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VIAJE APOSTÓLICO A TURQUÍA (28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE DE 2006)

Ultimo Aggiornamento: 27/05/2013 19:35
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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE DE 2006)

ENCUENTRO CON LOS PERIODISTAS
POCO ANTES DE INICIAR EL DESPEGUE

SALUDO DEL SANTO PADRE

Aeropuerto de Roma-Fiumicino
Martes 28 de noviembre de 2006



Queridos amigos periodistas y camarógrafos, os saludo a todos cordialmente en este vuelo y quisiera expresaros sinceramente mi gratitud por el trabajo que realizáis. Sé que es un trabajo delicado, a menudo en condiciones difíciles; debéis informar en breve tiempo sobre cosas complejas y arduas, dar la síntesis y hacer comprensible la esencia de lo que ha acontecido y de lo que se ha dicho. Todos los acontecimientos llegan a la humanidad sólo a través de vuestra mediación; por eso prestáis un servicio de gran importancia, que os agradezco cordialmente.

Sabemos que el objetivo de este viaje es el diálogo, la fraternidad, un esfuerzo por fomentar la comprensión entre las culturas, por favorecer el encuentro de las culturas con las religiones y la reconciliación. Todos sentimos la misma responsabilidad en este momento difícil de la historia y colaboramos; y vuestro trabajo es de gran importancia. Por eso, repito una vez más, gracias.

¿Cómo afronta este viaje, uno de los más delicados en la historia de los viajes papales modernos?

Lo afronto con gran confianza y esperanza. Sé que muchas personas nos acompañan con su simpatía y con su oración. Sé que también el pueblo turco es un pueblo hospitalario, abierto, que desea la paz. Sé que Turquía, desde siempre, es un puente entre las culturas y así es también un lugar de encuentro y de diálogo. Quisiera subrayar que no se trata de un viaje político, sino pastoral; y como viaje pastoral se caracteriza por el diálogo y el compromiso común en favor de la paz. Diálogo en varias dimensiones: entre las culturas, entre cristianismo e islam, con nuestros hermanos cristianos, sobre todo con la Iglesia ortodoxa de Constantinopla y, en general, diálogo para una mejor comprensión entre todos. Naturalmente, no se puede esperar grandes resultados en tres días. El viaje tiene un valor simbólico; el hecho de encontrarse, con amistad y respeto, como servidores de la paz, tiene su peso. Este simbolismo del compromiso por la paz y la fraternidad debería ser el fruto de este viaje.

¿Cree que Europa puede ayudar a Turquía a integrarse, respetando las diversas identidades culturales y religiosas?

Conviene recordar que el padre de la Turquía moderna, Kemal Ataturk, tomó la Constitución francesa como modelo para la reconstrucción de Turquía. Así, desde su nacimiento, el diálogo entre la razón europea y la tradición musulmana turca está inscrito en la existencia de la Turquía moderna y, en este sentido, tenemos una responsabilidad recíproca.

En Europa se debate sobre laicidad "sana" y laicismo. Y me parece que esto es importante también para el verdadero diálogo con Turquía. El laicismo, es decir, una idea que separa totalmente la vida pública del valor de las tradiciones, es un callejón sin salida. Debemos volver a definir el sentido de una laicidad que subraya y conserva la verdadera diferencia y autonomía entre las dos esferas, pero también su coexistencia, su responsabilidad común.

La tercera pregunta fue sobre el significado del encuentro con el Patriarca Bartolomé I.

Lo importante no son los números, la cantidad, sino el valor simbólico, histórico y espiritual. Constantinopla es como la segunda Roma. Siempre ha sido el punto de referencia de la Ortodoxia.
Aunque el Patriarca no tiene una jurisdicción como el Papa, es un punto de referencia para todo el mundo ortodoxo. Se trata de un encuentro con la Iglesia del apóstol Andrés, hermano de san Pedro, un encuentro de gran trascendencia entre las dos Iglesias hermanas de Roma y Constantinopla; por eso es un momento muy importante en la búsqueda de la unidad de los cristianos. Es un acontecimiento de comunión, no sólo de relación entre esferas geográficas y culturales. Y este simbolismo le da también gran importancia para todo el camino ecuménico.

Hay otras comunidades cristianas; nos encontraremos con todas, aunque sean pequeñas; naturalmente también con la pequeña comunidad católica.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE DE 2006)

DISCURSO DEL SANTO PADRE
DURANTE EL ENCUENTRO CON EL PRESIDENTE DEL DEPARTAMENTO DE ASUNTOS RELIGIOSOS DE TURQUÍA

Martes 28 de noviembre de 2006



Excelencias;
señoras y señores:

Me alegra tener la oportunidad de visitar esta tierra, tan rica en historia y cultura, para admirar sus bellezas naturales, para ver con mis propios ojos la creatividad del pueblo turco y para gustar vuestra antigua cultura, así como vuestra larga historia, tanto civil como religiosa.

A mi llegada a Turquía, me acogió con amabilidad el presidente de la República. Ha sido un gran honor para mí encontrar también y saludar en el aeropuerto al primer ministro, señor Erdogan. Al saludarlos, tuve el placer de expresar mi profundo respeto por todos los habitantes de esta gran nación y de rendir homenaje, en su mausoleo, al fundador de la Turquía moderna, Mustafá Kemal Ataturk.

Ahora tengo la alegría de encontrarme con usted, que es el presidente del Departamento de Asuntos religiosos. Le expreso mis sentimientos de estima, reconociendo sus grandes responsabilidades, y extiendo mi saludo a todos los líderes religiosos de Turquía, especialmente al gran muftí de Ankara y Estambul. A través de usted, señor presidente, saludo con particular estima y afectuosa consideración a todos los musulmanes de Turquía.

Su país es muy querido por los cristianos: aquí fueron fundadas y alcanzaron su madurez muchas de las comunidades primitivas de la Iglesia, inspiradas por la predicación de los Apóstoles, en especial de san Pablo y san Juan. La tradición que ha llegado hasta nosotros afirma que María, la Madre de Jesús, vivió en Éfeso, en la casa del apóstol san Juan.

Además, en esta noble tierra se ha producido un notable florecimiento de la civilización islámica en los campos más diversos, incluidos la literatura y el arte, así como las instituciones.

Hay muchísimos monumentos cristianos y musulmanes que atestiguan el glorioso pasado de Turquía. Con razón vosotros os sentís orgullosos de ellos, conservándolos para la admiración de los visitantes, que acuden aquí en un número cada vez mayor.

Me he preparado para esta visita a Turquía con los mismos sentimientos expresados por mi predecesor el beato Juan XXIII, cuando vino aquí como arzobispo Angelo Giuseppe Roncalli para desempeñar el cargo de representante pontificio en Estambul: "Siento que quiero al pueblo turco, al que el Señor me ha mandado. (...) Amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que también tiene su puesto reservado en el camino de la civilización" (Diario del alma, 231 y 237).

También yo, por mi parte, deseo subrayar las cualidades de la población turca. Aquí hago mías las palabras de mi inmediato predecesor, el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, el cual dijo, durante su visita en 1979: "Me pregunto si no será urgente, precisamente hoy en que los cristianos y musulmanes han entrado en un nuevo período de la historia, reconocer y desarrollar los vínculos espirituales que nos unen, a fin de "defender y promover juntos la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad"" (Homilía en la liturgia celebrada para la comunidad católica de Ankara, 29 de noviembre de 1979, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1979, p. 8).

Esas cuestiones se han seguido presentando en los años sucesivos. En efecto, como puse de relieve al inicio mismo de mi pontificado, nos impulsan a continuar nuestro diálogo como un sincero intercambio entre amigos. Cuando tuve la alegría de encontrarme con los miembros de las comunidades musulmanas el año pasado en Colonia, con ocasión de la Jornada mundial de la juventud, reafirmé la necesidad de afrontar el diálogo interreligioso e intercultural con optimismo y esperanza. Ese diálogo no puede reducirse a algo extra u opcional; al contrario, es "una necesidad vital, de la cual depende en gran parte nuestro futuro" (Discurso a los representantes de las comunidades musulmanas, Colonia, 20 de agosto de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 9).

