus hermanos. Y no olvido a los misioneros. Que todos —sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos de Bélgica— reciban mi aliento y la expresión de mi gratitud, y que no olviden que sólo Cristo calma cualquier tempestad (cf. Mt 8, 25-26) y da fuerza y valentía (cf. Mt 11, 28-30 y Mt 14, 30-32) para llevar una vida santa en plena fidelidad a su ministerio, a su consagración a Dios y a su testimonio cristiano.

La constitución Sacrosanctum Concilium subraya que en la liturgia se manifiesta el misterio de la Iglesia en su grandeza y en su sencillez (cf. n. 2). Por tanto, es importante que los sacerdotes cuiden las celebraciones litúrgicas, en particular la Eucaristía, para que permitan una comunión profunda con el Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es necesario que las celebraciones se lleven en cabo en el respeto de la tradición litúrgica de la Iglesia, con una participación activa de los fieles, según el papel que corresponde a cada uno de ellos, uniéndose al misterio pascual de Cristo.

En vuestras relaciones os mostráis atentos a la formación de los laicos, con vistas a una inserción cada vez más efectiva en la animación de las realidades temporales. Es un programa digno de alabanza, que nace de la vocación de todo bautizado configurado a Cristo sacerdote, profeta y rey. Conviene discernir todas las posibilidades que surgen de la vocación común de los laicos a la santidad y al compromiso apostólico, en el respeto de la distinción esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles. Todos los miembros de la comunidad católica, pero especialmente los fieles laicos, están llamados a testimoniar abiertamente su fe y a ser fermento en la sociedad, respetando una sana laicidad de las instituciones públicas y a las demás confesiones religiosas. Este testimonio no se puede limitar sólo al encuentro personal, sino que debe asumir las características de una propuesta pública, respetuosa pero legítima, de los valores inspirados por el mensaje evangélico de Cristo.

La brevedad de este encuentro no me permite desarrollar otros temas que me preocupan y que también vosotros habéis mencionado en vuestras relaciones. Por tanto, termino rogándoos que transmitáis a vuestras comunidades, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los católicos de Bélgica mi afectuoso saludo, asegurándoles mi oración por ellos ante el Señor. Que la Virgen María, venerada en tantos santuarios de Bélgica, os asista en vuestro ministerio y os proteja a todos con su ternura maternal. A vosotros y a todos los católicos del Reino imparto de corazón mi bendición apostólica.


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03/08/2013 13:43


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA SEÑORA HISSA ABDULLA AHMED AL-OTAIBA,
PRIMERA EMBAJADORA DE LOS EMIRATOS ÁRABES UNIDOS
ANTE LA SANTA SEDE, CON OCASIÓN
DE LA PRESENTACIÓN DE SUS CARTAS CREDENCIALES*

Jueves 20 de mayo de 2010



Excelencia:

Me alegra darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que la acreditan como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria de los Emiratos Árabes Unidos. En esta importante ocasión, le pido que transmita mis saludos a su alteza el jeque Califa Bin Zayed Al Nahayan. Le ruego que tenga la amabilidad de asegurarle mi gratitud por los buenos deseos que usted me acaba de expresar de su parte, y mis oraciones por su bienestar y el de todo el pueblo de los Emiratos.

Puesto que las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y los Emiratos Árabes Unidos se han entablado recientemente, su presencia aquí hoy como primera embajadora de su país ante la Santa Sede es un acontecimiento particularmente prometedor. El 15 de abril de 2008, durante una ceremonia conjunta con otros embajadores, el presidente de los Emiratos Árabes Unidos observó que el representante pontificio «cumple una misión especial, que consiste ante todo en preservar la fe en Dios y en promover el diálogo intercultural e interreligioso». La fe en Dios todopoderoso no puede menos de llevar al amor por el prójimo, como escribí recientemente, «el amor —caritas— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz» (Caritas in veritate, 1).

