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PEREGRINACIÓN A TIERRA SANTA (8-15 DE MAYO DE 2009)

Ultimo Aggiornamento: 09/07/2013 21:40
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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS
CON LOS OBISPOS, SACERDOTES,
RELIGIOSOS, RELIGIOSAS,
MOVIMIENTOS ECLESIALES
Y AGENTES DE PASTORAL DE GALILEA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica superior de la Anunciación - Nazaret
Jueves 14 de mayo de 2009



Hermanos obispos;
padre custodio;
queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Para mí es fuente de profunda conmoción estar presente con vosotros hoy en el lugar donde la Palabra de Dios se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. ¡Qué oportuno es encontrarnos aquí reunidos para cantar la oración de las Vísperas de la Iglesia, alabando y dando gracias a Dios por las maravillas que ha hecho por nosotros! Agradezco al arzobispo Sayah sus palabras de bienvenida, y a través de él, saludo a todos los miembros de la comunidad maronita que vive aquí en Tierra Santa. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos, a los miembros de los movimientos eclesiales y a los agentes de pastoral que han venido de toda Galilea.

Una vez más alabo la solicitud demostrada por los frailes de la Custodia, en el curso de los siglos, para mantener los lugares santos como este. Saludo al patriarca latino emérito, Su Beatitud Michel Sabbah, que durante más de veinte años veló por su rebaño en estas tierras. Saludo a los fieles del Patriarcado latino y al actual patriarca, Su Beatitud Fouad Twal, así como a los miembros de la comunidad greco-melquita, representada aquí por el arzobispo Elias Chacour. Y en este lugar, donde Jesús creció hasta la madurez y aprendió la lengua hebrea, saludo a los cristianos de habla hebrea, que son para nosotros un recuerdo de las raíces judías de nuestra fe.

Lo que sucedió aquí en Nazaret, lejos de la mirada del mundo, fue un acto singular de Dios, una poderosa intervención en la historia, a través de la cual un niño fue concebido para traer la salvación al mundo entero. El prodigio de la Encarnación continúa desafiándonos a abrir nuestra inteligencia a las ilimitadas posibilidades del poder transformador de Dios, de su amor a nosotros, de su deseo de estar unido a nosotros. Aquí el Hijo eterno de Dios se hizo hombre, permitiéndonos a nosotros, sus hermanos y hermanas, compartir su filiación divina. Ese movimiento de abajamiento de un amor que se vació a sí mismo, hizo posible el movimiento inverso de exaltación, en el cual también nosotros fuimos elevados para compartir la misma vida de Dios (cf. Flp 2, 6-11).

El Espíritu que "vino sobre María" (cf. Lc 1, 35) es el mismo Espíritu que aleteó sobre las aguas en los albores de la creación (cf. Gn 1, 2). Esto nos recuerda que la Encarnación fue un nuevo acto creador. Cuando nuestro Señor Jesucristo fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María, Dios se unió con nuestra humanidad creada, entrando en una nueva relación permanente con nosotros e inaugurando la nueva creación. El relato de la Anunciación ilustra la extraordinaria cortesía de Dios (cf. Madre Juliana de Norwich, Revelaciones 77-79). Él no impone su voluntad, no predetermina sencillamente el papel que María desempeñará en su plan para nuestra salvación: él busca primero su consentimiento. Obviamente, en la creación original Dios no podía pedir el consentimiento de sus criaturas, pero en esta nueva creación lo pide. María representa a toda la humanidad. Ella habla por todos nosotros cuando responde a la invitación del ángel.

San Bernardo describe cómo toda la corte celestial estuvo esperando con ansiosa impaciencia su palabra de consentimiento gracias a la cual se consumó la unión nupcial entre Dios y la humanidad. La atención de todos los coros de los ángeles se redobló en ese momento, en el que tuvo lugar un diálogo que daría inicio a un nuevo y definitivo capítulo de la historia del mundo. María dijo: "Hágase en mí según tu palabra". Y la Palabra de Dios se hizo carne.

