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2010

Ultimo Aggiornamento: 09/08/2013 20:37
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Papa Ratzi Superstar









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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR KENAN GÜRSOY
NUEVO EMBAJADOR DE TURQUÍA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 7 de enero de 2010



Señor embajador:

Me alegra darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Turquía ante la Santa Sede. Le agradezco sus amables palabras y el saludo que me ha traído de su presidente, su excelencia Abdullah Gül. Le ruego que le transmita mis mejores deseos y le asegure mis oraciones constantes por el bienestar y la prosperidad de todos los ciudadanos de su país.

Como usted, excelencia, ha observado, nos estamos acercando rápidamente al quincuagésimo aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre Turquía y la Santa Sede, fruto del pontificado de mi predecesor el Papa Juan XXIII, que fue delegado apostólico en Estambul y cuyo afecto por el pueblo turco es bien conocido. En los últimos cincuenta años se ha logrado mucho en las áreas de interés común que usted ha indicado, y estoy seguro de que estas relaciones cordiales se harán más profundas y fuertes como resultado de la colaboración constante en las numerosas e importantes cuestiones que actualmente se plantean en los asuntos multilaterales.

Recuerdo con gran placer mi visita a su país en 2006, cuando pude saludar al pueblo turco y a los miembros de su Gobierno. Aprovecho esta oportunidad para reiterar mi agradecimiento por la cálida acogida que recibí. Uno de los momentos más destacados de esa visita fue mi encuentro con el Patriarca Bartolomé I en El Fanar. En la República laica de Turquía, de población predominantemente musulmana, las comunidades cristianas se sienten orgullosas de desempeñar su función, conscientes de su antigua herencia y de la significativa contribución que han dado a la civilización, no sólo de su país, sino también de toda Europa. Durante las recientes celebraciones del bimilenario del nacimiento de Pablo de Tarso, esa herencia cristiana se convirtió en un centro de particular atención en todo el mundo, y quiero expresar el aprecio de los cristianos de todo el mundo por los pasos que se han dado para facilitar las peregrinaciones y las celebraciones litúrgicas en los lugares relacionados con el gran Apóstol.

Mi visita a Turquía también me brindó la grata oportunidad de saludar a los miembros de la comunidad musulmana. De hecho, fue mi primera visita como Papa a un país de mayoría islámica. Me alegró poder expresar mi estima a los musulmanes y reiterar el compromiso de la Iglesia católica de proseguir el diálogo interreligioso con un espíritu de respeto mutuo y amistad, dando testimonio común de la fe firme en Dios que caracteriza a cristianos y musulmanes, y tratando de conocernos mejor mutuamente para fortalecer los lazos de afecto entre nosotros (cf. Discurso en el encuentro con el presidente de la Dirección de asuntos religiosos, Ankara, 28 de noviembre de 2006). Pido fervientemente a Dios que este proceso lleve a una mayor confianza entre individuos, comunidades y pueblos, especialmente en las zonas de conflicto de Oriente Medio.

Los católicos en Turquía aprecian la libertad de culto que está garantizada por la Constitución, y les complace poder contribuir al bienestar de sus conciudadanos, especialmente a través de la participación en actividades caritativas y en la asistencia sanitaria. Se sienten orgullosos de la asistencia que los hospitales La Paix y Saint Georges de Estambul proporcionan a los pobres. Para que esos loables esfuerzos puedan florecer, estoy seguro de que el Gobierno continuará haciendo todo lo posible a fin de garantizar que reciban todo el apoyo necesario. Además, la Iglesia católica en Turquía espera el reconocimiento jurídico civil, que le permitiría disfrutar de plena libertad religiosa y dar una contribución aún mayor a la sociedad.

Como Estado democrático laico, atravesado por la frontera entre Europa y Asia, Turquía está bien situada para actuar como puente entre el islam y Occidente, y para dar una importante contribución a los esfuerzos por llevar paz y estabilidad a Oriente Medio. La Santa Sede aprecia las numerosas iniciativas que Turquía ha emprendido ya en este sentido, y está dispuesta a apoyar los esfuerzos adicionales para acabar con los largos conflictos de la región. Como la historia ha mostrado a menudo, las disputas territoriales y las rivalidades étnicas sólo pueden resolverse de manera satisfactoria cuando se tienen debidamente en cuenta las aspiraciones legítimas de cada parte, y cuando se reconocen las injusticias del pasado, si es posible reparándolas. Le aseguro, excelencia, que la Santa Sede concede alta prioridad a la búsqueda de soluciones justas y duraderas para todos los conflictos de la región, y está dispuesta a poner sus recursos diplomáticos al servicio de la paz y la reconciliación.

A la vez que le expreso mis mejores deseos de éxito en su misión, quiero asegurarle que los distintos dicasterios de la Curia romana estarán siempre encantados de proporcionarle ayuda y apoyo en el cumplimiento de sus responsabilidades. Sobre usted, excelencia, sobre su familia y sobre todo el pueblo de la República de Turquía, invoco de corazón abundantes bendiciones del Todopoderoso.


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Ai Carabinieri della Compagnia Roma San Pietro (7 gennaio 2010)

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Ai Dirigenti e Agenti dell'Ispettorato di Pubblica Sicurezza presso il Vaticano (8 gennaio 2010)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A FORMADORES, ALUMNOS Y EX ALUMNOS
DEL PONTIFICIO COLEGIO NORTEAMERICANO

Aula de las Bendiciones
Sábado 9 de enero de 2010



Eminencias,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra recibir a los ex alumnos del Pontificio Colegio Norteamericano, junto con su rector, la facultad y los estudiantes del seminario en la colina del Janículo y a los estudiantes sacerdotes de la Casa Santa María de la Humildad. Nuestro encuentro tiene lugar al término de las celebraciones del 150° aniversario de la fundación del Colegio por parte de mi predecesor, el beato Pío IX. En esta feliz ocasión me uno de buen grado a vosotros en la acción de gracias al Señor por los numerosos modos en los que el Colegio se ha mantenido fiel a su visión originaria, formando generaciones de dignos predicadores del Evangelio y ministros de los sacramentos, leales al Sucesor de Pedro y comprometidos en la construcción de la Iglesia en Estados Unidos.

Considero apropiado, en este Año sacerdotal, que hayáis vuelto al Colegio y a esta ciudad eterna para dar gracias por la formación académica y espiritual que ha alimentado vuestro ministerio sacerdotal a lo largo de los años. Esta reunión es una oportunidad no sólo para recordar con gratitud el tiempo de vuestros estudios, sino también para reafirmar vuestro afecto filial a la Iglesia de Roma, recordar la labor apostólica de los innumerables ex alumnos que os han precedido y comprometeros de nuevo con los elevados ideales de santidad, fidelidad y celo pastoral que abrazasteis el día de vuestra ordenación. Asimismo, es una ocasión para renovar vuestro amor por el Colegio y vuestra estima por su misión particular en favor de la Iglesia en vuestro país.

Durante mi visita pastoral a Estados Unidos expresé mi convicción de que la Iglesia norteamericana está llamada a cultivar "una "cultura" intelectual que sea auténticamente católica, que confíe en la armonía profunda entre fe y razón, y dispuesta a llevar la riqueza de la fe en contacto con las cuestiones urgentes que conciernen al futuro de la sociedad norteamericana"(Homilía en el Estadio National's Park de Washington: L'Osservatore Romano,edición en lengua española, 25 de abril de 2008, p. 5). Como muy bien había previsto el beato Pío ix, el Pontificio Colegio Norteamericano en Roma está especialmente preparado para contribuir a afrontar este perenne desafío. En los ciento cincuenta años transcurridos desde su fundación, el Colegio ha ofrecido a sus estudiantes una experiencia excepcional de la universalidad de la Iglesia, de la amplitud de su tradición intelectual y espiritual, y de la urgencia de su mandato de llevar la verdad salvadora de Cristo a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares. Espero que, poniendo de relieve estos rasgos distintivos de una educación romana en cada aspecto de su programa de formación, el Colegio siga preparando pastores sabios y generosos, capaces de transmitir la fe católica en su integridad, llevando la infinita misericordia de Cristo a los débiles y los extraviados, y permitiendo a los católicos estadounidenses ser levadura del Evangelio en la vida social, política y cultural de su nación.

Queridos hermanos, pido que en estos días seáis renovados en el don del Espíritu Santo que recibisteis el día de vuestra ordenación. En la capilla del Colegio, dedicada a la santísima Virgen María bajo el título de Inmaculada Concepción, Nuestra Señora está representada en compañía de cuatro excepcionales modelos y patronos de la vida y el ministerio sacerdotales: san Gregorio Magno, san Pío X, san Juan María Vianney y san Vicente de Paúl. Que durante este Año sacerdotal estos grandes santos sigan velando por los estudiantes que rezan diariamente entre ellos; que os guíen y sostengan en vuestro ministerio e intercedan por los sacerdotes de Estados Unidos. Con mis mejores deseos de fecundidad espiritual en el futuro, y con gran afecto en el Señor, os imparto mi bendición apostólica, que con gusto extiendo a todos los alumnos y amigos del Pontificio Colegio Norteamericano.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE
DURANTE EL INTERCAMBIO DE FELICITACIONES DE AÑO NUEVO*

Sala Regia
Lunes, 11 de enero de 2010

(Vídeo)



Excelencias,
Señoras y Señores

Este tradicional encuentro al comienzo del año, dos semanas después de la celebración del nacimiento del Verbo encarnado, representa para mí una gran alegría. Como hemos proclamado en la liturgia, en el misterio de la Navidad, «el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado, para reconstruir lo que estaba caído y restaurar de este modo el universo» (Prefacio II de Navidad). Por tanto, en Navidad, hemos contemplado el misterio de Dios y el de la creación: por el anuncio de los ángeles a los pastores hemos conocido la buena nueva de la salvación del hombre y de la renovación de todo el universo. Por eso, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de ese año, he invitado a todas las personas de buena voluntad, a las que los ángeles prometieron precisamente la paz, a proteger la creación. Con este mismo espíritu, me complace saludaros con afecto, en particular a los que participáis por primera vez en esta ceremonia. Agradezco vivamente los sentimientos de los que se ha hecho intérprete vuestro decano, el Señor Embajador Alejandro Valladares Lanza, y os manifiesto de nuevo mi aprecio por la misión que desarrolláis ante la Santa Sede. A través de vosotros, deseo enviar un cordial saludo y mis deseos de paz y bienestar a las Autoridades y a todos los habitantes de los países que dignamente representáis. Pienso también en las demás naciones de la tierra: el Sucesor de Pedro tiene su puerta abierta a todos y desea establecer con todos relaciones que contribuyan al progreso de la familia humana. Desde hace algunas semanas, se han establecido plenas relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la Federación Rusa, y esto es un motivo de profunda satisfacción. Ha sido también muy significativa la visita que me ha hecho recientemente el Presidente de la República Socialista de Vietnam, país que siento muy cercano, donde la Iglesia celebra su presencia multisecular con un Año Jubilar. Con este espíritu de apertura, he recibido durante el año 2009 a numerosas personalidades políticas de diversos países; he visitado algunos de ellos y me propongo continuar haciéndolo en el futuro, en la medida de lo posible.

La Iglesia está abierta a todos porque, en Dios, ella existe para los demás. Ella, por tanto, comparte intensamente la suerte de la humanidad que, en este año apenas comenzado, aparece todavía marcada por la crisis dramática que ha golpeado la economía mundial, provocando una grave y vasta inestabilidad social. En la Encíclica «Caritas in veritate», he invitado a buscar las raíces profundas de esta situación, que se encuentran, a fin de cuentas, en la vigente mentalidad egoísta y materialista, que no tiene en cuenta los límites inherentes a toda criatura. Quisiera subrayar hoy que dicha mentalidad amenaza también a la creación. Cada uno de nosotros podría citar, probablemente, algún ejemplo de los daños que ella produce en el medio ambiente en todas las partes del mundo. Cito uno, entre tantos otros, de la historia reciente de Europa: hace veinte años, cuando cayó el muro de Berlín y se derrumbaron los regímenes materialistas y ateos que habían dominado durante varios decenios una parte de este continente, ¿acaso no fue posible calcular el alcance de las profundas heridas que un sistema económico carente de referencias fundadas en la verdad del hombre había infligido, no sólo a la dignidad y a la libertad de las personas y de los pueblos, sino también a la naturaleza, con la contaminación de la tierra, las aguas y el aire? La negación de Dios desfigura la libertad de la persona humana, y devasta también la creación. Por consiguiente, la salvaguardia de la creación no responde primariamente a una exigencia estética, sino más bien a una exigencia moral, puesto que la naturaleza manifiesta un designio de amor y de verdad que nos precede y que viene de Dios.

Por eso comparto la gran preocupación que causa la resistencia de orden económico y político a la lucha contra el deterioro del ambiente. Se trata de dificultades que se han podido constatar aun recientemente, durante la XV Sesión de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, que tuvo lugar en Copenhague del 7 al 18 de diciembre pasado. Espero que a lo largo de este año, primero en Bonn y después en México, sea posible llegar a un acuerdo para afrontar esta cuestión de un modo eficaz. Se trata de algo muy importante puesto que lo que está en juego es el destino mismo de algunas naciones, en particular ciertos Estados insulares.

Sin embargo, conviene que esta atención y compromiso por el ambiente esté bien establecido en el conjunto de los grandes desafíos a los que se enfrenta la humanidad. Si se quiere construir una paz verdadera, ¿cómo se puede separar, o incluso oponer, la protección del ambiente y la de la vida humana, comprendida la vida antes del nacimiento? En el respeto de la persona humana hacia ella misma es donde se manifiesta su sentido de responsabilidad por la creación. Pues, como enseña santo Tomás de Aquino, el hombre representa lo más noble del universo (cf. Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3). Además, como ya recordé en la reciente Cumbre Mundial de la FAO sobre la Seguridad Alimentaria, «la tierra puede alimentar suficientemente a todos sus habitantes» (Discurso, 16 noviembre 2009, n. 2), con tal de que el egoísmo no lleve a algunos a acaparar los bienes destinados a todos.

Quisiera subrayar, además, que la salvaguardia de la creación implica una gestión correcta de los recursos naturales de los países y, en primer lugar, de los más desfavorecidos económicamente. Pienso en el continente africano, que tuve la dicha de visitar en el pasado mes de marzo, en mi viaje a Camerún y Angola, y al que se dedicaron los trabajos de la reciente Asamblea especial del Sínodo de Obispos. Los Padres sinodales señalaron con preocupación la erosión y la desertificación de grandes extensiones de tierra de cultivo, a causa de una explotación desmedida y de la contaminación del medio ambiente (cf. Propositio 22). En África, como en otras partes, es necesario adoptar medidas políticas y económicas que garanticen «formas de producción agrícola e industrial que respeten el orden de la creación y satisfagan las necesidades primarias de todos» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2010, n. 10).

Por otra parte, ¿cómo olvidar que la lucha por acceder a los recursos naturales es una de las causas de numerosos conflictos, particularmente en África, así como una fuente de riesgo permanente en otros casos? Por este motivo, repito con firmeza que, para cultivar la paz, hay que proteger la creación. Además, hay todavía extensas zonas, por ejemplo en Afganistán o en ciertos países de Latinoamérica, donde la agricultura, lamentablemente relacionada todavía con la producción de droga, es una fuente nada despreciable de empleo y subsistencia. Si se quiere la paz, hay que preservar la creación mediante la reconversión de dichas actividades y, una vez más, quisiera pedir a la comunidad internacional que no se resigne al tráfico de drogas y a los graves problemas morales y sociales que esto produce.

Señoras y Señores, la protección de la creación es un factor importante de paz y justicia. Entre los numerosos retos que esta protección plantea, uno de los más graves es el del aumento de los gastos militares, así como el del mantenimiento y desarrollo de los arsenales nucleares. Este objetivo absorbe ingentes recursos económicos que podrían ser destinados al desarrollo de los pueblos, sobre todo de los más pobres. En este sentido, espero firmemente que, en la Conferencia de examen del Tratado de no proliferación de armas nucleares, que tendrá lugar el próximo mes de mayo en Nueva York, se tomen decisiones eficaces con vistas a un desarme progresivo, que tienda a liberar el planeta de armas nucleares. En general, deploro que la producción y la exportación de armas contribuya a perpetuar conflictos y violencias, como en Darfur, Somalia o en la República Democrática del Congo. A la incapacidad de las partes directamente implicadas para evitar la espiral de violencia y dolor producida por estos conflictos, se añade la aparente impotencia de otros países y Organizaciones internacionales para restablecer la paz, sin contar la indiferencia casi resignada de la opinión pública mundial. No es necesario subrayar cuánto perjudican y degradan estos conflictos al medio ambiente. Asimismo, se ha de mencionar el terrorismo, que pone en peligro muchas vidas inocentes y causa una difusa ansiedad. En esta solemne ocasión, quisiera renovar el llamamiento que hice el 1 de enero, en la oración del Ángelus, a todos los que pertenecen a cualquier grupo armado, para que abandonen el camino de la violencia y abran sus corazones al gozo de la paz.

Las graves violencias que acabo de evocar, unidas a las plagas de la pobreza y el hambre, así como a las catástrofes naturales y a la destrucción del medio ambiente, hacen que aumente el número de quienes abandonan sus propias tierras. Frente a dicho éxodo, deseo exhortar a las Autoridades civiles implicadas de un modo u otro a trabajar con justicia, solidaridad y clarividencia. Quisiera referirme aquí, en particular, a los cristianos de Oriente Medio. Amenazados de muchos modos, incluso en el ejercicio de su libertad religiosa, dejan la tierra de sus padres, donde creció la Iglesia de los primeros siglos. Con el fin de darles apoyo y hacerles sentir la cercanía de sus hermanos en la fe, he convocado para el próximo otoño una Asamblea especial del Sínodo de Obispos sobre Oriente Medio.

Señoras y Señores Embajadores, hasta aquí he evocado solamente algunos aspectos relacionados con el problema del medio ambiente. Las raíces de la situación que está a la vista de todos son, sin embargo, de tipo moral y la cuestión tiene que ser afrontada en el marco de un gran esfuerzo educativo, con el fin de promover un cambio efectivo de la mentalidad y establecer nuevos modelos de vida. La comunidad de los creyentes puede y quiere participar en ello, pero para hacerlo es necesario que se reconozca su papel público. Lamentablemente, en ciertos países, sobre todo occidentales, se difunde en ámbitos políticos y culturales, así como en los medios de comunicación social, un sentimiento de escasa consideración y a veces de hostilidad, por no decir de menosprecio, hacia la religión, en particular la religión cristiana. Es evidente que si se considera el relativismo como un elemento constitutivo esencial de la democracia se corre el riesgo de concebir la laicidad sólo en términos de exclusión o, más exactamente, de rechazo de la importancia social del hecho religioso. Dicho planteamiento, sin embargo, crea confrontación y división, hiere la paz, perturba la ecología humana y, rechazando por principio actitudes diferentes a la suya, se convierte en un callejón sin salida. Es urgente, por tanto, definir una laicidad positiva, abierta, y que, fundada en una justa autonomía del orden temporal y del orden espiritual, favorezca una sana colaboración y un espíritu de responsabilidad compartida. Desde este punto de vista, pienso en Europa que, con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, ha abierto una nueva fase de su proceso de integración, que la Santa Sede seguirá con respeto y cordial atención. Al observar con satisfacción que el Tratado prevé que la Unión Europea mantenga con las Iglesias un diálogo «abierto, transparente y regular» (art. 17), formulo mis votos para que Europa, en la construcción de su porvenir, encuentre continua inspiración en las fuentes de su propia identidad cristiana. Ésta, como ya afirmé en mi viaje apostólico a la República Checa el pasado mes de septiembre, tiene un papel insustituible «para la formación de la conciencia de cada generación y para la promoción de un consenso ético de fondo, al servicio de toda persona que a este continente lo llama “mi casa”» (Encuentro con las Autoridades civiles y el Cuerpo diplomático, 26 septiembre 2009).

Continuando con nuestra reflexión, es preciso señalar la complejidad del problema del medio ambiente. Se podría decir que se trata de un prisma con muchas caras. Las criaturas son diferentes unas de otras y, como nos muestra la experiencia cotidiana, se pueden proteger o, por el contrario, poner en peligro de muchas maneras. Uno de estos ataques proviene de leyes o proyectos que, en nombre de la lucha contra la discriminación, atentan contra el fundamento biológico de la diferencia entre los sexos. Me refiero, por ejemplo, a países europeos o del continente americano. Como dice San Columbano, «si eliminas la libertad, eliminas la dignidad» (Epist. 4 ad Attela, en S. Columbani Opera, Dublín, 1957, p. 34). Pero la libertad no puede ser absoluta, ya que el hombre no es Dios, sino imagen de Dios, su criatura. Para el hombre, el rumbo a seguir no puede ser fijado por la arbitrariedad o el deseo, sino que debe más bien consistir en la correspondencia con la estructura querida por el Creador.

La salvaguardia de la creación comporta también otros desafíos, a los que solamente se puede responder a través de la solidaridad internacional. Pienso en las catástrofes naturales que a lo largo del año pasado han sembrado muerte, sufrimiento y destrucción en Filipinas, Vietnam, Laos, Camboya y en la Isla de Taiwán. ¿Cómo no recordar también Indonesia y, muy cerca de nosotros, la región de los Abruzzos, golpeadas por devastadores temblores de tierra? Ante dichos acontecimientos, nunca debe faltar la asistencia generosa, pues está en juego la vida misma de las criaturas de Dios. Pero la salvaguardia de la creación, además de solidaridad, requiere también la concordia y estabilidad de los Estados. Cuando surgen divergencias y hostilidades entre ellos, para defender la paz, deben perseguir con tenacidad la vía de un diálogo constructivo. Esto es lo que sucedió hace 25 años con el Tratado de Paz y Amistad entre Argentina y Chile, concluido gracias a la mediación de la Sede Apostólica y del que se derivaron abundantes frutos de colaboración y prosperidad que, en cierta manera, beneficiaron a toda Latinoamérica. En esta misma parte del mundo, me alegra el acercamiento que Colombia y Ecuador han emprendido tras muchos meses de tensión. Más cerca de aquí, me alegro por el entendimiento logrado entre Croacia y Eslovenia a propósito del arbitraje relativo a sus fronteras marítimas y terrestres. Me alegro asimismo por el Acuerdo entre Armenia y Turquía con vistas a la reanudación de las relaciones diplomáticas y deseo también que a través del diálogo se mejoren las relaciones entre todos los países del Cáucaso meridional. Durante mi peregrinación a Tierra Santa, hice un llamamiento acuciante a Israelíes y Palestinos a dialogar y respetar los derechos del otro. Una vez más, alzo mi voz para que el derecho a la existencia del Estado de Israel sea reconocido por todos, así como a gozar de paz y seguridad en las fronteras reconocidas internacionalmente. Asimismo, que el pueblo palestino vea reconocido su derecho a una patria soberana e independiente, a vivir con dignidad y a desplazarse libremente. Quisiera, además, pedir el apoyo de todos para que sean protegidos la identidad y el carácter sagrado de Jerusalén, cuya herencia cultural y religiosa tiene un valor universal. Sólo así, esta ciudad única, santa y atormentada, podrá ser signo y anticipo de la paz que Dios desea para toda la familia humana. Por amor al diálogo y a la paz, que salvaguardan la creación, exhorto a los gobernantes y ciudadanos de Irak a superar las divisiones, la tentación de la violencia e intolerancia, para construir juntos el futuro de su país. Las comunidades cristianas quieren también ofrecer su aportación, pero para ello es necesario que se les asegure respeto, seguridad y libertad. Pakistán ha sido también golpeado duramente por la violencia en los últimos meses y ciertos episodios han afectado directamente a la minoría cristiana. Pido que se haga todo lo posible para que dichas agresiones no se vuelvan a repetir y que los cristianos puedan sentirse plenamente integrados en la vida de su país. Por otra parte, a propósito de la violencia contra los cristianos, no puedo dejar de mencionar el deplorable atentado que en los últimos días ha sufrido la comunidad copta egipcia, precisamente cuando celebraba la fiesta de Navidad. En cuanto a Irán, espero que, a través del diálogo y la colaboración, se encuentren soluciones comunes tanto a nivel nacional como en el ámbito internacional. Deseo que el Líbano, que ha superado una larga crisis política, continúe por la vía de la concordia. Espero que Honduras, después de un tiempo de incertidumbre y agitación, se encamine hacia la recuperación de la normalidad política y social. Deseo que, con la ayuda desinteresada y efectiva de la comunidad internacional, suceda lo mismo en Guinea y Madagascar.

Señoras y Señores Embajadores, al final de este rápido recorrido que, debido a su brevedad, no se puede detener en todas las situaciones que lo merecerían, me vienen a la mente las palabras del Apóstol Pablo, para quien «la creación entera está gimiendo con dolores de parto» y «también nosotros gemimos en nuestro interior» (Rm 8, 22-23). En efecto, hay muchos sufrimientos en la humanidad y el egoísmo humano hiere a la creación de muchas maneras. Por eso mismo, el anhelo de salvación que atañe a toda la creación, es todavía más intenso y está presente en el corazón de todos, creyentes o no. La Iglesia indica que la respuesta a esta aspiración está en Cristo «primogénito de toda criatura; porque por medio de Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres» (Col 1, 15-16). Fijando mis ojos en Él, exhorto a toda persona de buena voluntad a trabajar con confianza y generosidad por la dignidad y la libertad del hombre. Que la luz y la fuerza de Jesús nos ayuden a respetar la ecología humana, conscientes de que la ecología medioambiental se beneficiará también de ello, ya que el libro de la naturaleza es único e indivisible. De esta manera, podremos consolidar la paz, hoy y para las generaciones venideras. Os deseo a todos un feliz año.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ADMINISTRADORES DE LA REGIÓN DEL LACIO,
DEL AYUNTAMIENTO Y DE LA PROVINCIA DE ROMA

Sala Clementina
Jueves 14 de enero de 2010



Ilustres señores y amables señoras:

Me alegra encontrarme con vosotros en esta cita tradicional, que nos brinda la ocasión para un intercambio de felicitaciones por el año nuevo y para reflexionar sobre la realidad de nuestro territorio, en el que desde hace dos mil años está presente el Sucesor de Pedro, como Obispo de Roma y arzobispo metropolitano de la provincia eclesiástica romana, que comprende todo el Lacio. Os agradezco esta visita y dirijo mi deferente y cordial saludo al vicepresidente de la junta regional del Lacio, Esterino Montino; al alcalde de Roma, Gianni Alemanno; y al presidente de la provincia de Roma, Nicola Zingaretti, a quienes deseo expresar mi sentido agradecimiento por las amables palabras que me han dirigido, también en nombre de las administraciones que dirigen. Saludo asimismo a los presidentes de los respectivas asambleas consiliarias y a todos los presentes.

