Il problema dei 3 corpi: Attraverso continenti e decadi, cinque amici geniali fanno scoperte sconvolgenti mentre le leggi della scienza si sgretolano ed emerge una minaccia esistenziale. Vieni a parlarne su TopManga.
 

2012

Ultimo Aggiornamento: 28/08/2013 13:05
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VISITA PASTORAL A LAS ZONAS AFECTADAS POR EL TERREMOTO
DE EMILIA-ROMAÑA
(26 DE JUNIO DE 2012)


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

San Marino di Carpi - Modena
Martes 26 de junio de 2012

[Vídeo]



Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestra acogida!

Desde los primeros días del terremoto que os golpeó, he estado siempre cerca de vosotros con la oración y el interés. Pero cuando vi que la prueba se hacía más dura, sentí de modo más fuerte la necesidad de venir en persona en medio de vosotros. Y doy gracias al Señor que me lo ha concedido.

Así, estoy con gran afecto con vosotros, aquí reunidos, y abrazo con la mente y con el corazón a todos los pueblos, a todas las poblaciones que han sufrido daños a causa del seísmo, especialmente a las familias y a las comunidades que lloran a sus difuntos: que el Señor los acoja en su paz. Hubiera querido visitar a todas las comunidades para hacerme presente de modo personal y concreto, pero vosotros sabéis bien que sería muy difícil. En este momento, sin embargo, quisiera que todos, en cada pueblo, sintierais que el corazón del Papa está cerca de vuestro corazón para consolaros, pero sobre todo para animaros y para sosteneros. Saludo al señor ministro representante del Gobierno, al jefe del departamento de la Protección civil, y al honorable Vasco Errani, presidente de la región Emilia Romaña, al que agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido en nombre de las instituciones y de la comunidad civil. Deseo expresar mi gratitud también al cardenal Carlo Caffarra, arzobispo de Bolonia, por las afectuosas palabras que me ha dirigido, en las que se aprecia la fuerza de vuestros corazones, que no tienen grietas, sino que están profundamente unidos en la fe y en la esperanza. Saludo y manifiesto mi agradecimiento a mis hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los representantes de las diferentes realidades religiosas y sociales, a las fuerzas del orden y a los voluntarios: es importante dar un testimonio concreto de solidaridad y de unidad. Agradezco este gran testimonio, sobre todo de los voluntarios.

Como os decía, he sentido la necesidad de venir, aunque sea sólo por un breve momento, en medio de vosotros. Ya cuando estaba en Milán, a inicios de este mes, para el Encuentro mundial de las familias, habría querido pasar a visitaros, y a menudo pensaba en vosotros. De hecho, sabía que, además de sufrir las consecuencias materiales, estabais atravesando una prueba en vuestro espíritu, por la prolongación de las sacudidas, algunas incluso fuertes; así como por la pérdida de algunos edificios simbólicos de vuestros pueblos y, entre ellos de modo particular, de muchas iglesias. Aquí, en Rovereto di Novi, al derrumbarse la iglesia —que acabo de ver— perdió la vida don Ivan Martini. Rindiendo homenaje a su memoria, dirijo un saludo particular a vosotros, queridos sacerdotes, y a todos vuestros compañeros, que estáis demostrando, como ya sucedió en otras horas difíciles de la historia de estas tierras, vuestro amor generoso al pueblo de Dios.

Como sabéis, nosotros los sacerdotes —aunque también los religiosos y no pocos laicos— rezamos cada día con el «Breviario», que contiene la Liturgia de las Horas, la oración de la Iglesia que marca la jornada. Oramos con los Salmos, según un orden que es el mismo para toda la Iglesia católica, en todo el mundo. ¿Por qué os digo esto? Porque en estos días, al rezar el Salmo 46, he encontrado esta expresión que me ha conmovido: «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza, poderoso defensor en el peligro. Por eso no tememos aunque tiemble la tierra y los montes se desplomen en el mar» (Sal 46, 2-3). ¿Cuántas veces he leído estas palabras? Innumerables veces. Soy sacerdote desde hace sesenta y un años. Y sin embargo, en ciertos momentos, como este, esas palabras me conmueven profundamente, porque tocan el corazón, dan voz a una experiencia que ahora vosotros estáis viviendo, y que comparten todos los que rezan. Pero, como veis, estas palabras del Salmo no sólo me impresionan porque usan la imagen del terremoto, sino sobre todo por lo que afirman respecto de nuestra actitud interior ante la devastación de la naturaleza: una actitud de gran seguridad, basada en la roca estable, inquebrantable, que es Dios. Nosotros «no tememos aunque tiemble la tierra» —dice el salmista— porque «Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza», es «poderoso defensor en el peligro».

