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2011

Ultimo Aggiornamento: 15/09/2013 20:49
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"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PUEBLO DE HAITÍ
CON OCASIÓN DEL PRIMER ANIVERSARIO DEL TERREMOTO



Con ocasión del primer aniversario del terrible terremoto que arrojó a vuestro país al luto, me uno a todos vosotros, queridos haitianos, para aseguraros mi oración, en particular por cuantos fallecieron.

Deseo asimismo daros una palabra de esperanza en las circunstancias presentes, particularmente difíciles. En efecto, ahora es tiempo de reconstruir, no sólo las estructuras materiales, sino también y sobre todo la convivencia civil, social y religiosa. Confío en que el pueblo haitiano sea el primer protagonista de su historia actual y de su futuro, contando igualmente con la ayuda internacional, que ya ha dado muestras de gran generosidad a través de un apoyo económico y de los voluntarios llegados de todos los países.

Estoy presente entre vosotros mediante su eminencia el cardenal Robert Sarah, presidente del Consejo pontificio «Cor unum». Con su presencia y su voz, os lleva mi aliento y mi afecto. Os encomiendo a la intercesión de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, patrona de Haití, quien, estoy seguro, desde lo alto del cielo no permanece indiferente ante vuestras oraciones. ¡Que Dios bendiga a los haitianos!

Vaticano, 5 de enero de 2011

BENEDICTO PP XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL II CONGRESO CONTINENTAL
LATINOAMERICANO DE VOCACIONES
[CARTAGO, 31 DE ENERO-5 DE FEBRERO DE 2001]



Queridos hermanos en el Episcopado,
amados presbíteros,
religiosas, religiosos y fieles laicos

Próximamente se cumplirán 17 años del Primer Congreso Continental Latinoamericano de Vocaciones, convocado por la Santa Sede, en estrecha colaboración con el Consejo Episcopal Latinoamericano y la Confederación Latinoamericana de Religiosos. Aquel evento significó una importante ocasión para relanzar en todo el Continente la pastoral vocacional. El presente Congreso, que os disponéis a celebrar en la ciudad de Cartago, en Costa Rica, es una iniciativa de los Obispos responsables de la pastoral vocacional de América Latina y el Caribe, con la que se pretende seguir el camino ya iniciado, en el contexto de ese gran impulso misionero promovido por la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Aparecida (Documento conclusivo, 548). La gran tarea de la evangelización requiere un número cada vez mayor de personas que respondan generosamente al llamado de Dios y se entreguen de por vida a la causa del Evangelio. Una acción misionera más incisiva trae como fruto precioso, junto al fortalecimiento de la vida cristiana en general, el aumento de las vocaciones de especial consagración. De alguna manera, la abundancia de vocaciones es un signo elocuente de vitalidad eclesial, así como de la fuerte vivencia de la fe por parte de todos los miembros del Pueblo de Dios.

La Iglesia, en lo más íntimo de su ser, tiene una dimensión vocacional, implícita ya en su significado etimológico: «asamblea convocada» por Dios. La vida cristiana participa también de esta misma dimensión vocacional que caracteriza a la Iglesia. En el alma de cada cristiano resuena siempre de nuevo aquel «sígueme» de Jesús a los apóstoles, que cambió para siempre sus vidas (cf. Mt 4, 19).

En este segundo Congreso, que tiene por lema: «Maestro, en tu Palabra echaré las redes» (Lc 5, 5), los distintos agentes de pastoral vocacional de la Iglesia en América Latina y el Caribe se han reunido con el objetivo de fortalecer la pastoral vocacional, para que los bautizados asuman su llamado de ser discípulos y misioneros de Cristo, en las circunstancias actuales de esas amadas tierras. A este respecto, el Concilio Vaticano II afirma que: «toda la comunidad cristiana tiene el deber de fomentar las vocaciones, y debe procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana» (Optatam totius, 2). La pastoral vocacional ha de estar plenamente insertada en el conjunto de la pastoral general, y con una presencia capilar en todos los ámbitos pastorales concretos (Cf. V Conferencia General, Aparecida, Documento conclusivo, 314). La experiencia nos enseña que, allí donde hay una buena planificación y una práctica constante de la pastoral vocacional, las vocaciones no faltan. Dios es generoso, e igualmente generoso debería ser el empeño pastoral vocacional en todas las Iglesias particulares.

Entre los muchos aspectos que se podrían considerar para el cultivo de las vocaciones, quisiera destacar la importancia del cuidado de la vida espiritual. La vocación no es fruto de ningún proyecto humano o de una hábil estrategia organizativa. En su realidad más honda, es un don de Dios, una iniciativa misteriosa e inefable del Señor, que entra en la vida de una persona cautivándola con la belleza de su amor, y suscitando consiguientemente una entrega total y definitiva a ese amor divino (cf. Jn 15, 9.16). Hay que tener siempre presente la primacía de la vida del espíritu como base de toda programación pastoral. Es necesario ofrecer a las jóvenes generaciones la posibilidad de abrir sus corazones a una realidad más grande: a Cristo, el único que puede dar sentido y plenitud a sus vidas. Necesitamos vencer nuestra autosuficiencia e ir con humildad al Señor, suplicándole que siga llamando a muchos. Pero al mismo tiempo, el fortalecimiento de nuestra vida espiritual nos ha de llevar a una identificación cada vez mayor con la voluntad de Dios, y a ofrecer un testimonio más limpio y transparente de fe, esperanza y caridad.

Ciertamente, el testimonio personal y comunitario de una vida de amistad e intimidad con Cristo, de total y gozosa entrega a Dios, ocupa un lugar de primer orden en la labor de promoción vocacional. El testimonio fiel y alegre de la propia vocación ha sido y es un medio privilegiado para despertar en tantos jóvenes el deseo de ir tras los pasos de Cristo. Y, junto a eso, la valentía de proponerles con delicadeza y respeto la posibilidad de que Dios los llame también a ellos. Con frecuencia, la vocación divina se abre paso a través de una palabra humana, o gracias a un ambiente en el que se experimenta una fe viva. Hoy, como siempre, los jóvenes «son sensibles a la llamada de Cristo que les invita a seguirle» (Discurso en la sesión inaugural de la V Conferencia General, Aparecida, 13 mayo 2007). El mundo tiene necesidad de Dios, y por eso siempre tendrá necesidad de personas que vivan para él y que lo anuncien a los demás (cf. Carta a los seminaristas, 18 octubre 2010).

La preocupación por las vocaciones ocupa un lugar privilegiado en mi corazón y en mis oraciones. Les animo, pues, queridos hermanos y hermanas, a que se consagren con todas sus fuerzas y talentos a esta apasionante y urgente tarea, que el Señor sabrá recompensar con creces. Imploro sobre los organizadores y participantes en ese Congreso la intercesión de la Virgen María, verdadero modelo de respuesta generosa a la iniciativa de Dios, al mismo tiempo que les imparto una especial Bendición Apostólica.

Vaticano, 21 de enero de 2011

BENEDICTO PP. XVI


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Video-messaggio in occasione del 400° anniversario della fondazione dell'Università Pontificia di Santo Tomas, Manila [Filippine] (28 gennaio 2011)

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Messaggio ai partecipanti al 62a Settimana Liturgica Nazionale Italiana [Trieste, 22-26 agosto 2011] (10 agosto 2011)

Italiano


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Messaggio al Vescovo Karl-Heinz Wiesemann in occasione del 950° anniversario della dedicazione della Cattedrale di Speyer [Germania, 2 ottobre 2011] (29 settembre 2011)

Alemán


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Messaggio in occasione del quarto centenario di fondazione della "Congregatio Jesu" (3 ottobre 2011)

Alemán

[Modificato da Paparatzifan 15/09/2013 19:39]
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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA CAMPAÑA DE FRATERNIDAD EN BRASIL



Al venerado hermano
Dom Geraldo Lyrio Rocha
Arzobispo de Mariana (MG)
Presidente de la CNBB

Con viva satisfacción me uno, una vez más, a toda la Iglesia en Brasil, que se propone recorrer el itinerario penitencial de la Cuaresma como preparación para la Pascua del Señor Jesús, en el que se inserta la Campaña de fraternidad, cuyo tema este año es «Fraternidad y vida en el planeta», con una exhortación a un cambio de mentalidad y de actitudes para la salvaguardia de la creación.

Pensando en el lema de esa Campaña, «la creación gime con dolores de parto», que se hace eco de las palabras de san Pablo en su Carta a los Romanos (8, 22), podemos incluir entre los motivos de esos gemidos el daño provocado a la creación por el egoísmo humano. Con todo, también es verdad que «la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Así como el pecado destruye la creación, esta también es restaurada cuando se hacen presentes «los hijos de Dios» cuidando del mundo para que Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28).

El primer paso para una correcta relación con el mundo que nos rodea es precisamente el reconocimiento, por parte del hombre, de su condición de criatura: el hombre no es Dios, sino su imagen. Por esto, debe procurar ser más sensible a la presencia de Dios en lo que está a su alrededor: en todas las criaturas, y especialmente en la persona humana, hay una cierta epifanía de Dios. «Quien sabe reconocer en el cosmos los reflejos del rostro invisible del Creador, tendrá mayor amor a las criaturas» (Benedicto XVI, Homilía en la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, 1 de enero de 2010). El hombre sólo será capaz de respetar las criaturas en la medida en que tenga en su espíritu un sentido pleno de la vida; en caso contrario, será llevado a despreciarse a sí mismo y lo que lo rodea, a no tener respeto por el ambiente en que vive, por la creación. Por eso, la primera ecología que hay que defender es la «ecología humana» (cf. Caritas in veritate, 51). Es decir: sin una clara defensa de la vida humana, desde su concepción hasta la muerte natural; sin una defensa de la familia basada en el matrimonio entre un hombre y una mujer; sin una verdadera defensa de los excluidos y marginados por la sociedad, sin olvidar, en este contexto, a quienes lo han perdido todo, víctimas de desastres naturales, nunca se podrá hablar de una auténtica defensa del medio ambiente.

Recordando que el deber de cuidar del medio ambiente es un imperativo que nace de la conciencia de que Dios confía su creación al hombre no para que ejerza sobre ella un dominio arbitrario, sino para que la conserve y la cuide como un hijo cuida de la herencia de su padre —y Dios ha confiado a los brasileños una gran herencia—, de buen grado les imparto una propiciadora bendición apostólica.

Vaticano, 16 de febrero de 2011


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL 150º ANIVERSARIO
DE LA UNIFICACIÓN POLÍTICA DE ITALIA



Ilustrísimo señor
Giorgio Napolitano
Presidente de la República Italiana

El 150° aniversario de la unificación política de Italia me brinda la feliz ocasión de reflexionar sobre la historia de este amado país, cuya capital es Roma, ciudad en la que la divina Providencia puso la sede del Sucesor del apóstol san Pedro. Por tanto, al formularle a usted y a toda la nación, mi más cordial felicitación, me alegra compartir con usted estas consideraciones, como signo de los profundos vínculos de amistad y colaboración que unen a Italia y a la Santa Sede.

El proceso de unificación que tuvo lugar en Italia durante el siglo XIX y que ha pasado a la historia con el nombre de Risorgimento, constituyó el desenlace natural de un desarrollo de la identidad nacional comenzado mucho tiempo antes. En efecto, la nación italiana, como comunidad de personas unidas por la lengua, la cultura y los sentimientos de una misma pertenencia, aunque en la pluralidad de comunidades políticas articuladas en la península, comienza a formarse en la Edad Media. El cristianismo contribuyó de manera fundamental a la construcción de la identidad italiana a través de la obra de la Iglesia, de sus instituciones educativas y asistenciales, fijando modelos de comportamiento, configuraciones institucionales, relaciones sociales, pero también mediante una riquísima actividad artística: la literatura, la pintura, la escultura, la arquitectura, la música. Dante, Giotto, Petrarca, Miguel Ángel, Rafael, Pierluigi de Palestrina, Caravaggio, Scarlatti, Bernini y Borromini son sólo algunos nombres de una lista de grandes artistas que, a lo largo de los siglos, han dado una aportación fundamental a la formación de la identidad italiana. También las experiencias de santidad, que han constelado la historia de Italia, han contribuido fuertemente a construir esta identidad, no sólo bajo el perfil específico de una realización peculiar del mensaje evangélico, que ha marcado en el tiempo la experiencia religiosa y la espiritualidad de los italianos (piénsese en las grandes y múltiples expresiones de la piedad popular), sino también bajo un perfil cultural e incluso político. San Francisco de Asís, por ejemplo, se distingue también por su contribución a forjar la lengua nacional; santa Catalina de Siena, a pesar de ser una sencilla mujer del pueblo, ofrece un estímulo formidable a la elaboración de un pensamiento político y jurídico italiano. La aportación de la Iglesia y de los creyentes al proceso de formación y de consolidación de la identidad nacional continúa en la edad moderna y contemporánea. Incluso cuando partes de la península fueron sometidas a la soberanía de potencias extranjeras, fue precisamente gracias a esta identidad ya clara y fuerte como, a pesar de la persistencia en el tiempo de la fragmentación geopolítica, la nación italiana pudo seguir subsistiendo y siendo consciente de sí misma. Por ello, la unidad de Italia, llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XIX, pudo tener lugar no como una construcción política artificiosa de identidades diversas, sino como el desenlace político natural de una identidad nacional fuerte y arraigada, subsistente desde hacía tiempo. La comunidad política unitaria que nació como conclusión del ciclo del Risorgimento, tuvo, en definitiva, como nexo que mantenía unidas las diferencias locales que aún subsistían, precisamente la identidad nacional preexistente, a cuyo moldeamiento el cristianismo y la Iglesia dieron una contribución fundamental.