Reflexionar sobre este misterio gozoso nos da esperanza, la esperanza segura de que Dios continuará penetrando en nuestra historia, actuando con poder creativo para realizar objetivos que serían imposibles para el cálculo humano. Esto nos impulsa a abrirnos a la acción transformadora del Espíritu Creador que nos renueva, que nos hace uno con él y nos llena de su vida. Nos invita, con exquisita cortesía, a consentir que él habite en nosotros, a acoger la Palabra de Dios en nuestro corazón, capacitándonos para responderle con amor y para amarnos los unos a los otros.

En el Estado de Israel y en los Territorios palestinos los cristianos son una minoría de la población. Quizá a veces os parezca que vuestra voz cuenta poco. Muchos de vuestros hermanos cristianos han emigrado, con la esperanza de encontrar en otros lugares mayor seguridad y mejores perspectivas. Vuestra situación nos recuerda la de la joven virgen María, que llevó una vida oculta en Nazaret, con poca riqueza e influencia mundana. Para citar las palabras de María en su gran himno de alabanza, el Magníficat, Dios miró la humillación de su esclava, y a los hambrientos los colmó de bienes.

Saquemos fuerza del cántico de María, que dentro de poco cantaremos en unión con la Iglesia de todo el mundo. Tened el valor de ser fieles a Cristo y permaneced aquí en la tierra que él santificó con su presencia. Como María, tenéis un papel que desempeñar en el plan divino de la salvación, llevando a Cristo al mundo, dando testimonio de él y difundiendo su mensaje de paz y unidad. Por eso, es esencial que estéis unidos entre vosotros, de modo que a la Iglesia en Tierra Santa se la pueda reconocer claramente como "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (Lumen gentium, 1). Vuestra unidad en la fe, en la esperanza y en el amor es un fruto del Espíritu Santo que habita en vosotros y os capacita para ser instrumentos eficaces de la paz de Dios, ayudándoos a construir una genuina reconciliación entre los diversos pueblos que reconocen a Abraham como su padre en la fe. Porque, como María proclamó gozosamente en su Magníficat, Dios siempre "se acuerda de su misericordia —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1, 54-55).

Queridos amigos en Cristo, podéis estar seguros de que os recuerdo constantemente en mi oración, y os pido que hagáis lo mismo por mí. Dirijámonos ahora a nuestro Padre celestial, que en este lugar miró la humildad de su esclava, y cantemos sus alabanzas en unión con la santísima Virgen María, con todos los coros de los ángeles y los santos, y con la Iglesia en el mundo entero.


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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

ENCUENTRO ECUMÉNICO

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Sala del Trono de la Sede del Patriarcado Greco-Ortodoxo, Jerusalén
Viernes 15 de mayo de 2009



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Con profunda gratitud y alegría realizo esta visita al Patriarcado greco-ortodoxo de Jerusalén, un momento que anhelaba desde hace mucho tiempo. Agradezco a Su Beatitud el Patriarca Teófilo iii sus amables palabras de saludo fraterno, a las que correspondo con afecto. Os expreso a todos mi viva gratitud por haberme brindado esta oportunidad de encontrarme una vez más con los numerosos líderes de Iglesias y comunidades eclesiales presentes.

Esta mañana mi pensamiento va a los históricos encuentros que tuvieron lugar aquí, en Jerusalén, entre mi predecesor el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras I, y entre el Papa Juan Pablo II y Su Beatitud el Patriarca Diodoros. Estos encuentros, incluyendo esta visita mía, son de gran significado simbólico. Recuerdan que la luz de Oriente (cf. Is 60, 1; Ap 21, 10) ha iluminado el mundo entero desde el momento mismo en que un "sol que surge" vino a visitarnos (Lc 1, 78) y nos recuerdan también que desde aquí el Evangelio se predicó a todas las naciones.

Estando en este santo lugar, al lado de la Iglesia del Santo Sepulcro, que es el sitio donde nuestro Señor crucificado resucitó de entre los muertos por la humanidad entera, y cerca del Cenáculo, donde el día de Pentecostés "se encontraban todos juntos en el mismo lugar" (Hch 2, 1), ¿cómo no sentirnos impulsados a poner toda nuestra buena voluntad, nuestra sana doctrina y nuestro deseo espiritual en nuestro compromiso ecuménico? Elevo mi oración para que este encuentro dé nuevo impulso a los trabajos de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, añadiéndose a los recientes frutos de documentos de estudio y otras iniciativas conjuntas.

