Il problema dei 3 corpi: Attraverso continenti e decadi, cinque amici geniali fanno scoperte sconvolgenti mentre le leggi della scienza si sgretolano ed emerge una minaccia esistenziale. Vieni a parlarne su TopManga.
 
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VIAJE APOSTÓLICO A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA (9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

Ultimo Aggiornamento: 23/05/2013 21:10
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Intervista durante il volo papale (9 settembre 2006)

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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Aeropuerto Internacional Franz Joseph Strauss, Munich
Sábado 9 de septiembre de 2006



Señor presidente de la República;
señora cancillera y señor ministro presidente;
señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores; amables señoras; queridos compatriotas:

Con profunda emoción piso, por primera vez después de mi elevación a la cátedra de Pedro, tierra alemana bávara. Vuelvo a mi patria, a mi gente, con el programa de visitar algunos lugares que han tenido una importancia fundamental en mi vida. Le doy las gracias, señor presidente de la República, por la cordial bienvenida que me ha brindado. En sus palabras he percibido el eco fiel de los sentimientos de todo nuestro pueblo. Agradezco a la señora cancillera, doctora Angela Merkel, y al señor ministro presidente, doctor Edmund Stoiber, la amabilidad con que han querido honrar mi llegada a la tierra alemana y bávara. Mi agradecimiento se extiende, además, a los miembros del Gobierno, a las personalidades eclesiásticas, civiles y militares aquí reunidas, así como a todos los que han querido estar presentes para acogerme en esta visita, tan importante para mí.

En mi espíritu se agolpan en este momento muchos recuerdos de los años pasados en Munich y en Ratisbona: son recuerdos de personas y vicisitudes que han dejado en mí una huella profunda. Consciente de lo que he recibido, he venido aquí ante todo para expresar la profunda gratitud que siento hacia todos los que han contribuido a formar mi personalidad en las décadas de mi vida.
Pero estoy aquí también como sucesor del apóstol san Pedro para reafirmar y confirmar los profundos vínculos que existen entre la Sede de Roma y la Iglesia en nuestra patria.

Son vínculos que tienen una historia de siglos, alimentada por la firme adhesión a los valores de la fe cristiana, una adhesión de la que pueden enorgullecerse en especial las regiones bávaras. Lo testimonian monumentos famosos, majestuosas catedrales, estatuas y cuadros de gran valor artístico, obras literarias, iniciativas culturales y sobre todo muchas vicisitudes de personas y comunidades en las que se reflejan las convicciones cristianas de las generaciones que se han sucedido en esta tierra, que yo tanto quiero.

Las relaciones de Baviera con la Santa Sede, aunque ha habido momentos de tensión, siempre se han caracterizado por una respetuosa cordialidad. Además, en las horas decisivas de su historia, el pueblo bávaro siempre ha confirmado su profunda devoción a la Cátedra de Pedro y la firme adhesión a la fe católica. La Columna de María —Mariensäule—, que se eleva en la plaza central de nuestra capital, Munich, es un testimonio elocuente de esa devoción.

El contexto social actual, en muchos aspectos, es diferente del pasado. Sin embargo, creo que todos estamos unidos por la esperanza de que las nuevas generaciones permanezcan fieles al patrimonio espiritual que ha resistido a través de todas las crisis de la historia. Mi visita a la tierra que me vio nacer quiere ser también un aliento en este sentido: Baviera es una parte de Alemania, ha pertenecido a la historia de Alemania con sus altibajos, y tiene razones para estar orgullosa de las tradiciones que ha heredado del pasado.

Deseo que todos mis compatriotas de Baviera y de toda Alemania participen activamente en la transmisión a los ciudadanos del mañana de los valores fundamentales de la fe cristiana, que nos sostiene a todos y que no divide, sino que abre y acerca a las personas pertenecientes a pueblos, culturas y religiones diferentes.

De buen grado habría ampliado mi visita también a otras partes de Alemania para llegar a todas las Iglesias locales, en particular a aquellas a las que me unen recuerdos personales. En este inicio de pontificado y en el transcurso de todos estos años son muchos los signos de afecto que he recibido de todas partes y especialmente de las diócesis bávaras. Esto me da fuerza día tras día.

Por eso, deseo aprovechar esta ocasión para expresaros a todos mi profunda gratitud. También he podido leer y seguir lo que se ha hecho en estas semanas y en estos meses: numerosas personas han contribuido con todas sus fuerzas para que esta visita sea hermosa. Y ahora agradecemos al Señor que nos da también un hermoso cielo bávaro, pues esto nosotros no lo podíamos ordenar.
¡Gracias! Que Dios os recompense por todo lo que se ha hecho en las diversas partes —tendré oportunidad de repetirlo en otras ocasiones— para garantizar un desarrollo sereno de esta visita y de estos días.

Además de saludaros a vosotros, queridos compatriotas —veo aquí ante mí las etapas de mi camino, desde Marktl y Tittmoning hasta Aschau, Traunstein, Ratisbona y Munich—, quiero saludar con gran afecto a los habitantes de Baviera y de toda Alemania: no sólo pienso en los fieles católicos, a quienes se dirige en primer lugar mi visita, sino también a los miembros de otras Iglesias y comunidades eclesiales, en particular a los cristianos evangélicos y ortodoxos. Usted, querido señor presidente de la República, con sus palabras, ha interpretado los pensamientos de mi corazón: aunque quinientos años no se pueden eliminar simplemente con intervenciones burocráticas o con discursos inteligentes, nos comprometeremos con el corazón y con la razón a converger los unos hacia los otros.

Saludo, por último, a los seguidores de otras religiones y a todas las personas de buena voluntad que se interesan por la paz y la tranquilidad del país y del mundo. Que el Señor bendiga los esfuerzos de todos por la edificación de un futuro de auténtico bienestar y basado en la justicia que crea la paz. Encomiendo estos deseos a la Virgen María, venerada en nuestra tierra con el título de Patrona Bavariae. Lo hago con las palabras clásicas de Jakob Balde, escritas a los pies de la Mariensäule: "Rem regem regimen regionem religionem conserva Bavaris, Virgo Patrona, tuis!", "Conserva a tus bávaros, Virgen patrona, los bienes, la autoridad política, la tierra y la religión".

A todos los presentes un cordial "¡Que Dios os bendiga!".


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

SALUDO DEL SANTO PADRE
ANTE LA MARIENSÄULE - COLUMNA DE MARÍA

Marienplatz, Munich
Sábado 9 de septiembre de 2006



Señora cancillera y señor ministro presidente;
queridos señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores; amables señoras;
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es motivo de particular emoción encontrarme de nuevo en esta bellísima plaza a los pies de la Mariensäule, lugar que, como se ha dicho, en otras dos ocasiones ya ha sido testigo de cambios decisivos en mi vida. Aquí, como se ha mencionado, hace treinta años los fieles me acogieron con gran cordialidad y yo puse en manos de la Virgen el camino que debía recorrer, pues el paso de la cátedra universitaria al servicio de arzobispo de Munich y Freising era un salto enorme, y sólo con esa protección y con el amor perceptible de los habitantes de Munich y de Baviera podía atreverme a asumir ese ministerio sucediendo al cardenal Döpfner.

Después, en 1982, de nuevo me despedí aquí; estuvo presente en esa ocasión el arzobispo de la Congregación para la doctrina de la fe, Hamer, que después sería cardenal, y dijo: "Los habitantes de Munich son como los napolitanos, quieren tocar al arzobispo y lo aman". Le sorprendió ver aquí, en Munich, tanta cordialidad; pudo conocer el corazón bávaro en este lugar, en el que yo, una vez más, me encomendé a la Virgen.

Le agradezco, ilustre y querido señor ministro presidente, las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre del Gobierno y del pueblo bávaro. También doy gracias de todo corazón al señor cardenal Friedrich Wetter, mi querido sucesor como pastor de la archidiócesis de Munich y Freising, por las afectuosas palabras con las que me ha saludado. Saludo a la señora cancillera, doctora Angela Merkel, y a todas las personalidades políticas, civiles y militares que han querido participar en este encuentro de bienvenida y oración.

