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VIAJE APOSTÓLICO A POLONIA (25-28 DE MAYO DE 2006)

Ultimo Aggiornamento: 22/05/2013 20:23
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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD' BENEDICTO XVI
A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE
DURANTE LA CEREMONIA DE BIENVENIDA

Aeropuerto de Varsovia
Jueves 25 de mayo de 2006



Señor presidente;
ilustres señores y señoras;
señores cardenales y hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Me alegra poder estar hoy entre vosotros en tierra de la República polaca. He deseado mucho esta visita al país y entre la gente de la cual provenía mi amado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II. He venido para seguir las huellas del itinerario de su vida, desde su infancia hasta su partida al memorable cónclave de 1978. Siguiendo este camino, quiero encontrarme y conocer mejor a las generaciones de creyentes que lo ofrecieron al servicio de Dios y de la Iglesia, y a cuantos nacieron y maduraron para el Señor bajo su guía pastoral como sacerdote, obispo y Papa.

Nuestro camino común estará acompañado por el lema: "Permaneced firmes en la fe". Lo recuerdo desde el inicio para afirmar que no se trata sólo de un viaje emotivo, aunque también lo sea en este aspecto, sino de un itinerario de fe, enmarcado en la misión que me ha confiado el Señor en la persona del apóstol san Pedro, que fue llamado a confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32).
Yo también quiero beber de la fuente abundante de vuestra fe, que mana sin interrupción desde hace más de un milenio.

Saludo al señor presidente y le doy las gracias de corazón por las palabras que me ha dirigido en nombre de las autoridades de la República y de la nación. Saludo a los señores cardenales, a los arzobispos y a los obispos. Dirijo un saludo también al primer ministro y a todo el Gobierno, a los representantes del Parlamento y del Senado, a los miembros del Cuerpo diplomático con su decano, el nuncio apostólico en Polonia.

Me alegra la presencia de las autoridades regionales, encabezadas por el alcalde de Varsovia.
Quiero dirigir un saludo también a los representantes de la Iglesia ortodoxa, de la Iglesia evangélica de Augsburgo y de las demás Iglesias y comunidades eclesiales. Y lo dirijo también a la comunidad judía y a los seguidores del islam. Por último, saludo de corazón a toda la Iglesia en Polonia: a los sacerdotes, a las personas consagradas, a los alumnos de los seminarios, a todos los fieles, y sobre todo a los enfermos, a los jóvenes y a los niños. Os pido que me acompañéis con el pensamiento y la oración, para que este viaje produzca frutos para todos nosotros y nos ayude a profundizar y fortalecer nuestra fe.

He dicho que el recorrido de mi camino en este viaje a Polonia está marcado por las huellas de la vida y del servicio pastoral de Karol Wojtyla y por el itinerario que recorrió como Papa peregrino en su patria. Por este motivo, he querido visitar principalmente dos ciudades muy queridas para Juan Pablo II: la capital de Polonia, Varsovia, y su sede arzobispal, Cracovia. En Varsovia me encontraré con los sacerdotes, con las diversas Iglesias y comunidades eclesiales no católicas, y con las autoridades estatales. Espero que estos encuentros den abundantes frutos para nuestra fe común en Cristo y para las realidades sociales y políticas en las que viven los hombres y las mujeres de hoy. Está prevista una breve visita a Czestochowa y un encuentro con los representantes de los religiosos y religiosas, con los seminaristas y con los miembros de los movimientos eclesiales. La mirada amorosa de María nos acompañará en nuestra búsqueda común de un vínculo profundo y fiel con Cristo, su Hijo.

Después visitaré Cracovia, para ir desde allí a Wadowice, a Kalwaria, a Lagiewniki y a la catedral de Wawel. Sé muy bien que son los lugares más amados por Juan Pablo II, pues están vinculados a su crecimiento en la fe y a su servicio pastoral. Habrá también un encuentro con los enfermos y los que sufren, en el lugar quizá más apropiado para una cita con ellos, el santuario de la Misericordia Divina en Lagiewniki. Y no podré faltar cuando los jóvenes se reúnan para la vigilia de oración. Con mucho gusto estaré con ellos y espero disfrutar de su testimonio de fe joven y vigorosa.

El domingo nos encontraremos en la explanada de Blonia para celebrar la solemne santa misa de acción de gracias por el pontificado de mi amado predecesor y por la fe en la que siempre nos confirmó con la palabra y el ejemplo de su vida. Y, por último, me dirigiré a Auschwitz. Allí espero reunirme sobre todo con los supervivientes de las víctimas del terror nazi, procedentes de diferentes naciones, que sufrieron la trágica opresión. Rezaremos todos juntos para que las heridas del siglo pasado cicatricen con la medicina que Dios nos propone al invitarnos al perdón recíproco, y nos ofrece en el misterio de su misericordia.

"Permaneced firmes en la fe" es el lema de este viaje apostólico. Quisiera que estos días nos sirvieran a todos, a los fieles de la Iglesia que está en Polonia y a mí mismo, para fortalecernos en la fe. Deseo que para quienes no tienen la gracia de la fe, pero albergan en su corazón la buena voluntad, mi visita sea un tiempo de fraternidad, de benevolencia y de esperanza. Estos valores eternos de la humanidad constituyen un fundamento firme para construir un mundo mejor, en el que cada uno pueda encontrar la prosperidad material y la felicidad espiritual. Se lo deseo a todo el pueblo polaco.

A la vez que doy las gracias una vez más al señor presidente y al Episcopado polaco por la invitación, abrazo cordialmente a todos los polacos y les pido que me acompañen con la oración en este camino de fe.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

ENCUENTRO CON EL CLERO

Catedral de Varsovia
Jueves 25 de mayo de 2006



"Ante todo, doy gracias a mi Dios, por medio de Jesucristo, por todos vosotros (...), pues ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía" (Rm 1, 8-12). Con estas palabras del apóstol san Pablo me dirijo a vosotros, queridos sacerdotes, porque en ellas encuentro perfectamente reflejados mis actuales sentimientos y pensamientos, deseos y oraciones. Saludo, en particular, al cardenal Józef Glemp, arzobispo de Varsovia y primado de Polonia, a quien expreso mi más cordial felicitación por el 50° aniversario de su ordenación sacerdotal, que celebra precisamente hoy.

He venido a Polonia, a la amada patria de mi gran predecesor Juan Pablo II, para compartir —como solía hacer él— el clima de fe en el que vivís y para "comunicaros algún don espiritual que os fortalezca". Espero que mi peregrinación de estos días "confirme nuestra fe común: la vuestra y la mía".

Me encuentro hoy con vosotros en la archicatedral metropolitana de Varsovia, que con cada piedra recuerda la dolorosa historia de vuestra capital y de vuestro país. Habéis afrontado grandes pruebas en tiempos no muy lejanos. Recordemos a los heroicos testigos de la fe, que entregaron su vida a Dios y a los hombres, santos canonizados y también hombres comunes, que perseveraron en la rectitud, en la autenticidad y en la bondad, sin perder jamás la confianza.

En esta catedral recuerdo en particular al siervo de Dios cardenal Stefan Wyszynski, a quien llamáis "el primado del milenio", el cual, abandonándose a Cristo y a su Madre, supo servir fielmente a la Iglesia aun en medio de pruebas dolorosas y prolongadas. Recordemos con estima y gratitud a los que no se dejaron vencer por las fuerzas de las tinieblas; aprendamos de ellos la valentía de la coherencia y de la constancia en la adhesión al Evangelio de Cristo.

Me encuentro hoy con vosotros, sacerdotes llamados por Cristo a servirlo en el nuevo milenio. Habéis sido elegidos de entre el pueblo, constituidos para el servicio de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Creed en la fuerza de vuestro sacerdocio. En virtud del sacramento habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras "yo" o "mi" ("Yo te absuelvo... Esto es mi Cuerpo..."), no lo hacéis en vuestro nombre, sino en nombre de Cristo, "in persona Christi", que quiere servirse de vuestros labios y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrificio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os ha puesto bajo su especial protección; estáis escondidos en sus manos y en su Corazón. Sumergíos en su amor, y dadle a él vuestro amor. Cuando vuestras manos fueron ungidas con el óleo, signo del Espíritu Santo, fueron destinadas a servir al Señor como sus manos en el mundo de hoy. Ya no pueden servir al egoísmo; deben dar en el mundo el testimonio de su amor.

La grandeza del sacerdocio de Cristo puede infundir temor. Se puede sentir la tentación de exclamar con san Pedro: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8), porque nos cuesta creer que Cristo nos haya llamado precisamente a nosotros. ¿No habría podido elegir a cualquier otro, más capaz, más santo? Pero Jesús nos ha mirado con amor precisamente a cada uno de nosotros, y debemos confiar en esta mirada. No debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido. En cambio, es precisamente allí donde brotan los frutos más admirables del servicio pastoral. No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo, o por tener la impresión de que Jesús calla. Calla, pero actúa.

