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2006

Ultimo Aggiornamento: 17/04/2013 21:28
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Papa Ratzi Superstar









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16/04/2013 20:57

Miércoles 4 de enero de 2006

Cristo, primogénito de toda criatura,
primogénito de entre los muertos

Queridos hermanos y hermanas:

1. En esta primera audiencia general del nuevo año vamos a meditar el célebre himno cristológico que se encuentra en la carta a los Colosenses: es casi el solemne pórtico de entrada de este rico escrito paulino, y es también un pórtico de entrada de este año. El himno propuesto a nuestra reflexión, es introducido con una amplia fórmula de acción de gracias (cf. vv. 3. 12-14), que nos ayuda a crear el clima espiritual para vivir bien estos primeros días del año 2006, así como nuestro camino a lo largo de todo el año nuevo (cf. vv. 15-20).

La alabanza del Apóstol, al igual que la nuestra, se eleva a "Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo" (v. 3), fuente de la salvación, que se describe primero de forma negativa como "liberación del dominio de las tinieblas" (v. 13), es decir, como "redención y perdón de los pecados" (v. 14), y luego de forma positiva como "participación en la herencia del pueblo santo en la luz" (v. 12) y como ingreso en "el reino de su Hijo querido" (v. 13).

2. En este punto comienza el grande y denso himno, que tiene como centro a Cristo, del cual se exaltan el primado y la obra tanto en la creación como en la historia de la redención (cf. vv. 15-20). Así pues, son dos los movimientos del canto. En el primero se presenta a Cristo como "primogénito de toda criatura" (v. 15). En efecto, él es la "imagen de Dios invisible", y esta expresión encierra toda la carga que tiene el "icono" en la cultura de Oriente: más que la semejanza, se subraya la intimidad profunda con el sujeto representado.

Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al "Dios invisible" —en él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta altísima dignidad suya, Cristo "es anterior a todo", no sólo por ser eterno, sino también y sobre todo con su obra creadora y providente: "Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles (...). Todo se mantiene en él" (vv. 16-17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también "por él y para él" (v. 16).

Así san Pablo nos indica una verdad muy importante: la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice: sí, hay progreso en la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas indicaciones implican también un imperativo para nosotros: trabajar por el progreso, que queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea del verdadero progreso.

3. El segundo movimiento del himno (cf. Col 1, 18-20) está dominado por la figura de Cristo salvador dentro de la historia de la salvación. Su obra se revela ante todo al ser "la cabeza del cuerpo, de la Iglesia" (v. 18): este es el horizonte salvífico privilegiado en el que se manifiestan en plenitud la liberación y la redención, la comunión vital que existe entre la cabeza y los miembros del cuerpo, es decir, entre Cristo y los cristianos. La mirada del Apóstol se dirige hasta la última meta hacia la que, como hemos dicho, converge la historia: Cristo es el "primogénito de entre los muertos" (v. 18), es aquel que abre las puertas a la vida eterna, arrancándonos del límite de la muerte y del mal.

En efecto, este es el pleroma, la "plenitud" de vida y de gracia que reside en Cristo mismo, que a nosotros se nos dona y comunica (cf. v. 19). Con esta presencia vital, que nos hace partícipes de la divinidad, somos transformados interiormente, reconciliados, pacificados: esta es una armonía de todo el ser redimido, en el que Dios será "todo en todos" (1 Co 15, 28). Y vivir como cristianos significa dejarse transformar interiormente hacia la forma de Cristo. Así se realiza la reconciliación, la pacificación.

4. A este grandioso misterio de la Redención le dedicamos ahora una mirada contemplativa y lo hacemos con las palabras de san Proclo de Constantinopla, que murió en el año 446. En su primera homilía sobre la Madre de Dios, María, presenta el misterio de la Redención como consecuencia de la Encarnación.

En efecto —dice san Proclo—, Dios se hizo hombre para salvarnos y así arrancarnos del poder de las tinieblas, a fin de llevarnos al reino de su Hijo querido, como recuerda este himno de la carta a los Colosenses. "El que nos ha redimido no es un simple hombre —comenta san Proclo—, pues todo el género humano era esclavo del pecado; pero tampoco era un Dios sin naturaleza humana, pues tenía un cuerpo. Si no se hubiera revestido de mí, no me habría salvado. Al encarnarse en el seno de la Virgen, se vistió de condenado. Allí se produjo el admirable intercambio: dio el espíritu y tomó la carne" (8: Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, p. 561).

Por consiguiente, estamos ante la obra de Dios, que ha realizado la Redención precisamente por ser también hombre. Es el Hijo de Dios, salvador, pero a la vez es también nuestro hermano, y con esta cercanía nos comunica el don divino. Es realmente el Dios con nosotros. Amén.

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular a la Comunidad juvenil de Monterrey (México). Os invito a dar gracias a Dios porque nos envió a su Hijo, el cual, al hacerse hombre, se convirtió en nuestro salvador y nuestro hermano. ¡Feliz Año nuevo!

(En italiano)

(A los diversos grupos de religiosas)
Queridas hermanas, os deseo que sigáis sirviendo al Evangelio y a la Iglesia con fidelidad a vuestro respectivo carisma.

Por último, dirijo un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que Jesús, al que contemplamos en el misterio de la Navidad, sea para todos guía segura del nuevo año, recién iniciado.


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Miércoles 11 de enero de 2006

Oración del Rey por la victoria y la paz

1. Nuestro itinerario en el Salterio usado por la liturgia de las Vísperas llega ahora a un himno regio, el salmo 143, cuya primera parte se acaba de proclamar: en efecto, la liturgia propone este canto subdividiéndolo en dos momentos.

La primera parte (cf. vv. 1-8) manifiesta, de modo neto, la característica literaria de esta composición: el salmista recurre a citas de otros textos sálmicos, articulándolos en un nuevo proyecto de canto y de oración.

Precisamente porque este salmo es de época sucesiva, es fácil pensar que el rey exaltado no tiene ya los rasgos del soberano davídico, pues la realeza judía había acabado con el exilio de Babilonia en el siglo VI a.C., sino que representa la figura luminosa y gloriosa del Mesías, cuya victoria ya no es un acontecimiento bélico-político, sino una intervención de liberación contra el mal. No se habla del "mesías" —término hebreo para referirse al "consagrado", como era el soberano—, sino del "Mesías" por excelencia, que en la relectura cristiana tiene el rostro de Jesucristo, "hijo de David, hijo de Abraham" (Mt 1, 1).

2. El himno comienza con una bendición, es decir, con una exclamación de alabanza dirigida al Señor, celebrado con una pequeña letanía de títulos salvíficos: es la roca segura y estable, es la gracia amorosa, es el alcázar protegido, el refugio defensivo, la liberación, el escudo que mantiene alejado todo asalto del mal (cf. Sal 143, 1-2). También se utiliza la imagen marcial de Dios que adiestra a los fieles para la lucha a fin de que sepan afrontar las hostilidades del ambiente, las fuerzas oscuras del mundo.

Ante el Señor omnipotente el orante, pese a su dignidad regia, se siente débil y frágil. Hace, entonces, una profesión de humildad, que se formula, como decíamos, con las palabras de los salmos 8 y 38. En efecto, siente que es "un soplo", como una sombra que pasa, débil e inconsistente, inmerso en el flujo del tiempo que transcurre, marcado por el límite propio de la criatura (cf. Sal 143, 4).

3. Entonces surge la pregunta: ¿por qué Dios se interesa y preocupa de esta criatura tan miserable y caduca? A este interrogante (cf. v. 3) responde la grandiosa irrupción divina, llamada "teofanía", a la que acompaña un cortejo de elementos cósmicos y acontecimientos históricos, orientados a celebrar la trascendencia del Rey supremo del ser, del universo y de la historia.

Los montes echan humo en erupciones volcánicas (cf. v. 5), los rayos son como saetas que desbaratan a los malvados (cf. v. 6), las "aguas caudalosas" del océano son símbolo del caos, del cual, sin embargo, es librado el rey por obra de la misma mano divina (cf. v. 7). En el fondo están los impíos, que dicen "falsedades" y "juran en falso" (cf. vv. 7-8), una representación concreta, según el estilo semítico, de la idolatría, de la perversión moral, del mal que realmente se opone a Dios y a sus fieles.

4. Ahora, para nuestra meditación, consideraremos inicialmente la profesión de humildad que el salmista realiza y acudiremos a las palabras de Orígenes, cuyo comentario a este texto ha llegado a nosotros en la versión latina de san Jerónimo. "El salmista habla de la fragilidad del cuerpo y de la condición humana" porque "por lo que se refiere a la condición humana, el hombre no es nada.
"Vanidad de vanidades, todo es vanidad", dijo el Eclesiastés". Pero vuelve entonces la pregunta, marcada por el asombro y la gratitud: ""Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?"... Es gran felicidad para el hombre conocer a su Creador. En esto nos diferenciamos de las fieras y de los demás animales, porque sabemos que tenemos nuestro Creador, mientras que ellos no lo saben".

Vale la pena meditar un poco estas palabras de Orígenes, que ve la diferencia fundamental entre el hombre y los demás animales en el hecho de que el hombre es capaz de conocer a Dios, su Creador; de que el hombre es capaz de la verdad, capaz de un conocimiento que se transforma en relación, en amistad. En nuestro tiempo, es importante que no nos olvidemos de Dios, junto con los demás conocimientos que hemos adquirido mientras tanto, y que son muchos. Pero resultan todos problemáticos, a veces peligrosos, si falta el conocimiento fundamental que da sentido y orientación a todo: el conocimiento de Dios creador.

Volvamos a Orígenes, que dice: "No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti. "Señor, inclina tu cielo y desciende". Tu oveja perdida no podrá curarse si no la cargas sobre tus hombros... Estas palabras se dirigen al Hijo: "Señor, inclina tu cielo y desciende"... Has descendido, has abajado el cielo y has extendido tu mano desde lo alto, y te has dignado tomar sobre ti la carne del hombre, y muchos han creído en ti" (Orígenes Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 512-515).

Para nosotros, los cristianos, Dios ya no es, como en la filosofía anterior al cristianismo, una hipótesis, sino una realidad, porque Dios "ha inclinado su cielo y ha descendido". El cielo es él mismo y ha descendido en medio de nosotros. Con razón, Orígenes ve en la parábola de la oveja perdida, a la que el pastor toma sobre sus hombros, la parábola de la Encarnación de Dios. Sí, en la Encarnación él descendió y tomó sobre sus hombros nuestra carne, a nosotros mismos. Así, el conocimiento de Dios se ha hecho realidad, se ha hecho amistad, comunión. Demos gracias al Señor porque "ha inclinado su cielo y ha descendido", ha tomado sobre sus hombros nuestra carne y nos lleva por los caminos de nuestra vida.

El salmo, que partió de nuestro descubrimiento de que somos débiles y estamos lejos del esplendor divino, al final llega a esta gran sorpresa de la acción divina: a nuestro lado está el Dios-Emmanuel, que para los cristianos tiene el rostro amoroso de Jesucristo, Dios hecho hombre, hecho uno de nosotros.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de Latinoamérica. Conscientes de la dignidad de ser hijos de Dios, os animo a vivir vuestra vida cristiana con alegría y fidelidad a vuestros compromisos bautismales.

(En portugués)
Saludo con profunda satisfacción al grupo de peregrinos de lengua portuguesa y, de modo especial, a los juristas brasileños aquí presentes. Hago votos para que la oportunidad de visitar las tumbas de los Apóstoles os sirva de estímulo para una renovada confianza en la ley de Dios y en los principios que se derivan de ella. A todos deseo mucha paz y alegría en el Espíritu Santo. ¡Que el Señor os bendiga!

(En polaco)
Saludo de modo particular al grupo folclórico Pilsko, al que deseo los mayores éxitos en su trabajo artístico. A todos los presentes os deseo una fructuosa permanencia en Roma y un próspero año nuevo. Os pido también que transmitáis mi afectuoso saludo a vuestras familias y a vuestras parroquias. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En lengua croata)
El Señor, que nos ha alegrado con su venida, os mantenga firmes en la fe viva y en el amor activo. ¡Alabados sean Jesús y María!

(En italiano)
Mi pensamiento va por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. La fiesta del Bautismo del Señor, que ha cerrado el tiempo de Navidad, os sirva de estímulo, queridos amigos, para que recordando vuestro bautismo estéis dispuestos a testimoniar con alegría la fe en Cristo en todas las situaciones, en la salud y en la enfermedad, en la familia, en el trabajo y en todos los ambientes.


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Miércoles 18 de enero de 2006

"Donde dos o tres se reúnen en mi nombre,
allí estoy yo en medio de ellos"

"Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos" (Mt 18, 19). Esta solemne afirmación de Jesús a sus discípulos sostiene también nuestra oración. Hoy comienza la tradicional "Semana de oración por la unidad de los cristianos", cita importante para reflexionar sobre el drama de la división de la comunidad cristiana y pedir juntos a Jesús mismo "que todos sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17, 21). Lo hacemos hoy también nosotros, aquí, en sintonía con una gran multitud en el mundo. En efecto, la oración "por la unión de todos" implica en formas, tiempos y modos diversos a los católicos, a los ortodoxos y a los protestantes, unidos por la fe en Jesucristo, único Señor y Salvador.

La oración por la unidad forma parte del núcleo central que el concilio Vaticano II llama "el alma de todo el movimiento ecuménico" (Unitatis redintegratio, 8), núcleo que incluye precisamente las oraciones públicas y privadas, la conversión del corazón y la santidad de vida. Esta convicción nos lleva al centro del problema ecuménico, que es la obediencia al Evangelio para hacer la voluntad de Dios, con su ayuda, necesaria y eficaz. El Concilio lo señaló explícitamente a los fieles al declarar: "Cuanto más estrecha sea su —nuestra— comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua" (ib., 7).

Los elementos que, a pesar de la división permanente, unen aún a los cristianos permiten elevar una oración común a Dios. Esta comunión en Cristo sostiene todo el movimiento ecuménico e indica la finalidad misma de la búsqueda de la unidad de todos los cristianos en la Iglesia de Dios. Eso distingue el movimiento ecuménico de cualquier otra iniciativa de diálogo y de relaciones con otras religiones e ideologías. También en esto fue precisa la enseñanza del decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II: "Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador" (ib., 1).

Las oraciones comunes que se realizan en el mundo entero, especialmente en este período o en torno a Pentecostés, expresan, además, la voluntad de compromiso común por el restablecimiento de la comunión plena de todos los cristianos. "Estas oraciones en común son un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad" (ib., 8). Con esta afirmación, el concilio Vaticano II interpreta fundamentalmente lo que dice Jesús a sus discípulos, asegurándoles que si dos se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo al Padre que está en los cielos, él se lo concederá "porque" donde dos o tres se reúnen en su nombre él está en medio de ellos.

Después de la resurrección les asegura también que estará siempre con ellos "todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). La presencia de Jesús en la comunidad de los discípulos y en nuestra oración es lo que garantiza su eficacia, hasta el punto de prometer: "Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo" (Mt 18, 18).

Pero no nos limitemos a pedir. También podemos dar gracias al Señor por la nueva situación que, con gran esfuerzo, se ha creado en las relaciones ecuménicas entre los cristianos, con una renovada fraternidad, por los fuertes vínculos de solidaridad que se han establecido, por el crecimiento de la comunión y por las convergencias alcanzadas —ciertamente de modo desigual— entre los diversos diálogos. Hay muchos motivos para dar gracias. Y aunque queda mucho por esperar y por hacer, no olvidemos que Dios nos ha dado mucho en el camino hacia la unión. Por eso, le agradecemos esos dones. El futuro está ante nosotros. El Santo Padre Juan Pablo II, de feliz memoria, que tanto hizo y sufrió por la cuestión ecuménica, nos enseñó oportunamente que "reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica de la unidad" (Ut unum sint, 41). Por tanto, hermanos y hermanas, sigamos orando para que seamos conscientes de que la santa causa del restablecimiento de la unidad de los cristianos supera nuestras pobres fuerzas humanas y que, en último término, la unidad es don de Dios.

En este sentido y con esos sentimientos, el miércoles próximo, 25 de enero, fiesta de la Conversión del Apóstol de los gentiles, siguiendo las huellas del Papa Juan Pablo II, acudiré a la basílica de San Pablo extramuros para orar con los hermanos ortodoxos y protestantes: orar para dar gracias por todo lo que el Señor nos ha concedido; orar para que el Señor nos guíe en el camino hacia la unidad.

Además, ese mismo día, el 25 de enero, se publicará por fin mi primera encíclica, cuyo título ya es conocido: "Deus caritas est", "Dios es amor". El tema no es directamente ecuménico, pero el marco y el telón de fondo son ecuménicos, porque Dios y nuestro amor son la condición de la unidad de los cristianos. Son la condición de la paz en el mundo.

En esta encíclica quiero mostrar el concepto de amor en sus diversas dimensiones. Hoy, en la terminología que se conoce, "amor" aparece a menudo muy lejano de lo que piensa un cristiano al hablar de caridad. Por mi parte, quiero mostrar que se trata de un único movimiento con varias dimensiones. El "eros", don del amor entre un hombre y una mujer, viene de la misma fuente, la bondad del Creador, así como la posibilidad de un amor que renuncia a sí mismo en favor del otro. El "eros" se transforma en "agape" en la medida en que los dos se aman realmente y uno ya no se busca a sí mismo, su alegría, su placer, sino que busca sobre todo el bien del otro. Y así este amor, que es "eros", se transforma en caridad, en un camino de purificación, de profundización. A partir de la propia familia se abre hacia la familia más grande: hacia la familia de la sociedad, hacia la familia de la Iglesia, hacia la familia del mundo.

También trato de demostrar que el acto personalísimo que nos viene de Dios es un único acto de amor. Este acto debe expresarse también como acto eclesial, organizativo. Si realmente es verdad que la Iglesia es expresión del amor de Dios, del amor que Dios tiene por su criatura humana, debe ser también verdad que el acto fundamental de la fe que crea y une a la Iglesia y nos da la esperanza de la vida eterna y de la presencia de Dios en el mundo, engendra un acto eclesial. En la práctica, la Iglesia, también como Iglesia, como comunidad, de modo institucional, debe amar. Y esta "caritas" no es pura organización, como otras organizaciones filantrópicas, sino expresión necesaria del acto más profundo del amor personal con que Dios nos ha creado, suscitando en nuestro corazón el impulso hacia el amor, reflejo del Dios Amor, que nos hace a su imagen.

La preparación y traducción del texto ha requerido bastante tiempo. Ahora me parece un don de la Providencia el hecho de que el texto se publique precisamente en el día en que oraremos por la unidad de los cristianos. Espero que ilumine y ayude a nuestra vida cristiana.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los del instituto El Carrascal de Arganda y a los de la Escuela italiana de Montevideo. Continuemos orando para que seamos conscientes de que la santa causa del restablecimiento de la unidad de los cristianos supera nuestras pobres fuerzas humanas y que la unidad definitiva es un don de Dios. ¡Gracias!
En italiano el Papa dio las gracias en particular a unos artistas de circo que habían actuado ante él.

(En italiano)
Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos amigos, durante estos días de oración por la unidad de los cristianos os invito a vosotros, queridos jóvenes, a ser por doquier, especialmente en relación con vuestros coetáneos, apóstoles de adhesión fiel al Evangelio; a vosotros, queridos enfermos, os pido que ofrezcáis vuestros sufrimientos por la comunión plena de todos los discípulos de Cristo; a vosotros, queridos recién casados, os exhorto a ser cada vez más un solo corazón y una sola alma, viviendo el mandamiento del amor en vuestras familias.


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Miércoles 25 de enero de 2006

Oración del Rey

Queridos hermanos y hermanas:

1. Concluye hoy la Semana de oración por la unidad de los cristianos, durante la cual hemos reflexionado en la necesidad de pedir constantemente al Señor el gran don de la unidad plena entre todos los discípulos de Cristo. En efecto, la oración contribuye de modo esencial a hacer más sincero y fructífero el compromiso ecuménico común de las Iglesias y comunidades eclesiales.
En este encuentro queremos reanudar la meditación sobre el salmo 143, que la liturgia de las Vísperas nos propone en dos momentos distintos (cf. vv. 1-8 y vv. 9-15). Tiene el tono de un himno; y también en este segundo movimiento del salmo entra en escena la figura del "Ungido", es decir, del "Consagrado" por excelencia, Jesús, que atrae a todos hacia sí para hacer de todos "uno" (cf. Jn 17, 11. 21). Con razón, la escena que dominará el canto estará marcada por la prosperidad y la paz, los símbolos típicos de la era mesiánica.

2. Por esto, el cántico se define como "nuevo", término que en el lenguaje bíblico no indica tanto la novedad exterior de las palabras, cuanto la plenitud última que sella la esperanza (cf. v. 9). Así pues, se canta la meta de la historia, en la que por fin callará la voz del mal, que el salmista describe como "falsedades" y "jurar en falso", expresiones que aluden a la idolatría (cf. v. 11).

Pero después de este aspecto negativo se presenta, con un espacio mucho mayor, la dimensión positiva, la del nuevo mundo feliz que está a punto de llegar. Esta es la verdadera shalom, es decir, la "paz" mesiánica, un horizonte luminoso que se articula en una sucesión de escenas de vida social: también para nosotros pueden convertirse en auspicio de la creación de una sociedad más justa.

3. En primer lugar está la familia (cf. v. 12), que se basa en la vitalidad de la generación. Los hijos, esperanza del futuro, se comparan a árboles robustos; las hijas se presentan como columnas sólidas que sostienen el edificio de la casa, semejantes a las de un templo. De la familia se pasa a la vida económica, al campo con sus frutos conservados en silos, con las praderas llenas de rebaños que pacen, con los bueyes que avanzan en los campos fértiles (cf. vv. 13-14).

La mirada pasa luego a la ciudad, es decir, a toda la comunidad civil, que por fin goza del don valioso de la paz y de la tranquilidad pública. En efecto, desaparecen para siempre las "brechas" que los invasores abren en las murallas de las plazas durante los asaltos; acaban las "incursiones", que implican saqueos y deportaciones, y, por último, ya no se escucha el "gemido" de los desesperados, de los heridos, de las víctimas, de los huérfanos, triste legado de las guerras (cf. v. 14).

4. Este retrato de un mundo diverso, pero posible, se encomienda a la obra del Mesías y también a la de su pueblo. Todos juntos, bajo la guía del Mesías Cristo, debemos trabajar por este proyecto de armonía y paz, cesando la acción destructora del odio, de la violencia, de la guerra. Sin embargo, hay que hacer una opción, poniéndose de parte del Dios del amor y de la justicia.

Por esto el Salmo concluye con las palabras: "Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor". Dios es el bien de los bienes, la condición de todos los demás bienes. Sólo un pueblo que conoce a Dios y defiende los valores espirituales y morales puede realmente ir hacia una paz profunda y convertirse también en una fuerza de paz para el mundo, para los demás pueblos. Y, por tanto, puede entonar con el salmista el "cántico nuevo", lleno de confianza y esperanza. Viene espontáneamente a la mente la referencia a la nueva alianza, a la novedad misma que es Cristo y su Evangelio.

Es lo que nos recuerda san Agustín. Leyendo este salmo, interpreta también las palabras: "tocaré para ti el arpa de diez cuerdas". El arpa de diez cuerdas es para él la ley compendiada en los diez mandamientos. Pero debemos encontrar la clave correcta de estas diez cuerdas, de estos diez mandamientos. Y, como dice san Agustín, estas diez cuerdas, los diez mandamientos, sólo resuenan bien si vibran con la caridad del corazón. La caridad es la plenitud de la ley. Quien vive los mandamientos como dimensión de la única caridad, canta realmente el "cántico nuevo". La caridad que nos une a los sentimientos de Cristo es el verdadero "cántico nuevo" del "hombre nuevo", capaz de crear también un "mundo nuevo". Este salmo nos invita a cantar "con el arpa de diez cuerdas" con corazón nuevo, a cantar con los sentimientos de Cristo, a vivir los diez mandamientos en la dimensión del amor, contribuyendo así a la paz y a la armonía del mundo (cf. Esposizioni sui salmi, 143, 16: Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 677).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la fundación Interfamilias, así como a las demás personas venidas de España y Latinoamérica. En el día que se clausura la Semana de oración por la unidad de los cristianos, invito a todos a unirse con sus plegarias, para que se cumpla el deseo de Jesús: "que todos sean uno". Muchas gracias por vuestra visita.

(En polaco)
Saludo a todos los participantes en esta audiencia procedentes de Polonia y de los diversos países. Hoy, en la fiesta de la Conversión de San Pablo Apóstol, se publicará mi primera encíclica: "Dios es amor". Que su lectura refuerce vuestra fe, os ayude a amar más intensamente a Dios y a realizar actos de caridad hacia el prójimo. Que Dios os bendiga.

(En italiano)
Mi pensamiento va por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Entre los jóvenes recuerdo en particular a los estudiantes del instituto "Leopardi" de San Benedetto del Tronto, acompañados por su obispo, mons. Gervasio Gestori, y a los alumnos de la escuela pontificia "Pío IX" de Roma. A ejemplo del apóstol Pablo, cuya conversión recordamos hoy, invito a todos a vivir con autenticidad la vocación cristiana. Que el Señor os bendiga a todos.


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Miércoles 1 de febrero de 2006

Himno a la grandeza y bondad de Dios

Queridos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de orar con la plegaria del salmo 144, una gozosa alabanza al Señor que es ensalzado como soberano amoroso y tierno, preocupado por todas sus criaturas. La liturgia nos propone este himno en dos momentos distintos, que corresponden también a los dos movimientos poéticos y espirituales del mismo salmo. Ahora reflexionaremos en la primera parte, que corresponde a los versículos 1-13.

Este salmo es un canto elevado al Señor, al que se invoca y describe como "rey" (cf. Sal 144, 1), una representación divina que aparece con frecuencia en otros salmos (cf. Sal 46; 92; 95; y 98). Más aún, el centro espiritual de nuestro canto está constituido precisamente por una celebración intensa y apasionada de la realeza divina. En ella se repite cuatro veces —como para indicar los cuatro puntos cardinales del ser y de la historia— la palabra hebrea malkut, "reino" (cf. Sal 144, 11-13).

Sabemos que este simbolismo regio, que será central también en la predicación de Cristo, es la expresión del proyecto salvífico de Dios, el cual no es indiferente ante la historia humana; al contrario, con respecto a ella tiene el deseo de realizar con nosotros y por nosotros un proyecto de armonía y paz. Para llevar a cabo este plan se convoca también a la humanidad entera, a fin de que cumpla la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a todos los "hombres", a "todas las generaciones" y a "todos los siglos". Una acción universal, que arranca el mal del mundo y establece en él la "gloria" del Señor, es decir, su presencia personal eficaz y trascendente.

2. Hacia este corazón del Salmo, situado precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y quisiera ser hoy el portavoz de todos nosotros. En efecto, la oración bíblica más elevada es la celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor con respecto a sus criaturas. En este salmo se sigue exaltando "el nombre" divino, es decir, su persona (cf. vv. 1-2), que se manifiesta en su actuación histórica: en concreto se habla de "obras", "hazañas", "maravillas", "fuerza", "grandeza", "justicia", "paciencia", "misericordia", "gracia", "bondad" y "ternura".

Es una especie de oración, en forma de letanía, que proclama la intervención de Dios en la historia humana para llevar a toda la realidad creada a una plenitud salvífica. Nosotros no estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, que tiene para nosotros un plan, un "reino" por instaurar (cf. v. 11).

3. Este "reino" no consiste en poder y dominio, triunfo y opresión, como por desgracia sucede a menudo en los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia, como se reafirma en repetidas ocasiones a lo largo de los versículos que contienen la alabanza.

La síntesis de este retrato divino se halla en el versículo 8: el Señor es "lento a la cólera y rico en piedad". Estas palabras evocan la presentación que hizo Dios de sí mismo en el Sinaí, cuando dijo: "El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad" (Ex 34, 6). Aquí tenemos una preparación de la profesión de fe en Dios que hace el apóstol san Juan, cuando nos dice sencillamente que es Amor: "Deus caritas est" (1 Jn 4, 8. 16).