La crisis que ha afectado a la economía mundial —como se ha recordado— también ha tenido consecuencias para los habitantes y las empresas de Roma y del Lacio. Al mismo tiempo, ha permitido redefinir el modelo de crecimiento aplicado en estos últimos años. En la encíclica Caritas in veritate recordé que el desarrollo humano, para ser auténtico, tiene que concernir a la totalidad de la persona y debe realizarse en la caridad y en la verdad. De hecho, la persona humana está en el centro de la acción política y su crecimiento moral y espiritual debe ser la primera preocupación para quienes han sido llamados a administrar la comunidad civil. Es fundamental que cuantos han recibido de la confianza de los ciudadanos la elevada responsabilidad de gobernar las instituciones sientan como prioritaria la exigencia de perseguir constantemente el bien común, que "no es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz" (Caritas in veritate, 7). A fin de que esto suceda, es oportuno que desde las sedes institucionales se intente favorecer una sana dialéctica, porque cuanto más compartidas sean las decisiones y las medidas tomadas, tanto más permitirán un desarrollo eficaz para los habitantes de los territorios administrados.

En este contexto, deseo expresar mi aprecio por los esfuerzos realizados por vuestras administraciones en favor de las franjas más débiles y marginadas de la sociedad, con vistas a la promoción de una convivencia más justa y solidaria. Al respecto, quiero invitaros a poner todo vuestro empeño a fin de que la centralidad de la persona humana y de la familia constituya el principio inspirador de todas vuestras decisiones. De modo especial es preciso referirse a este principio en la realización de los nuevos asentamientos de la ciudad, para que los complejos de viviendas que van surgiendo no sean sólo barrios-dormitorio. Para ello es oportuno prever las estructuras que favorecen los procesos de socialización, evitando de este modo que surja y se incremente el individualismo cerrado y la atención exclusiva a los propios intereses, que dañan toda convivencia humana. La Iglesia, respetando las competencias de las autoridades civiles, se alegra de dar su contribución para que en esos barrios haya una vida social digna del hombre. Sé que en varias zonas periféricas de la ciudad esto ya ha sucedido, gracias al compromiso de la administración municipal en la realización de obras importantes, y espero que en todas partes se tengan presentes estas exigencias. Agradezco la consolidada colaboración existente entre las administraciones que dirigís y el Vicariato, especialmente en lo que se refiere a la construcción de los nuevos complejos parroquiales, que, además de ser puntos de referencia para la vida cristiana, desempeñan una función educativa y social fundamental.

Esta colaboración ha permitido alcanzar objetivos significativos. Al respecto, me complace recordar que en algunos de los nuevos barrios, donde viven sobre todo familias jóvenes con niños pequeños, las comunidades eclesiales, conscientes de que la apertura a la vida es el centro del verdadero desarrollo humano (cf. ib., 28), han realizado los "oratorios de los pequeños". Estas útiles estructuras permiten a los niños pasar las horas del día, mientras los padres están en el trabajo. Confío en que una sinergia cada vez más fecunda entre las distintas instituciones permita que surjan en las zonas periféricas, al igual que en el resto de la ciudad, estructuras análogas, que ayuden a los padres jóvenes en su tarea educativa. Espero también que se adopten más medidas en favor de las familias, especialmente las numerosas, de modo que toda la ciudad goce de la insustituible función de esta institución fundamental, primera e indispensable célula de la sociedad.

En el contexto de la promoción del bien común, la educación de las nuevas generaciones, que constituyen el futuro de nuestra región, representa una preocupación predominante que los administradores públicos comparten con la Iglesia y con todas las organizaciones formativas. Desde hace algunos años la diócesis de Roma y las del Lacio están comprometidas en dar su contribución para afrontar las exigencias cada vez más urgentes que llegan del mundo juvenil y que requieren respuestas educativas adecuadas de alto perfil. A la vista de todos está la necesidad y la urgencia de ayudar a los jóvenes a proyectar la vida según valores auténticos, que hacen referencia a una visión "alta" del hombre y que encuentran en el patrimonio religioso y cultural cristiano una de sus expresiones más sublimes. Hoy las nuevas generaciones quieren saber quién es el hombre y cuál es su destino, y buscan respuestas que les puedan indicar el camino que conviene recorrer para fundar su existencia en valores perennes. En concreto, en las propuestas formativas sobre los grandes temas de la afectividad y la sexualidad, tan importantes para la vida, hay que evitar proponer a los adolescentes y a los jóvenes caminos que favorezcan la banalización de estas dimensiones fundamentales de la existencia humana. Para lograr este objetivo la Iglesia pide la colaboración de todos, especialmente de quienes trabajan en la escuela, para educar a una visión elevada del amor y de la sexualidad humana. Deseo, por esto, invitar a todos a comprender que, cuando pronuncia su no, la Iglesia en realidad dice sí a la vida, al amor vivido en la verdad del don de sí mismo al otro, al amor que se abre a la vida y no se cierra en una visión narcisista de la pareja. Está convencida de que solamente estas opciones pueden llevar a un modelo de vida en el que la felicidad es un bien compartido. Sobre estos temas, como también sobre los de la familia fundada en el matrimonio y en el respeto de la vida desde su concepción hasta su fin natural, la comunidad eclesial no puede menos de ser fiel a la verdad, "que es la única garantía de libertad y de la posibilidad de un desarrollo humano integral" (ib., 9).

Por último, no puedo menos de exhortar a las autoridades competentes a una atención constante y coherente al mundo de la enfermedad y del sufrimiento. Las estructuras sanitarias, tan numerosas en Roma y en el Lacio, que prestan un servicio importante a la comunidad, deben ser lugares en los que se encuentren una gestión cada vez más atenta y responsable de la causa pública, competencias profesionales y dedicación al enfermo, cuya acogida y cuidado deben ser el criterio supremo de quienes trabajan en ese ámbito. Roma y el Lacio, junto a estas estructuras sanitarias públicas, cuentan desde hace siglos con la presencia de las de inspiración católica, que actúan en favor de amplias franjas de la población. En ellas se intenta conjugar la competencia profesional y la atención al enfermo con la verdad y la caridad de Cristo. Inspirándose en el Evangelio, se esfuerzan en acercarse a los que sufren con amor y esperanza, sosteniendo también la búsqueda de sentido e intentando dar respuestas a los interrogantes que inevitablemente surgen en el corazón de quienes viven la difícil dimensión de la enfermedad y del dolor. De hecho, el hombre necesita que se le cuide en su unidad de ser espiritual y corporal. Por lo tanto, confío en que, a pesar de las persistentes dificultades económicas, se apoye adecuadamente a estas estructuras en su valioso servicio.

Ilustres autoridades, a la vez que os agradezco sinceramente vuestra amable y grata visita, os aseguro mi cercanía cordial y mi oración por vosotros, por las importantes responsabilidades que os han sido encomendadas y por los habitantes de los ámbitos que administráis. Que el Señor os sostenga, os guíe y haga realidad las expectativas de bien presentes en el corazón de cada uno.

Con estos sentimientos, con afecto y benevolencia imparto la bendición apostólica, que extiendo de corazón a vuestras familias y a cuantos viven y trabajan en Roma, en su provincia y en todo el Lacio.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE A FE

Sala Clementina
Viernes 15 de enero de 2010



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos fieles colaboradores:

Es para mí motivo de gran alegría encontrarme con vosotros con ocasión de la sesión plenaria y manifestaros los sentimientos de profundo agradecimiento y de cordial aprecio por el trabajo que lleváis a cabo al servicio del Sucesor de Pedro en su ministerio de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32).

Agradezco al señor cardenal William Joseph Levada sus palabras de saludo, en las que ha recordado los temas de los que se ocupa actualmente la Congregación, así como las nuevas responsabilidades que el motu proprio "Ecclesiae Unitatem" le ha confiado, uniendo de modo estrecho al dicasterio la Comisión pontificia Ecclesia Dei.

Quisiera ahora detenerme brevemente en algunos aspectos que usted, señor cardenal, ha expuesto.
Ante todo, deseo subrayar que vuestra Congregación participa del ministerio de unidad, confiado de modo especial al Romano Pontífice, mediante su compromiso por la fidelidad doctrinal. De hecho, la unidad es en primer lugar unidad de fe, sostenida por el sagrado depósito, cuyo primer custodio y defensor es el Sucesor de Pedro. Confirmar a los hermanos en la fe, manteniéndolos unidos en la confesión de Cristo crucificado y resucitado, constituye para quien se sienta en la Cátedra de Pedro el deber primero y fundamental que Jesús le ha conferido. Es un servicio inderogable, del que depende la eficacia de la acción evangelizadora de la Iglesia hasta el final de los siglos.

El Obispo de Roma, de cuya potestas docendi participa vuestra Congregación, debe proclamar constantemente: "Dominus Iesus", "Jesús es el Señor". La potestas docendi conlleva la obediencia a la fe, para que la Verdad, que es Cristo, siga resplandeciendo en su grandeza y resonando para todos los hombres en su integridad y pureza, de modo que haya un solo rebaño, reunido en torno al único Pastor.

Alcanzar el testimonio común de fe de todos los cristianos constituye, por tanto, la prioridad de la Iglesia de todos los tiempos, con el fin de llevar a todos los hombres al encuentro con Dios. Con este espíritu confío de modo especial en el compromiso del dicasterio para que se superen los problemas doctrinales que aún persisten, a fin de alcanzar la plena comunión con la Iglesia, por parte de la Fraternidad San Pío x.

Deseo, además, congratularme por el compromiso en favor de la plena integración en la vida de la Iglesia católica de personas y grupos de fieles, que antes pertenecían al anglicanismo, según cuanto se establece en la constitución apostólica Anglicanorum coetibus. La fiel adhesión de estos grupos a la verdad recibida de Cristo y propuesta por el Magisterio de la Iglesia no es, en modo alguno, contraria al movimiento ecuménico, sino que muestra su objetivo último, que consiste en alcanzar la comunión plena y visible de los discípulos del Señor.

En el valioso servicio que prestáis al Vicario de Cristo, quiero recordar también que la Congregación para la doctrina de la fe, en septiembre de 2008, publicó la Instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética. Después de la encíclica Evangelium vitae del siervo de Dios Juan Pablo II en marzo de 1995, este documento doctrinal, centrado en el tema de la dignidad de la persona, creada en Cristo y por Cristo, representa un nuevo punto firme en el anuncio del Evangelio, en plena continuidad con la Instrucción Donum vitae, publicada por este dicasterio en febrero de 1987.

En temas tan delicados y actuales, como los que se refieren a la procreación y a las nuevas propuestas terapéuticas que conllevan la manipulación del embrión y del patrimonio genético humano, la Instrucción ha recordado que "el valor ético de la ciencia biomédica se mide tanto con referencia al respeto incondicional debido a cada ser humano, en todos los momentos de su existencia, como a la tutela de la especificidad de los actos personales que transmiten la vida" (Dignitas personae, n. 10). De este modo el Magisterio de la Iglesia pretende dar su contribución a la formación de la conciencia, no sólo de los creyentes, sino de cuantos buscan la verdad y aceptan argumentaciones que proceden de la fe, pero también de la propia razón. La Iglesia, al proponer valoraciones morales para la investigación biomédica sobre la vida humana, se vale de la luz tanto de la razón como de la fe (cf. ib., n. 3), pues tiene la convicción de que "la fe no sólo acoge y respeta lo que es humano, sino que también lo purifica, lo eleva y lo perfecciona" (ib., n. 7).

En este contexto se da también una respuesta a la mentalidad generalizada según la cual la fe se presenta como obstáculo a la libertad y a la investigación científica, porque estaría constituida por un conjunto de prejuicios que viciarían la comprensión objetiva de la realidad. Frente a esta postura, que tiende a sustituir la verdad con el consenso, frágil y fácilmente manipulable, la fe cristiana da en cambio una contribución verdadera también en el ámbito ético-filosófico, no proporcionando soluciones ya preparadas a problemas concretos, como la investigación y la experimentación biomédica, sino proponiendo perspectivas morales fiables dentro de las cuales la razón humana puede buscar y encontrar soluciones válidas.

Hay, de hecho, determinados contenidos de la revelación cristiana que arrojan luz sobre las cuestiones bioéticas: el valor de la vida humana, la dimensión relacional y social de la persona, la conexión entre los aspectos unitivo y procreativo de la sexualidad, la centralidad de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Estos contenidos, inscritos en el corazón del hombre, también son comprensibles racionalmente como elementos de la ley moral natural y pueden hallar acogida también entre quienes no se reconocen en la fe cristiana.

La ley moral natural no es exclusiva o predominantemente confesional, aunque la Revelación cristiana y la realización del hombre en el misterio de Cristo ilumine y desarrolle en plenitud su doctrina. Como afirma el Catecismo de la Iglesia católica, la ley moral natural "indica los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral" (n. 1955). Fundada en la naturaleza humana misma y accesible a toda criatura racional, constituye así la base para entrar en diálogo con todos los hombres que buscan la verdad y, más en general, con la sociedad civil y secular. Esta ley, inscrita en el corazón de cada hombre, toca uno de los nudos esenciales de la reflexión misma sobre el derecho e interpela igualmente la conciencia y la responsabilidad de los legisladores.

A la vez que os animo a proseguir vuestro comprometedor e importante servicio, deseo expresaros también en esta circunstancia mi cercanía espiritual, impartiéndoos de corazón a todos, como prenda de afecto y gratitud, la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA CONCESIÓN DE LA CIUDADANÍA DE HONOR
DE FREISING

Sala Clementina
Sábado 16 de enero de 2010



Señor alcalde;
querido señor cardenal;
querido señor arzobispo;
querido señor obispo auxiliar;
queridos ciudadanos y ciudadanas de Freising;
queridos amigos:

Para mí es un momento de conmoción convertirme, ahora también jurídicamente, en ciudadano de Freising y pertenecer así de un modo nuevo, muy amplio y profundo, a esta ciudad, de la que siento íntimamente que formo parte. Por esto, sólo puedo decir de corazón: "Vergelt's Gott" (Dios os lo pague). Es una alegría que ahora me acompaña y permanecerá en mí. En la biografía de mi vida —en la biografía de mi corazón, si puedo decir así— la ciudad de Freising desempeña un papel muy especial. En ella recibí la formación que desde entonces caracteriza mi vida. Así, de alguna manera esta ciudad se encuentra siempre presente en mí y yo en ella. Y el hecho de que —como ha observado usted, señor alcalde— yo haya incluido en mi escudo al moro y al oso de Freising muestra a todo el mundo hasta qué punto pertenezco a ella. Y como coronación ahora soy ciudadano de Freising, también desde el punto de vista legal; lo cual me alegra profundamente.

En esta ocasión aflora a mi mente un horizonte lleno de imágenes y recuerdos. Usted ha citado varios, querido señor alcalde. Quiero retomar algunos ejemplos. Ante todo, el 3 de enero de 1946. Después de una larga espera, por fin había llegado el momento para el seminario de Freising de abrir sus puertas a cuantos regresaban. De hecho, todavía era un lazareto para ex prisioneros de guerra, pero ya podíamos comenzar. Ese momento representaba un viraje en la vida: estar en el camino al que nos sentíamos llamados. Viéndolo desde la perspectiva de hoy, vivíamos de modo muy "anticuado" y privado de comodidades: estábamos en dormitorios, en salas de estudio, etc., pero éramos felices, no sólo porque habíamos escapado por fin a las miserias y las amenazas de la guerra y del dominio nazi, sino también porque éramos libres y, sobre todo, porque estábamos en el camino al que nos sentíamos llamados. Sabíamos que Cristo era más fuerte que la tiranía, que el poder de la ideología nazi y de sus mecanismos de opresión. Sabíamos que el tiempo y el futuro pertenecen a Cristo, y sabíamos que él nos había llamado y nos necesitaba, que tenía necesidad de nosotros. Sabíamos que la gente de aquellos tiempos cambiados nos esperaba, esperaba sacerdotes que llegaran con un nuevo impulso de fe para construir la casa viva de Dios.

En esta ocasión debo elevar un pequeño himno de alabanza también al viejo ateneo, del que formé parte, primero como estudiante y después como profesor. Había estudiosos muy serios, algunos incluso de fama internacional, pero lo más importante —a mi parecer— es que no eran sólo estudiosos, sino también maestros, personas que no ofrecían solamente las primicias de su especialización, sino personas a las que interesaba dar a los estudiantes lo esencial, el pan sano que necesitaban para recibir la fe desde dentro. Y era importante que nosotros —si ahora puedo decir nosotros— no nos sentíamos expertos individualmente, sino como parte de un conjunto; que cada uno de nosotros trabajaba en el conjunto de la teología; que con nuestra labor debía hacerse visible la lógica de la fe como unidad, y, de ese modo, crecer la capacidad de dar razón de nuestra fe, como dice san Pedro (1 P 3, 15), de transmitirla en un tiempo nuevo, en un contexto de nuevos desafíos.

La segunda imagen que quiero retomar es el día de la ordenación sacerdotal. La catedral siempre fue el centro de nuestra vida, al igual que en el seminario éramos una familia y fue el padre Höck quien hizo de nosotros una verdadera familia. La catedral era el centro y en el día inolvidable de la ordenación sacerdotal se convirtió en el centro para toda la vida. Son tres los momentos que me quedaron especialmente grabados. El primero, estar postrados en el suelo durante las letanías de los santos. Al estar así postrados, se toma una vez más conciencia de toda nuestra pobreza y uno se pregunta: ¿soy realmente capaz? Y al mismo tiempo resuenan los nombres de todos los santos de la historia y la imploración de los fieles: "Escúchanos; ayúdalos". Así crece la conciencia: sí, soy débil e inadecuado, pero no estoy solo, hay otros conmigo, toda la comunidad de los santos está conmigo, me acompañan y, por lo tanto, puedo recorrer este camino y convertirme en compañero y guía para los demás.

El segundo, la imposición de las manos por parte del anciano y venerable cardenal Faulhaber —que me impuso las manos a mí, y a todos, de modo profundo e intenso— y la conciencia de que es el Señor quien impone sus manos sobre mí y dice: me perteneces, no te perteneces simplemente a ti mismo, te quiero, estás a mi servicio; pero también la conciencia de que esta imposición de las manos es una gracia, que no crea sólo obligaciones, sino que por encima de todo es un don, que él está conmigo y que su amor me protege y me acompaña. Después seguía el viejo rito, en el que el poder de perdonar los pecados se confería en un momento aparte, que comenzaba cuando el obispo decía, con las palabras del Señor: "Ya no os llamo siervos; a vosotros os llamo amigos". Y yo sabía —nosotros sabíamos— que no es sólo una cita de Juan 15, sino una palabra actual que el Señor me está dirigiendo ahora. Él me acepta como amigo; estoy en esta relación de amistad; él me ha otorgado su confianza, y en esta amistad puedo actuar y hacer que otros lleguen a ser amigos de Cristo.

A la tercera imagen usted, señor alcalde, ya ha hecho alusión: pude pasar otros tres años y medio inolvidables con mis padres en el Lerchenfeldhof y, por lo tanto, sentirme de nuevo plenamente en casa. Estos últimos tres años y medio con mis padres fueron para mí un don inmenso e hicieron de Freising realmente mi casa. Pienso en las fiestas, en cómo celebrábamos juntos la Navidad, la Pascua, Pentecostés; en los paseos que dábamos juntos por los prados; en nuestras salidas al bosque para recoger ramas de abeto y musgo para el belén, y en nuestras excursiones a los campos a orillas del río Isar. Así Freising se convirtió para nosotros en una verdadera patria, y como patria la conservo en mi corazón.

Hoy a las puertas de Freising se encuentra el aeropuerto de Munich. Quien aterriza o despega ve las torres de la catedral de Freising, ve el mons doctus, y quizá puede intuir un poco de su historia y de su presente. Freising siempre ha tenido una amplia panorámica sobre la cadena de los Alpes; con el aeropuerto ha llegado a ser, en cierto sentido, también mundial y abierta al mundo. Y, sin embargo, quiero subrayar que la catedral con sus torres indica una altura que es muy superior y distinta respecto a la que alcanzamos con los aviones, es la verdadera altura, la altura de Dios, de la que proviene el amor que nos da la auténtica humanidad. Pero la catedral no sólo indica la altura de Dios, que nos forma y nos señala el camino, sino que indica también la amplitud, y esto no sólo porque la catedral encierra siglos de fe y de oración, pues en ella está presente, por decirlo así, toda la comunidad de los santos, de todos aquellos que han creído, rezado, sufrido, gozado antes de nosotros. En general, indica la gran amplitud de los creyentes de todas las épocas, mostrando también de ese modo una inmensidad que va más allá de la globalización, porque en la diversidad, incluso en el contraste de las culturas y los orígenes, da la fuerza de la unidad interior, da lo que puede unirnos: la fuerza unificadora del ser amados por Dios. Así, para mí Freising también es la indicación de un camino.

Para concluir quiero dar las gracias una vez más por el gran honor que me hacéis; también a la banda musical, que hace presente aquí la cultura verdaderamente bávara. Mi deseo —mi oración— es que el Señor siga bendiciendo a esta ciudad y que Nuestra Señora de la catedral de Freising la proteja, a fin de que sea, también en el futuro, un lugar de vida humana de fe y de alegría. Muchas gracias.


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VISITA A LA COMUNIDAD JUDÍA DE ROMA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sinagoga de Roma
Domingo 17 de enero de 2010

(Vídeo)

«El Señor ha estado grande con ellos".
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres» (Sal 126)

«Ved: qué dulzura, qué delicia
convivir los hermanos unidos» (Sal 133)





Señor rabino jefe de la comunidad judía de Roma,
señor presidente de la Unión de las comunidades judías de Italia,
señor presidente de la Comunidad judía de Roma,
señores rabinos,
distinguidas autoridades,
queridos amigos y hermanos:

1. Al inicio del encuentro en el Templo mayor de los judíos de Roma, los Salmos que hemos escuchado nos sugieren la actitud espiritual más auténtica para vivir este particular y feliz momento de gracia: la alabanza al Señor, que ha estado grande con nosotros, nos ha reunido aquí con su Hèsed, el amor misericordioso, y el agradecimiento por habernos dado el don de encontrarnos juntos para hacer más firmes los vínculos que nos unen y seguir recorriendo el camino de la reconciliación y de la fraternidad. Deseo expresarle viva gratitud ante todo a usted, rabino jefe, doctor Riccardo Di Segni, por su invitación y por las significativas palabras que me ha dirigido. Agradezco también a los presidentes de la Unión de las comunidades judías de Italia, abogado Renzo Gattegna, y de la Comunidad judía de Roma, señor Riccardo Pacifici, las corteses palabras que han querido dirigirme. Me dirijo también a las autoridades y a todos los presentes, así como, de modo particular, a la comunidad judía romana y a cuantos han colaborado para hacer posible el momento de encuentro y de amistad que estamos viviendo.

Al venir entre vosotros por primera vez como cristiano y como Papa, mi venerado predecesor Juan Pablo II, hace casi veinticuatro años, quiso dar una decidida contribución a la consolidación de las buenas relaciones entre nuestras comunidades, para superar toda incomprensión y prejuicio. Mi visita se inserta en el camino trazado, para confirmarlo y reforzarlo. Con sentimientos de viva cordialidad me encuentro en medio de vosotros para manifestaros la estima y el afecto que el Obispo y la Iglesia de Roma, como también toda la Iglesia católica, albergan hacia esta comunidad y hacia las comunidades judías esparcidas por el mundo.

2. La doctrina del concilio Vaticano II ha representado para los católicos un punto firme al que referirse constantemente en la actitud y en las relaciones con el pueblo judío, marcando una etapa nueva y significativa. El acontecimiento conciliar dio un impulso decisivo al compromiso de recorrer un camino irrevocable de diálogo, de fraternidad y de amistad, camino que se ha profundizado y desarrollado en estos cuarenta años con pasos y gestos importantes y significativos, entre los cuales deseo mencionar nuevamente la histórica visita de mi venerable predecesor a este lugar, el 13 de abril de 1986; los numerosos encuentros que mantuvo con personalidades judías, también durante los viajes apostólicos internacionales; la peregrinación jubilar a Tierra Santa en el año 2000; los documentos de la Santa Sede que, tras la declaración Nostra aetate, han ofrecido valiosas orientaciones para un desarrollo positivo en las relaciones entre católicos y judíos. También yo, en estos años de pontificado, he querido mostrar mi cercanía y mi afecto hacia el pueblo de la Alianza. Conservo muy vivos en mi corazón todos los momentos de la peregrinación a Tierra Santa que tuve la alegría de realizar en mayo del año pasado, como también los numerosos encuentros con comunidades y organizaciones judías, de modo especial en las sinagogas de Colonia y Nueva York.

Además, la Iglesia no ha dejado de deplorar las faltas de sus hijos e hijas, pidiendo perdón por todo aquello que ha podido favorecer de algún modo las heridas del antisemitismo y del antijudaísmo (cf. Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah, 16 de marzo de 1998). Que estas heridas se cicatricen para siempre. Vuelve a la mente la apremiante oración del Papa Juan Pablo II ante el Muro del Templo, en Jerusalén, el 26 de marzo de 2000, que resuena verdadera y sincera en lo profundo de nuestro corazón: "Dios de nuestros padres, tú has elegido a Abraham y a su descendencia para que tu Nombre fuera dado a conocer a las naciones: nos duele profundamente el comportamiento de cuantos, en el curso de la historia, han hecho sufrir a estos hijos tuyos y, a la vez que te pedimos perdón, queremos comprometernos en una auténtica fraternidad con el pueblo de la Alianza".

