Pagina precedente | 1 | Pagina successiva

Jornada mundial de las misiones

Ultimo Aggiornamento: 04/09/2013 11:17
Autore
Stampa | Notifica email    
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:11

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:11


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES
(Domingo 22 de octubre)

"La caridad, alma de la misión"



Queridos hermanos y hermanas:

1. La Jornada mundial de las misiones, que celebraremos el domingo 22 de octubre, ofrece la oportunidad de reflexionar este año sobre el tema: "La caridad, alma de la misión". La misión, si no está orientada por la caridad, es decir, si no brota de un profundo acto de amor divino, corre el riesgo de reducirse a mera actividad filantrópica y social. En efecto, el amor que Dios tiene por cada persona constituye el centro de la experiencia y del anuncio del Evangelio, y los que lo acogen se convierten a su vez en testigos. El amor de Dios que da vida al mundo es el amor que nos ha sido dado en Jesús, Palabra de salvación, imagen perfecta de la misericordia del Padre celestial.

Así pues, el mensaje salvífico podría sintetizarse con las palabras del evangelista san Juan: "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1 Jn 4, 9). Después de su resurrección, Jesús encomendó a los Apóstoles el mandato de difundir el anuncio de este amor; y los Apóstoles, transformados interiormente el día de Pentecostés por la fuerza del Espíritu Santo, comenzaron a dar testimonio del Señor muerto y resucitado. Desde entonces, la Iglesia prosigue esa misma misión, que constituye para todos los creyentes un compromiso irrenunciable y permanente.

2. Por consiguiente, toda comunidad cristiana está llamada a dar a conocer a Dios, que es Amor. Sobre este misterio fundamental de nuestra fe quise reflexionar en la encíclica Deus caritas est. Dios penetra con su amor toda la creación y la historia humana. El hombre, en su origen, salió de las manos del Creador como fruto de una iniciativa de amor. El pecado ofuscó después en él la impronta divina. Nuestros primeros padres, Adán y Eva, engañados por el maligno, abandonaron la relación de confianza con su Señor, cediendo a la tentación del maligno, que infundió en ellos la sospecha de que él era un rival y quería limitar su libertad. De este modo, en lugar del amor gratuito divino, se prefirieron a sí mismos, convencidos de que así afirmaban su libre albedrío. Como consecuencia acabaron perdiendo la felicidad original y experimentaron la amargura de la tristeza del pecado y de la muerte.

Dios, sin embargo, no los abandonó y les prometió a ellos y a su descendencia la salvación, anunciando el envío de su Hijo unigénito, Jesús, que en la plenitud de los tiempos revelaría su amor de Padre, un amor capaz de rescatar a toda criatura humana de la esclavitud del mal y de la muerte. Así pues, en Cristo hemos recibido la vida inmortal, la misma vida de la Trinidad. Gracias a Cristo, buen Pastor, que no abandona a la oveja perdida, los hombres de todos los tiempos tienen la posibilidad de entrar en la comunión con Dios, Padre misericordioso, dispuesto a volver a acoger en su casa al hijo pródigo.

La cruz es signo sorprendente de este amor. En la muerte de Cristo en la cruz —como escribí en la encíclica Deus caritas est— "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical (...). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar" (n. 12).

3. En la víspera de su pasión, Jesús dejó como testamento a los discípulos, reunidos en el Cenáculo para celebrar la Pascua, el "mandamiento nuevo del amor", "mandatum novum": "Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn 15, 17). El amor fraterno que el Señor pide a sus "amigos" tiene su manantial en el amor paterno de Dios. Dice el apóstol san Juan: "Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios" (1 Jn 4, 7). Por tanto, para amar según Dios es necesario vivir en él y de él: Dios es la primera "casa" del hombre y sólo quien habita en él arde con un fuego de caridad divina capaz de "incendiar" al mundo.

¿No es esta la misión de la Iglesia en todos los tiempos? Entonces no es difícil comprender que el auténtico celo misionero, compromiso primario de la comunidad eclesial, va unido a la fidelidad al amor divino, y esto vale para todo cristiano, para toda comunidad local, para las Iglesias particulares y para todo el pueblo de Dios.

Precisamente de la conciencia de esta misión común toma su fuerza la generosa disponibilidad de los discípulos de Cristo para realizar obras de promoción humana y espiritual que testimonian, como escribía el amado Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio, "el alma de toda la actividad misionera: el amor, que es y sigue siendo la fuerza de la misión, y es también el único criterio según el cual todo debe hacerse o no hacerse, cambiarse o no cambiarse. Es el principio que debe dirigir toda acción y el fin al que debe tender. Actuando con caridad o inspirados por la caridad, nada es disconforme y todo es bueno" (n. 60).

Así pues, ser misioneros significa amar a Dios con todo nuestro ser, hasta dar, si es necesario, incluso la vida por él. ¡Cuántos sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, también en nuestros días, han dado el supremo testimonio de amor con el martirio! Ser misioneros es atender, como el buen Samaritano, las necesidades de todos, especialmente de los más pobres y necesitados, porque quien ama con el corazón de Cristo no busca su propio interés, sino únicamente la gloria del Padre y el bien del prójimo. Aquí reside el secreto de la fecundidad apostólica de la acción misionera, que supera las fronteras y las culturas, llega a los pueblos y se difunde hasta los extremos confines del mundo.

4. Queridos hermanos y hermanas, la Jornada mundial de las misiones ha de ser una ocasión útil para comprender cada vez mejor que el testimonio del amor, alma de la misión, concierne a todos, pues servir al Evangelio no debe considerarse como una aventura en solitario, sino como un compromiso compartido de toda comunidad. Junto a los que están en primera línea en las fronteras de la evangelización —pienso aquí con gratitud en los misioneros y las misioneras—, muchos otros, niños, jóvenes y adultos, contribuyen de diversos modos, con la oración y su cooperación, a la difusión del reino de Dios en la tierra.

Es de desear que esta participación aumente cada vez más gracias a la contribución de todos. Aprovecho de buen grado esta ocasión para manifestar mi gratitud a la Congregación para la evangelización de los pueblos y a las Obras misionales pontificias, que con gran empeño coordinan los esfuerzos realizados en todo el mundo para apoyar la acción de los que se encuentran en primera fila en las fronteras de la misión.

La Virgen María, que con su presencia junto a la cruz y con su oración en el Cenáculo colaboró activamente en los inicios de la misión eclesial, sostenga su acción y ayude a los creyentes en Cristo a ser cada vez más capaces de auténtico amor, para que en un mundo espiritualmente sediento se conviertan en manantial de agua viva. Este es el deseo que formulo de corazón, mientras envío a todos mi bendición.

Vaticano, 29 de abril de 2006


English

Français

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:12


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2007

Todas las Iglesias para todo el mundo



Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la próxima Jornada mundial de las misiones quisiera invitar a todo el pueblo de Dios —pastores, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos— a una reflexión común sobre la urgencia y la importancia que tiene, también en nuestro tiempo, la acción misionera de la Iglesia. En efecto, no dejan de resonar, como exhortación universal y llamada apremiante, las palabras con las que Jesucristo, crucificado y resucitado, antes de subir al cielo, encomendó a los Apóstoles el mandato misionero: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

En la ardua labor de evangelización nos sostiene y acompaña la certeza de que él, el Dueño de la mies, está con nosotros y guía sin cesar a su pueblo. Cristo es la fuente inagotable de la misión de la Iglesia. Este año, además, un nuevo motivo nos impulsa a un renovado compromiso misionero: se celebra el 50° aniversario de la encíclica Fidei donum del siervo de Dios Pío XII, con la que se promovió y estimuló la cooperación entre las Iglesias para la misión ad gentes.

El tema elegido para la próxima Jornada mundial de las misiones —«Todas las Iglesias para todo el mundo»— invita a las Iglesias locales de los diversos continentes a tomar conciencia de la urgente necesidad de impulsar nuevamente la acción misionera ante los múltiples y graves desafíos de nuestro tiempo. Ciertamente, han cambiado las condiciones en que vive la humanidad, y durante estos decenios, especialmente desde el concilio Vaticano II, se ha realizado un gran esfuerzo con vistas a la difusión del Evangelio.