A este propósito, me complace recordar la experiencia que viví el año pasado en Colonia.
Entonces fui testigo del profundo e inolvidable silencio de un millón de jóvenes, en el momento de la adoración del santísimo Sacramento. Aquel silencio orante nos unió, nos dio un gran consuelo. En un mundo en el que hay tanto ruido, tanto extravío, se necesita la adoración silenciosa de Jesús escondido en la Hostia. Permaneced con frecuencia en oración de adoración y enseñadla a los fieles. En ella encontrarán consuelo y luz sobre todo las personas probadas.

Los fieles esperan de los sacerdotes solamente una cosa: que sean especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. Al sacerdote no se le pide que sea experto en economía, en construcción o en política. De él se espera que sea experto en la vida espiritual. Por ello, cuando un sacerdote joven da sus primeros pasos, conviene que pueda acudir a un maestro experimentado, que le ayude a no extraviarse entre las numerosas propuestas de la cultura del momento. Ante las tentaciones del relativismo o del permisivismo, no es necesario que el sacerdote conozca todas las corrientes actuales de pensamiento, que van cambiando; lo que los fieles esperan de él es que sea testigo de la sabiduría eterna, contenida en la palabra revelada.

La solicitud por la calidad de la oración personal y por una buena formación teológica da frutos en la vida. Haber vivido bajo la influencia del totalitarismo puede haber engendrado una tendencia inconsciente a esconderse bajo una máscara exterior, con la consecuencia de ceder a alguna forma de hipocresía. Es evidente que esto no ayuda a la autenticidad de las relaciones fraternas, y puede llevar a pensar demasiado en sí mismos. En realidad, se crece en la madurez afectiva cuando el corazón se adhiere a Dios. Cristo necesita sacerdotes maduros, viriles, capaces de cultivar una auténtica paternidad espiritual. Para que esto suceda, se requiere honradez consigo mismos, apertura al director espiritual y confianza en la misericordia divina.

El Papa Juan Pablo II, con ocasión del gran jubileo, exhortó muchas veces a los cristianos a hacer penitencia por las infidelidades del pasado. Creemos que la Iglesia es santa, pero en ella hay hombres pecadores. Es preciso rechazar el deseo de identificarse solamente con quienes no tienen pecado. ¿Cómo habría podido la Iglesia excluir de sus filas a los pecadores? Precisamente por su salvación Cristo se encarnó, murió y resucitó. Por tanto, debemos aprender a vivir con sinceridad la penitencia cristiana. Practicándola, confesamos los pecados individuales en unión con los demás, ante ellos y ante Dios.

Sin embargo, conviene huir de la pretensión de erigirse con arrogancia en juez de las generaciones precedentes, que vivieron en otros tiempos y en otras circunstancias. Hace falta sinceridad humilde para reconocer los pecados del pasado y, sin embargo, no aceptar fáciles acusaciones sin pruebas reales o ignorando las diferentes maneras de pensar de entonces.

Además, la confessio peccati, para usar una expresión de san Agustín, siempre debe ir acompañada por la confessio laudis, por la confesión de la alabanza. Al pedir perdón por el mal cometido en el pasado, debemos recordar también el bien realizado con la ayuda de la gracia divina que, aun llevada en recipientes de barro, ha dado frutos a menudo excelentes.

Hoy la Iglesia en Polonia se encuentra ante un gran desafío pastoral: prestar asistencia a los fieles que han salido del país. La plaga del desempleo obliga a numerosas personas a irse al extranjero.
Es un fenómeno generalizado, en gran escala. Cuando las familias se dividen de este modo, cuando se rompen las relaciones sociales, la Iglesia no puede permanecer indiferente. Es necesario que las personas que parten sean acompañadas por sacerdotes que, manteniéndose unidos a las Iglesias locales, realicen el trabajo pastoral en medio de los inmigrantes. La Iglesia que está en Polonia ya ha dado numerosos sacerdotes y religiosas, que prestan su servicio no sólo en favor de los polacos que están fuera de los confines del país, sino también, y a veces en condiciones muy difíciles, en las misiones de África, Asia, América Latina, y en otras regiones.

No olvidéis, queridos sacerdotes, a estos misioneros. Debéis acoger con una perspectiva verdaderamente católica el don de numerosas vocaciones con que Dios ha bendecido a vuestra Iglesia. Sacerdotes polacos, no tengáis miedo de dejar vuestro mundo seguro y conocido para servir en lugares donde faltan sacerdotes y vuestra generosidad puede dar abundante fruto.

Permaneced firmes en la fe. También a vosotros os encomiendo este lema de mi peregrinación. Sed auténticos en vuestra vida y en vuestro ministerio. Contemplando a Cristo, vivid una vida modesta, solidaria con los fieles a quienes sois enviados. Servid a todos; estad a su disposición en las parroquias y en los confesonarios; acompañad a los nuevos movimientos y asociaciones; sostened a las familias; no descuidéis la relación con los jóvenes; acordaos de los pobres y los abandonados.
Si vivís de fe, el Espíritu Santo os sugerirá qué debéis decir y cómo debéis servir. Podréis contar siempre con la ayuda de la Virgen, que precede a la Iglesia en la fe. Os exhorto a invocarla siempre con las palabras que conocéis bien: "Estamos cerca de ti, te recordamos, velamos".

A todos imparto mi bendición.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

ENCUENTRO ECUMÉNICO

Varsovia, jueves 25 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

"Gracia y paz a vosotros de parte de Aquel que es, que era y que va a venir, de parte de los siete Espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra" (Ap 1, 4-5). Con estas palabras del libro del Apocalipsis, con las que san Juan saluda a las siete Iglesias de Asia, quiero dirigir mi afectuoso saludo a todos los que están aquí presentes, ante todo a los representantes de las Iglesias y las comunidades eclesiales reunidas en el Consejo ecuménico polaco. Agradezco al arzobispo Jeremías, de la Iglesia ortodoxa autocéfala y presidente de este Consejo, el saludo y las palabras de unión espiritual que acaba de dirigirme. Saludo al arzobispo Alfons Nossol, presidente del Consejo ecuménico de la Conferencia episcopal polaca.

Nos une hoy aquí el deseo de encontrarnos para dar gloria y honrar, con la oración común, a nuestro Señor Jesucristo: "Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 5-6). Damos gracias a nuestro Señor, porque nos reúne, nos concede su Espíritu y nos permite invocar, por encima de lo que aún nos separa, "Abbá, Padre". Estamos convencidos de que él mismo intercede sin cesar en nuestro favor, pidiendo para nosotros: "Que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí" (Jn 17, 23).

Juntamente con vosotros doy gracias por el don de este encuentro de oración común. Veo en él una de las etapas para realizar el firme propósito que hice al inicio de mi pontificado: considerar una prioridad de mi ministerio el restablecimiento de la unidad plena y visible entre los cristianos. Mi amado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, cuando visitó esta iglesia de la Santísima Trinidad, en el año 1991, subrayó: "Por mucho que nos esforcemos en lograr la unidad, ella es siempre un don del Espíritu Santo. Sólo estaremos dispuestos a recibir este don si hemos abierto nuestra mente y nuestro corazón a él a través de la vida cristiana y especialmente a través de la oración" (Encuentro ecuménico de oración, 9 de junio de 1991, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de julio de 1991, p. 8). En efecto, no podemos "lograr" la unidad sólo con nuestras fuerzas. Como recordé durante el encuentro ecuménico del año pasado en Colonia: "Podemos obtenerla solamente como don del Espíritu Santo" (Discurso a los representantes de otras Iglesias y comunidades eclesiales, 19 de agosto de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 9).

Por eso, nuestras aspiraciones ecuménicas deben estar impregnadas por la oración, el perdón recíproco y la santidad de vida de cada uno de nosotros. Me complace que aquí, en Polonia, el Consejo ecuménico polaco y la Iglesia católica romana emprendan numerosas iniciativas en este ámbito.

"Mirad, viene acompañado de nubes: todo ojo lo verá, hasta los que le traspasaron" (Ap 1, 7). Estas palabras del Apocalipsis nos recuerdan que todos estamos en camino hacia el encuentro definitivo con Cristo, cuando él desvelará ante nosotros el sentido de la historia humana, cuyo centro es la cruz de su sacrificio salvífico. Como comunidad de discípulos, nos encaminamos a ese encuentro, con la esperanza y la confianza de que será para nosotros el día de la salvación, el día que se hará realidad todo lo que anhelamos, gracias a nuestra disponibilidad a dejarnos guiar por la caridad recíproca, que su Espíritu suscita en nosotros. No edificamos esta confianza sobre nuestros méritos, sino sobre la oración en la que Cristo revela el sentido de su venida a la tierra y de su muerte redentora: "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo" (Jn 17, 24).

En camino hacia el encuentro con Cristo que "viene acompañado de nubes", con nuestra vida anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección, a la espera de su venida. En efecto, experimentamos el peso de la responsabilidad que implica todo esto, pues el mensaje de Cristo debe llegar a todos los hombres de la tierra, gracias al compromiso de quienes creen en él y están llamados a testimoniar que él fue enviado verdaderamente por el Padre (cf. Jn 17, 23). Por tanto, es necesario que, al anunciar el Evangelio, nos impulse el anhelo de cultivar relaciones recíprocas de caridad sincera, de modo que, a la luz de ellas, todos conozcan que el Padre mandó a su Hijo y ama a la Iglesia y a cada uno de nosotros como lo ama a él (cf. Jn 17, 23). Así pues, los discípulos de Cristo, cada uno de nosotros, debemos tender a esa unidad, a fin de que nos convirtamos, como cristianos, en signo visible de su mensaje salvífico, destinado a todo ser humano.