Deseo dirigir un saludo particular a los sacerdotes, en especial a aquellos con los que, como sacerdote y como obispo, pude colaborar en mi diócesis de origen, Munich y Freising. Y quiero saludaros con gran cordialidad y gratitud a todos vosotros, queridos compatriotas reunidos en esta plaza. Os agradezco vuestra cordial acogida bávara y, como ya hice en el aeropuerto, doy las gracias a todos los que han colaborado en la preparación de la visita y que ahora se esmeran para que todo se desarrolle tan bien.

Permitidme evocar en esta ocasión un pensamiento que, en mis breves memorias, desarrollé en el contexto de mi nombramiento como arzobispo de Munich y Freising. Tenía que llegar a ser sucesor de san Corbiniano y así fue. Desde mi infancia me ha fascinado su leyenda, según la cual un oso habría despedazado al caballo del santo durante su viaje por los Alpes. Corbiniano lo reprendió duramente y, como castigo, lo cargó con todo su equipaje para que lo llevase hasta Roma. Así, el oso, cargado con el fardo del santo, tuvo que caminar hasta Roma y sólo allí Corbiniano lo dejó en libertad.

Cuando, en 1977, me encontré ante la difícil opción de aceptar o rechazar el nombramiento de arzobispo de Munich y Freising, que me sacaría de mi acostumbrada actividad universitaria llevándome hacia nuevas tareas y nuevas responsabilidades, reflexioné mucho. Entonces me acordé de este oso y de la interpretación de los versículos 22 y 23 del salmo 73 que desarrolló san Agustín, en una situación muy parecida a la mía, en el contexto de su ordenación sacerdotal y episcopal, y que después expresaría en sus sermones sobre los Salmos.

En este salmo, el salmista se pregunta por qué con frecuencia les va bien a los impíos de este mundo y por qué, en cambio, les va tan mal a muchas personas buenas. Entonces, el salmista dice: era un tonto cuando pensaba así; estaba ante ti como un asno, pero después entré en el santuario y comprendí que precisamente en mis dificultades estaba muy cerca de ti y que tú estabas siempre conmigo.

San Agustín, con amor, retomó con frecuencia este Salmo y, viendo en la expresión "estaba ante ti como un asno" (iumentum en latín) una referencia al animal de tiro que entonces se utilizaba en el norte de África para arar la tierra, se reconoció a sí mismo en este "iumentum" como animal de tiro de Dios, se vio como alguien que está bajo el peso de su cargo, la "sarcina episcopalis". Había escogido la vida del hombre dedicado al estudio y, como dice después, Dios lo había llamado a ser un "animal de tiro", un buen buey que tira del arado en el campo de Dios, que realiza el trabajo duro que se le encomienda. Pero luego reconoce: del mismo modo que el animal de tiro está muy cerca del campesino, al trabajar bajo su guía, así también yo estoy muy cerca de Dios, pues de este modo le sirvo directamente para la edificación de su reino, para la construcción de la Iglesia.

Con el telón de fondo de este pensamiento del obispo de Hipona, el oso de san Corbiniano me sigue estimulando siempre a realizar mi servicio con alegría y confianza —hace treinta años y también ahora en mi nuevo encargo—, pronunciando día tras día mi "sí" a Dios: Me he convertido para ti como en un animal de tiro, pero así "yo estoy siempre contigo" (Sal 73, 23). El oso de san Corbiniano, en Roma, quedó en libertad. En mi caso, el "Amo" ha dispuesto de otro modo. Por tanto, me encuentro de nuevo al pie de la Mariensäule para implorar la intercesión y la bendición de la Madre de Dios, no sólo para la ciudad de Munich y para la amada Baviera, sino para la Iglesia universal y para todos los hombres de buena voluntad.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

ORACIÓN DEL PAPA
AL RENOVAR EL ACTO DE CONSAGRACIÓN
DE BAVIERA A LA VIRGEN MARÍA

Marienplatz, Munich
Sábado 9 de septiembre de 2006



Santa Madre del Señor,
nuestros antepasados,
en un tiempo de tribulación,
erigieron tu imagen aquí,
en el centro de la ciudad de Munich,
para encomendarte la ciudad y el país.

Querían encontrarse continuamente contigo
en su vida diaria,
y aprender de ti
cómo vivir correctamente su existencia humana;
aprender de ti cómo encontrar a Dios
y así hallar el acuerdo entre ellos.

Te regalaron la corona y el cetro,
que entonces eran los símbolos
del dominio sobre el país,
porque sabían que así el poder y el dominio
estarían en las mejores manos,
en las manos de la Madre.

Tu Hijo,
poco antes de llegar la hora de la despedida
dijo a sus discípulos:
"El que quiera llegar a ser grande entre vosotros
será vuestro servidor,
y el que quiera ser el primero entre vosotros
será esclavo de todos" (Mc 10, 43).

Tú, en la hora decisiva de tu vida,
dijiste: "He aquí la esclava del Señor" (Lc 1, 38)
y viviste toda tu existencia como servicio.
Y lo sigues haciendo
a lo largo de los siglos de la historia.

Como en cierta ocasión, en Caná,
intercediste silenciosamente y con discreción
en favor de los esposos,
así lo haces siempre:
cargas con todas las preocupaciones de los hombres
y las llevas ante el Señor,
ante tu Hijo.

Tu poder es la bondad.
Tu poder es el servicio.
Enséñanos a nosotros,
grandes y pequeños,
dominadores y servidores,
a vivir así nuestra responsabilidad.

Ayúdanos a encontrar la fuerza
para la reconciliación y el perdón.
Ayúdanos a ser pacientes y humildes,
pero también libres y valientes,
como lo fuiste tú en la hora de la cruz.

Tú llevas en tus brazos a Jesús,
el Niño que bendice,
el Niño que es el Señor del mundo.
De este modo,
llevando a Aquel que bendice,
te has convertido tú misma en una bendición.

Bendícenos;
bendice a esta ciudad y a este país.
Muéstranos a Jesús,
el fruto bendito de tu vientre.

Ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte.

Amén.


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
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(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

PALABRAS IMPROVISADAS POR EL SANTO PADRE
DESDE EL BALCÓN DEL ARZOBISPADO DE MUNICH

Domingo 10 de septiembre de 2006



(El domingo 10 de septiembre, al volver de la celebración de la misa, Benedicto XVI fue acogido con música por los fieles congregados ante el palacio arzobispal. Después de comer, el Santo Padre se asomó a la ventana para expresarles su agradecimiento por la cordial acogida)

Queridos amigos:

Todos los años, al inicio de la Oktoberfest, me asomaba a este balcón. Ahora me alegro de poder estar aquí hoy, una vez más, y así me puedan saludar muchas personas; me siento como en casa, rodeado de tanta cordialidad.

Solamente quiero deciros: "Vergelt's Gott", "Que Dios os lo pague".

Doy gracias a Dios por el hermoso cielo azul que nos regala.

Os doy las gracias ahora por la música con que me habéis acogido tan maravillosamente a mi llegada.

"Vergelt's Gott".

A todos os deseo, una vez más, un feliz domingo y que Dios nos conceda un buen tiempo.

Os doy las gracias de todo corazón.

(Después de impartir la bendición, Su Santidad añadió)

¡Feliz domingo! Que os divirtáis. ¡Que Dios os lo pague!


