2009

Ultimo Aggiornamento: 12/07/2013 13:17
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS BRASILEÑOS DE LA REGIÓN NORDESTE 2
EN VISITA "AD LIMINA"

Jueves 17 de septiembre de 2009



Venerados hermanos en el episcopado:

Como el apóstol Pablo en los inicios de la Iglesia, habéis venido, amados pastores de las provincias eclesiásticas de Olinda y Recife, Paraíba, Maceió y Natal, a visitar a Pedro (cf. Ga 1, 18). Os acojo y saludo con afecto a cada uno, comenzando por monseñor Antônio, arzobispo de Maceió, a quien agradezco los sentimientos que ha manifestado en nombre de todos haciéndose intérprete también de las alegrías, las dificultades y las esperanzas del pueblo de Dios peregrino en la región Nordeste 2. En la persona de cada uno de vosotros abrazo a los presbíteros y a los fieles de vuestras comunidades diocesanas.

En sus fieles y en sus ministros la Iglesia es sobre la tierra la comunidad sacerdotal estructurada orgánicamente como Cuerpo de Cristo, para desempeñar eficazmente, unida a su Cabeza, su misión histórica de salvación. Así nos lo enseña san Pablo: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, cada uno en la parte que le corresponde" (1 Co 12, 27). En efecto, los miembros no tienen todos la misma función: esto es lo que constituye la belleza y la vida del cuerpo (cf. 1 Co 12, 14-17). Es en la diversidad esencial entre sacerdocio ministerial y sacerdocio común donde se entiende la identidad específica de los fieles ordenados y laicos. Por esa razón es necesario evitar la secularización de los sacerdotes y la clericalización de los laicos. Desde esa perspectiva, por tanto, los fieles laicos deben esforzarse por expresar en la realidad, incluso a través del compromiso político, la visión antropológica cristiana y la doctrina social de la Iglesia. En cambio, los sacerdotes deben evitar involucrarse personalmente en la política, para favorecer la unidad y la comunión de todos los fieles, y para poder ser así una referencia para todos. Es importante hacer que crezca esta conciencia en los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos, animando y vigilando para que cada uno se sienta motivado a actuar según su propio estado.

La profundización armónica, correcta y clara de la relación entre sacerdocio común y ministerial constituye actualmente uno de los puntos más delicados del ser y de la vida de la Iglesia. Por un lado, el escaso número de presbíteros podría llevar a las comunidades a resignarse a esta carencia, consolándose tal vez con el hecho de que esta situación pone mejor de relieve el papel de los fieles laicos. Pero no es la falta de presbíteros lo que justifica una participación más activa y numerosa de los laicos. En realidad, cuanto más toman conciencia los fieles de sus responsabilidades en la Iglesia, tanto más sobresalen la identidad específica y el papel insustituible del sacerdote como pastor del conjunto de la comunidad, como testigo de la autenticidad de la fe y dispensador, en nombre de Cristo-Cabeza, de los misterios de la salvación.

Sabemos que la "misión de salvación, confiada por el Padre a su Hijo encarnado, es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona. Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1120). Por eso, la función del presbítero es esencial e insustituible para el anuncio de la Palabra y la celebración de los sacramentos, sobre todo de la Eucaristía, memorial del sacrificio supremo de Cristo, que entrega su Cuerpo y su Sangre. Por eso urge pedir al Señor que envíe obreros a su mies; además de eso, es preciso que los sacerdotes manifiesten la alegría de la fidelidad a su propia identidad con el entusiasmo de la misión.

Amados hermanos, tengo la certeza de que, en vuestra solicitud pastoral y en vuestra prudencia, procuráis con particular atención asegurar a las comunidades de vuestras diócesis la presencia de un ministro ordenado. En la situación actual en que muchos de vosotros os veis obligados a organizar la vida eclesial con pocos presbíteros, es importante evitar que esa situación sea considerada normal o típica del futuro. Como recordé al primer grupo de obispos brasileños la semana pasada, debéis concentrar vuestros esfuerzos en despertar nuevas vocaciones sacerdotales y encontrar los pastores indispensables a vuestras diócesis, ayudándoos mutuamente para que todos dispongan de presbíteros mejor formados y más numerosos para sustentar la vida de fe y la misión apostólica de los fieles.

Por otro lado, también aquellos que recibirán las órdenes sagradas están llamados a vivir con coherencia y plenitud la gracia y los compromisos del bautismo, esto es, a ofrecerse a sí mismos y toda su vida en unión con la oblación de Cristo. La celebración cotidiana del Sacrificio del altar y la oración diaria de la Liturgia de las Horas deben ir siempre acompañadas del testimonio de toda la existencia, que se hace don a Dios y a los demás y se convierte así en orientación para los fieles.

Durante estos meses la Iglesia tiene ante los ojos el ejemplo del santo cura de Ars, que invitaba a los fieles a unir su vida al sacrificio de Cristo y se ofrecía a sí mismo exclamando: "¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!" (Le Curé d'Ars. Sa pensée son coeur, coord. Bernard Nodet, 1966, p. 104). Sigue siendo un modelo actual para vuestros presbíteros, especialmente en la vivencia del celibato como exigencia del don total de sí mismos, expresión de la caridad pastoral que el concilio Vaticano II presenta como centro unificador del ser y de la actividad del sacerdote. Casi contemporáneamente vivía en vuestro amado Brasil, en São Paulo, fray Antonio de Santa Ana Galvão, a quien tuve la alegría de canonizar el 11 de mayo de 2007: también él dejó un "testimonio de ferviente adorador de la Eucaristía (...), [viviendo] en "laus perennis", en actitud constante de adoración" (Homilía en su canonización, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de mayo de 2007, p. 9). De este modo ambos procuraron imitar a Jesucristo, haciéndose cada uno de ellos no sólo sacerdote, sino también víctima y oblación como Jesús.

Amados hermanos en el episcopado, ya se manifiestan numerosas señales de esperanza para el futuro de vuestras Iglesias particulares, un futuro que Dios está preparando a través del celo y de la fidelidad con que ejercéis vuestro ministerio episcopal. Quiero aseguraros mi apoyo fraterno al mismo tiempo que os pido vuestras oraciones para que se me conceda confirmar a todos en la fe apostólica (cf. Lc 22, 32). Que la santísima Virgen María interceda por todo el pueblo de Dios en Brasil, para que los pastores y los fieles puedan "anunciar abiertamente, con valor y alegría, el misterio del Evangelio" (cf. Ef 6, 19). Con esta oración, os concedo mi bendición apostólica a vosotros, a los presbíteros y a todos los fieles de vuestras diócesis: "Paz a todos los que estáis en Cristo" (1 P 5, 14).


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ENCUENTRO CON LOS PATRIARCAS Y ARZOBISPOS MAYORES
DE LAS IGLESIAS ORIENTALES CATÓLICAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Castelgandolfo
Sábado 19 de septiembre de 2009



Señores cardenales;
Beatitudes;
venerados patriarcas y arzobispos mayores:

Os saludo a todos cordialmente y os doy las gracias por haber aceptado la invitación a participar en este encuentro: a cada uno doy mi abrazo fraterno de paz. Saludo al cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado, y al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, así como al secretario y a los demás colaboradores del dicasterio.

Demos gracias a Dios por esta reunión de carácter informal, que nos permite escuchar la voz de las Iglesias a las que servís con admirable abnegación y fortalecer los vínculos de comunión que las unen a la Sede apostólica. Este encuentro me recuerda el del 24 de abril de 2005 junto a la tumba de san Pedro. Entonces, al inicio de mi pontificado, quise emprender una peregrinación ideal al corazón del Oriente cristiano: peregrinación que hoy conoce otra significativa etapa y que tengo intención de proseguir. En varias circunstancias me habéis solicitado un contacto más frecuente con el Obispo de Roma para hacer más sólida la comunión de vuestras Iglesias con el Sucesor de Pedro y examinar juntos, en cada ocasión, posibles temas de particular importancia. Esta propuesta la habéis renovado también en la última plenaria del dicasterio para las Iglesias orientales y en las Asambleas generales del Sínodo de los obispos.

Por mi parte, siento como deber principal promover la sinodalidad tan arraigada en la eclesiología oriental y acogida con aprecio por el concilio ecuménico Vaticano II. Comparto plenamente la estima que el Concilio manifestó a vuestras Iglesias en el decreto Orientalium Ecclesiarum, y que mi venerado predecesor Juan Pablo II reafirmó sobre todo en la exhortación apostólica Orientale Lumen, así como el deseo de que las Iglesias orientales católicas "florezcan" para desempeñar "con renovado vigor apostólico la función que les ha sido confiada (...) de promover la unidad de todos los cristianos, sobre todo de los orientales, según el decreto sobre el ecumenismo" (Orientalium Ecclesiarum, 1 y 24). El horizonte ecuménico a menudo está vinculado al interreligioso. En estos dos ámbitos toda la Iglesia necesita la experiencia de convivencia que vuestras Iglesias han madurado desde el primer milenio cristiano.

Venerados hermanos, en este encuentro fraterno, durante vuestras intervenciones emergerán ciertamente los problemas que os preocupan y que podrán encontrar orientaciones adecuadas en las sedes competentes. Quiero aseguraros que os tengo constantemente presentes en mi pensamiento y en mi oración. No olvido, en particular, el llamamiento de paz que pusisteis en mis manos al final de la Asamblea del Sínodo de los obispos de octubre del año pasado.

Y hablando de paz, el pensamiento se dirige en primer lugar a las regiones de Oriente Medio. Por eso, aprovecho la ocasión para anunciar la Asamblea especial del Sínodo de los obispos para Oriente Medio, que he convocado y que se celebrará del 10 al 24 de octubre de 2010, sobre el tema: "La Iglesia católica en Oriente Medio: comunión y testimonio: "La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32)".

A la vez que deseo que esta reunión aporte los frutos esperados, invocando la intercesión maternal de María santísima, de corazón os bendigo a vosotros y a todas las Iglesias orientales católicas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS ORDENADOS DURANTE LOS ÚLTIMOS DOCE MESES
QUE PARTICIPARON EN EL ENCUENTRO ORGANIZADO
POR LAS CONGREGACIONES PARA LOS OBISPOS
Y PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES

Sala de los Suizos - Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Lunes 21 de septiembre de 2009



Queridos hermanos en el episcopado:

Gracias de corazón por vuestra visita, con ocasión del congreso organizado para los obispos que han emprendido desde hace poco su ministerio pastoral. Estas jornadas de reflexión, oración y actualización son verdaderamente propicias para ayudaros, queridos hermanos, a familiarizaros mejor con las tareas que estáis llamados a llevar a cabo como pastores de comunidades diocesanas; también son jornadas de convivencia amistosa que constituyen una experiencia singular de la "collegialitas affectiva" que une a todos los obispos en un único cuerpo apostólico, juntamente con el Sucesor de Pedro, "fundamento perpetuo y visible de la unidad" (Lumen gentium, 23). Agradezco al cardenal Giovanni Battista Re, prefecto de la Congregación para los obispos, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre; saludo al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, y al cardenal Pell, arzobispo de Sydney (Australia), y expreso mi agradecimiento a cuantos de varias formas colaboran en la organización de este encuentro anual.

Este año, como ha explicado ya el cardenal Re, vuestro congreso se enmarca en el contexto del Año sacerdotal, proclamado con motivo del 150° aniversario de la muerte de san Juan María Vianney. Como he escrito en la carta enviada con esta ocasión a todos los sacerdotes, este año especial "desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo". La imitación de Jesús, buen Pastor, es para todo sacerdote el camino obligatorio de su propia santificación y la condición esencial para ejercer responsablemente el ministerio pastoral. Si esto vale para los presbíteros, vale todavía más para nosotros, queridos hermanos obispos. Más aún, es importante no olvidar que una de las tareas esenciales del obispo consiste precisamente en ayudar, con el ejemplo y con el apoyo fraterno, a los sacerdotes a seguir fielmente su vocación y a trabajar con entusiasmo y amor en la viña del Señor.

Al respecto, en la exhortación postsinodal Pastores gregis, mi venerado predecesor Juan Pablo ii explicó que el gesto del sacerdote, cuando pone sus manos en las manos del obispo el día de su ordenación presbiteral, compromete a ambos: al sacerdote y al obispo. El nuevo presbítero decide encomendarse al obispo y, por su parte, el obispo se compromete a custodiar esas manos (cf. n. 47). Bien mirada, es una tarea solemne que se configura para el obispo como responsabilidad paterna en la custodia y promoción de la identidad sacerdotal de los presbíteros encomendados a su solicitud pastoral, una identidad que hoy por desgracia está sometida a dura prueba por la creciente secularización. El obispo, por tanto —prosigue la Pastores gregis—, "ha de tratar de comportarse siempre con sus sacerdotes como padre y hermano que los quiere, escucha, acoge, corrige, conforta, pide su colaboración y hace todo lo posible por su bienestar humano, espiritual, ministerial y económico" (ib.).

De modo especial, el obispo está llamado a alimentar la vida espiritual en los sacerdotes, para favorecer en ellos la armonía entre la oración y el apostolado, mirando al ejemplo de Jesús y de los Apóstoles, a quienes él llamó ante todo, como dice san Marcos, para que "estuvieran con él" (Mc 3, 14). De hecho, una condición indispensable para que produzca buenos frutos es que el sacerdote permanezca unido al Señor; aquí radica el secreto de la fecundidad de su ministerio: sólo si está incorporado a Cristo, verdadera Vid, produce fruto. La misión de un presbítero, y con mayor razón la de un obispo, conlleva hoy una cantidad tan grande de trabajo que tiende a absorberlo continua y totalmente. Las dificultades aumentan y las obligaciones se multiplican, entre otras razones porque afrontan realidades nuevas y mayores exigencias pastorales.

Con todo, la atención a los problemas de cada día y las iniciativas encaminadas a conducir a los hombres por el camino de Dios nunca deben distraernos de la unión íntima y personal con Cristo, de estar con él. Estar a disposición de la gente no debe disminuir u ofuscar nuestra disponibilidad hacia el Señor. El tiempo que el sacerdote y el obispo consagran a Dios en la oración siempre es el mejor empleado, porque la oración es el alma de la actividad pastoral, la "linfa" que le infunde fuerza; es el apoyo en los momentos de incertidumbre y desaliento, y el manantial inagotable de fervor misionero y de amor fraterno hacia todos.

En el centro de la vida sacerdotal está la Eucaristía. En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis subrayé que "la santa misa es formativa en el sentido más profundo de la palabra, pues promueve la configuración con Cristo y consolida al sacerdote en su vocación" (n. 80). Así pues, que la celebración eucarística ilumine toda vuestra jornada y la de vuestros sacerdotes, imprimiendo su gracia y su influjo espiritual en los momentos tristes o alegres, agitados o tranquilos, de acción o de contemplación.

Un modo privilegiado de prolongar en la jornada la misteriosa acción santificadora de la Eucaristía es el rezo fervoroso de la Liturgia de las Horas, como también la adoración eucarística, la lectio divina y la oración contemplativa del rosario. El santo cura de Ars nos enseña cuán preciosos son la compenetración del sacerdote con el sacrificio eucarístico y la educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión. Con la Palabra y los sacramentos —recordé en la carta a los sacerdotes— san Juan María Vianney edificó a su pueblo. El vicario general de la diócesis de Belley, al nombrarlo como párroco de Ars, le dijo: "No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá". Y aquella parroquia se transformó.

Queridos nuevos obispos, gracias por el servicio que prestáis a la Iglesia con entrega y amor. Os saludo con afecto y os aseguro mi constante apoyo, así como mi oración para que "vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca" (Jn 15, 16). Por ello invoco la intercesión de María Regina Apostolorum, e imparto de corazón sobre vosotros, sobre vuestros sacerdotes y sobre vuestras comunidades diocesanas una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LAS REGIONES NORDESTE 1 Y 4
DE BRASIL EN VISITA «AD LIMINA»

Viernes 25 de septiembre de 2009



Queridos hermanos en el episcopado:

¡Sed bienvenidos! Con gran satisfacción os acojo en esta casa y de todo corazón deseo que vuestra visita ad limina os proporcione el consuelo y el aliento que esperáis. Os agradezco el amable saludo que me acabáis de dirigir por medio de monseñor José Antônio Aparecido Tosi Marques, arzobispo de Fortaleza, testimoniando los sentimientos de afecto y comunión que unen a vuestras Iglesias particulares a la Sede de Roma y la determinación con que habéis abrazado el urgente compromiso de la misión para volver a encender la luz y la gracia de Cristo en las sendas de la vida de vuestro pueblo.

Hoy deseo hablaros de la primera de esas sendas: la familia fundada en el matrimonio, como "alianza conyugal en la que el hombre y la mujer se entregan y aceptan mutuamente" (cf. Gaudium et spes, 48). La familia, institución natural confirmada por la ley divina, está ordenada al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole, que constituye su corona (cf. ib.). Hay fuerzas y voces en la sociedad actual que, poniendo en tela de juicio todo ello, parecen decididas a demoler la cuna natural de la vida humana. Vuestros informes y nuestros coloquios individuales han afrontado repetidamente esta situación de asedio a la familia, en la que la vida sale derrotada en numerosas batallas; sin embargo, es alentador percibir que, a pesar de todas las influencias negativas, el pueblo de vuestras regiones nordeste 1 y 4, sostenido por su piedad religiosa característica y por un profundo sentido de solidaridad fraterna, sigue abierto al Evangelio de la vida.

Al ser nosotros conscientes de que solamente de Dios puede provenir la imagen y semejanza propia del ser humano (cf. Gn 1, 27), como sucede en la creación —la generación y la continuación de la creación—, con vosotros y con vuestros fieles, "doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra, para que os conceda, según la riqueza de su gloria, que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior" (Ef 3, 14-16). Que en cada hogar el padre y la madre, íntimamente robustecidos por la fuerza del Espíritu Santo, unidos sigan siendo la bendición de Dios en la propia familia, buscando la eternidad de su amor en las fuentes de la gracia confiadas a la Iglesia, que es "el pueblo unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Lumen gentium, 4).

Con todo, mientras la Iglesia compara la familia humana con la vida de la Santísima Trinidad —primera unidad de vida en la pluralidad de las personas— y no se cansa de enseñar que la familia tiene su fundamento en el matrimonio y en el plan de Dios, la conciencia generalizada en el mundo secularizado vive en la incertidumbre más profunda a ese respecto, especialmente desde que las sociedades occidentales legalizaron el divorcio. El único fundamento reconocido parece ser el sentimiento o la subjetividad individual que se expresa en la voluntad de convivir. En esta situación disminuye el número de matrimonios, porque nadie compromete su vida sobre una premisa tan frágil e inconstante, crecen las uniones de hecho y aumentan los divorcios. Con esta fragilidad se consuma el drama de muchos niños privados del apoyo de los padres, víctimas del malestar y del abandono, y se difunde el desorden social.