Permitidme que haga referencia una vez más al encuentro ecuménico que tuvo lugar en esta iglesia con la participación de vuestro gran compatriota Juan Pablo II y a su intervención, en la que delineó del siguiente modo la visión de los esfuerzos tendentes a la unidad plena de los cristianos: "El reto que se nos lanza es el de superar gradualmente los obstáculos (...) y crecer juntos en esa unidad de Cristo, que es única, unidad con la que la dotó desde el comienzo; la seriedad de este cometido impide obrar precipitada o impacientemente, pero el deber de responder a la voluntad de Cristo exige que permanezcamos firmes en el camino hacia la paz y la unidad entre todos los cristianos. Sabemos bien que no somos nosotros los que vamos a cicatrizar las heridas de la división y a restablecer la unidad; somos simples instrumentos que Dios puede utilizar; la unidad entre los cristianos será don de Dios, en su tiempo de gracia. Tendamos humildemente hacia ese día, creciendo en el amor, el perdón y la confianza recíprocos" (Encuentro ecuménico de oración, 9 de junio de 1991, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de julio de 1991, p. 8).

Desde aquel encuentro, han cambiado muchas cosas. Dios nos ha concedido dar muchos pasos hacia la comprensión recíproca y el acercamiento. Permitidme atraer vuestra atención hacia algunos acontecimientos ecuménicos que tuvieron lugar en ese tiempo en el mundo: la publicación de la encíclica Ut unum sint; las concordancias cristológicas con las Iglesias precalcedonias; la firma en Augsburgo de la "Declaración común sobre la doctrina de la justificación"; el encuentro con ocasión del gran jubileo del año 2000 y la memoria ecuménica de los testigos de la fe del siglo XX; la reanudación del diálogo católico-ortodoxo a nivel mundial; el funeral de Juan Pablo II, con la participación de casi todas las Iglesias y comunidades eclesiales.

Sé que también aquí, en Polonia, este anhelo fraterno de unidad ha logrado éxitos concretos. Quisiera mencionar en este momento: la firma de la declaración de reconocimiento mutuo de la validez del bautismo, realizada en el año 2000, también en este templo, por la Iglesia católica romana y las Iglesias reunidas en el Consejo ecuménico polaco; la creación de la Comisión para las relaciones entre la Conferencia episcopal polaca y el Consejo ecuménico polaco, a la que pertenecen los obispos católicos y los jefes de otras Iglesias; la creación de las comisiones bilaterales para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos, luteranos, miembros de la Iglesia nacional polaca, mariavitas y adventistas; la publicación de la traducción ecuménica del Nuevo Testamento y del libro de los Salmos; la iniciativa llamada "Obra navideña de ayuda a los niños", en la que colaboran las organizaciones caritativas de las Iglesias católica, ortodoxa y evangélica.

Constatamos muchos progresos en el campo del ecumenismo y, sin embargo, esperamos siempre algo más. Permitidme señalar hoy, un poco más detalladamente, dos cuestiones. La primera se refiere al servicio caritativo de las Iglesias. Son numerosos los hermanos que esperan de nosotros el don del amor, de la confianza, del testimonio, de una ayuda espiritual y material concreta. A este problema me referí en mi primera encíclica, Deus caritas est. Afirmé en ella: "El amor al prójimo enraizado en el amor a Dios es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para toda la comunidad eclesial, y esto en todas sus dimensiones: desde la comunidad local a la Iglesia particular, hasta abarcar a la Iglesia universal en su totalidad. También la Iglesia en cuanto comunidad ha de poner en práctica el amor" (n. 20).

No podemos olvidar la idea esencial que desde el inicio constituyó el fundamento muy fuerte de la unidad de los discípulos: "En la comunidad de los creyentes no debe haber una forma de pobreza en la que se niegue a alguien los bienes necesarios para una vida digna" (ib.). Esta idea es siempre actual, aunque a lo largo de los siglos hayan cambiado las formas de la ayuda fraterna; aceptar los desafíos caritativos contemporáneos depende en gran medida de nuestra colaboración recíproca.
Me alegra que este problema tenga mucho eco en el mundo en forma de numerosas iniciativas ecuménicas. Noto, complacido, que en la comunidad de la Iglesia católica y en las demás Iglesias y comunidades eclesiales se han difundido diversas formas nuevas de actividad caritativa, y han reaparecido con renovado impulso algunas antiguas. Son formas que a menudo unen la evangelización y las obras de caridad (cf. ib., 30 b).

Parece que, a pesar de todas las diferencias que hay que superar en el ámbito del diálogo interconfesional, es legítimo atribuir el compromiso caritativo a la comunidad ecuménica de los discípulos de Cristo en la búsqueda de una unidad plena. Todos podemos insertarnos en la colaboración en favor de los necesitados, aprovechando esta red de relaciones recíprocas, fruto del diálogo entre nosotros y de la acción común. Con el espíritu del mandamiento evangélico, debemos tener esta amorosa solicitud en favor de los hermanos necesitados, sean quienes sean.
A este propósito, en mi encíclica escribí que "para un mejor desarrollo del mundo es necesaria la voz común de los cristianos, su compromiso "para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos"" (ib.). Ojalá que la práctica de la caritas fraterna nos acerque cada vez más a todos los que participamos en este encuentro y haga más creíble nuestro testimonio de Cristo ante el mundo.

La segunda cuestión a la que quiero referirme atañe a la vida matrimonial y familiar. Sabemos que entre las comunidades cristianas, llamadas a testimoniar el amor, la familia ocupa un lugar particular. En el mundo de hoy, en el que se están multiplicando las relaciones internacionales e interculturales, jóvenes provenientes de diversas tradiciones, de distintas religiones, de diferentes confesiones cristianas cada vez más a menudo se deciden a fundar una familia.

Muchas veces, para los jóvenes mismos y para sus seres queridos es una decisión difícil, que implica varios peligros relativos tanto a la perseverancia en la fe como a la construcción futura del orden familiar, al igual que la creación de un clima de unidad de la familia y de condiciones oportunas para el crecimiento espiritual de los hijos. Sin embargo, precisamente gracias a la difusión a gran escala del diálogo ecuménico, la decisión puede dar origen a la formación de un laboratorio práctico de unidad. Por eso son necesarias la benevolencia recíproca, la comprensión y la madurez en la fe de ambas partes, así como de las comunidades de las que provienen.

Quiero expresar mi aprecio a la Comisión bilateral del Consejo para las cuestiones del ecumenismo de la Conferencia episcopal polaca y del Consejo ecuménico polaco, que han emprendido la elaboración de un documento en el que se presenta la doctrina cristiana común sobre el matrimonio y la familia, y se establecen principios, aceptables por todos, para contraer matrimonios interconfesionales, indicando un programa común de solicitud pastoral para dichos matrimonios.
Deseo a todos que en esta delicada cuestión se acreciente la confianza recíproca entre las Iglesias y una colaboración que respete plenamente los derechos y la responsabilidad de los cónyuges por la formación en la fe de la propia familia y por la educación de los hijos.

"Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26). Hermanos y hermanas, poniendo toda nuestra confianza en Cristo, que nos da a conocer su nombre, caminemos cada día hacia la plenitud de la reconciliación fraterna. Que su oración haga que la comunidad de sus discípulos en la tierra, en su misterio y en su unidad visible, se transforme cada vez más en una comunidad de amor en la que se refleje la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.


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22/05/2013 20:03


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

ENCUENTRO CON LOS RELIGIOSOS, LAS RELIGIOSAS, LOS SEMINARISTAS
Y LOS REPRESENTANTES DE LOS MOVIMIENTOS ECLESIALES

Czestochowa, viernes 26 de mayo de 2006



Queridos religiosos, religiosas, personas consagradas, todos vosotros que, movidos por la voz de Jesús, lo habéis seguido por amor; queridos seminaristas, que os estáis preparando para el ministerio sacerdotal; queridos representantes de los Movimientos eclesiales, que lleváis la fuerza del Evangelio al mundo de vuestras familias, de vuestros lugares de trabajo, de las universidades, al mundo de los medios de comunicación social y de la cultura, a vuestras parroquias:

Como los Apóstoles con María "subieron a la estancia superior" y allí "perseveraban en la oración con un mismo espíritu" (Hch 1, 12. 14), así también hoy nos hemos reunido aquí, en Jasna Góra, que es para nosotros, en esta hora, la "estancia superior", donde María, la Madre del Señor, está en medio de nosotros. Hoy ella guía nuestra meditación; nos enseña a orar. Nos indica cómo abrir nuestra mente y nuestro corazón a la fuerza del Espíritu Santo, que viene a nosotros para que lo llevemos a todo el mundo. Deseo saludar cordialmente a la archidiócesis de Czestochowa juntamente con su pastor, el arzobispo Stanislaw, y con los obispos Antoni y Jan. A todos os doy las gracias por haber querido participar en esta oración.