3. El paso del tiempo nos permite reconocer que el siglo XX fue una época verdaderamente trágica para la humanidad: guerras sangrientas que sembraron más destrucción, muerte y dolor que nunca; ideologías terribles que hundían sus raíces en la idolatría del hombre, de la raza, del Estado, y que llevaron una vez más al hermano a matar al hermano. El drama singular y desconcertante del Holocausto representa, de algún modo, el culmen de un camino de odio que nace cuando el hombre olvida a su Creador y se pone a sí mismo en el centro del universo. Como dije en la visita del 28 de mayo de 2006 en el campo de concentración de Auschwitz, que sigue profundamente grabada en mi memoria, "los potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su totalidad" y, en el fondo, "con la aniquilación de este pueblo (...), querían matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando en el Sinaí estableció los criterios para orientar a la humanidad, criterios que son válidos para siempre" (Discurso en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 2006, p. 15).

En este lugar, ¿cómo no recordar a los judíos romanos que fueron arrancados de estas casas, ante estas paredes, y con horrenda saña fueron asesinados en Auschwitz? ¿Cómo es posible olvidar sus rostros, sus nombres, las lágrimas, la desesperación de hombres, mujeres y niños? El exterminio del pueblo de la Alianza de Moisés, primero anunciado y después sistemáticamente programado y realizado en la Europa dominada por los nazis, aquel día también alcanzó trágicamente a Roma. Por desgracia, muchos permanecieron indiferentes; pero muchos, también entre los católicos italianos, sostenidos por la fe y por la enseñanza cristiana, reaccionaron con valor, abriendo sus brazos para socorrer a los judíos perseguidos y fugitivos, a menudo arriesgando su propia vida, y merecen una gratitud perenne. También la Sede Apostólica llevó a cabo una acción de socorro, a menudo oculta y discreta.

La memoria de estos acontecimientos debe impulsarnos a reforzar los vínculos que nos unen para que crezcan cada vez más la comprensión, el respeto y la acogida.

4. Nuestra cercanía y fraternidad espirituales tienen en la Sagrada Biblia —en hebreo Sifre Qodesh o "Libros de Santidad"— el fundamento más sólido y perenne, sobre cuya base nos hallamos constantemente ante nuestras raíces comunes, ante la historia y el rico patrimonio espiritual que compartimos. Escrutando su misterio, la Iglesia, pueblo de Dios de la Nueva Alianza, descubre su propio vínculo profundo con los judíos, elegidos por el Señor los primeros entre todos para acoger su palabra (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 839). "A diferencia de las otras religiones no cristianas, la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenecen al pueblo judío "la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne" (Rm 9, 4-5) porque "los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Rm 11, 29)" (ib.).

5. Numerosas pueden ser las implicaciones que se derivan de la herencia común tomada de la Ley y de los Profetas. Quisiera recordar algunas: ante todo, la solidaridad que une a la Iglesia y al pueblo judío "a nivel de su misma identidad" espiritual, y que ofrece a los cristianos la oportunidad de promover "un renovado respeto por la interpretación judía del Antiguo Testamento" (cf. Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana, 2001, pp. 12 y 55); la centralidad del Decálogo como mensaje ético común de valor perenne para Israel, la Iglesia, los no creyentes y la humanidad entera; el compromiso por preparar o realizar el reino del Altísimo en el "cuidado de la creación" confiada por Dios al hombre para que la cultive y la custodie responsablemente (cf. Gn 2, 15).

6. En particular, el Decálogo —las "Diez Palabras" o Diez Mandamientos (cf. Ex 20, 1-17; Dt 5, 1-21)—, que procede de la Torá de Moisés, constituye la antorcha de la ética, de la esperanza y del diálogo, estrella polar de la fe y de la moral del pueblo de Dios, e ilumina y guía también el camino de los cristianos. Constituye un faro y una norma de vida en la justicia y en el amor, un "gran código" ético para toda la humanidad. Las "Diez Palabras" iluminan el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo justo y lo injusto, según los criterios de la conciencia recta de toda persona humana. Jesús mismo lo repitió en varias ocasiones, subrayando que es necesario un compromiso concreto siguiendo el camino de los Mandamientos: "Si quieres entrar en la vida, guarda los Mandamientos" (Mt 19, 17). Desde esta perspectiva, hay varios campos de colaboración y testimonio. Quisiera recordar tres particularmente importantes para nuestro tiempo.

Las "Diez Palabras" exigen reconocer al único Señor, superando la tentación de construirse otros ídolos, de hacerse becerros de oro. En nuestro mundo, muchos no conocen a Dios o lo consideran superfluo, sin relevancia para la vida; así, se han fabricado otros dioses nuevos ante los que se postra el hombre. Despertar en nuestra sociedad la apertura a la dimensión trascendente, dar testimonio del único Dios es un servicio precioso que judíos y cristianos pueden y deben prestar juntos.

Las "Diez Palabras" exigen respeto, protección de la vida contra toda injusticia y abuso, reconociendo el valor de toda persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. ¡Cuántas veces, en todas las partes de la tierra, cercanas o lejanas, se sigue pisoteando la dignidad, la libertad y los derechos del ser humano! Testimoniar juntos el valor supremo de la vida contra todo egoísmo es dar una aportación importante para un mundo en el que reine la justicia y la paz, el "shalom" deseado por los legisladores, los profetas y los sabios de Israel.

Las "Diez Palabras" exigen conservar y promover la santidad de la familia, en la cual el "sí" personal y recíproco, fiel y definitivo, del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno, y se abre, al mismo tiempo, al don de una nueva vida. Testimoniar que la familia sigue siendo la célula esencial de la sociedad y el contexto básico en el que se aprenden y practican las virtudes humanas es un servicio precioso que se ha de prestar para la construcción de un mundo de rostro más humano.

7. Como enseña Moisés en el Shemá (cf. Dt 6, 5; Lv 19, 34), y como afirma Jesús en el Evangelio (cf. Mc12, 29-31), todos los mandamientos se resumen en el amor a Dios y en la misericordia hacia el prójimo. Esta regla compromete a judíos y cristianos a practicar en nuestro tiempo una generosidad especial con los pobres, las mujeres, los niños, los extranjeros, los enfermos, los débiles, los necesitados. En la tradición judía hay un admirable dicho de los padres de Israel: "Simón el Justo solía decir: "El mundo se funda en tres cosas: la Torá, el culto y los actos de misericordia"" (Aboth 1, 2). Con la práctica de la justicia y de la misericordia, judíos y cristianos están llamados a anunciar y a dar testimonio del reino del Altísimo que viene, y por el que rezamos y trabajamos cada día en la esperanza.

8. En esta dirección podemos dar pasos juntos, conscientes de las diferencias que existen entre nosotros, pero también de que, si logramos unir nuestros corazones y nuestras manos para responder a la llamada del Señor, su luz se hará más cercana para iluminar a todos los pueblos de la tierra. Los pasos dados en estos cuarenta años por el Comité internacional conjunto católico-judío y, en años más recientes, por la Comisión mixta de la Santa Sede y del Gran Rabinado de Israel, son un signo de la voluntad común de continuar un diálogo abierto y sincero. Precisamente mañana, la Comisión mixta celebrará aquí, en Roma, su noveno encuentro sobre "La enseñanza católica y judía sobre la creación y el medio ambiente". Les deseamos un diálogo fecundo sobre un tema tan importante y actual.

9. Cristianos y judíos tienen en común gran parte de su patrimonio espiritual, rezan al mismo Señor, tienen las mismas raíces, pero con frecuencia se desconocen mutuamente. Nos corresponde a nosotros, respondiendo a la llamada de Dios, trabajar para que quede siempre abierto el espacio del diálogo, del respeto recíproco, del crecimiento en la amistad, del testimonio común ante los desafíos de nuestro tiempo, que nos invitan a colaborar por el bien de la humanidad en este mundo creado por Dios, el Omnipotente y el Misericordioso.

10. Por último, un pensamiento particular a nuestra ciudad de Roma, donde, desde hace cerca de dos mil años, conviven, como dijo el Papa Juan Pablo II, la comunidad católica con su Obispo y la comunidad judía con su rabino jefe. Que esta convivencia sea animada por un creciente amor fraterno, que se exprese también en una cooperación cada vez más estrecha para dar una contribución eficaz a la solución de los problemas y de las dificultades que se han de afrontar.

Invoco del Señor el don precioso de la paz en el mundo entero, sobre todo en Tierra Santa. Durante mi peregrinación de mayo del año pasado, en Jerusalén, ante el Muro del Templo, pedí a Aquel que todo lo puede: "Derrama tu paz sobre Tierra Santa, sobre Oriente Medio, sobre toda la familia humana; despierta el corazón de todos los que invocan tu nombre, para caminar humildemente por la senda de la justicia y la compasión" (Oración en el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, 12 de mayo de 2009).

Nuevamente elevo a él la acción de gracias y la alabanza por este encuentro, pidiéndole que refuerce nuestra fraternidad y haga más firme nuestro entendimiento.



[«Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos.
Firme es su misericordia con nosotros,
su fidelidad dura por siempre.
Aleluya» (Sal 117).]


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE FINLANDIA

Lunes 18 de enero de 20101



Distinguidos amigos:

Os saludo con afecto a todos vosotros, miembros de la delegación ecuménica, que habéis venido a Roma para la celebración de la fiesta de san Enrique. Esta ocasión coincide con el vigésimo quinto aniversario de vuestras visitas anuales a Roma. Por eso, recuerdo con gratitud que estos encuentros han contribuido de manera significativa al fortalecimiento de las relaciones entre los cristianos en vuestro país.

El concilio Vaticano II comprometió a la Iglesia católica «de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los "signos de los tiempos"» (Ut unum sint, 3). Este es el camino que la Iglesia católica ha emprendido decididamente desde entonces. Las Iglesias de Oriente y de Occidente, cuyas tradiciones se hallan presentes en vuestro país, comparten una auténtica comunión, aunque aún imperfecta. Esto constituye un motivo para lamentar los problemas del pasado, pero seguramente también es un motivo que nos impulsa a esfuerzos cada vez mayores de comprensión y reconciliación, a fin de que nuestra amistad fraterna y nuestro diálogo puedan desembocar en una unidad visible y perfecta en Jesucristo.

En su discurso, usted ha mencionado la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, firmada hace diez años, que es un signo concreto de la fraternidad redescubierta entre luteranos y católicos. En este contexto me complace observar la obra reciente del diálogo nórdico luterano-católico en Finlandia y Suecia sobre cuestiones relativas a la Declaración conjunta. Es de desear que el texto que resulte del diálogo contribuya positivamente al camino que lleva al restablecimiento de nuestra unidad perdida.

Una vez más me alegra expresar mi gratitud por vuestra perseverancia en estos veinticinco años de peregrinación común. Demuestran vuestro respeto por el Sucesor de Pedro, así como vuestra buena fe y el deseo de unidad mediante el diálogo fraterno. Oro fervientemente a Dios para que las distintas Iglesias cristianas y comunidades eclesiales que representáis se basen en este sentido de fraternidad, mientras perseveramos en nuestra peregrinación común. Sobre vosotros y sobre cuantos han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral me complace invocar las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS REPRESENTANTES DE LAS ACADEMIAS PONTIFICIAS

Sala Clementina
Jueves 28 de enero de 2010



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres presidentes y académicos;
señoras y señores:

Me alegra recibiros y encontrarme con vosotros, con ocasión de la sesión pública de las Academias pontificias, momento culminante de las múltiples actividades del año. Saludo a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo de coordinación entre las Academias pontificias, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Extiendo mi saludo a los presidentes de las Academias pontificias, a los académicos y a los socios presentes. La sesión pública de hoy, durante la cual se ha entregado, en mi nombre, el Premio de las Academias pontificias, aborda un tema que reviste particular importancia en el ámbito del Año sacerdotal: "La formación teológica del presbítero".

Hoy, memoria de Santo Tomás de Aquino, gran doctor de la Iglesia, deseo proponeros algunas reflexiones sobre las finalidades y la misión específica de las beneméritas instituciones culturales de la Santa Sede de las que formáis parte y que se precian de una variada y rica tradición de investigación y de compromiso en diversos sectores. En efecto, para algunas de ellas, los años 2009-2010 están marcados por un aniversario específico, que constituye un motivo más para dar gracias al Señor. En particular, la Academia pontificia romana de arqueología recuerda su fundación, acontecida hace dos siglos, en 1810, y la transformación en Academia pontificia, en 1829. La Academia pontificia de Santo Tomás de Aquino y la Academia pontificia cultorum martyrum han recordado su 130° año de vida, pues ambas fueron fundadas en 1879. La Academia pontificia mariana internacional ha celebrado el 50° aniversario de su transformación en Academia pontificia. Por último, las Academias pontificias de Santo Tomás de Aquino y de Teología han recordado el décimo aniversario de su renovación institucional, que tuvo lugar en 1999 con el motu proprio Inter munera Academiarum, fechado el 28 de enero.

Muchas ocasiones, por lo tanto, para recordar el pasado a través de la lectura atenta de los pensamientos y las acciones de los fundadores y de cuantos se han prodigado por el progreso de estas instituciones. Pero la mirada retrospectiva y la memoria del glorioso pasado no pueden constituir el único modo de acercarse a esos acontecimientos, que recuerdan sobre todo la tarea y la responsabilidad de las Academias pontificias de servir con fidelidad a la Iglesia y a la Santa Sede, renovando en la actualidad el rico y múltiple compromiso, que ya ha dado valiosos frutos en el pasado reciente. De hecho, la cultura contemporánea, y más aún los creyentes, solicitan continuamente la reflexión y la acción de la Iglesia en los distintos ámbitos en los que surgen problemáticas nuevas y que constituyen también sectores en los que actuáis, como la investigación filosófica y teológica; la reflexión sobre la figura de la Virgen María; el estudio de la historia, de los monumentos, de los testimonios heredados de los fieles de las primeras generaciones cristianas, comenzando por los mártires; el delicado e importante diálogo entre la fe cristiana y la creatividad artística, al que quise dedicar el Encuentro con personalidades del mundo del arte y de la cultura, que tuvo lugar en la Capilla Sixtina el pasado 21 de noviembre. En estos delicados espacios de investigación y de compromiso estáis llamados a dar una contribución cualificada, competente y apasionada a fin de que toda la Iglesia, y especialmente la Santa Sede, pueda disponer de ocasiones, de lenguajes y de medios adecuados para dialogar con las culturas contemporáneas y responder eficazmente a las preguntas y a los desafíos que se plantean en los diferentes ámbitos del saber y de la experiencia humana.

Como he afirmado en varias ocasiones, la cultura actual sufre un fuerte influjo tanto de una visión dominada por el relativismo y el subjetivismo, como de métodos y actitudes a veces superficiales e incluso banales, que perjudican la seriedad de la investigación y de la reflexión y, en consecuencia, también del diálogo, de la confrontación y de la comunicación interpersonal. Por tanto, es urgente y necesario recrear las condiciones esenciales de una capacidad real de profundizar en el estudio y en la investigación, para que se dialogue de forma razonable y para que se entable una confrontación eficaz sobre las diversas problemáticas, en la perspectiva de un crecimiento común y de una formación que promueva al hombre en su integridad. A la falta de puntos de referencia ideales y morales, que penaliza particularmente la convivencia civil y sobre todo la formación de las generaciones jóvenes, debe corresponder un ofrecimiento ideal y práctico de valores y de verdad, de razones fuertes de vida y de esperanza, que pueda y deba interesar a todos, especialmente a los jóvenes. Ese compromiso debe ser especialmente urgente en el ámbito de la formación de los candidatos al ministerio ordenado, como exige el Año sacerdotal y como confirma la feliz decisión de dedicarle vuestra sesión pública anual.

Una de las Academias pontificias está dedicada a Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angelicus et communis, un modelo siempre actual en el cual inspirarse en la acción y el diálogo de las Academias pontificias con las distintas culturas. En efecto, él consiguió instaurar una confrontación fructífera tanto con el pensamiento árabe como con el judío de su tiempo y, aprovechando la tradición filosófica griega, produjo una extraordinaria síntesis teológica, armonizando plenamente la razón y la fe. Dejó ya en sus contemporáneos un recuerdo profundo y indeleble, precisamente por la extraordinaria finura y agudeza de su inteligencia, y la grandeza y originalidad de su genio, así como por la luminosa santidad de su vida. Su primer biógrafo, Guglielmo da Tocco, subraya la extraordinaria y penetrante originalidad pedagógica de santo Tomás, con expresiones que pueden inspirar también vuestras acciones: Fray Tomás —escribe— "en sus lecciones introducía artículos nuevos, resolvía las cuestiones de un modo nuevo y más claro con argumentos nuevos. Por consiguiente, quienes lo escuchaban cuando enseñaba tesis nuevas y las trataba con un método nuevo, no podían dudar de que Dios lo había iluminado con una luz nueva: porque, ¿acaso se pueden enseñar o escribir opiniones nuevas, sin haber recibido de Dios una inspiración nueva?" (VitaSancti Thomae Aquinatis, en Fontes Vitae S. Thomae Aquinatis notis historicis et criticis illustrati, ed. D. Prümmer M.-H. Laurent, Tolosa, s.d., fasc. 2, p. 81).

El pensamiento y el testimonio de santo Tomás de Aquino nos sugieren estudiar con gran atención los problemas planteados para dar respuestas adecuadas y creativas. Confiando en la posibilidad de la "razón humana", con plena fidelidad al inmutable depositum fidei, espreciso —como hizo el "Doctor Communis"— sacar siempre provecho de las riquezas de la Tradición, en la búsqueda constante de la "verdad de las cosas". Por eso, es necesario que las Academias pontificias sean hoy más que nunca instituciones vitales y vivas, capaces de percibir agudamente tanto las preguntas de la sociedad y de las culturas, como las necesidades y las expectativas de la Iglesia, para dar una contribución adecuada y válida, y promover así, con todas las energías y los medios a disposición, un auténtico humanismo cristiano.

Así pues, agradeciendo a las Academias pontificias su dedicación generosa y su gran compromiso, deseo a cada una que enriquezca su historia y tradiciones con proyectos nuevos y significativos, mediante los cuales proseguir su misión con nuevo impulso. Os aseguro un recuerdo en la oración y, mientras invoco sobre vosotros y sobre las instituciones a las que pertenecéis la intercesión de la Madre de Dios, Sedes Sapientiae, y de santo Tomás de Aquino, os imparto de corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
CON OCASIÓN DE LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL

Sala Clementina
Viernes 29 de enero de 2010



Queridos miembros del Tribunal de la Rota romana:

Me alegra encontrarme una vez más con vosotros para la inauguración del Año judicial. Saludo cordialmente al Colegio de los prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes. Saludo también a los promotores de justicia, a los defensores del vínculo, a los demás oficiales, a los abogados y a todos los colaboradores de ese Tribunal apostólico, al igual que a los miembros del Estudio rotal. Aprovecho de buen grado la ocasión para renovaros mi profunda estima y mi sincera gratitud por vuestro ministerio eclesial, reafirmando, al mismo tiempo, la necesidad de vuestra actividad judicial. El valioso trabajo que los prelados auditores están llamados a desempeñar con diligencia, en nombre y por mandato de esta Sede apostólica, se apoya en las autorizadas y consolidadas tradiciones de ese Tribunal, y cada uno de vosotros debe sentirse personalmente comprometido a respetarlas.

Hoy deseo detenerme en el núcleo esencial de vuestro ministerio, tratando de profundizar en las relaciones con la justicia, la caridad y la verdad. Haré referencia sobre todo a algunas consideraciones expuestas en la encíclica Caritas in veritate, que, aunque consideradas en el contexto de la doctrina social de la Iglesia, pueden iluminar también otros ámbitos eclesiales. Se ha de tener en cuenta la tendencia, difundida y arraigada, aunque no siempre manifiesta, que lleva a contraponer la justicia y la caridad, como si una excluyese a la otra. En este sentido, refiriéndose más específicamente a la vida de la Iglesia, algunos consideran que la caridad pastoral podría justificar cualquier paso hacia la declaración de la nulidad del vínculo matrimonial para ayudar a las personas que se encuentran en situación matrimonial irregular. La verdad misma, aunque se la invoque con las palabras, tendería de ese modo a ser vista desde una perspectiva instrumental, que la adaptaría caso por caso a las diversas exigencias que se presentan.

Partiendo de la expresión "administración de la justicia", quiero recordar ante todo que vuestro ministerio es esencialmente obra de justicia: una virtud —"que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1807)— cuyo valor humano y cristiano, también dentro de la Iglesia, es sumamente importante redescubrir. A veces se subestima el Derecho canónico, como si fuera un mero instrumento técnico al servicio de cualquier interés subjetivo, aunque no esté fundado en la verdad. En cambio, es necesario que dicho Derecho se considere siempre en su relación esencial con la justicia, conscientes de que la actividad jurídica en la Iglesia tiene como fin la salvación de las almas y "constituye una peculiar participación en la misión de Cristo Pastor... en actualizar el orden querido por el mismo Cristo" (Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, 18 de enero de 1990: AAS 82 [1990] 874, n. 4; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11). Desde esta perspectiva, es preciso tener presente, sea cual sea la situación, que el proceso y la sentencia están unidos de un modo fundamental a la justicia y están a su servicio. El proceso y la sentencia tienen una gran relevancia tanto para las partes como para toda la comunidad eclesial y ello adquiere un valor del todo singular cuando se trata de pronunciarse sobre la nulidad de un matrimonio, que concierne directamente al bien humano y sobrenatural de los cónyuges, así como al bien público de la Iglesia. Más allá de esta dimensión de la justicia que podríamos definir "objetiva", existe otra, inseparable de ella, que concierne a los "agentes del derecho", es decir, a los que la hacen posible. Quiero subrayar que estos deben caracterizarse por un alto ejercicio de las virtudes humanas y cristianas, especialmente de la prudencia y la justicia, pero también de la fortaleza. Esta última adquiere más relevancia cuando la injusticia parece el camino más fácil de seguir, en cuanto que implica condescender a los deseos y las expectativas de las partes, o a los condicionamientos del ambiente social. En ese contexto, el juez que desea ser justo y quiere adecuarse al paradigma clásico de la "justicia viva" (cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, v, 1132 a), tiene ante Dios y los hombres la grave responsabilidad de su función, que incluye también la debida tempestividad en cada fase del proceso: "quam primum, salva iustitia" (Consejo pontificio para los textos legislativos, Instr. Dignitas connubii, art. 72). Todos aquellos que trabajan en el campo del Derecho, cada uno según su función propia, deben guiarse por la justicia. Pienso especialmente en los abogados, que no sólo deben examinar con la máxima atención la verdad de las pruebas, sino que también, en cuanto abogados de confianza, deben evitar cuidadosamente asumir el patrocinio de causas que, según su conciencia, no sean objetivamente defendibles.

Por otra parte, la acción de quien administra la justicia no puede prescindir de la caridad. El amor a Dios y al prójimo debe caracterizar todas sus actividades, incluso las más técnicas y burocráticas en apariencia. La mirada y la medida de la caridad ayudarán a no olvidar que nos encontramos siempre ante personas marcadas por problemas y sufrimientos. También en el ámbito específico del servicio de agentes de la justicia vale el principio según el cual "la caridad supera la justicia" (Caritas in veritate, 6). En consecuencia, el trato con las personas, si bien sigue una modalidad específica vinculada al proceso, debe servir en el caso concreto para facilitar a las partes, mediante la delicadeza y la solicitud, el contacto con el tribunal competente. Al mismo tiempo, es importante, siempre que se vea alguna esperanza de éxito, esforzarse por inducir a los cónyuges a convalidar su matrimonio y a restablecer la convivencia conyugal (cf. Código de derecho canónico, can. 1676). Asimismo, hay que tratar de instaurar entre las partes un clima de disponibilidad humana y cristiana, fundada en la búsqueda de la verdad (cf. Dignitas connubii, art. 65 2-3).

Sin embargo, es preciso reafirmar que toda obra de caridad auténtica comprende la referencia indispensable a la justicia, sobre todo en nuestro caso. "El amor —"caritas"— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz" (Caritas in veritate, 1). "Quien ama con caridad a los demás es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es un camino alternativo o paralelo a la caridad: la justicia es "inseparable de la caridad", intrínseca a ella" (ib., 6). La caridad sin justicia no es caridad, sino sólo una falsificación, porque la misma caridad requiere la objetividad típica de la justicia, que no hay que confundir con una frialdad inhumana. A este respecto, como afirmó mi predecesor el venerable Juan Pablo II en su discurso dedicado a las relaciones entre pastoral y derecho: "El juez (...) debe cuidarse siempre del peligro de una malentendida compasión que degeneraría en sentimentalismo, sólo aparentemente pastoral" (18 de enero de 1990: AAS 82 [1990] 875, n. 5; cf L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11).

Hay que huir de las tentaciones pseudo-pastorales que sitúan las cuestiones en un plano meramente horizontal, en el que lo que cuenta es satisfacer las peticiones subjetivas para obtener a toda costa la declaración de nulidad, a fin de poder superar, entre otras cosas, los obstáculos para recibir los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. En cambio, el bien altísimo de la readmisión a la Comunión eucarística después de la reconciliación sacramental exige que se considere el bien auténtico de las personas, inseparable de la verdad de su situación canónica. Sería un bien ficticio, y una falta grave de justicia y de amor, allanarles el camino hacia la recepción de los sacramentos, con el peligro de hacer que vivan en contraste objetivo con la verdad de su condición personal.

Acerca de la verdad, en las alocuciones dirigidas a este Tribunal apostólico, en 2006 y en 2007, ya reafirmé la posibilidad de alcanzar la verdad sobre la esencia del matrimonio y sobre la realidad de cada situación personal que se somete al juicio del tribunal (28 de enero de 2006: AAS 98 [2006] 135-138; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 3; y 27 de enero de 2007, AAS 99 [2007] 86-91: cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de febrero de 2007, pp. 6-7); sobre la verdad en los procesos matrimoniales cf. Instr. Dignitas connubii, artt. 65 1-2, 95 1, 167, 177, 178). Hoy quiero subrayar que tanto la justicia como la caridad postulan el amor a la verdad y conllevan esencialmente la búsqueda de la verdad. En particular, la caridad hace que la referencia a la verdad sea todavía más exigente. "Defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Esta "goza con la verdad" (1 Co 13, 6)" (Caritas in veritate, 1). "Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente (...). Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Este es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario" (ib., 3).