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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA CULTURA

DISCURSO DEL SANTO PADRE
EN LA UNIVERSIDAD DE RATISBONA

Martes 12 de septiembre de 2006

Fe, razón y universidad.
Recuerdos y reflexiones



Eminencias,
Rectores Magníficos,
Excelencias,
Ilustres señoras y señores:

Para mí es un momento emocionante encontrarme de nuevo en la universidad y poder impartir una vez más una lección magistral. Me hace pensar en aquellos años en los que, tras un hermoso período en el Instituto Superior de Freising, inicié mi actividad como profesor en la universidad de Bonn. Era el año 1959, cuando la antigua universidad tenía todavía profesores ordinarios. No había auxiliares ni dactilógrafos para las cátedras, pero se daba en cambio un contacto muy directo con los alumnos y, sobre todo, entre los profesores. Nos reuníamos antes y después de las clases en las salas de profesores. Los contactos con los historiadores, los filósofos, los filólogos y naturalmente también entre las dos facultades teológicas eran muy estrechos. Una vez cada semestre había un dies academicus, en el que los profesores de todas las facultades se presentaban ante los estudiantes de la universidad, haciendo posible así una experiencia de Universitas —algo a lo que hace poco ha aludido también usted, Señor Rector—; es decir, la experiencia de que, no obstante todas las especializaciones que a veces nos impiden comunicarnos entre nosotros, formamos un todo y trabajamos en el todo de la única razón con sus diferentes dimensiones, colaborando así también en la común responsabilidad respecto al recto uso de la razón: era algo que se experimentaba vivamente. Además, la universidad se sentía orgullosa de sus dos facultades teológicas. Estaba claro que también ellas, interrogándose sobre la racionabilidad de la fe, realizan un trabajo que forma parte necesariamente del conjunto de la Universitas scientiarum, aunque no todos podían compartir la fe, a cuya correlación con la razón común se dedican los teólogos. Esta cohesión interior en el cosmos de la razón no se alteró ni siquiera cuando, en cierta ocasión, se supo que uno de los profesores había dicho que en nuestra universidad había algo extraño: dos facultades que se ocupaban de algo que no existía: Dios. En el conjunto de la universidad estaba fuera de discusión que, incluso ante un escepticismo tan radical, seguía siendo necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón y que esto debía hacerse en el contexto de la tradición de la fe cristiana.

Recordé todo esto recientemente cuando leí la parte, publicada por el profesor Theodore Khoury (Münster), del diálogo que el docto emperador bizantino Manuel II Paleólogo, tal vez en los cuarteles de invierno del año 1391 en Ankara, mantuvo con un persa culto sobre el cristianismo y el islam, y sobre la verdad de ambos.[1] Probablemente fue el mismo emperador quien anotó ese diálogo durante el asedio de Constantinopla entre 1394 y 1402. Así se explica que sus razonamientos se recojan con mucho más detalle que las respuestas de su interlocutor persa.[2] El diálogo abarca todo el ámbito de las estructuras de la fe contenidas en la Biblia y en el Corán, y se detiene sobre todo en la imagen de Dios y del hombre, pero también, cada vez más y necesariamente, en la relación entre las «tres Leyes», como se decía, o «tres órdenes de vida»: Antiguo Testamento, Nuevo Testamento y Corán. No quiero hablar ahora de ello en este discurso; sólo quisiera aludir a un aspecto —más bien marginal en la estructura de todo el diálogo— que, en el contexto del tema «fe y razón», me ha fascinado y que servirá como punto de partida para mis reflexiones sobre esta materia.

En el séptimo coloquio (διάλεξις, controversia), editado por el profesor Khoury, el emperador toca el tema de la yihad, la guerra santa. Seguramente el emperador sabía que en la sura 2, 256 está escrito: «Ninguna constricción en las cosas de fe». Según dice una parte de los expertos, es probablemente una de las suras del período inicial, en el que Mahoma mismo aún no tenía poder y estaba amenazado. Pero, naturalmente, el emperador conocía también las disposiciones, desarrolladas sucesivamente y fijadas en el Corán, acerca de la guerra santa. Sin detenerse en detalles, como la diferencia de trato entre los que poseen el «Libro» y los «incrédulos», con una brusquedad que nos sorprende, brusquedad que para nosotros resulta inaceptable, se dirige a su interlocutor llanamente con la pregunta central sobre la relación entre religión y violencia en general, diciendo: «Muéstrame también lo que Mahoma ha traído de nuevo, y encontrarás solamente cosas malas e inhumanas, como su disposición de difundir por medio de la espada la fe que predicaba».[3] El emperador, después de pronunciarse de un modo tan duro, explica luego minuciosamente las razones por las cuales la difusión de la fe mediante la violencia es algo insensato. La violencia está en contraste con la naturaleza de Dios y la naturaleza del alma. «Dios no se complace con la sangre —dice—; no actuar según la razón (συν λόγω) es contrario a la naturaleza de Dios. La fe es fruto del alma, no del cuerpo. Por tanto, quien quiere llevar a otra persona a la fe necesita la capacidad de hablar bien y de razonar correctamente, y no recurrir a la violencia ni a las amenazas... Para convencer a un alma racional no hay que recurrir al propio brazo ni a instrumentos contundentes ni a ningún otro medio con el que se pueda amenazar de muerte a una persona».[4]

En esta argumentación contra la conversión mediante la violencia, la afirmación decisiva es: no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios.[5] El editor, Theodore Khoury, comenta: para el emperador, como bizantino educado en la filosofía griega, esta afirmación es evidente. En cambio, para la doctrina musulmana, Dios es absolutamente trascendente. Su voluntad no está vinculada a ninguna de nuestras categorías, ni siquiera a la de la racionabilidad.[6] En este contexto, Khoury cita una obra del conocido islamista francés R. Arnaldez, quien observa que Ibn Hazm llega a decir que Dios no estaría vinculado ni siquiera por su propia palabra y que nada le obligaría a revelarnos la verdad. Si él quisiera, el hombre debería practicar incluso la idolatría. [7]

A este propósito se presenta un dilema en la comprensión de Dios, y por tanto en la realización concreta de la religión, que hoy nos plantea un desafío muy directo. La convicción de que actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios, ¿es solamente un pensamiento griego o vale siempre y por sí mismo? Pienso que en este punto se manifiesta la profunda consonancia entre lo griego en su mejor sentido y lo que es fe en Dios según la Biblia. Modificando el primer versículo del libro del Génesis, el primer versículo de toda la sagrada Escritura, san Juan comienza el prólogo de su Evangelio con las palabras: «En el principio ya existía el Logos». Ésta es exactamente la palabra que usa el emperador: Dios actúa «συν λόγω», con logos. Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón. De este modo, san Juan nos ha brindado la palabra conclusiva sobre el concepto bíblico de Dios, la palabra con la que todos los caminos de la fe bíblica, a menudo arduos y tortuosos, alcanzan su meta, encuentran su síntesis. En el principio existía el logos, y el logos es Dios, nos dice el evangelista. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era una simple casualidad. La visión de san Pablo, ante quien se habían cerrado los caminos de Asia y que en sueños vio un macedonio que le suplicaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos» (cf. Hch 16, 6-10), puede interpretarse como una expresión condensada de la necesidad intrínseca de un acercamiento entre la fe bíblica y el filosofar griego.

En realidad, este acercamiento había comenzado desde hacía mucho tiempo. Ya el nombre misterioso de Dios pronunciado en la zarza ardiente, que distingue a este Dios del conjunto de las divinidades con múltiples nombres, y que afirma de él simplemente «Yo soy», su ser, es una contraposición al mito, que tiene una estrecha analogía con el intento de Sócrates de batir y superar el mito mismo. [8] El proceso iniciado en la zarza llega a un nuevo desarrollo, dentro del Antiguo Testamento, durante el destierro, donde el Dios de Israel, entonces privado de la tierra y del culto, se proclama como el Dios del cielo y de la tierra, presentándose con una simple fórmula que prolonga aquellas palabras oídas desde la zarza: «Yo soy». Juntamente con este nuevo conocimiento de Dios se da una especie de Ilustración, que se expresa drásticamente con la burla de las divinidades que no son sino obra de las manos del hombre (cf. Sal 115). De este modo, a pesar de toda la dureza del desacuerdo con los soberanos helenísticos, que querían obtener con la fuerza la adecuación al estilo de vida griego y a su culto idolátrico, la fe bíblica, durante la época helenística, salía desde sí misma al encuentro de lo mejor del pensamiento griego, hasta llegar a un contacto recíproco que después tuvo lugar especialmente en la literatura sapiencial tardía. Hoy sabemos que la traducción griega del Antiguo Testamento —la de «los Setenta»—, que se hizo en Alejandría, es algo más que una simple traducción del texto hebreo (la cual tal vez podría juzgarse poco positivamente); en efecto, es en sí mismo un testimonio textual y un importante paso específico de la historia de la Revelación, en el cual se realizó este encuentro de un modo que tuvo un significado decisivo para el nacimiento y difusión del cristianismo.[9] En el fondo, se trata del encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión. Partiendo verdaderamente de la íntima naturaleza de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de la naturaleza del pensamiento griego ya fusionado con la fe, Manuel II podía decir: No actuar «con el logos» es contrario a la naturaleza de Dios.

