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2009

Ultimo Aggiornamento: 12/07/2013 13:17
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02/07/2013 20:41


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA ORDINARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Sábado 21 de febrero de 2009



Excelencias;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres académicos;
amables señoras y señores:

Me alegra en particular recibiros con motivo de la XV asamblea ordinaria de la Academia pontificia para la vida. En 1994, mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II la instituyó bajo la presidencia de un científico, el profesor Jerôme Lejeune, interpretando con clarividencia la delicada tarea que debería desempeñar en el decurso de los años. Agradezco al presidente, monseñor Rino Fisichella, las palabras con las que ha introducido este encuentro, confirmando el gran compromiso de la Academia en favor de la promoción y la defensa de la vida humana.

Desde que, a mediados del siglo XIX, el abad agustino Gregor Mendel, descubrió las leyes de la herencia de los caracteres, hasta el punto de que se le ha considerado el fundador de la genética, esta ciencia ha dado pasos gigantescos en la comprensión del lenguaje que está en la base de la información biológica y que determina el desarrollo de un ser vivo. Por este motivo, la genética moderna desempeña un papel de particular importancia dentro de las disciplinas biológicas que han contribuido al prodigioso desarrollo de los conocimientos sobre la arquitectura invisible del cuerpo humano y los procesos celulares y moleculares que presiden sus múltiples actividades.

Hoy la ciencia ha llegado a desvelar tanto los diferentes mecanismos recónditos de la fisiología humana, como los procesos que están vinculados a la aparición de algunos defectos heredables de los padres, así como procesos que hacen que algunas personas queden más expuestas al riesgo de contraer una enfermedad. Estos conocimientos, fruto del ingenio y del esfuerzo de innumerables estudiosos, permiten llegar más fácilmente no sólo a un diagnóstico más eficaz y precoz de las enfermedades genéticas, sino también a producir terapias destinadas a aliviar los sufrimientos de los enfermos y, en algunos casos, incluso a devolverles la esperanza de recobrar la salud. Además, desde que se dispone de la secuencia de todo el genoma humano, también las diferencias entre un sujeto y otro, y entre las diversas poblaciones humanas, se han convertido en objeto de investigaciones genéticas que permiten vislumbrar la posibilidad de nuevas conquistas.

El ámbito de la investigación sigue estando hoy muy abierto y cada día se descubren nuevos horizontes, que en gran parte están inexplorados. El esfuerzo del investigador en estos ámbitos tan enigmáticos y valiosos exige un apoyo particular; por eso, la colaboración entre las diferentes ciencias es un apoyo que no puede faltar nunca para llegar a resultados que sean eficaces y al mismo tiempo produzcan un auténtico progreso para toda la humanidad. Esta complementariedad permite evitar el riesgo de un reduccionismo genético generalizado, que tiende a identificar a la persona exclusivamente con la referencia a la información genética y a su interacción con el ambiente.

Es necesario reafirmar que el hombre siempre será más grande que todo lo que forma su cuerpo, pues posee la fuerza del pensamiento, que siempre tiende a la verdad sobre sí mismo y sobre el mundo. Se demuestran llenas de significado las palabras de un gran pensador que fue también un buen científico, Blas Pascal: "El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo lo aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que lo mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto" (Pensamientos, 347).

Así pues, cada ser humano es mucho más que una singular combinación de informaciones genéticas que le transmiten sus padres. La procreación de un hombre no podrá reducirse nunca a una mera reproducción de un nuevo individuo de la especie humana, como sucede con un animal cualquiera. Cada vez que aparece en el mundo una persona, se trata siempre de una nueva creación. Lo recuerdan con profunda sabiduría las palabras del Salmo: "Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. (...) No desconocías mis huesos cuando, en lo oculto, me iba formando" (Sal 139, 13.15). Por tanto, si se quiere entrar en el misterio de la vida humana, es necesario que ninguna ciencia se aísle, pretendiendo que posee la última palabra. Por el contrario, hay que compartir la vocación común para llegar a la verdad, aun con la diferencia de las metodologías y de los contenidos propios de cada ciencia.

En cualquier caso, vuestro congreso no sólo analiza los grandes desafíos que la genética debe afrontar; también estudia los riesgos de la eugenesia, práctica que ciertamente no es nueva y que en el pasado ha llevado a aplicar formas inauditas de auténtica discriminación y violencia. La desaprobación de la eugenesia utilizada con la violencia por un régimen estatal, o fruto del odio hacia una estirpe o una población, está tan profundamente arraigada en las conciencias que quedó registrada formalmente en la Declaración universal de derechos humanos. A pesar de ello, en nuestros días siguen apareciendo manifestaciones preocupantes de esta odiosa práctica, que se presenta con rasgos diversos. Es verdad que no se vuelven a proponer ideologías eugenésicas y raciales que en el pasado humillaron al hombre y provocaron enormes sufrimientos, pero se insinúa una nueva mentalidad que tiende a justificar una consideración diferente de la vida y de la dignidad de la persona fundada en el propio deseo y en el derecho individual. De este modo, se tiende a privilegiar las capacidades operativas, la eficiencia, la perfección y la belleza física, en detrimento de otras dimensiones de la existencia que no se consideran dignas. Así se debilita el respeto que se debe a todo ser humano, incluso en presencia de un defecto en su desarrollo o de una enfermedad genética, que podrá manifestarse en el transcurso de su vida, y se penaliza desde la concepción a aquellos hijos cuya vida no se considera digna de vivirse.

Es necesario reafirmar que toda discriminación ejercida por cualquier poder con respecto a personas, pueblos o etnias basándose en diferencias debidas a reales o presuntos factores genéticos, es un atentado contra la humanidad entera. Hay que reafirmar con fuerza que todo ser humano tiene igual dignidad por el hecho mismo de haber llegado a la vida. El desarrollo biológico, psíquico y cultural, o el estado de salud, no pueden convertirse nunca en un elemento de discriminación. Por el contrario, es preciso consolidar la cultura de la acogida y del amor, que testimonian concretamente la solidaridad con quien sufre, derribando las barreras que la sociedad levanta con frecuencia discriminando a quien tiene una discapacidad o sufre patologías, o peor aún, llegando a la selección y al rechazo de la vida en nombre de un ideal abstracto de salud y de perfección física. Si se reduce al hombre a objeto de manipulación experimental desde las primeras fases de su desarrollo, eso significa que las biotecnologías médicas se rinden al arbitrio del más fuerte. La confianza en la ciencia no puede hacer olvidar el primado de la ética cuando está en juego la vida humana.

Confío en que vuestras investigaciones en este sector, queridos amigos, continúen con el debido empeño científico y la atención que la instancia ética exige al tratarse de problemas tan importantes y decisivos para el desarrollo coherente de la existencia personal. Este es el deseo con el que quiero concluir este encuentro. Invocando sobre vuestro trabajo abundantes luces celestiales, con afecto os imparto a todos vosotros una bendición apostólica especial.


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ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

RESPUESTAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS PREGUNTAS DE LOS PÁRROCOS ROMANOS

Sala de las Bendiciones
Jueves 26 de febrero de 2009



Santo Padre, soy don Gianpiero Palmieri, párroco de la parroquia de San Frumencio en los Prati Fiscali. Quiero hacerle una pregunta sobre la misión evangelizadora de la comunidad cristiana, y en particular sobre el papel y la formación de los presbíteros dentro de esta misión evangelizadora.

Para explicarme, parto de un episodio personal. Cuando, joven presbítero, comencé mi servicio pastoral en la parroquia y en la escuela, me sentía fuerte por el bagaje de los estudios y por la formación recibida, bien afirmado en el mundo de mis convicciones de los sistemas de pensamiento. Una mujer creyente y sabia, al verme en acción, meneó la cabeza sonriendo y me dijo: "Don Gianpiero, ¿cuándo te vas a poner los pantalones largos?, ¿cuándo vas a llegar a ser hombre?". Es un episodio que se me grabó en el corazón. Aquella mujer sabia intentaba explicarme que la vida, el mundo real, Dios mismo, son más grandes y sorprendentes que los conceptos que nosotros elaboramos. Me invitaba a ponerme a la escucha de lo humano para intentar entender, para comprender, sin tener prisa en juzgar. Me pedía que aprendiera a entrar en relación con la realidad, sin temores, porque en la realidad se encuentra Cristo mismo, que actúa misteriosamente en su Espíritu.

Hoy los presbíteros no nos sentimos preparados o adecuados para la misión evangelizadora, andamos todavía con los pantalones cortos, tanto en el aspecto cultural —no conocemos las grandes directrices del pensamiento contemporáneo, en sus características positivas y en sus límites— como, sobre todo, en el aspecto humano. Siempre corremos el riesgo de ser demasiado esquemáticos, incapaces de comprender de modo adecuado el corazón de los hombres de hoy. El anuncio de la salvación en Jesús ¿no es también el anuncio del hombre nuevo Jesús, el Hijo de Dios, en el que nuestra pobre humanidad es redimida, hecha auténtica, transformada por Dios? Entonces mi pregunta es esta: ¿Comparte usted estos pensamientos? A nuestras comunidades cristianas viene mucha gente herida por la vida. ¿Qué lugares y formas podemos inventar para ayudar a los demás al encuentro con Jesús? ¿Y cómo construir en nosotros, sacerdotes, una humanidad hermosa y fecunda? Gracias, Santidad.

Benedicto XVI:

Gracias. Queridos hermanos, ante todo quiero expresar mi gran alegría de estar con vosotros, párrocos de Roma, mis párrocos; estamos en familia. El cardenal vicario nos ha dicho bien que es un momento de descanso espiritual. Y en este sentido también agradezco el hecho de poder comenzar la Cuaresma con un momento de descanso espiritual, de respiro espiritual, en contacto con vosotros. Asimismo, ha dicho: estamos juntos para que vosotros podáis contarme vuestras experiencias, vuestros sufrimientos y también vuestros éxitos y alegrías. Por tanto, yo no diría que aquí habla un oráculo, al que vosotros preguntáis. Estamos, más bien, en un intercambio familiar, en el que para mí es muy importante conocer, a través de vosotros, la vida en las parroquias, vuestras experiencias con la Palabra de Dios en el contexto del mundo actual.

Yo también quiero aprender, acercarme a la realidad de la que aquí, en el palacio apostólico, se está un poco alejado. Y este es también el límite de mis respuestas. Vosotros vivís en contacto directo, día a día, con el mundo de hoy; yo vivo en contactos esporádicos, que son muy útiles. Por ejemplo, ahora he tenido la visita "ad limina" de los obispos de Nigeria. Así he podido ver, a través de las personas, la vida de la Iglesia en un país importante de África, el más grande, con 140 millones de habitantes, gran número de católicos, y tocar las alegrías y también los sufrimientos de la Iglesia.

Pero para mí, obviamente, este es un descanso espiritual, porque es una Iglesia como la vemos en los Hechos de los Apóstoles. Una Iglesia donde reina la alegría lozana de haber encontrado a Cristo, de haber encontrado al Mesías de Dios. Una Iglesia que vive y crece cada día. La gente está contenta de encontrar a Cristo. Tienen vocaciones, y así pueden dar sacerdotes fidei donum a los distintos países del mundo. Y, ciertamente, ver que no es una Iglesia cansada, como se encuentra a menudo en Europa, sino una Iglesia joven, llena de alegría del Espíritu Santo, es un refresco espiritual. Pero, con todas estas experiencias universales, para mí también es importante ver mi diócesis, los problemas y todas las realidades que viven en esta diócesis.

En este sentido, estoy de acuerdo con usted en lo fundamental: no basta predicar o hacer pastoral con el valioso bagaje adquirido en los estudios de teología. Esto es importante y fundamental, pero se debe personalizar: de conocimiento académico, que hemos aprendido y también reflexionado, debe convertirse en visión personal de mi vida, para llegar a otras personas. En este sentido, quiero decir que en el encuentro con nuestros parroquianos es importante, por una parte, concretar con nuestra experiencia personal de fe la gran palabra de la fe, pero también no perder su sencillez. Naturalmente, palabras grandes de la tradición —como sacrificio de expiación, redención del sacrificio de Cristo, pecado original— hoy son incomprensibles como tales. No podemos trabajar sólo con grandes fórmulas, verdaderas, pero que ya no se entienden en el contexto del mundo de hoy. A través del estudio, de lo que nos dicen los maestros de teología, y de nuestra experiencia personal con Dios, debemos concretar, traducir esas grandes palabras, de forma que entren en el anuncio de Dios al hombre de hoy.

Y, por otra parte, yo diría que no debemos cubrir la sencillez de la Palabra de Dios en valoraciones demasiado pesadas de consideraciones humanas. Recuerdo que un amigo, tras haber escuchado predicaciones con largas reflexiones antropológicas para llegar juntos al Evangelio, decía: A mí no me interesan estas consideraciones; yo quiero entender lo que dice el Evangelio. Y me parece que, a menudo, en lugar de largas reflexiones, sería mejor decir —yo lo hice cuando estaba aún en mi vida normal—: este Evangelio no nos gusta, somos contrarios a lo que dice el Señor. ¿Pero qué quiere decir? Si yo digo sinceramente que a primera vista no estoy de acuerdo, ya hemos puesto atención: se ve que yo quisiera, como hombre de hoy, entender lo que dice el Señor. Así podemos entrar de lleno en el núcleo de la Palabra, sin largos rodeos.

También debemos tener presente, sin falsas simplificaciones, que los doce apóstoles eran pescadores, artesanos, de una provincia, Galilea, sin preparación particular, sin conocimiento del gran mundo griego o latino. Y sin embargo fueron a todos los lugares del Imperio, incluso fuera de él, hasta la India, y anunciaron a Cristo con sencillez y con la fuerza de la sencillez de lo que es verdadero. Y también esto me parece importante: no perdamos la sencillez de la verdad. Dios existe y no es un ser hipotético, lejano, sino cercano; ha hablado con nosotros, ha hablado conmigo. Así digamos sencillamente qué es y cómo se puede y se debe explicar y desarrollar naturalmente. Pero no perdamos el hecho de que no proponemos reflexiones, no proponemos una filosofía, sino el anuncio sencillo del Dios que ha actuado. Y que ha actuado también conmigo.

Y, después, para la contextualización cultural, romana —que es absolutamente necesaria—, yo diría que la primera ayuda es nuestra experiencia personal. No vivimos en la luna. Soy un hombre de este tiempo si vivo sinceramente mi fe en la cultura de hoy, siendo uno que vive con los medios de comunicación de hoy, con los diálogos, con las realidades de la economía, con todo, si yo mismo tomo en serio mi propia experiencia e intento personalizar en mí esta realidad. Así estamos en el camino de hacer que también los demás nos entiendan. San Bernardo de Claraval, en su libro de reflexiones a su discípulo el Papa Eugenio, dijo: intenta beber de tu propia fuente, es decir, de tu propia humanidad. Si eres sincero contigo mismo y empiezas a ver en ti qué es la fe, con tu experiencia humana en este tiempo, bebiendo de tu propio pozo, como dice san Bernardo, también puedes decir a los demás lo que hay que decir. En este sentido, me parece importante estar realmente atentos al mundo de hoy, pero también al Señor presente en mí mismo: ser un hombre de este tiempo y a la vez un creyente de Cristo, que en sí transforma el mensaje eterno en mensaje actual.

¿Y quién conoce a los hombres de hoy mejor que el párroco? La casa parroquial no está en el mundo, sino en la parroquia. Y allí a menudo los hombres acuden normalmente al párroco sin máscara, sin otros pretextos, sino en situación de sufrimiento, de enfermedad, de muerte, de cuestiones familiares. Vienen al confesonario sin máscara, con su propio ser. Ninguna otra profesión —me parece— da esta posibilidad de conocer al hombre como es en su humanidad y no en el papel que desempeña en la sociedad. En este sentido, podemos estudiar realmente al hombre tal como es en su profundidad, cuando no desempeña papeles; podemos conocer también nosotros mismos al ser humano, al hombre siempre en la escuela de Cristo. En este sentido, yo diría que es absolutamente importante conocer al hombre, al hombre de hoy, en nosotros y con los demás, pero siempre en la escucha atenta al Señor y aceptando en mí la semilla de la Palabra, porque en mí se transforma en trigo y se hace comunicable a los demás.

Soy don Fabio Rosini, párroco de Santa Francisca Romana en el Ardeatino. Ante el actual proceso de secularización y sus evidentes consecuencias sociales y existenciales, muy oportunamente, en muchas ocasiones, hemos recibido de su magisterio, en admirable continuidad con el de su venerado predecesor, la exhortación a la urgencia del primer anuncio, al celo pastoral por la evangelización o nueva evangelización, a tener una mentalidad misionera. Hemos comprendido que es muy importante la conversión de la acción pastoral ordinaria, sin presuponer ya la fe de la masa y sin contentarnos con atender a la porción de creyentes que persevera, gracias a Dios, en la vida cristiana, sino interesándonos más decidida y orgánicamente por las muchas ovejas perdidas o, al menos, desorientadas. Muchos presbíteros romanos, con diversos enfoques, hemos intentado responder a esta urgencia objetiva de refundar o con frecuencia incluso de fundar la fe. Se están multiplicando las experiencias de primer anuncio y no faltan resultados muy esperanzadores. Personalmente puedo constatar que el Evangelio, anunciado con alegría y franqueza, no tarda en ganarse el corazón de los hombres y mujeres de esta ciudad, precisamente porque es la verdad y corresponde a la necesidad más íntima de la persona humana.

En efecto, la belleza del Evangelio y de la fe, si se presenta con amorosa autenticidad, es evidente por sí misma. Pero los números, a veces sorprendentemente altos, no garantizan por sí mismos la bondad de una iniciativa. En la historia de la Iglesia, incluso la reciente, no faltan ejemplos. Un éxito pastoral, paradójicamente, puede esconder un error, un defecto en su planteamiento, que quizás no se vea inmediatamente. Por eso quiero preguntarle: ¿Cuáles deben ser los criterios imprescindibles de esta urgente acción de evangelización? ¿Cuáles son, según usted, los elementos que garantizan que no se corre en vano en la labor pastoral del anuncio a esta generación contemporánea a nosotros? Le pido humildemente que nos señale, en su prudente discernimiento, los parámetros que hay que respetar y valorar para poder decir que realizamos una obra evangelizadora que sea genuinamente católica y que produzca frutos para la Iglesia. Le agradezco de corazón su iluminado magisterio. Bendíganos.

Benedicto XVI:

Me alegra oír que se hace realmente este primer anuncio, que se va más allá de los límites de la comunidad fiel, de la parroquia, buscando las ovejas perdidas; que se intenta ir hacia el hombre de hoy que vive sin Cristo, que ha olvidado a Cristo, para anunciarle el Evangelio. Y me alegra oír que no sólo se hace esto, sino que de ahí se consiguen incluso éxitos numéricamente confortantes. Así pues, veo que vosotros sois capaces de hablar a aquellas personas en las que se debe refundar, o incluso fundar, la fe.

Para este trabajo concreto yo no puedo dar recetas, porque se pueden seguir distintos caminos, según las personas, según sus profesiones, según las diversas situaciones. El catecismo indica la esencia de lo que hay que anunciar. Pero quien conoce las situaciones es quien debe aplicar las indicaciones, encontrar un método para abrir los corazones e invitar a ponerse en camino con el Señor y con la Iglesia.

Usted habla de los criterios de discernimiento para no correr en vano. Ante todo quiero decir que las dos partes son importantes. La comunidad de los fieles es muy importante y no debemos subestimar —incluso mirando a las numerosas personas que están alejadas— la realidad positiva y hermosa que constituyen estos fieles, los cuales dicen sí al Señor en la Iglesia, intentando vivir la fe, intentando seguir las huellas del Señor. Como he dicho hace un momento al responder a la primera pregunta, debemos ayudar a estos fieles a ver la presencia de la fe, a entender que no es algo del pasado, sino que hoy muestra el camino, enseña a vivir como hombre. Es muy importante que en su párroco encuentren realmente al pastor que los ama y les ayuda a escuchar hoy la Palabra de Dios; a entender que es una Palabra para ellos y no sólo para las personas del pasado o del futuro; que les ayuda también en la vida sacramental, en la experiencia de la oración, en la escucha de la Palabra de Dios y en la vida de la justicia y de la caridad, porque los cristianos deberían ser fermento en nuestra sociedad, en la que existen tantos problemas, tantos peligros y tanta corrupción.

Así, creo que pueden desempeñar también un papel misionero "sin palabras", ya que se trata de personas que viven realmente una vida recta. Dan testimonio de que es posible vivir bien en los caminos indicados por el Señor. Nuestra sociedad necesita precisamente estas comunidades capaces de vivir hoy la justicia no sólo para sí mismas sino también para los demás. Personas que, como hemos oído en la primera lectura, sepan vivir la vida. Esta lectura al principio dice: "Elige la vida": es fácil decir sí. Pero luego prosigue: "Tu vida es Dios". Por tanto, elegir la vida es elegir la opción por la vida, porque es la opción por Dios. Si hay personas o comunidades que hacen esta opción completa por la vida y hacen visible el hecho de que la vida que han escogido es realmente vida, dan un testimonio de grandísimo valor.

Y paso a una segunda reflexión. Para el anuncio necesitamos dos elementos: la Palabra y el testimonio. Como nos dice el Señor mismo, es necesaria la Palabra que dice lo que él nos ha dicho, que hace aparecer la verdad de Dios, la presencia de Dios en Cristo, el camino que se abre delante de nosotros. Por tanto, como usted ha dicho, se trata de un anuncio en el presente, que traduce las palabras del pasado al mundo de nuestra experiencia. Es absolutamente indispensable, fundamental, dar credibilidad a esta Palabra con el testimonio, para que no aparezca sólo como una filosofía bonita, o como una utopía bonita, sino más bien como una realidad. Una realidad con la que se puede vivir; y no sólo eso: una realidad que también hace vivir. En este sentido me parece que el testimonio de la comunidad creyente, como telón de fondo de la Palabra, del anuncio, es sumamente importante. Con la Palabra debemos abrir lugares de experiencia de la fe a aquellos que buscan a Dios. Así lo hizo la Iglesia antigua con el catecumenado, que no era simplemente una catequesis, algo doctrinal, sino un lugar de experiencia progresiva de la vida de la fe, en la cual se revela también la Palabra, que sólo se hace comprensible si se interpreta con la vida, si se realiza con la vida.

Por tanto, junto con la Palabra, me parece importante la presencia de un lugar de hospitalidad de la fe, un lugar en el que se hace una experiencia progresiva de la fe. Y aquí veo también una de las tareas de la parroquia: ofrecer hospitalidad a quienes no conocen esta vida típica de la comunidad parroquial. No debemos ser un círculo cerrado en nosotros mismos. Tenemos nuestras costumbres, pero de cualquier modo debemos abrirnos e intentar crear también vestíbulos, es decir, espacios de acercamiento. Uno que estaba alejado no puede entrar inmediatamente en la vida formada de una parroquia, que ya tiene sus costumbres. Para él, de momento, todo es muy sorprendente, lejano de su vida. Por tanto, debemos tratar de crear, con ayuda de la Palabra, lo que la Iglesia antigua creó con los catecumenados: espacios donde se pueda empezar a vivir la Palabra, a seguir la Palabra, a hacerla comprensible y realista, correspondiendo a formas de experiencia real. En este sentido me parece muy importante lo que usted ha señalado, es decir, la necesidad de unir la Palabra con el testimonio de una vida recta, de ser para los demás, de abrirse a los pobres, a los necesitados, pero también a los ricos, que necesitan abrir su corazón, necesitan que alguien llame a su corazón. Así pues, se trata de espacios diversos, según la situación.

Me parece que en teoría se puede decir poco, pero la experiencia concreta mostrará los caminos que conviene seguir. Y naturalmente —un criterio que siempre es importante seguir— es necesario estar en la gran comunión de la Iglesia, aunque quizás en un espacio aún algo lejano, es decir, en comunión con el obispo, con el Papa, y así en comunión con el gran pasado y con el gran futuro de la Iglesia. En efecto, estar en la Iglesia católica no implica sólo estar en un gran camino que nos precede; significa también estar en la perspectiva de una gran apertura al futuro. Un futuro que se abre sólo de esta forma. Quizás podría proseguir hablando de los contenidos, pero podemos encontrar otra ocasión para hacerlo.

Santo Padre, soy don Giuseppe Forlai, vicario parroquial en la parroquia de San Juan Crisóstomo, en el sector norte de nuestra diócesis. La emergencia educativa, de la que usted, Santidad, ha hablado autorizadamente, también es, como todos sabemos, una emergencia de educadores, de modo especial en dos aspectos. Ante todo, es necesario prestar más atención a la continuidad de la presencia del educador-sacerdote. Un joven no hace un pacto de crecimiento con quien se va después de dos o tres años, entre otras razones porque ya está comprometido emotivamente a gestionar sus relaciones con unos padres que abandonan la casa, con nuevos compañeros de la madre o del padre, con profesores precarios que cada año cambian. Para educar hace falta estabilidad. La primera necesidad que siento es, por tanto, la de cierta estabilidad del educador-sacerdote en el lugar.

Segundo aspecto: creo que el segundo campo donde está en juego la pastoral juvenil es el de la cultura. La cultura entendida como competencia emotivo-relacional y como dominio de las palabras que contienen los conceptos. Un joven sin esta cultura, el día de mañana puede ser un pobre hombre, corre el peligro de fracasar afectivamente y de naufragar en el mundo del trabajo. Un joven sin esta cultura corre el peligro de ser un no creyente o, peor aún, un practicante sin fe, porque la incompetencia en las relaciones deforma la relación con Dios, y la ignorancia de las palabras bloquea la comprensión de la excelencia de la palabra del Evangelio.

No basta que los jóvenes llenen físicamente los locales de nuestros oratorios para pasar un rato de su tiempo libre. Yo quisiera que el oratorio fuera un lugar donde se aprenda a desarrollar competencias relacionales y donde a uno se le escucha y se le apoya en sus estudios. Un lugar que no sea el refugio constante de quienes no tienen ganas de estudiar o de comprometerse, sino una comunidad de personas que planteen los interrogantes adecuados para abrir al sentido religioso y donde se haga la gran caridad de ayudar a pensar.