El amor de Dios y el respeto por la dignidad del prójimo son el motivo de la diplomacia de la Santa Sede y plasman la misión de la Iglesia católica al servicio de la comunidad internacional. La acción de la Iglesia en el ámbito de las relaciones diplomáticas promueve la paz, los derechos humanos y el desarrollo integral y, por tanto, se esfuerza por lograr el progreso auténtico de todas las personas, independientemente de su raza, color o credo. En efecto, toda la política, la cultura, la tecnología y el desarrollo van dirigidos a los hombres y mujeres, que son únicos por la naturaleza que Dios les ha dado. Reducir los objetivos de estos esfuerzos humanos sólo al provecho o a la conveniencia significaría correr el riesgo de perder la centralidad de la persona humana en su integridad como el bien primario que es preciso salvaguardar y valorar, puesto que el hombre es la fuente, el centro y la finalidad de toda la vida económica y social (cf. Caritas in veritate, 25). Por consiguiente, la Santa Sede y la Iglesia católica se preocupan de poner de relieve la dignidad del hombre a fin de mantener una visión clara y auténtica de la humanidad en la escena internacional y de aunar nuevas energías al servicio de lo que más favorece el desarrollo de los pueblos y las naciones.

Excelencia, los Emiratos Árabes Unidos, a pesar de las dificultades, han experimentado un notable crecimiento económico en los últimos años. En este contexto, su país ha acogido a centenares de miles de extranjeros que llegaban en busca de trabajo y de un futuro económico más seguro para ellos y para sus familias. Estas personas contribuyen a enriquecer el Estado, no sólo con su trabajo, sino también con su misma presencia, que es una oportunidad para un encuentro fecundo y positivo entre las grandes religiones, culturas y pueblos del mundo. La apertura de los Emiratos Árabes Unidos a estos trabajadores extranjeros requiere esfuerzos constantes a fin de reforzar las condiciones necesarias para una coexistencia pacífica y para el progreso social, y merece elogio. Deseo mencionar aquí con satisfacción que existen varias iglesias católicas construidas en terrenos concedidos por las autoridades públicas.

La Santa Sede desea fervientemente que esta cooperación continúe; más aún, que prospere, de acuerdo con las crecientes necesidades pastorales de la población católica que vive en el país. La libertad de culto contribuye significativamente al bien común y aporta armonía social a todas las sociedades en las que se practica. Le aseguro que los cristianos católicos presentes en su país desean contribuir al bienestar de su sociedad, vivir su vida en el temor de Dios y respetar la dignidad de todas las poblaciones y religiones.

Señora embajadora, a la vez que le expreso mis mejores deseos de éxito de su misión, le aseguro que los distintos dicasterios de la Curia romana están dispuestos a prestarle ayuda y apoyo en el cumplimiento de sus funciones. La Santa Sede desea sinceramente fortalecer las relaciones ahora felizmente instauradas con los Emiratos Árabes Unidos. Sobre usted, excelencia, sobre su familia y sobre todo el pueblo de los Emiratos, invoco de corazón abundantes bendiciones divinas.

*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española n°22 p.7.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR LUVSANTERSEN ORGIL,
EMBAJADOR DE MONGOLIA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 20 de mayo de 2010



Excelencia:

Me alegra darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Mongolia ante la Santa Sede. Le estoy muy agradecido por los saludos que me ha transmitido de parte del presidente Tsakhia Elbegdorj, y le ruego que le comunique mis mejores deseos para él y para todos los ciudadanos de su país. Mientras su nación celebra el 20° aniversario del establecimiento de la democracia, le expreso mi confianza en que los grandes progresos alcanzados en estos años sigan dando fruto en la consolidación de un orden social que promueva el bien común de sus ciudadanos, favoreciendo sus legítimas aspiraciones para el futuro.

Señor embajador, también aprovecho esta ocasión para manifestarle mi solidaridad y mi preocupación por las numerosas personas y familias que, el año pasado, sufrieron a causa del duro invierno y de los efectos de las lluvias torrenciales y de las inundaciones. Como usted ha observado justamente, las cuestiones medioambientales, especialmente las relacionadas con el cambio climático, son globales y es necesario afrontarlas a escala mundial.