Queridos hermanos y hermanas, estas palabras parecen contrastar con el miedo que inevitablemente se siente después de una experiencia como la que habéis vivido. Una reacción inmediata, que puede imprimirse más profundamente si el fenómeno se prolonga. Pero, en realidad, el Salmo no se refiere a este tipo de miedo, que es natural, y la seguridad que afirma no es la de superhombres que no albergan sentimientos normales. La seguridad de la que habla es la de la fe, por la que, ciertamente, podemos tener miedo, angustia —la experimentó también Jesús, como sabemos—, pero en medio de todo miedo y angustia tenemos, sobre todo, la certeza de que Dios está con nosotros; como el niño que sabe que siempre puede contar con su mamá y su papá, porque se siente amado, querido, ocurra lo que ocurra. Así, con respecto a Dios, somos pequeños, frágiles, pero seguros en sus manos, es decir, abandonados a su Amor, que es sólido como una roca. Este Amor lo vemos en Cristo crucificado, que es el signo del dolor, del sufrimiento y, a la vez, del amor. Es la revelación de Dios Amor, solidario con nosotros hasta la extrema humillación.

Sobre esta roca, con esta firme esperanza, se puede construir, se puede reconstruir. Sobre los escombros de la segunda guerra mundial —no sólo los materiales— Italia ciertamente fue reconstruida también gracias a las ayudas recibidas, pero sobre todo gracias a la fe de mucha gente animada por un espíritu de verdadera solidaridad, por la voluntad de dar un futuro a las familias, un futuro de libertad y de paz. Vosotros sois gente a la que todos los italianos estiman por vuestra humanidad y sociabilidad, por la laboriosidad unida a la jovialidad. Todo esto ahora ha sido puesto a dura prueba por esta situación, pero no debe y no puede afectar a lo que vosotros sois como pueblo, a vuestra historia y a vuestra cultura. Permaneced fieles a vuestra vocación de gente fraterna y solidaria, y afrontaréis cualquier cosa con paciencia y determinación, rechazando las tentaciones que por desgracia están vinculadas a estos momentos de debilidad y necesidad.

La situación que estáis viviendo ha puesto de manifiesto un aspecto que quisiera que estuviera muy presente en vuestro corazón: ¡no estáis y no estaréis solos! En estos días, en medio de tanta destrucción y de tanto dolor, habéis visto y sentido cómo tanta gente se ha movido para expresaros su cercanía, su solidaridad, su afecto; y esto a través de muchos signos y ayudas concretas. Mi presencia entre vosotros quiere ser uno de estos signos de amor y de esperanza. Al mirar vuestras tierras he experimentado una profunda conmoción ante tantas heridas, pero he visto también muchas manos que las quieren curar juntamente con vosotros; he visto que la vida vuelve a comenzar, quiere volver a comenzar con fuerza y valentía, y este es el signo más hermoso y luminoso.

Desde este lugar quiero lanzar un fuerte llamamiento a las instituciones, a todos los ciudadanos, a ser, a pesar de las dificultades del momento, como el buen samaritano del Evangelio, que no pasa indiferente ante quien padece necesidad, sino que, con amor, se inclina, socorre, permanece al lado, haciéndose cargo hasta el fondo de las necesidades del otro (cf. Lc 10, 29-37). La Iglesia está cerca de vosotros y lo seguirá estando con su oración y con la ayuda concreta de sus organizaciones, especialmente de la Cáritas, que se comprometerá también en la reconstrucción del tejido comunitario de las parroquias.

Queridos amigos, os bendigo a todos y cada uno, y os llevo con gran afecto en mi corazón.


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SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA DELEGACIÓN DEL PATRIARCADO ECUMÉNICO
DE CONSTANTINOPLA

Jueves 28 de junio de 2012



«Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre» (Sal 34, 4).