Con todo, queda aún mucho por hacer para responder al llamamiento misionero que el Señor no deja de dirigir a todos los bautizados. Sigue llamando, en primer lugar, a las Iglesias de antigua tradición, que en el pasado proporcionaron a las misiones, además de medios materiales, también un número consistente de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, llevando a cabo una eficaz cooperación entre comunidades cristianas. De esa cooperación han brotado abundantes frutos apostólicos tanto para las Iglesias jóvenes en tierras de misión como para las realidades eclesiales de donde procedían los misioneros.

Ante el avance de la cultura secularizada, que a veces parece penetrar cada vez más en las sociedades occidentales, considerando además la crisis de la familia, la disminución de las vocaciones y el progresivo envejecimiento del clero, esas Iglesias corren el peligro de encerrarse en sí mismas, de mirar con poca esperanza al futuro y de disminuir su esfuerzo misionero. Pero este es precisamente el momento de abrirse con confianza a la Providencia de Dios, que nunca abandona a su pueblo y que, con la fuerza del Espíritu Santo, lo guía hacia el cumplimiento de su plan eterno de salvación.

El buen Pastor invita también a las Iglesias de reciente evangelización a dedicarse generosamente a la misión ad gentes. A pesar de encontrar no pocas dificultades y obstáculos en su desarrollo, esas comunidades aumentan sin cesar. Algunas, afortunadamente, cuentan con abundantes sacerdotes y personas consagradas, no pocos de los cuales, aun siendo numerosas las necesidades de sus diócesis, son enviados a desempeñar su ministerio pastoral y su servicio apostólico a otras partes, incluso a tierras de antigua evangelización.

De este modo, se asiste a un providencial «intercambio de dones», que redunda en beneficio de todo el Cuerpo místico de Cristo. Deseo vivamente que la cooperación misionera se intensifique, aprovechando las potencialidades y los carismas de cada uno. Asimismo, deseo que la Jornada mundial de las misiones contribuya a que todas las comunidades cristianas y todos los bautizados tomen cada vez mayor conciencia de que la llamada de Cristo a propagar su reino hasta los últimos confines de la tierra es universal.

«La Iglesia es misionera por su propia naturaleza —escribe Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio—, ya que el mandato de Cristo no es algo contingente y externo, sino que alcanza al corazón mismo de la Iglesia. Por esto, toda la Iglesia y cada Iglesia es enviada a las gentes. Las mismas Iglesias más jóvenes (...) deben participar cuanto antes y de hecho en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros a predicar por todas las partes del mundo el Evangelio, aunque sufran escasez de clero» (n. 62).

A cincuenta años del histórico llamamiento de mi predecesor Pío XII con la encíclica Fidei donum para una cooperación entre las Iglesias al servicio de la misión, quisiera reafirmar que el anuncio del Evangelio sigue teniendo suma actualidad y urgencia. En la citada encíclica Redemptoris missio, el Papa Juan Pablo II, por su parte, reconocía que «la misión de la Iglesia es más vasta que la "comunión entre las Iglesias"; esta (...) debe tener sobre todo una orientación con miras a la específica índole misionera» (n. 64).

Por consiguiente, como se ha reafirmado muchas veces, el compromiso misionero sigue siendo el primer servicio que la Iglesia debe prestar a la humanidad de hoy, para orientar y evangelizar los cambios culturales, sociales y éticos; para ofrecer la salvación de Cristo al hombre de nuestro tiempo, en muchas partes del mundo humillado y oprimido a causa de pobrezas endémicas, de violencia, de negación sistemática de derechos humanos.

La Iglesia no puede eximirse de esta misión universal; para ella constituye una obligación. Dado que Cristo encomendó el mandato misionero en primer lugar a Pedro y a los Apóstoles, ese mandato hoy compete ante todo al Sucesor de Pedro, que la divina Providencia ha elegido como fundamento visible de la unidad de la Iglesia, y a los obispos, directamente responsables de la evangelización, sea como miembros del Colegio episcopal, sea como pastores de las Iglesias particulares (cf. ib., 63).

Por tanto, me dirijo a los pastores de todas las Iglesias, puestos por el Señor como guías de su único rebaño, para que compartan el celo por el anuncio y la difusión del Evangelio. Fue precisamente esta preocupación la que impulsó, hace cincuenta años, al siervo de Dios Pío XII a procurar que la cooperación misionera respondiera mejor a las exigencias de los tiempos. Especialmente ante las perspectivas de la evangelización, pidió a las comunidades de antigua evangelización que enviaran sacerdotes para ayudar a las Iglesias de reciente fundación. Así dio vida a un nuevo «sujeto misionero», que precisamente de las primeras palabras de la encíclica tomó el nombre de "fidei donum".

A este respecto, escribió: «Considerando, por un lado, las innumerables legiones de hijos nuestros que, sobre todo en los países de antigua tradición cristiana, participan del bien de la fe, y, por otro, la masa aún más numerosa de los que todavía esperan el mensaje de la salvación, sentimos el ardiente deseo de exhortaros, venerables hermanos, a que con vuestro celo sostengáis la causa santa de la expansión de la Iglesia en el mundo». Y añadió: «Quiera Dios que, como consecuencia de nuestro llamamiento, el espíritu misionero penetre más a fondo en el corazón de todos los sacerdotes y que, a través de su ministerio, inflame a todos los fieles» (Fidei donum, 1: El Magisterio pontificio contemporáneo, II, BAC, Madrid 1992, p. 57).

Demos gracias al Señor por los abundantes frutos que se han obtenido en África y en otras regiones de la tierra mediante esta cooperación misionera. Incontables sacerdotes, abandonando sus comunidades de origen, han puesto sus energías apostólicas al servicio de comunidades a veces recién fundadas, en zonas pobres y en vías de desarrollo. Entre ellos ha habido no pocos mártires que, además del testimonio de la palabra y la entrega apostólica, han ofrecido el sacrificio de su vida.

No podemos olvidar tampoco a los numerosos religiosos, religiosas y laicos voluntarios que, juntamente con los presbíteros, se han prodigado por difundir el Evangelio hasta los últimos confines del mundo. La Jornada mundial de las misiones es ocasión propicia para recordar en la oración a estos hermanos y hermanas nuestros en la fe, y a los que siguen prodigándose en el vasto campo misionero. Pidamos a Dios que su ejemplo suscite por doquier nuevas vocaciones y una renovada conciencia misionera en el pueblo cristiano.

Efectivamente, toda comunidad cristiana nace misionera, y el amor de los creyentes a su Señor se mide precisamente según su compromiso evangelizador. Podríamos decir que, para los fieles, no se trata simplemente de colaborar en la actividad de evangelización, sino de sentirse ellos mismos protagonistas y corresponsables de la misión de la Iglesia. Esta corresponsabilidad conlleva que crezca la comunión entre las comunidades y se incremente la ayuda mutua, tanto en lo que atañe al personal (sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos voluntarios), como en la utilización de los medios hoy necesarios para evangelizar.

Queridos hermanos y hermanas, verdaderamente el mandato misionero encomendado por Cristo a los Apóstoles nos compromete a todos. Por tanto, la Jornada mundial de las misiones debe ser ocasión propicia para tomar cada vez mayor conciencia de ese mandato y para elaborar juntos itinerarios espirituales y formativos adecuados que favorezcan la cooperación entre las Iglesias y la preparación de nuevos misioneros para la difusión del Evangelio en nuestro tiempo.

