Il problema dei 3 corpi: Attraverso continenti e decadi, cinque amici geniali fanno scoperte sconvolgenti mentre le leggi della scienza si sgretolano ed emerge una minaccia esistenziale. Vieni a parlarne su TopManga.
 
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Jornada mundial de la vida consagrada

Ultimo Aggiornamento: 30/08/2013 19:54
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HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA EN LA FIESTA
DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

Jornada de la vida consagrada
Jueves 2 de febrero de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad.

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "el rey de la gloria", "el Señor, fuerte en la guerra" (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley: la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías: "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3, 1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "el mensajero de la alianza" y se somete a la Ley: va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios.

El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo" (Hb 2, 17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice: "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (...) al que podía salvarle de la muerte, (...) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5, 7-9).

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo: una ofrenda incondicional que la implica personalmente: María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —"mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús "el consuelo de Israel" (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón: por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal. Ana es "profetisa", mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén" (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios.

En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del "Dios con nosotros", también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del reino de Dios para el mundo de hoy.
Vuestro modo de vivir y de trabajar puede manifestar sin atenuaciones la plena pertenencia al único Señor; vuestro completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. Este es el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, son como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado la vocación de especial consagración, para saludaros con afecto y daros las gracias de corazón por vuestra presencia. Dirijo un saludo especial a monseñor Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y a sus colaboradores, que concelebran conmigo en esta santa misa. Que el Señor renueve cada día en vosotros y en todas las personas consagradas la respuesta gozosa a su amor gratuito y fiel.

Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiad siempre y en todo lugar el amor de Cristo, luz del mundo. María santísima, la Mujer consagrada, os ayude a vivir plenamente vuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.


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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
XI JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL D ELA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

Basílica Vaticana
Viernes 2 de febrero de 2007



Queridos hermanos y hermanas:

De buen grado me encuentro con vosotros al final de la celebración eucarística, que os ha reunido en esta basílica también este año, en una ocasión tan significativa para vosotros que, perteneciendo a congregaciones, institutos, sociedades de vida apostólica y nuevas formas de vida consagrada, constituís un componente particularmente importante del Cuerpo místico de Cristo. La liturgia de hoy recuerda la Presentación del Señor en el templo, fiesta elegida por mi venerado predecesor Juan Pablo II como "Jornada de la vida consagrada".

Con gran placer saludo cordialmente a cada uno de los presentes, comenzando por el señor cardenal Franc Rodé, prefecto de vuestro dicasterio, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo, asimismo, al secretario y a todos los miembros de la Congregación, que dedica su atención a un sector vital de la Iglesia. Esta fiesta es muy oportuna para pedir juntos al Señor el don de una presencia cada vez más consistente e incisiva de los religiosos, de las religiosas y de las personas consagradas, en la Iglesia que peregrina por los caminos del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, la fiesta que celebramos hoy nos recuerda que vuestro testimonio evangélico, para que sea verdaderamente eficaz, debe brotar de una respuesta sin reservas a la iniciativa de Dios, que os ha consagrado para sí con un acto especial de amor. Del mismo modo que los ancianos Simeón y Ana deseaban ardientemente ver al Mesías antes de morir y hablaban de él "a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (cf. Lc 2, 26. 38), así también en nuestro tiempo, sobre todo entre los jóvenes, hay una necesidad generalizada de encontrar a Dios.

Los que son elegidos por Dios para la vida consagrada hacen suyo de modo definitivo este anhelo espiritual. En efecto, lo único que anhelan es el reino de Dios: que Dios reine en nuestras voluntades, en nuestros corazones, en el mundo. Tienen una sed ardiente de amor, que sólo el Eterno puede saciar. Con su ejemplo proclaman a un mundo a menudo desorientado, pero que en realidad busca cada vez más un sentido, que Dios es el Señor de la existencia, que su "gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4). Al elegir la obediencia, la pobreza y la castidad por el reino de los cielos, muestran que todo apego y amor a las cosas y a las personas es incapaz de saciar definitivamente el corazón; que la existencia terrena es una espera más o menos larga del encuentro "cara a cara" con el Esposo divino, una espera que se ha de vivir con corazón siempre vigilante a fin de estar preparados para reconocerlo y acogerlo cuando venga.

Así pues, por su naturaleza, la vida consagrada constituye una respuesta a Dios total y definitiva, incondicional y apasionada (cf. Vita consecrata, 17). Y cuando se renuncia a todo por seguir a Cristo, cuando se le entrega lo más querido que se tiene, afrontando todo sacrificio, entonces, como aconteció con el divino Maestro, también la persona consagrada que sigue sus huellas se convierte necesariamente en "signo de contradicción", porque su modo de pensar y de vivir con frecuencia está en contraste con la lógica del mundo, como se presenta casi siempre en los medios de comunicación social.

Elegimos a Cristo, más aún, nos dejamos "conquistar" por él sin reservas. Ante esta valentía, cuánta gente sedienta de verdad queda impresionada y se siente atraída por quien no duda en dar la vida, su propia vida, por lo que cree. ¿No es esta la fidelidad evangélica radical a la que está llamada, también en nuestro tiempo, toda persona consagrada? Demos gracias al Señor porque tantos religiosos y religiosas, tantas personas consagradas, en todos los rincones de la tierra, siguen dando un testimonio supremo y fiel de amor a Dios y a los hermanos, testimonio que con frecuencia se tiñe con la sangre del martirio. Demos gracias a Dios también porque estos ejemplos continúan suscitando en el corazón de numerosos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, de modo íntimo y total.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidéis nunca que la vida consagrada es don divino y que es en primer lugar el Señor quien la lleva a buen fin según sus proyectos. Esta certeza de que el Señor nos lleva a buen fin, a pesar de nuestras debilidades, debe servirnos de consuelo, preservándonos de la tentación del desaliento frente a las inevitables dificultades de la vida y a los múltiples desafíos de la época moderna.

En efecto, en los tiempos difíciles que estamos viviendo no pocos institutos pueden sentir una sensación de desconcierto por las debilidades que perciben en su interior y por los muchos obstáculos que encuentran para llevar a cabo su misión. El Niño Jesús, que hoy es presentado en el templo, está vivo entre nosotros y de modo invisible nos sostiene, para que cooperemos fielmente con él en la obra de la salvación, y no nos abandona.

