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2009

Ultimo Aggiornamento: 12/07/2013 13:17
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA FAO CON OCASIÓN DE LA CUMBRE MUNDIAL
SOBRE SEGURIDAD ALIMENTARIA*

Roma, lunes 16 de noviembre de 2009



Señor Presidente,
Señoras y Señores:

1. He acogido con mucho gusto la invitación del Señor Jacques Diouf, Director General de la FAO, a tomar la palabra en la sesión inaugural de esta Cumbre Mundial sobre Seguridad Alimentaria. Le saludo cordialmente y le agradezco sus amables palabras de bienvenida. Saludo, igualmente, a las Altas Autoridades aquí presentes y a todos los participantes. Como ya hicieron mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, deseo renovar mi estima por la labor de la FAO, a la que la Iglesia Católica y la Santa Sede prestan atención e interés por el servicio cotidiano que desempeñan todos los que trabajan en ella. Gracias a vuestro generoso trabajo, sintetizado en el lema Fiat Panis, el desarrollo de la agricultura y la seguridad alimentaria siguen siendo objetivos prioritarios de la acción política internacional. Estoy seguro de que este espíritu orientará las decisiones de esta Cumbre, como también las que se tomen en el intento común por vencer cuanto antes la batalla contra el hambre y la malnutrición en el mundo.

2. La comunidad internacional esta afrontando en estos años una grave crisis económico-financiera. Las estadísticas muestran un incremento dramático del número de personas que sufren el hambre y a esto contribuye el aumento de los precios de los productos alimentarios, la disminución de las posibilidades económicas de las poblaciones más pobres, y el acceso restringido al mercado y a los alimentos. Y todo esto, mientras se confirma que la tierra puede nutrir suficientemente a todos sus habitantes. En efecto, si bien en algunas regiones se mantienen bajos niveles de producción agrícola a causa también de cambios climáticos, dicha producción es globalmente suficiente para satisfacer tanto la demanda actual, como la que se puede prever en el futuro. Estos datos indican que no hay una relación de causa-efecto entre el incremento de la población y el hambre, lo cual se confirma por la deplorable destrucción de excedentes alimentarios en función del lucro económico. En la Encíclica Caritas in veritate, he señalado que “el hambre no depende tanto de la escasez material, cuanto de la insuficiencia de recursos sociales, el más importante de los cuales es de tipo institucional. Es decir, falta un sistema de instituciones económicas capaces, tanto de asegurar que se tenga acceso al agua y a la comida de manera regular y adecuada desde el punto de vista nutricional, como de afrontar las exigencias relacionadas con las necesidades primarias y con las emergencias de crisis alimentarias reales...”. Y, he añadido también que: “el problema de la inseguridad alimentaria debe ser planteado en una perspectiva de largo plazo, eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres mediante inversiones en infraestructuras rurales, sistemas de riego, transportes, organización de los mercados, formación y difusión de técnicas agrícolas apropiadas, capaces de utilizar del mejor modo los recursos humanos, naturales y socio-económicos, que se puedan obtener principalmente en el propio lugar, para asegurar así también su sostenibilidad a largo plazo” (n. 27). En este contexto, hay que oponerse igualmente al recurso a ciertas formas de subvenciones que perturban gravemente el sector agrícola, la persistencia de modelos alimentarios orientados al mero consumo y que se ven privados de una perspectiva más amplia, así como el egoísmo, que permite a la especulación entrar incluso en los mercados de los cereales, tratando a los alimentos con el mismo criterio que cualquier otra mercancía.

3. En cierto sentido, la convocatoria de esta Cumbre es ya un testimonio de la debilidad de los actuales mecanismos de la seguridad alimentaria y la necesidad de una revisión de los mismos. De hecho, aunque los Países más pobres se han integrado en la economía mundial de manera más amplia que en el pasado, la tendencia de los mercados internacionales los hace en gran medida vulnerables y los obliga a tener que recurrir a las ayudas de las Instituciones intergobernativas, que sin duda prestan una ayuda preciosa e indispensable. Sin embargo, el concepto de cooperación debe ser coherente con el principio de subsidiaridad, se han de implicar “a las comunidades locales en las opciones y decisiones referentes a la tierra de cultivo” (ibíd.), porque el desarrollo humano integral requiere decisiones responsables por parte de todos y pide una actitud solidaria que no considere la ayuda o la emergencia en función de quien pone a disposición los recursos o de grupos de élite que hay entre los beneficiarios. De cara a Países que manifiestan la necesidad que tienen de aportaciones exteriores, la Comunidad internacional tiene el deber de participar con los instrumentos de cooperación, sintiéndose corresponsable de su desarrollo, “mediante la solidaridad de la presencia, el acompañamiento, la formación y el respeto” (ibíd., 47). Dentro de este contexto de responsabilidad está el derecho de cada País a definir su propio modelo económico, previendo los modos para garantizar la propia libertad de decisiones y de objetivos. En dicha perspectiva, la cooperación debe llegar a ser un instrumento eficaz, libre de vínculos e intereses que pueden restar una parte nada despreciable de los recursos destinados al desarrollo. Además, es importante subrayar cómo la vía solidaria para el desarrollo de los Países pobres puede llegar a ser también una vía de solución para la actual crisis global. En efecto, sosteniendo con planes de financiación inspirados en la solidaridad estas Naciones, para que ellas mismas sean capaces de satisfacer las propias demandas de consumo y de desarrollo, no sólo se favorece el incremento económico en su interior, sino que puede tener repercusiones positivas para el desarrollo humano integral en otros Países (cf. ibíd., 27).

4. En la actual situación persiste todavía un nivel de desarrollo desigual entre y en las Naciones, que determina, en muchas áreas del planeta, condiciones de precariedad, acentuando la contraposición entre pobreza y riqueza. Esta desigualdad no sólo tiene que ver con los modelos de desarrollo, sino también, y sobre todo, con la forma que parece afianzarse de percibir un fenómeno como el de la inseguridad alimentaria. Existe el riesgo de que el hambre se considere como algo estructural, parte integrante de la realidad socio-política de los Países más débiles, objeto de un sentido de resignada amargura, si no de indiferencia. No es así, ni debe ser así. Para combatir y vencer el hambre es esencial empezar por redefinir los conceptos y los principios aplicados hasta hoy en las relaciones internacionales, así como responder a la pregunta: ¿qué puede orientar la atención y la consecuente conducta de los Estados respecto a las necesidades de los últimos? La respuesta no se encuentra en la línea de acción de la cooperación, sino en los principios que tienen que inspirarla: sólo en nombre de la común pertenencia a la familia humana universal se puede pedir a cada Pueblo, y por lo tanto a cada País, ser solidario, es decir, dispuesto a hacerse cargo de responsabilidades concretas ante las necesidades de los otros, para favorecer un verdadero compartir fundado en el amor.

5. No obstante, si bien la solidaridad animada por el amor excede la justicia, porque amar es dar, ofrecer lo “mío” a otro, ésta no existe nunca sin la justicia, que induce a dar al otro lo que es “suyo” y que le pertenece en razón de su ser y de su hacer. De hecho no puedo “dar” a otro de lo “mío”, sin haberle dado antes lo que le pertenece por justicia (cf. ibíd., 6). Si se busca la eliminación el hambre, la acción internacional esta llamada no sólo a favorecer el crecimiento económico equilibrado y sostenible y la estabilidad política, sino también a buscar nuevos parámetros —necesariamente éticos y después jurídicos y económicos— que sean capaces de inspirar la actividad de cooperación para construir una relación paritaria entre Países que se encuentran en diferentes grados de desarrollo. Esto, además de colmar el desequilibrio existente, podría favorecer la capacidad de cada Pueblo de sentirse protagonista, confirmando así que la igualdad fundamental de los diferentes Pueblos hunde sus raíces en el origen común de la familia humana, fuente de los principios de la “ley natural” llamados a inspirar las opciones y las directrices de orden político, jurídico y económico en la vida internacional (cf. ibíd., 59). A este respecto, San Pablo nos ilumina con sus palabras: “No se trata —escribe— de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces; se trata de nivelar. En el momento actual, vuestra abundancia remedia la falta que ellos tienen; y un día, la abundancia de ellos remediará vuestra falta; así habrá nivelación. Es lo que dice la Escritura: “Al que recogía mucho, no le sobraba; y al que recogía poco, no le faltaba” (2 Co 8, 13-15).

6. Señor Presidente, Señoras y Señores, para combatir el hambre promoviendo un desarrollo humano integral es también necesario entender las necesidades del mundo rural, así como impedir que la tendencia a disminuir las aportaciones de los donantes cree incertezas en la financiación de las actividades de cooperación: se ha de evitar el riesgo de que el mundo rural pueda ser considerado, de modo miope, como una realidad secundaria. Al mismo tiempo, se ha de favorecer el acceso al mercado internacional de los productos provenientes de las áreas más pobres, hoy en día relegados a menudo a estrechos márgenes. Para alcanzar estos objetivos es necesario rescatar las reglas del comercio internacional de la lógica del provecho como un fin en sí mismo, orientándolas en favor de la iniciativa económica de los Países más necesitados de desarrollo, que, disponiendo de mayores entradas, podrán caminar hacia la autosuficiencia, que es el preludio de la seguridad alimentaria.

7. Tampoco se han de olvidar los derechos fundamentales de la persona entre los que destaca el derecho a una alimentación suficiente, sana y nutritiva, y el derecho al agua; éstos revisten un papel importante en la consecución de otros derechos, empezando por el derecho primario a la vida. Es necesario, por lo tanto, que madure “una conciencia solidaria que considere la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones” (Caritas in veritate, 27). Todo lo que la FAO ha realizado con paciencia, aunque por un lado ha favorecido la ampliación de los objetivos de este derecho sólo respecto a garantizar la satisfacción de las necesidades primarias, por otro lado, ha puesto de manifiesto la necesidad de una reglamentación adecuada.

8. Los métodos de producción alimentaria imponen igualmente un análisis atento de la relación entre el desarrollo y la tutela ambiental. El deseo de poseer y de usar en manera excesiva y desordenada los recursos del planeta es la primera causa de toda degradación ambiental. El cuidado ambiental, en efecto, se presenta como un desafío actual de garantizar un desarrollo armónico, respetuoso con el plan de la creación de Dios Creador y, por lo tanto, capaz de salvaguardar el planeta (cf. ibíd., 48-51). Si toda la humanidad está llamada a tomar conciencia de sus propias obligaciones respecto a las generaciones venideras, es también cierto que el deber de tutelar el medio ambiente como un bien colectivo corresponde a los Estados y a las Organizaciones Internacionales. Desde este punto de vista, se debe profundizar en las conexiones existentes entre la seguridad ambiental y el fenómeno preocupante de los cambios climáticos, teniendo como focus la centralidad de la persona humana y, en particular, a las poblaciones más vulnerables ante ambos fenómenos. No bastan, sin embargo, normativas, legislaciones, planes de desarrollo e inversiones, hace falta un cambio en los estilos de vida personales y comunitarios, en el consumo y en las necesidades concretas, pero sobre todo es necesario tener presente ese deber moral de distinguir en las acciones humanas el bien del mal para redescubrir así el vínculo de comunión que une la persona y lo creado.

9. Es importante recordar —como he señalado en la Encíclica Caritas in veritate— que “la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la «ecología humana» en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia”. Es verdad que “el sistema ecológico se apoya en un proyecto que abarca tanto la sana convivencia social como la buena relación con la naturaleza”. Y que “el problema decisivo es la capacidad moral global de la sociedad”. Por tanto, “los deberes que tenemos con el ambiente están relacionados con los que tenemos para con la persona considerada en sí misma y en su relación con los otros. No se pueden exigir unos y conculcar otros. Es una grave antinomia de la mentalidad y de la praxis actual, que envilece a la persona, trastorna el ambiente y daña a la sociedad” (ibíd., 51).

10. El hambre es el signo más cruel y concreto de la pobreza. No es posible continuar aceptando la opulencia y el derroche, cuando el drama del hambre adquiere cada vez mayores dimensiones. Señor Presidente, Señoras y Señores, la Iglesia Católica estará atenta siempre a los esfuerzos para vencer el hambre; trabajará por sostener, con la palabra y con las obras, la acción solidaria —programada, responsable y regulada— que los distintos componentes de la Comunidad internacional estén llamados a emprender. La Iglesia no pretende interferir en las acciones políticas; ella, respetuosa del saber y de los resultados de las ciencias, así como de las decisiones determinadas por la razón cuando son responsablemente iluminadas por valores auténticamente humanos, se une al esfuerzo por eliminar el hambre. Es este el signo más inmediato y concreto de la solidaridad animada por la caridad, signo que no deja margen a retrasos y compromisos. Dicha solidaridad se confía a la técnica, a las leyes y a las instituciones para salir al encuentro de las aspiraciones de las personas, comunidades y Pueblos enteros, pero no debe excluir la dimensión religiosa, con su poderosa fuerza espiritual y de promoción de la persona humana. Reconocer el valor transcendente de cada hombre y mujer es el primer paso para favorecer la conversión del corazón que pueda sostener el esfuerzo para erradicar la miseria, el hambre y la pobreza en todas sus formas.

Agradezco su atención y, para concluir, saludo con mis mejores deseos, en las lenguas oficiales de la FAO, a todos los Estados miembros de esta Organización:

God bless your efforts to ensure that everyone is given their daily bread.

Que Dieu bénisse vos efforts pour assurer le pain quotidien à chaque personne.

Dios bendiga sus esfuerzos para garantizar el pan de cada día para cada persona.



بَارَكَ اللهُ جُهُودَكُم لِضَمان الخُبْز اليَومِيِّ لِكُلِّ إنسان.



为确保每一个人都能够得到他的日常食粮,愿天主降福你们的努力。



Да благословит Господь ваши усилия, чтобы обеспечить каждого человека хлебом насущным.

Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PROFESORES Y ESTUDIANTES
DE LAS UNIVERSIDADES CATÓLICAS
Y LOS ATENEOS PONTIFICIOS ROMANOS

Sala Pablo VI
Jueves 19 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres rectores, autoridades académicas y profesores;
queridos estudiantes; hermanos y hermanas:

Con alegría os recibo y os doy las gracias por haber acudido ad Petri Sedem, para que os confirme en vuestra importante y comprometida tarea de la enseñanza, el estudio y la investigación al servicio de la Iglesia y de toda la sociedad. Agradezco de corazón al cardenal Zenon Grocholewski las palabras que me ha dirigido al introducir este encuentro, en el que recordamos dos aniversarios especiales: el 30° aniversario de la constitución apostólica Sapientia christiana, promulgada el 15 de abril de 1979 por el siervo de Dios Juan Pablo II, y el 60° del reconocimiento por parte de la Santa Sede del Estatuto de la Federación internacional de universidades católicas (FIUC).

Me complace recordar junto con vosotros estos significativos aniversarios, que me brindan la ocasión para poner una vez más de relieve el papel insustituible de las facultades eclesiásticas y las universidades católicas en la Iglesia y en la sociedad. El concilio Vaticano II ya lo había subrayado en la declaración Gravissimum educationis, que exhortaba a las facultades eclesiásticas a investigar más a fondo los diferentes campos de las ciencias sagradas, para llegar a un conocimiento cada vez más profundo de la Revelación, descubrir más plenamente el patrimonio de la sabiduría cristiana, favorecer el diálogo ecuménico e interreligioso, y responder a los problemas suscitados en ámbito cultural (cf. n.11). Ese mismo documento conciliar recomendaba promover las universidades católicas, distribuyéndolas en las distintas regiones del mundo y, sobre todo, cuidando su nivel de calidad para formar personas que destaquen por el saber, preparadas para ser testigos de su fe en el mundo y para desempeñar cargos de responsabilidad en la sociedad (cf. n.10). La invitación del Concilio encontró un amplio eco en la Iglesia. De hecho, existen más de mil trescientas universidades católicas y cerca de cuatrocientas facultades eclesiásticas, esparcidas por todos los continentes, muchas de las cuales han surgido en las últimas décadas, atestiguando la creciente atención de las Iglesias particulares a la formación de los eclesiásticos y los laicos en la cultura y la investigación.

La constitución apostólica Sapientia christiana, desde sus primeras expresiones, destaca la urgencia, todavía actual, de superar la brecha existente entre fe y cultura, invitando a un compromiso mayor de evangelización, con la firme convicción de que la Revelación cristiana es una fuerza transformadora, destinada a impregnar los modos de pensar, los criterios de juicio y las normas de acción. Es capaz de iluminar, purificar y renovar las costumbres de los hombres y sus culturas (cf. Proemio, I) y debe constituir el punto central de la enseñanza y la investigación, como también el horizonte que ilumina la naturaleza y las finalidades de toda facultad eclesiástica. Desde esta perspectiva, se subraya el deber de los estudiosos de las disciplinas sagradas de alcanzar, con la investigación teológica, un conocimiento más profundo de la verdad revelada, a la vez que se alienta a aumentar los contactos con los demás campos del saber, para un diálogo fructífero, que dé sobre todo una valiosa contribución a la misión que la Iglesia está llamada a llevar a cabo en el mundo. Treinta años después, las líneas de fondo de la constitución apostólica Sapientia christiana conservan toda su actualidad. Más aún, en la sociedad actual, en la que el conocimiento es cada vez más especializado y sectorial, pero está profundamente marcado por el relativismo, resulta aún más necesario abrirse a la "sabiduría" que viene del Evangelio. El hombre es incapaz de comprenderse plenamente a sí mismo y al mundo sin Jesucristo: sólo él ilumina su verdadera dignidad, su vocación, su destino último, y abre el corazón a una esperanza sólida y duradera.

Queridos amigos, vuestro compromiso de servir a la verdad que Dios nos ha revelado participa de la misión evangelizadora que Cristo ha encomendado a la Iglesia: por lo tanto, es un servicio eclesial. Sapientia christiana cita, al respecto, la conclusión del Evangelio según san Mateo: "Id, pues, y haced discípulos míos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a practicar todo cuanto os he mandado" (Mt 28, 19-20). Es importante para todos, profesores y estudiantes, no perder nunca de vista la finalidad que se busca: ser instrumento para el anuncio evangélico. Los años de los estudios eclesiásticos superiores se pueden comparar con la experiencia que los Apóstoles vivieron con Jesús: estando con él comprendieron la verdad, para anunciarla después por doquier. Al mismo tiempo es importante recordar que el estudio de las ciencias sagradas nunca se debe separar de la oración, de la unión con Dios, de la contemplación —como he recordado en las recientes catequesis sobre la teología monástica medieval—; de lo contrario se corre el riesgo de que las reflexiones sobre los misterios divinos se conviertan en un vano ejercicio intelectual. Toda ciencia sagrada, en el fondo, remite a la "ciencia de los santos", a su intuición de los misterios del Dios vivo, a la sabiduría, que es don del Espíritu Santo, y que es alma de la "fides quaerens intellectum" (cf. Audiencia general, 21 de octubre de 2009).