Con todo, no conviene olvidar que la primera y principal aportación que debemos dar a la acción misionera de la Iglesia es la oración. «La mies es mucha —dice el Señor— y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Lc 10, 2). "Orad, pues venerables hermanos y amados hijos —escribió hace cincuenta años el Papa Pío XII de venerada memoria—: orad más y más, y sin cesar. No dejéis de llevar vuestro pensamiento y vuestra preocupación hacia las inmensas necesidades espirituales de tantos pueblos todavía tan alejados de la verdadera fe, o bien tan privados de socorros para perseverar en ella" (Fidei donum, 13: El Magisterio pontificio contemporáneo, II, BAC, Madrid 1992, p. 64). Y exhortaba a multiplicar las misas celebradas por las misiones, pues «son las intenciones mismas de nuestro Señor, que ama a su Iglesia y que la quisiera ver extendida y floreciente por todos los lugares de la tierra» (ib., p. 63).

Queridos hermanos y hermanas, también yo renuevo esta invitación tan actual. Es preciso que todas las comunidades eleven su oración al «Padre nuestro que está en el cielo», para que venga su reino a la tierra. Hago un llamamiento en particular a los niños y a los jóvenes, siempre dispuestos a generosos impulsos misioneros. Me dirijo a los enfermos y a los que sufren, recordando el valor de su misteriosa e indispensable colaboración en la obra de la salvación.

Pido a las personas consagradas, y especialmente a los monasterios de clausura, que intensifiquen su oración por las misiones. Gracias al compromiso de todos los creyentes debe ampliarse en toda la Iglesia la red espiritual de oración en apoyo de la evangelización.

Que la Virgen María, que acompañó con solicitud materna el camino de la Iglesia naciente, guíe nuestros pasos también en esta época y nos obtenga un nuevo Pentecostés de amor. En particular, que nos ayude a todos a tomar conciencia de que somos misioneros, es decir, enviados por el Señor a ser sus testigos en todos los momentos de nuestra existencia.

A los sacerdotes "fidei donum", a los religiosos, a las religiosas, a los laicos voluntarios comprometidos en las fronteras de la evangelización, así como a quienes de diversos modos se dedican al anuncio del Evangelio, les aseguro un recuerdo diario en mi oración, a la vez que imparto con afecto a todos la bendición apostólica.

Vaticano, 27 de mayo de 2007, solemnidad de Pentecostés



BENEDICTUS PP. XVI


English

Français

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:13


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Con ocasión de la Jornada mundial de las misiones quiero invitaros a reflexionar sobre la urgencia persistente de anunciar el Evangelio también en nuestro tiempo. El mandato misionero sigue siendo una prioridad absoluta para todos los bautizados, llamados a ser "siervos y apóstoles de Cristo Jesús" en este inicio de milenio. Mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI, en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, afirmó que "evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda" (n. 14).

Como modelo de este compromiso apostólico, deseo indicar de manera particular a san Pablo, el Apóstol de los gentiles, pues este año celebramos un jubileo especial dedicado a él. Es el Año paulino, que nos brinda la oportunidad de familiarizarnos con este insigne Apóstol, que recibió la vocación de proclamar el Evangelio a los gentiles, según lo que el Señor le había anunciado: "Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles" (Hch 22, 21). ¿Cómo no aprovechar la oportunidad que este jubileo especial ofrece a las Iglesias locales, a las comunidades cristianas y a cada uno de los fieles, para propagar hasta los últimos confines del mundo el anuncio del Evangelio, "fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree?" (Rm 1, 16).

1. La humanidad necesita liberación

La humanidad necesita ser liberada y redimida. La creación misma —dice san Pablo— sufre y alberga la esperanza de entrar en la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 19-22). Estas palabras son verdaderas también en el mundo de hoy. La creación sufre. La humanidad sufre y espera la verdadera libertad, espera un mundo diferente, mejor; espera la "redención". Y, en el fondo, sabe que este mundo nuevo esperado supone un hombre nuevo, supone "hijos de Dios". Veamos más de cerca la situación del mundo de hoy.

El panorama internacional, por una parte, presenta perspectivas prometedoras de desarrollo económico y social; y, por otra, ofrece a nuestra atención algunas fuertes preocupaciones por lo que se refiere al futuro mismo del hombre. En no pocos casos, la violencia marca las relaciones entre las personas y entre los pueblos; la pobreza oprime a millones de habitantes; las discriminaciones e incluso las persecuciones por motivos raciales, culturales y religiosos obligan a muchas personas a huir de sus países para buscar refugio y protección en otros lugares; cuando el progreso tecnológico no tiene como fin la dignidad y el bien del hombre, ni está ordenado a un desarrollo solidario, pierde su fuerza de factor de esperanza, y corre el peligro de acentuar los desequilibrios y las injusticias ya existentes. Existe, además, una amenaza constante por lo que se refiere a la relación hombre-ambiente, debido al uso indiscriminado de los recursos, con repercusiones también sobre la salud física y mental del ser humano. El futuro del hombre corre peligro debido a los atentados contra su vida, atentados que asumen varias formas y modos.

Ante este escenario, "agitados entre la esperanza y la angustia, nos atormenta la inquietud" (Gaudium et spes, 4), y nos preguntamos preocupados: ¿qué será de la humanidad y de la creación? ¿Hay esperanza para el futuro?, o mejor, ¿hay un futuro para la humanidad? ¿Y cómo será este futuro? A los creyentes la respuesta a estos interrogantes nos viene del Evangelio. Cristo es nuestro futuro y, como escribí en la carta encíclica Spe salvi, su Evangelio es comunicación que "cambia la vida", da la esperanza, abre de par en par la puerta oscura del tiempo e ilumina el futuro de la humanidad y del universo (cf. n. 2).

San Pablo había comprendido muy bien que sólo en Cristo la humanidad puede encontrar redención y esperanza. Por ello, sentía apremiante y urgente la misión de "anunciar la promesa de la vida en Cristo Jesús" (2 Tm 1, 1), "nuestra esperanza" (1 Tm, 1, 1), para que todas las gentes pudieran compartir la misma herencia, siendo partícipes de la promesa por medio del Evangelio (cf. Ef 3, 6). Era consciente de que la humanidad, privada de Cristo, está "sin esperanza y sin Dios en el mundo" (Ef 2, 12); "sin esperanza, por estar sin Dios" (cf. Spe salvi, 3). Efectivamente, "quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2, 12)" (ib., 27).

2. La misión es cuestión de amor

Es, pues, un deber urgente para todos anunciar a Cristo y su mensaje salvífico. "¡Ay de mí —afirmaba san Pablo— si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16). En el camino de Damasco había experimentado y comprendido que la redención y la misión son obra de Dios y de su amor. El amor a Cristo lo impulsó a recorrer los caminos del Imperio romano como heraldo, apóstol, pregonero y maestro del Evangelio, del que se proclamaba "embajador entre cadenas" (Ef 6, 20). La caridad divina lo llevó a hacerse "todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 22).

Contemplando la experiencia de san Pablo, comprendemos que la actividad misionera es respuesta al amor con el que Dios nos ama. Su amor nos redime y nos impulsa a la missio ad gentes; es la energía espiritual capaz de hacer crecer en la familia humana la armonía, la justicia, la comunión entre las personas, las razas y los pueblos, a la que todos aspiran (cf. Deus caritas est, 12). Por tanto, Dios, que es Amor, es quien conduce a la Iglesia hacia las fronteras de la humanidad, quien llama a los evangelizadores a beber "de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios" (Deus caritas est, 7). Solamente de esta fuente se pueden sacar la atención, la ternura, la compasión, la acogida, la disponibilidad, el interés por los problemas de la gente y las demás virtudes que necesitan los mensajeros del Evangelio para dejarlo todo y dedicarse completa e incondicionalmente a difundir por el mundo el perfume de la caridad de Cristo.