La liturgia de hoy es particularmente sugestiva, porque se caracteriza por el símbolo de la luz. La solemne procesión de los cirios, que habéis realizado al inicio de la celebración, indica a Cristo, verdadera luz del mundo, que resplandece en la noche de la historia e ilumina a toda persona que busca la verdad.

Queridos consagrados y consagradas, haced que esta llama arda en vosotros, que resplandezca en vuestra vida, para que por doquier brille un rayo del fulgor irradiado por Jesús, esplendor de verdad. Dedicándoos exclusivamente a él (cf. Vita consecrataa, 15), testimoniáis la fascinación de la verdad de Cristo y la alegría que brota del amor a él. En la contemplación y en la actividad, en la soledad y en la fraternidad, en el servicio a los pobres y a los últimos, en el acompañamiento personal y en los areópagos modernos, estad dispuestos a proclamar y testimoniar que Dios es Amor, que es dulce amarlo.

¡Que María, la Tota pulchra, os enseñe a transmitir a los hombres y a las mujeres de hoy esta fascinación divina, que debe traslucirse en vuestras palabras y en vuestras acciones. A la vez que os manifiesto mi aprecio y mi gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia, os aseguro mi constante recuerdo en la oración, y de corazón os bendigo a todos.


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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA MISA

Sábado 2 de febrero de 2008



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho encontrarme con vosotros con ocasión de la Jornada de la vida consagrada, cita tradicional que se hace aún más significativa por el contexto litúrgico de la fiesta de la Presentación del Señor. Expreso mi agradecimiento al señor cardenal Franc Rodé, que ha celebrado la eucaristía para vosotros, así como al secretario y a los demás colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica. Con gran afecto saludo a los superiores generales presentes y a todos vosotros, que formáis esta singular asamblea, expresión de la multiforme riqueza de la vida consagrada en la Iglesia.

Al narrar la presentación de Jesús en el templo, el evangelista san Lucas subraya tres veces que María y José actuaron según «la ley del Señor» (cf. Lc 2, 22-23. 39) y, por lo demás, siempre estaban atentos para escuchar la palabra de Dios. Esta actitud constituye un ejemplo elocuente para vosotros, religiosos y religiosas; y para vosotros, miembros de los institutos seculares y de las otras formas de vida consagrada.

A la palabra de Dios en la vida de la Iglesia se dedicará la próxima sesión ordinaria del Sínodo de los obispos. Os pido, queridos hermanos y hermanas, que deis vuestra contribución a este compromiso eclesial, testimoniando cuán importante es poner en el centro de todo la palabra de Dios, de modo especial para quienes, como vosotros, el Señor llama a seguirlo más de cerca. En efecto, la vida consagrada hunde sus raíces en el Evangelio; en él, como en su regla suprema, se ha inspirado a lo largo de los siglos; y a él está llamada a volver constantemente para mantenerse viva y fecunda, dando fruto para la salvación de las almas.

En los inicios de las diversas expresiones de vida consagrada siempre se encuentra una fuerte inspiración evangélica. Pienso en san Antonio abad, impulsado por la escucha de las palabras de Cristo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21) (cf. Vita Antonii, 2, 4). San Antonio las escuchó como palabras que el Señor le dirigía personalmente a él.

A su vez, san Francisco de Asís afirma que fue Dios quien le reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio (cf. Testamento, 17: FF 116). «Francisco —escribe Tomás de Celano— al oír que los discípulos de Cristo no deben poseer ni oro ni plata, ni dinero, ni llevar alforja, ni pan, ni bastón para el camino, ni tener sandalias, ni dos túnicas..., inmediatamente, lleno del gozo del Espíritu Santo, exclamó: Esto quiero, esto pido, esto anhelo hacer con todo mi corazón» (1 Celano, 83: FF 670. 672).

«El Espíritu Santo —recuerda la instrucción Caminar desde Cristo— ha iluminado con luz nueva la palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado todo carisma y de ella quiere ser expresión toda Regla» (n. 24). En efecto, el Espíritu Santo atrae a algunas personas a vivir el Evangelio de modo radical y a traducirlo en un estilo de seguimiento más generoso. Así nace una obra, una familia religiosa que, con su misma presencia, se convierte a su vez en «exégesis» viva de la palabra de Dios.

Así pues, como dice el concilio Vaticano II, el sucederse de los carismas de la vida consagrada puede leerse como un desplegarse de Cristo a lo largo de los siglos, como un Evangelio vivo que se actualiza continuamente con formas nuevas (cf. Lumen gentium, 46). En las obras de las fundadoras y los fundadores se refleja un misterio de Cristo, una palabra suya; se refracta un rayo de la luz que emana de su rostro, esplendor del Padre (cf. Vita consecrata, 16).

Por tanto, en el decurso de los siglos, seguir a Cristo sin componendas tal como se propone en el Evangelio ha constituido la norma última y suprema de la vida religiosa (cf. Perfectae caritatis, 2). San Benito, en su Regla, remite a la Escritura como «norma rectísima para la vida del hombre» (n. 73, 2-5). Santo Domingo «por doquier se manifestaba como un hombre evangélico, en sus palabras y en sus obras» (Libellus, 104: en P. Lippini, San Domenico visto dai suoi contemporanei, ed. Studio Dom., Bolonia 1982, p. 110) y así quería que fueran también sus frailes predicadores, «hombres evangélicos» (Primeras Constituciones o Consuetudines, 31). Santa Clara de Asís pone fuertemente de relieve la experiencia de san Francisco: «La forma de vida de la Orden de las Hermanas pobres —escribe— es esta: observar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (Regla I, 1-2: FF 2750). San Vicente Pallotti afirma: «La regla fundamental de nuestra mínima Congregación es la vida de nuestro Señor Jesucristo para imitarla con toda la perfección posible» (cf. Obras completas II, 541-546; VIII, 63, 67, 253, 254, 466). Y san Luis Orione escribe: «Nuestra primera Regla y vida ha de consistir en observar, con gran humildad y con amor dulcísimo y ardiente a Dios, el santo Evangelio» (Lettere di don Orione, Roma 1969, vol. II, p. 278).

Esta riquísima tradición atestigua que la vida consagrada está «profundamente enraizada en los ejemplos y enseñanzas de Cristo el Señor» (Vita consecrata, 1) y se presenta «como un árbol lleno de ramas, que hunde sus raíces en el Evangelio y da frutos copiosos en cada época de la Iglesia» (ib., 5). Tiene la misión de recordar que todos los cristianos han sido convocados por la Palabra para vivir de la Palabra y permanecer bajo su señorío.