Por honradez, sobre este punto es preciso señalar que, en la Baja Edad Media, hubo en la teología tendencias que rompen esta síntesis entre espíritu griego y espíritu cristiano. En contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista, Juan Duns Escoto introdujo un planteamiento voluntarista que, tras sucesivos desarrollos, llevó finalmente a afirmar que sólo conocemos de Dios la voluntas ordinata. Más allá de ésta existiría la libertad de Dios, en virtud de la cual habría podido crear y hacer incluso lo contrario de todo lo que efectivamente ha hecho. Aquí se perfilan posiciones que pueden acercarse a las de Ibn Hazm y podrían llevar incluso a una imagen de Dios-Arbitrio, que no está vinculado ni siquiera con la verdad y el bien. La trascendencia y la diversidad de Dios se acentúan de una manera tan exagerada, que incluso nuestra razón, nuestro sentido de la verdad y del bien, dejan de ser un auténtico espejo de Dios, cuyas posibilidades abismales permanecen para nosotros eternamente inaccesibles y escondidas tras sus decisiones efectivas. En contraste con esto, la fe de la Iglesia se ha atenido siempre a la convicción de que entre Dios y nosotros, entre su eterno Espíritu creador y nuestra razón creada, existe una verdadera analogía, en la que ciertamente —como dice el IV concilio de Letrán en 1215— las diferencias son infinitamente más grandes que las semejanzas, pero sin llegar por ello a abolir la analogía y su lenguaje. Dios no se hace más divino por el hecho de que lo alejemos de nosotros con un voluntarismo puro e impenetrable, sino que, más bien, el Dios verdaderamente divino es el Dios que se ha manifestado como logos y ha actuado y actúa como logos lleno de amor por nosotros. Ciertamente el amor, como dice san Pablo, «rebasa» el conocimiento y por eso es capaz de percibir más que el simple pensamiento (cf. Ef 3, 19); sin embargo, sigue siendo el amor del Dios-Logos, por lo cual el culto cristiano, como dice también san Pablo, es «λογικη λατρεία», un culto que concuerda con el Verbo eterno y con nuestra razón (cf. Rm 12, 1). [10]

Este acercamiento interior recíproco que se ha dado entre la fe bíblica y el planteamiento filosófico del pensamiento griego es un dato de importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también del de la historia universal, que también hoy hemos de considerar. Teniendo en cuenta este encuentro, no sorprende que el cristianismo, no obstante haber tenido su origen y un importante desarrollo en Oriente, haya encontrado finalmente su impronta decisiva en Europa. Y podemos decirlo también a la inversa: este encuentro, al que se une sucesivamente el patrimonio de Roma, creó a Europa y permanece como fundamento de lo que, con razón, se puede llamar Europa.

A la tesis según la cual el patrimonio griego, críticamente purificado, forma parte integrante de la fe cristiana se opone la pretensión de la deshelenización del cristianismo, la cual domina cada vez más las discusiones teológicas desde el inicio de la época moderna. Si se analiza con atención, en el programa de la deshelenización pueden observarse tres etapas que, aunque vinculadas entre sí, se distinguen claramente una de otra por sus motivaciones y sus objetivos.[11]

La deshelenización surge inicialmente en conexión con los postulados de la Reforma del siglo XVI. Respecto a la tradición teológica escolástica, los reformadores se vieron ante una sistematización de la teología totalmente dominada por la filosofía, es decir, por una articulación de la fe basada en un pensamiento ajeno a la fe misma. Así, la fe ya no aparecía como palabra histórica viva, sino como un elemento insertado en la estructura de un sistema filosófico. El principio de la sola Scriptura, en cambio, busca la forma pura primordial de la fe, tal como se encuentra originariamente en la Palabra bíblica. La metafísica se presenta como un presupuesto que proviene de otra fuente y del cual se debe liberar a la fe para que ésta vuelva a ser totalmente ella misma. Kant, con su afirmación de que había tenido que renunciar a pensar para dejar espacio a la fe, desarrolló este programa con un radicalismo no previsto por los reformadores. De este modo, ancló la fe exclusivamente en la razón práctica, negándole el acceso a la realidad plena.

La teología liberal de los siglos XIX y XX supuso una segunda etapa en el programa de la deshelenización, cuyo representante más destacado es Adolf von Harnack. En mis años de estudiante y en los primeros de mi actividad académica, este programa ejercía un gran influjo también en la teología católica. Se utilizaba como punto de partida la distinción de Pascal entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. En mi discurso inaugural en Bonn, en 1959, traté de afrontar este asunto [12] y no quiero repetir aquí todo lo que dije en aquella ocasión. Sin embargo, me gustaría tratar de poner de relieve, al menos brevemente, la novedad que caracterizaba esta segunda etapa de deshelenización respecto a la primera. La idea central de Harnack era simplemente volver al hombre Jesús y a su mero mensaje, previo a todas las elucubraciones de la teología y, precisamente, también de las helenizaciones: este mensaje sin añadidos constituiría la verdadera culminación del desarrollo religioso de la humanidad. Jesús habría acabado con el culto sustituyéndolo con la moral. En definitiva, se presentaba a Jesús como padre de un mensaje moral humanitario. En el fondo, el objetivo de Harnack era hacer que el cristianismo estuviera en armonía con la razón moderna, librándolo precisamente de elementos aparentemente filosóficos y teológicos, como por ejemplo la fe en la divinidad de Cristo y en la trinidad de Dios. En este sentido, la exégesis histórico-crítica del Nuevo Testamento, según su punto di vista, vuelve a dar a la teología un puesto en el cosmos de la universidad: para Harnack, la teología es algo esencialmente histórico y, por tanto, estrictamente científico. Lo que investiga sobre Jesús mediante la crítica es, por decirlo así, expresión de la razón práctica y, por consiguiente, puede estar presente también en el conjunto de la universidad. En el trasfondo de todo esto subyace la autolimitación moderna de la razón, clásicamente expresada en las «críticas» de Kant, aunque radicalizada ulteriormente entre tanto por el pensamiento de las ciencias naturales. Este concepto moderno de la razón se basa, por decirlo brevemente, en una síntesis entre platonismo (cartesianismo) y empirismo, una síntesis corroborada por el éxito de la técnica. Por una parte, se presupone la estructura matemática de la materia, su racionalidad intrínseca, por decirlo así, que hace posible comprender cómo funciona y puede ser utilizada: este presupuesto de fondo es en cierto modo el elemento platónico en la comprensión moderna de la naturaleza. Por otra, se trata de la posibilidad de explotar la naturaleza para nuestros propósitos, en cuyo caso sólo la posibilidad de verificar la verdad o falsedad mediante la experimentación ofrece la certeza decisiva. El peso entre los dos polos puede ser mayor o menor entre ellos, según las circunstancias. Un pensador tan drásticamente positivista como J. Monod se declaró platónico convencido.

Esto implica dos orientaciones fundamentales decisivas para nuestra cuestión. Sólo el tipo de certeza que deriva de la sinergia entre matemática y método empírico puede considerarse científica. Todo lo que pretenda ser ciencia ha de atenerse a este criterio. También las ciencias humanas, como la historia, la psicología, la sociología y la filosofía, han tratado de aproximarse a este canon de valor científico. Además, es importante para nuestras reflexiones constatar que este método en cuanto tal excluye el problema de Dios, presentándolo como un problema a-científico o pre-científico. Pero de este modo nos encontramos ante una reducción del ámbito de la ciencia y de la razón que es preciso poner en discusión.