Y aquí se debería abrir también una reflexión seria sobre la colaboración entre oratorios y profesores de religión. Santidad, diríjanos de nuevo una palabra autorizada sobre estos dos aspectos de la emergencia educativa: la necesaria estabilidad de los agentes y la urgencia de tener educadores-sacerdotes culturalmente capaces. Muchas gracias.

Benedicto XVI:

Bien, comencemos por el segundo punto, que es más amplio y, en cierto sentido, también más fácil. Ciertamente, un oratorio en el que sólo se realizan juegos y se toman bebidas sería completamente superfluo. En realidad, el sentido de un oratorio debe ser una formación cultural, humana y cristiana de la personalidad, que debe llegar a ser una personalidad madura. En esto estamos totalmente de acuerdo y, a mi parecer, precisamente hoy existe una pobreza cultural, pues se saben muchas cosas, pero sin corazón, sin una conexión interior, ya que falta una visión común del mundo.

Por eso, una solución cultural inspirada por la fe de la Iglesia, por el conocimiento de Dios que nos ha dado, es absolutamente necesaria. Yo diría que la función de un oratorio es precisamente que uno no sólo encuentre posibilidades para su tiempo libre, sino sobre todo que encuentre formación humana integral que le lleve a forjarse una personalidad completa.

Desde luego, el mismo sacerdote como educador debe estar bien formado y debe estar inmerso en la cultura actual, debe tener una gran cultura, para ayudar también a los jóvenes a entrar en una cultura inspirada por la fe. Yo añadiría, naturalmente, que al final el punto de orientación de toda cultura es Dios, el Dios presente en Cristo. Hoy vemos cómo hay personas con muchos conocimientos, pero sin orientación interior. Así la ciencia puede ser incluso peligrosa para el hombre, porque sin orientaciones éticas más profundas, deja al hombre a merced de la arbitrariedad y, por tanto, sin las orientaciones necesarias para llegar a ser realmente hombre.

En este sentido, el corazón de toda formación cultural, tan necesaria, debe ser sin duda la fe: conocer el rostro de Dios que se manifestó en Cristo y así tener el punto de orientación para toda la otra cultura, que de lo contrario queda desorientada y desorienta. Una cultura sin conocimiento personal de Dios y sin conocimiento del rostro de Dios en Cristo, es una cultura que podría ser incluso destructiva, porque no conoce las orientaciones éticas necesarias. En este sentido, a mi parecer, tenemos realmente una misión de formación cultural y humana profunda, que se abre a todas las riquezas de la cultura de nuestro tiempo, pero también da el criterio, el discernimiento para probar hasta qué punto es cultura verdadera y hasta qué punto podría ser una anti-cultura.

Para mí es mucho más difícil la primera pregunta —esta pregunta se dirige también a su eminencia—, es decir, la permanencia del joven sacerdote para dar orientación a los jóvenes. Sin duda, una relación personal con el educador es importante y debe tener también la posibilidad de cierto período para orientarse juntos. Y, en este sentido, estoy de acuerdo en que el sacerdote, punto de orientación para los jóvenes, no puede cambiar cada día, pues así pierde precisamente esta orientación.

Por otra parte, el sacerdote joven también debe hacer experiencias diversas en contextos culturales diferentes, precisamente para llegar a adquirir, al final, el bagaje cultural necesario para ser, como párroco, punto de referencia durante largo tiempo en la parroquia. Y yo diría que en la vida del joven las dimensiones del tiempo son diferentes de las de la vida de un adulto. Los tres años que van desde los 16 hasta los 19, son al menos tan largos e importantes como los que van de los 40 a los 50. En efecto, precisamente en ellos se forja la personalidad; es un camino interior de gran importancia, de gran alcance existencial.

En este sentido, yo diría que tres años para un vicario parroquial es tiempo suficiente para formar a una generación de jóvenes. Por otra parte, así también puede conocer otros contextos, aprender en otras parroquias situaciones diferentes y enriquecer su bagaje humano. Este tiempo siempre basta para mantener cierta continuidad, un camino educativo de experiencia común, para aprender a ser hombre. Por lo demás, como ya he dicho, en la juventud tres años son un tiempo decisivo y muy largo, porque en ellos se forja realmente la personalidad futura.

Así pues, me parece que se podrían conciliar las dos exigencias: por una parte, que el sacerdote joven tenga la posibilidad de hacer experiencias diferentes a fin de enriquecer su bagaje de experiencia humana; y, por otra, la necesidad de estar un tiempo determinado con los jóvenes para introducirlos realmente en la vida, para enseñarles a ser personas humanas. En este sentido, creo que se pueden conciliar estos dos aspectos: experiencias diversas para un sacerdote joven, y continuidad en el acompañamiento de los jóvenes para guiarlos en la vida. Pero no sé lo que pueda decir el cardenal vicario en este sentido.

Cardenal Vallini:

Santo Padre, naturalmente comparto estas dos exigencias, la conciliación de las dos exigencias. A mi parecer, en Roma, por lo poco que he podido conocer, de algún modo se conserva cierta estabilidad de los sacerdotes jóvenes en las parroquias al menos durante algunos años, salvo excepciones. Siempre puede haber excepciones. Pero el verdadero problema surge a veces de graves exigencias o de situaciones concretas, sobre todo en las relaciones entre el párroco y el vicario parroquial —y aquí toco un nervio muy sensible—, así como también de la escasez de sacerdotes jóvenes.

Como ya le he dicho en otras ocasiones, cuando me ha recibido en audiencia, uno de los problemas más graves de nuestra diócesis es precisamente el número de las vocaciones al sacerdocio. Yo estoy convencido de que el Señor llama, de que sigue llamando. Tal vez deberíamos hacer algo más. Roma puede dar vocaciones; estoy convencido de que las dará. Pero en esta materia tan compleja interfieren muchos aspectos. Yo creo que se está garantizando cierta estabilidad y también yo, en la medida de mis posibilidades, seguiré las líneas que nos ha indicado usted, Santo Padre.

Santidad, soy don Giampiero Ialongo, uno de los muchos párrocos que desempeñamos nuestro ministerio en la periferia de Roma, concretamente en Torre Angela, en el confín con Torbellamonaca, Borghesiana, Borgata Finocchio y Colle Prenestino. Estas periferias, como muchas otras, a menudo están olvidadas y descuidadas por parte de las instituciones. Me alegra que nos haya convocado esta tarde el presidente del municipio. Veremos qué sale de este encuentro con las autoridades municipales.

En nuestras periferias, quizá más que en otras zonas de nuestra ciudad, existe un fuerte malestar como consecuencia de la crisis económica internacional que comienza a gravar sobre las condiciones concretas de vida de numerosas familias. Como Cáritas parroquial, y sobre todo como Cáritas diocesana, hemos puesto en marcha muchas iniciativas encaminadas ante todo a la escucha, pero también a una ayuda material, concreta, a todas las personas que se dirigen a nosotros, sin distinción de raza, cultura o religión.

A pesar de ello, somos conscientes de que cada vez más se trata de una auténtica emergencia. Me parece que muchas, demasiadas personas —no sólo jubilados, sino también personas que tienen un empleo regular, un contrato a tiempo indeterminado— encuentran grandes dificultades para cuadrar las cuentas familiares. Regalamos paquetes de víveres o ropa; a veces damos ayuda económica concreta para pagar los recibos o el alquiler. Eso puede constituir una ayuda, pero creo que no es la solución. Estoy convencido de que como Iglesia deberíamos preguntarnos qué más podemos hacer, y sobre todo qué motivos han llevado a esta situación generalizada de crisis.

Deberíamos tener la valentía de denunciar un sistema económico y financiero injusto en sus raíces. Yo creo que, ante los desequilibrios introducidos por este sistema, no basta un poco de optimismo. Hace falta una palabra autorizada, una palabra libre, que ayude a los cristianos, como la que usted ya ha pronunciado, Santo Padre, para administrar con sabiduría evangélica y con responsabilidad los bienes que Dios ha dado para todos y no sólo para unos pocos. Aunque ya en otras ocasiones hemos escuchado su palabra sobre esto, me gustaría escucharla una vez más, en este contexto. Gracias, Santidad.

Benedicto XVI:

Ante todo, quiero dar las gracias al cardenal vicario por sus palabras de confianza: Roma puede dar más candidatos para la mies del Señor. Sobre todo debemos orar al Señor de la mies, pero también debemos hacer lo que está de nuestra parte para animar a los jóvenes a decir sí al Señor. Desde luego, son precisamente los sacerdotes jóvenes quienes deben dar ejemplo a la juventud de que es hermoso trabajar para el Señor. En este sentido, estamos llenos de esperanza. Oremos al Señor y hagamos lo que esté de nuestra parte.

Ahora afrontemos esta cuestión, que toca el nervio de los problemas de nuestro tiempo. Yo distinguiría dos niveles. El primero, es el de la macroeconomía, que luego se realiza y afecta incluso al último ciudadano, el cual siente las consecuencias de una construcción equivocada. Naturalmente, denunciar esto es un deber de la Iglesia. Como sabéis, desde hace mucho tiempo estoy preparando una encíclica sobre estos puntos. Y, en este largo camino, veo que es difícil hablar con competencia, porque, si no se afrontan con competencia ciertas cuestiones económicas, no podemos ser creíbles. Por otra parte, también es preciso hablar con razonamientos éticos, fundados y suscitados por una conciencia formada según el Evangelio.

Así pues, hay que denunciar esos errores fundamentales que ahora se manifiestan en el hundimiento de los grandes bancos estadounidenses; son errores en el fondo. En definitiva, se trata de la avaricia humana como pecado o, como dice la carta a los Colosenses, la avaricia como idolatría. Debemos denunciar esta idolatría que va contra el verdadero Dios, que es la falsificación de la imagen de Dios, suplantándola con otro dios, "mammona". Debemos hacerlo con valentía, pero también de forma concreta, porque los grandes moralismos no ayudan si no se apoyan en conocimientos de las realidades, los cuales ayudan también a comprender qué se puede hacer en concreto para cambiar poco a poco la situación. Y, para poder hacerlo, naturalmente es necesario el conocimiento de esta verdad y la buena voluntad de todos.

Aquí llegamos al punto principal: ¿existe realmente el pecado original? Si no existiera, podríamos apelar a la razón lúcida, con argumentos accesibles a cada uno e irrefutables, y a la buena voluntad que existiría en todos. Sólo de este modo podríamos seguir adelante y reformar la humanidad. Pero no es así. La razón, incluida la nuestra, está oscurecida, como constatamos cada día, puesto que el egoísmo, la raíz de la avaricia, consiste en quererme a mí mismo por encima de todo y en considerar que el mundo existe para mí. Este egoísmo lo llevamos todos. Este es el oscurecimiento de la razón: puede ser muy docta, con argumentos científicos estupendos, y a pesar de ello sigue oscurecida por falsas premisas. De este modo, avanza con gran inteligencia, a grandes pasos, pero por un camino equivocado.

También la voluntad, como dicen los santos Padres, está inclinada. El hombre sencillamente no está dispuesto a hacer el bien, sino que se busca sobre todo a sí mismo, o busca el bien de su propio grupo. Por eso, encontrar realmente el camino de la razón, de la razón verdadera, ya no resulta fácil, y en el diálogo se desarrolla con dificultad. Sin la luz de la fe, que entra en las tinieblas del pecado original, la razón no puede salir adelante. Y la fe luego encuentra precisamente la resistencia de nuestra voluntad. Esta no quiere ver el camino, que también sería un camino de renuncia a sí mismo y de corrección de la propia voluntad en favor de los demás y no de sí mismo.

Por eso, hay que hacer una denuncia razonable y razonada de los errores, no con grandes moralismos, sino con razones concretas, que resulten comprensibles en el mundo de la economía de hoy. Esta denuncia es importante; para la Iglesia es un mandato desde siempre. Sabemos que en la nueva situación que se ha creado en el mundo industrial, la doctrina social de la Iglesia, comenzando por León XIII trata de hacer estas denuncias —y no sólo las denuncias, que resultan insuficientes—, sino también de mostrar los caminos difíciles donde, paso a paso, se exige el asentimiento de la razón y el asentimiento de la voluntad, juntamente con la corrección de mi conciencia, con la voluntad de renunciar en cierto sentido a mí mismo para colaborar en lo que es la verdadera finalidad de la vida humana, de la humanidad.

Dicho esto, la Iglesia tiene siempre la misión de estar vigilante, de hacer todo lo posible por conocer las razones del mundo económico, de entrar en ese razonamiento y de iluminar ese razonamiento con la fe que nos libra del egoísmo del pecado original. La Iglesia tiene la misión de entrar en este discernimiento, en este razonamiento; de hacerse escuchar, incluso en los diversos niveles nacionales e internacionales, para ayudar a corregir. Y esto no resulta fácil, porque muchos intereses personales y de grupos nacionales se oponen a una corrección radical. Quizá sea pesimismo, pero a mí me parece realismo, pues mientras exista el pecado original no llegaremos nunca a una corrección radical y total. Sin embargo, debemos hacer todo lo posible para lograr al menos correcciones provisionales, suficientes para ayudar a la humanidad a vivir y para poner freno al dominio del egoísmo, que se presenta bajo pretextos de ciencia y de economía nacional e internacional.

Este es el primer nivel. El segundo es ser realistas y ver que estas grandes finalidades de la macro-ciencia no se realizan en la micro-ciencia, la macroeconomía en la microeconomía, sin la conversión de los corazones. Si no hay justos, tampoco hay justicia. Debemos aceptar esto. Por eso, la educación en orden a la justicia es un objetivo prioritario; podríamos decir también que es la prioridad. San Pablo dice que la justificación es efecto de la obra de Cristo. No es un concepto abstracto, que se refiera a pecados que hoy no nos interesan, sino que se refiere precisamente a la justicia integral. Sólo Dios puede dárnosla, pero nos la da con nuestra cooperación en diversos niveles, en todos los niveles posibles.

No se puede crear la justicia en el mundo sólo con modelos económicos buenos, aunque son necesarios. La justicia sólo se realiza si hay justos. Y no hay justos si no existe el trabajo humilde, diario, de convertir los corazones, y de crear justicia en los corazones. Sólo así se extiende también la justicia correctiva. Por eso, el trabajo del párroco es tan fundamental, no sólo para la parroquia, sino también para toda la humanidad. Porque, como he dicho, si no hay justos, la justicia sería sólo abstracta. Y las estructuras buenas no se realizan si se opone el egoísmo incluso de personas competentes.

Nuestro trabajo humilde, diario, es fundamental para conseguir las grandes finalidades de la humanidad. Y debemos trabajar juntos en todos los niveles. La Iglesia universal debe denunciar, pero también anunciar qué se puede hacer y cómo se puede hacer. Las Conferencias episcopales y los obispos deben actuar. Pero todos debemos educar en orden a la justicia. Me parece que sigue siendo verdadero y realista el diálogo de Abraham con Dios (cf. Gn 18, 22-23), cuando el primero dice: ¿En verdad vas a destruir la ciudad? Tal vez haya cincuenta justos, o tal vez diez. Y diez justos bastan para que la ciudad sobreviva. Ahora bien, si no hay diez justos, la ciudad no sobrevivirá, a pesar de toda la doctrina económica. Por eso, debemos hacer lo necesario para educar y garantizar al menos diez justos y, si es posible, muchos más. Con nuestro anuncio hacemos precisamente que haya muchos justos, que esté realmente presente la justicia en el mundo.

Como efecto, los dos niveles son inseparables. Por una parte, si no anunciamos la macro-justicia, no crecerá la micro-justicia. Pero, por otra, si no hacemos el trabajo muy humilde de la micro-justicia, tampoco crecerá la macro-justicia. Y, como dije ya en mi primera encíclica, siempre, con todos los sistemas que puedan existir en el mundo, además de la justicia que buscamos, es necesaria la caridad. Abrir los corazones a la justicia y a la caridad es educar en la fe, es llevar a Dios.

Santo Padre, soy don Marco Valentini, vicario en la parroquia de San Ambrosio. Durante mi etapa de formación no veía tan claramente como ahora la importancia de la liturgia. Ciertamente, no faltaban las celebraciones, pero no comprendía bien que "la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium, 10). Más bien, la consideraba un hecho técnico para el éxito de una celebración, o una práctica piadosa, y no un contacto con el misterio que salva, un dejarse conformar a Cristo para ser luz del mundo, una fuente de teología, un medio para realizar la tan anhelada integración entre lo que se estudia y la vida espiritual.

Por otra parte, yo creía que la liturgia no era estrictamente necesaria para ser cristiano, o para la salvación, sino que bastaba esforzarse por cumplir las Bienaventuranzas. Ahora me pregunto qué sería la caridad sin la liturgia. Pienso que sin la liturgia nuestra fe se reduciría a una moral, a una idea, a una doctrina, a un hecho del pasado, y los sacerdotes pareceríamos profesores o consejeros, más que mistagogos que introducen a las personas en el misterio. La Palabra de Dios es un anuncio que se realiza en la liturgia y que mantiene una relación sorprendente con ella: Sacrosanctum Concilium, 6; y Prefacio del Leccionario, 4 y 10.

Pienso también en el pasaje de los discípulos de Emaús o en el del funcionario etíope (cf. Hch 8). Por eso, pregunto: sin quitar nada de la formación humana, filosófica, psicológica, en las universidades y en los seminarios, ¿nuestra misión específica no requiere una formación litúrgica más profunda? En el actual ordenamiento y estructura de los estudios, ¿se está aplicando suficientemente la constitución Sacrosanctum Concilium, n. 16, cuando dice que la liturgia se debe considerar una de las materias necesarias, de las más importantes, de las principales; que se ha de enseñar bajo los aspectos teológico, histórico, espiritual, pastoral y jurídico; y que los profesores de las demás materias deben cuidar de que se vea claro su nexo con la liturgia?

Hago esta pregunta porque, tomando como punto de partida el prefacio del decreto Optatam totius, me parece que las múltiples acciones de la Iglesia en el mundo e incluso nuestra eficacia pastoral dependen en gran parte de la autoconciencia que tengamos del inagotable misterio de ser bautizados, confirmados y sacerdotes.

Benedicto XVI:

Si he entendido bien, se trata de la cuestión: ¿cuál es, en el conjunto de nuestro trabajo pastoral, múltiple y con muchas dimensiones, el espacio y el lugar de la educación litúrgica y de la realidad de la celebración del misterio? En este sentido, me parece que también es una cuestión sobre la unidad de nuestro anuncio y de nuestro trabajo pastoral, que tiene muchas dimensiones. Debemos tratar de encontrar un punto de unificación, para que nuestras diversas ocupaciones sean todas juntas un trabajo de pastor. Si entendí bien, usted está convencido de que el punto de unificación, el que crea la síntesis de todas las dimensiones de nuestro trabajo y de nuestra fe, podría ser precisamente la celebración de los misterios. Y, por consiguiente, la mistagogia, que nos enseña a celebrar.

Para mí realmente es importante que los sacramentos, la celebración eucarística, no sean algo extraño al lado de trabajos más contemporáneos, como la educación moral, económica, o todas las cosas que ya hemos dicho. Puede suceder fácilmente que el sacramento quede un poco aislado en un contexto más pragmático y se convierta en una realidad no totalmente insertada en la totalidad de nuestro ser humano.

Gracias por la pregunta, porque realmente nosotros debemos enseñar a las personas a ser hombres. Debemos enseñar este gran arte: cómo ser hombre. Como hemos visto, esto exige muchas cosas: desde denunciar el pecado original que está en las raíces de nuestra economía y en las numerosas ramas de nuestra vida, hasta guiar concretamente a la justicia y anunciar el Evangelio a los no creyentes. Pero los misterios no son algo exótico en el universo de las realidades más prácticas. El misterio es el corazón del que procede nuestra fuerza y al que volvemos para encontrar este centro. Por eso, yo creo que la catequesis que llamamos mistagógica es realmente importante. Mistagógica quiere decir también realista, referida a nuestra vida de hombres de hoy. Si es verdad que el hombre no tiene en sí su medida —lo que es justo y lo que no lo es—, sino que encuentra su medida fuera de sí mismo, en Dios, es importante que este Dios no sea lejano, sino que sea reconocible, que sea concreto, que entre en nuestra vida y sea realmente un amigo con el que podamos hablar y que habla con nosotros.

Debemos aprender a celebrar la Eucaristía, aprender a conocer de cerca a Jesucristo, el Dios con rostro humano; entrar realmente en contacto con él, aprender a escucharlo; aprender a dejarlo entrar en nosotros. Porque la comunión sacramental es precisamente esta inter-penetración entre dos personas. No tomo un pedazo de pan o de carne; tomo o abro mi corazón para que entre el Resucitado en el contexto de mi ser, para que esté dentro de mí y no sólo fuera de mí; para que así hable dentro de mí y transforme mi ser; para que me dé el sentido de la justicia, el dinamismo de la justicia, el celo por el Evangelio.

Esta celebración, en la que Dios no sólo se acerca a nosotros, sino que entra en el tejido de nuestra existencia, es fundamental para poder vivir realmente con Dios y para Dios, y llevar la luz de Dios a este mundo. No podemos entrar ahora en demasiados detalles. Pero siempre es importante que la catequesis sacramental sea una catequesis existencial. Naturalmente, aun aceptando y aprendiendo cada vez más el aspecto mistérico —donde acaban las palabras y los razonamientos—, la catequesis es totalmente realista, porque me lleva a Dios y Dios a mí. Me lleva al otro porque el otro recibe al mismo Cristo, igual que yo. Así pues, si en él y en mí está el mismo Cristo, nosotros dos ya no somos individuos separados. Aquí nace la doctrina del Cuerpo de Cristo, porque todos estamos incorporados si recibimos bien la Eucaristía en el mismo Cristo.

Por tanto, el prójimo es realmente próximo: ya no somos dos "yo" separados, sino que estamos unidos en el "yo" mismo de Cristo. Con otras palabras, la catequesis eucarística y sacramental debe llegar realmente a lo más vivo de mi existencia, me debe llevar precisamente a abrirme a la voz de Dios, a dejarme abrir para que rompa este pecado original del egoísmo y sea una apertura de mi existencia en profundidad, de modo que pueda llegar a ser un hombre justo. En este sentido, me parece que todos debemos aprender cada vez mejor la liturgia, no como algo exótico, sino como el corazón de nuestro ser cristianos, que no se abre fácilmente a un hombre distante, sino que, por otra parte, es precisamente la apertura al otro, al mundo.

Todos debemos colaborar para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no sólo como rito, sino también como proceso existencial que me afecta en lo más íntimo, más que cualquier otra cosa, y me cambia, me transforma. Y, transformándome, también da inicio a la transformación del mundo que el Señor desea y para la cual quiere que seamos sus instrumentos.

Santo Padre, soy el padre Lucio Maria Zappatore, carmelita, párroco de la parroquia de Santa María, Regina Mundi, en Torrespaccata.

Para justificar mi intervención, me remito a lo que dijo usted el domingo pasado, en la alocución antes del rezo del Ángelus, a propósito del ministerio petrino. Habló usted del ministerio singular y específico del Obispo de Roma, el cual preside en la comunión universal de la caridad. Le pido que prosiga esta reflexión, ampliándola a la Iglesia universal: ¿Cuál es el carisma singular de la Iglesia de Roma y cuáles son las características que la hacen única en el mundo, por un don misterioso de la Providencia? Tener como obispo al Pastor de la Iglesia universal, ¿qué implica en su misión, en particular hoy? No queremos conocer nuestros privilegios. Antes se decía: "parochus in urbe, episcopus in orbe". Lo que queremos saber es cómo vivir este carisma, este don de vivir como sacerdotes en Roma y qué es lo que usted espera de nosotros, los párrocos romanos.

Dentro de pocos días usted irá al Capitolio para encontrarse con las autoridades civiles de Roma y hablará de los problemas materiales de nuestra ciudad. Hoy le pedimos que nos hable a nosotros de los problemas espirituales de Roma y de su Iglesia. Y, a propósito de su visita al Capitolio, me he tomado la licencia de dedicarle un soneto en romanesco, pidiéndole que lo escuche:

"El Papa que sube al Capitolio / es un hecho que te deja atónito / porque esta vez sale de su sede / por afecto de buen vecino. / El alcalde y el concejo con orgullo / le han hecho una invitación muy cordial / porque Roma, como sabemos, se quiera o no se quiera/ no puede prescindir del papado. / Roma, tú has tenido en el pecho / la fuerza para llevar la civilización. / Cuando Pedro te puso el solideo / Dios te convirtió en eterna. / Acoge, pues, al Papa Benedicto / que sube a bendecirte y agradecerte.

Benedicto XVI:

Gracias. Hemos escuchado hablar al corazón romano, que es un corazón de poesía. Es muy hermoso escuchar de vez en cuando a alguien que habla en romanesco, y constatar cómo la poesía está profundamente arraigada en el corazón romano. Esto, quizá, es un privilegio natural que el Señor dio a los romanos. Es un carisma natural, que precede a los eclesiales.

Su pregunta, si entendí bien, tiene dos partes. Ante todo, cuál es la responsabilidad concreta del Obispo de Roma hoy. Aunque luego usted extiende, con razón, el privilegio petrino a toda la Iglesia de Roma —así era considerado en la Iglesia antigua— y pregunta cuáles son las obligaciones de la Iglesia de Roma para responder a esta vocación suya.

No es necesario desarrollar aquí la doctrina del primado; todos la conocéis muy bien. Es importante destacar el hecho de que realmente el Sucesor de Pedro, el ministerio de Pedro, garantiza la universalidad de la Iglesia; así se superan los nacionalismos y otras fronteras que existen en la humanidad de hoy, para ser realmente una Iglesia en la diversidad y en la riqueza de las numerosas culturas.