Por tanto, corresponde en particular a los religiosos y a las religiosas «mantener viva en los bautizados la conciencia de los valores fundamentales del Evangelio» (ib., 33). Al hacerlo, su testimonio da a la Iglesia «un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica» (ib., 3); más aún, podríamos decir que es una «elocuente, aunque con frecuencia silenciosa, predicación del Evangelio» (ib., 25). Por eso, en mis dos encíclicas, al igual que en otras ocasiones, no he dejado de señalar el ejemplo de santos y beatos pertenecientes a institutos de vida consagrada.

Queridos hermanos y hermanas, alimentad vuestra jornada con la oración, la meditación y la escucha de la palabra de Dios. Vosotros, que tenéis familiaridad con la antigua práctica de la lectio divina, ayudad también a los fieles a valorarla en su vida diaria. Y traducid en testimonio lo que la Palabra indica, dejándoos plasmar por ella que, como semilla caída en terreno bueno, da frutos abundantes.

Así seréis siempre dóciles al Espíritu y creceréis en la unión con Dios, cultivaréis la comunión fraterna entre vosotros y estaréis dispuestos a servir generosamente a los hermanos, sobre todo a los necesitados. Que los hombres vean vuestras buenas obras, fruto de la palabra de Dios que vive en vosotros, y den gloria a vuestro Padre celestial (cf. Mt 5, 16).

Al encomendaros estas reflexiones, os agradezco el valioso servicio que prestáis a la Iglesia y, a la vez que invoco la protección de María y de los santos y beatos fundadores de vuestros institutos, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas, y de modo especial a los jóvenes y a las jóvenes que están en período de formación, y a vuestros hermanos y hermanas enfermos, ancianos o en dificultad. A todos aseguro un recuerdo en mi oración.


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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
XIII JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Lunes 2 de febrero de 2009

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros al final del santo sacrificio de la misa, en esta fiesta litúrgica que, ya desde hace trece años, reúne a religiosos y religiosas para la Jornada de la vida consagrada. Saludo cordialmente al cardenal Franc Rodé, expresando de modo especial mi agradecimiento a él y a sus colaboradores de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica por el servicio que prestan a la Santa Sede y a lo que llamaría el "cosmos" de la vida consagrada.

Saludo con afecto a los superiores y las superioras generales aquí presentes y a todos vosotros, hermanos y hermanas, que, siguiendo el modelo de la Virgen María, lleváis en la Iglesia y en el mundo la luz de Cristo con vuestro testimonio de personas consagradas. En este Año paulino hago mías las palabras del Apóstol: "Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, rogando siempre y en todas mis oraciones con alegría por todos vosotros a causa de la colaboración que habéis prestado al Evangelio, desde el primer día hasta hoy" (Flp 1, 3-5). Con este saludo, dirigido a la comunidad cristiana de Filipos, san Pablo expresa el recuerdo afectuoso que conserva de quienes viven personalmente el Evangelio y se comprometen a transmitirlo, uniendo el cuidado de la vida interior con el empeño de la misión apostólica.

En la tradición de la Iglesia, san Pablo siempre ha sido reconocido como padre y maestro de quienes, llamados por el Señor, han hecho la opción de una entrega incondicional a él y a su Evangelio. Diversos institutos religiosos toman de san Pablo el nombre y también una inspiración carismática específica. Se puede decir que a todos los consagrados y las consagradas él repite una invitación clara y afectuosa: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Co 11, 1). En efecto, ¿qué es la vida consagrada sino una imitación radical de Jesús, un "seguimiento" total de él? (cf. Mt 19, 27-28). Pues bien, en todo ello san Pablo representa una mediación pedagógica segura: imitarlo siguiendo a Jesús, amadísimos hermanos, es el camino privilegiado para corresponder a fondo a vuestra vocación de especial consagración en la Iglesia.

Más aún, de su misma voz podemos conocer un estilo de vida que expresa lo esencial de la vida consagrada inspirada en los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia. En la vida de pobreza él ve la garantía de un anuncio del Evangelio realizado con total gratuidad (cf. 1 Co 9, 1-23), mientras expresa, al mismo tiempo, la solidaridad concreta con los hermanos necesitados.

Al respecto, todos conocemos la decisión de san Pablo de mantenerse con el trabajo de sus manos y su compromiso por la colecta en favor de los pobres de Jerusalén (cf. 1 Ts 2, 9; 2 Co 8-9). San Pablo es también un apóstol que, acogiendo la llamada de Dios a la castidad, entregó su corazón al Señor de manera indivisa, para poder servir con una libertad y una dedicación aún mayores a sus hermanos (cf. 1 Co 7, 7; 2 Co 11, 1-2). Además, en un mundo en el que se apreciaban poco los valores de la castidad cristiana (cf. 1 Co 6, 12-20), ofrece una referencia de conducta segura.

Y, por lo que se refiere a la obediencia, baste notar que el cumplimiento de la voluntad de Dios y la "responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias" (2 Co 11, 28) animaron, plasmaron y consumaron su existencia, convertida en sacrificio agradable a Dios. Todo esto lo lleva a proclamar, como escribe a los Filipenses: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21).

Otro aspecto fundamental de la vida consagrada de san Pablo es la misión. Él es todo de Jesús a fin de ser, como Jesús, de todos; más aún, a fin de ser Jesús para todos: "Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 22). A él, tan estrechamente unido a la persona de Cristo, le reconocemos una profunda capacidad de conjugar vida espiritual y actividad misionera; en él esas dos dimensiones van juntas. Así, podemos decir que pertenece a la legión de "místicos constructores", cuya existencia es a la vez contemplativa y activa, abierta a Dios y a los hermanos, para prestar un servicio eficaz al Evangelio.

En esta tensión místico-apostólica me complace destacarla valentía del Apóstol ante el sacrificio al afrontar pruebas terribles, hasta el martirio (cf. 2 Co 11, 16-33), la confianza inquebrantable basada en las palabras de su Señor: "Te basta mi gracia, pues mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza" (2 Co 12, 9). Así, su experiencia espiritual se nos muestra como una traducción viva del misterio pascual, que investigó intensamente y anunció como forma de vida del cristiano. San Pablo vive para, con y en Cristo. "Estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20); y también: "Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia" (Flp 1, 21).