Los cristianos y los musulmanes, siguiendo sus religiones respectivas, ponen de relieve la verdad del carácter sagrado y de la dignidad de la persona. Esta es la base de nuestro respeto y estima recíprocos; esta es la base para la colaboración al servicio de la paz entre las naciones y los pueblos, el deseo más íntimo de todos los creyentes y de todas las personas de buena voluntad.

A lo largo de más de cuarenta años, la enseñanza del concilio Vaticano II ha inspirado y guiado la actitud de la Santa Sede y de las Iglesias locales de todo el mundo en sus relaciones con los seguidores de las demás religiones. Siguiendo la tradición bíblica, el Concilio enseña que todo el género humano comparte un origen común y un destino común: Dios, nuestro Creador y meta de nuestra peregrinación terrena.

Los cristianos y los musulmanes pertenecen a la familia de los que creen en el único Dios y que, según sus respectivas tradiciones, hacen referencia a Abraham (cf. Nostra aetate, 1; 3). Esta unidad humana y espiritual en nuestro origen y en nuestro destino nos impulsa a tratar de encontrar un itinerario común en nuestra búsqueda de valores fundamentales, tan característica de las personas de nuestro tiempo. Como hombres y mujeres de religión, afrontamos el desafío del generalizado anhelo de justicia, de desarrollo, de solidaridad, de libertad, de seguridad, de paz, de defensa del medio ambiente y de los recursos de la tierra. Eso es así porque también nosotros, a la vez que respetamos la legítima autonomía de las cosas temporales, tenemos que contribuir de modo específico a la búsqueda de soluciones adecuadas a esas cuestiones urgentes.

En particular, podemos dar una respuesta creíble a una cuestión que se plantea claramente en la sociedad actual, aunque a menudo se la deja de lado: la cuestión que atañe al significado y la finalidad de la vida, para cada persona y para la humanidad entera. Estamos llamados a actuar juntos para ayudar a la sociedad a abrirse a lo trascendente, reconociendo al Dios todopoderoso el puesto que le corresponde.

El mejor modo de actuar es mantener un diálogo auténtico entre cristianos y musulmanes, basado en la verdad e inspirado en un deseo sincero de conocernos mejor los unos a los otros, respetando las diferencias y reconociendo lo que tenemos en común. Eso llevará, al mismo tiempo, a un auténtico respeto por las opciones responsables que cada persona realiza, especialmente las que atañen a los valores fundamentales y a las convicciones religiosas personales.

Como ejemplo del respeto fraterno con que los cristianos y los musulmanes pueden actuar juntos, me complace citar unas palabras dirigidas por el Papa Gregorio VII, en el año 1076, a un príncipe musulmán del norte de África, que había tratado con gran benevolencia a los cristianos que estaban bajo su jurisdicción. El Papa Gregorio VII habló de la caridad especial que los cristianos y los musulmanes se deben unos a otros, pues "nosotros creemos y confesamos un solo Dios; aunque sea de modo diverso, cada día lo alabamos y veneramos como Creador de los siglos y gobernador de este mundo" (PL 148, 451).

La libertad de religión, garantizada institucionalmente y respetada efectivamente, tanto para las personas como para las comunidades, constituye para todos los creyentes la condición necesaria para poder dar su contribución leal a la edificación de la sociedad, con una actitud de auténtico servicio, especialmente con respecto a los más vulnerables y pobres.

Señor presidente, quiero terminar alabando a Dios todopoderoso y misericordioso por esta feliz ocasión, que nos permite encontrarnos juntos en su nombre. Oro para que este sea un signo de nuestro compromiso común en favor del diálogo entre cristianos y musulmanes, así como un estímulo a perseverar por este camino, con respeto y amistad.

Espero que lleguemos a conocernos mejor, fortaleciendo los vínculos de afecto entre nosotros, con el deseo común de convivir en armonía, en paz y con confianza mutua. Como creyentes, encontramos en la oración la fuerza necesaria para superar todo rastro de prejuicio y dar un testimonio común de nuestra firme fe en Dios.

¡Que su bendición esté siempre con nosotros! Gracias.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE DE 2006)

DISCURSO DEL SANTO PADRE
A LOS MIEMBROS DEL CUERPO DIPLOMÁTICO
ACREDITADO EN ANKARA*

Martes 28 de noviembre de 2006


Excelencias; señoras y señores:

He preparado mi discurso en francés por ser la lengua de la diplomacia, y espero que se comprenda. Os saludo con gran alegría a vosotros que, como embajadores, cumplís la noble misión de representar a vuestros países en la República de Turquía y que de buen grado os habéis querido encontrar con el Sucesor de Pedro en esta nunciatura. Agradezco a vuestro vicedecano, el señor embajador del Líbano, las amables palabras que me acaba de dirigir. Me complace confirmar la estima que la Santa Sede ha manifestado en numerosas ocasiones por vuestras elevadas funciones, que hoy asumen una dimensión cada vez más global.

En efecto, si vuestra misión os impulsa ante todo a proteger y promover los intereses legítimos de vuestras respectivas naciones, "la interdependencia ineludible que vincula cada vez más en nuestros días a todos los pueblos del mundo, invita a todos los diplomáticos a hacerse, con espíritu siempre renovado y original, los artífices del entendimiento entre los pueblos, de la seguridad internacional y de la paz entre las naciones" (Discurso al Cuerpo diplomático, México, 26 de enero de 1979: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de febrero de 1979, p. 2).

En primer lugar deseo evocar ante vosotros el recuerdo de las memorables visitas a Turquía de mis dos predecesores, el Papa Pablo VI, en 1967, y el Papa Juan Pablo II, en 1979. Asimismo, no puedo menos de hacer memoria del Papa Benedicto XV, artífice incansable de la paz durante la primera guerra mundial, y del beato Juan XXIII, el Papa "amigo de los turcos", que fue delegado apostólico en Turquía y luego administrador apostólico del vicariato latino de Estambul, dejando a todos el recuerdo de un pastor atento y lleno de caridad, deseoso en especial de encontrarse y conocer a la población turca, de la que era huésped agradecido. Por eso, me alegra estar hoy aquí como huésped de Turquía, a la que he llegado como amigo y apóstol del diálogo y de la paz.

Hace más de cuarenta años, el concilio Vaticano II afirmó que "la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce sólo al establecimiento de un equilibrio de las fuerzas adversarias", sino que "es el fruto del orden asignado a la sociedad humana por su divino Fundador y que los hombres, siempre sedientos de una justicia más perfecta, han de llevar a cabo" (Gaudium et spes, 78). En realidad, hemos aprendido que la verdadera paz requiere la justicia, para corregir las desigualdades económicas y los desórdenes políticos, que siempre son factores de tensiones y amenazas en toda la sociedad.

El desarrollo reciente del terrorismo y la evolución de ciertos conflictos regionales, por otra parte, han puesto de manifiesto la necesidad de respetar las decisiones de las instituciones internacionales, más aún, de sostenerlas, dotándolas en particular de medios eficaces para prevenir los conflictos y para mantener, gracias a fuerzas de interposición, zonas de neutralidad entre los beligerantes.

Sin embargo, esto sigue siendo insuficiente si no se llega al verdadero diálogo, es decir, a la concertación entre las exigencias de las partes implicadas, con el fin de llegar a soluciones políticas aceptables y duraderas, que respeten a las personas y a los pueblos.

Pienso en particular en el conflicto de Oriente Próximo, que perdura de modo inquietante, gravando sobre toda la vida internacional, con el peligro de que se extiendan algunos conflictos periféricos y se difundan las acciones terroristas. Aprecio los esfuerzos de numerosos países que están comprometidos hoy en la reconstrucción de la paz en el Líbano, entre ellos Turquía.

Apelo una vez más, señoras y señores embajadores, a la vigilancia de la comunidad internacional para que no renuncie a su responsabilidad y realice todos los esfuerzos necesarios para promover, entre todas las partes implicadas, el diálogo, el único medio que permite asegurar el respeto a los demás, aun salvaguardando los intereses legítimos y rechazando el uso de la violencia.