Volveré más tarde sobre este argumento. Por el momento basta tener presente que, desde esta perspectiva, cualquier intento de mantener la teología como disciplina «científica» dejaría del cristianismo únicamente un minúsculo fragmento. Pero hemos de añadir más: si la ciencia en su conjunto es sólo esto, entonces el hombre mismo sufriría una reducción, pues los interrogantes propiamente humanos, es decir, de dónde viene y a dónde va, los interrogantes de la religión y de la ética, no pueden encontrar lugar en el espacio de la razón común descrita por la «ciencia» entendida de este modo y tienen que desplazarse al ámbito de lo subjetivo. El sujeto, basándose en su experiencia, decide lo que considera admisible en el ámbito religioso y la «conciencia» subjetiva se convierte, en definitiva, en la única instancia ética. Pero, de este modo, el ethos y la religión pierden su poder de crear una comunidad y se convierten en un asunto totalmente personal. La situación que se crea es peligrosa para la humanidad, como se puede constatar en las patologías que amenazan a la religión y a la razón, patologías que irrumpen por necesidad cuando la razón se reduce hasta el punto de que ya no le interesan las cuestiones de la religión y de la ética. Lo que queda de esos intentos de construir una ética partiendo de las reglas de la evolución, de la psicología o de la sociología, es simplemente insuficiente.

Antes de llegar a las conclusiones a las que conduce todo este razonamiento, quiero referirme brevemente a la tercera etapa de la deshelenización, que se está difundiendo actualmente. Teniendo en cuenta el encuentro entre múltiples culturas, se suele decir hoy que la síntesis con el helenismo en la Iglesia antigua fue una primera inculturación, que no debería ser vinculante para las demás culturas. Éstas deberían tener derecho a volver atrás, hasta el momento previo a dicha inculturación, para descubrir el mensaje puro del Nuevo Testamento e inculturarlo de nuevo en sus ambientes respectivos. Esta tesis no es simplemente falsa, sino también rudimentaria e imprecisa. En efecto, el Nuevo Testamento fue escrito en griego e implica el contacto con el espíritu griego, un contacto que había madurado en el desarrollo precedente del Antiguo Testamento. Ciertamente, en el proceso de formación de la Iglesia antigua hay elementos que no deben integrarse en todas las culturas. Sin embargo, las opciones fundamentales que atañen precisamente a la relación entre la fe y la búsqueda de la razón humana forman parte de la fe misma, y son un desarrollo acorde con su propia naturaleza.

Llego así a la conclusión. Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. Se debe reconocer sin reservas lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu: todos nos sentimos agradecidos por las maravillosas posibilidades que ha abierto al hombre y por los progresos que se han logrado en la humanidad. Por lo demás, la ética de la investigación científica —como ha aludido usted, Señor Rector Magnífico—, debe implicar una voluntad de obediencia a la verdad y, por tanto, expresar una actitud que forma parte de los rasgos esenciales del espíritu cristiano. La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. Porque, a la vez que nos alegramos por las nuevas posibilidades abiertas a la humanidad, vemos también los peligros que surgen de estas posibilidades y debemos preguntarnos cómo podemos evitarlos. Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir sus horizonte en toda su amplitud. En este sentido, la teología, no sólo como disciplina histórica y ciencia humana, sino como teología auténtica, es decir, como ciencia que se interroga sobre la razón de la fe, debe encontrar espacio en la universidad y en el amplio diálogo de las ciencias.

Sólo así seremos capaces de entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, del cual tenemos urgente necesidad. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas. Con todo, como he tratado de demostrar, la razón moderna propia de las ciencias naturales, con su elemento platónico intrínseco, conlleva un interrogante que va más allá de sí misma y que trasciende las posibilidades de su método. La razón científica moderna ha de aceptar simplemente la estructura racional de la materia y la correspondencia entre nuestro espíritu y las estructuras racionales que actúan en la naturaleza como un dato de hecho, en el cual se basa su método. Ahora bien, la pregunta sobre el por qué existe este dato de hecho, la deben plantear las ciencias naturales a otros ámbitos más amplios y altos del pensamiento, como son la filosofía y la teología. Para la filosofía y, de modo diferente, para la teología, escuchar las grandes experiencias y convicciones de las tradiciones religiosas de la humanidad, especialmente las de la fe cristiana, constituye una fuente de conocimiento; oponerse a ella sería una grave limitación de nuestra escucha y de nuestra respuesta. Aquí me vienen a la mente unas palabras que Sócrates dijo a Fedón. En los diálogos anteriores se habían expuesto muchas opiniones filosóficas erróneas; y entonces Sócrates dice: «Sería fácilmente comprensible que alguien, a quien le molestaran todas estas opiniones erróneas, desdeñara durante el resto de su vida y se burlara de toda conversación sobre el ser; pero de esta forma renunciaría a la verdad de la existencia y sufriría una gran pérdida». [13] Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a los interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida. La valentía para abrirse a la amplitud de la razón, y no la negación de su grandeza, es el programa con el que una teología comprometida en la reflexión sobre la fe bíblica entra en el debate de nuestro tiempo. «No actuar según la razón, no actuar con el logos es contrario a la naturaleza de Dios», dijo Manuel II partiendo de su imagen cristiana de Dios, respondiendo a su interlocutor persa. En el diálogo de las culturas invitamos a nuestros interlocutores a este gran logos, a esta amplitud de la razón. Redescubrirla constantemente por nosotros mismos es la gran tarea de la universidad.

Notas

[1] De los 26 coloquios (διάλεξις. Khoury traduce «controversia») del diálogo («Entretien»), Th. Khoury ha publicado la 7ª «controversia» con notas y una amplia introducción sobre el origen del texto, la tradición manuscrita y la estructura del diálogo, junto con breves resúmenes de las «controversias» no editadas; el texto griego va acompañado de una traducción francesa: Manuel II Paleólogo, Entretiens avec un Musulman. 7e controverse, Sources chrétiennesn. 115, París 1966. Mientras tanto, Karl Förstel ha publicado en el Corpus Islamico-Christianum (Series Graeca. Redacción de A. Th. Khoury – R. Glei) una edición comentada greco-alemana del texto: Manuel II. Palaiologus, Dialoge mit einem Muslim, 3 vols., Würzburg-Altenberge 1993-1996. Ya en 1966 E. Trapp había publicado el texto griego con una introducción como volumen II de los Wiener byzantinische Studien. Citaré a continuación según Khoury.

[2] Sobre el origen y la redacción del diálogo puede consultarse Khoury, pp. 22-29; amplios comentarios a este respecto pueden verse también en las ediciones de Förstel y Trapp.

[3] Controversia VII 2c: Khoury, pp. 142-143; Förstel, vol. I, VII. Dialog 1.5, pp. 240-241. Lamentablemente, esta cita ha sido considerada en el mundo musulmán como expresión de mi posición personal, suscitando así una comprensible indignación. Espero que el lector de mi texto comprenda inmediatamente que esta frase no expresa mi valoración personal con respecto al Corán, hacia el cual siento el respeto que se debe al libro sagrado de una gran religión. Al citar el texto del emperador Manuel II sólo quería poner de relieve la relación esencial que existe entre la fe y la razón. En este punto estoy de acuerdo con Manuel II, pero sin hacer mía su polémica.

[4] Controversia VII 3 b-c: Khoury, pp. 144-145; Förstel vol. I, VII. Dialog 1.6, pp. 240-243.

[5] Solamente por esta afirmación cité el diálogo entre Manuel II y su interlocutor persa. Ella nos ofrece el tema de mis reflexiones sucesivas.

[6] Cf. Khoury, o.c., p. 144, nota 1.

[7] R. Arnaldez, Grammaire et théologie chez Ibn Hazm de Cordoue, París 1956, p. 13; cf. Khoury, p. 144. En el desarrollo ulterior de mi discurso se pondrá de manifiesto cómo en la teología de la Baja Edad Media existen posiciones semejantes.