Esto explica por qué no se cansa de exhortar a hacer que la palabra de Cristo habite en nosotros con toda su riqueza (cf. Col 3, 16). Esto hace pensar en la invitación que os dirigió recientemente la instrucción sobre "El servicio de la autoridad y la obediencia" a buscar "cada mañana el contacto vivo y constante con la Palabra que se proclama ese día, meditándola y guardándola en el corazón como un tesoro, convirtiéndola en la raíz de todos sus actos y el primer criterio de sus elecciones" (n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13 de junio de 2008, p. 10).

Por tanto, espero que el Año paulino alimente aún más en vosotros el propósito de acoger el testimonio de san Pablo, meditando cada día la Palabra de Dios con la práctica fiel de la lectio divina, orando "con salmos, himnos y cánticos inspirados, con gratitud" (Col 3, 16). Que él os ayude, además, a realizar vuestro servicio apostólico en la Iglesia y con la Iglesia con un espíritu de comunión sin reservas, comunicando a los demás vuestros carismas (cf. 1 Co 14, 12) y testimoniando en primer lugar el carisma mayor, que es la caridad (cf. 1 Co 13).

Queridos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos exhorta a mirar a la Virgen María, la "consagrada" por excelencia. San Pablo habla de ella con una fórmula concisa pero eficaz, que pondera su grandeza y su misión: es la "mujer", de la que, en la plenitud de los tiempos, nació el Hijo de Dios (cf. Ga 4, 4). María es la madre que hoy en el templo presenta el Hijo al Padre, dando continuación, también con este acto, al "sí" pronunciado en el momento de la Anunciación. Que ella sea también la madre que nos acompañe y sostenga a nosotros, hijos de Dios e hijos suyos, en el cumplimiento de un servicio generoso a Dios y a los hermanos. Con este fin, invoco su celestial intercesión, mientras de corazón os imparto la bendición apostólica a todos vosotros y a vuestras respectivas familias religiosas.


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CELEBRACIÓN DE VÍSPERAS
EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
Y XIV JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Martes 2 de febrero de 2010

(Vídeo)



Queridos hermanos y hermanas:

En la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo celebramos un misterio de la vida de Cristo, vinculado al precepto de la ley de Moisés que prescribía a los padres, cuarenta días después del nacimiento del primogénito, que subieran al Templo de Jerusalén para ofrecer a su hijo al Señor y para la purificación ritual de la madre (cf. Ex 13, 1-2.11-16; Lv 12, 1-8). También María y José cumplen este rito, ofreciendo —según la ley— dos tórtolas o dos pichones. Leyendo las cosas con más profundidad, comprendemos que en ese momento es Dios mismo quien presenta a su Hijo Unigénito a los hombres, mediante las palabras del anciano Simeón y de la profetisa Ana. En efecto, Simeón proclama que Jesús es la "salvación" de la humanidad, la "luz" de todas las naciones y "signo de contradicción", porque desvelará las intenciones de los corazones (cf. Lc 2, 29-35). En Oriente esta fiesta se denominaba Hypapante, fiesta del encuentro: de hecho, Simeón y Ana, que encuentran a Jesús en el Templo y reconocen en él al Mesías tan esperado, representan a la humanidad que encuentra a su Señor en la Iglesia. Sucesivamente esta fiesta se extendió también en Occidente, desarrollando sobre todo el símbolo de la luz, y la procesión con las candelas, que dio origen al término "Candelaria". Con este signo visible se quiere manifestar que la Iglesia encuentra en la fe a Aquel que es "la luz de los hombres" y lo acoge con todo el impulso de su fe para llevar esa "luz" al mundo.

En concomitancia con esta fiesta litúrgica, el venerable Juan Pablo II, a partir de 1997, quiso que en toda la Iglesia se celebrara una Jornada especial de la vida consagrada. En efecto, la oblación del Hijo de Dios, simbolizada por su presentación en el Templo, es un modelo para los hombres y mujeres que consagran toda su vida al Señor. Esta Jornada tiene tres objetivos: ante todo, alabar y dar gracias al Señor por el don de la vida consagrada; en segundo lugar, promover su conocimiento y estima de parte de todo el pueblo de Dios; y, por último, invitar a cuantos han dedicado plenamente su vida a la causa del Evangelio a celebrar las maravillas que el Señor ha realizado en ellos. Os agradezco que hayáis venido, tan numerosos, en esta Jornada dedicada especialmente a vosotros, y deseo saludar con gran afecto a cada uno de vosotros: religiosos, religiosas y personas consagradas, expresándoos cercanía cordial y vivo aprecio por el bien que realizáis al servicio del pueblo de Dios.

La breve lectura tomada de la carta a los Hebreos, que se acaba de proclamar, une bien los motivos que dieron origen a esta significativa y hermosa celebración, y nos brinda algunas pautas de reflexión. Este texto —se trata de dos versículos, pero muy densos— abre la segunda parte de la carta a los Hebreos, introduciendo el tema central de Cristo sumo sacerdote. En realidad, sería necesario considerar también el versículo inmediatamente precedente, que dice: "Teniendo, pues, tal sumo sacerdote que penetró los cielos —Jesús, el Hijo de Dios— mantengamos firmes la fe que profesamos" (Hb 4, 14). Este versículo muestra a Jesús que asciende al Padre; el sucesivo lo presenta mientras desciende hacia los hombres. A Cristo se le presenta como el Mediador: es verdadero Dios y verdadero hombre, y por lo tanto pertenece realmente al mundo divino y al humano.

En realidad, una vida consagrada, una vida consagrada a Dios mediante Cristo, en la Iglesia sólo tiene sentido precisamente a partir de esta fe, de esta profesión de fe en Jesucristo, el Mediador único y definitivo. Sólo tiene sentido si él es verdaderamente mediador entre Dios y nosotros; de lo contrario, se trataría sólo de una forma de sublimación o de evasión. Si Cristo no fuera verdaderamente Dios, y no fuera, al mismo tiempo, plenamente hombre, la vida cristiana en cuanto tal no tendría fundamento, y de forma muy especial no lo tendría cualquier consagración cristiana del hombre y de la mujer. La vida consagrada, en efecto, testimonia y expresa "con fuerza" precisamente que Dios y el hombre se buscan mutuamente, que el amor los atrae; la persona consagrada, por el mero hecho de existir, representa como un "puente" hacia Dios para todos aquellos que se encuentran con ella, les recuerda y les remite a Dios. Y todo esto en virtud de la mediación de Jesucristo, el Consagrado del Padre. Él es el fundamento. Él, que ha compartido nuestra flaqueza, para que pudiésemos participar de su naturaleza divina.