Queridos hermanos en Cristo:

En esta alegre circunstancia de la fiesta de San Pedro y San Pablo, patronos de la ciudad y de la Iglesia de Roma, me complace especialmente acogeros con las palabras del Salmo que se cantarán en la solemne liturgia eucarística en honor de estos dos grandes Apóstoles y mártires. Al daros una cordial bienvenida, os pido que llevéis a Su Santidad Bartolomé I y al Santo Sínodo mis sentimientos de afecto fraterno y de viva gratitud por haber querido enviar también este año dignos representantes para participar en nuestra celebración, y que transmitáis un cordial saludo al clero, a los monjes y a los fieles todos del Patriarcado ecuménico.

Vuestra presencia aquí en Roma, con motivo de la fiesta litúrgica de San Pedro y San Pablo nos ofrece una oportunidad especial de elevar nuestro canto de alabanza por las maravillas que la gracia divina, de la que proviene todo bien, realizó en la vida de los dos Apóstoles, haciéndoles dignos de entrar triunfantes en la gloria celestial tras haber pasado por el baño regenerador del martirio. La fiesta de San Pedro y San Pablo, además, nos da la posibilidad de dar gracias juntos al Señor por las obras extraordinarias que ha realizado y sigue realizando a través de los Apóstoles en la vida de la Iglesia. Su predicación, confirmada por el testimonio del martirio, es el fundamento sólido y perenne sobre el que se edifica la Iglesia, y en la fidelidad al depósito de la fe transmitido por ellos encontramos las raíces de la comunión que ya experimentamos entre nosotros.

Venerados hermanos, en nuestro encuentro de hoy, mientras encomendamos a la intercesión de los gloriosos Apóstoles y mártires Pedro y Pablo nuestra súplica para que el Señor, rico en misericordia, nos conceda llegar pronto al día beato en que podamos compartir la mesa eucarística, elevemos nuestras voces en el himno de alabanza a Dios por el camino de paz y de reconciliación que nos concede recorrer juntos. Este año tiene lugar el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II, que se celebrará solemnemente el próximo 11 de octubre. Precisamente en concomitancia con este Concilio —en el cual, como bien sabéis, estuvieron presentes algunos representantes del Patriarcado ecuménico en calidad de delegados fraternos—, se inició una nueva fase importante de las relaciones entre nuestras Iglesias. Queremos alabar al Señor ante todo por el redescubrimiento de la profunda fraternidad que nos une, y también por el camino recorrido en estos años por la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto, con el augurio de que también en la fase actual se realicen progresos.

Recordando el aniversario del concilio Vaticano II, me parece oportuno recordar la figura y la actividad del inolvidable Patriarca ecuménico Atenágoras, de cuya muerte se celebrará dentro de algunos días el cuadragésimo aniversario. El Patriarca Atenágoras, junto al beato Papa Juan XXIII y al siervo de Dios Papa Pablo VI, animados por la pasión por la unidad de la Iglesia que brota de la fe en Cristo Señor, se hicieron promotores de valientes iniciativas que abrieron el camino a renovadas relaciones entre el Patriarcado ecuménico y la Iglesia católica. Para mí es motivo de especial alegría constatar cómo Su Santidad Bartolomé I sigue, con renovada fidelidad y fecunda creatividad, el camino trazado por sus predecesores los patriarcas Atenágoras y Dimitrios, distinguiéndose a nivel internacional por su apertura al diálogo entre los cristianos y por el compromiso al servicio del anuncio del Evangelio en el mundo contemporáneo.

Eminencia, queridos miembros de la delegación, a la vez que os agradezco una vez más vuestra presencia aquí en medio de nosotros, os aseguro mi oración para que el Señor conceda salud y fuerza a Su Santidad Bartolomé I y conceda prosperidad y paz al Patriarcado ecuménico. Dios omnipotente nos otorgue el don de una comunión cada vez más plena según su voluntad, para que «con un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32) podamos alabar siempre su nombre.

Gracias eminencia.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS ARZOBISPOS METROPOLITANOS

Aula Pablo VI
Sábado 30 de junio



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra daros mi cordial bienvenida a todos vosotros, que habéis acompañado a Roma, junto a las tumbas de los Apóstoles, a los arzobispos metropolitanos, a los que tuve la dicha de imponer el palio ayer en la basílica vaticana, durante una solemne celebración, en la que hicimos memoria de San Pedro y San Pablo Apóstoles. En este encuentro queremos prolongar el clima de profunda comunión eclesial que vivimos ayer. De hecho, la presencia de los arzobispos metropolitanos, que provienen de diferentes partes del mundo, manifiesta de manera visible la universalidad de la Iglesia, llamada a dar a conocer a Cristo y anunciar el Evangelio en todos los continentes y en las diferentes lenguas.