La Federación internacional de universidades católicas (FIUC) nació en 1924 por iniciativa de algunos rectores, y la Santa Sede la reconoció 25 años después. Queridos rectores de las universidades católicas, el 60° aniversario de la erección canónica de vuestra Federación es una magnífica ocasión para hacer balance de la actividad desarrollada y para trazar las directrices de los compromisos futuros.

Celebrar un aniversario consiste en dar gracias a Dios, que ha guiado nuestros pasos, pero también en tomar de la propia historia nuevo impulso para renovar la voluntad de servir a la Iglesia. En este sentido, vuestro lema también es un programa para el futuro de la Federación: "Sciat ut serviat", saber para servir. En una cultura que manifiesta una "falta de sabiduría, de reflexión, de pensamiento capaz de elaborar una síntesis orientadora" (Caritas in veritate, 31), las universidades católicas, fieles a su identidad que valora la inspiración cristiana como un elemento relevante, están llamadas a promover una "nueva síntesis humanística" (ib., 21), un saber que sea "sabiduría capaz de orientar al hombre a la luz de los primeros principios y de su fin último" (ib., 30), un saber iluminado por la fe.

Queridos amigos, vuestro servicio es muy valioso para la misión de la Iglesia. Os deseo sinceramente lo mejor a todos para el año académico que acaba de comenzar y para el pleno éxito del Congreso de la FIUC, y os encomiendo a cada uno y las instituciones que representáis a la protección materna de María santísima, Sede de la Sabiduría, y de buen grado os imparto a todos la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXIV CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

Sala Clementina
Viernes 20 de noviembre de2009



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la XXIV Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud sobre un tema de gran importancia social y eclesial: "¡Effatá! La persona sorda en la vida de la Iglesia". Saludo al presidente del dicasterio, el arzobispo Zygmunt Zimowski, y le agradezco sus cordiales palabras. Extiendo mi saludo al secretario y al nuevo subsecretario, a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos, a los expertos y a todos los presentes. Deseo expresar mi estima y mi apoyo a vuestro generoso compromiso en este importante sector de la pastoral.

Las problemáticas relativas a las personas sordas, sobre las que habéis reflexionado atentamente en estos días, son numerosas y delicadas. Se trata de una realidad articulada, que abarca desde el horizonte sociológico al pedagógico, desde el médico y psicológico al ético-espiritual y pastoral. Las relaciones de los especialistas, el intercambio de experiencias entre quienes trabajan en el sector y los testimonios de los propios sordos, han permitido realizar un análisis profundo de la situación y formular propuestas e indicaciones para una atención cada vez más adecuada hacia estos hermanos y hermanas nuestros.

La palabra "Effatá", colocada al comienzo del título dela Conferencia, nos recuerda el conocido episodio del Evangelio de san Marcos (cf. Mc 7, 31-37), que constituye un paradigma de cómo actúa el Señor respecto a las personas sordas. Presentan a un sordomudo a Jesús, y él, apartándole de la gente, después de realizar algunos gestos simbólicos, levanta los ojos al cielo y le dice: "¡Effatá", que quiere decir "Ábrete". Al instante —escribe el evangelista— se abrieron sus oídos y se soltó la atadura de su lengua y hablaba correctamente. Los gestos de Jesús están llenos de atención amorosa y expresan una compasión profunda por el hombre que tiene delante: le manifiesta su interés concreto, lo aparta del alboroto de la multitud, le hace sentir su cercanía y comprensión mediante gestos densos de significado. Le pone los dedos en los oídos y con la saliva le toca la lengua. Después lo invita a dirigir junto con él la mirada interior, la del corazón, hacia el Padre celestial. Por último, lo cura y lo devuelve a su familia, a su gente. Y la multitud, asombrada, no puede menos de exclamar: "Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos" (Mc 7, 37).

Con su manera de actuar, que revela el amor de Dios Padre, Jesús no sólo cura la sordera física, indica también que existe otra forma de sordera de la cual la humanidad debe curarse, más aún, debe ser salvada: es la sordera del espíritu, que levanta barreras cada vez más altas ante la voz de Dios y del prójimo, especialmente ante el grito de socorro de los últimos y de los que sufren, y aprisiona al hombre en un egoísmo profundo y destructor. Como recordé en la homilía de mi visita pastoral a la diócesis de Viterbo, el 6 de septiembre pasado, "en este "signo" podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una "nueva humanidad", la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad "buena", como es buena toda la creación de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones... de forma que el mundo sea realmente y para todos "espacio de verdadera fraternidad"..." (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de septiembre de 2009, p. 6).

Lamentablemente, la experiencia no siempre atestigua gestos de acogida diligente, de solidaridad convencida y de comunión amorosa con las personas sordas. Las numerosas asociaciones nacidas para tutelar y promover sus derechos ponen de manifiesto que sigue existiendo una cultura marcada por prejuicios y discriminaciones. Son actitudes deplorables e injustificables, porque son contrarias al respeto de la dignidad de las personas sordas y de su plena integración social. Pero las iniciativas promovidas por instituciones y asociaciones, tanto en ámbito eclesial como civil, inspiradas en una solidaridad auténtica y generosa, son mucho más vastas y han mejorado las condiciones de vida de muchas personas sordas. Al respecto, es significativo recordar que las primeras escuelas para la educación y la formación religiosa de estos hermanos y hermanas nuestros surgieron en Europa ya en el siglo XVIII. Desde entonces, se han multiplicado en la Iglesia las obras caritativas, bajo el impulso de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, con el objetivo de ofrecer a los sordos no sólo una formación, sino también una asistencia integral para su plena realización.

Sin embargo, no se puede olvidar la grave situación en la que todavía viven actualmente en los países en vías de desarrollo, tanto por falta de políticas y legislaciones adecuadas, como por la dificultad para acceder a la asistencia sanitaria primaria. De hecho, a menudo la sordera es consecuencia de enfermedades fácilmente curables. Por lo tanto, hago un llamamiento a las autoridades políticas y civiles, y a los organismos internacionales, a fin de que proporcionen el apoyo necesario para promover, también en esos países, el debido respeto de la dignidad y de los derechos de las personas sordas, favoreciendo su plena integración social con ayudas adecuadas. La Iglesia, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de su divino Fundador, continua acompañando con amor y solidaridad las distintas iniciativas pastorales y sociales en beneficio de esas personas, reservando una atención especial hacia los que sufren, consciente de que precisamente en el sufrimiento se esconde una fuerza especial que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial.

Queridos hermanos y hermanas sordos, no solamente sois destinatarios del anuncio del mensaje evangélico, sino también con pleno derecho anunciadores, en virtud de vuestro Bautismo. Por lo tanto, vivid cada día como testigos del Señor en los ambientes de vuestra existencia, dando a conocer a Cristo y su Evangelio. En este Año sacerdotal orad también por las vocaciones, para que el Señor llame a numerosos y buenos ministros para el crecimiento de las comunidades eclesiales.

Queridos amigos, os doy las gracias por este encuentro y os encomiendo a todos a la protección materna de María Madre del amor, Estrella de la esperanza, Virgen del silencio. Con estos deseos, os imparto de corazón la bendición apostólica, que extiendo a vuestras familias y a todas las asociaciones que trabajan activamente al servicio de los sordos.


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ENCUENTRO CON LOS ARTISTAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla Sixtina
Sábado 21 de noviembre de 2009



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres artistas;
señoras y señores:

Con gran alegría os acojo en este lugar solemne y rico de arte y de recuerdos. A todos y cada uno dirijo mi cordial saludo, y os agradezco que hayáis aceptado mi invitación. Con este encuentro deseo expresar y renovar la amistad de la Iglesia con el mundo del arte, una amistad consolidada en el tiempo, puesto que el cristianismo, desde sus orígenes, ha comprendido bien el valor de las artes y ha utilizado sabiamente sus multiformes lenguajes para comunicar su mensaje inmutable de salvación. Es preciso promover y sostener continuamente esta amistad, para que sea auténtica y fecunda, adecuada a los tiempos y tenga en cuenta las situaciones y los cambios sociales y culturales. Este es el motivo de nuestra cita. Agradezco de corazón a monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura y de la Comisión pontificia para los bienes culturales de la Iglesia, que lo haya promovido y preparado, junto con sus colaboradores, y le agradezco también las palabras que me acaba de dirigir. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a las ilustres personalidades presentes. Doy las gracias también a la Capilla musical pontificia Sixtina que acompaña este significativo momento. Los protagonistas de este encuentro sois vosotros, queridos e ilustres artistas, pertenecientes a países, culturas y religiones distintas, quizá también alejados de las experiencias religiosas, pero deseosos de mantener viva una comunicación con la Iglesia católica y de no reducir los horizontes de la existencia a la mera materialidad, a una visión limitada y banal. Vosotros representáis al variado mundo de las artes y, precisamente por esto, a través de vosotros quiero hacer llegar a todos los artistas mi invitación a la amistad, al diálogo y a la colaboración.

Algunas circunstancias significativas enriquecen este momento. Recordamos el décimo aniversario de la Carta a los artistas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II. Por primera vez, en la víspera del gran jubileo del año 2000, este Romano Pontífice, también él artista, escribió directamente a los artistas con la solemnidad de un documento papal y el tono amistoso de una conversación entre "los que —como reza el encabezamiento— con apasionada entrega buscan nuevas "epifanías" de la belleza". El mismo Papa, hace veinticinco años, había proclamado patrono de los artistas al beato Angélico, presentándolo como un modelo de perfecta sintonía entre fe y arte. Pienso también en el 7 de mayo de 1964, hace cuarenta y cinco años, cuando en este mismo lugar se realizaba un acontecimiento histórico, que el Papa Pablo VI deseó intensamente para reafirmar la amistad entre la Iglesia y las artes. Las palabras que pronunció en aquella circunstancia siguen resonando hoy bajo la bóveda de esta Capilla Sixtina, tocando el corazón y el intelecto. "Os necesitamos —dijo—. Nuestro ministerio necesita vuestra colaboración. Porque, como sabéis, nuestro ministerio es predicar y hacer accesible y comprensible, más aún, conmovedor, el mundo del espíritu, de lo invisible, de lo inefable, de Dios. Y en esta operación... vosotros sois maestros. Es vuestro oficio, vuestra misión; y vuestro arte consiste en descubrir los tesoros del cielo del espíritu y revestirlos de palabra, de colores, de formas, de accesibilidad" (Insegnamenti II, [1964], 313). La estima de Pablo VI por los artistas era tan grande que lo impulsó a formular expresiones realmente atrevidas: "Si nos faltara vuestra ayuda —proseguía—, el ministerio sería balbuciente e inseguro y necesitaría hacer un esfuerzo, diríamos, para ser él mismo artístico, es más, para ser profético. Para alcanzar la fuerza de expresión lírica de la belleza intuitiva, necesitaría hacer coincidir el sacerdocio con el arte" (ib., 314). En esa circunstancia, Pablo VI asumió el compromiso de "restablecer la amistad entre la Iglesia y los artistas", y les pidió que aceptaran y compartieran ese compromiso, analizando con seriedad y objetividad los motivos que habían turbado esa relación, y asumiendo cada uno, con valentía y pasión, la responsabilidad de un renovado itinerario de conocimiento y de diálogo, profundo, con vistas a un auténtico "renacimiento" del arte, en el contexto de un nuevo humanismo.

Ese histórico encuentro, como decía, tuvo lugar aquí, en este santuario de fe y de creatividad humana. Por lo tanto, no es una casualidad que nos encontremos precisamente en este lugar, precioso por su arquitectura y por sus dimensiones simbólicas, pero más aún por los frescos que lo hacen inconfundible, comenzando por las obras maestras de Perugino y Botticelli, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli, Luca Signorelli y otros, hasta llegar a las Historias del Génesis y al Juicio universal, obras excelsas de Miguel Ángel Buonarroti, que dejó aquí una de las creaciones más extraordinarias de toda la historia del arte. También aquí ha resonado a menudo el lenguaje universal de la música, gracias al genio de grandes músicos, que pusieron su arte al servicio de la liturgia, ayudando al alma a elevarse a Dios. Al mismo tiempo, la Capilla Sixtina es un cofre singular de recuerdos, ya que constituye el escenario, solemne y austero, de acontecimientos que marcan la historia de la Iglesia y de la humanidad. Aquí como sabéis, el Colegio de los cardenales elige al Papa; aquí viví también yo, con trepidación y confianza absoluta en el Señor, el inolvidable momento de mi elección como Sucesor del Apóstol Pedro.

Queridos amigos, dejemos que estos frescos nos hablen hoy, atrayéndonos hacia la meta última de la historia humana. El Juicio universal, que podéis ver majestuoso a mis espaldas, recuerda que la historia de la humanidad es movimiento y ascensión, es tensión inexhausta hacia la plenitud, hacia la felicidad última, hacia un horizonte que siempre supera el presente mientras lo cruza. Pero con su dramatismo, este fresco también nos pone a la vista el peligro de la caída definitiva del hombre, una amenaza que se cierne sobre la humanidad cuando se deja seducir por las fuerzas del mal. El fresco lanza un fuerte grito profético contra el mal, contra toda forma de injusticia. Sin embargo, para los creyentes Cristo resucitado es el camino, la verdad y la vida; para quien lo sigue fielmente es la puerta que introduce en el "cara a cara", en la visión de Dios de la que brota ya sin limitaciones la felicidad plena y definitiva. Miguel Ángel ofrece así a nuestra vista el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin de la historia, y nos invita a recorrer con alegría, valentía y esperanza el itinerario de la vida. Así pues, la dramática belleza de la pintura de Miguel Ángel, con sus colores y sus formas, se hace anuncio de esperanza, invitación apremiante a elevar la mirada hacia el horizonte último. El vínculo profundo entre belleza y esperanza constituía también el núcleo fundamental del sugestivo Mensaje que Pablo VI dirigió a los artistas al clausurar el concilio ecuménico Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965: "A todos vosotros —proclamó solemnemente— la Iglesia del Concilio dice por nuestra voz: si sois los amigos del arte verdadero, vosotros sois nuestros amigos" (Concilio Vaticano II. Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC 1968, p. 841). Y añadió: "Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, es lo que pone la alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une las generaciones y las hace comunicarse en la admiración. Y todo ello por vuestras manos... Recordad que sois los guardianes de la belleza en el mundo" (ib.).

Lamentablemente, el momento actual no sólo está marcado por fenómenos negativos a nivel social y económico, sino también por una esperanza cada vez más débil, por cierta desconfianza en las relaciones humanas, de manera que aumentan los signos de resignación, de agresividad y de desesperación. Además, el mundo en que vivimos corre el riesgo de cambiar su rostro a causa de la acción no siempre sensata del hombre, que, en lugar de cultivar su belleza, explota sin conciencia los recursos del planeta en beneficio de pocos y a menudo daña sus maravillas naturales. ¿Qué puede volver a dar entusiasmo y confianza, qué puede alentar al espíritu humano a encontrar de nuevo el camino, a levantar la mirada hacia el horizonte, a soñar con una vida digna de su vocación, sino la belleza? Vosotros, queridos artistas, sabéis bien que la experiencia de la belleza, de la belleza auténtica, no efímera ni superficial, no es algo accesorio o secundario en la búsqueda del sentido y de la felicidad, porque esa experiencia no aleja de la realidad, sino, al contrario, lleva a una confrontación abierta con la vida diaria, para liberarla de la oscuridad y trasfigurarla, a fin de hacerla luminosa y bella.

Una función esencial de la verdadera belleza, que ya puso de relieve Platón, consiste en dar al hombre una saludable "sacudida", que lo hace salir de sí mismo, lo arranca de la resignación, del acomodamiento del día a día e incluso lo hace sufrir, como un dardo que lo hiere, pero precisamente de este modo lo "despierta" y le vuelve a abrir los ojos del corazón y de la mente, dándole alas e impulsándolo hacia lo alto. La expresión de Dostoievski que voy a citar es sin duda atrevida y paradójica, pero invita a reflexionar: "La humanidad puede vivir —dice— sin la ciencia, puede vivir sin pan, pero nunca podría vivir sin la belleza, porque ya no habría motivo para estar en el mundo. Todo el secreto está aquí, toda la historia está aquí". En la misma línea dice el pintor Georges Braque: "El arte está hecho para turbar, mientras que la ciencia tranquiliza". La belleza impresiona, pero precisamente así recuerda al hombre su destino último, lo pone de nuevo en marcha, lo llena de nueva esperanza, le da la valentía para vivir a fondo el don único de la existencia. La búsqueda de la belleza de la que hablo, evidentemente no consiste en una fuga hacia lo irracional o en el mero estetismo.

Con demasiada frecuencia, sin embargo, la belleza que se promociona es ilusoria y falaz, superficial y deslumbrante hasta el aturdimiento y, en lugar de hacer que los hombres salgan de sí mismos y se abran a horizontes de verdadera libertad atrayéndolos hacia lo alto, los encierra en sí mismos y los hace todavía más esclavos, privados de esperanza y de alegría. Se trata de una belleza seductora pero hipócrita, que vuelve a despertar el afán, la voluntad de poder, de poseer, de dominar al otro, y que se trasforma, muy pronto, en lo contrario, asumiendo los rostros de la obscenidad, de la trasgresión o de la provocación fin en sí misma. La belleza auténtica, en cambio, abre el corazón humano a la nostalgia, al deseo profundo de conocer, de amar, de ir hacia el Otro, hacia el más allá. Si aceptamos que la belleza nos toque íntimamente, nos hiera, nos abra los ojos, redescubrimos la alegría de la visión, de la capacidad de captar el sentido profundo de nuestra existencia, el Misterio del que formamos parte y que nos puede dar la plenitud, la felicidad, la pasión del compromiso diario. Juan Pablo II, en la Carta a los artistas, cita al respecto este verso de un poeta polaco, Cyprian Norwid: "La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo; el trabajo, para resurgir" (n. 3). Y más adelante añade: "En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al Misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace, de algún modo, voz de la expectativa universal de redención" (n. 10). Y en la conclusión afirma: "La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente" (n. 16).