[8] Para la interpretación ampliamente discutida del episodio de la zarza que ardía sin consumirse, quisiera remitir a mi libro Einführung in das Christentum, Munich 1968, pp. 84-102. Creo que las afirmaciones que hago en ese libro, no obstante del desarrollo ulterior de la discusión, siguen siendo válidas.

[9] Cf. A. Schenker, “L'Écriture sainte subsiste en plusieurs formes canoniques simultanées”, en: L'interpretazione della Bibbia nella Chiesa. Atti del Simposio promosso dalla Congregazione per la Dottrina della Fede, Ciudad del Vaticano 2001, pp. 178-186.

[10] Este tema lo he tratado más detalladamente en mi libro Der Geist der Liturgie. Eine Einführung, Friburgo 2000, pp. 38-42.

[11] De la abundante bibliografía sobre el tema de la deshelenización, quisiera mencionar especialmente: A. Grillmeier, “Hellenisierung – Judaisierung des Christentums als Deuteprinzipien der Geschichte des kirchlichen Dogmas”, en: Id., Mit ihm und in ihm. Christologische Forschungen und Perspecktiven, Friburgo 1975, pp. 423-488.

[12] Publicada y comentada de nuevo por Heino Sonnemanns (ed.): Joseph Ratzinger-Benedikt XVI, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen. Ein Beitrag zum Problem der theologia naturalis, Johannes-Verlag Leutesdorf, 2. ergänzte Auflage 2005.

[13] 90 c-d. Para este texto se puede ver también R. Guardini, Der Tod des Sokrates, Maguncia-Paderborn 19875, pp. 218-221.


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A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

BENDICIÓN DEL NUEVO ÓRGANO DE LA ANTIGUA CAPILLA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Ratisbona, miércoles 13 de septiembre de 2006



Queridos amigos:

Esta venerable casa de Dios, la basílica de "Nuestra Señora de la Antigua Capilla", como vemos, ha sido restaurada de modo espléndido, y cuenta ahora con un nuevo órgano que, en este momento, será bendecido y destinado solemnemente a su finalidad: la glorificación de Dios y la edificación de la fe.

Fue un canónigo de esta colegiata, Carl Joseph Proske, quien dio en el siglo XIX un impulso esencial a la renovación de la música sacra. El canto gregoriano y la antigua polifonía vocal clásica se integraron en la composición litúrgica. El cuidado de la música sagrada litúrgica en la "Antigua Capilla" tenía una importancia que se extendía más allá de los confines de la región y hacía de Ratisbona un centro del movimiento de reforma de la música sacra, cuyo influjo llega hasta el presente.

En la constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, se pone de relieve que "el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne" (n. 112). Esto significa que la música y el canto son algo más que un embellecimiento —tal vez superfluo— del culto, pues forman parte de la actuación de la liturgia, más aún, son liturgia. Por tanto, una solemne música sacra con coro, órgano, orquesta y canto del pueblo no es una añadidura que enmarca y hace agradable la liturgia, sino un modo importante de participación activa en el acontecimiento cultual.

El órgano, desde siempre y con razón, se considera el rey de los instrumentos musicales, porque recoge todos los sonidos de la creación y —como se ha dicho hace poco— da resonancia a la plenitud de los sentimientos humanos, desde la alegría a la tristeza, desde la alabanza a la lamentación. Además, trascendiendo la esfera meramente humana, como toda música de calidad, remite a lo divino. La gran variedad de los timbres del órgano, desde el piano hasta el fortísimo impetuoso, lo convierte en un instrumento superior a todos los demás. Es capaz de dar resonancia a todos los ámbitos de la existencia humana. Las múltiples posibilidades del órgano nos recuerdan, de algún modo, la inmensidad y la magnificencia de Dios.

El salmo 150, que acabamos de escuchar y de seguir interiormente, habla de trompas y flautas, de arpas y cítaras, de címbalos y tímpanos: todos estos instrumentos musicales están llamados a dar su contribución a la alabanza del Dios trino. En un órgano, los numerosos tubos y los registros deben formar una unidad. Si en alguna parte algo se bloquea, si un tubo está desafinado, tal vez en un primer momento solamente lo perciba un oído ejercitado. Pero si varios tubos no están bien entonados, entonces se produce un desafinamiento, y esto comienza a ser insoportable. También los tubos de este órgano están expuestos a cambios de temperatura y a factores de desgaste.

Esta es una imagen de nuestra comunidad en la Iglesia. Del mismo modo que en el órgano una mano experta debe hacer continuamente que las desarmonías se transformen en la debida consonancia, así también en la Iglesia, dentro de la variedad de los dones y los carismas, mediante la comunión en la fe debemos encontrar siempre el acorde en la alabanza a Dios y en el amor fraterno. Cuanto más nos dejemos transformar en Cristo a través de la liturgia, tanto más seremos capaces de transformar también el mundo, irradiando la bondad, la misericordia y el amor de Cristo a los hombres.

En definitiva, los grandes compositores, cada uno a su modo, con su música querían glorificar a Dios. Johann Sebastian Bach escribió en el título de muchas de sus partituras las letras S.D.G.: soli Deo gloria, solamente para gloria de Dios. También Anton Bruckner ponía al inicio las palabras: "Dedicado a Dios".

Ojalá que la grandiosidad de la capilla y la liturgia enriquecida por la armonía del nuevo órgano y el canto solemne guíen a todos los que frecuentan esta magnífica basílica a la alegría de la fe. Es mi deseo en el día de la inauguración de este nuevo órgano.


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A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS PERMANENTES

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Catedral de Santa María y San Corbiniano, Freising
Jueves 14 de septiembre de 2006



Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal;
queridos hermanos y hermanas:

Para mí este es un momento de alegría y de viva gratitud por todo lo que he podido experimentar y recibir durante esta visita pastoral. Tanta cordialidad, tanta fe, tanta alegría en Dios, ha sido una experiencia que me ha conmovido profundamente y será para mí fuente de nueva energía. Gratitud en particular porque ahora, al final, he podido volver una vez más a la catedral de Freising, viéndola en su nuevo esplendor. Expreso mi agradecimiento al cardenal Wetter, a los otros dos obispos bávaros y a todos los que han colaborado. Doy gracias a la Providencia por haber hecho posible la restauración de la catedral, que se presenta ahora con esta nueva belleza.

Ahora que me encuentro en esta catedral, me vienen a la memoria muchos recuerdos al ver a antiguos compañeros y a jóvenes sacerdotes que transmiten el mensaje, la antorcha de la fe. Me vienen recuerdos de mi ordenación, a la que ha aludido el cardenal Wetter: cuando estaba yo postrado en tierra y en cierto modo envuelto por las letanías de todos los santos, por la intercesión de todos los santos, caí en la cuenta de que en este camino no estamos solos, sino que el gran ejército de los santos camina con nosotros, y los santos aún vivos, los fieles de hoy y de mañana, nos sostienen y nos acompañan.

Luego vino el momento de la imposición de las manos... y, por último, cuando el cardenal Faulhaber nos dijo: "Iam non dico vos servos, sed amicos", "Ya no os llamo siervos, sino amigos", experimenté la ordenación sacerdotal como inserción en la comunidad de los amigos de Jesús, llamados a estar con él y a anunciar su mensaje. Luego, el recuerdo de que yo mismo aquí ordené a sacerdotes y diáconos, que ahora trabajan al servicio del Evangelio y durante muchos años —ya son decenios— han transmitido el mensaje y lo siguen haciendo.

Y pienso naturalmente en las procesiones de san Corbiniano. Entonces existía la costumbre de abrir el relicario. Y dado que el obispo tenía su sede detrás de la urna, yo podía mirar directamente el cráneo de san Corbiniano y así me veía en la procesión de los siglos que recorre el itinerario de la fe: podía ver que, en la procesión de los tiempos, también nosotros podemos caminar haciendo que avance hacia el futuro, algo que resultaba claro cuando el cortejo pasaba por el claustro cercano, donde se hallaban reunidos muchos niños, a los que yo bendecía haciéndoles en la frente la señal de la cruz.