La Iglesia no puede permanecer indiferente ante la separación de los cónyuges y el divorcio, ante la ruina de los hogares y las consecuencias que el divorcio provoca en los hijos. Estos, para ser instruidos y educados, necesitan puntos de referencia muy precisos y concretos, es decir, padres determinados y ciertos que, de modo diverso, contribuyen a su educación. Ahora bien, este es el principio que la práctica del divorcio está minando y poniendo en peligro con la así llamada familia alargada o móvil, que multiplica los "padres" y las "madres" y hace que hoy la mayoría de los que se sienten "huérfanos" no sean hijos sin padres, sino hijos que los tienen en exceso. Esta situación, con las inevitables interferencias y el cruce de relaciones, no puede menos de generar conflictos y confusiones internas, contribuyendo a crear y grabar en los hijos un tipo de familia alterado, asimilable de algún modo a la propia convivencia a causa de su precariedad.

La Iglesia está firmemente convencida de que los problemas actuales que encuentran los cónyuges y debilitan su unión tienen su verdadera solución en un regreso a la solidez de la familia cristiana, ámbito de confianza mutua, de entrega recíproca, de respeto de la libertad y de educación para la vida social. Es importante recordar que "el amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 1644). De hecho, Jesús dijo claramente: "Lo que Dios unió, no lo separe el hombre" (Mc 10, 9) y añadió: "Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio" (Mc 10, 11-12). Con toda la comprensión que la Iglesia puede sentir ante tales situaciones, no existen casados de segunda unión, como los hay de primera; esa es una situación irregular y peligrosa, que es necesario resolver con fidelidad a Cristo, encontrando con la ayuda de un sacerdote un camino posible para poner a salvo a cuantos están implicados en ella.

Para ayudar a las familias, os exhorto a proponerles con convicción las virtudes de la Sagrada Familia: la oración, piedra angular de todo hogar fiel a su identidad y a su misión; la laboriosidad, eje de todo matrimonio maduro y responsable; y el silencio, fundamento de toda actividad libre y eficaz. De este modo, animo a vuestros sacerdotes y a los centros pastorales de vuestras diócesis a acompañar a las familias para que no se vean engañadas y seducidas por ciertos estilos de vida relativistas, que promueven las producciones cinematográficas y televisivas y otros medios de información. Confío en el testimonio de los hogares que toman sus energías del sacramento del matrimonio; con ellas es posible superar la prueba que se presenta, saber perdonar una ofensa, acoger a un hijo que sufre, iluminar la vida del otro, aunque sea débil o discapacitado, mediante la belleza del amor. El tejido de la sociedad se ha de restablecer a partir de estas familias.

Estos son, queridos hermanos, algunos pensamientos que os dejo al concluir vuestra visita ad limina, llena de noticias consoladoras, pero también de temor por la fisonomía que en el futuro pueda adquirir vuestra amada nación. Trabajad con inteligencia y con celo; no escatiméis esfuerzos en la preparación de comunidades activas y conscientes de su fe. En ellas se consolidará la fisonomía de la población del nordeste según el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret. Estos son mis deseos, que confirmo con la bendición apostólica que os imparto a todos vosotros, extendiéndola a las familias cristianas, a las distintas comunidades eclesiales con sus pastores, y a todos los fieles de vuestras amadas diócesis.


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Incontro con le Autorità Civili e Militari, con le Comunità Religiose e i Dipendenti che hanno assicurato il servizio durante il periodo estivo (1° ottobre 2009)

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Saluto ai Dipendenti delle Ville Pontificie di Castel Gandolfo (1° ottobre 2009)

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All'Ambasciatore delle Filippine presso la Santa Sede (2 ottobre 2009)

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DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LA BARONESA HENRIETTE JOHANNA CORNELIA MARÍA
VAN LYNDE-LEIJTEN, NUEVA EMBAJADOR DE LOS PAÍSES BAJOS
ANTE LA SANTA SEDE*

Palacio pontificio de Castelgandolfo
Viernes 2 de octubre de 2009



Excelencia:

Me complace darle la bienvenida al Vaticano y aceptar sus cartas credenciales como embajadora extraordinaria y plenipotenciaria del reino de los Países Bajos anta la Santa Sede. Quiero expresarle mi gratitud por los buenos deseos que me trae de la reina Beatriz. Por mi parte, le ruego que transmita a su majestad mis más cordiales saludos y le asegure mis continuas oraciones por todo el pueblo de su nación.

En un mundo cada vez más interconectado, las relaciones diplomáticas de la Santa Sede con los distintos estados ofrecen muchas posibilidades de cooperación sobre cuestiones globales importantes. Desde esta perspectiva, la Santa Sede aprecia sus vínculos con los Países Bajos y quiere reforzarlos durante los próximos años. Su país, en cuanto miembro fundador de la Comunidad económica europea y sede de varias instituciones jurídicas internacionales, ha estado durante mucho tiempo en la vanguardia de las iniciativas con vistas a reforzar la cooperación internacional para el bien mayor de la familia humana. Por este motivo, la misión que usted está emprendiendo está llena de oportunidades para una acción común orientada a promover la paz y la prosperidad, a la luz del deseo, tanto de la Santa Sede como de los Países Bajos, de ayudar a la persona humana.

La defensa y la promoción de la libertad es un elemento clave en este tipo de compromiso humanitario, sobre el que tanto la Santa Sede como el reino de los Países Bajos llaman la atención con frecuencia. Ahora bien, es preciso comprender que la libertad debe estar anclada en la verdad —la verdad de la naturaleza de la persona humana— y orientada hacia el bien de los individuos y de la sociedad. En la crisis financiera de los últimos doce meses el mundo entero ha podido observar las consecuencias de un individualismo exagerado que tiende a favorecer la búsqueda obstinada de una ventaja personal, excluyendo otros bienes. Se ha reflexionado mucho sobre la necesidad de una correcta actitud ética ante el proceso de integración económica y política, y cada vez más personas reconocen que la globalización tiene que apuntar al objetivo del desarrollo humano integral de las personas, las comunidades y los pueblos, conformado no por fuerzas mecánicas o deterministas, sino por valores humanos abiertos a la trascendencia (cf. Caritas in veritate, 42). Nuestro mundo necesita "recuperar el verdadero sentido de la libertad, que no consiste en la seducción de una autonomía total, sino en la respuesta a la llamada del ser, comenzando por nuestro propio ser" (ib., 70). De aquí la convicción de la Santa Sede sobre el papel insustituible de las comunidades de fe en la vida y el debate públicos.

Si bien parte de la población holandesa se declara agnóstica o incluso atea, más de la mitad profesa el cristianismo, y el número creciente de inmigrantes que siguen otras religiones hace más necesario que nunca que las autoridades civiles reconozcan el lugar que ocupa la religión en la sociedad holandesa. Una señal de que su Gobierno ya lo hace es el hecho de que en su país los colegios religiosos reciban ayuda estatal, y es justo que así sea, puesto que dichas instituciones están llamadas a contribuir de manera significativa al entendimiento mutuo y a la cohesión social, transmitiendo valores que hunden sus raíces en una visión trascendente de la dignidad humana.

A este propósito, las familias construidas sobre los cimientos del matrimonio estable y fecundo entre un hombre y una mujer son incluso más básicas que los colegios. Nada puede igualar o sustituir el valor formativo de crecer en un ambiente familiar seguro, aprendiendo a respetar y favorecer la dignidad personal de los demás, adquiriendo la capacidad de "acogida cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y solidaridad profunda" (Familiaris consortio, 43; cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, n. 221), en resumidas cuentas, aprendiendo a amar. Por otro lado, una sociedad que impulsa modelos alternativos de vida familiar en aras de una supuesta diversidad, acumulará consecuencias sociales que no llevan al desarrollo integral del hombre (cf. Caritas in veritate, 44. 51).

La Iglesia católica en su país tiene el vivo deseo de desempeñar su papel apoyando y fomentando la vida familiar estable, como ha declarado la Conferencia episcopal de los Países Bajos en un reciente documento sobre la solicitud pastoral hacia los jóvenes y la familia. Tengo la ferviente esperanza de que la contribución católica al debate ético sea escuchada y atendida por todos los sectores de la sociedad holandesa, de manera que la noble cultura que ha caracterizado durante siglos a su país siga siendo conocida por su solidaridad con los pobres y los más vulnerables, por su promoción de una libertad auténtica y por su respeto a la dignidad y el valor inestimable de cada vida humana.

Excelencia, a la vez que le expreso mis mejores deseos de éxito en su misión, quiero asegurarle que los distintos departamentos de la Curia romana están dispuestos a ofrecerle ayuda y apoyo en el cumplimiento de sus responsabilidades. Sobre usted, excelencia, sobre su familia y sobre todos los habitantes del reino de los Países Bajos, invoco de corazón las abundantes bendiciones de Dios.


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11/07/2013 19:55


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR MIGUEL HUMBERTO DÍAZ,
NUEVO EMBAJADOR DE ESTADOS UNIDOS ANTE LA SANTA SEDE*

Palacio pontificio de Castelgandolfo
Viernes 2 de octubre de 2009



Excelencia:

Me complace aceptar las cartas que le acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de los Estados Unidos de América ante la Santa Sede. Recuerdo con agrado mi encuentro con el presidente Barack Obama y su familia el pasado mes de julio, y con mucho gusto correspondo a los cordiales saludos que usted me trae de su parte. Aprovecho también esta ocasión para expresar mi confianza en que las relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y la Santa Sede, que comenzaron formalmente hace veinticinco años, seguirán estando marcadas por el diálogo fructífero y la cooperación para promover la dignidad humana, el respeto de los derechos humanos fundamentales, y el servicio a la justicia, la solidaridad y la paz entre toda la familia humana.

El año pasado, durante mi visita pastoral a su país, me alegró encontrar una democracia viva, comprometida en el servicio del bien común y modelada según una visión de igualdad e igualdad de oportunidades basada en la dignidad que nos da Dios y la libertad de cada ser humano. Esta visión, consagrada en los documentos constitutivos de la nación, sigue inspirando el crecimiento de Estados Unidos como una sociedad cohesionada aunque pluralista, y que constantemente se enriquece con los dones aportados por las nuevas generaciones, incluidos los numerosos inmigrantes que siguen haciendo crecer y rejuvenecer la sociedad estadounidense. En los últimos meses, la reafirmación de esta dialéctica entre tradición y originalidad, unidad y diversidad ha vuelto a capturar la imaginación del mundo; muchos de cuyos pueblos miran a la experiencia estadounidense y a su visión basada en su propia búsqueda de modelos viables para una democracia responsable y un sólido desarrollo en una sociedad global y cada vez más interdependiente.

Por esta razón, aprecio vuestro reconocimiento de la necesidad de un mayor espíritu de solidaridad y compromiso multilateral a la hora de afrontar los problemas urgentes de nuestro planeta. La defensa de los valores de "la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad" no puede seguir considerándose en términos predominantemente individualistas ni nacionales, sino que más bien debe verse desde la perspectiva superior del bien común de toda la familia humana. La persistente crisis económica internacional requiere claramente una revisión de las actuales estructuras políticas, económicas y financieras a la luz del imperativo ético de asegurar el desarrollo integral de todos. En efecto, es necesario un modelo de globalización inspirado en un humanismo auténtico, en el que se vea a los pueblos del mundo no sólo como a meros vecinos sino como a hermanos y hermanas.

El multilateralismo, por su parte, no se debe restringir a los asuntos puramente económicos y políticos; sino que más bien debería expresarse en la resolución de afrontar todo el espectro de cuestiones relacionadas con el futuro de la humanidad y la promoción de la dignidad humana, incluyendo el acceso seguro a alimentos y agua, atención sanitaria básica, políticas reguladoras del comercio y la inmigración justas, especialmente en lo que se refiere a la familia, el control climático y la protección del medio ambiente, y la eliminación del flagelo de las armas nucleares. Con respecto de esta última cuestión, deseo expresar mi satisfacción por la reciente reunión del Consejo de seguridad de las Naciones Unidas presidido por el presidente Obama, en la que se aprobó por unanimidad la resolución sobre el desarme atómico y se fijó ante la comunidad internacional el objetivo de un mundo libre de armas nucleares. Se trata de un signo prometedor en la víspera de la Conferencia de revisión del Tratado de no-proliferación de armas nucleares.

Como insiste la doctrina social de la Iglesia, un progreso auténtico debe ser integral y humano; no puede prescindir de la verdad sobre los seres humanos y debe estar siempre dirigido a su verdadero bien. En una palabra, la fidelidad al hombre requiere la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de la libertad y el desarrollo real. Por su parte, la Iglesia en los Estados Unidos desea contribuir al debate sobre las cuestiones éticas y sociales importantes que forjarán el futuro de América, proponiendo argumentos respetuosos y razonables basados en el derecho natural y confirmados por la perspectiva de la fe. La visión y la imaginación religiosas no reducen, sino que enriquecen el debate político y ético, y las religiones, precisamente porque se ocupan del destino último de todo hombre y mujer, están llamadas a ser una fuerza profética para la liberación humana y el desarrollo en todo el mundo, en particular en las zonas asoladas por hostilidades y conflictos. En mi reciente visita a Tierra Santa, hice hincapié en el valor de la comprensión y la cooperación entre los seguidores de las distintas religiones al servicio de la paz, y por eso observo con satisfacción el deseo de su Gobierno de promover esta cooperación como parte de un diálogo más amplio entre las culturas y los pueblos.

Permítame, señor embajador, que insista en la convicción que expresé al principio de mi viaje apostólico a los Estados Unidos. La libertad —esa libertad tan querida, justamente, para los ciudadanos estadounidenses— "no es sólo un don, sino también una llamada a la responsabilidad personal"; es "una oportunidad para cada generación, que debe ser conquistada para la causa del bien" (Discurso en la Casa Blanca, 16 de abril de 2008). La preservación de la libertad está inseparablemente unida al respeto por la verdad y la búsqueda de la prosperidad humana auténtica. La crisis de las democracias modernas exige un compromiso renovado por un diálogo razonable en el discernimiento de políticas sabias y justas que respeten la naturaleza y la dignidad humanas. La Iglesia en Estados Unidos contribuye a este discernimiento, especialmente mediante la formación de las conciencias y su apostolado educativo, con los que ofrece una aportación significativa y positiva a la vida cívica y al debate público estadounidenses. Pienso especialmente en la necesidad de un claro discernimiento con respecto a temas relativos a la protección de la dignidad humana y el respeto del derecho inalienable a la vida desde su concepción a la muerte natural, así como la protección del derecho a la objeción de conciencia por parte de los operadores sanitarios y de todos los ciudadanos. La Iglesia insiste en el vínculo indisoluble entre la ética de la vida y todos los demás aspectos de la ética social, pues está convencida de que en las palabras proféticas del difunto Papa Juan Pablo ii, "una sociedad carece de bases sólidas, cuando, por una parte, afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz, pero por otro lado, actúa radicalmente en contra al permitir o tolerar una variedad de formas en que la vida humana es despreciada y violada, sobre todo cuando es débil o marginada" (Evangelium vitae, 101; cf. Caritas in veritate, 15).

Señor embajador, en este comienzo de su nueva misión al servicio de su país, le formulo mis mejores deseos y le prometo mis oraciones. Tenga la seguridad de que siempre podrá contar con las oficinas de la Santa Sede para prestarle asistencia y apoyo en el cumplimiento de sus funciones. Sobre usted y sobre su familia, y sobre todo el querido pueblo estadounidense, invoco de corazón las bendiciones de Dios de la sabiduría, la fuerza y la paz.


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II ASAMBLEA ESPECIAL PARA ÁFRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
(4-25 DE OCTUBRE DE 2009)

MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL INICIO DE LOS TRABAJOS

Aula del Sínodo, Hora Tercia
Lunes 5 de octubre de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Hemos dado comienzo ahora a nuestro encuentro sinodal invocando al Espíritu Santo y sabiendo muy bien que en este momento no podemos llevar a cabo lo que habría que hacer para la Iglesia y para el mundo: sólo con la fuerza del Espíritu Santo podemos percibir lo que es recto y después ponerlo en práctica. Todos los días comenzaremos nuestro trabajo invocando al Espíritu Santo con la oración de la Hora Tercia "Nunc sancte nobis Spiritus". Por eso, ahora quiero meditar, junto con vosotros, un poco sobre este himno que abre el trabajo de cada día, aquí en el Sínodo, pero también después en nuestra vida cotidiana.

"Nunc sancte nobis Spiritus". Pedimos que Pentecostés no sea sólo un acontecimiento del pasado, el primer inicio de la Iglesia, sino que acontezca hoy, más aún, ahora: "nunc sancte nobis Spiritus". Pedimos al Señor que realice ahora la efusión de su Espíritu y recree de nuevo a su Iglesia y al mundo. Recordamos que los Apóstoles después de la Ascensión no empezaron —como quizás hubiera sido normal— a organizar, a crear la Iglesia futura. Esperaron la acción de Dios, esperaron al Espíritu Santo. Comprendieron que la Iglesia no se puede hacer, que no es producto de nuestra organización: la Iglesia debe nacer del Espíritu Santo. Al igual que el Señor mismo fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de él, también la Iglesia debe ser siempre concebida por obra del Espíritu Santo y nacer de él. Sólo con este acto creador de Dios podemos entrar en la actividad de Dios, en la acción divina y colaborar con él. En este sentido, también todo nuestro trabajo en el Sínodo es colaborar con el Espíritu Santo, con la fuerza de Dios que nos precede. Tenemos que seguir implorando que se cumpla esta iniciativa divina, en la que nosotros podemos ser colaboradores de Dios y contribuir a que su Iglesia nazca y crezca de nuevo.

La segunda estrofa de este himno —"Os, lingua, mens, sensus, vigor, / Confessionem personent: / Flammescat igne caritas, / accendat ardor proximos"— es el corazón de esta oración. Imploramos a Dios tres dones, los dones esenciales de Pentecostés, del Espíritu Santo: confessio, caritas, proximos. Confessio: existe la lengua de fuego que es "razonable", da la palabra correcta y hace pensar en el fin de Babilonia en la fiesta de Pentecostés. La confusión que nace del egoísmo y la soberbia del hombre, cuyo efecto es ya no lograr comprenderse unos a otros, se supera con la fuerza del Espíritu, que une sin uniformar, que da unidad en la pluralidad: cada uno puede entender al otro, incluso a pesar de la diversidad de lenguas. Confessio: la palabra, la lengua de fuego que el Señor nos da, la palabra común en la que estamos todos unidos, la ciudad de Dios, la santa Iglesia, en la que está presente toda la riqueza de las diversas culturas. Flammescat igne caritas. Esta confesión no es una teoría sino que es vida, es amor. El corazón de la santa Iglesia es el amor, Dios es amor y se comunica comunicándonos el amor. Por último, el prójimo. La Iglesia nunca es un grupo cerrado en sí mismo, que vive para sí mismo como uno de los muchos grupos que existen en el mundo, sino que se caracteriza por la universalidad de la caridad, de la responsabilidad respecto al prójimo.