Estas últimas expresiones nos impulsan a dar un paso adelante en nuestra reflexión. La belleza, desde la que se manifiesta en el cosmos y en la naturaleza hasta la que se expresa mediante las creaciones artísticas, precisamente por su característica de abrir y ensanchar los horizontes de la conciencia humana, de remitirla más allá de sí misma, de hacer que se asome a la inmensidad del Infinito, puede convertirse en un camino hacia lo trascendente, hacia el Misterio último, hacia Dios. El arte, en todas sus expresiones, cuando se confronta con los grandes interrogantes de la existencia, con los temas fundamentales de los que deriva el sentido de la vida, puede asumir un valor religioso y transformarse en un camino de profunda reflexión interior y de espiritualidad. Una prueba de esta afinidad, de esta sintonía entre el camino de fe y el itinerario artístico, es el número incalculable de obras de arte que tienen como protagonistas a los personajes, las historias, los símbolos de esa inmensa reserva de "figuras" —en sentido lato— que es la Biblia, la Sagrada Escritura. Las grandes narraciones bíblicas, los temas, las imágenes, las parábolas han inspirado innumerables obras maestras en todos los sectores de las artes, y han hablado al corazón de todas las generaciones de creyentes mediante las obras de la artesanía y del arte local, no menos elocuentes y cautivadoras.

A este propósito se habla de una via pulchritudinis, un camino de la belleza que constituye al mismo tiempo un recorrido artístico, estético, y un itinerario de fe, de búsqueda teológica. El teólogo Hans Urs von Balthasar abre su gran obra titulada "Gloria. Una estética teológica" con estas sugestivas expresiones: "Nuestra palabra inicial se llama belleza. La belleza es la última palabra a la que puede llegar el intelecto reflexivo, ya que es la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y del bien, y su indisociable unión" (Gloria. Una estética teológica, Ediciones Encuentro, Madrid 1985, p. 22) . Observa también: "Es la belleza desinteresada sin la cual no sabía entenderse a sí mismo el mundo antiguo, pero que se ha despedido sigilosamente y de puntillas del mundo moderno de los intereses, abandonándolo a su avidez y a su tristeza. Es la belleza que tampoco es ya apreciada ni protegida por la religión" (ib.). Y concluye: "De aquel cuyo semblante se crispa ante la sola mención de su nombre —pues para él la belleza sólo es chuchería exótica del pasado burgués— podemos asegurar que, abierta o tácitamente, ya no es capaz de rezar y, pronto, ni siquiera será capaz de amar" (ib.). Por lo tanto, el camino de la belleza nos lleva a reconocer el Todo en el fragmento, el Infinito en lo finito, a Dios en la historia de la humanidad.

Simone Weil escribía al respecto: "En todo lo que suscita en nosotros el sentimiento puro y auténtico de la belleza está realmente la presencia de Dios. Existe casi una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuyo signo es la belleza. Lo bello es la prueba experimental de que la encarnación es posible. Por esto todo arte de primer orden es, por su esencia, religioso". La afirmación de Hermann Hesse es todavía más icástica: "Arte significa: dentro de cada cosa mostrar a Dios". Haciéndose eco de las palabras del Papa Pablo VI, el siervo de Dios Juan Pablo II reafirmó el deseo de la Iglesia de renovar el diálogo y la colaboración con los artistas: "Para transmitir el mensaje que Cristo le ha encomendado, la Iglesia necesita del arte" (Carta a los artistas, 12); pero preguntaba a continuación: "¿El arte tiene necesidad de la Iglesia?", invitando de este modo a los artistas a volver a encontrar en la experiencia religiosa, en la revelación cristiana y en el "gran código" que es la Biblia una fuente renovada y motivada de inspiración.

Queridos artistas, ya para concluir, también yo quiero dirigiros, como mi predecesor, un llamamiento cordial, amistoso y apasionado. Vosotros sois los guardianes de la belleza; gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. Por eso, sed agradecidos por los dones recibidos y plenamente conscientes de la gran responsabilidad de comunicar la belleza, de hacer comunicar en la belleza y mediante la belleza. Sed también vosotros, mediante vuestro arte, anunciadores y testigos de esperanza para la humanidad. Y no tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quienes como vosotros se sienten peregrinos en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita. La fe no quita nada a vuestro genio, a vuestro arte, más aún, los exalta y los alimenta, los alienta a cruzar el umbral y a contemplar con mirada fascinada y conmovida la meta última y definitiva, el sol sin ocaso que ilumina y embellece el presente.

San Agustín, cantor enamorado de la belleza, reflexionando sobre el destino último del hombre y casi comentando ante litteram la escena del Juicio que hoy tenéis delante de vuestros ojos, escribía: "Gozaremos, por tanto, hermanos, de una visión que los ojos nunca contemplaron, que los oídos nunca oyeron, que la fantasía nunca imaginó: una visión que supera todas las bellezas terrenas, la del oro, la de la plata, la de los bosques y los campos, la del mar y el cielo, la del sol y la luna, la de las estrellas y los ángeles; la razón es la siguiente: que esta es la fuente de todas las demás bellezas" (In Ep. Jo. Tr. 4, 5: PL 35, 2008). Queridos artistas, os deseo a todos que llevéis en vuestros ojos, en vuestras manos, en vuestro corazón esta visión, para que os dé alegría e inspire siempre vuestras obras bellas. A la vez que os bendigo de corazón, os saludo, como ya hizo Pablo VI, con una sola palabra: ¡Hasta la vista!

(En francés)

Me alegra saludar a todos los artistas presentes. Queridos amigos, os animo a descubrir y a expresar cada día mejor, mediante la belleza de vuestras obras, el misterio de Dios y el misterio del hombre. Que Dios os bendiga.

(En inglés)

Queridos amigos, gracias por vuestra presencia hoy aquí. Que la belleza que expresáis mediante los talentos recibidos del Señor impulse siempre los corazones de otros a dar gloria al Creador, fuente de todo lo bueno. Que Dios os bendiga a todos.

(En alemán)

Queridos amigos, os saludo de todo corazón. Con vuestro talento artístico, en cierto sentido hacéis visible la obra de la creación de Dios. El Señor, que quiere estar cerca de nosotros en la belleza, os colme con su espíritu de amor. Que Dios os bendiga a todos.

(En español)

Saludo cordialmente a los artistas que participan en este encuentro. Queridos amigos, os animo a fomentar el sentido y las manifestaciones de la hermosura en la creación. Que Dios os bendiga. Muchas gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LAS DELEGACIONES DE ARGENTINA Y CHILE
EN EL XXV ANIVERSARIO DEL TRATADO DE PAZ Y AMISTAD
ENTRE LOS DOS PAÍSES*

Sala Clementina
Sábado 28 de noviembre de 2009



Señoras Presidentas de Argentina y Chile,
Señores Cardenales,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Señores Embajadores,
Amigos todos:

1. Con sumo gusto les recibo y les doy la bienvenida en esta Sede de Pedro, con motivo de la celebración del 25 aniversario del Tratado de Paz y Amistad, que clausuró el diferendo territorial que mantuvieron durante largo tiempo sus respectivos Países en la zona Austral. En efecto, es una oportuna y feliz conmemoración de aquellas intensas negociaciones que, con la mediación pontificia, concluyeron con una solución digna, razonable y ecuánime, evitando así un conflicto armado que estaba a punto de enfrentar a dos pueblos hermanos.

2. El Tratado de Paz y Amistad, y la mediación que lo hizo posible, está indisolublemente unido a la amada figura del Papa Juan Pablo II, el cual, movido por sentimientos de afecto hacia esas queridas Naciones y en sintonía con su incansable labor como mensajero y artífice de paz, no dudó en aceptar la delicada y crucial tarea de ser mediador en dicho contencioso. Con la ayuda inestimable del Cardenal Antonio Samorè, él mismo siguió personalmente todos los avatares de esas largas y complejas negociaciones, hasta la definición de la propuesta que llevó a la firma del Tratado, en presencia de las delegaciones de ambos Países y del entonces Secretario de Estado de Su Santidad y Prefecto del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, Cardenal Agostino Casaroli.

La intervención pontificia fue una respuesta también a un expreso pedido de los Episcopados de Chile y Argentina, los cuales, en comunión con la Santa Sede, ofrecieron su decisiva colaboración para la consecución de dicho acuerdo. Es de agradecer, además, los esfuerzos de todas las personas que, en los Gobiernos y delegaciones diplomáticas de ambos Países, dieron su positiva contribución para llevar adelante ese camino de resolución pacífica, cumpliendo así los profundos anhelos de paz de la población argentina y chilena.

3. A veinticinco años de distancia, podemos constatar con satisfacción cómo aquel histórico evento ha contribuido benéficamente a reforzar en ambos Países los sentimientos de fraternidad, así como una más decidida cooperación e integración, concretada en numerosos proyectos económicos, intercambios culturales e importantes obras de infraestructura, superando de este modo prejuicios, sospechas y reticencias del pasado. En realidad, Chile y Argentina no son sólo dos Naciones vecinas sino mucho más: son dos Pueblos hermanos con una vocación común de fraternidad, de respeto y amistad, que es fruto en gran parte de la tradición católica que está en la base de su historia y de su rico patrimonio cultural y espiritual.

Este acontecimiento que hoy conmemoramos forma ya parte de la gran historia de dos nobles Naciones, pero también de toda América Latina. El Tratado de Paz y Amistad es un ejemplo luminoso de la fuerza del espíritu humano y de la voluntad de paz frente a la barbarie y la sinrazón de la violencia y la guerra como medio para resolver las diferencias. Una vez más, hay que tener presente las palabras que mi Predecesor, el Papa Pío XII, pronunció en momentos especialmente difíciles de la historia: «Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra» (Radiomensaje, 24 agosto 1939). Por tanto, es necesario perseverar en todo momento con voluntad firme y hasta las últimas consecuencias en tratar de resolver las controversias con verdadera voluntad de diálogo y de acuerdo, a través de pacientes negociaciones y necesarios compromisos, y teniendo siempre en cuenta las justas exigencias y legítimos intereses de todos.

4. Para que la causa de la paz se abra camino en la mente y el corazón de todos los hombres y, de modo especial, de aquellos que están llamados a servir a sus ciudadanos desde las más altas magistraturas de las naciones, es preciso que esté apoyada en firmes convicciones morales, en la serenidad de los ánimos, a veces tensos y polarizados, y en la búsqueda constante del bien común nacional, regional y mundial. La consecución de la paz, en efecto, requiere la promoción de una auténtica cultura de la vida, que respete la dignidad del ser humano en plenitud, unida al fortalecimiento de la familia como célula básica de la sociedad. Requiere también la lucha contra la pobreza y la corrupción, el acceso a una educación de calidad para todos, un crecimiento económico solidario, la consolidación de la democracia y la erradicación de la violencia y la explotación, especialmente contra las mujeres y los niños.

5. La Iglesia católica, que continúa en la tierra la misión de Cristo, que con su muerte en la cruz trajo la paz al mundo (cf. Ef 2, 14-17), no deja de proclamar a todos su mensaje de salvación y de reconciliación y, uniendo sus esfuerzos a todos los hombres de buena voluntad, se entrega con ahínco para cumplir las aspiraciones de paz y concordia de toda la humanidad.

Excelentísimas Señoras Presidentas, queridos amigos, agradeciéndoles nuevamente su significativa visita, dirijo mi mirada al Cristo de los Andes, en la cumbre de la Cordillera, y le pido que, como un don constante de su gracia, selle para siempre la paz y la amistad entre argentinos y chilenos, al mismo tiempo que como prenda de mi afecto les imparto una especial Bendición Apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A SU BEATITUD ANASTASIOS,
ARZOBISPO DE TIRANA, DURRËS Y TODA ALBANIA

Viernes 4 de diciembre de 2009



Beatitud:

"Gracia a vosotros y paz de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo" (2 Ts 1, 2). Me alegra dar una fraterna bienvenida a Su Beatitud y a los demás distinguidos representantes de la Iglesia ortodoxa autocéfala de Albania, que lo acompañan hoy. Recuerdo con gratitud, a pesar de las tristes circunstancias, nuestro encuentro en el funeral del Papa Juan Pablo II. Recuerdo también, con satisfacción, que este predecesor mío se encontró con usted en Tirana durante la visita apostólica a Albania.

Como sabemos, el Ilírico acogió el Evangelio desde los tiempos de los Apóstoles (cf. Hch 17, 1; Rm 15, 19). Desde entonces hasta nuestros días, el mensaje salvífico de Cristo ha dado fruto en su patria. Como testimonian los primerísimos escritos de vuestra cultura, una antigua fórmula bautismal latina y un himno bizantino sobre la resurrección del Señor que han llegado hasta nosotros, la fe de nuestros antepasados cristianos ha dejado huellas espléndidas e indelebles en las primeras líneas de la historia, de la literatura y de las artes de vuestro pueblo.

Sin embargo, el testimonio más extraordinario se encuentra sin duda en la vida misma. Durante la segunda parte del siglo pasado, los cristianos en Albania, tanto ortodoxos como católicos, mantuvieron viva la fe a pesar de vivir bajo un régimen ateo sumamente represivo y hostil; y, como sabemos bien, muchos cristianos pagaron cruelmente esa fe con su vida. La caída de ese régimen dio felizmente paso a la reconstrucción de las comunidades católicas y ortodoxas en Albania. La actividad misionera de Su Beatitud es bien conocida, especialmente en la reconstrucción de los lugares de culto, en la formación del clero y en la obra de catequesis que ahora se realiza: un movimiento de renovación que Su Beatitud ha descrito muy bien como Ngjallja (Resurrección).

Desde que obtuvo la libertad, la Iglesia ortodoxa de Albania pudo participar provechosamente en el diálogo teológico internacional católico-ortodoxo. Vuestro compromiso al respecto refleja felizmente las relaciones fraternas entre católicos y ortodoxos en vuestro país y es una inspiración para todo el pueblo albanés, pues demuestra que los cristianos pueden vivir en armonía.

En este sentido, debemos subrayar los elementos de fe que comparten nuestras Iglesias: la profesión común del Credo niceno-constantinopolitano; el Bautismo común para la remisión de los pecados y para incorporarnos a Cristo y a la Iglesia; la herencia de los primeros concilios ecuménicos; la comunión real, aunque imperfecta, que ya compartimos; y el deseo común, acompañado por los esfuerzos de colaboración, de edificar sobre lo que ya existe. A este propósito quiero recordar dos iniciativas importantes en Albania: la fundación de la Sociedad bíblica interconfesional y la creación del Comité para las relaciones interreligiosas. Se trata de esfuerzos oportunos para promover la comprensión mutua y la cooperación concreta, no sólo entre católicos y ortodoxos, sino también entre cristianos, musulmanes y bektashi.

Me congratulo con usted, Beatitud, y con todos los albaneses por esta renovación espiritual. Al mismo tiempo, con gratitud a Dios todopoderoso, reflexiono sobre su servicio a su país y sobre su contribución personal a la promoción de las relaciones fraternas con la Iglesia católica. Puede estar seguro de que nosotros, por nuestra parte, haremos todo lo posible para dar un testimonio común de fraternidad y paz, y para buscar junto con vosotros un compromiso renovado con vistas a la unidad de nuestras Iglesias, en obediencia al mandamiento nuevo del Señor.

Beatitud, en este espíritu de comunión, me complace darle la bienvenida a la ciudad de los Apóstoles san Pedro y san Pablo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR
EN LA CAPILLA SIXTINA

Viernes 4 de diciembre de 2009



Queridos amigos:

Es difícil hablar después de escuchar una música tan majestuosa y profundamente conmovedora. Pero, aunque sean pobres, creo que es oportuno decir unas palabras de saludo, de agradecimiento y de reflexión. Quiero saludar de corazón a todos los aquí reunidos en la Capilla Sixtina. Ante todo, estoy agradecido al presidente federal y a su amable esposa porque nos honran con su presencia esta noche.

Querido presidente federal, su visita es un verdadero placer para mí, porque expresa la cercanía y el afecto del pueblo alemán al Sucesor de Pedro, que es compatriota suyo. Un sentido Vergelt's Gott ("Dios se lo pague") también por sus amables palabras, que llegan al corazón, y porque usted ha hecho posible esta velada para nosotros. Asimismo doy las gracias de corazón al Domkapellmeister, Reinhard Kammler, a los Augsburger Domsingknaben y a la Residenz-Kammerorchester München la ejecución magistral de este magnífico oratorio. Gracias por este maravilloso don.

Como hemos escuchado, esta velada solemne obedece a un doble aniversario. Por un lado, este año celebramos el 60° de la fundación de la República federal de Alemania, con la firma de la Ley fundamental el 23 de mayo de 1949; por otro, recordamos el 20° de la caída del Muro de Berlín, esa frontera de muerte que durante tantos años dividió a nuestra patria y separó por la fuerza a hombres, familias, vecinos y amigos. En aquel momento muchos percibieron los acontecimientos del 9 de noviembre de 1989 como los albores inesperados de la libertad, después de una larga y sufrida noche de violencia y opresión por parte de un sistema totalitario que, al final, llevaba a un nihilismo, a un vacío de las almas. En la dictadura comunista, ninguna acción se consideraba mal en sí misma ni siempre inmoral. Lo que era útil para los objetivos del partido era bueno, aunque pudiera ser inhumano.

Hoy, hay quien se pregunta si el orden social occidental es mucho mejor y más humanitario. De hecho, la historia de la República federal de Alemania es una prueba de ello. Y esto se lo debemos en buena parte a la Ley fundamental. Dicha Constitución ha contribuido de modo esencial al desarrollo pacífico de Alemania en las seis décadas transcurridas. Porque exhorta a los hombres, con responsabilidad ante Dios Creador, a dar prioridad a la dignidad humana en toda legislación estatal, a respetar el matrimonio y la familia como fundamento de toda sociedad, como también a tratar con consideración y profundo respeto todo lo que es sagrado para los demás. Que, como contempla la Ley fundamental, los ciudadanos de Alemania, al cumplir con el deber de renovación espiritual y política, después del nacionalsocialismo y después de la segunda guerra mundial, sigan colaborando en la construcción de una sociedad libre y fraterna.