Os saludo con afecto a cada uno de vosotros, venerados y apreciados hermanos arzobispos metropolitanos, y con vosotros saludo a vuestros familiares, amigos y fieles encomendados a vuestra solicitud pastoral, que os acompañan en estos días tan significativos. Asimismo, envío un saludo cordial también a vuestras diócesis de procedencia.

Dirijo mi pensamiento en primer lugar a vosotros, queridos pastores de la Iglesia que está en Italia. Lo saludo a usted, monseñor Francesco Moraglia, patriarca de Venecia; lo saludo a usted, monseñor Filippo Santoro, arzobispo de Tarento —tiene una gran familia de amigos, como se ve—; y a usted, monseñor Arrigo Miglio, arzobispo de Cagliari. Os aseguro mi constante oración, para que desempeñéis con alegría y fidelidad vuestro ministerio episcopal, para edificar en la caridad a vuestras comunidades diocesanas, sosteniéndolas en el testimonio de la fe y ayudándolas a evidenciar cada vez más el renovado entusiasmo del encuentro con la persona de Cristo.

Me alegra dar la bienvenida a los peregrinos de lengua francesa, que han venido para acompañar a los nuevos arzobispos metropolitanos a los que tuve la alegría de imponer el palio. Saludo muy cordialmente a monseñor Luc Cyr, arzobispo de Sherbrooke; a monseñor Paul-André Durocher, arzobispo de Gatineau; a monseñor Pascal Wintzer, arzobispo de Poitiers; y a monseñor Christian Lépine, arzobispo de Montreal. El palio es el símbolo de la unidad que vincula a los pastores de las Iglesias particulares con el Sucesor de Pedro, Obispo de Roma. Recuerda también a los pastores su responsabilidad de ser ejemplares y celosos, llenos de amor a todos, para guiar al pueblo de Dios encomendado a su solicitud pastoral. De corazón imparto a todos los sacerdotes y a los fieles de vuestras archidiócesis la bendición apostólica, en prenda de paz y de alegría en el Señor.

Saludo cordialmente a los arzobispos metropolitanos de lengua inglesa a los que ayer impuse el palio. De Estados Unidos: arzobispo Charles Chaput, de Filadelfia; arzobispo William Skurla, de Pittsburgh; arzobispo William Lori, de Baltimore; y arzobispo Samuel Aquila, de Denver. De Papúa Nueva Guinea: arzobispo Francesco Panfilo, de Rabaul. De Filipinas: arzobispo Luis Tagle, de Manila; arzobispo Jose Advincula de Capiz; arzobispo Romulo Valles, de Davao; arzobispo John Du, de Palo. De Bangladesh: arzobispo Patrick D’Rozario, de Daca. De las Antillas: arzobispo Joseph Harris, de Puerto España. De Zambia: arzobispo Ignatius Chama, de Kasama. De la India: arzobispo John Moolachira, de Guwahati; arzobispo Thomas D’Souza, de Calcuta. De Pakistán: arzobispo Joseph Coutts, de Karachi. De Australia: arzobispo Timothy Costelloe, de Perth; arzobispo Mark Coleridge, de Brisbane. De Corea: arzobispo Andrew Yeom Soo Jung, de Seúl. De Nigeria: arzobispo Alfred Martins, de Lagos.

También doy la bienvenida a sus familiares, amigos y fieles de sus respectivas archidiócesis, que han venido a Roma para orar con ellos y para compartir su alegría.

Con alegría saludo a la delegación y a los huéspedes provenientes de Berlín, así como a los peregrinos de Alemania, que han acompañado al cardenal Rainer Maria Woelki a Roma para recibir el palio. Sed bienvenidos todos. El palio hace visible de modo particular la fuerte unión de los arzobispos metropolitanos y sus provincias eclesiásticas con el Papa y con la Sede de Pedro. Al mismo tiempo recuerda la misión de seguir —como Cristo— a la oveja perdida, llevarla sobre sus hombros, devolverla al rebaño y cuidar de ella. En este sentido el palio es signo del cuidado y de la responsabilidad que tienen los pastores respecto de sus rebaños. Precisamente por esta responsabilidad común debemos desarrollar y mantener la unidad. Dad también vosotros vuestra contribución, mediante vuestra oración, para promover y consolidar la unión de la Iglesia. De corazón os imparto a todos mi bendición.