Una alegría particular para nuestras Iglesias fue la participación del Patriarca ecuménico de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, en el reciente Sínodo de los obispos en Roma dedicado al tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". La cordial acogida que recibió y su conmovedora intervención fueron expresiones sinceras de la profunda alegría espiritual que brota de la constatación de la amplitud con que la comunión está ya presente entre nuestras Iglesias. Esa experiencia ecuménica testimonia claramente el vínculo entre la unidad de la Iglesia y su misión.

Al extender sus brazos en la cruz, Jesús reveló la plenitud de su deseo de atraer a todos a sí, reuniéndolos en uno (cf. Jn 12, 32). Derramando su Espíritu sobre nosotros, reveló su poder de capacitarnos para participar en su misión de reconciliación (cf. Jn 19, 30; 20, 22-23). En ese soplo, mediante la redención que une, está nuestra misión. Por eso, no debe sorprender que sea precisamente en nuestro ardiente deseo de llevar a Cristo a los demás, de dar a conocer su mensaje de reconciliación (cf. 2 Co 5, 19), como experimentamos la vergüenza de nuestra división. Sin embargo, enviados al mundo (cf. Jn 20, 21), robustecidos con la fuerza unificadora del Espíritu Santo (cf. Jn 20, 22), anunciando la reconciliación que lleva a todos a creer que Jesús es el Hijo de Dios (cf. Jn 20, 31), debemos encontrar la fuerza para redoblar nuestros esfuerzos a fin de perfeccionar nuestra comunión, hacerla completa, y dar un testimonio común del amor del Padre, que envía a su Hijo para que el mundo conozca el amor que nos tiene (cf. Jn 17, 23).

Hace cerca de dos mil años, por estos mismos caminos, un grupo de griegos pidió a Felipe: "Señor, queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Es una petición que se nos hace a nosotros hoy de nuevo, aquí en Jerusalén, en Tierra Santa, en esta región y en todo el mundo. ¿Cómo debemos responder? ¿Nuestra respuesta es escuchada? San Pablo nos advierte de la importancia de nuestra respuesta, de nuestra misión de enseñar y predicar. Dice: "La fe viene de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo" (Rm 10, 17). Por eso, es urgente que los líderes cristianos y sus comunidades den un fuerte testimonio de lo que proclama nuestra fe: la Palabra eterna, que entró en el espacio y en el tiempo en esta tierra, Jesús de Nazaret, que caminó por estos caminos, llama mediante sus palabras y sus actos a personas de toda edad a su vida de verdad y de amor.

Queridos amigos, a la vez que os aliento a proclamar con alegría al Señor resucitado, deseo reconocer la labor que han realizado con este fin los líderes de las comunidades cristianas, que se reúnen regularmente en esta ciudad. Me parece que el mayor servicio que pueden prestar los cristianos de Jerusalén a sus propios ciudadanos es criar y educar a una nueva generación de cristianos bien formados y comprometidos, que tengan un deseo ardiente de contribuir generosamente a la vida religiosa y civil de esta ciudad única y santa.

La prioridad fundamental de todo líder cristiano es alimentar la fe de las personas y de las familias encomendadas a su solicitud pastoral. Esta preocupación pastoral común hará que vuestros encuentros regulares estén marcados por la sabiduría y la caridad fraterna necesarias para sosteneros mutuamente y para afrontar tanto las alegrías como las dificultades particulares que marcan la vida de vuestro pueblo.

Pido a Dios que se comprenda que las aspiraciones de los cristianos de Jerusalén están en sintonía con las aspiraciones de todos sus habitantes, cualquiera que sea su religión: una vida de libertad religiosa y convivencia pacífica y —en particular para las generaciones jóvenes— libre acceso a la educación y al empleo, la perspectiva de una vivienda conveniente y de una residencia familiar, y la posibilidad de beneficiarse de una situación de estabilidad económica y de contribuir a ella.

Beatitud, le agradezco una vez más su amabilidad al haberme invitado aquí, juntamente con los demás huéspedes. Sobre cada uno de vosotros y sobre las comunidades que representáis invoco la abundancia de las bendiciones divinas de fortaleza y sabiduría. Que a todos os conforte la esperanza de Cristo, que no defrauda.