Por razones históricas, culturales y políticas complejas, el Risorgimento ha pasado como un movimiento contrario a la Iglesia, al catolicismo, a veces incluso contrario a la religión en general. Sin negar el papel de tradiciones de pensamiento diferentes, algunas marcadas por trazos jurisdiccionalistas o laicistas, no se puede desconocer la aportación del pensamiento —e incluso de la acción— de los católicos en la formación del Estado unitario. Desde el punto de vista del pensamiento político bastaría recordar todas las vicisitudes del neogüelfismo, que tuvo en Vincenzo Gioberti un ilustre representante; o pensar en las orientaciones católico-liberales de Cesare Balbo, Massimo d'Azeglio y Raffaele Lambruschini. Por el pensamiento filosófico, político y también jurídico resalta la gran figura de Antonio Rosmini, cuya influencia se ha mantenido en el tiempo, hasta dar forma a puntos significativos de la Constitución italiana vigente. Y por la literatura que tanto contribuyó a «hacer a los italianos», es decir, a darles su sentido de pertenencia a la nueva comunidad política que el proceso del Risorgimento estaba plasmando, cómo no recordar a Alessandro Manzoni, fiel intérprete de la fe y de la moral católica; o a Silvio Pellico, que, con su obra autobiográfica sobre las dolorosas vicisitudes de un patriota, supo testimoniar la conciliabilidad del amor a la Patria con una fe inquebrantable. Y también figuras de santos, como san Juan Bosco, impulsado por la preocupación pedagógica a componer manuales de historia patria, que modeló la pertenencia al instituto por él fundado sobre un paradigma coherente con una sana concepción liberal: «ciudadanos ante el Estado y religiosos ante la Iglesia».

La construcción político-institucional del Estado unitario implicó a diversas personalidades del mundo político, diplomático y militar, entre ellas algunos exponentes del mundo católico. Este proceso, al tener que afrontar inevitablemente el problema de la soberanía temporal de los Papas (pero también porque llevaba a extender a los territorios adquiridos poco a poco una legislación en materia eclesiástica de orientación fuertemente laicista), tuvo efectos desgarradores en la conciencia individual y colectiva de los católicos italianos, divididos entre los sentimientos opuestos de fidelidades nacientes de la ciudadanía, por un lado, y la pertenencia eclesial por otro. Pero debe reconocerse que, si bien fue el proceso de unificación político-institucional el que produjo ese conflicto entre Estado e Iglesia que ha pasado a la historia con el nombre de «Cuestión romana», suscitando en consecuencia la expectativa de una «Conciliación» formal, no se produjo ningún conflicto en el cuerpo social, marcado por una profunda amistad entre la comunidad civil y la comunidad eclesial. La identidad nacional de los italianos, tan fuertemente arraigada en las tradiciones católicas, constituyó en verdad la base más sólida de la unidad política conquistada. En definitiva, la Conciliación debía producirse entre las instituciones, no en el cuerpo social, donde la fe y la ciudadanía no estaban en conflicto. Incluso en los años del desgarramiento, los católicos trabajaron por la unidad del país. La abstención de la vida política, que siguió al «non expedit», dirigió las realidades del mundo católico hacia una gran toma de responsabilidad en lo social: la educación, la instrucción, la asistencia, la salud, la cooperación, la economía social, fueron ámbitos de compromiso que hicieron crecer una sociedad solidaria y fuertemente unida. La controversia que se entabló entre Estado e Iglesia con la proclamación de Roma como capital de Italia y con el fin del Estado Pontificio, era particularmente compleja. Se trataba sin duda de un caso totalmente italiano, en la medida en que sólo Italia tiene la singularidad de hospedar la sede del Papado. Por otra parte, la cuestión tenía también indudable relevancia internacional. Debe observarse que, terminado el poder temporal, la Santa Sede, aun reclamando la más plena libertad y la soberanía que le corresponde en su orden, rechazó siempre la posibilidad de una solución de la «Cuestión romana» a través de imposiciones desde el exterior, confiando en los sentimientos del pueblo italiano y en el sentido de responsabilidad y de justicia del Estado italiano. La firma de los Pactos lateranenses, el 11 de febrero de 1929, marcó la solución definitiva del problema. A propósito del final de los Estados pontificios, en el recuerdo del beato Papa Pío IX y de sus sucesores, retomo las palabras del cardenal Giovanni Battista Montini, en el discurso que pronunció en el Campidoglio el 10 de octubre de 1962: «El papado retomó con inusitado vigor sus funciones de maestro de vida y de testimonio del Evangelio, hasta llegar a gran altura en el gobierno espiritual de la Iglesia y en la irradiación en el mundo, más que nunca».

La aportación fundamental de los católicos italianos a la elaboración de la Constitución republicana de 1947 es bien conocida. Aunque el texto constitucional fue el fruto positivo de un encuentro y una colaboración entre distintas tradiciones de pensamiento, no cabe ninguna duda de que sólo los constituyentes católicos se presentaron en la histórica cita con un proyecto preciso sobre la ley fundamental del nuevo Estado italiano; un proyecto madurado dentro de la Acción católica, en particular de la FUCI y del movimiento Laureati, y de la Universidad católica del Sagrado Corazón, y objeto de reflexión y de elaboración en el Código de Camaldoli de 1945 y en la XIX Semana social de los católicos italianos del mismo año, dedicada al tema «Constitución y Constituyente». De ahí derivó un compromiso muy significativo de los católicos italianos en la política, en la actividad sindical, en las instituciones públicas, en las realidades económicas, en las expresiones de la sociedad civil, dando así una contribución muy relevante al crecimiento del país, demostrando absoluta fidelidad al Estado y dedicación al bien común, y situando a Italia en proyección europea. Luego, en los dolorosos y oscuros años del terrorismo, los católicos dieron su testimonio de sangre: ¿cómo no recordar, entre las diversas figuras, las del honorable Aldo Moro y del profesor Vittorio Bachelet? Por su parte, la Iglesia, gracias a la amplia libertad que le aseguró el Concordato lateranense de 1929, siguió dando, con sus propias instituciones y actividades, una contribución efectiva al bien común, interviniendo de modo especial en apoyo de las personas más marginadas y sufrientes, y sobre todo alimentando el cuerpo social con los valores morales que son esenciales para la vida de una sociedad democrática, justa y ordenada. El bien del país, entendido en su integridad, siempre se ha perseguido y expresado particularmente en momentos muy significativos, como en la «gran oración por Italia» convocada por el venerable Juan Pablo II el 10 de enero de 1994.

La conclusión del Acuerdo de revisión del Concordato lateranense, firmado el 18 de febrero de 1984, marcó el paso a una nueva fase de las relaciones entre Iglesia y Estado en Italia. Ese paso fue claramente advertido por mi predecesor, el cual, en el discurso pronunciado el 3 de junio de 1985, en el acto de intercambio de los instrumentos de ratificación del Acuerdo, observó que, como «instrumento de concordia y colaboración, el Concordato se encuadra ahora en una sociedad caracterizada por la competición libre de ideas y el engranaje pluralista de los varios sectores sociales; y puede y debe constituir un factor de promoción y de crecimiento fomentando una profunda unidad de ideales y sentimientos mediante la que todos los italianos se vean como hermanos en una misma patria» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 4 de agosto de 1985, p. 14). Y añadía que en el desempeño de su diaconía en favor del hombre, «la Iglesia se propone actuar con pleno respeto de la autonomía del orden político y de la soberanía del Estado. Igualmente, está atenta a que se salvaguarde la libertad de todos, condición indispensable para la construcción de un mundo digno del hombre; sólo dentro de la libertad puede este buscar plenamente la verdad y adherirse a ella sinceramente, sacando de la misma motivo e inspiración para comprometerse solidaria y unitariamente en favor del bien común» (ib.). El Acuerdo, que ha contribuido en gran medida a delinear la sana laicidad que denota al Estado italiano y su ordenamiento jurídico, ha puesto de manifiesto los dos principios supremos que están llamados a presidir las relaciones entre Iglesia y comunidad política: el de la distinción de ámbitos y el de la colaboración. Una colaboración motivada por el hecho de que, como enseñó el concilio Vaticano II, ambas, es decir, la Iglesia y la comunidad política, «aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres» (Gaudium et spes, 76). La experiencia madurada en los años de vigencia de las nuevas disposiciones de los pactos, ha mostrado una vez más a la Iglesia y a los católicos comprometidos de diversos modos en favor de la «promoción del hombre y del bien del país» que, respetando la independencia y la soberanía recíprocas, constituye un principio inspirador y orientador del Concordato en vigor (art. 1). La Iglesia es consciente no sólo de la contribución que ofrece a la sociedad civil para el bien común, sino también de lo que recibe de la sociedad civil, como afirma el concilio Vaticano II: «Quienes promueven la comunidad humana en el orden de la familia, de la cultura, de la vida económica y social, y de la vida política tanto nacional como internacional, aportan, según el designio de Dios, también una gran ayuda a la comunidad eclesial, en la medida en que esta depende de las realidades externas» (Gaudium et spes, 44).

Al repasar el largo desarrollo de la historia, hay que reconocer que la nación italiana siempre ha sentido la carga, pero al mismo tiempo el singular privilegio que supone la situación peculiar por la que la sede del sucesor de Pedro, y por tanto el centro de la cristiandad, se encuentra en Italia, en Roma. Y la comunidad nacional ha respondido siempre a esta conciencia expresando cercanía afectiva, solidaridad, ayuda a la Sede apostólica para su libertad y para secundar la realización de las condiciones favorables al ejercicio del ministerio espiritual en el mundo por parte del Sucesor de Pedro, que es Obispo de Roma y Primado de Italia. Pasadas las turbulencias causadas por la «Cuestión romana», y habiendo llegado a la anhelada Conciliación, también el Estado italiano ha ofrecido y sigue ofreciendo una valiosa colaboración, de la que la Santa Sede goza y que conscientemente agradece.

Al presentarle, señor presidente, estas reflexiones, invoco de corazón sobre el pueblo italiano la abundancia de los dones celestiales, para que siempre lo guíe la luz de la fe, fuente de esperanza y de compromiso perseverante por la libertad, la justicia y la paz.

Vaticano, 17 de marzo de 2011



BENEDICTO PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU BEATITUD BÉCHARA BOUTROS RAÏ,
PATRIARCA DE ANTIOQUÍA DE LOS MARONITAS,
PARA LA ACEPTACIÓN DE LA PETICIÓN
DE COMUNIÓN ECLESIÁSTICA





¡A Su Beatitud
Béchara Boutros Raï
Patriarca de Antioquía de los Maronitas

La elección de Su Beatitud a la sede patriarcal de Antioquía de los Maronitas es un acontecimiento muy especial para toda la Iglesia y acojo con gran alegría su petición de comunión eclesiástica. Toda la Iglesia, en particular la Iglesia Maronita, da gracias a la Santísima Trinidad por el don que les ha sido concedido en su persona, Beatitud.

Le expreso mi más fraterna y cordial felicitación. Mi ferviente oración se eleva hacia Cristo, nuestro Señor y nuestro Dios, a fin de que lo acompañe en el cumplimiento de esta nueva misión.

De todo corazón, venerable hermano, le concedo la comunión eclesiástica, de acuerdo con la tradición y los votos de la Iglesia católica. Es motivo de orgullo para su Iglesia el estar unida, desde sus orígenes, al Sucesor de Pedro. Pedro fue llamado por Jesús a conservar en la unidad, en la verdad y en el amor, a su única Iglesia. Siguiendo una bella y antigua tradición, el nombre de Pedro se añade al del Patriarca.

Estoy seguro, Beatitud, de que con los buenos consejos de su predecesor, Su Beatitud eminentísima el cardenal Nasrallah Pierre Sfeir, y la colaboración de los padres de su Sínodo patriarcal, en comunión con el Colegio episcopal y sobre todo con la fuerza de Cristo, vencedor del mal y de la muerte con su resurrección, usted tendrá todo el ardor, iluminado por la sabiduría y templado por la prudencia, para guiar a la Iglesia Maronita. Adornado con la gloria de san Marón y el cortejo de los santos libaneses, san Charbel, san Nimatullah, santa Rafqa y el beato Stéphan, podrá ir al encuentro de su Esposo, nuestro Salvador.

Que el Señor lo asista en su ministerio de «Padre y de Cabeza» para proclamar la Palabra que salva, a fin de que se viva y celebre con misericordia según las antiguas tradiciones espirituales y litúrgicas de la Iglesia Maronita. Que todos los fieles que le han sido encomendados encuentren consuelo en su solicitud paterna.

Que la santa Madre de Dios, Nuestra Señora del Líbano, la Virgen de la Anunciación, de la cual lleva usted el nombre de bautizo, haga de usted un mensajero de unidad para que la nación libanesa —también gracias a la contribución de todas la comunidades religiosas presentes en su país y con un impulso ecuménico e interreligioso— desempeñe en Oriente y en todo el mundo su papel de solidaridad y de paz.

Me despido, Beatitud, «con un beso de caridad» (1 Pt 5, 14), en el Señor Jesús, Pastor bueno y eterno y, asegurando mi oración por toda la Iglesia encomendada a su cuidado, le imparto a usted y a todos, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, mi bendición apostólica.

