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Jornada mundial de la paz

Ultimo Aggiornamento: 02/09/2013 19:54
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MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XXXIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2006



EN LA VERDAD, LA PAZ



1. Con el tradicional Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, al principio del nuevo año, deseo hacer llegar un afectuoso saludo a todos los hombres y a todas las mujeres del mundo, de modo especial a los que sufren a causa de la violencia y de los conflictos armados. Es también un deseo lleno de esperanza por un mundo más sereno, en el que aumente el número de quienes, tanto individual como comunitariamente, se esfuerzan por seguir las vías de la justicia y la paz.

2. Antes de nada, quisiera rendir un homenaje agradecido a mis amados predecesores, los grandes Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, inspirados artífices de paz. Animados por el espíritu de las Bienaventuranzas, supieron leer en los numerosos acontecimientos históricos que marcaron sus respectivos pontificados la intervención providencial de Dios, que nunca olvida la suerte del género humano. Como incansables mensajeros del Evangelio, invitaron repetidamente a todos a reemprender desde Dios la promoción de una convivencia pacífica en todas las regiones de la tierra. Mi primer Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz sigue la línea de esta noble enseñanza: con él, deseo confirmar una vez más la firme voluntad de la Santa Sede de continuar sirviendo a la causa de la paz. El nombre mismo de Benedicto, que adopté el día en que fui elegido para la Cátedra de Pedro, quiere indicar mi firme decisión de trabajar por la paz. En efecto, he querido hacer referencia tanto al Santo Patrono de Europa, inspirador de una civilización pacificadora de todo el Continente, así como al Papa Benedicto XV, que condenó la primera Guerra Mundial como una « matanza inútil » [1] y se esforzó para que todos reconocieran las razones superiores de la paz.

3. El tema de reflexión de este año —« En la verdad, la paz »— expresa la convicción de que, donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz. La Constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado hace ahora 40 años, afirma que la humanidad no conseguirá construir « un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz ».[2] Pero, ¿a qué nos referimos al utilizar la expresión « verdad de la paz »? Para contestar adecuadamente a esta pregunta se ha de tener presente que la paz no puede reducirse a la simple ausencia de conflictos armados, sino que debe entenderse como « el fruto de un orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador », un orden « que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo ».[3] En cuanto resultado de un orden diseñado y querido por el amor de Dios, la paz tiene su verdad intrínseca e inapelable, y corresponde « a un anhelo y una esperanza que nosotros tenemos de manera imborrable ».[4]

4. La paz, concebida de este modo, es un don celestial y una gracia divina, que exige a todos los niveles el ejercicio de una responsabilidad mayor: la de conformar —en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor— la historia humana con el orden divino. Cuando falta la adhesión al orden trascendente de la realidad, o bien el respeto de aquella « gramática » del diálogo que es la ley moral universal, inscrita en el corazón del hombre; [5] cuando se obstaculiza y se impide el desarrollo integral de la persona y la tutela de sus derechos fundamentales; cuando muchos pueblos se ven obligados a sufrir injusticias y desigualdades intolerables, ¿cómo se puede esperar la consecución del bien de la paz? En efecto, faltan los elementos esenciales que constituyen la verdad de dicho bien. San Agustín definía la paz como « tranquillitas ordinis »,[6] la tranquilidad del orden, es decir, aquella situación que permite en definitiva respetar y realizar por completo la verdad del hombre.

5. Entonces, ¿quién y qué puede impedir la consecución de la paz? A este propósito, la Sagrada Escritura, en su primer Libro, el Génesis, resalta la mentira pronunciada al principio de la historia por el ser de lengua bífida, al que el evangelista Juan califica como « padre de la mentira » (Jn 8,44). La mentira es también uno de los pecados que recuerda la Biblia en el capítulo final de su último Libro, el Apocalipsis, indicando la exclusión de los mentirosos de la Jerusalén celeste: «¡Fuera... todo el que ame y practique la mentira! » (22,15). La mentira está relacionada con el drama del pecado y sus consecuencias perversas, que han causado y siguen causando efectos devastadores en la vida de los individuos y de las naciones. Baste pensar en todo lo que ha sucedido en el siglo pasado, cuando sistemas ideológicos y políticos aberrantes han tergiversado de manera programada la verdad y han llevado a la explotación y al exterminio de un número impresionante de hombres y mujeres, e incluso de familias y comunidades enteras. Después de tales experiencias, ¿cómo no preocuparse seriamente ante las mentiras de nuestro tiempo, que son como el telón de fondo de escenarios amenazadores de muerte en diversas regiones del mundo? La auténtica búsqueda de la paz requiere tomar conciencia de que el problema de la verdad y la mentira concierne a cada hombre y a cada mujer, y que es decisivo para un futuro pacífico de nuestro planeta.

6. La paz es un anhelo imborrable en el corazón de cada persona, por encima de las identidades culturales específicas. Precisamente por esto, cada uno ha de sentirse comprometido en el servicio de un bien tan precioso, procurando que ningún tipo de falsedad contamine las relaciones. Todos los hombres pertenecen a una misma y única familia. La exaltación exasperada de las propias diferencias contrasta con esta verdad de fondo. Hay que recuperar la conciencia de estar unidos por un mismo destino, trascendente en última instancia, para poder valorar mejor las propias diferencias históricas y culturales, buscando la coordinación, en vez de la contraposición, con los miembros de otras culturas. Estas simples verdades son las que hacen posible la paz; y son fácilmente comprensibles cuando se escucha al propio corazón con pureza de intención. Entonces la paz se presenta de un modo nuevo: no como simple ausencia de guerra, sino como convivencia de todos los ciudadanos en una sociedad gobernada por la justicia, en la cual se realiza en lo posible, además, el bien para cada uno de ellos. La verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer la vía del perdón y la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada. En concreto, el discípulo de Cristo, que se ve acechado por el mal y por eso necesitado de la intervención liberadora del divino Maestro, se dirige a Él con confianza, consciente de que « Él no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca » (1 P 2,22; cf. Is 53,9). En efecto, Jesús se presentó como la Verdad en persona y, hablando en una visión al vidente del Apocalipsis, manifestó un rechazo total a « todo el que ame y practique la mentira » (Ap 22,15). Él es quien revela la plena verdad del hombre y de la historia. Con la fuerza de su gracia es posible estar en la verdad y vivir de la verdad, porque sólo Él es absolutamente sincero y fiel. Jesús es la verdad que nos da la paz.

7. La verdad de la paz ha de tener un valor en sí misma y hacer valer su luz beneficiosa, incluso en las situaciones trágicas de guerra. Los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, subrayan que « una vez estallada desgraciadamente la guerra, no todo es lícito entre los contendientes ».[7] La Comunidad Internacional ha elaborado un derecho internacional humanitario para limitar lo más posible las consecuencias devastadoras de la guerra, sobre todo entre la población civil. La Santa Sede ha expresado en numerosas ocasiones y de diversas formas su apoyo a este derecho humanitario, animando a respetarlo y aplicarlo con diligencia, convencida de que, incluso en la guerra, existe la verdad de la paz. El derecho internacional humanitario se ha de considerar una de las manifestaciones más felices y eficaces de las exigencias que se derivan de la verdad de la paz. Precisamente por eso, se impone como un deber para todos los pueblos respetar este derecho. Se ha de apreciar su valor y es preciso garantizar su correcta aplicación, actualizándolo con normas concretas capaces de hacer frente a los escenarios variables de los actuales conflictos armados, así como al empleo de armamentos nuevos y cada vez más sofisticados.

8. Pienso con gratitud en las Organizaciones Internacionales y en todos los que trabajan con esfuerzo constante para aplicar el derecho internacional humanitario. ¿Cómo podría olvidar, a este respecto, a tantos soldados empeñados en delicadas operaciones para controlar los conflictos y restablecer las condiciones necesarias para lograr la paz? A ellos deseo recordar también las palabras del Concilio Vaticano II: « Los que, destinados al servicio de la patria, se encuentran en el ejército, deben considerarse a sí mismos como servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos, y mientras desempeñan correctamente esta función, contribuyen realmente al establecimiento de la paz ».[8] En esta apremiante perspectiva se sitúa la acción pastoral de los Obispados castrenses de la Iglesia católica: dirijo mi aliento tanto a los Ordinarios como a los capellanes castrenses para que sigan siendo, en todo ámbito y situación, fieles evangelizadores de la verdad de la paz.

9. Hoy en día, la verdad de la paz sigue estando en peligro y negada de manera dramática por el terrorismo que, con sus amenazas y acciones criminales, es capaz de tener al mundo en estado de ansiedad e inseguridad. Mis Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II intervinieron en muchas ocasiones para denunciar la terrible responsabilidad de los terroristas y condenar la insensatez de sus planes de muerte. En efecto, estos planes se inspiran con frecuencia en un nihilismo trágico y sobrecogedor, que el Papa Juan Pablo II describió con estas palabras: « Quien mata con atentados terroristas cultiva sentimientos de desprecio hacia la humanidad, manifestando desesperación ante la vida y el futuro; desde esta perspectiva, se puede odiar y destruir todo ».[9] Pero no sólo el nihilismo, sino también el fanatismo religioso, que hoy se llama frecuentemente fundamentalismo, puede inspirar y alimentar propósitos y actos terroristas. Intuyendo desde el principio el peligro destructivo que representa el fundamentalismo fanático, Juan Pablo II lo denunció enérgicamente, llamando la atención sobre quienes pretenden imponer con la violencia la propia convicción acerca de la verdad, en vez de proponerla a la libre aceptación de los demás. Y añadía: « Pretender imponer a otros con la violencia lo que se considera como la verdad, significa violar la dignidad del ser humano y, en definitiva, ultrajar a Dios, del cual es imagen ».[10]

10. Bien mirado, tanto el nihilismo como el fundamentalismo mantienen una relación errónea con la verdad: los nihilistas niegan la existencia de cualquier verdad, los fundamentalistas tienen la pretensión de imponerla con la fuerza. Aun cuando tienen orígenes diferentes y sus manifestaciones se producen en contextos culturales distintos, el nihilismo y el fundamentalismo coinciden en un peligroso desprecio del hombre y de su vida y, en última instancia, de Dios mismo. En efecto, en la base de tan trágico resultado común está, en último término, la tergiversación de la plena verdad de Dios: el nihilismo niega su existencia y su presencia providente en la historia; el fundamentalismo fanático desfigura su rostro benevolente y misericordioso, sustituyéndolo con ídolos hechos a su propia imagen. En el análisis de las causas del fenómeno contemporáneo del terrorismo es deseable que, además de las razones de carácter político y social, se tengan en cuenta también las más hondas motivaciones culturales, religiosas e ideológicas.

11. Ante los riesgos que vive la humanidad en nuestra época, es tarea de todos los católicos intensificar en todas las partes del mundo el anuncio y el testimonio del « Evangelio de la paz », proclamando que el reconocimiento de la plena verdad de Dios es una condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Dios es Amor que salva, Padre amoroso que desea ver cómo sus hijos se reconocen entre ellos como hermanos, responsablemente dispuestos a poner los diversos talentos al servicio del bien común de la familia humana. Dios es fuente inagotable de la esperanza que da sentido a la vida personal y colectiva. Dios, sólo Dios, hace eficaz cada obra de bien y de paz. La historia ha demostrado con creces que luchar contra Dios para extirparlo del corazón de los hombres lleva a la humanidad, temerosa y empobrecida, hacia opciones que no tienen futuro. Esto ha de impulsar a los creyentes en Cristo a ser testigos convincentes de Dios, que es verdad y amor al mismo tiempo, poniéndose al servicio de la paz, colaborando ampliamente en el ámbito ecuménico, así como con las otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad.

12. Al observar el actual contexto mundial, podemos constatar con agrado algunas señales prometedoras en el camino de la construcción de la paz. Pienso, por ejemplo, en la disminución numérica de los conflictos armados. Ciertamente, se trata todavía de pasos muy tímidos en el camino de la paz, pero que permiten vislumbrar ya un futuro de mayor serenidad, en particular para las poblaciones tan castigadas de Palestina, la tierra de Jesús, y para los habitantes de algunas regiones de África y de Asia, que esperan desde hace años una conclusión positiva de los procesos de pacificación y reconciliación emprendidos. Son signos consoladores, que necesitan ser confirmados y consolidados mediante una acción concorde e infatigable, sobre todo por parte de la Comunidad Internacional y de sus Organismos, encargados de prevenir los conflictos y dar una solución pacífica a los actuales.

13. No obstante, todo esto no debe inducir a un optimismo ingenuo. En efecto, no se puede olvidar que, por desgracia, existen todavía sangrientas contiendas fratricidas y guerras desoladoras que siembran lágrimas y muerte en vastas zonas de la tierra. Hay situaciones en las que el conflicto, encubierto como el fuego bajo la ceniza, puede estallar de nuevo causando una destrucción de imprevisible magnitud. Las autoridades que, en lugar de hacer lo que está en sus manos para promover eficazmente la paz, fomentan en los ciudadanos sentimientos de hostilidad hacia otras naciones, asumen una gravísima responsabilidad: ponen en peligro, en zonas ya de riesgo, los delicados equilibrios alcanzados a costa de laboriosas negociaciones, contribuyendo así a hacer más inseguro y sombrío el futuro de la humanidad. ¿Qué decir, además, de los gobiernos que se apoyan en las armas nucleares para garantizar la seguridad de su país? Junto con innumerables personas de buena voluntad, se puede afirmar que este planteamiento, además de funesto, es totalmente falaz. En efecto, en una guerra nuclear no habría vencedores, sino sólo víctimas. La verdad de la paz exige que todos —tanto los gobiernos que de manera declarada u oculta poseen armas nucleares, como los que quieren procurárselas— inviertan conjuntamente su orientación con opciones claras y firmes, encaminándose hacia un desarme nuclear progresivo y concordado. Los recursos ahorrados de este modo podrían emplearse en proyectos de desarrollo en favor de todos los habitantes y, en primer lugar, de los más pobres.

14. A este propósito, se han de mencionar con amargura los datos sobre un aumento preocupante de los gastos militares y del comercio siempre próspero de las armas, mientras se quedan como estancadas en el pantano de una indiferencia casi general el proceso político y jurídico emprendido por la Comunidad Internacional para consolidar el camino del desarme. ¿Qué futuro de paz será posible si se continúa invirtiendo en la producción de armas y en la investigación dedicada a desarrollar otras nuevas? El anhelo que brota desde lo más profundo del corazón es que la Comunidad Internacional sepa encontrar la valentía y la cordura de impulsar nuevamente, de manera decidida y conjunta, el desarme, aplicando concretamente el derecho a la paz, que es propio de cada hombre y de cada pueblo. Los diversos Organismos de la Comunidad Internacional, comprometiéndose a salvaguardar el bien de la paz, obtendrían la autoridad moral que es indispensable para hacer creíbles e incisivas sus iniciativas.

15. Los primeros beneficiarios de una valiente opción por el desarme serán los países pobres que, después de tantas promesas, reclaman justamente la realización concreta del derecho al desarrollo. Este derecho también ha sido reafirmado solemnemente en la reciente Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, que ha celebrado este año el 60 aniversario de su fundación.
La Iglesia católica, a la vez que confirma su confianza en esta Organización internacional, desea su renovación institucional y operativa que la haga capaz de responder a las nuevas exigencias de la época actual, caracterizada por el fenómeno difuso de la globalización. La Organización de las Naciones Unidas ha de llegar a ser un instrumento cada vez más eficiente para promover en el mundo los valores de la justicia, de la solidaridad y de la paz. La Iglesia, por su parte, fiel a la misión que ha recibido de su Fundador, no deja de proclamar por doquier el «Evangelio de la paz». Animada por su firme convicción de prestar un servicio indispensable a cuantos se dedican a promover la paz, recuerda a todos que, para que la paz sea auténtica y duradera, ha de estar construida sobre la roca de la verdad de Dios y de la verdad del hombre. Sólo esta verdad puede sensibilizar los ánimos hacia la justicia, abrirlos al amor y a la solidaridad, y alentar a todos a trabajar por una humanidad realmente libre y solidaria. Ciertamente, sólo sobre la verdad de Dios y del hombre se construyen los fundamentos de una auténtica paz.

16. Al concluir este mensaje, quiero dirigirme de modo particular a los creyentes en Cristo, para renovarles la invitación a ser discípulos atentos y disponibles del Señor. Escuchando el Evangelio, queridos hermanos y hermanas, aprendemos a fundamentar la paz en la verdad de una existencia cotidiana inspirada en el mandamiento del amor. Es necesario que cada comunidad se entregue a una labor intensa y capilar de educación y de testimonio, que ayude a cada uno a tomar conciencia de que urge descubrir cada vez más a fondo la verdad de la paz. Al mismo tiempo, pido que se intensifique la oración, porque la paz es ante todo don de Dios que se ha de suplicar continuamente. Gracias a la ayuda divina, resultará ciertamente más convincente e iluminador el anuncio y el testimonio de la verdad de la paz. Dirijamos con confianza y filial abandono la mirada hacia María, la Madre del Príncipe de la Paz. Al principio de este nuevo año le pedimos que ayude a todo el Pueblo de Dios a ser en toda situación agente de paz, dejándose iluminar por la Verdad que nos hace libres (cf. Jn 8,32). Que por su intercesión la humanidad incremente su aprecio por este bien fundamental y se comprometa a consolidar su presencia en el mundo, para legar un futuro más sereno y más seguro a las generaciones venideras.

Vaticano, 8 de diciembre de 2005.



BENEDICTO PP. XVI


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MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XL JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2007



LA PERSONA HUMANA, CORAZÓN DE LA PAZ



1. Al comienzo del nuevo año, quiero hacer llegar a los gobernantes y a los responsables de las naciones, así como a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, mis deseos de paz. Los dirijo en particular a todos los que están probados por el dolor y el sufrimiento, a los que viven bajo la amenaza de la violencia y la fuerza de las armas o que, agraviados en su dignidad, esperan en su rescate humano y social. Los dirijo a los niños, que con su inocencia enriquecen de bondad y esperanza a la humanidad y, con su dolor, nos impulsan a todos trabajar por la justicia y la paz.

Pensando precisamente en los niños, especialmente en los que tienen su futuro comprometido por la explotación y la maldad de adultos sin escrúpulos, he querido que, con ocasión del Día Mundial de la Paz, la atención de todos se centre en el tema: La persona humana, corazón de la paz. En efecto, estoy convencido de que respetando a la persona se promueve la paz, y que construyendo la paz se ponen las bases para un auténtico humanismo integral. Así es como se prepara un futuro sereno para las nuevas generaciones.

La persona humana y la paz: don y tarea

2. La Sagrada Escritura dice: «Dios creó el hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien, capaz de conocerse, de poseerse, de entregarse libremente y de entrar en comunión con otras personas. Al mismo tiempo, por la gracia, está llamado a una alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y amor que nadie más puede dar en su lugar.[1] En esta perspectiva admirable, se comprende la tarea que se ha confiado al ser humano de madurar en su capacidad de amor y de hacer progresar el mundo, renovándolo en la justicia y en la paz. San Agustín enseña con una elocuente síntesis: « Dios, que nos ha creado sin nosotros, no ha querido salvarnos sin nosotros ».[2] Por tanto, es preciso que todos los seres humanos cultiven la conciencia de los dos aspectos, del don y de la tarea.