Vemos cómo también las demás comunidades eclesiales, las demás Iglesias, sienten la necesidad de un punto de unificación para no caer en el nacionalismo, en la identificación con una cultura determinada, para estar realmente abiertos, todos para todos, y para sentirse casi obligados a abrirse siempre a todos los demás. Me parece que el ministerio fundamental del Sucesor de Pedro consiste en garantizar esta catolicidad, que implica multiplicidad, diversidad, riqueza de culturas, respeto de las diferencias; y que, al mismo tiempo, excluye la absolutización y une a todos, les obliga a abrirse, a salir de la absolutización de lo propio para encontrarse en la unidad de la familia de Dios, que el Señor ha querido y por la que garantiza el Sucesor de Pedro, como unidad en la diversidad.

Naturalmente, la Iglesia del Sucesor de Pedro debe llevar juntamente con su obispo este peso, esta alegría del don de su responsabilidad. En el Apocalipsis el obispo aparece como ángel de su Iglesia, es decir, en cierto sentido como la incorporación de su Iglesia, a la que debe responder el ser de la Iglesia misma. Por tanto, la Iglesia de Roma, juntamente con el Sucesor de Pedro y como su Iglesia particular, debe garantizar precisamente esta universalidad, esta apertura, esta responsabilidad por la trascendencia del amor, este presidir en el amor que excluye los particularismos.

También debe garantizar la fidelidad a la Palabra del Señor, al don de la fe, que no hemos inventado nosotros, sino que es realmente un don que sólo podía venir de Dios mismo. Este es y será siempre el deber, pero también el privilegio, de la Iglesia de Roma, contra las modas, contra los particularismos, contra la absolutización de algunos aspectos, contra las herejías, que siempre son absolutizaciones de un aspecto. Asimismo, es el deber de garantizar la universalidad y la fidelidad a la integridad, a la riqueza de su fe, de su camino en la historia que siempre se abre al futuro. Y, juntamente con este testimonio de fe y de universalidad, naturalmente debe dar el ejemplo de la caridad.

Así nos dice san Ignacio, identificando en esta palabra un poco enigmática, el sacramento de la Eucaristía, la acción de amar a los demás. Y, volviendo al punto anterior, es muy importante esta identificación con la Eucaristía, que es ágape, es caridad, es la presencia de la caridad, que nos ha sido donada en Cristo. Debe ser siempre caridad, signo y causa de caridad al abrirse a los demás, de este darse a los demás, de esta responsabilidad con respecto a los necesitados, a los pobres, a los olvidados. Esta es una gran responsabilidad.

Al presidir en la Eucaristía sigue el presidir en la caridad, que sólo puede testimoniar la comunidad misma. Esta es la gran tarea, el gran deber de la Iglesia de Roma: ser realmente ejemplo y punto de partida de la caridad. En este sentido es baluarte de la caridad.

En el presbiterio de Roma somos de todos los continentes, de todas las razas, de todas la filosofías y de todas las culturas. Me alegra que precisamente el presbiterio de Roma manifieste la universalidad, que en la unidad de la pequeña Iglesia local manifieste la presencia de la Iglesia universal. Es más difícil y exigente ser también y realmente portadores del testimonio, de la caridad, de estar entre los demás con nuestro Señor. Sólo nos queda orar al Señor para que nos ayude en cada una de las parroquias, en cada una de las comunidades, a fin de que todos juntos podamos ser realmente fieles a este don, a este mandato: presidir la caridad.

Santo Padre, soy el padre Guillermo M. Cassone, de la comunidad de los padres de Schönstatt en Roma, vicario parroquial en la parroquia de los santos patronos de Italia, San Francisco y Santa Catalina, en el Trastévere.

Después del Sínodo sobre la Palabra de Dios, reflexionando sobre la proposición 55: "María Mater Dei et Mater fidei", me pregunté cómo mejorar la relación entre la Palabra de Dios y la piedad mariana, tanto en la vida espiritual sacerdotal como en la acción pastoral. Me ayudan dos imágenes: la Anunciación, para la escucha; y la Visitación, para el anuncio. Santidad, le pido que nos ilumine con su enseñanza sobre este tema. Gracias por este don.

Benedicto XVI:

Me parece que usted mismo ha dado también la respuesta a su pregunta. En realidad, María es la mujer de la escucha. Lo vemos en el encuentro con el ángel y lo volvemos a ver en todas las escenas de su vida, desde las bodas de Caná hasta la cruz y hasta el día de Pentecostés, cuando estaba en medio de los Apóstoles precisamente para acoger al Espíritu Santo. Es el símbolo de la apertura, de la Iglesia que espera la venida del Espíritu Santo.

En el momento del anuncio del ángel podemos ver ya la actitud de escucha, una escucha verdadera, una escucha dispuesta a interiorizar: no dice simplemente "sí", sino que asimila la Palabra, acoge en sí la Palabra. Y después sigue la verdadera obediencia, como una Palabra ya interiorizada, es decir, transformada en Palabra en mí y para mí, como forma de mi vida. Es algo muy hermoso ver esta escucha activa, o sea, una escucha que atrae la Palabra de modo que entre y se transformé en Palabra en mí, reflexionándola y aceptándola hasta lo más íntimo del corazón. Así la Palabra se convierte en encarnación.

Lo mismo vemos en el Magníficat. Sabemos que es un texto entretejido con palabras del Antiguo Testamento. Vemos que María es realmente una mujer de escucha, que en el corazón conocía la Escritura. No sólo conocía algunos textos; estaba tan identificada con la Palabra, que en su corazón y en sus labios las palabras del Antiguo Testamento se transforman, sintetizadas, en un canto. Vemos que su vida estaba realmente penetrada por la Palabra; había entrado en la Palabra, la había asimilado; así en ella se había convertido en vida, transformándose luego de nuevo en Palabra de alabanza y de anuncio de la grandeza de Dios.

Me parece que san Lucas, refiriéndose a María, dice al menos tres veces, o tal vez cuatro, que asimiló y conservó las Palabras en su corazón. Para los Padres, era el modelo de la Iglesia, el modelo del creyente que conserva la Palabra, que lleva en sí la Palabra, y no sólo la ley; que la interpreta con la inteligencia, para saber qué significaba en aquel tiempo, cuáles son los problemas filológicos. Todo esto es interesante, importante, pero más importante aún es escuchar la Palabra que se ha de conservar y que se hace Palabra en mí, vida en mí y presencia del Señor. Por eso me parece importante el nexo entre mariología y teología de la Palabra, del que hablaron también los padres sinodales y del que hablaremos en el documento postsinodal.

Es evidente que la Virgen es palabra de la escucha, palabra silenciosa, pero también palabra de alabanza, de anuncio, porque en la escucha la Palabra se hace de nuevo carne, y así se transforma en presencia de la grandeza de Dios.

Santo Padre, soy Pietro Riggi, salesiano, y trabajo en el "Borgo ragazzi don Bosco". Mi pregunta es la siguiente: el concilio Vaticano II aportó muchas novedades importantísimas a la Iglesia, pero no abolió las cosas que ya existían. Me parece que algunos sacerdotes o teólogos quisieran hacer creer que es espíritu del Concilio algo que en realidad no tiene nada que ver con el Concilio mismo. Por ejemplo, las indulgencias. Tenemos el Manual de las indulgencias de la Penitenciaría apostólica. A través de las indulgencias se acude al tesoro de la Iglesia y se puede ayudar con sufragios a las almas del Purgatorio. Tenemos un calendario litúrgico en el que se dice cuándo y cómo se pueden lucrar las indulgencias plenarias, pero muchos sacerdotes ya no hablan de ellas, impidiendo que lleguen sufragios importantísimos a las almas del Purgatorio. Y luego están las bendiciones. Tenemos el Manual de las bendiciones, en el que se prevé la bendición de personas, locales, objetos e incluso alimentos. Pero muchos sacerdotes las ignoran; otros las consideran preconciliares. De esta forma rechazan a los fieles que piden lo que por derecho deberían tener.

Y lo mismo sucede con algunas prácticas de piedad muy conocidas. Los primeros viernes de mes no fueron abolidos por el concilio Vaticano ii, pero muchos sacerdotes ya no hablan o incluso hablan mal de esta práctica. Hoy existe una especie de aversión a estas prácticas, porque las ven como cosas antiguas o perjudiciales, como cosas viejas y preconciliares, y a mí me parece que todas estas oraciones y prácticas cristianas son muy actuales y muy importantes. Creo que se deberían promover, explicándolas de modo adecuado al pueblo de Dios, con sano equilibrio y con verdad, para respetar la doctrina completa del Vaticano II.

También quiero preguntarle lo siguiente: en cierta ocasión, usted, hablando de Fátima, dijo que existe un nexo entre Fátima y Akita, la Virgen que lloró sangre en Japón. Tanto Pablo VI como Juan Pablo II celebraron en Fátima una misa solemne y utilizaron el mismo pasaje de la Sagrada Escritura, Apocalipsis 12, la mujer vestida de sol que libra un combate decisivo contra la serpiente antigua, el diablo, satanás. ¿Hay afinidad entre Fátima y Apocalipsis 12?

Concluyo: el año pasado, un sacerdote le regaló un cuadro. Yo no sé pintar, pero quiero hacerle un regalo. Por eso, he pensado en regalarle tres libros que he escrito recientemente. Espero que le gusten.

Benedicto XVI:

Son realidades de las que el Concilio no habló, pero que supone como realidades en la Iglesia. Viven en la Iglesia y se desarrollan. Ahora no es el momento de entrar en el gran tema de las indulgencias. Pablo vi reorganizó este tema y nos indicó las líneas para comprenderlo. Yo diría que se trata sencillamente de un intercambio de dones, es decir: los bienes que hay en la Iglesia son para todos. Con esta clave de la indulgencia podemos entrar en esta comunión de los bienes en la Iglesia.

Los protestantes se oponen, afirmando que el único tesoro es Cristo. Pero para mí lo maravilloso es que Cristo —el cual realmente es más que suficiente en su amor infinito, en su divinidad y su humanidad— quiso añadir a lo que él hizo también nuestra pobreza. No nos considera sólo como objetos de su misericordia, sino que nos hace sujetos de la misericordia y del amor, juntamente con él, como si nos quisiera añadir —si bien no cuantitativamente, al menos en sentido mistérico— al gran tesoro del Cuerpo de Cristo. Quería ser la Cabeza con el cuerpo. Y quería que con el cuerpo se completara el misterio de su redención. Jesús quería tener a la Iglesia como su cuerpo, en el que se realiza toda la riqueza de lo que él hizo. Este misterio nos muestra precisamente que existe un thesaurus Ecclesiae; que el cuerpo, al igual que la Cabeza, da mucho; que nosotros podemos recibir unos de otros, y podemos dar unos a otros.

Esto mismo vale para las demás cosas. Por ejemplo, los viernes del Sagrado Corazón constituyen una práctica muy hermosa en la Iglesia. No son cosas necesarias, pero se han desarrollado en la riqueza de la meditación del misterio. Así el Señor nos ofrece en la Iglesia estas posibilidades. Creo que ahora no es el momento de entrar en todos los detalles. Cada uno puede comprender, más o menos, qué cosa es menos importante que otra, pero nadie debería despreciar esta riqueza, que ha crecido a lo largo de los siglos como ofrecimiento y como multiplicación de las luces en la Iglesia. La luz de Cristo es única. Se manifiesta en todos sus colores y ofrece el conocimiento de la riqueza de su don, la interacción entre Cabeza y cuerpo, la interacción entre los miembros, a fin de que todos juntos podamos ser de verdad un organismo vivo, en el que cada uno da a todos, y todos dan al Señor, el cual se nos ha dado totalmente a nosotros.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS ASOCIACIONES "PRO PETRI SEDE"
Y "ETRENNES PONTIFICALES" DE BÉLGICA

Sala del Consistorio
Viernes 27 de febrero de 2009



Queridos amigos:

Me alegra particularmente acogeros con ocasión de la peregrinación que, cada dos años, realizáis a la tumba de los Apóstoles para pedir al Señor que fortalezca vuestra fe y bendiga los esfuerzos que hacéis para testimoniar generosamente su amor.

El Año paulino, a través de la meditación de la palabra del Apóstol de los gentiles, nos ofrece la oportunidad de tomar conciencia más viva del hecho de que la Iglesia es un Cuerpo, por el que circula la misma vida de Jesús. Por eso, cada miembro del cuerpo eclesial está unido de un modo muy profundo a todos los demás y no puede ignorar sus necesidades. Los bautizados, alimentados con el mismo pan eucarístico, no pueden permanecer indiferentes cuando falta el pan en la mesa de los hombres. También este año habéis aceptado escuchar el llamamiento a abrir vuestro corazón a las necesidades de los desheredados, con el fin de ayudar a los miembros del Cuerpo de Cristo afectados por la miseria, a fin de que tengan más vitalidad y puedan dar testimonio de la buena nueva.

Poniendo en manos del Sucesor de Pedro el fruto de vuestra colecta, le permitís practicar una caridad concreta y activa que es signo de su solicitud por todas las Iglesias, por todo bautizado y por todo hombre. Os lo agradezco vivamente en nombre de todas las personas que se beneficiarán de vuestra generosidad en su lucha contra los males que atentan contra su dignidad. Combatiendo la pobreza, ayudamos más a que la paz se establezca y arraigue en los corazones.

Encomendándoos a vosotros y a vuestros seres queridos a la intercesión de la santísima Virgen María, Madre de misericordia, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros, así como a los miembros de vuestras asociaciones y a sus familias.


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Saluto del Santo Padre in occasione della cerimonia di consegna al Patriarcato di Mosca della chiesa russa di San Nicola (Bari, 1° marzo 2009)

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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE LA CURIA ROMANA

Sábado 7 de marzo de 2009



Eminencia;
queridos y venerados hermanos:

Una de las gratas funciones del Papa es decir "gracias". En este momento quiero darle las gracias, en nombre de todos nosotros y de todos vosotros, a usted, eminencia, por estas meditaciones que nos ha dado. Nos ha dirigido, iluminado, ayudado a renovar nuestro sacerdocio. No ha hecho una acrobacia teológica. No nos ha ofrecido acrobacias teológicas, sino que nos ha dado una doctrina sana, el pan bueno de nuestra fe.

Al escuchar sus palabras, me vino a la mente una profecía del profeta Ezequiel interpretada por san Agustín. En el libro de Ezequiel, el Señor, el Dios pastor, dice al pueblo: "Pastorearé a mis ovejas por los montes de Israel (...). Las apacentaré en buenos pastos" (cf. Ez 34, 13-14). Y san Agustín se pregunta dónde se encuentran esos montes de Israel y cuáles son esos buenos pastos, y dice: los montes de Israel, los buenos pastos son la Sagrada Escritura, la Palabra de Dios que nos proporciona el verdadero alimento.

Su predicación ha estado impregnada de Sagrada Escritura, con una gran familiaridad con la Palabra de Dios leída en el contexto de la Iglesia viva, desde los santos Padres hasta el Catecismo de la Iglesia católica, siempre contextualizada en la lectura, en la liturgia. Precisamente así la Escritura ha estado presente con su plena actualidad. Su teología, como nos ha dicho, no ha sido una teología abstracta, sino marcada por un sano realismo.

He admirado y me ha agradado esta experiencia concreta de sus cincuenta años de sacerdocio, de los que ha hablado y a la luz de los cuales nos ha ayudado a concretar nuestra fe. Nos ha dirigido palabras apropiadas, concretas, para nuestra vida, para nuestro comportamiento como sacerdotes. Y espero que muchos lean también estas palabras y las aprecien.

Al inicio comenzó con el hermoso relato, siempre fascinante, de los primeros discípulos que siguieron a Jesús. Todavía un poco inciertos y tímidos preguntan: "Maestro, ¿dónde vives?". Y la respuesta, que usted nos ha interpretado, es: "Venid y lo veréis" (Jn 1, 38-39). Para ver debemos ir, debemos caminar y seguir a Jesús, que siempre nos precede. Sólo caminando y siguiendo a Jesús podemos también ver. Usted nos ha mostrado dónde vive Jesús, dónde tiene su morada: en la Iglesia, en su Palabra, en la santísima Eucaristía.

Gracias, eminencia, por habernos dirigido. Con nuevo impulso y con nueva alegría emprendemos el camino hacia la Pascua. A todos os deseo una buena Cuaresma y una feliz Pascua.


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VISITA AL CAPITOLIO DE ROMA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Lunes 9 de marzo de 2009



Señor alcalde;
señor presidente del concejo;
señores y señoras asesores y concejales del Ayuntamiento de Roma;
ilustres autoridades;
queridos amigos:

Como se ha recordado, no es la primera vez que un Papa es acogido con tanta cordialidad en este palacio senatorial y toma la palabra en esta solemne sala del Concejo, en la que se reúnen los más altos representantes de la administración ciudadana. Los anales de la historia registran, en primer lugar, la breve parada del beato Pío IX en la plaza del Capitolio, tras la visita a la basílica del "Ara Coeli", el 16 de septiembre de 1870. Mucho más reciente es la visita que realizó el Papa Pablo VI el 16 de abril de 1966, a la que siguió la de mi venerado predecesor Juan Pablo II, el 15 de enero de 1998. Son gestos que atestiguan el afecto y la estima que los Sucesores de Pedro, Pastores de la comunidad católica romana y de la Iglesia universal, albergan desde siempre hacia Roma, centro de la civilización latina y cristiana, "madre acogedora de los pueblos" (cf. Prudencio, Peristephanon, poema 11, 191) y "discípula de la verdad" (cf. san León Magno, Tract. septem et nonaginta).

Por tanto, con emoción comprensible, tomo ahora la palabra durante esta visita. La tomo para expresar ante todo, señor alcalde, mi gratitud por la amable invitación a visitar el Capitolio que usted me dirigió al inicio de su mandato de primer magistrado de la urbe. También le agradezco las profundas expresiones con que me ha acogido, interpretando el pensamiento de los presentes. Mi saludo se extiende al señor presidente del concejo, a quien agradezco los nobles sentimientos que ha expresado también en nombre de sus compañeros.

He seguido con gran atención las reflexiones tanto del alcalde como del presidente, y he percibido en ellas la voluntad decidida de la Administración de servir a esta ciudad buscando su bienestar material, social y espiritual verdadero e integral. Mi cordial saludo va, por último, a los asesores y concejales del Ayuntamiento, a los representantes del Gobierno, a las autoridades y a las personalidades, así como a todos los ciudadanos de Roma.

Con mi presencia hoy en esta colina, sede y emblema de la historia y de la misión de Roma, quiero renovar la seguridad de la atención paternal que el Obispo de la comunidad católica presta no solamente a los miembros de esta comunidad, sino también a todos los romanos y a quienes vienen a la capital desde las distintas partes de Italia y del mundo por razones religiosas, turísticas, de trabajo, o para quedarse en ella integrándose en el tejido ciudadano. Estoy aquí hoy para animar vuestro compromiso, no fácil, de administradores al servicio de esta metrópolis singular; para compartir las esperanzas y expectativas de los habitantes; y para escuchar sus preocupaciones y problemas, de los que vosotros os hacéis intérpretes responsables en este palacio, que constituye el centro natural y dinámico de los proyectos que se fraguan en las "obras" de la Roma del tercer milenio.

Señor alcalde, en su intervención he percibido el firme propósito de trabajar para que Roma siga siendo faro de vida y libertad, de civilización moral y de desarrollo sostenible, promovido en el respeto de la dignidad de todo ser humano y de su fe religiosa. Le aseguro a usted y a sus colaboradores que la Iglesia católica, como siempre, prestará su apoyo activo a toda iniciativa cultural y social encaminada a promover el bien auténtico de cada persona y de la ciudad en su conjunto. El regalo del Compendio de la doctrina social de la Iglesia, que hago con afecto al alcalde y a los demás administradores, quiere ser un signo de esta colaboración.

Señor alcalde, Roma siempre ha sido una ciudad acogedora. Especialmente en los últimos siglos, ha abierto sus instituciones universitarias y centros de investigación civiles y eclesiásticos a estudiantes procedentes de todas las partes del mundo, los cuales, al volver a sus países, son llamados a desempeñar papeles y cargos de alta responsabilidad en varios sectores de la sociedad, así como en la Iglesia. Esta ciudad nuestra, como por lo demás Italia y la humanidad entera, están afrontando hoy desafíos culturales, sociales y económicos inéditos, a causa de las profundas transformaciones y de los numerosos cambios que se han producido en las últimas décadas. Roma se ha ido poblando de gente procedente de otras naciones y perteneciente a culturas y tradiciones religiosas diversas; y, como consecuencia de ello, hoy tiene el rostro de una metrópolis multiétnica y multirreligiosa en la que la integración tal vez resulta difícil y compleja.

La comunidad católica dará siempre una aportación convencida para encontrar los modos cada vez más adecuados de defender los derechos fundamentales de la persona dentro del respeto de la legalidad. Yo también estoy persuadido, como usted, señor alcalde, ha afirmado, que Roma, extrayendo nueva savia de las raíces de su historia plasmada por el derecho antiguo y por la fe cristiana, sabrá encontrar la fuerza para exigir a todos el respeto a las normas de la convivencia civil y rechazar toda forma de intolerancia y discriminación.

Asimismo, permitidme notar que los episodios de violencia, deplorados por todos, manifiestan un malestar más profundo; yo diría que son signo de una verdadera pobreza espiritual que aflige al corazón del hombre contemporáneo. Efectivamente, la eliminación de Dios y de su ley, como condición de la realización de la felicidad del hombre, no ha alcanzado su objetivo; al contrario, priva al hombre de las certezas espirituales y de la esperanza necesarias para afrontar las dificultades y los desafíos diarios. Por ejemplo, una rueda, cuando le falta el eje central, pierde su función motriz. Así la moral no cumple su fin último si no tiene como perno la inspiración y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien.

Ante el preocupante debilitamiento de los ideales humanos y espirituales que han convertido a Roma en "modelo" de civilización para el mundo entero, la Iglesia, a través de las comunidades parroquiales y de las demás realidades eclesiales, está comprometida en una obra educativa capilar, orientada a ayudar, en particular a las nuevas generaciones, a redescubrir esos valores perennes. En la época posmoderna, Roma debe volver a apropiarse de su alma más profunda, de sus raíces civiles y cristianas, si quiere hacerse promotora de un nuevo humanismo que ponga en el centro la cuestión del hombre reconocido en su realidad plena. El hombre, desvinculado de Dios, quedaría privado de su vocación trascendente. El cristianismo es portador de un mensaje luminoso sobre la verdad del hombre, y la Iglesia, depositaria de este mensaje, es consciente de su propia responsabilidad con respecto a la cultura contemporánea.

¡Cuántas otras cosas quisiera decir en este momento! Como Obispo de esta ciudad no puedo olvidar que también en Roma, a causa de la actual crisis económica a la que me referí antes, está aumentando el número de quienes, por haber perdido su empleo, se encuentran en condiciones precarias y quizás no consiguen hacer frente a los compromisos financieros asumidos, por ejemplo, para la compra o el alquiler de la casa. Es necesario hacer un esfuerzo concorde entre las distintas instituciones para salir al encuentro de quienes viven en la pobreza. La comunidad cristiana, a través de las parroquias y las instituciones caritativas, ya está comprometida en sostener diariamente a numerosas familias que tienen dificultades para mantener un nivel digno de vida; y, como ya ha sucedido recientemente, está dispuesta a colaborar con las autoridades civiles a la consecución del bien común.

También en este caso los valores de la solidaridad y la generosidad, que están arraigados en el corazón de los romanos, podrán ser sostenidos por la luz del Evangelio, para que todos se hagan cargo nuevamente de las exigencias de los más necesitados, sintiéndose miembros de una única familia. En efecto, cuanto más madure en cada ciudadano la conciencia de sentirse responsable en primera persona de la vida y del futuro de los habitantes de nuestra ciudad, tanto más crecerá la confianza en poder superar las dificultades del momento presente.

¿Y qué decir de las familias, de los niños y de los jóvenes? Gracias, señor alcalde, porque con ocasión de mi visita, me ha dado como regalo un signo de esperanza para los jóvenes llamándolo con mi nombre, el de un anciano Pontífice que mira con confianza a los jóvenes y que reza por ellos cada día. Las familias, los jóvenes pueden esperar un futuro mejor en la medida en que el individualismo deje espacio a los sentimientos de colaboración fraterna entre todos los componentes de la sociedad civil y de la comunidad cristiana. Ojalá que esta obra sea un estímulo para Roma a fin de que realice un tejido social de acogida y respeto, donde el encuentro entre la cultura y la fe, entre la vida social y el testimonio religioso, contribuya a formar comunidades verdaderamente libres y animadas por sentimientos de paz. A esto podrá dar una aportación singular también el futuro "Observatorio para la libertad religiosa",al que usted acaba de aludir.

Señor alcalde, queridos amigos, permitidme que, al final de mi intervención, dirija la mirada hacia la Virgen con el Niño, que desde hace varios siglos vela maternalmente en esta sala sobre los trabajos de la Administración ciudadana. A ella os encomiendo a cada uno de vosotros, así como vuestro trabajo y los buenos propósitos que os animan. Que siempre estéis todos concordes al servicio de esta amada ciudad, en la que el Señor me ha llamado a desempeñar mi ministerio episcopal. Sobre cada uno de vosotros invoco de corazón la abundancia de las bendiciones divinas y aseguro a todos un recuerdo en la oración. ¡Gracias por vuestra acogida!


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VISITA AL CAPITOLIO DE ROMA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA POBLACIÓN DE ROMA DESDE EL CAPITOLIO

Lunes 9 de marzo de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Después de mi encuentro con los administradores de la ciudad, me alegra saludaros cordialmente a todos vosotros, reunidos en esta plaza del Capitolio, hacia la cual se proyecta, en un abrazo ideal, la columnata con la que Bernini completó la espléndida estructura de la basílica vaticana. Viviendo en Roma desde hace muchos años, ya me he convertido un poco en romano; pero más romano me siento como vuestro obispo. Por eso, con una participación más viva, dirijo, a través de cada uno de vosotros, mi saludo a todos "nuestros" conciudadanos, a quienes en cierto modo vosotros representáis hoy: a las familias, a las comunidades y a las parroquias, a los niños, a los jóvenes y a los ancianos, a los discapacitados y a los enfermos, a los voluntarios y a los agentes sociales, a los inmigrantes y a los peregrinos. Doy las gracias al cardenal vicario, que me acompaña en esta visita, y animo a proseguir en su empeño a cuantos —sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos— colaboran activamente con las administraciones públicas por el bien de Roma, de sus periferias y barrios.