Queridos amigos, mirando la historia de nuestra patria en los últimos sesenta años, tenemos motivos para dar gracias a Dios con toda el alma. Y somos conscientes de que ese desarrollo no es mérito nuestro. Ha sido posible gracias a hombres que han actuado con una profunda convicción cristiana, con responsabilidad ante Dios, iniciando así procesos de reconciliación que han permitido una nueva relación recíproca y comunitaria de los países europeos. La historia de Europa en el siglo XX demuestra que la responsabilidad ante Dios tiene una importancia decisiva para la correcta actuación política (cf. Caritas in veritate). Dios reúne a los hombres en una verdadera comunión, y hace entender a la persona que en la comunión con el otro está presente también Uno más grande, que es la causa originaria de nuestra vida y de nuestro estar juntos. Esto se nos manifiesta, de manera especial, en el misterio de la Navidad, donde este Dios se acerca en su amor, donde él mismo como hombre, como niño, pide nuestro amor.

Un pasaje del Oratorio de Navidad ilustra de modo impresionante esta comunión que se funda en el amor y aspira al amor eterno: María está junto al pesebre y escucha las palabras de los pastores, que son los testigos y anunciadores del mensaje de los ángeles sobre ese niño. Ese momento, en el que ella guarda todas esas cosas y las medita en su corazón (cf. Lc 2, 19), Bach lo transforma, con la estupenda aria para contralto, en una invitación a cada hombre:

¡Guarda, corazón mío,
este milagro de beatitud
en lo más hondo de tus creencias!
¡Que este milagro,
que esta obra divina
sea la fuerza que levante tu fe
cuando desfallezca!

Todo hombre, en la comunión con Jesucristo, puede ser para el otro un mediador ante Dios. Nadie cree por sí solo, todos vivimos la propia fe también gracias a mediaciones humanas. Sin embargo, ninguna de ellas sería suficiente por sí sola para tender el puente hacia Dios, porque ningún hombre puede sacar de lo que él mismo es la garantía absoluta de la existencia y de la cercanía de Dios. Pero en la comunión con Aquel que en sí mismo constituye esa cercanía, los hombres podemos ser —y lo somos— mediadores los unos para los otros. Como tales seremos capaces de suscitar un modo nuevo de pensar y de generar nuevas energías al servicio de un humanismo integral.

Quiero expresar mi agradecimiento también a los promotores de esta hermosa velada, a los músicos y a todos aquellos que con su generosa contribución han hecho posible la realización de este concierto. Que la espléndida música que hemos escuchado en este singular ambiente de la Capilla Sixtina fortalezca nuestra fe y nuestra alegría en el Señor, para que seamos sus testigos en el mundo. Imparto a todos, de corazón, mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL QUINTO GRUPO DE OBISPOS DE BRASIL, REGIONES SUR 3 Y 4,
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM"

Sábado 5 de diciembre de 2009



Queridos hermanos en el episcopado:

Os doy la bienvenida y os saludo a todos y a cada uno, al recibiros colegialmente en el marco de vuestra visita ad limina. Agradezco a monseñor Murilo Krieger las palabras de devota estima que me ha dirigido en nombre de todos vosotros y del pueblo confiado a vuestra solicitud pastoral en las regiones eclesiásticas Sur 3 y 4, exponiendo también sus desafíos y esperanzas. Al escuchar esto, siento que de mi corazón se elevan acciones de gracias al Señor por el don de la fe misericordiosamente concedido a vuestras comunidades eclesiales, conservado celosamente por ellas y transmitido valientemente, en obediencia al mandamiento que nos dejó Jesús de llevar su Buena Noticia a toda criatura, tratando de impregnar de humanismo cristiano la cultura actual.

Por lo que se refiere a la cultura, el pensamiento se dirige a dos ámbitos clásicos en los que se forma y comunica —la universidad y la escuela—, centrando la atención principalmente en las comunidades académicas que han nacido a la sombra del humanismo cristiano y que se inspiran en él, honrándose con el nombre de "católicas". Ahora bien, "precisamente por la referencia explícita, y compartida por todos los miembros de la comunidad escolar, a la visión cristiana —aunque sea en grado diverso— es por lo que la escuela es "católica", porque los principios evangélicos se convierten para ella en normas educativas, motivaciones interiores y al mismo tiempo metas finales" (Congregación para la educación católica, La escuela católica, n. 34: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de julio de 1977, p. 9). En una decidida sinergia con las familias y con las comunidades eclesiales, debe promover la unidad entre fe, cultura y vida que constituye el objetivo fundamental de la educación cristiana.

También se puede ayudar, de diferentes formas, a las escuelas estatales en su tarea educativa con la presencia de profesores creyentes —en primer lugar, pero no exclusivamente, los profesores de religión católica— y de alumnos formados cristianamente, así como con la colaboración de las familias y de la propia comunidad cristiana. De hecho, una sana laicidad de la escuela no implica la negación de la trascendencia, ni una mera neutralidad frente a aquellos requisitos y valores morales que constituyen la base de una auténtica formación de la persona, incluida la educación religiosa.

La escuela católica no puede concebirse ni vivir separada de las demás instituciones educativas. Está al servicio de la sociedad: desempeña una función pública y un servicio de utilidad pública que no está reservado sólo a los católicos sino abierto a todos aquellos que desean beneficiarse de una propuesta educativa cualificada. El problema de su equiparación jurídica y económica con la escuela estatal sólo se planteará correctamente si partimos del reconocimiento del papel primario de las familias y del subsidiario de las demás instituciones educativas. El artículo 26 de la Declaración universal de derechos humanos dice: "Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos". El compromiso de siglos de la escuela católica va en esta dirección, impulsado por una fuerza aún más radical, es decir, por la fuerza que hace de Cristo el centro del proceso educativo.

Este proceso, que comienza en las escuelas primaria y secundaria, se realiza de modo más alto y especializado en las universidades. La Iglesia siempre ha sido solidaria con la universidad y con su vocación de llevar al hombre a los más altos niveles del conocimiento de la verdad y del dominio del mundo en todos sus aspectos. Me complace expresar mi más viva gratitud eclesial a las diferentes congregaciones religiosas que entre vosotros han fundado y sostenido universidades de renombre, recordándoles, sin embargo, que no son propiedad de quien las ha fundado o de quien estudia en ellas, sino expresión de la Iglesia y de su patrimonio de fe.

En este sentido, amados hermanos, vale la pena recordar que, el pasado mes de agosto, cumplió veinticinco años la instrucción Libertatis nuntius de la Congregación para la doctrina de la fe sobre algunos aspectos de la teología de la liberación; en ella se subrayaba el peligro que implicaba la aceptación acrítica, por parte de algunos teólogos, de tesis y metodologías provenientes del marxismo. Sus consecuencias más o menos visibles, hechas de rebelión, división, disenso, ofensa y anarquía, todavía se dejan sentir, creando en vuestras comunidades diocesanas un gran sufrimiento y una grave pérdida de fuerzas vivas. Suplico a todos los que de algún modo se han sentido atraídos, involucrados y afectados en su interior por ciertos principios engañosos de la teología de la liberación, que vuelvan a confrontarse con la mencionada Instrucción, acogiendo la luz benigna que ofrece a manos llenas; recuerdo a todos que "la "norma suprema de su fe" [de la Iglesia] proviene de la unidad que el Espíritu ha puesto entre la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia en una reciprocidad tal que los tres no pueden subsistir de forma independiente" (Juan Pablo II, Fides et ratio, 55). Que, en el ámbito de los organismos y comunidades eclesiales, el perdón ofrecido y recibido en nombre y por amor de la Santísima Trinidad, que adoramos en nuestro corazón, ponga fin a la tribulación de la amada Iglesia que peregrina en las tierras de la Santa Cruz.

Venerados hermanos en el episcopado, en la unión con Cristo nos precede y nos guía la Virgen María, tan amada y venerada en vuestras diócesis y en todo Brasil. En ella encontramos la verdadera esencia, pura y no deformada, de la Iglesia, y así, por medio de ella, aprendemos a conocer y amar el misterio de la Iglesia que vive en la historia, nos sentimos profundamente parte de ella, nos convertimos también nosotros en "almas eclesiales", aprendiendo a resistir a la "secularización interna" que amenaza a la Iglesia y sus enseñanzas.

A la vez que pido al Señor que derrame la abundancia de su luz sobre todo el mundo escolar brasileño, encomiendo a sus protagonistas a la protección de la Virgen santísima, y os imparto a vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a los laicos comprometidos y a todos los fieles de vuestras diócesis una paterna bendición apostólica.


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HOMENAJE A LA INMACULADA CONCEPCIÓN EN LA PLAZA DE ESPAÑA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Martes 8 de diciembre de 2009

(Video)

Imágenes de la celebración

Queridos hermanos y hermanas:

En el corazón de las ciudades cristianas María constituye una presencia dulce y tranquilizadora. Con su estilo discreto da paz y esperanza a todos en los momentos alegres y tristes de la existencia. En las iglesias, en las capillas, en las paredes de los edificios: un cuadro, un mosaico, una estatua recuerda la presencia de la Madre que vela constantemente por sus hijos. También aquí, en la plaza de España, María está en lo alto, como velando por Roma.

¿Qué dice María a la ciudad? ¿Qué recuerda a todos con su presencia? Recuerda que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20), como escribe el apóstol san Pablo. Ella es la Madre Inmaculada que repite también a los hombres de nuestro tiempo: no tengáis miedo, Jesús ha vencido el mal; lo ha vencido de raíz, librándonos de su dominio.

¡Cuánto necesitamos esta hermosa noticia! Cada día los periódicos, la televisión y la radio nos cuentan el mal, lo repiten, lo amplifican, acostumbrándonos a las cosas más horribles, haciéndonos insensibles y, de alguna manera, intoxicándonos, porque lo negativo no se elimina del todo y se acumula día a día. El corazón se endurece y los pensamientos se hacen sombríos. Por esto la ciudad necesita a María, que con su presencia nos habla de Dios, nos recuerda la victoria de la gracia sobre el pecado, y nos lleva a esperar incluso en las situaciones humanamente más difíciles.

En la ciudad viven —o sobreviven— personas invisibles, que de vez en cuando saltan a la primera página de los periódicos o a la televisión, y se las explota hasta el extremo, mientras la noticia y la imagen atraen la atención. Se trata de un mecanismo perverso, al que lamentablemente cuesta resistir. La ciudad primero esconde y luego expone al público. Sin piedad, o con una falsa piedad. En cambio, todo hombre alberga el deseo de ser acogido como persona y considerado una realidad sagrada, porque toda historia humana es una historia sagrada, y requiere el máximo respeto.

La ciudad, queridos hermanos y hermanas, somos todos nosotros. Cada uno contribuye a su vida y a su clima moral, para el bien o para el mal. Por el corazón de cada uno de nosotros pasa la frontera entre el bien y el mal, y nadie debe sentirse con derecho de juzgar a los demás; más bien, cada uno debe sentir el deber de mejorarse a sí mismo. Los medios de comunicación tienden a hacernos sentir siempre "espectadores", como si el mal concerniera solamente a los demás, y ciertas cosas nunca pudieran sucedernos a nosotros. En cambio, somos todos "actores" y, tanto en el mal como en el bien, nuestro comportamiento influye en los demás.

Con frecuencia nos quejamos de la contaminación del aire, que en algunos lugares de la ciudad es irrespirable. Es verdad: se requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté más limpia. Sin embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara... La ciudad está hecha de rostros, pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las personas se convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas, en objetos sin rostro, intercambiables y consumibles.

María Inmaculada nos ayuda a redescubrir y defender la profundidad de las personas, porque en ella la transparencia del alma en el cuerpo es perfecta. Es la pureza en persona, en el sentido de que en ella espíritu, alma y cuerpo son plenamente coherentes entre sí y con la voluntad de Dios. La Virgen nos enseña a abrirnos a la acción de Dios, para mirar a los demás como él los mira: partiendo del corazón. A mirarlos con misericordia, con amor, con ternura infinita, especialmente a los más solos, despreciados y explotados. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia".

Quiero rendir homenaje públicamente a todos los que en silencio, no con palabras sino con hechos, se esfuerzan por practicar esta ley evangélica del amor, que hace avanzar el mundo. Son numerosos, también aquí en Roma, y raramente son noticia. Hombres y mujeres de todas las edades, que han entendido que de nada sirve condenar, quejarse o recriminar, sino que vale más responder al mal con el bien. Esto cambia las cosas; o mejor, cambia a las personas y, por consiguiente, mejora la sociedad.

Queridos amigos romanos, y todos los que vivís en esta ciudad, mientras estamos atareados en nuestras actividades cotidianas, prestemos atención a la voz de María. Escuchemos su llamada silenciosa pero apremiante. Ella nos dice a cada uno: que donde abundó el pecado, sobreabunde la gracia, precisamente a partir de tu corazón y de tu vida. La ciudad será más hermosa, más cristiana y más humana.

Gracias, Madre santa, por este mensaje de esperanza. Gracias por tu silenciosa pero elocuente presencia en el corazón de nuestra ciudad. ¡Virgen Inmaculada, Salus Populi Romani, ruega por nosotros!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR EDUARDO DELGADO BERMÚDEZ,
EMBAJADOR DE CUBA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 10 de diciembre de 2009



Señor Embajador:

1. Con sumo gusto le recibo en este solemne acto en el que presenta las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de la República de Cuba ante la Santa Sede, iniciando así la importante misión que su Gobierno le ha confiado. Le agradezco sus atentas palabras y el saludo que me ha transmitido de parte del Excelentísimo Señor Raúl Castro Ruz, Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, al que correspondo con mis mejores deseos para su alta responsabilidad.

2. Entre ilusiones y dificultades, Cuba ha logrado un decidido protagonismo, principalmente en el contexto económico y político del Caribe y América Latina. Por otra parte, algunos signos de distensión en sus relaciones con el vecino Estados Unidos dejarían presagiar nuevas oportunidades para un acercamiento mutuamente beneficioso, en el pleno respeto de la soberanía y el derecho de los Estados y de sus ciudadanos. Cuba, que sigue ofreciendo a numerosos países su colaboración en áreas vitales como la alfabetización y la salud, favorece así la cooperación y solidaridad internacionales, sin que éstas estén supeditadas a más intereses que la ayuda misma a las poblaciones necesitadas. Es de esperar que todo ello pueda contribuir a hacer realidad el llamado que mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II, lanzó en su histórico viaje a la Isla: «Que Cuba se abra con todas sus magníficas posibilidades al mundo y que el mundo se abra a Cuba» (Discurso en la ceremonia de llegada a La Habana, 21 de enero de 1998).

3. Como otros muchos países, su Patria sufre también las consecuencias de la grave crisis mundial que, añadida a los devastadores efectos de los desastres naturales y al embargo económico, golpea de manera especial a las personas y familias más pobres. En esta compleja situación general, se aprecia cada vez más la urgente necesidad de una economía que, edificada sobre sólidas bases éticas, ponga a la persona y sus derechos, su bien material y espiritual, en el centro de sus intereses. En efecto, el primer capital que se ha de salvaguardar y salvar es el hombre, la persona en su integridad (cf. Caritas in veritate, 25).

Es importante que los Gobiernos se esfuercen por remediar los graves efectos de la crisis financiera, sin desatender por ello las necesidades básicas de los ciudadanos. La Iglesia Católica en Cuba, que en estos momentos, y como siempre, se siente cercana a la población, quiere contribuir con su modesta y efectiva ayuda. Deseo destacar asimismo cómo la mayor cooperación alcanzada con las Autoridades de su País ha permitido la realización de importantes proyectos de asistencia y reconstrucción, especialmente con ocasión de las catástrofes naturales.

4. Espero que se sigan multiplicando los signos concretos de apertura al ejercicio de la libertad religiosa, tal como se ha venido haciendo en los últimos años, como por ejemplo la oportunidad de celebrar la Santa Misa en algunas cárceles, la realización de procesiones religiosas, la reparación y devolución de algunos templos y la construcción de algunas casas religiosas, o la posibilidad de contar con seguridad social para los sacerdotes y religiosos. Así la comunidad católica ejercerá con más soltura su específica tarea pastoral.

Con vistas a avanzar en este camino, sobre todo en beneficio de los ciudadanos cubanos, sería también deseable que se pudiera continuar dialogando para fijar conjuntamente, siguiendo formas similares a las que se establecen con otras Naciones y respetando las características propias de su País, el marco jurídico que defina convenientemente las relaciones existentes y nunca interrumpidas entre la Santa Sede y Cuba, y que garantice el desarrollo adecuado de la vida y la acción pastoral de la Iglesia en esa Nación.

5. La Iglesia Católica se está preparando en su Patria con toda intensidad para la celebración, en el año 2012, del Cuarto Centenario del hallazgo y presencia de la bendita imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre, Madre y Patrona de Cuba. Esta querida advocación mariana es un símbolo luminoso de la religiosidad del pueblo cubano y de las raíces cristianas de su cultura. En efecto, la Iglesia, que no se puede confundir con la comunidad política (cf. Gaudium et spes, 76), es depositaria de un extraordinario patrimonio espiritual y moral que ha contribuido a forjar de manera decisiva el “alma” cubana, dándole carácter y personalidad propia.

A este respecto, todos los hombres y mujeres y, en especial, los jóvenes, necesitan hoy, como en cualquier otra época, redescubrir aquellos valores morales, humanos y espirituales, como por ejemplo el respeto a la vida desde su concepción hasta su ocaso natural, que hacen la existencia del hombre más digna. En este sentido, el principal servicio que la Iglesia presta a los cubanos es el anuncio de Jesucristo y su mensaje de amor, perdón y reconciliación en la verdad. Un pueblo que recorre este camino de concordia es un pueblo con esperanza de un futuro mejor. La Iglesia, además, consciente de que su misión quedaría amputada sin el testimonio de la caridad que brota del Corazón de Cristo, ha puesto en marcha en su Patria numerosas iniciativas de asistencia social que, aunque de reducidas dimensiones, llegan a muchos enfermos, ancianos y desvalidos. Una muestra elocuente de este amor es también la vida y labor de tantas personas que se han dejado iluminar y transformar por el mensaje de Cristo, como el Beato José Olallo Valdés, a cuya beatificación, la primera que se ha realizado en suelo cubano, asistió el Excelentísimo Señor Presidente de los Consejos de Estado y de Ministros.