Nuestro texto insiste, más que en la fe, en la "confianza" con la que podemos acercarnos al "trono de la gracia", puesto que nuestro sumo sacerdote ha sido él mismo "probado en todo igual que nosotros". Podemos acercarnos para "alcanzar misericordia", "hallar gracia", y "para una ayuda en el momento oportuno". Me parece que estas palabras contienen una gran verdad y a la vez un gran consuelo para nosotros, que hemos recibido el don y el compromiso de una consagración especial en la Iglesia. Pienso en particular en vosotros, queridos hermanos y hermanas. Vosotros os habéis acercado con plena confianza al "trono de la gracia" que es Cristo, a su cruz, a su Corazón, a su divina presencia en la Eucaristía. Cada uno de vosotros se ha acercado a él como a la fuente del Amor puro y fiel, un Amor tan grande y bello que lo merece todo, incluso más que nuestro todo, porque no basta una vida entera para contracambiar lo que Cristo es y lo que ha hecho por nosotros. Pero vosotros os habéis acercado, y cada día os acercáis a él, también para encontrar ayuda en el momento oportuno y en la hora de la prueba.

Las personas consagradas están llamadas de modo especial a ser testigos de esta misericordia del Señor, en la cual el hombre encuentra su salvación. Ellas mantienen viva la experiencia del perdón de Dios, porque tienen la conciencia de ser personas salvadas, de ser grandes cuando se reconocen pequeñas, de sentirse renovadas y envueltas por la santidad de Dios cuando reconocen su pecado. Por esto, también para el hombre de hoy, la vida consagrada es una escuela privilegiada de "compunción del corazón", de reconocimiento humilde de su miseria, y también es una escuela de confianza en la misericordia de Dios, en su amor que nunca abandona. En realidad, cuanto más nos acercamos a Dios, cuanto más cerca estamos de él, tanto más útiles somos a los demás. Las personas consagradas experimentan la gracia, la misericordia y el perdón de Dios no sólo para sí mismas, sino también para los hermanos, al estar llamadas a llevar en el corazón y en la oración las angustias y los anhelos de los hombres, especialmente de aquellos que están alejados de Dios. En particular, las comunidades que viven en clausura, con su compromiso específico de fidelidad a "estar con el Señor", a "estar al pie de la cruz", a menudo desempeñan ese papel vicario, unidas al Cristo de la Pasión, cargando sobre sí los sufrimientos y las pruebas de los demás y ofreciendo todo con alegría para la salvación del mundo.

Por último, queridos amigos, elevemos al Señor un himno de acción de gracias y de alabanza por la vida consagrada. Si no existiera, el mundo sería mucho más pobre. Más allá de valoraciones superficiales de funcionalidad, la vida consagrada es importante precisamente porque es signo de gratuidad y de amor, tanto más en una sociedad que corre el riesgo de ahogarse en el torbellino de lo efímero y lo útil (cf. Vita consecrata, 105). La vida consagrada, en cambio, testimonia la sobreabundancia de amor que impulsa a "perder" la propia vida, como respuesta a la sobreabundancia de amor del Señor, que "perdió" su vida por nosotros primero. En este momento pienso en las personas consagradas que sienten el peso de la fatiga diaria, con escasas gratificaciones humanas; pienso en los religiosos y las religiosas de edad avanzada, en los enfermos, en quienes pasan por un momento difícil en su apostolado... Ninguno de ellos es inútil, porque el Señor los asocia al "trono de la gracia". Al contrario, son un don precioso para la Iglesia y para el mundo, sediento de Dios y de su Palabra.

Por lo tanto, llenos de confianza y de gratitud, renovemos también nosotros el gesto de la ofrenda total de nosotros mismos presentándonos en el Templo. Que para los religiosos presbíteros el Año sacerdotal sea una ocasión ulterior para intensificar el camino de santificación y, para todos los consagrados y consagradas, un estímulo a acompañar y sostener su ministerio con fervorosa oración. Este año de gracia culminará en Roma, el próximo mes de junio, en el encuentro internacional de los sacerdotes, al cual invito a quienes ejercen el ministerio sagrado. Nos acercamos al Dios tres veces santo, para ofrecer nuestra vida y nuestra misión, personal y comunitaria, de hombres y mujeres consagrados al reino de Dios. Realicemos este gesto interior en íntima comunión espiritual con la Virgen María: mientras la contemplamos en el acto de presentar al Niño Jesús en el Templo, la veneramos como primera y perfecta consagrada, llevada por el Dios que lleva en brazos; Virgen, pobre y obediente, totalmente entregada a nosotros, porque es toda de Dios. Siguiendo su ejemplo, y con su ayuda maternal, renovemos nuestro "heme aquí" y nuestro "fiat". Amén.


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CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS
DE LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Martes 2 de febrero de 2011

(Video)
Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas:

En la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta escena evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb 10, 5-7). Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32) y anuncia con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc 2, 32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los tiempos finales de la salvación.

Es interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo primogénito de dos padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador. Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo, y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de los dos ancianos está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con el Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el Esperado.

La Presentación de Jesús en el templo constituye un icono elocuente de la entrega total de la propia vida para cuantos, hombres y mujeres, están llamados a reproducir en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, «los rasgos característicos de Jesús virgen, pobre y obediente» (Exhort. apost. postsinodal Vita consecrata, 1). Por esto, el venerable Juan Pablo II eligió la fiesta de hoy para celebrar la Jornada anual de la vida consagrada. En este contexto, dirijo un saludo cordial y agradecido a monseñor João Braz de Aviz, que hace poco nombré prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, así como al secretario y a sus colaboradores. Saludo con afecto a los superiores generales presentes y a todas las personas consagradas.

Quiero proponer tres breves pensamientos para la reflexión en esta fiesta.

El primero: el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo contiene el símbolo fundamental de la luz; la luz que, partiendo de Cristo, se irradia sobre María y José, sobre Simeón y Ana y, a través de ellos, sobre todos. Los Padres de la Iglesia relacionaron esta irradiación con el camino espiritual. La vida consagrada expresa ese camino, de modo especial, como «filocalia», amor por la belleza divina, reflejo de la bondad de Dios (cf. ib., 19). En el rostro de Cristo resplandece la luz de esa belleza. «La Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no correr el riesgo del extravío ante su rostro desfigurado en la cruz... Ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su luz. Esta luz llega a todos sus hijos… Una experiencia singular de la luz que emana del Verbo encarnado es, ciertamente, la que tienen los llamados a la vida consagrada. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos los presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo» (ib., 15).