Hace unos días, cuando me encontré con los párrocos y sacerdotes de Roma, dije que el corazón romano es un "corazón de poesía", subrayando que la belleza es casi "un privilegio suyo, un carisma natural suyo". Roma es bella por los vestigios de su antigüedad, por sus instituciones culturales y por los monumentos que narran su historia, por las iglesias y sus múltiples obras maestras de arte. Pero Roma es bella sobre todo por la generosidad y la santidad de tantos hijos suyos, que han dejado huellas elocuentes de su pasión por la belleza de Dios, la belleza del amor que no se marchita ni envejece.

De esta belleza fueron testigos los apóstoles san Pedro y san Pablo y la multitud de mártires de los inicios del cristianismo; y han sido testigos muchos hombres y mujeres que, romanos por nacimiento o por adopción, a lo largo de los siglos se han entregado al servicio de la juventud, de los enfermos, de los pobres y de todos los necesitados. Me limito a citar algunos: el diácono san Lorenzo, santa Francisca Romana, cuya fiesta se celebra precisamente hoy, san Felipe Neri, san Gaspar del Búfalo, san Juan Bautista De Rossi, san Vicente Pallotti, la beata Ana María Taigi, los beatos esposos Luis y María Beltrami Quatrocchi. Su ejemplo muestra que, cuando una persona se encuentra con Cristo, no se cierra en sí misma, sino que se abre a las necesidades de los demás y, en los diversos ámbitos de la sociedad, antepone el bien de todos a su propio interés.

También nuestro tiempo tiene verdadera necesidad de hombres y mujeres así, porque no pocas familias, no pocos jóvenes y adultos se encuentran en situaciones precarias y a veces incluso dramáticas; situaciones que sólo juntos es posible superar, como enseña también la historia de Roma, que ha atravesado otros muchos momentos difíciles. A este respecto, me viene a la mente un verso del gran poeta latino Ovidio que, en una elegía, animaba así a los romanos de su tiempo: "Perfer et obdura: multo graviora tulisti", "Soporta y resiste: has superado situaciones mucho más difíciles" (cf. Trist., lib. V, el. XI, v. 7). Además de la necesaria solidaridad y el debido compromiso de todos, podemos contar siempre con la ayuda cierta de Dios, que nunca abandona a sus hijos.

Queridos amigos, al volver a vuestras casas, comunidades y parroquias, decid a cuantos encontréis que el Papa asegura a todos su comprensión, su cercanía espiritual y su oración. A todos y cada uno, especialmente a los enfermos, a los que sufren y a los que se encuentran en graves dificultades, llevad mi recuerdo y la bendición de Dios, que ahora invoco sobre vosotros por intercesión de san Pedro y san Pablo, de santa Francisca Romana, co-patrona de Roma, y especialmente de María Salus populi romani. Que Dios bendiga y proteja siempre a Roma y a sus habitantes.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA VISITA AL MONASTERIO
DE SANTA FRANCISCA ROMANA EN TOR DE' SPECCHI

Lunes 9 de marzo de 2009





Queridas hermanas Oblatas:

Con gran alegría, tras la visita al cercano Capitolio, vengo a encontrarme con vosotras en este histórico monasterio de santa Francisca Romana, mientras se está celebrando el IV centenario de su canonización, que tuvo lugar el 29 de mayo de 1608. Además, precisamente hoy cae la fiesta de esta gran santa, en recuerdo de la fecha de su nacimiento al cielo. Por tanto, me siento particularmente agradecido al Señor porque me permite rendir este homenaje a la "más romana de las santas", en feliz sucesión con el encuentro que he tenido con los administradores en la sede del gobierno de la ciudad. Al dirigir mi saludo cordial a vuestra comunidad, y en particular a la presidenta, madre Maria Camilla Rea —a la que agradezco las cordiales palabras con las que ha expresado vuestros sentimientos comunes—, lo extiendo al obispo auxiliar, monseñor Ernesto Mandara, a las estudiantes huéspedes y a todos los presentes.

Como sabéis, junto con mis colaboradores de la Curia romana acabo de hacer los ejercicios espirituales, que coinciden con la primera semana de Cuaresma. En estos días he experimentado una vez más cuán indispensables son el silencio y la oración. Y he pensado también en santa Francisca Romana, en su entrega total a Dios y al prójimo, de la que brotó la experiencia de vida comunitaria aquí, en Tor de' Specchi. Contemplación y acción, oración y servicio de caridad, ideal monástico y compromiso social: todo esto encontró aquí un "laboratorio" lleno de frutos, en estrecho contacto con los monjes Olivetanos de Santa María Nova. Pero el verdadero motor de cuanto se ha realizado aquí a lo largo del tiempo ha sido el corazón de Francisca, en el que el Espíritu Santo derramó sus dones espirituales y a la vez suscitó numerosas iniciativas de bien.

Vuestro monasterio se encuentra en el corazón de la ciudad. ¿Cómo no ver en esto casi el símbolo de la necesidad de hacer que la dimensión espiritual ocupe de nuevo el centro de la convivencia civil, para dar pleno sentido a las múltiples actividades del ser humano? Precisamente desde esta perspectiva, vuestra comunidad, junto con las demás comunidades de vida contemplativa, está llamada a ser una especie de "pulmón" espiritual de la sociedad, para que a toda la actividad, a todo el activismo de una ciudad, no le falte la "respiración" espiritual, la referencia a Dios y a su designio de salvación.

Este es el servicio que prestan en particular los monasterios, lugares de silencio y de meditación de la Palabra divina, lugares donde se preocupan por tener siempre la tierra abierta hacia el cielo. Vuestro monasterio, además, tiene una peculiaridad, que refleja naturalmente el carisma de santa Francisca Romana. Aquí se vive un singular equilibrio entre vida religiosa y vida laical, entre vida en el mundo y fuera del mundo. Un modelo que no nació en un papel, sino en la experiencia concreta de una joven romana: escrito —se diría— por Dios mismo en la extraordinaria existencia de Francisca, en su historia de niña, de adolescente, de jovencísima esposa y madre, de mujer madura, conquistada por Jesucristo, como diría san Pablo. No por nada las paredes de estos locales están decoradas con imágenes de su vida, para demostrar que el verdadero edificio que Dios quiere construir es la vida de los santos.

También en nuestros días Roma necesita mujeres —naturalmente también hombres, pero aquí quiero subrayar la dimensión femenina— mujeres, decía, totalmente de Dios y totalmente del prójimo; mujeres capaces de recogimiento y de servicio generoso y discreto; mujeres que sepan obedecer a sus pastores, pero también sostenerlos y estimularlos con sus sugerencias, maduradas en el coloquio con Cristo y en la experiencia directa en el campo de la caridad, de la asistencia a los enfermos, a los marginados, a los menores en dificultad.

Es el don de una maternidad que se integra en unidad con la oblación religiosa, según el modelo de María santísima. Pensemos en el misterio de la Visitación: María, después de concebir en el corazón y en la carne al Verbo de Dios, en seguida se pone en camino para ayudar a su anciana pariente Isabel. El corazón de María es el claustro donde la Palabra sigue hablando en el silencio y, al mismo tiempo, es el horno de una caridad que impulsa a gestos valientes, así como a una generosidad perseverante y oculta.

Queridas hermanas, gracias por la oración con que acompañáis siempre el ministerio del Sucesor de Pedro, y gracias por vuestra preciosa presencia en el corazón de Roma. Os deseo que experimentéis cada día la alegría de no anteponer nada al amor de Cristo, un lema que hemos heredado de san Benito, pero que refleja bien la espiritualidad del apóstol san Pablo, al que veneráis como patrón de vuestra congregación. A vosotras, a los monjes Olivetanos y a todos los presentes, imparto de corazón una bendición apostólica especial.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DEL GRAN RABINATO DE ISRAEL

Jueves 12 de marzo de 2009



Distinguidos representantes del Gran Rabinato de Israel;
queridos delegados católicos:

Me alegra mucho daros la bienvenida a vosotros, miembros de la delegación del Gran Rabinato de Israel, junto con los participantes católicos guiados por la Comisión de la Santa Sede para las relaciones religiosas con el judaísmo. El importante diálogo en el que estáis comprometidos es fruto de la histórica visita de mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II a Tierra Santa en marzo del año 2000. Tenía el deseo de entablar un diálogo con instituciones religiosas judías en Israel, y su apoyo fue decisivo para conseguir este objetivo. Al recibir a los dos rabinos jefes de Israel en enero del año 2004, dijo que este diálogo era un "signo de gran esperanza".

Durante estos siete años no sólo se ha reforzado la amistad entre la Comisión y el Gran Rabinato, sino que además vosotros habéis podido reflexionar sobre temas importantes tanto para la tradición judía como para la cristiana. Dado que reconocemos un rico patrimonio espiritual común, es necesario y posible un diálogo basado en la comprensión mutua y en el respeto, como recomienda la declaración Nostra aetate (n. 4).

Trabajando unidos, habéis tomado cada vez mayor conciencia de los valores comunes que están en la base de nuestras respectivas tradiciones religiosas, estudiándolos durante los siete encuentros mantenidos tanto en Roma como en Jerusalén. Habéis reflexionado sobre la santidad de la vida, los valores de la familia, la justicia social y la conducta ética, la importancia de la Palabra de Dios expresada en las Sagradas Escrituras para la sociedad y la educación, la relación entre la autoridad religiosa y la civil, y la libertad de religión y de conciencia.

En las declaraciones comunes realizadas tras cada encuentro, se pusieron de relieve las ideas arraigadas en nuestras respectivas convicciones religiosas y a la vez se tomó conciencia de las diferencias de comprensión. La Iglesia reconoce que los comienzos de su fe se remontan a la histórica intervención divina en la vida del pueblo judío y que aquí se funda nuestra relación única. El pueblo judío, que fue escogido como el pueblo elegido, comunica a toda la familia humana el conocimiento del Dios uno, único y verdadero, y la fidelidad a él. Los cristianos reconocen de buen grado que sus raíces se hunden en la misma autorrevelación de Dios, de la que se alimenta la experiencia religiosa del pueblo judío.

Como sabéis, estoy preparando mi visita como peregrino a Tierra Santa. Mi intención es orar especialmente por el precioso don de la unidad y la paz, tanto en la región como para toda la familia humana. Como recuerda el salmo 125, Dios protege a su pueblo: "Jerusalén está rodeada de montañas, y el Señor rodea a su pueblo ahora y por siempre". Ojalá que mi visita ayude a profundizar el diálogo de la Iglesia con el pueblo judío, de forma que los judíos y los cristianos, como también los musulmanes, puedan vivir en paz y en armonía en Tierra Santa.

Os agradezco vuestra visita y os renuevo mi compromiso personal de promover la visión establecida para las generaciones futuras en la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONGREGACIÓN
PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS

Sala del Consistorio
Viernes 13 de marzo de 2009



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos:

Con gran alegría y con gratitud siempre viva os recibo con ocasión de la plenaria de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos. En esta importante ocasión me complace dirigir mi saludo cordial, en primer lugar, al prefecto, el señor cardenal Antonio Cañizares Llovera, a quien agradezco las palabras con que ha explicado los trabajos llevados a cabo en estos días y ha expresado los sentimientos de quienes están aquí presentes hoy. Extiendo mi saludo afectuoso y mi cordial agradecimiento a todos los miembros y oficiales del dicasterio, comenzando por el secretario, monseñor Malcolm Ranjith, y por el subsecretario, hasta todos los demás que, en las diversas tareas, prestan con competencia y dedicación su servicio para la "ordenación y promoción de la sagrada liturgia" (Pastor bonus, 62).

En la plenaria habéis reflexionado sobre el misterio eucarístico y, de modo particular, sobre el tema de la adoración eucarística. Sé bien que, después de la publicación de la instrucción Eucharisticum mysterium del 25 de mayo de 1967 y de la promulgación, el 21 de junio de 1973, del documento De sacra communione et cultu mysterii eucharistici extra missam, la insistencia sobre el tema de la Eucaristía como fuente inagotable de santidad ha sido una urgencia de primer orden del dicasterio.

Por eso, acepté con agrado la propuesta de que la plenaria se ocupara del tema de la adoración eucarística, confiando en que una renovada reflexión colegial sobre esta práctica podría contribuir a poner en claro, en los límites de competencia del dicasterio, los medios litúrgicos y pastorales con los que la Iglesia de nuestro tiempo puede promover la fe en la presencia real del Señor en la sagrada Eucaristía y asegurar a la celebración de la santa misa toda la dimensión de la adoración.

Ya subrayé este aspecto en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis, en la que recogí los frutos de la XI Asamblea general ordinaria del Sínodo, que tuvo lugar en octubre de 2005. En ella, poniendo de relieve la importancia de la relación intrínseca entre celebración de la Eucaristía y adoración (cf. n. 66), cité la enseñanza de san Agustín: "Nemo autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; peccemus non adorando" (Enarrationes in Psalmos, 98, 9: CCL 39, 1385). Los Padres sinodales habían manifestado su preocupación por cierta confusión generada, después del concilio Vaticano II, sobre la relación entre la misa y la adoración del Santísimo Sacramento (cf. Sacramentum caritatis, 66). Así me hacía eco de lo que mi predecesor el Papa Juan Pablo II ya había dicho sobre las desviaciones que en ocasiones han contaminado la renovación litúrgica posconciliar, revelando "una comprensión muy limitada del Misterio eucarístico" (Ecclesia de Eucharistia, 10).

El concilio Vaticano II puso de manifiesto el papel singular que el misterio eucarístico desempeña en la vida de los fieles (Sacrosanctum Concilium, 48-54, 56). Del mismo modo, el Papa Pablo VI reafirmó muchas veces: "La Eucaristía es un altísimo misterio; más aún, hablando con propiedad, como dice la sagrada liturgia, es el misterio de fe" (Mysterium fidei, 15). En efecto, la Eucaristía está en el origen mismo de la Iglesia (cf. Ecclesia de Eucharistia, 21) y es la fuente de la gracia, constituyendo una incomparable ocasión tanto para la santificación de la humanidad en Cristo como para la glorificación de Dios.

En este sentido, por una parte, todas las actividades de la Iglesia están ordenadas al misterio de la Eucaristía (cf. Sacrosanctum Concilium, 10; Lumen gentium, 11; Presbyterorum ordinis, 5; Sacramentum caritatis, 17); y, por otra, en virtud de la Eucaristía "la Iglesia vive y crece continuamente" también hoy (Lumen gentium, 26). Nuestro deber es percibir el preciosísimo tesoro de este inefable misterio de fe "tanto en la celebración misma de la misa como en el culto de las sagradas especies que se reservan después de la misa para prolongar la gracia del sacrificio" (Eucharisticum mysterium, 3, g).

La doctrina de la transubstanciación del pan y del vino y de la presencia real son verdades de fe evidentes ya en la misma Sagrada Escritura y confirmadas después por los Padres de la Iglesia. El Papa Pablo VI, al respecto, recordaba que "la Iglesia católica no sólo ha enseñado siempre la fe sobre la presencia del cuerpo y la sangre de Cristo en la Eucaristía, sino que la ha vivido también, adorando en todos los tiempos sacramento tan grande con el culto latréutico, que tan sólo a Dios es debido" (Mysterium fidei, 56; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1378).

Conviene recordar, al respecto, las diversas acepciones que tiene el vocablo "adoración" en la lengua griega y en la latina. La palabra griega proskýnesis indica el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir. La palabra latina ad-oratio, en cambio, denota el contacto físico, el beso, el abrazo, que está implícito en la idea de amor. El aspecto de la sumisión prevé una relación de unión, porque aquel a quien nos sometemos es Amor. En efecto, en la Eucaristía la adoración debe convertirse en unión: unión con el Señor vivo y después con su Cuerpo místico.

Como dije a los jóvenes en la explanada de Marienfeld, en Colonia, durante la XX Jornada mundial de la juventud, el 21 de agosto de 2005: "Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea realmente la medida dominante del mundo" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 13). Desde esta perspectiva recordé a los jóvenes que en la Eucaristía se vive la "transformación fundamental de la violencia en amor, de la muerte en vida, la cual lleva consigo las demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a este punto la transformación no puede detenerse; antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos transformados" (ib.).

Mi predecesor el Papa Juan Pablo II en la carta apostólica Spiritus et Sponsa, con ocasión del 40° aniversario de la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, exhortó a emprender los pasos necesarios para profundizar la experiencia de la renovación. Esto es importante también con respecto al tema de la adoración eucarística. Esa profundización sólo será posible mediante un conocimiento mayor del misterio en plena fidelidad a la sagrada Tradición e incrementando la vida litúrgica dentro de nuestras comunidades (cf. Spiritus et Sponsa, 6-7). Al respecto, aprecio de modo particular que la plenaria haya reflexionado también sobre el tema de la formación de todo el pueblo de Dios en la fe, con una atención especial a los seminaristas, para favorecer su crecimiento en un espíritu de auténtica adoración eucarística. En efecto, santo Tomás explica: "La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento no se conoce por los sentidos, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios" (Summa theologiae III, 75, 1; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1381).

Estamos viviendo los días de la santa Cuaresma, que no sólo constituye un camino de más intenso ejercicio espiritual, sino también una preparación eficaz para celebrar mejor la santa Pascua. Recordando tres prácticas penitenciales muy arraigadas en la tradición bíblica y cristiana —la oración, el ayuno, la limosna—, animémonos mutuamente a redescubrir y vivir con renovado fervor el ayuno, no sólo como práctica ascética, sino también como preparación a la Eucaristía y como arma espiritual para luchar contra todo eventual apego desordenado a nosotros mismos.

Que este intenso período de la vida litúrgica nos ayude a alejar todo aquello que distrae el espíritu y a intensificar lo que alimenta el alma, abriéndola al amor a Dios y al prójimo. Con estos sentimientos, formulo ya desde ahora a todos vosotros mis mejores deseos para las próximas fiestas pascuales y, a la vez que os agradezco el trabajo que habéis realizado en esta sesión plenaria, así como todo el trabajo de la Congregación, imparto a cada uno con afecto mi bendición.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS ARGENTINOS
EN VISITA "AD LIMINA APSOTOLORUM"

Sala del Consistorio
Sábado 14 de marzo de 2009



Señor cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí un motivo de profunda alegría daros la bienvenida a este encuentro con el Sucesor de Pedro y Cabeza del Colegio Episcopal.

Agradezco las amables palabras del Cardenal Jorge Mario Bergoglio, Arzobispo de Buenos Aires y Presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, con las cuales se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos. A través vuestro quiero saludar también a todo el clero, comunidades religiosas y laicos de vuestras Diócesis, manifestándoles mi aprecio y cercanía, así como mi aliento constante en la apasionante tarea de la evangelización, que están llevando a cabo con gran dedicación y generosidad.

2. Habéis venido hasta aquí para venerar los sepulcros de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo y compartir con el Obispo de Roma las alegrías y esperanzas, las experiencias y las dificultades de vuestro ministerio episcopal. La visita ad limina es un momento significativo en la vida de todos aquellos a quienes se les ha confiado el cuidado pastoral de una porción del Pueblo de Dios, pues en ella muestran y refuerzan su comunión con el Romano Pontífice.

El Señor fundó la Iglesia para que sea «como un sacramento o signo y instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). La Iglesia es en sí misma un misterio de comunión, un «pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (ibíd., 4). En efecto, Dios ha querido llevar a todas las gentes a la plenitud de la salvación haciéndolas partícipes de los dones de la redención de Cristo y entrar así en comunión de vida con la Trinidad.

3. El ministerio episcopal está al servicio de la unidad y de la comunión de todo el Cuerpo místico de Cristo. El Obispo, que es el principio y fundamento visible de unidad en su Iglesia particular, está llamado a impulsar y defender la integridad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia, enseñando además a los fieles a amar a todos sus hermanos (cf. ibíd., 23).

Deseo expresar mi reconocimiento por vuestra voluntad decidida de mantener y afianzar la unidad en el seno de vuestra Conferencia Episcopal y de vuestras Comunidades diocesanas. Las palabras de Nuestro Señor –«que todos sean uno» (Jn 17, 21) – han de ser una fuente constante de inspiración en vuestra actividad pastoral, lo que redundará sin duda en una mayor eficacia apostólica. Esta unidad, que debéis promover con intensidad y de manera visible, será además fuente de consuelo en el grave cometido que se os ha confiado. Gracias a esta colegialidad afectiva y efectiva, ningún Obispo está solo, porque está siempre y estrechamente unido a Cristo, Buen Pastor, y también, en virtud de su Ordenación episcopal y de la comunión jerárquica, a sus hermanos en el episcopado y a quien el Señor ha elegido como Sucesor de Pedro (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 8). Deseo manifestaros ahora de modo especial, que contáis con todo mi apoyo, mi oración diaria y mi cercanía espiritual en vuestras fatigas y desvelos para hacer de la Iglesia «la casa y la escuela de comunión» (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 43).

4. Este espíritu de comunión tiene un ámbito privilegiado de aplicación en las relaciones del Obispo con sus sacerdotes. Conozco bien vuestra voluntad de prestar una mayor atención a los presbíteros y, con el Concilio Vaticano II, os animo a preocuparos con amor de padre y hermano «de su situación espiritual, intelectual y material para que puedan vivir santa y religiosamente y puedan realizar su ministerio con fidelidad y fruto» (Christus Dominus, 16). Asimismo, os exhorto a extremar la caridad y la prudencia cuando tengáis que corregir enseñanzas, actitudes o comportamientos que desdicen de la condición sacerdotal de vuestros más estrechos colaboradores y que pueden, además, dañar y confundir la fe y la vida cristiana de los fieles.

El papel fundamental que desempeñan los presbíteros os ha de llevar a realizar un gran esfuerzo para promover las vocaciones sacerdotales. A este respecto, sería oportuno proyectar una pastoral matrimonial y familiar más incisiva, que tenga en cuenta la dimensión vocacional del cristiano, así como una pastoral juvenil más audaz, que ayude a los jóvenes a responder con generosidad al llamado que Dios les hace. También es necesario intensificar la formación de los seminaristas en todas sus dimensiones: humana, espiritual, intelectual, afectiva y pastoral, llevando a cabo además una eficaz y exigente labor de discernimiento de los candidatos a las sagradas órdenes.

5. En esta óptica de profundizar en la comunión dentro de la Iglesia, es de suma importancia reconocer, valorar y estimular la participación de los religiosos en la actividad evangelizadora diocesana, a la que enriquecen con la aportación de sus respectivos carismas.

También los fieles, en virtud de su bautismo, están llamados a cooperar en la edificación del Cuerpo de Cristo. Para ello hay que llevarlos a tener una experiencia más viva de Jesucristo y del misterio de su amor. El trato permanente con el Señor mediante una intensa vida de oración y una adecuada formación espiritual y doctrinal aumentará en todos los cristianos el gozo de creer y celebrar su fe y la alegría de pertenecer a la Iglesia, impulsándoles así a participar activamente en la misión de proclamar la Buena Noticia a todos los hombres.

6. Queridos hermanos, os aseguro una vez más mi cercanía en la plegaria cotidiana, junto con mi firme esperanza en el progreso y renovación espiritual de vuestras comunidades. Que el Señor os conceda la alegría de servirle, guiando en su nombre a la grey que se os ha confiado. Que la Virgen María, en su advocación de Nuestra Señora de Luján, os acompañe y proteja siempre, así como a vuestros fieles diocesanos, y os imparto con gran afecto una especial Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA EL CLERO

Lunes 16 de marzo de 2009

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra poder acogeros en audiencia especial, en la víspera de mi partida hacia África, a donde iré para entregar el Instrumentum laboris de la II Asamblea especial del Sínodo para África, que tendrá lugar aquí en Roma el próximo mes de octubre. Agradezco al prefecto de la Congregación, el señor cardenal Cláudio Hummes, las amables palabras con las que ha interpretado los sentimientos de todos. Asimismo os saludo a todos vosotros, superiores, oficiales y miembros de la Congregación, y os expreso mi gratitud por todo el trabajo que lleváis a cabo al servicio de un sector tan importante en la vida de la Iglesia.

El tema que habéis elegido para esta plenaria —"La identidad misionera del presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera"— permite algunas reflexiones para el trabajo de estos días y para los abundantes frutos que ciertamente traerá. Si toda la Iglesia es misionera y si todo cristiano, en virtud del Bautismo y de la Confirmación, quasi ex officio (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1305) recibe el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no sólo en grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. En efecto, del primero es constitutivo el mandato apostólico: "Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura" (Mc 16, 15). Como sabemos, este mandato no es un simple encargo encomendado a colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.

La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental con Cristo Cabeza, la cual conlleva, como consecuencia, una adhesión cordial y total a lo que la tradición eclesial ha reconocido como la apostolica vivendi forma. Ésta consiste en la participación en una "vida nueva" entendida espiritualmente, en el "nuevo estilo de vida" que inauguró el Señor Jesús y que hicieron suyo los Apóstoles.

Por la imposición de las manos del obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser "presbíteros". A esta luz, es evidente que los tria munera son en primer lugar un don y sólo como consecuencia un oficio; son ante todo participación en una vida, y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote; así se salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta correcta precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal.

Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio, he decidido convocar un "Año sacerdotal" especial, que tendrá lugar desde el próximo 19 de junio hasta el 19 de junio de 2010. En efecto, se conmemora el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars, Juan María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo. Corresponderá a vuestra Congregación, de acuerdo con los Ordinarios diocesanos y con los superiores de los institutos religiosos, promover y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan útiles para hacer que se perciba cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.