Consideremos uno por uno estos tres dones. Confessio: en el lenguaje de la Biblia y de la Iglesia antigua esta palabra tiene dos significados esenciales, que parecen opuestos pero en realidad constituyen una única realidad. Confessio ante todo es confesión de los pecados: reconocer nuestra culpa y conocer que ante Dios somos insuficientes, somos culpables, no estamos en la justa relación con él. Este es el primer punto: conocernos a nosotros mismos a la luz de Dios. Sólo a esta luz podemos conocernos a nosotros mismos, podemos entender también cuánto mal hay en nosotros y, de este modo, ver todo lo que debe ser renovado, transformado. Sólo a la luz de Dios nos conocemos los unos a los otros y vemos de verdad toda la realidad.

Me parece que debemos tener presente todo esto en nuestros análisis sobre la reconciliación, la justicia y la paz. Los análisis empíricos son importantes; es importante que se conozca exactamente la realidad de este mundo. Sin embargo, estos análisis horizontales, preparados con tanta exactitud y competencia, son insuficientes. No indican los verdaderos problemas, porque no los colocan a la luz de Dios. Si no vemos que en su raíz está el Misterio de Dios, las cosas del mundo van mal porque la relación con Dios no es ordenada. Y si la primera relación, la relación básica, no es correcta, todas las demás relaciones con cuanto puede haber de bueno, fundamentalmente no funcionan. Por eso, nuestros análisis del mundo son insuficientes si no llegamos hasta este punto, si no consideramos el mundo a la luz de Dios, si no descubrimos que en la raíz de las injusticias, de la corrupción, hay un corazón que no es recto, hay una cerrazón respecto a Dios y, por lo tanto, una falsificación de la relación esencial que es la base de todas las demás.

Confessio: comprender a la luz de Dios las realidades del mundo, el primado de Dios y, por último, todo el ser humano y las realidades humanas, que tienden a nuestra relación con Dios. Y si esta relación no es correcta, si no llega al punto querido por Dios, si no entra en su verdad, entonces tampoco se puede corregir todo lo demás porque vuelven a nacer todos los vicios que destruyen la red social y la paz en el mundo.

Confessio: ver la realidad a la luz de Dios, entender que en el fondo nuestras realidades dependen de nuestra relación con nuestro Creador y Redentor y, de este modo, llegar a la verdad, a la verdad que salva. San Agustín, refiriéndose al capítulo 3 del Evangelio de san Juan, define el acto de la confesión cristiana con "hacer la verdad, ir a la luz". Sólo caminamos a la luz de la verdad viendo a la luz de Dios nuestras culpas, la insuficiencia de nuestra relación con él. Y sólo la verdad salva. Actuemos por fin en la verdad: confesar realmente en esta profundidad de la luz de Dios es hacer la verdad.

Este es el primer significado de la palabra confessio, confesión de los pecados, reconocimiento de la culpabilidad que resulta de nuestra falta de relación con Dios. Pero un segundo significado de confesión es dar gracias a Dios, glorificar a Dios, dar testimonio de Dios. Podemos reconocer la verdad de nuestro ser porque existe la respuesta divina. Dios no nos ha dejado solos con nuestros pecados; él no se retira ni siquiera cuando nuestra relación con él está obstaculizada, sino que viene y nos toma de la mano. Por eso, confessio es testimonio de la bondad de Dios, es evangelización. Podríamos decir que la segunda dimensión de la palabra confessio es idéntica a la evangelización. Lo vemos en el día de Pentecostés, cuando san Pedro, en su discurso, por una parte acusa la culpa de las personas —habéis matado al santo y al justo—, pero al mismo tiempo dice: este Santo ha resucitado y os ama, os abraza, os llama a ser suyos en el arrepentimiento y en el bautismo, al igual que en la comunión de su Cuerpo. A la luz de Dios confesar se convierte necesariamente en anunciar a Dios, evangelizar y, de este modo, renovar el mundo.

La palabra confessio, sin embargo, nos recuerda otro elemento más. En el capítulo 10 de la Carta a los Romanos san Pablo interpreta la confesión del capítulo 30 del Deuteronomio. En este último texto parece que los judíos, entrando en la forma definitiva de la alianza, en la Tierra Santa, tenían miedo y no podían realmente responder a Dios como debían. El Señor les dice: no tengáis miedo, Dios no está lejos. Para llegar a Dios no es necesario atravesar un océano desconocido, no son necesarios viajes espaciales por el cielo, cosas complicadas o imposibles. Dios no está lejos, no está al otro lado del océano o en estos espacios inmensos del universo. Dios está cerca. Está en tu corazón y en tus labios, con la palabra de la Torá, que entra en tu corazón y se anuncia en tus labios. Dios está en ti y contigo, está cerca.

San Pablo sustituye, en su interpretación, la palabra Torá por la palabra confesión y fe. Dice: realmente Dios está cerca, no son necesarias expediciones complicadas para llegar a él, ni aventuras espirituales o materiales. Dios está cerca con la fe, está en tu corazón, y con la confesión está en tus labios. Está en ti y contigo. Realmente Jesucristo con su presencia nos da la palabra de vida. Así entra, por la fe, en nuestro corazón. Habita en nuestro corazón y en la confesión llevamos la realidad del Señor al mundo, a nuestro tiempo. Me parece que este es un elemento muy importante: el Dios cercano. La ciencia y la técnica conllevan grandes inversiones: las aventuras espirituales y materiales son costosas y difíciles; pero Dios se da gratuitamente. Las cosas más grandes de la vida —Dios, amor, verdad— son gratuitas. Dios se da en nuestro corazón. Diría que deberíamos meditar a menudo sobre esta gratuidad de Dios: no hacen falta grandes dones materiales ni intelectuales para estar cerca de Dios. Dios se da gratuitamente en su amor, está en mí, en mi corazón y en mis labios. Esta es la valentía, la alegría de nuestra vida. Es también la valentía presente en este Sínodo, porque Dios no está lejos: está con nosotros con la palabra de la fe. Pienso que también esta dualidad es importante: la palabra en el corazón y en los labios. Esta profundidad de la fe personal, que realmente me une íntimamente con Dios, se debe confesar: fe y confesión, interioridad en la comunión con Dios y testimonio de la fe que se expresa en mis labios y de ese modo se hace sensible y presente en el mundo. Son dos cosas importantes que siempre van juntas.

Más adelante, el himno que estamos comentando indica también los lugares en los que se encuentra la confesión: "os, lingua, mens, sensus, vigor". Todas nuestras capacidades de pensar, hablar, sentir, actuar, deben hacer resonar —el latín usa el verbo "personare"— la Palabra de Dios. Nuestro ser, en todas sus dimensiones, debería llenarse de esta palabra, que de ese modo llega a ser realmente sensible en el mundo; que a través de nuestra existencia resuena en el mundo: la palabra del Espíritu Santo.

Brevemente, otros dos dones. La caridad: es importante que el cristianismo no sea una suma de ideas, una filosofía, una teología, sino un modo de vivir; el cristianismo es caridad, es amor. Sólo así nos convertimos en cristianos: si la fe se transforma en caridad, si es caridad. Podemos decir que también logos y caritas van juntos. Nuestro Dios es, por una parte, logos, razón eterna; pero esta razón es a la vez amor, no es matemática fría que construye el universo, no es un demiurgo; esta razón eterna es fuego, es caridad. En nosotros mismos debería realizarse esta unidad de razón y caridad, de fe y caridad. Y así, transformados en la caridad, ser divinizados, como dicen los Padres griegos. Diría que en la evolución del mundo tenemos este recorrido ascendente, desde las primeras realidades creadas hasta la criatura hombre. Sin embargo, esta escala todavía no está completa. El hombre debería ser divinizado y, de ese modo, realizarse. La unidad de la criatura con el Creador: este es el verdadero desarrollo, llegar con la gracia de Dios a esta apertura. Nuestra esencia se transforma en la caridad. Si hablamos de este desarrollo también pensamos en esta última meta, a la que Dios quiere llegar con nosotros.

Por último, el prójimo. La caridad no es algo individual, sino universal y concreto. Hoy, en la misa, hemos proclamado la página evangélica del buen samaritano, en la que vemos la doble realidad de la caridad cristiana, que es universal y concreta. Este samaritano se encuentra con un judío, por lo tanto, alguien que está fuera de las fronteras de su tribu y de su religión; pero la caridad es universal y, por lo tanto, este extranjero es para él prójimo en todos los sentidos. La universalidad abre los límites que cierran el mundo y crean las diversidades y los conflictos. Al mismo tiempo, el hecho de que se deba hacer algo por la universalidad no es filosofía sino acción concreta. Debemos tender a esta unificación de universalidad y concreción, debemos abrir realmente estas fronteras entre tribus, etnias y religiones a la universalidad del amor de Dios. Y esto no en teoría, sino en los lugares en los que vivimos, con toda la concreción necesaria. Roguemos al Señor que nos conceda todo esto, con la fuerza del Espíritu Santo. Al final el himno es glorificación del Dios uno y trino, y petición de conocer y creer. El final, pues, vuelve al comienzo. Oremos para que conozcamos, para que conocer se transforme en creer, y para que creer se convierta en amar, en acción. Roguemos al Señor que nos conceda el Espíritu Santo, suscite un nuevo Pentecostés y nos ayude a ser sus servidores en esta hora del mundo. Amén.


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TERCERA CONGREGACIÓN DE LA II ASAMBLEA ESPECIAL PARA ÁFRICA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU SANTIDAD ABUNA PAULUS,
PATRIARCA DE LA IGLESIA ORTODOXA DE ETIOPÍA

Martes 6 de octubre de 2009



Santidad, le doy gracias de todo corazón por su profunda presentación y por haber aceptado mi invitación a participar en la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Estoy seguro de que todos los miembros de la Asamblea comparten mi gratitud y mi aprecio.

Su presencia es un testimonio elocuente de la antigüedad y de las ricas tradiciones de la Iglesia en África. Desde los tiempos de los Apóstoles, entre los numerosos pueblos que anhelaban escuchar el mensaje de salvación de Cristo estaban los provenientes de Etiopía (cf. Hch 8, 26-40). La fidelidad de su pueblo al Evangelio sigue manifestándose no sólo por su obediencia a la ley del amor, sino también, como usted nos ha recordado, por su perseverancia en la persecución y en el sacrificio supremo del martirio por el nombre de Cristo.

Santidad, usted ha recordado que el anuncio del Evangelio no se puede separar del compromiso de construir una sociedad que sea conforme a la voluntad de Dios, que respete las bendiciones de su creación y que proteja la dignidad y la inocencia de todos sus hijos. Sabemos que en Cristo la reconciliación es posible, que la justicia puede prevalecer y que la paz puede ser duradera. Este es el mensaje de esperanza que estamos llamados a anunciar. Esta es la promesa que los habitantes de África desean ver cumplida hoy.

Oremos, pues, para que nuestras Iglesias se acerquen en la unidad, que es don del Espíritu Santo, y den testimonio común de la esperanza ofrecida por el Evangelio. Sigamos trabajando por el desarrollo integral de todos los pueblos de África, fortaleciendo las familias, que son el baluarte de la sociedad africana, educando a los jóvenes, que son el futuro de África, y contribuyendo a construir sociedades caracterizadas por la honradez, la integridad y la solidaridad. Que nuestras deliberaciones durante estas semanas ayuden a los seguidores de Cristo en todo el continente a ser ejemplos convincentes de rectitud, misericordia y paz, y una luz que ilumine el camino de las generaciones futuras.

Santidad, una vez más le agradezco su presencia y sus valiosas reflexiones. Que su participación en este Sínodo sea una bendición para nuestras Iglesias.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO POR EL 70° ANIVERSARIO
DEL INICIO DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Auditorium de la vía de la Conciliación
Jueves 8 de octubre de 2009



Señor presidente de la República italiana,
señores cardenales,
venerados padres sinodales,
señores embajadores,
estimados señores y señoras:

He aceptado con gusto la invitación a asistir al concierto: "Youth against war concert - 70 años del inicio de la segunda guerra mundial: Jóvenes contra la guerra", impulsado conjuntamente por el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, por la Comisión para las relaciones religiosas con el judaísmo, por la Embajada de Alemania ante la Santa Sede y por el Europäisches KulturForum Mainau con el patrocinio del International Jewish Committee for Interreligious Consultations. A todos los promotores y organizadores dirijo mi saludo y mi sincero agradecimiento; en especial doy las gracias al cardenal Walter Kasper por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes. Dirijo un respetuoso saludo al presidente de la República italiana y a su amable esposa, agradecido por su presencia. Haciendo uso del lenguaje universal de la música, esta iniciativa desea alentar a los jóvenes a construir juntos el futuro del mundo, inspirándose en los valores de la paz y de la fraternidad entre los hombres. Saludo a los señores cardenales, a los padres sinodales, a los distintos miembros del Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, a los patrocinadores y a todos los presentes.

De todo corazón doy las gracias a los jóvenes músicos de quince países que se han reunido en la Inter-regionalen Jugendsinfonieorchester, con su director Jochem Hochstenbach para la excepcional ejecución. De igual modo, agradezco a la solista, señora Michelle Breedt, su canto expresivo y al profesor Klaus Maria Brandauer la vivaz interpretación de los textos. En este agradecimiento incluyo también a cuantos han hecho posible esta velada: al International Jewish Committee for Interreligious Consultations (IJCIC) como promotor del concierto y al Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, a la Embajada alemana ante la Santa Sede y al Europäisches KulturForum Mainau como organizadores.

Queridos amigos, esta tarde vuelve a nuestra memoria la tragedia de la segunda guerra mundial, página dolorosa de la historia impregnada de violencia e inhumanidad, que causó la muerte de millones de personas, dejando a los vencedores divididos y a Europa por reconstruir. La guerra, deseada por el nacionalsocialismo, golpeó a muchas poblaciones inocentes de Europa y de otros continentes, mientras que, con el drama del Holocausto, hirió sobre todo al pueblo judío, objeto de un exterminio programado. Sin embargo no faltaron las invitaciones a la racionalidad y a la paz que se elevaron desde muchas partes. Aquí, en Roma, resonó afligida la voz de mi venerado predecesor Pío XII. En el radiomensaje del 24 de agosto de 1939 —precisamente en la inminencia del estallido de la guerra— proclamó con decisión: "Nada se pierde con la paz. Todo se puede perder con la guerra" (cf. AAS, XXXI, 1939, p. 334). Lamentablemente nadie logró frenar esa inmensa catástrofe: prevaleció inexorable la lógica del egoísmo y de la violencia. Que el recuerdo de esos tristes sucesos sea advertencia, sobre todo a las nuevas generaciones, para no volver a ceder jamás a la tentación de la guerra.

Como el cardenal Kasper ha recordado, este año conmemoramos otro aniversario significativo: dos décadas desde la caída del muro de Berlín, símbolo elocuente del final de los regímenes totalitarios comunistas del Este europeo. "La caída del muro —escribió Juan Pablo II—, así como el derrumbamiento de simulacros peligrosos y de una ideología opresora, han demostrado que las libertades fundamentales que dan significado a la vida humana no pueden ser reprimidas y sofocadas por mucho tiempo" (Mensaje a los participantes en el 90° aniversario del Katholikentag, 23 de mayo de 1990: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1990, p. 4). ¡Europa y el mundo entero tienen sed de libertad y de paz! Es necesario construir juntos la verdadera civilización, que no se base en la fuerza, sino que sea "fruto de la victoria sobre nosotros mismos, sobre las potencias de la injusticia, del egoísmo y del odio, que pueden llegar a desfigurar al hombre" (Carta apostólica de Juan Pablo II en el 50° aniversario del comienzo de la segunda guerra mundial, n. 12: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de septiembre de 1989, p. 12). El movimiento ecuménico, que encontró en la segunda guerra mundial un catalizador —como ha subrayado oportunamente el cardenal Kasper—, puede ayudar a construirla, trabajando juntamente con los judíos y todos los creyentes. Que Dios nos bendiga y conceda a la humanidad el don de su paz. Queridos amigos: gracias de nuevo por vuestra presencia.


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VIGILIA MARIANA "CON ÁFRICA Y PARA ÁFRICA"
ORGANIZADA POR LA SECRETARÍA GENERAL DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
Y LA OFICINA PARA LA PASTORAL UNIVERSITARIA DEL VICARIATO DE ROMA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Sábado 10 de octubre de 2009

Con los Padres sinodales participaron en la oración mariana los universitarios de Roma y sus compañeros africanos que estudian en la Urbe, a ellos se unieron en conexión vía satélite miles de coetáneos de ocho ciudades africanas: El Cairo (Egipto), Nairobi (Kenia), Jartum (Sudán), Johannesburgo (Sudáfrica), Onitsha (Nigeria), Kinshasa (República Democrática del Congo), Maputo (Mozambique) y Uagadugú (Burkina Faso).

(Video)



Venerados padres sinodales;
queridos hermanos y hermanas;
queridos estudiantes universitarios:

Al término de este encuentro de oración mariana, dirijo a todos mi saludo más cordial, con un sentimiento de especial reconocimiento hacia los padres sinodales presentes. Expreso mi agradecimiento a las autoridades italianas, que han sostenido esta iniciativa y sobre todo a la Secretaría general del Sínodo de los obispos y a la Oficina de pastoral universitaria del Vicariato de Roma, que la han promovido y organizado.

Queridos amigos universitarios de Roma, naturalmente también a vosotros os manifiesto mi más sincero agradecimiento por haber respondido en tan elevado número a mi invitación. Como sabéis, estos días se está celebrando en el Vaticano la segunda Asamblea especial del Sínodo de los obispos para África. El hecho de que nos hayamos reunido el Sucesor de Pedro y numerosos pastores de la Iglesia en África con otros expertos cualificados constituye un motivo de alegría y de esperanza, expresa la comunión y la alimenta. Ya los Padres de la Iglesia comparaban a la comunidad cristiana con una orquesta o con un coro, bien ordenados y armónicos, como los que han animado nuestra oración, y a los cuales va nuestro agradecimiento.

Como en anteriores circunstancias, también esta tarde nos hemos servido de la modernas técnicas de telecomunicación para "lanzar una red" —una red de oración— conectando Roma con África. Y así, gracias a la colaboración de Telespazio, del Centro Televisivo Vaticano y de Radio Vaticano, han podido participar en el rosario numerosos estudiantes universitarios de distintas ciudades africanas, reunidos con sus pastores. A ellos les envío un afectuoso saludo.

A vosotros, hermanos y hermanas de lengua francesa, en especial a los que habéis llegado para uniros a nosotros desde Burkina Faso, la República democrática del Congo y Egipto, os dirijo mi más cordial saludo. Os invito a que permanezcáis unidos en la oración a los obispos de toda África reunidos en Roma en Sínodo, para que la Iglesia aporte una contribución eficaz a la reconciliación, a la justicia y a la paz, en ese continente tan amado, y que sea un signo auténtico de esperanza para todos los pueblos africanos, "sal de la tierra... y luz del mundo". Que la Virgen María, Nuestra Señora de África, os mantenga en la paz y os guíe hacia su Hijo Jesús, el Salvador. Que Dios os bendiga.