Es preciso tener presente que este vaciamiento no sólo puede llevarse a cabo en la actividad práctica del juzgar, sino también en los planteamientos teóricos, que tanto influyen después en los juicios concretos. El problema se plantea cuando se ofusca en mayor o menor medida la esencia misma del matrimonio, arraigada en la naturaleza del hombre y de la mujer, que permite expresar juicios objetivos sobre cada matrimonio. En este sentido, la consideración existencial, personalista y relacional de la unión conyugal nunca puede ir en detrimento de la indisolubilidad, propiedad esencial que en el matrimonio cristiano alcanza, junto con la unidad, una particular firmeza por razón del sacramento (cf. Código de derecho canónico, can. 1056). Tampoco hay que olvidar que el matrimonio goza del favor del derecho. Por lo tanto, en caso de duda, se ha de considerar válido mientras no se pruebe lo contrario (cf. ib., can. 1060). De otro modo, se corre el grave riesgo de quedarse sin un punto de referencia objetivo para pronunciarse sobre la nulidad, transformando cualquier dificultad conyugal en un síntoma de fallida realización de una unión cuyo núcleo esencial de justicia —el vínculo indisoluble— de hecho se niega.

Ilustres prelados auditores, oficiales y abogados, os confío estas reflexiones, conociendo bien el espíritu de fidelidad que os anima y vuestro compromiso por dar plena actuación a las normas de la Iglesia, buscando el verdadero bien del pueblo de Dios. Como apoyo para vuestra valiosa actividad, invoco sobre cada uno de vosotros y sobre vuestro trabajo diario la protección materna de María santísima Speculum iustitiae e imparto con afecto la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE INGLATERRA Y GALES
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Lunes 1 de febrero de 2010



Queridos hermanos en el episcopado:

Os doy la bienvenida a todos con ocasión de vuestra visita ad limina a Roma, a donde venís a venerar las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Os agradezco las amables palabras que el arzobispo Vincent Nichols me ha dirigido en vuestro nombre, y os aseguro mis mejores deseos y mis oraciones por vosotros y por todos los fieles de Inglaterra y Gales encomendados a vuestra solicitud pastoral. Vuestra visita a Roma fortalece los vínculos de comunión entre la comunidad católica en vuestro país y la Sede apostólica, una comunión que ha sostenido la fe de vuestro pueblo durante siglos, y que hoy infunde nuevas energías para la renovación y la evangelización. Incluso en medio de las presiones de una era secularizada, hay muchos signos de una fe y una devoción vivas entre los católicos de Inglaterra y Gales. Pienso, por ejemplo, en el entusiasmo que despertó la visita de las reliquias de santa Teresa, en el interés que suscitó la perspectiva de la beatificación del cardenal Newman, o en la ilusión de los jóvenes por participar en peregrinaciones y en las Jornadas mundiales de la juventud. Con ocasión de mi próxima visita apostólica a Gran Bretaña, yo mismo podré ser testigo personalmente de esa fe y, como Sucesor de Pedro, podré fortalecerla y confirmarla. Durante los próximos meses de preparación, no dejéis de alentar a los católicos de Inglaterra y Gales en su devoción, y aseguradles que el Papa los recuerda constantemente en sus oraciones y los lleva en su corazón.

Vuestro país es bien conocido por su firme compromiso de asegurar igualdad de oportunidades a todos los miembros de la sociedad. Sin embargo, como habéis subrayado justamente, algunas leyes delineadas para obtener este objetivo han llevado a imponer limitaciones injustas a la libertad de las comunidades religiosas para actuar de acuerdo con sus creencias. En algunos puntos se viola incluso la ley natural, sobre la que se funda la igualdad de todos los seres humanos y mediante la cual se garantiza esa igualdad. Os exhorto, como pastores, a asegurar que la enseñanza moral de la Iglesia se presente siempre en su integridad y se defienda de modo convincente. La fidelidad al Evangelio no limita de ningún modo la libertad de los demás; al contrario, está al servicio de su libertad porque les ofrece la verdad. Seguid insistiendo en vuestro derecho a participar en el debate nacional mediante un diálogo respetuoso con otros miembros de la sociedad. Al actuar así, no sólo mantenéis las antiguas tradiciones británicas de libertad de expresión y de un honrado intercambio de opiniones, sino que también dais voz a las convicciones de numerosas personas que no cuentan con los medios para expresarlas: si un número tan alto de la población se declara cristiano, ¿cómo se puede discutir el derecho del Evangelio a ser escuchado?

Si se quiere presentar de modo eficaz y convincente a todo el mundo el mensaje salvífico de Jesucristo en su integridad, es preciso que la comunidad católica en vuestro país hable con una única voz. Esto requiere que no sólo vosotros, los obispos, sino también los sacerdotes, los maestros, los catequistas, los escritores —en definitiva, todos los que se ocupan de la tarea de comunicar el Evangelio— estén atentos a las inspiraciones del Espíritu, que guía a toda la Iglesia en la verdad, la reúne en la unidad y le infunde el celo misionero.

Así pues, esforzaos por aprovechar los importantes dones de los fieles laicos en Inglaterra y Gales, y procurad que se preparen bien para transmitir la fe a las nuevas generaciones de manera esmerada e íntegra, y con una viva conciencia de que de ese modo están desempeñando su papel en la misión de la Iglesia. En un ambiente social que favorece la expresión de una variedad de opiniones sobre todas las cuestiones que se plantean, es importante reconocer el disenso por lo que es, y no confundirlo con una contribución madura a un debate equilibrado y amplio. Lo que nos hace libres es la verdad revelada mediante las Escrituras y la Tradición y articulada por el Magisterio de la Iglesia. El cardenal Newman lo comprendió y nos dejó un ejemplo excepcional de fidelidad a la verdad revelada siguiendo la "delicada luz" dondequiera que lo llevara, aunque implicara pagar un elevado precio personal. Hoy la Iglesia necesita grandes escritores y comunicadores de su talla e integridad, y tengo la esperanza de que la devoción por él inspire a muchas personas a seguir sus pasos.

Con razón se ha prestado gran atención a la actividad académica de Newman y a sus numerosos escritos, pero es importante recordar que él se veía a sí mismo ante todo como un sacerdote. En este Año sacerdotal, os exhorto a presentar a vuestros sacerdotes su ejemplo de entrega a la oración, su sensibilidad pastoral ante las necesidades de su rebaño y su celo por predicar el Evangelio. Vosotros mismos debéis dar ejemplo de ello. Estad cerca de vuestros sacerdotes, y reavivad en ellos la conciencia del enorme privilegio y alegría que implica encontrarse entre el pueblo de Dios como alter Christus. En palabras de Newman: "Los sacerdotes de Cristo no tienen otro sacerdocio más que el de Cristo... lo que ellos hacen, lo hace él; cuando bautizan, es él quien bautiza; cuando bendicen, es él quien bendice" (Parochial and Plain Sermons, VI 242). De hecho, dado que el sacerdote desempeña un papel insustituible en la vida de la Iglesia, no escatiméis esfuerzos para alentar las vocaciones sacerdotales y subrayar ante los fieles el verdadero significado y la necesidad del sacerdocio. Animad a los fieles laicos a expresar su aprecio por los sacerdotes que les sirven, y a reconocer las dificultades que a veces tienen que afrontar a causa de la disminución de su número y de las presiones crecientes. El apoyo y la comprensión de los fieles son particularmente necesarios cuando es preciso agrupar las parroquias o ajustar los horarios de las misas. Ayudadles a evitar la tentación de ver a los presbíteros como meros funcionarios; ayudadles, en cambio, a alegrarse por el don del ministerio sacerdotal, un don que nunca hay que dar por descontado.

El diálogo ecuménico e interreligioso asume gran importancia en Inglaterra y Gales, dado el variado perfil demográfico de su población. Os aliento en vuestra importante labor en estas áreas y os pido que seáis generosos a la hora de poner en práctica las disposiciones de la constitución apostólica Anglicanorum coetibus, para asistir a los grupos de anglicanos que desean entrar en comunión plena con la Iglesia católica. Estoy convencido de que, si los acogemos con afecto y con corazón abierto, estos grupos serán una bendición para toda la Iglesia.

Con estos pensamientos, encomiendo vuestro ministerio apostólico a la intercesión de san David, san Jorge y todos los santos y mártires de Inglaterra y Gales. Que Nuestra Señora de Walsingham os guíe y proteja siempre. A todos vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos de vuestro país, imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de paz y alegría en nuestro Señor Jesucristo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE ESCOCIA CON OCASIÓN
DE SU VISITA "AD LIMITA APOSTOLORUM"

Viernes 5 de febrero de 2010



Queridos hermanos en el episcopado:

Os doy una cordial bienvenida a todos con ocasión de vuestra visita ad limina a Roma. Os agradezco las amables palabras que el cardenal Keith Patrick O'Brien me ha dirigido en vuestro nombre, y os aseguro mis oraciones constantes por vosotros y por los fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral. Vuestra presencia aquí expresa una realidad que está en el centro de toda diócesis católica: su relación de comunión con la Sede de Pedro y, por lo tanto, con la Iglesia universal. Las iniciativas pastorales que tienen en cuenta, como es debido, esta dimensión esencial llevan a una auténtica renovación: cuando se aceptan con alegría y se viven plenamente los vínculos de comunión con la Iglesia universal y, en especial con Roma, la fe del pueblo crece libremente y produce una cosecha de buenas obras.

Es una feliz coincidencia que el Año sacerdotal, que toda la Iglesia está celebrando actualmente, corresponda al IV centenario de la ordenación sacerdotal del gran mártir escocés san Juan Ogilvie. Venerado con razón como un fiel servidor del Evangelio, destacó realmente por su entrega en un ministerio pastoral difícil y peligroso, hasta tal punto de que sacrificó su vida. Tomadlo como ejemplo para los sacerdotes hoy. Me alegra saber que concedéis gran importancia a la formación permanente de vuestro clero, especialmente mediante la iniciativa "Sacerdotes para Escocia". El testimonio de sacerdotes auténticamente comprometidos en la oración y alegres en su ministerio da fruto no sólo en la vida espiritual de los fieles, sino también en nuevas vocaciones. Sin embargo, recordad que vuestras loables iniciativas para promover las vocaciones deben ir acompañadas por una catequesis continua entre los fieles sobre el verdadero significado del sacerdocio. Subrayad el papel indispensable del sacerdote en la vida de la Iglesia, sobre todo al celebrar la Eucaristía, mediante la cual la Iglesia misma recibe la vida. Y alentad a quienes tienen la tarea de la formación de los seminaristas para que hagan todo lo posible a fin de preparar una nueva generación de sacerdotes comprometidos y fervorosos, bien formados humana, académica y espiritualmente para la tarea del ministerio en el siglo XXI.

Junto con un adecuado aprecio del papel del sacerdote es necesaria una correcta comprensión de la vocación específica del laicado. A veces una tendencia a confundir apostolado laical con ministerio laical ha llevado a una concepción retraída de su papel eclesial. Sin embargo, según la visión del concilio Vaticano II, dondequiera que los fieles laicos vivan su vocación bautismal —en la familia, en casa, en el trabajo— participan activamente en la misión de la Iglesia de santificar al mundo. Un enfoque renovado respecto al apostolado laical ayudará a clarificar las funciones del clero y del laicado, y así se dará un fuerte impulso a la tarea de evangelización de la sociedad.

Esta tarea requiere estar preparados para afrontar con firmeza los desafíos que plantea el laicismo creciente en vuestro país. El apoyo a la eutanasia ataca el corazón mismo de la concepción cristiana de la dignidad de la vida humana. Los avances recientes en ética médica y algunas de las prácticas defendidas en el campo de la embriología dan motivo de seria preocupación. Si la enseñanza de la Iglesia queda comprometida, aunque sea ligeramente, en una de estas áreas, resulta difícil defender la plenitud de la doctrina católica de modo integral. Por lo tanto, los pastores de la Iglesia deben exhortar continuamente a los fieles a una fidelidad total al Magisterio de la Iglesia, sosteniendo y defendiendo al mismo tiempo el derecho de la Iglesia a vivir libremente en la sociedad de acuerdo con sus creencias.

La Iglesia ofrece al mundo una visión positiva y estimulante de la vida humana, la belleza del matrimonio y la alegría de la paternidad. Esta visión hunde sus raíces en el amor infinito, transformador y ennoblecedor de Dios por nosotros, que nos abre los ojos para reconocer y amar su imagen en nuestro prójimo (cf. Deus caritas est, 10-11 et passim). Aseguraos de presentar esta enseñanza de modo que se la reconozca por lo que es: un mensaje de esperanza. Con demasiada frecuencia la doctrina de la Iglesia se percibe como una serie de prohibiciones y posiciones retrógradas, mientras que en realidad, como sabemos, es creativa y vivificante, y está orientada a la realización más plena del gran potencial de bien y de felicidad que Dios ha infundido en cada uno de nosotros.

La Iglesia en vuestro país, como en muchos países del norte de Europa, ha sufrido la tragedia de la división. Es triste recordar la gran ruptura con el pasado católico de Escocia acontecida hace 450 años. Doy gracias a Dios por los avances que se han logrado para cicatrizar las heridas heredadas de ese periodo, especialmente el sectarismo que ha seguido levantando la cabeza incluso en tiempos recientes. Al participar en Action of Churches Together in Scotland, veis que la labor de reconstrucción de la unidad entre los seguidores de Cristo se lleva a cabo con constancia y empeño. Resistiendo a cualquier presión de diluir el mensaje cristiano, prefijaos el objetivo de una unidad plena y visible, porque nada menos que esto puede corresponder a la voluntad de Cristo.

Podéis estar orgullosos de la contribución que dan las escuelas católicas de Escocia para superar el sectarismo y entablar buenas relaciones entre las comunidades. Los colegios religiosos son una gran fuerza para la cohesión social, y cuando tengáis ocasión, haréis bien en subrayarlo. Al alentar a los educadores católicos en su trabajo, poned un énfasis especial en la calidad y la profundidad de la educación religiosa, a fin de preparar un laicado católico articulado y bien informado, capaz y deseoso de llevar a cabo su misión "tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios" (Christifideles laici, 15). Una presencia católica fuerte en los medios de comunicación, en la política local y nacional, en el sistema judicial, en las profesiones y en las universidades sólo puede servir para enriquecer la vida nacional de Escocia, porque las personas que tienen fe dan testimonio de la verdad, especialmente cuando la verdad se pone en duda.

Este año tendré la alegría de estar con vosotros y con los católicos de Escocia en vuestra tierra natal. Al prepararos para la visita apostólica, animad al pueblo a rezar a fin de que sea un tiempo de gracia para toda la comunidad católica. Aprovechad la oportunidad para profundizar su fe y reavivar su compromiso de dar testimonio del Evangelio. Que, como los monjes de Iona difundieron el mensaje cristiano a lo largo y lo ancho de toda Escocia, también ellos sean hoy faros de fe y de santidad para el pueblo de Escocia.

Con estas reflexiones, encomiendo vuestra labor apostólica a la intercesión de Nuestra Señora, de san Andrés, de santa Margarita y de todos los santos de Escocia. A todos vosotros, a vuestro clero, a los religiosos y a los fieles laicos, imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de paz y alegría en nuestro Señor Jesucristo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DIRECTIVOS Y AL PERSONAL DE LA EMPRESA MUNICIPAL
ROMANA DE ENERGÍA Y MEDIO AMBIENTE (ACEA)

Sala Clementina
Sábado 6 de febrero de 2010



Señor cardenal;
queridos amigos de la empresa municipal de energía y medio ambiente (ACEA):

Me alegra recibiros y daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Salvatore De Giorgi, y al presidente de ACEA, Giancarlo Cremonesi, a quien agradezco las amables palabras con las que ha introducido nuestro encuentro y los regalos con los que me ha obsequiado, especialmente el hermoso libro sobre la aplicación de los principios de la encíclica Caritas in veritate al mundo de la empresa, publicado por la "Libreria Editrice Vaticana" en colaboración con la UCID, en la colección "Empresarios por el bien común". Quiero expresar mi vivo aprecio por esta iniciativa editorial, deseando que llegue a ser un punto de referencia a la hora de buscar soluciones a los complejos problemas del mundo del trabajo y de la economía. También quiero felicitaros vivamente por el proyecto de colaboración con la Fundación Juan Pablo II para el Sahel, que se propone el objetivo de responder a la urgencia de agua y de energía en algunos países en vías de desarrollo.

Asimismo, he visto con interés la "Carta de los valores" y el "Código ético", en los que se recogen los principios de responsabilidad, transparencia, honradez, espíritu de servicio y de colaboración a los que hace referencia ACEA. Se trata de orientaciones que esta empresa quiere recordar y sobre los cuales desea construir su imagen y reputación.

Acabáis de clausurar las celebraciones del centenario de la ACEA. En efecto, han pasado cien años desde aquel 20 de septiembre de 1909, en que los ciudadanos romanos eligieron por referéndum popular que la iluminación pública y los transportes colectivos fueran municipalizados. Desde aquel día vuestra empresa ha crecido juntamente con Roma. Un camino largo y fascinante, lleno de desafíos y de éxitos. Baste pensar en cuán complejo ha sido garantizar los servicios esenciales a franjas cada vez más extensas de ciudadanos, en nuevos barrios, que a menudo han crecido de manera caótica y abusiva, en una ciudad que cambiaba y se expandía desmesuradamente. Así, podemos afirmar que, a lo largo de los años, la relación entre la Urbe y ACEA se ha vuelto más estrecha, sobre todo gracias a la pluralidad de servicios que la empresa ha suministrado y sigue suministrando a la ciudad, sosteniendo y favoreciendo su transformación en una metrópolis moderna.

La celebración centenaria llega al final de un periodo cargado de dificultades, caracterizado por una grave crisis internacional que ha llevado al mundo a redefinir un modelo de desarrollo basado primordialmente en el sistema financiero y en los beneficios, para orientarse a poner de nuevo en el centro de la acción del hombre su capacidad de producir, de innovar, de pensar y de construir el futuro. Como subrayé en la encíclica Caritas in veritate, es importante que crezca la conciencia acerca de la necesidad de una "responsabilidad social" más amplia de la empresa, que impulse a tomar en la debida consideración los anhelos y las necesidades de los trabajadores, de los clientes, de los proveedores y de toda la comunidad, y prestar una atención especial al medio ambiente (cf. n. 40). De este modo la producción de bienes y servicios no estará vinculada exclusivamente a la búsqueda del beneficio económico, sino también a la promoción del bien de todos. Me alegra que la historia de estos cien años no se traduzca solamente en términos numéricos de una competitividad cada vez mayor, sino también en un compromiso moral que trata de obtener el bienestar de la colectividad.

Deseo expresar mi aprecio por cuanto ACEA, con el espíritu de servicio que la caracteriza y gracias a la competencia profesional de sus empleados, ha realizado en la iluminación de los monumentos que hacen que Roma sea única en el mundo. Al respecto, quiero recordar con gratitud la gran ayuda proporcionada con ocasión de las celebraciones del 80° aniversario de la fundación del Estado de la Ciudad del Vaticano. También numerosas Iglesias, empezando por la basílica de San Pedro, se han valorizado con inteligentes juegos de luz que resaltan lo que el hombre ha sabido realizar para manifestar su fe en Cristo, "la luz verdadera, que ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9).

Asimismo, me ha complacido conocer el compromiso de la empresa en la tutela del medio ambiente mediante la gestión sostenible de los recursos naturales, la reducción del impacto ambiental y el respeto de la creación. Pero es igualmente importante favorecer una ecología humana capaz de hacer que los ambientes de trabajo y las relaciones interpersonales sean dignos del hombre. Al respecto, quiero reafirmar lo que dije en el Mensaje para la Jornada mundial de la paz de este año, deseando "que se adoptara un modelo de desarrollo basado en el papel central del ser humano, en la promoción y participación en el bien común, en la responsabilidad, en la toma de conciencia de la necesidad de cambiar el estilo de vida" (n. 9).

En Roma, como en toda gran ciudad, se notan también los efectos de una cultura que exaspera el concepto de individuo: con frecuencia muchos viven encerrados en sí mismos, replegados sobre los propios problemas, distraídos por las numerosas preocupaciones que se agolpan en la mente y hacen que el hombre sea incapaz de captar las alegrías sencillas presentes en la vida de cada uno. La salvaguardia de la creación, una tarea que el Creador encomendó a la humanidad (cf. Gn 2, 15), implica también la custodia de los sentimientos de bondad, generosidad, rectitud y honradez que Dios ha puesto en el corazón de todo ser humano, creado a su "imagen y semejanza" (cf. Gn 1, 26).

Por último, quiero invitar a los presentes a mirar a Cristo, el hombre perfecto, a tomar siempre como ejemplo su manera de actuar, para crecer en humanidad y realizar así una ciudad con un rostro cada vez más humano, en la que cada uno sea considerado persona, ser espiritual en relación con los demás. También gracias a vuestro empeño por mejorar las relaciones interpersonales y la calidad del trabajo, Roma podrá seguir desempeñando el papel de faro de civilizaciones que la ha hecho ilustre a lo largo de los siglos.

A la vez que os renuevo mi gratitud por vuestra visita, os aseguro un recuerdo especial en la oración por cada uno de vosotros y por vuestras actividades, y de corazón os bendigo a vosotros y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. ALFONSO ROBERTO MATTA FAHSEN
EMBAJADOR DE GUATEMALA ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 6 de febrero de 2010



Señor Embajador:

1. Recibo complacido de sus manos las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Guatemala ante la Santa Sede. Le doy la cordial bienvenida en el momento que da comienzo a la alta responsabilidad que le ha sido encomendada, a la vez que agradezco las gentiles palabras que me ha dirigido y el deferente saludo que me transmite de parte de Su Excelencia, Ingeniero Álvaro Colom Caballeros, Presidente de Guatemala. Le ruego que tenga la bondad de hacerle llegar mis mejores deseos para él y su Gobierno, que acompaño con mis oraciones por su Patria y sus nobles gentes.

2. Bien conoce Vuestra Excelencia la atención que la Santa Sede presta a Guatemala, cuya historia desde hace siglos ha sido fecundamente permeada y enriquecida por la sabiduría que brota del Evangelio. En efecto, el pueblo guatemalteco, con su variedad de etnias y culturas, tiene muy arraigada la fe en Dios, una entrañable devoción a María Santísima y un amor fiel al Papa y a la Iglesia. Esto se corresponde con las estrechas y fluidas relaciones que su País mantiene desde hace tiempo con la Santa Sede, y que alcanzaron especial relieve con la creación de la Nunciatura Apostólica en Guatemala. Es de esperar que la conmemoración del 75 aniversario de este importante acontecimiento, en el año 2011, dé nuevos impulsos a la cooperación existente en su Patria entre el Estado y la Iglesia, fundada en el respeto y la autonomía de las distintas esferas que les son propias, y se progrese en el diálogo leal y honesto para fomentar el bien común de toda la sociedad guatemalteca, que ha de otorgar una atención especial a los más desfavorecidos.

3. En este contexto, no puedo olvidar a quienes sufren las consecuencias de los fenómenos climáticos que, también en su País, contribuyen a aumentar la sequía y favorecen la pérdida de las cosechas, produciendo desnutrición y pobreza. Esta situación extrema ha llevado recientemente al Gobierno nacional a declarar el “estado de calamidad pública” y a solicitar la ayuda de la comunidad internacional. Deseo manifestar mi afecto y cercanía espiritual a los que padecen estas graves contrariedades, así como el reconocimiento a las instituciones de su Patria que con dedicación se esfuerzan por aportar soluciones a estos problemas tan serios. También se ha de mencionar en estos momentos la magnanimidad de los cooperantes y voluntarios, así como la de todas las personas que con sus desvelos y sacrificios están intentado paliar el dolor, el hambre y la indigencia de tantos hermanos suyos. Asimismo, quiero expresar mi gratitud a los distintos organismos y agencias de cooperación internacional, que están haciendo todo lo posible por mitigar la carestía de amplios sectores de la población. Y, en particular, pienso en los amados hijos de la Iglesia en Guatemala, Pastores, religiosos y fieles que, una vez más, tratan de imitar el modelo evangélico del Buen Samaritano, asistiendo pródigamente a los más menesterosos.

Conseguir que todos puedan disponer del alimento necesario es un derecho básico de toda persona y, por tanto, un objetivo prioritario. Para ello, además de recursos materiales y decisiones técnicas, hacen falta hombres y mujeres con sentimientos de compasión y solidaridad, que se encaminen hacia la consecución de esta meta, dando muestras de esa caridad que es fuente de vida, y que todo ser humano necesita. Trabajar en esta dirección es promover y dignificar la vida de todos, especialmente la de aquellos más vulnerables y desprotegidos, como los niños que, sin una adecuada alimentación, ven comprometido su crecimiento físico y psíquico y, a menudo, se ven abocados a trabajos impropios de su edad o inmersos en tragedias, que constituyen una violación de su dignidad personal y de los derechos que de ella se derivan (Cf. Mensaje para la Jornada mundial de la Alimentación 2007, 3).

4. Los numerosos valores humanos y evangélicos que atesora el corazón de los ciudadanos de su País, como el amor a la familia, el respeto a los mayores, el sentido de responsabilidad y, sobre todo, la confianza en Dios, que reveló su rostro en Jesucristo, y al que invocan en medio de sus tribulaciones, representan importantes motivos para la esperanza. De este copioso patrimonio espiritual se pueden sacar las fuerzas necesarias para contrarrestar otros factores que deterioran el tejido social guatemalteco, como el narcotráfico, la violencia, la emigración, la inseguridad, el analfabetismo, las sectas o la pérdida de referencias morales en las nuevas generaciones. Por eso, a las iniciativas que ya se están llevando a cabo en su Nación para salvaguardar e incrementar esta inestimable riqueza, se habrán de añadir nuevas soluciones, que han de buscarse “a la luz de una visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de la persona humana, considerada con la mirada purificada por la caridad” (Caritas in veritate, 32). En esta empresa tan decisiva, las Autoridades de su País podrán contar siempre con la solícita colaboración de la Iglesia en su intento constante por abrir “caminos nuevos y creativos” para responder a los desoladores efectos de la pobreza y cooperar a la dignificación de todo ser humano (cf. Documento conclusivo de la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 380-546).