Como usted ha señalado, excelencia, el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Mongolia y la Santa Sede, que tuvo lugar después de los grandes cambios sociales y políticos de hace dos décadas, es un signo del compromiso de su nación por un intercambio fecundo en el ámbito de la más amplia comunidad internacional. La religión y la cultura, en cuanto expresiones interrelacionadas de las más profundas aspiraciones espirituales de nuestra humanidad común, naturalmente sirven como incentivos al diálogo y a la cooperación entre los pueblos al servicio de la paz y de un desarrollo auténtico. En efecto, es preciso que el desarrollo humano auténtico tome en consideración todas las dimensiones de la persona y, por tanto, aspire a los bienes superiores, que respetan la naturaleza espiritual del hombre y su destino último (cf. Caritas in veritate, 11). Por esta razón, deseo expresar mi aprecio por el apoyo constante de su Gobierno a la hora de garantizar la libertad religiosa. La creación de una comisión encargada de la aplicación correcta de la ley y de proteger los derechos de conciencia y de libre ejercicio de la religión, es un reconocimiento de la importancia de los grupos religiosos en el tejido social y de su potencial para promover un futuro de armonía y prosperidad.

Señor embajador, aprovecho esta ocasión para asegurarle el deseo de los ciudadanos católicos de Mongolia de contribuir al bien común participando plenamente en la vida de la nación. La misión primordial de la Iglesia es predicar el Evangelio de Jesucristo. Fiel al mensaje liberador de la Buena Nueva, trata de contribuir al progreso de toda la comunidad. Esto inspira los esfuerzos de la comunidad católica por cooperar con el Gobierno y con las personas de buena voluntad en la tarea de superar todo tipo de problemas sociales. La Iglesia también está interesada en desempeñar su propio papel en la formación intelectual y humana, sobre todo en la educación de los jóvenes en los valores de respeto, solidaridad y solicitud por los más desfavorecidos. De este modo, se esfuerza por servir a su Señor mostrando solicitud caritativa por las personas necesitadas y por el bien de toda la familia humana.

Señor embajador, le expreso mis mejores deseos para su misión, y le aseguro la disponibilidad de los dicasterios de la Santa Sede para colaborar con usted en el cumplimiento de sus altas responsabilidades. Estoy seguro de que su representación ayudará a fortalecer las buenas relaciones existentes entre la Santa Sede y Mongolia. Sobre usted y sobre su familia, así como sobre todos los habitantes de su nación, invoco de corazón abundantes bendiciones divinas.


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CONCIERTO CON OCASIÓN DE LAS JORNADAS
DE CULTURA Y ESPIRITUALIDAD RUSA EN EL VATICANO,
PROMOVIDAS POR SU SANTIDAD KIRILL I,
PATRIARCA DE MOSCÚ Y DE TODAS LAS RUSIAS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Jueves 20 de mayo de 2010

(Vídeo)



«Alabad el nombre del Señor;
alabadlo, siervos del Señor.
Alabad al Señor, porque es bueno;
tañed por su nombre, porque es amable.
Señor, tu nombre es eterno;
Señor, tu recuerdo de generación en generación. Aleluya».

Venerables hermanos;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Acabamos de escuchar, en una sublime melodía, las palabras del salmo 135, que interpretan bien nuestros sentimientos de alabanza y gratitud al Señor, así como nuestra intensa alegría interior por este momento de encuentro y amistad con los queridos hermanos del Patriarcado de Moscú. Con ocasión de mi cumpleaños y del v aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, Su Santidad Kiril I, Patriarca de Moscú y de todas las Rusias, ha querido ofrecerme, junto a las gratísimas palabras de su mensaje, este extraordinario momento musical, presentado por el metropolita Hilarión de Volokolamsk, presidente del Departamento de relaciones exteriores del Patriarcado de Moscú, y autor de la sinfonía que se acaba de ejecutar. Por tanto, mi profunda gratitud va ante todo a Su Santidad el Patriarca Kiril. A él dirijo mi saludo más fraterno y cordial, expresando vivamente el deseo de que la alabanza al Señor y el compromiso por el progreso de la paz y la concordia entre los pueblos nos unan cada vez más y nos hagan crecer en la sintonía de las intenciones y en la armonía de las acciones. Por eso, agradezco de todo corazón al metropolita Hilarión el saludo que tan amablemente ha querido dirigirme y su compromiso ecuménico constante, congratulándome con él por su creatividad artística, que hemos tenido ocasión de apreciar. Asimismo, saludo con viva simpatía a la delegación del Patriarcado de Moscú y a los ilustres representantes del Gobierno de la Federación Rusa. Dirijo mi cordial saludo a los señores cardenales y a los obispos aquí presentes, en particular al cardenal Walter Kasper, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio de la cultura, que han organizado, con sus dicasterios y en estrecha colaboración con los representantes del Patriarcado, las «Jornadas de la cultura y de la espiritualidad rusa en el Vaticano». Saludo también a los ilustres embajadores, a las distinguidas autoridades y a todos vosotros, queridos amigos, hermanos y hermanas, de modo particular a las comunidades rusas presentes en Roma y en Italia, que participan en este momento de alegría y de fiesta.