Con ocasión de la imposición del palio, saludo cordialmente al arzobispo de Guadalajara, cardenal Francisco Robles Ortega; al de Tucumán, monseñor Alfredo Horacio Zecca; al de Los Altos-Quetzaltenango-Totonicapán, monseñor Mario Alberto Molina Palma; al de Ayacucho o Huamanga, monseñor Salvador Piñeiro García-Calderón; al de Ciudad Bolívar, monseñor Ulises Antonio Gutiérrez Reyes; y al de San Luis Potosí, monseñor Jesús Carlos Cabrero Romero, así como a quienes los arropan con su oración y afecto en esta significativa circunstancia. Pongo a todos bajo la fiel custodia de san Pedro y san Pablo, para que se incremente cada vez más la cercanía espiritual y los vínculos de comunión de vuestras Iglesias particulares con la Sede apostólica, y así se intensifique entre vosotros el anuncio del Evangelio. Que Dios os bendiga.

Saludo con alegría a los arzobispos brasileños, monseñor Wilson Jönck, de Florianópolis; monseñor José Francisco Dias, de Niteroi; monseñor Esmeraldo de Farias, de Porto Velho; monseñor Jaime Rocha, de Natal; monseñor Airton dos Santos, de Campinas; monseñor Jacinto de Brito Sobrinho, de Teresina; y monseñor Paulo Peixoto, de Uberaba; y también al arzobispo de Malanje en Angola, monseñor Benedito Roberto, que ayer recibieron el palio, signo de particular comunión con el Sucesor de Pedro. Queridos arzobispos, sed para vuestro pueblo un signo de Cristo, Buen Pastor, que guía a sus ovejas. Doy también la bienvenida a los sacerdotes, religiosos y fieles que os acompañan, pidiéndoles que recen por sus arzobispos para que no les falten las fuerzas en el cumplimiento de su misión. Y, como prenda de alegría y de paz en el Señor, os imparto a vosotros, aquí presentes, y a vuestras comunidades archidiocesanas mi bendición apostólica.

Saludo cordialmente a los arzobispos metropolitanos de Polonia que ayer recibieron el palio: Stanisław Budzik, de Lublin; Wiktor Skworc, de Katowice; y Wacław Depo, de Częstochowa. Con ellos saludo a los fieles que comparten su alegría, especialmente a los representantes de sus metrópolis, a todos sus seres queridos, y a quienes los sostienen con la oración. El palio es signo de unión particular con Cristo y de comunión con el Sucesor de Pedro. Que esa comunión impregne los corazones de los fieles de todas las metrópolis. Encomiendo este deseo a Dios en mis oraciones y os bendigo a todos de corazón. ¡Alabado sea Jesucristo!

Queridos hermanos y hermanas, llevad a vuestras comunidades la experiencia de intensa espiritualidad y de auténtica unidad evangélica de estos días, para que toque el corazón de los creyentes y se refleje en toda la sociedad, dejando huellas de bien. Que la intercesión de la celestial Madre de Dios y de los Apóstoles san Pedro y san Pablo obtengan al pueblo cristiano la capacidad de hacer resplandecer en el mundo, a través del tenaz y límpido testimonio de cada uno, la palabra de verdad que el Señor Jesús nos ha dejado como don. Con estos sentimientos, os imparto de corazón la bendición apostólica.


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VISITA AL CENTRO «AD GENTES» DE LOS VERBITAS EN NEMI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Lunes 9 de julio de 2012



Agradezco de verdad la posibilidad de volver a ver esta casa en Nemi después de 47 años. Conservaba de ella un recuerdo muy grato, tal vez el mejor recuerdo de todo el Concilio. Yo vivía en el centro de Roma, en el Colegio de Santa María dell’Anima, en medio de gran ruido: ¡todo esto es también hermoso! Pero estar aquí, en el verde, tener este respiro de la naturaleza y también este aire fresco, ya era en sí algo hermoso. Y además estaba la compañía de muchos grandes teólogos, con un encargo tan importante y hermoso como el de preparar un decreto sobre la misión.

Recuerdo ante todo al superior general de aquel tiempo, padre Schütte, que había sufrido en China, había sido condenado y luego expulsado. Estaba lleno de dinamismo misionero, de la necesidad de dar nuevo impulso al espíritu misionero. Y me tenía a mí, que era un teólogo sin gran importancia, muy joven, enviado no sé por qué. Pero era un gran regalo para mí.