4. Además de reflexionar en estas hermosas palabras, que nos muestran a un Dios "lento a la cólera y rico en piedad", siempre dispuesto a perdonar y ayudar, centramos también nuestra atención en el siguiente versículo, un texto hermosísimo: "el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas" (v. 9). Se trata de palabras que conviene meditar, palabras de consuelo, con las que el Señor nos da una certeza para nuestra vida.

A este propósito, san Pedro Crisólogo (380 ca. 450 ca.) en el Segundo discurso sobre el ayuno: ""Son grandes las obras del Señor". Pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. En efecto, el profeta dijo: "Son grandes las obras de Dios"; y en otro pasaje añade: "Su misericordia es superior a todas sus obras". La misericordia, hermanos, llena el cielo y llena la tierra. (...) Precisamente por eso, la grande, generosa y única misericordia de Cristo, que reservó cualquier juicio para el último día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia. (...) Precisamente por eso, confía plenamente en la misericordia el profeta que no confiaba en su propia justicia: "Misericordia, Dios mío —dice— por tu bondad" (Sal 50, 3)" (42, 4-5: Discursos 1-62 bis, Scrittori dell area santambrosiana, 1, Milán-Roma 1996, pp. 299. 301).

Así decimos también nosotros al Señor: "Misericordia, Dios mío, por tu bondad".

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de América Latina, en especial a los estudiantes de la Pontificia Universidad católica argentina y de la Escuela italiana de Valparaíso (Chile). Os animo a recibir en vuestros corazones el amor que tiene su fuente en Dios y a vivir vuestra vida cristiana como una continua donación de uno mismo a los demás.

(En polaco)
Mañana celebraremos la Jornada de la vida consagrada. Demos gracias a Dios por las vocaciones religiosas y pidamos que sostenga con su gracia a las hermanas y hermanos que han elegido la castidad, la pobreza y la obediencia como camino de santidad. Bendigo de corazón a vuestras familias. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En lengua croata)
Saludo y bendigo a los peregrinos croatas, en particular a los fieles procedentes de Murter. Queridísimos hermanos: que vuestras casas sean lugares de oración, a fin de que habite en ellas la paz de Dios.

(En italiano)
Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Juan Bosco, sacerdote y educador. Contempladlo, queridos jóvenes, como un auténtico maestro de vida y de santidad. Vosotros, queridos enfermos, aprended de su experiencia espiritual a confiar en toda circunstancia en Cristo crucificado. Y vosotros, queridos recién casados, acudid a su intercesión para que os ayude a asumir con generosidad vuestra misión de esposos.


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16/04/2013 21:02

Miércoles 8 de febrero de 2006

Tu reino es un reino eterno

1. Siguiendo la liturgia, que lo divide en dos partes, volvemos a reflexionar sobre el salmo 144, un canto admirable en honor del Señor, rey amoroso y solícito con sus criaturas. Ahora queremos meditar en la segunda sección de este salmo: son los versículos 14-21, que recogen el tema fundamental del primer movimiento del himno.

Allí se exaltaban la piedad, la ternura, la fidelidad y la bondad divina, que se extienden a la humanidad entera, implicando a todas las criaturas. Ahora el salmista centra su atención en el amor que el Señor siente, en particular, por los pobres y los débiles. La realeza divina no es lejana y altanera, como a veces puede suceder en el ejercicio del poder humano. Dios expresa su realeza mostrando su solicitud por las criaturas más frágiles e indefensas.

2. En efecto, Dios es ante todo un Padre que "sostiene a los que van a caer" y levanta a los que ya habían caído en el polvo de la humillación (cf. v. 14). En consecuencia, los seres vivos se dirigen al Señor casi como mendigos hambrientos y él, como padre solícito, les da el alimento que necesitan para vivir (cf. v. 15).

En este punto aflora a los labios del orante la profesión de fe en las dos cualidades divinas por excelencia: la justicia y la santidad. "El Señor es justo en todos sus caminos, es santo en todas sus acciones" (v. 17). En hebreo se usan dos adjetivos típicos para ilustrar la alianza establecida entre Dios y su pueblo: saddiq y hasid. Expresan la justicia que quiere salvar y librar del mal, y la fidelidad, que es signo de la grandeza amorosa del Señor.

3. El salmista se pone de parte de los beneficiados, a los que define con diversas expresiones; son términos que constituyen, en la práctica, una representación del verdadero creyente. Este "invoca" al Señor con una oración confiada, lo "busca" en la vida "sinceramente" (cf. v. 1), "teme" a su Dios, respetando su voluntad y obedeciendo su palabra (cf. v. 19), pero sobre todo lo "ama", con la seguridad de que será acogido bajo el manto de su protección y de su intimidad (cf. v. 20).

Así, el salmista concluye el himno de la misma forma en que lo había comenzado: invitando a alabar y bendecir al Señor y su "nombre", es decir, su persona viva y santa, que actúa y salva en el mundo y en la historia; más aún, invitando a todas las criaturas marcadas por el don de la vida a asociarse a la alabanza orante del fiel: "Todo viviente bendiga su santo nombre, por siempre jamás" (v. 21).
Es una especie de canto perenne que se debe elevar desde la tierra hasta el cielo; es la celebración comunitaria del amor universal de Dios, fuente de paz, alegría y salvación.

4. Para concluir nuestra reflexión, volvamos al consolador versículo que dice: "Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente" (v. 18). Esta frase, en especial, la utilizaba con frecuencia Barsanufio de Gaza, un asceta que murió hacia mediados del siglo VI, al que buscaban los monjes, los eclesiásticos y los laicos por la sabiduría de su discernimiento.

Así, por ejemplo, a un discípulo que le expresaba el deseo "de buscar las causas de las diversas tentaciones que lo habían asaltado", Barsanufio le respondió: "Hermano Juan, no temas para nada las tentaciones que han surgido contra ti para probarte, porque el Señor no permitirá que caigas en ellas. Por eso, cuando te venga una de esas tentaciones, no te esfuerces por averiguar de qué se trata; lo que debes hacer es invocar el nombre de Jesús: "Jesús ayúdame" y él te escuchará porque "cerca está el Señor de los que lo invocan". No te desalientes; al contrario, corre con fuerza y llegarás a la meta, en nuestro Señor Jesucristo" (Barsanufio y Juan de Gaza, Epistolario, 39: Colección de Textos Patrísticos, XCIII, Roma 1991, p. 109).

Y estas palabras de ese antiguo Padre valen también para nosotros. En nuestras dificultades, problemas y tentaciones, no debemos simplemente hacer una reflexión teórica —¿de dónde vienen?—; debemos reaccionar de forma positiva: invocar al Señor, mantener el contacto vivo con el Señor. Más aún, debemos invocar el nombre de Jesús: "Jesús, ayúdame". Y estemos seguros de que él nos escucha, porque está cerca de los que lo buscan. No nos desanimemos; si corremos con fuerza, como dice este Padre, también nosotros llegaremos a la meta de nuestra vida, Jesús, nuestro Señor.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo del club Cerro Porteño, de Paraguay, y a los demás participantes de España y Latinoamérica. Que la confianza firme y constante en el Señor llene de paz vuestros corazones, vuestros hogares y comunidades. Muchas gracias por vuestra atención.

(En italiano)
Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Celebramos hoy la memoria litúrgica de san Jerónimo Emiliani, fundador de los Somascos, y de santa Josefina Bakhita, una santa especialmente amable. El valor de estos testigos fieles de Cristo os ayude, queridos jóvenes, a abrir el corazón al heroísmo de la santidad en la vida de cada día. A vosotros, queridos enfermos, os sostenga para que sigáis ofreciendo con paciencia vuestra oración y vuestros sufrimientos por toda la Iglesia. Y a vosotros, queridos recién casados, os dé valor para que hagáis de vuestras familias comunidades de amor, en las que se vivan los valores cristianos.

No podemos dejar de recordar hoy a don Andrea Santoro —gracias, gracias por este aplauso—, sacerdote "fidei donum" de la diócesis de Roma, asesinado en Turquía el domingo pasado, mientras estaba en la iglesia recogido en oración. Precisamente ayer por la tarde me llegó una hermosa carta suya, escrita el día 31 de enero juntamente con la pequeña comunidad cristiana de la parroquia de Santa María en Trebisonda. Ayer, por la tarde, leí con profunda emoción esta carta, que es un espejo de su alma sacerdotal, de su amor a Cristo y a los hombres, de su compromiso en favor de los pequeños, en sintonía con el salmo que hemos escuchado. Esta carta, testimonio de amor y de adhesión a Cristo y a su Iglesia, se publicará en L'Osservatore Romano. Junto con esta carta, me envió un mensaje de varias mujeres de su parroquia, en la que me invitan a ir allí. Y en la carta de estas mujeres se refleja también el celo, la fe y el amor que reinaban en el corazón de don Andrea Santoro.

Que el Señor acoja el alma de este silencioso y valiente servidor del Evangelio y haga que el sacrificio de su vida contribuya a la causa del diálogo entre las religiones y de la paz entre los pueblos.


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Miércoles 15 de febrero de 2006

La audiencia general del miércoles 15 de febrero se celebró en dos momentos sucesivos: el primero en la basílica de San Pedro y el segundo en la sala Pablo VI. En el templo vaticano se habían congregado seis mil estudiantes italianos, y una gran peregrinación (mil ochocientos fieles), organizada por la familia religiosa de "Frères de Saint-Jean".


Saludo con afecto a todos los queridos estudiantes procedentes de varias partes de Italia. En particular, saludo a los alumnos y profesores de las Escuelas de Ostia Lido, del instituto del Sagrado Corazón de Caserta y del instituto Santa Dorotea de Roma.

Queridos amigos, como sabéis, recientemente se publicó mi primera encíclica, titulada Deus caritas est, en la que recuerdo que el amor de Dios es la fuente y el motivo de nuestra verdadera alegría. Invito a cada uno a comprender y acoger cada vez más este Amor, que cambia la vida y os hace testigos creíbles del Evangelio. Así llegaréis a ser auténticos amigos de Jesús y fieles apóstoles suyos.

Sobre todo a las personas más débiles y necesitadas debemos hacerles sentir la ternura del Corazón de Dios; no olvidéis que cada uno de nosotros, al difundir la caridad divina, contribuye a construir un mundo más justo y solidario.

Me complace saludar esta mañana a los miembros y amigos de la Congregación Saint-Jean, con ocasión de su trigésimo aniversario, acompañados por los priores generales y por el padre Marie-Dominique Philippe. Que vuestra peregrinación sea un tiempo de renovación, esforzándoos por analizar lo que habéis vivido, a fin de sacar las enseñanzas y realizar un discernimiento cada vez más profundo de las vocaciones que se presentan y de las misiones que debéis realizar, colaborando confiadamente con los pastores de las Iglesias locales. Que el señor os haga crecer en santidad, con la ayuda de María y del discípulo amado.

* * *

"Magníficat"
Cántico de la santísima Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos llegado ya al final del largo itinerario que comenzó, hace exactamente cinco años, en la primavera del año 2001, mi amado predecesor el inolvidable Papa Juan Pablo II. Este gran Papa quiso recorrer en sus catequesis toda la secuencia de los salmos y los cánticos que constituyen el entramado fundamental de oración de la liturgia de las Laudes y las Vísperas.

Al terminar la peregrinación por esos textos, que ha sido como un viaje al jardín florido de la alabanza, la invocación, la oración y la contemplación, hoy reflexionaremos sobre el Cántico con el que se concluye idealmente toda celebración de las Vísperas: el Magníficat (cf. Lc 1, 46-55).
Es un canto que revela con acierto la espiritualidad de los anawim bíblicos, es decir, de los fieles que se reconocían "pobres" no sólo por su alejamiento de cualquier tipo de idolatría de la riqueza y del poder, sino también por la profunda humildad de su corazón, rechazando la tentación del orgullo, abierto a la irrupción de la gracia divina salvadora. En efecto, todo el Magníficat, que acabamos de escuchar cantado por el coro de la Capilla Sixtina, está marcado por esta "humildad", en griego tapeinosis, que indica una situación de humildad y pobreza concreta.

2. El primer movimiento del cántico mariano (cf. Lc 1, 46-50) es una especie de voz solista que se eleva hacia el cielo para llegar hasta el Señor. Escuchamos precisamente la voz de la Virgen que habla así de su Salvador, que ha hecho obras grandes en su alma y en su cuerpo. En efecto, conviene notar que el cántico está compuesto en primera persona: "Mi alma... Mi espíritu... Mi Salvador... Me felicitarán... Ha hecho obras grandes por mí...". Así pues, el alma de la oración es la celebración de la gracia divina, que ha irrumpido en el corazón y en la existencia de María, convirtiéndola en la Madre del Señor.

La estructura íntima de su canto orante es, por consiguiente, la alabanza, la acción de gracias, la alegría, fruto de la gratitud. Pero este testimonio personal no es solitario e intimista, puramente individualista, porque la Virgen Madre es consciente de que tiene una misión que desempeñar en favor de la humanidad y de que su historia personal se inserta en la historia de la salvación. Así puede decir: "Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación" (v. 50). Con esta alabanza al Señor, la Virgen se hace portavoz de todas las criaturas redimidas, que, en su "fiat" y así en la figura de Jesús nacido de la Virgen, encuentran la misericordia de Dios.

3. En este punto se desarrolla el segundo movimiento poético y espiritual del Magníficat (cf. vv. 51-55). Tiene una índole más coral, como si a la voz de María se uniera la de la comunidad de los fieles que celebran las sorprendentes elecciones de Dios. En el original griego, el evangelio de san Lucas tiene siete verbos en aoristo, que indican otras tantas acciones que el Señor realiza de modo permanente en la historia: "Hace proezas...; dispersa a los soberbios...; derriba del trono a los poderosos...; enaltece a los humildes...; a los hambrientos los colma de bienes...; a los ricos los despide vacíos...; auxilia a Israel".

En estas siete acciones divinas es evidente el "estilo" en el que el Señor de la historia inspira su comportamiento: se pone de parte de los últimos. Su proyecto a menudo está oculto bajo el terreno opaco de las vicisitudes humanas, en las que triunfan "los soberbios, los poderosos y los ricos". Con todo, está previsto que su fuerza secreta se revele al final, para mostrar quiénes son los verdaderos predilectos de Dios: "Los que le temen", fieles a su palabra, "los humildes, los que tienen hambre, Israel su siervo", es decir, la comunidad del pueblo de Dios que, como María, está formada por los que son "pobres", puros y sencillos de corazón. Se trata del "pequeño rebaño", invitado a no temer, porque al Padre le ha complacido darle su reino (cf. Lc 12, 32). Así, este cántico nos invita a unirnos a este pequeño rebaño, a ser realmente miembros del pueblo de Dios con pureza y sencillez de corazón, con amor a Dios.

4. Acojamos ahora la invitación que nos dirige san Ambrosio en su comentario al texto del Magníficat. Dice este gran doctor de la Iglesia: "Cada uno debe tener el alma de María para proclamar la grandeza del Señor, cada uno debe tener el espíritu de María para alegrarse en Dios. Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios... El alma de María proclama la grandeza del Señor, y su espíritu se alegra en Dios, porque, consagrada con el alma y el espíritu al Padre y al Hijo, adora con devoto afecto a un solo Dios, del que todo proviene, y a un solo Señor, en virtud del cual existen todas las cosas" (Esposizione del Vangelo secondo Luca, 2, 26-27: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 169).

En este estupendo comentario de san Ambrosio sobre el Magníficat siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras: "Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios". Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo.

Saludos

Me es grato saludar ahora cordialmente a los visitantes de lengua española, venidos de España y de Latinoamérica, de modo especial a los seminaristas de la diócesis de Ávila, acompañados por su obispo, mons. Jesús García Burillo, así como a los diversos grupos parroquiales españoles; saludo también a los peregrinos de México. Junto con la Virgen María, demos gracias al Señor por todos los dones que ha concedido y sigue concediendo a cada uno de nosotros. Muy agradecido por vuestra visita.

(En italiano)
Queridos hermanos y hermanas, doy ahora una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. Dirijo ante todo unas afectuosas palabras al maestro mons. Giuseppe Liberto y a los cantores de la Capilla Sixtina, hoy presente en la conclusión del ciclo de catequesis de comentario a los salmos y a los cánticos que componen la liturgia de las Horas. Nos han cantado admirablemente el Magníficat. Queridos amigos, os deseo manifestar mi gratitud por el servicio que prestáis en las celebraciones litúrgicas presididas por el Sucesor de Pedro; os estoy especialmente agradecido por haber animado con el canto las audiencias generales. Gracias por todo.

Os saludo también a vosotros, queridos obispos participantes en el 30° encuentro organizado por el Movimiento de los Focolares, y os animo a profundizar cada vez más la auténtica espiritualidad de comunión que debe caracterizar el ministerio presbiteral y episcopal.

Asimismo, saludo a los participantes en el capítulo general de los Oblatos de San José. A vosotros y a vuestra familia religiosa os deseo que continuéis con generosidad el servicio a Cristo y a la Iglesia, siguiendo fielmente las huellas de vuestro fundador, san José Marello.

Saludo finalmente a los enfermos y a los recién casados. Ayer celebramos la fiesta de los santos apóstoles Cirilo y Metodio, los primeros evangelizadores entre los pueblos eslavos. Que su testimonio os ayude a ser también vosotros apóstoles del Evangelio, fermento de auténtica renovación en la vida personal, familiar y social.


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Miércoles 22 de febrero de 2006

(La audiencia general del miércoles 22 de febrero se celebró en dos momentos sucesivos: el primero en la basílica de San Pedro y el segundo en la sala Pablo VI.)



(En la Basílica de San Pedro)

Queridos amigos, deseo dar una cordial bienvenida a todos los presentes en esta basílica, cuyo ábside hoy está adornado e iluminado con ocasión de la fiesta de la Cátedra del apóstol Pedro. En particular, os saludo a vosotros, queridos estudiantes y profesores del colegio San Francisco de Lodi, que conmemoráis el cuarto centenario de vuestra escuela, fundada por los padres barnabitas; así como a vosotros, queridos alumnos y profesores del instituto María Inmaculada de Roma.

La fiesta de hoy, que nos invita a mirar a la Cátedra de san Pedro, nos estimula a alimentar la vida personal y comunitaria con la fe fundada en el testimonio de san Pedro y de los demás Apóstoles. Si imitáis su ejemplo, también vosotros, queridos amigos, podréis ser testigos de Cristo en la Iglesia y en el mundo.

* * *

(En la sala Pablo VI)

La Cátedra de San Pedro don de Cristo a su Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia latina celebra hoy la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Se trata de una tradición muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la que se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores. La "cátedra", literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama "catedral", y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su "magisterio", es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad.

¿Cuál fue, por tanto, la "cátedra" de san Pedro? Elegido por Cristo como "roca" sobre la cual edificar la Iglesia (cf. Mt 16, 18), comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés. La primera "sede" de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en esa sala, donde también María, la Madre de Jesús, oró juntamente con los discípulos, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial.

Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada a orillas del río Oronte, en Siria (hoy en Turquía), en aquellos tiempos tercera metrópoli del imperio romano, después de Roma y Alejandría en Egipto. De esa ciudad, evangelizada por san Bernabé y san Pablo, donde "por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos" (Hch 11, 26), por tanto, donde nació el nombre de cristianos para nosotros, san Pedro fue el primer obispo, hasta el punto de que el Martirologio romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.

Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, tenemos el camino desde Jerusalén, Iglesia naciente, hasta Antioquía, primer centro de la Iglesia procedente de los paganos, y todavía unida con la Iglesia proveniente de los judíos. Luego Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del "Orbis" —la "Urbs" que expresa el "Orbis", la tierra—, donde concluyó con el martirio su vida al servicio del Evangelio. Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios.

Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la "cátedra" de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo san Ireneo, obispo de Lyon, pero que venía de Asia menor, el cual, en su tratado Contra las herejías, describe la Iglesia de Roma como "la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles Pedro y Pablo"; y añade: "Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes" (III, 3, 2-3). A su vez, un poco más tarde, Tertuliano afirma: "¡Cuán feliz es esta Iglesia de Roma! Fueron los Apóstoles mismos quienes derramaron en ella, juntamente con su sangre, toda la doctrina" (La prescripción de los herejes, 36). Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.

Celebrar la "Cátedra" de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.

Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la "cátedra" de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo: "He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia" (Cartas I, 15, 1-2).

Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.

Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes venidos de España y de Latinoamérica, de modo especial a los peregrinos de la parroquia de Matamorosa (Santander), al colegio San José Obrero de Hospitalet (Barcelona) y al grupo de la universidad Cardenal Herrera, de Moncada (Valencia), así como a los peregrinos de Chile. Gracias de corazón por vuestras oraciones y por vuestra atención.

(En italiano)
Mi pensamiento va, finalmente, a los enfermos y a los recién casados. Vosotros, queridos enfermos, ofreced al Señor vuestros momentos de prueba para que se abran las puertas de los corazones al anuncio del Evangelio. Y vosotros, queridos recién casados, sed testigos del amor de Cristo, que os ha llamado a realizar un proyecto de vida común.


* * *

Anuncio de un consistorio para la creación de quince nuevos cardenales

La fiesta de la Cátedra de San Pedro es un día particularmente apropiado para anunciar que el próximo 24 de marzo celebraré un consistorio, en el que nombraré nuevos miembros del Colegio cardenalicio. Este anuncio se sitúa oportunamente en la fiesta de la Cátedra, porque los cardenales tienen la misión de sostener y ayudar al Sucesor de Pedro en el cumplimiento del oficio apostólico que le ha sido encomendado al servicio de la Iglesia. No por casualidad, en los antiguos documentos eclesiásticos, los Papas definían al Colegio cardenalicio como "pars corporis nostri" (cf. F.X. Wernz, Ius Decretalium, II, n. 459). En efecto, los cardenales constituyen en torno al Papa una especie de Senado, del que se sirve para el desempeño de las tareas vinculadas con su ministerio de "principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión" (cf. Lumen gentium, 18).

Así pues, con la creación de los nuevos purpurados, quiero completar el número de 120 miembros electores del Colegio cardenalicio, fijado por el Papa Pablo VI, de venerada memoria (cf. AAS 65 [1973] 163). He aquí los nombres de los nuevos cardenales:

1. Mons. William Joseph Levada, prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe.
2. Mons. Franc Rodé, c.m., prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica.
3. Mons. Agostino Vallini, prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica.
4. Mons. Jorge Liberato Urosa Savino, arzobispo de Caracas.
5. Mons. Gaudencio B. Rosales, arzobispo de Manila.
6. Mons. Jean-Pierre Ricard, arzobispo de Burdeos (Francia).
7. Mons. Antonio Cañizares Llovera, arzobispo de Toledo (España).
8. Mons. Nicolas Cheong-Jin-Suk, arzobispo de Seúl.
9. Mons. Sean Patrick O'Malley, o.f.m.cap., arzobispo de Boston (Estados Unidos).
10. Mons. Stanislaw Dziwisz, arzobispo de Cracovia (Polonia).
11. Mons. Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia (Italia).
12. Mons. Joseph Zen Ze-Kiu, s.d.b., obispo de Hong Kong (China).

Además, he decidido elevar a la dignidad cardenalicia a tres eclesiásticos de edad superior a ochenta años, teniendo en cuenta los servicios que han prestado a la Iglesia con ejemplar fidelidad y admirable entrega. Son:

1. Mons. Andrea Cordero Lanza di Montezemolo, arcipreste de la basílica de San Pablo extramuros.
2. Mons. Peter Poreku Dery, arzobispo emérito de Tamale (Ghana).
3. P. Albert Vanhoye, s.j., que fue benemérito rector del Pontificio Instituto Bíblico y secretario de la Pontificia Comisión Bíblica, un gran exegeta.

En el grupo de los nuevos purpurados se refleja muy bien la universalidad de la Iglesia, pues provienen de varias partes del mundo y desempeñan funciones diversas al servicio del pueblo de Dios. Os invito a elevar a Dios una oración especial por ellos, a fin de que les conceda las gracias necesarias para cumplir con generosidad su misión.

Como dije al inicio, el próximo día 24 de marzo celebraré el anunciado consistorio y al día siguiente, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciación del Señor, tendré la alegría de presidir una solemne concelebración con los nuevos cardenales. Para esa ocasión invitaré también a todos los miembros del Colegio cardenalicio, con los que quiero tener, asimismo, una reunión de reflexión y oración el día anterior, 23 de marzo.


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Miércoles 1 de marzo de 2006

La Cuaresma, itinerario
de reflexión y oración intensa

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy, con la liturgia del miércoles de Ceniza, iniciamos el itinerario cuaresmal de cuarenta días, que nos llevará al Triduo pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, centro del misterio de nuestra salvación. Este es un tiempo favorable, en el que la Iglesia invita a los cristianos a tomar una conciencia más viva de la obra redentora de Cristo y a vivir con más profundidad su bautismo. En efecto, en este tiempo litúrgico el pueblo de Dios, desde los primeros tiempos, se alimenta con la abundancia de la palabra de Dios, para fortalecerse en la fe, recorriendo toda la historia de la creación y de la redención.

Con su duración de cuarenta días, la Cuaresma encierra una indudable fuerza evocadora. En efecto, alude a algunos de los acontecimientos que marcaron la vida y la historia del antiguo Israel, volviendo a proponer, también a nosotros, su valor paradigmático: pensemos, por ejemplo, en los cuarenta días del diluvio universal, que concluyeron con el pacto de alianza establecido por Dios con Noé, y así con la humanidad, y en los cuarenta días de permanencia de Moisés en el monte Sinaí, tras los cuales tuvo lugar el don de las tablas de la Ley. El tiempo de Cuaresma quiere invitarnos sobre todo a revivir con Jesús los cuarenta días que pasó en el desierto, orando y ayunando, antes de emprender su misión pública.

También nosotros hoy iniciamos un camino de reflexión y oración con todos los cristianos del mundo para dirigirnos espiritualmente hacia el Calvario, meditando los misterios centrales de la fe. Así nos prepararemos para experimentar, después del misterio de la cruz, la alegría de la Pascua de resurrección.

En todas las comunidades parroquiales se realiza hoy un gesto austero y simbólico: la imposición de la ceniza; este rito va acompañado de dos fórmulas muy densas de significado, que constituyen una apremiante llamada a reconocerse pecadores y a volver a Dios.

La primera fórmula reza: "Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás" (cf. Jn 3, 19). Estas palabras, tomadas del libro del Génesis, evocan la condición humana, marcada por la caducidad y el límite, y quieren impulsarnos a volver a poner nuestra esperanza únicamente en Dios.

La segunda fórmula remite a las palabras que pronunció Jesús al inicio de su ministerio itinerante: "Convertíos y creed en el Evangelio" (Mc 1, 15). Es una invitación a poner como fundamento de la renovación personal y comunitaria la adhesión firme y confiada al Evangelio. La vida del cristiano es una vida de fe, fundada en la palabra de Dios y alimentada por ella. En las pruebas de la vida y en todas las tentaciones, el secreto de la victoria radica en escuchar la Palabra de verdad y rechazar con decisión la mentira y el mal.

Este es el programa verdadero, central, del tiempo de Cuaresma: escuchar la Palabra de verdad; vivir, hablar y hacer la verdad; evitar la mentira, que envenena a la humanidad y es la puerta de todos los males.

Por tanto, urge volver a escuchar, en estos cuarenta días, el Evangelio, la palabra del Señor, palabra de verdad, para que en todos los cristianos, en cada uno de nosotros, se refuerce la conciencia de la verdad que nos ha sido concedida, para que la vivamos y demos testimonio de ella. La Cuaresma nos impulsa a dejar que la palabra de Dios penetre en nuestra vida para conocer así la verdad fundamental: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde debemos ir, cuál es el camino que hemos de seguir en la vida. De este modo, el tiempo de Cuaresma nos ofrece un itinerario ascético y litúrgico que, a la vez que nos ayuda a abrir los ojos a nuestra debilidad, nos estimula a abrir el corazón al amor misericordioso de Cristo.