Para sellar esta ocasión de modo realmente excepcional y sugestivo se ha apelado a la música, la música de la Rusia de ayer y de hoy, que nos han propuesto con gran maestría la Orquesta nacional rusa, dirigida por el maestro Carlo Ponti; el Coro sinodal de Moscú y la Capilla de los cornos de San Petersburgo. Doy vivamente las gracias a todos los artistas por el talento, el empeño y la pasión con la que proponen a la atención de todo el mundo las obras maestras de la tradición musical rusa. En estas obras, de las que hoy hemos escuchado una muestra significativa, está presente de modo profundo el alma del pueblo ruso y con ella la fe cristiana, que encuentran una expresión extraordinaria precisamente en la Divina Liturgia y en el canto litúrgico que siempre la acompaña. De hecho, existe un vínculo estrecho y originario entre la música rusa y el canto litúrgico: en cierto modo, en la liturgia nace y de la liturgia surge gran parte de la creatividad artística de los músicos rusos, para dar vida a obras maestras que merecerían ser más conocidas en el mundo occidental. Hoy hemos tenido la alegría de escuchar piezas de grandes artistas rusos de los siglos XIX y XX, como Musorgski y Rimski-Korsakov, Tchaikovski y Rachmaninov. Estos compositores, y especialmente este último, han sabido aprovechar el rico patrimonio musical litúrgico de la tradición rusa, reelaborándolo y armonizándolo con motivos y experiencias musicales de Occidente y más cercanos a la modernidad. Creo que la obra del metropolita Hilarión hay que situarla en esta línea.

En la música, por tanto, ya se anticipa de algún modo y se realiza la confrontación, el diálogo, la sinergia entre Oriente y Occidente, al igual que entre tradición y modernidad. Precisamente en una análoga visión unitaria y armónica de Europa pensaba el venerable Juan Pablo II, cuando, al proponer de nuevo la imagen sugerida por Vjačeslav Ivanovič Ivanov, de los «dos pulmones» con los que es preciso volver a respirar, deseaba una nueva conciencia de las profundas raíces culturales y religiosas comunes del continente europeo, sin las cuales la Europa actual estaría de algún modo privada de un alma y, en cualquier caso, marcada por una visión limitada y parcial. Precisamente para reflexionar ulteriormente sobre estas problemáticas tuvo lugar ayer el simposio, organizado por el Patriarcado de Moscú, por el Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos y por el de la cultura, sobre el tema: «Ortodoxos y católicos en Europa hoy. Las raíces cristianas y el patrimonio cultural común de Oriente y Occidente».

Como he afirmado en más de una ocasión, la cultura contemporánea, y especialmente la europea, corre el riesgo de la amnesia, del olvido y por tanto del abandono del extraordinario patrimonio suscitado e inspirado por la fe cristiana, que constituye el esqueleto esencial de la cultura europea, y no sólo de ella. En efecto, las raíces cristianas de Europa están constituidas, no sólo por la vida religiosa y el testimonio de numerosas generaciones de creyentes, sino también por el inestimable patrimonio cultural y artístico, gloria y recurso precioso de los pueblos y de los países en los que la fe cristiana, en sus diversas expresiones, ha dialogado con las culturas y las artes, y las ha animado e inspirado, favoreciendo y promoviendo como nunca la creatividad y el genio humano. También hoy estas raíces siguen vivas y fecundas, en Oriente y en Occidente, y pueden —más aún, deben— inspirar un nuevo humanismo, una nueva era de auténtico progreso humano, para responder eficazmente a los numerosos y a veces cruciales desafíos que nuestras comunidades cristianas y nuestras sociedades deben afrontar, la primera de todas la de la secularización, que no sólo impulsa a prescindir de Dios y de su proyecto, sino que acaba por negar incluso la dignidad humana, en aras de una sociedad regulada sólo por intereses egoístas.