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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

VISITA AL SANTO SEPULCRO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDETTO XVI

Jerusalén
Viernes 15 de mayo de 2009



Queridos amigos en Cristo:

El himno de alabanza que acabamos de cantar nos une a los ejércitos de los ángeles y a la Iglesia de todo tiempo y lugar —"el glorioso coro de los apóstoles, la multitud admirable de los profetas y el blanco ejército de los mártires"— mientras damos gloria a Dios por la obra de nuestra redención, realizada en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Ante este Santo Sepulcro, donde el Señor "venció el aguijón de la muerte, abriendo a los creyentes el reino de los cielos", os saludo a todos en el gozo del tiempo pascual. Agradezco al patriarca Fouad Twal y al custodio, padre Pierbattista Pizzaballa, sus amables palabras de bienvenida. Asimismo, deseo expresar mi aprecio por la acogida que me han dispensado los jerarcas de la Iglesia ortodoxa griega y de la Iglesia armenia apostólica. Agradezco la presencia de representantes de las otras comunidades cristianas de Tierra Santa. Saludo al cardenal John Foley, gran maestre de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén y también a los caballeros y las damas de la Orden aquí presentes, agradeciendo su constante compromiso de sostener la misión de la Iglesia en estas tierras santificadas por la presencia terrena del Señor.

El evangelio de san Juan nos ha presentado una sugerente narración de la visita de Pedro y del discípulo amado a la tumba vacía la mañana de Pascua. Hoy, a distancia de casi veinte siglos, el Sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, se encuentra frente a la misma tumba vacía y contempla el misterio de la Resurrección. Siguiendo las huellas del Apóstol, deseo proclamar una vez más, ante los hombres y mujeres de nuestro tiempo, la firme fe de la Iglesia en que Jesucristo "fue crucificado, murió y fue sepultado", y en que "al tercer día resucitó de entre los muertos". Exaltado a la derecha del Padre, nos envió su Espíritu para el perdón de los pecados. Fuera de él, a quien Dios constituyó Señor y Cristo, "no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12).

Al encontrarnos en este santo lugar y considerando ese asombroso acontecimiento, no podemos menos de sentirnos con el "corazón conmovido" (Hch 2, 37) como los primeros que escucharon la predicación de Pedro en el día de Pentecostés. Aquí Cristo murió y resucitó, para no morir nunca más. Aquí la historia de la humanidad cambió definitivamente. El largo dominio del pecado y de la muerte fue destruido por el triunfo de la obediencia y de la vida; el madero de la cruz revela la verdad sobre el bien y el mal; el juicio de Dios sobre este mundo se pronunció y la gracia del Espíritu Santo se derramó sobre toda la humanidad. Aquí Cristo, el nuevo Adán, nos enseñó que el mal nunca tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte, que nuestro futuro, y el futuro de la humanidad, está en las manos de un Dios providente y fiel.

La tumba vacía nos habla de esperanza, una esperanza que no defrauda porque es don del Espíritu que da vida (cf. Rm 5, 5). Este es el mensaje que hoy deseo dejaros, al concluir mi peregrinación a Tierra Santa. Que la esperanza resurja nuevamente, por la gracia de Dios, en el corazón de cada persona que vive en estas tierras. Que arraigue en vuestro corazón, permanezca en vuestras familias y comunidades, e inspire a cada uno de vosotros un testimonio cada vez más fiel del Príncipe de la paz.

La Iglesia en Tierra Santa, que con tanta frecuencia ha experimentado el oscuro misterio del Gólgota, nunca debe dejar de ser un heraldo intrépido del luminoso mensaje de esperanza que proclama esta tumba vacía. El Evangelio nos asegura que Dios puede hacer nuevas todas las cosas, que la historia no se repite necesariamente, que se puede purificar la memoria, que se pueden superar los frutos amargos de la recriminación y la hostilidad, y que un futuro de justicia, paz, prosperidad y colaboración puede surgir para cada hombre y mujer, para toda la familia humana, y de manera especial para el pueblo que vive en esta tierra, tan amada por el corazón del Salvador.