5. Deseo manifestar también mi reconocimiento por las acciones que se están llevando a cabo en Guatemala para consolidar las garantías de un verdadero Estado de derecho. Este proceso ha de ir acompañado por una firme determinación, que nace de la conversión personal del corazón, de eliminar cualquier forma de corrupción en las instituciones y administraciones públicas y de reformar la justicia, para aplicar justamente las leyes y erradicar la sensación de impunidad con respecto a quienes ejercen cualquier tipo de violencia o desprecian los derechos humanos más esenciales. Esta labor de fortalecimiento democrático y de estabilidad política ha de ser constante, y es imprescindible para poder avanzar en un verdadero desarrollo integral de la persona, que repercuta de manera positiva en todos los ámbitos de la sociedad, ya sea el económico, cultural, político, territorial o religioso (cf. Caritas in veritate, 41).

6. En el acerbo cultural de su Patria, en la historia reciente de pacificación de la sociedad guatemalteca, o en la formulación jurídica de sus leyes, hay realidades que determinan la identidad específica de su pueblo y que pueden repercutir de modo benéfico en la estabilidad política y social de la zona centroamericana. A este respecto, es digna de mención la clarividencia con que la Constitución de Guatemala garantiza la defensa y protección legal de la vida humana, desde su concepción hasta su muerte natural. Exhorto a todos los agentes sociales de su País, en particular a los representantes del pueblo en las instituciones legislativas, a mantener y reforzar este elemento básico de la “cultura de la vida”, que contribuirá sin duda a engrandecer el patrimonio moral de los guatemaltecos.

7. Señor Embajador, tenga la seguridad de la completa disponibilidad de mis colaboradores para el fructuoso desempeño de la misión que ahora inicia, a la vez que le ruego formule mis mejores votos a las Autoridades que se la han confiado y a los amados hijos e hijas de Guatemala, por cuya prosperidad y paz elevo fervientes plegarias al Altísimo, por intercesión de Nuestra Señora del Rosario, celestial Patrona de esa bendita tierra.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICO PARA LA FAMILIA

Sala Clementina
Lunes 8 de febrero de 2010



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Al inicio de la XIX asamblea plenaria del Consejo pontificio para la familia, me alegra acogeros con mi cordial bienvenida. Este año vuestro dicasterio llega a este momento institucional especialmente renovado; han cambiado tanto el cardenal presidente y el obispo secretario, como algunos cardenales y obispos del comité de presidencia, algunos oficiales y cónyuges miembros, al igual que numerosos consultores. Doy las gracias de corazón a cuantos han concluido su servicio en el Consejo pontificio y a quienes todavía desempeñan en él su valiosa labor, e invoco sobre todos abundantes dones del Señor. En particular, pienso con gratitud en el difunto cardenal Alfonso López Trujillo, que durante 18 años dirigió vuestro dicasterio con apasionada entrega a la causa de la familia y de la vida en el mundo de hoy. Deseo, por último, manifestar mi viva gratitud al cardenal Ennio Antonelli por las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros, y por haber querido ilustrar los temas de esta importante asamblea.

La actual actividad del dicasterio se coloca entre el VI Encuentro mundial de las familias, que se celebró en Ciudad de México en 2009, y el VII, programado para el 2012 en Milán. Renuevo mi reconocimiento al cardenal Norberto Rivera Carrera por el generoso compromiso de su archidiócesis en la preparación y realización del encuentro de 2009, y expreso desde ahora mi afectuosa gratitud a la Iglesia ambrosiana y a su pastor, el cardenal Dionigi Tettamanzi, por la disponibilidad a ser la sede del VII Encuentro mundial de las familias. Además de organizar estos eventos extraordinarios, el Consejo pontificio está trabajando en varias iniciativas encaminadas a aumentar la conciencia del valor fundamental de la familia para la vida de la Iglesia y de la sociedad. Entre ellas están el proyecto "La familia, sujeto de evangelización", con el que se quiere recoger experiencias positivas en los diversos ámbitos de la pastoral familiar, a escala mundial, a fin de que sirvan de inspiración y aliento para nuevas iniciativas; y el proyecto "La familia, recurso para la sociedad", con el que se quiere poner de relieve ante la opinión pública los beneficios que la familia aporta a la sociedad, a su cohesión y a su desarrollo.

Otro compromiso importante del dicasterio es la elaboración de un Vademécum para la preparación al matrimonio. Mi amado predecesor, el venerable Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Familiaris consortio afirmó que esa preparación "en nuestros días es más necesaria que nunca" y "abarca tres momentos principales: una preparación remota, una próxima y otra inmediata" (n. 66). Refiriéndose a dichas indicaciones, el dicasterio se propone delinear convenientemente la fisonomía de las tres etapas del itinerario para la formación y la respuesta a la vocación conyugal. La preparación remota concierne a los niños, los adolescentes y los jóvenes. Implica a la familia, la parroquia y la escuela, lugares en los que se educa a comprender la vida como vocación al amor, que después se especifica en las modalidades del matrimonio y la virginidad por el reino de los cielos, pero se trata siempre de vocación al amor. En esta etapa, además, deberá salir a la luz progresivamente el significado de la sexualidad como capacidad de relación y energía positiva que es preciso integrar en el amor auténtico.

La preparación próxima concierne a quienes están prometidos y debería configurarse como un camino de fe y de vida cristiana que lleve a un conocimiento profundo del misterio de Cristo y de la Iglesia, de los significados de gracia y responsabilidad del matrimonio (cf. ib.). La duración y las modalidades para llevarla a cabo necesariamente serán distintas según las situaciones, las posibilidades y las necesidades. Pero es de desear que se ofrezca un itinerario de catequesis y de experiencias vividas en la comunidad cristiana, que prevea las intervenciones del sacerdote y de varios expertos, al igual que la presencia de animadores, el acompañamiento de alguna pareja ejemplar de esposos cristianos, el diálogo de pareja o de grupo y un clima de amistad y de oración. Además, hay que cuidar de modo especial que en dicha ocasión los prometidos reaviven su relación personal con el Señor Jesús, especialmente escuchando la Palabra de Dios, acercándose a los sacramentos y sobre todo participando en la Eucaristía. Sólo poniendo a Cristo en el centro de la existencia personal y de pareja es posible vivir el amor auténtico y donarlo a los demás: "El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada", nos recuerda Jesús (Jn 15, 5).

La preparación inmediata tiene lugar cuando se acerca el matrimonio. Además de examinar a los prometidos, como prevé el Derecho canónico, podría incluir una catequesis sobre el rito del matrimonio y sobre su significado, el retiro espiritual y la solicitud a fin de que los fieles y, en particular, quienes se preparan a la celebración del matrimonio lo perciban como un don para toda la Iglesia, un don que contribuye a su crecimiento espiritual. Además, conviene que los obispos promuevan el intercambio de las experiencias más significativas, estimulen un serio compromiso pastoral en este importante sector y muestren especial atención en que la vocación de los cónyuges se convierta en una riqueza para toda la comunidad cristiana y, especialmente en el contexto actual, en un testimonio misionero y profético.

Vuestra asamblea plenaria tiene por tema: "Los derechos de la infancia", elegido con referencia al 20° aniversario de la Convención aprobada por la Asamblea general de la ONU, en 1989. A lo largo de los siglos, la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, ha promovido la tutela de la dignidad y de los derechos de los menores y, de muchas maneras, se ha hecho cargo de ellos. Lamentablemente, en diversos casos, algunos de sus miembros, actuando en contraste con este compromiso, han violado esos derechos: un comportamiento que la Iglesia no deja y no dejará de deplorar y de condenar. La ternura y las enseñanzas de Jesús, que consideró a los niños un modelo a imitar para entrar en el reino de Dios (cf. Mt 18, 1-6; 19, 13-14), siempre han constituido una llamada apremiante a alimentar hacia ellos un profundo respeto y a prestarles atención. Las duras palabras de Jesús contra quien escandaliza a uno de estos pequeños (cf. Mc 9, 42) comprometen a todos a no rebajar nunca el nivel de ese respeto y amor. Es uno de los motivos por los que la Santa Sede acogió favorablemente la Convención sobre los derechos del niño, porque contiene enunciados positivos acerca de la adopción, la asistencia sanitaria, la educación, la tutela de los discapacitados y la protección de los pequeños contra la violencia, el abandono y la explotación sexual y laboral.

La Convención, en el preámbulo, indica la familia como "medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños". Pues bien, precisamente la familia, basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es la mayor ayuda que se puede dar a los niños. Estos quieren ser amados por una madre y un padre que se aman, y necesitan vivir, crecer y vivir junto con ambos padres, porque las figuras materna y paterna son complementarias en la educación de los hijos y en la construcción de su personalidad y de su identidad. Por lo tanto, es importante que se haga todo lo posible para ayudarles a crecer en una familia unida y estable. Para ello, es preciso exhortar a los cónyuges a no perder nunca de vista las razones profundas y el carácter sacramental de su pacto conyugal y a reforzarlo con la escucha de la Palabra de Dios, la oración, el diálogo constante, la acogida recíproca y el perdón mutuo. Un ambiente familiar falto de serenidad, la separación de los padres y, en particular, la separación con el divorcio conllevan consecuencias para los niños, mientras que sostener la familia y promover su verdadero bien, sus derechos, su unidad y estabilidad es el mejor modo de tutelar los derechos y las auténticas exigencias de los menores.

Venerados y queridos hermanos, gracias por vuestra visita. Estoy espiritualmente cercano a vosotros y al trabajo que realizáis en favor de las familias e imparto de corazón mi bendición apostólica a cada uno de vosotros y a todos los que comparten este valioso servicio eclesial.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA IGLESIA LUTERANA
DE ESTADOS UNIDOS

Miércoles 10 de febrero de 2010



Distinguidos amigos:

Me alegra saludar al obispo Mark Hanson y a todos vosotros, presentes aquí hoy para esta visita ecuménica.

Desde el comienzo de mi pontificado, me ha alentado el hecho de que las relaciones entre católicos y luteranos hayan seguido creciendo, especialmente en lo que concierne a la colaboración práctica al servicio del Evangelio. En su carta encíclica Ut unum sint, mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II describió nuestras relaciones como "fraternidad reencontrada" (n. 41). Espero vivamente que el continuo diálogo luterano-católico, tanto en Estados Unidos de América como a nivel internacional, ayude a construir sobre los acuerdos alcanzados hasta ahora. Queda por realizar la importante tarea de cosechar los resultados del diálogo luterano-católico, que comenzó de manera tan prometedora después del concilio Vaticano II. Para construir sobre lo que se ha logrado juntos desde entonces, el ecumenismo espiritual debe fundarse en la oración ferviente y en la conversión a Cristo, fuente de gracia y de verdad. Que el Señor nos ayude a custodiar lo que se ha conseguido hasta ahora, para protegerlo cuidadosamente y fomentar su desarrollo.

Para concluir, quiero renovar el deseo expresado por mi predecesor, durante cuyo pontificado se avanzó tanto en el camino hacia la unidad plena y visible entre los cristianos, cuando dijo a una delegación similar de la Iglesia luterana de Estados Unidos: "Sois muy bienvenidos aquí. Alegrémonos de que un encuentro como el actual pueda tener lugar. Propongámonos estar disponibles ante el Señor, para que él pueda usar este encuentro para sus designios, para llevar a cabo la unidad que él desea. Os agradezco vuestros esfuerzos en pro de la plena unidad en la fe y en la caridad" (Discurso a un grupo de obispos de la Iglesia luterana de Estados Unidos, 26 de septiembre de 1985: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de diciembre de 1985, p. 20).

Sobre vosotros y sobre todos los que han sido confiados a vuestro cuidado pastoral, invoco de corazón las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE RUMANÍA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Viernes 12 de febrero de 2010



Venerados hermanos en el episcopado:

Es para mi motivo de gran alegría encontrarme con vosotros en el transcurso de la visita ad limina, escucharos y reflexionar juntos sobre el camino del pueblo de Dios confiado a vosotros. Os saludo con afecto a cada uno y agradezco, en particular, a monseñor Ioan Robu las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Dirijo un pensamiento especial a Su Beatitud Lucian Muresan, arzobispo mayor de la Iglesia greco-católica rumana. Vosotros sois pastores de comunidades de ritos diversos, que ponen las riquezas de su larga tradición al servicio de la comunión, por el bien de todos. En vosotros saludo a las comunidades cristianas de Rumanía y de la República de Moldavia, tan duramente probadas en el pasado, y rindo homenaje a los obispos e innumerables sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles que, en el tiempo de la persecución, mostraron una inquebrantable fidelidad a Cristo y a su Iglesia, y conservaron intacta su fe.

A vosotros, queridos hermanos en el episcopado, deseo expresaros mi agradecimiento por vuestro generoso compromiso al servicio del renacimiento y del desarrollo de la comunidad católica en vuestros países, y os exhorto a seguir siendo pastores celosos del rebaño de Cristo, en la pertenencia a la única Iglesia y en el respeto de las distintas tradiciones rituales. Conservar y transmitir el patrimonio de la fe es una tarea de toda la Iglesia, pero particularmente de los obispos (cf. Lumen gentium, 25). El campo de vuestro ministerio es vasto y exigente. En efecto, se trata de proponer a los fieles un itinerario de fe cristiana madura y responsable, especialmente a través de la enseñanza de la religión, la catequesis, también de adultos, y la preparación a los sacramentos. En este ámbito es preciso fomentar un conocimiento mayor de la Sagrada Escritura, del Catecismo de la Iglesia católica y de los documentos del Magisterio, especialmente del concilio ecuménico Vaticano II y de las encíclicas papales. Es un programa difícil, que requiere la elaboración común de planes pastorales dirigidos al bonum animarum de todos los católicos de los diversos ritos y etnias. Esto exige testimonio de unidad, diálogo sincero y colaboración activa, sin olvidar que la unidad es primariamente fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22), que guía a la Iglesia.

En este Año sacerdotal os exhorto a ser siempre auténticos padres de vuestros presbíteros, primeros y valiosos colaboradores en la viña del Señor (cf. Christus Dominus, 16.28); con ellos existe un vínculo ante todo sacramental, que con título único los hace partícipes de la misión pastoral encomendada a los obispos. Esforzaos por cuidar la comunión entre vosotros y con ellos en un clima de afecto, de atención y de diálogo respetuoso y fraterno; interesaos por su situación espiritual y material, por su necesaria actualización teológica y pastoral. En vuestras diócesis no faltan institutos religiosos comprometidos en la pastoral. Poned cuidado especial en prestarles la debida atención y proporcionarles toda ayuda posible para que su presencia sea cada vez más significativa y los consagrados puedan llevar a cabo su apostolado según el propio carisma y en plena comunión con la Iglesia particular.

Dios no deja de llamar a hombres y mujeres a su servicio: de esto debemos estar agradecidos al Señor, intensificando la oración para que siga enviando obreros a su mies (cf. Mt 9, 37). Los obispos tienen la tarea primordial de promover la pastoral vocacional y la formación humana, espiritual e intelectual de los candidatos al sacerdocio en los seminarios y en los demás centros de formación (cf. Optatam totius, 2.4), garantizándoles la posibilidad de adquirir una profunda espiritualidad y una rigurosa preparación filosófico-teológica y pastoral, también mediante la elección atenta de los educadores y de los docentes. Hay que poner un cuidado análogo en la formación de los miembros de los institutos de vida consagrada, especialmente de los femeninos.

El florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas depende en buena parte de la salud moral y religiosa de las familias cristianas. Por desgracia, en nuestro tiempo no son pocas las amenazas que se ciernen sobre la institución familiar en una sociedad secularizada y desorientada. Las familias católicas de vuestros países, que durante el tiempo de la prueba han dado testimonio, a veces a caro precio, de fidelidad al Evangelio, no son inmunes a las plagas del aborto, la corrupción, el alcoholismo y la droga, como tampoco al control de los nacimientos mediante métodos contrarios a la dignidad de la persona humana. Para combatir estos desafíos, es necesario promover consultorios parroquiales que aseguren una preparación adecuada a la vida conyugal y familiar, además de organizar mejor la pastoral juvenil. Es necesario, sobre todo, un compromiso decidido para favorecer la presencia de los valores cristianos en la sociedad, desarrollando centros de formación donde los jóvenes puedan conocer los valores auténticos, enriquecidos por el genio cultural de vuestros países, para poder testimoniarlos en los ambientes donde viven. La Iglesia quiere dar su contribución determinante a la construcción de una sociedad reconciliada y solidaria, capaz de hacer frente al actual proceso de secularización. La transformación del sistema industrial y agrícola, la crisis económica y la emigración al extranjero no han favorecido la conservación de los valores tradicionales, y por ello es preciso volver a proponerlos y reforzarlos.

En este contexto resulta particularmente importante el testimonio de fraternidad entre católicos y ortodoxos, que debe prevalecer sobre las divisiones y las divergencias, abriendo los corazones a la reconciliación. Soy consciente de las dificultades que deben afrontar, en este ámbito, las comunidades católicas; espero que se encuentren soluciones adecuadas, con el espíritu de justicia y caridad que debe animar las relaciones entre hermanos en Cristo. En mayo de 2009 recordasteis el décimo aniversario de la histórica visita que el venerable Papa Juan Pablo II realizó a Rumanía. En aquella ocasión, la Providencia divina ofreció al Sucesor de Pedro la posibilidad de realizar un viaje apostólico a una nación de mayoría ortodoxa, donde desde hace siglos está presente una significativa comunidad católica. Que el deseo de unidad suscitado por esa visita alimente la oración y el compromiso de dialogar en la caridad y en la verdad y de promover iniciativas comunes. Un ámbito de colaboración hoy particularmente importante entre ortodoxos y católicos atañe a la defensa de las raíces cristianas de Europa y de los valores cristianos, y al testimonio común en temas como la familia, la bioética, los derechos humanos, la honradez en la vida pública y la ecología. El compromiso unitario sobre estos temas dará una importante contribución al crecimiento moral y civil de la sociedad. Un diálogo constructivo entre ortodoxos y católicos será seguramente fermento de unidad y de concordia no sólo para vuestros países, sino también para toda Europa.

Al final de nuestro encuentro, mi pensamiento se dirige a vuestras comunidades. Llevad a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a todos los fieles de Rumanía y de la República de Moldavia mis saludos y mi aliento, asegurando mi afecto y mi oración. A la vez que invoco la intercesión de la Madre de Dios y de los santos de vuestras tierras, imparto de corazón mi bendición a vosotros y a todos los miembros del pueblo de Dios encomendados a vuestra solicitud pastoral.


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VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR

«LECTIO DIVINA» DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla de la Virgen de la Confianza
Viernes 12 de febrero de 2010



Eminencia, excelencias,
queridos amigos:

Cada año es para mí una gran alegría estar con los seminaristas de la diócesis de Roma, con los jóvenes que se preparan para responder a la llamada del Señor y ser trabajadores en su viña, sacerdotes de su misterio. Esta es la alegría de ver que la Iglesia vive, que el futuro de la Iglesia está presente también en nuestras tierras, también en Roma.

En este Año sacerdotal, queremos estar especialmente atentos a las palabras del Señor concernientes a nuestro servicio. El pasaje del Evangelio que acabamos de leer habla indirecta, pero profundamente, de nuestro Sacramento, de nuestra llamada a estar en la viña del Señor, a ser servidores de su misterio.

En este breve pasaje, encontramos algunas palabras clave que dan la indicación del anuncio que el Señor quiere hacer con este texto. "Permanecer": en este breve pasaje, encontramos diez veces la palabra "permanecer"; luego, el mandamiento nuevo: "Que os améis los unos a los otros como yo os he amado", "no os llamo ya siervos, a vosotros os he llamado amigos", "para que vayáis y deis fruto"; y, por último: "Pedid lo que queráis y lo conseguiréis, se os concederá el gozo". Oremos al Señor para que nos ayude a entrar en el sentido de sus palabras, para que estas palabras penetren en nuestro corazón y, así, sean camino y vida en nosotros, con nosotros y a través nuestro.

La primera palabra es: "Permaneced en mí, en mi amor". Permanecer en el Señor es fundamental como primer tema de este pasaje. Permanecer: ¿dónde? En el amor, en el amor de Cristo, en el ser amados y en el amar al Señor. Todo el capítulo 15 concreta el lugar donde permanecer, porque los primeros ocho versículos exponen y presentan la parábola de la vid: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos". La vid es una imagen veterotestamentaria que encontramos tanto en los profetas como en los salmos, y tiene dos significados: es una parábola para el pueblo de Dios, que es su viña. ¿Con qué intención ha plantado una vid en este mundo, ha cultivado esta vid, ha cultivado su viña, ha protegido su viña? Naturalmente con la intención de encontrar fruto, de encontrar el don precioso de la uva, del buen vino.

Así aparece el segundo significado: el vino es símbolo, es expresión de la alegría del amor. El Señor ha creado su pueblo para encontrar la respuesta de su amor y así esta imagen de la vid, de la viña, tiene un significado esponsal, es expresión del hecho de que Dios busca el amor de su criatura, quiere entrar en una relación de amor, en una relación esponsal con el mundo mediante el pueblo que él ha elegido.

Pero luego la historia concreta es una historia de infidelidad: en lugar de uva preciosa, se producen sólo pequeñas "cosas incomestibles", no llega la respuesta de este gran amor, no nace esta unidad, esta unión sin condiciones entre el hombre y Dios, en la comunión del amor. El hombre se retira en sí mismo, se quiere tener a sí mismo sólo para sí, quiere tener a Dios para sí, quiere tener el mundo para sí. Y así, la viña es devastada, vienen el jabalí del bosque y todos los enemigos, y la viña se convierte en un desierto.

Pero Dios no se rinde: Dios encuentra un modo nuevo para llegar a un amor libre, irrevocable, al fruto de ese amor, a la uva verdadera. Dios se hace hombre y así él mismo se convierte en la raíz de la vid, se convierte él mismo en vid, y así la vid llega a ser indestructible. Este pueblo de Dios no puede ser destruido, porque Dios mismo ha entrado en él, se ha implantado en esta tierra. El nuevo pueblo de Dios está realmente fundado en Dios mismo, que se hace hombre y así nos llama a ser en él la nueva vid y nos llama a estar, a permanecer en él.

Además, tengamos presente que en el capítulo 6 del Evangelio de san Juan, encontramos el discurso sobre el pan, que es el gran discurso sobre el misterio eucarístico. En este capítulo 15 tenemos el discurso sobre el vino: el Señor no habla explícitamente de la Eucaristía, pero naturalmente tras el misterio del vino está la realidad de que él se ha hecho fruto y vino por nosotros, de que su sangre es el fruto del amor que nace de la tierra para siempre y, en la Eucaristía, su sangre se convierte en nuestra sangre, nos renueva, recibimos una nueva identidad, porque la sangre de Cristo se convierte en nuestra sangre. Así estamos emparentados con Dios en el Hijo y en la Eucaristía se hace realidad esta gran realidad de la vid en la cual nosotros somos los sarmientos unidos con el Hijo y así unidos con el amor eterno.

"Permaneced": permanecer en este gran misterio, permanecer en este don nuevo del Señor, que nos ha hecho pueblo en sí mismo, en su cuerpo y con su sangre. Creo que debemos meditar mucho este misterio, es decir, que Dios mismo se hace cuerpo, se hace uno con nosotros; sangre, uno con nosotros; que podemos permanecer —permaneciendo en este misterio— en comunión con Dios mismo, en esta gran historia de amor, que es la historia de la verdadera felicidad. Meditando este don —Dios se ha hecho uno con todos nosotros y, al mismo tiempo, nos hace uno a todos, una vid— también debemos comenzar a rezar a fin de que este misterio penetre cada vez más en nuestra mente, en nuestro corazón, y seamos cada vez más capaces de ver y de vivir la grandeza del misterio, y comenzar así a realizar este imperativo: "Permaneced".

Si seguimos leyendo atentamente este pasaje del Evangelio de san Juan, encontramos también otro imperativo: "Permaneced" y "guardad mis mandamientos". "Guardad" es sólo el segundo nivel; el primero es el de "permanecer", el nivel ontológico, es decir, que estamos unidos a él, que nos ha dado su persona anticipadamente, ya nos ha dado su amor, el fruto. No somos nosotros quienes debemos producir el gran fruto; el cristianismo no es un moralismo, no somos nosotros quienes debemos hacer todo lo que Dios se espera del mundo, sino que ante todo debemos entrar en este misterio ontológico: Dios se da a sí mismo. Su ser, su amor, precede a nuestro actuar y, en el contexto de su cuerpo, en el contexto del estar en él, identificados con él, ennoblecidos con su sangre, también nosotros podemos actuar con Cristo.

La ética es consecuencia del ser: primero el Señor nos da un nuevo ser, este es el gran don; el ser precede al actuar y a este ser sigue luego el actuar, como una realidad orgánica, para que lo que somos podamos serlo también en nuestra actividad. Por lo tanto, demos gracias al Señor porque nos ha sacado del puro moralismo; no podemos obedecer a una ley que está frente a nosotros, pero debemos sólo actuar según nuestra nueva identidad. Por consiguiente, ya no es una obediencia, algo exterior, sino una realización del don del nuevo ser.

Lo digo una vez más: demos gracias al Señor porque él nos precede, nos da todo lo que debemos darle nosotros, y nosotros podemos ser después, en la verdad y en la fuerza de nuestro nuevo ser, agentes de su realidad. Permanecer y guardar: guardar es el signo del permanecer y el permanecer es el don que él nos da, pero que debe ser renovado cada día en nuestra vida.

Sigue luego este mandamiento nuevo: "Amaos como yo os he amado". Ningún amor es más grande que "dar la vida por los amigos". ¿Qué significa? Tampoco aquí se trata de un moralismo. Se podría decir: "No es un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo ya existe en el Antiguo Testamento". Algunos afirman: "Es preciso radicalizar todavía más este amor; este amor al otro debe imitar a Cristo, que se ha entregado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí mismos". Pero en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace él: el Señor nos ha donado su persona, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros suyos en su cuerpo, de ser sarmientos de la vid que es él. Por lo tanto, la novedad es el don, el gran don, y al don, a la novedad del don, sigue también, como he dicho, el actuar nuevo.

Santo Tomás de Aquino lo dice de modo muy preciso cuando escribe: "La nueva ley es la gracia del Espíritu Santo" (Summa theologiae, I-II, q. 106, a. 1). La nueva ley no es otro mandamiento más difícil que los demás: la nueva ley es un don, la nueva ley es la presencia del Espíritu Santo que se nos da en el sacramento del Bautismo, en la Confirmación, y cada día en la santísima Eucaristía. Aquí los Padres han distinguido "sacramentum" y "exemplum". "Sacramentum" es el don del nuevo ser, y este don también se convierte en ejemplo para nuestro actuar, pero el "sacramentum" precede, y nosotros vivimos del sacramento. Aquí vemos la centralidad del sacramento, que es centralidad del don.