Hagamos que Europa vuelva a respirar con sus dos pulmones; volvamos a dar un alma no sólo a los creyentes, sino también a todos los pueblos del continente, a promover la confianza y la esperanza, enraizándolas en la milenaria experiencia de fe cristiana. En este momento no puede faltar el testimonio coherente, generoso y valiente de los creyentes, para que podamos mirar juntos al futuro común como a un porvenir en el que se reconozca la libertad y la dignidad de cada hombre y de cada mujer como valor fundamental y se considere la apertura a lo trascendente y la experiencia de fe como dimensión constitutiva de la persona.

En la pieza de Musorgski, titulada El ángel proclamó, hemos escuchado las palabras que el ángel dirige a María y, por tanto, también a nosotros: «Alegraos». El motivo de la alegría está claro: Cristo ha resucitado del sepulcro «y ha resucitado de entre los muertos». Queridos hermanos y hermanas, la alegría de Cristo resucitado nos anima, nos alienta y nos sostiene en nuestro camino de fe y de testimonio cristiano para ofrecer verdadera alegría y sólida esperanza al mundo, para dar motivos válidos de confianza a la humanidad, a los pueblos de Europa, a los que de buen grado encomiendo a la materna y poderosa intercesión de la Virgen María.

Renuevo mi agradecimiento al Patriarca Kiril, al metropolita Hilarión, a los representantes rusos, a la orquesta, a los coros, a los organizadores y a todos los presentes. Sobre todos vosotros y sobre vuestros seres queridos desciendan abundantes bendiciones del Señor.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 24ª ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS

Sala del Consistorio
Viernes 21 de mayo de 2010



Os acojo con alegría a todos vosotros, miembros y consultores, participantes en la XXIV asamblea plenaria del Consejo pontificio para los laicos. Dirijo un cordial saludo al presidente, cardenal Stanisław Ryłko, agradeciéndole las amables palabras que me ha dirigido; al secretario, monseñor Josef Clemens; y a todos los presentes. La composición misma de vuestro dicasterio, donde, junto a los pastores, trabaja una mayoría de fieles laicos procedentes de todo el mundo y de las más diferentes situaciones y experiencias, ofrece una imagen significativa de la comunidad orgánica que es la Iglesia, cuyo sacerdocio común, propio de los fieles bautizados, y el sacerdocio ordenado, hunden sus raíces en el único sacerdocio de Cristo, según modalidades esencialmente diversas, pero ordenadas la una a la otra. Habiendo llegado casi a la conclusión del Año sacerdotal, nos sentimos aún más testigos agradecidos de la sorprendente y generosa entrega y dedicación de tantos hombres «conquistados» por Cristo y configurados a él en el sacerdocio ordenado. Día tras día, acompañan el camino de los christifideles laici, proclamando la Palabra de Dios, comunicando su perdón y la reconciliación con él, invitando a la oración y ofreciendo como alimento el Cuerpo y la Sangre del Señor. De este misterio de comunión los fieles laicos sacan la energía profunda para ser testigos de Cristo en su vida diaria, en todas sus actividades y ambientes.