Queridos hermanos, necesitamos un momento de silencio y recogimiento para entrar en la escuela de María, a fin de que nos enseñe cómo vivir de fe, cómo crecer en ella, cómo permanecer en contacto con el misterio de Dios en los acontecimientos ordinarios, diarios, de nuestra vida. Con delicadeza femenina y con "la capacidad de conjugar la intuición penetrante con la palabra de apoyo y de estímulo" (Redemptoris Mater, 46), María sostuvo la fe de Pedro y de los Apóstoles en el Cenáculo, y hoy sostiene mi fe y la vuestra.

"La fe es un contacto con el misterio de Dios", dijo el Santo Padre Juan Pablo II (ib., 17), porque creer "quiere decir "abandonarse" en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente "cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos"" (ib., 14). La fe es el don, recibido en el bautismo, que hace posible nuestro encuentro con Dios. Dios se oculta en el misterio: pretender comprenderlo significaría querer circunscribirlo en nuestros conceptos y en nuestro saber, y así perderlo irremediablemente. En cambio, mediante la fe podemos abrirnos paso a través de los conceptos, incluso los teológicos, y podemos "tocar" al Dios vivo. Y Dios, una vez tocado, nos transmite inmediatamente su fuerza. Cuando nos abandonamos al Dios vivo, cuando en la humildad de la mente recurrimos a él, nos invade interiormente como un torrente escondido de vida divina.

¡Cuán importante es para nosotros creer en la fuerza de la fe, en su capacidad de entablar una relación directa con el Dios vivo! Debemos cuidar con esmero el desarrollo de nuestra fe, para que penetre realmente todas nuestras actitudes, nuestros pensamientos, nuestras acciones e intenciones.
La fe ocupa un lugar no sólo en los estados de ánimo y en las experiencias religiosas, sino ante todo en el pensamiento y en la acción, en el trabajo diario, en la lucha contra sí mismos, en la vida comunitaria y en el apostolado, puesto que hace que nuestra vida esté impregnada de la fuerza de Dios mismo. La fe puede llevarnos siempre a Dios, incluso cuando nuestro pecado nos hace daño.

En el Cenáculo los Apóstoles no sabían lo que les esperaba. Atemorizados, estaban preocupados por su futuro. Seguían experimentado aún el asombro provocado por la muerte y resurrección de Jesús, y estaban angustiados por haberse quedado solos después de su ascensión al cielo. María, "la que había creído que se cumplirían las palabras del Señor" (cf. Lc 1, 45), asidua con los Apóstoles en la oración, enseñaba la perseverancia en la fe. Con toda su actitud los convencía de que el Espíritu Santo, con su sabiduría, conocía bien el camino por el cual los estaba conduciendo y que, por tanto, podían poner su confianza en Dios, entregándose sin reservas a él, y entregándole también sus talentos, sus límites y su futuro.

Muchos de vosotros habéis reconocido esta llamada secreta del Espíritu Santo y habéis respondido con todo el entusiasmo de vuestro corazón. El amor a Jesús, "derramado en vuestros corazones por el Espíritu Santo que os ha sido dado" (cf. Rm 5, 5), os ha indicado el camino de la vida consagrada. No lo habéis buscado vosotros. Ha sido Jesús quien os ha llamado, invitándoos a una unión más profunda con él. En el sacramento del santo bautismo habéis renunciado a Satanás y a sus obras, y habéis recibido las gracias necesarias para la vida cristiana y la santidad. Desde ese momento brotó en vosotros la gracia de la fe, que os ha permitido uniros a Dios.

En el momento de la profesión religiosa o de la promesa, la fe os llevó a una adhesión total al misterio del Corazón de Jesús, cuyos tesoros habéis descubierto. Renunciasteis entonces a cosas buenas, a disponer libremente de vuestra vida, a formar una familia, a acumular bienes, para poder ser libres de entregaros sin reservas a Cristo y a su reino. ¿Recordáis vuestro entusiasmo cuando emprendisteis la peregrinación de la vida consagrada, confiando en la ayuda de la gracia? Procurad no perder el impulso originario, y dejad que María os conduzca a una adhesión cada vez más plena.

Queridos religiosos, queridas religiosas, queridas personas consagradas, cualquiera que sea la misión que se os ha encomendado, cualquiera que sea el servicio conventual o apostólico que estéis prestando, conservad en el corazón el primado de vuestra vida consagrada. Que ella renueve vuestra fe. La vida consagrada, vivida en la fe, une íntimamente a Dios, aviva los carismas y confiere una extraordinaria fecundidad a vuestro servicio.

Amadísimos candidatos al sacerdocio, la reflexión sobre el modo como María aprendía de Jesús puede ayudaros en gran medida también a vosotros. Desde su primer "fiat", durante los largos y ordinarios años de su vida oculta, mientras educaba a Jesús, o cuando en Caná de Galilea solicitaba el primer milagro, o por último cuando en el Calvario al pie de la cruz contemplaba a Jesús, lo "aprendía" en cada momento. Había acogido, primero en la fe y después en su seno, el Cuerpo de Jesús y lo había dado a luz. Día a día lo había adorado extasiada, lo había servido con amor responsable, había cantado en su corazón el Magnificat.

En vuestro camino y en vuestro futuro ministerio sacerdotal dejaos guiar por María para "aprender" a Jesús. Contempladlo, dejad que él os forme, para que un día, en vuestro ministerio, seáis capaces de mostrarlo a todos los que se acerquen a vosotros. Cuando toméis en vuestras manos el Cuerpo eucarístico de Jesús para alimentar con él al pueblo de Dios, y cuando asumáis la responsabilidad de la parte del Cuerpo místico que se os encomiende, recordad la actitud de asombro y de adoración que caracterizó la fe de María. Del mismo modo que ella en su amor responsable y materno a Jesús conservó el amor virginal lleno de asombro, así también vosotros, al arrodillaros litúrgicamente en el momento de la consagración, conservad en vuestro corazón la capacidad de asombraros y de adorar. Reconoced en el pueblo de Dios que se os encomiende los signos de la presencia de Cristo. Estad atentos para percibir los signos de santidad que Dios os muestre entre los fieles. No temáis por los deberes y las incógnitas del futuro. No temáis que os falten las palabras o que os rechacen. El mundo y la Iglesia necesitan sacerdotes, santos sacerdotes.

Queridos representantes de los nuevos Movimientos en la Iglesia, la vitalidad de vuestras comunidades es un signo de la presencia activa del Espíritu Santo. Vuestra misión ha nacido de la fe de la Iglesia y de la riqueza de los frutos del Espíritu Santo. Deseo que seáis cada vez más numerosos, para servir a la causa del reino de Dios en el mundo de hoy. Creed en la gracia de Dios que os acompaña, y llevadla al entramado vivo de la Iglesia y, de modo particular, a donde no puede llegar el sacerdote, el religioso o la religiosa. Son numerosos los Movimientos a los que pertenecéis. Os alimentáis de doctrina proveniente de diversas escuelas de espiritualidad, reconocidas por la Iglesia. Aprovechad la sabiduría de los santos, recurrid a la herencia que han dejado. Formad vuestra mente y vuestro corazón en las obras de los grandes maestros y de los testigos de la fe, recordando que las escuelas de espiritualidad no deben ser un tesoro encerrado en las bibliotecas de los conventos. La sabiduría evangélica, leída en las obras de los grandes santos y verificada en la propia vida, se ha de llevar de modo maduro, no infantil ni agresivo, al mundo de la cultura y del trabajo, al mundo de los medios de comunicación social y de la política, al mundo de la vida familiar y social. Para verificar la autenticidad de vuestra fe y de vuestra misión, que no atrae la atención hacia sí, sino que realmente irradia en torno a sí la fe y el amor, confrontadla con la fe de María. Reflejaos en su corazón. Permaneced en su escuela.

Cuando los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, se dispersaron por todo el mundo para anunciar el Evangelio, uno de ellos, Juan, el apóstol del amor, de modo particular "acogió a María en su casa" (cf. Jn 19, 27). Precisamente gracias a su profunda relación con Jesús y con María pudo insistir tan eficazmente en la verdad de que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Yo mismo quise tomar estas palabras como inicio de la primera encíclica de mi pontificado: Deus caritas est. Esta verdad sobre Dios es la más importante, la más central. A todos aquellos a quienes resulta difícil creer en Dios, les repito hoy: "Dios es amor". Sed vosotros mismos, queridos amigos, testigos de esta verdad. Lo seréis eficazmente si permanecéis en la escuela de María. Junto a ella experimentaréis vosotros mismos que Dios es amor y transmitiréis su mensaje al mundo con la riqueza y la variedad que el mismo Espíritu Santo sabrá suscitar.

¡Alabado sea Jesucristo!


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

SALUDO DEL SANTO PADRE A LOS JÓVENES
DESDE LA VENTANA DEL PALACIO ARZOBISPAL

Cracovia, viernes 26 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Siguiendo la costumbre iniciada durante las estancias de Juan Pablo II en Cracovia, os habéis reunido ante la sede arzobispal para saludar al Papa. Os doy las gracias por esta presencia y por la cordial acogida.