Procedamos en nuestra reflexión. El Señor dice: "No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer". Ya no siervos, que obedecen al mandamiento, sino amigos que conocen, que están unidos en la misma voluntad, en el mismo amor. La novedad, por lo tanto, es que Dios se ha dado a conocer, que Dios se ha mostrado, que Dios ya no es el Dios ignoto, buscado pero no encontrado o sólo adivinado de lejos. Dios se ha dejado ver: en el rostro de Cristo vemos a Dios, Dios se ha hecho "conocido", y así nos ha hecho amigos. Pensemos como en la historia de la humanidad, en todas las religiones arcaicas, se sabe que existe un Dios. Este es un conocimiento inmerso en el corazón del hombre, que Dios es uno, los dioses no son "el" Dios. Pero este Dios queda muy lejos, parece que no se da a conocer, no se hace amar, no es amigo, sino que está lejos. Por eso, las religiones se ocupan poco de este Dios; la vida concreta se ocupa de los espíritus, de las realidades concretas que encontramos cada día y con las cuales debemos echar cuentas diariamente. Dios permanece lejano.

Después vemos el gran movimiento de la filosofía: pensemos en Platón, Aristóteles, que comienzan a intuir que este Dios es el agathòn, la bondad misma, es el eros que mueve el mundo y, sin embargo, este sigue siendo un pensamiento humano, es una idea de Dios que se acerca a la verdad, pero es una idea nuestra y Dios sigue siendo el Dios escondido.

Hace poco me escribió un profesor de Ratisbona, un profesor de física, que había leído con gran retraso mi discurso en la Universidad de Ratisbona, para decirme que no podía estar de acuerdo con mi lógica o podía estarlo sólo en parte. Dijo: "Ciertamente me convence la idea de que la estructura racional del mundo exija una razón creadora, la cual ha hecho esta racionalidad que no se explica por sí misma". Y proseguía: "Pero si bien existe un demiurgo —se expresa así—, un demiurgo me parece seguro por lo que usted dice, no veo que exista un Dios amor, bueno, justo y misericordioso. Puedo ver que existe una razón que precede a la racionalidad del cosmos, pero lo demás no". Y de este modo Dios permanece escondido. Es una razón que precede a nuestras razones, nuestra racionalidad, la racionalidad del ser, pero no existe un amor eterno, no existe la gran misericordia que nos da para vivir.

Y en Cristo, Dios se ha mostrado en su verdad total, ha mostrado que es razón y amor, que la razón eterna es amor y así crea. Lamentablemente, también hoy muchos viven alejados de Cristo, no conocen su rostro y, así, la eterna tentación del dualismo, que se esconde también en la carta de este profesor, se renueva siempre, es decir, que quizá no existe sólo un principio bueno, sino también un principio malo, un principio del mal; que el mundo está dividido y son dos realidades igualmente fuertes: el Dios bueno es sólo una parte de la realidad. También en la teología, incluida la católica, se difunde actualmente esta tesis: Dios no sería omnipotente. De este modo se busca una apología de Dios, que así no sería responsable del mal que encontramos ampliamente en el mundo. Pero ¡qué apología tan pobre! ¡Un Dios no omnipotente! ¡El mal no está en sus manos! ¿Cómo podríamos encomendarnos a este Dios? ¿Cómo podríamos estar seguros de su amor si este amor acaba donde comienza el poder del mal?

Pero Dios ya no es desconocido: en el rostro de Cristo crucificado vemos a Dios y vemos la verdadera omnipotencia, no el mito de la omnipotencia. Para nosotros, los hombres, la potencia, el poder siempre se identifica con la capacidad de destruir, de hacer el mal. Pero el verdadero concepto de omnipotencia que se manifiesta en Cristo es precisamente lo contrario: en él la verdadera omnipotencia es amar hasta tal punto que Dios puede sufrir: aquí se muestra su verdadera omnipotencia, que puede llegar hasta el punto de un amor que sufre por nosotros. Y así vemos que él es el verdadero Dios y el verdadero Dios, que es amor, es poder: el poder del amor. Y nosotros podemos encomendarnos a su amor omnipotente y vivir en él, con este amor omnipotente.

Pienso que debemos meditar de nuevo esta realidad, siempre, agradecer a Dios que se haya manifestado, porque conocemos su rostro, le conocemos cara a cara; ya no es como Moisés que podía ver sólo la espalda del Señor. También esta es una idea bonita, de la cual san Gregorio de Niza dice: "Ver sólo la espalda significa que debemos ir siempre detrás de Cristo". Pero, al mismo tiempo, con Cristo Dios ha mostrado su cara, su rostro. El velo del templo está rasgado, está abierto, el misterio de Dios es visible. El primer mandamiento, que excluye imágenes de Dios, porque sólo disminuirían la realidad, ha cambiado, se ha renovado, tiene otra forma. Ahora podemos, en el hombre Cristo, ver el rostro de Dios, podemos tener iconos de Cristo y ver así quién es Dios.

Pienso que quien ha entendido esto, quien se ha dejado tocar por este misterio, que Dios se ha desvelado, ha rasgado el velo del templo, mostrado su rostro, encuentra una fuente de alegría permanente. Sólo podemos decir: "Gracias. Sí, ahora sabemos quién eres, quién es Dios y cómo responder a él". Y pienso que esta alegría de conocer a Dios que se ha manifestado, revelado hasta lo íntimo de su ser, implica también la alegría del comunicar: quien ha entendido esto, vive tocado por esta realidad, tiene que hacer como hicieron los primeros discípulos que fueron a decir a sus amigos y hermanos: "Hemos encontrado a aquel de quien hablan los profetas. Ahora está presente". La misión no es algo añadido exteriormente a la fe, sino la dinámica misma de la fe. Quien ha visto, quien ha encontrado a Jesús, tiene que ir a decir a sus amigos: "Lo hemos encontrado, es Jesús, crucificado por nosotros".

Prosiguiendo, el texto dice: "Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca". Con esto volvemos al inicio, a la imagen, a la parábola de la vid: ha sido creada para dar fruto. ¿Y cuál es el fruto? Como hemos dicho, el fruto es el amor. En el Antiguo Testamento, con la Torá como primera etapa de la autorrevelación de Dios, el fruto se comprendía como justicia, es decir, vivir según la Palabra de Dios, vivir en la voluntad de Dios, y así vivir bien.

Esto queda, pero al mismo tiempo se ve excedido: la verdadera justicia no consiste en una obediencia a algunas normas, sino que es amor, amor creativo, que encuentra por sí solo la riqueza, la abundancia del bien. Abundancia es una de las palabras clave del Nuevo Testamento, Dios mismo da siempre con abundancia. Para crear al hombre, crea esta abundancia de un cosmos inmenso; para redimir al hombre se da a sí mismo, en la Eucaristía se da a sí mismo. Y quien está unido a Cristo, quien es sarmiento en la vid, vive de esta ley, no pregunta: "¿Todavía puedo o no puedo hacer esto?", "¿debo o no debo hacer esto?", sino que vive en el entusiasmo del amor que no pregunta: "esto todavía es necesario o está prohibido", sino que, simplemente, en la creatividad del amor, quiere vivir con Cristo y para Cristo y entregarse totalmente a sí mismo por él y así entrar en la alegría del dar fruto. Recordemos también que el Señor dice: "Os he destinado para que vayáis": es el dinamismo que vive en el amor de Cristo; ir, es decir, no quedarme sólo para mí, ver mi perfección, garantizarme la felicidad eterna, sino olvidarme de mí mismo, ir como Cristo fue, ir como Dios fue desde su inmensa majestad hasta nuestra pobreza, para encontrar fruto, para ayudarnos, para darnos la posibilidad de llevar el verdadero fruto del amor. Cuanto más llenos estemos de esta alegría de haber descubierto el rostro de Dios, tanto más el entusiasmo del amor será real en nosotros y dará fruto.

Y, para concluir, llegamos a la última palabra de este pasaje: "Os digo: "todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo concederá"". Una breve catequesis sobre la oración, que siempre nos sorprende de nuevo. Dos veces en este capítulo 15 el Señor dice "lo que pidáis os doy" y otra vez en el capítulo 16. Y nosotros querríamos decir: "No, Señor, no es verdad". Cuántas oraciones buenas y profundas de madres que rezan por el hijo que está muriendo y no son escuchadas, cuántas oraciones para que suceda alguna cosa buena y el Señor no escucha. ¿Qué significa esta promesa? En el capítulo 16 el Señor nos da la clave para comprender: nos dice cuánto nos da, qué es este todo, la charà, la alegría: si uno ha encontrado la alegría ha encontrado todo y ve todo en la luz del amor divino. Como san Francisco, que compuso la gran poesía sobre la creación en una situación desolada y, sin embargo, precisamente allí, cerca del Señor sufriente, redescubrió la belleza del ser, la bondad de Dios, y compuso esta gran poesía.

Es útil recordar, al mismo tiempo, algunos versículos del Evangelio de san Lucas, donde el Señor, en una parábola, habla de la oración diciendo: "Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan". El Espíritu Santo —en el Evangelio de san Lucas— es alegría, en el Evangelio de san Juan es la misma realidad: la alegría es el Espíritu Santo y el Espíritu Santo es la alegría, o, en otras palabras, de Dios no pedimos algo pequeño o grande, de Dios invocamos el don divino, Dios mismo; este es el gran don que Dios nos da: Dios mismo. En este sentido debemos aprender a rezar, rezar por la gran realidad, por la realidad divina, para que él nos dé su persona, nos dé su Espíritu y de este modo podamos responder a las exigencias de la vida y ayudar a los demás en sus sufrimientos. Naturalmente, el Padre Nuestro nos lo enseña. Podemos rezar por muchas cosas, en todas nuestras necesidades podemos pedir: "¡Ayúdame!". Esto es muy humano y Dios es humano, como hemos visto; por lo tanto, es justo pedir a Dios también por las pequeñas cosas de nuestra vida de todos los días.

Pero, al mismo tiempo, rezar es un camino, diría una escalera: debemos aprender cada vez más por qué podemos rezar y por qué no podemos rezar, porque son expresiones de mi egoísmo. No puedo rezar por cosas que son dañinas para los demás, no puedo rezar por cosas que favorecen mi egoísmo, mi soberbia. Así rezar, ante los ojos de Dios, se convierte en un proceso de purificación de nuestros pensamientos, de nuestros deseos. Como dice el Señor en la parábola de la vid: debemos ser podados, purificados, cada día; vivir con Cristo, en Cristo, permanecer en Cristo, es un proceso de purificación, y sólo en este proceso de lenta purificación, de liberación de nosotros mismos y de la voluntad de tener sólo nosotros, está el camino verdadero de la vida, se abre el camino de la alegría.

Como ya hemos apuntado, todas estas palabras del Señor tienen un fondo sacramental. El fondo fundamental de la parábola de la vid es el Bautismo: estamos implantados en Cristo; y la Eucaristía: somos un pan, un cuerpo, una sangre, una vida con Cristo. Y así también este proceso de purificación tiene un fondo sacramental: el sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación en el cual aceptamos esta pedagogía divina que día a día, a lo largo de toda la vida, nos purifica y nos hace miembros cada vez más verdaderos de su cuerpo. De este modo podemos aprender que Dios responde a nuestras oraciones, a menudo con su bondad responde también a las oraciones pequeñas, pero con frecuencia también las corrige, las transforma y las guía para que seamos finalmente y realmente sarmientos de su Hijo, de la vid verdadera, miembros de su cuerpo.

Agradezcamos a Dios la grandeza de su amor, recemos para que nos ayude a crecer en su amor, a permanecer realmente en su amor.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Sábado 13 de febrero de 2010



Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres miembros de la Pontificia Academia Pro Vita,
estimadas señoras y señores:

Me alegra acogeros y saludaros cordialmente con ocasión de la asamblea general de la Academia pontificia para la vida, llamada a reflexionar sobre temas concernientes a la relación entre bioética y ley moral y natural, que se presentan cada vez con mayor relevancia en el contexto actual dados los constantes desarrollos en ese ámbito científico. Dirijo un especial saludo a monseñor Rino Fisichella, presidente de esta Academia, agradeciéndole las amables palabras que ha querido dirigirme en nombre de los presentes. Deseo igualmente extender mi gratitud personal a cada uno de vosotros por vuestro precioso e insustituible compromiso a favor de la vida, en los diversos contextos de procedencia.

Las problemáticas relativos al tema de la bioética permiten verificar hasta qué punto las cuestiones que abarca sitúan en primer plano la cuestión antropológica. Como afirmo en mi última carta encíclica Caritas in veritate: "En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Éste es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia" (n. 74). Ante semejantes cuestiones, que afectan de manera tan decisiva a la vida humana en su perenne tensión entre inmanencia y trascendencia, y que tienen gran relevancia para la cultura de las futuras generaciones, es necesario hacer realidad un proyecto pedagógico integral que permita afrontar estas temáticas en una visión positiva, equilibrada y constructiva, sobre todo en la relación entre la fe y la razón.

Las cuestiones de bioética frecuentemente sitúan en primer plano la referencia a la dignidad de la persona, un principio fundamental que la fe en Jesucristo crucificado y resucitado ha defendido desde siempre, sobre todo cuando no se respeta en relación a los sujetos más sencillos e indefensos: Dios ama a cada ser humano de manera única y profunda. También la bioética, como toda disciplina, necesita de una referencia capaz de garantizar una lectura coherente de las cuestiones éticas que, inevitablemente, surgen frente a posibles conflictos interpretativos. En tal espacio se abre la remisión normativa a la ley moral natural. El reconocimiento de la dignidad humana, en efecto, como derecho inalienable halla su fundamento primero en esa ley no escrita por mano de hombre, sino inscrita por Dios Creador en el corazón del hombre, que cada ordenamiento jurídico está llamado a reconocer como inviolable y cada persona debe respetar y promover (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1954-1960). Sin el principio fundador de la dignidad humana sería arduo hallar una fuente para los derechos de la persona e imposible alcanzar un juicio ético respecto a las conquistas de la ciencia que intervienen directamente en la vida humana. Es necesario, por lo tanto, repetir con firmeza que no existe una comprensión de la dignidad humana ligada sólo a elementos externos como el progreso de la ciencia, la gradualidad en la formación de la vida humana o el pietismo fácil ante situaciones límite. Cuando se invoca el respeto por la dignidad de la persona es fundamental que sea pleno, total y sin sujeciones, excepto las de reconocer que se está siempre ante una vida humana. Cierto: la vida humana conoce un desarrollo propio y el horizonte de investigación de la ciencia y de la bioética está abierto, pero es necesario subrayar que cuando se trata de ámbitos relativos al ser humano, los científicos jamás pueden pensar que tienen entre manos sólo materia inanimada y manipulable. De hecho, desde el primer instante, la vida del hombre se caracteriza por ser vida humana y por esto siempre portadora de dignidad, en todo lugar y a pesar de todo (cf. Congregación para la doctrina de la fe, instrucción Dignitas personae sobre algunas cuestiones de bioética, n. 5). De otra forma, estaríamos siempre en presencia del peligro de un uso instrumental de la ciencia, con la inevitable consecuencia de caer fácilmente en el arbitrio, en la discriminación y en el interés económico del más fuerte.

Conjugar bioética y ley moral natural permite verificar de la mejor manera la referencia necesaria e insuprimible a la dignidad que la vida humana posee intrínsecamente desde su primer instante hasta su fin natural. En cambio, en el contexto actual, aun emergiendo cada vez con mayor insistencia la justa llamada a los derechos que garantizan la dignidad de la persona, se percibe que no siempre se reconocen esos derechos a la vida humana en su desarrollo natural y en los momentos de mayor debilidad. Una contradicción así evidencia el compromiso que hay que asumir en los diversos ámbitos de la sociedad y de la cultura para que la vida humana sea reconocida siempre como sujeto inalienable de derecho y nunca como objeto sometido al arbitrio del más fuerte. La historia ha demostrado cuán peligroso y deletéreo puede ser un Estado que proceda a legislar sobre cuestiones que afectan a la persona y a la sociedad pretendiendo ser él mismo fuente y principio de la ética. Sin principios universales que permitan verificar un denominador común para toda la humanidad, no hay que subestimar en absoluto el riesgo de una deriva relativista a nivel legislativo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1959). La ley moral natural, fuerte en su propio carácter universal, permite evitar tal peligro y sobre todo ofrece al legislador la garantía de un auténtico respeto tanto de la persona como de todo el orden creado. Aquella se sitúa como fuente catalizadora de consenso entre personas de culturas y religiones distintas y permite avanzar más allá de las diferencias, porque afirma la existencia de un orden impreso en la naturaleza por el Creador y reconocido como instancia de verdadero juicio ético racional para perseguir el bien y evitar el mal. La ley moral natural "pertenece al gran patrimonio de la sabiduría humana, que la Revelación, con su luz, ha contribuido a purificar y a desarrollar ulteriormente" (cf. Juan Pablo II, Discurso a la plenaria de la Congregación para la doctrina de la fe, 6 de febrero de 2004).

Ilustres miembros de la Academia pontificia para la vida, en el contexto actual vuestro compromiso se presenta cada vez más delicado y difícil, pero la creciente sensibilidad ante la vida humana anima a proseguir con impulso cada vez mayor y con valentía en este importante servicio a la vida y a la educación en los valores evangélicos de las futuras generaciones. Os deseo a todos que continuéis en el estudio y la investigación, a fin de que la obra de promoción y de defensa de la vida sea cada vez más eficaz y fecunda. Os acompaño con la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a cuantos comparten con vosotros este compromiso cotidiano.


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VISITA AL ALBERGUE DE CÁRITAS EN LA ESTACIÓN TERMINI DE ROMA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 14 de febrero de 2010



Queridos amigos:

He aceptado con alegría la invitación a visitar este albergue dedicado a "Don Luigi Di Liegro", primer director de la Cáritas diocesana de Roma, nacida hace más de treinta años. Agradezco de corazón al cardenal vicario Agostino Vallini y al administrador delegado de los Ferrocarriles del Estado, el ingeniero Mauro Moretti, las palabras que me han dirigido cortésmente. Con particular afecto os expreso mi gratitud a todos los que acudís a este albergue y que, a través de la señora Giovanna Cataldo, habéis querido dirigirme un cordial saludo, acompañado del valioso regalo del Crucifijo de Onna, signo luminoso de esperanza. Saludo a monseñor Giuseppe Merisi, presidente de la Cáritas italiana; al obispo auxiliar, monseñor Guerino Di Tora; y al director de la Cáritas de Roma, monseñor Enrico Feroci. Me alegra saludar a las autoridades presentes, en particular al ministro de Infraestructuras y Transportes, Altero Matteoli; al alcalde de Roma, Gianni Alemanno, a quien agradezco la ayuda constante y concreta ofrecida por el Ayuntamiento de Roma a las actividades del albergue. Saludo a los voluntarios y a todos los presentes. ¡Gracias por vuestra acogida!

Han transcurrido ya veintitrés años desde el día en que esta estructura, realizada con la colaboración de los Ferrocarriles del Estado, que generosamente pusieron a disposición los locales, y con el apoyo económico del Ayuntamiento de Roma, comenzó a acoger a los primeros huéspedes. En el transcurso de los años, al ofrecimiento de un cobijo para quienes no tenían donde dormir, se añadieron otros servicios, como el poliambulatorio y el comedor social, y a los primeros donantes se unieron otros como el ENEL, la Fundación Roma, el ingeniero Agostini Maggini, la Fundación Telecom y el Ministerio de Bienes Culturales-Arcis spa, dando testimonio de la fuerza unificadora del amor. De esta forma el albergue se ha convertido en un lugar donde, gracias al generoso servicio de numerosos agentes y voluntarios, se hacen realidad cada día las palabras de Jesús: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis" (Mt 25, 35-36).

Queridos hermanos y amigos que encontráis aquí acogida, sabed que la Iglesia os ama profundamente y no os abandona, porque reconoce en el rostro de cada uno de vosotros el rostro de Cristo. Él quiso identificarse de forma totalmente particular con aquellos que se encuentran en la pobreza y en la indigencia. El testimonio de la caridad, que se hace especialmente concreto en este lugar, pertenece a la misión de la Iglesia junto con el anuncio de la verdad del Evangelio. El hombre no sólo tiene necesidad de alimento material o de ayuda para superar los momentos de dificultad; también necesita saber quién es y conocer la verdad sobre sí mismo, sobre su dignidad. Como recordé en la encíclica Caritas in veritate, "sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente" (n. 3).

Por eso, la Iglesia, con su servicio en favor de los pobres, está comprometida a anunciar a todos la verdad sobre el hombre, que es amado por Dios, ha sido creado a su imagen, redimido por Cristo y llamado a la comunión eterna con él. Así muchas personas han podido redescubrir, y siguen redescubriendo, su propia dignidad, perdida a veces por acontecimientos trágicos, y recuperan la confianza en sí mismos y la esperanza para el futuro. A través de los gestos, las miradas y las palabras de cuantos prestan su servicio aquí, numerosos hombres y mujeres constatan que su vida está custodiada por el Amor, que es Dios, y que gracias a él tienen sentido e importancia (cf. Spe salvi, 35). Esta certeza profunda genera en el corazón del hombre una esperanza fuerte, sólida, luminosa, una esperanza que infunde valor para proseguir en el camino de la vida a pesar de los fracasos, las dificultades y las pruebas que la acompañan. Queridos hermanos y hermanas que trabajáis en este lugar, tened siempre ante vuestros ojos y en vuestro corazón el ejemplo de Jesús, que por amor se hizo nuestro servidor y nos amó "hasta el extremo" (cf. Jn 13, 1), hasta la cruz. Por tanto, sed testigos gozosos de la infinita caridad de Dios e, imitando el ejemplo del diácono san Lorenzo, considerad a estos amigos vuestros como uno de los tesoros más preciosos de vuestra vida.

Mi visita tiene lugar en el Año europeo de la lucha contra la pobreza y la exclusión social, proclamado por el Parlamento europeo y por la Comisión europea. Al venir a este lugar como Obispo de Roma, Iglesia que desde los primeros tiempos del cristianismo preside en la caridad (cf. San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, 1, 1), deseo animar no sólo a los católicos, sino a todos los hombres de buena voluntad, en particular a quienes tienen responsabilidad en la administración pública y en las distintas instituciones, a comprometerse en la construcción de un futuro digno del hombre, redescubriendo en la caridad la fuerza propulsora para un auténtico desarrollo y para la realización de una sociedad más justa y fraterna (cf. Caritas in veritate, 1). De hecho, la caridad "no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas" (ib., 2). Para promover una convivencia pacífica que ayude a los hombres a reconocerse miembros de la única familia humana es importante que las dimensiones del don y de la gratuidad sean redescubiertas como elementos constitutivos de la vida cotidiana y de las relaciones interpersonales. Todo esto resulta cada día más urgente en un mundo en el que, en cambio, parece prevalecer la lógica del lucro y de la búsqueda del propio interés.

El albergue de Cáritas constituye, para la Iglesia de Roma, una magnífica ocasión para educar en los valores del Evangelio. La experiencia de voluntariado que viven muchos aquí es, especialmente para los jóvenes, una auténtica escuela en la que se aprende a ser constructores de la civilización del amor, capaces de acoger al otro en su unicidad y diferencia. De esta forma el albergue manifiesta concretamente que la comunidad cristiana, a través de sus propios organismos y sin renunciar a la Verdad que anuncia, colabora útilmente con las instituciones civiles para la promoción del bien común. Confío en que la fecunda sinergia que se realiza aquí se extienda también a otras realidades de nuestra ciudad, especialmente a las zonas donde se notan más las consecuencias de la crisis económica y donde son mayores los riesgos de la exclusión social. En su servicio a las personas que atraviesan dificultades, la Iglesia se mueve únicamente por el deseo de manifestar su fe en el Dios que es el defensor de los pobres y que ama a cada hombre por lo que es y no por lo que posee o realiza. La Iglesia vive en la historia con la conciencia de que las angustias y las necesidades de los hombres, sobre todo de los pobres y de todos los que sufren, son también las de los discípulos de Cristo (cf. Gaudium et spes, 1) y por ello, respetando las competencias propias del Estado, se esfuerza por lograr que a cada ser humano se le garantice lo que le corresponde.

Queridos hermanos y hermanas, para Roma el albergue de la Cáritas diocesana es un lugar donde el amor no es sólo una palabra o un sentimiento, sino una realidad concreta, que permite a la luz de Dios entrar en la vida de los hombres y de toda la comunidad civil. Esta luz nos ayuda a mirar con confianza al mañana, seguros de que también en el futuro nuestra ciudad seguirá siendo fiel al valor de la acogida, tan fuertemente arraigado en su historia y en el corazón de sus ciudadanos. Que la Virgen María, Salus populi romani, os acompañe siempre con su intercesión maternal y os ayude a cada uno de vosotros a hacer de este lugar una casa donde florezcan las mismas virtudes presentes en la santa casa de Nazaret. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica, extendiéndola a vuestros seres queridos y a todos losque en este lugar viven y se entregan con generosidad.


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ENCUENTRO CON EL CLERO DE ROMA

«LECTIO DIVINA» DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Aula de las Bendiciones
Jueves 18 de febrero de 2010



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Iniciar siempre la Cuaresma con mi presbiterio, con los presbíteros de Roma, es una tradición que me llena de gozo, y también es importante para mí. Así, como Iglesia particular de Roma, pero también como Iglesia universal, podemos emprender este camino esencial con el Señor hacia la Pasión, hacia la cruz, el camino pascual.

Este año queremos meditar los pasajes de la carta a los Hebreos que acabamos de leer. El autor de esta carta abrió un camino nuevo para entender el Antiguo Testamento como libro que habla de Cristo. La tradición precedente había visto a Cristo sobre todo, esencialmente, según la clave de la promesa davídica, del verdadero David, del verdadero Salomón, del verdadero rey de Israel, verdadero rey porque era hombre y Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.

Pero el autor de la carta a los Hebreos descubrió una cita del salmo 110, 4 que hasta ese momento había pasado desapercibida: "Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec". Esto significa que Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. En parte del Antiguo Testamento, sobre todo también en Qumrán, existen dos líneas separadas de espera: el Rey y el Sacerdote. El autor de la carta a los Hebreos, al descubrir este versículo, comprendió que en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios —según el salmo 2, 7 que cita— pero es también el verdadero Sacerdote.