Queridos amigos de lengua inglesa, saludo con afecto a los numerosos jóvenes estudiantes, especialmente a los que provienen de Kenia, Nigeria, Sudáfrica y Sudán, que se han unido a nosotros en la oración a María, Madre de Jesús. Hemos encomendado a su protección materna el éxito de la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Que su intercesión sostenga a los cristianos de todo el mundo, especialmente a los pueblos de África, y que su ejemplo nos enseñe a dirigirnos al Señor y a perseverar en la oración tanto en las alegrías como en las penas. Extiendo un especial saludo a los jóvenes de África, que llevo en el corazón y tengo presentes en mis oraciones. Sed siempre testigos leales y promotores activos de justicia, reconciliación y paz.

Saludo a los universitarios reunidos en Maputo con el rosario en la mano y el nombre de María en sus labios, rezando con África y por África, a fin de que los fieles cristianos, llenos del Espíritu Santo, cumplan la misión que recibieron de Jesús: ser la sal de una tierra justa y la luz que guía al mundo hacia la reconciliación y la paz. ¡Gracias, amigos míos, por vuestra oración y vuestro testimonio cristiano! Que la Virgen Madre vele sobre vosotros; a ella encomiendo toda la juventud de Mozambique y de los demás países africanos de lengua oficial portuguesa.

Como preparación para el encuentro de hoy, se celebró en Roma un congreso, organizado por la Dirección general para la cooperación al desarrollo del Ministerio de Asuntos exteriores y por el Vicariato de Roma, sobre el tema: "Por una nueva cultura del desarrollo en África: el papel de la cooperación universitaria". Quiero expresar mi estima por esta iniciativa y os animo a proseguir en este proyecto. Deseo subrayar lo importantes que son la formación de los jóvenes intelectuales y la colaboración científica y cultural entre los ateneos para proponer y alentar un desarrollo humano integral en África y en los demás continentes. En este contexto, a vosotros, queridos jóvenes, os he entregado idealmente la encíclica Caritas in veritate, en la que recuerdo la urgencia de elaborar una nueva síntesis humanística (cf. n. 21) que reanude los lazos entre la antropología y la teología.

Al meditar sobre los misterios del rosario, hemos encontrado una vez más el verdadero rostro de Dios, que en Jesucristo nos revela su presencia en la vida de todo pueblo. El Dios de Jesucristo camina con el hombre; y gracias a él es posible construir la civilización del amor (cf. ib., 39). Queridos universitarios de Roma y de África, os pido que seáis, en la Iglesia y en la sociedad, agentes de la caridad intelectual, necesaria para afrontar los grandes desafíos de la historia contemporánea. En las universidades sed buscadores sinceros y apasionados de la verdad, construyendo comunidades académicas de alto nivel intelectual, en las que sea posible ejercer y gozar de la racionalidad abierta y amplia que abre el camino al encuentro con Dios. Cread puentes de colaboración científica y cultural entre los distintos ateneos, sobre todo con los africanos. A vosotros, queridos estudiantes africanos, os dirijo una invitación especial a vivir el tiempo del estudio como preparación a desempeñar un servicio de animación cultural en vuestros países. La nueva evangelización en África cuenta también con vuestro generoso esfuerzo.

Queridos hermanos y hermanas, con el rezo del rosario hemos encomendado el II Sínodo para África a la intercesión materna de la santísima Virgen. Pongamos en sus manos las esperanzas, las expectativas, los proyectos de los pueblos africanos, así como sus dificultades y sufrimientos. A cuantos están conectados con nosotros desde varias partes de África, y a todos los presentes, imparto de corazón la bendición apostólica.


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Concerto offerto dall’Accademia Pianistica Internazionale di Imola (17 ottobre 2009)

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11/07/2013 21:24


DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
AL SEÑOR IVES GAZZO,
NUEVO JEFE DE LA DELEGACIÓN DE LA COMISIÓN
DE LAS COMUNIDADES EUROPEAS ANTE LA SANTA SEDE*



Señor embajador:

Me alegra recibirlo, excelencia, y acreditarlo como representante de la Comisión de las Comunidades Europeas ante la Santa Sede. Le agradezco que exprese a su excelencia el señor José Barroso, recientemente reelegido presidente de la Comisión, mi cordial enhorabuena y mis mejores deseos para él y para el nuevo mandato que le ha sido encomendado, así como para todos sus colaboradores.

Este año Europa conmemora el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín. Quise celebrar de manera especial este acontecimiento visitando la República Checa. En esa tierra, que sufrió bajo el yugo de una dolorosa ideología, pude dar gracias por el don de la libertad recuperada que ha permitido al continente europeo recobrar su integridad y su unidad.

Usted, señor embajador, acaba de definir la realidad de la Unión Europea como "una zona de paz y de estabilidad que reúne a veintisiete Estados con los mismos valores fundamentales". Se trata de una acertada presentación. No obstante, es justo observar que la Unión Europea no se ha dotado de estos valores, sino que más bien esos valores compartidos llevaron a su creación y fueron la fuerza de gravedad que atrajo hacia el núcleo de los países fundadores a las distintas naciones que posteriormente se adhirieron a ella a lo largo del tiempo. Esos valores son el fruto de una larga y sinuosa historia en la que —nadie puede negarlo— el cristianismo ha desempeñado un papel destacado. La igual dignidad de todos los seres humanos, la libertad del acto de fe como raíz de todas las demás libertades cívicas, la paz como elemento decisivo del bien común, el progreso humano —intelectual, social y económico— como vocación divina (cf. Caritas in veritate, 16-19) y el sentido de la historia que de ello deriva son otros elementos centrales de la Revelación cristiana que siguen modelando la civilización europea.

Cuando la Iglesia recuerda las raíces cristianas de Europa no busca un estatuto privilegiado para sí misma; quiere hacer memoria histórica recordando ante todo una verdad —que cada vez más pasa en silencio—, es decir, la inspiración decididamente cristiana de los padres fundadores de la Unión Europea. Más profundamente, desea manifestar también que la base de esos valores procede principalmente de la herencia cristiana que todavía hoy los alimenta.

Esos valores comunes no constituyen un conglomerado anárquico o aleatorio, sino que forman un conjunto coherente que se ordena y se articula, históricamente, a partir de una visión antropológica determinada. ¿Acaso Europa puede omitir el principio orgánico original de estos valores que han revelado al hombre tanto su eminente dignidad como el hecho de que su vocación personal lo abre a todos los demás hombres con los que está llamado a constituir una sola familia? Dejarse caer en este olvido, ¿no es exponerse al riesgo de ver que esos grandes y hermosos valores entran en competencia o en conflicto unos con otros? O bien, ¿esos valores no corren el peligro de ser instrumentalizados por individuos y grupos de presión deseosos de hacer valer sus intereses privados en detrimento de un proyecto colectivo ambicioso —que los europeos esperan— que tenga como preocupación el bien común de los habitantes del continente y de todo el mundo?

Numerosos observadores, pertenecientes a horizontes muy diversos, ya han percibido y denunciado este peligro. Es importante que Europa no permita que su modelo de civilización se deshaga, palmo a palmo. El individualismo o el utilitarismo no deben sofocar su impulso original.

Los inmensos recursos intelectuales, culturales y económicos del continente continuarán dando fruto si siguen siendo fecundados por la visión trascendente de la persona humana, que constituye el tesoro más valioso de la herencia europea. Esta tradición humanista, en la que se reconocen muchas familias a veces con maneras de pensar muy diferentes, hace a Europa capaz de afrontar los desafíos del futuro y de responder a las expectativas de la población. Principalmente se trata de la búsqueda del justo y delicado equilibrio entre la eficiencia económica y las exigencias sociales, de la salvaguardia del medio ambiente y, sobre todo, de la indispensable y necesaria defensa de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural y de la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Europa sólo será realmente ella misma si sabe conservar la originalidad que ha constituido su grandeza y que puede convertirla, en el futuro, en uno de los protagonistas principales en la promoción del desarrollo integral de las personas, que la Iglesia católica considera el único camino para poner remedio a los desequilibrios presentes en nuestro mundo.

Por todas estas razones, señor embajador, la Santa Sede sigue con respeto y gran atención la actividad de las instituciones europeas, deseando que estas, con su trabajo y su creatividad, honren a Europa, que más que un continente es una "casa espiritual" (cf. Discurso a las autoridades civiles y al Cuerpo diplomático, Praga, 26 de septiembre de 2009). La Iglesia desea "acompañar" la construcción de la Unión Europea, por eso se permite recordarle cuáles son los valores fundadores y constitutivos de la sociedad europea, a fin de que sean promovidos para el bien de todos.

Al comienzo de su misión ante la Santa Sede, quiero expresar nuevamente mi satisfacción por las excelentes relaciones que mantienen las Comunidades Europeas y la Santa Sede; y le deseo lo mejor, señor embajador, en el cumplimiento de su noble tarea. Puede estar seguro de que encontrará en mis colaboradores la acogida y la comprensión que necesite.

Invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones divinas sobre usted, excelencia, sobre su familia y sobre sus colaboradores.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA COMIDA CON LOS PADRES SINODALES

Atrio del aula Pablo VI
Sábado 24 de octubre de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Ha llegado el momento de decir gracias. Gracias, ante todo, al Señor que nos ha convocado, nos ha reunido, nos ha ayudado a escuchar su Palabra, la voz del Espíritu Santo, y así ha dado también la posibilidad de encontrar el camino de la unidad en la multiplicidad de experiencias, la unidad de la fe y de la comunión en el Señor. Por eso la expresión "Iglesia-familia de Dios" ya no es sólo un concepto, una idea, sino una experiencia viva de estas semanas: hemos estado realmente reunidos, aquí, como familia de Dios. Hemos hecho también, con la ayuda del Señor, un buen trabajo.

El tema, de por sí, no era un reto fácil; yo diría que encerraba dos peligros. El tema "Reconciliación, justicia y paz" implica ciertamente una fuerte dimensión política, aunque es evidente que la reconciliación, la justicia y la paz no son posibles sin una profunda purificación del corazón, sin una renovación del pensamiento, sin una metanoia, sin una novedad que debe brotar precisamente del encuentro con Dios. Pero aunque esta dimensión espiritual es profunda y fundamental, también la dimensión política es muy real, porque sin resultados políticos estas novedades del Espíritu normalmente no se realizan. Por eso podía existir la tentación de politizar el tema, de hablar menos como pastores y más como políticos, con una competencia que no es la nuestra.

El otro peligro ha sido —precisamente para huir de esa tentación— el de retirarse a un mundo puramente espiritual, a un mundo abstracto y hermoso, pero no realista. El discurso de un pastor, en cambio, debe ser realista, debe tocar la realidad, pero en la perspectiva de Dios y de su Palabra. Por consiguiente, esta meditación conlleva, por una parte, estar realmente vinculados a la realidad, atentos a hablar de lo que hay; y, por otra parte, a no caer en soluciones técnicamente políticas; esto significa indicar una palabra concreta, pero espiritual. Este era el gran problema del Sínodo y me parece que, gracias a Dios, hemos conseguido resolverlo. Para mí esto es también motivo de gratitud porque facilita mucho la elaboración del documento post-sinodal.

Quisiera ahora volver a los agradecimientos. Doy las gracias sobre todo a los presidentes delegados, que han moderado, con gran "soberanía" y también con alegría, las sesiones del Sínodo. Doy las gracias a los relatores: hemos visto también ahora y —por decirlo así— hemos palpado que han llevado el mayor peso del trabajo, han trabajado de noche e incluso los domingos, han trabajado durante la comida y ahora merecen realmente un gran aplauso de todos nosotros.

Puedo comunicar aquí que he decidido nombrar al cardenal Turkson nuevo presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, sucesor del cardenal Martino. Gracias, eminencia, por haber aceptado; nos alegramos de tenerlo dentro de poco entre nosotros. También doy las gracias a todos los padres, a los delegados fraternos, a los auditores, a los expertos y sobre todo a los traductores porque han contribuido también a "crear Pentecostés": Pentecostés quiere decir comprenderse mutuamente y sin traductor faltaría este puente de comprensión. ¡Gracias! Y gracias, sobre todo, también al secretario general, a su equipo, que nos ha guiado y silenciosamente lo ha organizado muy bien todo.

El Sínodo acaba y no acaba, no sólo porque los trabajos siguen con la exhortación postsinodal: Synodos quiere decir camino común. Permanecemos en el camino común con el Señor, vamos delante del Señor para preparar sus caminos, para ayudarle, para abrirle las puertas del mundo a fin de que pueda crear su Reino entre nosotros. En este sentido os imparto mi bendición a todos vosotros. Recemos ahora la oración de acción de gracias por la comida.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL PONTIFICO INSTITUTO BÍBLICO
EN EL CENTENARIO DE SU FUNDACIÓN

Sala Clementina
Lunes 26 de octubre de 2009



Señores cardenales;
reverendísimo prepósito general de la Compañía de Jesús;
ilustre rector;
ilustres profesores y queridos alumnos del Pontificio Instituto Bíblico:

Con verdadero placer me encuentro con vosotros con ocasión del 100° aniversario de la fundación de vuestro Instituto, querido por mi santo predecesor Pío X con el fin de constituir en la ciudad de Roma —como se ha dicho— un centro de estudios especializados sobre la Sagrada Escritura y las disciplinas relacionadas con ella. Saludo con deferencia al cardenal Zenon Grocholewski, al que expreso mi agradecimiento por las corteses palabras que me ha querido dirigir en vuestro nombre. Saludo igualmente al prepósito general, padre Adolfo Nicolás Pachón, y aprovecho con gusto la ocasión que se me ofrece para manifestar sincera gratitud a la Compañía de Jesús, la cual, no sin notable esfuerzo, despliega inversiones financieras y recursos humanos en la gestión de la Facultad del Oriente antiguo, de la Facultad bíblica aquí en Roma y de la sede del Instituto en Jerusalén. Saludo al rector y a los profesores, que han consagrado la vida al estudio y a la investigación escuchando constantemente la Palabra de Dios. Saludo y agradezco al personal, a los empleados y a los trabajadores su apreciada colaboración, así como a los bienhechores que han puesto y siguen poniendo a disposición los recursos necesarios para el mantenimiento de las instalaciones y para las actividades del Pontificio Instituto Bíblico. Saludo a los ex alumnos unidos espiritualmente a nosotros en este momento, y especialmente os saludo a vosotros, queridos alumnos, que procedéis de todas las partes del mundo.

Han transcurrido cien años desde el nacimiento del Pontificio Instituto Bíblico. En el transcurso de este siglo, ha aumentado ciertamente el interés por la Biblia y, gracias al concilio Vaticano II, sobre todo a la constitución dogmática Dei Verbum —de cuya elaboración fui testigo directo participando como teólogo en los debates que precedieron su aprobación— se ha percibido mucho más la importancia de la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia. Esto ha favorecido en las comunidades cristianas una auténtica renovación espiritual y pastoral, que ha afectado sobre todo a la predicación, a la catequesis, al estudio de la teología y al diálogo ecuménico. A esta renovación vuestro Pontificio Instituto ha dado una significativa contribución con la investigación bíblica científica, con la enseñanza de las disciplinas bíblicas y la publicación de estudios cualificados y revistas especializadas. En el transcurso de las décadas se han sucedido varias generaciones de ilustres profesores —quisiera recordar aquí, entre otros, al cardenal Bea—, que han formado a más de siete mil profesores de Sagrada Escritura y promotores de grupos bíblicos, así como a muchos expertos que colaboran actualmente en diversos servicios eclesiásticos en todas las regiones del mundo. Damos gracias al Señor por esta actividad vuestra orientada a interpretar los textos bíblicos según el espíritu en el que fueron escritos (cf. Dei Verbum, 12), y abierta al diálogo con las demás disciplinas, con las distintas culturas y religiones. Aunque ha conocido momentos de dificultad, se ha realizado con fidelidad constante al Magisterio según las finalidades propias de vuestro Instituto, surgido precisamente "ut in Urbe Roma altiorum studiorum ad Libros sacros pertinentium habeatur centrum, quod efficaciore, quo liceat, modo doctrinam biblicam et studia omniaeidem adiuncta, sensu Ecclesiae catholicaepromoveat"(Pius PP. X, Litt. Ap. Vinea electa, 7 de mayo de 1909: AAS 1 [1909], 447-448).

Queridos amigos, la celebración del centenario constituye una meta y al mismo tiempo un punto de partida. Enriquecidos con la experiencia del pasado, proseguid vuestro camino con renovado empeño, conscientes del servicio a la Iglesia que se os requiere: acercar la Biblia a la vida del pueblo de Dios, para que sepa afrontar de forma adecuada los desafíos inéditos que los tiempos modernos plantean a la nueva evangelización. Es deseo común que en este mundo secularizado la Sagrada Escritura se convierta no sólo en el alma de la teología, sino también en la fuente de la espiritualidad y del vigor de la fe de todos los creyentes en Cristo. Que el Pontificio Instituto Bíblico siga, por tanto, creciendo como centro eclesial de estudio de alta calidad en el ámbito de la investigación bíblica, utilizando las metodologías críticas modernas y en colaboración con los especialistas en dogmática y en otras áreas teológicas; que asegure una esmerada formación a los futuros profesores de Sagrada Escritura para que, valiéndose de las lenguas bíblicas y de las distintas metodologías exegéticas, puedan acceder directamente a los textos bíblicos.

La ya citada constitución dogmática Dei Verbum, al respecto, subrayó la legitimidad y la necesidad del método histórico-crítico, reconduciéndolo a tres elementos esenciales: la atención a los géneros literarios, el estudio del contexto histórico y el examen de lo que se suele llamar Sitz im Leben. El documento conciliar, al mismo tiempo, mantiene firme el carácter teológico de la exégesis indicando los puntos de fuerza del método teológico en la interpretación del texto. Esto porque el presupuesto fundamental sobre el que se asienta la comprensión teológica de la Biblia es la unidad de la Escritura, y a este presupuesto corresponde como camino metodológico la analogía de la fe, es decir, la comprensión de cada texto a la luz del conjunto. El texto conciliar añade otra indicación metodológica. Al ser la Escritura una sola cosa a partir del único pueblo de Dios, que ha sido su portador a lo largo de la historia, en consecuencia leer la Escritura como una unidad significa leerla a partir del pueblo de Dios, de la Iglesia como de su lugar vital, y considerar la fe de la Iglesia como la verdadera clave de interpretación. Si la exégesis quiere ser también teología, debe reconocer que la fe de la Iglesia es la forma de "sim-patía" sin la cual la Biblia sería un libro sellado: la Tradición no cierra el acceso a la Escritura, sino que más bien lo abre; por otro lado, la palabra decisiva en la interpretación de la Escritura corresponde a la Iglesia, en sus organismos institucionales, pues de hecho es a la Iglesia a quien se le ha encomendado el oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita y transmitida, ejerciendo su autoridad en nombre de Jesucristo (cf. Dei Verbum, 10)

Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os agradezco vuestra grata visita, os animo a proseguir vuestro servicio eclesial, en constante adhesión al magisterio de la Iglesia; y, asegurando a cada uno de vosotros el apoyo de la oración, os imparto de corazón, como prenda de los favores divinos, la bendición apostólica.