Como escribí en mi primer Mensaje para la Jornada mundial de la paz, "la verdad de la paz llama a todos a cultivar relaciones fecundas y sinceras, estimula a buscar y recorrer el camino del perdón y la reconciliación, a ser transparentes en las negociaciones y fieles a la palabra dada" (Mensaje para la Jornada de la paz del 1 de enero de 2006, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de diciembre de 2005, p. 3).

Turquía, que desde siempre se encuentra en una situación de puente entre Oriente y Occidente, entre el continente asiático y el europeo, de encrucijada de culturas y religiones, se dotó en el siglo pasado de medios para convertirse en un gran país moderno, especialmente optando por un régimen de laicidad, distinguiendo claramente la sociedad civil y la religión, a fin de permitir que cada una sea autónoma en su ámbito propio, respetando siempre la esfera de la otra.

El hecho de que la mayoría de la población de este país sea musulmana constituye un elemento significativo en la vida de la sociedad, que el Estado no puede menos de tener en cuenta, pero la Constitución turca reconoce a cada ciudadano los derechos a la libertad de culto y a la libertad de conciencia. En todo país democrático corresponde a las autoridades civiles garantizar la libertad efectiva de todos los creyentes y permitirles organizar libremente la vida de su propia comunidad religiosa.

Como es obvio, deseo que los creyentes, independientemente de la comunidad religiosa a la que pertenezcan, sigan beneficiándose de esos derechos, con la certeza de que la libertad religiosa es una expresión fundamental de la libertad humana y de que la presencia activa de las religiones en la sociedad es un factor de progreso y de enriquecimiento para todos.

Desde luego, eso implica que las religiones, por su parte, no traten de ejercer directamente un poder político, pues no están llamadas a eso, y en especial que renuncien de modo absoluto a justificar el recurso a la violencia como expresión legítima de la práctica religiosa. A este respecto, saludo a la comunidad católica de este país, poco numerosa pero muy deseosa de participar del mejor modo posible en el desarrollo del país, especialmente a través de la educación de los jóvenes, y la edificación de la paz y la armonía entre todos los ciudadanos.

Como recordé recientemente, "necesitamos con urgencia un auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, que pueda ayudarnos a superar juntos todas las tensiones con espíritu de colaboración fecunda" (Discurso en el encuentro con los embajadores de los países musulmanes, Castelgandolfo, 25 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de septiembre de 2006, p. 3). Este diálogo debe permitir a las diversas religiones conocerse mejor y respetarse recíprocamente, con el fin de actuar cada vez más al servicio de las aspiraciones más nobles del hombre, que busca a Dios y la felicidad.

Por mi parte, deseo manifestar nuevamente durante este viaje a Turquía toda mi estima por los musulmanes, invitándolos a seguir comprometiéndose juntos, gracias al respeto recíproco, en favor de la dignidad de todo ser humano y del crecimiento de una sociedad donde la libertad personal y la atención al otro permitan a cada uno vivir en paz y serenidad. Así es como las religiones podrán poner lo que está de su parte para afrontar los numerosos desafíos que nuestras sociedades tienen planteados en el momento actual.

Seguramente el reconocimiento del papel positivo que desempeñan las religiones dentro del cuerpo social puede y debe impulsar a nuestras sociedades a profundizar cada vez más su conocimiento del hombre y a respetar cada vez mejor su dignidad, poniéndolo en el centro de la acción política, económica, cultural y social. Nuestro mundo debe tomar cada vez mayor conciencia de que todos los hombres son profundamente solidarios, invitándolos a considerar sus diferencias históricas y culturales no para enfrentarse sino para respetarse recíprocamente.

Como bien sabéis, la Iglesia ha recibido de su Fundador una misión espiritual; por eso, no quiere intervenir directamente en la vida política o económica. Sin embargo, a causa de su misión, y por su larga experiencia de la historia de las sociedades y de las culturas, desea que se escuche su voz en el concierto de las naciones, para que siempre se reconozca la dignidad fundamental del hombre, especialmente de los más débiles.

Ante el reciente desarrollo del fenómeno de la globalización de los intercambios, la Santa Sede espera que la comunidad internacional se organice ulteriormente, para establecer reglas que permitan gobernar mejor las evoluciones económicas, regular los mercados, como por ejemplo suscitando acuerdos regionales entre los países. Señoras y señores, no me cabe la menor duda de que vosotros, en vuestra misión de diplomáticos, deseáis que los intereses particulares de vuestro país se conjuguen con la necesidad de comprenderse unos a otros, para que así podáis contribuir en gran medida al servicio de todos.

La voz de la Iglesia en el ámbito diplomático se caracteriza siempre por la voluntad, contenida en el Evangelio, de servir a la causa del hombre; y yo no cumpliría este deber fundamental si no recordase delante de vosotros la necesidad de poner la dignidad humana cada vez más en el centro de nuestras preocupaciones. El extraordinario desarrollo de las ciencias y la técnica que se ha logrado en el mundo de hoy, con las consecuencias casi inmediatas para la medicina, la agricultura y la producción de recursos alimentarios, pero también para la comunicación del saber, no debe buscarse sin finalidad y sin referencias, dado que se trata del nacimiento del hombre, de su educación, de su manera de vivir y de trabajar, de su vejez y de su muerte.

Es muy necesario volver a insertar el progreso de hoy en la continuidad de la historia humana y, por consiguiente, gestionarlo según el proyecto que habita en todos nosotros de hacer crecer a la humanidad y que el libro del Génesis expresaba a su modo: "Sed fecundos y multiplicaos; henchid la tierra y sometedla" (Gn 1, 28).

Por último, pensando en las comunidades cristianas primitivas que crecieron en esta tierra, y pensando de modo especial en el apóstol san Pablo, que fundó personalmente varias de ellas, permitidme citar sus palabras a los Gálatas: "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros" (Ga 5, 13). La libertad implica servicio de unos a otros.

Ojalá que el entendimiento entre las naciones a las que vosotros respectivamente servís contribuya cada vez más a aumentar la humanidad del hombre, creado a imagen de Dios. Un objetivo tan noble requiere la colaboración de todos. Por esto la Iglesia católica quiere fortalecer la colaboración con la Iglesia ortodoxa y yo deseo vivamente que mi próximo encuentro con el Patriarca Bartolomé I en el Fanar ayude a ello de modo eficaz.

Como subrayó el concilio ecuménico Vaticano II, la Iglesia quiere también colaborar con los creyentes y los responsables de todas las religiones, y de modo especial con los musulmanes, para "defender y promover juntos, la justicia social, los valores morales, la paz y la libertad para todos los hombres" (Nostra aetate, 3). Espero que, desde esta perspectiva, mi viaje a Turquía dé muchos frutos.

Señoras y señores embajadores, invoco de todo corazón las bendiciones del Altísimo sobre vuestras personas, sobre vuestras familias y sobre vuestros colaboradores.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

SANTA MISA EN EL SANTUARIO DE LA CASA DE MARÍA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Éfeso
Miércoles 29 de noviembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

En esta celebración eucarística queremos alabar al Señor por la divina maternidad de María, misterio que aquí, en Éfeso, en el concilio ecuménico del año 431, fue solemnemente confesado y proclamado. A este lugar, uno de los más amados por la comunidad cristiana, vinieron en peregrinación mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, el cual visitó este santuario el 30 de noviembre de 1979, después de poco más de un año del inicio de su pontificado.

Pero hay otro predecesor mío que estuvo en este país, no como Papa, sino como representante pontificio desde enero de 1935 hasta diciembre de 1944, y cuyo recuerdo suscita todavía mucha devoción y simpatía: el beato Juan XXIII, Angelo Roncalli. Sentía gran estima y admiración por el pueblo turco. A este respecto, me complace recordar una frase de su "Diario del alma": "Amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que tiene un puesto preparado en el camino de la civilización" (n. 741).