3. También la paz es al mismo tiempo un don y una tarea. Si bien es verdad que la paz entre los individuos y los pueblos, la capacidad de vivir unos con otros, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad, supone un compromiso permanente, también es verdad, y lo es más aún, que la paz es un don de Dios. En efecto, la paz es una característica del obrar divino, que se manifiesta tanto en la creación de un universo ordenado y armonioso como en la redención de la humanidad, que necesita ser rescatada del desorden del pecado. Creación y Redención muestran, pues, la clave de lectura que introduce a la comprensión del sentido de nuestra existencia sobre la tierra. Mi venerado predecesor Juan Pablo II, dirigiéndose a la Asamblea General de las Naciones Unidas el 5 de octubre de 1995, dijo que nosotros «no vivimos en un mundo irracional o sin sentido [...], hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos ».[3] La “gramática” trascendente, es decir, el conjunto de reglas de actuación individual y de relación entre las personas en justicia y solidaridad, está inscrita en las conciencias, en las que se refleja el sabio proyecto de Dios. Como he querido reafirmar recientemente, «creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad».[4] Por tanto, la paz es también una tarea que a cada uno exige una respuesta personal coherente con el plan divino. El criterio en el que debe inspirarse dicha respuesta no puede ser otro que el respeto de la “gramática” escrita en el corazón del hombre por su divino Creador.

En esta perspectiva, las normas del derecho natural no han de considerarse como directrices que se imponen desde fuera, como si coartaran la libertad del hombre. Por el contrario, deben ser acogidas como una llamada a llevar a cabo fielmente el proyecto divino universal inscrito en la naturaleza del ser humano. Guiados por estas normas, los pueblos —en sus respectivas culturas— pueden acercarse así al misterio más grande, que es el misterio de Dios. Por tanto, el reconocimiento y el respeto de la ley natural son también hoy la gran base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, así como entre los creyentes e incluso los no creyentes. Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, un presupuesto fundamental para una paz auténtica.

El derecho a la vida y a la libertad religiosa

4. El deber de respetar la dignidad de cada ser humano, en el cual se refleja la imagen del Creador, comporta como consecuencia que no se puede disponer libremente de la persona. Quien tiene mayor poder político, tecnológico o económico, no puede aprovecharlo para violar los derechos de los otros menos afortunados. En efecto, la paz se basa en el respeto de todos. Consciente de ello, la Iglesia se hace pregonera de los derechos fundamentales de cada persona. En particular, reivindica el respeto de la vida y la libertad religiosa de todos. El respeto del derecho a la vida en todas sus fases establece un punto firme de importancia decisiva: la vida es un don que el sujeto no tiene a su entera disposición. Igualmente, la afirmación del derecho a la libertad religiosa pone de manifiesto la relación del ser humano con un Principio trascendente, que lo sustrae a la arbitrariedad del hombre mismo. El derecho a la vida y a la libre expresión de la propia fe en Dios no están sometidos al poder del hombre. La paz necesita que se establezca un límite claro entre lo que es y no es disponible: así se evitarán intromisiones inaceptables en ese patrimonio de valores que es propio del hombre como tal.

5. Por lo que se refiere al derecho a la vida, es preciso denunciar el estrago que se hace de ella en nuestra sociedad: además de las víctimas de los conflictos armados, del terrorismo y de diversas formas de violencia, hay muertes silenciosas provocadas por el hambre, el aborto, la experimentación sobre los embriones y la eutanasia. ¿Cómo no ver en todo esto un atentado a la paz? El aborto y la experimentación sobre los embriones son una negación directa de la actitud de acogida del otro, indispensable para establecer relaciones de paz duraderas. Respecto a la libre expresión de la propia fe, hay un síntoma preocupante de falta de paz en el mundo, que se manifiesta en las dificultades que tanto los cristianos como los seguidores de otras religiones encuentran a menudo para profesar pública y libremente sus propias convicciones religiosas.

Hablando en particular de los cristianos, debo notar con dolor que a veces no sólo se ven impedidos, sino que en algunos Estados son incluso perseguidos, y recientemente se han debido constatar también trágicos episodios de feroz violencia. Hay regímenes que imponen a todos una única religión, mientras que otros regímenes indiferentes alimentan no tanto una persecución violenta, sino un escarnio cultural sistemático respecto a las creencias religiosas. En todo caso, no se respeta un derecho humano fundamental, con graves repercusiones para la convivencia pacífica. Esto promueve necesariamente una mentalidad y una cultura negativa para la paz.

La igualdad de naturaleza de todas las personas

6. En el origen de frecuentes tensiones que amenazan la paz se encuentran seguramente muchas desigualdades injustas que, trágicamente, hay todavía en el mundo. Entre ellas son particularmente insidiosas, por un lado, las desigualdades en el acceso a bienes esenciales como la comida, el agua, la casa o la salud; por otro, las persistentes desigualdades entre hombre y mujer en el ejercicio de los derechos humanos fundamentales.

Un elemento de importancia primordial para la construcción de la paz es el reconocimiento de la igualdad esencial entre las personas humanas, que nace de su misma dignidad trascendente. En este sentido, la igualdad es, pues, un bien de todos, inscrito en esa “gramática” natural que se desprende del proyecto divino de la creación; un bien que no se puede desatender ni despreciar sin provocar graves consecuencias que ponen en peligro la paz. Las gravísimas carencias que sufren muchas poblaciones, especialmente del Continente africano, están en el origen de reivindicaciones violentas y son por tanto una tremenda herida infligida a la paz.

7. La insuficiente consideración de la condición femenina provoca también factores de inestabilidad en el orden social. Pienso en la explotación de mujeres tratadas como objetos y en tantas formas de falta de respeto a su dignidad; pienso igualmente —en un contexto diverso— en las concepciones antropológicas persistentes en algunas culturas, que todavía asignan a la mujer un papel de gran sumisión al arbitrio del hombre, con consecuencias ofensivas a su dignidad de persona y al ejercicio de las libertades fundamentales mismas. No se puede caer en la ilusión de que la paz está asegurada mientras no se superen también estas formas de discriminación, que laceran la dignidad personal inscrita por el Creador en cada ser humano.[5]

La ecología de la paz

8. Juan Pablo II, en su Carta encíclica Centesimus annus, escribe: « No sólo la tierra ha sido dada por Dios al hombre, el cual debe usarla respetando la intención originaria de que es un bien, según la cual le ha sido dada; incluso el hombre es para sí mismo un don de Dios y, por tanto, debe respetar la estructura natural y moral de la que ha sido dotado ».[6] Respondiendo a este don que el Creador le ha confiado, el hombre, junto con sus semejantes, puede dar vida a un mundo de paz. Así, pues, además de la ecología de la naturaleza hay una ecología que podemos llamar « humana », y que a su vez requiere una « ecología social ». Esto comporta que la humanidad, si tiene verdadero interés por la paz, debe tener siempre presente la interrelación entre la ecología natural, es decir el respeto por la naturaleza, y la ecología humana. La experiencia demuestra que toda actitud irrespetuosa con el medio ambiente conlleva daños a la convivencia humana, y viceversa. Cada vez se ve más claramente un nexo inseparable entre la paz con la creación y la paz entre los hombres. Una y otra presuponen la paz con Dios. La poética oración de San Francisco conocida como el “Cántico del Hermano Sol”, es un admirable ejemplo, siempre actual, de esta multiforme ecología de la paz.

9. El problema cada día más grave del abastecimiento energético nos ayuda a comprender la fuerte relación entre una y otra ecología. En estos años, nuevas naciones han entrado con pujanza en la producción industrial, incrementando las necesidades energéticas. Eso está provocando una competitividad ante los recursos disponibles sin parangón con situaciones precedentes. Mientras tanto, en algunas regiones del planeta se viven aún condiciones de gran atraso, en las que el desarrollo está prácticamente bloqueado, motivado también por la subida de los precios de la energía. ¿Qué será de esas poblaciones? ¿Qué género de desarrollo, o de no desarrollo, les impondrá la escasez de abastecimiento energético? ¿Qué injusticias y antagonismos provocará la carrera a las fuentes de energía? Y ¿cómo reaccionarán los excluidos de esta competición? Son preguntas que evidencian cómo el respeto por la naturaleza está vinculado estrechamente con la necesidad de establecer entre los hombres y las naciones relaciones atentas a la dignidad de la persona y capaces de satisfacer sus auténticas necesidades. La destrucción del ambiente, su uso impropio o egoísta y el acaparamiento violento de los recursos de la tierra, generan fricciones, conflictos y guerras, precisamente porque son fruto de un concepto inhumano de desarrollo. En efecto, un desarrollo que se limitara al aspecto técnico y económico, descuidando la dimensión moral y religiosa, no sería un desarrollo humano integral y, al ser unilateral, terminaría fomentando la capacidad destructiva del hombre.

Concepciones restrictivas del hombre

10. Es apremiante, pues, incluso en el marco de las dificultades y tensiones internacionales actuales, el esfuerzo por abrir paso a una ecología humana que favorezca el crecimiento del « árbol de la paz ». Para acometer una empresa como ésta, es preciso dejarse guiar por una visión de la persona no viciada por prejuicios ideológicos y culturales, o intereses políticos y económicos, que inciten al odio y a la violencia. Es comprensible que la visión del hombre varíe en las diversas culturas. Lo que no es admisible es que se promuevan concepciones antropológicas que conlleven el germen de la contraposición y la violencia. Son igualmente inaceptables las concepciones de Dios que impulsen a la intolerancia ante nuestros semejantes y el recurso a la violencia contra ellos. Éste es un punto que se ha de reafirmar con claridad: nunca es aceptable una guerra en nombre de Dios. Cuando una cierta concepción de Dios da origen a hechos criminales, es señal de que dicha concepción se ha convertido ya en ideología.

11. Pero hoy la paz peligra no sólo por el conflicto entre las concepciones restrictivas del hombre, o sea, entre las ideologías. Peligra también por la indiferencia ante lo que constituye la verdadera naturaleza del hombre. En efecto, son muchos en nuestros tiempos los que niegan la existencia de una naturaleza humana específica, haciendo así posible las más extravagantes interpretaciones de las dimensiones constitutivas esenciales del ser humano. También en esto se necesita claridad: una consideración “débil” de la persona, que dé pie a cualquier concepción, incluso excéntrica, sólo en apariencia favorece la paz. En realidad, impide el diálogo auténtico y abre las puertas a la intervención de imposiciones autoritarias, terminando así por dejar indefensa a la persona misma y, en consecuencia, presa fácil de la opresión y la violencia.

Derechos humanos y Organizaciones internacionales

12. Una paz estable y verdadera presupone el respeto de los derechos del hombre. Pero si éstos se basan en una concepción débil de la persona, ¿cómo evitar que se debiliten también ellos mismos? Se pone así de manifiesto la profunda insuficiencia de una concepción relativista de la persona cuando se trata de justificar y defender sus derechos. La aporía es patente en este caso: los derechos se proponen como absolutos, pero el fundamento que se aduce para ello es sólo relativo. ¿Por qué sorprenderse cuando, ante las exigencias “incómodas” que impone uno u otro derecho, alguien se atreviera a negarlo o decidera relegarlo? Sólo si están arraigados en bases objetivas de la naturaleza que el Creador ha dado al hombre, los derechos que se le han atribuido pueden ser afirmados sin temor de ser desmentidos. Por lo demás, es patente que los derechos del hombre implican a su vez deberes. A este respecto, bien decía el mahatma Gandhi: «El Ganges de los derechos desciende del Himalaya de los deberes». Únicamente aclarando estos presupuestos de fondo, los derechos humanos, sometidos hoy a continuos ataques, pueden ser defendidos adecuadamente. Sin esta aclaración, se termina por usar la expresión misma de « derechos humanos », sobrentendiendo sujetos muy diversos entre sí: para algunos, será la persona humana caracterizada por una dignidad permanente y por derechos siempre válidos, para todos y en cualquier lugar; para otros, una persona con dignidad versátil y con derechos siempre negociables, tanto en los contenidos como en el tiempo y en el espacio.

13. Los Organismos internacionales se refieren continuamente a la tutela de los derechos humanos y, en particular, lo hace la Organización de las Naciones Unidas que, con la Declaración Universal de 1948, se ha propuesto como tarea fundamental la promoción de los derechos del hombre. Se considera dicha Declaración como una forma de compromiso moral asumido por la humanidad entera. Esto manifiesta una profunda verdad sobre todo si se entienden los derechos descritos en la Declaración no simplemente como fundados en la decisión de la asamblea que los ha aprobado, sino en la naturaleza misma del hombre y en su dignidad inalienable de persona creada por Dios. Por tanto, es importante que los Organismos internacionales no pierdan de vista el fundamento natural de los derechos del hombre. Eso los pondría a salvo del riesgo, por desgracia siempre al acecho, de ir cayendo hacia una interpretación meramente positivista de los mismos. Si esto ocurriera, los Organismos internacionales perderían la autoridad necesaria para desempeñar el papel de defensores de los derechos fundamentales de la persona y de los pueblos, que es la justificación principal de su propia existencia y actuación.

Derecho internacional humanitario y derecho interno de los Estados

14. A partir de la convicción de que existen derechos humanos inalienables vinculados a la naturaleza común de los hombres, se ha elaborado un derecho internacional humanitario, a cuya observancia se han comprometido los Estados, incluso en caso de guerra. Lamentablemente, y dejando aparte el pasado, este derecho no ha sido aplicado coherentemente en algunas situaciones bélicas recientes. Así ha ocurrido, por ejemplo, en el conflicto que hace meses ha tenido como escenario el Sur del Líbano, en el que se ha desatendido en buena parte la obligación de proteger y ayudar a las víctimas inocentes, y de no implicar a la población civil. El doloroso caso del Líbano y la nueva configuración de los conflictos, sobre todo desde que la amenaza terrorista ha actuado con formas inéditas de violencia, exigen que la comunidad internacional corrobore el derecho internacional humanitario y lo aplique en todas las situaciones actuales de conflicto armado, incluidas las que no están previstas por el derecho internacional vigente. Además, la plaga del terrorismo reclama una reflexión profunda sobre los límites éticos implicados en el uso de los instrumentos modernos de la seguridad nacional. En efecto, cada vez más frecuentemente los conflictos no son declarados, sobre todo cuando los desencadenan grupos terroristas decididos a alcanzar por cualquier medio sus objetivos. Ante los hechos sobrecogedores de estos últimos años, los Estados deben percibir la necesidad de establecer reglas más claras, capaces de contrastar eficazmente la dramática desorientación que se está dando. La guerra es siempre un fracaso para la comunidad internacional y una gran pérdida para la humanidad. Y cuando, a pesar de todo, se llega a ella, hay que salvaguardar al menos los principios esenciales de humanidad y los valores que fundamentan toda convivencia civil, estableciendo normas de comportamiento que limiten lo más posible sus daños y ayuden a aliviar el sufrimiento de los civiles y de todas las víctimas de los conflictos.[7]

15. Otro elemento que suscita gran inquietud es la voluntad, manifestada recientemente por algunos Estados, de poseer armas nucleares. Esto ha acentuado ulteriormente el clima difuso de incertidumbre y de temor ante una posible catástrofe atómica. Es algo que hace pensar de nuevo en los tiempos pasados, en las ansias abrumadoras del período de la llamada “guerra fría”. Se esperaba que, después de ella, el peligro atómico habría pasado definitivamente y que la humanidad podría por fin dar un suspiro de sosiego duradero. A este respecto, qué actual parece la exhortación del Concilio Ecuménico Vaticano II: «Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de amplias regiones con sus habitantes es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones».[8] Lamentablemente, en el horizonte de la humanidad siguen formándose nubes amenazadoras. La vía para asegurar un futuro de paz para todos consiste no sólo en los acuerdos internacionales para la no proliferación de armas nucleares, sino también en el compromiso de intentar con determinación su disminución y desmantelamiento definitivo. Ninguna tentativa puede dejarse de lado para lograr estos objetivos mediante la negociación. ¡Está en juego la suerte de toda la familia humana!

La Iglesia, tutela de la trascendencia de la persona humana

16. Deseo, por fin, dirigir un llamamiento apremiante al Pueblo de Dios, para que todo cristiano se sienta comprometido a ser un trabajador incansable en favor de la paz y un valiente defensor de la dignidad de la persona humana y de sus derechos inalienables. El cristiano, dando gracias a Dios por haberlo llamado a pertenecer a su Iglesia, que es « signo y salvaguardia de la trascendencia de la persona humana » [9] en el mundo, no se cansará de implorarle el bien fundamental de la paz, tan importante en la vida de cada uno. Sentirá también la satisfacción de servir con generosa dedicación a la causa de la paz, ayudando a los hermanos, especialmente a aquéllos que, además de sufrir privaciones y pobreza, carecen también de este precioso bien. Jesús nos ha revelado que «Dios es amor» (1 Jn 4,8), y que la vocación más grande de cada persona es el amor. En Cristo podemos encontrar las razones supremas para hacernos firmes defensores de la dignidad humana y audaces constructores de la paz.

17. Así pues, que nunca falte la aportación de todo creyente a la promoción de un verdadero humanismo integral, según las enseñanzas de las Cartas encíclicas Populorum progressio y Sollicitudo rei socialis, de las que nos preparamos a celebrar este año precisamente el 40 y el 20 aniversario. Al comienzo del año 2007, al que nos asomamos —aun entre peligros y problemas— con el corazón lleno de esperanza, confío mi constante oración por toda la humanidad a la Reina de la Paz, Madre de Jesucristo, « nuestra paz » (Ef 2,14). Que María nos enseñe en su Hijo el camino de la paz, e ilumine nuestros ojos para que sepan reconocer su Rostro en el rostro de cada persona humana, corazón de la paz.

Vaticano, 8 de diciembre de 2006.

BENEDICTUS PP XVI


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MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2008



FAMILIA HUMANA, COMUNIDAD DE PAZ



1. Al comenzar el nuevo año deseo hacer llegar a los hombres y mujeres de todo el mundo mis fervientes deseos de paz, junto con un caluroso mensaje de esperanza. Lo hago proponiendo a la reflexión común el tema que he enunciado al principio de este mensaje, y que considero muy importante: Familia humana, comunidad de paz. De hecho, la primera forma de comunión entre las personas es la que el amor suscita entre un hombre y una mujer decididos a unirse establemente para construir juntos una nueva familia. Pero también los pueblos de la tierra están llamados a establecer entre sí relaciones de solidaridad y colaboración, como corresponde a los miembros de la única familia humana: « Todos los pueblos —dice el Concilio Vaticano II— forman una única comunidad y tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la entera faz de la tierra (cf. Hch 17,26); también tienen un único fin último, Dios »[1].

Familia, sociedad y paz

2. La familia natural, en cuanto comunión íntima de vida y amor, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer[2], es el « lugar primario de ‘‘humanización'' de la persona y de la sociedad »[3], la « cuna de la vida y del amor »[4]. Con razón, pues, se ha calificado a la familia como la primera sociedad natural, « una institución divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización social »[5].

3. En efecto, en una vida familiar « sana » se experimentan algunos elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles, porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo. Por eso, la familia es la primera e insustituible educadora de la paz. No ha de sorprender, pues, que se considere particularmente intolerable la violencia cometida dentro de la familia. Por tanto, cuando se afirma que la familia es « la célula primera y vital de la sociedad »[6], se dice algo esencial. La familia es también fundamento de la sociedad porque permite tener experiencias determinantes de paz. Por consiguiente, la comunidad humana no puede prescindir del servicio que presta la familia. El ser humano en formación, ¿dónde podría aprender a gustar mejor el « sabor » genuino de la paz sino en el « nido » que le prepara la naturaleza? El lenguaje familiar es un lenguaje de paz; a él es necesario recurrir siempre para no perder el uso del vocabulario de la paz. En la inflación de lenguajes, la sociedad no puede perder la referencia a esa « gramática » que todo niño aprende de los gestos y miradas de mamá y papá, antes incluso que de sus palabras.