Este antiguo Memorial de la Anástasis es un testigo mudo tanto del peso de nuestro pasado, con sus fallos, incomprensiones y conflictos, como de la promesa gloriosa que sigue irradiando desde la tumba vacía de Cristo. Este lugar santo, donde el poder de Dios se reveló en la debilidad, y los sufrimientos humanos fueron transfigurados por la gloria divina, nos invita a mirar una vez más con los ojos de la fe el rostro del Señor crucificado y resucitado. Al contemplar su carne glorificada, completamente transfigurada por el Espíritu, llegamos a comprender más plenamente que también ahora, mediante el Bautismo, llevamos "siempre en nuestro cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2 Co 4, 10-11).

También ahora la gracia de la Resurrección está actuando en nosotros. Que la contemplación de este misterio estimule nuestros esfuerzos, como individuos y como miembros de la comunidad eclesial, por crecer en la vida del Espíritu mediante la conversión, la penitencia y la oración. Que nos ayude a superar, con la fuerza de ese mismo Espíritu, todo conflicto y tensión nacidos de la carne, y a remover todo obstáculo, por dentro y por fuera, que impida nuestro testimonio común de Cristo y la fuerza reconciliadora de su amor.

Con estas palabras de aliento, queridos amigos, concluyo mi peregrinación a los santos lugares de nuestra redención y renacimiento en Cristo. Rezo para que la Iglesia en Tierra Santa obtenga siempre nueva fuerza de la contemplación de la tumba vacía del Redentor. En esta tumba está llamada a sepultar todas sus ansiedades y temores, para resurgir nuevamente cada día y proseguir su viaje por los caminos de Jerusalén, de Galilea y más allá, proclamando el triunfo del perdón de Cristo y la promesa de vida nueva. Como cristianos, sabemos que la paz que anhela esta tierra lacerada por los conflictos tiene un nombre: Jesucristo. "Él es nuestra paz", que nos ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo mediante la cruz, poniendo fin a la enemistad (cf. Ef 2, 14). Así pues, pongamos en sus manos toda nuestra esperanza en el futuro, como él en la hora de las tinieblas puso su espíritu en las manos del Padre.

Permitidme concluir con unas palabras de aliento fraterno en particular a mis hermanos obispos y sacerdotes, así como a los religiosos y a las religiosas que están al servicio de la amada Iglesia en Tierra Santa. Aquí, ante la tumba vacía, en el corazón mismo de la Iglesia, os invito a renovar el entusiasmo de vuestra consagración a Cristo y vuestro compromiso en el amoroso servicio a su Cuerpo místico. Tenéis el inmenso privilegio de dar testimonio de Cristo en esta tierra, que él ha santificado con su presencia terrena y su ministerio. Con caridad pastoral ayudáis a vuestros hermanos y hermanas, y a todos los habitantes de esta tierra, a sentir la presencia del Resucitado que sana y su amor que reconcilia.

Jesús nos pide a cada uno que seamos testigos de unidad y paz para todos aquellos que viven en esta ciudad de la paz. Como nuevo Adán, Cristo es la fuente de la unidad a la que está llamada toda la familia humana, la unidad de la que la Iglesia es signo y sacramento. Como Cordero de Dios, él es la fuente de la reconciliación, que es al mismo tiempo don de Dios y deber sagrado que se nos ha confiado. Como Príncipe de la paz, él es el manantial de esa paz que supera todo entendimiento, la paz de la nueva Jerusalén. Que él os sostenga en vuestras pruebas, os consuele en vuestras aflicciones y os confirme en vuestros esfuerzos por anunciar y extender su reino.

A todos vosotros y a las personas a cuyo servicio estáis, imparto cordialmente mi bendición apostólica, como prenda del gozo y de la paz de la Pascua.


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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

VISITA A LA IGLESIA PATRIARCAL ARMENIO-APOSTÓLICA
DE SANTIAGO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Jerusalén
Viernes 15 de mayo de 2009



Beatitud:

Lo saludo con afecto fraterno en el Señor, y le aseguro mis mejores deseos, y mi oración, por su salud y por su ministerio. Me alegra tener la oportunidad de visitar esta iglesia catedral de Santiago en el corazón del antiguo barrio armenio de Jerusalén, y de encontrarme con el distinguido clero del Patriarcado, así como con los miembros de la comunidad armenia de la ciudad santa.