Luego estaba Fulton Sheen, que nos fascinaba por la tarde con sus discursos; y el padre Congar y los grandes misionólogos de Lovaina. Para mí fue un enriquecimiento espiritual, un gran regalo. Era un decreto sin grandes controversias. Había una controversia, que yo nunca he comprendido realmente, entre la escuela de Lovaina y la de Münster: ¿la finalidad principal de la misión es la implantatio Ecclesiae o el anuncio del Evangelio? Pero todo desembocaba en un único dinamismo de la necesidad de llevar la luz de la Palabra de Dios, la luz del amor de Dios al mundo y de dar una nueva alegría por este anuncio.

Así nació en aquellos días un decreto bello y bueno, casi aceptado unánimemente por todos los padres conciliares, y para mí también es un complemento muy bueno de la Lumen gentium, porque en él encontramos una eclesiología trinitaria, que parte sobre todo de la idea clásica del bonum diffusivum sui, el bien que tiene en sí la necesidad de comunicarse, de darse: no puede quedarse en sí mismo; lo bueno, la bondad misma es esencialmente communicatio. Y esto ya se aprecia en el misterio trinitario, en el seno de Dios, y se difunde en la historia de la salvación y en nuestra necesidad de dar a otros el bien que hemos recibido.

Así, con estos recuerdos he pensado a menudo en aquellos días de Nemi que para mí, como he dicho, son parte esencial de la experiencia del Concilio. Y me siento feliz de ver que vuestra Sociedad florece —el padre general ha hablado de seis mil miembros, de muchas naciones, en numerosos países—. Claramente el dinamismo misionero vive, y vive sólo si se tiene la alegría del Evangelio, si estamos en la experiencia del bien que viene de Dios y que debe y quiere comunicarse. Gracias por este dinamismo vuestro. Para este capítulo os deseo toda bendición del Señor, mucha inspiración: que las mismas fuerzas de inspiración del Espíritu Santo que nos acompañaron en aquellos días casi visiblemente estén de nuevo presentes entre vosotros y os ayuden a encontrar el camino para vuestra Compañía, y para la misión del Evangelio ad gentes en los próximos años. Gracias a todos vosotros. Que el Señor os bendiga. Rezad por mí, como yo rezo por vosotros. ¡Gracias!


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CONCIERTO DE LA WEST-EASTERN DIVAN ORCHESTRA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Patio del Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Miércoles 11 de julio de 2012

[Vídeo]



Señor presidente,
venerados hermanos,
amables señores y señoras:

Hemos vivido un momento de escucha realmente intenso y enriquecedor para nuestro espíritu, y por esto damos gracias al Señor. Deseo expresar viva gratitud al maestro Daniel Barenboim y a todos los músicos de la West-Eastern Divan Orchestra que durante su gira estival han querido ofrecerme este concierto, en el día de la fiesta de san Benito. De este modo, me han permitido no sólo gozar personalmente de su óptima ejecución, sino también participar más directamente en su recorrido, iniciado hace trece años precisamente por usted, maestro, junto con el señor Edward Said, ya fallecido. Saludo cordialmente al presidente de la República italiana, Giorgio Napolitano, a quien doy las gracias por su presencia y por haber impulsado esta iniciativa. Y mi agradecimiento se dirige también al cardenal Ravasi, que ha introducido el concierto con tres hermosas y significativas citas. Extiendo mi saludo a las demás autoridades y a todos vosotros, queridos amigos.

Podéis imaginar la alegría que me produce acoger a una orquesta como esta, que surgió de la convicción, más aún, de la experiencia de que la música une a las personas, más allá de cualquier división; porque la música es armonía de las diferencias, como acontece cada vez que se inicia un concierto, con el «rito» de afinar las cuerdas. Con los múltiples timbres de los distintos instrumentos se puede formar una sin-fonía. Pero esto no sucede de forma mágica, ni automática. Se realiza sólo gracias al empeño del director y de cada uno de los músicos. Un empeño paciente, fatigoso, que requiere tiempo y sacrificios, con el esfuerzo de escucharse mutuamente, evitando excesivos protagonismos y privilegiando el mejor éxito del conjunto.