3. Evangelizar siempre

Mientras continúa siendo necesaria y urgente la primera evangelización en no pocas regiones del mundo, la escasez de clero y la falta de vocaciones afectan hoy a muchas diócesis e institutos de vida consagrada. Es importante reafirmar que, aun en medio de dificultades crecientes, el mandato de Cristo de evangelizar a todas las gentes sigue siendo una prioridad. Ninguna razón puede justificar una ralentización o un estancamiento, porque "la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia" (Evangelii nuntiandi, 14). Esta misión "se halla todavía en los comienzos y debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio" (Redemptoris missio, 1). ¿Cómo no pensar aquí en el macedonio que, apareciéndose en sueños a san Pablo, gritaba: "Pasa a Macedonia y ayúdanos"? Hoy son innumerables los que esperan el anuncio del Evangelio, los que se encuentran sedientos de esperanza y de amor. ¡Cuántos se dejan interpelar hasta lo más profundo por esta petición de ayuda que se eleva de la humanidad, dejan todo por Cristo y transmiten a los hombres la fe y el amor a él! (cf. Spe salvi, 8)

4. ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Co 9, 16)

Queridos hermanos y hermanas, "duc in altum!". Entremos mar adentro en el vasto mar del mundo y, siguiendo la invitación de Jesús, echemos sin miedo las redes, confiando en su constante ayuda. San Pablo nos recuerda que predicar el Evangelio no es motivo de gloria (cf. 1 Co 9, 16), sino deber y gozo. Queridos hermanos obispos, siguiendo el ejemplo de san Pablo, cada uno ha de sentirse "prisionero de Cristo para los gentiles" (Ef 3, 1), sabiendo que en las dificultades y en las pruebas podrá contar con la fuerza que procede de él. El obispo no sólo es consagrado para su diócesis, sino para la salvación de todo el mundo (cf. Redemptoris missio, 63). Como el apóstol san Pablo, está llamado a preocuparse de las personas lejanas que todavía no conocen a Cristo, o que todavía no han experimentado su amor, que libera; ha de esforzarse por hacer que toda la comunidad diocesana sea misionera, contribuyendo de buen grado, según las posibilidades, a enviar presbíteros y laicos a otras iglesias para el servicio de evangelización. La missio ad gentes se convierte así en el principio unificador y convergente de toda su actividad pastoral y caritativa.

Vosotros, queridos presbíteros, los primeros colaboradores de los obispos, sed pastores generosos y evangelizadores entusiastas. No pocos de vosotros, en estos decenios, os habéis desplazado a territorios de misión como respuesta a la encíclica Fidei donum, de la que hace poco hemos conmemorado el 50° aniversario, y con la cual mi venerado predecesor el siervo de Dios Pío XII impulsó la cooperación entre las Iglesias. Confío en que no disminuya esta tensión misionera en las Iglesias locales, a pesar de la escasez de clero que aflige a no pocas de ellas.

Y vosotros, queridos religiosos y religiosas, que por vocación os caracterizáis por una fuerte connotación misionera, llevad el anuncio del Evangelio a todos, especialmente a los lejanos, por medio de un testimonio coherente de Cristo y un radical seguimiento de su Evangelio.

Todos vosotros, queridos fieles laicos, que trabajáis en los diferentes ámbitos de la sociedad, estáis llamados a participar, de manera cada vez más relevante, en la difusión del Evangelio. Así, se abre ante vosotros un areópago complejo y multiforme que hay que evangelizar: el mundo. Sed testigos con vuestra vida de que los cristianos "pertenecen a una sociedad nueva, hacia la cual están en camino y que es anticipada en su peregrinación" (Spe salvi, 4).

Conclusión

Queridos hermanos y hermanas, que la celebración de la Jornada mundial de las misiones os anime a todos a tomar cada vez mayor conciencia de la urgente necesidad de anunciar el Evangelio. No puedo menos de subrayar con vivo aprecio la aportación de las Obras misionales pontificias en la acción evangelizadora de la Iglesia. Les doy las gracias por el apoyo que brindan a todas las comunidades, especialmente a las jóvenes. Esas Obras son un instrumento válido para animar y formar en el espíritu misionero al pueblo de Dios, y alimentan la comunión de bienes y de personas entre las diferentes partes del Cuerpo místico de Cristo. Que la colecta, que se hace en todas las parroquias durante la Jornada mundial de las misiones, sea signo de comunión y de solicitud recíproca entre las Iglesias.

Por último, es preciso que en el pueblo cristiano se intensifique cada vez más la oración, medio espiritual indispensable para difundir entre todos los pueblos la luz de Cristo, "luz por antonomasia", que ilumina "las tinieblas de la historia" (ib., 49). A la vez que encomiendo al Señor el trabajo apostólico de los misioneros, de las Iglesias esparcidas por el mundo y de los fieles comprometidos en diferentes actividades misioneras, invocando la intercesión del apóstol san Pablo y de María santísima, "el Arca viviente de la Alianza", Estrella de la evangelización y de la esperanza, imparto a todos la bendición apostólica.

Vaticano, 11 de mayo de 2008

BENEDICTUS PP. XVI


Français

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:15


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2009

“Las naciones caminarán en su luz” (Ap 21, 24)





En este domingo, dedicado a las misiones, me dirijo ante todo a vosotros, Hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal, y también a vosotros, hermanos y hermanas de todo el Pueblo de Dios, para exhortar a cada uno a reavivar en sí mismo la conciencia del mandato misionero de Cristo de hacer “discípulos a todos los pueblos” (Mt 28,19), siguiendo los pasos de san Pablo, el Apóstol de las Gentes.

“Las naciones caminarán en su luz” (Ap 21,24). Objetivo de la misión de la Iglesia es en efecto iluminar con la luz del Evangelio a todos los pueblos en su camino histórico hacia Dios, para que en Él tengan su realización plena y su cumplimiento. Debemos sentir el ansia y la pasión por iluminar a todos los pueblos, con la luz de Cristo, que brilla en el rostro de la Iglesia, para que todos se reúnan en la única familia humana, bajo la paternidad amorosa de Dios.

Es en esta perspectiva que los discípulos de Cristo dispersos por todo el mundo trabajan, se esfuerzan, gimen bajo el peso de los sufrimientos y donan la vida. Reafirmo con fuerza lo que ha sido varias veces dicho por mis venerados Predecesores: la Iglesia no actúa para extender su poder o afirmar su dominio, sino para llevar a todos a Cristo, salvación del mundo. Nosotros no pedimos sino el ponernos al servicio de la humanidad, especialmente de aquella más sufriente y marginada, porque creemos que “el esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo... es sin duda alguna un servicio que se presenta a la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad” (Evangelii nuntiandi, 1), la cual “está conociendo grandes conquistas, pero parece haber perdido el sentido de las realidades últimas y de la misma existencia” (Redemptoris missio, 2).

1. Todos los Pueblos llamados a la salvación

La humanidad entera tiene la vocación radical de regresar a su fuente, que es Dios, el único en Quien encontrará su realización final mediante la restauración de todas las cosas en Cristo. La dispersión, la multiplicidad, el conflicto, la enemistad serán repacificadas y reconciliadas mediante la sangre de la Cruz, y reconducidas a la unidad.

El nuevo inicio ya comenzó con la resurrección y exaltación de Cristo, que atrae a sí todas las cosas, las renueva, las hace partícipes del eterno gozo de Dios. El futuro de la nueva creación brilla ya en nuestro mundo y enciende, aunque en medio de contradicciones y sufrimientos, la esperanza de una vida nueva. La misión de la Iglesia es la de “contagiar” de esperanza a todos los pueblos. Para esto Cristo llama, justifica, santifica y envía a sus discípulos a anunciar el Reino de Dios, para que todas las naciones lleguen a ser Pueblo de Dios. Es sólo al interno de dicha misión que se comprende y autentifica el verdadero camino histórico de la humanidad. La misión universal debe convertirse en una constante fundamental de la vida de la Iglesia. Anunciar el Evangelio debe ser para nosotros, como lo fue para el apóstol Pablo, un compromiso impostergable y primario.