La misión del presbítero, como muestra el tema de la plenaria, se lleva a cabo "en la Iglesia". Esta dimensión eclesial, de comunión, jerárquica y doctrinal es absolutamente indispensable para toda auténtica misión y sólo ella garantiza su eficacia espiritual. Se debe reconocer siempre que los cuatro aspectos mencionados están íntimamente relacionados: la misión es "eclesial" porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que, dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser muy consciente de que lleva a Otro, a Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote.

La misión es "de comunión" porque se lleva a cabo en una unidad y comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social. Éstos, por otra parte, derivan esencialmente de la intimidad divina, de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para poder llevar, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor. Por último, las dimensiones "jerárquica" y "doctrinal" sugieren reafirmar la importancia de la disciplina (el término guarda relación con "discípulo") eclesiástica y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.

La conciencia de los cambios sociales radicales de las últimas décadas debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, tanto cultivando relaciones humanas verdaderamente paternas, como preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el ámbito doctrinal.

La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante fomentar en los sacerdotes, sobre todo en las generaciones jóvenes, una correcta recepción de los textos del concilio ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el patrimonio doctrinal de la Iglesia. También es urgente la recuperación de la convicción que impulsa a los sacerdotes a estar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de fe como por las virtudes personales, e incluso por el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la Iglesia.

Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia, con la alegre certeza de que esta verdad coincide con las expectativas más profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que Dios se hizo hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene su verdadero centro propulsor precisamente en Jesucristo.

La centralidad de Cristo trae consigo la valoración correcta del sacerdocio ministerial, sin el cual no existiría la Eucaristía ni, por tanto, la misión y la Iglesia misma. En este sentido, es necesario vigilar para que las "nuevas estructuras" u organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería "prescindir" del ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la debida promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las presuntas "soluciones" coincidirían dramáticamente con las causas reales de los problemas actuales relacionados con el ministerio.

Estoy seguro de que en estos días el trabajo de la asamblea plenaria, bajo la protección de la Mater Ecclesiae, podrá profundizar estos breves puntos de reflexión que me permito someter a la atención de los señores cardenales y de los arzobispos y obispos, invocando sobre todos la copiosa abundancia de los dones celestiales, en prenda de los cuales os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos una especial y afectuosa bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES VOLUNTARIOS DEL SERVICIO CIVIL ITALIANO

Sala Pablo VI
Sábado 28 de marzo de 2009



Queridos jóvenes:

Bienvenidos y gracias por vuestra grata visita. Para mí siempre es una alegría encontrarme con los jóvenes; en este caso me siento aún más contento porque sois voluntarios del servicio civil, característica que aumenta mi estima por vosotros y me invita a proponeros algunas reflexiones vinculadas a vuestra actividad específica. Sin embargo, antes quiero saludar al subsecretario de la presidencia del Gobierno, senador Carlo Giovanardi, que ha promovido este encuentro en nombre del Gobierno italiano, al que agradezco sus amables palabras. Saludo también a las demás autoridades aquí presentes.

Queridos amigos, ¿qué puede decir el Papa a jóvenes comprometidos en el servicio civil nacional? Ante todo, puede congratularse por el entusiasmo que os anima y por la generosidad con que lleváis a cabo esta misión de paz. Permitid también que os proponga una reflexión que, podría decir, os atañe de modo más directo, una reflexión tomada de la constitución del concilio Vaticano II Gaudium et spes —"alegría y esperanza"— sobre la Iglesia en el mundo actual. En la parte final de ese documento conciliar, donde se afronta también el tema de la paz entre los pueblos, se encuentra una expresión fundamental sobre la que conviene detenerse: "La paz nunca se obtiene de modo definitivo, sino que debe construirse continuamente" (n. 78). Es muy real esta observación.

Por desgracia, las guerras y violencias no acaban nunca, y la búsqueda de la paz siempre es ardua. En años marcados por el peligro de posibles conflictos mundiales, el concilio Vaticano II denunció con fuerza —en este texto— la carrera de armamentos. "La carrera de armamentos, a la que recurren bastantes naciones, no es un camino seguro para conservar firmemente la paz", y añadía inmediatamente que la carrera de armamentos "es una plaga gravísima de la humanidad y perjudica a los pobres de modo intolerable" (ib., 81). Tras esa constatación, que mostraba su preocupación, los padres conciliares expresaron un deseo: "Habrá que elegir —afirmaron— nuevos caminos que partan de un espíritu renovado para que este escándalo sea eliminado y, una vez liberado el mundo de la ansiedad que lo oprime, pueda restablecerse una verdadera paz" (ib.).

"Nuevos caminos", por tanto, "que partan de un espíritu renovado", de la renovación de los corazones y de las conciencias. Hoy como entonces la auténtica conversión de los corazones constituye el único camino que nos puede conducir a cada uno de nosotros y a la humanidad entera a la paz deseada. Es el camino indicado por Jesús: él, que es el Rey del universo, no vino a traer la paz al mundo con un ejército, sino mediante el rechazo de la violencia. Lo dijo explícitamente a Pedro, en el huerto de los Olivos: "Vuelve tu espada a su sitio, porque todos los que empuñen la espada, a espada perecerán" (Mt 26, 52); y después a Poncio Pilato: "Si mi reino fuera de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuera entregado a los judíos: pero mi reino no es de aquí" (Jn 18, 36).

Es el camino que han seguido y siguen no sólo los discípulos de Cristo, sino muchos hombres y mujeres de buena voluntad, testigos valientes de la fuerza de la no violencia. También en la Gaudium et spes, el Concilio afirma: "No podemos menos de alabar a aquellos que, renunciando a la acción violenta para reivindicar sus derechos, recurren a los medios de defensa que están incluso al alcance de los más débiles, siempre que esto pueda hacerse sin perjudicar los derechos y los deberes de los demás o de la comunidad" (n. 78). A esta clase de agentes de paz pertenecéis también vosotros, queridos jóvenes amigos. Así pues, sed siempre y en todas partes instrumentos de paz, rechazando con decisión el egoísmo y la injusticia, la indiferencia y el odio, para construir y difundir con paciencia y perseverancia la justicia, la igualdad, la libertad, la reconciliación, la acogida y el perdón en cada comunidad.

Quiero dirigiros aquí, queridos jóvenes, la invitación con la que concluí el mensaje anual del 1 de enero pasado para la Jornada mundial de la paz, exhortándoos a "ensanchar el corazón hacia las necesidades de los pobres, haciendo cuanto sea concretamente posible para salir a su encuentro. En efecto, sigue siendo incontestablemente verdadero el axioma según el cual "combatir la pobreza es construir la paz"" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de diciembre de 2008, p. 9). Muchos de vosotros —pienso por ejemplo en quienes trabajan con Cáritas y en otras instituciones sociales— estáis diariamente comprometidos en el servicio a personas con dificultades. Pero siempre, en la variedad de los ámbitos de vuestras actividades, cada uno, a través de esta experiencia de voluntariado, puede reforzar su propia sensibilidad social, conocer más de cerca los problemas de la gente y hacerse promotor activo de una solidaridad concreta. Este es, ciertamente, el principal objetivo del servicio civil nacional, un objetivo formativo: educar a las generaciones jóvenes a cultivar un sentido de atención responsable hacia las personas necesitadas y hacia el bien común.

Queridos chicos y chicas, un día Jesús dijo a la gente que le seguía: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su propia vida por mi causa y por la del Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35). En estas palabras hay una verdad no sólo cristiana, sino universalmente humana: la vida es un misterio de amor, que nos pertenece tanto más cuanto más la entregamos, o mejor, cuanto más nos entregamos, es decir, cuanto más hacemos el don de nosotros mismos, de nuestro tiempo, de nuestros recursos y cualidades por el bien de los demás.

Lo dice una célebre oración atribuida a san Francisco de Asís, que empieza así: "Oh, Señor, haz de mí un instrumento de tu paz"; y termina con estas palabras: "Porque dando se recibe, perdonando se es perdonado, muriendo se resucita para la vida eterna".

Queridos amigos, que esta sea siempre la lógica de vuestra vida, no sólo ahora que sois jóvenes, sino también mañana, cuando desempeñéis —os lo deseo— funciones significativas en la sociedad y forméis una familia. Sed personas dispuestas a gastarse por los demás, dispuestas incluso a sufrir por el bien y la justicia. Por esto os aseguro mi oración, encomendándoos a la protección de María santísima. Os deseo un buen servicio y os bendigo a todos de corazón, así como a vuestros seres queridos y a las personas con las que os encontráis a diario.


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VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA
DEL SANTO ROSTRO DE JESÚS EN LA MAGLIANA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

V Domingo de Cuaresma, 29 de marzo de 2009



A LOS NIÑOS DE LA PARROQUIA

Queridos niños:

Ante todo, os deseo un feliz domingo. Me alegra estar hoy con vosotros, aunque el tiempo no sea bueno y nos hayamos levantado una hora antes, porque ha cambiado la hora. Sin embargo, nos encontramos todos reunidos y sé que os estáis preparando para la primera Comunión, para el encuentro con Jesús. Hoy escuchamos en el evangelio que unas personas de Grecia dijeron: "Queremos ver a Jesús". Todos nosotros queremos ver y conocer a Jesús, que está presente entre nosotros. Ahora estáis recorriendo este camino de preparación y luego, en el momento de la primera Comunión, él estará muy cerca de vosotros, y vosotros podréis sentir que él estará con vosotros.

En Pascua, con la belleza de la fiesta, podremos experimentar mejor cómo la presencia de Jesús resucitado llena de alegría el corazón. Por eso, os deseo un feliz domingo, una buena preparación para la Pascua y para la primera Comunión, mucha alegría en las vacaciones y luego, naturalmente, una feliz fiesta de primera Comunión: el centro no es la comida; el centro será Jesús mismo; después también la comida puede ser buena. A todos os expreso mis mejores deseos. Pedid por mí; yo pido por vosotros.



A LOS MIEMBROS DEL CONSEJO PASTORAL

Queridos amigos:

En este momento quiero daros las gracias por todo lo que hacéis con vistas a la construcción de la Iglesia viva en este barrio de Roma. Me parece que uno de los dones del concilio Vaticano II es la existencia de estos consejos pastorales, donde laicos representantes de toda la comunidad afrontan, juntamente con el párroco y con los sacerdotes, los problemas de la Iglesia viva de un barrio, ayudan a construir la Iglesia, a hacer presente la Palabra de Dios y a sensibilizar a la gente con respecto a la presencia de Jesucristo en los sacramentos. En este tiempo, en el que el laicismo es fuerte y todas las impresiones que se recogen en el entorno se ponen en cierto modo contra la presencia de Dios, contra la capacidad de percibir esta presencia, es mucho más importante que el sacerdote no esté solo, sino que se vea rodeado de creyentes que con él lleven esta semilla de la Palabra de Dios y ayuden a que sea viva y crezca también en nuestro tiempo. Por eso, gracias por vuestras iniciativas. Es importante consolar, ayudar, apoyar a la gente en el momento del sufrimiento, hacer que experimenten la cercanía de los creyentes que se sienten particularmente cerca de todos los que sufren.

Esto lo he visto en África. En Yaundé, Camerún, hay un gran Centro, fundado por el cardenal Léger, canadiense, gran padre del Concilio, donde yo lo conocí. Después del Concilio, en 1968, sintió la necesidad, no sólo de predicar y gobernar, sino también de ser un simple sacerdote para ayudar a los que sufren. Se fue a Camerún y allí fundó ese Centro, que hoy pertenece al Estado, pero en el que trabajan sobre todo eclesiásticos, donde se ve toda la gama de sufrimientos: sida, lepra, todo. Pero también se ve la fuerza de la fe; se ve gente que, motivada por la fuerza de la fe y por el amor que suscita la fe, se pone totalmente a disposición. Así el sufrimiento se transforma y las personas que ayudan quedan transformadas, se hacen más humanas, más cristianas: se experimenta algo del amor de Dios. Por eso, en nuestras dimensiones, también nosotros queremos ser siempre sensibles ante el sufrimiento, ante los que sufren, ante los pobres, ante las personas necesitadas por diversas formas de pobreza, incluso espiritual, que nos esperan, en las que nos espera el Señor. Gracias por todo lo que hacéis.

Según la tradición, el consejo es un don del Espíritu Santo; y un párroco, mucho más un Papa, necesita consejo, necesita que le ayuden a encontrar las decisiones. Por eso, estos consejos pastorales realizan también una obra del Espíritu Santo y atestiguan su presencia en la Iglesia.

Gracias por todo lo que hacéis. Que el Señor os acompañe siempre y os dé la alegría pascual para todo el año. Muchas gracias.

DESPEDIDA

Queridos amigos, os doy las gracias por vuestro entusiasmo, que me hace pensar en África, donde he visto a tantas personas con la alegría de ser católicas y formar parte de la gran familia de Dios. Gracias porque veo la misma alegría también en vosotros.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS ARGENTINOS
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sala del Consistorio
Jueves 2 de abril de 2009

Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Me da una inmensa alegría poder recibiros en esta mañana, Pastores del Pueblo de Dios en Argentina, venidos a Roma con motivo de la visita ad limina Apostolorum. Mi pensamiento se dirige también a todas las diócesis que representáis y a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, que con abnegación y entusiasmo trabajan por la edificación del Reino de Dios en esa querida Nación.

Deseo, en primer lugar, agradecer las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Mons. Alfonso Delgado Evers, Arzobispo de San Juan de Cuyo, quien ha querido reiterar vuestros sentimientos de comunión con el Sucesor de Pedro, reforzando así el vínculo interior que nos une en la fe, en el amor fraterno y en la oración.

2. Como en muchas otras partes del mundo, también en Argentina sentís la urgencia de llevar a cabo una extensa e incisiva acción evangelizadora que, teniendo en cuenta los valores cristianos que han configurado la historia y la cultura de vuestro País, lleve a un renacimiento espiritual y moral de vuestras comunidades, y de toda la sociedad. Os mueve a ello, además, el vigoroso impulso misionero que la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, ha querido suscitar en toda la Iglesia de América Latina (cf. Documento conclusivo, n. 213).

3. Mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, afirmaba en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi que «evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo» (n. 26). Por tanto, no consiste solamente en transmitir o enseñar una doctrina, sino en anunciar a Cristo, el misterio de su Persona y su amor, porque estamos verdaderamente convencidos de que «nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él» (Homilía en la Santa Misa de inicio de Pontificado, 24 abril 2005).

Este anuncio nítido y explícito de Cristo como Salvador de los hombres, se inserta en esa búsqueda apasionante de la verdad, la belleza y el bien que caracteriza al ser humano. Teniendo en cuenta, además, que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad» (Dignitatis humanae, 1), y que los conocimientos adquiridos por otros o transmitidos por la propia cultura enriquecen al hombre con verdades que por sí solo no podría conseguir, consideramos que «el anuncio y el testimonio del Evangelio son el primer servicio que los cristianos pueden dar a cada persona y a todo el género humano» (Discurso al Congreso de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 11 marzo 2006).

4. Todo empeño evangelizador brota de un triple amor: a la Palabra de Dios, a la Iglesia y al mundo. Ya que a través de la Sagrada Escritura, Cristo se nos da a conocer en su Persona, en su vida y en su doctrina, «la tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo» (Homilía en la Conclusión de la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 26 octubre 2008). Teniendo en cuenta que la Palabra de Dios da siempre fruto abundante (cf. Is 55, 10-11; Mt 13, 23), y que sólo ella puede cambiar profundamente el corazón del hombre, os animo, queridos Hermanos, a facilitar el acceso de todos los fieles a la Sagrada Escritura (cf. Dei Verbum, 22.25) para que, poniendo la Palabra de Dios en el centro de sus vidas, acojan a Cristo como Redentor y su luz ilumine todos los ámbitos de la humanidad (cf. Homilía en la Apertura de la XII Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 5 octubre 2008).

Puesto que la Palabra de Dios no se puede comprender separada y al margen de la Iglesia, es necesario fomentar el espíritu de comunión y de fidelidad al Magisterio, especialmente en los que tienen la misión de transmitir íntegro el mensaje del Evangelio. El evangelizador, pues, ha de ser un hijo fiel de la Iglesia y, además, lleno de amor a los hombres, para saber ofrecerles la gran esperanza que llevamos en nuestra alma (cf. 1 Pe 3, 15).

5. Se ha de tener siempre muy presente que la primera forma de evangelización es el testimonio de la propia vida (cf. Lumen gentium, 35). La santidad de vida es un don precioso que podéis ofrecer a vuestras comunidades en el camino de la verdadera renovación de la Iglesia. Hoy más que nunca la santidad es una exigencia de perenne actualidad, ya que el hombre de nuestro tiempo siente necesidad urgente del testimonio claro y atrayente de una vida coherente y ejemplar.

A este respecto, os encomiendo encarecidamente que prestéis una atención especial a los presbíteros, vuestros más cercanos colaboradores. Los retos de la época actual requieren más que nunca sacerdotes virtuosos, llenos de espíritu de oración y sacrificio, con una sólida formación y entregados al servicio de Cristo y de la Iglesia mediante el ejercicio de la caridad. El sacerdote tiene la gran responsabilidad de aparecer ante los fieles irreprochable en su conducta, siguiendo de cerca a Cristo y con el apoyo y aliento de los fieles, sobre todo con su oración, comprensión y afecto espiritual.

6. El anuncio del Evangelio concierne a todos en la Iglesia; también a los fieles laicos, destinados a esta misión gracias al bautismo y la confirmación (cf. Lumen gentium, 33). Os exhorto, amados Hermanos en el Episcopado, a procurar que los seglares sean cada vez más conscientes de su vocación, como miembros vivos de la Iglesia y auténticos discípulos y misioneros de Cristo en todas las cosas (cf. Gaudium et spes, 43). Cuántos beneficios cabe esperar, también para la sociedad civil, del resurgir de un laicado maduro, que busque la santidad en sus quehaceres temporales, en plena comunión con sus Pastores, y firme en su vocación apostólica de ser fermento evangélico en el mundo.

7. Encomiendo con especial devoción a la Virgen María, Nuestra Señora de Luján, todos vuestros afanes pastorales, vuestras preocupaciones y personas. A vosotros, a vuestros sacerdotes, religiosos, seminaristas y fieles, imparto, con todo afecto en el Señor, una especial Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. VÍCTOR MANUEL GRIMALDI CÉSPEDES,
EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DOMINICANA

Viernes 3 de abril de 2009



Señor Embajador:

Le recibo con gran alegría en este solemne acto, en el que Vuestra Excelencia presenta las Cartas Credenciales que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República Dominicana ante la Santa Sede. Le agradezco las deferentes palabras que me ha dirigido, así como el amable saludo de parte del Doctor Leonel Antonio Fernández Reyna, Presidente de esa noble Nación. Le ruego que tenga la bondad de asegurarle que pido al Señor en mis oraciones por su Gobierno y el amado pueblo dominicano, tan cercano al corazón del Papa.

Vuestra Excelencia viene como Representante de un País de profundas raíces católicas y que, como acaba de señalar, evoca ya en su mismo nombre la adhesión al mensaje cristiano de la mayoría de sus gentes, al aludir a Santo Domingo de Guzmán, preclaro predicador de la Palabra de Dios. Hago votos para que las cordiales relaciones diplomáticas que su Nación mantiene con la Sede Apostólica se estrechen aún más en el porvenir.

Como Vuestra Excelencia ha recordado también, la comunidad católica dominicana se prepara para conmemorar el V centenario de la creación de la Arquidiócesis de Santo Domingo, erigida el 8 de agosto de 1511. Esta efeméride, unida a la Misión continental impulsada por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, está siendo motivo de un renovado dinamismo misionero y evangelizador, que favorecerá la promoción humana de todos los miembros de la sociedad.

La Iglesia, que nunca puede confundirse con la comunidad política, converge con el Estado en el fomento de la dignidad de la persona y en la búsqueda del bien común de la sociedad (cf. Gaudium et spes, 76). En este contexto de recíproca autonomía y sana cooperación, se insertan las iniciativas diplomáticas que, en palabras de mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, están al “servicio de la gran causa de la paz, del acercamiento y colaboración entre los pueblos y de un intercambio fructífero para lograr unas relaciones más humanas y más justas” (Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la República Dominicana, 11 octubre 1992, n. 1). Por eso, la Santa Sede tiene en alta consideración la labor que Vuestra Excelencia comienza hoy a desempeñar.

Su País ha ido forjando con el tiempo un rico patrimonio cultural, hondamente inscrito en el alma del pueblo, y en el que destacan significativas tradiciones y costumbres, muchas de las cuales tienen su origen y alimento en la doctrina católica, que promueve en quienes la profesan un anhelo de libertad y de conciencia crítica, de responsabilidad y solidaridad.

Hace ya más de cinco siglos, en el suelo de lo que hoy es la República Dominicana, se celebraba por primera vez la Santa Misa en el Continente americano. A partir de entonces, y gracias a una generosa y abnegada labor de evangelización, la fe en Cristo Jesús fue haciéndose cada vez más viva y operante, de modo que desde la Isla de La Española partieron los misioneros encargados de anunciar la Buena Noticia de la salvación en el Continente. De aquella primera simiente surgió posteriormente, como árbol frondoso, la Iglesia en Latinoamérica, que con el pasar de los años ha ido dando abundantes frutos de santidad, cultura y prosperidad de todos los miembros de la sociedad.

En este sentido, es justo reconocer la aportación de la Iglesia, a través de sus instituciones, en beneficio del progreso de su País, sobre todo en el campo educativo, con las diversas universidades, centros de formación técnica, institutos y escuelas parroquiales; y en el ámbito asistencial, con la atención a los numerosos inmigrantes, a los refugiados, discapacitados, enfermos, ancianos, huérfanos y menesterosos. A este respecto, me complace subrayar la fluida colaboración que hay entre las entidades católicas locales y los organismos del Estado en el desarrollo de programas que, buscando siempre el bien común de la sociedad, favorecen a los más necesitados e impulsan auténticos valores morales y espirituales.

Por otra parte, es de suma importancia que en los significativos cambios políticos y sociales en los que la República Dominicana está inmersa en los últimos tiempos, se implanten y prolonguen aquellos nobles principios que distinguen la rica historia dominicana desde la fundación de su Patria. Me refiero, ante todo, a la defensa y difusión de valores humanos tan básicos como el reconocimiento y la tutela de la dignidad de la persona, el respeto de la vida humana desde el momento de su concepción hasta su muerte natural y la salvaguardia de la institución familiar basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, ya que éstos son elementos insustituibles e irrenunciables del tejido social.

En los últimos tiempos, gracias al trabajo de las diversas instancias de su País, se han ido produciendo notables logros, tanto en el plano social como económico, que permiten auspiciar un futuro más luminoso y sereno. No obstante, queda aún un largo camino por recorrer para asegurar una vida digna a los dominicanos y erradicar las lacras de la pobreza, el narcotráfico, la marginación y la violencia. Así pues, todo aquello que se oriente al fortalecimiento de las instituciones es fundamental para el bienestar de la sociedad, que se apoya en pilares como el cultivo de la honestidad y la transparencia, la independencia jurídica, el cuidado y respeto del medio ambiente y la potenciación de los servicios sociales, asistenciales, sanitarios y educativos de toda la población. Estos pasos deben ir acompañados por una fuerte determinación para erradicar definitivamente la corrupción, que conlleva tanto sufrimiento, sobre todo para los miembros más pobres e indefensos de la sociedad. En la instauración de un clima de verdadera concordia y de búsqueda de respuestas y soluciones eficaces y estables para los problemas más acuciantes, las Autoridades dominicanas encontrarán siempre la mano tendida de la Iglesia, para la construcción de una civilización más libre, pacífica, justa y fraterna.

Señor Embajador, antes de concluir nuestro encuentro, quisiera renovarle mi cercanía espiritual, junto con mis fervientes deseos para que el importante cometido que le ha sido confiado redunde en beneficio de su Nación. Le ruego que se haga intérprete de esta esperanza ante el Señor Presidente y el Gobierno de la República Dominicana. Vuestra Excelencia, su familia y el personal de esa Misión Diplomática podrán contar siempre con la estima, la buena acogida y el apoyo de esta Sede Apostólica en el desempeño de su alta responsabilidad, para la que deseo copiosos frutos. Suplico al Señor, por intercesión de Nuestra Señora de Altagracia y de Santo Domingo de Guzmán, que colme de dones celestiales a todos los hijos e hijas de ese amado País, a los que imparto complacido la Bendición Apostólica.


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Alla Delegazione del Circolo San Pietro (3 aprile 2009)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE JÓVENES ESPAÑOLES
VENIDOS A ROMA PARA RECOGER LA CRUZ
DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

Sala Pablo VI
Lunes 6 de abril de 2009



Queridos amigos:

Es para mí un gran gozo recibir en esta audiencia a un grupo tan numeroso, venido de Madrid y de España para recoger la Cruz de los jóvenes que recorrerá diversas ciudades hasta la Jornada Mundial de la Juventud, en Madrid el año dos mil once. Saludo cordialmente al Señor Cardenal Arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, que preside esta peregrinación, al coordinador general de la Jornada, su obispo auxiliar, Monseñor César Augusto Franco Martínez, y a los demás obispos, a los sacerdotes y catequistas que han querido estar aquí. Os saludo con afecto especialmente a vosotros, queridos jóvenes, que, al tomar la cruz, confesáis vuestra fe en Aquel que os ama sin medida, el Señor Jesús, cuyo misterio pascual celebraremos en estos días santos. Como he dicho en otra ocasión, «la fe, a su modo, necesita ver y tocar. El encuentro con la cruz, que se toca y se lleva, se transforma en un encuentro interior con Aquel que en la cruz murió por nosotros. El encuentro con la cruz suscita en lo más íntimo de los jóvenes el recuerdo del Dios que quiso hacerse hombre y sufrir con nosotros» (A los miembros de la Curia romana, 22 diciembre 2008). Me alegra saber que esta cruz que habéis recibido la llevaréis en procesión el Viernes Santo por las calles de Madrid para que sea aclamada y venerada.