Vaticano, 24 de marzo de 2011



BENEDICTUS PP XVI


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VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA VELADA CONCLUSIVA DEL "ATRIO DE LOS GENTILES"
ORGANIZADA EN PARÍS POR EL CONSEJO PONTIFICIO
DE LA CULTURA

Viernes 25 de marzo de 2011



Queridos jóvenes, queridos amigos:

Sé que os habéis reunido en gran número en el atrio de Notre-Dame de París, siguiendo la invitación del cardenal André Vingt-Trois, Arzobispo de París, y del cardenal Gianfranco Ravasi, Presidente del Pontificio Consejo de la Cultura. Os saludo a todos, sin olvidar a los hermanos y amigos de la Comunidad de Taizé. Doy las gracias al Pontificio Consejo por haber acogido y dado curso a mi invitación de abrir en la Iglesia "atrios de los gentiles", una imagen que evoca el espacio abierto en la amplia explanada junto al Templo de Jerusalén, que permitía a todos los que no compartían la fe de Israel acercarse al Templo e interrogarse sobre la religión. En aquel lugar podían encontrarse con los escribas, hablar de la fe e incluso rezar al Dios desconocido. Y si, en aquella época, el atrio era al mismo tiempo un lugar de exclusión, ya que los "gentiles" no tenían derecho a entrar en el espacio sagrado, Cristo Jesús vino para "derribar el muro que separaba" a judíos y gentiles. "Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, al odio. Vino y trajo la noticia de la paz…", como San Pablo nos dice (cf. Ef 2, 14-17).

En el corazón de la Ciudad de las Luces, frente a esta magnífica obra maestra de la cultura religiosa francesa, Notre-Dame de París, se abre un gran atrio para dar un nuevo impulso al encuentro respetuoso y amistoso entre personas de convicciones diferentes. Vosotros jóvenes, creyentes y no creyentes, igual que en la vida cotidiana, esta noche queréis estar juntos para reuniros y hablar de los grandes interrogantes de la existencia humana. Hoy en día, muchos reconocen que no pertenecen a ninguna religión, pero desean un mundo nuevo y más libre, más justo y más solidario, más pacífico y más feliz. Al dirigirme a vosotros, tengo en cuenta todo lo que tenéis que deciros: los no creyentes queréis interpelar a los creyentes, exigiéndoles, en particular, el testimonio de una vida que sea coherente con lo que profesan y rechazando cualquier desviación de la religión que la haga inhumana. Los creyentes queréis decir a vuestros amigos que este tesoro que lleváis dentro merece ser compartido, merece una pregunta, merece que se reflexione sobre él. La cuestión de Dios no es un peligro para la sociedad, no pone en peligro la vida humana. La cuestión de Dios no debe estar ausente de los grandes interrogantes de nuestro tiempo.

Queridos amigos, tenéis que construir puentes entre vosotros. Aprovechad la oportunidad que se os presenta para descubrir en lo más profundo de vuestras conciencias, a través de una reflexión sólida y razonada, los caminos de un diálogo precursor y profundo. Tenéis mucho que deciros unos a otros. No cerréis vuestras conciencias a los retos y problemas que tenéis ante vosotros.

Estoy profundamente convencido de que el encuentro entre la realidad de la fe y de la razón permite que el ser humano se encuentre a sí mismo. Pero muy a menudo la razón se doblega a la presión de los intereses y a la atracción de lo útil, obligada a reconocer esto como criterio último. La búsqueda de la verdad no es fácil. Y si cada uno está llamado a decidirse con valentía por la verdad es porque no hay atajos hacia la felicidad y la belleza de una vida plena. Jesús lo dice en el Evangelio: "La verdad os hará libres".

Queridos jóvenes, es tarea vuestra lograr que en vuestros países y en Europa creyentes y no creyentes reencuentren el camino del diálogo. Las religiones no pueden tener miedo de una laicidad justa, de una laicidad abierta que permita a cada uno y a cada una vivir lo que cree, de acuerdo con su conciencia. Si se trata de construir un mundo de libertad, igualdad y fraternidad, creyentes y no creyentes tienen que sentirse libres de serlo, iguales en sus derechos de vivir su vida personal y comunitaria con fidelidad a sus convicciones, y tienen que ser hermanos entre sí. Un motivo fundamental de este atrio de los Gentiles es promover esta fraternidad más allá de las convicciones, pero sin negar las diferencias. Y, más profundamente aún, reconociendo que sólo Dios, en Cristo, libera interiormente y nos permite reencontrarnos en la verdad como hermanos.

La primera actitud que hay que tener o las acciones que podéis realizar conjuntamente es respetar, ayudar y amar a todo ser humano, porque es criatura de Dios y en cierto modo el camino que conduce a Él. Continuando lo que estáis viviendo esta noche, contribuid a derribar los muros del miedo al otro, al extranjero, al que no se os parece, miedo que nace a menudo del desconocimiento mutuo, del escepticismo o de la indiferencia. Procurad estrechar lazos con todos los jóvenes sin distinción alguna, es decir, sin olvidar a los que viven en la pobreza o en la soledad, a los que sufren por culpa del paro, padecen una enfermedad o se sienten al margen de la sociedad.

Queridos jóvenes, no es sólo vuestra experiencia de vida lo que podéis compartir, también vuestro modo de orar. Creyentes y no creyentes, presentes en este atrio del Desconocido, estáis invitados a entrar también en el espacio sagrado, a franquear el magnífico pórtico de Notre-Dame y entrar en la catedral para hacer un rato de oración. Esta oración será para algunos de vosotros una oración a un Dios conocido por la fe, pero también puede ser para otros una oración al Dios Desconocido. Queridos jóvenes no creyentes, uniéndoos a aquellos que en Notre-Dame están rezando, en este día de la Anunciación del Señor, abrid vuestros corazones a los textos sagrados, dejaos interpelar por la belleza de los cantos, y si realmente lo deseáis, dejad que los sentimientos que hay dentro de vosotros se eleven hacia el Dios Desconocido.

Me alegro de haber podido dirigirme a vosotros esta noche en esta inauguración del atrio de los Gentiles. Espero que respondáis también a otras convocatorias que os propongo, especialmente a la Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará este verano en Madrid. El Dios que los creyentes aprenden a conocer os invita a descubrirlo y vivir con Él cada vez más. ¡No tengáis miedo! Caminando juntos hacia un mundo nuevo, buscad al Absoluto y buscad a Dios, incluso vosotros para quien Dios es el Dios Desconocido. Y que Aquel que ama a todos y a cada uno de vosotros os bendiga y os guarde. Él cuenta con vosotros para cuidar de los demás y del futuro. También vosotros podéis contar con Él.


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO DE OBISPOS RESPONSABLES
DE LAS COMISIONES EPISCOPALES DE FAMILIA Y VIDA
DE AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE


Al venerado hermano
Cardenal Ennio Antonelli
Presidente del Consejo Pontificio para la Familia


Me complace saludar cordialmente a Vuestra Eminencia, así como a los demás señores cardenales, obispos y sacerdotes que participan en el encuentro de responsables de las Comisiones Episcopales de Familia y Vida de América Latina y el Caribe, que tiene lugar en Bogotá.

Como ha reiterado la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, la familia es el valor más querido por los pueblos de esas nobles tierras. Por este motivo, la pastoral familiar tiene un puesto destacado en la acción evangelizadora de cada una de las distintas Iglesias particulares, promoviendo la cultura de la vida y trabajando para que los derechos de las familias sean reconocidos y respetados.

Se constata con dolor, sin embargo, cómo los hogares sufren cada vez más situaciones adversas provocadas por los rápidos cambios culturales, por la inestabilidad social, por los flujos migratorios, por la pobreza, por programas de educación que banalizan la sexualidad y por falsas ideologías. No podemos quedar indiferentes ante estos retos. En el Evangelio encontramos luz para responder a ellos sin desanimarnos. Cristo con su gracia nos impulsa a trabajar con diligencia y entusiasmo para acompañar a cada uno de los miembros de las familias en el descubrimiento del proyecto de amor que Dios tiene sobre la persona humana. Ningún esfuerzo, por tanto, será inútil para fomentar cuanto contribuya a que cada familia, fundada en la unión indisoluble entre un hombre y una mujer, lleve a cabo su misión de ser célula viva de la sociedad, semillero de virtudes, escuela de convivencia constructiva y pacífica, instrumento de concordia y ámbito privilegiado en el que, de forma gozosa y responsable, la vida humana sea acogida y protegida, desde su inicio hasta su fin natural. Vale la pena también continuar animando a los padres en su derecho y obligación fundamental de educar a las nuevas generaciones en la fe y en los valores que dignifican la existencia humana.

No dudo que la misión continental promovida en Aparecida, y que tantas esperanzas está despertando por doquier, sirva para avivar en los amados países latinoamericanos y del Caribe la pastoral matrimonial y familiar. La Iglesia cuenta con los hogares cristianos, llamándolos a ser un verdadero sujeto de evangelización y de apostolado e invitándolos a tomar conciencia de su valiosa misión en el mundo.

Aliento, pues, a todos los participantes en esta significativa reunión a desarrollar en sus reflexiones las grandes líneas pastorales marcadas por los episcopados congregados en Aparecida, favoreciendo así que la familia pueda vivir un profundo encuentro con Cristo a través de la escucha de su Palabra, la oración, la vida sacramental y el ejercicio de la caridad. De este modo, se le ayudará a poner en práctica una sólida espiritualidad que propicie en todos sus miembros una decidida aspiración a la santidad, sin miedo a mostrar la belleza de los altos ideales y las exigencias éticas y morales de la vida en Cristo. Para promover esto, es necesario incrementar la formación de todos aquellos que, de una u otra forma, se dedican a la evangelización de las familias. Así mismo, es importante trazar caminos de colaboración con todos los hombres y mujeres de buena voluntad para seguir tutelando intensamente la vida humana, el matrimonio y la familia en toda la región.

Concluyo expresando mi afecto y solidaridad a todas las familias de América Latina y el Caribe, en particular a aquellas que se hallan en situaciones de dificultad. A la vez que encomiendo a la poderosa protección de la Santísima Virgen María los frutos de esta loable iniciativa, les imparto de corazón la implorada Bendición Apostólica, que extiendo complacido a cuantos están comprometidos en la evangelización y promoción del bien de las familias.


Vaticano, 28 de marzo de 2011


BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES



A su excelencia profesora
Mary Ann Glendon
Presidenta de la Academia pontificia de ciencias sociales

Me complace saludarla a usted y a los miembros de la Academia pontificia de ciencias sociales con ocasión de su decimoséptima sesión plenaria sobre el tema: «Derechos universales en un mundo diversificado. La cuestión de la libertad religiosa».

Como he observado en varias ocasiones, las raíces de la cultura cristiana occidental siguen siendo profundas; fue esta cultura la que dio vida y espacio a la libertad religiosa, y la que sigue alimentando la libertad de religión y la libertad de culto, garantizada constitucionalmente, de las que muchos pueblos disfrutan hoy. Debido sobre todo a su negación sistemática por parte de los regímenes ateos del siglo XX, estas libertades fueron reconocidas y consagradas por la comunidad internacional en la Declaración universal de derechos humanos de las Naciones Unidas. Hoy estos derechos humanos fundamentales de nuevo están amenazados por actitudes e ideologías que impedirían la libre expresión religiosa. En consecuencia, en nuestros días se debe afrontar una vez más el desafío de defender y promover el derecho a la libertad de religión y a la libertad de culto. Por esta razón, doy las gracias a la Academia por su contribución a este debate.

El anhelo de verdad y de sentido y la apertura a lo trascendente están profundamente inscritos en nuestra naturaleza humana. Nuestra naturaleza nos impulsa a afrontar las cuestiones de máxima importancia para nuestra existencia. Hace muchos siglos, Tertuliano acuñó la expresión libertas religionis (cf. Apologeticum, 24, 6). Subrayó que a Dios se le debe adorar libremente, y que en la naturaleza de la religión está el no admitir coerciones, «nec religionis est cogere religionem» (Ad Scapulam, 2, 2). Dado que el hombre goza de la capacidad de una elección libre y personal en la verdad, y dado que Dios espera del hombre una respuesta libre a su llamada, el derecho a la libertad religiosa debe considerarse como inherente a la dignidad fundamental de toda persona humana, en sintonía con la innata apertura del corazón humano a Dios. De hecho, la auténtica libertad de religión permitirá a la persona humana alcanzar su plenitud, contribuyendo así al bien común de la sociedad. El concilio Vaticano II, consciente de la evolución de la cultura y de la sociedad, propuso un renovado fundamento antropológico de la libertad religiosa. Los padres conciliares afirmaron de que todos los hombres «se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo la verdad religiosa» (Dignitatis humanae, 2). La verdad nos hace libres (cf. Jn 8, 32) y esta misma verdad debe descubrirse y asumirse libremente. El Concilio tuvo el cuidado de aclarar que esta libertad es un derecho del que cada persona goza naturalmente, y que, por lo tanto, también debe ser protegido y fomentado por la legislación civil.

Por supuesto, cada Estado tiene el derecho soberano de promulgar su propia legislación y de expresar diferentes actitudes hacia la religión en la ley. Por ello, hay algunos Estados que permiten una amplia libertad religiosa según nuestra interpretación de la palabra, mientras que otros la restringen por varias razones, entre ellas la desconfianza respecto a la propia religión. La Santa Sede sigue haciendo llamamientos para que todos los Estados reconozcan el derecho humano fundamental a la libertad religiosa, y los insta a respetar, y si fuera necesario, proteger a las minorías religiosas que, aunque vinculadas a una religión diferente de la de la mayoría que las rodea, aspiran a vivir con sus conciudadanos de modo pacífico y a participar plenamente en la vida civil y política de la nación, en beneficio de todos.

Por último, deseo expresar mi sincera esperanza de que en estos días vuestra pericia en los campos del derecho, de las ciencias políticas, de la sociología y de la economía converja para aportar nuevos puntos de vista sobre esta importante cuestión y, por tanto, produzca mucho fruto ahora y en el futuro. Durante este tiempo santo, invoco sobre vosotros la abundancia de la alegría y la paz de la Pascua, y de buen grado le imparto a usted, a monseñor Sánchez Sorondo y a todos los miembros de la Academia mi bendición apostólica.