4. La familia, al tener el deber de educar a sus miembros, es titular de unos derechos específicos. La misma Declaración universal de los derechos humanos, que constituye una conquista de civilización jurídica de valor realmente universal, afirma que « la familia es el núcleo natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a ser protegida por la sociedad y el Estado »[7]. Por su parte, la Santa Sede ha querido reconocer una especial dignidad jurídica a la familia publicando la Carta de los derechos de la familia. En el Preámbulo se dice: « Los derechos de la persona, aunque expresados como derechos del individuo, tienen una dimensión fundamentalmente social que halla su expresión innata y vital en la familia »[8]. Los derechos enunciados en la Carta manifiestan y explicitan la ley natural, inscrita en el corazón del ser humano y que la razón le manifiesta. La negación o restricción de los derechos de la familia, al oscurecer la verdad sobre el hombre, amenaza los fundamentos mismos de la paz.

5. Por tanto, quien obstaculiza la institución familiar, aunque sea inconscientemente, hace que la paz de toda la comunidad, nacional e internacional, sea frágil, porque debilita lo que, de hecho, es la principal « agencia » de paz. Éste es un punto que merece una reflexión especial: todo lo que contribuye a debilitar la familia fundada en el matrimonio de un hombre y una mujer, lo que directa o indirectamente dificulta su disponibilidad para la acogida responsable de una nueva vida, lo que se opone a su derecho de ser la primera responsable de la educación de los hijos, es un impedimento objetivo para el camino de la paz. La familia tiene necesidad de una casa, del trabajo y del debido reconocimiento de la actividad doméstica de los padres; de escuela para los hijos, de asistencia sanitaria básica para todos. Cuando la sociedad y la política no se esfuerzan en ayudar a la familia en estos campos, se privan de un recurso esencial para el servicio de la paz. Concretamente, los medios de comunicación social, por las potencialidades educativas de que disponen, tienen una responsabilidad especial en la promoción del respeto por la familia, en ilustrar sus esperanzas y derechos, en resaltar su belleza.

La humanidad es una gran familia

6. La comunidad social, para vivir en paz, está llamada a inspirarse también en los valores sobre los que se rige la comunidad familiar. Esto es válido tanto para las comunidades locales como nacionales; más aún, es válido para la comunidad misma de los pueblos, para la familia humana, que vive en esa casa común que es la tierra. Sin embargo, en esta perspectiva no se ha de olvidar que la familia nace del « sí » responsable y definitivo de un hombre y de una mujer, y vive del « sí » consciente de los hijos que poco a poco van formando parte de ella. Para prosperar, la comunidad familiar necesita el consenso generoso de todos sus miembros. Es preciso que esta toma de conciencia llegue a ser también una convicción compartida por cuantos están llamados a formar la común familia humana. Hay que saber decir el propio « sí » a esta vocación que Dios ha inscrito en nuestra misma naturaleza. No vivimos unos al lado de otros por casualidad; todos estamos recorriendo un mismo camino como hombres y, por tanto, como hermanos y hermanas. Por eso es esencial que cada uno se esfuerce en vivir la propia vida con una actitud responsable ante Dios, reconociendo en Él la fuente de la propia existencia y la de los demás. Sobre la base de este principio supremo se puede percibir el valor incondicionado de todo ser humano y, así, poner las premisas para la construcción de una humanidad pacificada. Sin este fundamento trascendente, la sociedad es sólo una agrupación de ciudadanos, y no una comunidad de hermanos y hermanas, llamados a formar una gran familia.

Familia, comunidad humana y medio ambiente

7. La familia necesita una casa a su medida, un ambiente donde vivir sus propias relaciones. Para la familia humana, esta casa es la tierra, el ambiente que Dios Creador nos ha dado para que lo habitemos con creatividad y responsabilidad. Hemos de cuidar el medio ambiente: éste ha sido confiado al hombre para que lo cuide y lo cultive con libertad responsable, teniendo siempre como criterio orientador el bien de todos. Obviamente, el valor del ser humano está por encima de toda la creación. Respetar el medio ambiente no quiere decir que la naturaleza material o animal sea más importante que el hombre. Quiere decir más bien que no se la considera de manera egoísta, a plena disposición de los propios intereses, porque las generaciones futuras tienen también el derecho a obtener beneficio de la creación, ejerciendo en ella la misma libertad responsable que reivindicamos para nosotros. Y tampoco se ha de olvidar a los pobres, excluidos en muchos casos del destino universal de los bienes de la creación. Hoy la humanidad teme por el futuro equilibrio ecológico. Sería bueno que las valoraciones a este respecto se hicieran con prudencia, en diálogo entre expertos y entendidos, sin apremios ideológicos hacia conclusiones apresuradas y, sobre todo, concordando juntos un modelo de desarrollo sostenible, que asegure el bienestar de todos respetando el equilibrio ecológico. Si la tutela del medio ambiente tiene sus costes, éstos han de ser distribuidos con justicia, teniendo en cuenta el desarrollo de los diversos países y la solidaridad con las futuras generaciones. Prudencia no significa eximirse de las propias responsabilidades y posponer las decisiones; significa más bien asumir el compromiso de decidir juntos después de haber ponderado responsablemente la vía a seguir, con el objetivo de fortalecer esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos.

8. A este respecto, es fundamental « sentir » la tierra como « nuestra casa común » y, para ponerla al servicio de todos, adoptar la vía del diálogo en vez de tomar decisiones unilaterales. Si fuera necesario, se pueden aumentar los ámbitos institucionales en el plano internacional para afrontar juntos el gobierno de esta « casa » nuestra; sin embargo, lo que más cuenta es lograr que madure en las conciencias la convicción de que es necesario colaborar responsablemente. Los problemas que aparecen en el horizonte son complejos y el tiempo apremia. Para hacer frente a la situación de manera eficaz es preciso actuar de común acuerdo. Un ámbito en el que sería particularmente necesario intensificar el diálogo entre las Naciones es el de la gestión de los recursos energéticos del planeta. A este respecto, se plantea una doble urgencia para los países tecnológicamente avanzados: por un lado, hay que revisar los elevados niveles de consumo debidos al modelo actual de desarrollo y, por otro, predisponer inversiones adecuadas para diversificar las fuentes de energía y mejorar la eficiencia energética. Los países emergentes tienen hambre de energía, pero a veces este hambre se sacia a costa de los países pobres que, por la insuficiencia de sus infraestructuras y tecnología, se ven obligados a malvender los recursos energéticos que tienen. A veces, su misma libertad política queda en entredicho con formas de protectorado o, en todo caso, de condicionamiento que se muestran claramente humillantes.

Familia, comunidad humana y economía

9. Una condición esencial para la paz en cada familia es que se apoye sobre el sólido fundamento de valores espirituales y éticos compartidos. Pero se ha de añadir que se tiene una auténtica experiencia de paz en la familia cuando a nadie le falta lo necesario, y el patrimonio familiar —fruto del trabajo de unos, del ahorro de otros y de la colaboración activa de todos— se administra correctamente con solidaridad, sin excesos ni despilfarro. Por tanto, para la paz familiar se necesita, por una parte, la apertura a un patrimonio trascendente de valores, pero al mismo tiempo no deja de tener su importancia un sabio cuidado tanto de los bienes materiales como de las relaciones personales. Cuando falta este elemento se deteriora la confianza mutua por las perspectivas inciertas que amenazan el futuro del núcleo familiar.

10. Una consideración parecida puede hacerse respecto a esa otra gran familia que es la humanidad en su conjunto. También la familia humana, hoy más unida por el fenómeno de la globalización, necesita además un fundamento de valores compartidos, una economía que responda realmente a las exigencias de un bien común de dimensiones planetarias. Desde este punto de vista, la referencia a la familia natural se revela también singularmente sugestiva. Hay que fomentar relaciones correctas y sinceras entre los individuos y entre los pueblos, que permitan a todos colaborar en plan de igualdad y justicia. Al mismo tiempo, es preciso comprometerse en emplear acertadamente los recursos y en distribuir la riqueza con equidad. En particular, las ayudas que se dan a los países pobres han de responder a criterios de una sana lógica económica, evitando derroches que, en definitiva, sirven sobre todo para el mantenimiento de un costoso aparato burocrático. Se ha de tener también debidamente en cuenta la exigencia moral de procurar que la organización económica no responda sólo a las leyes implacables de los beneficios inmediatos, que pueden resultar inhumanas.

Familia, comunidad humana y ley moral

11. Una familia vive en paz cuando todos sus miembros se ajustan a una norma común: esto es lo que impide el individualismo egoísta y lo que mantiene unidos a todos, favoreciendo su coexistencia armoniosa y la laboriosidad orgánica. Este criterio, de por sí obvio, vale también para las comunidades más amplias: desde las locales a la nacionales, e incluso a la comunidad internacional. Para alcanzar la paz se necesita una ley común, que ayude a la libertad a ser realmente ella misma, en lugar de ciega arbitrariedad, y que proteja al débil del abuso del más fuerte. En la familia de los pueblos se dan muchos comportamientos arbitrarios, tanto dentro de cada Estado como en las relaciones de los Estados entre sí. Tampoco faltan tantas situaciones en las que el débil tiene que doblegarse, no a las exigencias de la justicia, sino a la fuerza bruta de quien tiene más recursos que él. Hay que reiterarlo: la fuerza ha de estar moderada por la ley, y esto tiene que ocurrir también en las relaciones entre Estados soberanos.

12. La Iglesia se ha pronunciado muchas veces sobre la naturaleza y la función de la ley: la norma jurídica que regula las relaciones de las personas entre sí, encauzando los comportamientos externos y previendo también sanciones para los transgresores, tiene como criterio la norma moral basada en la naturaleza de las cosas. Por lo demás, la razón humana es capaz de discernirla al menos en sus exigencias fundamentales, llegando así hasta la Razón creadora de Dios que es el origen de todas las cosas. Esta norma moral debe regular las opciones de la conciencia y guiar todo el comportamiento del ser humano. ¿Existen normas jurídicas para las relaciones entre las Naciones que componen la familia humana? Y si existen, ¿son eficaces? La respuesta es sí; las normas existen, pero para lograr que sean verdaderamente eficaces es preciso remontarse a la norma moral natural como base de la norma jurídica, de lo contrario ésta queda a merced de consensos frágiles y provisionales.

13. El conocimiento de la norma moral natural no es imposible para el hombre que entra en sí mismo y, situándose frente a su propio destino, se interroga sobre la lógica interna de las inclinaciones más profundas que hay en su ser. Aunque sea con perplejidades e incertidumbres, puede llegar a descubrir, al menos en sus líneas esenciales, esta ley moral común que, por encima de las diferencias culturales, permite que los seres humanos se entiendan entre ellos sobre los aspectos más importantes del bien y del mal, de lo que es justo o injusto. Es indispensable remontarse hasta esta ley fundamental empleando en esta búsqueda nuestras mejores energías intelectuales, sin dejarnos desanimar por los equívocos o las tergiversaciones. De hecho, los valores contenidos en la ley natural están presentes, aunque de manera fragmentada y no siempre coherente, en los acuerdos internacionales, en las formas de autoridad reconocidas universalmente, en los principios del derecho humanitario recogido en las legislaciones de cada Estado o en los estatutos de los Organismos internacionales. La humanidad no está « sin ley ». Sin embargo, es urgente continuar el diálogo sobre estos temas, favoreciendo también la convergencia de las legislaciones de cada Estado hacia el reconocimiento de los derechos humanos fundamentales. El crecimiento de la cultura jurídica en el mundo depende además del esfuerzo por dar siempre consistencia a las normas internacionales con un contenido profundamente humano, evitando rebajarlas a meros procedimientos que se pueden eludir fácilmente por motivos egoístas o ideológicos.

Superación de los conflictos y desarme

14. La humanidad sufre hoy, lamentablemente, grandes divisiones y fuertes conflictos que arrojan densas nubes sobre su futuro. Vastas regiones del planeta están envueltas en tensiones crecientes, mientras que el peligro de que aumenten los países con armas nucleares suscita en toda persona responsable una fundada preocupación. En el Continente africano, a pesar de que numerosos países han progresado en el camino de la libertad y de la democracia, quedan todavía muchas guerras civiles. El Medio Oriente sigue siendo aún escenario de conflictos y atentados, que influyen también en Naciones y regiones limítrofes, con el riesgo de quedar atrapadas en la espiral de la violencia. En un plano más general, se debe hacer notar, con pesar, un aumento del número de Estados implicados en la carrera de armamentos: incluso Naciones en vías de desarrollo destinan una parte importante de su escaso producto interior para comprar armas. Las responsabilidades en este funesto comercio son muchas: están, por un lado, los países del mundo industrialmente desarrollado que obtienen importantes beneficios por la venta de armas y, por otro, están también las oligarquías dominantes en tantos países pobres que quieren reforzar su situación mediante la compra de armas cada vez más sofisticadas. En tiempos tan difíciles, es verdaderamente necesaria una movilización de todas las personas de buena voluntad para llegar a acuerdos concretos con vistas a una eficaz desmilitarización, sobre todo en el campo de las armas nucleares. En esta fase en la que el proceso de no proliferación nuclear está estancado, siento el deber de exhortar a las Autoridades a que reanuden las negociaciones con una determinación más firme de cara al desmantelamiento progresivo y concordado de las armas nucleares existentes. Soy consciente de que al renovar esta llamada me hago intérprete del deseo de cuantos comparten la preocupación por el futuro de la humanidad.

15. Hace ahora sesenta años, la Organización de las Naciones Unidas hacía pública de modo solemne la Declaración universal de los derechos humanos (1948-2008). Con aquel documento la familia humana reaccionaba ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial, reconociendo la propia unidad basada en la igual dignidad de todos los hombres y poniendo en el centro de la convivencia humana el respeto de los derechos fundamentales de los individuos y de los pueblos: fue un paso decisivo en el camino difícil y laborioso hacia la concordia y la paz. Una mención especial merece también la celebración del 25 aniversario de la adopción por parte de la Santa Sede de la Carta de los derechos de la familia (1983-2008), así como el 40 aniversario de la celebración de la primera Jornada Mundial de la Paz (1968-2008). La celebración de esta Jornada, fruto de una intuición providencial del Papa Pablo VI, y retomada con gran convicción por mi amado y venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, ha ofrecido a la Iglesia a lo largo de los años la oportunidad de desarrollar, a través de los Mensajes publicados con ese motivo, una doctrina orientadora en favor de este bien humano fundamental. Precisamente a la luz de estas significativas efemérides, invito a todos los hombres y mujeres a que tomen una conciencia más clara sobre la común pertenencia a la única familia humana y a comprometerse para que la convivencia en la tierra refleje cada vez más esta convicción, de la cual depende la instauración de una paz verdadera y duradera. Invito también a los creyentes a implorar a Dios sin cesar el gran don de la paz. Los cristianos, por su parte, saben que pueden confiar en la intercesión de la que, siendo la Madre del Hijo de Dios que se hizo carne para la salvación de toda la humanidad, es Madre de todos.

Deseo a todos un feliz Año nuevo.

Vaticano, 8 de diciembre de 2007.


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MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2009



COMBATIR LA POBREZA, CONSTRUIR LA PAZ



1. También en este año nuevo que comienza, deseo hacer llegar a todos mis mejores deseos de paz, e invitar con este Mensaje a reflexionar sobre el tema: Combatir la pobreza, construir la paz. Mi venerado predecesor Juan Pablo II, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1993, subrayó ya las repercusiones negativas que la situación de pobreza de poblaciones enteras acaba teniendo sobre la paz. En efecto, la pobreza se encuentra frecuentemente entre los factores que favorecen o agravan los conflictos, incluidas la contiendas armadas. Estas últimas alimentan a su vez trágicas situaciones de penuria. «Se constata y se hace cada vez más grave en el mundo –escribió Juan Pablo II– otra seria amenaza para la paz: muchas personas, es más, poblaciones enteras viven hoy en condiciones de extrema pobreza. La desigualdad entre ricos y pobres se ha hecho más evidente, incluso en las naciones más desarrolladas económicamente. Se trata de un problema que se plantea a la conciencia de la humanidad, puesto que las condiciones en que se encuentra un gran número de personas son tales que ofenden su dignidad innata y comprometen, por consiguiente, el auténtico y armónico progreso de la comunidad mundial»[1].

2. En este cuadro, combatir la pobreza implica considerar atentamente el fenómeno complejo de la globalización. Esta consideración es importante ya desde el punto de vista metodológico, pues invita a tener en cuenta el fruto de las investigaciones realizadas por los economistas y sociólogos sobre tantos aspectos de la pobreza. Pero la referencia a la globalización debería abarcar también la dimensión espiritual y moral, instando a mirar a los pobres desde la perspectiva de que todos comparten un único proyecto divino, el de la vocación de construir una sola familia en la que todos –personas, pueblos y naciones– se comporten siguiendo los principios de fraternidad y responsabilidad.

En dicha perspectiva se ha de tener una visión amplia y articulada de la pobreza. Si ésta fuese únicamente material, las ciencias sociales, que nos ayudan a medir los fenómenos basándose sobre todo en datos de tipo cuantitativo, serían suficientes para iluminar sus principales características. Sin embargo, sabemos que hay pobrezas inmateriales, que no son consecuencia directa y automática de carencias materiales. Por ejemplo, en las sociedades ricas y desarrolladas existen fenómenos de marginación, pobreza relacional, moral y espiritual: se trata de personas desorientadas interiormente, aquejadas por formas diversas de malestar a pesar de su bienestar económico. Pienso, por una parte, en el llamado «subdesarrollo moral»[2] y, por otra, en las consecuencias negativas del «superdesarrollo»[3]. Tampoco olvido que, en las sociedades definidas como «pobres», el crecimiento económico se ve frecuentemente entorpecido por impedimentos culturales, que no permiten utilizar adecuadamente los recursos. De todos modos, es verdad que cualquier forma de pobreza no asumida libremente tiene su raíz en la falta de respeto por la dignidad trascendente de la persona humana. Cuando no se considera al hombre en su vocación integral, y no se respetan las exigencias de una verdadera «ecología humana»[4], se desencadenan también dinámicas perversas de pobreza, como se pone claramente de manifiesto en algunos aspectos en los cuales me detendré brevemente.

Pobreza e implicaciones morales

3. La pobreza se pone a menudo en relación con el crecimiento demográfico. Consiguientemente, se están llevando a cabo campañas para reducir la natalidad en el ámbito internacional, incluso con métodos que no respetan la dignidad de la mujer ni el derecho de los cónyuges a elegir responsablemente el número de hijos [5] y, lo que es más grave aún, frecuentemente ni siquiera respetan el derecho a la vida. El exterminio de millones de niños no nacidos en nombre de la lucha contra la pobreza es, en realidad, la eliminación de los seres humanos más pobres. A esto se opone el hecho de que, en 1981, aproximadamente el 40% de la población mundial estaba por debajo del umbral de la pobreza absoluta, mientras que hoy este porcentaje se ha reducido sustancialmente a la mitad y numerosas poblaciones, caracterizadas, por lo demás, por un notable incremento demográfico, han salido de la pobreza. El dato apenas mencionado muestra claramente que habría recursos para resolver el problema de la indigencia, incluso con un crecimiento de la población. Tampoco hay que olvidar que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy, la población de la tierra ha crecido en cuatro mil millones y, en buena parte, este fenómeno se produce en países que han aparecido recientemente en el escenario internacional como nuevas potencias económicas, y han obtenido un rápido desarrollo precisamente gracias al elevado número de sus habitantes. Además, entre las naciones más avanzadas, las que tienen un mayor índice de natalidad disfrutan de mejor potencial para el desarrollo. En otros términos, la población se está confirmando como una riqueza y no como un factor de pobreza.