2. Iglesia peregrina

La Iglesia universal, sin confines y sin fronteras, se siente responsable del anuncio del Evangelio a pueblos enteros (cf. Evangelii nuntiandi, 53). Ella, germen de esperanza por vocación, debe continuar el servicio de Cristo al mundo. Su misión y su servicio no son a la medida de las necesidades materiales o incluso espirituales que se agotan en el marco de la existencia temporal, sino de una salvación trascendente, que se actúa en el Reino de Dios (cf. Evangelii nuntiandi, 27). Este Reino, aun siendo en su plenitud escatológico y no de este mundo (cf. Jn 18,36), es también en este mundo y en su historia fuerza de justicia, de paz, de verdadera libertad y de respeto de la dignidad de cada hombre. La Iglesia busca transformar el mundo con la proclamación del Evangelio del amor, “que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar... y así llevar la luz de Dios al mundo” (Deus caritas est, 39). Es a esta misión y servicio que, con este Mensaje, llamo a participar a todos los miembros e instituciones de la Iglesia.

3. Missio ad gentes

De este modo, la misión de la Iglesia es la de llamar a todos los pueblos a la salvación operada por Dios a través de su Hijo encarnado. Es necesario por lo tanto renovar el compromiso de anunciar el Evangelio, que es fermento de libertad y de progreso, de fraternidad, de unidad y de paz (cf. Ad gentes, 8). Deseo “confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia” (Evangelii nuntiandi, 14), tarea y misión que los amplios y profundos cambios de la sociedad actual hacen cada vez más urgentes. Está en cuestión la salvación eterna de las personas, el fin y la realización misma de la historia humana y del universo. Animados e inspirados por el Apóstol de las gentes, debemos ser conscientes de que Dios tiene un pueblo numeroso en todas las ciudades recorridas también por los apóstoles de hoy (cf. Hch 18,10). En efecto “la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor nuestro Dios, aunque estén lejos” (Hch 2,39).

La Iglesia entera debe comprometerse en la missio ad gentes, hasta que la soberanía salvadora de Cristo se realice plenamente: “Pero ahora no vemos todavía que todo le esté sometido” (Hb 2,8).

4. Llamados a evangelizar también mediante el martirio

En esta Jornada dedicada a las misiones, recuerdo en la oración a quienes han hecho de su vida una exclusiva consagración al trabajo de evangelización. Una mención particular es para aquellas Iglesias locales, y para aquellos misioneros y misioneras que se encuentran testimoniando y difundiendo el Reino de Dios en situaciones de persecución, con formas de opresión que van desde la discriminación social hasta la cárcel, la tortura y la muerte. No son pocos quienes actualmente son llevados a la muerte por causa de su “Nombre”. Es aún de una actualidad tremenda lo que escribía mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II: “La memoria jubilar nos ha abierto un panorama sorprendente, mostrándonos nuestro tiempo particularmente rico en testigos que, de una manera u otra, han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución, a menudo hasta dar su propia sangre como prueba suprema” (Novo millennio ineunte, 41).

La participación en la misión de Cristo, en efecto, marca también la vida de los anunciadores del Evangelio, para quienes está reservado el mismo destino de su Maestro. “Recordad lo que os dije: No es el siervo más que su amo. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15,20). La Iglesia sigue el mismo camino y sufre la misma suerte de Cristo, porque no actúa según una lógica humana o contando con las razones de la fuerza, sino siguiendo la vía de la Cruz y haciéndose, en obediencia filial al Padre, testigo y compañera de viaje de esta humanidad.

A las Iglesias antiguas como a las de reciente fundación les recuerdo que han sido colocadas por el Señor como sal de la tierra y luz del mundo, llamadas a difundir a Cristo, Luz de las gentes, hasta los extremos confines de la tierra. La missio ad gentes debe constituir la prioridad de sus planes pastorales.

A las Obras Misionales Pontificias dirijo mi agradecimiento y mi aliento por el indispensable trabajo de animación, formación misionera y ayuda económica que aseguran a las jóvenes Iglesias. A través de estas Instituciones pontificias se realiza en modo admirable la comunión entre las Iglesias, con el intercambio de dones, en la solicitud mutua y en la común proyección misionera.

5. Conclusión

El empuje misionero ha sido siempre signo de vitalidad de nuestras Iglesias (cf. Redemptoris missio, 2). Es necesario, sin embargo, reafirmar que la evangelización es obra del Espíritu y que incluso antes de ser acción es testimonio e irradiación de la luz de Cristo (cf. Redemptoris missio, 26) por parte de la Iglesia local, que envía sus misioneros y misioneras para ir más allá de sus fronteras. Pido por lo tanto a todos los católicos que recen al Espíritu Santo para que aumente en la Iglesia la pasión por la misión de difundir el Reino de Dios, y que sostengan a los misioneros, las misioneras y las comunidades cristianas comprometidas en primera línea en esta misión, a veces en ambientes hostiles de persecución.

Al mismo tiempo invito a todos a dar un signo creíble de comunión entre las Iglesias, con una ayuda económica, especialmente en la fase de crisis que está atravesando la humanidad, para colocar a las Iglesias locales en condición de iluminar a las gentes con el Evangelio de la caridad.

Nos guíe en nuestra acción misionera la Virgen María, estrella de la Nueva Evangelización, que ha dado al mundo a Cristo, puesto como luz de las gentes, para que lleve la salvación “hasta el extremo de la tierra” (Hch 13,47).

A todos mi Bendición.

Vaticano, 29 de junio de 2009.

BENEDICTUS PP. XVI


English

Français

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:16


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2010



La construcción de la comunión eclesial
es la clave de la misión



Queridos hermanos y hermanas:

El mes de octubre, con la celebración de la Jornada mundial de las misiones, ofrece a las comunidades diocesanas y parroquiales, a los institutos de vida consagrada, a los movimientos eclesiales y a todo el pueblo de Dios, la ocasión para renovar el compromiso de anunciar el Evangelio y dar a las actividades pastorales una dimensión misionera más amplia. Esta cita anual nos invita a vivir intensamente los itinerarios litúrgicos y catequéticos, caritativos y culturales, mediante los cuales Jesucristo nos convoca a la mesa de su Palabra y de la Eucaristía, para gustar el don de su presencia, formarnos en su escuela y vivir cada vez más conscientemente unidos a él, Maestro y Señor. Él mismo nos dice: "El que me ame, será amado de mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn 14, 21). Sólo a partir de este encuentro con el Amor de Dios, que cambia la existencia, podemos vivir en comunión con él y entre nosotros, y ofrecer a los hermanos un testimonio creíble, dando razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Una fe adulta, capaz de abandonarse totalmente a Dios con actitud filial, alimentada por la oración, por la meditación de la Palabra de Dios y por el estudio de las verdades de fe, es condición para poder promover un humanismo nuevo, fundado en el Evangelio de Jesús.

En octubre, además, en muchos países se reanudan las diversas actividades eclesiales tras la pausa del verano, y la Iglesia nos invita a aprender de María, mediante el rezo del santo rosario, a contemplar el proyecto de amor del Padre sobre la humanidad, para amarla como él la ama. ¿No es este también el sentido de la misión?

El Padre, en efecto, nos llama a ser hijos amados en su Hijo, el Amado, y a reconocernos todos hermanos en él, don de salvación para la humanidad dividida por la discordia y por el pecado, y revelador del verdadero rostro del Dios que "tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16).

"Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21) es la petición que, en el Evangelio de san Juan, algunos griegos, llegados a Jerusalén para la peregrinación pascual, presentan al apóstol Felipe. Esa misma petición resuena también en nuestro corazón durante este mes de octubre, que nos recuerda cómo el compromiso y la tarea del anuncio evangélico compete a toda la Iglesia, "misionera por naturaleza" (Ad gentes, 2), y nos invita a hacernos promotores de la novedad de vida, hecha de relaciones auténticas, en comunidades fundadas en el Evangelio. En una sociedad multiétnica que experimenta cada vez más formas de soledad y de indiferencia preocupantes, los cristianos deben aprender a ofrecer signos de esperanza y a ser hermanos universales, cultivando los grandes ideales que transforman la historia y, sin falsas ilusiones o miedos inútiles, comprometerse a hacer del planeta la casa de todos los pueblos.