El tema de vuestra asamblea —«Testigos de Cristo en la comunidad política»— reviste particular importancia. Ciertamente, no forma parte de la misión de la Iglesia la formación técnica de los políticos. De hecho, hay varias instituciones que cumplen esa función. Su misión es, sin embargo, «emitir un juicio moral también sobre las cosas que afectan al orden político, cuando lo exijan los derechos fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos, según la diversidad de tiempos y condiciones» (Gaudium et spes, 76). La Iglesia se concentra de modo especial en educar a los discípulos de Cristo, para que sean cada vez más testigos de su presencia en todas partes. Toca a los fieles laicos mostrar concretamente en la vida personal y familiar, en la vida social, cultural y política, que la fe permite leer de una forma nueva y profunda la realidad y transformarla; que la esperanza cristiana ensancha el horizonte limitado del hombre y lo proyecta hacia la verdadera altura de su ser, hacia Dios; que la caridad en la verdad es la fuerza más eficaz capaz de cambiar el mundo; que el Evangelio es garantía de libertad y mensaje de liberación; que los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, como la dignidad de la persona humana, la subsidiariedad y la solidaridad, son de gran actualidad y valor para la promoción de nuevas vías de desarrollo al servicio de todo el hombre y de todos los hombres. Compete también a los fieles laicos participar activamente en la vida política de modo siempre coherente con las enseñanzas de la Iglesia, compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática y en la búsqueda de un amplio consenso con todos aquellos a quienes importa la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la búsqueda necesaria del bien común. Los cristianos no buscan la hegemonía política o cultural, sino, dondequiera que se comprometen, les mueve la certeza de que Cristo es la piedra angular de toda construcción humana (cf. Congregación para la doctrina de la fe, Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, 24 de noviembre de 2002).

Retomando la expresión de mis predecesores, puedo afirmar yo también que la política es un ámbito muy importante del ejercicio de la caridad. Esta pide a los cristianos un fuerte compromiso en favor de la ciudadanía, para la construcción de una vida buena en las naciones, como también para una presencia eficaz en las sedes y en los programas de la comunidad internacional. Se necesitan políticos auténticamente cristianos, pero antes aún fieles laicos que sean testigos de Cristo y del Evangelio en la comunidad civil y política. Esta exigencia debe estar bien presente en los itinerarios educativos de las comunidades eclesiales y requiere nuevas formas de acompañamiento y de apoyo por parte de los pastores. La pertenencia de los cristianos a las asociaciones de fieles, a los movimientos eclesiales y a las nuevas comunidades puede ser una buena escuela para estos discípulos y testigos, sostenidos por la riqueza carismática, comunitaria, educativa y misionera propia de estas realidades.

Se trata de un desafío exigente. Los tiempos que estamos viviendo nos sitúan ante problemas grandes y complejos, y la cuestión social se ha convertido, al mismo tiempo, en cuestión antropológica. Se han derrumbado los paradigmas ideológicos que, en un pasado reciente, pretendían ser una respuesta «científica» a esta cuestión. La difusión de un confuso relativismo cultural y de un individualismo utilitarista y hedonista debilita la democracia y favorece el dominio de los poderes fuertes. Hay que recuperar y vigorizar de nuevo una auténtica sabiduría política; ser exigentes en lo que se refiere a la propia competencia; servirse críticamente de las investigaciones de las ciencias humanas; afrontar la realidad en todos sus aspectos, yendo más allá de cualquier reduccionismo ideológico o pretensión utópica; mostrarse abiertos a todo verdadero diálogo y colaboración, teniendo presente que la política es también un complejo arte de equilibrio entre ideales e intereses, pero sin olvidar nunca que la contribución de los cristianos sólo es decisiva si la inteligencia de la fe se convierte en inteligencia de la realidad, clave de juicio y de transformación. Hace falta una verdadera «revolución del amor». Las nuevas generaciones tienen delante de sí grandes exigencias y desafíos en su vida personal y social. Vuestro dicasterio las sigue con particular atención, sobre todo a través de las Jornadas mundiales de la juventud, que desde hace 25 años producen ricos frutos apostólicos entre los jóvenes. Entre estos se cuenta también el del compromiso social y político, un compromiso no fundado en ideologías o intereses de parte, sino en la elección de servir al hombre y al bien común, a la luz del Evangelio.

Queridos amigos, a la vez que invoco del Señor abundantes frutos para los trabajos de vuestra asamblea y para vuestra actividad diaria, os encomiendo a cada uno de vosotros, así como a vuestras familias y comunidades a la intercesión de la santísima Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, y de corazón os imparto la bendición apostólica.


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