4. Otro aspecto que preocupa son las enfermedades pandémicas, como por ejemplo, la malaria, la tuberculosis y el sida que, en la medida en que afectan a los sectores productivos de la población, tienen una gran influencia en el deterioro de las condiciones generales del país. Los intentos de frenar las consecuencias de estas enfermedades en la población no siempre logran resultados significativos. Además, los países aquejados de dichas pandemias, a la hora de contrarrestarlas, sufren los chantajes de quienes condicionan las ayudas económicas a la puesta en práctica de políticas contrarias a la vida. Es difícil combatir sobre todo el sida, causa dramática de pobreza, si no se afrontan los problemas morales con los que está relacionada la difusión del virus. Es preciso, ante todo, emprender campañas que eduquen especialmente a los jóvenes a una sexualidad plenamente concorde con la dignidad de la persona; hay iniciativas en este sentido que ya han dado resultados significativos, haciendo disminuir la propagación del virus. Además, se requiere también que se pongan a disposición de las naciones pobres las medicinas y tratamientos necesarios; esto exige fomentar decididamente la investigación médica y las innovaciones terapéuticas, y aplicar con flexibilidad, cuando sea necesario, las reglas internacionales sobre la propiedad intelectual, con el fin de garantizar a todos la necesaria atención sanitaria de base.

5. Un tercer aspecto en que se ha de poner atención en los programas de lucha contra la pobreza, y que muestra su intrínseca dimensión moral, es la pobreza de los niños. Cuando la pobreza afecta a una familia, los niños son las víctimas más vulnerables: casi la mitad de quienes viven en la pobreza absoluta son niños. Considerar la pobreza poniéndose de parte de los niños impulsa a estimar como prioritarios los objetivos que los conciernen más directamente como, por ejemplo, el cuidado de las madres, la tarea educativa, el acceso a las vacunas, a las curas médicas y al agua potable, la salvaguardia del medio ambiente y, sobre todo, el compromiso en la defensa de la familia y de la estabilidad de las relaciones en su interior. Cuando la familia se debilita, los daños recaen inevitablemente sobre los niños. Donde no se tutela la dignidad de la mujer y de la madre, los más afectados son principalmente los hijos.

6. Un cuarto aspecto que merece particular atención desde el punto de vista moral es la relación entre el desarme y el desarrollo. Es preocupante la magnitud global del gasto militar en la actualidad. Como ya he tenido ocasión de subrayar, «los ingentes recursos materiales y humanos empleados en gastos militares y en armamentos se sustraen a los proyectos de desarrollo de los pueblos, especialmente de los más pobres y necesitados de ayuda. Y esto va contra lo que afirma la misma Carta de las Naciones Unidas, que compromete a la comunidad internacional, y a los Estados en particular, a “promover el establecimiento y el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacional con el mínimo dispendio de los recursos humanos y económicos mundiales en armamentos” (art. 26)»[6].

Este estado de cosas, en vez de facilitar, entorpece seriamente la consecución de los grandes objetivos de desarrollo de la comunidad internacional. Además, un incremento excesivo del gasto militar corre el riesgo de acelerar la carrera de armamentos, que provoca bolsas de subdesarrollo y de desesperación, transformándose así, paradójicamente, en factor de inestabilidad, tensión y conflictos. Como afirmó sabiamente mi venerado Predecesor Pablo VI, «el desarrollo es el nuevo nombre de la paz»[7]. Por tanto, los Estados están llamados a una seria reflexión sobre los motivos más profundos de los conflictos, a menudo avivados por la injusticia, y a afrontarlos con una valiente autocrítica. Si se alcanzara una mejora de las relaciones, sería posible reducir los gastos en armamentos. Los recursos ahorrados se podrían destinar a proyectos de desarrollo de las personas y de los pueblos más pobres y necesitados: los esfuerzos prodigados en este sentido son un compromiso por la paz dentro de la familia humana.

7. Un quinto aspecto de la lucha contra la pobreza material se refiere a la actual crisis alimentaria, que pone en peligro la satisfacción de las necesidades básicas. Esta crisis se caracteriza no tanto por la insuficiencia de alimentos, sino por las dificultades para obtenerlos y por fenómenos especulativos y, por tanto, por la falta de un entramado de instituciones políticas y económicas capaces de afrontar las necesidades y emergencias. La malnutrición puede provocar también graves daños psicofísicos a la población, privando a las personas de la energía necesaria para salir, sin una ayuda especial, de su estado de pobreza. Esto contribuye a ampliar la magnitud de las desigualdades, provocando reacciones que pueden llegar a ser violentas. Todos los datos sobre el crecimiento de la pobreza relativa en los últimos decenios indican un aumento de la diferencia entre ricos y pobres. Sin duda, las causas principales de este fenómeno son, por una parte, el cambio tecnológico, cuyos beneficios se concentran en el nivel más alto de la distribución de la renta y, por otra, la evolución de los precios de los productos industriales, que aumentan mucho más rápidamente que los precios de los productos agrícolas y de las materias primas que poseen los países más pobres. Resulta así que la mayor parte de la población de los países más pobres sufre una doble marginación, beneficios más bajos y precios más altos.

Lucha contra la pobreza y solidaridad global

8. Una de las vías maestras para construir la paz es una globalización que tienda a los intereses de la gran familia humana[8]. Sin embargo, para guiar la globalización se necesita una fuerte solidaridad global[9], tanto entre países ricos y países pobres, como dentro de cada país, aunque sea rico. Es preciso un «código ético común»[10], cuyas normas no sean sólo fruto de acuerdos, sino que estén arraigadas en la ley natural inscrita por el Creador en la conciencia de todo ser humano (cf. Rm 2,14-15). Cada uno de nosotros ¿no siente acaso en lo recóndito de su conciencia la llamada a dar su propia contribución al bien común y a la paz social? La globalización abate ciertas barreras, pero esto no significa que no se puedan construir otras nuevas; acerca los pueblos, pero la proximidad en el espacio y en el tiempo no crea de suyo las condiciones para una comunión verdadera y una auténtica paz. La marginación de los pobres del planeta sólo puede encontrar instrumentos válidos de emancipación en la globalización si todo hombre se siente personalmente herido por las injusticias que hay en el mundo y por las violaciones de los derechos humanos vinculadas a ellas. La Iglesia, que es «signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano»[11], continuará ofreciendo su aportación para que se superen las injusticias e incomprensiones, y se llegue a construir un mundo más pacífico y solidario.

9. En el campo del comercio internacional y de las transacciones financieras, se están produciendo procesos que permiten integrar positivamente las economías, contribuyendo a la mejora de las condiciones generales; pero existen también procesos en sentido opuesto, que dividen y marginan a los pueblos, creando peligrosas premisas para conflictos y guerras. En los decenios sucesivos a la Segunda Guerra Mundial, el comercio internacional de bienes y servicios ha crecido con extraordinaria rapidez, con un dinamismo sin precedentes en la historia. Gran parte del comercio mundial se ha centrado en los países de antigua industrialización, a los que se han añadido de modo significativo muchos países emergentes, que han adquirido una cierta relevancia. Sin embargo, hay otros países de renta baja que siguen estando gravemente marginados respecto a los flujos comerciales. Su crecimiento se ha resentido por la rápida disminución de los precios de las materias primas registrada en las últimas décadas, que constituyen la casi totalidad de sus exportaciones. En estos países, la mayoría africanos, la dependencia de las exportaciones de las materias primas sigue siendo un fuerte factor de riesgo. Quisiera renovar un llamamiento para que todos los países tengan las mismas posibilidades de acceso al mercado mundial, evitando exclusiones y marginaciones

10. Se puede hacer una reflexión parecida sobre las finanzas, que atañe a uno de los aspectos principales del fenómeno de la globalización, gracias al desarrollo de la electrónica y a las políticas de liberalización de los flujos de dinero entre los diversos países. La función objetivamente más importante de las finanzas, el sostener a largo plazo la posibilidad de inversiones y, por tanto, el desarrollo, se manifiesta hoy muy frágil: se resiente de los efectos negativos de un sistema de intercambios financieros –en el plano nacional y global– basado en una lógica a muy corto plazo, que busca el incremento del valor de las actividades financieras y se concentra en la gestión técnica de las diversas formas de riesgo. La reciente crisis demuestra también que la actividad financiera está guiada a veces por criterios meramente autorrefenciales, sin consideración del bien común a largo plazo. La reducción de los objetivos de los operadores financieros globales a un brevísimo plazo de tiempo reduce la capacidad de las finanzas para desempeñar su función de puente entre el presente y el futuro, con vistas a sostener la creación de nuevas oportunidades de producción y de trabajo a largo plazo. Una finanza restringida al corto o cortísimo plazo llega a ser peligrosa para todos, también para quien logra beneficiarse de ella durante las fases de euforia financiera[12].

11. De todo esto se desprende que la lucha contra la pobreza requiere una cooperación tanto en el plano económico como en el jurídico que permita a la comunidad internacional, y en particular a los países pobres, descubrir y poner en práctica soluciones coordinadas para afrontar dichos problemas, estableciendo un marco jurídico eficaz para la economía. Exige también incentivos para crear instituciones eficientes y participativas, así como ayudas para luchar contra la criminalidad y promover una cultura de la legalidad. Por otro lado, es innegable que las políticas marcadamente asistencialistas están en el origen de muchos fracasos en la ayuda a los países pobres. Parece que, actualmente, el verdadero proyecto a medio y largo plazo sea el invertir en la formación de las personas y en desarrollar de manera integrada una cultura de la iniciativa. Si bien las actividades económicas necesitan un contexto favorable para su desarrollo, esto no significa que se deba distraer la atención de los problemas del beneficio. Aunque se haya subrayado oportunamente que el aumento de la renta per capita no puede ser el fin absoluto de la acción político-económica, no se ha de olvidar, sin embargo, que ésta representa un instrumento importante para alcanzar el objetivo de la lucha contra el hambre y la pobreza absoluta. Desde este punto de vista, no hay que hacerse ilusiones pensando que una política de pura redistribución de la riqueza existente resuelva el problema de manera definitiva. En efecto, el valor de la riqueza en una economía moderna depende de manera determinante de la capacidad de crear rédito presente y futuro. Por eso, la creación de valor resulta un vínculo ineludible, que se debe tener en cuenta si se quiere luchar de modo eficaz y duradero contra la pobreza material.

12. Finalmente, situar a los pobres en el primer puesto comporta que se les dé un espacio adecuado para una correcta lógica económica por parte de los agentes del mercado internacional, una correcta lógica política por parte de los responsables institucionales y una correcta lógica participativa capaz de valorizar la sociedad civil local e internacional. Los organismos internacionales mismos reconocen hoy la valía y la ventaja de las iniciativas económicas de la sociedad civil o de las administraciones locales para promover la emancipación y la inclusión en la sociedad de las capas de población que a menudo se encuentran por debajo del umbral de la pobreza extrema y a las que, al mismo tiempo, difícilmente pueden llegar las ayudas oficiales. La historia del desarrollo económico del siglo XX enseña cómo buenas políticas de desarrollo se han confiado a la responsabilidad de los hombres y a la creación de sinergias positivas entre mercados, sociedad civil y Estados. En particular, la sociedad civil asume un papel crucial en el proceso de desarrollo, ya que el desarrollo es esencialmente un fenómeno cultural y la cultura nace y se desarrolla en el ámbito de la sociedad civil[13].

13. Como ya afirmó mi venerado Predecesor Juan Pablo II, la globalización «se presenta con una marcada nota de ambivalencia»[14] y, por tanto, ha de ser regida con prudente sabiduría. De esta sabiduría, forma parte el tener en cuenta en primer lugar las exigencias de los pobres de la tierra, superando el escándalo de la desproporción existente entre los problemas de la pobreza y las medidas que los hombres adoptan para afrontarlos. La desproporción es de orden cultural y político, así como espiritual y moral. En efecto, se limita a menudo a las causas superficiales e instrumentales de la pobreza, sin referirse a las que están en el corazón humano, como la avidez y la estrechez de miras. Los problemas del desarrollo, de las ayudas y de la cooperación internacional se afrontan a veces como meras cuestiones técnicas, que se agotan en establecer estructuras, poner a punto acuerdos sobre precios y cuotas, en asignar subvenciones anónimas, sin que las personas se involucren verdaderamente. En cambio, la lucha contra la pobreza necesita hombres y mujeres que vivan en profundidad la fraternidad y sean capaces de acompañar a las personas, familias y comunidades en el camino de un auténtico desarrollo humano.

Conclusión

14. En la Encíclica Centesimus annus, Juan Pablo II advirtió sobre la necesidad de «abandonar una mentalidad que considera a los pobres –personas y pueblos– como un fardo o como molestos e importunos, ávidos de consumir lo que los otros han producido». «Los pobres –escribe– exigen el derecho de participar y gozar de los bienes materiales y de hacer fructificar su capacidad de trabajo, creando así un mundo más justo y más próspero para todos»[15]. En el mundo global actual, aparece con mayor claridad que solamente se construye la paz si se asegura la posibilidad de un crecimiento razonable. En efecto, las tergiversaciones de los sistemas injustos antes o después pasan factura a todos. Por tanto, únicamente la necedad puede inducir a construir una casa dorada, pero rodeada del desierto o la degradación. Por sí sola, la globalización es incapaz de construir la paz, más aún, genera en muchos casos divisiones y conflictos. La globalización pone de manifiesto más bien una necesidad: la de estar orientada hacia un objetivo de profunda solidaridad, que tienda al bien de todos y cada uno. En este sentido, hay que verla como una ocasión propicia para realizar algo importante en la lucha contra la pobreza y para poner a disposición de la justicia y la paz recursos hasta ahora impensables.

15. La Doctrina Social de la Iglesia se ha interesado siempre por los pobres. En tiempos de la Encíclica Rerum novarum, éstos eran sobre todo los obreros de la nueva sociedad industrial; en el magisterio social de Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II se han detectado nuevas pobrezas a medida que el horizonte de la cuestión social se ampliaba, hasta adquirir dimensiones mundiales[16]. Esta ampliación de la cuestión social hacia la globalidad hay que considerarla no sólo en el sentido de una extensión cuantitativa, sino también como una profundización cualitativa en el hombre y en las necesidades de la familia humana. Por eso la Iglesia, a la vez que sigue con atención los actuales fenómenos de la globalización y su incidencia en las pobrezas humanas, señala nuevos aspectos de la cuestión social, no sólo en extensión, sino también en profundidad, en cuanto conciernen a la identidad del hombre y su relación con Dios. Son principios de la doctrina social que tienden a clarificar las relaciones entre pobreza y globalización, y a orientar la acción hacia la construcción de la paz. Entre estos principios conviene recordar aquí, de modo particular, el «amor preferencial por los pobres»[17], a la luz del primado de la caridad, atestiguado por toda la tradición cristiana, comenzando por la de la Iglesia primitiva (cf. Hch 4,32-36; 1 Co 16,1; 2 Co 8-9; Ga 2,10).

«Que se ciña cada cual a la parte que le corresponde», escribía León XIII en 1891, añadiendo: «Por lo que respecta a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto regateará su esfuerzo»[18]. Esta convicción acompaña también hoy el quehacer de la Iglesia para con los pobres, en los cuales contempla a Cristo[19], sintiendo cómo resuena en su corazón el mandato del Príncipe de la paz a los Apóstoles: «Vos date illis manducare – dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Así pues, fiel a esta exhortación de su Señor, la comunidad cristiana no dejará de asegurar a toda la familia humana su apoyo a las iniciativas de una solidaridad creativa, no sólo para distribuir lo superfluo, sino cambiando «sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad»[20]. Por consiguiente, dirijo al comienzo de un año nuevo una calurosa invitación a cada discípulo de Cristo, así como a toda persona de buena voluntad, para que ensanche su corazón hacia las necesidades de los pobres, haciendo cuanto le sea concretamente posible para salir a su encuentro. En efecto, sigue siendo incontestablemente verdadero el axioma según el cual «combatir la pobreza es construir la paz».

Vaticano, 8 de diciembre de 2008

BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2010

SI QUIERES PROMOVER LA PAZ, PROTEGE LA CREACIÓN



1. Con ocasión del comienzo del Año Nuevo, quisiera dirigir mis más fervientes deseos de paz a todas las comunidades cristianas, a los responsables de las Naciones, a los hombres y mujeres de buena voluntad de todo el mundo. El tema que he elegido para esta XLIII Jornada Mundial de la Paz es: Si quieres promover la paz, protege la creación. El respeto a lo que ha sido creado tiene gran importancia, puesto que «la creación es el comienzo y el fundamento de todas las obras de Dios»[1], y su salvaguardia se ha hecho hoy esencial para la convivencia pacífica de la humanidad. En efecto, aunque es cierto que, a causa de la crueldad del hombre con el hombre, hay muchas amenazas a la paz y al auténtico desarrollo humano integral —guerras, conflictos internacionales y regionales, atentados terroristas y violaciones de los derechos humanos—, no son menos preocupantes los peligros causados por el descuido, e incluso por el abuso que se hace de la tierra y de los bienes naturales que Dios nos ha dado. Por este motivo, es indispensable que la humanidad renueve y refuerce «esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos»[2].

2. En la Encíclica Caritas in veritate he subrayado que el desarrollo humano integral está estrechamente relacionado con los deberes que se derivan de la relación del hombre con el entorno natural, considerado como un don de Dios para todos, cuyo uso comporta una responsabilidad común respecto a toda la humanidad, especialmente a los pobres y a las generaciones futuras. He señalado, además, que cuando se considera a la naturaleza, y al ser humano en primer lugar, simplemente como fruto del azar o del determinismo evolutivo, se corre el riesgo de que disminuya en las personas la conciencia de la responsabilidad[3]. En cambio, valorar la creación como un don de Dios a la humanidad nos ayuda a comprender la vocación y el valor del hombre. En efecto, podemos proclamar llenos de asombro con el Salmista: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder?» (Sal 8,4-5). Contemplar la belleza de la creación es un estímulo para reconocer el amor del Creador, ese amor que «mueve el sol y las demás estrellas»[4].

3. Hace veinte años, al dedicar el Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz al tema Paz con Dios creador, paz con toda la creación, el Papa Juan Pablo II llamó la atención sobre la relación que nosotros, como criaturas de Dios, tenemos con el universo que nos circunda. «En nuestros días aumenta cada vez más la convicción —escribía— de que la paz mundial está amenazada, también [...] por la falta del debido respeto a la naturaleza», añadiendo que la conciencia ecológica «no debe ser obstaculizada, sino más bien favorecida, de manera que se desarrolle y madure encontrando una adecuada expresión en programas e iniciativas concretas»[5]. También otros Predecesores míos habían hecho referencia anteriormente a la relación entre el hombre y el medio ambiente. Pablo VI, por ejemplo, con ocasión del octogésimo aniversario de la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, en 1971, señaló que «debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, [el hombre] corre el riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación». Y añadió también que, en este caso, «no sólo el ambiente físico constituye una amenaza permanente: contaminaciones y desechos, nuevas enfermedades, poder destructor absoluto; es el propio consorcio humano el que el hombre no domina ya, creando de esta manera para el mañana un ambiente que podría resultarle intolerable. Problema social de envergadura que incumbe a la familia humana toda entera»[6].