Como los peregrinos griegos de hace dos mil años, también los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre de modo consciente, piden a los creyentes no sólo que "hablen" de Jesús, sino que también "hagan ver" a Jesús, que hagan resplandecer el rostro del Redentor en todos los rincones de la tierra ante las generaciones del nuevo milenio y, especialmente, ante los jóvenes de todos los continentes, destinatarios privilegiados y sujetos del anuncio evangélico. Estos deben percibir que los cristianos llevan la palabra de Cristo porque él es la Verdad, porque han encontrado en él el sentido, la verdad para su vida.

Estas consideraciones remiten al mandato misionero que han recibido todos los bautizados y la Iglesia entera, pero que no puede realizarse de manera creíble sin una profunda conversión personal, comunitaria y pastoral. De hecho, la conciencia de la llamada a anunciar el Evangelio estimula no sólo a cada uno de los fieles, sino también a todas las comunidades diocesanas y parroquiales a una renovación integral y a abrirse cada vez más a la cooperación misionera entre las Iglesias, para promover el anuncio del Evangelio en el corazón de toda persona, de todos los pueblos, culturas, razas, nacionalidades, en todas las latitudes. Esta conciencia se alimenta a través de la obra de sacerdotes fidei donum, de consagrados, catequistas, laicos misioneros, en una búsqueda constante de promover la comunión eclesial, de modo que también el fenómeno de la "interculturalidad" pueda integrarse en un modelo de unidad en el que el Evangelio sea fermento de libertad y de progreso, fuente de fraternidad, de humildad y de paz (cf. Ad gentes, 8). La Iglesia, de hecho, "es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1).

La comunión eclesial nace del encuentro con el Hijo de Dios, Jesucristo, que en el anuncio de la Iglesia llega a los hombres y crea la comunión con él mismo y, por tanto, con el Padre y el Espíritu Santo (cf. 1 Jn 1, 3). Cristo establece la nueva relación entre Dios y el hombre. "Él mismo nos revela que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8) y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del amor está abierto a todos los hombres y de que no es inútil el esfuerzo por instaurar la fraternidad universal" (Gaudium et spes, 38).

La Iglesia se convierte en "comunión" a partir de la Eucaristía, en la que Cristo, presente en el pan y en el vino, con su sacrificio de amor edifica a la Iglesia como su cuerpo, uniéndonos al Dios uno y trino y entre nosotros (cf. 1 Co 10, 16 ss). En la exhortación apostólica Sacramentum caritatis escribí: "No podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en él" (n. 84). Por esta razón la Eucaristía no sólo es fuente y culmen de la vida de la Iglesia, sino también de su misión: "Una Iglesia auténticamente eucarística es una Iglesia misionera" (ib.), capaz de llevar a todos a la comunión con Dios, anunciando con convicción: "Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros" (1 Jn 1, 3).

Queridos hermanos, en esta Jornada mundial de las misiones, en la que la mirada del corazón se dilata por los inmensos ámbitos de la misión, sintámonos todos protagonistas del compromiso de la Iglesia de anunciar el Evangelio. El impulso misionero siempre ha sido signo de vitalidad para nuestras Iglesias (cf. Redemptoris missio, 2) y su cooperación es testimonio singular de unidad, de fraternidad y de solidaridad, que hace creíbles anunciadores del Amor que salva.

Renuevo a todos, por tanto, la invitación a la oración y, a pesar de las dificultades económicas, al compromiso de ayuda fraterna y concreta para sostener a las Iglesias jóvenes. Este gesto de amor y de compartir, que el valioso servicio de las Obras misionales pontificias, a las que expreso mi gratitud, proveerá a distribuir, sostendrá la formación de sacerdotes, seminaristas y catequistas en las tierras de misión más lejanas y animará a las comunidades eclesiales jóvenes.

Al concluir el mensaje anual para la Jornada mundial de las misiones, deseo expresar con particular afecto mi agradecimiento a los misioneros y a las misioneras, que dan testimonio en los lugares más lejanos y difíciles, a menudo también con la vida, de la llegada del reino de Dios. A ellos, que representan las vanguardias del anuncio del Evangelio, se dirige la amistad, la cercanía y el apoyo de todos los creyentes. "Dios, (que) ama a quien da con alegría" (2 Co 9, 7), los colme de fervor espiritual y de profunda alegría.

Como el "sí" de María, toda respuesta generosa de la comunidad eclesial a la invitación divina al amor a los hermanos suscitará una nueva maternidad apostólica y eclesial (cf. Ga 4, 4. 19.26), que dejándose sorprender por el misterio de Dios amor, el cual "al llegar la plenitud de los tiempos, envió (...) a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4), dará confianza y audacia a nuevos apóstoles. Esta respuesta hará a todos los creyentes capaces de estar "alegres en la esperanza" (Rm 12, 12) al realizar el proyecto de Dios, que quiere "que todo el género humano forme un único pueblo de Dios, se una en un único cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo" (Ad gentes, 7).

Vaticano, 6 de febrero de 2010

BENEDICTUS PP. XVI


English

Français

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:16


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2011



«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20,21)



Con ocasión del Jubileo del año 2000, el venerable Juan Pablo II, al comienzo de un nuevo milenio de la era cristiana, reafirmó con fuerza la necesidad de renovar el compromiso de llevar a todos el anuncio del Evangelio «con el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos» (Novo millennio ineunte, 58). Es el servicio más valioso que la Iglesia puede prestar a la humanidad y a toda persona que busca las razones profundas para vivir en plenitud su existencia. Por ello, esta misma invitación resuena cada año en la celebración de la Jornada mundial de las misiones. En efecto, el incesante anuncio del Evangelio vivifica también a la Iglesia, su fervor, su espíritu apostólico; renueva sus métodos pastorales para que sean cada vez más apropiados a las nuevas situaciones —también las que requieren una nueva evangelización— y animados por el impulso misionero: «La misión renueva la Iglesia, refuerza la fe y la identidad cristiana, da nuevo entusiasmo y nuevas motivaciones. ¡La fe se fortalece dándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos hallará inspiración y apoyo en el compromiso por la misión universal» (Juan Pablo II, Redemptoris missio, 2).

Id y anunciad

Este objetivo se reaviva continuamente por la celebración de la liturgia, especialmente de la Eucaristía, que se concluye siempre recordando el mandato de Jesús resucitado a los Apóstoles: «Id...» (Mt 28, 19). La liturgia es siempre una llamada «desde el mundo» y un nuevo envío «al mundo» para dar testimonio de lo que se ha experimentado: el poder salvífico de la Palabra de Dios, el poder salvífico del Misterio pascual de Cristo. Todos aquellos que se han encontrado con el Señor resucitado han sentido la necesidad de anunciarlo a otros, como hicieron los dos discípulos de Emaús. Después de reconocer al Señor al partir el pan, «y levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once» y refirieron lo que había sucedido durante el camino (Lc 24, 33-35). El Papa Juan Pablo II exhortaba a estar «vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: ¡Hemos visto al Señor!» (Novo millennio ineunte, 59).

A todos

Destinatarios del anuncio del Evangelio son todos los pueblos. La Iglesia «es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo, según el plan de Dios Padre» (Ad gentes, 2). Esta es «la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Existe para evangelizar» (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 14). En consecuencia, no puede nunca cerrarse en sí misma. Arraiga en determinados lugares para ir más allá. Su acción, en adhesión a la palabra de Cristo y bajo la influencia de su gracia y de su caridad, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y a todos los pueblos para conducirlos a la fe en Cristo (cf. Ad gentes, 5).

Esta tarea no ha perdido su urgencia. Al contrario, «la misión de Cristo Redentor, confiada a la Iglesia, está aún lejos de cumplirse... Una mirada global a la humanidad demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos comprometernos con todas nuestras energías en su servicio» (Redemptoris missio, 1). No podemos quedarnos tranquilos al pensar que, después de dos mil años, aún hay pueblos que no conocen a Cristo y no han escuchado aún su Mensaje de salvación.