Confío además en que este clima, que ha posibilitado a la Iglesia dar su modesta contribución caritativa, favorezca también su participación en los medios de comunicación social y en la realización de tareas educativas complementarias, de acuerdo a su específica misión pastoral y espiritual.

6. No quiero concluir mis palabras sin dirigir un último recuerdo al siempre noble, luchador, sufrido y trabajador pueblo cubano, expresándole de corazón mi cercanía y afecto, al mismo tiempo que no dejo de encomendarlo en mi plegaria al Señor, autor de todo don.

Señor Embajador, le ruego que tenga la bondad de reiterar mi saludo deferente a las más Altas Autoridades de la República de Cuba, a la vez que formulo a Vuestra Excelencia mis mejores deseos para que cumpla felizmente y con fruto la alta Misión que hoy comienza ante la Santa Sede, e invoco sobre usted, su familia y colaboradores abundantes dones del Altísimo, por intercesión de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre.


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VISITA AL "HOSPICE FONDAZIONE ROMA"

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 13 de diciembre de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

He aceptado con gusto la invitación a visitar el "Hospice Fondazione Roma" y estoy muy contento de encontrarme entre vosotros. Dirijo mi cordial saludo al cardenal vicario Agostino Vallini, a los excelentísimos obispos auxiliares y a los sacerdotes presentes. Agradezco vivamente al profesor Emmanuele Emanuele, presidente de la Fondazione Roma, y a don Leopoldo de los duques Torlonia, presidente del Círculo de San Pedro, las significativas palabras que amablemente me han dirigido. Saludo también a la dirección del "Hospice Fondazione Roma", a su presidente, el ingeniero Alessandro Falez, al personal sanitario, de enfermería y administrativo, a las religiosas y a cuantos llevan a cabo su obra de diversos modos en esta benemérita institución.

Expreso asimismo mi aprecio en particular a los voluntarios del Círculo de San Pedro, de quienes conozco el celo y la generosidad con que ayudan y consuelan a los enfermos y a sus familiares. El "Hospice Fondazione Roma" nació en 1998 con la denominación "Hospice Sacro Cuore", por iniciativa del entonces presidente general del Círculo de San Pedro, don Marcello de los marqueses Sacchetti, a quien saludo con viva y grata deferencia. Esta institución tiene como finalidad atender a los pacientes terminales para aliviar tanto como sea posible sus sufrimientos y acompañarlos amorosamente en la evolución de la enfermedad.

En once años, los ingresados en el Hospice han pasado de tres a más de treinta, seguidos a diario por médicos, enfermeros y voluntarios. A ellos hay que añadir los noventa asistidos a domicilio. Todo ello contribuye a hacer del "Hospice Fondazione Roma", que en el tiempo se ha enriquecido con la Unidad Alzheimer y con un proyecto de asistencia experimental dirigido a personas afectadas de esclerosis lateral amiotrófica, una realidad particularmente significativa en el ámbito de la sanidad romana.

Queridos amigos, sabemos que algunas graves patologías producen inevitablemente en los enfermos momentos de crisis, de desorientación y una seria confrontación con la propia situación personal. Los progresos en las ciencias médicas ofrecen a menudo las herramientas necesarias para afrontar este desafío, al menos en lo que se refiere a los aspectos físicos. Sin embargo, no siempre es posible encontrar un tratamiento para cada enfermedad y, en consecuencia, en los hospitales y en las estructuras sanitarias de todo el mundo nos encontramos frecuentemente con el sufrimiento de muchos hermanos y hermanas incurables, y a menudo en fase terminal.

Hoy la mentalidad eficientista predominante tiende con frecuencia a marginar a estas personas, considerándolas un peso y un problema para la sociedad. Quien tiene el sentido de la dignidad humana sabe, en cambio, que hay que respetarlas y apoyarlas cuando afrontan las dificultades y el sufrimiento vinculado a sus condiciones de salud. Con este fin hoy se recurre cada vez más al empleo de terapias paliativas que son capaces de aliviar los dolores que derivan de la enfermedad y de ayudar a las personas afectadas a vivirla con dignidad.

Con todo, además de los cuidados clínicos indispensables, es necesario ofrecer a los enfermos gestos concretos de amor, de cercanía y de solidaridad cristiana para salir al encuentro de su necesidad de comprensión, de consuelo y de aliento constante. Es lo que se realiza felizmente aquí, en el "Hospice Fondazione Roma", que sitúa en el centro de su compromiso la atención y la acogida solícita de los enfermos y de sus familiares, en consonancia con lo que enseña la Iglesia, la cual, a través de los siglos, se ha mostrado siempre como madre amorosa de quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu. Además de expresar mi complacencia por la loable obra realizada, deseo animar a todos los que, haciéndose iconos concretos del buen samaritano, "que se compadece y cuida del prójimo" (cf. Lc 10, 34), ofrecen diariamente a los pacientes y a sus seres queridos una asistencia adecuada y atenta a las exigencias de cada uno.

Queridos enfermos, queridos familiares, acabo de encontrarme con vosotros individualmente y he visto en vuestros ojos la fe y la fortaleza que os sostienen en las dificultades. He venido para ofreceros a cada uno un testimonio concreto de cercanía y de afecto. Os aseguro mi oración y os invito a encontrar en Jesús apoyo y consuelo para no perder jamás la confianza y la esperanza. Vuestra enfermedad es una prueba muy dolorosa y singular, pero ante el misterio de Dios, que asumió nuestra carne mortal, adquiere su sentido y se convierte en don y ocasión de santificación. Cuando el sufrimiento y el desconsuelo se agudizan, pensad que Cristo os está asociando a su cruz porque quiere decir a través de vosotros una palabra de amor a cuantos han extraviado el camino de la vida y, encerrados en su egoísmo vacío, viven en el pecado y alejados de Dios. De hecho, vuestras condiciones de salud testimonian que la vida verdadera no está aquí, sino junto a Dios, en quien cada uno de nosotros encontrará su alegría si humildemente ha seguido los pasos del hombre más verdadero: Jesús de Nazaret, Maestro y Señor.

El tiempo de Adviento, en el que estamos inmersos, nos habla de la visita de Dios y nos invita a prepararle el camino. A la luz de la fe podemos leer en la enfermedad y en el sufrimiento una experiencia particular del Adviento, una visita de Dios que de manera misteriosa viene para liberar de la soledad y de la falta de sentido, y para transformar el dolor en tiempo de encuentro con él, de esperanza y de salvación. ¡El Señor viene, está aquí, a nuestro lado! Que esta certeza cristiana nos ayude a comprender también la "tribulación" como la forma con la que él puede salir a nuestro encuentro y convertirse para cada uno en el "Dios cercano" que libera y salva. La Navidad, para la que nos estamos preparando, nos ofrece la posibilidad de contemplar al Santo Niño, la luz verdadera que llega a este mundo para manifestar "la gracia salvadora de Dios a todos los hombres" (Tt 2, 11). A él, con los sentimientos de María, nos encomendamos todos, y le encomendamos nuestra vida y nuestras esperanzas.

Queridos hermanos y hermanas, con estos pensamientos invoco sobre cada uno de vosotros la protección maternal de la Madre de Jesús, a quien el pueblo cristiano invoca en la tribulación como Salus infirmorum y os imparto de corazón una bendición apostólica especial, prenda de alegría espiritual e íntima y de auténtica paz en el Señor.


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EL PAPA RECIBE LA CIUDADANÍA DE HONOR DE INTROD

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Miércoles 16 de diciembre de 2009



Señor presidente de la Región;
señor alcalde;
señores alcaldes;
reverendo párroco;
señores consejeros municipales;
señoras y señores:

Es para mí motivo de gran alegría recibir la ciudadanía de honor del municipio de Introd, donde he podido pasar inolvidables períodos de descanso, rodeado del espléndido panorama alpino, que favorece el encuentro con el Creador y templa el espíritu. A la vez que dirijo a cada uno de vosotros mi cordial saludo, deseo agradecer en particular al presidente de la Región autónoma del Valle de Aosta, señor Augusto Rollandin, y al alcalde de Introd, señor Osvaldo Naudin, las amables palabras que me han dirigido en nombre de los presentes y de todos aquellos a quienes representan.

Considero la decisión del concejo municipal de Introd, que ha querido incluirme entre los ciudadanos de honor de su comunidad, como un signo de afecto de todos los Introleins y de los habitantes de todo el Valle de Aosta, que siempre me han dispensado una acogida calurosa y cordial, y, al mismo tiempo, discreta y respetuosa de mi descanso. Ahora puedo decir, con mayor razón, que me siento en casa en Introd, deliciosa localidad alpina a la que me unen felices y gratos recuerdos y un sentimiento de especial cercanía espiritual.

En este momento me vienen a la mente muchos recuerdos, sobre todo el chalet, que estaba en medio de los bosques: un lugar de descanso espiritual, con un panorama espléndido, y un signo de afecto de la población, del alcalde y de todos vosotros. Podría contar muchas cosas. En estos dís hemos hablado de lo que se hace en invierno con el chalet: me alegra saber que está bien custodiado y protegido.

Me complace saber, por las palabras del alcalde, que mi presencia en el Valle de Aosta, y antes aún la de mi amado predecesor Juan Pablo II, ha favorecido el crecimiento en la fe de esas poblaciones tan queridas para mí y ricas en tradiciones cristianas, que muestran tantos signos de vitalidad religiosa. Sé también que en el tronco antiguo de ese patrimonio espiritual la Iglesia que está en el Valle de Aosta, bajo la solícita dirección de su pastor, el querido monseñor Giuseppe Anfossi, no se cansa de injertar la "noticia" siempre nueva de Jesús, Verbo de Dios, que se hizo hombre para ofrecer a los hombres la alegría de vivir, ya en esta tierra, la entusiasmante experiencia de ser hijos amados de Dios. Esta tarea resulta especialmente urgente en una sociedad que alimenta, sobre todo en las nuevas generaciones, espejismos y falsas esperanzas, pero a la que el Señor llama también hoy a transformarse en "familia" de los hijos de Dios, que viven con "un solo corazón y una sola alma" (Hch 4, 32) para testimoniar el amor a la vida y a los pobres.

Queridos amigos, a la vez que os renuevo mis sentimientos de afecto y gratitud, invoco la bendición de Dios sobre vosotros, sobre vuestras familias y sobre todo el Valle de Aosta. Que el Señor siga protegiendo a vuestras comunidades y a vuestra región, y que las ayude a construir un futuro que, poniendo a Dios en primer lugar, sea cada vez más justo, solidario y lleno de esperanzas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR HANS KLINGENBERG
NUEVO EMBAJADOR DE DINAMARCA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 17 de diciembre de 2009



Excelencia:

Me complace darle la bienvenida al Vaticano y aceptar las cartas credenciales con las que se le nombra embajador extraordinario y plenipotenciario del Reino de Dinamarca ante la Santa Sede. Le agradezco el amable saludo que me trae de Su Majestad la Reina Margarita II, y le pido que transmita a Su Majestad, al Gobierno y al pueblo de su país mi gratitud por sus buenos deseos y la seguridad de mis oraciones por el bienestar espiritual de la nación.

Las relaciones diplomáticas de la Iglesia forman parte de su misión de servicio a la comunidad internacional. Este compromiso con la sociedad civil se caracteriza por su convicción de que, en un mundo cada vez más globalizado, los esfuerzos para promover un desarrollo humano integral y un orden económico sostenible deben tener en cuenta la relación fundamental entre Dios, la creación y sus criaturas. Desde esta perspectiva, las tendencias hacia la fragmentación social y las iniciativas de desarrollo incompletas pueden superarse por el reconocimiento de la dimensión moral unificadora constitutiva de todo ser humano y de las consecuencias de carácter moral que tienen todas las decisiones económicas (cf. Caritas in veritate, 37). De hecho, el escepticismo contemporáneo ante la retórica política y el creciente malestar por la falta de puntos de referencia éticos que rigen los avances tecnológicos y los mercados comerciales, indican las imperfecciones y limitaciones que existen en los individuos y la sociedad, así como la necesidad de un redescubrimiento de los valores fundamentales y una profunda renovación cultural en armonía con el designio de Dios para el mundo (cf. ib., 21).

Excelencia, actualmente la atención del mundo está centrada en Dinamarca, puesto que alberga la cumbre de las Naciones Unidas sobre el cambio climático. Las deliberaciones políticas y diplomáticas que se están realizando para afrontar las exigencias de una cuestión tan compleja prueban la determinación de los participantes de renunciar a las posibles ventajas nacionalistas, o a corto plazo, a fin de conseguir beneficios a más largo plazo para toda la familia humana internacional. Aunque seguramente se puede alcanzar cierto consenso a través de la elaboración de las aspiraciones compartidas, unidas a políticas y objetivos, el cambio fundamental de cualquier forma de comportamiento humano —individual o colectivo— requiere la conversión del corazón. El valor y el sacrificio, fruto de un despertar ético, nos permiten entrever un mundo mejor y nos alientan a acometer con esperanza todo lo que sea necesario para garantizar que las generaciones futuras reciban la creación en su conjunto en unas condiciones tales que también ellos pueden llamarla "su casa". Sin embargo, cuando "la capacidad moral de la sociedad" (ib., 51) desciende, los desafíos que afrontan los líderes actuales no puede menos de aumentar.

Esta necesidad urgente de hacer hincapié en el deber moral de distinguir entre el bien y el mal en toda acción humana, con el fin de redescubrir y alimentar el vínculo de comunión que une a la persona humana y la creación, fue un tema central de mi reciente discurso ante la FAO. En esa ocasión la comunidad internacional debatió sobre la apremiante cuestión de la seguridad alimentaria. Una vez más afirmé que los planes de desarrollo, las inversiones y la legislación, aunque sean importantes, no bastan. Más bien, los individuos y las comunidades deben cambiar su comportamiento y su percepción de las necesidades. Para los propios Estados esto conlleva una redefinición de los conceptos y los principios que han regido hasta ahora las relaciones internacionales, a fin de incluir el principio del altruismo y la decisión de buscar nuevos parámetros —éticos, jurídicos y económicos— capaces de construir relaciones de mayor justicia y equilibrio entre los países en vías de desarrollo y los países desarrollados (cf. Discurso a la FAO, 16 de noviembre de 2009).

Dentro de este marco puede surgir una comprensión integral de la salud de la sociedad, en la que nuestros deberes respecto al medio ambiente nunca se separen de nuestros deberes para con la persona humana, y en la que una crítica moral de las normas culturales que forjan la convivencia humana, con solicitud especial por los jóvenes, se considere fundamental para el bienestar de la sociedad. Con demasiada frecuencia los esfuerzos para promover una comprensión integral del medio ambiente se han realizado junto a una comprensión restrictiva de la persona. Normalmente, esta comprensión restrictiva no respeta la dimensión espiritual de los individuos y, a veces, es hostil hacia la familia, enfrentando a los cónyuges entre sí a través de una imagen distorsionada de la complementariedad de hombres y mujeres, y enfrentando a la madre y al niño por nacer a través de una concepción errónea de la "salud reproductiva". La responsabilidad en las relaciones, incluyendo la responsabilidad del cuidado de los hijos (cf. Caritas in veritate, 44; Familiaris consortio, 35), nunca se puede cultivar realmente sin un profundo respeto por la unidad de la vida familiar según el designio amoroso de nuestro Creador.

El apoyo de Dinamarca a las causas humanitarias es amplio y múltiple. La Santa Sede reconoce de buen grado la generosidad y la profesionalidad del compromiso del Reino para sostener las operaciones de mantenimiento de la paz y los proyectos de desarrollo, así como de su creciente compromiso en favor del continente africano. Entre los principios que compartimos en materia de desarrollo está la convicción de que cualquier forma de corrupción es siempre una ofensa a la dignidad de la persona humana, y siempre será un grave obstáculo para el progreso justo y equitativo de los pueblos. La situación interna de Dinamarca, desde este punto de vista, es digna de elogio, y sus políticas de ayuda financiera extranjera insisten con razón en la responsabilidad y la transparencia por parte de las naciones receptoras.

Señor embajador, los miembros de la Iglesia católica en su país seguirán orando y trabajando por el desarrollo espiritual, social y cultural de todo el pueblo danés. En colaboración ecuménica con los demás cristianos, están atentos a las necesidades de las comunidades de emigrantes que se encuentran en su país, así como de otros grupos que son vulnerables en diversos aspectos. Además, las escuelas de la Iglesia, a cuyos alumnos acojo regularmente en mi audiencia general semanal, sirven a la nación tratando de dar testimonio del amor y la verdad de Cristo.

Excelencia, durante su encargo como representante de Dinamarca ante la Santa Sede, los distintos dicasterios de la Curia romana harán todo lo posible para ayudarle en el desempeño de sus funciones. Le ofrezco mis mejores deseos de éxito en sus esfuerzos para afianzar las cordiales relaciones ya existentes entre nosotros. Invoco sobre usted, sobre su familia y sobre todos sus conciudadanos las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.


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All'Ambasciatore della Repubblica di Uganda presso la Santa Sede (17 dicembre 2009)

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All'Ambasciatore della Repubblica del Sudan presso la Santa Sede (17 dicembre 2009)

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All'Ambasciatore della Repubblica del Kenya presso la Santa Sede (17 dicembre 2009)

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All'Ambasciatore della Repubblica del Kazakhstan presso la Santa Sede (17 dicembre 2009)

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All'Ambasciatore della Repubblica del Bangladesh presso la Santa Sede (17 dicembre 2009)

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All'Ambasciatore della Repubblica di Finlandia presso la Santa Sede (17 dicembre 2009)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA AUDIENCIA A OCHO NUEVOS EMBAJADORES*

Sala Clementina
Jueves 17 de diciembre



Señores embajadores:

Me alegra recibiros esta mañana en el palacio apostólico. Habéis venido para presentarme las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros respectivos países: Dinamarca, Uganda, Sudán, Kenia, Kazajstán, Bangladesh, Finlandia y Letonia. Sed bienvenidos. Os ruego que presentéis mi cordial saludo a vuestros jefes de Estado, agradeciéndoles las amables palabras que habéis tenido la bondad de transmitirme de su parte. Expreso mis mejores deseos para su elevada misión al servicio de sus países. También quiero saludar, a través de vosotros, a las autoridades civiles y religiosas de vuestras naciones, así como a todos vuestros compatriotas. Aseguradles mi oración. Naturalmente, mi pensamiento también se dirige a las comunidades católicas presentes en vuestros países. Como sabéis, desean unirse fraternamente a la edificación de la nación, a la que contribuyen lo mejor que pueden.