4. Sin entrar en la cuestión de soluciones técnicas específicas, la Iglesia, «experta en humanidad», se preocupa de llamar la atención con energía sobre la relación entre el Creador, el ser humano y la creación. En 1990, Juan Pablo II habló de «crisis ecológica» y, destacando que ésta tiene un carácter predominantemente ético, hizo notar «la urgente necesidad moral de una nueva solidaridad»[7]. Este llamamiento se hace hoy todavía más apremiante ante las crecientes manifestaciones de una crisis, que sería irresponsable no tomar en seria consideración. ¿Cómo permanecer indiferentes ante los problemas que se derivan de fenómenos como el cambio climático, la desertificación, el deterioro y la pérdida de productividad de amplias zonas agrícolas, la contaminación de los ríos y de las capas acuíferas, la pérdida de la biodiversidad, el aumento de sucesos naturales extremos, la deforestación de las áreas ecuatoriales y tropicales? ¿Cómo descuidar el creciente fenómeno de los llamados «prófugos ambientales», personas que deben abandonar el ambiente en que viven —y con frecuencia también sus bienes— a causa de su deterioro, para afrontar los peligros y las incógnitas de un desplazamiento forzado? ¿Cómo no reaccionar ante los conflictos actuales, y ante otros potenciales, relacionados con el acceso a los recursos naturales? Todas éstas son cuestiones que tienen una repercusión profunda en el ejercicio de los derechos humanos como, por ejemplo, el derecho a la vida, a la alimentación, a la salud y al desarrollo.

5. No obstante, se ha de tener en cuenta que no se puede valorar la crisis ecológica separándola de las cuestiones ligadas a ella, ya que está estrechamente vinculada al concepto mismo de desarrollo y a la visión del hombre y su relación con sus semejantes y la creación. Por tanto, resulta sensato hacer una revisión profunda y con visión de futuro del modelo de desarrollo, reflexionando además sobre el sentido de la economía y su finalidad, para corregir sus disfunciones y distorsiones. Lo exige el estado de salud ecológica del planeta; lo requiere también, y sobre todo, la crisis cultural y moral del hombre, cuyos síntomas son patentes desde hace tiempo en todas las partes del mundo.[8] La humanidad necesita una profunda renovación cultural; necesita redescubrir esos valores que constituyen el fundamento sólido sobre el cual construir un futuro mejor para todos. Las situaciones de crisis por las que está actualmente atravesando —ya sean de carácter económico, alimentario, ambiental o social— son también, en el fondo, crisis morales relacionadas entre sí. Éstas obligan a replantear el camino común de los hombres. Obligan, en particular, a un modo de vivir caracterizado por la sobriedad y la solidaridad, con nuevas reglas y formas de compromiso, apoyándose con confianza y valentía en las experiencias positivas que ya se han realizado y rechazando con decisión las negativas. Sólo de este modo la crisis actual se convierte en ocasión de discernimiento y de nuevas proyecciones.

6. ¿Acaso no es cierto que en el origen de lo que, en sentido cósmico, llamamos «naturaleza», hay «un designio de amor y de verdad»? El mundo «no es producto de una necesidad cualquiera, de un destino ciego o del azar [...]. Procede de la voluntad libre de Dios que ha querido hacer participar a las criaturas de su ser, de su sabiduría y de su bondad»[9]. El Libro del Génesis nos remite en sus primeras páginas al proyecto sapiente del cosmos, fruto del pensamiento de Dios, en cuya cima se sitúan el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza del Creador para «llenar la tierra» y «dominarla» como «administradores» de Dios mismo (cf. Gn 1,28). La armonía entre el Creador, la humanidad y la creación que describe la Sagrada Escritura, se ha roto por el pecado de Adán y Eva, del hombre y la mujer, que pretendieron ponerse en el lugar de Dios, negándose a reconocerse criaturas suyas. La consecuencia es que se ha distorsionado también el encargo de «dominar» la tierra, de «cultivarla y guardarla», y así surgió un conflicto entre ellos y el resto de la creación (cf. Gn 3,17-19). El ser humano se ha dejado dominar por el egoísmo, perdiendo el sentido del mandato de Dios, y en su relación con la creación se ha comportado como explotador, queriendo ejercer sobre ella un dominio absoluto. Pero el verdadero sentido del mandato original de Dios, perfectamente claro en el Libro del Génesis, no consistía en una simple concesión de autoridad, sino más bien en una llamada a la responsabilidad. Por lo demás, la sabiduría de los antiguos reconocía que la naturaleza no está a nuestra disposición como si fuera un «montón de desechos esparcidos al azar»[10], mientras que la Revelación bíblica nos ha hecho comprender que la naturaleza es un don del Creador, el cual ha inscrito en ella su orden intrínseco para que el hombre pueda descubrir en él las orientaciones necesarias para «cultivarla y guardarla» (cf. Gn 2,15)[11]. Todo lo que existe pertenece a Dios, que lo ha confiado a los hombres, pero no para que dispongan arbitrariamente de ello. Por el contrario, cuando el hombre, en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios, lo suplanta, termina provocando la rebelión de la naturaleza, «más bien tiranizada que gobernada por él»[12]. Así, pues, el hombre tiene el deber de ejercer un gobierno responsable sobre la creación, protegiéndola y cultivándola[13].

7. Se ha de constatar por desgracia que numerosas personas, en muchos países y regiones del planeta, sufren crecientes dificultades a causa de la negligencia o el rechazo por parte de tantos a ejercer un gobierno responsable respecto al medio ambiente. El Concilio Ecuménico Vaticano II ha recordado que «Dios ha destinado la tierra y todo cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos»[14]. Por tanto, la herencia de la creación pertenece a la humanidad entera. En cambio, el ritmo actual de explotación pone en serio peligro la disponibilidad de algunos recursos naturales, no sólo para la presente generación, sino sobre todo para las futuras[15]. Así, pues, se puede comprobar fácilmente que el deterioro ambiental es frecuentemente el resultado de la falta de proyectos políticos de altas miras o de la búsqueda de intereses económicos miopes, que se transforman lamentablemente en una seria amenaza para la creación. Para contrarrestar este fenómeno, teniendo en cuenta que «toda decisión económica tiene consecuencias de carácter moral»[16], es también necesario que la actividad económica respete más el medio ambiente. Cuando se utilizan los recursos naturales, hay que preocuparse de su salvaguardia, previendo también sus costes —en términos ambientales y sociales—, que han de ser considerados como un capítulo esencial del costo de la misma actividad económica. Compete a la comunidad internacional y a los gobiernos nacionales dar las indicaciones oportunas para contrarrestar de manera eficaz una utilización del medio ambiente que lo perjudique. Para proteger el ambiente, para tutelar los recursos y el clima, es preciso, por un lado, actuar respetando unas normas bien definidas incluso desde el punto de vista jurídico y económico y, por otro, tener en cuenta la solidaridad debida a quienes habitan las regiones más pobres de la tierra y a las futuras generaciones.

8. En efecto, parece urgente lograr una leal solidaridad intergeneracional. Los costes que se derivan de la utilización de los recursos ambientales comunes no pueden dejarse a cargo de las generaciones futuras: «Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros contemporáneos, estamos obligados para con todos y no podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y beneficio para todos, es también un deber. Se trata de una responsabilidad que las generaciones presentes tienen respecto a las futuras, una responsabilidad que incumbe también a cada Estado y a la Comunidad internacional»[17]. El uso de los recursos naturales debería hacerse de modo que las ventajas inmediatas no tengan consecuencias negativas para los seres vivientes, humanos o no, del presente y del futuro; que la tutela de la propiedad privada no entorpezca el destino universal de los bienes[18]; que la intervención del hombre no comprometa la fecundidad de la tierra, para ahora y para el mañana. Además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional, especialmente en las relaciones entre países en vías de desarrollo y aquellos altamente industrializados: «la comunidad internacional tiene el deber imprescindible de encontrar los modos institucionales para ordenar el aprovechamiento de los recursos no renovables, con la participación también de los países pobres, y planificar así conjuntamente el futuro»[19]. La crisis ecológica muestra la urgencia de una solidaridad que se proyecte en el espacio y el tiempo. En efecto, entre las causas de la crisis ecológica actual, es importante reconocer la responsabilidad histórica de los países industrializados. No obstante, tampoco los países menos industrializados, particularmente aquellos emergentes, están eximidos de la propia responsabilidad respecto a la creación, porque el deber de adoptar gradualmente medidas y políticas ambientales eficaces incumbe a todos. Esto podría lograrse más fácilmente si no hubiera tantos cálculos interesados en la asistencia y la transferencia de conocimientos y tecnologías más limpias.

9. Es indudable que uno de los principales problemas que ha de afrontar la comunidad internacional es el de los recursos energéticos, buscando estrategias compartidas y sostenibles para satisfacer las necesidades de energía de esta generación y de las futuras. Para ello, es necesario que las sociedades tecnológicamente avanzadas estén dispuestas a favorecer comportamientos caracterizados por la sobriedad, disminuyendo el propio consumo de energía y mejorando las condiciones de su uso. Al mismo tiempo, se ha de promover la búsqueda y las aplicaciones de energías con menor impacto ambiental, así como la «redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos»[20]. La crisis ecológica, pues, brinda una oportunidad histórica para elaborar una respuesta colectiva orientada a cambiar el modelo de desarrollo global siguiendo una dirección más respetuosa con la creación y de un desarrollo humano integral, inspirado en los valores propios de la caridad en la verdad. Por tanto, desearía que se adoptara un modelo de desarrollo basado en el papel central del ser humano, en la promoción y participación en el bien común, en la responsabilidad, en la toma de conciencia de la necesidad de cambiar el estilo de vida y en la prudencia, virtud que indica lo que se ha de hacer hoy, en previsión de lo que puede ocurrir mañana[21].

10. Para llevar a la humanidad hacia una gestión del medio ambiente y los recursos del planeta que sea sostenible en su conjunto, el hombre está llamado a emplear su inteligencia en el campo de la investigación científica y tecnológica y en la aplicación de los descubrimientos que se derivan de ella. La «nueva solidaridad» propuesta por Juan Pablo II en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1990 [22], y la «solidaridad global», que he mencionado en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2009 [23], son actitudes esenciales para orientar el compromiso de tutelar la creación, mediante un sistema de gestión de los recursos de la tierra mejor coordinado en el ámbito internacional, sobre todo en un momento en el que va apareciendo cada vez de manera más clara la estrecha interrelación que hay entre la lucha contra el deterioro ambiental y la promoción del desarrollo humano integral. Se trata de una dinámica imprescindible, en cuanto «el desarrollo integral del hombre no puede darse sin el desarrollo solidario de la humanidad»[24]. Hoy son muchas las oportunidades científicas y las potenciales vías innovadoras, gracias a las cuales se pueden obtener soluciones satisfactorias y armoniosas para la relación entre el hombre y el medio ambiente. Por ejemplo, es preciso favorecer la investigación orientada a determinar el modo más eficaz para aprovechar la gran potencialidad de la energía solar. También merece atención la cuestión, que se ha hecho planetaria, del agua y el sistema hidrogeológico global, cuyo ciclo tiene una importancia de primer orden para la vida en la tierra, y cuya estabilidad puede verse amenazada gravemente por los cambios climáticos. Se han de explorar, además, estrategias apropiadas de desarrollo rural centradas en los pequeños agricultores y sus familias, así como es preciso preparar políticas idóneas para la gestión de los bosques, para el tratamiento de los desperdicios y para la valorización de las sinergias que se dan entre los intentos de contrarrestar los cambios climáticos y la lucha contra la pobreza. Hacen falta políticas nacionales ambiciosas, completadas por un necesario compromiso internacional que aporte beneficios importantes, sobre todo a medio y largo plazo. En definitiva, es necesario superar la lógica del mero consumo para promover formas de producción agrícola e industrial que respeten el orden de la creación y satisfagan las necesidades primarias de todos. La cuestión ecológica no se ha de afrontar sólo por las perspectivas escalofriantes que se perfilan en el horizonte a causa del deterioro ambiental; el motivo ha de ser sobre todo la búsqueda de una auténtica solidaridad de alcance mundial, inspirada en los valores de la caridad, la justicia y el bien común. Por otro lado, como ya he tenido ocasión de recordar, «la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales. La técnica, por lo tanto, se inserta en el mandato de cultivar y guardar la tierra (cf. Gn 2,15), que Dios ha confiado al hombre, y se orienta a reforzar esa alianza entre ser humano y medio ambiente que debe reflejar el amor creador de Dios»[25].

11. Cada vez se ve con mayor claridad que el tema del deterioro ambiental cuestiona los comportamientos de cada uno de nosotros, los estilos de vida y los modelos de consumo y producción actualmente dominantes, con frecuencia insostenibles desde el punto de vista social, ambiental e incluso económico. Ha llegado el momento en que resulta indispensable un cambio de mentalidad efectivo, que lleve a todos a adoptar nuevos estilos de vida, «a tenor de los cuales, la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un desarrollo común, sean los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones»[26]. Se ha de educar cada vez más para construir la paz a partir de opciones de gran calado en el ámbito personal, familiar, comunitario y político. Todos somos responsables de la protección y el cuidado de la creación. Esta responsabilidad no tiene fronteras. Según el principio de subsidiaridad, es importante que todos se comprometan en el ámbito que les corresponda, trabajando para superar el predominio de los intereses particulares. Un papel de sensibilización y formación corresponde particularmente a los diversos sujetos de la sociedad civil y las Organizaciones no gubernativas, que se mueven con generosidad y determinación en favor de una responsabilidad ecológica, que debería estar cada vez más enraizada en el respeto de la «ecología humana». Además, se ha de requerir la responsabilidad de los medios de comunicación social en este campo, con el fin de proponer modelos positivos en los que inspirarse. Por tanto, ocuparse del medio ambiente exige una visión amplia y global del mundo; un esfuerzo común y responsable para pasar de una lógica centrada en el interés nacionalista egoísta a una perspectiva que abarque siempre las necesidades de todos los pueblos. No se puede permanecer indiferentes ante lo que ocurre en nuestro entorno, porque la degradación de cualquier parte del planeta afectaría a todos. Las relaciones entre las personas, los grupos sociales y los Estados, al igual que los lazos entre el hombre y el medio ambiente, están llamadas a asumir el estilo del respeto y de la «caridad en la verdad». En este contexto tan amplio, es deseable más que nunca que los esfuerzos de la comunidad internacional por lograr un desarme progresivo y un mundo sin armas nucleares, que sólo con su mera existencia amenazan la vida del planeta, así como por un proceso de desarrollo integral de la humanidad de hoy y del mañana, sean de verdad eficaces y correspondidos adecuadamente.

12. La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y se siente en el deber de ejercerla también en el ámbito público, para defender la tierra, el agua y el aire, dones de Dios Creador para todos, y sobre todo para proteger al hombre frente al peligro de la destrucción de sí mismo. En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente relacionada con la cultura que modela la convivencia humana, por lo que «cuando se respeta la “ecología humana” en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia»[27]. No se puede pedir a los jóvenes que respeten el medio ambiente, si no se les ayuda en la familia y en la sociedad a respetarse a sí mismos: el libro de la naturaleza es único, tanto en lo que concierne al ambiente como a la ética personal, familiar y social[28]. Los deberes respecto al ambiente se derivan de los deberes para con la persona, considerada en sí misma y en su relación con los demás. Por eso, aliento de buen grado la educación de una responsabilidad ecológica que, como he dicho en la Encíclica Caritas in veritate, salvaguarde una auténtica «ecología humana» y, por tanto, afirme con renovada convicción la inviolabilidad de la vida humana en cada una de sus fases, y en cualquier condición en que se encuentre, la dignidad de la persona y la insustituible misión de la familia, en la cual se educa en el amor al prójimo y el respeto por la naturaleza.[29] Es preciso salvaguardar el patrimonio humano de la sociedad. Este patrimonio de valores tiene su origen y está inscrito en la ley moral natural, que fundamenta el respeto de la persona humana y de la creación.

13. Tampoco se ha de olvidar el hecho, sumamente elocuente, de que muchos encuentran tranquilidad y paz, se sienten renovados y fortalecidos, al estar en contacto con la belleza y la armonía de la naturaleza. Así, pues, hay una cierta forma de reciprocidad: al cuidar la creación, vemos que Dios, a través de ella, cuida de nosotros. Por otro lado, una correcta concepción de la relación del hombre con el medio ambiente no lleva a absolutizar la naturaleza ni a considerarla más importante que la persona misma. El Magisterio de la Iglesia manifiesta reservas ante una concepción del mundo que nos rodea inspirada en el ecocentrismo y el biocentrismo, porque dicha concepción elimina la diferencia ontológica y axiológica entre la persona humana y los otros seres vivientes. De este modo, se anula en la práctica la identidad y el papel superior del hombre, favoreciendo una visión igualitarista de la «dignidad» de todos los seres vivientes. Se abre así paso a un nuevo panteísmo con acentos neopaganos, que hace derivar la salvación del hombre exclusivamente de la naturaleza, entendida en sentido puramente naturalista. La Iglesia invita en cambio a plantear la cuestión de manera equilibrada, respetando la «gramática» que el Creador ha inscrito en su obra, confiando al hombre el papel de guardián y administrador responsable de la creación, papel del que ciertamente no debe abusar, pero del cual tampoco puede abdicar. En efecto, también la posición contraria de absolutizar la técnica y el poder humano termina por atentar gravemente, no sólo contra la naturaleza, sino también contra la misma dignidad humana[30].

14. Si quieres promover la paz, protege la creación. La búsqueda de la paz por parte de todos los hombres de buena voluntad se verá facilitada sin duda por el reconocimiento común de la relación inseparable que existe entre Dios, los seres humanos y toda la creación. Los cristianos ofrecen su propia aportación, iluminados por la divina Revelación y siguiendo la Tradición de la Iglesia. Consideran el cosmos y sus maravillas a la luz de la obra creadora del Padre y de la redención de Cristo, que, con su muerte y resurrección, ha reconciliado con Dios «todos los seres: los del cielo y los de la tierra» (Col 1,20). Cristo, crucificado y resucitado, ha entregado a la humanidad su Espíritu santificador, que guía el camino de la historia, en espera del día en que, con la vuelta gloriosa del Señor, serán inaugurados «un cielo nuevo y una tierra nueva» (2 P 3,13), en los que habitarán por siempre la justicia y la paz. Por tanto, proteger el entorno natural para construir un mundo de paz es un deber de cada persona. He aquí un desafío urgente que se ha de afrontar de modo unánime con un renovado empeño; he aquí una oportunidad providencial para legar a las nuevas generaciones la perspectiva de un futuro mejor para todos. Que los responsables de las naciones sean conscientes de ello, así como los que, en todos los ámbitos, se interesan por el destino de la humanidad: la salvaguardia de la creación y la consecución de la paz son realidades íntimamente relacionadas entre sí. Por eso, invito a todos los creyentes a elevar una ferviente oración a Dios, Creador todopoderoso y Padre de misericordia, para que en el corazón de cada hombre y de cada mujer resuene, se acoja y se viva el apremiante llamamiento: Si quieres promover la paz, protege la creación.

Vaticano, 8 de diciembre de 2009

BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2011



LA LIBERTAD RELIGIOSA, CAMINO PARA LA PAZ



1. Al comienzo de un nuevo año deseo hacer llegar a todos mi felicitación; es un deseo de serenidad y de prosperidad, pero sobre todo de paz. El año que termina también ha estado marcado lamentablemente por persecuciones, discriminaciones, por terribles actos de violencia y de intolerancia religiosa.

Pienso de modo particular en la querida tierra de Irak, que en su camino hacia la deseada estabilidad y reconciliación sigue siendo escenario de violencias y atentados. Vienen a la memoria los recientes sufrimientos de la comunidad cristiana, y de modo especial el vil ataque contra la catedral sirio-católica Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, de Bagdad, en la que el 31 de octubre pasado fueron asesinados dos sacerdotes y más de cincuenta fieles, mientras estaban reunidos para la celebración de la Santa Misa. En los días siguientes se han sucedido otros ataques, también a casas privadas, provocando miedo en la comunidad cristiana y el deseo en muchos de sus miembros de emigrar para encontrar mejores condiciones de vida. Deseo manifestarles mi cercanía, así como la de toda la Iglesia, y que se ha expresado de una manera concreta en la reciente Asamblea Especial para Medio Oriente del Sínodo de los Obispos. Ésta ha dirigido una palabra de aliento a las comunidades católicas en Irak y en Medio Oriente para vivir la comunión y seguir dando en aquellas tierras un testimonio valiente de fe.