Nuestro encuentro de hoy, caracterizado por un clima de cordialidad y amistad, es un paso más en el camino hacia la unidad que el Señor desea para todos sus discípulos. En los últimos decenios hemos experimentado, por gracia de Dios, un progreso significativo en las relaciones entre la Iglesia católica y la Iglesia apostólica armenia. Considero una gran bendición haberme encontrado el año pasado con el Patriarca supremo y Catholicós de todos los armenios Karekin II y con el Catholicós de Cilicia Aram I. La visita de ambos a la Santa Sede, y los momentos de oración que compartimos, nos fortalecieron en la amistad y confirmaron nuestro compromiso por la santa causa de la promoción de la unidad de los cristianos.

Con espíritu de gratitud al Señor, también deseo expresar mi aprecio por el decidido compromiso de la Iglesia apostólica armenia de proseguir el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas orientales. Este diálogo, sostenido por la oración, ha hecho progresos al superar el peso de malentendidos pasados, y ofrece muchas promesas con vistas al futuro.

Un signo particular de esperanza es el documento reciente sobre la naturaleza y la misión de la Iglesia, preparado por la Comisión mixta y presentado a las Iglesias para que lo estudien y valoren. Encomendemos juntos una vez más el trabajo de la Comisión mixta al Espíritu de sabiduría y verdad, para que dé frutos abundantes con vistas al crecimiento de la unidad de los cristianos y para que avance la difusión del Evangelio entre los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Ya desde los primeros siglos cristianos, la comunidad armenia de Jerusalén ha tenido una ilustre historia, marcada entre otras cosas por un florecimiento extraordinario de vida y cultura monástica unida a los santos lugares y a las tradiciones litúrgicas que se desarrollaron en torno a ellos. Esta venerable iglesia catedral, juntamente con el patriarcado y las diversas instituciones educativas y culturales vinculadas a él, testifica esa larga y distinguida historia.

Rezo para que vuestra comunidad saque constantemente nueva vida de estas ricas tradiciones y se confirme en su testimonio fiel de Jesucristo y en el poder de su resurrección (cf. Flp 3, 10) en esta ciudad santa. Asimismo, aseguro a las familias presentes, y en particular a los niños y a los jóvenes, un recuerdo especial en mis oraciones.

Queridos amigos, por mi parte, os pido que oréis conmigo para que todos los cristianos de Tierra Santa colaboren con generosidad y celo en el anuncio del Evangelio de nuestra reconciliación en Cristo, y la llegada de su reino de santidad, justicia y paz.

Beatitud, le agradezco una vez más su amable bienvenida e invoco cordialmente abundantes bendiciones de Dios sobre usted y sobre todos los sacerdotes y los fieles de la Iglesia apostólica armenia en Tierra Santa. Que la alegría y la paz de Cristo resucitado estén siempre con vosotros.


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PEREGRINACIÓN
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A TIERRA SANTA
(8-15 DE MAYO DE 2009)

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI*

Aeropuerto Internacional Ben Gurión de Tel Aviv
Viernes 15 de mayo de 2009



Señor presidente;
señor primer ministro;
excelencias;
señoras y señores:

Al disponerme a regresar a Roma, quiero compartir con vosotros algunas de las fuertes impresiones que me ha dejado mi peregrinación a Tierra Santa. He mantenido fecundas conversaciones con las autoridades civiles tanto en Israel como en los Territorios palestinos, y he sido testigo de los grandes esfuerzos que ambos gobiernos están haciendo para asegurar el bienestar de las personas. He mantenido encuentros con los líderes de la Iglesia católica en Tierra Santa, y me alegra ver la manera en que están colaborando en su solicitud por el rebaño del Señor. Además, he tenido la oportunidad de encontrarme con los líderes de varias Iglesias cristianas y comunidades eclesiales, así como con los líderes de otras religiones en Tierra Santa. Esta tierra es realmente un terreno fértil para el ecumenismo y el diálogo interreligioso, y rezo para que la gran variedad de testigos religiosos en la región traiga como fruto un creciente entendimiento y respeto mutuo.