A la vez que expreso estos pensamientos, mi mente se dirige a la gran sinfonía de la paz entre los pueblos, que nunca se realiza plenamente. Mi generación, así como la de los padres del maestro Barenboim, vivieron las tragedias de la segunda guerra mundial y del Holocausto. Y es muy significativo que usted, maestro, después de lograr las metas más altas para un músico, haya querido poner en marcha un proyecto como el de la West-Eastern Divan Orchestra: un grupo en el que tocan juntos músicos israelíes, palestinos y de otros países árabes; personas de religión judía, musulmana y cristiana. Los numerosos reconocimientos que han recibido usted y esta orquesta demuestran, al mismo tiempo, su excelencia profesional y su compromiso ético y espiritual. Lo hemos percibido también esta tarde, escuchando las Sinfonías Quinta y Sexta de Ludwig van Beethoven.

También en esta elección, en esta unión de las dos Sinfonías, podemos ver un significado interesante para nosotros. Estas dos celebérrimas Sinfonías expresan dos aspectos de la vida: el drama y la paz, la lucha del hombre contra el destino adverso y la inmersión tranquilizadora en el ambiente bucólico. Beethoven trabajó en estas dos obras, en particular en su conclusión, casi simultáneamente. De hecho, fueron ejecutadas por primera vez juntas —como esta tarde— en el memorable concierto del 22 de diciembre de 1808, en Viena. El mensaje que quiero sacar hoy es este: para llegar a la paz es necesario comprometerse, dejando de lado la violencia y las armas; comprometerse con la conversión personal y comunitaria, con el diálogo, con la búsqueda paciente de posibles acuerdos.

Así pues, damos las gracias de corazón al maestro Barenboim y a la West-Eastern Divan Orchestra por habernos dado testimonio de este camino. A cada uno de ellos les expreso mi deseo y mi oración para que sigan sembrando en el mundo la esperanza de la paz a través del lenguaje universal de la música.

¡Gracias y feliz velada a todos!


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PEREGRINACIÓN DE LA ARCHIDIÓCESIS DE MÚNICH Y FREISING:
"FIESTA BÁVARA" EN HONOR DEL SANTO PADRE

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Castel Gandolfo
Viernes 3 de agosto de 2012

[Vídeo]



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos amigos:

Al concluir esta «velada bávara» sólo quiero deciros de todo corazón un «Vergelt’s Gott» («Que Dios os recompense»). Ha sido un placer estar aquí, en el centro del Lacio, en Castelgandolfo, y al mismo tiempo en Baviera. Me he sentido realmente «dahoam» (en casa), y quiero felicitar al cardenal Marx porque ya logra pronunciar muy bien esta palabra.

Hemos podido percibir que la cultura bávara es una cultura alegre: nosotros no somos personas rudas; no se trata de una mera diversión, sino que es una cultura alegre, impregnada de alegría; nace de una aceptación interior del mundo, de un sí interior a la vida, que es un sí a la alegría. Se funda en el hecho de que estamos en sintonía con la creación, en sintonía con el mismo Creador y de que, por esto, sabemos que es un bien ser persona. Es verdad, hay que decir que Dios, en Baviera, nos ha facilitado la labor: nos ha regalado un mundo tan hermoso, una tierra tan hermosa que resulta fácil reconocer que Dios es bueno y ser felices por ello. Al mismo tiempo, sin embargo, él ha hecho también que los hombres que viven en esta tierra, precisamente a partir de su «sí», supieran darle su plena belleza. Sólo a través de la cultura de las personas, a través de su fe, de su alegría, de los cantos, de la música, del arte, ha llegado a ser tan hermosa como el Creador no quiso hacerla él solo, sino también con la ayuda de los hombres.

Ahora bien, alguien podría decir: ¿será lícito ser tan felices, cuando el mundo está tan lleno de sufrimiento, cuando existe tanta oscuridad y tanto mal? ¿Es lícito ser tan jactanciosos y alegres? La respuesta sólo puede ser: «sí». Porque diciendo «no» a la alegría no prestamos un servicio a nadie, sólo hacemos más oscuro el mundo. Y quien no se ama a sí mismo no puede dar nada al prójimo, no puede ayudarlo, no puede ser mensajero de paz. Esto nosotros lo sabemos por la fe, y lo vemos cada día: el mundo es hermoso y Dios es bueno. Y por el hecho de que él se hizo hombre y vino a habitar entre nosotros, de que él sufre y vive con nosotros, nosotros lo sabemos definitiva y concretamente: sí, Dios es bueno y es un bien ser persona. Nosotros vivimos de esta alegría y, partiendo de esta alegría, también tratamos de llevar alegría a los demás, de rechazar el mal y de ser servidores de la paz y de la reconciliación.