Sé que el día 2 de cada mes, a la hora de la muerte de mi amado predecesor, os reunís aquí para recordarlo y orar por su elevación al honor de los altares. Que esta oración sostenga a los que se ocupan de la causa, y enriquezca vuestro corazón con toda gracia.

Durante el último viaje a Polonia, Juan Pablo II os dijo a propósito del tiempo que pasa: "No se puede hacer nada. Hay un solo medio: es Cristo, que dijo: "Yo soy la resurrección y la vida". Quiere decir: A pesar de la ancianidad, a pesar de la muerte, la juventud está en Dios. Y esto es lo que os deseo a todos los jóvenes de Cracovia, de Polonia y del mundo entero" (17 de agosto de 2002).

Esta era su fe, su firme convicción, su testimonio. Y hoy, a pesar de la muerte, él —joven en Dios— está entre nosotros. Nos invita a fortalecer la gracia de la fe, a renovarnos en el Espíritu y a "revestirnos del hombre nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad" (Ef 4, 24).
Os doy las gracias una vez más por la visita que habéis querido hacerme esta noche. Llevad mi saludo y mi bendición a vuestros familiares y amigos. Gracias.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

SALUDO DEL SANTO PADRE

ENCUENTRO CON LA POBLACIÓN

Wadowice, Plaza Rynek, sábado 27 de mayo de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

He llegado con gran emoción al lugar del nacimiento de mi gran predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, a la ciudad de su infancia y de su juventud. Wadowice no podía faltar en el itinerario de la peregrinación que estoy realizando en tierra polaca tras sus huellas. He querido detenerme precisamente aquí, en Wadowice, en los lugares en los que su fe nació y maduró, para orar juntamente con vosotros a fin de que pronto sea elevado al honor de los altares.

Johann Wolfgang von Goethe, el gran poeta alemán, dijo: "Quien quiera comprender a un poeta, debería ir a su pueblo". Del mismo modo, para comprender la vida y el ministerio de Juan Pablo II, era necesario venir a su ciudad natal. Él mismo confesó que aquí, en Wadowice, "comenzó todo: comenzó la vida, comenzó la escuela, los estudios, comenzó el teatro... y el sacerdocio" (Wadowice, 16 de junio de 1999).

Juan Pablo II, recordando aquellos comienzos, se refería a menudo a un signo: el de la fuente bautismal, que veneraba de modo particular en la iglesia de Wadowice. En 1979, durante su primera peregrinación a Polonia, confesó: "En esta fuente bautismal, el 20 de junio de 1920, me fue concedida la gracia de convertirme en hijo de Dios, junto con la fe de mi Redentor y fui acogido en la comunidad eclesial. Ya besé una vez solemnemente esta fuente bautismal, el año del milenario del bautismo de Polonia, cuando era arzobispo de Cracovia. Luego lo hice una vez más (...) en el 50° aniversario de mi bautismo, cuando era cardenal, y hoy he besado esta fuente bautismal por tercer vez, llegando de Roma como Sucesor de san Pedro" (Discurso del 7 de junio de 1979: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de junio de 1979, p. 12).

Parece que estas palabras de Juan Pablo II encierran la clave para comprender la coherencia de su fe, el radicalismo de su vida cristiana y el deseo de santidad que manifestó continuamente. Aquí hay una profunda conciencia de la gracia divina, del amor gratuito de Dios al hombre, que, mediante el lavatorio con el agua y la efusión del Espíritu Santo, introduce al catecúmeno en la comunidad de sus hijos redimidos por la sangre de Cristo.

Pero hay también la conciencia de que el bautismo que justifica es también una llamada a buscar la justicia que brota de la fe. El programa más común de una vida auténticamente cristiana se resume en la fidelidad a las promesas del santo bautismo. La consigna de esta peregrinación: "Permaneced firmes en la fe", encuentra aquí su dimensión concreta, que se podría expresar con la exhortación: "Permaneced firmes en la observancia de las promesas bautismales". El siervo de Dios Juan Pablo II es testigo de esta fidelidad, que en este lugar se expresa de modo muy especial.

Mi gran predecesor afirmó que la basílica de Wadowice y la parroquia donde nació fueron lugares de particular importancia para el desarrollo de su vida espiritual y de la vocación sacerdotal que estaba manifestándose en él. Una vez dijo: "En este templo me acerqué por primera vez al sacramento de la confesión y en él hice mi primera Comunión. Aquí fui monaguillo. Aquí di gracias a Dios por el don del sacerdocio y, ya como arzobispo de Cracovia, aquí viví el jubileo de mis veinticinco años de sacerdocio. Sólo Dios, dador de todo bien, sabe cuántas gracias recibí en este templo y en esta comunidad parroquial. A él, Dios uno y trino, le doy gloria en el umbral de esta iglesia" (Homilía en Wadowice, 16 de junio de 1999: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de julio de 1999, p. 10).

El templo es signo de la comunión de los creyentes unidos por la presencia de Dios, que habita en medio de ellos. Esta comunidad es la Iglesia amada por Juan Pablo II. Su amor a la Iglesia nació en la parroquia de Wadowice. En ella vio el ambiente de la vida sacramental, de la evangelización y de la formación en una fe madura. Por eso, como sacerdote, como obispo y como Papa manifestaba gran solicitud por las comunidades parroquiales. Con el espíritu de esa misma solicitud, durante la visita ad limina Apostolorum pedí a los obispos polacos que hicieran todo lo posible para que la parroquia polaca sea realmente una "comunidad eclesial" y una "familia de la Iglesia".

Para terminar, permitidme aludir también a una característica de la fe y de la espiritualidad de Juan Pablo II, relacionada con este lugar. Él mismo recordó muchas veces la profunda devoción de los habitantes de Wadowice a la imagen local de la Virgen del Perpetuo Socorro y la costumbre de los alumnos de la escuela secundaria de entonces de orar diariamente ante ella. Este recuerdo nos permite llegar al origen de la convicción que alimentaba Juan Pablo II: la convicción del lugar excepcional que ocupa María en la historia de la salvación y en la de la Iglesia. De ella brotaba también la convicción del lugar excepcional que la Madre de Dios tenía en su vida, una convicción que se expresaba en el "Totus tuus", lleno de entrega. Hasta los últimos instantes de su peregrinación terrena permaneció fiel a esta consagración.

Con el espíritu de esta devoción, ante esta imagen quiero dar gracias a Dios por el pontificado de Juan Pablo II y, como él, pedirle a la Virgen que vele sobre la Iglesia, cuya guía por voluntad de Dios me ha sido encomendada. Os pido también a vosotros, queridos hermanos y hermanas, que me acompañéis con la misma oración con que sosteníais a vuestro gran compatriota. Os bendigo de corazón a todos vosotros, aquí presentes, y a todos los que vienen a Wadowice para beber en los manantiales del espíritu de fe de Juan Pablo II.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

SALUDO DEL SANTO PADRE

Kalwaria Zebrzydowska,, sábado 27 de mayo de 2006



Queridos padres franciscanos;
amadísimos hermanos y hermanas:

Durante su primer viaje a Polonia, Juan Pablo II visitó este santuario y dedicó su discurso a la oración. Al final, dijo: "Y también pido esto: pido que oréis aquí por mí, durante mi vida y después de mi muerte". Hoy he querido detenerme un momento en la capilla de la Virgen, y con gratitud orar por él, como pidió en esa ocasión. Siguiendo el ejemplo de Juan Pablo II, también yo os pido encarecidamente que oréis por mí y por toda la Iglesia.

Quisiera decir que, como el querido cardenal Stanislaw, también yo espero que la Providencia conceda pronto la beatificación y la canonización de nuestro amado Papa Juan Pablo II.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

SALUDO DEL SANTO PADRE

ENCUENTRO CON LOS ENFERMOS

Łagiewniki, sábado 27 de mayo de 2006



Amadísimos hermanos y hermanas:

Me alegra poder encontrarme con vosotros, con ocasión de mi visita a este santuario de la Misericordia Divina. Os saludo de corazón a todos: a los enfermos, a los enfermeros, a los sacerdotes que en este santuario se dedican a la pastoral, a las religiosas de la Bienaventurada Virgen María de la Misericordia, a los miembros del "Faustinum" y a todos los demás.

En esta circunstancia nos encontramos ante dos misterios: el misterio del sufrimiento humano y el misterio de la Misericordia divina. A primera vista, estos dos misterios parecen contraponerse.
Pero cuando tratamos de profundizar en ellos a la luz de la fe, vemos que están en recíproca armonía, gracias al misterio de la cruz de Cristo. Como dijo aquí Juan Pablo II, "la cruz es la inclinación más profunda de la Divinidad hacia el hombre (...). La cruz es como un toque del amor eterno sobre las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre" (17 de agosto de 2002, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 4).

Vosotros, queridos enfermos, marcados por el sufrimiento del cuerpo y del alma, sois quienes estáis más unidos a la cruz de Cristo, pero, al mismo tiempo, sois los testigos más elocuentes de la misericordia de Dios. Por medio de vosotros y mediante vuestro sufrimiento, él se inclina con amor hacia la humanidad. Sois vosotros quienes, diciendo en el silencio del corazón: "Jesús, en ti confío", nos enseñáis que no hay fe más profunda, esperanza más viva y amor más ardiente que la fe, la esperanza y el amor de quien en la tribulación se abandona en las manos seguras de Dios. ¡Ojalá que las manos de quienes os ayudan en el nombre de la misericordia sean una prolongación de estas grandes manos de Dios!