En segundo lugar, el icono evangélico manifiesta la profecía, don del Espíritu Santo. Simeón y Ana, contemplan al Niño Jesús, vislumbran su destino de muerte y de resurrección para la salvación de todas las naciones y anuncian este misterio como salvación universal. La vida consagrada está llamada a ese testimonio profético, vinculado a su actitud tanto contemplativa como activa. En efecto, a los consagrados y las consagradas se les ha concedido manifestar la primacía de Dios, la pasión por el Evangelio practicado como forma de vida y anunciado a los pobres y a los últimos de la tierra. «En virtud de esta primacía no se puede anteponer nada al amor personal por Cristo y por los pobres en los que él vive... La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con él, de la escucha atenta de su Palabra en las diversas circunstancias de la historia» (ib., 84). De este modo la vida consagrada, en su vivencia diaria por los caminos de la humanidad, manifiesta el Evangelio y el Reino ya presente y operante.

En tercer lugar, el icono evangélico de la Presentación de Jesús en el templo manifiesta la sabiduría de Simeón y Ana, la sabiduría de una vida dedicada totalmente a la búsqueda del rostro de Dios, de sus signos, de su voluntad; una vida dedicada a la escucha y al anuncio de su Palabra. «”Faciem tuam, Domine, requiram”: tu rostro buscaré, Señor (Sal 26, 8… La vida consagrada es en el mundo y en la Iglesia signo visible de esta búsqueda del rostro del Señor y de los caminos que llevan hasta él (cf. Jn 14, 8)… La persona consagrada testimonia, pues, el compromiso gozoso a la vez que laborioso, de la búsqueda asidua y sabia de la voluntad divina» (cf. Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Instrucción El servicio de la autoridad y la obediencia. Faciem tuam Domine requiram [2008], I).

Queridos hermanos y hermanas, ¡escuchad asiduamente la Palabra, porque toda sabiduría de vida nace de la Palabra del Señor! Escrutad la Palabra, a través de la lectio divina, puesto que la vida consagrada «nace de la escucha de la Palabra de Dios y acoge el Evangelio como su norma de vida. El vivir siguiendo a Cristo casto, pobre y obediente, se convierte en "exégesis" viva de la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, en virtud del cual se ha escrito la Biblia, es el mismo que ha iluminado con luz nueva la Palabra de Dios a los fundadores y fundadoras. De ella ha brotado cada carisma y de ella quiere ser expresión cada regla, dando origen a itinerarios de vida cristiana marcados por la radicalidad evangélica» (Verbum Domini, 83).

Hoy vivimos, sobre todo en las sociedades más desarrolladas, una condición marcada a menudo por una pluralidad radical, por una progresiva marginación de la religión de la esfera pública, por un relativismo que afecta a los valores fundamentales. Esto exige que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y coherente y que nuestro esfuerzo educativo sea cada vez más atento y generoso. Que vuestra acción apostólica, en particular, queridos hermanos y hermanas, se convierta en compromiso de vida, que accede, con perseverante pasión, a la Sabiduría como verdad y como belleza, «esplendor de la verdad». Sabed orientar con la sabiduría de vuestra vida, y con la confianza en las posibilidades inexhaustas de la verdadera educación, la inteligencia y el corazón de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo hacia la «vida buena del Evangelio».

En este momento, mi pensamiento va con especial afecto a todos los consagrados y las consagradas, en todos los rincones de la tierra, y los encomiendo a la santísima Virgen María:

Oh María, Madre de la Iglesia,
te encomiendo
toda la vida consagrada,
a fin de que tú le alcances
la plenitud de la luz divina:
que viva en la escucha
de la Palabra de Dios,
en la humildad del seguimiento
de Jesús, tu hijo y nuestro Señor,
en la acogida
de la visita del Espíritu Santo,
en la alegría cotidiana del Magníficat,
para que la Iglesia sea edificada
por la santidad de vida
de estos hijos e hijas tuyos,
en el mandamiento del amor. Amén.


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CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS
EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
CON OCASIÓN DE LA XVI JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Jueves 2 febrero de 2012

[Vídeo]
Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas:

La fiesta de la Presentación del Señor, cuarenta días después del nacimiento de Jesús, nos muestra a María y José que, obedeciendo a la ley de Moisés, acuden al templo de Jerusalén para ofrecer al Niño, en cuanto primogénito, al Señor y rescatarlo mediante un sacrificio (cf. Lc 2, 22-24). Es uno de los casos en que el tiempo litúrgico refleja el tiempo histórico, porque hoy se cumplen precisamente cuarenta días desde la solemnidad del Nacimiento del Señor; el tema de Cristo Luz, que caracterizó el ciclo de las fiestas navideñas y culminó en la solemnidad de la Epifanía, se retoma y prolonga en la fiesta de hoy.

El gesto ritual que realizan los padres de Jesús, con el estilo de humilde ocultamiento que caracteriza la encarnación del Hijo de Dios, encuentra una acogida singular por parte del anciano Simeón y de la profetisa Ana. Por inspiración divina, ambos reconocen en aquel Niño al Mesías anunciado por los profetas. En el encuentro entre el anciano Simeón y María, joven madre, el Antiguo y el Nuevo Testamento se unen de modo admirable en acción de gracias por el don de la Luz, que ha brillado en las tinieblas y les ha impedido que dominen: Cristo Señor, luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo Israel (cf. Lc 2, 32).

El día en que la Iglesia conmemora la presentación de Jesús en el templo, se celebra la Jornada de la vida consagrada. De hecho, el episodio evangélico al que nos referimos constituye un significativo icono de la entrega de su propia vida que realizan cuantos han sido llamados a representar en la Iglesia y en el mundo, mediante los consejos evangélicos, los rasgos característicos de Jesús, virgen, pobre y obediente, el Consagrado del Padre. En la fiesta de hoy, por lo tanto, celebramos el misterio de la consagración: consagración de Cristo, consagración de María, consagración de todos los que siguen a Jesús por amor al reino de Dios.