El camino cuaresmal, al acercarnos a Dios, nos permite mirar de un modo nuevo a nuestros hermanos y sus necesidades. Quien comienza a ver a Dios, a ver el rostro de Cristo, ve de una forma diferente también a los hermanos, descubre a los hermanos, su bien, su mal, sus necesidades.
Por esto, la Cuaresma, como escucha de la verdad, es un tiempo favorable para convertirse al amor, porque la verdad profunda, la verdad de Dios, es al mismo tiempo amor. Al convertirnos a la verdad de Dios, necesariamente debemos convertirnos al amor, un amor que sepa hacer propia la actitud de compasión y misericordia del Señor, como quise recordar en el Mensaje para la Cuaresma, que tiene por tema las palabras evangélicas: "Jesús, al ver a la multitud, se compadeció de ella" (Mt 9, 36).

La Iglesia, consciente de su misión en el mundo, no cesa de proclamar el amor misericordioso de Cristo, que sigue dirigiendo su mirada conmovida hacia los hombres y los pueblos de todos los tiempos.

"Ante los terribles desafíos de la pobreza de gran parte de la humanidad —escribí en el citado Mensaje cuaresmal—, la indiferencia y el encerrarse en el propio egoísmo están en un contraste intolerable con la "mirada" de Cristo. El ayuno y la limosna, que, junto con la oración, la Iglesia propone de modo especial en el período de Cuaresma, son una ocasión propicia para configurarnos con esa misma "mirada"" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de febrero de 2006, p. 4), con la mirada de Cristo, y vernos a nosotros mismos, ver a la humanidad, a los demás, con esta misma mirada. Con este espíritu entremos en el clima austero y orante de la Cuaresma, que es precisamente un clima de amor a los hermanos.

Que sean días de reflexión e intensa oración, en los que nos dejemos guiar por la palabra de Dios, que la liturgia nos propone abundantemente. Que la Cuaresma sea, además, un tiempo de ayuno, de penitencia y de vigilancia sobre nosotros mismos, convencidos de que la lucha contra el pecado no termina nunca, pues la tentación es una realidad de cada día, y la fragilidad y el engaño son experiencias de todos.

Por último, que la Cuaresma, a través de la limosna, haciendo el bien a los demás, sea ocasión de compartir sinceramente con los hermanos los dones recibidos y de mostrarnos solícitos a las necesidades de los más pobres y abandonados.

Que en este itinerario penitencial nos acompañe María, la Madre del Redentor, que es maestra de escucha y de fiel adhesión a Dios. Que la Virgen santísima nos ayude a llegar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, a celebrar el gran misterio de la Pascua de Cristo. Con estos sentimientos, deseo a todos una buena y fructífera Cuaresma.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los alumnos del seminario menor de Sigüenza-Guadalajara, a las Misioneras de la Providencia de Toledo, a las Hermandades y a los alumnos del colegio "Mater Salvatoris" de Madrid y de otros centros educativos. También a los peregrinos de Puerto Rico. Que la Madre del Redentor nos acompañe y nos ayude a llegar, purificados y renovados en la mente y en el espíritu, a celebrar el gran misterio de la Pascua. Os deseo a todos una buena y fructífera Cuaresma.

(En italiano)

(A los participantes en la asamblea plenaria del Comité pontificio de ciencias históricas)
Queridos amigos, gracias por el servicio que prestáis a la Santa Sede en el campo internacional de los estudios históricos; proseguid vuestro camino de investigadores con espíritu de fidelidad a la Iglesia y a la verdad histórica.

(A la comunidad del seminario interdiocesano de Tarento)
Queridos seminaristas, os invito a fundar vuestra existencia en la roca firme de la palabra de Dios, para ser testigos valientes del Evangelio de Cristo en nuestro tiempo.

* * *

Por último, dirijo mi saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El tiempo de Cuaresma, que hoy comenzamos, os lleve a cada uno a un conocimiento cada vez más íntimo de Cristo, para que tengáis sus mismos sentimientos y lo hagáis todo en comunión con él, en las diversas situaciones en que os encontréis.


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Miércoles 15 de marzo de 2006

La voluntad de Jesús sobre la Iglesia y la elección de los Doce

Queridos hermanos y hermanas:

Después de las catequesis sobre los salmos y los cánticos de Laudes y Vísperas, quisiera dedicar los próximos encuentros del miércoles al misterio de la relación entre Cristo y la Iglesia, considerándolo a partir de la experiencia de los Apóstoles, a la luz de la misión que se les encomendó. La Iglesia se constituyó sobre el fundamento de los Apóstoles como comunidad de fe, esperanza y caridad. A través de los Apóstoles, nos remontamos a Jesús mismo.

La Iglesia comenzó a constituirse cuando algunos pescadores de Galilea encontraron a Jesús y se dejaron conquistar por su mirada, su voz y su invitación cordial y fuerte: "Venid conmigo y os haré pescadores de hombres" (Mc 1, 17; Mt 4, 19). Al inicio del tercer milenio, mi amado predecesor Juan Pablo II propuso a la Iglesia la contemplación del rostro de Cristo (cf. Novo millennio ineunte, 16 ss).

Siguiendo en la misma dirección, en las catequesis que comienzo hoy quisiera mostrar precisamente cómo la luz de ese Rostro se refleja en el rostro de la Iglesia (cf. Lumen gentium, 1), a pesar de los límites y las sombras de nuestra humanidad frágil y pecadora. Después de María, reflejo puro de la luz de Cristo, son los Apóstoles, con su palabra y su testimonio, quienes nos transmiten la verdad de Cristo. Sin embargo, su misión no está aislada, sino que se sitúa dentro de un misterio de comunión, que implica a todo el pueblo de Dios y se realiza por etapas, desde la antigua hasta la nueva Alianza.

A este propósito, hay que decir que se tergiversa del todo el mensaje de Jesús si se lo separa del contexto de la fe y de la esperanza del pueblo elegido: como el Bautista, su precursor inmediato, Jesús se dirige ante todo a Israel (cf. Mt 15, 24), para "reunirlo" en el tiempo escatológico que llega con él. Al igual que la predicación de Juan, también la de Jesús es al mismo tiempo llamada de gracia y signo de contradicción y de juicio para todo el pueblo de Dios. Por tanto, desde el primer momento de su actividad salvífica, Jesús de Nazaret tiende a congregar al pueblo de Dios.

Aunque su predicación es siempre una exhortación a la conversión personal, en realidad él tiende continuamente a la constitución del pueblo de Dios, que ha venido a reunir, purificar y salvar. Por eso, resulta unilateral y carente de fundamento la interpretación individualista, propuesta por la teología liberal, del anuncio que Cristo hace del Reino. En el año 1900, el gran teólogo liberal Adolf von Harnack la resume así en sus lecciones sobre La esencia del cristianismo: "El reino de Dios viene, porque viene a cada uno de los hombres, tiene acceso a su alma, y ellos lo acogen. Ciertamente, el reino de Dios es el señorío de Dios, pero es el señorío del Dios santo en cada corazón" (Tercera lección, p. 100 s). En realidad, este individualismo de la teología liberal es una acentuación típicamente moderna: desde la perspectiva de la tradición bíblica y en el horizonte del judaísmo, en el que se sitúa la obra de Jesús aunque con toda su novedad, resulta evidente que toda la misión del Hijo encarnado tiene una finalidad comunitaria: él ha venido precisamente para unir a la humanidad dispersa, ha venido para congregar, para unir al pueblo de Dios.

Un signo evidente de la intención del Nazareno de reunir a la comunidad de la Alianza, para manifestar en ella el cumplimiento de las promesas hechas a los Padres, que hablan siempre de convocación, unificación, unidad, es la institución de los Doce. Hemos escuchado el Evangelio sobre esta institución de los Doce. Leo una vez más su parte central: "Subió al monte y llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios. Instituyó a los Doce..." (Mc 3, 13-16; cf. Mt 10, 1-4; Lc 6, 12-16). En el lugar de la revelación, "el monte", Jesús, con una iniciativa que manifiesta absoluta conciencia y determinación, constituye a los Doce para que sean con él testigos y anunciadores del acontecimiento del reino de Dios.

Sobre la historicidad de esta llamada no existen dudas, no sólo en virtud de la antigüedad y de la multiplicidad de los testimonios, sino también por el simple motivo de que allí aparece el nombre de Judas, el apóstol traidor, a pesar de las dificultades que esta presencia podía crear a la comunidad naciente. El número Doce, que remite evidentemente a las doce tribus de Israel, ya revela el significado de acción profético-simbólica implícito en la nueva iniciativa de refundar el pueblo santo.
Superado desde hacía tiempo el sistema de las doce tribus, la esperanza de Israel anhelaba su reconstitución como signo de la llegada del tiempo escatológico (pensemos en la conclusión del libro de Ezequiel: 37, 15-19; 39, 23-29; 40-48). Al elegir a los Doce, para introducirlos en una comunión de vida consigo y hacerles partícipes de su misión de anunciar el Reino con palabras y obras (cf. Mc 6, 7-13; Mt 10, 5-8; Lc 9, 1-6; 6, 13), Jesús quiere manifestar que ha llegado el tiempo definitivo en el que se constituye de nuevo el pueblo de Dios, el pueblo de las doce tribus, que se transforma ahora en un pueblo universal, su Iglesia.

Con su misma existencia los Doce —procedentes de diferentes orígenes— son un llamamiento a todo Israel para que se convierta y se deje reunir en la nueva Alianza, cumplimiento pleno y perfecto de la antigua. El hecho de haberles encomendado en la última Cena, antes de su Pasión, la misión de celebrar su memorial, muestra cómo Jesús quería transmitir a toda la comunidad en la persona de sus jefes el mandato de ser, en la historia, signo e instrumento de la reunión escatológica iniciada en él. En cierto sentido podemos decir que precisamente la última Cena es el acto de la fundación de la Iglesia, porque él se da a sí mismo y crea así una nueva comunidad, una comunidad unida en la comunión con él mismo.

Desde esta perspectiva, se comprende que el Resucitado les confiera —con la efusión del Espíritu— el poder de perdonar los pecados (cf. Jn 20, 23). Los doce Apóstoles son así el signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y la misión de su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna contraposición: son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que componen la Iglesia. Por tanto, es del todo incompatible con la intención de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace algunos años: "Jesús sí, Iglesia no". Este Jesús individualista elegido es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica.

Entre el Hijo de Dios encarnado y su Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de la cual Cristo está presente hoy en su pueblo. Es siempre contemporáneo nuestro, es siempre contemporáneo en la Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles, está vivo en la sucesión de los Apóstoles. Y esta presencia suya en la comunidad, en la que él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de nuestra alegría. Sí, Cristo está con nosotros, el Reino de Dios viene.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de Latinoamérica, en especial a los miembros de la Fundación "Fundabem", de Ávila, al Colegio Sagrado Corazón de Logroño, así como a los peregrinos de Buenos Aires. Os invito a todos a crecer en vuestro amor a esta gran familia que es la Iglesia, descubriendo siempre en ella el rostro de Cristo.

(En italiano)
Por último, dirijo un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Os animo a proseguir con entrega el itinerario cuaresmal; que la gracia de este particular tiempo litúrgico os ayude, queridos amigos, a imitar la filial adhesión de Jesús a la voluntad del Padre.
La audiencia concluyó con el canto del paternóster y la bendición apostólica. Luego, Su Santidad saludó personalmente a los obispos presentes, a los enfermos y a algunos representantes de diversas instituciones o movimientos.


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Miércoles 22 de marzo de 2006

Los Apóstoles testigos y enviados de Cristo

Queridos hermanos y hermanas:

La carta a los Efesios nos presenta a la Iglesia como un edificio construido "sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo" (Ef 2, 20). En el Apocalipsis, el papel de los Apóstoles, y más específicamente de los Doce, se aclara en la perspectiva escatológica de la Jerusalén celestial, presentada como una ciudad cuyas murallas "se asientan sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce Apóstoles del Cordero" (Ap 21, 14). Los Evangelios concuerdan al referir que la llamada de los Apóstoles marcó los primeros pasos del ministerio de Jesús, después del bautismo recibido del Bautista en las aguas del Jordán.

Según el relato de san Marcos (cf. Mc 1, 16-20) y san Mateo (cf. Mt 4, 18-22), el escenario de la llamada de los primeros Apóstoles es el lago de Galilea. Jesús acaba de comenzar la predicación del reino de Dios, cuando su mirada se fija en dos pares de hermanos: Simón y Andrés, Santiago y Juan. Son pescadores, dedicados a su trabajo diario. Echan las redes, las arreglan. Pero los espera otra pesca. Jesús los llama con decisión y ellos lo siguen con prontitud: de ahora en adelante serán "pescadores de hombres" (Mc 1, 17; Mt 4, 19).

San Lucas, aunque sigue la misma tradición, tiene un relato más elaborado (cf. Lc 5, 1-11). Muestra el camino de fe de los primeros discípulos, precisando que la invitación al seguimiento les llega después de haber escuchado la primera predicación de Jesús y de haber asistido a los primeros signos prodigiosos realizados por él. En particular, la pesca milagrosa constituye el contexto inmediato y brinda el símbolo de la misión de pescadores de hombres, encomendada a ellos. El destino de estos "llamados", de ahora en adelante, estará íntimamente unido al de Jesús. El apóstol es un enviado, pero, ante todo, es un "experto" de Jesús.

El evangelista san Juan pone de relieve precisamente este aspecto desde el primer encuentro de Jesús con sus futuros Apóstoles. Aquí el escenario es diverso. El encuentro tiene lugar en las riberas del Jordán. La presencia de los futuros discípulos, que como Jesús habían venido de Galilea para vivir la experiencia del bautismo administrado por Juan, arroja luz sobre su mundo espiritual.

Eran hombres que esperaban el reino de Dios, deseosos de conocer al Mesías, cuya venida se anunciaba como inminente. Les basta la indicación de Juan Bautista, que señala a Jesús como el Cordero de Dios (cf. Jn 1, 36), para que surja en ellos el deseo de un encuentro personal con el Maestro. Las palabras del diálogo de Jesús con los primeros dos futuros Apóstoles son muy expresivas. A la pregunta: "¿Qué buscáis?"; ellos contestan con otra pregunta: "Rabbí —que quiere decir "Maestro"—, ¿dónde vives?". La respuesta de Jesús es una invitación: "Venid y lo veréis" (cf. Jn 1, 38-39). Venid para que podáis ver.

La aventura de los Apóstoles comienza así, como un encuentro de personas que se abren recíprocamente. Para los discípulos comienza un conocimiento directo del Maestro. Ven dónde vive y empiezan a conocerlo. En efecto, no deberán ser anunciadores de una idea, sino testigos de una persona. Antes de ser enviados a evangelizar, deberán "estar" con Jesús (cf. Mc 3, 14), entablando con él una relación personal. Sobre esta base, la evangelización no será más que un anuncio de lo que se ha experimentado y una invitación a entrar en el misterio de la comunión con Cristo (cf. 1 Jn 1, 3).

¿A quién serán enviados los Apóstoles? En el evangelio, Jesús parece limitar su misión sólo a Israel: "No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mt 15, 24). De modo análogo, parece circunscribir la misión encomendada a los Doce: "A estos Doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: "No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel"" (Mt 10, 5-6).
Cierta crítica moderna de inspiración racionalista había visto en estas expresiones la falta de una conciencia universalista del Nazareno. En realidad, se deben comprender a la luz de su relación especial con Israel, comunidad de la Alianza, en la continuidad de la historia de la salvación.

Según la espera mesiánica, las promesas divinas, dirigidas inmediatamente a Israel, se cumplirían cuando Dios mismo, a través de su Elegido, reuniría a su pueblo como hace un pastor con su rebaño: "Yo vendré a salvar a mis ovejas para que no estén más expuestas al pillaje (...). Yo suscitaré para ponérselo al frente un solo pastor que las apacentará, mi siervo David: él las apacentará y será su pastor. Yo, el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de ellos" (Ez 34, 22-24).

Jesús es el pastor escatológico, que reúne a las ovejas perdidas de la casa de Israel y va en busca de ellas, porque las conoce y las ama (cf. Lc 15, 4-7 y Mt 18, 12-14; cf. también la figura del buen pastor en Jn 10, 11 ss). A través de esta "reunión" el reino de Dios se anuncia a todas las naciones: "Manifestaré yo mi gloria entre las naciones, y todas las naciones verán el juicio que voy a ejecutar y la mano que pondré sobre ellos" (Ez 39, 21). Y Jesús sigue precisamente esta línea profética. El primer paso es la "reunión" del pueblo de Israel, para que así todas las naciones llamadas a congregarse en la comunión con el Señor puedan ver y creer.

De este modo, los Doce, elegidos para participar en la misma misión de Jesús, cooperan con el Pastor de los últimos tiempos, yendo ante todo también ellos a las ovejas perdidas de la casa de Israel, es decir, dirigiéndose al pueblo de la promesa, cuya reunión es el signo de salvación para todos los pueblos, el inicio de la universalización de la Alianza.

Lejos de contradecir la apertura universalista de la acción mesiánica del Nazareno, la limitación inicial a Israel de su misión y de la de los Doce se transforma así en el signo profético más eficaz. Después de la pasión y la resurrección de Cristo, ese signo quedará esclarecido: el carácter universal de la misión de los Apóstoles se hará explícito. Cristo enviará a los Apóstoles "a todo el mundo" (Mc 16, 15), a "todas las naciones" (Mt 28, 19; Lc 24, 47), "hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8).

Y esta misión continúa. Continúa siempre el mandato del Señor de congregar a los pueblos en la unidad de su amor. Esta es nuestra esperanza y este es también nuestro mandato: contribuir a esta universalidad, a esta verdadera unidad en la riqueza de las culturas, en comunión con nuestro verdadero Señor Jesucristo.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a la banda musical del seminario redentorista de Manizales, a los colegios San Juan Bosco, de Madrid, y Cristo Rey de Gandía, a la asociación Nuestra Señora de Covadonga, así como a los demás peregrinos venidos de España y Latinoamérica. Muchas gracias por vuestra visita.

(A los fieles checos)
En este clima espiritual de la Cuaresma pidamos al Señor una verdadera y profunda conversión.

(A los participantes en las peregrinaciones diocesanas)
Que este encuentro sea para todos un estímulo a reafirmar su adhesión ferviente a las enseñanzas del Evangelio, testimoniando coherentemente los valores cristianos perennes en la vida de cada día.


Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, presentes en gran número, a los enfermos y a los recién casados. En el clima espiritual de la Cuaresma que estamos viviendo, tiempo de conversión y reconciliación, os invito a seguir el ejemplo de Jesús Maestro, para ser fieles anunciadores de su mensaje de salvación.

* * *

Llamamiento del Papa en favor de la lucha contra la tuberculosis


Pasado mañana, 24 de marzo, se celebra la Jornada mundial, organizada por las Naciones Unidas, para la lucha contra la tuberculosis. Es de desear un renovado compromiso en todo el mundo a fin de que se pueda disponer de los recursos necesarios para curar a las personas que sufren esta enfermedad, que, como es sabido, está asociada a la pobreza. Apoyo las iniciativas de asistencia y solidaridad en favor de estos pacientes, que necesitan ayuda para vivir con dignidad su condición.


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Miércoles 29 de marzo de 2006

El don de la comunión

Queridos hermanos y hermanas:

A través del ministerio apostólico, la Iglesia, comunidad congregada por el Hijo de Dios encarnado, vivirá en la sucesión de los tiempos edificando y alimentando la comunión en Cristo y en el Espíritu, a la que todos están llamados y en la que pueden experimentar la salvación donada por el Padre. En efecto, como dice el Papa san Clemente, tercer Sucesor de Pedro, al final del siglo I, los Doce se esforzaron por constituirse sucesores (cf. 1 Clem 42, 4), para que la misión que les había sido encomendada continuara después de su muerte. Así, a lo largo de los siglos la Iglesia, orgánicamente estructurada bajo la guía de los pastores legítimos, ha seguido viviendo en el mundo como misterio de comunión, en el que se refleja de alguna manera la misma comunión trinitaria, el misterio de Dios mismo.

El apóstol san Pablo alude ya a este supremo manantial trinitario, cuando desea a sus cristianos: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros" (2 Co 13, 13). Estas palabras, que probablemente constituyen un eco del culto de la Iglesia naciente, ponen de relieve que el don gratuito del amor del Padre en Jesucristo se realiza y se expresa en la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo. Esta interpretación, basada en el estrecho paralelismo que establece el texto entre los tres genitivos ("la gracia de nuestro Señor Jesucristo... el amor de Dios... y la comunión del Espíritu Santo"), presenta la "comunión" como don específico del Espíritu, fruto del amor donado por Dios Padre y de la gracia ofrecida por nuestro Señor Jesucristo.

Por lo demás, el contexto inmediato, caracterizado por la insistencia en la comunión fraterna, nos orienta a ver en la koinonía del Espíritu Santo no sólo la "participación" en la vida divina casi individualmente, cada uno para sí mismo, sino también, como es lógico, la "comunión" entre los creyentes que el Espíritu mismo suscita como su artífice y agente principal (cf. Flp 2, 1).

Se podría afirmar que la gracia, el amor y la comunión, referidos respectivamente a Cristo, al Padre y al Espíritu Santo, son diversos aspectos de la única acción divina para nuestra salvación, acción que crea la Iglesia y hace de la Iglesia -como dijo san Cipriano en el siglo III- "un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (De Orat. Dom., 23: PL 4, 536, citado en Lumen gentium, 4).

La idea de la comunión como participación en la vida trinitaria está iluminada con particular intensidad en el evangelio de san Juan, donde la comunión de amor que une al Hijo con el Padre y con los hombres es, al mismo tiempo, el modelo y el manantial de la comunión fraterna, que debe unir a los discípulos entre sí: "Amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Jn 15, 12; cf. 13, 34). "Que sean uno como nosotros somos uno" (Jn 17, 21. 22). Así pues, comunión de los hombres con el Dios Trinitario y comunión de los hombres entre sí.

En el tiempo de la peregrinación terrena, el discípulo, mediante la comunión con el Hijo, ya puede participar de la vida divina de él y del Padre. "Nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3). Esta vida de comunión con Dios y entre nosotros es la finalidad propia del anuncio del Evangelio, la finalidad de la conversión al cristianismo: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 3).

Por tanto, esta doble comunión, con Dios y entre nosotros, es inseparable. Donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario, como hemos escuchado.

Ahora damos un paso más. La comunión, fruto del Espíritu Santo, se alimenta con el Pan eucarístico (cf. 1 Co 10, 16-17) y se manifiesta en las relaciones fraternas, en una especie de anticipación del mundo futuro. En la Eucaristía Jesús nos alimenta, nos une a sí mismo, al Padre, al Espíritu Santo y entre nosotros, y esta red de unidad que abraza al mundo es una anticipación del mundo futuro en nuestro tiempo.

Precisamente así, por ser anticipación del mundo futuro, la comunión es un don también con consecuencias muy reales; nos hace salir de nuestra soledad, nos impide encerrarnos en nosotros mismos y nos hace partícipes del amor que nos une a Dios y entre nosotros. Es fácil comprender cuán grande es este don: basta pensar en las fragmentaciones y en los conflictos que enturbian las relaciones entre personas, grupos y pueblos enteros. Y si no existe el don de la unidad en el Espíritu Santo, la fragmentación de la humanidad es inevitable.

La "comunión" es realmente la buena nueva, el remedio que nos ha dado el Señor contra la soledad, que hoy amenaza a todos; es el don precioso que nos hace sentirnos acogidos y amados en Dios, en la unidad de su pueblo congregado en nombre de la Trinidad; es la luz que hace brillar a la Iglesia como estandarte enarbolado entre los pueblos: "Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros" (1 Jn 1, 6-7). Así, a pesar de todas las fragilidades humanas que pertenecen a su fisonomía histórica, la Iglesia se manifiesta como una maravillosa creación de amor, hecha para que Cristo esté cerca de todos los hombres y mujeres que quieran de verdad encontrarse con él, hasta el final de los tiempos.

Y en la Iglesia el Señor permanece con nosotros, siempre contemporáneo. La Escritura no es algo del pasado. El Señor no habla en pasado, sino que habla en presente, habla hoy con nosotros, nos da luz, nos muestra el camino de la vida, nos da comunión, y así nos prepara y nos abre a la paz.

Saludos

Saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los alumnos del seminario menor de la Asunción de Santiago de Compostela, a los fieles de las parroquias de San Andrés de Borrassà, San Juan de Mata de Salamanca, San Pedro de Ciudad Real, así como a los alumnos del Colegio de las Esclavas de Santander, Cristo Rey de Benifayó, Jesús María de Barcelona y Fray Luis de Granada. Vivid en comunión fraterna, "amándoos los unos a los otros" y anunciando así el Evangelio a todos los hombres.

(En polaco)
La Cuaresma es el tiempo propicio para transformar nuestra vida y encontrarnos con Cristo, que "nos amó hasta el extremo". Es la ocasión para superar nuestro egoísmo, nuestras divisiones y luchas. Que en vuestras familias y en vuestras comunidades reine siempre el espíritu de reconciliación y benevolencia. Que Dios os bendiga.

(A los peregrinos croatas)
Convertirse significa amar al Creador por encima de todo. No tengáis miedo de creer en él y consagrar vuestra vida a Cristo, compartiendo con él vuestra felicidad y dificultades.

(En italiano)
Mi pensamiento va finalmente a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes, especialmente a los alumnos del instituto "Andrea Bafile" de Collesapone dell'Aquila, así como a los jóvenes de la diócesis de Caserta, aquí presentes con su obispo, mons. Raffaele Nogaro. El tiempo cuaresmal, con sus repetidas invitaciones a la conversión, os lleve, queridos jóvenes, a un amor a Cristo y a su Iglesia cada vez más consciente; aumente en vosotros, queridos enfermos, la conciencia de que el Señor crucificado nos sostiene en la prueba; y os ayude a vosotros, queridos recién casados, a hacer de vuestra vida familiar un lugar de crecimiento constante en el amor fiel y generoso.


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Miércoles 5 de abril de 2006

El servicio a la comunión

Queridos hermanos y hermanas:

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace pocas semanas, queremos considerar los orígenes de la Iglesia, para entender el plan originario de Jesús, y comprender así lo esencial de la Iglesia, que permanece aunque vayan cambiando los tiempos. Queremos entender también el porqué de nuestro ser en la Iglesia y cómo debemos esforzarnos por vivirlo al inicio de un nuevo milenio cristiano.

Considerando la Iglesia naciente, podemos descubrir dos aspectos en ella: el primero lo pone de relieve san Ireneo de Lyon, mártir y gran teólogo de finales del siglo II, el primero que elaboró una teología de algún modo sistemática. San Ireneo escribe: "Donde está la Iglesia, está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia, pues el Espíritu es verdad" (Adversus haereses, III, 24, 1: PG 7, 966). Así pues, hay un vínculo íntimo entre el Espíritu Santo y la Iglesia. El Espíritu Santo construye la Iglesia y le dona la verdad; como dice san Pablo, derrama el amor en el corazón de los creyentes (cf. Rm 5, 5).

Pero hay también un segundo aspecto. Este vínculo íntimo con el Espíritu no anula nuestra humanidad con toda su debilidad; así, la comunidad de los discípulos desde el inicio experimenta no sólo la alegría del Espíritu Santo, la gracia de la verdad y del amor, sino también la prueba, constituida sobre todo por los contrastes en lo que atañe a las verdades de fe, con las consiguientes laceraciones de la comunión.

Del mismo modo que la comunión del amor existe desde el inicio y existirá hasta el final (cf. 1 Jn 1, 1 ss), así por desgracia desde el inicio existe también la división. No debe sorprendernos que exista la división también hoy: "Salieron de entre nosotros —dice la primera carta de san Juan—; pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros. Pero sucedió así para poner de manifiesto que no todos son de los nuestros" (1 Jn 2, 19).

Así pues, en las vicisitudes del mundo y también en las debilidades de la Iglesia, siempre existe el peligro de perder la fe y, por tanto, también de perder el amor y la fraternidad. Por consiguiente, quien cree en la Iglesia del amor y quiere vivir en ella tiene el deber preciso de reconocer también este peligro y aceptar que no es posible la comunión con quien se ha alejado de la doctrina de la salvación (cf. 2 Jn 9-11).