Además, dejó como don a la Iglesia y al mundo una actitud espiritual de optimismo cristiano, fundamentado en una fe profunda y en una constante unión con Dios. Animado por este espíritu, me dirijo a esta nación, y en particular al "pequeño rebaño" de Cristo, que vive en medio de ella, para alentarlo y manifestarle la cercanía de toda la Iglesia.

Con gran afecto os saludo a todos vosotros, aquí presentes, fieles de Esmirna, Mersin, Iskenderun y Antakia, y a otros venidos de diversas partes del mundo, así como a los que no han podido participar en esta celebración, pero que están unidos espiritualmente a nosotros. Saludo en particular a monseñor Ruggero Franceschini, arzobispo de Esmirna; a monseñor Giuseppe Bernardini, arzobispo emérito de Esmirna; a monseñor Luigi Padovese, a los sacerdotes y a las religiosas. Gracias por vuestra presencia, por vuestro testimonio y por vuestro servicio a la Iglesia en esta tierra bendita, en la que, en sus orígenes, la comunidad cristiana experimentó un gran desarrollo, como lo atestiguan también los numerosos peregrinos que vienen a Turquía.

Madre de Dios - Madre de la Iglesia

Hemos escuchado el pasaje del evangelio de san Juan que invita a contemplar el momento de la Redención, cuando María, unida al Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, extendió su maternidad a todos los hombres y, en particular, a los discípulos de Jesús.

El autor del cuarto Evangelio, san Juan, el único de los apóstoles que permaneció en el Gólgota junto a la Madre de Jesús y a otras mujeres, fue testigo privilegiado de ese acontecimiento. La maternidad de María, que comenzó con el fiat de Nazaret, culmina bajo la cruz. Si es verdad, como observa san Anselmo, que "desde el momento del fiat María comenzó a llevarnos a todos en su seno", la vocación y misión materna de la Virgen con respecto a los creyentes en Cristo comenzó efectivamente cuando Cristo le dijo: "Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26).

Viendo desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al discípulo amado, Cristo agonizante reconoció la primicia de la nueva familia que había venido a formar en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad. Por eso, se dirigió a María llamándola "mujer" y no "madre"; término que sin embargo utilizó al encomendarla al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27).
El Hijo de Dios cumplió así su misión: nacido de la Virgen para compartir en todo, excepto en el pecado, nuestra condición humana, en el momento de regresar al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1): la familia "congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (san Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 536), cuyo núcleo primordial es precisamente este vínculo nuevo entre la Madre y el discípulo. De este modo, quedan unidas de manera indisoluble la maternidad divina y la maternidad eclesial.

Madre de Dios - Madre de la unidad

La primera lectura nos ha presentado lo que se puede definir como el "evangelio" del Apóstol de las gentes: todos, incluso los paganos, están llamados en Cristo a participar plenamente en el misterio de la salvación. En particular, el texto contiene la expresión que he escogido como lema de mi viaje apostólico: "Él, Cristo, es nuestra paz" (Ef 2, 14).

Inspirado por el Espíritu Santo, san Pablo no sólo afirma que Jesucristo nos ha traído la paz, sino también que él "es" nuestra paz. Y justifica esa afirmación refiriéndose al misterio de la cruz: al derramar "su sangre", dice, ofreciendo en sacrificio "su carne", Jesús destruyó la enemistad "para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo" (Ef 2, 14-16).

El Apóstol explica de qué forma, realmente imprevisible, la paz mesiánica se realizó en la persona misma de Cristo y en su misterio salvífico. Lo explica escribiendo, mientras se encuentra prisionero, a la comunidad cristiana que vivía aquí, en Éfeso: "a los santos que están en Éfeso, fieles en Cristo Jesús" (Ef 1, 1), como afirma al inicio de la carta. El Apóstol les desea "gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ef 1, 2).

"Gracia" es la fuerza que transforma al hombre y al mundo; "paz" es el fruto maduro de esta transformación. Cristo es la gracia, Cristo es la paz. San Pablo es consciente de haber sido enviado a anunciar un "misterio", es decir, un designio divino que sólo se ha realizado y revelado en la plenitud de los tiempos en Cristo; es decir, "que los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (Ef 3, 6).

En el plan histórico-salvífico, este "misterio" se realiza "en la Iglesia", el pueblo nuevo en el que judíos y paganos, destruido el viejo muro de separación, se vuelven a encontrar unidos. Como Cristo, la Iglesia no sólo es un instrumento de la unidad; también es un signo eficaz. Y la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, es la Madre de ese misterio de unidad que Cristo y la Iglesia representan inseparablemente y construyen en el mundo y a lo largo de la historia.

Imploramos paz para Jerusalén y para todo el mundo

El Apóstol de los gentiles explica que Cristo es quien "de los dos pueblos hizo uno" (Ef 2, 14): esta afirmación se refiere propiamente a la relación entre judíos y gentiles en orden al misterio de la salvación eterna; sin embargo, la afirmación puede ampliarse, por analogía, a las relaciones entre los pueblos y las civilizaciones presentes en el mundo. Cristo "vino a anunciar la paz" (Ef 2, 17), no sólo entre judíos y no judíos, sino también entre todas las naciones, porque todas proceden del mismo Dios, único Creador y Señor del universo.

Confortados por la palabra de Dios, desde aquí, desde Éfeso, ciudad bendecida por la presencia de María santísima —que, como sabemos, es amada y venerada también por los musulmanes—, elevamos al Señor una oración especial por la paz entre los pueblos.

Desde este extremo de la península de Anatolia, puente natural entre continentes, invocamos paz y reconciliación ante todo para quienes viven en la Tierra que llamamos "santa", y que así es considerada por los cristianos, los judíos y los musulmanes: es la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob, destinada a albergar un pueblo que llegara a ser bendición para todas las naciones (cf. Gn 12, 1-3).

¡Paz para toda la humanidad! Ojalá que se cumpla pronto la profecía de Isaías: "De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra" (Is 2, 4). Todos necesitamos esta paz universal; la Iglesia no sólo está llamada a anunciarla de modo profético; más aún, debe ser su "signo e instrumento". Precisamente desde esta perspectiva universal de pacificación, se hace más profundo e intenso el anhelo hacia la plena comunión y concordia entre todos los cristianos.

En esta celebración se hallan presentes fieles católicos de varios ritos, y esto es motivo de alegría y alabanza a Dios. Esos ritos son expresión de la admirable variedad con la que está adornada la Esposa de Cristo, con tal de que converjan en la unidad y en el testimonio común. Para este fin debe ser ejemplar la unidad entre los Ordinarios en la Conferencia episcopal, en la comunión y compartiendo los esfuerzos pastorales.

Magníficat

La liturgia de hoy nos ha hecho repetir, como estribillo del salmo responsorial, el cántico de alabanza que la Virgen de Nazaret proclamó en el encuentro con su anciana pariente Isabel (cf. Lc 1, 39). También han sido consoladoras para nuestro corazón las palabras del salmista: "La misericordia y la verdad se encuentran; la justicia y la paz se besan" (Sal 84, 11).

Queridos hermanos y hermanas, con esta visita he querido manifestar no sólo mi amor y mi cercanía espiritual, sino también los de la Iglesia universal, a la comunidad cristiana que aquí, en Turquía, es realmente una pequeña minoría y afronta cada día no pocos desafíos y dificultades.

Con firme confianza cantemos, junto con María, el "magníficat" de la alabanza y la acción de gracias a Dios, que mira la humildad de su sierva (cf. Lc 1, 47-48). Cantémoslo con alegría incluso cuando afrontamos dificultades y peligros, como lo atestigua el hermoso testimonio del sacerdote romano don Andrea Santoro, a quien me complace recordar también en nuestra celebración.