Quisiera abrazaros a cada uno. Dado que prácticamente no es posible, os estrecho espiritualmente contra mi corazón, y os imparto mi bendición, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
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SALUDO DEL SANTO PADRE

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

Cracovia-Błonia, sábado 27 de mayo de 2006



Queridos jóvenes amigos:

¡Os doy mi cordial bienvenida! Vuestra presencia me alegra. Doy gracias al Señor por este encuentro con el calor de vuestra cordialidad. Sabemos que "donde están dos o tres reunidos en el nombre de Jesús, él está en medio de ellos" (cf. Mt 18, 20). ¡Pero vosotros sois hoy aquí muchos más! Por esto os doy las gracias a cada uno de vosotros. Así pues, Jesús está aquí con nosotros. Está presente entre los jóvenes de la tierra polaca, para hablar con ellos de una casa que no se desplomará jamás, porque está edificada sobre roca. Es la palabra evangélica que acabamos de escuchar (cf. Mt 7, 24-27).

Amigos míos, en el corazón de cada hombre existe el deseo de una casa. En un corazón joven existe con mayor razón el gran anhelo de una casa propia, que sea sólida, a la que no sólo se pueda volver con alegría, sino también en la que se pueda acoger con alegría a todo huésped que llegue. Es la nostalgia de una casa en la que el pan de cada día sea el amor, el perdón, la necesidad de comprensión, en la que la verdad sea la fuente de la que brota la paz del corazón.

Es la nostalgia de una casa de la que se pueda estar orgulloso, de la que no se deba avergonzar y por cuya destrucción jamás se deba llorar. Esta nostalgia no es más que el deseo de una vida plena, feliz, realizada. No tengáis miedo de este deseo. No lo evitéis. No os desaniméis a la vista de las casas que se han desplomado, de los deseos que no se han realizado, de las nostalgias que se han disipado. Dios Creador, que infunde en un corazón joven el inmenso deseo de felicidad, no lo abandona después en la ardua construcción de la casa que se llama vida.

Amigos míos, se impone una pregunta: "¿Cómo construir esta casa?". Es una pregunta que seguramente ya os habéis planteado muchas veces en vuestro corazón y que volveréis a plantearos muchas veces. Es una pregunta que es preciso hacerse a sí mismos no solamente una vez. Cada día debe estar ante los ojos del corazón: ¿cómo construir la casa llamada vida? Jesús, cuyas palabras hemos escuchado en el pasaje del evangelio según san Mateo, nos exhorta a construir sobre roca. En efecto, solamente así la casa no se desplomará.

Pero ¿qué quiere decir construir la casa sobre roca? Construir sobre roca quiere decir ante todo: construir sobre Cristo y con Cristo. Jesús dice: "Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca" (Mt 7, 24). Aquí no se trata de palabras vacías, dichas por una persona cualquiera, sino de las palabras de Jesús. No se trata de escuchar a una persona cualquiera, sino de escuchar a Jesús. No se trata de cumplir cualquier cosa, sino de cumplir las palabras de Jesús.

Construir sobre Cristo y con Cristo significa construir sobre un fundamento que se llama amor crucificado. Quiere decir construir con Alguien que, conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice: "Eres precioso a mis ojos, ... eres estimado, y yo te amo" (Is 43, 4). Quiere decir construir con Alguien que siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque él no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2, 13). Quiere decir construir con Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del hombre, y dice: "Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más" (cf. Jn 8, 11). Quiere decir construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los brazos para repetir por toda la eternidad: "Yo doy mi vida por ti, hombre, porque te amo".

Por último, construir sobre Cristo quiere decir fundar sobre su voluntad todos nuestros deseos, expectativas, sueños, ambiciones, y todos nuestros proyectos. Significa decirse a sí mismo, a la propia familia, a los amigos y al mundo entero y, sobre todo, a Cristo: "Señor, en la vida no quiero hacer nada contra ti, porque tú sabes lo que es mejor para mí. Sólo tú tienes palabras de vida eterna" (cf. Jn 6, 68). Amigos míos, no tengáis miedo de apostar por Cristo. Tened nostalgia de Cristo, como fundamento de la vida. Encended en vosotros el deseo de construir vuestra vida con él y por él. Porque no puede perder quien lo apuesta todo por el amor crucificado del Verbo encarnado.

Construir sobre roca significa construir sobre Cristo y con Cristo, que es la roca. En la primera carta a los Corintios san Pablo, hablando del camino del pueblo elegido a través del desierto, explica que todos "bebieron... de la roca espiritual que los acompañaba; y la roca era Cristo" (1 Co 10, 4). Ciertamente, los padres del pueblo elegido no sabían que esa roca era Cristo. No eran conscientes de que los acompañaba Aquel que, cuando llegaría la plenitud de los tiempos, se encarnaría, asumiendo un cuerpo humano. No necesitaban comprender que apagaría su sed el Manantial mismo de la vida, capaz de ofrecer el agua viva para saciar la sed de todo corazón. Sin embargo, bebieron de esta roca espiritual que es Cristo, porque sentían nostalgia del agua de la vida, la necesitaban.

Mientras caminamos por las sendas de la vida, a veces quizá no somos conscientes de la presencia de Jesús. Pero precisamente esta presencia viva y fiel, la presencia en la obra de la creación, la presencia en la palabra de Dios y en la Eucaristía, en la comunidad de los creyentes y en todo hombre redimido por la preciosa sangre de Cristo, esta presencia es la fuente inagotable de la fuerza humana. Jesús de Nazaret, Dios que se hizo hombre, está a nuestro lado en los momentos felices y en las adversidades, y desea esta relación, que es en realidad el fundamento de la auténtica humanidad. En el Apocalipsis leemos estas significativas palabras: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20).

Amigos míos, ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre roca significa también construir sobre Alguien che fue rechazado. San Pedro habla a sus fieles de Cristo como de una "piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios" (1 P 2, 4). El hecho innegable de la elección de Jesús por parte de Dios no esconde el misterio del mal, a causa del cual el hombre es capaz de rechazar a Aquel que lo ha amado hasta el extremo. Este rechazo de Jesús por parte de los hombres, mencionado por san Pedro, se prolonga en la historia de la humanidad y llega también a nuestros días.

No se necesita una gran agudeza para descubrir las múltiples manifestaciones del rechazo de Jesús, incluso donde Dios nos ha concedido crecer. Muchas veces Jesús es ignorado, es escarnecido, es proclamado rey del pasado, pero no del hoy y mucho menos del mañana; es arrumbado en el armario de cuestiones y de personas de las que no se debería hablar en voz alta y en público. Si en la construcción de la casa de vuestra vida os encontráis con los que desprecian el fundamento sobre el que estáis construyendo, no os desaniméis. Una fe fuerte debe superar las pruebas. Una fe viva debe crecer siempre. Nuestra fe en Jesucristo, para seguir siendo tal, debe confrontarse a menudo con la falta de fe de los demás.

Queridos amigos, ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre roca quiere decir ser conscientes de que habrá contrariedades. Cristo dice: "Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, y embistieron contra aquella casa..." (Mt 7, 25). Estos fenómenos naturales no sólo son la imagen de las múltiples contrariedades de la condición humana; normalmente también son previsibles. Cristo no promete que sobre una casa en construcción no caerá jamás un aguacero; no promete que una ola violenta no derribará lo que para nosotros es más querido; no promete que vientos impetuosos no arrastrarán lo que hemos construido a veces a costa de enormes sacrificios. Cristo no sólo comprende la aspiración del hombre a una casa duradera, sino que también es plenamente consciente de todo lo que puede arruinar la felicidad del hombre. Por eso, no debéis sorprenderos de que surjan contrariedades, cualesquiera que sean. No os desaniméis a causa de ellas. Un edificio construido sobre roca no queda exento de la acción de las fuerzas de la naturaleza, inscritas en el misterio del hombre. Haber construido sobre roca significa tener la certeza de que en los momentos difíciles existe una fuerza segura en la que se puede confiar.

Amigos míos, permitidme que insista: ¿qué quiere decir construir sobre roca? Quiere decir construir con sabiduría. Con razón Jesús compara a quienes oyen sus palabras y las ponen en práctica con un hombre sabio que ha construido su casa sobre roca. En efecto, es insensato construir sobre arena cuando se puede hacer sobre roca, teniendo así una casa capaz de resistir a cualquier tormenta. Es insensato construir la casa sobre un terreno que no ofrece garantías de resistir en los momentos más difíciles. Tal vez sea más fácil fundar nuestra vida sobre las arenas movedizas de nuestra visión del mundo, construir nuestro futuro lejos de la palabra de Jesús, y a veces incluso contra ella. Sin embargo, es evidente que quien construye de este modo no es prudente, porque quiere convencerse a sí mismo y a los demás de que en su vida no se desatará ninguna tormenta, de que ninguna ola se estrellará contra su casa. Ser sabio significa tener en cuenta que la solidez de la casa depende de la elección del fundamento. No tengáis miedo de ser sabios; es decir, no tengáis miedo de construir sobre roca.