No sólo; es cada vez mayor la multitud de aquellos que, aun habiendo recibido el anuncio del Evangelio, lo han olvidado y abandonado, y no se reconocen ya en la Iglesia; y muchos ambientes, también en sociedades tradicionalmente cristianas, son hoy refractarios a abrirse a la palabra de la fe. Está en marcha un cambio cultural, alimentado también por la globalización, por movimientos de pensamiento y por el relativismo imperante, un cambio que lleva a una mentalidad y a un estilo de vida que prescinden del Mensaje evangélico, como si Dios no existiese, y que exaltan la búsqueda del bienestar, de la ganancia fácil, de la carrera y del éxito como objetivo de la vida, incluso a costa de los valores morales.

Corresponsabilidad de todos

La misión universal implica a todos, todo y siempre. El Evangelio no es un bien exclusivo de quien lo ha recibido; es un don que se debe compartir, una buena noticia que es preciso comunicar. Y este don-compromiso está confiado no sólo a algunos, sino a todos los bautizados, los cuales son «linaje elegido, nación santa, pueblo adquirido por Dios» (1 P 2, 9), para que proclame sus grandes maravillas.

En ello están implicadas también todas las actividades. La atención y la cooperación en la obra evangelizadora de la Iglesia en el mundo no pueden limitarse a algunos momentos y ocasiones particulares, y tampoco pueden considerarse como una de las numerosas actividades pastorales: la dimensión misionera de la Iglesia es esencial y, por tanto, debe tenerse siempre presente. Es importante que tanto los bautizados de forma individual como las comunidades eclesiales se interesen no sólo de modo esporádico y ocasional en la misión, sino de modo constante, como forma de la vida cristiana. La misma Jornada mundial de las misiones no es un momento aislado en el curso del año, sino que es una valiosa ocasión para detenerse a reflexionar si respondemos a la vocación misionera y cómo lo hacemos; una respuesta esencial para la vida de la Iglesia.

Evangelización global

La evangelización es un proceso complejo y comprende varios elementos. Entre estos, la animación misionera ha prestado siempre una atención peculiar a la solidaridad. Este es también uno de los objetivos de la Jornada mundial de las misiones, que a través de las Obras misionales pontificias, solicita ayuda para el desarrollo de las tareas de evangelización en los territorios de misión. Se trata de sostener instituciones necesarias para establecer y consolidar a la Iglesia mediante los catequistas, los seminarios, los sacerdotes; y también de dar la propia contribución a la mejora de las condiciones de vida de las personas en países en los que son más graves los fenómenos de pobreza, malnutrición sobre todo infantil, enfermedades, carencia de servicios sanitarios y para la educación. También esto forma parte de la misión de la Iglesia. Al anunciar el Evangelio, la Iglesia se toma en serio la vida humana en sentido pleno. No es aceptable, reafirmaba el siervo de Dios Pablo VI, que en la evangelización se descuiden los temas relacionados con la promoción humana, la justicia, la liberación de toda forma de opresión, obviamente respetando la autonomía de la esfera política. Desinteresarse de los problemas temporales de la humanidad significaría «ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor al prójimo que sufre o padece necesidad» (Evangelii nuntiandi, 31. cf. n. 34); no estaría en sintonía con el comportamiento de Jesús, el cual «recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la buena nueva del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias» (Mt 9, 35).

Así, a través de la participación corresponsable en la misión de la Iglesia, el cristiano se convierte en constructor de la comunión, de la paz, de la solidaridad que Cristo nos ha dado, y colabora en la realización del plan salvífico de Dios para toda la humanidad. Los retos que esta encuentra llaman a los cristianos a caminar junto a los demás, y la misión es parte integrante de este camino con todos. En ella llevamos, aunque en vasijas de barro, nuestra vocación cristiana, el tesoro inestimable del Evangelio, el testimonio vivo de Jesús muerto y resucitado, encontrado y creído en la Iglesia.

Que la Jornada mundial de las misiones reavive en cada uno el deseo y la alegría de «ir» al encuentro de la humanidad llevando a todos a Cristo. En su nombre os imparto de corazón la bendición apostólica, en particular a quienes más se esfuerzan y sufren por el Evangelio.

Vaticano, 6 de enero de 2011, solemnidad de la Epifanía del Señor



BENEDICTUS PP. XVI


English

Français

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
OFFLINE
Post: 2.616
Città: VENEZIA
Età: 63
Sesso: Femminile
04/09/2013 11:17


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA JORNADA MISIONERA MUNDIAL 2012



“Llamados a hacer resplandecer la Palabra de verdad”
(Carta apostólica Porta fidei, n. 6)



Queridos hermanos y hermanas:

La celebración de la Jornada Misionera Mundial de este año adquiere un significado especial. La celebración del 50 aniversario del comienzo del Concilio Vaticano II, la apertura del Año de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, contribuyen a reafirmar la voluntad de la Iglesia de comprometerse con más valor y celo en la misión ad gentes, para que el Evangelio llegue hasta los confines de la tierra.

El Concilio Ecuménico Vaticano II, con la participación de tantos obispos de todos los rincones de la tierra, fue un signo brillante de la universalidad de la Iglesia, reuniendo por primera vez a tantos Padres Conciliares procedentes de Asia, África, Latinoamérica y Oceanía. Obispos misioneros y obispos autóctonos, pastores de comunidades dispersas entre poblaciones no cristianas, que han llevado a las sesiones del Concilio la imagen de una Iglesia presente en todos los continentes, y que eran intérpretes de las complejas realidades del entonces llamado “Tercer Mundo”. Ricos de una experiencia que tenían por ser pastores de Iglesias jóvenes y en vías de formación, animados por la pasión de la difusión del Reino de Dios, ellos contribuyeron significativamente a reafirmar la necesidad y la urgencia de la evangelización ad gentes, y de esta manera llevar al centro de la eclesiología la naturaleza misionera de la Iglesia.

Eclesiología misionera

Hoy esta visión no ha disminuido, sino que por el contrario, ha experimentado una fructífera reflexión teológica y pastoral, a la vez que vuelve con renovada urgencia, ya que ha aumentado enormemente el número de aquellos que aún no conocen a Cristo: “Los hombres que esperan a Cristo son todavía un número inmenso”, comentó el beato Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio sobre la validez del mandato misionero, y agregaba: “No podemos permanecer tranquilos, pensando en los millones de hermanos y hermanas, redimidos también por la Sangre de Cristo, que viven sin conocer el amor de Dios” (n. 86). En la proclamación del Año de la Fe, también yo he dicho que Cristo “hoy como ayer, nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra” (Carta apostólica Porta fidei, 7); una proclamación que, como afirmó también el Siervo de Dios Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, “no constituye para la Iglesia algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbe, por mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven. Sí, este mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado” (n. 5). Necesitamos por tanto retomar el mismo fervor apostólico de las primeras comunidades cristianas que, pequeñas e indefensas, fueron capaces de difundir el Evangelio en todo el mundo entonces conocido mediante su anuncio y testimonio.

Así, no sorprende que el Concilio Vaticano II y el Magisterio posterior de la Iglesia insistan de modo especial en el mandamiento misionero que Cristo ha confiado a sus discípulos y que debe ser un compromiso de todo el Pueblo de Dios, Obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas y laicos. El encargo de anunciar el Evangelio en todas las partes de la tierra pertenece principalmente a los Obispos, primeros responsables de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del colegio episcopal, o como pastores de las iglesias particulares. Ellos, efectivamente, “han sido consagrados no sólo para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 63), “mensajeros de la fe, que llevan nuevos discípulos a Cristo” (Ad gentes, 20) y hacen “visible el espíritu y el celo misionero del Pueblo de Dios, para que toda la diócesis se haga misionera” (ibíd., 38).