En mi última encíclica, Caritas in veritate, recordé la necesaria restauración de una correcta relación entre el hombre y la creación en la que vive y actúa. La creación es el don precioso que Dios, en su bondad, ha hecho a los hombres, los cuales son sus administradores y, por tanto, deben sacar todas las consecuencias de esta responsabilidad. No pueden rechazarla ni evitarla, descargándola sobre las generaciones futuras. Es evidente que esta responsabilidad respecto del medio ambiente no se puede oponer a la urgencia de acabar con los escándalos de la miseria y del hambre. Por el contrario, ya no es posible separar estas dos realidades, pues la degradación continua del medio ambiente constituye una amenaza directa para la supervivencia del hombre y para su propio desarrollo; e incluso corre el peligro de amenazar directamente la paz entre las personas y los pueblos.

Tanto en el plano individual como en el político, ya es necesario asumir compromisos más decididos y más ampliamente compartidos respecto a la creación. En este sentido, aliento vivamente a las autoridades políticas de vuestros respectivos países, y a las de todas las naciones, no sólo a reforzar su acción en favor de la salvaguardia del medio ambiente, sino también —dado que el problema no se puede afrontar únicamente a nivel particular de cada país— a ser una fuerza de propuesta y de estímulo, con el fin de llegar a acuerdos internacionales vinculantes que sean útiles y justos para todos.

Los desafíos que debe afrontar hoy la humanidad requieren ciertamente una movilización de las mentes y de la creatividad del hombre, una intensificación de la investigación aplicada con vistas a una utilización más eficaz y más sana de las energías y de los recursos disponibles. Estos esfuerzos no pueden dispensar de una conversión o una transformación del actual modelo de desarrollo de nuestras sociedades. La Iglesia propone que este cambio profundo, que es preciso descubrir y vivir, esté orientado por la noción de desarrollo integral de la persona humana. De hecho, el bien del hombre no consiste en un consumismo cada vez más desenfrenado y en la acumulación ilimitada de bienes, consumismo y acumulación reservados a un escaso número de personas y propuestos como modelos a la masa. Al respecto, no sólo a las diferentes religiones compete subrayar y defender el primado del hombre y del espíritu, sino también al Estado, el cual tiene el deber de hacerlo, sobre todo a través de una política ambiciosa que permita a todos los ciudadanos por igual el acceso a los bienes del espíritu, pues estos bienes valorizan la riqueza del vínculo social y estimulan al hombre a proseguir su búsqueda espiritual.

La primavera pasada, durante mi viaje apostólico a varios países de Oriente Medio, propuse en repetidas ocasiones que se considere a las religiones, en general, como "nuevo punto de partida" para la paz. Es verdad que en la historia las religiones con frecuencia han sido un factor de conflictos. Pero también es verdad que las religiones vividas según su esencia profunda han sido y son una fuerza de reconciliación y de paz. En este momento histórico las religiones también deben buscar, a través del diálogo franco y sincero, el camino de la purificación para corresponder cada vez más a su verdadera vocación.

Nuestra humanidad desea la paz y, si es posible, la paz universal. Es preciso tender a ella, sin utopía y sin manipulaciones. Todos sabemos que la paz, para establecerse, necesita condiciones políticas y económicas, culturales y espirituales. A veces resulta difícil la coexistencia pacífica de las diversas tradiciones religiosas en el seno de cada nación. Más que un problema político, esta coexistencia también es un problema que se plantea dentro de ellas mismas. Todo creyente está llamado a preguntar a Dios cuál es su voluntad respecto a cada situación humana.

Reconociendo a Dios como el único Creador del hombre —de todo hombre, sean cuales sean su confesión religiosa, su condición social o sus opiniones políticas—, cada uno debe respetar al otro en su unicidad y en su diversidad. Ante Dios no existe ninguna categoría o jerarquía de hombre, inferior o superior, dominante o protegido. Para él sólo existe el hombre que ha creado por amor y que quiere que viva con armonía fraterna en la familia y en la sociedad. El descubrimiento del sabio proyecto de Dios para el hombre lleva a este último a reconocer su amor. Para el hombre de fe o para el hombre de buena voluntad, la solución de los conflictos humanos, como la delicada cohabitación de las diferentes religiones, puede transformarse en una convivencia humana dentro de un orden lleno de bondad y sabiduría que tiene su origen y su dinamismo en Dios. Esta convivencia en el respeto de la naturaleza de las cosas y de su sabiduría intrínseca que viene de Dios —la tranquillitas ordinis— se llama paz. El diálogo interreligioso aporta su contribución específica a esta lenta génesis que desafía los intereses humanos inmediatos, políticos y económicos. Al mundo político y económico a veces le resulta difícil dar al hombre el primer lugar; y más difícil aún le resulta considerar y admitir la importancia y la necesidad de la dimensión religiosa, y garantizar a la religión su verdadera naturaleza y lugar en la esfera pública. La paz, tan deseada, sólo nacerá de la acción conjunta del individuo, que descubre su verdadera naturaleza en Dios, y de los dirigentes de las sociedades civiles y religiosas que —respetando la dignidad y la fe de cada uno— sepan reconocer y dar a la religión su noble y auténtico papel de realización y perfeccionamiento de la persona humana. Aquí se trata de una recomposición global, al mismo tiempo del ámbito temporal y del espiritual, que permitirá un nuevo inicio hacia la paz que Dios desea que sea universal.

Señores embajadores, vuestra misión ante la Santa Sede acaba de comenzar. En mis colaboradores encontraréis el apoyo necesario para su feliz cumplimiento. Os expreso de nuevo mis más cordiales deseos de pleno éxito de vuestra función tan delicada. Que Dios todopoderoso os sostenga y acompañe a vosotros, a vuestros familiares, a vuestros colaboradores y a todos vuestros compatriotas. Que Dios os colme de la abundancia de sus bendiciones.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE BIELORRUSIA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Jueves 17 de diciembre de 2009



Señor cardenal;
venerados hermanos:

Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida a la casa del Sucesor de Pedro, a quien Cristo encomendó la tarea de apacentar a sus ovejas (cf. Jn 21, 15-19), confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32), defender y promover la unidad eclesial (cf. Lumen gentium, 22). Agradezco a monseñor Aleksander Kaszkiewicz las palabras con las que ha querido presentar el camino de la Iglesia en Bielorrusia, poniendo de relieve también los desafíos que le esperan.

En los encuentros que he tenido con vosotros, he apreciado el celo pastoral con el que desempeñáis vuestro ministerio, con el deseo y el compromiso de que crezca cada vez más entre vosotros la corresponsabilidad, la comunión y la unidad en las decisiones, a fin de que vuestro servicio sea cada vez más fructífero. De hecho, es especialmente importante anunciar con renovado entusiasmo y fuerza el perenne mensaje del Evangelio a una sociedad que no es inmune a las tentaciones de la secularización, el hedonismo y el relativismo: los problemas de la disminución de los nacimientos, la fragilidad de las familias y la ilusión de hacer fortuna fuera de la propia tierra son un signo de ello. Frente a estos desafíos, la tarea urgente de los Pastores es poner de manifiesto la fuerza de la fe, una fe arraigada en una tradición sólida, para contribuir a preservar la profunda identidad cristiana de la nación, en el diálogo respetuoso con las demás culturas y religiones. Para lograr este objetivo es necesario que, acogiendo la invitación del Salmo: "Ved: qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos" (Sal 133, 1), seáis solícitos en la formulación de los programas y la promoción de métodos pastorales cada vez más adecuados, como también en la puesta en práctica de las decisiones de la Conferencia episcopal. Este renovado testimonio de unidad, además de contribuir al anuncio del Evangelio, favorecerá la relación con la autoridad civil y, especialmente, las relaciones ecuménicas.

Otro elemento que deseo subrayar es la especial atención que requiere, en la acción pastoral, la dimensión educativa. Como he afirmado varias veces, hoy vivimos una especie de "emergencia" en este sector delicado y esencial, y es necesario multiplicar los esfuerzos para dar, en primer lugar a las nuevas generaciones, una buena formación. Os aliento, por lo tanto, a proseguir en vuestro empeño, procurando que una catequesis adecuada marque el camino de fe en todas las etapas de la vida, y que haya ocasiones, intra y extra eclesiales, para hacer llegar, bajo vuestra guía, el mensaje de Cristo en cada ámbito del rebaño que os ha sido confiado. Adquiere singular relieve la preocupación por el discernimiento y el acompañamiento de las distintas vocaciones, especialmente las sacerdotales y religiosas, así como el compromiso por promover programas destinados al crecimiento humano y cristiano de la juventud. Al respecto, os invito a vigilar atentamente para que los candidatos al sacerdocio reciban una formación espiritual y teológica sólida y rigurosa, y se les guíe debidamente a llevar a cabo una verificación seria y profunda de la llamada divina. La situación actual de nuestra sociedad requiere un discernimiento especialmente atento. Para el futuro de vuestra Iglesia es importante, por lo tanto, que en Grodno y en Pinsk se siga ofreciendo a los jóvenes seminaristas un itinerario formativo completo y cualificado, y el hecho de que en ambas instituciones los candidatos para el clero diocesano y para el religioso compartan el camino hacia el sacerdocio también es una preciosa oportunidad para promover una acción pastoral unitaria. Esta situación dará frutos cada vez más prometedores si la propuesta educativa sigue siendo el resultado de la intensa colaboración entre el obispo y los respectivos superiores religiosos, y será capaz de dar vida también a iniciativas para la formación permanente.

Estad cerca, cada vez con mayor solicitud, de vuestros sacerdotes, especialmente de los que inician el ministerio pastoral. El ejercicio atento y cordial de la paternidad del obispo constituye un elemento fundamental para el éxito de una vida sacerdotal. Además, es necesario tener siempre presente que el Señor os llama, como Pastores de la Iglesia, a saber discernir todo ministerio destinado a la edificación del cuerpo eclesial, incluso de carácter laical, cultural y civil, para que todos contribuyan a hacer crecer el reino de Dios en Bielorrusia, con el espíritu de una comunión verdadera y real, para recordar los valores cristianos que han contribuido de modo determinante en la construcción de la civilización europea.

Queridos hermanos, sabed valorizar toda buena aportación para anunciar y difundir el reino de Dios, testimoniando con gestos concretos la fraternidad que genera la paz; la mansedumbre que acompaña la justicia; el espíritu de comunión que huye de los personalismos; la caridad que es paciente y benigna, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe, nunca falta al respeto; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad y todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta por amor de Cristo (cf. 1 Co 13, 4-7). En este contexto se sitúa también la colaboración fraterna con la Iglesia ortodoxa de Bielorrusia, cuyos Pastores comparten con vosotros la búsqueda y el compromiso por el bien de los fieles. También las Iglesias ortodoxas, como la Iglesia católica, están reflexionando muy seriamente sobre cómo responder a los desafíos de nuestro tiempo para transmitir con fidelidad el mensaje de Cristo. Aceptando la invitación surgida en el reciente encuentro católico-ortodoxo de Chipre, es preciso intensificar el camino común en esta dirección. La pequeña, pero ferviente, comunidad greco-católica presente en el país podrá dar una aportación significativa. Esa comunidad constituye un testimonio importante para la Iglesia y un don del Señor.

Hace algunos meses recibí al presidente de la República de Bielorrusia. En el encuentro, cordial y respetuoso, se reafirmó la voluntad de las partes de estipular un Acuerdo, que está en curso de elaboración. Además, subrayé la atención especial con la que esta Sede Apostólica, como también la Conferencia episcopal, siguen las vicisitudes del país y el compromiso de colaboración efectiva sobre materias de interés común, con el fin de promover el bien de los ciudadanos, en el respeto de las competencias de cada ámbito. Venerados hermanos, renovando mi gratitud, invoco a la Madre de Dios, tan amada en vuestra tierra, para que os sostenga y os guíe con su protección. Con estos deseos y con especial afecto, os imparto a vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles, una bendición apostólica especial, a la vez que aseguro mi recuerdo en la oración por todo el pueblo bielorruso.


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PALABRAS DEL PAPA BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE BÉLGICA
CON OCASIÓN DEL OBSEQUIO DEL ÁRBOL DE NAVIDAD

Sala Clementina
Viernes 18 de diciembre de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Os doy la bienvenida a todos los que habéis venido a ofrecer el abeto de Navidad que, con el belén, adorna la Plaza de San Pedro durante las fiestas de Navidad. Dirijo un saludo particular al señor ministro de Economía de la región valona y a monseñor Aloys Jousten, obispo de Lieja, y les agradezco las amables palabras que me han dirigido. Mi saludo cordial se dirige también a su excelencia el señor Franck De Coninck, embajador de Bélgica ante la Santa Sede, así como a las autoridades políticas locales que han hecho el viaje. Saludo asimismo a los miembros del coro y a los representantes de la Agencia valona para la exportación y las inversiones extranjeras, que se encuentran en el origen del proyecto. Mi gratitud se extiende a todos los que han colaborado en este regalo y que no han podido estar presentes hoy. Doy las gracias también a las personas que han garantizado el delicado transporte de este imponente árbol.

En el bosque, los árboles están cerca unos de otros y cada uno de ellos contribuye a que el bosque sea un lugar de sombra, a veces oscuro. Y he aquí que, escogido de entre una multitud, el majestuoso abeto que ofrecéis hoy está iluminado y cubierto de adornos brillantes que son como otros frutos maravillosos. Dejando su ropaje oscuro por un esplendor brillante, se ha transfigurado, convirtiéndose en portador de una luz que no es suya, sino que da testimonio de la Luz verdadera que viene a este mundo. El destino de este árbol se puede comparar al de los pastores: mientras velan en las tinieblas de la noche, son iluminados por el mensaje de los ángeles. La suerte de este árbol también se puede comparar a la nuestra, pues estamos llamados a dar buenos frutos para mostrar que el mundo ha sido verdaderamente visitado y rescatado por el Señor.

Este abeto, colocado junto al belén, manifiesta a su manera la presencia del gran misterio en el lugar sencillo y pobre de Belén. A los habitantes de Roma, a todos los peregrinos, a todos los que vean la Plaza de San Pedro a través de las imágenes de las televisiones del mundo entero, les proclama la venida del Hijo de Dios. A través de él, el sol de vuestra tierra y la fe de las comunidades cristianas de vuestra región saludan al Niño Dios, que ha venido a hacer nuevas todas las cosas y a invitar a todas las criaturas, desde las más humildes hasta las más elevadas, a entrar en el misterio de la Redención y asociarse a ella.

Rezo para que las poblaciones de vuestra región permanezcan fieles a la luz de la fe. Llevada durante mucho tiempo por hombres que se han aventurado por los valles y los bosques de las Ardenas, la luz del Evangelio volvió a partir de vuestro país, anunciada por los numerosísimos misioneros que han dejado su tierra natal para llevarla a veces hasta los confines del mundo. Que, tanto tiempo después, la Iglesia que está en Bélgica, y de modo especial la diócesis de Lieja, siga siendo una tierra en la que germine con generosidad la semilla del reino que Cristo vino a traer a la tierra.

Queridos amigos, una vez más os agradezco vivamente este hermoso regalo. Os expreso desde ahora mis deseos más cordiales de una feliz y santa Navidad, deseos que os pido que transmitáis a vuestras familias, a vuestros colaboradores y a todos vuestros seres queridos.

Que el Señor os bendiga a vosotros, así como a vuestra región y a toda Bélgica.

Nos alegra el hecho de que un árbol belga aquí, en la plaza de San Pedro, ilumine el mundo. A todos os deseo que la luz de este árbol os infunda alegría en vuestro corazón y que celebréis la Navidad con más alegría interior. Que Dios os bendiga a todos. ¡Feliz Navidad y feliz año!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONGREGACIÓN PARA LAS CAUSAS DE LOS SANTOS
EN EL 40º ANIVERSARIO DE SU INSTITUCIÓN

Sala Clementina
Sábado 19 de diciembre de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

Deseo manifestaros a todos mi alegría por encontrarme con vosotros.

Saludo con gran cordialidad a los señores cardenales, a los arzobispos y a los obispos presentes. Saludo en particular al prefecto del dicasterio, el arzobispo Angelo Amato, y le agradezco las amables y afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo asimismo al secretario de la Congregación, al subsecretario, a los sacerdotes, a los religiosos, a los consultores historiadores y teólogos, a los postuladores, a los oficiales laicos y a los peritos médicos, con sus familiares, y a todos los colaboradores.

La circunstancia especial por la que os encontráis reunidos en torno al Sucesor de Pedro es la celebración del 40° aniversario de la institución de la Congregación para las causas de los santos, que ha conferido una forma más orgánica y moderna a la acción de discernimiento que la Iglesia, desde sus orígenes, ha llevado a cabo para reconocer la santidad de tantos de sus hijos. La creación de vuestro dicasterio fue preparada por las intervenciones de mis predecesores, especialmente Sixto V, Urbano VIII y Benedicto XIV, y fue realizada en 1969 por el siervo de Dios Pablo VI, gracias al cual un conjunto de experiencias, contribuciones científicas y normas procesales, se fue configurando en una síntesis inteligente y equilibrada, confluyendo en la erección de un nuevo dicasterio.

Conozco bien la actividad que, a lo largo de estos cuarenta años, ha llevado a cabo la Congregación, con competencia, al servicio de la edificación del pueblo de Dios, dando una contribución significativa a la obra de evangelización. De hecho, cuando la Iglesia venera a un santo, anuncia la eficacia del Evangelio y descubre con alegría que la presencia de Cristo en el mundo, creída y adorada en la fe, es capaz de transfigurar la vida del hombre y producir frutos de salvación para toda la humanidad.