La primera carta de san Juan muestra bien que la Iglesia naciente era plenamente consciente de estas posibles tensiones en la experiencia de la comunión: en el Nuevo Testamento ninguna voz se alzó con mayor fuerza para poner de relieve la realidad y el deber del amor fraterno entre los cristianos, pero esa misma voz se dirige con drástica severidad a los adversarios, que fueron miembros de la comunidad y ahora ya no lo son.

La Iglesia del amor es también la Iglesia de la verdad, entendida ante todo como fidelidad al Evangelio encomendado por el Señor Jesús a los suyos. La fraternidad cristiana nace del hecho de haber sido constituidos hijos del mismo Padre por el Espíritu de la verdad: "Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Rm 8, 14). Pero la familia de los hijos de Dios, para vivir en la unidad y en la paz, necesita alguien que la conserve en la verdad y la guíe con discernimiento sabio y autorizado: es lo que está llamado a hacer el ministerio de los Apóstoles.

Aquí llegamos a un punto importante. La Iglesia es totalmente del Espíritu, pero tiene una estructura, la sucesión apostólica, a la que compete la responsabilidad de garantizar la permanencia de la Iglesia en la verdad donada por Cristo, de la que deriva también la capacidad del amor.

El primer sumario de los Hechos de los Apóstoles expresa con gran eficacia la convergencia de estos valores en la vida de la Iglesia naciente: "Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión (koinonìa), a la fracción del pan y a las oraciones" (Hch 2, 42). La comunión nace de la fe suscitada por la predicación apostólica, se alimenta con el partir el pan y la oración, y se manifiesta en la caridad fraterna y en el servicio. Estamos ante la descripción de la comunión de la Iglesia naciente con la riqueza de su dinamismo interior y sus expresiones visibles: el don de la comunión es custodiado y promovido de modo especial por el ministerio apostólico, que a su vez es don para toda la comunidad.

Los Apóstoles y sus sucesores son, por consiguiente, los custodios y los testigos autorizados del depósito de la verdad entregado a la Iglesia, como son también los ministros de la caridad; estos dos aspectos van juntos. Siempre deben ser conscientes de que estos dos servicios son inseparables, pues en realidad es uno solo: verdad y caridad, reveladas y donadas por el Señor Jesús.

En ese sentido, su servicio es ante todo un servicio de amor: la caridad que deben vivir y promover es inseparable de la verdad que custodian y transmiten. La verdad y el amor son dos caras del mismo don, que viene de Dios y, gracias al ministerio apostólico, es custodiado en la Iglesia y llega a nosotros hasta la actualidad. También a través del servicio de los Apóstoles y de sus sucesores, nos llega el amor de Dios Trinidad para comunicarnos la verdad que nos hace libres (cf. Jn 8, 32).

Todo esto que vemos en la Iglesia naciente nos impulsa a orar por los sucesores de los Apóstoles, por todos los obispos y por los Sucesores de Pedro, para que juntos sean realmente custodios de la verdad y de la caridad; para que sean, en este sentido, realmente apóstoles de Cristo, a fin de que su luz, la luz de la verdad y de la caridad, no se apague nunca en la Iglesia y en el mundo.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial al obispo de Santander, mons. José Vilaplana, y acompañantes, venidos con motivo del Año santo Lebaniego. Saludo también a los profesores y alumnos de distintos colegios e institutos españoles, así como a los demás peregrinos de España y Latinoamérica. Os invito a practicar la caridad con los más necesitados y a fomentar la comunión en la Iglesia. ¡Muchas gracias!

El próximo día 7 de abril se celebran los 500 años del nacimiento de san Francisco Javier, el gran misionero jesuita que predicó el Evangelio por tierras de Asia, abriendo muchas puertas a Cristo. Me uno a dicha celebración agradeciendo al Señor este gran don a su Iglesia. He enviado al cardenal Antonio María Rouco para presidir los actos en el santuario de Javier, en Navarra, España. Me uno a él y a todos los peregrinos que acudirán a tan insigne lugar misionero.

Al contemplar la figura de san Francisco Javier, nos sentimos llamados a rezar por quienes dedican su vida a la misión evangelizadora, proclamando la belleza del mensaje salvador de Jesús.
Al mismo tiempo, os invito a rezar para que, por intercesión de este santo, todos intensifiquen sus esfuerzos por consolidar los horizontes de paz que parecen abrirse en el País Vasco y en toda España, y a superar los obstáculos que puedan presentarse a lo largo de este camino.

(En polaco)
Saludo a los polacos aquí presentes. Junto con vosotros doy gracias a Dios por el pontificado de mi gran predecesor Juan Pablo II. Que su presencia espiritual y el patrimonio de su enseñanza nos fortalezcan en la fe y nos ayuden en el camino hacia el encuentro con Cristo. Que Dios os bendiga a vosotros y a vuestras familias. ¡Alabado sea Jesucristo!.

(En italiano)
Dirijo un cordial saludo a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes... En este último tramo de la Cuaresma, os exhorto a proseguir con empeño el camino espiritual hacia la Pascua.
Queridos jóvenes, intensificad vuestro testimonio de amor fiel a Cristo crucificado. Vosotros, queridos enfermos, mirad a la cruz del Señor para ofrecer con valentía la prueba de la enfermedad. Y vosotros, queridos recién casados, haced que vuestra unión matrimonial esté siempre vivificada por el amor divino.


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Miércoles 12 de abril de 2006

El Triduo pascual

Queridos hermanos y hermanas:

Mañana comienza el Triduo pascual, que es el fulcro de todo el Año litúrgico. Con la ayuda de los ritos sagrados del Jueves santo, del Viernes santo y de la solemne Vigilia pascual, reviviremos el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Son días que pueden volver a suscitar en nosotros un deseo más vivo de adherirnos a Cristo y de seguirlo generosamente, conscientes de que él nos ha amado hasta dar su vida por nosotros.

En efecto, los acontecimientos que nos vuelve a proponer el Triduo santo no son sino la manifestación sublime de este amor de Dios al hombre. Por consiguiente, dispongámonos a celebrar el Triduo pascual acogiendo la exhortación de san Agustín: "Ahora considera atentamente los tres días santos de la crucifixión, la sepultura y la resurrección del Señor. De estos tres misterios realizamos en la vida presente aquello de lo que es símbolo la cruz, mientras que por medio de la fe y de la esperanza realizamos aquello de lo que es símbolo la sepultura y la resurrección" (Epistola 55, 14, 24).

El Triduo pascual comienza mañana, Jueves santo, con la misa vespertina "In cena Domini", aunque por la mañana normalmente se tiene otra significativa celebración litúrgica, la misa Crismal, durante la cual todos los presbíteros de cada diócesis, congregados en torno al obispo, renuevan sus promesas sacerdotales y participan en la bendición de los óleos de los catecúmenos, de los enfermos y del Crisma; eso lo haremos mañana por la mañana también aquí, en San Pedro.

Además de la institución del sacerdocio, en este día santo se conmemora la ofrenda total que Cristo hizo de sí mismo a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía. En la misma noche en que fue entregado, como recuerda la sagrada Escritura, nos dejó el "mandamiento nuevo" -"mandatum novum"- del amor fraterno realizando el conmovedor gesto del lavatorio de los pies, que recuerda el humilde servicio de los esclavos.

Este día singular, que evoca grandes misterios, concluye con la Adoración eucarística, en recuerdo de la agonía del Señor en el huerto de Getsemaní. Como narra el evangelio, Jesús, embargado de tristeza y angustia, pidió a sus discípulos que velaran con él permaneciendo en oración: "Quedaos aquí y velad conmigo" (Mt 26, 38), pero los discípulos se durmieron.

También hoy el Señor nos dice a nosotros: "Quedaos aquí y velad conmigo". Y también nosotros, discípulos de hoy, a menudo dormimos. Esa fue para Jesús la hora del abandono y de la soledad, a la que siguió, en el corazón de la noche, el prendimiento y el inicio del doloroso camino hacia el Calvario.

El Viernes santo, centrado en el misterio de la Pasión, es un día de ayuno y penitencia, totalmente orientado a la contemplación de Cristo en la cruz. En las iglesias se proclama el relato de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías: "Mirarán al que traspasaron" (Jn 19, 37). Y durante el Viernes santo también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón traspasado del Redentor, en el que, como escribe san Pablo, "están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2, 3), más aún, en el que "reside corporalmente toda la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9).

Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber "nada más que a Jesucristo, y este crucificado" (1 Co 2, 2). Es verdad: la cruz revela "la anchura y la longitud, la altura y la profundidad" -las dimensiones cósmicas, este es su sentido- de un amor que supera todo conocimiento -el amor va más allá de todo cuanto se conoce- y nos llena "hasta la total plenitud de Dios" (cf. Ef 3, 18-19).

En el misterio del Crucificado "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical" (Deus caritas est, 12). La cruz de Cristo, escribe en el siglo V el Papa san León Magno, "es fuente de todas las bendiciones y causa de todas las gracias" (Discurso 8 sobre la pasión del Señor, 6-8: PL 54, 340-342).

En el Sábado santo la Iglesia, uniéndose espiritualmente a María, permanece en oración junto al sepulcro, donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en una condición de descanso después de la obra creadora de la Redención, realizada con su muerte (cf. Hb 4, 1-13). Ya entrada la noche comenzará la solemne Vigilia pascual, durante la cual en cada Iglesia el canto gozoso del Gloria y del Aleluya pascual se elevará del corazón de los nuevos bautizados y de toda la comunidad cristiana, feliz porque Cristo ha resucitado y ha vencido a la muerte.

Queridos hermanos y hermanas, para una fructuosa celebración de la Pascua, la Iglesia pide a los fieles que se acerquen durante estos días al sacramento de la Penitencia, que es una especie de muerte y resurrección para cada uno de nosotros. En la antigua comunidad cristiana, el Jueves santo se tenía el rito de la Reconciliación de los penitentes, presidido por el obispo. Desde luego, las condiciones históricas han cambiado, pero prepararse para la Pascua con una buena confesión sigue siendo algo que conviene valorizar al máximo, porque nos ofrece la posibilidad de volver a comenzar nuestra vida y tener realmente un nuevo inicio en la alegría del Resucitado y en la comunión del perdón que él nos ha dado.

Conscientes de que somos pecadores, pero confiando en la misericordia divina, dejémonos reconciliar por Cristo para gustar más intensamente la alegría que él nos comunica con su resurrección. El perdón que nos da Cristo en el sacramento de la Penitencia es fuente de paz interior y exterior, y nos hace apóstoles de paz en un mundo donde por desgracia continúan las divisiones, los sufrimientos y los dramas de la injusticia, el odio, la violencia y la incapacidad de reconciliarse para volver a comenzar nuevamente con un perdón sincero.

Sin embargo, sabemos que el mal no tiene la última palabra, porque quien vence es Cristo crucificado y resucitado, y su triunfo se manifiesta con la fuerza del amor misericordioso. Su resurrección nos da esta certeza: a pesar de toda la oscuridad que existe en el mundo, el mal no tiene la última palabra. Sostenidos por esta certeza, podremos comprometernos con más valentía y entusiasmo para que nazca un mundo más justo.

Formulo de corazón este augurio para todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseándoos que os preparéis con fe y devoción para las ya próximas fiestas pascuales. Os acompañe María santísima, que, después de haber seguido a su Hijo divino en la hora de la pasión y de la cruz, compartió el gozo de su resurrección.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas, saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los del apostolado de los Agustinos Recoletos y a los de la Obra de la Iglesia. También a los de Valladolid, León y Chile, y a los estudiantes de Barcelona y Quito. Preparaos a las fiestas de pascua con una buena confesión. Dejaos reconciliar por Cristo. Su perdón es fuente de paz y os hace apóstoles de paz en el mundo. Que María santísima, la cual siguió fielmente a su Hijo en su pasión y compartió la alegría de su resurrección, os acompañe.

(En polaco)
Estos días de la Semana santa nos presentan los misterios salvíficos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Ojalá que sean para todos vosotros un tiempo de gracia y de conversión. Os deseo una digna preparación para la Pascua y un encuentro gozoso con Cristo resucitado.

(En lengua croata)
Nuestro Salvador, con su muerte en la cruz, nos ha perdonado los pecados y con su resurrección nos ha dado nueva vida. Queridos hermanos, llevad en vuestro corazón el amor de Cristo como vuestro mayor tesoro.

(En italiano)
Por último, saludo cordialmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos amigos, disponed vuestro corazón para celebrar con profunda participación el Misterio pascual, a fin de encontrar en la contemplación de la muerte y resurrección de Cristo la luz que os permita caminar fielmente tras las huellas del Redentor.


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Miércoles 19 de abril de 2006

Que Dios me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

Al inicio de esta audiencia general, que tiene lugar en el clima gozoso de la Pascua, juntamente con vosotros quisiera dar gracias al Señor, que, después de haberme llamado hace exactamente un año a servir a la Iglesia como Sucesor del apóstol Pedro —¡Gracias por vuestra alegría! ¡Gracias por vuestras aclamaciones!—, no deja de acompañarme con su indispensable ayuda.

¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya ha transcurrido un año desde que, de un modo para mí absolutamente inesperado y sorprendente, los cardenales reunidos en cónclave decidieron elegir a mi pobre persona para suceder al amado siervo de Dios el gran Papa Juan Pablo II.

Recuerdo con emoción el primer impacto que tuve, desde el balcón central de la basílica, inmediatamente después de mi elección, con los fieles reunidos en esta misma plaza. Se me ha quedado grabado en la mente y en el corazón ese encuentro, al que han seguido muchos otros, que me han permitido experimentar la gran verdad de lo que dije durante la solemne concelebración con la que inicié solemnemente el ejercicio del ministerio petrino: "Soy consciente de que no estoy solo.
No tengo que llevar yo solo lo que, en realidad, nunca podría llevar yo solo". Y cada vez me convenzo más de que por mí mismo no podría cumplir esta tarea, esta misión. Pero siento también que vosotros me ayudáis a cumplirla. Así estoy en una gran comunión y juntos podemos llevar adelante la misión del Señor.

Cuento con el insustituible apoyo de la celestial protección de Dios y de los santos, y me conforta vuestra cercanía, queridos amigos, que me otorgáis el don de vuestra indulgencia y vuestro amor.
¡Gracias, de corazón, a todos los que de diversas maneras me acompañan de cerca o me siguen de lejos espiritualmente con su afecto y su oración. A cada uno le pido que siga sosteniéndome, pidiendo a Dios que me conceda ser pastor manso y firme de su Iglesia.

Narra el evangelista san Juan que Jesús, precisamente después de su resurrección, llamó a Pedro a encargarse de su rebaño (cf. Jn 21, 15. 23). ¿Quién hubiera podido imaginar humanamente entonces el desarrollo que lograría en el transcurso de los siglos aquel pequeño grupo de discípulos del Señor? San Pedro y los Apóstoles, y después sus sucesores, primero en Jerusalén y luego hasta los últimos confines de la tierra, difundieron con valentía el mensaje evangélico, cuyo núcleo fundamental e imprescindible es el Misterio pascual: la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.

La Iglesia celebra en Pascua este misterio, prolongando su alegre resonancia en los días sucesivos; canta el aleluya por el triunfo de Cristo sobre el mal y la muerte.

"La celebración de la Pascua según una fecha del calendario —afirma el Papa san León Magno— nos recuerda la fiesta eterna que supera todo tiempo humano". "La Pascua actual —prosigue- es la sombra de la Pascua futura. Por eso, la celebramos para pasar de una fiesta anual a una fiesta que será eterna".

La alegría de estos días se extiende a todo el Año litúrgico y se renueva de modo especial el domingo, día dedicado al recuerdo de la resurrección del Señor. En él, que es como la "pequeña Pascua" de cada semana, la asamblea litúrgica reunida para la santa misa proclama en el Credo que Jesús resucitó el tercer día, añadiendo que esperamos "la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro". Así se indica que el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús constituye el centro de nuestra fe y sobre este anuncio se funda y crece la Iglesia.

San Agustín recuerda, de modo incisivo: "Consideremos, amadísimos hermanos, la resurrección de Cristo. En efecto, como su pasión significaba nuestra vida vieja, así su resurrección es sacramento de vida nueva. (...) Has creído, has sido bautizado: la vida vieja ha muerto en la cruz y ha sido sepultada en el bautismo. Ha sido sepultada la vida vieja, en la que has vivido; ahora tienes una vida nueva. Vive bien; vive de forma que, cuando mueras, no mueras" (Sermón Guelferb. 9, 3).

Las narraciones evangélicas, que refieren las apariciones del Resucitado, concluyen por lo general con la invitación a superar cualquier incertidumbre, a confrontar el acontecimiento con las Escrituras, a anunciar que Jesús, más allá de la muerte, es el eterno viviente, fuente de vida nueva para todos los que creen. Así acontece, por ejemplo, en el caso de María Magdalena (cf. Jn 20, 11-18), que descubre el sepulcro abierto y vacío, e inmediatamente teme que se hayan llevado el cuerpo del Señor. El Señor entonces la llama por su nombre y en ese momento se produce en ella un cambio profundo: el desconsuelo y la desorientación se transforman en alegría y entusiasmo. Con prontitud va donde los Apóstoles y les anuncia: "He visto al Señor" (Jn 20, 18).

Es un hecho que quien se encuentra con Jesús resucitado queda transformado en su interior. No se puede "ver" al Resucitado sin "creer" en él. Pidámosle que nos llame a cada uno por nuestro nombre y nos convierta, abriéndonos a la "visión" de la fe.

La fe nace del encuentro personal con Cristo resucitado y se transforma en impulso de valentía y libertad que nos lleva a proclamar al mundo: Jesús ha resucitado y vive para siempre. Esta es la misión de los discípulos del Señor de todas las épocas y también de nuestro tiempo: "Si habéis resucitado con Cristo —exhorta san Pablo—, buscad las cosas de arriba (...). Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra" (Col 3, 1-2). Esto no quiere decir desentenderse de los compromisos de cada día, desinteresarse de las realidades terrenas; más bien, significa impregnar todas nuestras actividades humanas con una dimensión sobrenatural, significa convertirse en gozosos heraldos y testigos de la resurrección de Cristo, que vive para siempre (cf. Jn 20, 25; Lc 24, 33-34).

Queridos hermanos y hermanas, en la Pascua de su Hijo unigénito Dios se revela plenamente a sí mismo y revela su fuerza victoriosa sobre las fuerzas de la muerte, la fuerza del Amor trinitario.

La santísima Virgen María, que se asoció íntimamente a la pasión, muerte y resurrección de su Hijo, y al pie de la cruz se convirtió en Madre de todos los creyentes, nos ayude a comprender este misterio de amor que cambia los corazones y nos haga gustar plenamente la alegría pascual, para poder comunicarla luego, a nuestra vez, a los hombres y mujeres del tercer milenio.

Saludos

Queridos hermanos y hermanas: saludo con afecto a los visitantes de Latinoamérica y de España, de modo especial a los religiosos agustinos, a los seminaristas de Madrid y a los numerosos grupos parroquiales y escolares españoles, así como a los diversos peregrinos de Argentina, Costa Rica, El Salvador y México. Que la Virgen María nos ayude a comprender este gran misterio de amor que cambia los corazones y nos hace gustar la alegría pascual.

(En italiano)
Queridos muchachos y jóvenes, Cristo resucitado os invita a vosotros, como invitó a los primeros discípulos, a ser sus testigos. Responded con alegría y amor a este mandato y seréis sembradores de esperanza en el corazón de vuestros coetáneos.

Saludo asimismo a los enfermos y a los recién casados. Para vosotros, queridos enfermos, la resurrección de Cristo sea fuente inagotable de consuelo y esperanza. Y vosotros, queridos recién casados, sed testigos del Señor resucitado con vuestro amor conyugal fiel.


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Miércoles 26 de abril de 2006

La Tradición, comunión en el tiempo

Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestro afecto!

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.

Por consiguiente, tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica —estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.

Así nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria. La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.

Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los Apóstoles (cf. Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a todas las naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 19 s).

Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1 Co 11, 26). ¿Quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles —jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)— y a través de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara: el Espíritu Santo.

Los Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado: "Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre" (Lc 24, 48 s). "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). Y esta promesa, al inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: "Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen" (Hch 5, 32).

Por consiguiente, es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4, 14). Es interesante constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias (cf. Hch 14, 23), en otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf. Hch 20, 28).

Así, la acción del Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28); la Iglesia crece y camina "en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo" (Hch 9, 31).

Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él.

La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie por la piedra angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu Santo: "Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu" (Ef 2, 19-22).

Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre.

Así pues, concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que hemos escuchado al inicio de labios del lector: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20).

Saludos

Me es grato saludar cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial al grupo de médicos de la Universidad de Madrid, acompañados del señor cardenal Julián Herranz. Saludo también a los diversos grupos parroquiales, asociaciones y colegios de España, así como a los peregrinos de México y de otros países latinoamericanos. Os exhorto a todos a mantener viva la comunión con vuestros pastores y entre vosotros como hermanos en Cristo. ¡Muchas gracias!

(En polaco)
Esta semana hemos celebrado la fiesta de san Adalberto, obispo y mártir, patrono de Polonia. Su martirio ha llegado a ser el fundamento de la identidad de vuestra nación. Que él os alcance de Dios la gracia de una profunda fe y de un desarrollo positivo para vuestra patria.

(En lituano)
Cristo resucitado es nuestra alegría. Él, que es la verdadera vida, reine en nosotros, venciendo el pecado y la muerte.

(En italiano)
En el alegre clima de la Pascua, deseo dirigir un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A vosotros, queridos jóvenes, en especial a los estudiantes de las escuelas católicas de la diócesis de Frosinone-Veroli-Ferentino, acompañados por el obispo mons. Salvatore Boccaccio, os exhorto a seguir fielmente las huellas de Cristo. A cada uno de vosotros, queridos enfermos, os invito a aceptar con fe los sufrimientos y las pruebas de la vida, viendo en ellas manifestaciones misteriosas del amor de Dios. Y a vosotros, queridos recién casados, os deseo que viváis el matrimonio como don e itinerario diario de maduración personal y familiar, para convertiros en servidores generosos del Evangelio.


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Miércoles 3 de mayo de 2006

La Tradición apostólica

Queridos hermanos y hermanas:

En esta catequesis queremos comprender un poco lo que es la Iglesia. La última vez meditamos sobre el tema de la Tradición apostólica. Vimos que no es una colección de cosas, de palabras, como una caja de cosas muertas. La Tradición es el río de la vida nueva, que viene desde los orígenes, desde Cristo, hasta nosotros, y nos inserta en la historia de Dios con la humanidad. Este tema de la Tradición es tan importante que quisiera seguir reflexionando un poco más sobre él. En efecto, es de gran trascendencia para la vida de la Iglesia.

El concilio Vaticano II destacó, al respecto, que la Tradición es apostólica ante todo en sus orígenes: "Dios, con suma benignidad, quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo nuestro Señor, plenitud de la revelación (cf. 2 Co 1, 20 y 3,16 4,6), mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos" (Dei Verbum, 7).

El Concilio prosigue afirmando que ese mandato lo cumplieron con fidelidad los Apóstoles, los cuales "con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó" (ib.). Con los Apóstoles, añade el Concilio, colaboraron también "otros de su generación, que pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo" (ib.).

Los Apóstoles, jefes del Israel escatológico, que eran doce como las tribus del pueblo elegido, prosiguen la "recolección" iniciada por el Señor, y lo hacen ante todo transmitiendo fielmente el don recibido, la buena nueva del reino que vino a los hombres en Jesucristo. Su número no sólo expresa la continuidad con la santa raíz, el Israel de las doce tribus, sino también el destino universal de su ministerio, que llevaría la salvación hasta los últimos confines de la tierra. Se puede deducir del valor simbólico que tienen los números en el mundo semítico: doce es resultado de multiplicar tres, número perfecto, por cuatro, número que remite a los cuatro puntos cardinales y, por consiguiente, al mundo entero.

La comunidad que nace del anuncio evangélico se reconoce convocada por la palabra de los primeros que vivieron la experiencia del Señor y fueron enviados por él. Sabe que puede contar con la guía de los Doce, así como con la de los que ellos van asociando progresivamente como sucesores en el ministerio de la Palabra y en el servicio a la comunión. Por consiguiente, la comunidad se siente comprometida a transmitir a otros la "alegre noticia" de la presencia actual del Señor y de su misterio pascual, operante en el Espíritu.

Eso se pone claramente de manifiesto en algunos pasajes de las cartas de san Pablo: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí" (1 Co 15, 3). Y esto es importante. Como sabemos, san Pablo, llamado originariamente por Cristo con una vocación personal, es un verdadero Apóstol y, a pesar de ello, también para él cuenta fundamentalmente la fidelidad a lo que había recibido. No quería "inventar" un nuevo cristianismo, por llamarlo así, "paulino". Por eso, insiste: "Os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí". Transmitió el don inicial que viene del Señor y es la verdad que salva. Luego, hacia el final de su vida, escribe a Timoteo: "Conserva el buen depósito mediante el Espíritu Santo que habita en nosotros" (2 Tm 1, 14).

También lo muestra con eficacia este antiguo testimonio de la fe cristiana, escrito por Tertuliano alrededor del año 200: "(Los Apóstoles) al principio afirmaron la fe en Jesucristo y establecieron Iglesias en Judea e inmediatamente después, esparcidos por el mundo, anunciaron la misma doctrina y una misma fe a las naciones; y luego fundaron Iglesias en cada ciudad. De estas tomaron las demás Iglesias la ramificación de su fe y las semillas de la doctrina, y la siguen tomando precisamente para ser Iglesias. De esta manera, también ellas se consideran apostólicas como descendientes de las Iglesias de los Apóstoles" (De praescriptione haereticorum, 20: PL 2, 32).

El concilio Vaticano II comenta: "Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida y su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree" (Dei Verbum, 8). La Iglesia transmite todo lo que es y lo que cree; lo transmite con el culto, con la vida y con la enseñanza. Así pues, la Tradición es el Evangelio vivo, anunciado por los Apóstoles en su integridad, según la plenitud de su experiencia única e irrepetible: por obra de ellos la fe se comunica a los demás, hasta nosotros, hasta el fin del mundo.

Por consiguiente, la Tradición es la historia del Espíritu que actúa en la historia de la Iglesia a través de la mediación de los Apóstoles y de sus sucesores, en fiel continuidad con la experiencia de los orígenes. Es lo que precisa el Papa san Clemente Romano hacia finales del siglo I: "Los Apóstoles —escribe— nos predicaron el Evangelio enviados por nuestro Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado por Dios. En resumen, Cristo viene de Dios, y los Apóstoles de Cristo: una y otra cosa, por tanto, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. (...) También nuestros Apóstoles tuvieron conocimiento, por inspiración de nuestro Señor Jesucristo, que se disputaría sobre la dignidad episcopal. Por esta causa, pues, previendo perfectamente el porvenir, establecieron a los elegidos y les dieron la orden de que, al morir ellos, otros que fueran varones probados les sucedieran en el ministerio" (Ad Corinthios I, 42. 44: PG 1, 292. 296).

Esta cadena del servicio prosigue hasta hoy, y proseguirá hasta el fin del mundo. En efecto, el mandato que dio Jesús a los Apóstoles fue transmitido por ellos a sus sucesores. Más allá de la experiencia del contacto personal con Cristo, experiencia única e irrepetible, los Apóstoles transmitieron a sus sucesores el envío solemne al mundo que recibieron del Maestro.

La palabra Apóstol viene precisamente del verbo griego apostéllein, que quiere decir enviar. El envío apostólico —como muestra el texto de Mt 28, 19s— implica un servicio pastoral ("haced discípulos a todas las naciones..."), litúrgico ("bautizándolas...") y profético ("enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado"), garantizado por la presencia del Señor hasta la consumación del tiempo ("he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo").