Agradezco vivamente a los Gobiernos que se esfuerzan por aliviar los sufrimientos de estos hermanos en humanidad, e invito a los Católicos a rezar por sus hermanos en la fe, que sufren violencias e intolerancias, y a ser solidarios con ellos. En este contexto, siento muy viva la necesidad de compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la libertad religiosa, camino para la paz. En efecto, se puede constatar con dolor que en algunas regiones del mundo la profesión y expresión de la propia religión comporta un riesgo para la vida y la libertad personal. En otras regiones, se dan formas más silenciosas y sofisticadas de prejuicio y de oposición hacia los creyentes y los símbolos religiosos. Los cristianos son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe. Muchos sufren cada día ofensas y viven frecuentemente con miedo por su búsqueda de la verdad, su fe en Jesucristo y por su sincero llamamiento a que se reconozca la libertad religiosa. Todo esto no se puede aceptar, porque constituye una ofensa a Dios y a la dignidad humana; además es una amenaza a la seguridad y a la paz, e impide la realización de un auténtico desarrollo humano integral.[1]

En efecto, en la libertad religiosa se expresa la especificidad de la persona humana, por la que puede ordenar la propia vida personal y social a Dios, a cuya luz se comprende plenamente la identidad, el sentido y el fin de la persona. Negar o limitar de manera arbitraria esa libertad, significa cultivar una visión reductiva de la persona humana, oscurecer el papel público de la religión; significa generar una sociedad injusta, que no se ajusta a la verdadera naturaleza de la persona humana; significa hacer imposible la afirmación de una paz auténtica y estable para toda la familia humana.

Por tanto, exhorto a los hombres y mujeres de buena voluntad a renovar su compromiso por la construcción de un mundo en el que todos puedan profesar libremente su religión o su fe, y vivir su amor a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente (cf. Mt 22, 37). Éste es el sentimiento que inspira y guía el Mensaje para la XLIV Jornada Mundial de la Paz, dedicado al tema: La libertad religiosa, camino para la paz.

Derecho sagrado a la vida y a una vida espiritual

2. El derecho a la libertad religiosa se funda en la misma dignidad de la persona humana,[2] cuya naturaleza trascendente no se puede ignorar o descuidar. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 27). Por eso, toda persona es titular del derecho sagrado a una vida íntegra, también desde el punto de vista espiritual. Si no se reconoce su propio ser espiritual, sin la apertura a la trascendencia, la persona humana se repliega sobre sí misma, no logra encontrar respuestas a los interrogantes de su corazón sobre el sentido de la vida, ni conquistar valores y principios éticos duraderos, y tampoco consigue siquiera experimentar una auténtica libertad y desarrollar una sociedad justa. [3]

La Sagrada Escritura, en sintonía con nuestra propia experiencia, revela el valor profundo de la dignidad humana: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies» (Sal 8, 4-7).

Ante la sublime realidad de la naturaleza humana, podemos experimentar el mismo asombro del salmista. Ella se manifiesta como apertura al Misterio, como capacidad de interrogarse en profundidad sobre sí mismo y sobre el origen del universo, como íntima resonancia del Amor supremo de Dios, principio y fin de todas las cosas, de cada persona y de los pueblos. [4] La dignidad trascendente de la persona es un valor esencial de la sabiduría judeo-cristiana, pero, gracias a la razón, puede ser reconocida por todos. Esta dignidad, entendida como capacidad de trascender la propia materialidad y buscar la verdad, ha de ser reconocida como un bien universal, indispensable para la construcción de una sociedad orientada a la realización y plenitud del hombre. El respeto de los elementos esenciales de la dignidad del hombre, como el derecho a la vida y a la libertad religiosa, es una condición para la legitimidad moral de toda norma social y jurídica.

Libertad religiosa y respeto recíproco

3. La libertad religiosa está en el origen de la libertad moral. En efecto, la apertura a la verdad y al bien, la apertura a Dios, enraizada en la naturaleza humana, confiere a cada hombre plena dignidad, y es garantía del respeto pleno y recíproco entre las personas. Por tanto, la libertad religiosa se ha de entender no sólo como ausencia de coacción, sino antes aún como capacidad de ordenar las propias opciones según la verdad.

Entre libertad y respeto hay un vínculo inseparable; en efecto, «al ejercer sus derechos, los individuos y grupos sociales están obligados por la ley moral a tener en cuenta los derechos de los demás y sus deberes con relación a los otros y al bien común de todos».[5]

Una libertad enemiga o indiferente con respecto a Dios termina por negarse a sí misma y no garantiza el pleno respeto del otro. Una voluntad que se cree radicalmente incapaz de buscar la verdad y el bien no tiene razones objetivas y motivos para obrar, sino aquellos que provienen de sus intereses momentáneos y pasajeros; no tiene una “identidad” que custodiar y construir a través de las opciones verdaderamente libres y conscientes. No puede, pues, reclamar el respeto por parte de otras “voluntades”, que también están desconectadas de su ser más profundo, y que pueden hacer prevalecer otras “razones” o incluso ninguna “razón”. La ilusión de encontrar en el relativismo moral la clave para una pacífica convivencia, es en realidad el origen de la división y negación de la dignidad de los seres humanos. Se comprende entonces la necesidad de reconocer una doble dimensión en la unidad de la persona humana: la religiosa y la social. A este respecto, es inconcebible que los creyentes «tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos».[6]

La familia, escuela de libertad y de paz

4. Si la libertad religiosa es camino para la paz, la educación religiosa es una vía privilegiada que capacita a las nuevas generaciones para reconocer en el otro a su propio hermano o hermana, con quienes camina y colabora para que todos se sientan miembros vivos de la misma familia humana, de la que ninguno debe ser excluido.

La familia fundada sobre el matrimonio, expresión de la unión íntima y de la complementariedad entre un hombre y una mujer, se inserta en este contexto como la primera escuela de formación y crecimiento social, cultural, moral y espiritual de los hijos, que deberían ver siempre en el padre y la madre el primer testimonio de una vida orientada a la búsqueda de la verdad y al amor de Dios. Los mismos padres deberían tener la libertad de poder transmitir a los hijos, sin constricciones y con responsabilidad, su propio patrimonio de fe, valores y cultura. La familia, primera célula de la sociedad humana, sigue siendo el ámbito primordial de formación para unas relaciones armoniosas en todos los ámbitos de la convivencia humana, nacional e internacional. Éste es el camino que se ha de recorrer con sabiduría para construir un tejido social sólido y solidario, y preparar a los jóvenes para que, con un espíritu de comprensión y de paz, asuman su propia responsabilidad en la vida, en una sociedad libre.

Un patrimonio común

5. Se puede decir que, entre los derechos y libertades fundamentales enraizados en la dignidad de la persona, la libertad religiosa goza de un estatuto especial. Cuando se reconoce la libertad religiosa, la dignidad de la persona humana se respeta en su raíz, y se refuerzan el ethos y las instituciones de los pueblos. Y viceversa, cuando se niega la libertad religiosa, cuando se intenta impedir la profesión de la propia religión o fe y vivir conforme a ellas, se ofende la dignidad humana, a la vez que se amenaza la justicia y la paz, que se fundan en el recto orden social construido a la luz de la Suma Verdad y Sumo Bien.

La libertad religiosa significa también, en este sentido, una conquista de progreso político y jurídico. Es un bien esencial: toda persona ha de poder ejercer libremente el derecho a profesar y manifestar, individualmente o comunitariamente, la propia religión o fe, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, las publicaciones, el culto o la observancia de los ritos. No debería haber obstáculos si quisiera adherirse eventualmente a otra religión, o no profesar ninguna. En este ámbito, el ordenamiento internacional resulta emblemático y es una referencia esencial para los Estados, ya que no consiente ninguna derogación de la libertad religiosa, salvo la legítima exigencia del justo orden público. [7] El ordenamiento internacional, por tanto, reconoce a los derechos de naturaleza religiosa el mismo status que el derecho a la vida y a la libertad personal, como prueba de su pertenencia al núcleo esencial de los derechos del hombre, de los derechos universales y naturales que la ley humana jamás puede negar.

La libertad religiosa no es patrimonio exclusivo de los creyentes, sino de toda la familia de los pueblos de la tierra. Es un elemento imprescindible de un Estado de derecho; no se puede negar sin dañar al mismo tiempo los demás derechos y libertades fundamentales, pues es su síntesis y su cumbre. Es un «indicador para verificar el respeto de todos los demás derechos humanos».[8] Al mismo tiempo que favorece el ejercicio de las facultades humanas más específicas, crea las condiciones necesarias para la realización de un desarrollo integral, que concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones.[9]

La dimensión pública de la religión

6. La libertad religiosa, como toda libertad, aunque proviene de la esfera personal, se realiza en la relación con los demás. Una libertad sin relación no es una libertad completa. La libertad religiosa no se agota en la simple dimensión individual, sino que se realiza en la propia comunidad y en la sociedad, en coherencia con el ser relacional de la persona y la naturaleza pública de la religión.

La relacionalidad es un componente decisivo de la libertad religiosa, que impulsa a las comunidades de los creyentes a practicar la solidaridad con vistas al bien común. En esta dimensión comunitaria cada persona sigue siendo única e irrepetible y, al mismo tiempo, se completa y realiza plenamente.

Es innegable la aportación que las comunidades religiosas dan a la sociedad. Son muchas las instituciones caritativas y culturales que dan testimonio del papel constructivo de los creyentes en la vida social. Más importante aún es la contribución ética de la religión en el ámbito político. No se la debería marginar o prohibir, sino considerarla como una aportación válida para la promoción del bien común. En esta perspectiva, hay que mencionar la dimensión religiosa de la cultura, que a lo largo de los siglos se ha forjado gracias a la contribución social y, sobre todo, ética de la religión. Esa dimensión no constituye de ninguna manera una discriminación para los que no participan de la creencia, sino que más bien refuerza la cohesión social, la integración y la solidaridad.

La libertad religiosa, fuerza de libertad y de civilización:
los peligros de su instrumentalización

7. La instrumentalización de la libertad religiosa para enmascarar intereses ocultos, como por ejemplo la subversión del orden constituido, la acumulación de recursos o la retención del poder por parte de un grupo, puede provocar daños enormes a la sociedad. El fanatismo, el fundamentalismo, las prácticas contrarias a la dignidad humana, nunca se pueden justificar y mucho menos si se realizan en nombre de la religión. La profesión de una religión no se puede instrumentalizar ni imponer por la fuerza. Es necesario, entonces, que los Estados y las diferentes comunidades humanas no olviden nunca que la libertad religiosa es condición para la búsqueda de la verdad y que la verdad no se impone con la violencia sino por «la fuerza de la misma verdad». [10] En este sentido, la religión es una fuerza positiva y promotora de la construcción de la sociedad civil y política.

¿Cómo negar la aportación de las grandes religiones del mundo al desarrollo de la civilización? La búsqueda sincera de Dios ha llevado a un mayor respeto de la dignidad del hombre. Las comunidades cristianas, con su patrimonio de valores y principios, han contribuido mucho a que las personas y los pueblos hayan tomado conciencia de su propia identidad y dignidad, así como a la conquista de instituciones democráticas y a la afirmación de los derechos del hombre con sus respectivas obligaciones.

También hoy, en una sociedad cada vez más globalizada, los cristianos están llamados a dar su aportación preciosa al fatigoso y apasionante compromiso por la justicia, al desarrollo humano integral y a la recta ordenación de las realidades humanas, no sólo con un compromiso civil, económico y político responsable, sino también con el testimonio de su propia fe y caridad. La exclusión de la religión de la vida pública, priva a ésta de un espacio vital que abre a la trascendencia. Sin esta experiencia primaria resulta difícil orientar la sociedad hacia principios éticos universales, así como al establecimiento de ordenamientos nacionales e internacionales en que los derechos y libertades fundamentales puedan ser reconocidos y realizados plenamente, conforme a lo propuesto en los objetivos de la Declaración Universal de los derechos del hombre de 1948, aún hoy por desgracia incumplidos o negados.

Una cuestión de justicia y de civilización:
el fundamentalismo y la hostilidad contra los creyentes comprometen la laicidad positiva de los Estados

8. La misma determinación con la que se condenan todas las formas de fanatismo y fundamentalismo religioso ha de animar la oposición a todas las formas de hostilidad contra la religión, que limitan el papel público de los creyentes en la vida civil y política.

No se ha de olvidar que el fundamentalismo religioso y el laicismo son formas especulares y extremas de rechazo del legítimo pluralismo y del principio de laicidad. En efecto, ambos absolutizan una visión reductiva y parcial de la persona humana, favoreciendo, en el primer caso, formas de integrismo religioso y, en el segundo, de racionalismo. La sociedad que quiere imponer o, al contrario, negar la religión con la violencia, es injusta con la persona y con Dios, pero también consigo misma. Dios llama a sí a la humanidad con un designio de amor que, implicando a toda la persona en su dimensión natural y espiritual, reclama una correspondencia en términos de libertad y responsabilidad, con todo el corazón y el propio ser, individual y comunitario. Por tanto, también la sociedad, en cuanto expresión de la persona y del conjunto de sus dimensiones constitutivas, debe vivir y organizarse de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia. Por eso, las leyes y las instituciones de una sociedad no se pueden configurar ignorando la dimensión religiosa de los ciudadanos, o de manera que prescinda totalmente de ella. A través de la acción democrática de ciudadanos conscientes de su alta vocación, se han de conmensurar con el ser de la persona, para poder secundarlo en su dimensión religiosa. Al no ser ésta una creación del Estado, no puede ser manipulada, sino que más bien debe reconocerla y respetarla.

El ordenamiento jurídico en todos los niveles, nacional e internacional, cuando consiente o tolera el fanatismo religioso o antirreligioso, no cumple con su misión, que consiste en la tutela y promoción de la justicia y el derecho de cada uno. Éstas últimas no pueden quedar al arbitrio del legislador o de la mayoría porque, como ya enseñaba Cicerón, la justicia consiste en algo más que un mero acto productor de la ley y su aplicación. Implica el reconocimiento de la dignidad de cada uno,[11] la cual, sin libertad religiosa garantizada y vivida en su esencia, resulta mutilada y vejada, expuesta al peligro de caer en el predominio de los ídolos, de bienes relativos transformados en absolutos. Todo esto expone a la sociedad al riesgo de totalitarismos políticos e ideológicos, que enfatizan el poder público, mientras se menoscaba y coarta la libertad de conciencia, de pensamiento y de religión, como si fueran rivales.

Diálogo entre instituciones civiles y religiosas

9. El patrimonio de principios y valores expresados en una religiosidad auténtica es una riqueza para los pueblos y su ethos. Se dirige directamente a la conciencia y a la razón de los hombres y mujeres, recuerda el imperativo de la conversión moral, motiva el cultivo y la práctica de las virtudes y la cercanía hacia los demás con amor, bajo el signo de la fraternidad, como miembros de la gran familia humana. [12]

La dimensión pública de la religión ha de ser siempre reconocida, respetando la laicidad positiva de las instituciones estatales. Para dicho fin, es fundamental un sano diálogo entre las instituciones civiles y las religiosas para el desarrollo integral de la persona humana y la armonía de la sociedad.

Vivir en el amor y en la verdad

10. En un mundo globalizado, caracterizado por sociedades cada vez más multiétnicas y multiconfesionales, las grandes religiones pueden constituir un importante factor de unidad y de paz para la familia humana. Sobre la base de las respectivas convicciones religiosas y de la búsqueda racional del bien común, sus seguidores están llamados a vivir con responsabilidad su propio compromiso en un contexto de libertad religiosa. En las diversas culturas religiosas, a la vez que se debe rechazar todo aquello que va contra la dignidad del hombre y la mujer, se ha de tener en cuenta lo que resulta positivo para la convivencia civil.

El espacio público, que la comunidad internacional pone a disposición de las religiones y su propuesta de “vida buena”, favorece el surgir de un criterio compartido de verdad y de bien, y de un consenso moral, fundamentales para una convivencia justa y pacífica. Los líderes de las grandes religiones, por su papel, su influencia y su autoridad en las propias comunidades, son los primeros en ser llamados a vivir en el respeto recíproco y en el diálogo.

Los cristianos, por su parte, están llamados por la misma fe en Dios, Padre del Señor Jesucristo, a vivir como hermanos que se encuentran en la Iglesia y colaboran en la edificación de un mundo en el que las personas y los pueblos «no harán daño ni estrago […], porque está lleno el país de la ciencia del Señor, como las aguas colman el mar» (Is 11, 9).

El diálogo como búsqueda en común

11. El diálogo entre los seguidores de las diferentes religiones constituye para la Iglesia un instrumento importante para colaborar con todas las comunidades religiosas al bien común. La Iglesia no rechaza nada de lo que en las diversas religiones es verdadero y santo. «Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen mucho de los que ella mantiene y propone, no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres». [13]

Con eso no se quiere señalar el camino del relativismo o del sincretismo religioso. La Iglesia, en efecto, «anuncia y tiene la obligación de anunciar sin cesar a Cristo, que es “camino, verdad y vida” (Jn 14, 6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa, en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas». [14] Sin embargo, esto no excluye el diálogo y la búsqueda común de la verdad en los diferentes ámbitos vitales, pues, como afirma a menudo santo Tomás, «toda verdad, independientemente de quien la diga, viene del Espíritu Santo». [15]

En el año 2011 se cumplirá el 25 aniversario de la Jornada mundial de oración por la paz, que fue convocada en Asís por el Venerable Juan Pablo II, en 1986. En dicha ocasión, los líderes de las grandes religiones del mundo testimoniaron que las religiones son un factor de unión y de paz, no de división y de conflicto. El recuerdo de aquella experiencia es un motivo de esperanza en un futuro en el que todos los creyentes se sientan y sean auténticos trabajadores por la justicia y la paz.

Verdad moral en la política y en la diplomacia

12. La política y la diplomacia deberían contemplar el patrimonio moral y espiritual que ofrecen las grandes religiones del mundo, para reconocer y afirmar aquellas verdades, principios y valores universales que no pueden negarse sin negar la dignidad de la persona humana. Pero, ¿qué significa, de manera práctica, promover la verdad moral en el mundo de la política y de la diplomacia? Significa actuar de manera responsable sobre la base del conocimiento objetivo e íntegro de los hechos; quiere decir desarticular aquellas ideologías políticas que terminan por suplantar la verdad y la dignidad humana, y promueven falsos valores con el pretexto de la paz, el desarrollo y los derechos humanos; significa favorecer un compromiso constante para fundar la ley positiva sobre los principios de la ley natural. [16] Todo esto es necesario y coherente con el respeto de la dignidad y el valor de la persona humana, ratificado por los Pueblos de la tierra en la Carta de la Organización de las Naciones Unidas de 1945, que presenta valores y principios morales universales como referencia para las normas, instituciones y sistemas de convivencia en el ámbito nacional e internacional.

Más allá del odio y el prejuicio

13. A pesar de las enseñanzas de la historia y el esfuerzo de los Estados, las Organizaciones internacionales a nivel mundial y local, de las Organizaciones no gubernamentales y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que cada día se esfuerzan por tutelar los derechos y libertades fundamentales, se siguen constatando en el mundo persecuciones, discriminaciones, actos de violencia y de intolerancia por motivos religiosos. Particularmente en Asia y África, las víctimas son principalmente miembros de las minorías religiosas, a los que se les impide profesar libremente o cambiar la propia religión a través de la intimidación y la violación de los derechos, de las libertades fundamentales y de los bienes esenciales, llegando incluso a la privación de la libertad personal o de la misma vida.