Señor presidente, usted y yo plantamos un olivo en su residencia el día que llegué a Israel. El olivo, como usted sabe, es una imagen que utiliza san Pablo para describir las relaciones muy estrechas entre los cristianos y los judíos. En su carta a los Romanos, san Pablo describe cómo la Iglesia de los gentiles es como un brote de olivo silvestre, injertado en el olivo cultivado, que es el pueblo de la Alianza (cf. Rm 11, 17-24). Nos alimentan las mismas raíces espirituales. Nos encontramos como hermanos, hermanos que en algunos momentos de nuestra historia han tenido relaciones tensas, pero que ahora están firmemente comprometidos en la construcción de puentes de amistad duradera.

A la ceremonia en el palacio presidencial le siguió uno de los momentos más solemnes de mi estancia en Israel: mi visita al Memorial de Yad Vashem, para rendir homenaje a las víctimas del Holocausto. Allí también me encontré con algunos de los supervivientes. Esos encuentros, profundamente conmovedores, me recordaron mi visita de hace tres años al campo de exterminio de Auschwitz, donde muchos judíos —madres y padres, esposos y esposas, hijos e hijas, hermanos y hermanas, amigos— fueron brutalmente exterminados bajo un régimen sin Dios que propagaba una ideología de antisemitismo y odio. Nunca se debe olvidar o negar ese espantoso capítulo de la historia. Por el contrario, aquellos oscuros recuerdos deberían reforzar nuestra determinación de acercarnos aún más los unos a los otros, como ramas del mismo olivo, alimentados por las mismas raíces y unidos por el amor fraterno.

Señor presidente, le doy las gracias por su cordial hospitalidad, que aprecio mucho, y deseo que quede constancia de que vine a visitar este país como amigo de los israelíes, así como soy amigo del pueblo palestino. A los amigos les gusta pasar tiempo en compañía recíproca y se afligen profundamente al ver que el otro sufre. Ningún amigo de los israelíes y de los palestinos puede dejar de entristecerse por la tensión continua entre vuestros dos pueblos. Ningún amigo puede dejar de llorar por el sufrimiento y la pérdida de vidas humanas que ambos pueblos han sufrido en las últimas seis décadas.

Permítame hacer este llamamiento a todas las personas de estas tierras: ¡Nunca más derramamiento de sangre! ¡Nunca más enfrentamientos! ¡Nunca más terrorismo! ¡Nunca más guerra! Por el contrario, rompamos el círculo vicioso de la violencia. Que se establezca una paz duradera basada en la justicia; que haya una verdadera reconciliación y curación. Que se reconozca universalmente que el Estado de Israel tiene derecho a existir y a gozar de paz y seguridad en el interior de sus fronteras internacionalmente admitidas. Que se reconozca también que el pueblo palestino tiene derecho a una patria independiente y soberana, a vivir con dignidad y viajar libremente. Que la solución de dos Estados se convierta en realidad y no se quede en un sueño. Y que la paz se difunda desde estas tierras; que sean "luz para las naciones" (Is 42, 6), llevando esperanza a muchas otras regiones afectadas por conflictos.

Una de las imágenes más tristes que he visto durante mi visita a estas tierras ha sido el muro. Al pasar a su lado, recé por un futuro en el que los pueblos de Tierra Santa puedan convivir en paz y armonía, sin necesidad de esos instrumentos de seguridad y de separación, sino más bien respetándose y confiando mutuamente, y renunciando a toda forma de violencia y agresión.

Señor presidente, sé lo difícil que será alcanzar ese objetivo. Sé lo difícil que es su tarea, y la de la Autoridad palestina. Pero le aseguro que mis oraciones y las oraciones de los católicos de todo el mundo le acompañan siempre, mientras continúa sus esfuerzos por edificar una paz justa y duradera en esta región.

Sólo me queda dar gracias de todo corazón a todos los que han colaborado de tantas maneras en mi visita. Me siento profundamente agradecido al Gobierno, a los organizadores, a los voluntarios, a los medios de comunicación y a todos los que me han brindado hospitalidad a mí y a los que me han acompañado. Podéis estar seguros de que os recordaré con afecto en mis oraciones. A todos os digo: ¡Gracias y que Dios esté con vosotros! ¡Shalom!


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www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2009/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20090515_ritorno-interview...

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