Vaticano, 29 de abril de 2011



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15/09/2013 19:53


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS LECTORES DE L'OSSERVATORE ROMANO CON OCASIÓN
DE LA BEATIFICACIÓN DEL PAPA JUAN PABLO II



A los lectores de L'Osservatore Romano, a los fieles de Roma y a los peregrinos procedentes del mundo entero, llegue mi más cordial bienvenida en el día de la beatificación del Papa Juan Pablo II. Que esta fiesta de la fe sea una preciosa ocasión para abrir las puertas a Cristo y una fuerte invitación a vivir, con la generosidad del nuevo beato, el Evangelio del amor.

A todos llegue mi bendición.



BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA PLENARIA DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA



Al venerado hermano Señor cardenal William Levada
Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica

Me es grato enviarle a usted, al secretario y a todos los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica mi cordial saludo con ocasión de la asamblea plenaria anual. Esa Comisión se ha reunido por tercera vez, ocupándose del tema que se le ha encomendado: «Inspiración y verdad en la Biblia».

Este tema constituye uno de los puntos principales de mi exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, que lo trata en su parte inicial (cf. n. 19). «Un concepto clave —escribí en ese Documento— para comprender el texto sagrado como Palabra de Dios en palabras humanas es ciertamente el de la inspiración» (ib.). Precisamente la inspiración, como actividad de Dios, hace que en las palabras humanas se exprese la Palabra de Dios. En consecuencia, el tema de la inspiración es «decisivo para una adecuada aproximación a las Escrituras y para su correcta hermenéutica» (ib.). De hecho, una interpretación de la Sagrada Escritura que descuide u olvide su inspiración no tiene en cuenta su característica más importante y valiosa, la de su procedencia de Dios.

Una interpretación semejante no accede y no deja acceder a la Palabra de Dios en las palabras humanas y, por tanto, pierde el inestimable tesoro que la Sagrada Escritura contiene para nosotros. Este tipo de enfoque se ocupa de palabras meramente humanas, aunque puedan ser, de modo diverso según los diferentes escritos, palabras de extraordinaria profundidad y belleza. En el debate sobre la inspiración se trata de la naturaleza íntima y del decisivo y distintivo significado de las Sagradas Escrituras, es decir, de su calidad de Palabra de Dios.

En la misma exhortación apostólica, recordé además que «los padres sinodales han destacado la conexión entre el tema de la inspiración y el de la verdad de las Escrituras. Por eso, la profundización en el proceso de la inspiración llevará también sin duda a una mayor comprensión de la verdad contenida en los libros sagrados» (ib.). Según la constitución conciliar Dei Verbum, Dios nos dirige su Palabra para «revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9)» (n. 2). Mediante su Palabra Dios nos quiere comunicar toda la verdad sobre sí mismo y sobre su proyecto de salvación para la humanidad. El esfuerzo por descubrir cada vez más la verdad de los Libros Sagrados equivale, por tanto, a intentar conocer cada vez mejor a Dios y el misterio de su voluntad salvífica.

«Ciertamente, la reflexión teológica ha considerado siempre la inspiración y la verdad como dos conceptos clave para una hermenéutica eclesial de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, hay que reconocer la necesidad actual de profundizar adecuadamente en esta realidad, para responder mejor a lo que exige la interpretación de los textos sagrados según su naturaleza» (Verbum Domini, 19). Al afrontar el tema «Inspiración y verdad de la Biblia», la Pontificia Comisión Bíblica está llamada a dar su contribución específica y cualificada a esta profundización necesaria. De hecho, es esencial y fundamental para la vida y la misión de la Iglesia que los textos sagrados sean interpretados según su naturaleza: la inspiración y la verdad son características constitutivas de esta naturaleza. Por eso vuestro empeño tendrá gran utilidad para la vida y misión de la Iglesia.

Por último, quiero sólo mencionar el hecho de que en una buena hermenéutica no es posible aplicar de modo mecánico el criterio de la inspiración, así como el de la verdad absoluta, extrapolando una frase o expresión. El contexto en el que es posible percibir la Sagrada Escritura como Palabra de Dios es el de la unidad de la historia de Dios, en una totalidad en la que los distintos elementos se iluminan recíprocamente y se abren a la comprensión.

A la vez que deseo a cada uno una fructuosa prosecución de los trabajos, por último quiero manifestar mi gran aprecio por la actividad desarrollada por la Comisión Bíblica para promover el conocimiento, el estudio y la acogida de la Palabra de Dios en el mundo. Con estos sentimientos os encomiendo a cada uno a la protección materna de la Virgen María, a la que con toda la Iglesia invocamos como Sedes Sapientiae, y de corazón le imparto a usted, venerado hermano, y a todos los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, una especial bendición apostólica.

Vaticano, 2 de mayo de 2011

BENEDICTO PP XVI


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VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA INAUGURACIÓN DE LA XIV FERIA INTERNACIONAL
DEL LIBRO DE SANTO DOMINGO



Saludo cordialmente el señor presidente de la República, a las autoridades presentes, a los participantes en el acto inaugural de la decimocuarta Feria internacional del libro de Santo Domingo y a toda la amada nación dominicana. Agradezco a los responsables de esta iniciativa la amable invitación que han dirigido a la Santa Sede para participar en ella como invitada de honor, precisamente en este año en que se conmemora el quinto centenario de la erección canónica de la diócesis de Santo Domingo, una de las tres primeras en tierras americanas. Este prestigioso evento dará, sin duda, la oportunidad a multitud de personas de apreciar una significativa muestra de la producción literaria de la Iglesia católica y su gran aportación a la cultura y al pueblo dominicano, que se aprecia en figuras como la de monseñor Francisco Arnáiz y el padre José Luis Sáez, a los que la Feria concede un puesto destacado.

Decía el venerable Papa Pío XII que el oficio de un buen libro es educar a una comprensión más profunda de las cosas, a pensar y a reflexionar.

Dios mismo ha querido que el Verbo asumiera nuestra débil naturaleza para hacerse comprensible y cercano a los hombres, y ha dispuesto que la única y eterna Palabra divina se expresase, por inspiración del Espíritu Santo, en palabras humanas que pudieran ser plasmadas en forma de libro para que, a través de las Sagradas Escrituras, pudiese llegar a todos la Buena Noticia de la salvación. Que él les conceda a todos contribuir eficazmente a conservar y difundir también lo mejor del espíritu humano a través de los libros, legado perenne para todos los hombres. Pido al Todopoderoso que haga dar abundantes frutos a esa Feria del libro y bendiga a los hijos e hijas de ese país.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA NACIONAL
DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA



Queridos amigos de la Acción católica italiana

Estáis reunidos en vuestra asamblea general sobre el tema: «Vivir la fe, amar la vida. El compromiso educativo de la Acción católica», para reafirmar vuestro amor a Cristo y a la Iglesia y renovar el camino de vuestra asociación, con el compromiso de asumir plenamente vuestra responsabilidad laical al servicio del Evangelio. Sois muchachos, jóvenes y adultos que se ponen a disposición del Señor en la Iglesia con un compromiso solemne, público, en comunión con los pastores, para dar un buen testimonio en todos los ámbitos de la vida. Vuestra presencia es capilar en las parroquias, en las familias, en los barrios, en los ambientes sociales: una presencia que vivís en la cotidianidad y en la aspiración a la santidad. Vuestros niños y muchachos, adolescentes y jóvenes quieren ser activos y felices, generosos y valientes, como el beato Pier Giorgio Frassati. Tenéis el impulso de dedicaros a la construcción de la ciudad de todos y la valentía de servir en las instituciones, como Vittorio Bachelet, como el beato Alberto Marvelli y como Giuseppe Toniolo, que pronto será proclamado beato. En vuestro proyecto de formación humana y cristiana queréis ser amigos fieles de Cristo, como las beatas Pierina Morosini y Antonia Mesina, como la venerable Armida Barelli. Queréis reavivar nuestras comunidades con niños fascinantes por la pureza de su corazón, como Antonietta Meo, capaces de atraer también a sus padres a Jesús. Cuando recibo a vuestros muchachos con ocasión de la Navidad o del mes de la paz, quedo siempre admirado de la autenticidad con la que comunican la alegría del Señor.

En octubre del año pasado me reuní con vuestros adolescentes y jóvenes, comprometidos y alegres, amantes de la verdadera libertad que los lleva a una vida generosa, a un apostolado directo. Tienen ante sí el ejemplo de hombres y mujeres contentos con su fe, que quieren acompañar a las nuevas generaciones con amor, con sabiduría y con la oración, que pretenden construir con paciencia tejidos de vida comunitaria y afrontar los problemas más urgentes de la vida cotidiana de la familia: la defensa de la vida, el sufrimiento de las separaciones y del abandono, la solidaridad en las desgracias, la acogida de los pobres y de los que no tienen patria. Os acompañan consiliarios que saben bien lo que significa educar en la santidad. En las diócesis estáis llamados a colaborar con vuestros obispos, de manera constante, fiel y directa, en la vida y en la misión de la Iglesia. Todo esto no nace espontáneamente, sino con una respuesta generosa a la llamada de Dios a vivir con plena responsabilidad el Bautismo, la dignidad del ser cristianos. Por eso formáis parte de una asociación con ideales y cualidades precisas como los indica el concilio ecuménico Vaticano II: una asociación que tiene la finalidad apostólica de la Iglesia, que colabora con la jerarquía, que se manifiesta como cuerpo orgánico y que recibe de la Iglesia un mandato explícito (cf. Apostolicam actuositatem, 20). Queridos amigos, sobre la base de lo que sois, siguiendo los pasos de mis venerados predecesores, quiero confiaros algunas indicaciones de compromiso.

1. La perspectiva educativa

En la línea marcada por los obispos para las Iglesias que están en Italia, estáis llamados de modo especial a valorar vuestra vocación educativa. La Acción católica es una fuerza educativa cualificada, sostenida por buenos instrumentos, por una tradición más que centenaria. Sabéis educar a los niños y a los muchachos con vuestra asociación, sabéis llevar a cabo itinerarios educativos con adolescentes y jóvenes, sois capaces de una formación permanente para los adultos. Vuestra acción será más incisiva si, como ya hacéis, trabajáis aún más entre vosotros con una perspectiva profundamente unitaria y favorecéis la colaboración con otras fuerzas educativas tanto eclesiales como civiles. Para educar es necesario ir más allá de la ocasión, del momento inmediato, y construir, con la colaboración de todos, un proyecto de vida cristiana fundado en el Evangelio y en el magisterio de la Iglesia, poniendo en el centro una visión integral de la persona. Vuestro proyecto formativo es válido para muchos cristianos y hombres de buena voluntad, sobre todo si pueden ver en vosotros modelos de vida cristiana, de compromiso generoso y gozoso, de interioridad profunda y de comunión eclesial.

2. La propuesta de la santidad

Vuestras asociaciones han de ser gimnasios de santidad, en donde os entrenéis con dedicación plena a la causa del reino de Dios, en un planteamiento de vida profundamente evangélico que os caracteriza como como laicos creyentes en los ámbitos de la vida cotidiana. Esto exige oración intensa, tanto comunitaria como personal, escucha continua de la Palabra de Dios y asidua vida sacramental. Es necesario hacer que el término «santidad» sea un palabra común, no excepcional, que no designe sólo estados heroicos de vida cristiana, sino que indique en la realidad de todos los días una respuesta decidida y disponibilidad a la acción del Espíritu Santo.

3. La formación para el compromiso cultural y político

Santidad para vosotros significa también entregarse al servicio del bien común según los principios cristianos, ofreciendo en la vida de la ciudad presencias cualificadas, gratuitas, rigurosas en los comportamientos, fieles al magisterio eclesial y orientadas al bien de todos. Por tanto, la formación para el compromiso cultural y político representa para vosotros una labor importante que exige un pensamiento plasmado por el Evangelio, capaz de argumentar ideas y propuestas válidas para los laicos. Este es un compromiso que se realiza ante todo a partir de la vida cotidiana, de madres y padres que afrontan los nuevos desafíos de la educación de los hijos, de trabajadores y de estudiantes, de centros de cultura orientados al servicio del crecimiento de todos. Italia ha atravesado períodos históricos difíciles y ha salido de ellos fortalecida, entre otras razones gracias a la entrega incondicional de laicos católicos, comprometidos en la política y en las instituciones. Hoy la vida pública del país exige una ulterior respuesta generosa por parte de los creyentes, para que pongan a disposición de todos, sus capacidades y fuerzas espirituales, intelectuales y morales.