Según la intuición del beato Juan Pablo II, que la celebró por primera vez en 1997, la Jornada dedicada a la vida consagrada tiene varias finalidades particulares. Ante todo, quiere responder a la exigencia de alabar y dar gracias al Señor por el don de este estado de vida, que pertenece a la santidad de la Iglesia. Por cada persona consagrada se eleva hoy la oración de toda la comunidad, que da gracias a Dios Padre, dador de todo bien, por el don de esta vocación, y con fe lo invoca de nuevo. Además, en esta ocasión se quiere valorar cada vez más el testimonio de quienes han elegido seguir a Cristo mediante la práctica de los consejos evangélicos promoviendo el conocimiento y la estima de la vida consagrada en el seno del pueblo de Dios. Por último, la Jornada de la vida consagrada quiere ser, sobre todo para vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado esta condición en la Iglesia, una valiosa ocasión para renovar vuestros propósitos y reavivar los sentimientos que han inspirado e inspiran la entrega de vosotros mismos al Señor. Esto es lo que queremos hacer hoy; este es el compromiso que estáis llamados a realizar cada día de vuestra vida.

Con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, convoqué —como bien sabéis— el Año de la fe, que se abrirá el próximo mes de octubre. Todos los fieles, pero de modo especial los miembros de los institutos de vida consagrada, han acogido como un don esta iniciativa, y espero que vivan el Año de la fe como tiempo favorable para la renovación interior, cuya necesidad se percibe siempre, profundizando en los valores esenciales y en las exigencias de su propia consagración. En el Año de la fe vosotros, que habéis acogido la llamada a seguir a Cristo más de cerca mediante la profesión de los consejos evangélicos, estáis invitados a profundizar cada vez más vuestra relación con Dios. Los consejos evangélicos, aceptados como auténtica regla de vida, refuerzan la fe, la esperanza y la caridad, que unen a Dios. Esta profunda cercanía al Señor, que debe ser el elemento prioritario y característico de vuestra existencia, os llevará a una renovada adhesión a él y tendrá un influjo positivo en vuestra particular presencia y forma de apostolado en el seno del pueblo de Dios, mediante la aportación de vuestros carismas, con fidelidad al Magisterio, a fin de ser testigos de la fe y de la gracia, testigos creíbles para la Iglesia y para el mundo de hoy.

La Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, con los medios que considere oportunos, sugerirá directrices y se esforzará por favorecer que este Año de la fe constituya para todos vosotros un año de renovación y de fidelidad, a fin de que todos los consagrados y las consagradas se comprometan con entusiasmo en la nueva evangelización. A la vez que dirijo mi cordial saludo al prefecto del dicasterio, monseñor João Braz de Aviz —a quien he incluido entre los que voy a crear cardenales en el próximo consistorio—, aprovecho de buen grado esta alegre circunstancia para darle gracias a él y a sus colaboradores por el valioso servicio que prestan a la Santa Sede y a toda la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, asimismo os expreso mi agradecimiento a cada uno por haber querido participar en esta liturgia que, también gracias a vuestra presencia, se distingue por un clima especial de devoción y recogimiento. Deseo todo bien para el camino de vuestras familias religiosas, así como para vuestra formación y vuestro apostolado. Que la Virgen María, discípula, servidora y madre del Señor, obtenga del Señor Jesús que «cuantos han recibido el don de seguirlo en la vida consagrada sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada, caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la patria celestial y la luz que no tiene ocaso» (Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Vita consecrata, 112). Amén.


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SANTA MISA CON LOS MIEMBROS DE LOS INSTITUTOS DE VITA CONSAGRADA
Y DE LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA
EN LA FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
CON OCASIÓN DE LA XVII JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 2 de febrero de 2013

[Vídeo]
Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas:

En su relato de la infancia de Jesús, san Lucas subraya cuán fieles eran María y José a la ley del Señor. Con profunda devoción llevan a cabo todo lo que se prescribe después del parto de un primogénito varón. Se trata de dos prescripciones muy antiguas: una se refiere a la madre y la otra al niño neonato. Para la mujer se prescribe que se abstenga durante cuarenta días de las prácticas rituales, y que después ofrezca un doble sacrificio: un cordero en holocausto y una tórtola o un pichón por el pecado; pero si la mujer es pobre, puede ofrecer dos tórtolas o dos pichones (cf. Lev 12, 1-8). San Lucas precisa que María y José ofrecieron el sacrificio de los pobres (cf. 2, 24), para evidenciar que Jesús nació en una familia de gente sencilla, humilde pero muy creyente: una familia perteneciente a esos pobres de Israel que forman el verdadero pueblo de Dios. Para el primogénito varón, que según la ley de Moisés es propiedad de Dios, se prescribía en cambio el rescate, establecido en la oferta de cinco siclos, que había que pagar a un sacerdote en cualquier lugar. Ello en memoria perenne del hecho de que, en tiempos del Éxodo, Dios rescató a los primogénitos de los hebreos (cf. Ex 13, 11-16).

Es importante observar que para estos dos actos —la purificación de la madre y el rescate del hijo— no era necesario ir al Templo. Sin embargo María y José quieren hacer todo en Jerusalén, y san Lucas muestra cómo toda la escena converge en el Templo, y por lo tanto se focaliza en Jesús, que allí entra. Y he aquí que, justamente a través de las prescripciones de la ley, el acontecimiento principal se vuelve otro: o sea, la «presentación» de Jesús en el Templo de Dios, que significa el acto de ofrecer al Hijo del Altísimo al Padre que le ha enviado (cf. Lc 1, 32.35).

Esta narración del evangelista tiene su correspondencia en la palabra del profeta Malaquías que hemos escuchado al inicio de la primera lectura: «Voy a enviar a mi mensajero para que prepare el camino ante mí. Enseguida llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando; y el mensajero de la alianza en quien os regocijáis, mirad que está llegando, dice el Señor del universo... Refinará a los levitas... para que puedan ofrecer al Señor ofrenda y oblación justas» (3, 1.3). Claramente aquí no se habla de un niño, y sin embargo esta palabra halla cumplimiento en Jesús, porque «enseguida», gracias a la fe de sus padres, fue llevado al Templo; y en el acto de su «presentación», o de su «ofrenda» personal a Dios Padre, se trasluce claramente el tema del sacrificio y del sacerdocio, como en el pasaje del profeta. El niño Jesús, que enseguida presentan en el Templo, es el mismo que, ya adulto, purificará el Templo (cf. Jn 2, 13-22; Mc 11, 15-19 y paralelos) y sobre todo hará de sí mismo el sacrificio y el sumo sacerdote de la nueva Alianza.