Además, para los cristianos, toda beatificación y canonización es un fuerte estímulo a vivir con intensidad y entusiasmo el seguimiento de Cristo, caminando hacia la plenitud de la existencia cristiana y la perfección de la caridad (cf. Lumen gentium, 40). A la luz de esos frutos, se comprende la importancia del papel desempeñado por el dicasterio al acompañar cada una de las etapas de un acontecimiento de tan singular profundidad y belleza, documentando con fidelidad el manifestarse del sensus fidelium que es un factor importante para el reconocimiento de la santidad.

Los santos, signo de la novedad radical que el Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, ha injertado en la naturaleza humana, e insignes testigos de la fe, no son representantes del pasado, sino que constituyen el presente y el futuro de la Iglesia y de la sociedad. Los santos han realizado en plenitud la caritas in veritate que es el valor supremo de la vida cristiana, y son como las caras de un prisma, en las que, con diversos matices, se refleja la única luz que es Cristo.

La vida de estas extraordinarias figuras de creyentes, pertenecientes a todas las regiones de la tierra, presenta dos constantes significativas, que quisiera subrayar.

Ante todo, su relación con el Señor, incluso cuando recorre caminos tradicionales, nunca es fatigosa y repetitiva, sino que se expresa siempre con modalidades auténticas, vivas y originales, y brota de un intenso y comprometedor diálogo con el Señor, que valoriza y enriquece también las formas exteriores.

Además, en la vida de estos hermanos nuestros resalta la búsqueda continua de la perfección evangélica, el rechazo de la mediocridad y la tensión hacia la pertenencia total a Cristo. "Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo", es la exhortación, recogida en el libro del Levítico (19, 2), que Dios dirige a Moisés. Esta exhortación nos hace comprender que la santidad es tender constantemente a la alta medida de la vida cristiana, conquista ardua, búsqueda continua de la comunión con Dios, que lleva al creyente a esforzarse por "corresponder" con la máxima generosidad posible al designio de amor que el Padre tiene para él y para toda la humanidad.

Las principales etapas del reconocimiento de la santidad por parte de la Iglesia, es decir, la beatificación y la canonización, están unidas entre sí por un vínculo de gran coherencia. A ellas es preciso añadir, como fase preparatoria indispensable, la declaración de heroicidad de las virtudes o del martirio de un siervo de Dios y la verificación de algún don extraordinario, el milagro, que el Señor concede por intercesión de uno de sus siervos fieles.

¡Cuánta sabiduría pedagógica se manifiesta en este itinerario! En un primer momento, se invita al pueblo de Dios a mirar a los hermanos que, después de un primer discernimiento atento, son propuestos como modelos de vida cristiana; luego, se le exhorta a rendirles un culto de veneración y de invocación circunscrito al ámbito de las Iglesias locales o de Órdenes religiosas; y, por último, se le invita a exultar con toda la comunidad de los creyentes por la certeza de que, gracias a la solemne proclamación pontificia, uno de sus hijos o hijas ha alcanzado la gloria de Dios, donde participa en la perenne intercesión de Cristo en favor de los hermanos (cf. Hb 7, 25).

En este camino la Iglesia acoge con alegría y asombro los milagros que Dios, en su infinita bondad, le concede gratuitamente para confirmar la predicación evangélica (cf. Mc 16, 20). Asimismo, acoge el testimonio de los mártires como la forma más límpida e intensa de configuración con Cristo.

Esta manifestación progresiva de la santidad en los creyentes corresponde al estilo elegido por Dios al revelarse a los hombres y, al mismo tiempo, es parte del camino con el que el pueblo de Dios crece en la fe y en el conocimiento de la Verdad.

El acercamiento gradual a la "plenitud de la luz" emerge de modo singular en el paso de la beatificación a la canonización. De hecho, en este itinerario se realizan acontecimientos de gran vitalidad religiosa y cultural, en los que invocación litúrgica, devoción popular, imitación de las virtudes, estudio histórico y teológico, y atención a las "señales de lo alto" se entrelazan y se enriquecen mutuamente. En esta circunstancia se realiza una modalidad particular de la promesa de Jesús a los discípulos de todos los tiempos: "El Espíritu de verdad os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16, 13). En efecto, el testimonio de los santos pone de manifiesto y da a conocer aspectos siempre nuevos del mensaje evangélico.

Como subrayó en sus palabras el excelentísimo prefecto, en el itinerario para el reconocimiento de la santidad emerge una riqueza espiritual y pastoral que implica a toda la comunidad cristiana. La santidad, es decir, la transfiguración de las personas y de las realidades humanas a imagen de Cristo resucitado, representa el objetivo último del plan de salvación divina, como recuerda el apóstol san Pablo: "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (1 Ts 4, 3).

Queridos hermanos y hermanas, la solemnidad de la Navidad, para la que nos estamos preparando, hace resplandecer con plena luz la dignidad de todo hombre, llamado a convertirse en hijo de Dios. En la experiencia de los santos esta dignidad se realiza en las circunstancias históricas concretas, en los temperamentos personales, en las opciones libres y responsables, y en los carismas sobrenaturales.

Así pues, confortados por un número tan grande de testigos, apresuremos también nosotros el paso hacia el Señor que viene, elevando la espléndida invocación con la que culmina el himno del Te Deum: "Aeterna fac cum sanctis tuis in gloria numerari"; en tu venida gloriosa, acógenos, oh Verbo encarnado, en la asamblea de tus santos.

Con estos deseos, de buen grado expreso a cada uno mi más ferviente felicitación por las inminentes fiestas navideñas, y con afecto imparto la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NIÑOS DE LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA

Sala del Consistorio
Sábado 19 de diciembre de 2009



Queridos muchachos de la Acción Católica:

Os saludo con gran afecto. Para mí siempre es muy grato encontrarme con vosotros en esta cita pre-navideña, tan esperada y deseada por todos vosotros y también por mí. Saludo cordialmente al presidente nacional de la Acción católica italiana, doctor Franco Miano, y al consiliario general, monseñor Domenico Sigalini. A través de ellos, expreso mi agradecimiento a cuantos trabajan generosamente por vuestra educación religiosa y humana, dedicando tiempo y recursos personales a vuestra benemérita asociación.

Sé que este año estáis comprometidos particularmente en el tema "Estamos en onda" para poneros en comunicación con Jesús y con los demás, teniendo como referencia la imagen bíblica de Zaqueo, que se encontró con el Señor y lo acogió con alegría. También vosotros sois pequeños como Zaqueo, que se subió a un árbol porque quería ver a Jesús, pero el Señor, alzando la mirada, se dio cuenta de él en seguida, en medio de la multitud. Jesús os ve y os escucha aunque seáis pequeños, aunque a veces los adultos no os consideren como quisierais. Jesús no sólo os ve, sino que sintoniza vuestra onda, quiere quedarse con vosotros, estar con vosotros, entablar con cada uno de vosotros una fuerte amistad. Esto lo hizo naciendo en Belén y haciéndose cercano a los muchachos y a los hombres de todos los tiempos, también a cada uno de nosotros.

Queridos amigos, ante Jesús, imitad siempre el ejemplo de Zaqueo, que bajó en seguida del árbol, lo acogió lleno de alegría en su casa y ya no dejó de festejarlo. Acogedlo en vuestra vida todos los días, entre los juegos y las tareas, en las oraciones, cuando pide vuestra amistad y vuestra generosidad, cuando sois felices y cuando tenéis miedo. En Navidad, una vez más, el amigo Jesús os sale al encuentro y os llama. Es al Hijo de Dios, es al Señor a quien veis cada día en las imágenes presentes en las iglesias, en las calles, en las casas. Él os habla siempre del amor "más grande", capaz de entregarse sin límites, de traer paz y perdón.

Sólo la presencia de Jesús en vuestra vida da alegría plena, porque él es capaz de hacer siempre nuevas y bellas todas las cosas. Él no os olvida nunca. Si le decís cada día que "estáis en onda", esperad seguramente que él os llame para enviaros un mensaje de amistad y afecto. Lo hace cuando participáis en la santa misa, cuando os dedicáis al estudio, a vuestras tareas cotidianas, y cuando sabéis realizar gestos de comunión, de solidaridad, de generosidad y de amor hacia los demás. Así podréis decir a vuestros amigos, a vuestros padres, a vuestros animadores, a vuestros educadores, que habéis logrado poneros en onda con Jesús en vuestra oración, al cumplir vuestros deberes y cuando sois capaces de estar al lado de tantos muchachos y muchachas que sufren, especialmente a los que vienen de países lejanos y a menudo están abandonados, sin padres y sin amigos.

Queridos muchachos, con estos sentimientos os deseo una feliz y santa Navidad. Extiendo mi felicitación a vuestras familias y a toda la Acción católica y, encomendándoos a la protección de la Madre de Jesús, os bendigo de corazón a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CURIA ROMANA PARA EL INTERCAMBIO DE FELICITACIONES
CON OCASIÓN DE LA NAVIDAD

Lunes 21 de diciembre de 2009

(Video)



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

La solemnidad de la santa Navidad, como acaba de subrayar el cardenal decano Angelo Sodano, es para los cristianos una ocasión muy particular de encuentro y de comunión. El Niño que adoramos en Belén nos invita a sentir el inmenso amor de Dios, del Dios que bajó del cielo y se hizo cercano a cada uno de nosotros para convertirnos en hijos suyos, en parte de su misma familia. También esta tradicional cita navideña del Sucesor de Pedro con sus colaboradores más cercanos es un encuentro de familia, que refuerza los vínculos de afecto y de comunión, para formar cada vez más el "Cenáculo permanente" consagrado a la extensión del Reino de Dios, como acaba de recordarse. Agradezco al cardenal decano las cordiales palabras con que se ha hecho intérprete de los sentimientos y de la felicitación del Colegio cardenalicio, de los miembros de la Curia romana y del Governatorato, así como de todos los representantes pontificios, que están profundamente unidos a nosotros para llevar a los hombres de nuestro tiempo la luz que nació en el pesebre de Belén. Al acogeros con gran alegría, también deseo expresaros mi gratitud a todos por el generoso y competente servicio que prestáis al Vicario de Cristo y a la Iglesia.

Está a punto de terminar otro año rico en acontecimientos importantes para la Iglesia y para el mundo. Con una mirada retrospectiva llena de gratitud, quisiera en este momento llamar la atención sólo sobre algunos puntos clave para la vida eclesial. Del Año Paulino se ha pasado al Año Sacerdotal. De la figura imponente del Apóstol de los gentiles que, deslumbrado por la luz de Cristo resucitado y por su llamada, llevó el Evangelio a los pueblos del mundo, hemos pasado a la humilde figura del Cura de Ars, que durante toda su vida permaneció en la pequeña aldea que se le encomendó y que, sin embargo, precisamente con la humildad de su servicio, hizo muy visible en el mundo la bondad reconciliadora de Dios. A partir de ambas figuras se manifiesta el vasto alcance del ministerio sacerdotal y resulta evidente que es grande precisamente lo que es pequeño y que, a través del servicio aparentemente pequeño de un hombre, Dios puede realizar grandes cosas, purificar y renovar el mundo desde dentro.

Para la Iglesia y para mí personalmente, el año que está a punto de concluir ha quedado marcado, en gran parte, por África. Ante todo, ha tenido lugar el viaje a Camerún y Angola. Fue conmovedor para mí experimentar la gran cordialidad con la que se acogió al Sucesor de Pedro, al Vicarius Christi. En efecto, la alegría festiva y el afecto cordial con que me recibían en todas las calles, no se dirigían sólo a un huésped casual cualquiera. En el encuentro con el Papa se podía experimentar la Iglesia universal, la comunidad que abarca todo el mundo y que Dios congrega mediante Cristo, la comunidad que no se funda en intereses humanos, sino que se nos da por la benevolencia amorosa de Dios hacia nosotros. Todos juntos somos familia de Dios, hermanos y hermanas en virtud de un único Padre: ésta fue la experiencia que vivimos. Y se sentía que la solicitud amorosa de Dios en Cristo por nosotros no es algo del pasado, ni el resultado de teorías eruditas, sino una realidad muy concreta aquí y ahora. Precisamente él está en medio de nosotros: lo percibimos a través del ministerio del Sucesor de Pedro. Así nos elevamos por encima de la simple cotidianeidad. El cielo estaba despejado, y esto es lo que hace de un día una fiesta. Y al mismo tiempo es algo duradero. También en la vida cotidiana sigue siendo verdad que el cielo ya no está cerrado; que Dios está cerca; que en Cristo todos nos pertenecemos mutuamente.

De modo particularmente profundo se grabó en mi memoria el recuerdo de las celebraciones litúrgicas. Las celebraciones de la santa Eucaristía fueron auténticas fiestas de fe. Quisiera mencionar dos elementos que me parecen especialmente importantes. Ante todo, reinaba una gran alegría compartida, que se manifestaba también mediante el cuerpo, pero de modo disciplinado y orientado por la presencia del Dios vivo. Así he indicado ya el segundo elemento: el sentido de la sacralidad, del misterio presente del Dios vivo, plasmaba, por decirlo así, cada uno de los gestos. Está presente el Señor, el Creador, Aquel a quien todo pertenece, de quien procedemos y hacia quien estamos en camino. De modo espontáneo me venían a la mente las palabras de san Cipriano, que en su comentario al Padre Nuestro escribe: "Recordemos que estamos bajo la mirada de Dios dirigida hacia nosotros. Debemos agradar a los ojos de Dios, tanto con la postura de nuestro cuerpo como con el uso de nuestra voz" (De dom. or. 4 CSEL III 1 p. 269). Sí, teníamos conciencia clara de que estábamos en presencia de Dios. De esto no deriva miedo o inhibición, ni una obediencia exterior a las rúbricas; y mucho menos tratar de llamar la atención ante los demás o gritar de modo indisciplinado. Más bien, reinaba lo que los Padres llamaban "sobria ebrietas": estar llenos de una alegría que a pesar de todo se mantiene sobria y ordenada, que une a las personas desde el interior, llevándolas a la alabanza comunitaria de Dios, una alabanza que al mismo tiempo suscita el amor al prójimo, la responsabilidad recíproca.

Naturalmente, el viaje a África incluyó, sobre todo, el encuentro con los hermanos en el ministerio episcopal y la inauguración del Sínodo de África mediante la entrega del Instrumentum laboris. Eso tuvo lugar en el contexto de un coloquio vespertino en la fiesta de san José, un coloquio en el que los representantes de cada Episcopado expusieron de modo conmovedor sus esperanzas y preocupaciones. Creo que el buen señor de la casa, san José, que personalmente conoce bien lo que significa ponderar, con actitud de solicitud y de esperanza, los caminos futuros de la familia, nos escuchó con amor y nos acompañó hasta el interior del mismo Sínodo. Dirijamos una mirada breve al Sínodo. Con ocasión de mi visita a África se hizo patente, ante todo, la fuerza teológica y pastoral del primado pontificio como punto de convergencia para la unidad de la familia de Dios. En el Sínodo se destacó con fuerza la importancia de la colegialidad, de la unidad de los obispos, que reciben su ministerio precisamente por el hecho de que entran en la comunidad de los Sucesores de los Apóstoles: cada uno es Obispo, Sucesor de los Apóstoles, sólo en cuanto participa de la comunidad de aquellos en los que continúa el Collegium Apostolorum en la unidad con Pedro y con su Sucesor. Al igual que en las liturgias en África y después, de nuevo, en San Pedro en Roma, la renovación litúrgica del Vaticano II se aplicó de modo ejemplar, así también en la comunión del Sínodo se vivió de modo muy práctico la eclesiología del Concilio. Fueron conmovedores también los testimonios que pudimos escuchar de los fieles procedentes de África, testimonios concretos de sufrimientos y de reconciliación en las tragedias de la historia reciente del Continente.

El Sínodo había escogido el tema: La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Se trata de un tema teológico, y sobre todo pastoral, de candente actualidad, pero también se podía interpretar indebidamente como un tema político. Los obispos tenían la tarea de transformar la teología en pastoral, es decir, en un ministerio pastoral muy concreto, en el que las grandes visiones de la Sagrada Escritura y de la Tradición se aplican a la actividad de los obispos y de los sacerdotes en un tiempo y en un lugar determinados. Pero en esto se debía evitar la tentación de intervenir personalmente en la política y de transformarse de pastores en líderes políticos. De hecho, la cuestión muy concreta ante la que los pastores se encuentran continuamente es precisamente ésta: ¿Cómo podemos ser realistas y prácticos, sin arrogarnos una competencia política que no nos compete? Podríamos decir también: se trataba del problema de una laicidad positiva, practicada e interpretada de modo correcto. Éste es también un tema fundamental de la encíclica Caritas in veritate, publicada el día de San Pedro y San Pablo, que de ese modo recogió y desarrolló ulteriormente la cuestión sobre la colocación teológica y concreta de la doctrina social de la Iglesia.

¿Lograron encontrar los padres sinodales el camino, más bien estrecho, entre una simple teoría teológica y una acción política inmediata, el camino del "pastor"? En mi breve discurso durante la clausura del Sínodo respondí afirmativamente, de modo consciente y explícito, a esa pregunta. Naturalmente, en la elaboración del documento post-sinodal, deberemos estar atentos a mantener ese equilibrio y dar así la contribución para la Iglesia y la sociedad en África que ha sido encomendada a la Iglesia en virtud de su misión. Quisiera intentar explicar esto brevemente a propósito de un punto concreto. Como ya dije, el tema del Sínodo designa tres grandes palabras fundamentales de la responsabilidad teológica y social: reconciliación, justicia y paz. Se podría decir que reconciliación y justicia son las dos condiciones esenciales de la paz que, por consiguiente, también definen en cierta medida su naturaleza. Limitémonos a la palabra "reconciliación". Una mirada a los sufrimientos y penas de la historia reciente de África, pero también en muchas otras partes de la tierra, muestra que conflictos no resueltos y profundamente arraigados pueden llevar, en ciertas situaciones, a explosiones de violencia en las que parece perderse todo sentido de humanidad. La paz sólo puede realizarse si se llega a una reconciliación interior. Podemos considerar como ejemplo positivo de un proceso de reconciliación en vías de éxito la historia de Europa después de la segunda guerra mundial. El hecho de que desde 1945 en Europa occidental y central no haya habido guerras se funda seguramente, en medida determinante, en estructuras políticas y económicas inteligentes y éticamente orientadas, pero éstas sólo podían desarrollarse porque existían procesos interiores de reconciliación, que han hecho posible una nueva convivencia. Toda sociedad necesita reconciliaciones para que pueda reinar la paz. Las reconciliaciones son necesarias para una buena política, pero no pueden ser realizadas únicamente por ella. Son procesos pre-políticos y deben brotar de otras fuentes.