En este momento volvemos a hacer esa experiencia: estamos en procesión, en la peregrinación del Evangelio; juntos podemos ser peregrinos y guías de esta peregrinación y, siguiendo a los que han seguido a Cristo, juntamente con ellos lo seguimos a él y así entramos en la luz.

Pasando ya propiamente a la homilía, quisiera tratar sólo dos puntos. El primero está tomado del evangelio que se acaba de proclamar, un pasaje que todos ya hemos escuchado, interpretado y meditado en nuestro corazón muchas veces. "La mies es mucha", dice el Señor. Y cuando dice "es mucha" no se refiere sólo a aquel momento y a aquellos caminos de Palestina por los que peregrinaba durante su vida terrena; sus palabras valen también para nuestro tiempo. Eso significa: en el corazón de los hombres crece una mies. Eso significa, una vez más: en lo más profundo de su ser esperan a Dios; esperan una orientación que sea luz, que indique el camino. Esperan una palabra que sea más que una simple palabra. Se trata de una esperanza, una espera del amor que, más allá del instante presente, nos sostenga y acoja eternamente. La mies es mucha y necesita obreros en todas las generaciones. Y para todas las generaciones, aunque de modo diferente, valen siempre también las otras palabras: "Los obreros son pocos".

"Rogad, pues, al Dueño de la mies que mande obreros". Eso significa: la mies existe, pero Dios quiere servirse de los hombres, para que la lleven a los graneros. Dios necesita hombres. Necesita personas que digan: "Sí, estoy dispuesto a ser tu obrero en esta mies, estoy dispuesto a ayudar para que esta mies que ya está madurando en el corazón de los hombres pueda entrar realmente en los graneros de la eternidad y se transforme en perenne comunión divina de alegría y amor".

"Rogad, pues, al Dueño de la mies" quiere decir también: no podemos "producir" vocaciones; deben venir de Dios. No podemos reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre.

Con todo, precisamente para que llegue al corazón de los hombres, también hace falta nuestra colaboración. Ciertamente, pedir eso al Dueño de la mies significa ante todo orar por ello, sacudir su corazón, diciéndole: "Hazlo, por favor. Despierta a los hombres. Enciende en ellos el entusiasmo y la alegría por el Evangelio. Haz que comprendan que este es el tesoro más valioso que cualquier otro, y que quien lo descubre debe transmitirlo".

Nosotros sacudimos el corazón de Dios. Pero no sólo se ora a Dios mediante las palabras de la oración; también es preciso que las palabras se transformen en acción, a fin de que de nuestro corazón brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su "sí". Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su parte.

En este sentido queremos seguir orando siempre al Dueño de la mies, sacudir su corazón y, juntamente con Dios, tocar mediante nuestra oración también el corazón de los hombres, para que él, según su voluntad, suscite en ellos el "sí", la disponibilidad; la constancia, a través de todas las confusiones del tiempo, a través del calor de la jornada y también a través de la oscuridad de la noche, de perseverar fielmente en el servicio, precisamente sacando sin cesar de él la conciencia de que este esfuerzo, aunque sea costoso, es hermoso, es útil, porque lleva a lo esencial, es decir, a lograr que los hombres reciban lo que esperan: la luz de Dios y el amor de Dios.

El segundo punto que quisiera tratar es una cuestión práctica. El número de sacerdotes ha disminuido, aunque en este momento podemos constatar que todavía nos mantenemos, que también hoy hay sacerdotes jóvenes y ancianos, y que hay jóvenes que se encaminan hacia el sacerdocio. Pero las tareas resultan cada vez más pesadas: llevar dos, tres o cuatro parroquias a la vez —y esto con todas las nuevas obligaciones que se han añadido— es algo que puede resultar desalentador. Con frecuencia me plantean la pregunta —y cada sacerdote se la suele plantear a sí mismo y a sus hermanos en el sacerdocio—: ¿Cómo podemos hacerlo? ¿No se trata de una profesión que nos consume, en la que al final no podemos sentir alegría, pues vemos que, por más que hagamos, no es suficiente? Todo esto nos agobia.

¿Qué se puede responder? Naturalmente no puedo dar recetas infalibles; pero quisiera ofrecer algunas indicaciones fundamentales. La primera la tomo de la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 5-8), donde san Pablo dice a todos —y naturalmente de modo especial a los que trabajan en el campo de Dios— que debemos "tener en nosotros los sentimientos de Jesucristo". Tenía tales sentimientos ante el destino del hombre que, por decirlo así, no soportó ya su existencia en la gloria, sino que se vio impulsado a descender y asumir algo increíble: toda la miseria de la vida humana hasta la hora del sufrimiento en la cruz. Este es el sentimiento de Jesucristo: sentirse impulsado a llevar a los hombres la luz del Padre, a ayudarlos para que con ellos y en ellos se forme el reino de Dios.

Y el sentimiento de Jesucristo consiste a la vez en que permanece profundamente arraigado en la comunión con el Padre, inmerso en ella. Lo vemos, por decirlo así, desde fuera en el hecho que los evangelistas nos refieren: con frecuencia se retira al monte, él solo, a orar. Su actividad nace de su inmersión en el Padre. Precisamente por esta inmersión en el Padre se siente impulsado a salir a recorrer todas las aldeas y las ciudades para anunciar el reino de Dios, es decir, su presencia, su "estar" en medio de nosotros; para que el Reino se haga presente en nosotros y, por medio de nosotros, transforme el mundo; para que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo; para que el cielo llegue a la tierra.

Estos dos aspectos forman parte de los sentimientos de Jesucristo. Por una parte, conocer a Dios desde dentro, conocer a Cristo desde dentro, estar con él; sólo si realizamos esto descubriremos de verdad el "tesoro". Por otra, también debemos ir a los hombres. No podemos guardar el "tesoro" para nosotros mismos; debemos transmitirlo.

Quisiera traducir esta indicación fundamental, con sus dos aspectos, a nuestra realidad concreta: necesitamos a la vez celo y humildad, es decir, reconocer nuestros límites. Por una parte, celo: si realmente nos encontramos continuamente con Cristo, no podemos guardarlo para nosotros mismos. Nos sentiremos impulsados a ir a los pobres, a los ancianos, a los débiles, a los niños, a los jóvenes, a las personas que están en la plenitud de su vida; nos sentiremos impulsados a ser "heraldos", apóstoles de Cristo.

Pero para que este celo no quede estéril y no nos desgaste, debe ir acompañado de la humildad, de la moderación, de la aceptación de nuestros límites. Yo veo que no soy capaz de hacer todo lo que habría que hacer. Lo que vale para los párrocos —al menos así me lo imagino—, vale también para el Papa, aunque en diferente medida. El Papa debería hacer muchísimas cosas. Y realmente mis fuerzas no bastan. Así debo aprender a hacer lo que me sea posible y dejar el resto a Dios —y a mis colaboradores—, diciéndole: "En definitiva, tú eres quien debes hacerlo, pues la Iglesia es tuya.
Y tú me das sólo las fuerzas que tengo. Te las entrego a ti, pues provienen de ti; lo demás, precisamente, te lo dejo a ti".

Creo que la humildad de aceptar esto —"hasta aquí llegan mis fuerzas; el resto te lo dejo a ti, Señor"— es decisiva. Pero también hay que tener confianza: él me dará también colaboradores que me ayuden y hagan lo que yo no logro hacer.

Más aún, este conjunto de celo y de humildad, "traducido" a un tercer nivel, significa también el conjunto de servicio en todas sus dimensiones y de interioridad. Sólo podemos servir a los demás, sólo podemos dar, si personalmente también recibimos, si nosotros mismos no quedamos vacíos. Por eso la Iglesia nos propone espacios abiertos que, por una parte, son espacios para "respirar de nuevo"; y, por otra, son centro y fuente del servicio.