María nos enseña que la fuente de nuestra alegría y nuestro único apoyo firme es Cristo y nos repite sus palabras: "No tengáis miedo" (Mc 6, 50), "Yo estoy con vosotros" (Mt 28, 20). Y tú, Madre de la Iglesia, acompaña siempre nuestro camino. Santa María, Madre de Dios, ¡ruega por nosotros! "Aziz Meryem Mesih'in Annesi bizim için Dua et". Amén.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

ENCUENTRO CON SU SANTIDAD BARTOLOMÉ I
PATRIARCA ECUMÉNICO DE CONSTANTINOPLA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Iglesia patriarcal de San Jorge, en el Fanar
Miércoles 29 de noviembre de 2006




"Ved: ¡qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos!" (Sal 133, 1)

Santidad:

Le agradezco sinceramente la acogida fraterna que me ha brindado usted personalmente, así como el Santo Sínodo del Patriarcado ecuménico y conservaré para siempre con aprecio este recuerdo en mi corazón. Doy gracias al Señor por el don de este encuentro, lleno de auténtica buena voluntad y de significado eclesial.

Para mí es motivo de gran alegría estar entre vosotros, hermanos en Cristo, en esta iglesia catedral, mientras oramos juntos al Señor y evocamos los importantes acontecimientos que han sostenido nuestro compromiso de trabajar por la unidad plena entre católicos y ortodoxos.

Deseo, ante todo, recordar la valiente decisión de remover la memoria de los anatemas de 1054. La declaración común del Papa Pablo VI y del Patriarca Atenágoras, escrita con el espíritu de un amor redescubierto, fue leída solemnemente en una ceremonia que se celebró simultáneamente en la basílica de San Pedro, en Roma, y en esta catedral patriarcal. El tomos del patriarca se basaba en la profesión de fe de san Juan: "Ho Theós agapé estín" (1 Jn 4, 8), "Deus caritas est". Con perfecta sintonía, el Papa Pablo VI comenzó su carta con la exhortación de san Pablo: "Ambulate in dilectione", "Vivid en el amor" (Ef 5, 2). Sobre este fundamento de recíproco amor se han desarrollado nuevas relaciones entre las Iglesias de Roma y Constantinopla.

Signos evidentes de este amor han sido numerosas declaraciones de compromiso común y muchos gestos llenos de significado. Tanto Pablo VI como Juan Pablo II fueron recibidos cordialmente como visitantes en esta iglesia de San Jorge y se asociaron respectivamente a los Patriarcas Atenágoras I y Dimitrios I para fortalecer el impulso hacia la comprensión recíproca y la búsqueda de la unidad plena. ¡Que sus nombres sean honrados y benditos!

Me alegro, además, de estar en esta tierra, tan íntimamente vinculada a la fe cristiana, en la que florecieron muchas Iglesias en los tiempos antiguos. Pienso en las exhortaciones de san Pedro a las comunidades cristianas primitivas establecidas "en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia" (1 P 1, 1), y en la rica mies de mártires, de teólogos, de pastores, de monjes, y de hombres y mujeres santos que engendraron estas Iglesias a lo largo de los siglos.

Del mismo modo, recuerdo los insignes santos y pastores que velaron por la Sede de Constantinopla, entre los que se encuentran san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo, venerados también en Occidente como doctores de la Iglesia. Sus reliquias se conservan en la basílica de San Pedro en el Vaticano y el recordado Papa Juan Pablo II entregó una parte de ellas a Vuestra Santidad como signo de comunión, para que fueran veneradas en esta catedral. Verdaderamente son dignos intercesores por nosotros ante el Señor.

En esta parte del mundo oriental se celebraron los siete concilios ecuménicos que ortodoxos y católicos reconocen como autorizados para la fe y la disciplina de la Iglesia. Constituyen piedras miliares permanentes y guías en el camino hacia la unidad plena.

Concluyo expresando una vez más mi alegría por encontrarme entre vosotros. Ojalá que este encuentro refuerce nuestro afecto mutuo y renueve nuestro compromiso común de perseverar en el itinerario que lleva a la reconciliación y a la paz de las Iglesias.

Os saludo en el amor de Cristo. El Señor esté siempre con vosotros.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

DIVINA LITURGIA DE SAN JUAN CRISÓSTOMO
EN LA FIESTA DE SAN ANDRÉS APÓSTOL

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Iglesia patriarcal de San Jorge en el Fanar, Estambul
Jueves 30 de noviembre de 2006



Esta Divina Liturgia celebrada en la fiesta de san Andrés apóstol, santo patrono de la Iglesia de Constantinopla, nos remonta a la Iglesia primitiva, a la época de los Apóstoles. Los evangelios de san Marcos y san Mateo narran cómo Jesús llamó a los dos hermanos, Simón, a quien Jesús dio el nombre de Cefas o Pedro, y Andrés: "Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres" (Mt 4, 19; Mc 1, 17). El cuarto evangelio, además, presenta a Andrés como el primer llamado, ho protoklitos, como es conocido en la tradición bizantina. Y es precisamente Andrés quien lleva a su hermano Simón a Jesús (cf. Jn 1, 40 ss).

Hoy, en esta iglesia patriarcal de San Jorge, podemos experimentar una vez más la comunión y la llamada de los dos hermanos, Simón Pedro y Andrés, en el encuentro entre el Sucesor de Pedro y su hermano en el ministerio episcopal, cabeza de esta Iglesia, fundada según la tradición por el apóstol Andrés. Nuestro encuentro fraternal pone de relieve la especial relación que une a las Iglesias de Roma y Constantinopla como Iglesias hermanas.

Con profunda alegría damos gracias a Dios porque da nueva vitalidad a la relación que se entabló desde el memorable encuentro celebrado en Jerusalén, en enero de 1964, entre nuestros antecesores el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras. Su intercambio epistolar, publicado en el volumen titulado Tomos Agapis, atestigua la profundidad de los vínculos que se desarrollaron entre ellos y que se reflejan en la relación existente entre las Iglesias hermanas de Roma y Constantinopla.
El 7 de diciembre de 1965, víspera de la sesión final del concilio Vaticano II, nuestros venerables antecesores dieron un nuevo paso, único e inolvidable, respectivamente en la iglesia patriarcal de San Jorge y en la basílica de San Pedro en el Vaticano: borraron de la memoria de la Iglesia las trágicas excomuniones de 1054. De ese modo confirmaron un cambio decisivo en nuestras relaciones. Desde entonces, han sido muchos e importantes los avances registrados en el camino del nuevo acercamiento mutuo. Recuerdo, en particular, la visita de mi predecesor el Papa Juan Pablo II a Constantinopla en 1979 y las visitas a Roma del Patriarca ecuménico Bartolomé I.

Con este mismo espíritu, mi presencia hoy aquí pretende renovar nuestro compromiso común de continuar por el camino que lleva al restablecimiento, con la gracia de Dios, de la comunión plena entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla. Puedo aseguraros que la Iglesia católica está dispuesta a hacer todo lo posible para superar los obstáculos y para buscar, junto con nuestros hermanos y hermanas ortodoxos, medios de colaboración pastoral cada vez más eficaces con ese fin.

Los dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, eran pescadores, a los que Jesús llamó a convertirse en pescadores de hombres. El Señor resucitado, antes de su Ascensión, los envió juntamente con los demás Apóstoles con la misión de hacer discípulos a todas las naciones, bautizándolas y proclamando sus enseñanzas (cf. Mt 28, 19 ss; Lc 24, 47; Hch 1, 8).

Este encargo que nos dejaron los santos hermanos Pedro y Andrés dista mucho de estar cumplido.
Al contrario, resulta hoy más urgente y necesario que nunca, ya que no se dirige tan sólo a las culturas marginalmente alcanzadas por el mensaje del Evangelio, sino también a las culturas europeas profundamente arraigadas desde hace siglos en la tradición cristiana. El proceso de secularización ha debilitado el arraigo de esta tradición, más aún, es puesta en tela de juicio e incluso rechazada. Ante esta realidad, estamos llamados, juntamente con todas las demás comunidades cristianas, a hacer que Europa vuelva a tomar conciencia de sus raíces, tradiciones y valores cristianos, dándoles una nueva vitalidad.