El Sínodo trató de examinar profundamente el concepto de reconciliación como tarea para la Iglesia de hoy, llamando la atención sobre sus distintas dimensiones. La llamada que san Pablo dirigió a los Corintios posee precisamente hoy nueva actualidad. "Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡dejaos reconciliar con Dios!" (2 Co 5, 20). Si el hombre no está reconciliado con Dios, entrará en discordia también con la creación. No está reconciliado consigo mismo, quisiera ser distinto de lo que es y, por lo tanto, tampoco está reconciliado con el prójimo. Además, de la reconciliación forma parte la capacidad de reconocer la culpa y pedir perdón, a Dios y a los demás. Y, por último, pertenece al proceso de la reconciliación la disponibilidad a la penitencia, la disponibilidad a sufrir hasta el fondo por una culpa y a dejarse transformar. También, forma parte de ella la gratuidad, de la que la encíclica Caritas in veritate habla repetidamente: la disponibilidad a ir más allá de lo necesario, a no ir haciendo cuentas, sino a ir más allá de lo que exigen las simples condiciones jurídicas. Y también forma parte de ella la generosidad de la que Dios mismo nos ha dado ejemplo. Pensemos en las palabras de Jesús: "Si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda"(Mt 5, 23s.). Dios, que sabía que no estamos reconciliados, que veía que tenemos algo contra él, se levantó y salió a nuestro encuentro, aunque sólo él tuviera la razón. Salió a nuestro encuentro hasta la cruz, para reconciliarnos. Esto es gratuidad: la disponibilidad a dar el primer paso, a ser el primero en salir al encuentro del otro, a ofrecerle la reconciliación, a asumir el sufrimiento que implica renunciar a tener la razón. No ceder en la voluntad de reconciliación. Dios nos ha dado ejemplo de ello, y ésta es la manera de llegar a ser semejantes a él, una actitud que siempre necesitamos, una y otra vez, en el mundo. Hoy debemos volver a aprender la capacidad de reconocer la culpa, debemos renunciar a la falsa convicción de que somos inocentes. Debemos aprender la capacidad de hacer penitencia, de dejarnos transformar; de salir al encuentro del otro y de pedir a Dios que nos dé el valor y la fuerza para esa renovación. En nuestro mundo actual debemos redescubrir el sacramento de la Penitencia y la Reconciliación. El hecho de que este sacramento en buena parte haya desaparecido de las costumbres existenciales de los cristianos es un síntoma de una pérdida de veracidad respecto a nosotros mismos y a Dios; una pérdida que pone en peligro nuestra humanidad y disminuye nuestra capacidad de paz. San Buenaventura era del parecer que el sacramento de la Penitencia es un sacramento de la humanidad en cuanto tal, un sacramento que Dios ya instituyó, en su esencia, inmediatamente después del pecado original con la penitencia impuesta a Adán, aunque sólo adquirió su forma completa en Cristo, que es personalmente la fuerza reconciliadora de Dios y tomó sobre sí nuestra penitencia. En efecto, la unidad de la culpa, la penitencia y el perdón es una de las condiciones fundamentales de la verdadera humanidad, condiciones que en el Sacramento obtienen su forma completa, pero que, desde sus raíces, forman parte del ser personas humanas como tal. Por eso, con razón el Sínodo de los obispos para África incluyó en sus reflexiones también rituales de reconciliación de la tradición africana como lugares de conocimiento y de preparación para la gran reconciliación que Dios concede en el sacramento de la Penitencia. Esta reconciliación, sin embargo, requiere el amplio "atrio" del reconocimiento de la culpa y de la humildad de la penitencia. Reconciliación es un concepto pre-político y una realidad pre-política, que precisamente por eso es de suma importancia para la tarea de la política misma. Si no se crea en los corazones la fuerza de la reconciliación, el compromiso político por la paz se queda sin su presupuesto interior. En el Sínodo, los Pastores de la Iglesia se comprometieron en favor de la purificación interior del hombre, que es la condición preliminar esencial para la edificación de la justicia y de la paz. Pero esa justificación y maduración interior hacia una verdadera humanidad no pueden existir sin Dios.

Reconciliación. Con esta palabra clave me vuelve a la mente el segundo gran viaje del año que termina: la peregrinación a Jordania y a Tierra Santa. A este respecto quisiera, ante todo, agradecer cordialmente al Rey de Jordania la gran hospitalidad con que me acogió y acompañó a lo largo de todo el desarrollo de mi peregrinación. Mi gratitud se refiere de modo especial también a la manera ejemplar con que está comprometido por la convivencia pacífica entre cristianos y musulmanes, por el respeto a la religión de los demás y por la colaboración en la responsabilidad común ante Dios. Expreso mi agradecimiento también al Gobierno de Israel por todo lo que hizo para que mi visita se pudiera realizar de forma pacífica y con seguridad. Agradezco en especial la posibilidad que se me concedió de celebrar dos grandes liturgias públicas —en Jerusalén y en Nazaret—, en las que los cristianos pudieron presentarse públicamente como comunidad de fe en Tierra Santa. Por último, mi agradecimiento se dirige a la Autoridad palestina, que me acogió igualmente con gran cordialidad; también ella me hizo posible una celebración litúrgica pública en Belén, y me dio a conocer los sufrimientos y las esperanzas de su Territorio. Todo lo que se puede ver en esos países invoca reconciliación, justicia y paz. La visita a Yad Vashem significó un encuentro conmovedor con la crueldad de la culpa humana, con el odio de una ideología obcecada que, sin ninguna justificación, entregó a millones de personas humanas a la muerte y que de este modo, en definitiva, quiso arrojar del mundo también a Dios, al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y al Dios de Jesucristo. Así, se trata en primer lugar de un monumento conmemorativo contra el odio, de un llamamiento apremiante a la purificación y al perdón, al amor. Precisamente este monumento a la culpa humana confirió mayor importancia a la visita a los lugares de la memoria de la fe e hizo percibir su inalterada actualidad. En Jordania vimos el punto más bajo de la tierra junto al río Jordán. ¿Cómo no sentirse interpelados por las palabras de la Carta a los Efesios, según las cuales Cristo "bajó a las regiones inferiores de la tierra"? (Ef 4, 9). En Cristo, Dios bajó hasta la última profundidad del ser humano, hasta la noche del odio y de la ceguera, hasta la oscuridad del alejamiento del hombre de Dios, para encender allí la luz de su amor. Él está presente incluso en la noche más profunda, incluso está en los infiernos: lo que dice el Salmo 139 [138], 8 se ha hecho realidad en el descenso de Jesús. De este modo, el encuentro con los lugares de la salvación en la iglesia de la Anunciación en Nazaret, en la gruta de la Natividad en Belén, en el lugar de la Crucifixión en el Calvario, ante el sepulcro vacío, testimonio de la resurrección, fue como tocar la historia de Dios con nosotros. La fe no es un mito. Es historia real, cuyas huellas podemos tocar con la mano. Este realismo de la fe nos hace mucho bien en medio de las vicisitudes del presente. Dios se manifestó de verdad. En Jesucristo se hizo carne verdaderamente. Como resucitado sigue siendo verdadero hombre, abre continuamente nuestra humanidad a Dios y es el garante siempre de que Dios es un Dios cercano. Sí, Dios vive y está en relación con nosotros. En toda su grandeza, sigue siendo el Dios cercano, el Dios-con-nosotros, que continuamente nos exhorta: ¡Dejaos reconciliar conmigo y entre vosotros! Siempre pone en nuestra vida personal y comunitaria la tarea de la reconciliación.

Por último, quisiera decir unas palabras de gratitud y de alegría por mi viaje a la República Checa. Antes de este viaje me advirtieron de que se trata de un país donde la mayoría de las personas son agnósticas y ateas, en el que los cristianos ya sólo constituyen una minoría. Por eso fue tanto mayor la sorpresa al constatar que por doquier me vi rodeado de gran cordialidad y amistad; que se celebraban grandes liturgias en un clima gozoso de fe; que en el ámbito de las universidades y de la cultura mi palabra era escuchada con atención; que las autoridades del Estado me trataron con gran cortesía e hicieron todo lo posible para contribuir al éxito de la visita. Me vienen ahora deseos de decir algo sobre la belleza del país y sobre los magníficos testimonios de la cultura cristiana, los cuales contribuyen a hacer perfecta esa belleza. Pero considero importante sobre todo el hecho de que también las personas que se declaran agnósticas y ateas deben interesarnos a nosotros como creyentes. Cuando hablamos de una nueva evangelización, estas personas tal vez se asustan. No quieren verse a sí mismas como objeto de misión, ni renunciar a su libertad de pensamiento y de voluntad. Pero la cuestión sobre Dios sigue estando también en ellos, aunque no puedan creer en concreto que Dios se ocupa de nosotros. En París hablé de la búsqueda de Dios como motivo fundamental del que nació el monacato occidental y, con él, la cultura occidental. Como primer paso de la evangelización debemos tratar de mantener viva esta búsqueda; debemos preocuparnos de que el hombre no descarte la cuestión sobre Dios como cuestión esencial de su existencia; preocuparnos de que acepte esa cuestión y la nostalgia que en ella se esconde. Me vienen aquí a la mente las palabras que Jesús cita del profeta Isaías, es decir, que el templo debería ser una casa de oración para todos los pueblos (cf. Is 56, 7; Mc 11, 17). Él pensaba en el llamado "patio de los gentiles", que desalojó de negocios ajenos a fin de que el lugar quedara libre para los gentiles que querían orar allí al único Dios, aunque no podían participar en el misterio, a cuyo servicio estaba dedicado el interior del templo. Lugar de oración para todos los pueblos: de este modo se pensaba en personas que conocen a Dios, por decirlo así, sólo de lejos; que no están satisfechos de sus dioses, ritos y mitos; que anhelan el Puro y el Grande, aunque Dios siga siendo para ellos el "Dios desconocido" (cf. Hch 17, 23). Debían poder rezar al Dios desconocido y, sin embargo, estar así en relación con el Dios verdadero, aun en medio de oscuridades de diversas clases. Creo que la Iglesia debería abrir también hoy una especie de "patio de los gentiles" donde los hombres puedan entrar en contacto de alguna manera con Dios sin conocerlo y antes de que hayan encontrado el acceso a su misterio, a cuyo servicio está la vida interna de la Iglesia. Al diálogo con las religiones debe añadirse hoy sobre todo el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, a pesar de eso, no quisieran estar simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido.

Al final, una vez más, unas palabras sobre el Año Sacerdotal. Como sacerdotes estamos a disposición de todos: de quienes conocen a Dios de cerca y de aquellos para quienes él es el Desconocido. Todos nosotros debemos conocerlo cada vez más y debemos buscarlo continuamente para llegar a ser verdaderos amigos de Dios. En definitiva, ¿cómo podríamos llegar a conocer a Dios si no es a través de hombres que son amigos de Dios? El núcleo más profundo de nuestro ministerio sacerdotal es ser amigos de Cristo (cf. Jn 15, 15), amigos de Dios, por cuya mediación también otras personas puedan encontrar la cercanía a Dios. Así, junto con mi profundo agradecimiento por toda la ayuda que me habéis prestado a lo largo del año, os manifiesto mi deseo para esta Navidad: que seamos cada vez más amigos de Cristo y, por consiguiente, amigos de Dios, y que de este modo podamos ser sal de la tierra y luz del mundo. Os deseo una santa Navidad y un feliz Año nuevo.


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VISITA DE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DE SAN EGIDIO
Y ALMUERZO CON LOS POBRES

Domingo 27 de diciembre de 2009

DISCURSO DEL SANTO PADRE AL FINAL DE LA COMIDA

SALUDO AL TÉRMINO DE LA VISITA



Queridos amigos:

Para mí es una experiencia conmovedora estar con vosotros, estar aquí en la familia de la Comunidad de San Egidio, estar con los amigos de Jesús, porque Jesús ama especialmente a los que sufren, a las personas que pasan dificultades, y quiere tenerlas como sus hermanos y hermanas. Gracias por esta posibilidad. Estoy contento y doy las gracias a cuantos con amor y competencia han preparado la comida, y realmente he podido comprobar la eficacia de esta cocina. ¡Felicidades! Asimismo, doy las gracias a todos los que la han servido tan bien, con tanta agilidad que en una hora hemos disfrutado de un gran almuerzo. ¡Gracias, felicidades!

Dirijo mi cordial saludo al vicegerente, monseñor Luigi Moretti, y a monseñor Vincenzo Paglia, obispo de Terni-Narni-Amelia. Saludo con afecto al profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad, amigo desde hace mucho tiempo —como lo son también monseñor Paglia y monseñor Spreafico— y le agradezco las palabras tan amables y profundas que ha querido dirigirme. Además del profesor Riccardi, saludo al presidente Marco Impagliazzo, y al párroco de Santa María en Trastevere, monseñor Matteo Zuppi, consiliario eclesiástico. Por último, dirijo un saludo especial a todos los amigos de San Egidio y a cada uno de los presentes.

Durante la comida he tenido oportunidad de conocer un poco la historia de algunos de vosotros, como reflejo de las situaciones humanas aquí presentes. He escuchado historias dolorosas y cargadas de humanidad, pero también la historia de un amor que habéis encontrado aquí, en San Egidio: historias de ancianos, de emigrantes, gente sin hogar estable, gitanos, discapacitados, personas con problemas económicos u otras dificultades, todos, de una manera o de otra, probados por la vida. Estoy aquí entre vosotros para manifestaros mi cercanía y deciros que os quiero y que vuestras personas y vuestras vicisitudes no están lejos de mis pensamientos, sino en el centro y en el corazón de la comunidad de los creyentes, y también en mi corazón.

Mediante los gestos de amor de quienes siguen a Jesús se hace visible la verdad según la cual "(Dios) nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, también nosotros podemos corresponder con el amor" (Deus caritas est, 17). Jesús dice: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36). Y concluye: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (v. 40). Al escuchar estas palabras, ¿cómo no sentirse verdaderamente amigos de aquellos en los que el Señor se reconoce? Y no sólo amigos, sino también parientes. He venido a estar entre vosotros precisamente en la fiesta de la Sagrada Familia, porque, en cierto sentido, se parece a vosotros. De hecho, también la Familia de Jesús, desde sus primeros pasos, tuvo que afrontar dificultades: vivió la preocupación por no encontrar posada, se vio obligada a emigrar a Egipto por la violencia del rey Herodes. Vosotros sabéis muy bien lo que significa dificultad, pero aquí tenéis a alguien que os quiere bien y os ayuda, más aún, algunos han encontrado aquí a su familia gracias al servicio atento de la Comunidad de San Egidio, que ofrece un signo del amor de Dios por los pobres.

Aquí hoy se realiza lo que sucede en casa: quien sirve y ayuda, a la vez es ayudado y servido, y quien tiene más necesidad ocupa el primer lugar. Acude a mi mente la expresión del Salmo: "Ved: qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos" (Sal 133, 1). El compromiso de hacer que quien está solo o en situación de necesidad se sienta en familia, que la Comunidad de San Egidio lleva a cabo de manera tan encomiable, nace de la escucha atenta de la Palabra de Dios y de la oración. Deseo alentar a todos a perseverar en este camino de fe.

Con palabras de san Juan Crisóstomo quiero recordar a cada uno: "Piensa que te conviertes en sacerdote de Cristo, dando con tu propia mano no carne sino pan, no sangre sino un vaso de agua" (Homilías sobre el Evangelio de san Mateo, 42, 3). ¡Qué riqueza da a la vida el amor de Dios, que se expresa en el servicio concreto a los hermanos necesitados! San Lorenzo, diácono de la Iglesia de Roma, cuando los jueces romanos de aquel tiempo le pidieron que entregara los tesoros de la Iglesia, mostró a los pobres de Roma como el verdadero tesoro de la Iglesia. Podemos retomar este gesto de san Lorenzo y decir que vosotros sois el tesoro precioso de la Iglesia.

Amar, servir, da la alegría del Señor, que dice: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir" (Hch 20, 35). Que en este tiempo de especiales dificultades económicas, cada uno sea signo de esperanza y testigo de un mundo nuevo para quien, encerrado en su egoísmo y creyendo ingenuamente que podrá ser feliz por sí mismo, vive en la tristeza o en una alegría efímera que deja el corazón vacío.

Han pasado pocos días desde la Navidad: Dios se ha hecho Niño, se ha hecho cercano a nosotros para decirnos que nos ama y tiene necesidad de nuestro amor. A todos os deseo con afecto felices fiestas y la alegría de experimentar cada vez más el amor de Dios. Invoco la protección de la Virgen de la Visitación, que nos enseña a ir "con prontitud" a socorrer a los hermanos en sus necesidades, y os bendigo a todos con afecto.

* * *

Saludo del Papa al término de la visita

Queridos hermanos y hermanas:

Después de haber participado en la comida de fiesta en el comedor de la Comunidad de San Egidio y de haber saludado a algunos estudiantes de la Escuela de lengua y de cultura de la Comunidad, os dirijo un cordial saludo a todos los que no habéis podido entrar, pero habéis participado en este encuentro desde fuera, según me dicen, desde hace una o dos horas. Gracias.

Muchas personas que pasan necesidades, provenientes de varios países, se encuentran aquí para buscar una palabra, una ayuda, una luz para un futuro mejor. Comprometeos para que nadie esté solo, para que nadie quede marginado, para que nadie sea abandonado.

Hay una lengua que, más allá de las diferentes lenguas, lo une todo: la del amor. Como dice el apóstol san Pablo: "Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe" (1 Co 13, 1). Es la lengua también de esta Escuela, que todos debemos aprender y practicar cada vez más. Nos la enseña el Niño Jesús, Dios que por amor se hizo uno de nosotros y habla ante todo con su presencia, con la humildad de ser un niño que se hace dependiente de nuestro amor. Esta lengua mejorará nuestra ciudad y el mundo.

Os bendigo a todos con afecto y con agradecimiento por todo lo que hacéis aquí por los pobres, con vistas a la construcción de la civilización del amor. Gracias a todos vosotros. ¡Felices fiestas y feliz año!


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