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ISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR ALÍ AKBAR NASERI,
NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA ISLÁMICA DE IRÁN
ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 29 de octubre de 2009



Señor embajador:

Me alegra recibirlo en este día en el que me presenta las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República islámica de Irán ante la Santa Sede. Le expreso mi gratitud por las cordiales palabras que me ha dirigido y por los deseos que me ha transmitido de parte del señor Mahmoud Ahmadineyad, presidente de la República. En respuesta, le agradecería que le dé las gracias y le asegure mis mejores deseos para toda la nación.

Su presencia aquí esta mañana manifiesta el interés de su país por avanzar en las buenas relaciones con la Santa Sede. Como usted sabe, señor embajador, la Santa Sede, con su presencia en las instituciones internacionales y con sus relaciones bilaterales con muchos países, desea defender y promover la dignidad del hombre. De ese modo quiere estar al servicio del bien de la familia humana, mostrando un interés especial por los aspectos éticos, morales y humanitarios de las relaciones entre los pueblos. Desde esta perspectiva, la Santa Sede desea consolidar sus relaciones con la República islámica de Irán y favorecer la comprensión mutua y la colaboración con vistas al bien común.

Irán es una gran nación que posee eminentes tradiciones espirituales y su pueblo tiene una profunda sensibilidad religiosa. Este puede ser un motivo de esperanza para una apertura creciente y una colaboración confiada con la comunidad internacional. Por su parte, la Santa Sede siempre estará dispuesta a trabajar en armonía con los que sirven a la causa de la paz y promueven la dignidad con la que el Creador ha dotado a todo ser humano. Hoy todos debemos desear y apoyar una nueva fase de cooperación internacional, fundada más sólidamente en principios humanitarios y en una ayuda eficaz a los que sufren, que dependa menos de los fríos cálculos de intercambios y de beneficios técnicos y económicos.

La fe en el único Dios debe acercar a todos los creyentes e incitarlos a trabajar juntos por la defensa y la promoción de los valores humanos fundamentales. Entre los derechos universales, la libertad religiosa y la libertad de conciencia ocupan un lugar fundamental, pues son la base de todas las demás libertades. La defensa de otros derechos que nacen de la dignidad de las personas y de los pueblos, en especial la promoción de la salvaguardia de la vida, la justicia y la solidaridad, también deben ser objeto de una colaboración real. Por otra parte, como he subrayado a menudo, entablar relaciones cordiales entre los creyentes de las diversas religiones es una necesidad urgente de nuestro tiempo, a fin de construir un mundo más humano y más conforme al proyecto de Dios sobre la creación. Por consiguiente, me complace que se realicen, desde hace años, encuentros sobre temas de interés común organizados con regularidad conjuntamente por el Consejo pontificio para el diálogo interreligioso y por la Organización para la cultura y las relaciones islámicas. Contribuyendo a buscar juntos lo que es justo y verdadero, este tipo de encuentros permiten a todos avanzar en el conocimiento recíproco y cooperar en la reflexión sobre las grandes cuestiones que afectan a la vida de la humanidad.

Por otro lado, los católicos están presentes en Irán desde los primeros siglos del cristianismo y siempre han formado parte integrante de la vida y de la cultura de la nación. Esa comunidad es realmente iraní y su experiencia secular de buena convivencia con los creyentes musulmanes es de gran utilidad para la promoción de una mayor comprensión y cooperación. La Santa Sede confía en que las autoridades iraníes refuercen y garanticen a los cristianos la libertad de profesar su fe y aseguren a la comunidad católica las condiciones esenciales para su existencia, sobre todo la posibilidad de contar con personal religioso suficiente y con facilidades de desplazamiento dentro del país para asegurar la atención religiosa de los fieles. Desde esta perspectiva, deseo que exista un diálogo confiado y sincero con las instituciones del país, a fin de mejorar la situación de las comunidades cristianas y de sus actividades en el contexto de la sociedad civil, como también que crezca el sentido de pertenencia a la vida nacional. Por su parte, la Santa Sede, que por su naturaleza y su misión se interesa directamente por la vida de las Iglesias locales, desea realizar los esfuerzos necesarios para ayudar a la comunidad católica en Irán a mantener vivos los signos de la presencia cristiana, en un espíritu de entendimiento benévolo con todos.

Señor embajador, por último quiero aprovechar esta feliz ocasión para saludar cordialmente a las comunidades católicas que viven en Irán, como también a sus pastores. El Papa se siente cercano a todos los fieles y reza por ellos a fin de que, manteniendo con perseverancia su identidad y permaneciendo unidos a su tierra, colaboren generosamente con todos sus compatriotas en el desarrollo de la nación.

Excelencia, al comienzo de su misión ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos de éxito. Le aseguro que entre mis colaboradores siempre encontrará comprensión y apoyo para su feliz cumplimiento.

Invoco de corazón sobre su persona, sobre su familia y sobre todos sus colaboradores, así como sobre todos los iraníes, la abundancia de las bendiciones del Altísimo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR ALÍ AKBAR NASERI,
NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA ISLÁMICA DE IRÁN
ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 29 de octubre de 2009



Señor embajador:

Me alegra recibirlo en este día en el que me presenta las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República islámica de Irán ante la Santa Sede. Le expreso mi gratitud por las cordiales palabras que me ha dirigido y por los deseos que me ha transmitido de parte del señor Mahmoud Ahmadineyad, presidente de la República. En respuesta, le agradecería que le dé las gracias y le asegure mis mejores deseos para toda la nación.

Su presencia aquí esta mañana manifiesta el interés de su país por avanzar en las buenas relaciones con la Santa Sede. Como usted sabe, señor embajador, la Santa Sede, con su presencia en las instituciones internacionales y con sus relaciones bilaterales con muchos países, desea defender y promover la dignidad del hombre. De ese modo quiere estar al servicio del bien de la familia humana, mostrando un interés especial por los aspectos éticos, morales y humanitarios de las relaciones entre los pueblos. Desde esta perspectiva, la Santa Sede desea consolidar sus relaciones con la República islámica de Irán y favorecer la comprensión mutua y la colaboración con vistas al bien común.

Irán es una gran nación que posee eminentes tradiciones espirituales y su pueblo tiene una profunda sensibilidad religiosa. Este puede ser un motivo de esperanza para una apertura creciente y una colaboración confiada con la comunidad internacional. Por su parte, la Santa Sede siempre estará dispuesta a trabajar en armonía con los que sirven a la causa de la paz y promueven la dignidad con la que el Creador ha dotado a todo ser humano. Hoy todos debemos desear y apoyar una nueva fase de cooperación internacional, fundada más sólidamente en principios humanitarios y en una ayuda eficaz a los que sufren, que dependa menos de los fríos cálculos de intercambios y de beneficios técnicos y económicos.

La fe en el único Dios debe acercar a todos los creyentes e incitarlos a trabajar juntos por la defensa y la promoción de los valores humanos fundamentales. Entre los derechos universales, la libertad religiosa y la libertad de conciencia ocupan un lugar fundamental, pues son la base de todas las demás libertades. La defensa de otros derechos que nacen de la dignidad de las personas y de los pueblos, en especial la promoción de la salvaguardia de la vida, la justicia y la solidaridad, también deben ser objeto de una colaboración real. Por otra parte, como he subrayado a menudo, entablar relaciones cordiales entre los creyentes de las diversas religiones es una necesidad urgente de nuestro tiempo, a fin de construir un mundo más humano y más conforme al proyecto de Dios sobre la creación. Por consiguiente, me complace que se realicen, desde hace años, encuentros sobre temas de interés común organizados con regularidad conjuntamente por el Consejo pontificio para el diálogo interreligioso y por la Organización para la cultura y las relaciones islámicas. Contribuyendo a buscar juntos lo que es justo y verdadero, este tipo de encuentros permiten a todos avanzar en el conocimiento recíproco y cooperar en la reflexión sobre las grandes cuestiones que afectan a la vida de la humanidad.

Por otro lado, los católicos están presentes en Irán desde los primeros siglos del cristianismo y siempre han formado parte integrante de la vida y de la cultura de la nación. Esa comunidad es realmente iraní y su experiencia secular de buena convivencia con los creyentes musulmanes es de gran utilidad para la promoción de una mayor comprensión y cooperación. La Santa Sede confía en que las autoridades iraníes refuercen y garanticen a los cristianos la libertad de profesar su fe y aseguren a la comunidad católica las condiciones esenciales para su existencia, sobre todo la posibilidad de contar con personal religioso suficiente y con facilidades de desplazamiento dentro del país para asegurar la atención religiosa de los fieles. Desde esta perspectiva, deseo que exista un diálogo confiado y sincero con las instituciones del país, a fin de mejorar la situación de las comunidades cristianas y de sus actividades en el contexto de la sociedad civil, como también que crezca el sentido de pertenencia a la vida nacional. Por su parte, la Santa Sede, que por su naturaleza y su misión se interesa directamente por la vida de las Iglesias locales, desea realizar los esfuerzos necesarios para ayudar a la comunidad católica en Irán a mantener vivos los signos de la presencia cristiana, en un espíritu de entendimiento benévolo con todos.

Señor embajador, por último quiero aprovechar esta feliz ocasión para saludar cordialmente a las comunidades católicas que viven en Irán, como también a sus pastores. El Papa se siente cercano a todos los fieles y reza por ellos a fin de que, manteniendo con perseverancia su identidad y permaneciendo unidos a su tierra, colaboren generosamente con todos sus compatriotas en el desarrollo de la nación.

Excelencia, al comienzo de su misión ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos de éxito. Le aseguro que entre mis colaboradores siempre encontrará comprensión y apoyo para su feliz cumplimiento.

Invoco de corazón sobre su persona, sobre su familia y sobre todos sus colaboradores, así como sobre todos los iraníes, la abundancia de las bendiciones del Altísimo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES

Sala del Consistorio
Jueves 29 de octubre de 2009



Señores cardenales;
venerables hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Con gran alegría os doy mi cordial bienvenida con ocasión de la asamblea plenaria del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales. Deseo ante todo expresar mi agradecimiento a monseñor Claudio Maria Celli, presidente de vuestro Consejo pontificio, por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Extiendo mi saludo a sus colaboradores y a los presentes, dándoos las gracias por la contribución que brindáis en los trabajos de la plenaria y por el servicio que prestáis a la Iglesia en el campo de las comunicaciones sociales.

Estos días reflexionáis sobre las nuevas tecnologías de la comunicación. Hasta un observador poco atento puede constatar con facilidad que en nuestro tiempo, precisamente gracias a las tecnologías más modernas, está en marcha una auténtica revolución en el ámbito de las comunicaciones sociales, de las que la Iglesia va tomando conciencia cada vez más responsable. Esas tecnologías, de hecho, hacen posible una comunicación veloz y penetrante, compartiendo ampliamente ideas y opiniones; facilitan la adquisición de informaciones y de noticias de manera capilar y accesible para todos. El Consejo pontificio para las comunicaciones sociales sigue desde hace tiempo esta sorprendente y veloz evolución de los medios de comunicación, atesorando las intervenciones del magisterio de la Iglesia. Deseo recordar aquí, en particular, dos Instrucciones pastorales: la Communio et progressio del Papa Pablo VI y la Aetatis novae querida por Juan Pablo II. Dos autorizados documentos de mis venerados predecesores, que han favorecido y promovido en la Iglesia una amplia sensibilización sobre estos temas. Además, los grandes cambios sociales que se han producido en los últimos veinte años han solicitado y continúan solicitando un atento análisis sobre la presencia y sobre la acción de la Iglesia en este campo. El siervo de Dios Juan Pablo II, en la encíclica Redemptoris missio (1990), recordó que "el trabajo en estos medios, sin embargo, no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo". Y añadió: "No basta, pues, usarlos para difundir el mensaje cristiano y el Magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta "nueva cultura" creada por la comunicación moderna" (n. 37). En efecto, la cultura moderna surge, antes aún que de los contenidos, del dato mismo de la existencia de nuevos modos de comunicar que utilizan lenguajes nuevos, se sirven de nuevas técnicas y crean nuevas actitudes psicológicas. Todo esto constituye un desafío para la Iglesia, llamada a anunciar el Evangelio a los hombres del tercer milenio manteniendo inalterado su contenido, pero haciéndolo comprensible también gracias a instrumentos y modalidades acordes con la mentalidad y las culturas de hoy.

Los medios de comunicación social, así llamados en el decreto conciliar Inter mirifica, actualmente han asumido potencialidades y funciones difícilmente imaginables en aquella época. El carácter multimedial y la interactividad estructural de los nuevos medios de comunicación, en cierto modo han disminuido la especificidad de cada uno de ellos, generando gradualmente una especie de sistema global de comunicación, de forma que, aun manteniendo cada medio su carácter peculiar, la evolución actual del mundo de la comunicación obliga cada vez más a hablar de una única forma comunicativa, que realiza una síntesis de las distintas voces o las sitúa en una estrecha conexión recíproca. Muchos de vosotros, queridos amigos, sois expertos en la materia y podéis analizar con mayor profesionalidad las diversas dimensiones de este fenómeno, incluidas sobre todo las antropológicas. Deseo aprovechar esta ocasión para invitar a cuantos en la Iglesia trabajan en el ámbito de la comunicación y tienen responsabilidades de guía pastoral, a fin de que recojan los desafíos que estas nuevas tecnologías plantean a la evangelización.

En el Mensaje para la Jornada mundial de las comunicaciones sociales de este año, al subrayar la importancia que revisten las nuevas tecnologías, alenté a los responsables de los procesos de comunicación en todos los niveles a promover una cultura de respeto de la dignidad y del valor de la persona humana, un diálogo enraizado en la búsqueda sincera de la verdad, de la amistad que no es fin en sí misma, sino capaz de desarrollar los dones de cada uno para ponerlos al servicio de la comunidad humana. De este modo la Iglesia ejerce la que podríamos definir una "diaconía de la cultura" en el actual "continente digital", recorriendo sus caminos para anunciar el Evangelio, la única Palabra que puede salvar al hombre. Al Consejo pontificio para las comunicaciones sociales le corresponde profundizar en cada elemento de la nueva cultura de los medios de comunicación, comenzando por los aspectos éticos, y ejercer un servicio de orientación y de guía para ayudar a las Iglesias particulares a comprender la importancia de la comunicación, que ya representa un elemento inamovible e irrenunciable de todo plan pastoral. Por lo demás, precisamente las características de los nuevos medios de comunicación hacen posible, también a gran escala y en la dimensión globalizada que ha asumido, una acción de consulta, de distribución y de coordinación que, además de incrementar una eficaz difusión del mensaje evangélico, evita a veces una dispersión inútil de energías y recursos. Para los creyentes, sin embargo, es preciso sostener siempre con una constante visión de fe la necesaria valoración de las nuevas tecnologías mediáticas, conscientes de que, más allá de los medios que se emplean, la eficacia del anuncio del Evangelio depende en primer lugar de la acción del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia y el camino de la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, este año se celebra el 50° aniversario de la fundación de la Filmoteca vaticana —querida por mi venerado predecesor el beato Juan XXIII—, que ha reunido y catalogado material filmado desde 1896 hasta hoy capaz de ilustrar la historia de la Iglesia. La Filmoteca vaticana posee, por lo tanto, un rico patrimonio cultural, que pertenece a toda la humanidad. A la vez que expreso viva gratitud por lo que se ya se ha hecho, animo a proseguir este interesante trabajo de recopilación, que documenta las etapas del camino del cristianismo, a través del sugestivo testimonio de la imagen, para que estos bienes se custodien y conozcan. Gracias de nuevo a todos los presentes por la aportación que dais a la Iglesia en un ámbito tan importante como el de las comunicaciones sociales; os aseguro mi oración para que la acción de vuestro Consejo pontificio siga dando muchos frutos. Invoco sobre cada uno la intercesión de la Virgen y os imparto a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA SEÑORA DELIA CÁRDENAS CHRISTIE,
EMBAJADORA DE PANAMÁ ANTE LA SANTA SEDE*

Viernes 30 de octubre de 2009



Señora Embajadora:

1. Me complace recibirla en este solemne acto en el que Vuestra Excelencia presenta las Cartas que la acreditan como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de la República de Panamá ante la Santa Sede.

Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido, así como el deferente saludo de parte del Presidente de la República, Excelentísimo Señor Ricardo Martinelli Berrocal. Le ruego que tenga la bondad de transmitirle mis mejores deseos en el desempeño de su misión, recordando con aprecio la cortesía y cordialidad mostradas en nuestro reciente encuentro en Castel Gandolfo.

Vuestra Excelencia viene en representación de una Nación que mantiene unas relaciones bilaterales fluidas y fructíferas con la Santa Sede. La visita del Señor Presidente de Panamá, a la que he hecho mención, es una significativa muestra del buen entendimiento existente, ya manifestado en el acuerdo firmado el pasado 1 de julio de 2005, que es de esperar sea prontamente ratificado, y se pueda erigir así una circunscripción eclesiástica que atienda pastoralmente a las Fuerzas de Seguridad Panameñas.

En el marco de las respectivas competencias y del respeto recíproco, el quehacer de la Iglesia, que en razón de su misión no se confunde con el del Estado, ni puede identificarse con programa político alguno, se mueve en un ámbito de naturaleza religiosa y espiritual, que tiende a la promoción de la dignidad del ser humano y a la tutela de sus derechos fundamentales. Sin embargo, esta distinción no implica indiferencia o mutuo desconocimiento, ya que, aunque por diverso título, Iglesia y Estado convergen en el bien común de los mismos ciudadanos, estando al servicio de su vocación personal y social (cf. Gaudium et spes, 76). Igualmente, las funciones diplomáticas buscan el fomento de la gran causa del hombre y el incremento de la concordia entre los pueblos, y por ello la Santa Sede tiene una alta consideración y estima por la tarea que hoy comienza a desempeñar Vuestra Excelencia.

2. La identidad de su País, que se ha ido forjando durante siglos como un mosaico de etnias, pueblos y culturas, se presenta como un signo elocuente ante toda la familia humana de que es posible una convivencia pacífica entre personas de orígenes diversos, en un clima de comunión y cooperación. Esta pluralidad humana debe ser considerada un elemento de riqueza y una vertiente que se ha de potenciar cada día más, siendo conscientes de que el factor humano es el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar (cf. Caritas in veritate, 25). A este respecto, animo a todos sus compatriotas a trabajar por una mayor igualdad social, económica y cultural entre los distintos sectores de la sociedad, de manera que renunciando a los intereses egoístas, afianzando la solidaridad y conciliando voluntades se vaya desterrando, en palabras del Papa Pablo VI, “el escándalo de las disparidades hirientes” (Populorum progressio, 9).