La prioridad de evangelizar

Para un Pastor, pues, el mandato de predicar el Evangelio no se agota en la atención por la parte del Pueblo de Dios que se le ha confiado a su cuidado pastoral, o en el envío de algún sacerdote, laico o laica Fidei donum. Debe implicar todas las actividades de la iglesia local, todos sus sectores y, en resumidas cuentas, todo su ser y su trabajo. El Concilio Vaticano II lo ha indicado con claridad y el Magisterio posterior lo ha reiterado con vigor. Esto implica adecuar constantemente estilos de vida, planes pastorales y organizaciones diocesanas a esta dimensión fundamental de ser Iglesia, especialmente en nuestro mundo que cambia de continuo. Y esto vale también tanto para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólicas, como para los Movimientos eclesiales: todos los componentes del gran mosaico de la Iglesia deben sentirse fuertemente interpelados por el mandamiento del Señor de predicar el Evangelio, de modo que Cristo sea anunciado por todas partes. Nosotros los Pastores, los religiosos, las religiosas y todos los fieles en Cristo, debemos seguir las huellas del apóstol Pablo, quien, “prisionero de Cristo para los gentiles” (Ef 3,1), ha trabajado, sufrido y luchado para llevar el Evangelio entre los paganos (Col 1,24-29), sin ahorrar energías, tiempo y medios para dar a conocer el Mensaje de Cristo.

También hoy, la misión ad gentes debe ser el horizonte constante y el paradigma en todas las actividades eclesiales, porque la misma identidad de la Iglesia está constituida por la fe en el misterio de Dios, que se ha revelado en Cristo para traernos la salvación, y por la misión de testimoniarlo y anunciarlo al mundo, hasta que Él vuelva. Como Pablo, debemos dirigirnos hacia los que están lejos, aquellos que no conocen todavía a Cristo y no han experimentado aún la paternidad de Dios, con la conciencia de que “la cooperación misionera se debe ampliar hoy con nuevas formas para incluir no sólo la ayuda económica, sino también la participación directa en la evangelización” (Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio, 82). La celebración del Año de la Fe y el Sínodo de los Obispos sobre la nueva evangelización serán ocasiones propicias para un nuevo impulso de la cooperación misionera, sobre todo en esta segunda dimensión.

La fe y el anuncio

El afán de predicar a Cristo nos lleva a leer la historia para escudriñar los problemas, las aspiraciones y las esperanzas de la humanidad, que Cristo debe curar, purificar y llenar de su presencia. En efecto, su mensaje es siempre actual, se introduce en el corazón de la historia y es capaz de dar una respuesta a las inquietudes más profundas de cada ser humano. Por eso la Iglesia debe ser consciente, en todas sus partes, de que “el inmenso horizonte de la misión de la Iglesia, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios” (Benedicto XVI, Exhort. apostólica postsinodal Verbum Domini, 97). Esto exige, ante todo, una renovada adhesión de fe personal y comunitaria en el Evangelio de Jesucristo, “en un momento de cambio profundo como el que la humanidad está viviendo” (Carta apostólica Porta fidei, 8).

En efecto, uno de los obstáculos para el impulso de la evangelización es la crisis de fe, no sólo en el mundo occidental, sino en la mayoría de la humanidad que, no obstante, tiene hambre y sed de Dios y debe ser invitada y conducida al pan de vida y al agua viva, como la samaritana que llega al pozo de Jacob y conversa con Cristo. Como relata el evangelista Juan, la historia de esta mujer es particularmente significativa (cf. Jn 4,1-30): encuentra a Jesús que le pide de beber, luego le habla de una agua nueva, capaz de saciar la sed para siempre. La mujer al principio no entiende, se queda en el nivel material, pero el Señor la guía lentamente a emprender un camino de fe que la lleva a reconocerlo como el Mesías. A este respecto, dice san Agustín: “después de haber acogido en el corazón a Cristo Señor, ¿qué otra cosa hubiera podido hacer [esta mujer] si no dejar el cántaro y correr a anunciar la buena noticia?” (In Ioannis Ev., 15,30). El encuentro con Cristo como Persona viva, que colma la sed del corazón, no puede dejar de llevar al deseo de compartir con otros el gozo de esta presencia y de hacerla conocer, para que todos la puedan experimentar. Es necesario renovar el entusiasmo de comunicar la fe para promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia de Dios, de forma que se pueda redescubrir la alegría de creer. La preocupación de evangelizar nunca debe quedar al margen de la actividad eclesial y de la vida personal del cristiano, sino que ha de caracterizarla de manera destacada, consciente de ser destinatario y, al mismo tiempo, misionero del Evangelio. El punto central del anuncio sigue siendo el mismo: el Kerigma de Cristo muerto y resucitado para la salvación del mundo, el Kerigma del amor de Dios, absoluto y total para cada hombre y para cada mujer, que culmina en el envío del Hijo eterno y unigénito, el Señor Jesús, quien no rehusó compartir la pobreza de nuestra naturaleza humana, amándola y rescatándola del pecado y de la muerte mediante el ofrecimiento de sí mismo en la cruz.

En este designio de amor realizado en Cristo, la fe en Dios es ante todo un don y un misterio que hemos de acoger en el corazón y en la vida, y del cuál debemos estar siempre agradecidos al Señor. Pero la fe es un don que se nos dado para ser compartido; es un talento recibido para que dé fruto; es una luz que no debe quedar escondida, sino iluminar toda la casa. Es el don más importante que se nos ha dado en nuestra existencia y que no podemos guardarnos para nosotros mismos.

El anuncio se transforma en caridad

¡Ay de mí si no evangelizase!, dice el apóstol Pablo (1 Co 9,16). Estas palabras resuenan con fuerza para cada cristiano y para cada comunidad cristiana en todos los continentes. También en las Iglesias en los territorios de misión, iglesias en su mayoría jóvenes, frecuentemente de reciente creación, el carácter misionero se ha hecho una dimensión connatural, incluso cuando ellas mismas aún necesitan misioneros. Muchos sacerdotes, religiosos y religiosas de todas partes del mundo, numerosos laicos y hasta familias enteras dejan sus países, sus comunidades locales y se van a otras iglesias para testimoniar y anunciar el Nombre de Cristo, en el cual la humanidad encuentra la salvación. Se trata de una expresión de profunda comunión, de un compartir y de una caridad entre las Iglesias, para que cada hombre pueda escuchar o volver a escuchar el anuncio que cura y, así, acercarse a los Sacramentos, fuente de la verdadera vida.

Junto a este grande signo de fe que se transforma en caridad, recuerdo y agradezco a las Obras Misionales Pontificias, instrumento de cooperación en la misión universal de la Iglesia en el mundo. Por medio de sus actividades, el anuncio del Evangelio se convierte en una intervención de ayuda al prójimo, de justicia para los más pobres, de posibilidad de instrucción en los pueblos más recónditos, de asistencia médica en lugares remotos, de superación de la miseria, de rehabilitación de los marginados, de apoyo al desarrollo de los pueblos, de superación de las divisiones étnicas, de respeto por la vida en cada una de sus etapas.

Queridos hermanos y hermanas, invoco la efusión del Espíritu Santo sobre la obra de la evangelización ad gentes, y en particular sobre quienes trabajan en ella, para que la gracia de Dios la haga caminar más decididamente en la historia del mundo. Con el Beato John Henry Newman, quisiera implorar: “Acompaña, oh Señor, a tus misioneros en las tierras por evangelizar; pon las palabras justas en sus labios, haz fructífero su trabajo”. Que la Virgen María, Madre de la Iglesia y Estrella de la Evangelización, acompañe a todos los misioneros del Evangelio.

Vaticano, 6 de enero de 2012, Solemnidad de la Epifanía del Señor



BENEDICTUS PP. XVI


English

Français

Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
Amministra Discussione: | Chiudi | Sposta | Cancella | Modifica | Notifica email Pagina precedente | 1 | Pagina successiva
Nuova Discussione
 | 
Rispondi
Cerca nel forum

Feed | Forum | Bacheca | Album | Utenti | Cerca | Login | Registrati | Amministra
Crea forum gratis, gestisci la tua comunità! Iscriviti a FreeForumZone
FreeForumZone [v.6.1] - Leggendo la pagina si accettano regolamento e privacy
Tutti gli orari sono GMT+01:00. Adesso sono le 03:26. Versione: Stampabile | Mobile
Copyright © 2000-2024 FFZ srl - www.freeforumzone.com