Así, todo el mundo cultual, toda la realidad de los sacrificios, del sacerdocio, que se encuentra en búsqueda del verdadero sacerdocio, del verdadero sacrificio, encuentra en Cristo su clave, su cumplimiento y, con esta clave, puede releer el Antiguo Testamento y mostrar que precisamente también la ley cultual, que quedó abolida después de la destrucción del Templo, en realidad iba hacia Cristo; por lo tanto, no quedó simplemente abolida, sino que fue renovada, transformada, puesto que en Cristo todo encuentra su sentido. El sacerdocio se muestra entonces en su pureza y en su verdad profunda.

De este modo, la carta a los Hebreos presenta el tema del sacerdocio de Cristo, Cristo sacerdote, en tres niveles: el sacerdocio de Aarón, el del Templo; Melquisedec; y Cristo mismo, como el verdadero sacerdote. También el sacerdocio de Aarón, pese a ser diferente del de Cristo; pese a ser, por decirlo así, sólo una búsqueda, un caminar en dirección a Cristo, en cualquier caso es "camino" hacia Cristo, y ya en este sacerdocio se delinean los elementos esenciales. Luego Melquisedec —volveremos sobre este punto— que es un pagano. El mundo pagano entra en el Antiguo Testamento, entra con una figura misteriosa, sin padre, sin madre —dice la carta a los Hebreos—, sencillamente aparece, y en él aparece la verdadera veneración del Dios Altísimo, del Creador del cielo y de la tierra. Así, también del mundo pagano viene la espera y la prefiguración profunda del misterio de Cristo. En Cristo mismo todo queda sintetizado, purificado y guiado a su fin, a su verdadera esencia.

Veamos ahora, en la medida de lo posible, cada elemento acerca del sacerdocio. De la Ley, del sacerdocio de Aarón aprendemos dos cosas, nos dice el autor de la carta a los Hebreos: para ser realmente mediador entre Dios y el hombre, el sacerdote debe ser hombre. Esto es fundamental y el Hijo de Dios se hizo hombre precisamente para ser sacerdote, para poder realizar la misión del sacerdote. Debe ser hombre —volveremos sobre este punto—, pero por sí mismo no puede hacerse mediador hacia Dios. El sacerdote necesita una autorización, una institución divina, y sólo perteneciendo a las dos esferas —la de Dios y la del hombre— puede ser mediador, puede ser "puente". Esta es la misión del sacerdote: combinar, conectar estas dos realidades aparentemente tan separadas, es decir, el mundo de Dios —lejano a nosotros, a menudo desconocido para el hombre— y nuestro mundo humano. La misión del sacerdocio es ser mediador, puente que enlaza, y así llevar al hombre a Dios, a su redención, a su verdadera luz, a su verdadera vida.

Como primer punto, por lo tanto, el sacerdote debe estar de la parte de Dios, y solamente en Cristo se realiza plenamente esta necesidad, esta condición de la mediación. Por eso era necesario este Misterio: el Hijo de Dios se hace hombre para que haya un verdadero puente, una verdadera mediación. Los demás deben tener al menos una autorización de Dios o, en el caso de la Iglesia, el Sacramento, es decir, introducir nuestro ser en el ser de Cristo, en el ser divino. Sólo podemos realizar nuestra misión con el Sacramento, el acto divino que nos crea sacerdotes en comunión con Cristo. Y esto me parece un primer punto de meditación para nosotros: la importancia del Sacramento. Nadie se hace sacerdote por sí mismo; sólo Dios puede atraerme, puede autorizarme, puede introducirme en la participación en el misterio de Cristo; sólo Dios puede entrar en mi vida y tomarme en sus manos. Este aspecto del don, de la precedencia divina, de la acción divina, que nosotros no podemos realizar, esta pasividad nuestra —ser elegidos y tomados de la mano por Dios— es un punto fundamental en el cual entrar. Debemos volver siempre al Sacramento, volver a este don en el cual Dios me da todo lo que yo no podría dar nunca: la participación, la comunión con el ser divino, con el sacerdocio de Cristo.

Hagamos que esta realidad sea también un factor práctico de nuestra vida: si es así, un sacerdote debe ser realmente un hombre de Dios, debe conocer a Dios de cerca, y lo conoce en comunión con Cristo. Por lo tanto, debemos vivir esta comunión; y la celebración de la santa misa, la oración del Breviario, toda la oración personal, son elementos del estar con Dios, del ser hombres de Dios. Nuestro ser, nuestra vida, nuestro corazón deben estar fijos en Dios, en este punto del cual no debemos salir, y esto se realiza, se refuerza día a día, también con breves oraciones en las cuales nos unimos de nuevo a Dios y nos hacemos cada vez más hombres de Dios, que viven en su comunión y así pueden hablar de Dios y guiar hacia Dios.

El otro elemento es que el sacerdote debe ser hombre. Hombre en todos los sentidos, es decir, debe vivir una verdadera humanidad, un verdadero humanismo; debe tener una educación, una formación humana, virtudes humanas; debe desarrollar su inteligencia, su voluntad, sus sentimientos, sus afectos; debe ser realmente hombre, hombre según la voluntad del Creador, del Redentor, porque sabemos que el ser humano está herido y la cuestión "qué es el hombre" queda ofuscada por el hecho del pecado, que ha herido hasta lo más intimo la naturaleza humana. Así se dice: "ha mentido", "es humano"; "ha robado", "es humano"; pero este no es el verdadero ser humano. Humano es ser generoso, es ser bueno, es ser hombre de justicia, de prudencia verdadera, de sabiduría. Por tanto, salir, con la ayuda de Cristo, de este ofuscamiento de nuestra naturaleza para alcanzar el verdadero ser humano a imagen de Dios, es un proceso de vida que debe comenzar en la formación al sacerdocio, pero que después debe realizarse y continuar en toda nuestra vida. Pienso que las dos cosas fundamentalmente van juntas: ser de Dios, estar con Dios, y ser realmente hombre, en el verdadero sentido que ha querido el Creador al plasmar esta criatura que somos nosotros.

Ser hombre: la carta a los Hebreos subraya nuestra humanidad de un modo que nos sorprende, porque dice: debe ser una persona con "compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza" (5, 2) y también —todavía mucho más fuerte— "habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado por su temor reverencial" (5, 7). Para la carta a los Hebreos un elemento esencial de nuestro ser hombre es la compasión, el sufrir con los demás: esta es la verdadera humanidad. No es el pecado, porque el pecado nunca es solidaridad, sino que siempre es falta de solidaridad, es vivir la vida para sí mismo, en lugar de darla. La verdadera humanidad es participar realmente en el sufrimiento del ser humano, significa ser un hombre de compasión —metriopathein, dice el texto griego—, es decir, estar en el centro de la pasión humana, llevar realmente con los demás sus sufrimientos, las tentaciones de este tiempo: "Dios, ¿dónde estás tú en este mundo?".

Esta humanidad del sacerdote no responde al ideal platónico y aristotélico, según el cual el verdadero hombre es el que vive sólo en la contemplación de la verdad, y así es dichoso, feliz, porque tiene amistad sólo con las cosas hermosas, con la belleza divina, pero "el trabajo" lo hacen otros. Eso es una suposición, mientras que aquí se supone que el sacerdote, como Cristo, debe entrar en la miseria humana, llevarla consigo, visitar a las personas que sufren, ocuparse de ellas, y no sólo exteriormente, sino tomando sobre sí mismo interiormente, recogiendo en sí mismo, la "pasión" de su tiempo, de su parroquia, de las personas que le han sido encomendadas. Así mostró Cristo el verdadero humanismo. Ciertamente su corazón siempre está fijo en Dios, ve siempre a Dios, siempre habla íntimamente con él, pero al mismo tiempo él lleva todo el ser, todo el sufrimiento humano, dentro de la Pasión. Hablando, viendo a los hombres que son pequeños, que andan sin pastor, sufre con ellos y nosotros los sacerdotes no podemos retirarnos en un Elíseo, sino que estamos inmersos en la pasión de este mundo y, con la ayuda de Cristo y en comunión con él, debemos intentar transformarlo, llevarlo hacia Dios.

Precisamente esto hay que decirlo, con el siguiente texto realmente estimulante: "Ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas" (Hb 5, 7). No se trata sólo de una alusión a la hora de la angustia en el Monte de los Olivos, sino que es un resumen de toda la historia de la pasión, que abarca toda la vida de Jesús. Lágrimas: Jesús lloró ante la tumba de Lázaro, estaba realmente conmovido en su interior por el misterio de la muerte, por el terror de la muerte. Hay personas que pierden a su hermano, como en este caso, a su madre, a su hijo, a un amigo: todo el horror de la muerte, que destruye el amor, que destruye las relaciones, que es un signo de nuestra finitud, de nuestra pobreza. Jesús pasa por la prueba y se confronta hasta lo más íntimo de su alma con este misterio, con esta tristeza que es la muerte, y llora. Llora ante Jerusalén, viendo la destrucción de la hermosa ciudad a causa de la desobediencia; llora viendo todas las destrucciones de la historia en el mundo; llora viendo como los hombres se destruyen a sí mismos y sus ciudades con la violencia, con la desobediencia.

Jesús llora, con fuertes gritos. Sabemos por los Evangelios que Jesús gritó desde la cruz; gritó: "Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46), y gritó otra vez al final. Y este grito responde a una dimensión fundamental de los Salmos: en los momentos terribles de la vida humana, muchos Salmos son un grito fuerte a Dios: "¡Ayúdanos, escúchanos!". Precisamente hoy, en el Breviario, acabamos de rezar en este sentido: ¿Dónde estás Dios? "Nos entregas como ovejas a la matanza" (Sal 44, 12). Un grito de la humanidad que sufre. Y Jesús, que es el verdadero sujeto de los Salmos, lleva realmente este grito de la humanidad a Dios, a los oídos de Dios: "¡Ayúdanos y escúchanos!". Él transforma todo el sufrimiento humano, tomándolo sobre sí mismo, en un grito a los oídos de Dios.

Y así vemos que precisamente de este modo realiza el sacerdocio, la función de mediador, llevando en sí mismo, asumiendo en sí mismo el sufrimiento —la pasión— del mundo, transformándolo en grito hacia Dios, llevándolo ante los ojos de Dios y poniéndolo en sus manos, llevándolo así realmente al momento de la Redención.

En realidad, la carta a los Hebreos dice que "ofreció ruegos y súplicas", "gritos y lágrimas" (5, 7). Es una traducción correcta del verbo prospherein, que es una palabra cultual y expresa el acto de la ofrenda de los dones humanos a Dios, expresa precisamente el acto del ofertorio, del sacrificio. Así, con este término cultual aplicado a los ruegos y las lágrimas de Cristo, demuestra que las lágrimas de Cristo, la angustia del Monte de los Olivos, el grito de la cruz, todo su sufrimiento no son algo añadido a su gran misión. Precisamente de este modo él ofrece el sacrificio, actúa como sacerdote. La carta a los Hebreos con este "ofreció" —prospherein— nos dice: esta es la realización de su sacerdocio, así lleva a la humanidad a Dios, así se hace mediador, así se hace sacerdote.

Decimos, con razón, que Jesús no ofreció algo a Dios, sino que se ofreció a sí mismo y esta ofrenda de sí mismo se realiza precisamente en esta compasión, que transforma en oración y en grito al Padre el sufrimiento del mundo. En este sentido, tampoco nuestro sacerdocio se limita al acto cultual de la santa misa, en el cual todo se pone en manos de Cristo, sino que toda nuestra compasión hacia el sufrimiento de este mundo tan alejado de Dios, es acto sacerdotal, es prospherein, es ofrecer. En este sentido, creo que debemos comprender y aprender a aceptar más profundamente los sufrimientos de la vida pastoral, porque precisamente esto es acción sacerdotal, es mediación, es entrar en el misterio de Cristo, es comunicación con el misterio de Cristo, muy real y esencial, existencial y también sacramental.

En este contexto es importante una segunda palabra. Se dice que Cristo así —mediante esta obediencia— llega a ser perfecto, en griego teleiotheis (cf. Hb 5, 8-9). Sabemos que en toda la Torá, es decir, en toda la legislación cultual, la palabra teleion, usada aquí, indica la ordenación sacerdotal. Es decir, la carta a los Hebreos nos dice que precisamente al hacer esto Jesús fue hecho sacerdote, se realizó su sacerdocio. Nuestra ordenación sacerdotal sacramental debe realizarse y concretarse existencialmente, pero también de modo cristológico, precisamente en este llevar el mundo con Cristo y a Cristo y, con Cristo, a Dios: así nos convertimos realmente en sacerdotes, teleiotheis. Por lo tanto, el sacerdocio no es una actividad de algunas horas, sino que se realiza precisamente en la vida pastoral, en sus sufrimientos y en sus debilidades, en sus tristezas y, naturalmente, también en las alegrías. Así llegamos a ser cada vez más sacerdotes en comunión con Cristo.

La carta a los Hebreos resume, por último, toda esta compasión en la palabra hupakoen, obediencia: todo esto es obediencia. Es una palabra que no nos gusta. En nuestro tiempo la obediencia parece una alienación, una actitud servil. Uno no usa su libertad, su libertad se somete a otra voluntad; por lo tanto, uno ya no es libre, sino que está determinado por otro, mientras que la autodeterminación, la emancipación sería la verdadera existencia humana. En lugar de la palabra "obediencia", nosotros queremos como palabra clave antropológica la de "libertad". Pero considerando de cerca este problema, vemos que las dos cosas van juntas: la obediencia de Cristo es conformidad de su voluntad con la voluntad del Padre; es llevar la voluntad humana a la voluntad divina, a la conformación de nuestra voluntad con la voluntad de Dios.

San Máximo el Confesor, en su interpretación del Monte de los Olivos, de la angustia expresada precisamente en la oración de Jesús, "no mi voluntad, sino tu voluntad", ha descrito este proceso, que Cristo lleva en sí mismo como verdadero hombre, con la naturaleza, la voluntad humana; en este acto —"no mi voluntad, sino tu voluntad"— Jesús resume todo el proceso de su vida, es decir, de llevar la vida natural humana a la vida divina y, de este modo, transformar al hombre: divinización del hombre y así redención del hombre, porque la voluntad de Dios no es una voluntad tirana, no es una voluntad que está fuera de nuestro ser, sino que es precisamente la voluntad creadora, es precisamente el lugar donde encontramos nuestra verdadera identidad.

Dios nos ha creado y somos nosotros mismos si actuamos conforme a su voluntad; sólo así entramos en la verdad de nuestro ser y no estamos alienados. Al contrario, la alienación tiene lugar precisamente si nos apartamos de la voluntad de Dios, porque de ese modo nos apartamos del designio de nuestro ser, ya no somos nosotros mismos y caemos en el vacío. En verdad, la obediencia a Dios, es decir, la conformidad, la verdad de nuestro ser, es la verdadera libertad, porque es la divinización. Jesús, llevando el hombre, el ser hombre, en sí mismo y consigo, en la conformidad con Dios, en la perfecta obediencia, es decir, en la perfecta conformación entre las dos voluntades, nos redimió y la redención siempre es este proceso de llevar la voluntad humana a la comunión con la voluntad divina. Es un proceso por el cual oramos cada día: "Hágase tu voluntad". Y queremos pedir realmente al Señor que nos ayude a ver íntimamente que esta es la libertad, y a entrar así con alegría en esta obediencia y a "recoger" al ser humano para llevarlo —con nuestro ejemplo, con nuestra humildad, con nuestra oración, con nuestra acción pastoral— a la comunión con Dios.

Prosiguiendo la lectura, encontramos una frase difícil de interpretar. El autor de la carta a los Hebreos dice que Jesús oró intensamente, con gritos y lágrimas, a Dios que podía salvarlo de la muerte, y por su completo abandono fue escuchado (cf. 5, 7). Aquí quisiéramos decir: "No, no es verdad, no fue escuchado, murió". Jesús pidió ser liberado de la muerte, pero no fue liberado, murió de modo extremadamente cruel. Por eso, el gran teólogo liberal Harnack dijo: "Aquí falta un no", hay que escribir: "No fue escuchado" y Bultmann aceptó esta interpretación. Pero se trata de una solución que no es exégesis, sino forzar el texto. En ninguno de los manuscritos aparece "no", sino sólo "fue escuchado"; por tanto, debemos aprender a comprender qué significa este "ser escuchado", a pesar de la cruz.

Yo veo tres niveles para entender esta expresión. En un primer nivel el texto griego se puede traducir así: "Fue redimido de su angustia" y, en este sentido, Jesús fue escuchado. Sería, por consiguiente, una alusión a lo que nos narra san Lucas, que "un ángel confortó a Jesús" (cf. Lc 22, 43), de modo que, después del momento de la angustia, pudiera ir directamente y sin temor hacia su hora, como nos describen los Evangelios, sobre todo el de san Juan. Sería escuchado en el sentido de que Dios le da la fuerza para llevar todo este peso; así es escuchado. Pero a mí me parece que esta respuesta no es del todo suficiente. Escuchado, en sentido más profundo —ha subrayado el padre Vanhoye— significa decir: "fue redimido de la muerte", pero no en el momento, no en ese momento, sino para siempre, en la Resurrección: la verdadera respuesta de Dios al ruego de ser redimido de la muerte es la Resurrección y la humanidad es redimida de la muerte precisamente en la Resurrección, que es la verdadera curación de nuestros sufrimientos, del misterio terrible de la muerte.

Aquí ya está presente un tercer nivel de comprensión: la Resurrección de Jesús no es sólo un acontecimiento personal. Me parece que puede ayudar tener presente el breve texto en el cual san Juan, en el capítulo 12 de su Evangelio, presenta y narra, de modo muy resumido, el hecho del Monte de los Olivos. Jesús dice: "Mi alma está turbada" (Jn 12, 27), y, en toda la angustia del Monte de los Olivos, ¿qué voy a decir?: "Sálvame de esta hora, o glorifica tu nombre" (cf. Jn 12, 27-28). Es la misma oración que encontramos en los Sinópticos: "Si es posible sálvame, pero hágase tu voluntad" (cf. Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 42), que en el lenguaje de san Juan es justamente: "O sálvame, o glorifica". Y Dios responde: "Te he glorificado y te glorificaré de nuevo" (cf. Jn 12, 28). Esta es la respuesta, la confirmación de que Dios lo escucha: glorificaré la cruz; es la presencia de la gloria divina, porque es el acto supremo del amor. En la cruz, Jesús es elevado sobre toda la tierra y atrae la tierra a sí; en la cruz aparece ahora el "Kabod", la verdadera gloria divina del Dios que ama hasta llegar a la cruz y así transforma la muerte y crea la Resurrección.

La oración de Jesús fue escuchada, en el sentido de que realmente su muerte se convierte en vida, se convierte en el lugar desde donde redime al hombre, desde donde atrae al hombre a sí. Si la respuesta divina en san Juan dice: "te glorificaré", significa que esta gloria trasciende y atraviesa toda la historia siempre y de nuevo: desde tu cruz, presente en la Eucaristía, transforma la muerte en gloria. Esta es la gran promesa que se realiza en la santa Eucaristía, que abre siempre de nuevo el cielo. Ser servidor de la Eucaristía es, por tanto, profundidad del misterio sacerdotal.

Todavía unas pocas palabras, al menos sobre Melquisedec. Es una figura misteriosa que entra en la historia sagrada en Génesis 14: después de la victoria de Abraham sobre algunos reyes, aparece el rey de Salem, de Jerusalén, Melquisedec, y lleva pan y vino. Un episodio no comentado y un poco incomprensible, que sólo aparece de nuevo en el Salmo 110, como ya hemos dicho, pero se entiende que, después el judaísmo, el agnosticismo y el cristianismo hayan querido reflexionar profundamente sobre esta palabra y hayan creado sus interpretaciones. La carta a los Hebreos no especula, sino que refiere solamente lo que dice la Escritura y son varios elementos: es rey de justicia, vive en la paz, es rey de donde está la paz, venera y adora al Dios Altísimo, al Creador del cielo y de la tierra, y lleva pan y vino (cf. Hb 7, 1-3; Gn 14, 18-20). No se comenta que aquí aparece el sumo sacerdote del Dios Altísimo, rey de la paz, que adora con pan y vino al Dios Creador del cielo y de la tierra. Los Padres han subrayado que es uno de los santos paganos del Antiguo Testamento y esto muestra que también desde el paganismo existe un camino hacia Cristo y los criterios son: adorar al Dios Altísimo, al Creador, cultivar la justicia y la paz, y venerar a Dios de modo puro. Así, con estos elementos fundamentales, también el paganismo está en camino hacia Cristo, en cierto modo hace presente la luz de Cristo.

En el canon romano, después de la consagración, tenemos la oración supra quae, que menciona algunas prefiguraciones de Cristo, de su sacerdocio y de su sacrificio: Abel, el primer mártir, con su cordero; Abraham, que sacrifica en la intención a su hijo Isaac, sustituido por el cordero que da Dios; y Melquisedec, sumo sacerdote del Dios Altísimo, que lleva pan y vino. Esto significa que Cristo es la novedad absoluta de Dios y, al mismo tiempo, está presente en toda la historia, a través de la historia, y la historia va hacia el encuentro con Cristo. Y no sólo la historia del pueblo elegido, que es la verdadera preparación querida por Dios, en la que se revela el misterio de Cristo, sino también desde el paganismo se prepara el misterio de Cristo, existen caminos hacia Cristo, el cual lleva todo en sí mismo.

Esto me parece importante en la celebración de la Eucaristía: aquí está recogida toda la oración humana, todo el deseo humano, toda la verdadera devoción humana, la verdadera búsqueda de Dios, que se encuentra finalmente realizada en Cristo. Por último, es preciso decir que ahora el cielo está abierto, el culto ya no es enigmático, en signos relativos, sino que es verdadero, porque el cielo está abierto y no se ofrece algo, sino que el hombre se convierte en uno con Dios y este es el verdadero culto. Así dice la carta a los Hebreos: "Nuestro sacerdote está a la derecha del trono, del santuario, de la tienda verdadera, que el Señor Dios mismo ha construido" (cf. 8, 1-2).

Volvamos al dato de que Melquisedec es rey de Salem. Toda la tradición davídica se ha referido a esto diciendo: "Este es el lugar, Jerusalén es el lugar del culto verdadero, la concentración del culto en Jerusalén viene ya de los tiempos de Abraham, Jerusalén es el lugar verdadero de la auténtica veneración de Dios".

Demos otro paso: la verdadera Jerusalén, el Salem de Dios, es el Cuerpo de Cristo; la Eucaristía es la paz de Dios con el hombre. Sabemos que san Juan, en el Prólogo, llama a la humanidad de Jesús "la tienda de Dios", eskenosen en hemin (Jn 1, 14). Aquí Dios mismo ha creado su tienda en el mundo y esta tienda, esta Jerusalén nueva y verdadera está al mismo tiempo en la tierra y en cielo, porque este Sacramento, este sacrificio se realiza siempre entre nosotros y llega siempre hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios. Aquí está la verdadera Jerusalén, al mismo tiempo celestial y terrestre: la tienda que es el Cuerpo de Dios, que como Cuerpo resucitado sigue siendo siempre Cuerpo y abraza la humanidad; y, al mismo tiempo, al ser Cuerpo resucitado, nos une a Dios. Todo esto se realiza siempre de nuevo en la Eucaristía. Y nosotros como sacerdotes estamos llamados a ser ministros de este gran Misterio, en el Sacramento y en la vida. Roguemos al Señor que nos haga entender este Misterio cada vez mejor, vivir cada vez mejor este Misterio y ofrecer así nuestra ayuda para que el mundo se abra a Dios, para que el mundo sea redimido. Gracias.



En su «lectio divina», Benedicto XVI partió de los pasajes de la Carta a los Hebreos que señalamos a continuación:

Hb 5, 1-10;
Hb 7, 26-28:
Hb 8, 1-2.

(L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 9 - 28 de febrero de 2010, pp. 8-11)


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS REPRESENTANTES DE LA AVIACIÓN CIVIL ITALIANA

Sábado 20 de febrero de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros y daros mi cordial bienvenida a todos vosotros, que representáis al variado mundo de la aviación civil italiana. Saludo con deferencia a las autoridades civiles y militares, y de modo especial al ministro de Infraestructuras y Transportes, senador Altero Matteoli, y al profesor Vito Riggio, presidente del Ente nacional para la aviación civil (ENAC), a quienes agradezco las amables palabras que me han dirigido. Saludo al subsecretario de la Presidencia del Consejo de ministros, Gianni Letta, que ha querido asistir a este importante encuentro. Por último, mi pensamiento va a los directivos y a todos los operadores del ENAC, de la Sociedad nacional para la asistencia de vuelo (ENAV) y de los demás organismos que componen el sistema de la aviación civil.

Durante el último siglo, con el uso cada vez más frecuente del avión, las fronteras de la movilidad se han ampliado enormemente. Los cielos representan hoy, de manera creciente, lo que podríamos llamar las "autopistas" de la viabilidad moderna y, por consiguiente, los aeropuertos se han convertido en una encrucijada privilegiada de la aldea global; por ellos, como se ha recordado, transitan cada día millones de personas. Vosotros y el organismo que representáis tenéis la responsabilidad de la gestión y la organización cada vez más compleja de esta articulación de la vida contemporánea y de la comunicación entre personas y pueblos. Se trata de un trabajo a menudo discreto y poco conocido, que a veces pasa desapercibido a los usuarios, pero que no escapa a la mirada de Dios, quien ve el esfuerzo del hombre, incluso el realizado en lo secreto (cf. Mt 6, 6).

Las tareas que se os encomiendan son notables. Estáis llamados a regular y controlar el tráfico aéreo y a proveer a la eficiencia del sistema nacional de transportes, respetando los compromisos internacionales del país; a garantizar a los usuarios y a las empresas la seguridad de los vuelos, la tutela de los derechos, la calidad de los servicios en las escalas y la justa competitividad, respetando el medio ambiente. En estas numerosas tareas es importante recordar que, en todo proyecto y actividad, el primer capital que es preciso salvaguardar y valorizar es la persona, en su integridad (cf. Caritas in veritate, 25). De hecho, la persona debe representar el fin y no el medio al cual tender incesantemente. San Ambrosio nos recuerda que "el hombre es el culmen y casi el compendio del universo, y la belleza suprema de la creación" (Exameron IX, 75). El respeto de estos principios puede parecer particularmente complejo y difícil en el contexto actual, a causa de la crisis económica, que provoca efectos problemáticos en el sector de la aviación civil, y de la amenaza del terrorismo internacional, que tiene también en su punto de mira los aeropuertos y los aviones para llevar a cabo sus tramas subversivas. Incluso en esta situación es necesario no perder nunca de vista que el respeto de la primacía de la persona y la atención a sus necesidades no sólo no hacen menos eficaz el servicio y no penalizan la gestión económica, sino que, al contrario, representan importantes garantías de verdadera eficacia y de auténtica calidad.