4. Un amplio compromiso en el gran cambio del mundo y del Mediterráneo

Os pido, por último, que seáis generosos, acogedores, solidarios y sobre todo comunicadores de la belleza de la fe. Muchos hombres, mujeres y jóvenes entran en contacto con nuestro mundo, que conocen superficialmente, deslumbrados por imágenes ilusorias, y necesitan no perder la esperanza, no perder su dignidad. Tienen necesidad de pan, de trabajo, de libertad, de justicia, de paz, de que se reconozcan sus inderogables derechos de hijos de Dios. Tienen necesidad de fe, y nosotros podemos ayudarles, respetando sus convicciones religiosas, en un intercambio libre y sereno, ofreciendo con sencillez, franqueza y celo nuestra fe en Jesucristo. En la construcción de la historia de Italia, la Acción católica —como escribí al presidente de la República con ocasión del 150˚ aniversario de la unidad de Italia— ha desempeñado un gran papel, esforzándose por mantener unidos el amor a la patria y la fe en Dios. Arraigada en todo el territorio nacional, también hoy puede contribuir a crear una cultura popular, generalizada, positiva, y formar personas responsables, capaces de ponerse al servicio del país, precisamente como en el período en el que se elaboró la Carta constitucional y se reconstruyó el país después de la segunda guerra mundial. La Acción católica puede ayudar a Italia a responder a su vocación peculiar, situada en el Mediterráneo, encrucijada de culturas, de aspiraciones, de tensiones que exigen una gran fuerza de comunión, de solidaridad y de generosidad. Italia siempre ha ofrecido a los pueblos cercanos y lejanos la riqueza de su cultura y de su fe, de su arte y de su pensamiento. Hoy vosotros, laicos cristianos, estáis llamados a ofrecer con convicción la belleza de vuestra cultura y las razones de vuestra fe, así como la solidaridad fraterna, para que Europa esté a la altura del desafío de la época actual.

A la vez que expreso a toda la Asamblea mis mejores deseos, saludo al presidente, profesor Franco Miano; al consiliario general, monseñor Domenico Sigalini; y a todos los delegados. Y a cada uno y a la gran familia de la Acción católica italiana envío una especial bendición apostólica.

Vaticano, 6 de mayo de 2011



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CARTA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN EL 150º ANIVERSARIO DE FUNDACIÓN
DE L'OSSERVATORE ROMANO



Al ilustrísimo señor
Profesor Giovanni Maria Vian
Director de «L’Osservatore Romano»

Para un periódico diario ciento cincuenta años de vida son un período realmente considerable, un largo y significativo camino lleno de alegrías, de dificultades, de compromiso, de satisfacciones y de gracia. Por tanto, este importante aniversario de «L’Osservatore Romano» —cuyo primer número salió con fecha de 1 de julio de 1861— es ante todo motivo de acción de gracias a Dios pro universis beneficiis suis; es decir, por todo lo que su Providencia ha dispuesto en este siglo y medio, durante el cual el mundo ha cambiado profundamente, y por lo que dispone hoy, cuando los cambios son continuos y cada vez más rápidos, sobre todo en el campo de la comunicación y de la información.

Al mismo tiempo, este feliz aniversario brinda también la ocasión para algunas reflexiones sobre la historia y el papel de ese periódico, llamado habitualmente «el diario del Papa». Así pues —como dijo Pío XI, de venerada memoria, en 1936, hace exactamente setenta y cinco años—, se nos invita a «analizar, por una parte, el camino recorrido y, por otra, el que queda por recorrer», subrayando sobre todo la singularidad y la responsabilidad de un diario que desde hace un siglo y medio da a conocer el Magisterio de los Papas y es uno de los instrumentos privilegiados al servicio de la Santa Sede y de la Iglesia.

«L’Osservatore Romano» surgió en un contexto difícil y decisivo para el Papado, con la conciencia y la voluntad de defender y sostener las razones de la Sede Apostólica, que parecía amenazada por fuerzas hostiles. Fundado por iniciativa privada con el apoyo del Gobierno pontificio, este folio vespertino se definió «político-religioso», proponiéndose como objetivo la defensa del principio de justicia, con la convicción, fundada en la palabra de Cristo, de que el mal no tendrá la última palabra. Ese objetivo y esa convicción se expresaron con los dos célebres lemas latinos —el primero, tomado del derecho romano; y el segundo, del texto evangélico— que, desde el primer número de 1862, se leen bajo su cabecera: Unicuique suum y, sobre todo, Non praevalebunt (Mt 16, 18).

En 1870 el fin del poder temporal —percibido luego como providencial a pesar de atropellos y actos injustos sufridos por el Papado— no arrastró consigo a «L’Osservatore Romano», ni hizo inútiles su presencia y su función. Más aún, quince años más tarde, la Santa Sede decidió adquirir su propiedad. El control directo del diario por parte de la autoridad pontificia aumentó con el tiempo su prestigio y autoridad, que crecieron ulteriormente a continuación, sobre todo por la línea de imparcialidad y valentía mantenida frente a las tragedias y los horrores que marcaron la primera mitad del siglo XX, eco «fiel de una institución internacional y supranacional», como escribió el cardenal Gasparri en 1922.

Se sucedieron entonces acontecimientos trágicos: la primera guerra mundial, que devastó Europa cambiando su rostro; la consolidación de los totalitarismos, con ideologías nefastas que negaban la verdad y oprimían al hombre; y, por último, los horrores del Holocausto y de la segunda guerra mundial. En esos años tremendos, y luego durante el período de la guerra fría y de la persecución anticristiana llevada a cabo por los regímenes comunistas en muchos países, a pesar de la escasez de medios y de fuerzas, el diario de la Santa Sede supo informar con honradez y libertad, sosteniendo la obra valiente de Benedicto XV, de Pío XI y de Pío XII en defensa de la verdad y de la justicia, único fundamento de la paz.

De la segunda guerra mundial «L’Osservatore Romano» pudo así salir con la cabeza alta, como enseguida reconocieron voces laicas autorizadas y como en 1961, con ocasión del centenario del diario, escribió el cardenal Montini, que dos años después llegaría a ser Papa con el nombre de Pablo VI: «Sucedió como cuando en una sala se apagan todas las luces, y sólo queda encendida una: todas las miradas se dirigen hacia la que quedó encendida; y por suerte esa era la luz vaticana, la luz serena y flameante, alimentada por la luz apostólica de Pedro. “L’Osservatore” se presentó entonces como lo que, en esencia, es siempre: un faro orientador».

En la segunda mitad del siglo XX el diario comenzó a circular en todo el mundo a través de una serie de ediciones periódicas en distintas lenguas, que ya no se imprimen sólo en el Vaticano: actualmente son ocho, entre las cuales, desde 2008, también la versión en malayalam publicada en la India, la primera enteramente en caracteres no latinos. A partir de ese mismo año, en una época difícil para los medios de comunicación tradicionales, la difusión está sostenida por la unión con otras cabeceras en España, en Italia y en Portugal, y ahora también por una presencia en internet cada vez más eficaz.

Diario «singularísimo» por sus características únicas, «L’Osservatore Romano», en este siglo y medio, ante todo ha dado cuenta del servicio prestado a la verdad y a la comunión católica por parte de la Sede del Sucesor de Pedro. Así, el periódico ha recogido puntualmente las intervenciones pontificias, ha seguido los dos Concilios celebrados en el Vaticano y las numerosas Asambleas sinodales, expresión de la vitalidad y de la riqueza de dones de la Iglesia, pero no se ha olvidado nunca de evidenciar también la presencia, la obra y la situación de las comunidades católicas en el mundo, que a veces viven en condiciones dramáticas.

En este tiempo —marcado a menudo por la falta de puntos de referencia y por la exclusión de Dios del horizonte de muchas sociedades, incluso de antigua tradición cristiana— el periódico de la Santa Sede se presenta como un «diario de ideas», como un órgano de formación y no sólo de información. Por eso debe saber mantener fielmente la tarea llevada a cabo en este siglo y medio, con atención también al Oriente cristiano, al irreversible compromiso ecuménico de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, a la búsqueda constante de amistad y colaboración con el judaísmo y con las demás religiones, al debate y a la confrontación cultural, a la voz de las mujeres y a los temas bioéticos que plantean cuestiones decisivas para todos. Continuando la apertura a nuevas firmas —entre ellas las de un número cada vez mayor de colaboradoras— y acentuando la dimensión y el alcance internacionales presentes desde los orígenes del periódico, después de ciento cincuenta años de una historia de la que puede sentirse orgulloso, «L’Osservatore Romano» sabe expresar así la cordial amistad de la Santa Sede hacia la humanidad de nuestro tiempo, en defensa de la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios y redimida por Cristo.

Por todo esto, deseo expresar mi gratitud a todos los que, desde 1861 hasta hoy, han trabajado en el diario de la Santa Sede: a los directores, a los redactores y a todo el personal. A usted, señor director, y todos los que colaboran actualmente en este entusiasmante, comprometedor y benemérito servicio a la verdad y a la justicia, así como a los bienhechores y a los que lo sostienen, aseguro mi constante cercanía espiritual y les envío de corazón una especial bendición apostólica.

Vaticano, 24 de junio de 2011

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ORDEN DE CLÉRIGOS REGULARES SOMASCOS
EN EL QUINTO CENTENARIO DE LA PRODIGIOSA LIBERACIÓN
DE LA CÁRCEL DE SAN JERÓNIMO EMILIANI



Al reverendo padre
Franco Moscone, C.R.S.
Prepósito general de la Orden de los Clérigos Regulares Somascos

He sabido con viva complacencia que esa Orden se prepara para celebrar con un año jubilar un aniversario feliz e importante para su historia y su carisma. El próximo 27 de septiembre, de hecho, se celebrará el quinto centenario de la prodigiosa liberación de la cárcel, por obra de María santísima, del fundador, san Jerónimo Emiliani, patrono universal de los huérfanos y de la juventud abandonada: un evento prodigioso que, al mismo tiempo, cambió el curso de una historia humana y dio inicio a una experiencia de vida consagrada sumamente significativa para la historia de la Iglesia.

La vida del laico Jerónimo Miani, veneciano, fue como «refundada» en la noche del 27 de septiembre de 1511, cuando, después de un sincero voto de cambiar de conducta, hecho a la Virgen Grande de Treviso, por intercesión de la Madre de Dios, quedó liberado de los grilletes de la prisión, que él mismo colocó después ante el altar de la Virgen.

«Dirupisti vincula mea» (Sal 116, 16). El versículo del Salmo expresa la auténtica revolución interior que tuvo lugar tras aquella liberación, vinculada a las tormentosas vicisitudes políticas de la época. Constituyó una renovación integral de la personalidad de Jerónimo: fue liberado, por intervención divina, de los lazos del egoísmo, del orgullo, de la búsqueda de la afirmación personal, de modo que su existencia, en un primer momento centrada sobre todo en los bienes temporales, se orientó únicamente hacia Dios, amado y servido de manera particular en la juventud huérfana, enferma y abandonada.

Orientado por sus vicisitudes familiares, a causa de las cuales se había convertido en tutor de todos sus sobrinos que habían quedado huérfanos, san Jerónimo maduró la idea de que la juventud, sobre todo la más necesitada, no puede quedar abandonada, sino que para crecer sana necesita un requisito esencial: el amor. En él el amor superaba el ingenio, y dado que era un amor que brotaba de la caridad misma de Dios, estaba lleno de paciencia y de comprensión: atento, tierno y dispuesto al sacrificio, como el de una madre.

La Iglesia del siglo XVI, dividida por el cisma protestante, en búsqueda de una seria reforma también en su seno, gozó de un nuevo florecimiento de santidad que fue la primera y más original respuesta a los impulsos de renovación. El testimonio de los santos muestra que hay que confiar sólo en Dios, pues las pruebas, tanto a nivel personal como institucional, sirven para incrementar la fe. Dios tiene sus planes, incluso cuando no logramos comprender sus disposiciones.

La atención a la juventud y a su educación humana y cristiana, que caracteriza el carisma de los Somascos, sigue siendo un compromiso de la Iglesia, en todo tiempo y lugar. Es necesario que en su crecimiento las nuevas generaciones no sólo se alimenten de nociones culturales y técnicas, sino sobre todo del amor, que vence al individualismo y al egoísmo y hace atentos a las necesidades de todo hermano y hermana, incluso cuando no puede recibir nada a cambio, más aún, especialmente en esos casos. El ejemplo luminoso de san Jerónimo Emiliani, al que el beato Juan Pablo II definió «laico animador de laicos», ayuda a interesarse por toda pobreza de nuestra juventud, moral, física, existencial, y ante todo, por la pobreza de amor, raíz de todo serio problema humano.

Seguirá guiándonos con su apoyo la Virgen María, modelo insuperable de fe y de caridad. Que ella, del mismo modo que rompió las cadenas que tenían prisionero a san Jerónimo, con su materna bondad siga liberando a los hombres de los lazos del pecado y de la prisión de una vida privada del amor a Dios y a los hermanos, ofreciendo las llaves que nos abren el corazón de Dios a nosotros y nuestro corazón a Dios.

Con estos sentimientos, le imparto a usted, reverendo padre, a todos los miembros de la Familia Somasca, y a cuantos se unan con fe a las celebraciones jubilares, una especial bendición apostólica.

Castelgandolfo, 20 de julio de 2011

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MENSAJE DEL CARD. SECRETARIO DE ESTADO TARCISIO BERTONE,
EN NOMBRE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI,
CON OCASIONE DE LA 32ª EDICIÓN
DEL MEETING PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS

(Rímini, 21-27 de agosto de 2011)

10 agosto 2011



A Su Excelencia Reverendísima
Mons. Francesco Lambiasi
Obispo de Rímini

Excelencia reverendísima, también este año tengo la alegría de transmitir el cordial saludo del Santo Padre a vuestra excelencia, a los organizadores y a todos los participantes en el Meeting para la amistad entre los pueblos, que se realiza en estos días en Rímini. El tema escogido para la edición 2011 —«Y la existencia se llena de una inmensa certidumbre»— suscita interrogantes diversos y profundos: ¿Qué es la existencia? ¿Qué es la certeza? Y sobre todo: ¿cuál es el fundamento de la certeza, sin la cual el hombre no puede vivir? Sería interesante entrar en la riquísima reflexión que la filosofía, desde sus albores, ha desarrollado en torno a la experiencia del existir, del ser, llegando a conclusiones importantes, pero con frecuencia también contradictorias y parciales.