Nuestros esfuerzos encaminados a construir vínculos más estrechos entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas forman parte de esta tarea misionera. Las divisiones existentes entre los cristianos son motivo de escándalo para el mundo y constituyen un obstáculo para el anuncio del Evangelio. En la víspera de su pasión y muerte, el Señor, rodeado de sus discípulos, oró con fervor para que fueran uno, y así el mundo crea (cf. Jn 17, 21). Sólo a través de la comunión fraterna entre los cristianos y a través de su amor recíproco resultará creíble el mensaje del amor de Dios por todo hombre y mujer. Cualquiera que examine de manera realista el mundo cristiano actual comprobará la urgencia de este testimonio.

Simón Pedro y Andrés fueron llamados juntos a ser pescadores de hombres. Pero esa misma misión tomó formas distintas para cada uno de los dos hermanos. Simón, a pesar de su fragilidad personal, fue llamado "Pedro", la "roca" sobre la que la Iglesia se edificaría; a él en particular se le encomendaron las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16, 18). Su itinerario lo llevaría de Jerusalén a Antioquía, y de Antioquía a Roma, para que en esa ciudad pudiera ejercer una responsabilidad universal. Por desgracia, la cuestión del servicio universal de Pedro y de sus Sucesores ha dado lugar a nuestras diferencias de opinión, que esperamos superar, también gracias al diálogo teológico recientemente reanudado.

Mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II habló de la misericordia que caracteriza al servicio a la unidad de Pedro, una misericordia que Pedro mismo fue el primero en experimentar (cf. Ut unum sint, 91). Partiendo de esta base, el Papa Juan Pablo II invitó a entablar un diálogo fraterno con el fin de encontrar formas de ejercer el ministerio petrino hoy, respetando su naturaleza y esencia, de manera que "pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros" (ib., 95). Hoy deseo recordar y renovar esa invitación.

Andrés, el hermano de Simón Pedro, recibió otra misión del Señor, una misión a la que su propio nombre alude. Dado que hablaba griego, se convirtió, junto con Felipe, en el Apóstol del encuentro con los griegos que acudían a Jesús (cf. Jn 12, 20 ss). La tradición nos dice que no sólo fue misionero en Asia menor y en los territorios al sur del Mar Negro, es decir, en esta misma región en la que nos encontramos, sino también en Grecia, donde sufrió el martirio.

Por tanto, el apóstol Andrés representa el encuentro entre la cristiandad primitiva y la cultura griega. Este encuentro fue posible, especialmente en Asia menor, sobre todo gracias a los Padres capadocios, que enriquecieron la liturgia, la teología y la espiritualidad tanto de las Iglesias orientales como de las occidentales. El mensaje cristiano, como el grano de trigo (cf. Jn 12, 24), cayó en esta tierra y produjo fruto abundante. Debemos estar profundamente agradecidos por la herencia que hemos recibido del fecundo encuentro entre el mensaje cristiano y la cultura griega. Ese encuentro ha influido de forma duradera en las Iglesias de Oriente y de Occidente. Los Padres griegos nos han dejado un valioso tesoro, del que la Iglesia sigue sacando riquezas antiguas y nuevas (cf. Mt 13, 52).

También en la vida de san Andrés se puede constatar la lección del grano de trigo que muere para dar fruto. Según la tradición, siguió el mismo destino de su Señor y Maestro, terminando sus días en Patras (Grecia). Al igual que Pedro, sufrió el martirio en una cruz, la cruz diagonal que veneramos hoy precisamente como cruz de san Andrés. De su ejemplo aprendemos que el itinerario de cada cristiano, al igual que el de toda la Iglesia, lleva a la vida nueva, a la vida eterna, a través de la imitación de Cristo y la experiencia de la cruz.

A lo largo de la historia, tanto la Iglesia de Roma como la de Constantinopla han experimentado con frecuencia la lección del grano de trigo. Juntos veneramos a muchos de los mismos mártires cuya sangre, según las célebres palabras de Tertuliano, se convirtió en semilla de nuevos cristianos (cf. Apologeticum, 50, 13). Con ellos compartimos la misma esperanza que obliga a la Iglesia a ir "peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (Lumen gentium, 8; cf. san Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51, 2). Por su parte, también el siglo recién concluido contó con testigos valientes de la fe, tanto en Oriente como en Occidente. Incluso en la actualidad hay muchos testigos como ellos en diferentes regiones del mundo. Los recordamos en nuestra oración y les brindamos todo el apoyo que podemos, mientras pedimos apremiantemente a todos los líderes del mundo que se respete la libertad religiosa como derecho humano fundamental.

La Divina Liturgia en la que hemos participado se ha celebrado según el rito de san Juan Crisóstomo. La cruz y la resurrección de Cristo se han hecho místicamente presentes. Para nosotros, los cristianos, esto es fuente y signo de una esperanza constantemente renovada. Esta esperanza se encuentra magníficamente expresada en el antiguo texto conocido como Pasión de San Andrés: "Te saludo, oh cruz, consagrada por el Cuerpo de Cristo y adornada con sus miembros como piedras preciosas (...) Que los fieles conozcan tu alegría y los dones que atesoras...".

Todos nosotros, ortodoxos y católicos, compartimos esta fe en la muerte redentora de Jesús en la cruz y esta esperanza que el Señor resucitado infunde a toda la familia humana. Que nuestra oración y actividad diarias se inspiren en el deseo ardiente no sólo de asistir a la Divina Liturgia, sino de poder celebrarla juntos, para participar en la única mesa del Señor, compartiendo el mismo pan y el mismo cáliz. Que nuestro encuentro de hoy sirva de estímulo y anticipación gozosa del don de la comunión plena. Y que el Espíritu de Dios nos acompañe en nuestro camino.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

DECLARACIÓN COMÚN
DEL PAPA BENEDICTO XVI
Y DEL PATRIARCA ECUMÉNICO BARTOLOMÉ I



"Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo" (Sal 117, 24)

El encuentro fraterno que hemos mantenido, nosotros, Benedicto XVI, Papa de Roma, y Bartolomé I, Patriarca ecuménico, es obra de Dios y, además, un don que procede de él. Damos gracias al Autor de todo bien por habernos permitido expresar una vez más, en la oración y el diálogo, la alegría de sentirnos hermanos y renovar nuestro compromiso con vistas a la comunión plena. Este compromiso proviene de la voluntad de nuestro Señor y de nuestra responsabilidad de pastores en la Iglesia de Cristo. Quiera Dios que este encuentro sea para nosotros signo y estímulo a compartir los mismos sentimientos y las mismas actitudes de fraternidad, cooperación y comunión en la caridad y en la verdad. El Espíritu Santo nos ayudará a preparar el gran día del restablecimiento de la unidad plena, cuando y como Dios lo quiera. Entonces podremos alegrarnos y regocijarnos plenamente.

1. Hemos recordado con gratitud los encuentros de nuestros venerados predecesores, bendecidos por Dios, los cuales mostraron al mundo la urgencia de la unidad y trazaron senderos seguros para llegar a ella con el diálogo, la oración y la vida eclesial cotidiana. El Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I, peregrinos en Jerusalén, en el lugar mismo donde Jesucristo murió y resucitó para la salvación del mundo, se encontraron después de nuevo aquí, en el Fanar, y en Roma. Nos legaron una declaración común que conserva todo su valor, destacando que el verdadero diálogo de la caridad debe sostener e inspirar todas las relaciones entre las personas y entre las Iglesias mismas, "debe basarse en una fidelidad plena al único Señor Jesucristo y en un respeto mutuo de sus respectivas tradiciones" (Tomos Agapis, 195). Tampoco hemos olvidado el intercambio de visitas entre Su Santidad el Papa Juan Pablo II y Su Santidad el Patriarca Dimitrios I. Precisamente durante la visita del Papa Juan Pablo II, su primera visita ecuménica, se anunció la creación de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa. En ella participan nuestras Iglesias con la finalidad declarada de restablecer la comunión plena.

Por lo que respecta a las relaciones entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla, no podemos olvidar el solemne acto oficial con el que se relegó al olvido los antiguos anatemas, que durante siglos han influido negativamente en las relaciones entre nuestras Iglesias. No hemos sacado aún de este acto todas las consecuencias positivas que se pueden derivar para nuestro camino hacia la unidad plena, al que la Comisión mixta está llamada a dar una importante aportación. Exhortamos a nuestros fieles a participar activamente en este proceso con la oración y con gestos significativos.