El aeropuerto actual es cada vez más espejo del mundo y "lugar" de humanidad, donde se encuentran personas de distintas nacionalidades, culturas y religiones. Por los aeropuertos pasan cada año millones de pasajeros para dirigirse a sus destinos de vacaciones o a sus lugares de trabajo, para unirse a sus familiares con los que compartir momentos felices o dolorosos. Muchos usan el avión para realizar una peregrinación en búsqueda de momentos de espiritualidad y de experiencia de Dios. En estos años, además, el aeropuerto se ha convertido en un lugar donde emigrantes y prófugos viven experiencias de espera, de esperanza y de temor por su futuro. Asimismo, resulta cada vez más consistente la presencia de niños y ancianos, de discapacitados y enfermos, necesitados de cuidados y de atenciones especiales. En las últimas décadas, también para el Sucesor de Pedro el avión se ha convertido en un instrumento insustituible de evangelización. ¿Cómo no recordar aquí el espacio que han tenido los aeropuertos y los aviones en los viajes apostólicos que hemos realizado tanto yo como mis venerados predecesores? No puedo menos de daros las gracias a todos por este valioso servicio.

La Iglesia, además, reserva para el mundo de la aviación civil una solicitud pastoral particular. De hecho, como recordaba el venerable Papa Juan Pablo II pensando precisamente en vuestro ambiente tan variado y complejo: "¡Cómo desean... encontrar un rostro amigo, escuchar una palabra serena, recibir un gesto de cortesía y de comprensión concreta!" (Homilía en el aeropuerto de Fiumicino, 10 de diciembre de 1991, L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de diciembre de 1991, p. 2). A esas exigencias la comunidad cristiana responde con el servicio de las capillas y de los capellanes de los aeropuertos, destinado principalmente al personal de vuelo y de tierra, al de la policía, al de aduanas y de seguridad, y al personal médico y paramédico, pero también a todos los que pasan por los aeropuertos. Esta presencia recuerda que toda persona tiene una dimensión trascendente, espiritual, y ayuda a reconocerse como una sola familia, compuesta por personas que no están simplemente una al lado de otra, sino que, poniéndose en relación con los demás y con Dios, realizan una solidaridad fraterna fundada en la justicia y en la paz (cf. Caritas in veritate, 53-54).

Queridos amigos, el 24 de marzo de 1920 mi predecesor Benedicto XV, de venerada memoria, coronando el deseo de algunos pioneros de la aviación, proclamó a la santísima Virgen de Loreto patrona de todos los aeronavegantes, con referencia al "arcángel Gabriel, que bajó del cielo para traer a María "la buena nueva" de la Maternidad divina" (cf. Lc 1, 26-38), y a la devota tradición vinculada a la Santa Casa. Encomiendo vuestro trabajo y todas vuestras iniciativas a la Virgen de Loreto. Que ella os ayude a buscar siempre y en todo "el reino de Dios y su justicia" (Mt 6, 33). Que os acompañe la bendición apostólica, que imparto de corazón a cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos.


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CONCLUSIÓN DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE LA CURIA ROMANA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla "Redemptoris Mater"
Sábado 27 de febrero de 2010



Queridos hermanos;
querido don Enrico:

En nombre de todos los aquí presentes quiero darle las gracias de todo corazón a usted, don Enrico, por estos ejercicios, por el modo apasionado y muy personal con el que nos ha guiado en el camino hacia Cristo, en el camino de renovación de nuestro sacerdocio.

Usted escogió como punto de partida, como trasfondo siempre presente, como punto de llegada —lo hemos visto ahora— la oración de Salomón por "un corazón que escucha". En realidad me parece que aquí se resume toda la visión cristiana del hombre. El hombre no es perfecto en sí mismo; el hombre necesita la relación; es un ser en relación. Su cogito no puede cogitare toda la realidad. Necesita la escucha, la escucha del otro, sobre todo del Otro con mayúscula, de Dios. Sólo así se conoce a sí mismo, sólo así llega a ser él mismo.

Desde mi lugar, aquí, siempre he visto a la Madre del Redentor, la Sedes Sapientiae, el trono vivo de la sabiduría, con la Sabiduría encarnada en su seno. Y como hemos visto, san Lucas presenta a María precisamente como mujer de corazón a la escucha, que está inmersa en la Palabra de Dios, que escucha la Palabra, la medita (synballen), la compone y la conserva, la custodia en su corazón. Los Padres de la Iglesia dicen que en el momento de la concepción del Verbo eterno en el seno de la Virgen el Espíritu Santo entró en María a través del oído. En la escucha concibió la Palabra eterna, dio su carne a esta Palabra. Y así nos dice lo que es tener un corazón a la escucha.

Aquí María está rodeada de los padres y las madres de la Iglesia, de la comunión de los santos. Y así vemos y hemos entendido precisamente en estos días que en el yo aislado no podemos escuchar realmente la Palabra: sólo en el nosotros de la Iglesia, en el nosotros de la comunión de los santos.

Y usted, querido don Enrico, nos ha mostrado, ha dado voz a cinco figuras ejemplares del sacerdocio, comenzando por san Ignacio de Antioquía hasta el querido y venerable Papa Juan Pablo II. Así realmente hemos percibido de nuevo lo que quiere decir ser sacerdote, convertirse cada vez más en sacerdotes.

También ha destacado usted que la consagración se orienta a la misión, está destinada a convertirse en misión. En estos días, con la ayuda de Dios, hemos profundizado en nuestra consagración. Así queremos afrontar ahora con nuevo valor nuestra misión. Que el Señor nos ayude. Gracias don Enrico por su ayuda.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE UGANDA EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Viernes 5 de marzo de 2010



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra saludaros, obispos de Uganda, en vuestra visita ad limina a la tumba de los Apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco al obispo Ssekamanya los amables sentimientos de comunión con el Sucesor de Pedro que me ha expresado en vuestro nombre. Correspondo de corazón y os aseguro mis oraciones y mi afecto por vosotros y por el pueblo de Dios que os ha sido encomendado. En particular, pienso en aquellos que se han visto afectados por los recientes desprendimientos de tierra en la región de Bududa, en vuestro país. Pido a Dios todopoderoso, Padre de todas las misericordias, que conceda el eterno descanso a las almas de los fallecidos, y fuerza y esperanza a todos los que están sufriendo las consecuencias de este trágico suceso.

La II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos que celebramos recientemente fue memorable en su exhortación a renovar los esfuerzos en el servicio de una evangelización más profunda de vuestro continente (cf. Mensaje al pueblo de Dios, 15). La fuerza de la Palabra de Dios, y el conocimiento y el amor de Jesús no pueden menos de transformar la vida de las personas, mejorando su manera de pensar y actuar. A la luz del mensaje evangélico, sois conscientes de la necesidad de alentar a los católicos de Uganda para que aprecien plenamente el sacramento del matrimonio en su unidad e indisolubilidad, y el derecho sagrado a la vida. Os exhorto a ayudar, tanto a los sacerdotes como a los fieles laicos, a resistir a la seducción de la cultura materialista del individualismo, que ha arraigado en tantos países. Seguid exhortando a una paz duradera basada en la justicia y en la generosidad para con las personas necesitadas, y a un espíritu de diálogo y reconciliación. A la vez que promovéis un ecumenismo verdadero, estad especialmente cercanos a quienes son más vulnerables ante el avance de las sectas. Impulsadlos a rechazar los sentimientos superficiales y una predicación que desvirtuaría la cruz de Cristo (cf. 1 Co 1, 17). De este modo, como pastores responsables, seguiréis manteniéndolos a ellos y a sus hijos fieles a la Iglesia de Cristo. En este sentido, me alegra saber que vuestro pueblo encuentra consuelo espiritual en las formas populares de evangelización como las peregrinaciones organizadas al santuario de los mártires de Uganda en Namugongo, donde la activa presencia pastoral de obispos y de numerosos sacerdotes guía la piedad de los peregrinos hacia una renovación de personas y comunidades. Seguid sosteniendo a todos aquellos que con corazón generoso ayudan a los desplazados y a los huérfanos procedentes de las zonas devastadas por la guerra. Alentad a quienes cuidan de los que sufren a causa de la pobreza, del sida u otras enfermedades, enseñándoles a ver en aquellos a los que sirven el rostro sufriente de Jesús (cf. Mt 25, 40).

Una nueva evangelización conlleva a su vez una cultura católica más profunda, arraigada en la familia. Por vuestras relaciones quinquenales tengo conocimiento de que los programas de educación en las parroquias, las escuelas y las asociaciones, y vuestras intervenciones sobre temas de interés común, realmente están difundiendo una cultura católica más fuerte. Un laicado bien preparado, que sea activo en los medios de comunicación, en la política y en la cultura, puede ser un gran bien. Deberían realizarse cursos adecuados de formación para los fieles laicos, especialmente sobre la doctrina social de la Iglesia, aprovechando los recursos de la Universidad de los mártires de Uganda u otras instituciones. Alentadlos a ser activos y francos en el servicio de lo que es justo y noble. De este modo, toda la sociedad se beneficiará de contar con cristianos cualificados y solícitos que ocupen cargos de liderazgo en el servicio del bien común. Los movimientos eclesiales también merecen vuestro apoyo, por su contribución positiva a la vida de la Iglesia en numerosos sectores.

Los obispos, como primeros agentes de evangelización, están llamados a dar un testimonio claro de la solidaridad concreta que brota de nuestra comunión en Cristo. Con espíritu de caridad cristiana, las diócesis que disponen de más recursos, tanto materiales como espirituales, deben ayudar a las que tienen menos. Al mismo tiempo, todas las comunidades deben esforzarse por ser autosuficientes. Es importante que vuestro pueblo desarrolle un sentido de responsabilidad para consigo mismo, sus comunidades y su Iglesia, y se impregne profundamente de un espíritu católico de sensibilidad ante las necesidades de la Iglesia universal.

Vuestros sacerdotes, como ministros de evangelización comprometidos, ya se benefician enormemente de vuestra paternidad y de vuestra guía fraternas. En este Año sacerdotal ofrecedles vuestra ayuda, vuestro ejemplo y vuestra enseñanza clara. Exhortadlos a la oración y a la vigilancia, especialmente en lo que concierne a ambiciones egoístas, materiales o políticas, o a un apego excesivo a la familia o al grupo étnico. Seguid promoviendo las vocaciones, garantizando el debido discernimiento de los candidatos y su apropiada motivación y formación, especialmente su formación espiritual. Los sacerdotes deben ser hombres de Dios, capaces de guiar a los demás por los caminos del Señor, mediante su ejemplo y consejos sabios.

Los religiosos y las religiosas en Uganda están llamados a ser ejemplo y fuente de aliento para toda la Iglesia. Con vuestros consejos y vuestras oraciones ayudadles en su esfuerzo por alcanzar la meta de la caridad perfecta y a dar testimonio del reino de Dios. Los sacerdotes y religiosos requieren un apoyo constante en su vida de celibato y virginidad consagrada. Con vuestro ejemplo, enseñadles la belleza de esta forma de vida, de la paternidad y la maternidad espiritual con la que pueden enriquecer y profundizar el amor de los fieles hacia el Creador y Dador de todo bien. Asimismo, vuestros catequistas son un gran recurso. Seguid velando por sus necesidades y su formación, y para alentarles, presentadles el ejemplo de mártires como el beato Daudi Okello y el beato Jildo Irwa.

Queridos hermanos en el episcopado, con el apóstol san Pablo, os exhorto: "Pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio" (2 Tm 4, 5). Los beatos mártires ugandeses son para vosotros y para vuestro pueblo modelos de gran valentía y paciencia en el sufrimiento. Contad con sus oraciones y esforzaros siempre por ser dignos de su herencia. Encomendándoos a vosotros y a quienes han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral a la protección amorosa de María, Madre de la Iglesia, os imparto de corazón mi bendición apostólica a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DIRIGENTES, AL PERSONAL Y A LOS VOLUNTARIOS
DE LA PROTECCIÓN CIVIL NACIONAL ITALIANA

Sala Pablo VI
Sábado 6 de marzo de 2010

(Vídeo)



Queridos amigos:

Es para mí una gran alegría acogeros y daros mi cordial bienvenida a cada uno. Saludo a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio y a todas las autoridades. Saludo al subsecretario de Estado de la Presidencia del Consejo de ministros y jefe del departamento de la Protección civil, Guido Bertolaso, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos, así como todo lo que hace en favor de la sociedad civil y por todos nosotros. Saludo al subsecretario de la Presidencia del Consejo de ministros, Gianni Letta, presente en este encuentro. Dirijo mi afectuoso saludo a los numerosos voluntarios y voluntarias y a los representantes de algunas secciones del Servicio nacional de la Protección civil.

Antes de este encuentro se ha tenido un alegre momento de fiesta, animado también con las ejecuciones musicales de la Institución sinfónica de Los Abruzos. A todos expreso mi agradecimiento. Habéis querido recordar la actividad llevada a cabo por la Protección civil a lo largo de los últimos diez años, tanto con ocasión de emergencias nacionales e internacionales, como en la actividad de apoyo a acontecimientos grandes y especiales. ¿Cómo no recordar, a este propósito, las intervenciones a favor de los afectados por los terremotos de San Giuliano di Puglia y, sobre todo, de Los Abruzos? Yo mismo, al visitar Onna y L'Aquila el mes de abril del año pasado, pude constatar personalmente con cuánto empeño os habéis prodigado para socorrer a quienes habían perdido a sus seres queridos y sus casas. Me parecen apropiadas las palabras que os dirigí en aquella ocasión: "Gracias por lo que habéis hecho y sobre todo por el amor con que lo habéis hecho. Gracias por el ejemplo que habéis dado" (Discurso en el encuentro con los fieles y el personal dedicado a las actividades de socorro, 28 de abril de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de mayo de 2009, p. 13). Y ¿cómo no pensar con admiración en los numerosos voluntarios y voluntarias que garantizaron la asistencia y la seguridad a la multitud inmensa de jóvenes, y no tan jóvenes, presente en la inolvidable Jornada mundial de la juventud del año 2000, o que vino a Roma para dar el último adiós al Papa Juan Pablo II?

Queridos voluntarios y voluntarias de la Protección civil: sé que habéis deseado mucho este encuentro; puedo aseguraros que este era también mi vivo deseo. Vosotros constituís una de las expresiones más recientes y maduras de la larga tradición de solidaridad que hunde sus raíces en el altruismo y en la generosidad del pueblo italiano. El voluntariado de la Protección civil se ha convertido en un fenómeno nacional, que ha asumido formas de participación y de organización particularmente significativas y hoy comprende cerca de un millón trescientos mil miembros, subdivididos en más de tres mil organizaciones. Las finalidades y los propósitos de vuestra asociación han encontrado reconocimiento en normas legislativas apropiadas, que han contribuido a la formación de una identidad nacional del voluntariado de la Protección civil, atenta a las necesidades primarias de la persona y del bien común.

Los términos "protección" y "civil" representan unas coordenadas precisas y expresan de manera profunda vuestra misión, yo diría vuestra "vocación": proteger a las personas y su dignidad —bienes centrales de la sociedad civil— en los casos trágicos de calamidades y de emergencia que amenazan la vida y la seguridad de familias o de comunidades enteras. Esta misión no consiste sólo en la gestión de la emergencia, sino en una contribución puntual y meritoria a la realización del bien común, que representa siempre el horizonte de la convivencia humana, también —y sobre todo— en los momentos de las grandes pruebas. Estas son una ocasión de discernimiento y no de desesperación. Brindan la oportunidad de formular nuevos proyectos sociales, más orientados a la virtud y al bien de todos.

Las dos dimensiones de la protección, que se expresan tanto durante la emergencia como después, están bien expresadas en la figura del buen samaritano, esbozada en el Evangelio de san Lucas (cf. Lc 10, 30-35). Este personaje demuestra, ciertamente, caridad, humildad y valentía socorriendo al desventurado en el momento de máxima necesidad. Y esto cuando todos —algunos por indiferencia, otros por dureza de corazón— miran hacia otro lado. Pero el buen samaritano enseña a ir más allá de la emergencia y a preparar, podríamos decir, la vuelta a la normalidad. En efecto, venda las heridas del hombre tendido en el suelo, pero después se preocupa de encomendarlo al posadero, para que se pueda restablecer una vez pasada la emergencia.

Como nos enseña la página evangélica, el amor al prójimo no se puede delegar: el Estado y la política, aunque dispongan las necesarias atenciones de la asistencia social, no pueden sustituirlo. Como escribí en la encíclica Deus caritas est: "El amor siempre será necesario, incluso en la sociedad más justa. No hay ningún orden estatal, por justo que sea, que haga superfluo el servicio del amor. Quien intenta desentenderse del amor se dispone a desentenderse del hombre en cuanto hombre. Siempre habrá sufrimiento que necesite consuelo y ayuda. Siempre habrá soledad. Siempre se darán también situaciones de necesidad material en las que es indispensable una ayuda que muestre un amor concreto al prójimo" (n. 28). El amor requiere y requerirá siempre el compromiso personal y voluntario. Precisamente por eso, los voluntarios no son "suplentes" en la red social, sino personas que contribuyen verdaderamente a delinear el rostro humano y cristiano de la sociedad. Sin voluntariado, el bien común y la sociedad no pueden durar mucho, porque su progreso y su dignidad en gran medida dependen precisamente de esas personas que hacen más que cumplir estrictamente su deber.

Queridos amigos, vuestro compromiso es un servicio a la dignidad del hombre fundada en su condición de ser creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Como nos ha mostrado el episodio del buen samaritano, hay miradas que pueden dirigirse al vacío o incluso llegar al desprecio, pero también hay miradas que pueden expresar amor. Además de vigilantes del territorio, sed cada vez más iconos vivos del buen samaritano, prestando atención al prójimo, recordando la dignidad del hombre y suscitando esperanza. Cuando una persona no se limita sólo a cumplir con su deber en la profesión y en la familia, sino que se compromete por los demás, su corazón se dilata. Quien ama y sirve gratuitamente al otro como prójimo, vive y actúa según el Evangelio y participa en la misión de la Iglesia, que siempre mira al hombre en su integridad y quiere ayudarle a sentir el amor de Dios.

Queridos voluntarios y voluntarias, la Iglesia y el Papa sostienen vuestro valioso servicio. Que la Virgen María, que va "con prontitud" a casa de su prima Isabel para ayudarla (cf. Lc 1, 39), sea vuestro modelo. Os encomiendo a la intercesión de vuestro patrono, san Pío de Pietrelcina; os aseguro mi recuerdo en la oración, y con afecto os imparto la bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN JUAN DE LA CRUZ

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CONSEJO PASTORAL

Domingo 7 de marzo de 2010



Queridos hermanos y hermanas, de todo corazón os doy las gracias por esta bella experiencia pre-pascual que me habéis brindado en la mañana de este domingo. He leído un poco sobre la historia de vuestra parroquia, que empezó de cero; habéis construido entretanto un gran centro pastoral, habéis construido los edificios, las infraestructuras, pero sobre todo habéis construido una Iglesia viva, de piedras vivas. Ahora es bello ver cómo aquí la Iglesia es viva: vive de la Palabra de Dios, de la participación en la santa Eucaristía, con tantos componentes de la vida espiritual, todos los movimientos unidos en un único proyecto pastoral en la común Iglesia de Cristo.

Por ello estoy muy agradecido y os ruego que continuéis en este sentido: construir siempre la Iglesia de piedras vivas, y ser así también un centro de irradiación de la Palabra de Dios en nuestro mundo, que tiene tanta necesidad de esta Palabra de Dios, de la vida que procede de Dios.

Hoy, en la primera lectura, hemos oído precisamente esta auto-presentación de Dios, que entra en la historia, se hace uno de nosotros. Y hemos oído que Dios es un Dios que nos escucha, que no está lejos, que se interesa por nosotros, que está por nosotros y con nosotros. Y esto exige nuestra respuesta, exige que también nosotros escuchemos a Dios, que también nosotros estemos abiertos a su presencia; así cielo y tierra se comunican y se unen más, y el mundo se hace más luminoso, más bello.

¡Gracias por todo vuestro trabajo! Os deseo una buena Pascua y más progresos espirituales en la comunión con Cristo y en la comunidad de los sacerdotes, sobre todo de vuestro querido párroco. He oído cómo comenzó, yendo al supermercado para ver quién había, y así creció la parroquia. Gracias monseñor párroco, gracias a todos vosotros. ¡Buena Pascua!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

Sala Clementina
Jueves 11 de marzo de 2010



Queridos amigos:

Me alegra encontrarme con vosotros y daros mi bienvenida a cada uno, con ocasión del curso anual sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría apostólica. Saludo cordialmente a monseñor Fortunato Baldelli, que, por primera vez como penitenciario mayor, ha guiado vuestras sesiones de estudio, y le agradezco las palabras que me ha dirigido. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti, regente, al personal de la Penitenciaría y a todos vosotros que, con la participación en esta iniciativa, manifestáis la fuerte exigencia de profundizar una temática esencial para el ministerio y la vida de los presbíteros.

Vuestro curso se realiza, providencialmente, durante el Año sacerdotal, que convoqué con ocasión del 150° aniversario del nacimiento al cielo de san Juan María Vianney, quien ejerció de modo heroico y fecundo el ministerio de la Reconciliación. Como afirmé en la carta de proclamación: "Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros las palabras que él [el cura de Ars] ponía en boca de Jesús: "Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita". Los sacerdotes no sólo podemos aprender del santo cura de Ars una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del "diálogo de la salvación" que en él se debe entablar" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 2009, p. 7). ¿Dónde hunden sus raíces la heroicidad y la fecundidad con las cuales san Juan María Vianney vivió su ministerio de confesor? Ante todo en una intensa dimensión penitencial personal. La conciencia de su propia limitación y la necesidad de recurrir a la Misericordia divina para pedir perdón, para convertir el corazón y para ser sostenidos en el camino de santidad, son fundamentales en la vida del sacerdote: sólo quien ha experimentado personalmente su grandeza puede ser un anunciador y administrador convencido de la Misericordia de Dios. Todo sacerdote se convierte en ministro de la Penitencia por su configuración ontológica a Cristo, sumo y eterno Sacerdote, que reconcilia a la humanidad con el Padre; sin embargo, la fidelidad al administrar el sacramento de la Reconciliación se confía a la responsabilidad del presbítero.

Vivimos en un contexto cultural marcado por la mentalidad hedonista y relativista, que tiende a eliminar a Dios del horizonte de la vida, no favorece la adquisición de un marco claro de valores de referencia y no ayuda a discernir el bien del mal y a madurar un sentido correcto del pecado. Esta situación hace todavía más urgente el servicio de administradores de la Misericordia divina. No debemos olvidar que existe una especie de círculo vicioso entre el ofuscamiento de la experiencia de Dios y la pérdida del sentido del pecado. Sin embargo, si nos fijamos en el contexto cultural en el que vivió san Juan María Vianney, vemos que, en varios aspectos, no era muy distinto del nuestro. De hecho, también en su tiempo existía una mentalidad hostil a la fe, expresada por fuerzas que incluso querían impedir el ejercicio del ministerio. En esas circunstancias, el santo cura de Ars hizo "de la iglesia su casa", para llevar a los hombres a Dios. Vivió con radicalidad el espíritu de oración, la relación personal e íntima con Cristo, la celebración de la santa misa, la adoración eucarística y la pobreza evangélica; así fue para sus contemporáneos un signo tan evidente de la presencia de Dios, que impulsó a numerosos penitentes a acercarse a su confesionario. En las condiciones de libertad en las que hoy se puede ejercer el ministerio sacerdotal, es necesario que los presbíteros vivan "de modo alto" su respuesta a la vocación, porque sólo quien es cada día presencia viva y clara del Señor puede suscitar en los fieles el sentido del pecado, infundir valentía y despertar el deseo del perdón de Dios.

Queridos hermanos, es preciso volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que "habitar" más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía. La "crisis" del sacramento de la Penitencia, de la que se habla con frecuencia, interpela ante todo a los sacerdotes y su gran responsabilidad de educar al pueblo de Dios en las exigencias radicales del Evangelio. En particular, les pide que se dediquen generosamente a la escucha de las confesiones sacramentales; que guíen el rebaño con valentía, para que no se acomode a la mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2), sino que también sepa tomar decisiones contracorriente, evitando acomodamientos o componendas. Por esto es importante que el sacerdote viva una tensión ascética permanente, alimentada por la comunión con Dios, y se dedique a una actualización constante en el estudio de la teología moral y de las ciencias humanas.

San Juan María Vianney sabía instaurar un verdadero "diálogo de salvación" con los penitentes, mostrando la belleza y la grandeza de la bondad del Señor y suscitando el deseo de Dios y del cielo que los santos son los primeros en llevar. Afirmaba: "El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!" (Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Torino 1870, p. 130). El sacerdote tiene la tarea de favorecer la experiencia del "diálogo de salvación", que nace de la certeza de ser amados por Dios y ayuda al hombre a reconocer su pecado y a introducirse, progresivamente, en la dinámica estable de conversión del corazón que lleva a la renuncia radical al mal y a una vida según Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1431).

Queridos sacerdotes, ¡qué extraordinario ministerio nos ha confiado el Señor! Como en la celebración eucarística él se pone en manos del sacerdote para seguir estando presente en medio de su pueblo, de forma análoga en el sacramento de la Reconciliación se confía al sacerdote para que los hombres experimenten el abrazo con el que el padre acoge al hijo pródigo, restituyéndole la dignidad filial y la herencia (cf. Lc 15, 11-32). Que la Virgen María y el santo cura de Ars nos ayuden a experimentar en nuestra vida la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Dios (cf. Ef 3, 18-19), para que seamos administradores fieles y generosos de este amor. Os doy las gracias a todos de corazón y os imparto de buen grado mi bendición.


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