Sin embargo, podemos ir directamente a lo esencial partiendo de la etimología latina del término existencia: ex sistere. Heidegger, interpretándola como un «no permanecer», puso de relieve el carácter dinámico de la vida del hombre. Pero ex sistere evoca en nosotros al menos otros dos significados, todavía más descriptivos de la experiencia humana del existir y que, en cierto sentido, están en el origen del dinamismo analizado por Heidegger. La partícula ex nos hace pensar en una proveniencia y, al mismo tiempo, en una separación. La existencia sería, por lo tanto, un «estar, siendo provenientes de» y, al mismo tiempo, un «ir más allá», casi un «trascender» que define de modo permanente el mismo «estar». Tocamos aquí el nivel más originario de la vida humana: su creaturalidad, su ser estructuralmente dependiente de un origen, su ser querido por alguien hacia el cual, casi inconscientemente, tiende.

Monseñor Luigi Giussani, que con su fecundo carisma está en el origen de la manifestación de Rímini, insistió con frecuencia en esta dimensión fundamental del hombre. Y con razón, porque precisamente de la conciencia de esa dimensión deriva la certeza con que el hombre afronta la existencia. El reconocimiento de su propio origen y la «proximidad» de este mismo origen a todos los momentos de la existencia son la condición que permite al hombre una auténtica maduración de su personalidad, una mirada positiva hacia el futuro y una fecunda incidencia histórica. Este es un dato antropológico verificable ya en la experiencia cotidiana: un niño está tanto más cierto y seguro cuanto más experimenta la cercanía de sus padres. Pero precisamente en el ejemplo del niño entendemos que, por sí sólo, el reconocimiento del propio origen y, consecuentemente, de la propia dependencia estructural no basta. Incluso podría parecer un peso del cual conviene librarse, como la historia ha demostrado ampliamente. Lo que hace «fuerte» al niño es la certeza del amor de sus padres. Es necesario, por lo tanto, entrar en el amor de quien nos ha querido para poder experimentar el carácter positivo de la existencia. Si falta una de las dos, la conciencia del origen y la certeza de la meta de bien al que el hombre está llamado, resulta imposible explicar el dinamismo profundo de la existencia y comprender al hombre. Ya en la historia del pueblo de Israel, sobre todo en la experiencia del éxodo descrita en el Antiguo Testamento, se comprueba que la fuerza de la esperanza deriva de la presencia paterna de Dios que guía a su pueblo, de la memoria viva de sus acciones y de la promesa luminosa acerca del futuro.

El hombre no puede vivir sin una certeza sobre su propio destino. «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente» (Benedicto XVI, Spe salvi, 2). Pero, ¿sobre qué certeza puede el hombre fundar razonablemente la propia existencia? ¿Cuál es, en definitiva, la esperanza que no defrauda? Con la venida de Cristo la promesa que alimentaba la esperanza del pueblo de Israel llega a su cumplimiento, asume un rostro personal. En Cristo Jesús el destino del hombre ha sido arrancado definitivamente de la nebulosidad que lo rodeaba. A través del Hijo, con el poder del Espíritu Santo, el Padre nos ha desvelado definitivamente el futuro positivo que nos espera. «El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras» (ib. 7).

Cristo resucitado, presente en su Iglesia, en los sacramentos y con su Espíritu, es el fundamento último y definitivo de la existencia, la certeza de nuestra esperanza. Él es el eschaton ya presente, aquel que hace de la existencia misma un acontecimiento positivo, una historia de salvación en la que cada circunstancia revela su verdadero significado en relación con lo eterno. Si falta esta consciencia, es fácil caer en los peligros del actualismo, en el sensacionalismo de las emociones, en donde todo se reduce a fenómeno, o de la desesperación, en la que cada circunstancia parece sin sentido. Entonces la existencia se convierte en una búsqueda afanosa de acontecimientos, de novedades pasajeras, que, al final, defraudan. Sólo la certeza que nace de la fe permite al hombre vivir de modo intenso el presente y, al mismo tiempo, trascenderlo, descubriendo en él los reflejos de lo eterno, al que el tiempo está ordenado. Sólo el reconocimiento de la presencia de Cristo, fuente de la vida y destino del hombre, es capaz de despertar en nosotros la nostalgia del Paraíso y proyectarnos así con confianza hacia el futuro, sin temores y sin falsas ilusiones.

Los dramas del siglo pasado han demostrado ampliamente que cuando falta la esperanza cristiana, es decir, cuando falta la certeza de la fe y el deseo de las «cosas últimas», el hombre se pierde y se convierte en víctima del poder, empieza a pedir la vida a quien no la puede dar. Una fe sin esperanza ha provocado el surgimiento de una esperanza sin la fe, intramundana. Hoy más que nunca los cristianos, estamos llamados a dar razón de nuestra esperanza, a testimoniar en el mundo el «más allá» sin el cual todo permanece incomprensible. Pero para esto es necesario «renacer», como dijo Jesús a Nicodemo, dejarse regenerar por los sacramentos y por la oración, redescubrir en ellos el cauce de toda auténtica certeza. La Iglesia, haciendo presente en el tiempo el misterio de la eternidad de Dios, es el sujeto adecuado de esta certeza. En la comunidad eclesial la pro-existencia del Hijo de Dios nos alcanza; en ella la vida eterna, a la que toda la existencia está destinada, se hace experimentable ya desde ahora. «La inmortalidad cristiana —afirmaba a comienzos del siglo pasado el padre Festugière— tiene como carácter propio el ser la expansión de una amistad». ¿Qué es, de hecho, el Paraíso, sino la realización definitiva de la amistad con Cristo y entre nosotros? En esta perspectiva, prosigue el religioso francés, «poco importa a continuación dónde se encuentre uno. El cielo es en verdad allí donde está Cristo. Así, el corazón que ama no desea otra alegría sino la de vivir siempre junto al amado». La existencia, por tanto, no es un avanzar ciego, sino un ir al encuentro de aquel que nos ama. Sabemos, por tanto, a dónde vamos, hacia quién nos dirigimos, y esto orienta toda la existencia.

Excelencia, deseo que estos breves pensamientos puedan ser de ayuda para quienes participan en el Meeting. Su Santidad Benedicto XVI asegura a todos, con afecto, su recuerdo en la oración y, deseando que la reflexión de estos días refuerce la certeza de que sólo Cristo ilumina plenamente nuestra existencia humana, envía de corazón a usted, a los responsables y a los organizadores de la manifestación, así como a todos los presentes, una bendición apostólica especial. También yo aprovecho la circunstancia para expresarles mi más cordial saludo.


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CARDENAL ARZOBISPO DE MUNICH Y FREISING
CON OCASIÓN DEL ENCUENTRO INTERNACIONAL
DE ORACIÓN POR LA PAZ



A mi venerado hermano
cardenal Reinhard Marx
arzobispo de Munich y Freising

Dentro de pocas semanas será el aniversario de los veinticinco años de la invitación dirigida por el beato Juan Pablo II a los representantes de las diversas religiones del mundo a reunirse en Asís para un encuentro internacional de oración por la paz. A partir de aquel memorable acontecimiento, año tras año, la Comunidad de San Egidio realiza un encuentro por la paz, para profundizar en el espíritu de paz y de reconciliación, con el fin de que Dios, en la oración, nos transforme en hombres de paz. Me alegra que el encuentro de este año se realice en Munich, ciudad de la que fui obispo, en vísperas de mi viaje a Alemania y en preparación a la ceremonia de conmemoración del vigésimo quinto aniversario de la oración mundial por la paz en Asís, que tendrá lugar el próximo mes de octubre. Con mucho gusto aseguro mi cercanía espiritual a los organizadores y a los participantes en el encuentro de Munich y dirijo de corazón a ellos todos mis mejores deseos para que este acontecimiento sea bendecido.

El tema del encuentro por la paz «Bound to live together» / «Convivir - nuestro destino» nos recuerda que nosotros, seres humanos, estamos vinculados unos a otros. Este vivir juntos es, en definitiva, una sencilla predisposición que deriva directamente de nuestra condición humana. Por lo tanto, nuestra tarea es darle un contenido positivo. Vivir juntos puede transformarse en un vivir los unos contra los otros, puede llegar a ser un infierno si no aprendemos a acogernos los unos a los otros, si cada uno no quiere ser otra cosa que sí mismo. Pero abrirse a los demás, estar disponible para los demás puede ser también un don. Así, todo depende de la forma de entender la predisposición a vivir juntos como compromiso y como don, de encontrar el camino verdadero de la convivencia. Este vivir juntos, que en otros tiempos podía limitarse a una región, hoy se vive a nivel universal. El sujeto de la convivencia es hoy toda la humanidad. Encuentros como el que tuvo lugar en Asís y el que se realiza ahora en Munich son ocasiones en las cuales las religiones pueden interrogarse a sí mismas y preguntarse cómo llegar a ser fuerzas de la convivencia.

Cuando nos reunimos entre cristianos, recordamos por la fe bíblica que Dios es el creador de todos los hombres; sí, Dios desea que formemos una única familia, en la cual todos somos hermanos y hermanas. Recordamos que Cristo anunció la paz a los lejanos y a los cercanos (Ef 2, 16 s). Debemos aprenderlo continuamente. El sentido fundamental de estos encuentros es que nosotros debemos dirigirnos a los cercanos y a los lejanos con el mismo espíritu de paz que Cristo nos ha mostrado. Debemos aprender a vivir no los unos al lado de los otros, sino los unos con los otros; o sea, debemos aprender a abrir el corazón a los demás, permitir que nuestros semejantes compartan nuestras alegrías, esperanzas y preocupaciones. El corazón es el lugar donde el Señor se hace cercano a nosotros. Por ello, la religión, centrada en el encuentro del hombre con el misterio divino, está vinculada de manera esencial a la cuestión de la paz. Si la religión fracasa en el encuentro con Dios, si abaja a Dios a nuestro nivel en lugar de elevarnos hacia él; si lo hace, en cierto sentido, una propiedad nuestra, entonces, de esta forma, puede contribuir a la disolución de la paz. En cambio, si la religión conduce a lo divino, al creador y redentor de todos los hombres, entonces se convierte en una fuerza de paz. Sabemos que también en el cristianismo existen distorsiones prácticas de la imagen de Dios, que han llevado a la destrucción de la paz. Con mayor razón estamos todos llamados a dejar que el Dios divino nos purifique, para convertirnos en hombres de paz.

Nunca debemos desfallecer en nuestros esfuerzos comunes en favor de la paz. Por ello, las múltiples iniciativas en todo el mundo, como el encuentro anual de oración por la paz de la Comunidad de San Egidio, y otras semejantes, tienen un gran valor. El campo en el cual debe prosperar el fruto de la paz debe ser cultivado siempre. A menudo no podemos hacer otra cosa más que preparar incesantemente y con numerosos pequeños pasos el terreno para la paz en nosotros y en torno a nosotros; pensando también en los grandes desafíos con los que no sólo cada uno se confronta, sino toda la humanidad, como las migraciones, la globalización, las crisis económicas y la tutela de la creación. En fin, sabemos que la paz no puede ser simplemente «hecha», sino que siempre es también «donada». «La paz es un don de Dios y al mismo tiempo un proyecto que realizar, pero que nunca se cumplirá totalmente» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2011, 15: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 2011, p. 5). Precisamente por esto es necesario el testimonio común de todos aquellos que buscan a Dios con corazón puro, para realizar siempre más la idea de una convivencia pacífica entre todos los hombres. Desde el primer encuentro de Asís, hace 25 años, se desarrollaron y se desarrollan muchas iniciativas para la reconciliación y para la paz, que colman de esperanza. Lamentablemente, se han perdido muchas ocasiones, se han dado muchos pasos hacia atrás. Terribles actos de violencia y terrorismo han sofocado, en repetidas circunstancias, la esperanza de la convivencia pacífica de la familia humana en los albores del tercer milenio, antiguos conflictos anidan bajo las cenizas o estallan nuevamente y a ellos se suman nuevos enfrentamientos y nuevos problemas. Todo esto nos muestra claramente que la paz es un mandato permanente confiado a nosotros y, al mismo tiempo, un don que se ha de pedir. Es en este sentido que el encuentro por la paz de Munich y los coloquios que tendrán lugar allí pueden contribuir a promover la comprensión recíproca y la convivencia, preparando así un camino siempre nuevo a la paz en nuestro tiempo. Por esto, invoco sobre todos los participantes en el encuentro por la paz de este año en Munich la bendición de Dios todopoderoso.

Castelgandolfo, 1 de septiembre de 2011



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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON MOTIVO DEL 50º ANIVERSARIO DE ADVENIAT



A mi venerado hermano
monseñor Franz-Josef Overbeck
Obispo de Essen

Con alegría he sabido que la Acción episcopal Adveniat celebra en estos días su 50º aniversario y dirijo saludos afectuosos y bendiciones a todos los que han llegado a Essen para esta ocasión.

Durante el tiempo de Adviento de 1961, los obispos alemanes destinaron, por primera vez, la colecta de Navidad, realizada en todo el territorio federal, a los proyectos pastorales de la Iglesia en América Latina. De esta fiel relación entre la Iglesia alemana y los hermanos y hermanas de América del sur y de América central nació la Acción episcopal Adveniat. A través de sus donaciones generosas y de su compromiso incondicional, los católicos alemanes han llevado a cabo innumerables proyectos de ayuda en los países de América Latina. Esta expresión generosa de caridad cristiana merece un sincero reconocimiento.