Os animo, por tanto, a descubrir en la Cruz la medida infinita del amor de Cristo, y poder decir así, como san Pablo: «vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2,20). Sí, queridos jóvenes, Cristo se ha entregado por cada uno de vosotros y os ama de modo único y personal. Responded vosotros al amor de Cristo ofreciéndole vuestra vida con amor. De este modo, la preparación de la Jornada Mundial de la Juventud, cuyos trabajos habéis comenzado con mucha ilusión y entrega, serán recompensados con el fruto que pretenden estas Jornadas: renovar y fortalecer la experiencia del encuentro con Cristo muerto y resucitado por nosotros.

Id tras las huellas de Cristo. Él es vuestra meta, vuestro camino y también vuestro premio. En el lema que he escogido para la Jornada de Madrid, el apóstol Pablo invita a caminar, «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (Col 2,7). La vida es un camino, ciertamente. Pero no es un camino incierto y sin destino fijo, sino que conduce a Cristo, meta de la vida humana y de la historia. Por este camino llegaréis a encontraros con Aquel que, entregando su vida por amor, os abre las puertas de la vida eterna. Os invito, pues, a formaros en la fe que da sentido a vuestra vida y a fortalecer vuestras convicciones, para poder así permanecer firmes en las dificultades de cada día. Os exhorto, además, a que, en el camino hacia Cristo, sepáis atraer a vuestros jóvenes amigos, compañeros de estudio y de trabajo, para que también ellos lo conozcan y lo confiesen como Señor de sus vidas. Para ello, dejad que la fuerza de lo Alto que está dentro de vosotros, el Espíritu Santo, se manifieste con su inmenso atractivo. Los jóvenes de hoy necesitan descubrir la vida nueva que viene de Dios, saciarse de la verdad que tiene su fuente en Cristo muerto y resucitado y que la Iglesia ha recibido como un tesoro para todos los hombres.

Queridos jóvenes, este tiempo de preparación a la Jornada de Madrid es una ocasión extraordinaria para experimentar además la gracia de pertenecer a la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Las Jornadas de la Juventud manifiestan el dinamismo de la Iglesia y su eterna juventud. Quien ama a Cristo, ama a la Iglesia con una misma pasión, pues ella nos permite vivir en una relación estrecha con el Señor. Por ello, cultivad las iniciativas que permitan a los jóvenes sentirse miembros de la Iglesia, en plena comunión con sus pastores y con el Sucesor de Pedro. Orad en común, abriendo las puertas de vuestras parroquias, asociaciones y movimientos para que todos puedan sentirse en la Iglesia como en su propia casa, en la que son amados con el mismo amor de Dios. Celebrad y vivid vuestra fe con inmensa alegría, que es el don del Espíritu. Así, vuestros corazones y los de vuestros amigos se prepararán para celebrar la gran fiesta que es la Jornada de la Juventud y todos experimentaremos una nueva epifanía de la juventud de la Iglesia.

En estos días tan hermosos de la Semana Santa, que ayer iniciamos, os aliento a contemplar a Cristo en los misterios de su pasión, muerte y resurrección. En ellos hallaréis lo que supera toda sabiduría y conocimiento, es decir, el amor de Dios manifestado en Cristo. Aprended de Él, que no vino «a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45). Éste es el estilo del amor de Cristo, marcado con el signo de la cruz gloriosa, en la que Cristo es exaltado, a la vista de todos, con el corazón abierto, para que el mundo pueda mirar y ver, a través de su perfecta humanidad, el amor que nos salva. La cruz se convierte así en el signo mismo de la vida, pues en ella Cristo vence el pecado y la muerte mediante la total entrega de sí mismo. Por eso, hemos de abrazar y adorar la cruz del Señor, hacerla nuestra, aceptar su peso como el Cireneo para participar en lo único que puede redimir a toda la humanidad (cf. Col 1,24). En el bautismo habéis sido marcados con la cruz de Cristo y le pertenecéis totalmente. Haceos cada vez más dignos ella y jamás os avergoncéis de este signo supremo del amor.

Con esta actitud profundamente cristiana, llevaréis adelante los trabajos de preparación para la Jornada Mundial de la Juventud con éxito y fecundidad, porque, según dice san Pablo, todo lo podemos en Aquel que nos da la fuerza (Cf. Flp 4,13). Y en Cristo crucificado se nos ha manifestado la fuerza y la sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1,14). Dejaos invadir de esta fuerza y sabiduría, comunicadla a los demás y, bajo la protección de la Santísima Virgen María, preparad con dedicación y gozo la Jornada de la Juventud que hará de Madrid un lugar radiante de fe y vida, donde jóvenes de todo el mundo festejen con entusiasmo a Cristo.

Llevad mi afectuoso saludo a vuestras familias y a los amigos y compañeros que no han podido venir hoy, y a los que también bendigo de corazón.

Felices fiestas de Pascua.

Muchas gracias.


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VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Colina del Palatino
Viernes Santo 10 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Al terminar el relato dramático de la Pasión, anota el evangelista San Marcos: «El centurión que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”» (Mc 15,39). No deja de sorprendernos la profesión de fe de este soldado romano, que había asistido al desarrollo de las diferentes fases de la crucifixión. Cuando la oscuridad de la noche estaba por caer sobre aquel Viernes único de la historia, cuando el sacrificio de la cruz ya se había consumado y los que estaban allí se apresuraban para poder celebrar la Pascua judía a tenor de lo prescrito, las breves palabras oídas de labios de un comandante anónimo de la tropa romana resuenan en el silencio ante aquella muerte tan singular. Este oficial de la tropa romana, que había asistido a la ejecución de uno de tantos condenados a la pena capital, supo reconocer en aquel Hombre crucificado al Hijo de Dios, que expiraba en el más humillante abandono. Su fin ignominioso habría debido marcar el triunfo definitivo del odio y de la muerte sobre el amor y la vida. Pero no fue así. En el Gólgota se erguía la Cruz, de la que colgaba un hombre ya muerto, pero aquel Hombre era el «Hijo de Dios», como confesó el centurión «al ver cómo había expirado», en palabras del evangelista.

La profesión de fe de este soldado se repite cada vez que volvemos a escuchar el relato de la pasión según san Marcos. También nosotros esta noche, como él, nos detenemos a contemplar el rostro exánime del Crucificado, al final de este tradicional Vía Crucis, que ha congregado, gracias a la transmisión radiotelevisiva, a mucha gente de todas partes el mundo. Hemos revivido el episodio trágico de un Hombre único en la historia de todos los tiempos, que ha cambiado el mundo no abatiendo a otros, sino dejando que lo mataran clavado en una cruz. Este Hombre, uno de nosotros, que mientras lo están asesinando perdona a sus verdugos, es el «Hijo de Dios» que, como nos recuerda el apóstol Pablo, «no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo… se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,6-8).

La pasión dolorosa del Señor Jesús suscita necesariamente piedad hasta en los corazones más duros, ya que es el culmen de la revelación del amor de Dios por cada uno de nosotros. Observa san Juan: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3,16). Cristo murió en la cruz por amor. A lo largo de los milenios, muchedumbres de hombres y mujeres han quedado seducidos por este misterio y le han seguido, haciendo al mismo tiempo de su vida un don a los hermanos, como Él y gracias a su ayuda. Son los santos y los mártires, muchos de los cuales nos son desconocidos. También en nuestro tiempo, cuántas personas, en el silencio de su existencia cotidiana, unen sus padecimientos a los del Crucificado y se convierten en apóstoles de una auténtica renovación espiritual y social. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no acogerlo en nuestra vida?

Detengámonos esta noche contemplando su rostro desfigurado: es el rostro del Varón de dolores, que ha cargado sobre sí todas nuestras angustias mortales. Su rostro se refleja en el de cada persona humillada y ofendida, enferma o que sufre, sola, abandonada y despreciada. Al derramar su sangre, Él nos ha rescatado de la esclavitud de la muerte, roto la soledad de nuestras lágrimas, y entrado en todas nuestras penas y en todas nuestras inquietudes.

Hermanos y hermanas, mientras se yergue la Cruz sobre el Gólgota, la mirada de nuestra fe se proyecta hacia el amanecer del Día nuevo y gustamos ya el gozo y el fulgor de la Pascua. «Si hemos muerto con Cristo –escribe san Pablo–, creemos que también viviremos con Él» (Rm 6,8). Con esta certeza, continuamos nuestro camino. Mañana, Sábado Santo, velaremos en oración. Pero ya ahora oremos con María, la Virgen Dolorosa, oremos con todos los adolorados, oremos sobre todo con los afectados por el terremoto de L’Aquila: oremos para que también brille para ellos en esta noche oscura la estrella de la esperanza, la luz del Señor resucitado.

Desde ahora, deseo a todos una feliz Pascua en la luz del Señor Resucitado.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA FAMILIA FRANCISCANA

Castelgandolfo
Sábado 18 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas de la familia franciscana:

Con gran alegría os doy la bienvenida a todos vosotros, en este feliz e histórico aniversario que os ha reunido: el octavo centenario de la aprobación de la "primera regla" de san Francisco por parte del Papa Inocencio III. Han pasado ochocientos años, y esa docena de frailes se ha convertido en una multitud, esparcida por todas las partes del mundo y hoy dignamente representada aquí por vosotros. En los días pasados os habéis dado cita en Asís en lo que habéis querido llamar el "Capítulo de las Esteras", para evocar vuestros orígenes. Y al concluir esa extraordinaria experiencia habéis venido todos juntos al "Señor Papa", como diría vuestro seráfico fundador.

Os saludo a todos con afecto: a los frailes menores de las tres obediencias, encabezados por los respectivos ministros generales, entre los cuales agradezco al padre José Rodríguez Carballo sus amables palabras; a los miembros de la Tercera Orden, con su ministro general; a las religiosas franciscanas y a los miembros de los institutos seculares franciscanos; y, sabiendo que están espiritualmente presentes, a las hermanas clarisas, que constituyen la "Segunda Orden". Me alegra acoger a algunos obispos franciscanos; y en particular saludo al obispo de Asís, monseñor Domenico Sorrentino, que representa a esa Iglesia particular, patria de san Francisco y santa Clara, y espiritualmente de todos los franciscanos. Sabemos cuán importante fue para san Francisco el vínculo con el obispo de Asís de entonces, Guido, que reconoció su carisma y lo apoyó. Fue Guido quien presentó a san Francisco al cardenal Giovanni di San Paolo, el cual después lo llevó a la presencia del Papa favoreciendo la aprobación de la Regla. El carisma y la institución siempre son complementarios para la edificación de la Iglesia.

¿Qué deciros, queridos amigos? Ante todo deseo unirme a vosotros en la acción de gracias a Dios por todo el camino que os ha hecho realizar, colmándoos de sus beneficios. Y, como Pastor de toda la Iglesia, quiero darle gracias por el precioso don que vosotros mismos sois para todo el pueblo cristiano. Desde el pequeño arroyo que brotó a los pies del monte Subasio, se formó un gran río, que ha dado una contribución notable a la difusión universal del Evangelio. Todo comenzó con la conversión de san Francisco, el cual, a ejemplo de Jesús, "se despojó" (cf. Flp 2, 7) y, desposándose con la Señora Pobreza, se convirtió en testigo y heraldo del Padre que está en los cielos.

Al Poverello se le pueden aplicar literalmente algunas expresiones que el apóstol san Pablo refiere a sí mismo y que me complace recordar en este Año paulino: "Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí"(Ga2,19-20). Y también: "En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús" (Ga 6, 17). Estos textos de la carta a los Gálatas se aplican literalmente a la figura de san Francisco.

San Francisco siguió perfectamente estas huellas de san Pablo, y en verdad puede decir con él: "Para mí vivir es Cristo" (Flp 1, 21). Experimenta el poder de la gracia divina y está como muerto y resucitado. Todas las riquezas anteriores, todo motivo de orgullo y seguridad, todo se convierte en una "pérdida" desde el momento del encuentro con Jesús crucificado y resucitado (cf. Flp 3, 7-11). Entonces dejarlo todo se convierte en algo casi necesario para expresar la sobreabundancia del don recibido. Este don es tan grande, que requiere un despojamiento total, que en todo caso no basta; merece una vida entera vivida "según la forma del santo Evangelio" (2 Test., 14: Fuentes Franciscanas, 116).

Y aquí llegamos al punto que ocupa seguramente el centro de nuestro encuentro. Yo lo resumiría así: el Evangelio como regla de vida. "La Regla y vida de los frailes menores es esta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo": así escribe san Francisco al principio de la Regla bulada (Rb I, 1: FF, 75). Él se comprendió totalmente a sí mismo a la luz del Evangelio. Esto es lo que fascina de él. Esta es su perenne actualidad. Tomás de Celano refiere que el Poverello "llevaba siempre a Jesús en el corazón. Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos. Jesús presente siempre en todos sus miembros... Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús" (1 Cel., II, 9, 115: FF, 115). Así el Poverello se convirtió en un Evangelio viviente, capaz de atraer a Cristo a hombres y mujeres de todo tiempo, especialmente a los jóvenes, que prefieren la radicalidad a las medias tintas. El obispo de Asís, Guido, y después el Papa Inocencio iii reconocieron en el propósito de san Francisco y de sus compañeros la autenticidad evangélica, y supieron estimular su compromiso también con vistas al bien de la Iglesia universal.

Surge espontáneamente aquí una reflexión. San Francisco habría podido no ir al Papa. En aquella época se estaban formando muchos grupos y movimientos religiosos, y algunos de ellos se contraponían a la Iglesia como institución, o por lo menos no buscaban su aprobación. Seguramente una actitud polémica hacia la jerarquía habría procurado a san Francisco no pocos seguidores. En cambio, él pensó en seguida en poner su camino y el de sus compañeros en las manos del Obispo de Roma, el Sucesor de Pedro. Este hecho revela su auténtico espíritu eclesial. El pequeño "nosotros" que había comenzado con sus primeros frailes lo concibió desde el inicio dentro del gran "nosotros" de la Iglesia una y universal. Y el Papa reconoció esto y lo apreció.

De hecho, también el Papa, por su parte, habría podido no aprobar el proyecto de vida de san Francisco. Más aún, podemos imaginar que alguno de los colaboradores de Inocencio III le aconsejó en este sentido, quizás precisamente temiendo que aquel grupito de frailes se pareciera a otras asociaciones heréticas y pauperistas de ese tiempo. En cambio, el Romano Pontífice, bien informado por el obispo de Asís y por el cardenal Giovanni di San Paolo, supo discernir la iniciativa del Espíritu Santo y acogió, bendijo y estimuló a la naciente comunidad de los "frailes menores".

Queridos hermanos y hermanas, han pasado ocho siglos y hoy habéis querido renovar el gesto de vuestro fundador. Todos vosotros sois hijos y herederos de aquellos orígenes; de aquella "buena semilla" que fue san Francisco, conformado a su vez al "grano de trigo" que es el Señor Jesús, muerto y resucitado para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24). Los santos vuelven a proponer la fecundidad de Cristo. Como san Francisco y santa Clara de Asís, también vosotros esforzaos por seguir siempre esta misma lógica: perder la propia vida a causa de Jesús y del Evangelio, para salvarla y hacerla fecunda en frutos abundantes.

Mientras alabáis y dais gracias al Señor, que os ha llamado a formar parte de una "familia" tan grande y hermosa, permaneced en escucha de lo que el Espíritu le dice hoy, en cada uno de sus componentes, para seguir anunciando con pasión el reino de Dios, tras las huellas del seráfico padre. Que todo hermano y toda hermana conserve siempre un alma contemplativa, sencilla y alegre: volved a partir siempre de Cristo, como san Francisco partió de la mirada del Crucifijo de San Damián y del encuentro con el leproso, para ver el rostro de Cristo en los hermanos que sufren y llevar a todos su paz. Sed testigos de la "belleza" de Dios, que san Francisco supo cantar contemplando las maravillas de la creación, y que le hizo exclamar dirigiéndose al Altísimo: "¡Tú eres belleza!" (Alabanzas de Dios altísimo, 4.6: FF, 261).

Queridos hermanos y hermanas, la última palabra que quiero dejaros es la misma que Jesús resucitado entregó a sus discípulos: "¡Id!" (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 15). Id y seguid "reparando la casa" del Señor Jesucristo, su Iglesia. En los días pasados, el terremoto que asoló los Abruzos dañó gravemente muchas iglesias, y vosotros, los de Asís, sabéis muy bien lo que esto significa. Pero hay otra "ruina" mucho más grave: la de las personas y las comunidades. Como san Francisco, comenzad siempre por vosotros mismos. Nosotros somos la primera casa que Dios quiere restaurar. Si sois siempre capaces de renovaros en el espíritu del Evangelio, seguiréis ayudando a los pastores de la Iglesia a hacer cada vez más hermoso su rostro de esposa de Cristo. Esto es lo que el Papa, hoy como en los orígenes, espera de vosotros.

¡Gracias por haber venido! Ahora id y llevad a todos la paz y el amor de Cristo Jesús Salvador. Que María Inmaculada, "Virgen hecha Iglesia" (cf. Saludo a la Bienaventurada Virgen María, 1: FF, 259), os acompañe siempre. Y os sostenga también la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros, aquí presentes, y a toda la familia franciscana.

(Al final, el Santo Padre habló en inglés, español y polaco)

Me complace saludar de modo especial a los ministros generales reunidos, juntamente con los sacerdotes, las hermanas y los hermanos de la familia franciscana de todo el mundo, presentes en esta audiencia. Al celebrar el octavo centenario de la aprobación de la Regla de san Francisco, rezo para que por intercesión del Poverello los franciscanos de todas partes sigan entregándose totalmente al servicio de los demás, en especial de los pobres. Que el Señor os bendiga en vuestros apostolados y otorgue a vuestras comunidades abundantes vocaciones.

Saludo con afecto a los queridos hermanos y hermanas de la familia franciscana, provenientes de los países de lengua española. En esta significativa conmemoración, os animo a enamoraros cada vez más de Cristo para que, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís, conforméis vuestra vida al Evangelio del Señor y deis ante el mundo un testimonio generoso de caridad, pobreza y humildad. Que Dios os bendiga.

Dirijo un cordial saludo a la familia franciscana polaca. Abrazo a los padres, a los hermanos, a las hermanas franciscanas y clarisas, a las demás congregaciones que se fundan en la espiritualidad de san Francisco, así como a los terciarios y las terciarias. En el octavo centenario de la aprobación de la "primera regla", juntamente con vosotros doy gracias a Dios por todo el bien que la Orden ha aportado a la vida y al desarrollo de la Iglesia. Os agradezco en particular el compromiso misionero en los diversos continentes. A ejemplo de vuestro fundador, perseverad en el amor a Cristo pobre y llevad la alegría evangélica a todos los hombres. Os sostenga la bendición de Dios.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

Sala de los Papas
Jueves 23 de abril de 2009



Señor cardenal;
excelencia;
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:

Me alegra acogeros una vez más al término de vuestra asamblea plenaria anual. Agradezco al señor cardenal William Levada sus palabras de saludo y la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión durante vuestra reunión. Os habéis reunido nuevamente para profundizar un tema muy importante: la inspiración y la verdad de la Biblia. Se trata de un tema que no sólo concierne a la teología, sino también a la Iglesia misma, pues la vida y la misión de la Iglesia se fundan necesariamente en la Palabra de Dios, la cual es alma de la teología y, al mismo tiempo, inspiradora de toda la vida cristiana. Además, el tema que habéis afrontado responde a una preocupación que llevo dentro de mi corazón, ya que la interpretación de la Sagrada Escritura es de importancia capital para la fe cristiana y para la vida de la Iglesia.

Como usted, señor presidente, ya ha recordado, en la encíclica Providentissimus Deus el Papa León XIII ofrecía a los exegetas católicos nuevos estímulos y nuevas directrices en el tema de la inspiración, la verdad y la hermenéutica bíblica. Más tarde Pío XII en su encíclica Divino afflante Spiritu recogía y completaba las enseñanzas anteriores, exhortando a los exegetas católicos a llegar a soluciones que estuvieran en pleno acuerdo con la doctrina de la Iglesia, teniendo debidamente en cuenta las aportaciones positivas de los nuevos métodos de interpretación desarrollados hasta entonces.

El vivo impulso que dieron estos dos Pontífices a los estudios bíblicos, como usted ha dicho también, encontró plena confirmación y fue ulteriormente desarrollado en el concilio Vaticano II, de modo que toda la Iglesia se ha beneficiado y sigue beneficiándose. En particular, la constitución conciliar Dei Verbum sigue iluminando hoy la obra de los exegetas católicos, invitando a pastores y fieles a alimentarse más asiduamente en la mesa de la Palabra de Dios. Al respecto, el Concilio recuerda ante todo que Dios es el Autor de la Sagrada Escritura: "La revelación que la Sagrada Escritura contiene y ofrece fue puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. La santa madre Iglesia, fiel a la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han sido confiados a la Iglesia" (Dei Verbum, 11). Dado que todo lo que afirman los autores inspirados o hagiógrafos debe considerarse afirmado por el Espíritu Santo, Autor invisible y trascendente, en consecuencia se debe declarar que "los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para nuestra salvación" (ib.).

Del planteamiento correcto del concepto de inspiración divina y verdad de la Sagrada Escritura derivan algunas normas que atañen directamente a su interpretación. La misma constitución Dei Verbum, tras haber afirmado que Dios es el autor de la Biblia, nos recuerda que en la Sagrada Escritura Dios habla al hombre a la manera humana. Y esta sinergia divino-humana es muy importante. Dios habla realmente para los hombres de modo humano. Por tanto, para una recta interpretación de la Sagrada Escritura es necesario investigar con atención qué quisieron afirmar verdaderamente los hagiógrafos y qué quiso manifestar Dios mediante palabras humanas. "La Palabra de Dios, expresada en lenguas humanas, se hace semejante al lenguaje humano, como la Palabra del eterno Padre, asumiendo nuestra débil condición humana, se hizo semejante a los hombres" (ib., 13).

Estas indicaciones, muy necesarias para una correcta interpretación de carácter histórico-literario como primera dimensión de toda exégesis, requieren además un nexo con las premisas de la doctrina sobre la inspiración y la verdad de la Sagrada Escritura. En efecto, dado que la Escritura está inspirada, hay un principio supremo de recta interpretación sin el cual los escritos sagrados quedarían como letra muerta, sólo del pasado: "La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita" (ib., 12).

Al respecto, el concilio Vaticano II indica tres criterios siempre válidos para una interpretación de la Sagrada Escritura conforme al Espíritu que la inspiró. Ante todo es necesario prestar gran atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura: sólo en su unidad es Escritura. En efecto, aunque los libros que la componen sean diferentes, la Sagrada Escritura es una en virtud de la unidad del plan de Dios, cuyo centro y corazón es Cristo Jesús (cf. Lc 24, 25-27, 44-46). En segundo lugar es preciso leer la Escritura en el contexto de la tradición viva de toda la Iglesia. Según un dicho de Orígenes, "Sacra Scriptura principalius est in corde Ecclesiae quam in materialibus instrumentis scripta", es decir, "la Sagrada Escritura está escrita en el corazón de la Iglesia antes que en instrumentos materiales". En efecto, la Iglesia lleva en su Tradición la memoria viva de la Palabra de Dios y es el Espíritu Santo quien le da la interpretación de ella según su sentido espiritual (cf. Orígenes, Homiliae in Leviticum, 5, 5). Como tercer criterio es necesario prestar atención a la analogía de la fe, es decir, a la cohesión de las verdades de fe entre sí y con el plan conjunto de la Revelación y la plenitud de la economía divina contenida en ella.

Los investigadores que estudian con diferentes métodos la Sagrada Escritura tienen la tarea de contribuir, según los principios mencionados, a la comprensión más profunda y a la exposición del sentido de la Sagrada Escritura. El estudio científico de los textos sagrados es importante, pero por sí sólo no es suficiente, pues sólo respetaría la dimensión humana. Para respetar la coherencia de la fe de la Iglesia, el exegeta católico debe estar atento a percibir la Palabra de Dios en esos textos, dentro de la misma fe de la Iglesia. Si falta este imprescindible punto de referencia, la investigación exegética quedaría incompleta, perdiendo de vista su finalidad principal, con el peligro de reducirse a una lectura meramente literaria, en la que el verdadero Autor, Dios, ya no aparece. Además, la interpretación de las Sagradas Escrituras no puede ser sólo un esfuerzo científico individual, sino que siempre debe confrontarse, integrarse y autenticarse por la tradición viva de la Iglesia. Esta norma es decisiva para precisar la relación correcta y recíproca entre exégesis y magisterio de la Iglesia.

El exegeta católico no se siente sólo miembro de la comunidad científica, sino también y sobre todo miembro de la comunidad de los creyentes de todos los tiempos. En realidad, estos textos no han sido entregados sólo a los investigadores o a la comunidad científica "para satisfacer su curiosidad y o para ofrecerles temas de estudio y de investigación" (Divino afflante Spiritu: Enchiridion Biblicum 566). Los textos inspirados por Dios han sido encomendados en primer lugar a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar la vida de fe y para guiar la vida de caridad. El respeto de esta finalidad condiciona la validez y la eficacia de la hermenéutica bíblica. La encíclica Providentissimus Deus recordó esta verdad fundamental y observó que, en vez de obstaculizar la investigación científica, el respeto de este dato favorece su auténtico progreso. Una hermenéutica de la fe corresponde más a la realidad de este texto que una hermenéutica racionalista, que no conoce a Dios.

Ser fieles a la Iglesia significa, de hecho, insertarse en la corriente de la gran Tradición que, bajo la guía del Magisterio, ha reconocido los escritos canónicos como Palabra dirigida por Dios a su pueblo y nunca ha dejado de meditarlos y de descubrir sus inagotables riquezas. El concilio Vaticano II lo reafirmó con gran claridad: "Todo lo que concierne a la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la Palabra de Dios" (Dei Verbum, 12). Como nos recuerda la citada constitución dogmática, existe una unidad inseparable entre Sagrada Escritura y Tradición, pues ambas proceden de una misma fuente: "La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Sagrada Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores, para que estos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Por eso se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción y reverencia" (Dei Verbum, 9).