2. Durante la sesión plenaria de la Comisión mixta para el diálogo teológico, que tuvo lugar recientemente en Belgrado y que contó con la generosa hospitalidad de la Iglesia ortodoxa serbia, expresamos nuestra profunda alegría por la reanudación del diálogo teológico. Después de una interrupción de varios años debida a diversas dificultades, la Comisión ha podido trabajar nuevamente con espíritu de amistad y de cooperación. Examinando el tema "Conciliaridad y autoridad en la Iglesia" en el ámbito local, regional y universal, ha emprendido una fase de estudio sobre las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia. Eso permitirá afrontar algunas de las principales cuestiones todavía controvertidas. Estamos decididos a apoyar incesantemente, como en el pasado, el trabajo encomendado a esta Comisión y acompañamos a sus miembros con nuestras oraciones.

3. Como pastores, hemos reflexionado ante todo sobre la misión de anunciar el Evangelio en el mundo de hoy. Esta misión, "Id pues y haced discípulos a todas las gentes" (Mt 28, 19), es más actual y necesaria que nunca, incluso en los países tradicionalmente cristianos. Además, no podemos ignorar el aumento de la secularización, del relativismo, incluso del nihilismo, sobre todo en el mundo occidental. Todo esto exige un renovado y vigoroso anuncio del Evangelio, adaptado a las culturas de nuestro tiempo. Nuestras tradiciones son para nosotros un patrimonio que debemos compartir, promover y actualizar continuamente. Por ello debemos fortalecer la cooperación y nuestro testimonio común ante todas las naciones.

4. Hemos valorado positivamente el camino hacia la formación de la Unión Europea. Los promotores de esta gran iniciativa han de tener en cuenta todos los aspectos que afectan a la persona humana y a sus derechos inalienables, especialmente la libertad religiosa, testigo y garante del respeto de todas las demás libertades. En toda iniciativa de unificación es necesario proteger a las minorías con sus propias tradiciones culturales y sus peculiaridades religiosas. En Europa, manteniéndonos abiertos a las demás religiones y a su aportación a la cultura, debemos unir nuestros esfuerzos para preservar las raíces, las tradiciones y los valores cristianos, con el fin de garantizar el respeto de la historia y contribuir a la cultura de la Europa futura, a la calidad de las relaciones humanas en todos los aspectos. En este contexto, no podemos dejar de evocar los antiquísimos testimonios y el ilustre patrimonio cristiano de la tierra donde tiene lugar nuestro encuentro, comenzando por las palabras del libro de los Hechos de los Apóstoles que recuerdan la figura de san Pablo, el Apóstol de los gentiles. En esta tierra se fundieron el mensaje del Evangelio y la antigua tradición cultural. Este vínculo, que tanto ha contribuido a nuestra herencia cristiana común, sigue siendo actual y continuará dando frutos en el futuro para la evangelización y para nuestra unidad.

5. Hemos dirigido nuestra mirada a los lugares del mundo actual donde viven cristianos, y a las dificultades que deben afrontar, especialmente la pobreza, las guerras y el terrorismo, pero también las diversas formas de explotación de los pobres, de los emigrantes, de las mujeres y de los niños. Estamos llamados a emprender juntos acciones en favor del respeto de los derechos del hombre, de todo ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, así como en favor de su desarrollo económico, social y cultural. Nuestras tradiciones teológicas y éticas pueden ofrecer una base sólida a la predicación y la acción comunes. Ante todo deseamos afirmar que matar a personas inocentes en nombre de Dios es una ofensa contra él y contra la dignidad humana. Todos debemos comprometernos en un renovado servicio al hombre y en la defensa de la vida humana, de toda vida humana.

Nos preocupa mucho la paz en Oriente Próximo, donde nuestro Señor vivió, sufrió, murió y resucitó, y donde viven desde hace muchos siglos multitud de hermanos cristianos. Deseamos ardientemente que se restablezca la paz en esa tierra, que se fortalezca la convivencia cordial entre sus diversas poblaciones, entre las Iglesias, y entre las diferentes religiones que allí se encuentran.
Para ello impulsamos el desarrollo de relaciones más estrechas entre los cristianos y un diálogo interreligioso auténtico y leal, para luchar contra toda forma de violencia y discriminación.

6. En la actualidad, ante los grandes peligros para el medio ambiente, queremos expresar nuestra preocupación por las consecuencias negativas para la humanidad y para toda la creación que pueden derivarse de un progreso económico y tecnológico que no reconoce sus límites. Como líderes religiosos, consideramos que uno de nuestros deberes consiste en estimular y sostener todos los esfuerzos que se han realizado para proteger la creación de Dios y para entregar a las futuras generaciones una tierra en la que puedan vivir.

7. Por último, nuestro pensamiento se dirige a todos vosotros, fieles de nuestras Iglesias en todo el mundo, obispos, presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, hombres y mujeres laicos comprometidos en un servicio eclesial, y a todos los bautizados. Saludamos en Cristo a los demás cristianos, asegurándoles nuestra oración y nuestra disposición para el diálogo y la colaboración.

Os saludamos a todos con las palabras del Apóstol de los gentiles: "A vosotros gracia y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo" (2 Co 1, 2).

El Fanar, 30 de noviembre de 2006

BENEDICTO XVI BARTOLOMÉ I


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

VISITA DE ORACIÓN AL PATRIARCADO ARMENIO APOSTÓLICO
Y ENCUENTRO CON SU BEATITUD EL PATRIARCA MESROB II

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Catedral armenia apostólica de Santa María, Estambul
Jueves 30 de noviembre de 2006



Amadísimo hermano en Cristo:

Me alegra tener esta oportunidad de encontrarme con Vuestra Beatitud en este mismo lugar donde el Patriarca Shnork Kalustian acogió a mis predecesores el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo II. Con gran afecto saludo a toda la comunidad armenia apostólica que usted preside como pastor y padre espiritual. Mi saludo fraternal se dirige también a Su Santidad Karekin II, Patriarca Supremo y Catholicos de todos los Armenios, y a la jerarquía de la Iglesia armenia apostólica. Doy gracias a Dios por la fe y el testimonio cristiano del pueblo armenio, transmitidos de generación en generación, a menudo en circunstancias realmente trágicas como las que experimentó durante el siglo pasado.

Nuestro encuentro es mucho más que un simple gesto de cortesía ecuménica y de amistad. Es un signo de nuestra esperanza común en las promesas de Dios y de nuestro deseo de ver cumplida la oración que Jesús elevó por sus discípulos en la víspera de su pasión y muerte: "Que todos sean uno. Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21). Jesús entregó su vida en la cruz para reunir en la unidad a los hijos de Dios dispersos, para derribar los muros de la división. Mediante el sacramento del bautismo hemos sido incorporados al Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Las trágicas divisiones que a lo largo del tiempo han surgido entre los seguidores de Cristo contradicen abiertamente la voluntad del Señor, son un escándalo para el mundo y perjudican a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura (cf. Unitatis redintegratio, 1). Precisamente mediante el testimonio de su fe y su caridad, los cristianos están llamados a ofrecer un signo radiante de esperanza y consuelo a este mundo, tan marcado por conflictos y tensiones. Por eso, debemos seguir haciendo todo lo posible para sanar las heridas de la separación y apresurar la obra de restablecimiento de la unidad de los cristianos. Hago votos para que en esta urgente misión nos guíe la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

A este respecto, quiero solamente dar gracias de corazón al Señor por la relación fraternal cada vez más profunda que se ha desarrollado entre la Iglesia apostólica armenia y la Iglesia católica. En el siglo XIII, Nerses de Lambrón, uno de los grandes doctores de la Iglesia armenia, escribió estas alentadoras palabras: "Ahora, dado que todos necesitamos la paz con Dios, hagamos que la armonía entre hermanos sea su cimiento. Hemos orado a Dios por la paz y seguimos haciéndolo. Él nos la está ofreciendo como un don: ¡aceptémoslo! Hemos pedido al Señor que haga sólida a su santa Iglesia, y él bondadosamente ha escuchado nuestra oración. Por tanto, subamos a la montaña de la fe en el Evangelio!" (Discurso sinodal). Estas palabras de Nerses no han perdido nada de su fuerza. Sigamos orando juntos por la unidad de todos los cristianos, para que, recibiendo este don de lo alto con un corazón abierto, seamos testigos cada vez más convincentes de la verdad del Evangelio y mejores servidores de la misión de la Iglesia.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DEL ESPÍRITU SANTO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Estambul, viernes 1 de diciembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Al concluir mi visita pastoral a Turquía, me alegra encontrarme con la comunidad católica de Estambul y celebrar con ella la Eucaristía para dar gracias al Señor por todos sus dones. Deseo saludar en primer lugar al Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y al Patriarca armenio, Su Beatitud Mesrob II, mis venerados hermanos, que han querido unirse a nosotros para esta celebración. Les expreso mi profunda gratitud por este gesto fraterno que honra a toda la comunidad católica.