3. El mensaje del Evangelio ha jugado un papel esencial y constructivo en la configuración de la identidad panameña, formando parte del patrimonio espiritual y del acerbo cultural de esa Nación. Un testimonio luminoso de ello es la Bula “Pastoralis officii debitum”, por la cual, el 9 de septiembre de 1513, el Papa León X erigía canónicamente la diócesis de Santa María La Antigua, la primera en tierra firme del Continente americano. Para conmemorar el V Centenario de este acontecimiento tan significativo, la Iglesia en el País está preparando diversas iniciativas, que reflejarán lo arraigada que está en su Patria la comunidad eclesial, que no pretende otro bien que el del pueblo mismo, del cual ella forma parte y al que ha servido y sirve con altura de miras y generosidad. Pido a Dios que esta efeméride acreciente la vida cristiana de todos los amados hijos de esa Nación, de modo que la fe siga siendo en ella fuente inspiradora para afrontar de manera positiva y provechosa los retos que esa República tiene planteados en la actualidad.

En este sentido, es justo reconocer las numerosas acciones de promoción humana y social que realizan en Panamá las diócesis, las parroquias, las comunidades religiosas, las asociaciones laicales y los movimientos de apostolado, contribuyendo de manera decisiva a dinamizar el presente y avivar el anhelo de un futuro esperanzador para su Patria. Especial relevancia tiene la presencia de la Iglesia en el campo educativo y en la asistencia a los pobres, los enfermos, los encarcelados y los emigrantes, y en la defensa de aspectos tan primordiales como el compromiso por la justicia social, la lucha contra la corrupción, el trabajo en favor de la paz, la inviolabilidad del derecho a la vida humana desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, así como la salvaguardia de la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Éstos son elementos irreemplazables para crear un sano tejido social y edificar una sociedad vigorosa, precisamente por la solidez de los valores morales que la sustentan, ennoblecen y dignifican.

En este contexto, no puedo dejar de reconocer el compromiso que las autoridades panameñas han manifestado reiteradamente de fortalecer las instituciones democráticas y una vida pública fundamentada en robustos pilares éticos. A este respecto, no se han de escatimar esfuerzos para fomentar un sistema jurídico eficiente e independiente, y que se actúe en todos los ámbitos con honradez, transparencia en la gestión comunitaria y profesionalidad y diligencia en la resolución de los problemas que afectan a los ciudadanos. Esto favorecerá el desarrollo de una sociedad justa y fraterna, en la que ningún sector de la población se vea olvidado o abocado a la violencia y la marginación.

4. La hora presente nos invita a todos, a las instituciones y a los responsables del destino de los pueblos, a reflexionar seriamente sobre los fenómenos que se producen en el plano internacional y local. Es digno de mención el valioso papel que Panamá está desempeñando para la estabilidad política del área centroamericana, en unos momentos en los que la coyuntura actual pone de relieve cómo un progreso consistente y armónico de la comunidad humana no depende únicamente del desarrollo económico o los descubrimientos tecnológicos. Estos aspectos han de ser necesariamente completados con aquellos otros de carácter ético y espiritual, pues una sociedad avanza sobre todo cuando en ella abundan personas con rectitud interior, conducta intachable y firme voluntad de esmerarse por el bien común, y que, además, inculcan a las nuevas generaciones un verdadero humanismo, sembrado en la familia y cultivado en la escuela, de modo que la pujanza de la Nación sea fruto del crecimiento integral de la persona y de todas las personas (cf. Caritas in veritate, 61. 70).

5. Señora Embajadora, antes de concluir nuestro encuentro, renuevo mi saludo y bienvenida a Vuestra Excelencia y a sus seres queridos, a la vez que le deseo una fecunda labor, junto con el personal de esa Misión diplomática, en favor de su País, tan cercano al corazón del Papa.

Con estos sentimientos, pongo en las manos de la Santísima Virgen María, Nuestra Señora La Antigua, las esperanzas y desafíos del querido pueblo panameño, para el que suplico al Señor copiosas bendiciones.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO ORGANIZADO
POR EL OBSERVATORIO ASTRONÓMICO VATICANO

Sala Clementina
Viernes 30 de octubre de 2009

Eminencia; señoras y señores:

Me alegra saludar a esta asamblea de ilustres astrónomos, procedentes de todo el mundo, reunidos en el Vaticano con motivo de la celebración del Año internacional de la astronomía. Agradezco al cardenal Giovanni Lajolo sus cordiales palabras de introducción. Esta celebración, que marca el IV centenario de las primeras observaciones del cielo realizadas por Galileo Galilei con un telescopio, nos invita a considerar los inmensos avances del conocimiento científico en la época moderna y, de manera especial, a dirigir de nuevo nuestra mirada hacia el cielo con un espíritu de admiración, contemplación y compromiso de buscar la verdad, dondequiera se deba encontrar.

Vuestro encuentro coincide asimismo con la inauguración de las nuevas instalaciones del Observatorio vaticano en Castelgandolfo. Como sabéis, la historia del Observatorio está vinculada de modo muy concreto a la figura de Galileo, a las controversias que rodearon sus investigaciones y al intento de la Iglesia de alcanzar una comprensión correcta y fructuosa de la relación entre la ciencia y la religión. Aprovecho esta ocasión para expresar mi gratitud no sólo por los cuidadosos estudios que han aclarado el contexto histórico preciso de la condena de Galileo, sino también por los esfuerzos de todos los que están comprometidos en el diálogo y la reflexión constantes sobre la complementariedad de la fe y la razón al servicio de una comprensión integral del hombre y del lugar que ocupa en el universo. Expreso mi gratitud, de modo particular, al personal del Observatorio, así como a los amigos y bienhechores de la Fundación del Observatorio vaticano por sus esfuerzos para promover la investigación, las oportunidades pedagógicas y el diálogo entre la Iglesia y el mundo científico.

El Año internacional de la astronomía pretende, entre otras finalidades, reconquistar para todas las personas del mundo la admiración y el asombro extraordinarios que caracterizaron la gran época de los descubrimientos en el siglo XVI. Pienso, por ejemplo, en el júbilo de los científicos del Colegio romano, que a pocos pasos de aquí realizaron las observaciones y los cálculos que llevaron a la adopción del calendario gregoriano en todo el mundo. Nuestra época, que está en condiciones de realizar descubrimientos científicos tal vez incluso más grandes y de mayor alcance, podría beneficiarse de este mismo sentimiento de admiración y del deseo de alcanzar una síntesis del conocimiento verdaderamente humanista que inspiró a los padres de la ciencia moderna. ¿Quién puede negar que la responsabilidad ante el futuro de la humanidad y el respeto por la naturaleza y el mundo que nos rodea, requiere, hoy más que nunca, la meticulosa observación, el juicio crítico, la paciencia y la disciplina que son esenciales para el método científico moderno? Al mismo tiempo, los grandes científicos de la era de los descubrimientos nos recuerdan que el verdadero conocimiento siempre se orienta a la sabiduría y que, en lugar de restringir los ojos de la mente, nos invita a levantar la mirada hacia la esfera más elevada del espíritu.

En una palabra, el conocimiento se debe comprender y tratar de conseguir en toda su amplitud liberadora. Ciertamente, se puede reducir a cálculos y experimentos, pero si aspira a ser sabiduría, capaz de orientar al hombre a la luz de sus primeros comienzos y de su conclusión final, debe comprometerse en la búsqueda de la verdad última que, aunque siempre está más allá de nuestro alcance completo, es la clave de nuestra felicidad y libertad auténticas (cf. Jn 8, 32), la medida de nuestra verdadera humanidad y el criterio para una relación justa con el mundo físico y con nuestros hermanos y hermanas en la gran familia humana.

Queridos amigos, la cosmología moderna nos ha enseñado que ni nosotros ni la tierra en la que vivimos somos el centro de nuestro universo, compuesto por miles de millones de galaxias, cada una de las cuales con miríadas de estrellas y planetas. Sin embargo, al tratar de responder al desafío de este año —levantar los ojos hacia el cielo para redescubrir nuestro lugar en el universo—, no podemos menos de dejarnos capturar por la maravilla expresada hace mucho tiempo por el salmista. Contemplando el cielo estrellado, exclamó lleno de admiración al Señor: "Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?" (Sal 8, 4-5). Espero que el estupor y el júbilo, que han de ser los frutos de este Año internacional de la astronomía, nos lleven, más allá de la contemplación de las maravillas de la creación, hasta la contemplación del Creador y del Amor que es el motivo fundamental de su creación, el Amor que, con palabras de Dante Alighieri, "mueve el sol y las demás estrellas" (Paraíso XXXIII, 145). La Revelación nos dice que, en la plenitud de los tiempos, la Palabra por la cual fueron hechas todas las cosas vino a habitar entre nosotros.

En Cristo, el nuevo Adán, reconocemos el verdadero centro del universo y de toda la historia, y en él, el Logos encarnado, vemos la medida plena de nuestra grandeza como seres humanos, dotados de razón y llamados a un destino eterno.

Con estas reflexiones, queridos amigos, os saludo a todos con respeto y estima, y os ofrezco mi oración y mis mejores deseos para vuestra investigación y vuestra enseñanza. Sobre vosotros, sobre vuestras familias y vuestros seres queridos, invoco de corazón las bendiciones de sabiduría, alegría y paz de Dios todopoderoso.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR NIKOLA IVANOV KADULOV,
NUEVO EMBAJADOR DE LA REPÚBLICA DE BULGARIA
ANTE LA SANTA SEDE*

Sábado 31 de octubre de 2009



Señor embajador:

Me alegra recibirlo en esta solemne circunstancia de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la República de Bulgaria ante la Santa Sede. Le agradezco, señor embajador, las amables palabras que me ha dirigido. Por mi parte, le agradecería que transmita al presidente de la República, Georgi Parvanov, mis más cordiales deseos para su persona, como también para la felicidad y el éxito del pueblo búlgaro.

Me congratulo, asimismo, por las buenas relaciones que mantienen Bulgaria y la Santa Sede, en la dinámica que creó el viaje de mi predecesor el Papa Juan Pablo II a su país en 2002. Merece la pena intensificar estas relaciones y me alegra saber que su deseo es trabajar con empeño para fortalecerlas y ampliar su campo.

Este otoño celebramos el vigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, que permitió a Bulgaria optar por la democracia y restablecer relaciones libres y autónomas con el conjunto del continente europeo. Sé que su país está realizando hoy grandes esfuerzos con vistas a una mayor integración en la Unión Europea, de la que forma parte desde el 1 de enero de 2007. Es importante que en este proceso de la construcción europea cada pueblo no sacrifique su propia identidad cultural, sino que, al contrario, encuentre los medios para hacer que dé buenos frutos, que enriquezcan a las instituciones comunitarias. Dada su situación geográfica y cultural, es especialmente positivo, como usted acaba de expresar, que su nación no sólo se preocupe de su propio destino, sino que manifieste también una gran atención por sus países vecinos y trabaje por favorecer sus lazos con la Unión Europea. Bulgaria, sin duda, también tiene un papel importante por desempeñar tanto en la construcción de relaciones serenas entre los países que la rodean, como en la defensa y promoción de los derechos humanos.

Como usted ha subrayado hace unos instantes, esta preocupación por el bien común de los pueblos no se puede limitar a las fronteras del continente; también es necesario estar atentos a crear las condiciones para una globalización exitosa. De hecho, para que esta se pueda vivir positivamente, es preciso que sirva "a todo el hombre y a todos los hombres". Este es el principio que quise destacar con fuerza en mi reciente encíclica Caritas in veritate. Es esencial que el desarrollo que se busca de forma legítima no ataña exclusivamente al ámbito económico, sino que también tenga en cuenta la integridad de la persona humana. El valor del hombre no consiste en lo que tiene, sino en el desarrollo de su ser de acuerdo con todas las potencialidades que encierra su naturaleza. Este principio tiene su razón última en el amor creador de Dios, que revela plenamente la Palabra divina. En este sentido, para que el desarrollo del hombre y de la sociedad sea auténtico, necesariamente debe conllevar una dimensión espiritual (cf. nn. 76-77). Asimismo, requiere que todos los responsables públicos sean moralmente exigentes consigo mismos, a fin de administrar de manera eficaz y desinteresada la parte de autoridad que se les ha encomendado. La cultura cristiana que impregna profundamente su pueblo no es únicamente un tesoro del pasado que hay que conservar, sino también la prenda de un futuro realmente prometedor pues protege al hombre de las tentaciones —que lo amenazan siempre— de hacerle olvidar su propia grandeza, así como la unidad del género humano y las exigencias de solidaridad que implica.

La comunidad católica de Bulgaria, animada por esta intención, desea contribuir al progreso de toda la población. Esta preocupación compartida por el bien común constituye uno de los elementos que deberían facilitar el diálogo entre las distintas y numerosas comunidades religiosas que componen el paisaje cultural de su antigua nación. Este diálogo, para que sea sincero y constructivo, requiere un conocimiento y una estima mutuos, que los poderes públicos pueden favorecer en gran medida mediante la consideración con la que tratan a las diferentes familias espirituales. Por su parte, la comunidad católica expresa el deseo de estar abierta generosamente a todos y de trabajar con todos; lo demuestra concretamente con sus obras sociales, cuyos beneficios no quiere reservar únicamente para sus miembros.

Deseo dirigir un cordial saludo, a través de su persona, señor embajador, a los obispos, a los sacerdotes, a los diáconos y a todos los fieles que forman la comunidad católica de su país. Los invito a considerar las grandes riquezas que Dios, en su infinita misericordia, ha puesto en su corazón de creyentes y, por esa razón, a comprometerse con audacia, mediante una cooperación tan estrecha como sea posible con todos los ciudadanos de buena voluntad, y a testimoniar en todos los campos la dignidad que Dios ha inscrito en el ser del hombre.

En este día en el que usted, excelencia, inaugura oficialmente su misión ante la Santa Sede, le expreso mis mejores deseos para un feliz cumplimiento de su misión. Puede estar seguro, señor embajador, de que encontrará siempre entre mis colaboradores la atención y la comprensión cordiales que merece su alta función, al igual que el afecto del Sucesor de Pedro por su país. Invoco la intercesión de la Virgen María y de san Cirilo y san Metodio, y pido al Señor que derrame generosas bendiciones sobre usted, sobre su familia y sobre sus colaboradores, como también sobre el pueblo búlgaro y sobre sus autoridades.


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VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO

VISITA A LA PARROQUIA DE BOTTICINO SERA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Brescia
Domingo 8 de noviembre de 2009


Queridos hermanos y hermanas:

Estoy muy contento de estar en la parroquia del santo Tadini. Lo canonicé hace poco y para mí fue edificante su figura de vida espiritual y, al mismo tiempo, de gran personalidad en la vida social de los siglos XIX y XX. Con su obra, hizo un gran regalo a la humanidad y nos invita a todos a amar a Dios, a amar a Cristo, a amar a la Virgen y a dar este amor a los demás; a trabajar para que nazca un mundo fraterno en el que cada uno ya no viva para sí mismo sino para los demás. Así pues, gracias por esta acogida tan cordial. Es una gran alegría ver aquí a la Iglesia viva y llena de gozo. ¡Feliz domingo! Os deseo lo mejor. ¡Gracias!


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VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO

ENCUENTRO OFICIAL PARA LA INAUGURACIÓN DE LA NUEVA SEDE
Y ENTREGA DEL PREMIO INTERNACIONAL PABLO VI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Auditorium Vittorio Montini del Instituto Pablo VI - Concesio
Domingo 8 de noviembre de 2009

(Vídeo)





Señores cardenales;
venerados hermanos obispos y sacerdotes;
queridos amigos:

Os agradezco de corazón que me hayáis invitado a inaugurar la nueva sede del Instituto dedicado a Pablo VI, construida al lado de su casa natal. Os saludo a todos con afecto, comenzando por los señores cardenales, los obispos, las autoridades y las personalidades presentes. Saludo en particular al presidente Giuseppe Camadini, agradecido por las amables palabras que me ha dirigido, ilustrando los orígenes, la finalidad y las actividades del Instituto. Participo con gusto en la solemne ceremonia del "Premio internacional Pablo VI", que este año ha sido asignado a la colección francesa "Sources chrétiennes". Una elección dedicada al ámbito educativo, que quiere poner de relieve —como acertadamente se ha subrayado— el fuerte compromiso de esta colección histórica, fundada en 1942, entre otros, por Henri De Lubac y Jean Daniélou, para un renovado descubrimiento de las fuentes cristianas antiguas y medievales. Agradezco al director Bernard Meunier el saludo que me ha dirigido. Aprovecho esta propicia ocasión, queridos amigos, para alentaros a dar a conocer cada vez más la personalidad y la doctrina de este gran Pontífice, no tanto desde el punto de vista hagiográfico y conmemorativo, sino más bien en el sentido de la investigación científica —y esto, justamente, se ha remarcado—, para ofrecer una aportación al conocimiento de la verdad y a la comprensión de la historia de la Iglesia y de los Pontífices del siglo XX. Cuanto más conocido es el siervo de Dios Pablo VI, tanto más es apreciado y amado. A este gran Papa me unió un vínculo de afecto y devoción desde los años del concilio Vaticano ii. ¿Cómo no recordar que fue precisamente Pablo VI quien en 1977 me encomendó el cuidado pastoral de la diócesis de Munich, creándome asimismo cardenal? Siento que a este gran Pontífice debo mucha gratitud por la estima que manifestó hacia mi persona en muchas ocasiones.

Me gustaría profundizar, en esta sede, en los distintos aspectos de su personalidad; pero limitaré mis consideraciones a un solo rasgo de sus enseñanzas, que me parece de gran actualidad y en sintonía con la motivación del Premio de este año, a saber, su capacidad educativa. Vivimos en tiempos en los que se percibe una verdadera "emergencia educativa". Formar a las generaciones jóvenes, de las que depende el futuro, nunca ha sido fácil, pero en nuestra época parece todavía más complejo. Lo saben bien los padres, los educadores, los sacerdotes y los que tienen responsabilidades educativas directas. Se van difundiendo una atmósfera, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona, del significado de la verdad y del bien, y, en definitiva, de la bondad de la vida. No obstante, se advierte con fuerza una sed generalizada de certezas y de valores. Por lo tanto, hay que transmitir a las futuras generaciones algo válido, reglas sólidas de comportamiento, indicarles objetivos elevados hacia los cuales orientar con decisión su existencia. Aumenta la demanda de una educación que responda a las expectativas de la juventud; una educación que sea ante todo testimonio y, para el educador cristiano, testimonio de fe.

Al respecto me viene a la mente esta incisiva frase programática de Giovanni Battista Montini escrita en 1931: "Quiero que mi vida sea un testimonio de la verdad... Con testimonio me refiero a la salvaguardia, la búsqueda, la profesión de la verdad" (Spiritus veritatis, en Colloqui religiosi, Brescia 1981, p. 81). Este testimonio —anotaba Montini en 1933— resulta urgente al constatar que "en el campo profano los hombres de pensamiento, también y quizá especialmente en Italia, no piensan para nada en Cristo. Es un desconocido, un olvidado, un ausente en gran parte de la cultura contemporánea" (Introduzione allo studio di Cristo, Roma 1933, p. 23). El educador Montini, estudiante y sacerdote, obispo y Papa, siempre sintió la necesidad de una presencia cristiana cualificada en el mundo de la cultura, del arte y de lo social, una presencia arraigada en la verdad de Cristo, y, al mismo tiempo, atenta al hombre y a sus exigencias vitales.