Como ya he afirmado, se dan también formas más sofisticadas de hostilidad contra la religión, que en los Países occidentales se expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos. Son formas que fomentan a menudo el odio y el prejuicio, y no coinciden con una visión serena y equilibrada del pluralismo y la laicidad de las instituciones, además del riesgo para las nuevas generaciones de perder el contacto con el precioso patrimonio espiritual de sus Países.

La defensa de la religión pasa a través de la defensa de los derechos y de las libertades de las comunidades religiosas. Que los líderes de las grandes religiones del mundo y los responsables de las naciones, renueven el compromiso por la promoción y tutela de la libertad religiosa, en particular, por la defensa de las minorías religiosas, que no constituyen una amenaza contra la identidad de la mayoría, sino que, por el contrario, son una oportunidad para el diálogo y el recíproco enriquecimiento cultural. Su defensa representa la manera ideal para consolidar el espíritu de benevolencia, de apertura y de reciprocidad con el que se tutelan los derechos y libertades fundamentales en todas las áreas y regiones del mundo.

La libertad religiosa en el mundo

14. Por último, me dirijo a las comunidades cristianas que sufren persecuciones, discriminaciones, actos de violencia e intolerancia, en particular en Asia, en África, en Oriente Medio y especialmente en Tierra Santa, lugar elegido y bendecido por Dios. A la vez que les renuevo mi afecto paterno y les aseguro mi oración, pido a todos los responsables que actúen prontamente para poner fin a todo atropello contra los cristianos que viven en esas regiones. Que los discípulos de Cristo no se desanimen ante las adversidades actuales, porque el testimonio del Evangelio es y será siempre un signo de contradicción.

Meditemos en nuestro corazón las palabras del Señor Jesús: «Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados […]. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 5-12). Renovemos, pues, «el compromiso de indulgencia y de perdón que hemos adquirido, y que invocamos en el Pater Noster, al poner nosotros mismos la condición y la medida de la misericordia que deseamos obtener: “Y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mt 6, 12)».[17] La violencia no se vence con la violencia. Que nuestro grito de dolor vaya siempre acompañado por la fe, la esperanza y el testimonio del amor de Dios. Expreso también mi deseo de que en Occidente, especialmente en Europa, cesen la hostilidad y los prejuicios contra los cristianos, por el simple hecho de que intentan orientar su vida en coherencia con los valores y principios contenidos en el Evangelio. Que Europa sepa más bien reconciliarse con sus propias raíces cristianas, que son fundamentales para comprender el papel que ha tenido, que tiene y que quiere tener en la historia; de esta manera, sabrá experimentar la justicia, la concordia y la paz, cultivando un sincero diálogo con todos los pueblos.

La libertad religiosa, camino para la paz

15. El mundo tiene necesidad de Dios. Tiene necesidad de valores éticos y espirituales, universales y compartidos, y la religión puede contribuir de manera preciosa a su búsqueda, para la construcción de un orden social justo y pacífico, a nivel nacional e internacional.

La paz es un don de Dios y al mismo tiempo un proyecto que realizar, pero que nunca se cumplirá totalmente. Una sociedad reconciliada con Dios está más cerca de la paz, que no es la simple ausencia de la guerra, ni el mero fruto del predominio militar o económico, ni mucho menos de astucias engañosas o de hábiles manipulaciones. La paz, por el contrario, es el resultado de un proceso de purificación y elevación cultural, moral y espiritual de cada persona y cada pueblo, en el que la dignidad humana es respetada plenamente. Invito a todos los que desean ser constructores de paz, y sobre todo a los jóvenes, a escuchar la propia voz interior, para encontrar en Dios referencia segura para la conquista de una auténtica libertad, la fuerza inagotable para orientar el mundo con un espíritu nuevo, capaz de no repetir los errores del pasado. Como enseña el Siervo de Dios Pablo VI, a cuya sabiduría y clarividencia se debe la institución de la Jornada Mundial de la Paz: «Ante todo, hay que dar a la Paz otras armas que no sean las destinadas a matar y a exterminar a la humanidad. Son necesarias, sobre todo, las armas morales, que den fuerza y prestigio al derecho internacional; primeramente, la de observar los pactos». [18] La libertad religiosa es un arma auténtica de la paz, con una misión histórica y profética. En efecto, ella valoriza y hace fructificar las más profundas cualidades y potencialidades de la persona humana, capaces de cambiar y mejorar el mundo. Ella permite alimentar la esperanza en un futuro de justicia y paz, también ante las graves injusticias y miserias materiales y morales. Que todos los hombres y las sociedades, en todos los ámbitos y ángulos de la Tierra, puedan experimentar pronto la libertad religiosa, camino para la paz.

Vaticano, 8 de diciembre de 2010



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Sesso: Femminile
02/09/2013 19:53


MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2012



EDUCAR A LOS JÓVENES EN LA JUSTICIA Y LA PAZ



1. El comienzo de un Año nuevo, don de Dios a la humanidad, es una invitación a desear a todos, con mucha confianza y afecto, que este tiempo que tenemos por delante esté marcado por la justicia y la paz.

¿Con qué actitud debemos mirar el nuevo año? En el salmo 130 encontramos una imagen muy bella. El salmista dice que el hombre de fe aguarda al Señor «más que el centinela la aurora» (v. 6), lo aguarda con una sólida esperanza, porque sabe que traerá luz, misericordia, salvación. Esta espera nace de la experiencia del pueblo elegido, el cual reconoce que Dios lo ha educado para mirar el mundo en su verdad y a no dejarse abatir por las tribulaciones. Os invito a abrir el año 2012 con dicha actitud de confianza. Es verdad que en el año que termina ha aumentado el sentimiento de frustración por la crisis que agobia a la sociedad, al mundo del trabajo y la economía; una crisis cuyas raíces son sobre todo culturales y antropológicas. Parece como si un manto de oscuridad hubiera descendido sobre nuestro tiempo y no dejara ver con claridad la luz del día.

En esta oscuridad, sin embargo, el corazón del hombre no cesa de esperar la aurora de la que habla el salmista. Se percibe de manera especialmente viva y visible en los jóvenes, y por esa razón me dirijo a ellos teniendo en cuenta la aportación que pueden y deben ofrecer a la sociedad. Así pues, quisiera presentar el Mensaje para la XLV Jornada Mundial de la Paz en una perspectiva educativa: «Educar a los jóvenes en la justicia y la paz», convencido de que ellos, con su entusiasmo y su impulso hacia los ideales, pueden ofrecer al mundo una nueva esperanza.

Mi mensaje se dirige también a los padres, las familias y a todos los estamentos educativos y formativos, así como a los responsables en los distintos ámbitos de la vida religiosa, social, política, económica, cultural y de la comunicación. Prestar atención al mundo juvenil, saber escucharlo y valorarlo, no es sólo una oportunidad, sino un deber primario de toda la sociedad, para la construcción de un futuro de justicia y de paz.

Se ha de transmitir a los jóvenes el aprecio por el valor positivo de la vida, suscitando en ellos el deseo de gastarla al servicio del bien. Éste es un deber en el que todos estamos comprometidos en primera persona.

Las preocupaciones manifestadas en estos últimos tiempos por muchos jóvenes en diversas regiones del mundo expresan el deseo de mirar con fundada esperanza el futuro. En la actualidad, muchos son los aspectos que les preocupan: el deseo de recibir una formación que los prepare con más profundidad a afrontar la realidad, la dificultad de formar una familia y encontrar un puesto estable de trabajo, la capacidad efectiva de contribuir al mundo de la política, de la cultura y de la economía, para edificar una sociedad con un rostro más humano y solidario.

Es importante que estos fermentos, y el impulso idealista que contienen, encuentren la justa atención

en todos los sectores de la sociedad. La Iglesia mira a los jóvenes con esperanza, confía en ellos y los anima a buscar la verdad, a defender el bien común, a tener una perspectiva abierta sobre el mundo y ojos capaces de ver «cosas nuevas» (Is 42,9; 48,6).

Los responsables de la educación

2. La educación es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar –que viene de educere en latín– significa conducir fuera de sí mismos para introducirlos en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona. Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven. Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone.

¿Cuáles son los lugares donde madura una verdadera educación en la paz y en la justicia? Ante todo la familia, puesto que los padres son los primeros educadores. La familia es la célula originaria de la sociedad. «En la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprende la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del otro»[1].Ella es la primera escuela donde se recibe educación para la justicia y la paz.

Vivimos en un mundo en el que la familia, y también la misma vida, se ven constantemente amenazadas y, a veces, destrozadas. Unas condiciones de trabajo a menudo poco conciliables con las responsabilidades familiares, la preocupación por el futuro, los ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento adecuado, cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer difícil la posibilidad de asegurar a los hijos uno de los bienes más preciosos: la presencia de los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir el camino con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas que se adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando juntos el tiempo. Deseo decir a los padres que no se desanimen. Que exhorten con el ejemplo de su vida a los hijos a que pongan la esperanza ante todo en Dios, el único del que mana justicia y paz auténtica.

Quisiera dirigirme también a los responsables de las instituciones dedicadas a la educación: que vigilen con gran sentido de responsabilidad para que se respete y valore en toda circunstancia la dignidad de cada persona. Que se preocupen de que cada joven pueda descubrir la propia vocación, acompañándolo mientras hace fructificar los dones que el Señor le ha concedido. Que aseguren a las familias que sus hijos puedan tener un camino formativo que no contraste con su conciencia y principios religiosos.

Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo transcendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna.

Me dirijo también a los responsables políticos, pidiéndoles que ayuden concretamente a las familias e instituciones educativas a ejercer su derecho deber de educar. Nunca debe faltar una ayuda adecuada a la maternidad y a la paternidad. Que se esfuercen para que a nadie se le niegue el derecho a la instrucción y las familias puedan elegir libremente las estructuras educativas que consideren más idóneas para el bien de sus hijos. Que trabajen para favorecer el reagrupamiento de las familias divididas por la necesidad de encontrar medios de subsistencia. Ofrezcan a los jóvenes una imagen límpida de la política, como verdadero servicio al bien de todos.

No puedo dejar de hacer un llamamiento, además, al mundo de los medios, para que den su aportación educativa. En la sociedad actual, los medios de comunicación de masa tienen un papel particular: no sólo informan, sino que también forman el espíritu de sus destinatarios y, por tanto, pueden dar una aportación notable a la educación de los jóvenes. Es importante tener presente que los lazos entre educación y comunicación son muy estrechos: en efecto, la educación se produce mediante la comunicación, que influye positiva o negativamente en la formación de la persona.

También los jóvenes han de tener el valor de vivir ante todo ellos mismos lo que piden a quienes están en su entorno. Les corresponde una gran responsabilidad: que tengan la fuerza de usar bien y conscientemente la libertad. También ellos son responsables de la propia educación y formación en la justicia y la paz.

Educar en la verdad y en la libertad

3. San Agustín se preguntaba: «Quid enim fortius desiderat anima quam veritatem? - ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad?»[2]. El rostro humano de una sociedad depende mucho de la contribución de la educación a mantener viva esa cuestión insoslayable. En efecto, la educación persigue la formación integral de la persona, incluida la dimensión moral y espiritual del ser, con vistas a su fin último y al bien de la sociedad de la que es miembro. Por eso, para educar en la verdad es necesario saber sobre todo quién es la persona humana, conocer su naturaleza. Contemplando la realidad que lo rodea, el salmista reflexiona: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides?» (Sal 8,4-5). Ésta es la cuestión fundamental que hay que plantearse: ¿Quién es el hombre? El hombre es un ser que alberga en su corazón una sed de infinito, una sed de verdad –no parcial, sino capaz de explicar el sentido de la vida– porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Así pues, reconocer con gratitud la vida como un don inestimable lleva a descubrir la propia dignidad profunda y la inviolabilidad de toda persona. Por eso, la primera educación consiste en aprender a reconocer en el hombre la imagen del Creador y, por consiguiente, a tener un profundo respeto por cada ser humano y ayudar a los otros a llevar una vida conforme a esta altísima dignidad. Nunca podemos olvidar que «el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones»[3],incluida la trascendente, y que no se puede sacrificar a la persona para obtener un bien particular, ya sea económico o social, individual o colectivo.

Sólo en la relación con Dios comprende también el hombre el significado de la propia libertad. Y es cometido de la educación el formar en la auténtica libertad. Ésta no es la ausencia de vínculos o el dominio del libre albedrío, no es el absolutismo del yo. El hombre que cree ser absoluto, no depender de nada ni de nadie, que puede hacer todo lo que se le antoja, termina por contradecir la verdad del propio ser, perdiendo su libertad. Por el contrario, el hombre es un ser relacional, que vive en relación con los otros y, sobre todo, con Dios. La auténtica libertad nunca se puede alcanzar alejándose de Él.

La libertad es un valor precioso, pero delicado; se la puede entender y usar mal. «En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común»[4].

Para ejercer su libertad, el hombre debe superar por tanto el horizonte del relativismo y conocer la verdad sobre sí mismo y sobre el bien y el mal. En lo más íntimo de la conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz lo llama a amar, a hacer el bien y huir del mal, a asumir la responsabilidad del bien que ha hecho y del mal que ha cometido[5].Por eso, el ejercicio de la libertad está íntimamente relacionado con la ley moral natural, que tiene un carácter universal, expresa la dignidad de toda persona, sienta la base de sus derechos y deberes fundamentales, y, por tanto, en último análisis, de la convivencia justa y pacífica entre las personas.

El uso recto de la libertad es, pues, central en la promoción de la justicia y la paz, que requieren el respeto hacia uno mismo y hacia el otro, aunque se distancie de la propia forma de ser y vivir. De esa actitud brotan los elementos sin los cuales la paz y la justicia se quedan en palabras sin contenido: la confianza recíproca, la capacidad de entablar un diálogo constructivo, la posibilidad del perdón, que tantas veces se quisiera obtener pero que cuesta conceder, la caridad recíproca, la compasión hacia los más débiles, así como la disponibilidad para el sacrificio.

Educar en la justicia

4. En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos, más allá de las declaraciones de intenciones, está seriamente amenazo por la extendida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad, del beneficio y del tener, es importante no separar el concepto de justicia de sus raíces transcendentes. La justicia, en efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda del ser humano. La visión integral del hombre es lo que permite no caer en una concepción contractualista de la justicia y abrir también para ella el horizonte de la solidaridad y del amor[6].

No podemos ignorar que ciertas corrientes de la cultura moderna, sostenida por principios económicos racionalistas e individualistas, han sustraído al concepto de justicia sus raíces transcendentes, separándolo de la caridad y la solidaridad: «La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo»[7].

«Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados» (Mt 5,6). Serán saciados porque tienen hambre y sed de relaciones rectas con Dios, consigo mismos, con sus hermanos y hermanas, y con toda la creación.

Educar en la paz

5. «La paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la tierra sin la salvaguardia de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad»[8].La paz es fruto de la justicia y efecto de la caridad. Y es ante todo don de Dios. Los cristianos creemos que Cristo es nuestra verdadera paz: en Él, en su cruz, Dios ha reconciliado consigo al mundo y ha destruido las barreras que nos separaban a unos de otros (cf. Ef 2,14-18); en Él, hay una única familia reconciliada en el amor.

Pero la paz no es sólo un don que se recibe, sino también una obra que se ha de construir. Para ser verdaderamente constructores de la paz, debemos ser educados en la compasión, la solidaridad, la colaboración, la fraternidad; hemos de ser activos dentro de las comunidades y atentos a despertar las consciencias sobre las cuestiones nacionales e internacionales, así como sobre la importancia de buscar modos adecuados de redistribución de la riqueza, de promoción del crecimiento, de la cooperación al desarrollo y de la resolución de los conflictos. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios», dice Jesús en el Sermón de la Montaña (Mt 5,9).

La paz para todos nace de la justicia de cada uno y ninguno puede eludir este compromiso esencial de promover la justicia, según las propias competencias y responsabilidades. Invito de modo particular a los jóvenes, que mantienen siempre viva la tensión hacia los ideales, a tener la paciencia y constancia de buscar la justicia y la paz, de cultivar el gusto por lo que es justo y verdadero, aun cuando esto pueda comportar sacrificio e ir contracorriente.

Levantar los ojos a Dios

6. Ante el difícil desafío que supone recorrer la vía de la justicia y de la paz, podemos sentirnos tentados de preguntarnos como el salmista: «Levanto mis ojos a los montes: ¿de dónde me vendrá el auxilio?» (Sal 121,1).

Deseo decir con fuerza a todos, y particularmente a los jóvenes: «No son las ideologías las que salvan el mundo, sino sólo dirigir la mirada al Dios viviente, que es nuestro creador, el garante de nuestra libertad, el garante de lo que es realmente bueno y auténtico [...], mirar a Dios, que es la medida de lo que es justo y, al mismo tiempo, es el amor eterno.

Y ¿qué puede salvarnos sino el amor?»[9]. El amor se complace en la verdad, es la fuerza que nos hace capaces de comprometernos con la verdad, la justicia, la paz, porque todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta (cf. 1 Co 13,1-13).

Queridos jóvenes, vosotros sois un don precioso para la sociedad. No os dejéis vencer por el desánimo ante las dificultades y no os entreguéis a las falsas soluciones, que con frecuencia se presentan como el camino más fácil para superar los problemas. No tengáis miedo de comprometeros, de hacer frente al esfuerzo y al sacrificio, de elegir los caminos que requieren fidelidad y constancia, humildad y dedicación. Vivid con confianza vuestra juventud y esos profundos deseos de felicidad, verdad, belleza y amor verdadero que experimentáis. Vivid con intensidad esta etapa de vuestra vida tan rica y llena de entusiasmo.

Sed conscientes de que vosotros sois un ejemplo y estímulo para los adultos, y lo seréis cuanto más os esforcéis por superar las injusticias y la corrupción, cuanto más deseéis un futuro mejor y os comprometáis en construirlo. Sed conscientes de vuestras capacidades y nunca os encerréis en vosotros mismos, sino sabed trabajar por un futuro más luminoso para todos. Nunca estáis solos. La Iglesia confía en vosotros, os sigue, os anima y desea ofreceros lo que tiene de más valor: la posibilidad de levantar los ojos hacia Dios, de encontrar a Jesucristo, Aquel que es la justicia y la paz.

A todos vosotros, hombres y mujeres preocupados por la causa de la paz. La paz no es un bien ya logrado, sino una meta a la que todos debemos aspirar. Miremos con mayor esperanza al futuro, animémonos mutuamente en nuestro camino, trabajemos para dar a nuestro mundo un rostro más humano y fraterno y sintámonos unidos en la responsabilidad respecto a las jóvenes generaciones de hoy y del mañana, particularmente en educarlas a ser pacíficas y artífices de paz. Consciente de todo ello, os envío estas reflexiones y os dirijo un llamamiento: unamos nuestras fuerzas espirituales, morales y materiales para «educar a los jóvenes en la justicia y la paz».

Vaticano, 8 de diciembre de 2011

BENEDICTUS PP XVI


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MENSAJE DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
XLVI JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

1 DE ENERO DE 2013

BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ



1. Cada nuevo año trae consigo la esperanza de un mundo mejor. En esta perspectiva, pido a Dios, Padre de la humanidad, que nos conceda la concordia y la paz, para que se puedan cumplir las aspiraciones de una vida próspera y feliz para todos.