El nombre Adveniat es el programa. De hecho, la Acción episcopal tomó el nombre de la súplica del Padrenuestro Adveniat regnum tuum, «Venga tu reino». El reino de Dios es introducido entre nosotros por la encarnación de Jesús y de igual manera los cristianos están llamados a colaborar en la edificación de este reino. En este sentido, Adveniat permite al rostro de Cristo, humano y divino, resplandecer cada vez más en América Latina y coopera decididamente en el desarrollo de una sociedad vital y digna de vivir en la justicia y en la paz. A través de innumerables proyectos socio-caritativos y de programas de formación, las personas pobres y sin recursos han recibido un gran apoyo. La colaboración con vistas al reino de Dios tiene una dimensión esencialmente espiritual. En el Padrenuestro, Cristo nos enseña a rezar por la venida del Reino. No lo podemos hacer sencillamente porque es sobre todo un don. El reino de Dios y la obra de Cristo van unidos. Se realizan allí donde, a través del anuncio de la Buena Nueva y la celebración de los sacramentos, se verifica el encuentro con él, el Redentor y Salvador de los hombres. Él mismo es la fuente de paz y el dador de la salvación. Él no permite que nuestro esfuerzo social sea sólo material, exterior y vacío, sino que lo colma de espíritu y vida desde el interior. La Acción episcopal Adveniat quiere dirigirse siempre al hombre en su integridad, en sus necesidades naturales y sobrenaturales. Entonces el reino de Dios surge verdaderamente en medio de nosotros.

Ya el beato Papa Juan XXIII, en su carta del 11 de enero de 1961 a los obispo de Alemania, agradecía la sabia decisión de «ayudar a América Latina». Hoy quiero renovar este agradecimiento y deciros de todo corazón a vosotros y a todos los católicos de Alemania un Vergelt’s Gott por estos cincuenta años de ayuda fructífera. Con alegría acompaño la obra ulterior de Adveniat en favor de las personas de América Latina con mis oraciones, en especial a Nuestra Señora de Guadalupe, así como a los santos patronos de América Latina. Os imparto de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 4 de octubre de 2011.

BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL II CONGRESO NACIONAL DE LA FAMILIA
EN EL ECUADOR (9-12 NOVIEMBRE 2011)



Al venerado hermano
Antonio Arregui Yarza
Arzobispo metropolitano de Guayaquil
Presidente de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana

Con ocasión del Segundo Congreso Nacional de la Familia, saludo con afecto a los pastores y fieles de la Iglesia en Ecuador que, dentro del contexto de la Misión Continental auspiciada en Aparecida por el Episcopado Latinoamericano y del Caribe y en preparación al VII Encuentro Mundial de las Familias, que tendrá lugar en Milán, se proponen llevar a cabo un proceso de reflexión del Evangelio que permita a los matrimonios y hogares cristianos responder a su identidad, vocación y misión.

El tema del Congreso, «La familia ecuatoriana en misión: el trabajo y la fiesta al servicio de la persona y del bien común», reconoce que la familia, nacida del pacto de amor y de la entrega total y sincera de un hombre y una mujer en el matrimonio, no es una realidad privada, encerrada en sí misma. Ella por vocación propia presta un servicio maravilloso y decisivo al bien común de la sociedad y a la misión de la Iglesia. En efecto, la sociedad no es una mera suma de individuos, sino el resultado de relaciones entre las personas, hombre-mujer, padres-hijos, entre hermanos, que tienen su base en la vida familiar y en los vínculos de afecto que de ella se derivan. Cada familia entrega a la sociedad, a través de sus hijos, la riqueza humana que ha vivido. Con razón se puede afirmar que de la salud y calidad de la relaciones familiares depende la salud y calidad de las mismas relaciones sociales.

En este sentido, el trabajo y la fiesta atañen particularmente y están hondamente vinculados a la vida de las familias: condicionan sus elecciones, influyen en las relaciones entre los cónyuges y entre los padres e hijos, e inciden en los vínculos de la familia con la sociedad y con la Iglesia.

A través del trabajo, el hombre se experimenta a sí mismo como sujeto, partícipe del proyecto creador de Dios. De ahí que la falta de trabajo y la precariedad del mismo atenten contra la dignidad del hombre, creando no sólo situaciones de injusticia y de pobreza, que frecuentemente degeneran en desesperación, criminalidad y violencia, sino también crisis de identidad en las personas. Es urgente, pues, que surjan por doquier medidas eficaces, planteamientos serios y atinados, así como una voluntad inquebrantable y franca que lleve a encontrar caminos para que todos tengan acceso a un trabajo digno, estable y bien remunerado, mediante el cual se santifiquen y participen activamente en el desarrollo de la sociedad, conjugando una labor intensa y responsable con tiempos adecuados para una rica, fructífera y armoniosa vida familiar. Un ambiente hogareño sereno y constructivo, con sus obligaciones domésticas y con sus afectos, es la primera escuela del trabajo y el espacio más indicado para que la persona descubra sus potencialidades, acreciente sus ansias de superación y dé curso a sus más nobles aspiraciones. Además, la vida familiar enseña a vencer el egoísmo, a nutrir la solidaridad, a no desdeñar el sacrificio por la felicidad del otro, a valorar lo bueno y recto, y a aplicarse con convicción y generosidad en aras del bienestar común y el bien recíproco, siendo responsables de cara a sí mismos, a los demás y al medio ambiente.

La fiesta, por su parte, humaniza el tiempo abriéndolo al encuentro con Dios, con los demás y con la naturaleza. De ahí que las familias necesiten recuperar el genuino sentido de la fiesta, especialmente del domingo, día del Señor y del hombre. En la celebración eucarística dominical, la familia experimenta aquí y ahora la presencia real del Señor Resucitado, recibe la vida nueva, acoge el don del Espíritu, incrementa su amor a la Iglesia, escucha la divina Palabra, comparte el Pan eucarístico y se abre al amor fraterno.

Con estos sentimientos, a la vez que reitero mi cercanía y cordialidad a los queridísimos hijos e hijas de esa Nación, confío los frutos de este Congreso a la poderosa intercesión de Nuestra Señora de la Presentación del Quinche, celestial patrona del Ecuador, y, como prenda de abundantes favores divinos, imparto complacido a todos los presentes la implorada Bendición Apostólica.

Vaticano, 1 de noviembre de 2011

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MENSAJE DEL CARD. TARCISIO BERTONE,
EN NOMBRE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI,
A LOS OBISPOS Y FIELES DE URUGUAY CON OCASIÓN
DEL 50 ANIVERSARIO DE LA CORONACIÓN CANÓNICA
DE NUESTRA SEÑORA DE LOS TREINTA Y TRES ORIENTALES





Al conmemorarse solemnemente el 50° aniversario de la coronación canónica de Nuestra Señora de los Treinta y Tres Orientales, celestial patrona del Uruguay, Su Santidad Benedicto XVI saluda cordialmente a los obispos, sacerdotes, seminaristas y fieles de ese amado país, que, en tan fausta circunstancia, renuevan su filial amor a la Virgen santísima bajo esa entrañable advocación, a la vez que le presentan confiados su ferviente alabanza y humilde súplica.

Asimismo, el Sumo Pontífice les exhorta a acrecentar la devoción a la Madre de Dios, tan intensamente vivida en el seno de las familias y comunidades cristianas de esa bendita tierra, que se goza en el bicentenario del proceso de emancipación oriental, para que, siguiendo fielmente el ejemplo de la Reina del cielo, acojan con docilidad el Evangelio y se dediquen asiduamente a la plegaria. De este modo, encontrarán fuerzas para ser auténticos discípulos y misioneros de Jesucristo, permaneciendo hondamente arraigados en la fe, firmes en el amor a la Iglesia y siempre dispuestos a colaborar con todos en la construcción de una sociedad cada vez más justa, fraterna y solidaria. Con estos nobles sentimientos, y al tiempo que invoca sobre los queridísimos hijos e hijas de esa nación la protección de María, Estrella de la esperanza, el Santo Padre les imparte con afecto una especial bendición apostólica, prenda de copiosos favores divinos.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PATRIARCA ECUMÉNICO BARTOLOMÉ I
PARA LA FIESTA DE SAN ANDRÉS



A Su Santidad Bartolomé I,
Arzobispo de Constantinopla
Patriarca ecuménico

«Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe» (Rm 15, 13).

En la comunión de la fe que hemos recibido de los Apóstoles y en la caridad fraterna que nos vincula, me uno de todo corazón a la solemne celebración que Su Santidad preside en la fiesta del apóstol y mártir san Andrés, hermano de Pedro y santo protector del Patriarcado ecuménico, para desear a Su Santidad, a los miembros del Santo Sínodo, al clero y a todos los fieles, una abundancia de dones celestiales y de bendiciones divinas. Mis oraciones, como las de todos los hermanos y hermanas católicos, acompañan a las vuestras para invocar de Dios, nuestro Padre, que ama a su Iglesia y la ha edificado sobre el fundamento de los Apóstoles, la paz en el mundo entero, la prosperidad de la Iglesia y la unidad de todos los que creen en Cristo. La delegación que le he enviado, guiada por mi venerado hermano el cardenal Kurt Koch, a quien he encomendado este mensaje de felicitación, constituye el signo tangible de mi participación y le lleva el saludo fraterno de la Iglesia de Roma.

Conservo aún muy vivo en mi corazón el recuerdo de nuestro último encuentro, cuando fuimos juntos, como peregrinos de la paz, a la ciudad de Asís, para reflexionar sobre la profunda relación que une la búsqueda sincera de Dios y de la verdad a la búsqueda de la paz y de la justicia en el mundo. Doy gracias al Señor que me ha permitido reforzar con Su Santidad los vínculos de amistad sincera y de fraternidad auténtica que nos unen, y dar testimonio al mundo entero de la amplia visión que compartimos en lo que respecta a las responsabilidades a las que estamos llamados como cristianos y pastores del rebaño que Dios nos ha encomendado.

Las circunstancias actuales, sean de orden cultural, social, económico, político o ecológico, proponen a los católicos y a los ortodoxos exactamente el mismo desafío. El anuncio del misterio de la salvación, a través de la muerte y la resurrección de Jesucristo, hoy necesita ser renovado con fuerza en numerosas regiones, que fueron las primeras en acoger la luz y que ahora sufren los efectos de una secularización capaz de empobrecer al hombre en su dimensión más profunda. Ante la urgencia de una tarea semejante, tenemos el deber de ofrecer a toda la humanidad la imagen de personas que han adquirido una madurez en la fe, capaces de reunirse a pesar de las tensiones humanas, gracias a la búsqueda común de la verdad, conscientes de que el futuro de la evangelización depende del testimonio de unidad que la Iglesia da y de la calidad de la caridad, como nos enseña el Señor en la oración que nos dejó: «Que todos sean uno... para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Para mí es un motivo de gran consuelo constatar que también Su Santidad, desde que fue llamado al ministerio de arzobispo de Constantinopla y de Patriarca ecuménico, hace veinte años, siempre se ha interesado por la cuestión del testimonio de la Iglesia y de su santidad en el mundo contemporáneo.

Santidad, en el día en que celebramos la fiesta del apóstol Andrés, elevamos una vez más nuestra ferviente súplica al Señor para que nos conceda progresar a lo largo del camino de la paz y de la reconciliación. Que podamos, por la intercesión de san Andrés y de los santos Pedro y Pablo, respectivamente santos patronos de la Iglesia de Constantinopla y de la Iglesia de Roma, recibir el don de la unidad que proviene de lo alto.

Con estos sentimientos de fe, de caridad y de esperanza, le formulo nuevamente, Santidad, mis votos más fervientes e intercambio con usted un abrazo fraterno en Cristo nuestro Señor.

Vaticano, 24 de noviembre de 2011

BENEDICTO XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CARDENAL GIANFRANCO RAVASI
CON OCASIÓN DE LA XVI SESIÓN PÚBLICA
DE LAS ACADEMIAS PONTIFICIAS



Al venerado hermano
Cardenal Gianfranco Ravasi
Presidente del Consejo pontificio para la cultura

Con ocasión de la XVI sesión pública de las Academias pontificias me alegra enviarle mi cordial saludo, que de buen grado extiendo a los presidentes y a los académicos, en particular a usted, venerado hermano, como presidente del Consejo de coordinación. De igual modo, dirijo mi saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los señores embajadores y a todos los participantes en este significativo encuentro.

De hecho, la sesión pública anual de las Academias pontificias se ha convertido en una tradición consolidada, en la que se brinda tanto la oportunidad de un encuentro entre los miembros de las diversas Academias reunidas en el Consejo de coordinación, como la oportunidad de valorizar, a través del Premio de las Academias pontificias, instituido por mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo II, el 23 de noviembre de 1996, a cuantos, ya sea jóvenes estudiosos o artistas, ya sea instituciones, con su investigación y su compromiso cultural, contribuyen a promover un nuevo humanismo cristiano.

Por tanto, deseo darle las gracias por la atención que presta a todas y cada una de las Academias, y por el impulso que ha querido transmitirles para que sean, verdadera y eficazmente, instituciones de cualificado nivel académico al servicio de la Santa Sede y de toda la Iglesia.

La XVI sesión pública ha sido organizada por la Pontificia Academia Romana de Arqueología y por la Pontificia Academia «Cultorum Martyrum» que cuentan con una historia más que secular, rica en extraordinarias figuras de arqueólogos, estudiosos y cultivadores de la antigüedad cristiana y de las memorias de los mártires.

El tema propuesto para esta sesión pública, «Testimonios y testigos. Los martyria y los campeones de la fe», nos ofrece la ocasión para reflexionar sobre un elemento que me interesa particularmente: la historicidad del cristianismo y su entrelazamiento continuo con la historia para transformarla en profundidad gracias a la levadura del Evangelio y de la santidad vivida y testimoniada.