Amigos míos, una vez más: ¿qué quiere decir construir sobre roca? Construir sobre roca quiere decir también construir sobre Pedro y con Pedro, pues a él el Señor le dijo: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt 16, 18). Si Cristo, la Roca, la piedra viva y preciosa, llama a su Apóstol piedra, significa que quiere que Pedro, y con él toda la Iglesia, sean signo visible del único Salvador y Señor.

Ciertamente aquí, en Cracovia, la ciudad predilecta de mi predecesor Juan Pablo II, a nadie sorprenden las palabras acerca de construir con Pedro y sobre Pedro. Por eso os digo: no tengáis miedo de construir vuestra vida en la Iglesia y con la Iglesia. Sentíos orgullosos del amor a Pedro y a la Iglesia a él encomendada. No os dejéis engañar por quienes quieren contraponer a Cristo y a la Iglesia. Sólo hay una roca sobre la cual vale la pena construir la casa. Esta roca es Cristo. Sólo hay una piedra sobre la cual vale la pena apoyarlo todo. Esta piedra es aquel a quien Cristo dijo: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). Vosotros, los jóvenes, habéis conocido bien al Pedro de nuestro tiempo. Por eso, no olvidéis que ni aquel Pedro que está observando nuestro encuentro desde la ventana de Dios Padre, ni este Pedro que ahora está delante de vosotros, ni ningún Pedro sucesivo estará nunca contra vosotros, ni contra la construcción de una casa duradera sobre roca. Al contrario, con su corazón y con sus manos os ayudará a construir la vida sobre Cristo y con Cristo.

Queridos amigos, meditando en las palabras de Cristo sobre la roca como fundamento adecuado para la casa, no podemos menos de notar que la última palabra es una palabra de esperanza. Jesús dice que, a pesar de la furia de los elementos, la casa no se desplomó, porque estaba fundada sobre roca. Con estas palabras nos infunde una extraordinaria confianza en la fuerza del fundamento, la fe que no teme ser desmentida porque está confirmada por la muerte y resurrección de Cristo. Esta es la fe que, años después, confesará san Pedro en su carta: "He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa, y el que crea en ella no será confundido" (1 P 2, 6). Ciertamente "no será confundido...".

Queridos jóvenes amigos, el miedo al fracaso a veces puede frenar incluso los sueños más hermosos. Puede paralizar la voluntad e impedir creer que pueda existir una casa construida sobre roca. Puede persuadir de que la nostalgia de la casa es solamente un deseo juvenil y no un proyecto de vida. Como Jesús, decid a este miedo: "¡No puede caer una casa fundada sobre roca!". Como san Pedro, decid a la tentación de la duda: "Quien cree en Cristo, no será confundido". Sed testigos de la esperanza, de la esperanza que no teme construir la casa de la propia vida, porque sabe bien que puede apoyarse en el fundamento que le impedirá caer: Jesucristo, nuestro Señor.


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Breve saluto dopo l'incontro con i giovani (Kraków-Błonie, 27 maggio 2006)

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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

VISITA AL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE AUSCHWITZ

Auschwitz-Birkenau, domingo 28 de mayo de 2006



Tomar la palabra en este lugar de horror, de acumulación de crímenes contra Dios y contra el hombre que no tiene parangón en la historia, es casi imposible; y es particularmente difícil y deprimente para un cristiano, para un Papa que proviene de Alemania. En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?

Con esta actitud de silencio nos inclinamos profundamente en nuestro interior ante las innumerables personas que aquí sufrieron y murieron. Sin embargo, este silencio se transforma en petición de perdón y reconciliación, hecha en voz alta, un grito al Dios vivo para que no vuelva a permitir jamás algo semejante.

Hace veintisiete años, el 7 de junio de 1979, se encontraba aquí el Papa Juan Pablo II; y en esa ocasión dijo: "Vengo aquí hoy como peregrino. Se sabe que he estado aquí muchas veces... ¡Cuántas veces! Y muchas veces he bajado a la celda de la muerte de Maximiliano Kolbe y me he parado ante el muro del exterminio y he pasado entre las escorias de los hornos crematorios de Birkenau. No podía menos de venir aquí como Papa" (Homilía en el campo de concentración de Auschwitz, n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 17 de junio de 1979, p. 13).

El Papa Juan Pablo II estaba aquí como hijo del pueblo que, juntamente con el pueblo judío, tuvo que sufrir más en este lugar y, en general, a lo largo de la guerra: "Son seis millones de polacos los que perdieron la vida durante la segunda guerra mundial: la quinta parte de la nación", recordó entonces el Papa (ib.). Luego aquí hizo el solemne llamamiento al respeto de los derechos del hombre y de las naciones, que anteriormente habían hecho al mundo sus predecesores Juan XXIII y Pablo VI, y añadió: "Pronuncia estas palabras (...) el hijo de la nación que en su historia remota y más reciente ha sufrido de parte de los demás múltiples tribulaciones. Y no lo dice para acusar, sino para recordar. Habla en nombre de todas las naciones, cuyos derechos son violados y olvidados" (ib., n. 3).

El Papa Juan Pablo II estaba aquí como hijo del pueblo polaco. Yo estoy hoy aquí como hijo del pueblo alemán, y precisamente por esto debo y puedo decir como él: No podía por menos de venir aquí. Debía venir. Era y es un deber ante la verdad y ante el derecho de todos los que han sufrido, un deber ante Dios, estar aquí como sucesor de Juan Pablo II y como hijo del pueblo alemán, como hijo del pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia, con previsiones de bienestar, y también con la fuerza del terror y de la intimidación; así, usaron y abusaron de nuestro pueblo como instrumento de su frenesí de destrucción y dominio.

Sí, no podía por menos de venir aquí. El 7 de junio de 1979 yo me encontraba aquí, como arzobispo de Munich-Freising, entre los numerosos obispos que acompañaban al Papa, que lo escuchaban y oraban juntamente con él. En 1980 volví una vez más a este lugar de horror con una delegación de obispos alemanes, turbado a causa del mal y agradecido por el hecho de que sobre estas tinieblas había surgido la estrella de la reconciliación.

Esta es también la finalidad por la que me encuentro hoy aquí: para implorar la gracia de la reconciliación; ante todo, a Dios, el único que puede abrir y purificar nuestro corazón; luego, a los hombres que aquí sufrieron; y, por último, la gracia de la reconciliación para todos los que, en este momento de nuestra historia, sufren de modo nuevo bajo el poder del odio y bajo la violencia fomentada por el odio.

¡Cuántas preguntas se nos imponen en este lugar! Siempre surge de nuevo la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en esos días? ¿Por qué permaneció callado? ¿Cómo pudo tolerar este exceso de destrucción, este triunfo del mal?

Nos vienen a la mente las palabras del salmo 44, la lamentación del Israel doliente: "Tú nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinieblas. (...) Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y nuestra opresión?
Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos, redímenos por tu misericordia" (Sal 44, 20. 23-27). Este grito de angustia que el Israel doliente eleva a Dios en tiempos de suma angustia es a la vez el grito de ayuda de todos los que a lo largo de la historia —ayer, hoy y mañana— han sufrido por amor a Dios, por amor a la verdad y al bien; y hay muchos también hoy.

Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios. Sólo vemos fragmentos y nos equivocamos si queremos hacernos jueces de Dios y de la historia. En ese caso, no defenderíamos al hombre, sino que contribuiríamos sólo a su destrucción. No; en definitiva, debemos seguir elevando, con humildad pero con perseverancia, ese grito a Dios: "Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre". Y el grito que elevamos a Dios debe ser, a la vez, un grito que penetre nuestro mismo corazón, para que se despierte en nosotros la presencia escondida de Dios, para que el poder que Dios ha depositado en nuestro corazón no quede cubierto y ahogado en nosotros por el fango del egoísmo, del miedo a los hombres, de la indiferencia y del oportunismo.

Elevemos este grito a Dios; dirijámoslo también a nuestro corazón, precisamente en este momento de la historia, en el que se ciernen nuevas desventuras, en el que parecen resurgir de nuevo en el corazón de los hombres todas las fuerzas oscuras: por una parte, el abuso del nombre de Dios para justificar una violencia ciega contra personas inocentes; y, por otra, el cinismo que ignora a Dios y que se burla de la fe en él.

Nosotros elevamos nuestro grito a Dios para que impulse a los hombres a arrepentirse, a fin de que reconozcan que la violencia no crea la paz, sino que sólo suscita otra violencia, una espiral de destrucciones en la que, en último término, todos sólo pueden ser perdedores. El Dios en el que creemos es un Dios de la razón, pero de una razón que ciertamente no es una matemática neutral del universo, sino que es una sola cosa con el amor, con el bien. Nosotros oramos a Dios y gritamos a los hombres, para que esta razón, la razón del amor y del reconocimiento de la fuerza de la reconciliación y de la paz, prevalezca sobre las actuales amenazas de la irracionalidad o de una razón falsa, alejada de Dios.