Por este motivo la atención al problema educativo, la formación de los jóvenes, constituye una constante en el pensamiento y en la acción de Montini, atención que también aprendió en el ambiente familiar. Nació en una familia perteneciente al catolicismo bresciano de la época, comprometido y ferviente en obras, y creció en la escuela de su padre Giorgio, protagonista de importantes batallas para la afirmación de la libertad de los católicos en la educación. En uno de los primeros escritos dedicado a la escuela italiana, Giovanni Battista Montini observaba: "Sólo pedimos un poco de libertad para educar como queremos a la juventud que viene al cristianismo atraída por la belleza de su fe y de sus tradiciones" (Per la nostra scuola: un libro del prof. Gentile, en Scritti giovanili, Brescia 1979, p. 73). Montini fue un sacerdote de una gran fe y de amplia cultura, un guía de almas, un investigador agudo del "drama de la existencia humana". Generaciones de jóvenes universitarios encontraron en él, como asistente de la FUCI, un punto de referencia, un formador de conciencias, capaz de entusiasmar, de recordar el deber de ser testigos en cada momento de la vida, dejando transparentar la belleza de la experiencia cristiana. Al oírlo hablar —atestiguan sus estudiantes de entonces— se percibía el fuego interior que animaba sus palabras, en contraste con una constitución física que parecía frágil.

Uno de los cimientos de la propuesta formativa de los círculos universitarios de la FUCI que él dirigía consistía en buscar la unidad espiritual de la personalidad de los jóvenes: "No compartimientos separados en el alma —decía—, por una parte la cultura, y por otra la fe; por un lado la escuela y por otro la Iglesia. La doctrina, como la vida, es única" (Idee=Forze, en Studium 24 [1928], p. 343). En otras palabras, para Montini eran esenciales la plena armonía y la integración entre la dimensión cultural y religiosa de la formación, con especial hincapié en el conocimiento de la doctrina cristiana, y las consecuencias prácticas en la vida. Precisamente por esto, desde el comienzo de su actividad, en el círculo romano de la FUCI, junto con un serio compromiso espiritual e intelectual, promovió para los universitarios iniciativas caritativas al servicio de los pobres, con la Conferencia de San Vicente. Nunca separaba la que más tarde definirá "caridad intelectual" de la presencia social, del hacerse cargo de las necesidades de los últimos. De este modo, se educaba a los estudiantes a descubrir la continuidad entre el riguroso deber del estudio y las misiones concretas entre los marginados. "Creemos —escribía— que el católico no es una persona atormentada por cien mil problemas aunque sean de orden espiritual... ¡No! El católico es quien tiene la fecundidad de la seguridad. Así, fiel a su fe, puede mirar al mundo no como a un abismo de perdición, sino como a un campo de mies" (La distanza dal mondo, en Azione Fucina, 10 de febrero de 1929, p. 1).

Giovanni Battista Montini insistía en la formación de los jóvenes, para que fueran capaces de entrar en relación con la modernidad, una relación difícil y a menudo crítica, pero siempre constructiva y dialogada. De la cultura moderna subrayaba algunas características negativas, tanto en el campo del conocimiento como en el de la acción, como el subjetivismo, el individualismo y la afirmación ilimitada del sujeto. Al mismo tiempo, sin embargo, consideraba necesario el diálogo, siempre a partir de una sólida formación doctrinal, cuyo principio unificador era la fe en Cristo; una "conciencia" cristiana madura, por tanto, capaz de confrontarse con todos, pero sin ceder a las modas del momento. Ya Romano Pontífice, a los rectores y decanos de las universidades de la Compañía de Jesús les dijo que "el mimetismo doctrinal y moral no está ciertamente conforme con el espíritu del Evangelio". "Por lo demás, los mismos que no comparten las posiciones de la Iglesia —añadió— nos piden una total claridad de posiciones para poder establecer un diálogo constructivo y leal". Por lo tanto, el pluralismo cultural y el respeto nunca deben "hacer perder de vista al cristiano su deber de servir a la verdad en la caridad, y de seguir la verdad de Cristo, la única que da la verdadera libertad" (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de agosto de 1975, p. 4).

Según el Papa Montini hay que educar al joven a juzgar el ambiente en el que vive y actúa, a considerarse una persona y no un número en la masa: en una palabra, hay que ayudarle a tener un "pensamiento fuerte" capaz de una "acción fuerte", evitando el peligro que se puede correr de anteponer la acción al pensamiento y de hacer de la experiencia la fuente de la verdad. Al respecto afirmó: "La acción no puede ser luz por sí misma. Si no se quiere forzar al hombre a pensar cómo actúa, es preciso educarlo a actuar como piensa. En el mundo cristiano, donde el amor, la caridad tienen una importancia suprema, decisiva, tampoco se puede prescindir de la luz de la verdad, que al amor presenta sus finalidades y sus motivos" (Insegnamenti II, [1964], 194).

Queridos amigos, los años de la FUCI, difíciles por el contexto político de Italia, pero apasionantes para los jóvenes que reconocieron en el siervo de Dios a un guía y un educador, quedaron marcados en la personalidad de Pablo VI. En él, arzobispo de Milán y más tarde Sucesor del apóstol Pedro, nunca faltaron el anhelo y la preocupación por el tema de la educación. Lo confirman sus numerosas intervenciones dedicadas a las nuevas generaciones, en momentos borrascosos y atormentados, como el sesenta y ocho. Con valentía indicó el camino del encuentro con Cristo como experiencia educativa liberadora y única respuesta verdadera a los deseos y las aspiraciones de los jóvenes, víctimas de la ideología. "Vosotros, jóvenes de hoy —repetía—, algunas veces os dejáis fascinar por un conformismo que puede llegar a ser habitual, un conformismo que doblega inconscientemente vuestra libertad al dominio automático de corrientes externas de pensamiento, de opinión, de sentimiento, de acción, de moda; y, de ese modo, arrastrados por un gregarismo que os da la impresión de ser fuertes, a veces llegáis a ser rebeldes en grupo, en masa, a menudo sin saber por qué". "Pero —seguía afirmando— si tomáis conciencia de Cristo, y os adherís a él... seréis libres interiormente..., sabréis por qué y para quién vivir... Y, al mismo tiempo —algo maravilloso—, sentiréis que nace dentro de vosotros la ciencia de la amistad, de la socialidad, del amor. No seréis unos solitarios" (Insegnamenti VI, [1968], 117-118).

Pablo VI se definió a sí mismo "un amigo de los jóvenes": sabía reconocer y compartir su congoja cuando se debaten entre las ganas de vivir, la necesidad de tener certezas, el anhelo del amor y la sensación de desconcierto, la tentación del escepticismo y la experiencia de la desilusión. Había aprendido a comprender su espíritu y recordaba que la indiferencia agnóstica del pensamiento actual, el pesimismo crítico y la ideología materialista del progreso social no bastan al espíritu, abierto a horizontes bien distintos de verdad y de vida (cf. Ángelus del 7 de julio de 1974; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 1974, p. 1). Hoy, como entonces, en las nuevas generaciones surge una ineludible pregunta de sentido, una búsqueda de relaciones humanas auténticas. Decía Pablo VI: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros (...) o si escucha a los maestros es porque son testigos" (Evangelii nuntiandi, 41). Este venerado predecesor mío fue maestro de vida y testigo valiente de esperanza, no siempre comprendido, más aún, muchas veces contestado y aislado por movimientos culturales dominantes entonces. Pero, sólido a pesar de ser frágil físicamente, guió sin titubeos a la Iglesia; nunca perdió la confianza en los jóvenes, invitándolos siempre, y no sólo a ellos, a confiar en Cristo y a seguirlo por el camino del Evangelio.

Queridos amigos, os agradezco una vez más que me hayáis dado la oportunidad de respirar aquí, en su pueblo natal y en estos lugares llenos de recuerdos de su familia y de su infancia, el clima en el que se formó el siervo de Dios Pablo VI, el Papa del concilio Vaticano II y del posconcilio. Aquí todo habla de la riqueza de su personalidad y de su vasta doctrina. Aquí se encuentran también recuerdos significativos de otros pastores y protagonistas de la historia de la Iglesia del siglo pasado, como por ejemplo el cardenal Bevilacqua, el obispo Carlo Manziana, monseñor Pasquale Macchi, su secretario personal de confianza, o el padre Paolo Caresana. Deseo de corazón que las nuevas generaciones perciban el amor de este Papa por los jóvenes y su invitación constante a encomendarse a Jesucristo, una invitación que retomó Juan Pablo II y que también yo quise renovar al comienzo de mi pontificado. Por esto aseguro mi oración y bendigo a todos los presentes, a vuestras familias, vuestro trabajo y las iniciativas del Instituto Pablo VI.


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VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO

VISITA A LA PARROQUIA DE SAN ANTONINO,
DONDE FUE BAUTIZADO GIOVANNI BATTISTA MONTINI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Concesio
Domingo 8 de noviembre de 2009

(Vídeo)




Queridos hermanos y hermanas:

Con este encuentro termina la visita pastoral a Brescia, tierra natal de mi venerado predecesor Pablo VI. Y para mí es un verdadero placer concluirla precisamente aquí, en Concesio, donde nació y comenzó su larga y rica aventura humana y espiritual. Más significativo aún —y más emocionante— es estar en esta iglesia vuestra que fue también su iglesia. Aquí, el 30 de septiembre de 1897, recibió el Bautismo y quién sabe cuántas veces volvió a ella para orar; probablemente aquí comprendió mejor la voz del divino Maestro que lo llamó a seguirlo y lo llevó, a través de varias etapas, hasta ser su Vicario en la tierra. Aquí resuenan también las inspiradas palabras que, ya siendo cardenal, Giovanni Battista Montini pronunció hace cincuenta años, el 16 de agosto de 1959, cuando volvió a su pila bautismal. "Aquí llegué a ser cristiano —dijo—; llegué a ser hijo de Dios y recibí el don de la fe" (G. B. Montini, Discorsi e Scritti Milanesi, II, p. 3010). Al recordarlo, me complace saludaros con afecto a todos vosotros, sus paisanos, a vuestro párroco y al alcalde, así como al pastor de la diócesis, monseñor Luciano Monari, y a todos los que han querido estar presentes en este breve pero intenso momento de intimidad espiritual.

"Aquí llegué a ser cristiano..., recibí el don de la fe". Queridos amigos, permitidme aprovechar esta ocasión para recordar, partiendo precisamente de la afirmación del Papa Montini y refiriéndome a otras intervenciones suyas, la importancia del Bautismo en la vida de todo cristiano. El Bautismo —afirma— puede definirse "la primera y fundamental relación vital y sobrenatural entre la Pascua del Señor y nuestra Pascua" (Insegnamenti IV, [1966], 742); es el sacramento mediante el cual tiene lugar "la transfusión del misterio de la muerte y resurrección de Cristo a sus seguidores" (Insegnamenti XIV, [1976], 407); es el sacramento que introduce en la relación de comunión con Cristo. "Por el bautismo —como dice san Pablo— fuimos sepultados con él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos (...), así también nosotros vivamos una vida nueva" (Rm 6, 4). A Pablo VI le gustaba subrayar la dimensión cristocéntrica del Bautismo, con el que nos hemos revestido de Cristo, con el que entramos en comunión vital con él y le pertenecemos a él.

En tiempos de grandes cambios en el seno de la Iglesia y en el mundo, ¡cuántas veces Pablo VI insistió en esta necesidad de permanecer firmes en la comunión vital con Cristo! De hecho, sólo así llegamos a ser miembros de su familia, que es la Iglesia. El Bautismo —afirmaba— es la "puerta por la que los hombres entran en la Iglesia" (Insegnamenti XII, [1974], 422); es el sacramento con el que se llega a ser "hermanos de Cristo y miembros de aquella humanidad, destinada a formar parte de su Cuerpo místico y universal, que se llama la Iglesia" (Insegnamenti XIII, [1975], 308). Al hombre regenerado por el Bautismo Dios lo hace partícipe de su vida misma, y "el bautizado puede tender eficazmente a Dios-Trinidad, su fin último, al que está ordenado, con la finalidad de participar en su vida y en su amor infinito" (Insegnamenti XI, [1973], 850).

Queridos hermanos y hermanas, quisiera volver idealmente a la visita que realizó hace cincuenta años a esta iglesia parroquial el entonces arzobispo de Milán. Recordando su Bautismo, se preguntó cómo había conservado y vivido este gran don del Señor y, aun reconociendo que no lo había comprendido ni secundado suficientemente, confesó: "Os quiero decir que la fe que recibí en esta iglesia con el sacramento del santo Bautismo fue para mí la luz de la vida..., la lámpara de mi vida" (Op. cit., pp. 3010. 3011). Haciéndonos eco de sus palabras, podríamos preguntarnos: "¿Cómo vivo mi Bautismo? ¿Cómo hago experiencia del camino de vida nueva del que habla san Pablo?". En el mundo en que vivimos —para usar también una expresión del arzobispo Montini— a menudo hay "una nube que nos quita la alegría de ver con serenidad el cielo divino...; sentimos la tentación de creer que la fe es un vínculo, una cadena de la que es preciso liberarse; que es algo antiguo, por no decir pasado de moda, algo que no sirve" (ib., p. 3012), por lo cual el hombre piensa que basta "la vida económica y social para dar una respuesta a todas las aspiraciones del corazón humano" (ib.). Al respecto, ¡qué elocuente es, en cambio, la expresión de san Agustín, quien escribe en las Confesiones que nuestro corazón no tiene paz hasta que descansa en Dios (cf. I, 1). El ser humano sólo es verdaderamente feliz si encuentra la luz que lo ilumina y le da plenitud de significado. Esta luz es la fe en Cristo, don que se recibe en el Bautismo y que es preciso redescubrir constantemente para poder transmitirlo a los demás.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidemos el inmenso don que recibimos el día en que fuimos bautizados. En ese momento Cristo nos unió a sí para siempre, pero, por nuestra parte, ¿seguimos permaneciendo unidos a él con opciones coherentes con el Evangelio? No es fácil ser cristianos. Hace falta valentía y tenacidad para no conformarse a la mentalidad del mundo, para no dejarse seducir por los señuelos a veces poderosos del hedonismo y el consumismo, para afrontar, si fuera necesario, incluso incomprensiones y a veces hasta verdaderas persecuciones. Vivir el Bautismo implica permanecer firmemente unidos a la Iglesia, también cuando vemos en su rostro alguna sombra y alguna mancha. Es ella la que nos ha engendrado para la vida divina y nos acompaña en todo nuestro camino:¡Amémosla, amémosla como a nuestra Madre! Amémosla y sirvámosla con un amor fiel, que se traduzca en gestos concretos en el seno de nuestras comunidades, sin caer en la tentación del individualismo y del prejuicio, y superando toda rivalidad y división. Así seremos verdaderos discípulos de Cristo. Que nos ayude desde el cielo María, Madre de Cristo y de la Iglesia, a quien el siervo de Dios Pablo VI amó y honró con gran devoción. Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestra acogida, tan cordial y afectuosa; y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración, imparto a todos de corazón una bendición especial.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO MUNDIAL
SOBRE LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES Y LOS REFUGIADOS

Lunes 9 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibiros al comienzo del Congreso mundial sobre la pastoral de los emigrantes y los refugiados. Saludo en primer lugar al presidente de vuestro Consejo pontificio, monseñor Antonio Maria Vegliò, y le agradezco las cordiales palabras con las que ha introducido este encuentro. Saludo al secretario, a los miembros, a los consultores y a los oficiales del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes. Dirijo un cordial saludo al honorable Renato Schifani, presidente del Senado de la República. Saludo a todos los presentes. A cada uno expreso mi aprecio por el compromiso y la solicitud con que trabajáis en un ámbito social hoy día tan complejo y delicado, ofreciendo apoyo a quien, por libre elección o por necesidad, deja su país de origen y emigra a otras naciones.

El tema del Congreso —"Una respuesta al fenómeno migratorio en la era de la globalización"— pone de relieve el contexto especial en el que se sitúan las migraciones en nuestra época. En efecto, aunque el fenómeno migratorio es tan antiguo como la historia de la humanidad, nunca había tenido una importancia tan grande por consistencia y por complejidad de problemáticas como en nuestros tiempos. Afecta a casi todos los países del mundo y se inserta en el vasto proceso de la globalización. Millones de mujeres, hombres, niños, jóvenes y ancianos afrontan los dramas de la emigración a veces para sobrevivir, más que para buscar mejores condiciones de vida para ellos y para sus familiares. Va creciendo cada vez más la brecha económica entre los países pobres y los industrializados. La crisis económica mundial, con el enorme incremento del desempleo, reduce las posibilidades de empleo y aumenta el número de los que no logran encontrar ni siquiera un trabajo del todo precario. Por este motivo, muchos se ven forzados a abandonar su propia tierra y sus comunidades de origen; están dispuestos a aceptar trabajos en condiciones para nada conformes a la dignidad humana y su inserción en las sociedades que los acogen es difícil a causa de la diversidad de lengua, de cultura y de ordenamientos sociales.

La condición de los emigrantes, y en mayor medida la de los refugiados, recuerda en cierto modo las vicisitudes del antiguo pueblo bíblico que, al huir de la esclavitud de Egipto llevando en el corazón el sueño de la tierra prometida, atravesó el Mar Rojo y, en lugar de llegar enseguida a la meta deseada, tuvo que afrontar las dificultades del desierto. Hoy muchos emigrantes abandonan su país para huir de unas condiciones de vida humanamente inaceptables, pero sin encontrar en otras partes la acogida que esperaban. Frente a situaciones tan complejas, ¿cómo no detenerse a reflexionar sobre las consecuencias de una sociedad basada fundamentalmente en el mero desarrollo material? En la encíclica Caritas in veritate expliqué que el verdadero desarrollo es sólo el que es integral, es decir, el que abarca a todos los hombres y a todo el hombre.

El desarrollo auténtico siempre tiene un carácter solidario. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el compromiso por conseguirlo —afirmé también en la Caritas in veritate— deben asumir las dimensiones de toda la familia humana, es decir, de la comunidad de los pueblos y de las naciones (cf. n. 7). Más aún, incluso el proceso de globalización, como subrayó oportunamente el siervo de Dios Juan Pablo II, puede ser una ocasión propicia para promover el desarrollo integral, pero solamente "si las diferencias culturales se acogen como ocasión de encuentro y diálogo, y si la repartición desigual de los recursos mundiales provoca una nueva conciencia de la necesaria solidaridad que debe unir a la familia humana" (Mensaje con motivo de la Jornada mundial del emigrante de 1999, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de diciembre de 1999, p. 11). En consecuencia, hay que dar respuestas adecuadas a los grandes cambios sociales actuales, teniendo claro que no se producirá un desarrollo efectivo si no se favorece el encuentro entre los pueblos, el diálogo entre las culturas y el respeto de las legítimas diferencias.