Trascurridos 50 años del Concilio Vaticano II, que ha contribuido a fortalecer la misión de la Iglesia en el mundo, es alentador constatar que los cristianos, como Pueblo de Dios en comunión con él y caminando con los hombres, se comprometen en la historia compartiendo las alegrías y esperanzas, las tristezas y angustias[1], anunciando la salvación de Cristo y promoviendo la paz para todos.

En efecto, este tiempo nuestro, caracterizado por la globalización, con sus aspectos positivos y negativos, así como por sangrientos conflictos aún en curso, y por amenazas de guerra, reclama un compromiso renovado y concertado en la búsqueda del bien común, del desarrollo de todos los hombres y de todo el hombre.

Causan alarma los focos de tensión y contraposición provocados por la creciente desigualdad entre ricos y pobres, por el predominio de una mentalidad egoísta e individualista, que se expresa también en un capitalismo financiero no regulado. Aparte de las diversas formas de terrorismo y delincuencia internacional, representan un peligro para la paz los fundamentalismos y fanatismos que distorsionan la verdadera naturaleza de la religión, llamada a favorecer la comunión y la reconciliación entre los hombres.

Y, sin embargo, las numerosas iniciativas de paz que enriquecen el mundo atestiguan la vocación innata de la humanidad hacia la paz. El deseo de paz es una aspiración esencial de cada hombre, y coincide en cierto modo con el deseo de una vida humana plena, feliz y lograda. En otras palabras, el deseo de paz se corresponde con un principio moral fundamental, a saber, con el derecho y el deber a un desarrollo integral, social, comunitario, que forma parte del diseño de Dios sobre el hombre. El hombre está hecho para la paz, que es un don de Dios.

Todo esto me ha llevado a inspirarme para este mensaje en las palabras de Jesucristo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

La bienaventuranza evangélica

2. Las bienaventuranzas proclamadas por Jesús (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23) son promesas. En la tradición bíblica, en efecto, la bienaventuranza pertenece a un género literario que comporta siempre una buena noticia, es decir, un evangelio que culmina con una promesa. Por tanto, las bienaventuranzas no son meras recomendaciones morales, cuya observancia prevé que, a su debido tiempo –un tiempo situado normalmente en la otra vida–, se obtenga una recompensa, es decir, una situación de felicidad futura. La bienaventuranza consiste más bien en el cumplimiento de una promesa dirigida a todos los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la justicia y el amor. Quienes se encomiendan a Dios y a sus promesas son considerados frecuentemente por el mundo como ingenuos o alejados de la realidad. Sin embargo, Jesús les declara que, no sólo en la otra vida sino ya en ésta, descubrirán que son hijos de Dios, y que, desde siempre y para siempre, Dios es totalmente solidario con ellos. Comprenderán que no están solos, porque él está a favor de los que se comprometen con la verdad, la justicia y el amor. Jesús, revelación del amor del Padre, no duda en ofrecerse con el sacrificio de sí mismo. Cuando se acoge a Jesucristo, Hombre y Dios, se vive la experiencia gozosa de un don inmenso: compartir la vida misma de Dios, es decir, la vida de la gracia, prenda de una existencia plenamente bienaventurada. En particular, Jesucristo nos da la verdadera paz que nace del encuentro confiado del hombre con Dios.

La bienaventuranza de Jesús dice que la paz es al mismo tiempo un don mesiánico y una obra humana. En efecto, la paz presupone un humanismo abierto a la trascendencia. Es fruto del don recíproco, de un enriquecimiento mutuo, gracias al don que brota de Dios, y que permite vivir con los demás y para los demás. La ética de la paz es ética de la comunión y de la participación. Es indispensable, pues, que las diferentes culturas actuales superen antropologías y éticas basadas en presupuestos teórico-prácticos puramente subjetivistas y pragmáticos, en virtud de los cuales las relaciones de convivencia se inspiran en criterios de poder o de beneficio, los medios se convierten en fines y viceversa, la cultura y la educación se centran únicamente en los instrumentos, en la tecnología y la eficiencia. Una condición previa para la paz es el desmantelamiento de la dictadura del relativismo moral y del presupuesto de una moral totalmente autónoma, que cierra las puertas al reconocimiento de la imprescindible ley moral natural inscrita por Dios en la conciencia de cada hombre. La paz es la construcción de la convivencia en términos racionales y morales, apoyándose sobre un fundamento cuya medida no la crea el hombre, sino Dios: « El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz », dice el Salmo 29 (v. 11).

La paz, don de Dios y obra del hombre

3. La paz concierne a la persona humana en su integridad e implica la participación de todo el hombre. Se trata de paz con Dios viviendo según su voluntad. Paz interior con uno mismo, y paz exterior con el prójimo y con toda la creación. Comporta principalmente, como escribió el beato Juan XXIII en la Encíclica Pacem in Terris, de la que dentro de pocos meses se cumplirá el 50 aniversario, la construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y la justicia[2]. La negación de lo que constituye la verdadera naturaleza del ser humano en sus dimensiones constitutivas, en su capacidad intrínseca de conocer la verdad y el bien y, en última instancia, a Dios mismo, pone en peligro la construcción de la paz. Sin la verdad sobre el hombre, inscrita en su corazón por el Creador, se menoscaba la libertad y el amor, la justicia pierde el fundamento de su ejercicio.

Para llegar a ser un auténtico trabajador por la paz, es indispensable cuidar la dimensión trascendente y el diálogo constante con Dios, Padre misericordioso, mediante el cual se implora la redención que su Hijo Unigénito nos ha conquistado. Así podrá el hombre vencer ese germen de oscuridad y de negación de la paz que es el pecado en todas sus formas: el egoísmo y la violencia, la codicia y el deseo de poder y dominación, la intolerancia, el odio y las estructuras injustas.

La realización de la paz depende en gran medida del reconocimiento de que, en Dios, somos una sola familia humana. Como enseña la Encíclica Pacem in Terris, se estructura mediante relaciones interpersonales e instituciones apoyadas y animadas por un « nosotros » comunitario, que implica un orden moral interno y externo, en el que se reconocen sinceramente, de acuerdo con la verdad y la justicia, los derechos recíprocos y los deberes mutuos. La paz es un orden vivificado e integrado por el amor, capaz de hacer sentir como propias las necesidades y las exigencias del prójimo, de hacer partícipes a los demás de los propios bienes, y de tender a que sea cada vez más difundida en el mundo la comunión de los valores espirituales. Es un orden llevado a cabo en la libertad, es decir, en el modo que corresponde a la dignidad de las personas, que por su propia naturaleza racional asumen la responsabilidad de sus propias obras[3].

La paz no es un sueño, no es una utopía: la paz es posible. Nuestros ojos deben ver con mayor profundidad, bajo la superficie de las apariencias y las manifestaciones, para descubrir una realidad positiva que existe en nuestros corazones, porque todo hombre ha sido creado a imagen de Dios y llamado a crecer, contribuyendo a la construcción de un mundo nuevo. En efecto, Dios mismo, mediante la encarnación del Hijo, y la redención que él llevó a cabo, ha entrado en la historia, haciendo surgir una nueva creación y una alianza nueva entre Dios y el hombre (cf. Jr 31,31-34), y dándonos la posibilidad de tener « un corazón nuevo » y « un espíritu nuevo » (cf. Ez 36,26).

Precisamente por eso, la Iglesia está convencida de la urgencia de un nuevo anuncio de Jesucristo, el primer y principal factor del desarrollo integral de los pueblos, y también de la paz. En efecto, Jesús es nuestra paz, nuestra justicia, nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14; 2Co 5,18). El que trabaja por la paz, según la bienaventuranza de Jesús, es aquel que busca el bien del otro, el bien total del alma y el cuerpo, hoy y mañana.

A partir de esta enseñanza se puede deducir que toda persona y toda comunidad –religiosa, civil, educativa y cultural– está llamada a trabajar por la paz. La paz es principalmente la realización del bien común de las diversas sociedades, primarias e intermedias, nacionales, internacionales y de alcance mundial. Precisamente por esta razón se puede afirmar que las vías para construir el bien común son también las vías a seguir para obtener la paz.

Los que trabajan por la paz son quienes aman, defienden
y promueven la vida en su integridad

4. El camino para la realización del bien común y de la paz pasa ante todo por el respeto de la vida humana, considerada en sus múltiples aspectos, desde su concepción, en su desarrollo y hasta su fin natural. Auténticos trabajadores por la paz son, entonces, los que aman, defienden y promueven la vida humana en todas sus dimensiones: personal, comunitaria y transcendente. La vida en plenitud es el culmen de la paz. Quien quiere la paz no puede tolerar atentados y delitos contra la vida.

Quienes no aprecian suficientemente el valor de la vida humana y, en consecuencia, sostienen por ejemplo la liberación del aborto, tal vez no se dan cuenta que, de este modo, proponen la búsqueda de una paz ilusoria. La huida de las responsabilidades, que envilece a la persona humana, y mucho más la muerte de un ser inerme e inocente, nunca podrán traer felicidad o paz. En efecto, ¿cómo es posible pretender conseguir la paz, el desarrollo integral de los pueblos o la misma salvaguardia del ambiente, sin que sea tutelado el derecho a la vida de los más débiles, empezando por los que aún no han nacido? Cada agresión a la vida, especialmente en su origen, provoca inevitablemente daños irreparables al desarrollo, a la paz, al ambiente. Tampoco es justo codificar de manera subrepticia falsos derechos o libertades, que, basados en una visión reductiva y relativista del ser humano, y mediante el uso hábil de expresiones ambiguas encaminadas a favorecer un pretendido derecho al aborto y a la eutanasia, amenazan el derecho fundamental a la vida.

También la estructura natural del matrimonio debe ser reconocida y promovida como la unión de un hombre y una mujer, frente a los intentos de equipararla desde un punto de vista jurídico con formas radicalmente distintas de unión que, en realidad, dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel insustituible en la sociedad.

Estos principios no son verdades de fe, ni una mera derivación del derecho a la libertad religiosa. Están inscritos en la misma naturaleza humana, se pueden conocer por la razón, y por tanto son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia al promoverlos no tiene un carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, prescindiendo de su afiliación religiosa. Esta acción se hace tanto más necesaria cuanto más se niegan o no se comprenden estos principios, lo que es una ofensa a la verdad de la persona humana, una herida grave inflingida a la justicia y a la paz.

Por tanto, constituye también una importante cooperación a la paz el reconocimiento del derecho al uso del principio de la objeción de conciencia con respecto a leyes y medidas gubernativas que atentan contra la dignidad humana, como el aborto y la eutanasia, por parte de los ordenamientos jurídicos y la administración de la justicia.

Entre los derechos humanos fundamentales, también para la vida pacífica de los pueblos, está el de la libertad religiosa de las personas y las comunidades. En este momento histórico, es cada vez más importante que este derecho sea promovido no sólo desde un punto de vista negativo, como libertad frente –por ejemplo, frente a obligaciones o constricciones de la libertad de elegir la propia religión–, sino también desde un punto de vista positivo, en sus varias articulaciones, como libertad de, por ejemplo, testimoniar la propia religión, anunciar y comunicar su enseñanza, organizar actividades educativas, benéficas o asistenciales que permitan aplicar los preceptos religiosos, ser y actuar como organismos sociales, estructurados según los principios doctrinales y los fines institucionales que les son propios. Lamentablemente, incluso en países con una antigua tradición cristiana, se están multiplicando los episodios de intolerancia religiosa, especialmente en relación con el cristianismo o de quienes simplemente llevan signos de identidad de su religión.

El que trabaja por la paz debe tener presente que, en sectores cada vez mayores de la opinión pública, la ideología del liberalismo radical y de la tecnocracia insinúan la convicción de que el crecimiento económico se ha de conseguir incluso a costa de erosionar la función social del Estado y de las redes de solidaridad de la sociedad civil, así como de los derechos y deberes sociales. Estos derechos y deberes han de ser considerados fundamentales para la plena realización de otros, empezando por los civiles y políticos.

Uno de los derechos y deberes sociales más amenazados actualmente es el derecho al trabajo. Esto se debe a que, cada vez más, el trabajo y el justo reconocimiento del estatuto jurídico de los trabajadores no están adecuadamente valorizados, porque el desarrollo económico se hace depender sobre todo de la absoluta libertad de los mercados. El trabajo es considerado una mera variable dependiente de los mecanismos económicos y financieros. A este propósito, reitero que la dignidad del hombre, así como las razones económicas, sociales y políticas, exigen que « se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan »[4]. La condición previa para la realización de este ambicioso proyecto es una renovada consideración del trabajo, basada en los principios éticos y valores espirituales, que robustezca la concepción del mismo como bien fundamental para la persona, la familia y la sociedad. A este bien corresponde un deber y un derecho que exigen nuevas y valientes políticas de trabajo para todos.

Construir el bien de la paz mediante un nuevo modelo de desarrollo y de economía

5. Actualmente son muchos los que reconocen que es necesario un nuevo modelo de desarrollo, así como una nueva visión de la economía. Tanto el desarrollo integral, solidario y sostenible, como el bien común, exigen una correcta escala de valores y bienes, que se pueden estructurar teniendo a Dios como referencia última. No basta con disposiciones de muchos medios y una amplia gama de opciones, aunque sean de apreciar. Tanto los múltiples bienes necesarios para el desarrollo, como las opciones posibles deben ser usados según la perspectiva de una vida buena, de una conducta recta que reconozca el primado de la dimensión espiritual y la llamada a la consecución del bien común. De otro modo, pierden su justa valencia, acabando por ensalzar nuevos ídolos.

Para salir de la actual crisis financiera y económica – que tiene como efecto un aumento de las desigualdades – se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y un nuevo modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del provecho y del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas sólo por su capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir, auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la lógica del don[5]. En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como algo que va más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Se encuentra así trabajando no sólo para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y un trabajo digno.

En el ámbito económico, se necesitan, especialmente por parte de los estados, políticas de desarrollo industrial y agrícola que se preocupen del progreso social y la universalización de un estado de derecho y democrático. Es fundamental e imprescindible, además, la estructuración ética de los mercados monetarios, financieros y comerciales; éstos han de ser estabilizados y mejor coordinados y controlados, de modo que no se cause daño a los más pobres. La solicitud de los muchos que trabajan por la paz se debe dirigir además – con una mayor resolución respecto a lo que se ha hecho hasta ahora – a atender la crisis alimentaria, mucho más grave que la financiera. La seguridad de los aprovisionamientos de alimentos ha vuelto a ser un tema central en la agenda política internacional, a causa de crisis relacionadas, entre otras cosas, con las oscilaciones repentinas de los precios de las materias primas agrícolas, los comportamientos irresponsables por parte de algunos agentes económicos y con un insuficiente control por parte de los gobiernos y la comunidad internacional. Para hacer frente a esta crisis, los que trabajan por la paz están llamados a actuar juntos con espíritu de solidaridad, desde el ámbito local al internacional, con el objetivo de poner a los agricultores, en particular en las pequeñas realidades rurales, en condiciones de poder desarrollar su actividad de modo digno y sostenible desde un punto de vista social, ambiental y económico.

La educación a una cultura de la paz:
el papel de la familia y de las instituciones

6. Deseo reiterar con fuerza que todos los que trabajan por la paz están llamados a cultivar la pasión por el bien común de la familia y la justicia social, así como el compromiso por una educación social idónea.

Ninguno puede ignorar o minimizar el papel decisivo de la familia, célula base de la sociedad desde el punto de vista demográfico, ético, pedagógico, económico y político. Ésta tiene como vocación natural promover la vida: acompaña a las personas en su crecimiento y las anima a potenciarse mutuamente mediante el cuidado recíproco. En concreto, la familia cristiana lleva consigo el germen del proyecto de educación de las personas según la medida del amor divino. La familia es uno de los sujetos sociales indispensables en la realización de una cultura de la paz. Es necesario tutelar el derecho de los padres y su papel primario en la educación de los hijos, en primer lugar en el ámbito moral y religioso. En la familia nacen y crecen los que trabajan por la paz, los futuros promotores de una cultura de la vida y del amor[6].

En esta inmensa tarea de educación a la paz están implicadas en particular las comunidades religiosas. La Iglesia se siente partícipe en esta gran responsabilidad a través de la nueva evangelización, que tiene como pilares la conversión a la verdad y al amor de Cristo y, consecuentemente, un nuevo nacimiento espiritual y moral de las personas y las sociedades. El encuentro con Jesucristo plasma a los que trabajan por la paz, comprometiéndoles en la comunión y la superación de la injusticia.

Las instituciones culturales, escolares y universitarias desempeñan una misión especial en relación con la paz. A ellas se les pide una contribución significativa no sólo en la formación de nuevas generaciones de líderes, sino también en la renovación de las instituciones públicas, nacionales e internacionales. También pueden contribuir a una reflexión científica que asiente las actividades económicas y financieras en un sólido fundamento antropológico y ético. El mundo actual, particularmente el político, necesita del soporte de un pensamiento nuevo, de una nueva síntesis cultural, para superar tecnicismos y armonizar las múltiples tendencias políticas con vistas al bien común. Éste, considerado como un conjunto de relaciones interpersonales e institucionales positivas al servicio del crecimiento integral de los individuos y los grupos, es la base de cualquier educación a la auténtica paz.

Una pedagogía del que trabaja por la paz

7. Como conclusión, aparece la necesidad de proponer y promover una pedagogía de la paz. Ésta pide una rica vida interior, claros y válidos referentes morales, actitudes y estilos de vida apropiados. En efecto, las iniciativas por la paz contribuyen al bien común y crean interés por la paz y educan para ella. Pensamientos, palabras y gestos de paz crean una mentalidad y una cultura de la paz, una atmósfera de respeto, honestidad y cordialidad. Es necesario enseñar a los hombres a amarse y educarse a la paz, y a vivir con benevolencia, más que con simple tolerancia. Es fundamental que se cree el convencimiento de que « hay que decir no a la venganza, hay que reconocer las propias culpas, aceptar las disculpas sin exigirlas y, en fi n, perdonar »[7],de modo que los errores y las ofensas puedan ser en verdad reconocidos para avanzar juntos hacia la reconciliación. Esto supone la difusión de una pedagogía del perdón. El mal, en efecto, se vence con el bien, y la justicia se busca imitando a Dios Padre que ama a todos sus hijos (cf. Mt 5,21-48). Es un trabajo lento, porque supone una evolución espiritual, una educación a los más altos valores, una visión nueva de la historia humana. Es necesario renunciar a la falsa paz que prometen los ídolos de este mundo y a los peligros que la acompañan; a esta falsa paz que hace las conciencias cada vez más insensibles, que lleva a encerrarse en uno mismo, a una existencia atrofiada, vivida en la indiferencia. Por el contrario, la pedagogía de la paz implica acción, compasión, solidaridad, valentía y perseverancia.

Jesús encarna el conjunto de estas actitudes en su existencia, hasta el don total de sí mismo, hasta « perder la vida » (cf. Mt 10,39; Lc 17,33; Jn 12,35). Promete a sus discípulos que, antes o después, harán el extraordinario descubrimiento del que hemos hablado al inicio, es decir, que en el mundo está Dios, el Dios de Jesús, completamente solidario con los hombres. En este contexto, quisiera recordar la oración con la que se pide a Dios que nos haga instrumentos de su paz, para llevar su amor donde hubiese odio, su perdón donde hubiese ofensa, la verdadera fe donde hubiese duda. Por nuestra parte, junto al beato Juan XXIII, pidamos a Dios que ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que se esfuerzan por el justo bienestar de sus ciudadanos, aseguren y defiendan el don hermosísimo de la paz; que encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrechar los vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz[8].

Con esta invocación, pido que todos sean verdaderos trabajadores y constructores de paz, de modo que la ciudad del hombre crezca en fraterna concordia, en prosperidad y paz.

Vaticano, 8 de diciembre de 2012



BENEDICTUS PP. XVI


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