Como sabemos, la frase "con el mismo espíritu de devoción y reverencia" —pari pietatis affectu ac reverentia— fue creada por san Basilio, y después fue recogida por el Decreto de Graciano, a través del cual entró en el concilio de Trento y después en el Vaticano II. Expresa precisamente esta inter-penetración entre Escritura y Tradición. Sólo el contexto eclesial permite que la Sagrada Escritura se entienda como auténtica Palabra de Dios, que se convierte en guía, norma y regla para la vida de la Iglesia y el crecimiento espiritual de los creyentes. Esto, como ya he dicho, de ninguna manera impide una interpretación seria, científica, pero además abre el acceso a las dimensiones ulteriores de Cristo, inaccesibles a un análisis sólo literario, que es incapaz de acoger en sí el sentido global que a lo largo de los siglos ha guiado a la Tradición de todo el pueblo de Dios.

Queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, deseo concluir mi discurso manifestándoos a todos mi agradecimiento personal y mi aliento. Os doy las gracias cordialmente por el arduo trabajo que realizáis al servicio de la Palabra de Dios y de la Iglesia, mediante la investigación, la enseñanza y la publicación de vuestros estudios. A esto añado mi estímulo para el camino que todavía queda por recorrer. En un mundo en el que la investigación científica asume una importancia cada vez mayor en numerosos campos, es indispensable que la ciencia exegética se sitúe en un nivel adecuado. Es uno de los aspectos de la inculturación de la fe que forma parte de la misión de la Iglesia, en sintonía con la acogida del misterio de la Encarnación.

Queridos hermanos y hermanas, el Señor Jesucristo, Verbo de Dios encarnado y divino Maestro que abrió el espíritu de sus discípulos a la comprensión de las Escrituras (cf. Lc 24, 45), os guíe y os sostenga en vuestras reflexiones. Que la Virgen María, modelo de docilidad y obediencia a la Palabra de Dios, os enseñe a acoger cada vez mejor la riqueza inagotable de la Sagrada Escritura, no sólo a través de la investigación intelectual, sino también en vuestra vida de creyentes, para que vuestro trabajo y vuestra actividad puedan contribuir a que brille cada vez más ante los fieles la luz de la Sagrada Escritura. Al mismo tiempo que os aseguro el apoyo de mi oración en vuestro empeño, os imparto de corazón, como prenda de los favores divinos, la bendición apostólica.


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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE PROFESORES DE RELIGIÓN
EN ESCUELAS ITALIANAS

Sala Pablo VI
Sábado 25 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Para mí es un verdadero placer encontrarme con vosotros y compartir algunas reflexiones sobre vuestra importante presencia en el panorama escolar y cultural italiano, así como en el seno de la comunidad cristiana. Saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia episcopal italiana, a quien doy las gracias por las corteses palabras que me ha dirigido, presentándome esta numerosa y viva asamblea. Asimismo dirijo un saludo cordial a todas las autoridades presentes.

La enseñanza de la religión católica forma parte de la historia de la escuela en Italia, y el profesor de religión constituye una figura muy importante en el claustro de profesores. Es significativo que numerosos muchachos se mantengan en contacto con él también después de los cursos. Además, el elevadísimo número de quienes escogen esta materia es signo del valor insustituible que reviste en el itinerario de formación y un índice de los altos niveles de calidad que ha alcanzado.

En un mensaje reciente, la presidencia de la Conferencia episcopal italiana ha afirmado que "la enseñanza de la religión católica favorece la reflexión sobre el sentido profundo de la existencia, ayudando a encontrar, más allá de los múltiples conocimientos, un sentido unitario y una intuición global. Esto es posible porque esa enseñanza pone en el centro a la persona humana y su inviolable dignidad, dejándose iluminar por la experiencia única de Jesús de Nazaret, cuya identidad trata de investigar, pues desde hace dos mil años no deja de interrogar a los hombres".

Poner en el centro al hombre creado a imagen de Dios (cf. Gn 1, 27) es, de hecho, lo que caracteriza diariamente vuestro trabajo, en unidad de objetivos con los demás educadores y profesores. Con motivo de la Asamblea eclesial de Verona, en octubre de 2006, yo mismo abordé la "cuestión fundamental y decisiva" de la educación, indicando la exigencia de "ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca" (Discurso del 19 de octubre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 9). En efecto, la dimensión religiosa, es intrínseca al hecho cultural, contribuye a la formación global de la persona y permite transformar el conocimiento en sabiduría de vida.

Vuestro servicio, queridos amigos, se sitúa precisamente en este fundamental cruce de caminos, en el que —sin invasiones impropias y sin confusión de papeles— se encuentran la búsqueda universal de la verdad y el testimonio bimilenario que dan los creyentes a la luz de la fe, así como las extraordinarias cumbres del conocimiento y del arte, conquistadas por el espíritu humano y la fecundidad del mensaje cristiano, tan arraigado en la cultura y la vida del pueblo italiano.

Con la plena y reconocida dignidad escolar de vuestra enseñanza, contribuís, por una parte, a dar un alma a la escuela y, por otra, a asegurar a la fe cristiana plena ciudadanía en los lugares de la educación y de la cultura en general. Así pues, gracias a la enseñanza de la religión católica, la escuela y la sociedad se enriquecen con verdaderos laboratorios de cultura y de humanidad, en los cuales, descifrando la aportación significativa del cristianismo, se capacita a la persona para descubrir el bien y para crecer en la responsabilidad; para buscar el intercambio, afinar el sentido crítico y aprovechar los dones del pasado a fin de comprender mejor el presente y proyectarse conscientemente hacia el futuro.

La cita de hoy se enmarca también en el contexto del Año paulino. El Apóstol de los gentiles sigue ejerciendo una gran fascinación en todos nosotros: en él reconocemos al discípulo humilde y fiel, al valiente heraldo, al genial mediador de la Revelación. Os invito a aspirar a estas características para alimentar vuestra identidad de educadores y de testigos en el mundo de la escuela. San Pablo, en la primera carta a los Tesalonicenses (1 Ts 4, 9), define a los creyentes con la hermosa expresión qeod|daktoi, es decir, "instruidos por Dios", que tienen a Dios por maestro. En esta palabra encontramos el secreto de la educación, como recuerda también san Agustín: "Nosotros, los que hablamos, y vosotros,los que escucháis, reconozcámonos como fieles discípulos de un único Maestro" (Serm. 23, 2).

Además, en la enseñanza paulina, la formación religiosa no está separada de la formación humana. Las últimas cartas de su epistolario, las que se llaman "pastorales", están llenas de significativas referencias a la vida social y civil que los discípulos de Cristo deben tener muy en cuenta. San Pablo es un verdadero "maestro" que se preocupa tanto de la salvación de la persona educada en una mentalidad de fe, como de su formación humana y civil, para que el discípulo de Cristo pueda desarrollar plenamente una personalidad libre, una vivencia humana "completa y bien preparada", que se manifiesta también en una atención por la cultura, la profesionalidad y la competencia en los diferentes campos del saber para beneficio de todos.

Por tanto, la dimensión religiosa no es una superestructura, sino que forma parte de la persona, ya desde la infancia; es apertura fundamental a los demás y al misterio que preside toda relación y todo encuentro entre los seres humanos. La dimensión religiosa hace al hombre más hombre. Que vuestra enseñanza, sea siempre capaz, como la de san Pablo, de abrir a vuestros alumnos a esta dimensión de libertad y de pleno aprecio del hombre redimido por Cristo tal como está en el proyecto de Dios, poniendo así en práctica una verdadera caridad intelectual con numerosos muchachos y con sus familias.

Ciertamente uno de los aspectos principales de vuestra labor de enseñanza es la comunicación de la verdad y de la belleza de la Palabra de Dios, y el conocimiento de la Biblia es un elemento esencial del programa de enseñanza de la religión católica. Hay un vínculo que une la enseñanza de la religión en la escuela y la profundización existencial de la fe, como sucede en las parroquias y en las diferentes realidades eclesiales. Ese vínculo está constituido por la persona misma del profesor de religión católica; además de vuestro deber de contar con la competencia humana, cultural y pedagógica propia de todo maestro, tenéis la vocación de dejar traslucir que el Dios del que habláis en las aulas de clase constituye la referencia esencial de vuestra vida. Vuestra presencia, lejos de ser una interferencia o una limitación de la libertad, es un valioso ejemplo del espíritu positivo de laicidad que permite promover una convivencia civil constructiva, fundada en el respeto recíproco y en el diálogo leal, valores que un país siempre necesita.

Como sugieren las palabras del apóstol san Pablo, que conforman el título de vuestra cita, os deseo a todos que el Señor os dé la alegría de no avergonzaros nunca de su Evangelio, la gracia de vivirlo y el anhelo de compartir y cultivar la novedad que brota de él para la vida del mundo. Con estos sentimientos, os bendigo a vosotros, a vuestras familias, así como a todos los estudiantes y profesores con quienes os encontráis cada día en esa comunidad de personas y de vida que es la escuela.


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VISITA A LAS ZONAS AFECTADAS POR EL TERREMOTO DE LOS ABRUZOS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DAMNIFICADOS POR EL TERREMOTO,
EN EL CAMPAMENTO DE ONNA

Martes 29 de abril de 2009



Queridos amigos:

He venido en persona a vuestra tierra espléndida y herida, que está viviendo días de gran dolor y precariedad, para expresaros del modo más directo mi cordial cercanía. He estado junto a vosotros desde el primer momento, desde que tuve noticia del fuerte terremoto que, en la noche del pasado 6 de abril, provocó casi trescientas víctimas, numerosos heridos e ingentes daños materiales a vuestras casas.

He seguido con conmoción las noticias, compartiendo vuestra consternación y vuestras lágrimas por los difuntos, así como vuestras angustiosas preocupaciones por lo que habéis perdido en un instante. Ahora estoy aquí entre vosotros: quisiera abrazaros con afecto a cada uno. La Iglesia entera está aquí conmigo, junto a vuestros sufrimientos, compartiendo vuestro dolor por la pérdida de familiares y amigos, deseosa de ayudaros a reconstruir las casas, las iglesias, los establecimientos comerciales que se desplomaron o quedaron gravemente dañados por el seísmo. He admirado el valor, la dignidad y la fe con la que habéis afrontado también esta dura prueba, manifestando una gran voluntad de no ceder ante las adversidades. De hecho, no es el primer terremoto que sufre vuestra región, y ahora, como en el pasado, no os habéis rendido, no os habéis desalentado. Hay en vosotros una fuerza de ánimo que suscita esperanza. Es muy significativo al respecto un dicho que suelen repetir vuestros ancianos: "Quedan todavía muchos días detrás del Gran Sasso".

Al llegar aquí, a Onna, uno de los centros que ha pagado un alto precio en vidas humanas, puedo imaginar toda la tristeza y el sufrimiento que habéis soportado durante estas semanas. Si hubiera sido posible, habría deseado ir a cada pueblo y a cada barrio, a todos los campamentos y encontrarme con todos. Me doy perfecta cuenta de que, a pesar del compromiso de solidaridad manifestado desde todas partes, son muchas las molestias que comporta cada día vivir fuera de casa, en los automóviles o en las tiendas, sobre todo a causa del frío y de la lluvia. Pienso también en los numerosos jóvenes obligados bruscamente a afrontar una realidad dura, en los muchachos que han tenido que interrumpir la escuela con sus amistades, y en los ancianos que han tenido que renunciar a sus costumbres.

Se podría decir, queridos amigos, que os encontráis, en cierto modo, en el estado de ánimo de los dos discípulos de Emaús, de los que habla el evangelista san Lucas. Después del trágico acontecimiento de la cruz, volvían a casa decepcionados y amargados, por la muerte de Jesús. Parecía que ya no había esperanza, que Dios se había escondido y ya no estaba presente en el mundo. Pero, a lo largo del camino, él se les acercó y se puso a conversar con ellos. Aunque no lo reconocieron con los ojos, algo se despertó en su corazón: las palabras de aquel "Desconocido" volvieron a encender en ellos el ardor y la confianza que la experiencia del Calvario había apagado.

Queridos amigos, mi pobre presencia entre vosotros quiere ser un signo tangible del hecho de que el Señor crucificado vive, que está con nosotros, que realmente ha resucitado y no nos olvida; no os abandona; escuchará vuestros interrogantes sobre el futuro; no está sordo al grito preocupado de tantas familias que lo han perdido todo: casas, ahorros, trabajo y a veces también vidas humanas. Ciertamente, su respuesta concreta pasa a través de nuestra solidaridad, que no puede limitarse a la emergencia inicial, sino que debe convertirse en un proyecto estable y concreto en el tiempo. Animo a todos, instituciones y empresas, para que esta ciudad y esta tierra vuelvan a levantarse.

El Papa está aquí, hoy, entre vosotros para deciros también una palabra de consuelo sobre vuestros muertos: están vivos en Dios y esperan de vosotros un testimonio de valor y de esperanza. Esperan ver renacer esta tierra suya, que debe volver a adornarse de casas y de iglesias, bellas y sólidas. Y precisamente en nombre de estos hermanos y hermanas es preciso comprometerse nuevamente a vivir recurriendo a lo que no muere y que el terremoto no ha destruido y no puede destruir: el amor. El amor permanece también más allá del confín de esta precaria existencia terrena nuestra, porque el Amor verdadero es Dios. Quien ama vence, en Dios, a la muerte y sabe que no pierde a aquellos a los que ha amado.

Quiero concluir estas palabras dirigiendo al Señor una oración particular por las víctimas del terremoto.

Te encomendamos
nuestros seres queridos a ti Señor,
sabiendo que a tus fieles
tú no les quitas la vida
sino que la transformas,
y en el mismo momento
en que se destruye
la morada de este exilio nuestro
en la tierra,
te preocupas de preparar
una eterna e inmortal en el paraíso.

Padre Santo,
Señor del cielo y de la tierra,
escucha el grito de dolor
y de esperanza,
que eleva a ti esta comunidad
duramente probada por el terremoto.

Es el grito silencioso
de la sangre de madres,
de padres, de jóvenes
y también de niños inocentes
que se alza de esta tierra.

Han sido arrancados
del afecto de sus seres queridos:
acógelos a todos en tu paz,
Señor, que eres el Dios-con-nosotros,
el Amor capaz de dar la vida sin fin.

Tenemos necesidad de ti
y de tu fuerza,
porque nos sentimos pequeños
y frágiles ante la muerte.

Te rogamos, ayúdanos,
porque solamente con tu apoyo
podremos volver a levantarnos
y a reanudar juntos
el camino de la vida,
cogiéndonos de la mano
unos a otros con confianza.

Te lo pedimos por Jesucristo,
nuestro Salvador,
en el que brilla la esperanza
de la feliz resurrección.
Amén.

Oremos ahora con la plegaria que el Señor nos enseñó: "Padre nuestro...".

Seguidamente el Papa impartió la bendición y añadió:

Mi oración está con vosotros. Estemos unidos y el Señor nos ayudará. Gracias por vuestra valentía, vuestra fe y vuestra esperanza.


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VISITA A LAS ZONAS AFECTADAS POR EL TERREMOTO DE LOS ABRUZOS

PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LA POBLACIÓN DE L'AQUILA EN LA PLAZA DE COPPITO

Martes 29 de abril de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Gracias por vuestra acogida, que me conmueve profundamente. Os abrazo a todos con afecto en nombre de Cristo, nuestra firme esperanza. Saludo a vuestro arzobispo, el querido monseñor Giuseppe Molinari, que como pastor ha compartido y está compartiendo con vosotros esta dura prueba. Le agradezco las cordiales palabras, llenas de fe y confianza evangélica, con que se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos.

Saludo al alcalde de L'Aquila, honorable Massimo Cialente, que con gran empeño está impulsando el renacimiento de esta ciudad; así como al presidente de la Región, honorable Gianni Chiodi. A ambos les agradezco sus profundas palabras. Saludo a la Guardia de Finanza, que nos acoge en este lugar. Saludo a los párrocos, a los demás sacerdotes y a las religiosas. Saludo a los alcaldes de las poblaciones afectadas por esta catástrofe, así como a todas las autoridades civiles y militares: a la Protección civil, a los bomberos, a la Cruz Roja, a los equipos de socorro y a los numerosos voluntarios de muchas y diversas asociaciones. Sería difícil nombrarlos a todos; sin embargo, a cada uno quisiera dirigir una palabra de aprecio especial.

Gracias por lo que habéis hecho y sobre todo por el amor con que lo habéis hecho. Gracias por el ejemplo que habéis dado. Proseguid vuestra labor unidos y bien coordinados, a fin de que se puedan aplicar cuanto antes soluciones eficaces para las personas que viven actualmente en los campamentos. Lo deseo de corazón y rezo por esta intención.

He comenzado esta visita por Onna, población fuertemente azotada por el seísmo, pensando también en las demás poblaciones damnificadas. Llevo en mi corazón a todas las víctimas de esta catástrofe: niños, jóvenes, adultos, ancianos, tanto de los Abruzos como de otras regiones de Italia, e incluso de diversas naciones.

Mi visita a la basílica de Collemaggio, para venerar las reliquias del santo Papa Celestino V, me ha permitido palpar el corazón herido de esta ciudad. Así he querido rendir homenaje a la historia y a la fe de vuestra tierra, y a todos vosotros, que os identificáis con este santo. Sobre su urna, como ha recordado usted, señor alcalde, he dejado como signo de mi participación espiritual el palio que me impusieron en el día del inicio de mi pontificado. Además, para mí ha sido muy conmovedor orar ante la Casa del estudiante, donde la violencia del terremoto segó varias vidas jóvenes. Al atravesar la ciudad, he tomado mayor conciencia de las graves consecuencias del terremoto.

Me encuentro ahora en esta plaza, situada frente a la escuela de la Guardia de Finanza, que prácticamente desde el primer momento funciona como cuartel general de toda la labor de socorro. Este lugar, consagrado por la oración y el llanto por las víctimas, constituye en cierto modo el símbolo de vuestra tenaz voluntad de no caer en el desaliento. "Nec recisa recedit": el lema del cuerpo de la Guardia de Finanza, que podemos admirar en la fachada del edificio, parece expresar muy bien la que el alcalde ha definido firme intención de reconstruir la ciudad con la constancia que os caracteriza a vosotros, los habitantes de los Abruzos.

En esta amplia plaza, que acogió los féretros de numerosas víctimas para la celebración del funeral presidido por el cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, se han dado cita hoy las fuerzas comprometidas a ayudar a las poblaciones de L'Aquila y los Abruzos a volverse a levantar pronto de las ruinas del terremoto.

Como ha recordado el arzobispo, mi visita a vosotros, que desde el primer momento deseaba realizar, quiere ser signo de mi cercanía a cada uno de vosotros y de la solidaridad fraterna de toda la Iglesia. En efecto, como comunidad cristiana, formamos un solo cuerpo espiritual; y, si una parte sufre, todas las demás partes sufren con ella; y si una parte se esfuerza por levantarse, todas participan en su esfuerzo. Quiero deciros que desde todas las partes del mundo me han llegado para vosotros manifestaciones de solidaridad. Muchas altas personalidades de las Iglesias ortodoxas me han escrito para asegurar su oración y su cercanía espiritual, enviando también ayudas económicas.

Deseo subrayar el valor y la importancia de la solidaridad que, aunque se manifieste de modo especial en momentos de crisis, es como un fuego escondido bajo la ceniza. La solidaridad es un sentimiento muy cívico y cristiano, y pone de manifiesto la madurez de una sociedad. En la práctica se expresa en la obra de socorro, pero no es sólo una maquina de organización eficiente: hay un alma, hay una pasión, que deriva precisamente de la gran historia civil y cristiana de nuestro pueblo, tanto si se realiza en las formas institucionales como a través del voluntariado. Y también quiero congratularme hoy por esto.

El trágico acontecimiento del terremoto invita a la comunidad civil y a la Iglesia a una profunda reflexión. Como cristianos debemos interrogarnos: "¿Qué quiere decirnos el Señor a través de este triste acontecimiento?". Hemos vivido la Pascua afrontando esta tragedia, interrogando la Palabra de Dios y recibiendo nueva luz de la crucifixión y la resurrección del Señor. Hemos celebrado la muerte y la resurrección de Cristo, llevando en la mente y en el corazón vuestro dolor, orando para que no fallara en las personas afectadas la confianza en Dios y la esperanza. Pero también como comunidad civil es preciso hacer un serio examen de conciencia, para que se mantenga en todo momento el nivel de las responsabilidades. Con esta condición, L'Aquila, aunque esté herida, podrá volver a volar.

Ahora, queridos hermanos y hermanas, os invito a dirigir la mirada a la estatua de la Virgen de Roio, venerada en un santuario muy amado por vosotros, para encomendarle a ella, Nuestra Señora de la Cruz, la ciudad y todos los demás pueblos azotados por el terremoto. A ella, la Virgen de Roio, le dejo una rosa de oro, como signo de mi oración por vosotros, a la vez que encomiendo a su protección materna y celestial todas las localidades afectadas.

Y ahora oremos:

Oh María,
Madre nuestra amadísima,
tú que estás junto a nuestras cruces
como permaneciste
junto a la de Jesús,
sostén nuestra fe,
para que, aunque estemos
inmersos en el dolor,
mantengamos la mirada fija
en el rostro de Cristo,
en el que, durante
el sufrimiento extremo de la cruz,
se manifestó el amor inmenso
y puro de Dios.

Madre de nuestra esperanza,
danos tus ojos para ver,
más allá del sufrimiento
y de la muerte,
la luz de la resurrección.

Danos tu corazón
para seguir amando y sirviendo,
también en medio de la prueba.

¡Oh María, Virgen de Roio,
Nuestra Señora de la Cruz,
ruega por nosotros!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL TERCER GRUPO DE OBISPOS ARGENTINOS
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sala del Consistorio
Jueves 30 de abril de 2009



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Es para mí un motivo de gran alegría reunirme con este grupo de Pastores de la Iglesia en Argentina, con el cual concluye su visita ad limina. Os saludo con todo afecto y os deseo que este encuentro fraterno con el Sucesor de Pedro os ayude a sentir el latido de la Iglesia universal y a consolidar los vínculos de fe, comunión y disciplina que unen vuestras Iglesias particulares a esta Sede Apostólica. Al mismo tiempo, doy gracias al Señor por esta nueva ocasión de confirmar a mis hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32), y participar en sus alegrías y preocupaciones, en sus logros y dificultades.

Agradezco de todo corazón las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido Mons. Luis Héctor Villalba, Arzobispo de Tucumán y Vicepresidente de la Conferencia Episcopal Argentina, y en las que ha manifestado vuestros sentimientos de afecto y adhesión, así como los de los sacerdotes, religiosos y fieles laicos de vuestras comunidades.

2. Queridos Hermanos, el Señor Jesús nos ha confiado un ministerio de altísimo valor y dignidad: llevar su mensaje de paz y reconciliación a todas las gentes, cuidar con amor paternal al Pueblo santo de Dios y conducirlo por la vía de la salvación. Ésta es una tarea que supera con creces nuestros méritos personales y nuestra pobre capacidad humana, pero a la que nos entregamos con sencillez y esperanza, apoyándonos en las palabras de Cristo, «no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Jesús, el Maestro, mirándoos con amor de hermano y amigo, os ha llamado a entrar en su intimidad, y consagrándoos con el óleo sagrado de la unción sacerdotal ha puesto en vuestras manos el poder redentor de su sangre, para que, con la seguridad de actuar siempre in persona Christi capitis, seáis en medio del Pueblo que se os ha confiado «un signo vivo del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y Pontífice de la Iglesia» (Juan Pablo II, Pastores gregis, 7).

En el ejercicio de su ministerio episcopal, el Obispo debe comportarse siempre entre sus fieles como quien sirve (cf. Lumen gentium, 27), inspirándose constantemente en el ejemplo de Aquel que no vino a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (cf. Mc 10, 45). Realmente, ser Obispo es un título de honor cuando se vive con este espíritu de servicio a los demás y como participación humilde y desinteresada en la misión de Cristo. La contemplación frecuente de la imagen del Buen Pastor os servirá de modelo y aliento en vuestros esfuerzos por anunciar y difundir el Evangelio, os impulsará a cuidar de los fieles con ternura y misericordia, a defender a los débiles y a gastar la vida en una constante y generosa dedicación al Pueblo de Dios (cf. Pastores gregis, 43).

3. Como parte esencial de vuestro ministerio episcopal en la Iglesia, verdadero amoris officium (cf. S. Agustín, In Io. Ev., 123, 5), deseo exhortaros vivamente a fomentar en vuestras comunidades diocesanas el ejercicio de la caridad, de modo especial para con los más necesitados. Con vuestra cercanía y vuestra palabra, con la ayuda material y la oración, con el llamado al diálogo y al espíritu de entendimiento que busca siempre el bien común del pueblo, y con la luz que viene del Evangelio, queréis dar un testimonio concreto y visible del amor de Cristo entre los hombres, para construir continuamente la Iglesia como familia de Dios, siempre acogedora y misericordiosa con los más pobres, de tal manera que en todas las diócesis reine la caridad, en cumplimiento del mandamiento de Jesucristo (cf. Christus Dominus, 16). Junto a eso, quisiera insistir también en la importancia de la oración frente al activismo o a una visión secularizada del servicio caritativo de los cristianos (cf. Deus caritas est, 37). Ese contacto asiduo con Cristo en la plegaria trasforma el corazón de los creyentes, abriéndolo a las necesidades de los demás, sin inspirarse, por tanto, en «esquemas que pretenden mejorar el mundo siguiendo una ideología, sino dejándose guiar por la fe que actúa por el amor» (ibíd., 33).

4. Deseo encomendaros de un modo especial a los presbíteros, vuestros colaboradores más cercanos. Que el abrazo de paz, con el que los acogisteis en el día de su ordenación sacerdotal, sea una realidad viva cada día, que contribuya a estrechar cada vez más los lazos de afecto, respeto y confianza que os unen a ellos en virtud del sacramento del Orden. Reconociendo la abnegación y entrega al ministerio de vuestros sacerdotes, deseo invitarlos también a que se identifiquen cada vez más con el Señor, siendo verdaderos modelos de la grey por sus virtudes y buen ejemplo, y apacentando con amor el rebaño de Dios (cf. 1 P 5, 2-3).