El lugar en donde nos encontramos es un lugar de la memoria, el lugar de la Shoah. El pasado no es sólo pasado. Nos atañe también a nosotros y nos señala qué caminos no debemos tomar y qué caminos debemos tomar.

Como hizo Juan Pablo II, he recorrido el camino de las lápidas que, en diversas lenguas, recuerdan a las víctimas de este lugar: son lápidas en bielorruso, checo, alemán, francés, griego, hebreo, croata, italiano, yiddish, húngaro, holandés, noruego, polaco, ruso, rom, rumano, eslovaco, serbio, ucraniano, judeo-hispánico e inglés. Todas estas lápidas conmemorativas hablan de dolor humano; nos permiten intuir el cinismo de aquel poder que trataba a los hombres como material, sin reconocerlos como personas, en las que resplandece la imagen de Dios. Algunas lápidas invitan a una conmemoración particular.

Está la lápida en lengua hebrea. Los potentados del Tercer Reich querían aplastar al pueblo judío en su totalidad, borrarlo de la lista de los pueblos de la tierra. Entonces se verificaron de modo terrible las palabras del Salmo: "Nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza". En el fondo, con la aniquilación de este pueblo, esos criminales violentos querían matar a aquel Dios que llamó a Abraham, que hablando en el Sinaí estableció los criterios para orientar a la humanidad, criterios que son válidos para siempre. Si este pueblo, simplemente con su existencia, constituye un testimonio de ese Dios que ha hablado al hombre y cuida de él, entonces ese Dios finalmente debía morir, para que el dominio perteneciera sólo al hombre, a ellos mismos, que se consideraban los fuertes que habían sabido apoderarse del mundo. En realidad, con la destrucción de Israel, con la Shoah, querían en último término arrancar también la raíz en la que se basa la fe cristiana, sustituyéndola definitivamente con la fe hecha por sí misma, la fe en el dominio del hombre, del fuerte.

Luego está la lápida en lengua polaca: en una primera fase, y ante todo, se quería eliminar la élite cultural y borrar así al pueblo como sujeto histórico autónomo, para reducirlo, en la medida en que seguía existiendo, a un pueblo de esclavos.

Otra lápida que invita particularmente a reflexionar es la que está escrita en la lengua de los sinti y de los rom. También aquí se quería hacer desaparecer a un pueblo entero, que vive emigrando en medio de otros pueblos. Era considerado como un elemento inútil de la historia universal, en una ideología en la que ya sólo debía contar lo útil mensurable; todo lo demás, según sus conceptos, se clasificaba como lebensunwertes Leben, una vida indigna de ser vivida.

Después está la lápida en ruso, que evoca el inmenso número de vidas sacrificadas entre los soldados rusos en el enfrentamiento con el régimen del terror nacionalsocialista; sin embargo, al mismo tiempo, nos hace reflexionar sobre el trágico doble significado de su misión: libraron a los pueblos de una dictadura, pero sometiendo también a los mismos pueblos a una nueva dictadura, la de Stalin y la ideología comunista.

También todas las demás lápidas, en muchas otras lenguas de Europa, nos hablan del sufrimiento de hombres de todo el continente. Si no nos limitáramos a hacer memoria de las víctimas de modo global, sino que, además, viéramos los rostros de cada una de las personas que murieron aquí, en lo más lóbrego del terror, nuestro corazón se sentiría profundamente afectado.

He sentido en mi interior el deber de detenerme en particular ante la lápida en lengua alemana. Allí emerge ante nosotros el rostro de Edith Stein, Teresa Benedicta de la Cruz, judía y alemana, que juntamente con su hermana murió en el horror de la noche del campo de concentración nazi alemán; como cristiana y judía, aceptó morir junto con su pueblo y por él.

Los alemanes que entonces fueron traídos a Auschwitz-Birkenau y que murieron aquí eran considerados Abaschaum der Nation, la basura de la nación. Sin embargo, ahora nosotros los reconocemos con gratitud como testigos de la verdad y del bien, que en nuestro pueblo tampoco habían desaparecido. Damos gracias a estas personas porque no se sometieron al poder del mal y ahora están ante nosotros como luces en una noche oscura. Con profundo respeto y gratitud nos inclinamos ante todos los que, como los tres jóvenes frente a la amenaza del horno de Babilonia, supieron responder: "Sólo nuestro Dios puede librarnos; pero si no lo hace, has de saber, oh rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que has erigido" (Dn 3, 17-18).

Sí; detrás de estas lápidas se oculta el destino de innumerables seres humanos. Sacuden nuestra memoria, sacuden nuestro corazón. No quieren provocar en nosotros el odio; más bien, nos demuestran cuán terrible es la obra del odio. Quieren hacer que la razón reconozca el mal como mal y lo rechace; quieren suscitar en nosotros la valentía del bien, de la resistencia contra el mal.
Quieren despertar en nosotros los sentimientos que se expresan en las palabras que Sófocles pone en labios de Antígona ante el horror que la rodea: "Están aquí no para odiar juntos, sino para amar juntos".

Gracias a Dios, con la purificación de la memoria, a la que nos impulsa este lugar de horror, crecen en torno a él múltiples iniciativas que quieren poner un límite al mal y dar fuerza al bien. Hace poco he bendecido el Centro para el diálogo y la oración. En las cercanías se desarrolla la vida oculta de las religiosas carmelitas, conscientes de estar particularmente unidas al misterio de la cruz de Cristo; nos recuerdan la fe de los cristianos, que afirma que Dios mismo ha descendido al infierno del sufrimiento y sufre juntamente con nosotros. En Oswiecim existe el Centro de San Maximiliano y el Centro internacional de formación sobre Auschwitz y el Holocausto. Además, está la Casa internacional para los encuentros de la juventud. En una de las antiguas Casas de oración existe el Centro judío. Por último, se está constituyendo la Academia para los derechos humanos. Así podemos esperar que del lugar del horror surja y crezca una reflexión constructiva, y que recordar ayude a resistir al mal y a hacer que triunfe el amor.

En Auschwitz-Birkenau la humanidad atravesó por "un valle oscuro". Por eso, precisamente en este lugar, quisiera concluir con una oración de confianza, con un Salmo de Israel que, a la vez, es una plegaria de la cristiandad: "El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. (...) Habitaré en la casa del Señor por años sin término" (Sal 23, 1-4. 6).


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A POLONIA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

CEREMONIA DE DESPEDIDA

Cracovia, domingo 28 de mayo de 2006



Señor presidente de la República de Polonia;
señor cardenal metropolitano de Cracovia;
amados hermanos y hermanas:

Ha llegado el momento de despedirme de Polonia. Durante cuatro días he recorrido como peregrino vuestra tierra, visitando lugares particularmente importantes para vuestra identidad histórica y espiritual. Varsovia, Jasna Góra, Cracovia, Wadowice, Kalwaria Zebrzydowska, Lagiewniki, Auschwitz. ¡Cuántos recuerdos evocan estos nombres! ¡Qué significado tan profundo tienen para los polacos!

Hace cuatro años, al despedirse de su patria por última vez, mi amado predecesor Juan Pablo II exhortó a la nación polaca a dejarse guiar siempre por sentimientos de misericordia, de solidaridad fraterna y de dedicación al bien común, y expresó su firme confianza en que de este modo Polonia no sólo encontraría su lugar adecuado en la Europa unida, sino que también enriquecería con su tradición este continente y el mundo entero. Hoy, mientras vuestra presencia en la familia de los Estados de Europa se está consolidando cada vez más, deseo de todo corazón repetir esas palabras de esperanza. Os ruego que sigáis siendo custodios fieles de la herencia cristiana y que la transmitáis a las futuras generaciones.

Queridos polacos, quisiera deciros que esta peregrinación, durante la cual he visitado lugares particularmente amados por el gran Juan Pablo II, me ha acercado aún más a vosotros, sus compatriotas. Os agradezco la oración con la que me habéis sostenido desde el momento de mi elección. Durante mis encuentros con vosotros, en las audiencias en el Vaticano, muchas veces he experimentado un vínculo de intensa oración y de espontánea simpatía. Os ruego que sigáis recordándome en vuestras oraciones, pidiendo al Señor que aumente mis fuerzas al servicio de la Iglesia universal.

Agradezco al señor presidente de la República de Polonia y al Episcopado la invitación. Agradezco al señor primer ministro la fructuosa colaboración del Gobierno con los representantes de la Iglesia en la preparación de esta visita. Expreso mi gratitud a las diversas autoridades por su empeño, ya antes del inicio de mi visita y durante su desarrollo. Agradezco a los representantes de los medios de comunicación social el esfuerzo que han realizado para transmitir una amplia información sobre esta peregrinación. Expreso mi agradecimiento también a los que se han encargado del orden, al ejército, a la policía, a los bomberos, al servicio sanitario y a todos los que han contribuido a hacer que este encuentro del Papa con Polonia y con sus habitantes fuera espléndido.

Quiero concluir mi visita con las palabras del apóstol san Pablo que han acompañado mi peregrinación en tierra polaca: "Velad, permaneced firmes en la fe, sed hombres, sed fuertes. Haced todo con amor" (1 Co 16, 13-14). A todos os bendigo.


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