Así, aunque de manera diversa a la de los Apóstoles, también nosotros tenemos una verdadera experiencia personal de la presencia del Señor resucitado. A través del ministerio apostólico Cristo mismo llega así a quienes son llamados a la fe. La distancia de los siglos se supera y el Resucitado se presenta vivo y operante para nosotros, en el hoy de la Iglesia y del mundo. Esta es nuestra gran alegría. En el río vivo de la Tradición Cristo no está distante dos mil años, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la luz que nos permite vivir y encontrar el camino hacia el futuro.



Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, de modo particular a la Guardia real del Rey de España, a la Orden ecuestre del Santo Sepulcro, a los abogados del Estado, a la promoción de guardiamarinas y demás grupos españoles. Saludo también a los peregrinos de México, al grupo de Guatemala y a los demás visitantes latinoamericanos. Agradezcamos al Señor que a través de la Tradición apostólica ha llegado íntegro hasta nosotros el mensaje de la salvación. Muchas gracias por vuestra atención.

(En polaco)
La Iglesia celebra hoy la solemnidad de la Madre de Dios, Reina de Polonia. Este año es el 350° aniversario de la asignación de este título por el rey Jan Kazimierz. (...) Saludo al Episcopado polaco reunido en Jasna Góra y a todos los fieles. Encomendando a vuestra oración los preparativos de la ya cercana peregrinación a Polonia, os bendigo de corazón. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En lituano)
Que vuestra visita a Roma, donde los Apóstoles Pedro y Pablo testimoniaron con su martirio la fidelidad a Dios, os ayude a apreciar el don de la fe y a amar a la Iglesia de Cristo.

(En italiano)
Deseo dirigirme ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Acabamos de iniciar el mes de mayo, dedicado especialmente a la Virgen María, y os exhorto, queridos jóvenes, a que la imitéis cada día en cumplir la voluntad de Dios. Contemplando a la Madre de Cristo crucificado, vosotros, queridos enfermos, acoged el valor salvífico de toda cruz, incluida la más pesada.
Finalmente, a vosotros, queridos recién casados, os encomiendo a la maternal protección de la santísima Virgen, para que podáis crear en vuestra familia el clima de oración y amor de la casa de Nazaret.


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Miércoles 10 de mayo de 2006

La sucesión apostólica

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas dos audiencias hemos meditado en lo que significa la Tradición en la Iglesia y hemos visto que es la presencia permanente de la palabra y de la vida de Jesús en su pueblo. Pero la palabra, para estar presente, necesita una persona, un testigo. Así nace esta reciprocidad: por una parte, la palabra necesita la persona; pero, por otra, la persona, el testigo, está vinculado a la palabra que le ha sido confiada y que no ha inventado él. Esta reciprocidad entre contenido —palabra de Dios, vida del Señor— y persona que la transmite es característica de la estructura de la Iglesia. Y hoy queremos meditar en este aspecto personal de la Iglesia.

El Señor lo había iniciado convocando, como hemos visto, a los Doce, en los que estaba representado el futuro pueblo de Dios. Con fidelidad al mandato recibido del Señor, los Doce, después de su Ascensión, primero completan su número con la elección de Matías en lugar de Judas (cf. Hch 1, 15-26); luego asocian progresivamente a otros en las funciones que les habían sido encomendadas, para que continúen su ministerio. El Resucitado mismo llama a Pablo (cf. Ga 1, 1), pero Pablo, a pesar de haber sido llamado por el Señor como Apóstol, confronta su Evangelio con el Evangelio de los Doce (cf. Ga 1, 18), se esfuerza por transmitir lo que ha recibido (cf. 1 Co 11, 23; 15, 3-4), y en la distribución de las tareas misioneras es asociado a los Apóstoles, junto con otros, por ejemplo con Bernabé (cf. Ga 2, 9).

Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un envío del Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del Espíritu, por obra de quienes ya han sido constituidos en el ministerio apostólico. Este es el camino por el que continuará ese ministerio, que luego, desde la segunda generación, se llamará ministerio episcopal, "episcopé".

Tal vez sea útil explicar brevemente lo que quiere decir obispo. Es la palabra que usamos para traducir la palabra griega "epíscopos". Esta palabra indica a una persona que contempla desde lo alto, que mira con el corazón. Así, san Pedro mismo, en su primera carta, llama al Señor Jesús "pastor y obispo —guardián— de vuestras almas" (1 P 2, 25). Y según este modelo del Señor, que es el primer obispo, guardián y pastor de las almas, los sucesores de los Apóstoles se llamaron luego obispos, “epíscopoi”. Se les encomendó la función del “episcopé”.

Esta precisa función del obispo se desarrollará progresivamente, con respecto a los inicios, hasta asumir la forma —ya claramente atestiguada en san Ignacio de Antioquía al comienzo del siglo II (cf. Ad Magnesios, 6, 1: PG 5, 668)— del triple oficio de obispo, presbítero y diácono. Es un desarrollo guiado por el Espíritu de Dios, que asiste a la Iglesia en el discernimiento de las formas auténticas de la sucesión apostólica, cada vez más definidas entre múltiples experiencias y formas carismáticas y ministeriales, presentes en la comunidad de los orígenes.

Así, la sucesión en la función episcopal se presenta como continuidad del ministerio apostólico, garantía de la perseverancia en la Tradición apostólica, palabra y vida, que nos ha encomendado el Señor. El vínculo entre el Colegio de los obispos y la comunidad originaria de los Apóstoles se entiende, ante todo, en la línea de la continuidad histórica.

Como hemos visto, a los Doce son asociados primero Matías, luego Pablo, Bernabé y otros, hasta la formación del ministerio del obispo, en la segunda y tercera generación. Así pues, la continuidad se realiza en esta cadena histórica. Y en la continuidad de la sucesión está la garantía de perseverar, en la comunidad eclesial, del Colegio apostólico que Cristo reunió en torno a sí. Pero esta continuidad, que vemos primero en la continuidad histórica de los ministros, se debe entender también en sentido espiritual, porque la sucesión apostólica en el ministerio se considera como lugar privilegiado de la acción y de la transmisión del Espíritu Santo.

Un eco claro de estas convicciones se percibe, por ejemplo, en el siguiente texto de san Ireneo de Lyon (segunda mitad del siglo II): "La Tradición de los Apóstoles, que ha sido manifestada en el mundo entero, puede ser percibida en toda la Iglesia por todos aquellos que quieren ver la verdad. Y nosotros podemos enumerar los obispos que fueron establecidos por los Apóstoles en las Iglesias y sus sucesores hasta nosotros (...). En efecto, (los Apóstoles) querían que fuesen totalmente perfectos e irreprensibles aquellos a quienes dejaban como sucesores suyos, transmitiéndoles su propia misión de enseñanza. Si obraban correctamente, se seguiría gran utilidad; pero, si hubiesen caído, la mayor calamidad" (Adversus haereses, III, 3, 1: PG 7, 848).

San Ireneo, refiriéndose aquí a esta red de la sucesión apostólica como garantía de perseverar en la palabra del Señor, se concentra en la Iglesia "más grande, más antigua y más conocida de todos", "fundada y establecida en Roma por los más gloriosos apóstoles, Pedro y Pablo", dando relieve a la Tradición de la fe, que en ella llega hasta nosotros desde los Apóstoles mediante las sucesiones de los obispos.

De este modo, para san Ireneo y para la Iglesia universal, la sucesión episcopal de la Iglesia de Roma se convierte en el signo, el criterio y la garantía de la transmisión ininterrumpida de la fe apostólica: "Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente (propter potiorem principalitatem), debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes, pues en ella se ha conservado siempre la tradición que viene de los Apóstoles" (ib., III, 3, 2: PG 7, 848). La sucesión apostólica —comprobada sobre la base de la comunión con la de la Iglesia de Roma— es, por tanto, el criterio de la permanencia de las diversas Iglesias en la Tradición de la fe apostólica común, que ha podido llegar hasta nosotros desde los orígenes a través de este canal: "Por este orden y sucesión, han llegado hasta nosotros aquella tradición que, procedente de los Apóstoles, existe en la Iglesia y el anuncio de la verdad. Y esta es la prueba más palpable de que es una sola y la misma fe vivificante, que en la Iglesia, desde los Apóstoles hasta ahora, se ha conservado y transmitido en la verdad" (ib., III, 3, 3: PG 7, 851).

De acuerdo con estos testimonios de la Iglesia antigua, la apostolicidad de la comunión eclesial consiste en la fidelidad a la enseñanza y a la práctica de los Apóstoles, a través de los cuales se asegura el vínculo histórico y espiritual de la Iglesia con Cristo. La sucesión apostólica del ministerio episcopal es el camino que garantiza la fiel transmisión del testimonio apostólico. Lo que representan los Apóstoles en la relación entre el Señor Jesús y la Iglesia de los orígenes, lo representa análogamente la sucesión ministerial en la relación entre la Iglesia de los orígenes y la Iglesia actual. No es una simple concatenación material; es, más bien, el instrumento histórico del que se sirve el Espíritu Santo para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su pueblo, a través de los que son ordenados para el ministerio mediante la imposición de las manos y la oración de los obispos.

Así pues, mediante la sucesión apostólica es Cristo quien llega a nosotros: en la palabra de los Apóstoles y de sus sucesores es él quien nos habla; mediante sus manos es él quien actúa en los sacramentos; en la mirada de ellos es su mirada la que nos envuelve y nos hace sentir amados, acogidos en el corazón de Dios. Y también hoy, como al inicio, Cristo mismo es el verdadero pastor y guardián de nuestras almas, al que seguimos con gran confianza, gratitud y alegría.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en particular a los seminaristas de Valladolid, al Círculo Sabadellés con su obispo diocesano, así como a los siguientes grupos: Organización colegial de Enfermería, guardiamarinas, y peregrinos de Guadalajara, México. Invito a todos a orar por vuestros pastores, con gratitud a Dios por el don precioso de su ministerio en la Iglesia. ¡Muchas gracias!

(En polaco)
Sé que durante este mes, en Polonia, reuniéndoos para las celebraciones marianas, veneráis de modo particular a la Madre de Dios. Me alegra esta tradición vuestra. Que estas oraciones consoliden a vuestras familias y vuestras comunidades en la fe y en el amor recíproco. Os bendigo de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos.

(En lengua checa)
La resurrección de Cristo es el fundamento de la fe cristiana. En el misterio pascual Cristo nos ha engendrado para una vida nueva, una vida con él y en él.

(En eslovaco)
Hermanos y hermanas, el domingo pasado celebramos la Jornada de oración por las vocaciones. Pedid a Cristo, buen pastor, que mande nuevos obreros a su servicio. De buen grado os bendigo a vosotros y a vuestras familias.

(En italiano)
Saludo ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. En este mes dedicado de modo especial a la Virgen, os invito a vosotros, queridos jóvenes, y sobre todo a vosotros, muchachos de Acción católica de la diócesis de Acerra, a seguir el ejemplo de María, confiando siempre en su intercesión maternal, para que os ayude a llevar un rayo de serenidad donde hay preocupación y soledad. A vosotros, queridos enfermos, os deseo que viváis vuestra condición abandonándoos con confianza en las manos del Señor, sostenidos por María, que en el Calvario permaneció fiel al pie de la cruz de Cristo. Que la Virgen santísima os acompañe a vosotros, queridos recién casados, en la vida familiar, para que podáis experimentar la alegría que brota de la fidelidad mutua y seáis siempre testigos del amor divino.


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Miércoles 17 de mayo de 2006

Pedro, el pescador

Queridos hermanos y hermanas:

En la nueva serie de catequesis ante todo hemos tratado de comprender mejor qué es la Iglesia, cuál es la idea del Señor sobre su nueva familia. Luego hemos dicho que la Iglesia existe en las personas. Y hemos visto que el Señor ha encomendado esta nueva realidad, la Iglesia, a los doce Apóstoles. Ahora queremos verlos uno a uno, para comprender en las personas qué es vivir la Iglesia, qué es seguir a Jesús. Comenzamos por san Pedro.

Después de Jesús, Pedro es el personaje más conocido y citado en los escritos neotestamentarios: es mencionado 154 veces con el sobrenombre de Pétros, "piedra", "roca", que es traducción griega del nombre arameo que le dio directamente Jesús: Kefa, atestiguado nueve veces sobre todo en las cartas de san Pablo. Hay que añadir el frecuente nombre Simón (75 veces), que es una adaptación griega de su nombre hebreo original Simeón (dos veces: Hch 15, 14; 2 P 1, 1).

Simón, hijo de Juan (cf. Jn 1, 42) o en la forma aramea, bar-Jona, hijo de Jonás (cf. Mt 16, 17), era de Betsaida (cf. Jn 1, 44), una localidad situada al este del mar de Galilea, de la que procedía también Felipe y naturalmente Andrés, hermano de Simón. Al hablar se le notaba el acento galileo. También él, como su hermano, era pescador: con la familia de Zebedeo, padre de Santiago y Juan, dirigía una pequeña empresa de pesca en el lago de Genesaret (cf. Lc 5, 10).

Por eso, debía de gozar de cierto bienestar económico y estaba animado por un sincero interés religioso, por un deseo de Dios —anhelaba que Dios interviniera en el mundo— un deseo que lo impulsó a dirigirse, juntamente con su hermano, hasta Judea para seguir la predicación de Juan el Bautista (cf. Jn 1, 35-42).

Era un judío creyente y observante, que confiaba en la presencia activa de Dios en la historia de su pueblo, y le entristecía no ver su acción poderosa en las vicisitudes de las que era testigo en ese momento. Estaba casado y su suegra, curada un día por Jesús, vivía en la ciudad de Cafarnaúm, en la casa en que también Simón se alojaba cuando estaba en esa ciudad (cf. Mt 8, 14 s; Mc 1, 29 s; Lc 4, 38 s). Excavaciones arqueológicas recientes han permitido descubrir, bajo el piso de mosaico octagonal de una pequeña iglesia bizantina, vestigios de una iglesia más antigua construida sobre esa casa, como atestiguan las inscripciones con invocaciones a Pedro.

Los evangelios nos informan de que Pedro es uno de los primeros cuatro discípulos del Nazareno (cf. Lc 5, 1-11), a los que se añade un quinto, según la costumbre de todo Rabino de tener cinco discípulos (cf. Lc 5, 27: llamada de Leví). Cuando Jesús pasa de cinco discípulos a doce (cf. Lc 9, 1-6) pone de relieve la novedad de su misión: él no es un rabino como los demás, sino que ha venido para reunir al Israel escatológico, simbolizado por el número doce, como el de las tribus de Israel.

Como nos muestran los evangelios, Simón tiene un carácter decidido e impulsivo; está dispuesto a imponer sus razones incluso con la fuerza (por ejemplo, cuando usa la espada en el huerto de los Olivos: cf. Jn 18, 10 s). Al mismo tiempo, a veces es ingenuo y miedoso, pero honrado, hasta el arrepentimiento más sincero (cf. Mt 26, 75).

Los evangelios permiten seguir paso a paso su itinerario espiritual. El punto de partida es la llamada que le hace Jesús. Acontece en un día cualquiera, mientras Pedro está dedicado a sus labores de pescador. Jesús se encuentra a orillas del lago de Genesaret y la multitud lo rodea para escucharlo.
El número de oyentes implica un problema práctico. El Maestro ve dos barcas varadas en la ribera; los pescadores han bajado y lavan las redes. Él entonces pide permiso para subir a la barca de Simón y le ruega que la aleje un poco de tierra. Sentándose en esa cátedra improvisada, se pone a enseñar a la muchedumbre desde la barca (cf. Lc 5, 1-3). Así, la barca de Pedro se convierte en la cátedra de Jesús. Cuando acaba de hablar, dice a Simón: "Rema mar adentro, y echad vuestras redes para pescar". Simón responde: "Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero, en tu palabra, echaré las redes" (Lc 5, 4-5).

Jesús era carpintero, no experto en pesca, y a pesar de ello Simón el pescador se fía de este Rabino, que no le da respuestas sino que lo invita a fiarse de él. Ante la pesca milagrosa reacciona con asombro y temor: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8). Jesús responde invitándolo a la confianza y a abrirse a un proyecto que supera todas sus perspectivas: "No temas. Desde ahora serás pescador de hombres" (Lc 5, 10).

Pedro no podía imaginar entonces que un día llegaría a Roma y sería aquí "pescador de hombres" para el Señor. Acepta esa llamada sorprendente a dejarse implicar en esta gran aventura. Es generoso, reconoce sus limitaciones, pero cree en el que lo llama y sigue el sueño de su corazón. Dice sí, un sí valiente y generoso, y se convierte en discípulo de Jesús.

Pedro vivió otro momento significativo en su camino espiritual cerca de Cesarea de Filipo, cuando Jesús planteó a sus discípulos una pregunta precisa: "¿Quién dicen los hombres que soy yo?" (Mc 8, 27). Pero a Jesús no le basta la respuesta de lo que habían oído decir. De quien ha aceptado comprometerse personalmente con él quiere una toma de posición personal. Por eso insiste: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" (Mc 8, 29). Es Pedro quien contesta en nombre de los demás: "Tú eres el Cristo" (Mc 8, 29), es decir, el Mesías. Esta respuesta de Pedro, que no provenía "ni de la carne ni de la sangre", es decir, de él, sino que se la había donado el Padre que está en los cielos (cf. Mt 16, 17), encierra en sí como en germen la futura confesión de fe de la Iglesia.

Con todo, Pedro no había entendido aún el contenido profundo de la misión mesiánica de Jesús, el nuevo sentido de la palabra Mesías. Lo demuestra poco después, dando a entender que el Mesías que buscaba en sus sueños es muy diferente del verdadero proyecto de Dios. Ante el anuncio de la pasión se escandaliza y protesta, provocando la dura reacción de Jesús (cf. Mc 8, 32-33).

Pedro quiere un Mesías "hombre divino", que realice las expectativas de la gente imponiendo a todos su poder. También nosotros deseamos que el Señor imponga su poder y transforme inmediatamente el mundo. Jesús se presenta como el "Dios humano", el siervo de Dios, que trastorna las expectativas de la muchedumbre siguiendo el camino de la humildad y el sufrimiento.
Es la gran alternativa, que también nosotros debemos aprender siempre de nuevo: privilegiar nuestras expectativas, rechazando a Jesús, o acoger a Jesús en la verdad de su misión y renunciar a nuestras expectativas demasiado humanas.

Pedro, impulsivo como era, no duda en tomar aparte a Jesús y reprenderlo. La respuesta de Jesús echa por tierra todas sus falsas expectativas, a la vez que lo invita a convertirse y a seguirlo. "Ponte detrás de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres" (Mc 8, 33). No me señales tú el camino; yo tomo mi camino y tú debes ponerte detrás de mí.

Pedro aprende así lo que significa en realidad seguir a Jesús. Es su segunda llamada, análoga a la de Abraham en Gn 22, después de la de Gn 12: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame, porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8, 34-35). Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (cf. Mc 8, 36-37). Aunque le cuesta, Pedro acoge la invitación y prosigue su camino tras las huellas del Maestro.

Me parece que estas diversas conversiones de san Pedro y toda su figura constituyen un gran consuelo y una gran enseñanza para nosotros. También nosotros tenemos deseo de Dios, también nosotros queremos ser generosos, pero también nosotros esperamos que Dios actúe con fuerza en el mundo y transforme inmediatamente el mundo según nuestras ideas, según las necesidades que vemos nosotros. Dios elige otro camino. Dios elige el camino de la transformación de los corazones con el sufrimiento y la humildad. Y nosotros, como Pedro, debemos convertirnos siempre de nuevo. Debemos seguir a Jesús y no ponernos por delante. Es él quien nos muestra el camino. Así, Pedro nos dice: tú piensas que tienes la receta y que debes transformar el cristianismo, pero es el Señor quien conoce el camino. Es el Señor quien me dice a mí, quien te dice a ti: sígueme. Y debemos tener la valentía y la humildad de seguir a Jesús, porque él es el camino, la verdad y la vida.

Saludos

Saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los sacerdotes, a los Siervos del Hogar, a las Siervas de Jesús, a los fieles de San Claudio y Siscar-Santomera, a la delegación de Educación de Alicante y a la Asociación de técnicos en protocolo de Galicia. También a los de México, Guatemala y Chile. Aprended, como Pedro, lo que significa verdaderamente seguir a Jesús: "Negarse a sí mismo, tomar la cruz y perder la propia vida por su causa y la del Evangelio".


(A los peregrinos polacos)
¡Que el siervo de Dios Juan Pablo II nos acompañe!".

(En eslovaco)
En este mes mariano de mayo os encomiendo a la Virgen, Madre de la Iglesia. Que ella os acompañe en la búsqueda de la verdadera paz.

(A los peregrinos de Croacia)
Cristo, que reveló a las piadosas mujeres y a sus discípulos la alegría de la Resurrección, os bendiga y os transforme en heraldos valientes de su victoria.

(En lengua checa)
Ayer celebrasteis la fiesta del mártir san Juan Nepomuceno. Que su admirable ejemplo de total fidelidad a Dios avive vuestra fe y os ayude a obedecer a Dios más bien que a los hombres (cf. Hch 5, 29).

(En italiano)
Me dirijo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, exhortando a todos a intensificar la piadosa práctica del santo rosario, especialmente en este mes de mayo dedicado a la Madre de Dios. A vosotros, queridos jóvenes, os invito a valorar esta oración mariana tradicional, que ayuda a comprender mejor los momentos centrales de la salvación llevada a cabo por Cristo.
A vosotros, queridos enfermos, os exhorto a dirigiros con confianza a la Virgen mediante este ejercicio de piedad, encomendándole todas vuestras necesidades. A vosotros, queridos recién casados, os deseo que hagáis del rezo del rosario en familia un momento de crecimiento espiritual bajo la mirada materna de la Virgen María.


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Miércoles 24 de mayo de 2006

Pedro, el apóstol

Queridos hermanos y hermanas:

En estas catequesis estamos meditando en la Iglesia. Hemos dicho que la Iglesia vive en las personas y, por eso, en la última catequesis, comenzamos a meditar en las figuras de cada uno de los Apóstoles, comenzando por san Pedro. Hemos visto dos etapas decisivas de su vida: la llamada a orillas del lago de Galilea y, luego, la confesión de fe: "Tú eres el Cristo, el Mesías".

Como dijimos, se trata de una confesión aún insuficiente, inicial, aunque abierta. San Pedro se pone en un camino de seguimiento. Así, esta confesión inicial ya lleva en sí, como un germen, la futura fe de la Iglesia. Hoy queremos considerar otros dos acontecimientos importantes en la vida de san Pedro: la multiplicación de los panes —acabamos de escuchar en el pasaje que se ha leído la pregunta del Señor y la respuesta de Pedro— y después la llamada del Señor a Pedro a ser pastor de la Iglesia universal.

Comenzamos con la multiplicación de los panes. Como sabéis, el pueblo había escuchado al Señor durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen hambre, tenemos que dar de comer a esta gente. Los Apóstoles preguntan: "Pero, ¿cómo?". Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un muchacho tenía cinco panes y dos peces. "Pero, ¿qué es eso para tantos?", se preguntan los Apóstoles. Entonces el Señor manda que se siente la gente y que se distribuyan esos cinco panes y dos peces. Y todos quedan saciados. Más aún, el Señor encarga a los Apóstoles, y entre ellos a Pedro, que recojan las abundantes sobras: doce canastos de pan (cf. Jn 6, 12-13).

A continuación, la gente, al ver este milagro —que parecía ser la renovación tan esperada del nuevo "maná", el don del pan del cielo—, quiere hacerlo su rey. Pero Jesús no acepta y se retira a orar solo en la montaña. Al día siguiente, en la otra orilla del lago, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús interpretó el milagro, no en el sentido de una realeza de Israel, con un poder de este mundo, como lo esperaba la muchedumbre, sino en el sentido de la entrega de sí mismo: "El pan que yo voy a dar es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6, 51). Jesús anuncia la cruz y con la cruz la auténtica multiplicación de los panes, el Pan eucarístico, su manera totalmente nueva de ser rey, una manera completamente opuesta a las expectativas de la gente.

Podemos comprender que estas palabras del Maestro, que no quiere realizar cada día una multiplicación de los panes, que no quiere ofrecer a Israel un poder de este mundo, resultaran realmente difíciles, más aún, inaceptables para la gente. "Da su carne": ¿qué quiere decir esto? Incluso para los discípulos parece algo inaceptable lo que Jesús dice en este momento. Para nuestro corazón, para nuestra mentalidad, eran y son palabras "duras", que ponen a prueba la fe (cf. Jn 6, 60).

Muchos de los discípulos se echaron atrás. Buscaban a alguien que renovara realmente el Estado de Israel, su pueblo, y no a uno que dijera: "Yo doy mi carne". Podemos imaginar que las palabras de Jesús fueron difíciles también para Pedro, que en Cesarea de Filipo se había opuesto a la profecía de la cruz. Y, sin embargo, cuando Jesús preguntó a los Doce: "¿También vosotros queréis marcharos?", Pedro reaccionó con el entusiasmo de su corazón generoso, inspirado por el Espíritu Santo. En nombre de todos, respondió con palabras inmortales, que también nosotros hacemos nuestras: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (cf. Jn 6, 66-69).

Aquí, al igual que en Cesarea, con sus palabras, Pedro comienza la confesión de la fe cristológica de la Iglesia y se hace portavoz también de los demás Apóstoles y de nosotros, los creyentes de todos los tiempos. Esto no significa que ya hubiera comprendido el misterio de Cristo en toda su profundidad. Su fe era todavía una fe inicial, una fe en camino; sólo llegaría a su verdadera plenitud mediante la experiencia de los acontecimientos pascuales. Si embargo, ya era fe, abierta a la realidad más grande; abierta, sobre todo, porque no era fe en algo, era fe en Alguien: en él, en Cristo. De este modo, también nuestra fe es siempre una fe inicial y tenemos que recorrer todavía un largo camino. Pero es esencial que sea una fe abierta y que nos dejemos guiar por Jesús, pues él no sólo conoce el camino, sino que es el Camino.

Ahora bien, la generosidad impetuosa de Pedro no lo libra de los peligros vinculados a la debilidad humana. Por lo demás, es lo que también nosotros podemos reconocer basándonos en nuestra vida. Pedro siguió a Jesús con entusiasmo, superó la prueba de la fe, abandonándose a él. Sin embargo, llega el momento en que también él cede al miedo y cae: traiciona al Maestro (cf. Mc 14, 66-72). La escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y de fidelidad que hay que renovar todos los días. Pedro, que había prometido fidelidad absoluta, experimenta la amargura y la humillación de haber negado a Cristo; el jactancioso aprende, a costa suya, la humildad. También Pedro tiene que aprender que es débil y necesita perdón. Cuando finalmente se le cae la máscara y entiende la verdad de su corazón débil de pecador creyente, estalla en un llanto de arrepentimiento liberador. Tras este llanto ya está preparado para su misión.

En una mañana de primavera, Jesús resucitado le confiará esta misión. El encuentro tendrá lugar a la orilla del lago de Tiberíades. El evangelista san Juan nos narra el diálogo que mantuvieron Jesús y Pedro en aquella circunstancia. Se puede constatar un juego de verbos muy significativo. En griego, el verbo filéo expresa el amor de amistad, tierno pero no total, mientras que el verbo “agapáo” significa el amor sin reservas, total e incondicional.

La primera vez, Jesús pregunta a Pedro: "Simón..., ¿me amas" (agapâs-me) con este amor total e incondicional? (cf. Jn 21, 15). Antes de la experiencia de la traición, el Apóstol ciertamente habría dicho: "Te amo (agapô-se) incondicionalmente". Ahora que ha experimentado la amarga tristeza de la infidelidad, el drama de su propia debilidad, dice con humildad: "Señor, te quiero (filô-se)", es decir, "te amo con mi pobre amor humano". Cristo insiste: "Simón, ¿me amas con este amor total que yo quiero?". Y Pedro repite la respuesta de su humilde amor humano: "Kyrie, filô-se", "Señor, te quiero como sé querer". La tercera vez, Jesús sólo dice a Simón: "Fileîs-me?", "¿me quieres?". Simón comprende que a Jesús le basta su amor pobre, el único del que es capaz, y sin embargo se entristece porque el Señor se lo ha tenido que decir de ese modo. Por eso le responde: "Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero (filô-se)".