5. La vocación específica de los fieles laicos los lleva a intentar configurar rectamente la vida social y a iluminar las realidades terrenas con la luz del Evangelio. Que los seglares, conscientes de sus compromisos bautismales, y animados por la caridad de Cristo, participen activamente en la misión de la Iglesia así como en la vida social, política, económica y cultural de su País. En este sentido, los católicos deberán destacar entre sus conciudadanos por el cumplimiento ejemplar de sus deberes cívicos, así como por el ejercicio de las virtudes humanas y cristianas que contribuyen a mejorar las relaciones personales, sociales y laborales. Su compromiso los llevará también a promover de modo especial aquellos valores que son esenciales al bien común de la sociedad, como la paz, la justicia, la solidaridad, el bien de la familia fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer, la tutela de la vida humana desde la concepción hasta su muerte natural, y el derecho y obligación de los padres a educar a sus hijos según sus convicciones morales y religiosas.

Deseo concluir pidiéndoos que llevéis mi saludo afectuoso a todos los miembros de vuestras Iglesias diocesanas. A los Obispos eméritos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas, y a todos los fieles laicos, decidles que el Papa les agradece sus trabajos por el Señor y la causa del Evangelio; que espera y confía en su fidelidad a la Iglesia. A vosotros, queridos Obispos de Argentina, os agradezco vuestra solicitud pastoral y os aseguro mi cercanía espiritual y mi plegaria constante. Os encomiendo de corazón a la protección de Nuestra Señora de Luján y os imparto una especial Bendición Apostólica.


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Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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07/07/2013 20:35


DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE UN CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR
POR EL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA

Sala Pablo VI
Jueves 30 de abril de 2009



Señor presidente de la República;
señores cardenales;
venerados hermanos;
amables señores y señoras:

Al dirigir a todos mi cordial saludo, expreso mi más profunda gratitud al presidente de la República italiana, honorable Giorgio Napolitano, que, con ocasión del cuarto aniversario del inicio de mi pontificado, ha querido ofrecerme este excelente homenaje musical. Gracias, señor presidente, también por las corteses palabras que me acaba de dirigir, y saludo cordialmente a su amable señora. Me alegra saludar a los ministros y a las demás autoridades del Estado italiano, así como a los señores embajadores y a las diversas personalidades que nos honran con su presencia.

Me ha complacido el regreso de la orquesta y del coro "Giuseppe Verdi" de Milán, que ya apreciamos mucho hace un año. Por eso, a la vez que expreso mi agradecimiento a la Fundación homónima y a todos los que han colaborado de diversas maneras en la organización, renuevo mi congratulación a todos los miembros de la orquesta y del coro, y en particular a su directora, la señorita Xian Zhang, a la maestra del coro, señora Erina Gambarini, y a las tres solistas.

La maestría y el entusiasmo de cada uno ha contribuido a una ejecución que ha dado nueva vida a las piezas ejecutadas, obra de tres autores destacados:Vivaldi, Haydn y Mozart. La elección de las composiciones me ha parecido muy adecuada al tiempo litúrgico que estamos viviendo: el tiempo de Pascua. La Sinfonía 95 de Haydn, que escuchamos al inicio, parece contener en sí un itinerario que podríamos definir "pascual". En efecto, comienza en tono de Do menor, y a través de un recorrido siempre perfectamente equilibrado, aunque impregnado de dramatismo, llega a su conclusión en Do mayor. Esto lleva a pensar en el itinerario del alma, representada de modo particular por el violoncelo, hacia la paz y la serenidad.

Inmediatamente después, la Sinfonía 35 de Mozart llegó casi a amplificar y coronar la afirmación de la vida sobre la muerte, de la alegría sobre la tristeza, pues en ella prevalece decididamente el sentido de fiesta. El desarrollo es muy dinámico y al final incluso arrebatador: aquí nuestra excelente orquesta nos ha hecho sentir cómo la fuerza puede armonizarse con la gracia. Es lo que sucede en grado máximo, si se me permite esta comparación, en el amor de Dios, en el que la potencia y la gracia coinciden.

A continuación entraron en escena, por decirlo así, las voces humanas, el coro, como para dar palabra a lo que la música ya había querido expresar. Y no por casualidad la primera palabra fue "Magníficat". Esta palabra, que brotó del corazón de María, predilecta de Dios por su humildad, se ha convertido en el canto diario de la Iglesia, precisamente en esta hora de vísperas, la hora que invita a la meditación sobre el sentido de la vida y de la historia. Claramente el Magníficat presupone la Resurrección, es decir, la victoria de Cristo. En él Dios realizó sus promesas, y su misericordia se reveló en todo su paradójico poder.

Hasta aquí la "palabra". ¿Y la música de Vivaldi? Ante todo, conviene advertir que las arias cantadas por las solistas las compuso expresamente para algunas cantantes alumnas suyas acogidas en el Hospicio veneciano de la Piedad: cinco huérfanas dotadas de extraordinarias cualidades para el canto. ¿Cómo no pensar en la humildad de la joven María, en la que Dios hizo "maravillas"? Así, estos cinco "solos" representan en cierto modo la voz de la Virgen, mientras que las partes cantadas por el coro expresan a la Iglesia-comunidad. Ambas, María y la Iglesia, están unidas en el único cántico de alabanza al "Santo", al Dios que, con el poder de su amor, realiza en la historia su designio de justicia.

Y, por último, el coro dio voz a la sublime obra maestra que es el Ave verum Corpus de Mozart. Aquí la meditación cede el lugar a la contemplación: la mirada del alma se fija en el Santísimo Sacramento, para reconocer en él el Corpus Domini, el Cuerpo inmolado verdaderamente en la cruz, del que brotó el manantial de la salvación universal. Mozart compuso este motete poco antes de su muerte, y se puede decir que en él la música se transforma verdaderamente en oración, en abandono del corazón en Dios, con un sentido profundo de paz.

Señor presidente, su cortés y generoso homenaje no sólo ha logrado ampliamente gratificar el sentido estético, sino también alimentar nuestro espíritu; por eso, le estoy doblemente agradecido. Formulo mis mejores augurios para la continuación de su elevada misión y, de buen grado, los extiendo a todas las autoridades presentes. Queridos amigos, gracias por haber venido. Recordadme en vuestras oraciones, para que pueda cumplir siempre mi ministerio como quiere el Señor. Él, que es nuestra paz y nuestra vida, os bendiga a todos vosotros y a vuestras familias. Buenas tardes a todos.


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08/07/2013 18:53


ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN PAPAL

Sala Clementina
Sábado 2 de mayo de 2009



Querido cardenal Keeler;
queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Para mí es un gran placer tener la oportunidad de saludaros una vez más a vosotros, miembros de la Fundación Papal, con ocasión de vuestra visita anual a Roma. En este Año paulino os acojo con las palabras del Apóstol de los gentiles: "A vosotros gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7).

San Pablo nos recuerda que toda la humanidad anhela la gracia de la paz de Dios. El mundo actual tiene realmente necesidad de su paz, especialmente mientras afronta las tragedias de la guerra, la división, la pobreza y la desesperación. Dentro de pocos días tendré el privilegio de visitar Tierra Santa. Iré como peregrino de paz. Como sabéis bien, durante más de sesenta años esa región —la tierra donde tuvo lugar el nacimiento, la muerte y la resurrección de nuestro Señor, un lugar sagrado para las tres grandes religiones monoteístas del mundo— se ha visto atormentada por la violencia y la injusticia. Eso ha llevado a un clima general de desconfianza, incertidumbre y miedo, a menudo enfrentando vecinos contra vecinos, hermanos contra hermanos. Mientras me preparo para este significativo viaje, os pido de modo especial que os unáis a mí en la oración por todos los pueblos de Tierra Santa y de la región, a fin de que reciban los dones de la reconciliación, la esperanza y la paz.

Este año, nuestro encuentro tiene lugar en un tiempo en que el mundo entero atraviesa una situación económica muy preocupante. En momentos como estos es fuerte la tentación de ignorar a los que no tienen voz y pensar sólo en nuestras propias dificultades. Sin embargo, como cristianos somos conscientes de que, especialmente cuando los tiempos son difíciles, debemos esforzarnos más para asegurar que se escuche el mensaje consolador de nuestro Señor.

En vez de encerrarnos en nosotros mismos, debemos seguir siendo faros de esperanza, fortaleza y apoyo para los demás, especialmente para los que no tienen a nadie que se ocupe de ellos o que les ayude. Por eso, me alegra que estéis aquí hoy. Vosotros sois ejemplos de buenos cristianos, hombres y mujeres, que siguen afrontando con valentía y confianza los desafíos que se nos plantean. En efecto, la Fundación Papal misma, a través de la gran generosidad de numerosas personas, permite prestar una valiosa ayuda en nombre de Cristo y de su Iglesia. Os agradezco mucho vuestro sacrificio y vuestra dedicación: con vuestro apoyo, el mensaje pascual de alegría, esperanza, reconciliación y paz se proclama con mayor amplitud.

Encomendándoos a todos a la amorosa intercesión de la santísima Virgen María, que está siempre entre nosotros como nuestra Madre, la Madre de la esperanza (cf. Spe salvi, 50), de corazón os imparto mi bendición apostólica a vosotros y a vuestras familias como prenda de alegría y paz en el Salvador resucitado.


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08/07/2013 20:42


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA ACADEMIA PONTIFICIA
DE CIENCIAS SOCIALES

Sala del Consistorio
Lunes 4 de mayo de 2009



Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
distinguidos señores y señoras:

Mientras os halláis reunidos en la decimoquinta sesión plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales, me alegra tener esta ocasión para encontrarme con vosotros y alentaros en vuestra misión de exponer y promover la doctrina social de la Iglesia en las áreas del derecho, la economía, la política y las demás ciencias sociales. Agradeciendo a la profesora Mary Ann Glendon sus amables palabras de saludo, os aseguro mis oraciones para que el fruto de vuestras deliberaciones siga atestiguando la validez duradera de la doctrina social católica en un mundo que cambia rápidamente.

Después de estudiar el trabajo, la democracia, la globalización, la solidaridad y la subsidiariedad en relación con la doctrina social de la Iglesia, vuestra Academia ha decidido volver a la cuestión central de la dignidad de la persona humana y de los derechos humanos, un punto de encuentro entre la doctrina de la Iglesia y la sociedad contemporánea.

Las grandes religiones y filosofías del mundo han iluminado diversos aspectos de estos derechos humanos, que están expresados concisamente en "la regla de oro" que encontramos en el Evangelio: "Lo que queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos" (Lc 6, 31; cf. Mt 7, 12). La Iglesia ha afirmado siempre que los derechos fundamentales, más allá de las diferentes formas en que han sido formulados y de los diferentes grados de importancia que hayan tenido en los diversos contextos culturales, deben ser sostenidos y reconocidos universalmente porque son inherentes a la naturaleza misma del hombre, que ha sido creado a imagen y semejanza de Dios.

Si todos los seres humanos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, en consecuencia comparten una naturaleza común que los une y que exige respeto universal. La Iglesia, asimilando la doctrina de Cristo, considera a la persona "lo más digno de la naturaleza" (santo Tomás de Aquino, De potentia, 9, 3) y enseña que el orden ético y político que regula las relaciones entre las personas tiene su origen en la estructura misma del ser humano. El descubrimiento de América y el consiguiente debate antropológico en la Europa de los siglos XVI y XVII llevaron a una mayor conciencia de los derechos humanos en cuanto tales y de su universalidad (ius gentium).

La época moderna ayudó a forjar la idea de que el mensaje de Cristo, al proclamar que Dios ama a todo hombre y a toda mujer, y que todo ser humano está llamado a amar a Dios libremente, demuestra que cada uno, independientemente de su condición social y cultural, por naturaleza merece libertad. Al mismo tiempo, debemos recordar siempre que "la libertad necesita ser liberada. Cristo es su libertador" (Veritatis splendor, 86).

A mediados del siglo pasado, tras el gran sufrimiento causado por las dos terribles guerras mundiales y por los indecibles crímenes perpetrados por las ideologías totalitarias, la comunidad internacional adoptó un nuevo sistema de derecho internacional basado en los derechos humanos. En esto, parece haber actuado en conformidad con el mensaje de mi predecesor Benedicto XV que invitó a los beligerantes de la primera guerra mundial a "transformar la fuerza material de las armas en la fuerza moral de la ley" ("Exhortación a los gobernantes de las naciones en guerra", 1 de agosto de 1917).

Los derechos humanos se han convertido en punto de referencia de un ethos universal compartido, al menos a nivel de aspiración, por la mayor parte de la humanidad. Estos derechos han sido ratificados prácticamente por todos los Estados del mundo. El concilio Vaticano II, en la declaración Dignitatis humanae, así como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, reafirmaron con vigor que el derecho a la vida y el derecho a la libertad de conciencia y de religión han de ocupar el centro de los derechos que brotan de la naturaleza humana misma.

Estrictamente hablando, estos derechos humanos no son verdades de fe, aunque pueden descubrirse, y de hecho adquieren plena luz, en el mensaje de Cristo que "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre" (Gaudium et spes, 22). Estos derechos reciben una confirmación ulterior desde la fe. Con todo, es evidente que los hombres y las mujeres, viviendo y actuando en el mundo físico como seres espirituales, perciben la presencia penetrante de un logos que les permite distinguir no sólo entre lo verdadero y lo falso, sino también entre el bien y el mal, entre lo mejor y lo peor, entre la justicia y la injusticia.

Esta capacidad de discernir, esta actuación radical, permite a toda persona descubrir la "ley natural", que no es sino una participación en la ley eterna: "unde... lex naturalis nihil aliud est quam participatio legis aeternae in rationali creatura" (santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, 91, 2). La ley natural es una guía universal que todos pueden reconocer y sobre esta base todos pueden comprenderse y amarse recíprocamente. Por tanto, los derechos humanos, en última instancia, están enraizados en una participación de Dios, que ha creado a toda persona humana con inteligencia y libertad. Si se ignora esta sólida base ética y política, los derechos humanos se debilitan, pues quedan privados de su fundamento.

La acción de la Iglesia en la promoción de los derechos humanos se apoya, por consiguiente, en la reflexión racional, de modo que estos derechos se pueden presentar a toda persona de buena voluntad, independientemente de su afiliación religiosa. Sin embargo, como he observado en mis encíclicas, por una parte, la razón humana debe ser constantemente purificada por la fe, porque corre siempre el peligro de cierta ceguera ética causada por las pasiones desordenadas y por el pecado; y, por otra, dado que cada generación y cada persona debe volver a apropiarse de los derechos humanos y la libertad humana —que procede por elecciones libres— siempre es frágil, la persona humana necesita la esperanza incondicional y el amor, que sólo pueden encontrarse en Dios y que llevan a participar en la justicia y la generosidad de Dios a los demás (cf. Deus caritas est, 18, y Spe salvi, 24).

Esta perspectiva dirige la atención hacia uno de los problemas sociales más graves de las últimas décadas, como es la conciencia creciente —que ha surgido en parte con la globalización y con la actual crisis económica— de un flagrante contraste entre la atribución equitativa de derechos y el acceso desigual a los medios para lograr esos derechos. Para los cristianos que pedimos regularmente a Dios: "Danos hoy nuestro pan de cada día", es una tragedia vergonzosa que la quinta parte de la humanidad pase aún hambre. Para garantizar un adecuado abastecimiento de alimentos y la protección de recursos vitales como el agua y la energía, todos los líderes internacionales deben colaborar, mostrándose disponibles a trabajar de buena fe, respetando la ley natural y promoviendo la solidaridad y la subsidiariedad con las regiones y los pueblos más necesitados del planeta, como la estrategia más eficaz para eliminar las desigualdades sociales entre países y sociedades, y para aumentar la seguridad global.

Queridos amigos, queridos académicos, a la vez que os exhorto a que en vuestras investigaciones y deliberaciones seáis testigos creíbles y coherentes de la defensa y de la promoción de estos derechos humanos no negociables que se fundan en la ley divina, os imparto de corazón mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CUERPO DE LA GUARDIA SUIZA PONTIFICIA

Sala Clementina
Jueves 7 de mayo de 2009



Ilustre comandante;
reverendo capellán;
queridos guardias suizos;
queridos familiares:

Me alegra acogeros en el palacio apostólico con ocasión del juramento de los reclutas de la Guardia Suiza. Doy la bienvenida en particular a los nuevos guardias, así como a sus padres, parientes y amigos. Saludo con afecto al nuevo comandante, coronel Anrig, y le agradezco vivamente su compromiso responsable al servicio del Sucesor de Pedro y de la Iglesia. Asimismo, doy las gracias al capellán de la Guardia Suiza, monseñor De Raemy, que con participación emotiva sigue la convivencia diaria de los guardias y el camino de fe de cada uno de ellos.

Queridos guardias, vuestro servicio, prestado día y noche en el palacio apostólico y en los puestos exteriores de la Ciudad del Vaticano, es muy visible y ciertamente también universal. Rápidamente aprenderéis las tres dimensiones que se forman en torno a vosotros como círculos concéntricos: tenéis la misión de proteger al Sucesor del apóstol san Pedro. Lo hacéis sobre todo en la casa del Papa. Lo hacéis en Roma, una ciudad a la que desde siempre se suele llamar "ciudad eterna". Aquí, junto a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, donde vive el Papa, se encuentra el corazón de la Iglesia católica; y donde están el corazón y el centro, también está todo el mundo.

Consideremos ante todo la casa del Papa, el palacio apostólico. Vosotros debéis velar sobre esta casa, no sólo sobre el edificio mismo, y sobre sus prestigiosos apartamentos, sino más aún sobre las personas con las que os cruzaréis y a las que haréis el bien con vuestra amabilidad y vuestra atención. Eso vale, en primer lugar, para el Papa mismo, para las personas que habitan con él y para sus colaboradores en el palacio, así como para sus huéspedes. Y vale también para la vida en común con vuestros compañeros, los que comparten vuestro servicio y tienen el mismo objetivo, es decir, servir al Sumo Pontífice "con fidelidad, con lealtad y de buena fe", y dar la vida por él, si fuese necesario.

Dirijamos ahora nuestra atención a Roma, la ciudad eterna, que se distingue por su rica historia y por su cultura. No sólo sentimos admiración por los testimonios de la antigüedad. En cierto sentido, en esta ciudad la fe misma y la oración de muchos siglos se han transformado en piedras y formas. Este lugar nos acoge y nos impulsa a tomar como modelos a los innumerables santos que han vivido aquí y, gracias a ellos, nosotros podemos avanzar en nuestra vida de fe.

Por último, en esta ciudad de Roma, en la que se encuentra el centro de la Iglesia universal, encontramos cristianos de todo el mundo. La Iglesia católica es internacional, pero en su multiplicidad sigue siendo una sola Iglesia, que se expresa en la misma confesión de fe y está unida también muy concretamente en su vínculo con san Pedro y con su Sucesor, el Papa. La Iglesia congrega a hombres y mujeres de culturas muy diversas; todos formamos una comunidad en la que vivimos y creemos juntos y, en las cosas esenciales de la vida, nos comprendemos recíprocamente. Esta es una experiencia muy importante, que aquí la Iglesia quiere comunicaros a vosotros, para que vosotros la hagáis vuestra y la transmitáis a los demás, es decir, la experiencia de que, en la fe en Jesucristo y en su amor a los hombres, incluso mundos tan diversos pueden llegar a ser una sola cosa, creando así puentes de paz y de solidaridad entre los pueblos.

Con la esperanza de que vuestra permanencia aquí en Roma sea espiritual y humanamente edificante, os aseguro mi oración y os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María y de vuestros patronos, los santos Martín y Sebastián, así como al santo protector de vuestra patria, san Nicolás de Flüe. Os imparto de corazón mi bendición apostólica a vosotros, a vuestras familias, a vuestros amigos y a todos los que han venido a Roma con ocasión del juramento.


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08/07/2013 21:20


DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE PERÚ EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sala del Consistorio
Lunes 18 de mayo de 2009



Señor Cardenal,
Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con el corazón lleno de la alegría pascual, don del Señor Resucitado, y como Sucesor de Pedro, os expreso mi cordial bienvenida, a la vez que “en mi acción de gracias a Dios os tengo siempre presentes” (1 Co 1,4). Agradezco a Monseñor Héctor Miguel Cabrejos Vidarte, Arzobispo de Trujillo y Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana, las deferentes palabras que me ha dirigido en nombre de todos. En ellas reconozco la caridad y dedicación con que apacentáis vuestras Iglesias particulares.

2. La visita ad limina apostolorum es una ocasión significativa para fortalecer los lazos de comunión con el Romano Pontífice y entre vosotros mismos, sabiendo que en vuestros desvelos pastorales ha de estar siempre presente la unidad de toda la Iglesia, para que vuestras comunidades, como piedras vivas, contribuyan a la edificación de todo el Pueblo de Dios (cf. 1 Pe 2,4-5). En efecto, “los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, han de ser siempre conscientes de que están unidos entre sí y mostrar su solicitud por todas las Iglesias” (Christus Dominus, 6). La experiencia nos dice, sin embargo, que esta unidad nunca se ve definitivamente lograda y que se debe construir y perfeccionar incesantemente, sin rendirse ante las dificultades objetivas y subjetivas, con el propósito de mostrar el verdadero rostro de la Iglesia católica, una y única.

También hoy, como a lo largo de toda la historia de la Iglesia, es imprescindible cultivar el espíritu de comunión, valorando las cualidades de cada uno de los hermanos que la divina Providencia ha querido poner a nuestro lado. De esta manera, los distintos miembros del Cuerpo de Cristo logran ayudarse mutuamente para llevar a cabo el quehacer cotidiano (cf. 1 Co 12, 24-26; Flp 2,1-4; Ga 6,2-3). Por eso, es preciso que los Obispos sientan la constante necesidad de mantener vivo y traducir concretamente en la práctica el afecto colegial, puesto que es “una ayuda inapreciable para leer con atención los signos de los tiempos y discernir con claridad lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Pastores gregis, 73).

3. La unidad auténtica en la Iglesia es siempre fuente inagotable de espíritu evangelizador. En este sentido, sé que estáis acogiendo, en vuestros programas pastorales, el impulso misionero promovido por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, y especialmente la “Misión continental”, con vistas a que cada fiel aspire a la santidad tratando personalmente con el Señor Jesús, amándolo con perseverancia y conformando la propia vida con los criterios evangélicos, de modo que se creen comunidades eclesiales de intensa vida cristiana. Ciertamente, una Iglesia en misión relativiza sus problemas internos y mira con esperanza e ilusión al porvenir. Se trata de relanzar el espíritu misionero, no por temor al futuro, sino porque la Iglesia es una realidad dinámica y el verdadero discípulo de Jesucristo goza transmitiendo gratuitamente a otros su divina Palabra y compartiendo con ellos el amor que brota de su costado abierto en la cruz (cf. Mt 10,8; Jn 13,34-35; 19,33-34; 1 Co 9,16). En efecto, cuando la belleza y la verdad de Cristo conquistan nuestros corazones, experimentamos la alegría de ser sus discípulos y asumimos de modo convencido la misión de proclamar su mensaje redentor. A este respecto, os exhorto a convocar a todas las fuerzas vivas de vuestras Diócesis, para que caminen desde Cristo irradiando siempre la luz de su rostro, en particular a los hermanos que, tal vez por sentirse poco valorados o no suficientemente atendidos en sus necesidades espirituales y materiales, buscan en otras experiencias religiosas respuestas a sus inquietudes.

4. Vosotros mismos, queridos Hermanos en el Episcopado, siguiendo el preclaro ejemplo de Santo Toribio de Mogrovejo y de tantos otros Santos Pastores, estáis llamados igualmente a vivir como audaces discípulos y misioneros del Señor. La asidua visita pastoral a las comunidades eclesiales —también a las más alejadas y humildes—, la oración prolongada, la esmerada preparación de la predicación, vuestra paterna atención a los sacerdotes, a las familias, a los jóvenes, a los catequistas y demás agentes de pastoral, son la mejor forma de sembrar en todos el ardiente deseo de ser mensajeros de la Buena Noticia de la salvación, abriéndoos al mismo tiempo las puertas del corazón de aquellos que os rodean, sobre todo de los enfermos y los más necesitados.

5. La Iglesia en vuestra Nación ha contado desde sus inicios con la benéfica presencia de abnegados miembros de la Vida Consagrada. Es de gran importancia que sigáis acompañando y animando fraternalmente a los religiosos y religiosas presentes en vuestras Iglesias particulares, para que, viviendo con fidelidad los consejos evangélicos según el propio carisma, continúen dando un vigoroso testimonio de amor a Dios, de adhesión inquebrantable al Magisterio de la Iglesia y de colaboración solícita con los planes pastorales diocesanos.

6. Pienso ahora, sobre todo, en los peruanos que carecen de trabajo y de adecuadas prestaciones educativas y sanitarias, o en los que viven en los suburbios de las grandes ciudades y en zonas recónditas. Pienso, asimismo, en aquellos que han caído en manos de la drogadicción o la violencia. No podemos desentendernos de estos hermanos nuestros más débiles y queridos por Dios, teniendo siempre presente que la caridad de Cristo nos apremia (cf. 2 Co 5,14; Rom 12,9; 13,8; 15,1-3).

7. Al concluir este entrañable encuentro, pido al Señor Jesús que os ilumine en vuestro servicio pastoral al Pueblo de Dios. A veces os asaltará el desaliento, pero aquella palabra de Cristo a san Pablo os debe confortar en el ejercicio de vuestra responsabilidad: “Te basta mi gracia. La fuerza se realiza en la debilidad” (2 Co 12,9).

Con esta viva esperanza, os ruego que transmitáis mi afectuoso saludo a los Obispos eméritos, a los sacerdotes, diáconos y seminaristas, a las comunidades religiosas y a los fieles del Perú.

Que María Santísima, Nuestra Señora de la Evangelización, os proteja siempre con su amor de Madre. A la vez que invoco su intercesión, y la de todos los santos y santas venerados especialmente entre vosotros, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.


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