Esta es también la perspectiva de la Carta a los Hebreos, de la que se ha proclamado un pasaje en la segunda lectura, de forma que se refuerza el tema del nuevo sacerdocio: un sacerdocio —el que inaugura Jesús— que es existencial: «Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (Hb 2, 18). Y así encontramos también el tema del sufrimiento, muy remarcado en el pasaje evangélico, cuando Simeón pronuncia su profecía acerca del Niño y su Madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma [María] una espada te traspasará el alma» (Lc 2, 34-35). La «salvación» que Jesús lleva a su pueblo y que encarna en sí mismo pasa por la cruz, a través de la muerte violenta que Él vencerá y transformará con la oblación de la vida por amor. Esta oblación ya está preanunciada en el gesto de la presentación en el Templo, un gesto ciertamente motivado por las tradiciones de la antigua Alianza, pero íntimamente animado por la plenitud de la fe y del amor que corresponde a la plenitud de los tiempos, a la presencia de Dios y de su Santo Espíritu en Jesús. El Espíritu, en efecto, aletea en toda la escena de la presentación de Jesús en el Templo, en particular en la figura de Simeón, pero también de Ana. Es el Espíritu «Paráclito», que lleva el «consuelo» de Israel y mueve los pasos y el corazón de quienes lo esperan. Es el Espíritu que sugiere las palabras proféticas de Simeón y Ana, palabras de bendición, de alabanza a Dios, de fe en su Consagrado, de agradecimiento porque por fin nuestros ojos pueden ver y nuestros brazos estrechar «su salvación» (cf. 2, 30).

«Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 32): así Simeón define al Mesías del Señor, al final de su canto de bendición. El tema de la luz, que resuena en el primer y segundo canto del Siervo del Señor, en el Deutero-Isaías (cf. Is 42, 6; 49, 6), está fuertemente presente en esta liturgia. Que de hecho se ha abierto con una sugestiva procesión en la que han participado los superiores y las superioras generales de los institutos de vida consagrada aquí representados, llevando cirios encendidos. Este signo, específico de la tradición litúrgica de esta fiesta, es muy expresivo. Manifiesta la belleza y el valor de la vida consagrada como reflejo de la luz de Cristo; un signo que recuerda la entrada de María en el Templo: la Virgen María, la Consagrada por excelencia, llevaba en brazos a la Luz misma, al Verbo encarnado, que vino para expulsar las tinieblas del mundo con el amor de Dios.

Queridos hermanos y hermanas consagrados: todos vosotros habéis estado representados en esa peregrinación simbólica, que en el Año de la fe expresa más todavía vuestra concurrencia en la Iglesia, para ser confirmados en la fe y renovar el ofrecimiento de vosotros mismos a Dios. A cada uno, y a vuestros institutos, dirijo con afecto mi más cordial saludo y os agradezco vuestra presencia. En la luz de Cristo, con los múltiples carismas de vida contemplativa y apostólica, vosotros cooperáis a la vida y a la misión de la Iglesia en el mundo. En este espíritu de reconocimiento y de comunión, desearía haceros tres invitaciones, a fin de que podáis entrar plenamente por la «puerta de la fe» que está siempre abierta para nosotros (cf. Carta ap. Porta fidei, 1).

Os invito en primer lugar a alimentar una fe capaz de iluminar vuestra vocación. Os exhorto por esto a hacer memoria, como en una peregrinación interior, del «primer amor» con el que el Señor Jesucristo caldeó vuestro corazón, no por nostalgia, sino para alimentar esa llama. Y para esto es necesario estar con Él, en el silencio de la adoración; y así volver a despertar la voluntad y la alegría de compartir la vida, las elecciones, la obediencia de fe, la bienaventuranza de los pobres, la radicalidad del amor. A partir siempre de nuevo de este encuentro de amor, dejáis cada cosa para estar con Él y poneros como Él al servicio de Dios y de los hermanos (cf. Exhort. ap. Vita consecrata, 1).

En segundo lugar os invito a una fe que sepa reconocer la sabiduría de la debilidad. En las alegrías y en las aflicciones del tiempo presente, cuando la dureza y el peso de la cruz se hacen notar, no dudéis de que la kenosi de Cristo es ya victoria pascual. Precisamente en la limitación y en la debilidad humana estamos llamados a vivir la conformación a Cristo, en una tensión totalizadora que anticipa, en la medida posible en el tiempo, la perfección escatológica (ib., 16). En las sociedades de la eficiencia y del éxito, vuestra vida, caracterizada por la «minoridad» y la debilidad de los pequeños, por la empatía con quienes carecen de voz, se convierte en un evangélico signo de contradicción.

Finalmente os invito a renovar la fe que os hace ser peregrinos hacia el futuro. Por su naturaleza, la vida consagrada es peregrinación del espíritu, en busca de un Rostro, que a veces se manifiesta y a veces se vela: «Faciem tuam, Domine, requiram» (Sal 26, 8). Que éste sea el anhelo constante de vuestro corazón, el criterio fundamental que orienta vuestro camino, tanto en los pequeños pasos cotidianos como en las decisiones más importantes. No os unáis a los profetas de desventuras que proclaman el final o el sinsentido de la vida consagrada en la Iglesia de nuestros días; más bien revestíos de Jesucristo y portad las armas de la luz —como exhorta san Pablo (cf. Rm 13, 11-14)—, permaneciendo despiertos y vigilantes. San Cromacio de Aquileya escribía: «Que el Señor aleje de nosotros tal peligro para que jamás nos dejemos apesadumbrar por el sueño de la infidelidad; que nos conceda su gracia y su misericordia para que podamos velar siempre en la fidelidad a Él. En efecto, nuestra fidelidad puede velar en Cristo» (Sermón 32, 4).

Queridos hermanos y hermanas: la alegría de la vida consagrada pasa necesariamente por la participación en la Cruz de Cristo. Así fue para María Santísima. El suyo es el sufrimiento del corazón que se hace todo uno con el Corazón del Hijo de Dios, traspasado por amor. De aquella herida brota la luz de Dios, y también de los sufrimientos, de los sacrificios, del don de sí mismos que los consagrados viven por amor a Dios y a los demás se irradia la misma luz, que evangeliza a las gentes. En esta fiesta os deseo de modo particular a vosotros, consagrados, que vuestra vida tenga siempre el sabor de la parresia evangélica, para que en vosotros la Buena Nueva se viva, testimonie, anuncie y resplandezca como Palabra de verdad (cf. Carta ap. Porta fidei, 6). Amén.


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