Desde esta perspectiva, ¿por qué no considerar el actual fenómeno mundial migratorio como una condición favorable para la comprensión entre los pueblos y para la construcción de la paz y de un desarrollo que abarque a toda nación? Esto es precisamente lo que quise recordar en el Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado en el Año jubilar paulino: las migraciones nos invitan a poner de relieve la unidad de la familia humana y el valor de la acogida, de la hospitalidad y del amor al prójimo. Pero esto debe traducirse en gestos diarios de comunión, de participación y de solicitud por los demás, especialmente por los necesitados. Para ser acogedores los unos para con los otros —enseña san Pablo— los cristianos saben que deben estar dispuestos a escuchar la Palabra de Dios, que nos llama a imitar a Cristo y a permanecer unidos a él. Sólo de este modo se muestran solícitos por los demás y no ceden nunca a la tentación de despreciar y rechazar a quien es diferente. A todo hombre y toda mujer, configurados con Cristo, se los ve como hermanos y hermanas, hijos del mismo Padre. Este tesoro de fraternidad los hace "diligentes en la hospitalidad", "que es hija primogénita del agapé" (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de octubre de 2008, p. 7).

Queridos hermanos y hermanas, cada comunidad cristiana, fiel a las enseñanzas de Jesús, no puede menos de respetar y prestar atención a todos los hombres, creados a imagen y semejanza de Dios y redimidos por la sangre de Cristo, más aún cuando pasan dificultades. Por esta razón la Iglesia invita a los fieles a abrir el corazón a los emigrantes y a sus familias, sabiendo que no son sólo un "problema", sino que constituyen un "recurso" que hay que saber valorar oportunamente para el camino de la humanidad y para su auténtico desarrollo. Os agradezco de nuevo a cada uno el servicio que prestáis a la Iglesia y a la sociedad, e invoco la materna protección de María sobra cada acción vuestra en favor de los emigrantes y los refugiados. Por mi parte, os aseguro la oración, y con mucho gusto os bendigo a vosotros y a los que forman parte de la gran familia de los emigrantes y los refugiados.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS
DE LA LIBRE UNIVERSIDAD MARÍA ASUNTA (LUMSA)

Sala Pablo VI
Jueves 12 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
señor presidente del Senado e ilustres autoridades;
rector magnífico y distinguidos profesores;
queridas Misioneras de la Escuela;
queridos estudiantes y amigos:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión del 70° aniversario de la fundación de la Libre Universidad María Santísima Asunta (LUMSA). Saludo cordialmente al rector de vuestra universidad, el profesor Giuseppe Dalla Torre, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido. Me complace saludar al presidente del Senado, el honorable Renato Schifani, y a las demás autoridades civiles y militares italianas, así como a las numerosas personalidades, a los rectores y a los directores administrativos presentes. A todos los que formáis la gran familia de la LUMSA os doy mi cordial bienvenida.

Vuestro ateneo, nacido en 1939 por iniciativa de la sierva de Dios madre Luigia Tincani, fundadora de la Unión Santa Catalina de Siena de las Misioneras de la Escuela, y del cardenal Giuseppe Pizzardo, entonces prefecto de la Congregación de los seminarios y de las universidades de los estudios, con el objetivo de promover una adecuada formación universitaria para las religiosas destinadas a la enseñanza en las escuelas católicas, comenzó su actividad en el clima de compromiso educativo del mundo católico suscitado por la encíclica de Pío XI Divini illius Magistri. Vuestra universidad, por lo tanto, nació con una identidad católica muy precisa, contando también con el impulso de la Santa Sede, con la que conserva un vínculo estrecho. A lo largo de estos setenta años la LUMSA ha preparado a generaciones de educadores y se ha desarrollado considerablemente, sobre todo después de transformarse en libre universidad, en 1989, y de la consiguiente creación de nuevas facultades con la ampliación del alumnado. Sé que hoy cuenta con cerca de nueve mil estudiantes en las cuatro sedes del territorio nacional y representa una referencia importante en el campo educativo. Mientras en Italia y en Europa la situación cultural y legislativa evolucionaba profundamente, la LUMSA ha sabido crecer prestando atención a dos factores: permanecer fiel a la intuición originaria de la madre Tincani y, al mismo tiempo, responder a los nuevos desafíos de la sociedad.

Efectivamente, el contexto actual se caracteriza por una preocupante emergencia educativa —sobre la que me he detenido a reflexionar en varias ocasiones— en la que la tarea de quienes están llamados a la enseñanza asume un relieve muy especial. Se trata ante todo del papel de los profesores universitarios, pero también del itinerario formativo de los estudiantes que se preparan para desempeñar la profesión de docentes en los diversos órdenes y grados de la escuela, o de profesionales en los distintos ámbitos de la sociedad. Cada profesión es una ocasión para testimoniar y traducir en la práctica los valores interiorizados personalmente durante el periodo académico.

La profunda crisis económica, generalizada en todo el mundo, y las causas que la han provocado han puesto de manifiesto la exigencia de una inversión más firme y valiente en el campo del saber y de la educación, como modo de responder a los numerosos desafíos planteados y preparar a las generaciones jóvenes para construir un futuro mejor (cf. Caritas in veritate, 30-31; 61). Por este motivo se siente la necesidad de crear en el ámbito educativo vínculos de pensamiento, de enseñar a colaborar entre las diferentes disciplinas y de aprender unos de otros. Frente a los profundos cambios que afectan a nuestra sociedad es cada vez más urgente la necesidad de recurrir a los valores fundamentales que debemos transmitir a las generaciones jóvenes como patrimonio indispensable y, por lo tanto, de preguntarse cuáles son esos valores. Así, las instituciones académicas se encuentran ante apremiantes cuestiones de carácter ético.

En este contexto, las universidades católicas tienen un papel importante que desempeñar, manteniendo la fidelidad a su identidad específica y esforzándose por prestar un servicio cualificado en la Iglesia y en la sociedad. En este sentido, siguen revistiendo gran actualidad las indicaciones ofrecidas por mi venerado predecesor Juan Pablo II en la constitución apostólica Ex corde Ecclesiae, en la que invitaba a la universidad católica a garantizar institucionalmente una presencia cristiana en el mundo académico. En la compleja realidad social y cultural, la universidad católica está llamada a actuar con la inspiración cristiana de los individuos y de la comunidad universitaria como tal; con la incesante reflexión sapiencial, iluminada por la fe, y la investigación científica; con la fidelidad al mensaje cristiano tal como lo presenta la Iglesia; y con el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios y de la familia humana, en su camino hacia la meta final (cf. n. 13).

Queridos amigos, la LUMSA es una universidad católica, que tiene como elemento específico de su identidad esta inspiración cristiana. Como se lee en su Charta magna, se propone realizar un trabajo científico orientado a la búsqueda de la verdad, en un diálogo entre fe y razón, en una tensión ideal hacia la integración de los conocimientos y de los valores. Al mismo tiempo quiere llevar a cabo una actividad formativa con una constante atención ética, elaborando síntesis positivas entre fe y cultura, y entre ciencia y sabiduría, para el desarrollo pleno y armónico de la persona humana. Este enfoque es para vosotros, queridos docentes, estimulante y exigente. De hecho, trabajáis para estar cada vez mejor cualificados para la enseñanza y la investigación, a la vez que os proponéis cultivar la misión educativa. Hoy, como en el pasado, la universidad necesita verdaderos maestros, que transmitan, junto a los contenidos y al saber científico, un método riguroso de investigación y valores y motivaciones profundas.

Queridos estudiantes, aunque estéis inmersos en una sociedad fragmentada y relativista, mantened la mente y el corazón siempre abiertos a la verdad. Dedicaos a adquirir, de modo profundo, los conocimientos que contribuyen a la formación integral de vuestra personalidad, a afinar la capacidad de búsqueda de la verdad y del bien durante toda la vida, a prepararos profesionalmente para llegar a ser constructores de una sociedad más justa y solidaria. Que el ejemplo de la madre Tincani fomente en todos el compromiso de acompañar el riguroso trabajo académico con una intensa vida interior, sostenida por la oración.

Que la Virgen María, Sedes Sapientiae, guíe este camino con la verdadera sabiduría, que viene de Dios. Os agradezco este agradable encuentro y os bendigo de corazón a cada uno de vosotros y vuestro trabajo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 28ª ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO «COR UNUM»

Sala del Consistorio
Viernes 13 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me complace saludaros a cada uno de vosotros, miembros, consultores y oficiales del Consejo pontificio "Cor unum", reunidos aquí para la asamblea plenaria, en la que tratáis el tema: "Itinerarios formativos para los agentes de la caridad". Saludo al cardenal Paul Josef Cordes, presidente del dicasterio, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido, también en vuestro nombre. Expreso a todos mi reconocimiento por el valioso servicio que prestáis a la actividad caritativa de la Iglesia. Mi pensamiento se dirige especialmente a los numerosos fieles que, por diversas razones y en todas partes del mundo, donan con generosidad y entrega su tiempo y sus energías para testimoniar el amor de Cristo, buen samaritano, que se inclina sobre los necesitados en el cuerpo y en el espíritu. Puesto que, como subrayé en la encíclica Deus caritas est, "la naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)" (n. 25), la caridad pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia.

Al actuar en este ámbito de la vida eclesial, cumplís una misión que se sitúa en una tensión constante entre dos polos: el anuncio del Evangelio y la atención al corazón del hombre y al ambiente en el que vive. Este año dos acontecimientos eclesiales especiales han puesto de relieve este aspecto: la publicación de la encíclica Caritas in veritate y la celebración de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos sobre la reconciliación, la justicia y la paz. Desde perspectivas distintas pero convergentes, han puesto de manifiesto que la Iglesia, en su anuncio salvífico, no puede prescindir de las condiciones concretas de vida de los hombres a los que es enviada. Contribuir a mejorarlas forma parte de su vida y de su misión, puesto que la salvación de Cristo es integral y atañe al hombre en todas sus dimensiones: física, espiritual, social y cultural, terrena y celestial. Justamente de esta conciencia nacieron a lo largo de los siglos muchas obras e instituciones eclesiales destinadas a la promoción de las personas y de los pueblos, que han dado y siguen dando una contribución insustituible al crecimiento, al desarrollo armónico e integral del ser humano. Como reafirmé en la encíclica Caritas in veritate, "el testimonio de la caridad de Cristo mediante obras de justicia, paz y desarrollo forma parte de la evangelización, porque a Jesucristo, que nos ama, le interesa todo el hombre" (n. 15).

Desde esta perspectiva se ha de ver el compromiso de la Iglesia para el desarrollo de una sociedad más justa, en la que se reconozcan y respeten todos los derechos de los individuos y de los pueblos (cf. ib., 6). En este sentido muchos fieles laicos llevan a cabo una provechosa acción en el campo económico, social, legislativo y cultural, y promueven el bien común. Dan testimonio del Evangelio, contribuyendo a construir un orden justo en la sociedad y participando en primera persona en la vida pública (cf. Deus caritas est, 28). Ciertamente, no es competencia de la Iglesia intervenir directamente en la política de los Estados o en la construcción de estructuras políticas adecuadas (cf. Caritas in veritate, 9). La Iglesia con el anuncio del Evangelio abre el corazón a Dios y al prójimo, y despierta las conciencias. Con la fuerza de su anuncio defiende los derechos humanos verdaderos y se compromete por la justicia.

La fe es una fuerza espiritual que purifica a la razón en la búsqueda de un orden justo, liberándola del riesgo siempre presente de dejarse "deslumbrar" por el egoísmo, el interés y el poder. En realidad, como demuestra la experiencia, incluso en las sociedades más desarrolladas desde el punto de vista social, la caritas sigue siendo necesaria: el servicio del amor nunca es superfluo, no sólo porque el alma humana necesita siempre, además de las cosas materiales, el amor, sino también porque persisten situaciones de sufrimiento, de soledad, de necesidad, que requieren entrega personal y ayudas concretas.

Al prestar una atención amorosa al hombre, la Iglesia siente latir dentro de sí la plenitud de amor suscitada por el Espíritu Santo, el cual ayuda al hombre a liberarse de las opresiones materiales, a la vez que asegura consuelo y apoyo al alma, liberándola de los males que la afligen. La fuente de este amor es Dios mismo, misericordia infinita y amor eterno. Por lo tanto, cualquier persona que presta su servicio en los organismos eclesiales que gestionan iniciativas y obras de caridad, no puede menos de tener este objetivo principal: dar a conocer y experimentar el rostro misericordioso del Padre celestial, puesto que en el corazón de Dios Amor está la respuesta verdadera a las expectativas más íntimas de todo corazón humano.

¡Cuán necesario es para los cristianos mantener la mirada fija en el rostro de Cristo! ¡Sólo en él, plenamente Dios y plenamente hombre, podemos contemplar al Padre (cf. Jn 14, 9) y experimentar su infinita misericordia! Los cristianos saben que están llamados a servir y a amar al mundo, aun sin ser "del mundo" (cf. Jn 15, 19); a llevar una Palabra de salvación integral del hombre, que no se puede encerrar en el horizonte terreno; a permanecer, como Cristo, totalmente fieles a la voluntad del Padre hasta el don supremo de sí mismos, para que sea más fácil percibir la necesidad de amor verdadero que todo corazón alberga. Este es el camino que debe recorrer quienquiera que desee testimoniar la caridad de Cristo, si quiere seguir la lógica del Evangelio.

Queridos amigos, es importante que la Iglesia, insertada en las vicisitudes de la historia y de la vida de los hombres, se convierta en un canal de la bondad y del amor de Dios. Que así sea para vosotros y para cuantos trabajan en el vasto ámbito del que se ocupa vuestro Consejo pontificio. Con este deseo, invoco la intercesión materna de María sobre vuestros trabajos y, renovando mi agradecimiento por vuestra presencia y por la obra que realizáis, os imparto con gusto a cada uno de vosotros y a vuestras familias mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS BRASILEÑOS DE LA REGIÓN SUR 1
EN VISITA "AD LIMINA"

Sala del Consistorio
Sábado 14 de noviembre de 2009



Señor cardenal;
queridos arzobispos y obispos de Brasil:

En el curso de la visita que estáis realizando ad limina Apostolorum, os habéis reunido hoy para subir a la Casa del Sucesor de Pedro, que con los brazos abiertos os acoge a todos vosotros, amados pastores de la región Sur 1, en el Estado de São Paulo. Allí se encuentra el importante centro de acogida y evangelización que es el santuario de Nuestra Señora Aparecida, donde tuve la alegría de estar en mayo de 2007 para la inauguración de la V Conferencia del Episcopado latinoamericano y del Caribe. Hago votos para que la semilla entonces lanzada dé frutos buenos para el bien espiritual y también social de las poblaciones de ese prometedor continente, de la querida nación brasileña y de vuestro Estado federal. Esas poblaciones "tienen derecho a una vida plena, propia de los hijos de Dios, con unas condiciones más humanas: libres de las amenazas del hambre y de toda forma de violencia" (Discurso inaugural, 13 de mayo de 2007, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 10). Una vez más, deseo agradecer todo lo que se realizó con tan gran generosidad y renovaros mi cordial saludo a vosotros y a vuestras diócesis, recordando de modo especial a los sacerdotes, a los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos que os ayudan en la obra de evangelización y animación cristiana de la sociedad.

Vuestro pueblo abriga en el corazón un gran sentimiento religioso y nobles tradiciones, arraigadas en el cristianismo, que se expresan en sentidas y genuinas manifestaciones religiosas y civiles. Se trata de un patrimonio rico en valores que vosotros —como muestran vuestras relaciones, y como monseñor Nelson refería en el amable saludo que me acaba de dirigir en vuestro nombre— procuráis mantener, defender, extender, profundizar y vivificar. A la vez que me alegro mucho por todo esto, os exhorto a proseguir esta obra de constante y metódica evangelización, conscientes de que la formación verdaderamente cristiana de la conciencia es decisiva para una profunda vida de fe y también para la madurez social y el verdadero y equilibrado bienestar de la comunidad humana.
De hecho, para merecer el título de comunidad, un grupo humano debe corresponder, en su organización y en sus objetivos, a las aspiraciones fundamentales del ser humano. Por eso no es exagerado afirmar que una vida social auténtica comienza en la conciencia de cada uno. Dado que la conciencia bien formada lleva a realizar el verdadero bien del hombre, la Iglesia, especificando cuál es este bien, ilumina al hombre y, a través de toda la vida cristiana, procura educar su conciencia.

La enseñanza de la Iglesia, debido a su origen —Dios—, a su contenido —la verdad— y a su punto de apoyo —la conciencia— encuentra un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente o no creyente. En concreto, "el tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos. Aunque de la fe recibe luz y fuerza extraordinarias, pertenece a toda conciencia humana que aspire a la verdad y esté atenta y preocupada por la suerte de la humanidad. (...) El "pueblo de la vida" se alegra de poder compartir con otros muchos su tarea, de modo que sea cada vez más numeroso el "pueblo para la vida", y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer, para el verdadero bien de la ciudad de los hombres" (Evangelium vitæ, 25 de marzo de 1995, n. 101).

Venerables hermanos, hablad al corazón de vuestro pueblo, despertad las conciencias, reunid las voluntades en un esfuerzo conjunto contra la creciente ola de violencia y menosprecio por el ser humano. Este, de don de Dios acogido en la intimidad amorosa del matrimonio entre un hombre y una mujer, ha pasado a ser considerado como mero producto humano. "En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano e integral. Este es un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia" (Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, n. 74).

Job, de modo provocativo, invita a los seres irracionales a dar su propio testimonio: "Interroga a las bestias, que te instruyan; a las aves del cielo, que te informen. Te instruirán los reptiles de la tierra; te enseñarán los peces del mar. Pues entre todos ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios ha hecho esto? Él, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12, 7-10). La convicción de la recta razón y la certeza de la fe de que la vida del ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, pertenece a Dios y no a los hombres, le confiere ese carácter sagrado y esa dignidad personal que suscita la única actitud legal y moral correcta, esto es, un profundo respeto. Porque el Señor de la vida dijo: "A todos y a cada uno reclamaré el alma humana (...) porque a imagen de Dios hizo él al hombre" (Gn 9, 5.6).

Mis queridos y venerables hermanos, nunca podemos desanimarnos en nuestra llamada a la conciencia. No seríamos seguidores fieles de nuestro divino Maestro si no supiéramos llevar nuestra esperanza "contra toda esperanza" (Rm 4, 18) en todas las situaciones, incluso en las más arduas. Seguid trabajando por el triunfo de la causa de Dios, no con el ánimo triste de quien sólo advierte carencias y peligros, sino con la firme confianza de quien sabe que puede contar con la victoria de Cristo.

María, plenamente conforme a su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte, está unida al Señor de modo inefable. Por la intercesión de Nuestra Señora Aparecida, imploro de Dios luz, consuelo, fuerza, intensidad de propósitos y logros para vosotros y para vuestros más directos colaboradores, al mismo tiempo que de corazón os imparto una bendición apostólica especial, que extiendo a todos los fieles de cada comunidad diocesana.


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