Parecería que Jesús se ha adaptado a Pedro, en vez de que Pedro se adaptara a Jesús.
Precisamente esta adaptación divina da esperanza al discípulo que ha experimentado el sufrimiento de la infidelidad. De aquí nace la confianza, que lo hace capaz de seguirlo hasta el final: "Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: "Sígueme"" (Jn 21, 19).

Desde aquel día, Pedro "siguió" al Maestro con la conciencia clara de su propia fragilidad; pero esta conciencia no lo desalentó, pues sabía que podía contar con la presencia del Resucitado a su lado. Del ingenuo entusiasmo de la adhesión inicial, pasando por la experiencia dolorosa de la negación y el llanto de la conversión, Pedro llegó a fiarse de ese Jesús que se adaptó a su pobre capacidad de amor. Y así también a nosotros nos muestra el camino, a pesar de toda nuestra debilidad. Sabemos que Jesús se adapta a nuestra debilidad. Nosotros lo seguimos con nuestra pobre capacidad de amor y sabemos que Jesús es bueno y nos acepta. Pedro tuvo que recorrer un largo camino hasta convertirse en testigo fiable, en "piedra" de la Iglesia, por estar constantemente abierto a la acción del Espíritu de Jesús.

Pedro se define a sí mismo "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse" (1 P 5, 1). Cuando escribe estas palabras ya es anciano y está cerca del final de su vida, que sellará con el martirio. Entonces es capaz de describir la alegría verdadera y de indicar dónde se puede encontrar: el manantial es Cristo, en el que creemos y al que amamos con nuestra fe débil pero sincera, a pesar de nuestra fragilidad. Por eso, escribe a los cristianos de su comunidad estas palabras, que también nos dirige a nosotros: "Lo amáis sin haberlo visto; creéis en él, aunque de momento no lo veáis. Por eso, rebosáis de alegría inefable y gloriosa, y alcanzáis la meta de vuestra fe, la salvación de las almas" (1 P 1, 8-9).

Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en especial a las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón de Jesús, que celebran su capítulo general. Saludo también a los diversos grupos parroquiales y asociaciones de España, así como a los peregrinos de Argentina, Colombia y México, y a los dominicanos de Santiago de los Caballeros, con su arzobispo mons. Ramón de la Rosa y Carpio. Confiad siempre en Cristo, que os ama y está presente en vuestra vida. Muchas gracias.

(A los fieles húngaros)
En este mes mariano os encomiendo a la Virgen, Madre de la Iglesia. Que ella os acompañe en vuestra peregrinación.

(En croata)
En la solemnidad de la Ascensión recordamos que en realidad somos peregrinos en camino hacia la patria celestial, donde el Señor ha ido a prepararnos un lugar.

(En italiano)
Me dirijo, por último, a vosotros, queridos jóvenes, queridos enfermos y queridos recién casados. Hoy el pensamiento va espontáneamente a María santísima, a la que invocamos con el título de "Auxiliadora". Que ella sea la estrella luminosa de nuestro camino cristiano; que ella nos inspire y sostenga en todos los momentos durante nuestra peregrinación diaria hacia la patria eterna.

* * *

Mañana me dirigiré a Polonia, patria del amado Papa Juan Pablo II. Recorreré los lugares de su vida y de su ministerio sacerdotal y episcopal. Doy gracias al Señor por la ocasión que me ofrece de realizar un deseo que albergaba desde hace tiempo en mi corazón.

Queridos hermanos y hermanas, os invito a acompañarme con la oración en este viaje apostólico, que estoy a punto de emprender con gran esperanza y que encomiendo a la santísima Virgen, tan venerada en Polonia. Que ella guíe mis pasos para que pueda confirmar en la fe a la querida comunidad católica polaca y animarla a afrontar, con una eficaz acción evangelizadora, los desafíos del momento actual. Que María obtenga a esa nación una renovada primavera de fe y de progreso civil, conservando siempre viva la memoria de mi gran predecesor.


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Miércoles 31 de mayo de 2006

Viaje apostólico a Polonia

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero recorrer, juntamente con vosotros, las etapas del viaje apostólico que realicé en los días pasados a Polonia. Doy las gracias al Episcopado polaco, en particular a los arzobispos metropolitanos de Varsovia y Cracovia, por el celo y el esmero con que prepararon esta visita.
Expreso una vez más mi agradecimiento al presidente de la República y a las diversas autoridades del país, así como a todos los que han contribuido al éxito de este acontecimiento. Sobre todo quiero dar gracias de corazón a los católicos y a todo el pueblo polaco, que me han acogido con un abrazo lleno de calor humano y espiritual. Y muchos de vosotros lo habéis visto por televisión. Fue una verdadera expresión de catolicidad, de amor a la Iglesia, que se manifiesta mediante el amor al Sucesor de Pedro.

Después de la llegada al aeropuerto de Varsovia, la catedral de esa importante ciudad fue el lugar de mi primera cita, reservada a los sacerdotes, en el día en el que se celebraba el 50° aniversario de la ordenación sacerdotal del cardenal Józef Glemp, pastor de esa archidiócesis. Así, mi peregrinación comenzó con el signo del sacerdocio y continuó con un testimonio de solicitud ecuménica, que se realizó en la iglesia luterana de la Santísima Trinidad. En esa ocasión, juntamente con los representantes de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales que viven en Polonia, reafirmé el firme propósito de considerar como una verdadera prioridad de mi ministerio el compromiso en favor del restablecimiento de la unidad plena y visible entre los cristianos.

Luego presidí una solemne Eucaristía en la plaza Pilsudski, llena de gente, en el centro de Varsovia. Este lugar, en el que celebramos solemnemente y con alegría la Eucaristía, ha alcanzado ya un valor simbólico, pues en él se han realizado acontecimientos históricos como las santas misas celebradas por Juan Pablo II y el funeral del cardenal primado Stefan Wyszynski, así como algunas celebraciones multitudinarias de sufragio en los días posteriores a la muerte de mi venerado predecesor.

En el programa no podía faltar la visita a los santuarios que han marcado la vida del sacerdote y obispo Karol Wojtyla; sobre todo tres: el de Czestochowa, el de Kalwaria Zebrzydowska y el de la Misericordia Divina. No podré olvidar la visita al famoso santuario mariano de Jasna Góra.
En ese Claro Monte, corazón de la nación polaca, como si fuera una especie de cenáculo, numerosísimos fieles, en especial religiosos, religiosas, seminaristas y representantes de los Movimientos eclesiales, se reunieron en torno al Sucesor de Pedro para ponerse, juntamente conmigo, a la escucha de María. Inspirándome en la estupenda meditación mariana que Juan Pablo II regaló a la Iglesia en la encíclica Redemptoris Mater, quise volver a presentar la fe como actitud fundamental del espíritu, que no es algo meramente intelectual o sentimental. La verdadera fe implica a toda la persona: pensamientos, afectos, intenciones, relaciones, corporeidad, actividad, trabajo diario.

Al visitar después el maravilloso santuario de Kalwaria Zebrzydowska, situado cerca de Cracovia, pedí a la Virgen de los Dolores que sostenga la fe de la comunidad eclesial en los momentos de dificultad y de prueba. La etapa sucesiva, en el santuario de la Misericordia Divina, en Lagiewniki, me permitió poner de relieve que sólo la Misericordia divina ilumina el misterio del hombre. En el convento cercano a este santuario, al contemplar las llagas luminosas de Cristo resucitado, sor Faustina Kowalska recibió un mensaje de confianza para la humanidad, el mensaje de la Misericordia divina, del que Juan Pablo II se hizo eco e intérprete, y que en realidad es un mensaje central precisamente para nuestro tiempo: la Misericordia como fuerza de Dios, como límite divino contra el mal del mundo.

Visité otros "santuarios" simbólicos: me refiero a Wadowice, localidad que se ha hecho famosa porque allí nació y fue bautizado Karol Wojtyla. La visita me brindó la oportunidad de dar gracias al Señor por el don de este incansable servidor del Evangelio. Las raíces de su fe robusta, de su humanidad tan sensible y abierta, de su amor a la belleza y la verdad, de su devoción a la Virgen, de su amor a la Iglesia y sobre todo de su vocación a la santidad se encuentran en esta pequeña localidad en la que recibió su primera educación y formación. Otro lugar querido por Juan Pablo II es la catedral de Wawel, en Cracovia, lugar simbólico para la nación polaca: en la cripta de esa catedral Karol Wojtyla celebró su primera misa.

Otra bellísima experiencia fue el encuentro con los jóvenes, que tuvo lugar en Cracovia, en el gran parque de Blonia. A los jóvenes, que acudieron en gran número, les entregué simbólicamente la "Antorcha de la misericordia" para que sean en el mundo heraldos del Amor y de la Misericordia divina. Con ellos medité en el pasaje evangélico de la casa construida sobre roca (cf. Mt 7, 24-27), que se ha leído también hoy, al inicio de esta audiencia.

También reflexioné sobre la palabra de Dios el domingo por la mañana, solemnidad de la Ascensión, durante la celebración conclusiva de mi visita. Fue un encuentro litúrgico animado por una extraordinaria participación de fieles en el mismo parque en el que, la noche anterior, había tenido lugar la cita con los jóvenes. Aproveché la ocasión para renovar ante el pueblo polaco el anuncio estupendo de la verdad cristiana sobre el hombre, creado y redimido en Cristo; la verdad que tantas veces proclamó Juan Pablo II con vigor para impulsar a todos a permanecer firmes en la fe, en la esperanza y en el amor.

¡Permaneced firmes en la fe! Esta fue la consigna que dejé a los hijos de la querida Polonia, alentándolos a perseverar en la fidelidad a Cristo y a la Iglesia, para que no falte nunca a Europa y al mundo la aportación de su testimonio evangélico. Todos los cristianos deben sentirse comprometidos a dar este testimonio para evitar que la humanidad del tercer milenio padezca de nuevo horrores semejantes a los que evoca trágicamente el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau.

Antes de volver a Roma quise visitar precisamente ese lugar, tristemente conocido en todo el mundo. En el campo de Auschwitz-Birkenau, al igual que en otros campos semejantes, Hitler hizo exterminar a más de seis millones de judíos. En Auschwitz-Birkenau murieron también cerca de 150.000 polacos y decenas de miles de hombres y mujeres de otras nacionalidades. Ante el horror de Auschwitz no hay otra respuesta que la cruz de Cristo: el Amor que desciende hasta el fondo del abismo del mal, para salvar al hombre en la raíz, donde su libertad puede rebelarse contra Dios.

La humanidad de hoy no debe olvidar Auschwitz y las demás "fábricas de la muerte", en las que el régimen nazi trató de eliminar a Dios para ocupar su lugar. No debe caer en la tentación del odio racial, que está en la raíz de las peores formas de antisemitismo. Los hombres deben volver a reconocer que Dios es Padre de todos y que a todos nos llama en Cristo para construir juntos un mundo de justicia, de verdad y de paz. Esto es lo que queremos pedir al Señor, por intercesión de María, a quien hoy, al concluir el mes de mayo, contemplamos visitando con diligencia y amor a su anciana prima Isabel.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en particular a los grupos del Movimiento de Vida Cristiana, del Regnum Christi, de Schönstatt y la asociación Providencia, así como de la parroquia de San Pelayo, acompañados del cardenal Eduardo Martínez Somalo, y a los demás grupos y personas de Latinoamérica y España. Invito a todos a terminar el mes de mayo invocando con devoción a la santísima Virgen María.

(En polaco)
Hablando a los polacos presentes en la plaza de San Pedro, comentó las emociones experimentadas durante la peregrinación apostólica a Polonia concluida el domingo anterior. Afirmó que fue un tiempo de recíproco fortalecimiento en la fe, un tiempo de testimonio y de entusiasmo cristiano, y un tiempo de gracia.

Doy gracias a Dios por ello. Asimismo, expreso mi agradecimiento a las autoridades, al Episcopado, a la Iglesia en Polonia y a todos los polacos por la invitación y por la cordial acogida. Saludo a los jóvenes con quienes me encontré en Cracovia y a los que se reúnen en Lednica ya por décima vez. A todos los encomiendo a María, Reina de Polonia, y los bendigo de corazón.

(En italiano)
Dirijo, por último, un afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.
Queridos hermanos y hermanas, hoy, fiesta de la Visitación de la santísima Virgen, la Iglesia recuerda a María que va a visitar a su prima santa Isabel para ayudarle. Así se convierte para nosotros en ejemplo y modelo de solicitud por las personas necesitadas. Queridos jóvenes, aprended de María a crecer en la fiel adhesión a Cristo y en el amor servicial a los hermanos. Que la Virgen santísima os ayude a vosotros, queridos enfermos, a ofrecer vuestro sufrimiento al Padre celestial, en unión con Cristo crucificado. Y vosotros, queridos recién casados, sostenidos por la maternal intercesión de la Virgen, dejaos guiar siempre por el Evangelio en vuestra vida conyugal.

* * *

Llamamiento de Su Santidad

Mi pensamiento se dirige ahora a la querida nación de Timor oriental, la cual en estos días sufre tensiones y violencias que han provocado víctimas y destrucciones. A la vez que animo a la Iglesia local y a las organizaciones católicas a continuar, junto con las demás organizaciones internacionales, su compromiso de asistencia a los desplazados, os invito a orar a la Virgen santísima para que sostenga con su materna protección los esfuerzos de cuantos están contribuyendo a la pacificación de los ánimos y a la vuelta a la normalidad.


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Miércoles 7 de junio de 2006

Pedro, la roca sobre la que Cristo fundó su Iglesia

Queridos hermanos y hermanas:

Reanudamos las catequesis semanales que comenzamos esta primavera. En la última, hace quince días, hablé de Pedro como del primero de los Apóstoles. Hoy queremos volver una vez más sobre esta grande e importante figura de la Iglesia. El evangelista san Juan, al relatar el primer encuentro de Jesús con Simón, hermano de Andrés, atestigua un hecho singular: Jesús, "fijando su mirada en él, le dijo: "Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas", que quiere decir "Piedra"" (Jn 1, 42).

Jesús no solía cambiar el nombre a sus discípulos. Si se exceptúa el sobrenombre de "hijos del trueno", que dirigió en una circunstancia precisa a los hijos de Zebedeo (cf. Mc 3, 17) y que ya no volvió a usar, nunca atribuyó un nuevo nombre a uno de sus discípulos. En cambio, sí lo hizo con Simón, llamándolo "Cefas", nombre que luego fue traducido en griego por Petros, en latín Petrus.
Y fue traducido precisamente porque no era sólo un nombre; era un "mandato" que Petrus recibía así del Señor. El nuevo nombre, Petrus, se repetirá muchas veces en los evangelios y acabará sustituyendo a su nombre originario, Simón.

El dato cobra especial relieve si se tiene en cuenta que, en el Antiguo Testamento, el cambio del nombre por lo general implicaba la encomienda de una misión (cf. Gn 17, 5; 32, 28 ss, etc.). De hecho, la voluntad de Cristo de atribuir a Pedro una importancia particular dentro del Colegio apostólico se manifiesta a través de numerosos indicios: en Cafarnaúm, el Maestro se hospeda en la casa de Pedro (cf. Mc 1, 29); cuando la muchedumbre se agolpaba a su alrededor a la orilla del lago de Genesaret, entre las dos barcas allí amarradas Jesús escoge la de Simón (cf. Lc 5, 3); cuando en circunstancias particulares Jesús se llevaba sólo a tres discípulos, a Pedro siempre se le nombra como primero del grupo: así sucede en la resurrección de la hija de Jairo (cf. Mc 5, 37; Lc 8, 51), en la Transfiguración (cf. Mc 9, 2; Mt 17, 1; Lc 9, 28) y, por último, durante la agonía en el huerto de Getsemaní (cf. Mc 14, 33; Mt 26, 37).

Además, a Pedro se dirigen los recaudadores del impuesto para el templo y el Maestro paga sólo por sí y por Pedro (cf. Mt 17, 24-27); Pedro es el primero a quien lava los pies en la última Cena (cf. Jn 13, 6) y ora sólo por él para que no desfallezca en la fe y pueda confirmar luego en ella a los demás discípulos (cf. Lc 22, 30-31).

Por lo demás, Pedro mismo es consciente de su situación peculiar: es él quien a menudo toma la palabra en nombre de los demás; habla para pedir la explicación de una parábola (cf. Mt 15, 15) o el sentido exacto de un precepto (cf. Mt 18, 21) o la promesa formal de una recompensa (Mt 19, 27). En particular, es él quien resuelve algunas situaciones embarazosas interviniendo en nombre de todos. Por ejemplo, cuando Jesús, entristecido por la incomprensión de la multitud después del discurso sobre el "pan de vida", pregunta: "¿También vosotros queréis iros?", Pedro da una respuesta perentoria: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 67-69).

Igualmente decidida es la profesión de fe que, también en nombre de los Doce, hace en Cesarea de Filipo. A Jesús, que le pregunta "Y vosotros ¿quién decís que soy yo?", Pedro responde: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 15-16). Acto seguido, Jesús pronuncia la declaración solemne que define, de una vez por todas, el papel de Pedro en la Iglesia: "Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (...). A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 18-19).

Las tres metáforas que utiliza Jesús son en sí muy claras: Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo. Siempre es la Iglesia de Cristo y no de Pedro. Así queda descrito con imágenes muy plásticas lo que la reflexión sucesiva calificará con el término: "primado de jurisdicción".

Esta posición de preeminencia que Jesús quiso conferir a Pedro se constata también después de la resurrección: Jesús encarga a las mujeres que lleven el anuncio a Pedro, distinguiéndolo entre los demás Apóstoles (cf. Mc 16, 7); la Magdalena acude corriendo a él y a Juan para informar que la piedra ha sido removida de la entrada del sepulcro (cf. Jn 20, 2) y Juan le cede el paso cuando los dos llegan ante la tumba vacía (cf. Jn 20, 4-6); después, entre los Apóstoles, Pedro es el primer testigo de la aparición del Resucitado (cf. Lc 24, 34; 1 Co 15, 5). Este papel, subrayado con decisión (cf. Jn 20, 3-10), marca la continuidad entre su preeminencia en el grupo de los Apóstoles y la preeminencia que seguirá teniendo en la comunidad nacida con los acontecimientos pascuales, como atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 15-26; 2, 14-40; 3, 12-26; 4, 8-12; 5, 1-11. 29; 8, 14-17; 10; etc.).

Su comportamiento es considerado tan decisivo que es objeto de observaciones y también de críticas (cf. Hch 11, 1-18; Ga 2, 11-14). En el así llamado Concilio de Jerusalén Pedro desempeña una función directiva (cf. Hch 15 y Ga 2, 1-10) y, precisamente por el hecho de ser el testigo de la fe auténtica, Pablo mismo reconoce en él su papel de "primero" (cf. 1 Co 15, 5; Ga 1, 18; 2, 7 s; etc.).

Además, el hecho de que varios de los textos clave referidos a Pedro puedan enmarcarse en el contexto de la última Cena, en la que Cristo le confiere el ministerio de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 31 s), muestra cómo el ministerio confiado a Pedro es uno de los elementos constitutivos de la Iglesia que nace del memorial pascual celebrado en la Eucaristía.

El hecho de insertar el primado de Pedro en el contexto de la última Cena, en el momento de la institución de la Eucaristía, Pascua del Señor, indica también el sentido último de este primado: Pedro, para todos los tiempos, debe ser el custodio de la comunión con Cristo; debe guiar a la comunión con Cristo; debe cuidar de que la red no se rompa, a fin de que así perdure la comunión universal. Sólo juntos podemos estar con Cristo, que es el Señor de todos. La responsabilidad de Pedro consiste en garantizar así la comunión con Cristo con la caridad de Cristo, guiando a la realización de esta caridad en la vida diaria.

Oremos para que el primado de Pedro, encomendado a pobres personas humanas, sea siempre ejercido en este sentido originario que quiso el Señor, y para que lo reconozcan cada vez más en su verdadero significado los hermanos que todavía no están en comunión con nosotros.

Saludos

Me es grato saludar cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial a las Hermanas de María Auxiliadora y a los miembros del Regnum Christi. Saludo también a los diversos grupos diocesanos, parroquiales y asociaciones de España, así como a los peregrinos de Argentina, Costa Rica, El Salvador, Perú y de otros países latinoamericanos. ¡Muchas gracias!

(En catalán)
Saludo al equipo del programa religioso "Signos de los tiempos" de Televisión de Cataluña con motivo de su vigésimo aniversario. Os animo a continuar vuestro servicio a la Iglesia, que ayuda a la evangelización a través de los medios de comunicación social.

(En portugués)
Que vuestra vida, fuerte en la fe, irradie siempre el amor de Dios y que sus bendiciones desciendan en abundancia sobre vosotros y vuestras familias.

(En polaco)
Expreso viva alegría porque en Polonia, en este mes de junio, seguís conservando la tradición de la devoción al Sagrado Corazón. Este Corazón es el símbolo del amor de Jesús al Padre, pero también del amor a cada uno de nosotros. Que vuestra oración sea una ofrenda a Cristo en reparación por las culpas y los pecados de los hombres y obtenga la conversión de los corazones y la paz del mundo.

(En italiano)
Saludo, por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados aquí presentes. Con el vivo recuerdo de Pentecostés, que celebramos el domingo pasado, os exhorto, queridos jóvenes, a invocar constantemente al Espíritu Santo, que os hará intrépidos testigos de Cristo. Que el Espíritu Consolador os ayude a vosotros, queridos enfermos, a aceptar con fe el misterio del dolor y a ofrecerlo por la salvación de todos los hombres; y os conceda a vosotros, queridos recién casados, construir vuestra familia sobre el sólido cimiento del Evangelio.


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Miércoles 14 de junio de 2006

Andrés, el protóclito

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas dos catequesis hemos hablado de la figura de san Pedro. Ahora, en la medida en que nos lo permiten las fuentes, queremos conocer un poco más de cerca también a los otros once Apóstoles. Por tanto, hoy hablamos del hermano de Simón Pedro, san Andrés, que también era uno de los Doce.

La primera característica que impresiona en Andrés es el nombre: no es hebreo, como se podría esperar, sino griego, signo notable de que su familia tenía cierta apertura cultural. Nos encontramos en Galilea, donde la lengua y la cultura griegas están bastante presentes. En las listas de los Doce, Andrés ocupa el segundo lugar, como sucede en Mateo (Mt 10, 1-4) y en Lucas (Lc 6, 13-16), o el cuarto, como acontece en Marcos (Mc 3, 13-18) y en los Hechos de los Apóstoles (Hch 1, 13-14). En cualquier caso, gozaba sin duda de gran prestigio dentro de las primeras comunidades cristianas.

El vínculo de sangre entre Pedro y Andrés, así como la llamada común que les dirigió Jesús, son mencionados expresamente en los Evangelios: "Mientras caminaba a orillas del mar de Galilea, Jesús vio a dos hermanos: a Simón, llamado Pedro, y a su hermano Andrés, que echaban las redes al mar, porque eran pescadores. Entonces les dijo: "Seguidme, y os haré pescadores de hombres"" (Mt 4, 18-19; Mc 1, 16-17). El cuarto evangelio nos revela otro detalle importante: en un primer momento Andrés era discípulo de Juan Bautista; y esto nos muestra que era un hombre que buscaba, que compartía la esperanza de Israel, que quería conocer más de cerca la palabra del Señor, la realidad de la presencia del Señor.

Era verdaderamente un hombre de fe y de esperanza; y un día escuchó que Juan Bautista proclamaba a Jesús como "el cordero de Dios" (Jn 1, 36); entonces, se interesó y, junto a otro discípulo cuyo nombre no se menciona, siguió a Jesús, a quien Juan llamó "cordero de Dios". El evangelista refiere: "Vieron dónde vivía y se quedaron con él" (Jn 1, 37-39).

Así pues, Andrés disfrutó de momentos extraordinarios de intimidad con Jesús. La narración continúa con una observación significativa: "Uno de los dos que oyeron las palabras de Juan y siguieron a Jesús era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Encontró él luego a su hermano Simón, y le dijo: "Hemos hallado al Mesías", que quiere decir el Cristo, y lo condujo a Jesús" (Jn 1, 40-43), demostrando inmediatamente un espíritu apostólico fuera de lo común.

Andrés, por tanto, fue el primero de los Apóstoles en ser llamado a seguir a Jesús. Por este motivo la liturgia de la Iglesia bizantina le honra con el apelativo de "Protóklitos", que significa precisamente "el primer llamado". Y no cabe duda de que por la relación fraterna entre Pedro y Andrés, la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla se sienten entre sí de modo especial como Iglesias hermanas. Para subrayar esta relación, mi predecesor el Papa Pablo VI, en 1964, restituyó la insigne reliquia de san Andrés, hasta entonces conservada en la basílica vaticana, al obispo metropolita ortodoxo de la ciudad de Patrás, en Grecia, donde, según la tradición, fue crucificado el Apóstol.

Las tradiciones evangélicas mencionan particularmente el nombre de Andrés en otras tres ocasiones, que nos permiten conocer algo más de este hombre. La primera es la de la multiplicación de los panes en Galilea, cuando en aquel aprieto Andrés indicó a Jesús que había allí un muchacho que tenía cinco panes de cebada y dos peces: muy poco —constató— para tanta gente como se había congregado en aquel lugar (cf. Jn 6, 8-9). Conviene subrayar el realismo de Andrés: notó al muchacho —por tanto, ya había planteado la pregunta: "Pero, ¿qué es esto para tanta gente?" (Jn 6, 9)— y se dio cuenta de que los recursos no bastaban. Jesús, sin embargo, supo hacer que fueran suficientes para la multitud de personas que habían ido a escucharlo.

La segunda ocasión fue en Jerusalén. Al salir de la ciudad, un discípulo le mostró a Jesús el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, juntamente con Pedro, Santiago y Juan, le preguntó: "Dinos cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse" (cf. Mc 13, 1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre una actitud de vigilancia. De este episodio podemos deducir que no debemos tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero, a la vez, debemos estar dispuestos a acoger las enseñanzas, a veces sorprendentes y difíciles, que él nos da.

Los Evangelios nos presentan, por último, una tercera iniciativa de Andrés. El escenario es también Jerusalén, poco antes de la Pasión. Con motivo de la fiesta de la Pascua —narra san Juan— habían ido a la ciudad santa también algunos griegos, probablemente prosélitos o personas que tenían temor de Dios, para adorar al Dios de Israel en la fiesta de la Pascua. Andrés y Felipe, los dos Apóstoles con nombres griegos, hacen de intérpretes y mediadores de este pequeño grupo de griegos ante Jesús. La respuesta del Señor a su pregunta parece enigmática, como sucede con frecuencia en el evangelio de Juan, pero precisamente así se revela llena de significado. Jesús dice a los dos discípulos y, a través de ellos, al mundo griego: "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trino no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto" (Jn 12, 23-24).

¿Qué significan estas palabras en este contexto? Jesús quiere decir: sí, mi encuentro con los griegos tendrá lugar, pero no se tratará de una simple y breve conversación con algunas personas, impulsadas sobre todo por la curiosidad. Con mi muerte, que se puede comparar a la caída en la tierra de un grano de trigo, llegará la hora de mi glorificación. De mi muerte en la cruz surgirá la gran fecundidad: el "grano de trigo muerto" —símbolo de mí mismo crucificado— se convertirá, con la resurrección, en pan de vida para el mundo; será luz para los pueblos y las culturas. Sí, el encuentro con el alma griega, con el mundo griego, tendrá lugar en esa profundidad a la que hace referencia el grano de trigo que atrae hacia sí las fuerzas de la tierra y del cielo y se convierte en pan. En otras palabras, Jesús profetiza la Iglesia de los griegos, la Iglesia de los paganos, la Iglesia del mundo como fruto de su Pascua.