Ante todo está la celebración diaria de la santa misa. No la celebremos con rutina, como algo que de todos modos "debemos hacer"; celebrémosla "desde dentro". Sumerjámonos en las palabras, en las acciones, en el acontecimiento que allí se realiza. Si celebramos la misa orando; si, al decir "Esto es mi cuerpo", brota realmente la comunión con Jesucristo que nos impuso las manos y nos autorizó a hablar con su mismo "yo"; si realizamos la Eucaristía con íntima participación en la fe y en la oración, entonces no se reducirá a un deber exterior, entonces el ars celebrandi vendrá por sí mismo, pues consiste precisamente en celebrar partiendo del Señor y en comunión con él, y por tanto como es preciso también para los hombres. Entonces nosotros mismos recibimos como fruto un gran enriquecimiento y, a la vez, transmitimos a los hombres más de lo que tenemos, es decir, la presencia del Señor.

El otro espacio abierto que la Iglesia, por decirlo así, nos impone —también nos libera al dárnoslo— es la liturgia de las Horas. Tratemos de rezarla como auténtica oración, como oración en comunión con el Israel de la Antigua y de la Nueva Alianza, como oración en comunión con los orantes de todos los siglos, como oración en comunión con Jesucristo, como oración que brota de lo más profundo de nuestro ser, del contenido más profundo de estas plegarias.

Al orar así, involucramos en esta oración también a los demás hombres, que no tienen tiempo o fuerzas o capacidad para hacer esta oración. Nosotros mismos, como personas orantes, oramos en representación de los demás, realizando así un ministerio pastoral de primer grado. Esto no significa retirarse a realizar una actividad privada, se trata de una prioridad pastoral, una actividad pastoral, en la que nosotros mismos nos hacemos nuevamente sacerdotes, en la que somos colmados nuevamente de Cristo, mediante la cual incluimos a los demás en la comunión de la Iglesia orante y, al mismo tiempo, dejamos que brote la fuerza de la oración, la presencia de Jesucristo, en este mundo.

El lema de estos días ha sido: "El que cree nunca está solo". Estas palabras son válidas y deben ser válidas precisamente también para los sacerdotes, para cada uno de nosotros. Y son válidas de nuevo en dos aspectos: el que es sacerdote nunca está solo, porque Jesucristo siempre está con él. Cristo está con nosotros; y nosotros también estamos con él.

Pero deben valer también en el otro sentido: el que se hace sacerdote es insertado en un presbiterio, en una comunidad de sacerdotes con el obispo. Es sacerdote estando en comunión con sus hermanos en el sacerdocio. Esforcémonos por lograr que esto no se quede sólo como un precepto teológico o jurídico, sino que se convierta en experiencia concreta para cada uno de nosotros.

Donémonos mutuamente esta comunión; donémosla especialmente a los que sepamos que sufren soledad, a los que se ven agobiados por dificultades y problemas, tal vez por dudas e incertidumbres. Si nos donamos mutuamente esta comunión, estando en comunión con los otros experimentaremos mucho más y de modo más gozoso también la comunión con Jesucristo. Amén.


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23/05/2013 21:10


VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA
(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Aeropuerto internacional de Munich
Jueves 14 de septiembre de 2006



Señor ministro presidente;
ilustres miembros del Gobierno;
señores cardenales y venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores; amables señoras:

En el momento de dejar Baviera para volver a Roma, deseo dirigiros a vosotros, aquí presentes, y a través de vosotros a todos los ciudadanos de mi patria, un cordial saludo y a la vez una palabra de agradecimiento que brota verdaderamente de lo más profundo del corazón. Llevo grabadas indeleblemente en el alma las emociones suscitadas en mí por el entusiasmo y la intensa religiosidad de vastas multitudes de fieles, que se han reunido devotamente para escuchar la palabra de Dios y para orar, y que me han saludado por las calles y en las plazas.

He podido darme cuenta de cuántas personas, en Baviera, también hoy se esfuerzan por caminar por las sendas de Dios en comunión con sus pastores, comprometiéndose a dar testimonio de su fe en el actual mundo secularizado y a hacerla presente en él como fuerza transformadora. Gracias al incansable empeño de los organizadores, todo se ha desarrollado con orden y tranquilidad, en comunión y con alegría. Por tanto, en esta despedida, quiero ante todo expresar mi gratitud a todos los que han colaborado para lograr este resultado. Sólo deseo decir de todo corazón: "Que Dios os lo pague".

Naturalmente, mi pensamiento va ante todo a usted, señor ministro presidente, al que agradezco las palabras que me ha dirigido, con las que ha dado un gran testimonio en favor de nuestra fe cristiana como fuerza transformadora de nuestra vida pública. ¡Gracias de corazón por esto!

Doy las gracias a las demás personalidades civiles y eclesiásticas aquí reunidas, en particular a las que han contribuido al pleno éxito de esta visita, durante la cual me he podido encontrar por doquier con personas de esta tierra que me testimoniaban su afecto gozoso y a las que también mi corazón permanece siempre profundamente unido. Han sido días intensos, y en el recuerdo he podido revivir muchos acontecimientos del pasado que han marcado mi existencia. En todas partes he recibido una acogida afectuosa y llena de atenciones, más aún, ha sido una acogida caracterizada por la mayor cordialidad. Esto me ha conmovido. Puedo imaginar en cierto modo las dificultades, las preocupaciones, los esfuerzos que la organización de mi visita a Baviera ha implicado: han colaborado muchas personas pertenecientes a los organismos eclesiales y a las estructuras públicas, tanto de la región como del Estado y, sobre todo, también un gran número de voluntarios. A todos digo, desde lo más hondo del corazón: "Dios os lo pague" y lo acompaño con la seguridad de mi oración por todos vosotros.

He venido a Alemania, a Baviera, para volver a proponer a mis conciudadanos las verdades eternas del Evangelio como verdades y fuerzas actuales, y para confirmar a los creyentes en la adhesión a Cristo, Hijo de Dios hecho hombre por nuestra salvación. En la fe, estoy convencido de que en él, en su palabra, se encuentra el camino no sólo para alcanzar la felicidad eterna, sino también para construir un futuro digno del hombre ya en esta tierra.

La Iglesia, animada por esta conciencia, bajo la guía del Espíritu, ha encontrado siempre en la palabra de Dios las respuestas a los desafíos que han ido surgiendo a lo largo de la historia. Esto ha tratado de hacer, en particular, también con respecto a los problemas que se manifestaron en el contexto de la así llamada "cuestión obrera", sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

Lo subrayo en esta circunstancia, porque precisamente hoy, 14 de septiembre, se celebra el 25° aniversario de la publicación de la encíclica Laborem exercens, con la que el gran Papa Juan Pablo II indicó que el trabajo es "una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra" (n. 4) y recordó a todos que "el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo" (n. 6).
Por tanto, el trabajo —aseguró— es "un bien del hombre", porque con él "el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a sus propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en cierto sentido se hace más hombre" (n. 9).

Sobre la base de esta intuición de fondo, el Papa indicó en la encíclica algunas orientaciones que siguen siendo actuales. A ese texto, que tiene valor profético, quisiera remitir también a los ciudadanos de mi patria, con la certeza de que de su aplicación concreta podrán derivarse grandes beneficios también para la actual situación social en Alemania.

Y ahora, al despedirme de mi amada patria, encomiendo el presente y el futuro de Baviera y de Alemania a la intercesión de todos los santos que han vivido en territorio alemán sirviendo fielmente a Cristo y experimentando en su existencia la verdad de las palabras que han acompañado como lema las distintas fases de mi visita: "El que cree nunca está solo". Seguramente también hizo esta experiencia el autor de nuestro himno bávaro. Con sus palabras, con las palabras de nuestro himno, que son también una oración, me complace dejar una vez más un deseo a mi patria: "Dios esté contigo, país de los bávaros, tierra alemana, patria. Sobre tus vastos territorios se derrame su bendición. ¡Que él proteja tus campos y los edificios de tus ciudades, y que te conserve los colores de su cielo blanco y azul!".

A todos un cordial "Que Dios os bendiga" y "hasta la vista", si Dios quiere.


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Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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