La investigación histórica, y sobre todo la investigación arqueológica, tienden a examinar cada vez más meticulosamente, y con instrumentos de investigación muy avanzados, las memorias, los testimonios del pasado; entre estos, revisten un interés particular para nosotros los de las antiguas comunidades cristianas.

Es evidente que se trata de testimonios materiales, constituidos por todos aquellos elementos —edificios eclesiales, cementerios, epígrafes y esculturas, frescos y decoraciones, y todo tipo de manufacturas— que, si se estudian y se comprenden según metodologías correctas, nos permiten redescubrir muchos aspectos de la vida de las generaciones pasadas, así como de la experiencia de fe de las antiguas comunidades cristianas, que deja huellas cada vez más consistentes en el ambiente donde se la vive.

Hoy la investigación arqueológica puede valerse de extraordinarios medios tecnológicos para las diversas fases de excavación y de búsqueda sobre el terreno, así como para la recuperación de manufacturas deterioradas por el tiempo y por las más adversas condiciones de conservación. Pienso, por ejemplo, en el uso de las imágenes satelitales, que se prestan a múltiples formas de análisis, produciendo resultados impensables hasta hace unos decenios; o en la aplicación de la técnica del láser en la recuperación de frescos recubiertos de incrustaciones, como sucedió recientemente en la catacumba romana de Santa Tecla, donde se descubrieron frescos de excepcional valor histórico y artístico, entre ellos antiquísimas imágenes de los Apóstoles.

Pero la tecnología, por más útil que sea, no basta por sí sola. Son necesarias, ante todo, una competencia real de los investigadores, madurada mediante estudios profundos y arduas prácticas, y su pasión auténtica por la investigación, motivada precisamente por el interés por la experiencia humana y, en consecuencia, también religiosa, que primero está oculta y después se revela a través de los testimonios materiales, entendidos precisamente como testimonios, es decir, como mensajes que nos llegan del pasado y que, interpelando nuestra inteligencia y nuestra conciencia, contribuyen a ahondar nuestros conocimientos y, en definitiva, también la visión del presente y de nuestra existencia misma.

Si esto vale para toda investigación arqueológica, con mayor razón vale cuando se estudian los monumentos cristianos y, particularmente, los martyria, los testimonios arqueológicos y monumentales que atestiguan el culto de la comunidad cristiana a un campeón de la fe, a un mártir.

Entre los numerosos lugares arqueológicos donde afloran los signos de la presencia cristiana, uno sobresale entre todos y suscita un interés singular: Tierra Santa, con las diversas localidades donde se ha concentrado la actividad de investigación arqueológica. El territorio, ya fuertemente marcado por la presencia del pueblo de Israel, es también el ámbito por excelencia donde buscar los signos de la presencia histórica de Cristo y de la primera comunidad de sus discípulos. La actividad de investigación arqueológica realizada en los últimos decenios en Tierra Santa, gracias al compromiso de grandes y apasionados investigadores, como por ejemplo el padre Bagatti, el padre Corbo y el recientemente fallecido padre Piccirillo, ha permitido descubrimientos y logros muy notables, contribuyendo así a definir cada vez mejor las coordenadas histórico-geográficas tanto de la presencia judaica como de la presencia cristiana.

Otro polo estratégico de la investigación arqueológica es ciertamente la ciudad de Roma con su territorio, donde las memorias cristianas se superponen y se entrelazan con las de la civilización romana. Aquí, en Roma, pero también en muchas otras localidades donde el cristianismo se difundió ya en los primeros siglos de nuestra era, aún hoy se pueden admirar y estudiar numerosos elementos monumentales, comenzando precisamente por los martyria, que no solo atestiguan una genérica presencia cristiana, sino sobre todo un fuerte testimonio de los cristianos y de quienes entregaron su vida por Cristo, los mártires. Monumentos arquitectónicos, tumbas particularmente importantes y decoradas con esmero, reestructuración de recorridos en catacumbas o incluso en ciudades, así como tantos otros elementos artísticos, testimonian que la comunidad cristiana, desde sus orígenes, ha querido exaltar las figuras de los campeones de la fe como modelos y puntos de referencia para todos los bautizados.

Las numerosísimas intervenciones monumentales y artísticas dedicadas a los mártires, documentadas precisamente por los hallazgos arqueológicos y por todas las demás investigaciones relacionadas, surgen de una convicción siempre presente en la comunidad cristiana, tanto de ayer como de hoy: el Evangelio habla al corazón del hombre y se transmite sobre todo con el testimonio vivo de los creyentes. El anuncio de la novedad cristiana, de la belleza de la fe en Cristo, necesita personas que, con su coherencia de vida y su fidelidad, testimoniada si fuera necesario con el don de sí mismas, manifiesten la primacía absoluta del Amor sobre cualquier otra instancia. Si observamos con atención el ejemplo de los mártires, de los valientes testigos de la antigüedad cristiana, así como de los numerosísimos testigos de nuestro tiempo, nos damos cuenta de que son personas profundamente libres, libres de componendas y de vínculos egoístas, conscientes de la importancia y de la belleza de su vida, y precisamente por eso capaces de amar a Dios y a los hermanos de manera heroica, mostrando la medida elevada de la santidad cristiana.

Los campeones de la fe, lejos de representar un modelo en conflicto con el mundo y con las realidades humanas, anuncian y testimonian, al contrario, el amor rico en misericordia y en condescendencia de Dios Padre que en Cristo crucificado, el «testigo fiel» (cf. Ap 1, 5), ha entrado en nuestra historia y en nuestra humanidad, no para oponerse a ella o someterla, sino para transformarla profundamente y así hacerla nuevamente capaz de corresponder plenamente a su designio de amor.

También hoy la Iglesia, si quiere hablar con eficacia al mundo, si quiere seguir anunciando con fidelidad el Evangelio y manifestar su presencia amigable a los hombres y a las mujeres que viven su vida sintiéndose «peregrinos de la verdad y de la paz», debe convertirse, incluso en los contextos aparentemente más difíciles o indiferentes al anuncio evangélico, en testigo de la credibilidad de la fe, es decir, debe dar testimonio concreto y profético mediante signos eficaces y transparentes de coherencia, de fidelidad y de amor apasionado e incondicional a Cristo, unido a una caridad auténtica, al amor al prójimo.

Ayer como hoy, la sangre de los mártires, su testimonio tangible y elocuente, toca el corazón del hombre y lo vuelve fecundo, capaz de hacer que brote en él una vida nueva, de acoger la vida del Resucitado para llevar resurrección y esperanza al mundo que lo rodea.

Precisamente para animar a cuantos quieren dar su contribución a la promoción y a la realización de un nuevo humanismo cristiano, a través de la investigación arqueológica e histórica, aceptando la propuesta formulada por el Consejo de coordinación, me alegra asignar ex aequo el Premio de las Academias eclesiásticas pontificias al Studium Biblicum Franciscanum de Jerusalén y a la doctora Daria Mastrorilli. Además, como signo de aprecio y aliento, deseo que se conceda la Medalla del Pontificado a la doctora Cecilia Proverbio.

Por último, deseándoos un compromiso cada vez más apasionado en vuestros respectivos campos de actividad, os encomiendo a cada uno de vosotros a la protección materna de la Virgen María, Reina de los mártires, y de corazón le imparto a usted, señor cardenal, y a todos los presentes, una especial bendición apostólica.

Vaticano, 30 de noviembre de 2011.



BENEDICTUS PP XVI


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VIDEOMENSAJE DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL CONCLUIR AL AÑO JUBILAR
DE LA ARCHIDIÓCESIS DE NÁPOLES



Queridos hermanos y hermanas de la archidiócesis de Nápoles:

Os saludo a todos con gran afecto, y me alegra unirme espiritualmente a la solemne celebración de clausura de vuestro jubileo, que ha constituido para toda la comunidad diocesana un tiempo fuerte de esperanza y una oportunidad de nueva evangelización. Saludo ante todo a vuestro arzobispo, el querido cardenal Crescenzio Sepe, a los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y las religiosas, los catequistas y los demás agentes pastorales, y de manera especial a las familias, a los jóvenes y a los enfermos. Me alegro vivamente con todos vosotros, pues el camino que habéis recorrido durante estos meses ha contado con la participación y la implicación cordial de la comunidad eclesial, así como de la civil y de numerosas personas de buena voluntad. Me ha complacido saber que muchos han ofrecido su generosa contribución al crecimiento espiritual, moral y cultural de vuestra ciudad y de la diócesis.

Este año jubilar especial, de hecho, ha sido para la Iglesia que está en Nápoles un tiempo de inmersión en el misterio de Dios y, por eso, un año de gracia. Se puede comparar con un «bautismo», porque, en cierto sentido, el jubileo ha abierto el cielo sobre vosotros y ha hecho bajar sobre vuestra vida y sobre vuestra comunidad la fuerza del Espíritu Santo, de la misma manera que bajó sobre los discípulos en el Cenáculo, en Pentecostés. Es precisamente el Espíritu Santo quien ha hecho bellos y significativos los distintos momentos de vuestro jubileo y ha suscitado en vosotros propósitos santos, proyectos generosos y, sobre todo, un renovado deseo de inflamar vuestra ciudad con el fuego del Evangelio.

Sí, queridos amigos de Nápoles, el cielo se ha abierto sobre vosotros. Así podéis caminar con renovado entusiasmo y afrontar con la fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad los numerosos y complejos problemas que se encuentran en la vida diaria. Como los Apóstoles, después de Pentecostés, se pusieron a anunciar la Buena Nueva con valentía, también vosotros, después de este jubileo, renovad la esperanza, dejaos guiar por la fuerza del Espíritu Santo y colaborad con renovado impulso en la misión de la Iglesia. Cada uno, haciendo fructificar los dones recibidos, poniéndolos al servicio de los demás y de la edificación de toda la comunidad, sin personalismos ni rivalidades, sino con espíritu de sincera humildad y con gozosa fraternidad. Cuidad siempre, como ya hacéis, con atención especial a los hermanos más pequeños y frágiles, a los más pobres y desfavorecidos.

Que la santísima Virgen del Carmen, protectora de la ciudad partenopea, y san Jenaro velen por vosotros y os ayuden a proseguir con perseverancia y fidelidad los compromisos asumidos en este año jubilar. Juntamente con mi oración, os acompaña siempre mi bendición apostólica, que os envío de corazón a todos.


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CARDENAL ANTONIO MARÍA ROUCO VARELA
CON OCASIÓN DE LA CELEBRACIÓN DE LA
FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA
[MADRID, 30 DE DICIEMBRE DE 2011]



Al venerado hermano
Antonio María Cardenal Rouco Varela
Arzobispo de Madrid

Me es grato saludar cordialmente a Vuestra Eminencia, así como a los participantes en esa solemne Eucaristía celebrada en el centro de Madrid con motivo de la fiesta de la Sagrada Familia, para dar gracias a Dios por este gran misterio que ilumina todo hogar cristiano y dar muestra a la humanidad entera de esperanza y alegría. Invito a todos a considerar esta celebración como continuación de la Navidad: Jesús se hizo hombre para traer al mundo la bondad y el amor de Dios; y lo hizo allí donde el ser humano está más dispuesto a desear lo mejor para el otro, a desvivirse por él, y anteponer el amor por encima de cualquier otro interés y pretensión. Así, vino a una familia de corazón sencillo, nada presuntuoso, pero henchido de ese afecto que vale más que cualquier otra cosa. Según el Evangelio, los primeros de nuestro mundo que fueron a ver a Jesús, los pastores, «vieron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre» (Lc 12,6). Aquella familia, por decirlo así, es la puerta de ingreso en la tierra del Salvador de la humanidad, el cual, al mismo tiempo, da a la vida de amor y comunión hogareña la grandeza de ser un reflejo privilegiado del misterio trinitario de Dios.

Esta grandeza es también una espléndida vocación y un cometido decisivo para la familia, que mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo II, describía hace treinta años como una participación «viva y responsable en la misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo al servicio de la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de vida y amor» (Familiaris consortio, 50). Os animo, pues, especialmente a las familias que participan en esa celebración, a ser conscientes de tener a Dios a vuestro lado, y de invocarlo siempre para recibir de él la ayuda necesaria para superar vuestras dificultades, una ayuda cierta, fundada en la gracia del sacramento del matrimonio. Dejaos guiar por la Iglesia, a la que Cristo ha encomendado la misión de propagar la buena noticia de la salvación a través de los siglos, sin ceder a tantas fuerzas mundanas que amenazan el gran tesoro de la familia, que debéis custodiar cada día.

El Niño Jesús, que crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, en la intimidad del hogar de Nazaret (cf. Lc 2,40), aprendió también en él de alguna manera el modo humano de vivir. Esto nos lleva a pensar en la dimensión educativa imprescindible de la familia, donde se aprende a convivir, se transmite la fe, se afianzan los valores y se va encauzando la libertad, para lograr que un día los hijos tengan plena conciencia de la propia vocación y dignidad, y de la de los demás. El calor del hogar, el ejemplo doméstico, es capaz de enseñar muchas más cosas de las que pueden decir las palabras. Esta dimensión educativa de la familia puede recibir un aliento especial en el Año de la Fe, que comenzará dentro de unos meses. Con este motivo, os invito a revitalizar la fe en vuestras casas y tomar mayor conciencia del Credo que profesamos.

Cuando sigo evocando con emoción inolvidable la alegría de los jóvenes reunidos en Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud, pido a Dios, por intercesión de Jesús, María y José, que no dejen de darle gracias por el don la familia, que sean agradecidos también con sus padres, y que se comprometan a defender y hacer brillar la auténtica dignidad de esta institución primaria para la sociedad y tan vital para la Iglesia. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.

Vaticano, 27 de diciembre de 2011



BENEDICTO PP. XVI

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