Según tradiciones muy antiguas, Andrés, que transmitió a los griegos estas palabras, no sólo fue el intérprete de algunos griegos en el encuentro con Jesús al que acabamos de referirnos; sino también el apóstol de los griegos en los años que siguieron a Pentecostés. Esas tradiciones nos dicen que durante el resto de su vida fue el heraldo y el intérprete de Jesús para el mundo griego. Pedro, su hermano, llegó a Roma desde Jerusalén, pasando por Antioquía, para ejercer su misión universal; Andrés, en cambio, fue el apóstol del mundo griego: así, tanto en la vida como en la muerte, se presentan como auténticos hermanos; una fraternidad que se expresa simbólicamente en la relación especial de las sedes de Roma y Constantinopla, Iglesias verdaderamente hermanas.

Una tradición sucesiva, a la que he aludido, narra la muerte de Andrés en Patrás, donde también él sufrió el suplicio de la crucifixión. Ahora bien, en aquel momento supremo, como su hermano Pedro, pidió ser colocado en una cruz distinta de la de Jesús. En su caso se trató de una cruz en forma de aspa, es decir, con los dos maderos cruzados en diagonal, que por eso se llama "cruz de san Andrés".

Según un relato antiguo —inicios del siglo VI—, titulado "Pasión de Andrés", en esa ocasión el Apóstol habría pronunciado las siguientes palabras: "¡Salve, oh Cruz, inaugurada por medio del cuerpo de Cristo, que te has convertido en adorno de sus miembros, como si fueran perlas preciosas! Antes de que el Señor subiera a ti, provocabas un miedo terreno. Ahora, en cambio, dotada de un amor celestial, te has convertido en un don. Los creyentes saben cuánta alegría posees, cuántos regalos tienes preparados. Por tanto, seguro y lleno de alegría, vengo a ti para que también tú me recibas exultante como discípulo de quien fue colgado de ti... ¡Oh cruz bienaventurada, que recibiste la majestad y la belleza de los miembros del Señor!... Tómame y llévame lejos de los hombres y entrégame a mi Maestro para que a través de ti me reciba quien por medio de ti me redimió. ¡Salve, oh cruz! Sí, verdaderamente, ¡salve!".

Como se puede ver, hay aquí una espiritualidad cristiana muy profunda que, en vez de considerar la cruz como un instrumento de tortura, la ve como el medio incomparable para asemejarse plenamente al Redentor, grano de trigo que cayó en tierra. Debemos aprender aquí una lección muy importante: nuestras cruces adquieren valor si las consideramos y aceptamos como parte de la cruz de Cristo, si las toca el reflejo de su luz. Sólo gracias a esa cruz también nuestros sufrimientos quedan ennoblecidos y adquieren su verdadero sentido.

Así pues, que el apóstol Andrés nos enseñe a seguir a Jesús con prontitud (cf. Mt 4, 20; Mc 1, 18), a hablar con entusiasmo de él a aquellos con los que nos encontremos, y sobre todo a cultivar con él una relación de auténtica familiaridad, conscientes de que sólo en él podemos encontrar el sentido último de nuestra vida y de nuestra muerte.

Saludos

Saludo a los peregrinos de España y América Latina, especialmente a los feligreses de las parroquias de San José de Utrera, San Miguel Arcángel de Lima y Emmanuel de Santiago de Chile. Como el apóstol Andrés, seguid a Cristo con prontitud, anunciadlo con entusiasmo, cultivad con él una relación de verdadera familiaridad, conscientes de que las cruces y los sufrimientos adquieren su verdadero sentido si se acogen como parte de la cruz de Cristo.

(En polaco)
En la víspera de la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre del Señor dirijamos nuestro corazón a Cristo presente en el misterio de la Eucaristía. Con fe en sus palabras: "Esto es mi Cuerpo... Esta es mi Sangre", acerquémonos a esta fuente de gracia, agradeciendo a Dios tan gran signo de su amor. Que la Comunión y la adoración eucarística nos santifiquen a todos.

(En lengua checa)
En este mes de junio pidamos a Jesús, que es manso y humilde de corazón, que transforme nuestro corazón según el suyo.

(En lengua croata)
Queridos hermanos, testimoniad vuestra fe visitando con frecuencia a nuestro Señor Jesucristo, presente en el Misterio en los sagrarios de las iglesias, para que, llenos de paz y amor, progreséis en la santidad.

(En italiano)
Dirijo, por último, un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados aquí presentes. La fiesta del "Corpus Christi" es una ocasión propicia para profundizar la fe y el amor a la Eucaristía. Queridos jóvenes, alimentaos a menudo con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, nuestro pan espiritual, y progresaréis por el camino de la santidad. Que la Eucaristía sea para vosotros, queridos enfermos, apoyo, luz y consuelo en la prueba y en el sufrimiento. Y vosotros, queridos recién casados, encontrad en este Sacramento la energía espiritual para vivir el gran amor que Cristo nos manifestó dándonos su Cuerpo y su Sangre.

Mañana, fiesta del "Corpus Christi", como todos los años, celebraremos a las siete de la tarde la santa misa en la plaza de San Juan de Letrán. Al final, seguirá la solemne procesión que, recorriendo la vía Merulana, concluirá en Santa María la Mayor. Invito a la comunidad cristiana a unirse a este acto de profunda fe en la Eucaristía, que constituye el tesoro más valioso de la Iglesia y de la humanidad.


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Miércoles 21 de junio de 2006

Santiago el Mayor

Queridos hermanos y hermanas:

Proseguimos la serie de retratos de los Apóstoles elegidos directamente por Jesús durante su vida terrena. Hemos hablado de san Pedro y de su hermano Andrés. Hoy hablamos del apóstol Santiago.

Las listas bíblicas de los Doce mencionan dos personas con este nombre: Santiago, el hijo de Zebedeo, y Santiago, el hijo de Alfeo (cf. Mc 3, 17-18; Mt 10, 2-3), que por lo general se distinguen con los apelativos de Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Ciertamente, estas designaciones no pretenden medir su santidad, sino sólo constatar la diversa importancia que reciben en los escritos del Nuevo Testamento y, en particular, en el marco de la vida terrena de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al primero de estos dos personajes homónimos.

El nombre Santiago es la traducción de Iákobos, trasliteración griega del nombre del célebre patriarca Jacob. El apóstol así llamado es hermano de Juan, y en las listas a las que nos hemos referido ocupa el segundo lugar inmediatamente después de Pedro, como en el evangelio según san Marcos (cf. Mc 3, 17), o el tercer lugar después de Pedro y Andrés en los evangelios según san Mateo (cf. Mt 10, 2) y san Lucas (cf. Lc 6, 14), mientras que en los Hechos de los Apóstoles es mencionado después de Pedro y Juan (cf. Hch 1, 13). Este Santiago, juntamente con Pedro y Juan, pertenece al grupo de los tres discípulos privilegiados que fueron admitidos por Jesús a los momentos importantes de su vida.

Dado que hace mucho calor, quisiera abreviar y mencionar ahora sólo dos de estas ocasiones. Santiago pudo participar, juntamente con Pedro y Juan, en el momento de la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní y en el acontecimiento de la Transfiguración de Jesús. Se trata, por tanto, de situaciones muy diversas entre sí: en un caso, Santiago, con los otros dos Apóstoles, experimenta la gloria del Señor, lo ve conversando con Moisés y Elías, y ve cómo se trasluce el esplendor divino en Jesús; en el otro, se encuentra ante el sufrimiento y la humillación, ve con sus propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla haciéndose obediente hasta la muerte.

Ciertamente, la segunda experiencia constituyó para él una ocasión de maduración en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista, de la primera: tuvo que vislumbrar que el Mesías, esperado por el pueblo judío como un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y de gloria, sino también de sufrimientos y debilidad. La gloria de Cristo se realiza precisamente en la cruz, participando en nuestros sufrimientos.

Esta maduración de la fe fue llevada a cabo en plenitud por el Espíritu Santo en Pentecostés, de forma que Santiago, cuando llegó el momento del testimonio supremo, no se echó atrás. Al inicio de los años 40 del siglo I, el rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, como nos informa san Lucas, "por aquel tiempo echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos e hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan" (Hch 12, 1-2). La concisión de la noticia, que no da ningún detalle narrativo, pone de manifiesto, por una parte, que para los cristianos era normal dar testimonio del Señor con la propia vida; y, por otra, que Santiago ocupaba una posición destacada en la Iglesia de Jerusalén, entre otras causas por el papel que había desempeñado durante la existencia terrena de Jesús.

Una tradición sucesiva, que se remonta al menos a san Isidoro de Sevilla, habla de una estancia suya en España para evangelizar esa importante región del imperio romano. En cambio, según otra tradición, su cuerpo habría sido trasladado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela.
Como todos sabemos, ese lugar se convirtió en objeto de gran veneración y sigue siendo meta de numerosas peregrinaciones, no sólo procedentes de Europa sino también de todo el mundo. Así se explica la representación iconográfica de Santiago con el bastón del peregrino y el rollo del Evangelio, características del apóstol itinerante y dedicado al anuncio de la "buena nueva", y características de la peregrinación de la vida cristiana.

Por consiguiente, de Santiago podemos aprender muchas cosas: la prontitud para acoger la llamada del Señor incluso cuando nos pide que dejemos la "barca" de nuestras seguridades humanas, el entusiasmo al seguirlo por los caminos que él nos señala más allá de nuestra presunción ilusoria, la disponibilidad para dar testimonio de él con valentía, si fuera necesario hasta el sacrificio supremo de la vida. Así, Santiago el Mayor se nos presenta como ejemplo elocuente de adhesión generosa a Cristo. Él, que al inicio había pedido, a través de su madre, sentarse con su hermano junto al Maestro en su reino, fue precisamente el primero en beber el cáliz de la pasión, en compartir con los Apóstoles el martirio.

Y al final, resumiendo todo, podemos decir que el camino no sólo exterior sino sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el monte de la agonía, simboliza toda la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el concilio Vaticano II. Siguiendo a Jesús como Santiago, sabemos, incluso en medio de las dificultades, que vamos por el buen camino.



Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial a la Federación española de belenistas, a las asociaciones y grupos escolares españoles, a los peregrinos de México, de Argentina y de otros países latinoamericanos. Os animo a responder siempre con prontitud a la llamada de Cristo, como el apóstol Santiago, dando un testimonio coherente de fe y de amor en la familia y en la sociedad. ¡Gracias por vuestra atención!

(A los sacerdotes y a los diáconos de las diócesis de Siauliai y Telsiai, en Lituania)
Ojalá que la Eucaristía sea la fuente y el centro de vuestra vida cotidiana. Os ruego que transmitáis mi afectuoso saludo a vuestras familias y a los fieles de vuestras parroquias. Os acompaño con la oración y os imparto gustoso la bendición apostólica.

(A los fieles eslovenos)
Que Jesús Eucaristía os sirva de apoyo y fuerza para una vida cristiana ejemplar.

(En italiano)
Saludo ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el ejemplo y la intercesión de san Luis Gonzaga, del que hoy hacemos memoria, os impulse a vosotros, queridos jóvenes, a valorar la virtud de la pureza evangélica; os ayude a vosotros, queridos enfermos, a afrontar el sufrimiento hallando consuelo en Cristo crucificado; y os lleve a vosotros, queridos recién casados, a un amor cada vez más profundo hacia Dios y entre vosotros.


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Miércoles 28 de junio de 2006

Santiago el Menor

Queridos hermanos y hermanas:

Al lado de Santiago "el Mayor", hijo de Zebedeo, del que hablamos el miércoles pasado, en los Evangelios aparece otro Santiago, que se suele llamar "el Menor". También él forma parte de las listas de los doce Apóstoles elegidos personalmente por Jesús, y siempre se le califica como "hijo de Alfeo" (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). A menudo se le ha identificado con otro Santiago, llamado "el Menor" (cf. Mc 15, 40), hijo de una María (cf. ib.) que podría ser la "María de Cleofás" presente, según el cuarto evangelio, al pie de la cruz juntamente con la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25).

También él era originario de Nazaret y probablemente pariente de Jesús (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3), del cual, según el estilo semítico, es llamado "hermano" (cf. Mc 6, 3; Ga 1, 19). El libro de los Hechos subraya el papel destacado que desempeñaba este último Santiago en la Iglesia de Jerusalén. En el concilio apostólico celebrado en la ciudad santa después de la muerte de Santiago el Mayor, afirmó, juntamente con los demás, que los paganos podían ser aceptados en la Iglesia sin tener que someterse a la circuncisión (cf. Hch 15, 13).

San Pablo, que le atribuye una aparición específica del Resucitado (cf. 1 Co 15, 7), con ocasión de su viaje a Jerusalén lo nombra incluso antes que a Cefas-Pedro, definiéndolo "columna" de esa Iglesia al igual que él (cf. Ga 2, 9). Seguidamente, los judeocristianos lo consideraron su principal punto de referencia. A él se le atribuye también la Carta que lleva el nombre de Santiago y que está incluida en el canon del Nuevo Testamento. En dicha carta no se presenta como "hermano del Señor", sino como "siervo de Dios y del Señor Jesucristo" (St 1, 1).

Entre los estudiosos se debate la cuestión de la identificación de estos dos personajes que tienen el mismo nombre, Santiago hijo de Alfeo y Santiago "hermano del Señor". Las tradiciones evangélicas no nos han conservado ningún relato ni sobre uno ni sobre otro por lo que se refiere al tiempo de la vida terrena de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles, en cambio, nos muestran que un "Santiago", como ya hemos dicho, desempeñó un papel muy importante, después de la resurrección de Jesús, dentro de la Iglesia primitiva (cf. Hch 12, 17; 15, 13-21; 21, 18).

El acto más notable que realizó fue la intervención en la cuestión de la difícil relación entre los cristianos de origen judío y los de origen pagano: contribuyó, juntamente con Pedro, a superar, o mejor, a integrar la dimensión judía originaria del cristianismo con la exigencia de no imponer a los paganos convertidos la obligación de someterse a todas las normas de la ley de Moisés.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la solución de compromiso, propuesta precisamente por Santiago y aceptada por todos los Apóstoles presentes, según la cual a los paganos que creyeran en Jesucristo sólo se les debía pedir que se abstuvieran de la costumbre idolátrica de comer la carne de los animales ofrecidos en sacrificio a los dioses, y de la "impureza", término que probablemente aludía a las uniones matrimoniales no permitidas. En la práctica, debían atenerse sólo a unas pocas prohibiciones, consideradas importantes, de la ley de Moisés.

De este modo, se lograron dos resultados significativos y complementarios, que siguen siendo válidos: por una parte, se reconoció la relación inseparable que existe entre el cristianismo y la religión judía, su matriz perennemente viva y válida; y, por otra, se permitió a los cristianos de origen pagano conservar su identidad sociológica, que hubieran perdido si se les hubiera obligado a cumplir los así llamados "preceptos ceremoniales" establecidos por Moisés; esos preceptos ya no debían considerarse obligatorios para los paganos convertidos.

En pocas palabras, se iniciaba una praxis de recíproca estima y respeto que, a pesar de las dolorosas incomprensiones posteriores, tendía por su propia naturaleza a salvaguardar lo que era característico de cada una de las dos partes.

La más antigua información sobre la muerte de este Santiago nos la ofrece el historiador judío Flavio Josefo. En sus Antigüedades judías (20, 201 s), escritas en Roma a finales del siglo I, nos cuenta que la muerte de Santiago fue decidida, con iniciativa ilegítima, por el sumo sacerdote Anano, hijo del Anás que aparece en los Evangelios, el cual aprovechó el intervalo entre la destitución de un Procurador romano (Festo) y la llegada de su sucesor (Albino) para decretar su lapidación, en el año 62.

Además del apócrifo Protoevangelio de Santiago, que exalta la santidad y la virginidad de María, la Madre de Jesús, está unida a este Santiago en especial la Carta que lleva su nombre. En el canon del Nuevo Testamento ocupa el primer lugar entre las así llamadas "Cartas católicas", es decir, no destinadas a una sola Iglesia particular —como Roma, Éfeso, etc.—, sino a muchas Iglesias. Se trata de un escrito muy importante, que insiste mucho en la necesidad de no reducir la propia fe a una pura declaración oral o abstracta, sino de manifestarla concretamente con obras de bien.

Entre otras cosas, nos invita a la constancia en las pruebas aceptadas con alegría y a la oración confiada para obtener de Dios el don de la sabiduría, gracias a la cual logramos comprender que los auténticos valores de la vida no están en las riquezas transitorias, sino más bien en saber compartir nuestros bienes con los pobres y los necesitados (cf. St 1, 27).

Así, la carta de Santiago nos muestra un cristianismo muy concreto y práctico. La fe debe realizarse en la vida, sobre todo en el amor al prójimo y de modo especial en el compromiso en favor de los pobres. Sobre este telón de fondo se debe leer también la famosa frase: "Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta" (St 2, 26).

A veces esta declaración de Santiago se ha contrapuesto a las afirmaciones de san Pablo, según el cual somos justificados por Dios no en virtud de nuestras obras, sino gracias a nuestra fe (cf. Ga 2, 16; Rm 3, 28). Con todo, las dos frases, aparentemente contradictorias con sus diversas perspectivas, en realidad, si se interpretan bien, se completan. San Pablo se opone al orgullo del hombre que piensa que no necesita del amor de Dios que nos previene, se opone al orgullo de la autojustificación sin la gracia dada simplemente y que no se merece. Santiago, en cambio, habla de las obras como fruto normal de la fe: "Todo árbol bueno da frutos buenos" (Mt 7, 17). Y Santiago lo repite y nos lo dice a nosotros.

Por último, la carta de Santiago nos exhorta a abandonarnos en las manos de Dios en todo lo que hagamos, pronunciando siempre las palabras: "Si el Señor quiere" (St 4, 15). Así, nos enseña a no tener la presunción de planificar nuestra vida de modo autónomo e interesado, sino a dejar espacio a la inescrutable voluntad de Dios, que conoce cuál es nuestro verdadero bien. De este modo Santiago es un maestro de vida siempre actual para cada uno de nosotros.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial a los formadores y alumnos de varios seminarios españoles, a las parroquias, grupos escolares y asociaciones, así como a los peregrinos de Puerto Rico y de otros países latinoamericanos. Os animo a vivir con esperanza firme manifestando vuestra fe en el Señor con obras de caridad, para testimoniar en el mundo la belleza del amor de Dios. ¡Gracias por vuestra visita!

(En polaco)
Mañana celebraremos la solemnidad de los Apóstoles San Pedro y San Pablo. Estos dos grandes Apóstoles están unidos por el celo en el anuncio del Evangelio, el testimonio de fe y la muerte en el martirio. Que la visita a sus sepulcros fortalezca vuestra comunión con Cristo y con la Iglesia.

(En húngaro)
En la víspera de la fiesta de los Apóstoles San Pedro y San Pablo recordemos el martirio de estos dos príncipes de los Apóstoles, tan queridos por nosotros. Pidiendo su intercesión, os imparto de corazón la bendición apostólica.

(En italiano)

(A los participantes en el encuentro organizado por la Familia de don Orione)
Queridos amigos, os agradezco vuestra presencia y el amor que queréis manifestar al Sucesor de Pedro con esta iniciativa. Seguid con fidelidad los pasos de vuestro fundador y testimoniad el evangelio de la vida mediante vuestras instituciones y vuestras actividades, especialmente al servicio de las personas débiles y de las que sufren, recordando, como decía don Orione, que "en el más pobre de los hermanos resplandece la imagen de Dios".

Saludo, como de costumbre, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ya hemos entrado en el verano, tiempo de vacaciones y de descanso. Queridos jóvenes, aprovechadlo para útiles experiencias sociales y religiosas; y vosotros, queridos recién casados, para profundizar vuestra misión en la Iglesia y en la sociedad. Que a vosotros, queridos enfermos, no os falte, tampoco en este tiempo de verano, la cercanía de vuestros familiares.


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Miércoles 5 de julio de 2006

Juan, hijo de Zebedeo

Queridos hermanos y hermanas:

Dedicamos el encuentro de hoy a recordar a otro miembro muy importante del Colegio apostólico: Juan, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago. Su nombre, típicamente hebreo, significa "el Señor ha dado su gracia". Estaba arreglando las redes a orillas del lago de Tiberíades, cuando Jesús lo llamó junto a su hermano (cf. Mt 4, 21; Mc 1, 19).

Juan siempre forma parte del grupo restringido que Jesús lleva consigo en determinadas ocasiones. Está junto a Pedro y Santiago cuando Jesús, en Cafarnaúm, entra en casa de Pedro para curar a su suegra (cf. Mc 1, 29); con los otros dos sigue al Maestro a la casa del jefe de la sinagoga, Jairo, a cuya hija resucitará (cf. Mc 5, 37); lo sigue cuando sube a la montaña para transfigurarse (cf. Mc 9, 2); está a su lado en el Monte de los Olivos cuando, ante el imponente templo de Jerusalén, pronuncia el discurso sobre el fin de la ciudad y del mundo (cf. Mc 13, 3); y, por último, está cerca de él cuando en el Huerto de Getsemaní se retira para orar al Padre, antes de la Pasión (cf. Mc 14, 33). Poco antes de Pascua, cuando Jesús escoge a dos discípulos para enviarles a preparar la sala para la Cena, les encomienda a él y a Pedro esta misión (cf. Lc 22, 8).

Esta posición de relieve en el grupo de los Doce hace, en cierto sentido, comprensible la iniciativa que un día tomó su madre: se acercó a Jesús para pedirle que sus dos hijos, Juan y Santiago, se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda en el Reino (cf. Mt 20, 20-21). Como sabemos, Jesús respondió preguntándoles si estaban dispuestos a beber el cáliz que él mismo estaba a punto de beber (cf. Mt 20, 22). Con estas palabras quería abrirles los ojos a los dos discípulos, introducirlos en el conocimiento del misterio de su persona y anticiparles la futura llamada a ser sus testigos hasta la prueba suprema de la sangre. De hecho, poco después Jesús precisó que no había venido a ser servido sino a servir y a dar la vida como rescate por muchos (cf. Mt 20, 28). En los días sucesivos a la resurrección, encontramos a los "hijos de Zebedeo" pescando junto a Pedro y a otros discípulos en una noche sin resultados, a la que sigue, tras la intervención del Resucitado, la pesca milagrosa: "El discípulo a quien Jesús amaba" fue el primero en reconocer al "Señor" y en indicárselo a Pedro (cf. Jn 21, 1-13).

Dentro de la Iglesia de Jerusalén, Juan ocupó un puesto importante en la dirección del primer grupo de cristianos. De hecho, Pablo lo incluye entre los que llama las "columnas" de esa comunidad (cf. Ga 2, 9). En realidad, Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, lo presenta junto a Pedro mientras van a rezar al templo (cf. Hch 3, 1-4. 11) o cuando comparecen ante el Sanedrín para testimoniar su fe en Jesucristo (cf. Hch 4, 13. 19). Junto con Pedro es enviado por la Iglesia de Jerusalén a confirmar a los que habían aceptado el Evangelio en Samaria, orando por ellos para que recibieran el Espíritu Santo (cf. Hch 8, 14-15). En particular, conviene recordar lo que dice, junto con Pedro, ante el Sanedrín, que los está procesando: "No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído" (Hch 4, 20). Precisamente esta valentía al confesar su fe queda para todos nosotros como un ejemplo y un estímulo para que siempre estemos dispuestos a declarar con decisión nuestra adhesión inquebrantable a Cristo, anteponiendo la fe a todo cálculo o interés humano.

Según la tradición, Juan es "el discípulo predilecto", que en el cuarto evangelio se recuesta sobre el pecho del Maestro durante la última Cena (cf. Jn 13, 25), se encuentra al pie de la cruz junto a la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25) y, por último, es testigo tanto de la tumba vacía como de la presencia del Resucitado (cf. Jn 20, 2; 21, 7).

Sabemos que los expertos discuten hoy esta identificación, pues algunos de ellos sólo ven en él al prototipo del discípulo de Jesús. Dejando que los exegetas aclaren la cuestión, nosotros nos contentamos ahora con sacar una lección importante para nuestra vida: el Señor desea que cada uno de nosotros sea un discípulo que viva una amistad personal con él. Para realizar esto no basta seguirlo y escucharlo exteriormente; también hay que vivir con él y como él. Esto sólo es posible en el marco de una relación de gran familiaridad, impregnada del calor de una confianza total. Es lo que sucede entre amigos: por esto, Jesús dijo un día: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. (...) No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 13. 15).

En el libro apócrifo titulado "Hechos de Juan", al Apóstol no se le presenta como fundador de Iglesias, ni siquiera como guía de comunidades ya constituidas, sino como un comunicador itinerante de la fe en el encuentro con "almas capaces de esperar y de ser salvadas" (18, 10; 23, 8).
Todo lo hace con el paradójico deseo de hacer ver lo invisible. De hecho, la Iglesia oriental lo llama simplemente "el Teólogo", es decir, el que es capaz de hablar de las cosas divinas en términos accesibles, desvelando un arcano acceso a Dios a través de la adhesión a Jesús.

El culto del apóstol san Juan se consolidó comenzando por la ciudad de Éfeso, donde, según una antigua tradición, vivió durante mucho tiempo; allí murió a una edad extraordinariamente avanzada, en tiempos del emperador Trajano. En Éfeso el emperador Justiniano, en el siglo VI, mandó construir en su honor una gran basílica, de la que todavía quedan imponentes ruinas. Precisamente en Oriente gozó y sigue gozando de gran veneración. En la iconografía bizantina se le representa muy anciano y en intensa contemplación, con la actitud de quien invita al silencio.

En efecto, sin un adecuado recogimiento no es posible acercarse al misterio supremo de Dios y a su revelación. Esto explica por qué, hace años, el Patriarca ecuménico de Constantinopla, Atenágoras, a quien el Papa Pablo VI abrazó en un memorable encuentro, afirmó: "Juan se halla en el origen de nuestra más elevada espiritualidad. Como él, los "silenciosos" conocen ese misterioso intercambio de corazones, invocan la presencia de Juan y su corazón se enciende" (O. Clément, Dialoghi con Atenagora, Turín 1972, p. 159). Que el Señor nos ayude a entrar en la escuela de san Juan para aprender la gran lección del amor, de manera que nos sintamos amados por Cristo "hasta el extremo" (Jn 13, 1) y gastemos nuestra vida por él.

Saludos

Saludo a los peregrinos de España y Latinoamérica, especialmente a los miembros de la escolanía del templo de la Sagrada Familia de Barcelona, y a los feligreses de las parroquias de Santo Domingo de Guzmán, de Valmojado, España, y Sagrada Familia de Bayamón, Puerto Rico. Que el Señor os ayude a aprender del apóstol Juan la gran lección de amor: sentirnos amados por Cristo "hasta el fin" y gastar nuestra vida por él.

(En polaco)
En el mes de julio veneramos, tradicionalmente, la preciosísima Sangre de Cristo. En el mundo se derrama continuamente sangre humana inocente. En el corazón de las personas, en vez del amor evangélico, anida a menudo el odio; en vez de la solicitud por el hombre, el desprecio y la prepotencia. Os invito a orar para que la humanidad contemporánea experimente la fuerza de la Sangre de Cristo derramada en la cruz por nuestra salvación.

(En croata)
Que brille vuestra fe ante los hombres para que reconozcan la gozosa esperanza de la vocación cristiana.

(En italiano)
Dirijo, por último, una afectuoso saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ayer celebramos la memoria litúrgica del beato Piergiorgio Frassati. Que su ejemplo de fidelidad a Cristo suscite en vosotros, queridos jóvenes, propósitos de valiente testimonio evangélico; os ayude a vosotros, queridos enfermos, a ofrecer los sufrimientos de cada día para que en el mundo se realice la civilización del amor; y os sostenga a vosotros, queridos recién casados, en el compromiso de poner como fundamento de vuestra familia la unión íntima con Dios.

Expreso mis mejores deseos a los que van a participar en el simposio sobre la salvaguardia de la creación, que tendrá lugar en los próximos días en Brasil. Ojalá que esa importante iniciativa, organizada por el Patriarca de Constantinopla Bartolomé I, contribuya a fomentar un respeto cada vez mayor a la naturaleza, que Dios encomendó a las manos activas y responsables del hombre.