Queridos hermanos e hijos de la Iglesia católica, obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos, religiosas y laicos, pertenecientes a las diferentes comunidades de la ciudad y a los diversos ritos de la Iglesia, os saludo a todos con alegría, dirigiéndoos las palabras de san Pablo a los Gálatas: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ga 1, 3). Deseo agradecer a las autoridades civiles presentes su amable acogida y de modo especial a todos los que han hecho posible la realización de este viaje. Saludo, por último, a los representantes de las demás comunidades eclesiales y de otras religiones que han querido estar aquí presentes entre nosotros.

¿Cómo no pensar en los diversos acontecimientos que precisamente aquí forjaron nuestra historia común? Al mismo tiempo siento el deber de recordar de modo especial a los numerosos testigos del Evangelio de Cristo que nos impulsan a trabajar juntos por la unidad de todos sus discípulos en la verdad y en la caridad.

En esta catedral del Espíritu Santo, deseo dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho en la historia de los hombres e invocar los dones del Espíritu de santidad sobre todos. Como nos acaba de recordar san Pablo, el Espíritu es la fuente permanente de nuestra fe y de nuestra unidad. Él suscita en nosotros el verdadero conocimiento de Jesús y pone en nuestros labios las palabras de fe para que reconozcamos al Señor. Después de su confesión de fe en Cesarea de Filipo, Jesús dijo a Pedro: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17).

Sí, ciertamente somos bienaventurados cuando el Espíritu Santo nos dispone a la alegría de creer y nos introduce en la gran familia de los cristianos, su Iglesia, tan rica por su multiplicidad de dones, funciones y actividades, y al mismo tiempo una, pues "es el mismo Dios que obra en todos" (1 Co 12, 6). San Pablo añade que "a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1 Co 12, 7). Manifestar el Espíritu, vivir según el Espíritu, no significa vivir sólo para sí mismo, sino aprender a configurarse constantemente a sí mismo con Cristo Jesús, convirtiéndose, como él, en servidor de sus hermanos.

He aquí una enseñanza muy concreta para cada uno de nosotros, obispos, llamados por el Señor a guiar a su pueblo haciéndonos servidores como él; esto vale también para todos los ministros del Señor, así como para todos los fieles: al recibir el sacramento del Bautismo, todos fuimos inmersos en la muerte y resurrección del Señor, "todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13) y la vida de Cristo se ha convertido en nuestra vida, para que vivamos como él, para que amemos a nuestros hermanos como él nos ha amado (cf. Jn 13, 34).

Hace veintisiete años, en esta misma catedral, mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II expresó su deseo de que el alba del nuevo milenio "se encuentre con una Iglesia que ha hallado su plena unidad, para testimoniar mejor, en medio de las tensiones exacerbadas de este mundo, el amor trascendente de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo" (Homilía en la catedral del Espíritu Santo, en Estambul, 29 de noviembre de 1979, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1979, p. 11). Ese anhelo no se ha cumplido aún, pero sigue siendo el deseo del Papa, y nos impulsa, como discípulos de Cristo que avanzamos con nuestras dudas y limitaciones por el camino que lleva a la unidad, a actuar incesantemente "por el bien de todos", situando la perspectiva ecuménica en el primer lugar de nuestras preocupaciones eclesiales. Así viviremos de verdad según el Espíritu del Señor, al servicio del bien de todos.

Reunidos esta mañana en esta casa de oración consagrada al Señor, ¿cómo no evocar la otra hermosa imagen que usa san Pablo al hablar de la Iglesia: la imagen de la construcción cuyas piedras están firmemente ensambladas para formar un único edificio, y cuya piedra angular, en la cual todo se apoya, es Cristo? Él es la fuente de la vida nueva que nos ha dado el Padre en el Espíritu Santo. El evangelio de san Juan lo acaba de proclamar: "de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 38). Esta agua que corre, esta agua viva que Jesús prometió a la samaritana, los profetas Zacarías y Ezequiel la vieron brotar del costado del templo para hacer fecundas las aguas del Mar Muerto: una imagen maravillosa de la promesa de vida que Dios hizo siempre a su pueblo y que Jesús vino a cumplir.

En un mundo en el que los hombres son tan reacios a compartir entre sí los bienes de la tierra y en el que con razón comienza a preocupar la escasez de agua, un bien tan valioso para la vida del cuerpo, la Iglesia descubre que posee un tesoro aún más grande. Como Cuerpo de Cristo, ha recibido la misión de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Mt 28, 19), es decir, transmitir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la buena nueva, que no sólo ilumina sino que también cambia su vida, hasta vencer incluso a la muerte.

Esta buena nueva no es sólo una palabra, sino una Persona; ¡es Cristo mismo, resucitado, vivo! Por la gracia de los sacramentos, el agua que brotó de su costado abierto en la cruz, se ha convertido en una fuente rebosante, en "ríos de agua viva", en un caudal que nadie puede detener y que da nueva vida. Los cristianos no pueden tener sólo para sí lo que han recibido. No pueden confiscar este tesoro y esconder esta fuente. La misión de la Iglesia no es defender poderes ni obtener riquezas; su misión es dar a Cristo, compartir la vida de Cristo, el mayor bien para el hombre, que Dios mismo nos entrega en su Hijo.

Hermanos y hermanas, vuestras comunidades caminan por el humilde sendero de la vida diaria en compañía de personas que no comparten nuestra fe, pero "que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso" (Lumen gentium, 16). Sabéis bien que la Iglesia no quiere imponer nada a nadie, y que sólo pide poder vivir en libertad para revelar a Aquel a quien no puede esconder, Cristo Jesús, quien nos amó hasta el extremo en la cruz y nos entregó su Espíritu, presencia viva de Dios entre nosotros y en lo más íntimo de nosotros mismos.

Estad siempre abiertos al Espíritu de Cristo y, por tanto, sed solícitos con los que tienen sed de justicia, de paz, de dignidad y de respeto por ellos mismos y por sus hermanos. Vivid entre vosotros de acuerdo con las palabras del Señor: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35).

Hermanos y hermanas, encomendemos ahora a la Virgen María, Madre de Dios y esclava del Señor, nuestro deseo de servir al Señor. Ella oró en el Cenáculo juntamente con la comunidad primitiva, a la espera de Pentecostés. Junto con ella, pidamos a Cristo nuestro Señor: Envía, Señor, tu Espíritu Santo sobre toda la Iglesia, para que habite en cada uno de sus miembros y los transforme en mensajeros de tu Evangelio.


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"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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27/05/2013 19:35


VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE - 1 DE DICIEMBRE 2006)

PALABRAS DE AGRADECIMIENTO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA SANTA MISA

Catedral latina del Espíritu Santo, Estambul
Viernes 1 de diciembre de 2006



Agradezco a toda la población de Estambul y de las demás ciudades de Turquía la acogida cordial que me han reservado. Mi agradecimiento es tanto más profundo cuanto que sé que mi presencia ha creado, durante estos días, numerosas dificultades al desarrollo de la vida cotidiana de las personas. También agradezco de todo corazón la comprensión y la paciencia de que habéis dado prueba.


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