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Miércoles 2 de agosto de 2006

Peregrinación europea de monaguillos

Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestra acogida! Os saludo a todos con gran afecto. Después de la pausa debida a mi estancia en el Valle de Aosta, hoy reanudo las audiencias generales. Y las reanudo con una audiencia realmente especial, porque tengo la alegría de acoger a la gran peregrinación europea de monaguillos. Queridos muchachos y jóvenes, ¡bienvenidos!

Dado que la mayoría de los monaguillos que se han dado cita en esta plaza son de lengua alemana, me dirigiré en primer lugar a ellos en mi lengua materna.

Queridos monaguillos, me alegra que mi primera audiencia después de mis vacaciones en los Alpes sea con vosotros, y os saludo con afecto a cada uno. Agradezco al obispo auxiliar de Basilea, monseñor Martin Gächter, las palabras con que, en calidad de presidente de Coetus internationalis ministrantium, ha introducido la audiencia, y agradezco el pañuelo, gracias al cual he vuelto a ser un monaguillo. Hace más de 70 años, en 1935, comencé a ser monaguillo; por tanto, he recorrido un largo itinerario por este camino.

Saludo cordialmente al cardenal Christoph Schönborn, que ayer os celebró la santa misa, y a los numerosos obispos y sacerdotes provenientes de Alemania, Austria, Suiza y Hungría. A vosotros, queridos monaguillos, quiero ofreceros, brevemente, dado que hace calor, un mensaje que os acompañe en vuestra vida y en vuestro servicio a la Iglesia. Para ello, deseo continuar el tema que estoy tratando en las catequesis de estos meses. Quizá algunos de vosotros sepáis que en las audiencias generales de los miércoles estoy presentando las figuras de los Apóstoles: en primer lugar, Simón, al que el Señor dio el nombre de Pedro; su hermano Andrés; luego otros dos hermanos, Santiago, llamado "el Mayor", primer mártir entre los Apóstoles, y Juan, el teólogo, el evangelista; por último, Santiago, llamado "el Menor". Seguiré presentando a cada uno de los Apóstoles en las próximas audiencias, en las que, por decirlo así, la Iglesia se hace personal.

Hoy reflexionamos sobre un tema común: ¿qué tipo de personas eran los Apóstoles? En pocas palabras, podríamos decir que eran "amigos" de Jesús. Él mismo los llamó así en la última Cena, diciéndoles: "Ya no os llamo siervos, sino amigos" (Jn 15, 15). Fueron, y pudieron ser, apóstoles y testigos de Cristo porque eran sus amigos, porque lo conocían a partir de la amistad, porque estaban cerca de él. Estaban unidos con un vínculo de amor vivificado por el Espíritu Santo.
Desde esta perspectiva podemos entender el tema de vuestra peregrinación: "Spiritus vivificat".

El Espíritu, el Espíritu Santo, es quien vivifica. Es él quien vivifica vuestra relación con Jesús, de modo que no sea sólo exterior: "sabemos que existió y que está presente en el Sacramento", pero la transforma en una relación íntima, profunda, de amistad realmente personal, capaz de dar sentido a la vida de cada uno de vosotros. Y puesto que lo conocéis, y lo conocéis en la amistad, podréis dar testimonio de él y llevarlo a las demás personas.

Hoy, al veros aquí, delante de mí en la plaza de San Pedro, pienso en los Apóstoles y oigo la voz de Jesús que os dice: "Ya no os llamo siervos, sino amigos; permaneced en mi amor, y daréis mucho fruto" (cf. Jn 15, 9. 16). Os invito: escuchad esta voz. Cristo no lo dijo sólo hace 2000 años; él vive y os lo dice a vosotros ahora. Escuchad esta voz con gran disponibilidad; tiene algo que deciros a cada uno.

Tal vez a alguno de vosotros le dice: "Quiero que me sirvas de modo especial como sacerdote, convirtiéndote así en mi testigo, siendo mi amigo e introduciendo a otros en esta amistad". Escuchad siempre con confianza la voz de Jesús. La vocación de cada uno es diversa, pero Cristo desea hacer amistad con todos, como hizo con Simón, al que llamó Pedro, con Andrés, Santiago, Juan y los demás Apóstoles. Os ha dado su palabra y sigue dándoosla, para que conozcáis la verdad, para que sepáis cómo están verdaderamente las cosas para el hombre y, por tanto, para que sepáis cómo se debe vivir, cómo se debe afrontar la vida para que sea auténtica. Así, podréis ser sus discípulos y apóstoles, cada uno a su modo.

Queridos monaguillos, en realidad, vosotros ya sois apóstoles de Jesús. Cuando participáis en la liturgia realizando vuestro servicio del altar, dais a todos un testimonio. Vuestra actitud de recogimiento, vuestra devoción, que brota del corazón y se expresa en los gestos, en el canto, en las respuestas: si lo hacéis como se debe, y no distraídamente, de cualquier modo, entonces vuestro testimonio llega a los hombres.

El vínculo de amistad con Jesús tiene su fuente y su cumbre en la Eucaristía. Vosotros estáis muy cerca de Jesús Eucaristía, y este es el mayor signo de su amistad para cada uno de nosotros. No lo olvidéis; y por eso os pido: no os acostumbréis a este don, para que no se convierta en una especie de rutina, sabiendo cómo funciona y haciéndolo automáticamente; al contrario, descubrid cada día de nuevo que sucede algo grande, que el Dios vivo está en medio de nosotros y que podéis estar cerca de él y ayudar para que su misterio se celebre y llegue a las personas.

Si no caéis en la rutina y realizáis vuestro servicio con plena conciencia, entonces seréis verdaderamente sus apóstoles y daréis frutos de bondad y de servicio en todos los ámbitos de vuestra vida: en la familia, en la escuela, en el tiempo libre. El amor que recibís en la liturgia llevadlo a todas las personas, especialmente a aquellas a quienes os dais cuenta de que les falta el amor, que no reciben bondad, que sufren y están solas. Con la fuerza del Espíritu Santo, esforzaos por llevar a Jesús precisamente a las personas marginadas, a las que no son muy amadas, a las que tienen problemas. Precisamente a esas personas, con la fuerza del Espíritu Santo, debéis llevar a Jesús. Así, el Pan que veis partir sobre el altar se compartirá y multiplicará aún más, y vosotros, como los doce Apóstoles, ayudaréis a Jesús a distribuirlo a la gente de hoy, en las diversas situaciones de la vida. Así, queridos monaguillos, mi última recomendación a vosotros es: ¡sed siempre amigos y apóstoles de Jesucristo!

Saludos

(En italiano)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua italiana, entre los que me complace dar la bienvenida a los participantes en el campeonato mundial de twirling y al grupo que realiza la peregrinación en bicicleta de Lurago d'Erba a Jerusalén, organizado por la Obra de don Guanella. Quiera Dios que esta iniciativa contribuya a la causa de la paz en Tierra Santa, duramente probada por los acontecimientos bélicos de estos días.

Me dirijo ahora, en particular, a los numerosos monaguillos. Queridos muchachos, también a vosotros, como a los Apóstoles, Jesús os dice: "Os he llamado amigos" (Jn 15, 15). La amistad con Jesús es el don más hermoso de la vida, y vosotros tenéis la alegría de renovarlo cada vez que desempeñáis el servicio en la liturgia. Permaneced siempre fieles a esta amistad, leyendo y meditando el Evangelio, alimentándoos de la Eucaristía y dedicando tiempo a la adoración de Cristo ante el sagrario. Así seréis auténticos discípulos del Señor, dispuestos a responder con alegría y confianza a su vocación, especialmente si os invita a dejarlo todo para ser con él "pescadores de hombres" (cf. Mc 1, 17). Queridos acólitos, estad seguros de que pido por vosotros, para que seáis siempre amigos y apóstoles de Jesús.

(En francés)

Queridos peregrinos de lengua francesa, os saludo a todos con afecto. Después de un tiempo de descanso en el Valle de Aosta, tengo la alegría de acoger a la peregrinación europea de monaguillos. Querido jóvenes, quisiera dirigiros un mensaje que podrá acompañaros en vuestra vida y en vuestro servicio. Los Apóstoles fueron testigos de Jesús porque eran sus "amigos". También vosotros sois ya apóstoles de Jesús. Cuando participáis en la liturgia, prestando vuestro servicio del altar, dais a todos un testimonio. Vuestra actitud de oración, que brota del corazón y se manifiesta mediante los gestos, el canto y vuestra participación, ya es apostolado. Estáis muy cerca de Jesús Eucaristía, que es el mayor signo de su amistad por nosotros. Valorad siempre su gran amor y su cercanía. Queridos monaguillos, ¡sed siempre amigos y apóstoles de Jesús!

(En húngaro)

Saludo con afecto a los fieles húngaros, especialmente a los monaguillos, presentes en gran número, en representación de todas las diócesis. El servicio del altar es al mismo tiempo un testimonio y un apostolado. Sed testigos de Cristo junto al altar y en vuestra vida. De corazón os bendigo. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En inglés)

Doy la bienvenida a todos los peregrinos de lengua inglesa, entre ellos los grupos de Escocia e Irlanda, Asia, Noruega y Estados Unidos. Dirijo un saludo especial a los monaguillos de lengua inglesa: ojalá que, al servir en la misa, estéis cada vez más cerca de Cristo nuestro Señor. Sobre todos vosotros invoco abundantes bendiciones de Dios.

(En español)

Saludo a los peregrinos de lengua española. La amistad con Jesús es el más hermoso don de la vida. Lo he dicho hoy a los monaguillos y os lo digo también a vosotros, para que la cultivéis en la participación litúrgica y resplandezca en todas vuestras obras.

(En portugués)

Saludo también a los peregrinos de Brasil y Portugal, principalmente de la parroquia de Santa María la Mayor de Vila Real, aquí presentes, y a los acólitos y monaguillos que participan en esta audiencia. ¡Que Dios os bendiga!

(En polaco)

Saludo cordialmente a los peregrinos polacos, y de modo particular a los monaguillos que participan en la gran peregrinación europea. Sé que en Polonia son numerosos los jóvenes que prestan el servicio del altar. Les deseo a ellos, y especialmente a los que están aquí presentes, que sean siempre amigos y apóstoles de Cristo. A todos vosotros, a los monaguillos y a sus seres queridos imparto de corazón mi bendición.

(En italiano)

Dirijo ahora un saludo especial a los enfermos y a los recién casados aquí presentes. Que el amor de Cristo sea siempre para vosotros, queridos enfermos, fuente de consuelo y de paz; y os ayude a vosotros, queridos recién casados, a hacer cada día más sólida y profunda vuestra unión.

***

Llamamiento en favor de la paz en Oriente Próximo

Invito a todos a seguir rezando por la querida y martirizada región de Oriente Próximo. En nuestros ojos están impresas las escalofriantes imágenes de los cuerpos mutilados de numerosas personas, sobre todo niños -pienso, en particular, en Caná, Líbano-. Repito una vez más que nada puede justificar el derramamiento de sangre inocente, de cualquier parte de donde venga.

Con el corazón lleno de aflicción, renuevo una vez más un apremiante llamamiento para que cesen inmediatamente todas las hostilidades y todas las violencias, a la vez que exhorto a la comunidad internacional y a cuantos están implicados más directamente en esta tragedia a crear cuanto antes las condiciones para una solución política definitiva de la crisis, capaz de ofrecer un futuro más sereno y seguro a las generaciones futuras.


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Miércoles 9 de agosto de 2006

Juan, el teólogo

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de las vacaciones comencé a esbozar pequeños retratos de los doce Apóstoles. Los Apóstoles eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús, y su camino con Jesús no era sólo un camino exterior, desde Galilea hasta Jerusalén, sino un camino interior, en el que aprendieron la fe en Jesucristo, no sin dificultad, pues eran hombres como nosotros. Pero precisamente por eso, porque eran compañeros de camino de Jesús, amigos de Jesús que en un camino no fácil aprendieron la fe, son también para nosotros guías que nos ayudan a conocer a Jesucristo, a amarlo y a tener fe en él.

Ya he hablado de cuatro de los doce Apóstoles: de Simón Pedro, de su hermano Andrés, de Santiago, el hermano de Juan, y del otro Santiago, llamado "el Menor", el cual escribió una carta que forma parte del Nuevo Testamento. Y comencé a hablar de san Juan evangelista, exponiendo en la última catequesis antes de las vacaciones los datos esenciales que trazan las fisonomía de este Apóstol. Ahora quisiera centrar la atención en el contenido de su enseñanza. Los escritos de los que quiero hablar hoy son el Evangelio y las cartas que llevan su nombre.

Un tema característico de los escritos de san Juan es el amor. Por esta razón decidí comenzar mi primera carta encíclica con las palabras de este Apóstol: "Dios es amor (Deus caritas est) y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1 Jn 4, 16). Es muy difícil encontrar textos semejantes en otras religiones. Por tanto, esas expresiones nos sitúan ante un dato realmente peculiar del cristianismo.

Ciertamente, Juan no es el único autor de los orígenes cristianos que habla del amor. Dado que el amor es un elemento esencial del cristianismo, todos los escritores del Nuevo Testamento hablan de él, aunque con diversos matices. Pero, si ahora nos detenemos a reflexionar sobre este tema en san Juan, es porque trazó con insistencia y de manera incisiva sus líneas principales. Así pues, reflexionaremos sobre sus palabras.

Desde luego, una cosa es segura: san Juan no hace un tratado abstracto, filosófico, o incluso teológico, sobre lo que es el amor. No, él no es un teórico. En efecto, el verdadero amor, por su naturaleza, nunca es puramente especulativo, sino que hace referencia directa, concreta y verificable, a personas reales. Pues bien, san Juan, como Apóstol y amigo de Jesús, nos muestra cuáles son los componentes, o mejor, las fases del amor cristiano, un movimiento caracterizado por tres momentos.

El primero atañe a la Fuente misma del amor, que el Apóstol sitúa en Dios, llegando a afirmar, como hemos escuchado, que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Juan es el único autor del Nuevo Testamento que nos da una especie de definición de Dios. Dice, por ejemplo, que "Dios es Espíritu" (Jn 4, 24) o que "Dios es luz" (1 Jn 1, 5). Aquí proclama con profunda intuición que "Dios es amor". Conviene notar que no afirma simplemente que "Dios ama" y mucho menos que "el amor es Dios". En otras palabras, Juan no se limita a describir la actividad divina, sino que va hasta sus raíces.

Además, no quiere atribuir una cualidad divina a un amor genérico y quizá impersonal; no sube desde el amor hasta Dios, sino que va directamente a Dios, para definir su naturaleza con la dimensión infinita del amor. De esta forma san Juan quiere decir que el elemento esencial constitutivo de Dios es el amor y, por tanto, que toda la actividad de Dios nace del amor y está marcada por el amor: todo lo que hace Dios, lo hace por amor y con amor, aunque no siempre podamos entender inmediatamente que eso es amor, el verdadero amor.

Ahora bien, al llegar a este punto, es indispensable dar un paso más y precisar que Dios ha demostrado concretamente su amor al entrar en la historia humana mediante la persona de Jesucristo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros. Este es el segundo momento constitutivo del amor de Dios. No se limitó a declaraciones orales, sino que —podemos decir— se comprometió de verdad y "pagó" personalmente. Como escribe precisamente san Juan, "tanto amó Dios al mundo, —a todos nosotros— que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Así, el amor de Dios a los hombres se hace concreto y se manifiesta en el amor de Jesús mismo.

San Juan escribe también: "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). En virtud de este amor oblativo y total, nosotros hemos sido radicalmente rescatados del pecado, como escribe asimismo san Juan: "Hijos míos, (...) si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero" (1 Jn 2, 1-2; cf. 1 Jn 1, 7).

El amor de Jesús por nosotros ha llegado hasta el derramamiento de su sangre por nuestra salvación. El cristiano, al contemplar este "exceso" de amor, no puede por menos de preguntarse cuál ha de ser su respuesta. Y creo que cada uno de nosotros debe preguntárselo siempre de nuevo.

Esta pregunta nos introduce en el tercer momento de la dinámica del amor: al ser destinatarios de un amor que nos precede y supera, estamos llamados al compromiso de una respuesta activa, que para ser adecuada ha de ser una respuesta de amor. San Juan habla de un "mandamiento". En efecto, refiere estas palabras de Jesús: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros" (Jn 13, 34).

¿Dónde está la novedad a la que se refiere Jesús? Radica en el hecho de que él no se contenta con repetir lo que ya había exigido el Antiguo Testamento y que leemos también en los otros Evangelios: "Ama a tu prójimo como a ti mismo" (Lv 19, 18; cf. Mt 22, 37-39; Mc 12, 29-31; Lc 10, 27). En el mandamiento antiguo el criterio normativo estaba tomado del hombre ("como a ti mismo"), mientras que, en el mandamiento referido por san Juan, Jesús presenta como motivo y norma de nuestro amor su misma persona: "Como yo os he amado".

Así el amor resulta de verdad cristiano, llevando en sí la novedad del cristianismo, tanto en el sentido de que debe dirigirse a todos sin distinciones, como especialmente en el sentido de que debe llegar hasta sus últimas consecuencias, pues no tiene otra medida que el no tener medida.

Las palabras de Jesús "como yo os he amado" nos invitan y a la vez nos inquietan; son una meta cristológica que puede parecer inalcanzable, pero al mismo tiempo son un estímulo que no nos permite contentarnos con lo que ya hemos realizado. No nos permite contentarnos con lo que somos, sino que nos impulsa a seguir caminando hacia esa meta.

Ese áureo texto de espiritualidad que es el librito de la tardía Edad Media titulado La imitación de Cristo escribe al respecto: "El amor noble de Jesús nos anima a hacer grandes cosas, y mueve a desear siempre lo más perfecto. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido por ninguna cosa baja. El amor quiere ser libre, y ajeno de toda afición mundana (...), porque el amor nació de Dios, y no puede aquietarse con todo lo criado, sino con el mismo Dios. El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no embarazado. Todo lo da por todo; y todo lo tiene en todo; porque descansa en un Sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien" (libro III, cap. 5).

¿Qué mejor comentario del "mandamiento nuevo", del que habla san Juan? Pidamos al Padre que lo vivamos, aunque sea siempre de modo imperfecto, tan intensamente que contagiemos a las personas con quienes nos encontramos en nuestro camino.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial al grupo de jóvenes de Orihuela-Alicante, a los fieles de distintas parroquias y asociaciones de España. Saludo también a la Estudiantina Real Santiago, de Querétaro, México, así como a los demás peregrinos de Latinoamérica. Os invito a contemplar el amor inmenso de Dios manifestado en Cristo, y a corresponderle con la entrega generosa de la propia vida. ¡Muchas gracias!

(En polaco)

Que la visita a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo confirme en vuestro corazón la fe, la esperanza y la caridad. A todos deseo unas felices y serenas vacaciones. Que Dios os bendiga a vosotros y a vuestros familiares. ¡Alabado sea Jesucristo!.

(En italiano)

Queridos hermanos y hermanas, mi pensamiento se dirige una vez más con preocupación a la amada región de Oriente Próximo. Con referencia al trágico conflicto en curso, recuerdo las palabras del Papa Pablo VI a la ONU, en octubre de 1965. Dijo en aquella ocasión: "¡Nunca más unos contra otros, jamás, jamás en lo sucesivo!... Si queréis ser hermanos, dejad que caigan las armas de vuestras manos". Ante los esfuerzos que se están llevando a cabo para llegar finalmente al alto el fuego y a una solución justa y duradera del conflicto, repito, con mi inmediato predecesor el gran Papa Juan Pablo II, que cuando prevalecen la razón, la buena voluntad, la confianza en el otro, la puesta en práctica de los compromisos adquiridos y la cooperación entre miembros responsables, es posible cambiar el curso de los acontecimientos (cf. Discurso al Cuerpo diplomático, 13 de enero de 2003: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de enero de 2003, p. 3). Así dijo Juan Pablo II y sus palabras siguen siendo válidas para todos. A todos renuevo la exhortación a intensificar la oración para obtener el deseado don de la paz.

Y ahora una cordial bienvenida a los peregrinos de lengua italiana. En particular, os saludo a vosotros, queridos seminaristas procedentes de diversas diócesis italianas, reunidos en Sacrofano para el encuentro veraniego de los seminaristas mayores, y os deseo que atesoréis las enseñanzas y experiencias espirituales de estos días. Os saludo también a vosotros, participantes en el campo internacional organizado por la Obra Giorgio La Pira de Florencia y os aseguro mi oración para que el Señor haga fructífera vuestra actividad cultural y religiosa. Mi pensamiento va asimismo a vosotros, jóvenes que tomáis parte en el Encuentro internacional organizado por los Frailes Menores Conventuales. Que Dios os transforme cada vez más en testigos y constructores de paz, siguiendo las huellas del Poverello de Asís.

Finalmente, como de costumbre, os saludo a vosotros, queridos jóvenes, enfermos y recién casados. Celebramos hoy la fiesta de santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, copatrona de Europa. Que esta heroica testigo del Evangelio os ayude a cada uno de vosotros a tener siempre confianza en Cristo y a encarnar en vuestra existencia su mensaje de salvación.


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Miércoles 16 de agosto de 2006

Solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestro tradicional encuentro semanal del miércoles se realiza hoy todavía en el clima de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Por tanto, quisiera invitaros a dirigir la mirada, una vez más, a nuestra Madre celestial, que ayer la liturgia nos hizo contemplar triunfante con Cristo en el cielo.

Es una fiesta muy arraigada en el pueblo cristiano, ya desde los primeros siglos del cristianismo. Como es sabido, en ella se celebra la glorificación, también corporal, de la criatura que Dios se escogió como Madre y que Jesús en la cruz dio como Madre a toda la humanidad.

La Asunción evoca un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros, porque, como afirma el concilio Vaticano II, María "brilla ante el pueblo de Dios en marcha como señal de esperanza cierta y de consuelo" (Lumen gentium, 68). Ahora bien, estamos tan inmersos en las vicisitudes de cada día, que a veces olvidamos esta consoladora realidad espiritual, que constituye una importante verdad de fe.

Entonces, ¿cómo hacer que todos nosotros y la sociedad actual percibamos cada vez más esta señal luminosa de esperanza? Hay quienes viven como si no tuvieran que morir o como si todo se acabara con la muerte; algunos se comportan como si el hombre fuera el único artífice de su propio destino, como si Dios no existiera, llegando en ocasiones incluso a negar que haya espacio para él en nuestro mundo.

Sin embargo, los grandes progresos de la técnica y de la ciencia, que han mejorado notablemente la condición de la humanidad, dejan sin resolver los interrogantes más profundos del alma humana. Sólo la apertura al misterio de Dios, que es Amor, puede colmar la sed de verdad y felicidad de nuestro corazón. Sólo la perspectiva de la eternidad puede dar valor auténtico a los acontecimientos históricos y sobre todo al misterio de la fragilidad humana, del sufrimiento y de la muerte.

Contemplando a María en la gloria celestial, comprendemos que tampoco para nosotros la tierra es una patria definitiva y que, si vivimos orientados hacia los bienes eternos, un día compartiremos su misma gloria y así se hace más hermosa también la tierra. Por esto, aun entre las numerosas dificultades diarias, no debemos perder la serenidad y la paz.

La señal luminosa de la Virgen María elevada al cielo brilla aún más cuando parecen acumularse en el horizonte sombras tristes de dolor y violencia. Tenemos la certeza de que desde lo alto María sigue nuestros pasos con dulce preocupación, nos tranquiliza en los momentos de oscuridad y tempestad, nos serena con su mano maternal. Sostenidos por esta certeza, prosigamos confiados nuestro camino de compromiso cristiano adonde nos lleva la Providencia. Sigamos adelante en nuestra vida guiados por María. ¡Gracias!

Saludos

(En francés)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa presentes esta mañana. Que la santísima Virgen María, cuya Asunción celebramos ayer, sea para vosotros y para todo el pueblo de Dios "señal de esperanza segura y de consuelo" (Lumen gentium, 68). Que en este mundo, marcado por la fragilidad humana, el sufrimiento y la muerte, nuestra Madre del cielo os ayude a penetrar cada vez más a fondo en el misterio de Dios, que es Amor, el único capaz de apagar la sed de verdad, de felicidad y de eternidad de vuestro corazón.

(En inglés)

Me alegra saludar a todos los peregrinos y visitantes de lengua inglesa presentes en esta audiencia, y en particular a los monaguillos de Malta y a los grupos de Inglaterra, Irlanda, Canadá, Nigeria y Estados Unidos. Ayer contemplamos la Asunción de la Virgen María al cielo. Este misterio nos recuerda que nuestra patria definitiva no radica aquí en la tierra, y que nuestro anhelo de felicidad sólo se colmará plenamente en la bienaventuranza eterna. Nuestra Madre del cielo, que nos guía en nuestro camino, nos ayude a afrontar con valentía y esperanza las dificultades de cada día. Os deseo una estancia feliz. Que Dios os bendiga a todos.

(En alemán)

Doy una cordial bienvenida a Castelgandolfo a todos los peregrinos y grupos de los países de lengua alemana. Entre los diversos grupos de peregrinos procedentes de Alemania saludo en particular a la comunidad de Pentling, cerca de Ratisbona, así como a la delegación de la comunidad de Corciano, hermanada con ella. A todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, os deseo de corazón unas santas y regeneradoras vacaciones aquí en Italia. Que Dios, Señor de nuestra vida, os acompañe con su amor y su gracia en todos vuestros caminos.

(En castellano)

Queridos hermanos y hermanas de lengua española, recordando la festividad de ayer, la Asunción de la Virgen María, la contemplamos triunfante con Cristo en el cielo. Esta celebración evoca un misterio que afecta a cada uno de nosotros. Como enseña el concilio Vaticano II, María "brilla ante el pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza y de consuelo" (Lumen gentium, 68). Sólo la apertura a la eternidad y al misterio de Dios, que es Amor, puede colmar la sed de verdad y felicidad de nuestro corazón. María, que sigue nuestros pasos, nos ayuda con su mano materna, especialmente en las dificultades diarias y las situaciones de dolor o violencia. Así podemos seguir confiados en nuestro camino cristiano. Gracias por vuestra atención.

(En portugués)

Saludo a los grupos de lengua portuguesa que han venido de Brasil y de Portugal. Os invito a dirigir la mirada a nuestra madre celestial, dando gracias a Dios porque ayer la liturgia nos ayudó a contemplarla triunfante con Cristo en el cielo. Con mi bendición apostólica.

(En polaco)

Saludo a los polacos aquí presentes. Este encuentro se realiza aún en el clima de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Es un misterio que nos afecta a cada uno de nosotros, porque indica que la gloria del cielo, en la que nos espera nuestra Madre llena de amor, es nuestro último destino. Que nuestras preocupaciones diarias no oscurezcan esta consoladora realidad espiritual. Mantengamos vivo en nosotros el deseo del encuentro con nuestra Madre y con su Hijo en la casa del Padre.

(En ucranio)

Quisiera saludar también, en particular a los peregrinos que han venido de Ucrania. ¡Gracias!

(En italiano)

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua italiana, en particular a las Hermanitas de la Sagrada Familia y a las Misioneras Hijas del Calvario, que en estos días celebran sus respectivos capítulos generales, así como a las Hijas de la Cruz de San Andrés y a las Hermanas de la Santa Cruz.

Por último saludo cordialmente a todos los peregrinos reunidos en la plaza de San Pedro, en Roma. Extiendo mi saludo a todos los jóvenes presentes, -y son muchos; aquí todos nos sentimos rejuvenecidos-, a los enfermos y a los recién casados. Queridos hermanos, la luz de Cristo, que ayer contemplamos reflejada en María santísima elevada al cielo, ilumine siempre vuestra vida y la haga fecunda en frutos de bien.

Quisiera concluir nuestro encuentro recordando en particular al hermano Roger Schutz, fundador de Taizé asesinado precisamente hace un año, el 16 de agosto del año pasado durante la oración de la tarde. Su testimonio de fe y de diálogo ecuménico fue una enseñanza valiosa para muchas generaciones de jóvenes. Pidamos al Señor que el sacrificio de su vida contribuya a consolidar el compromiso de paz y solidaridad de todos los que se preocupan por el futuro de la humanidad. Concluyamos como siempre esta audiencia con el canto común del padrenuestro.


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