Ahora, ciertamente, debería dar las gracias a todos, uno por uno, pero la memoria de un anciano no es de fiar. Por eso prefiero evitarlo. En cualquier caso, quiero expresar mi agradecimiento al querido cardenal Marx por haber lanzado la idea de esta «velada», por haber transportado Baviera a Roma y por habernos hecho así tangible la unidad interior de la cultura cristiana; quiero darle las gracias por haber reunido a tantos bávaros de nuestra archidiócesis, desde la Baja Baviera hasta el «Oberland», desde la región del «Rupertigau» hasta el «Werdenfelser Land».

Quiero manifestar mi agradecimiento a la presentadora, que nos ha obsequiado con un bávaro tan hermoso: no me creo capaz de hablar el bávaro y ser, al mismo tiempo, tan «elevado», pero ella sí lo sabe hacer. También doy las gracias a todos los grupos, a los músicos de los instrumentos de viento..., pero, como decía, no quiero comenzar. Ya lo sabéis: todo me ha conmovido profundamente y por todo ello me siento agradecido y feliz. Ciertamente, los «Gebirgsschützen», que sólo he podido escuchar de lejos, merecen un agradecimiento particular, porque yo soy un «Schütze» honorario, aunque, a su tiempo, fui un «Schütze» mediocre.

Te doy las gracias en particular a ti, querido cardenal Wetter, por haber venido: tú eres mi sucesor directo en la sede de San Corbiniano; gobernaste durante un cuarto de siglo la archidiócesis como buen pastor: ¡Gracias por estar presente!

Cardenal Bertello, gracias por su presencia. Espero que también usted haya percibido que Baviera es hermosa y que la cultura de Baviera es hermosa.

Ahora, como expresión de mi gratitud, quiero impartiros mi bendición, pero antes cantemos juntos el Ángelus y, en la medida en que lo conozcamos, el «Andachtsjodler» (canto religioso en forma de jodler). De corazón, «Vergelt’s Gott» (Que Dios os recompense).


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CONCIERTO OFRECIDO POR LA CÁRITAS DE RATISBONA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Patio del Palacio Pontificio de Castelgandolfo
Sábado 11 de agosto de 2012

[Vídeo]



Reverendos hermanos en el episcopado,
queridos amigos:

Al final de este hermoso «panorama» de músicas vocales e instrumentales, sólo me queda decir de corazón a los músicos un «Vergelt’s Gott» [que el Señor os recompense]. Con el programa de esta velada nos habéis ofrecido una idea de la multiplicidad de la creatividad musical y de la amplitud de la armonía. La música no es una sucesión de sonidos; tiene un ritmo y, al mismo tiempo, es cohesión y armonía; tiene su estructura y su profundidad. Hemos podido gustar todo esto de modo maravilloso no sólo en los corales de varias voces, ejecutados con fuerza expresiva por el grupo vocal Cantico dirigido por la señora Edeltraut Appl, sino también en las estupendas piezas instrumentales que hemos podido escuchar en la ejecución del señor Thomas Beckmann, de su esposa Kayoko y de la señora Kasahara. Todos hemos escuchado asombrados —como habréis notado— el sonido cálido y la gran plenitud de timbres del violonchelo. La música es expresión del espíritu, de un lugar interior de la persona, creado para todo lo que es verdadero, bueno y bello. No es casualidad que a menudo la música acompañe nuestra oración. La música hace resonar nuestros sentidos y nuestro espíritu cuando, en la oración, nos encontramos con Dios.

Hoy, en la liturgia, hacemos memoria de santa Clara. En un himno a la Santa se lee: «De la claridad de Dios has recibido la luz. Tú le has dado espacio, ella ha crecido en ti, y se ha difundido en el mundo; ilumina nuestros corazones».

Esta es la actitud de fondo que colma al hombre y le da la paz: la apertura a la claritas divina, la esplendorosa belleza y fuerza vital del Creador, que nos anima y nos hace superarnos a nosotros mismos. Hoy hemos encontrado esta claritas de modo maravilloso, y ella nos ha iluminado. Así, sólo es una consecuencia que los artistas, partiendo de su profunda experiencia de la belleza, se comprometan por el bien y ofrezcan a su vez ayuda y apoyo a los necesitados. Los artistas transmiten el bien que han recibido como un don, y este se difunde en el mundo. Así el ser humano crece, se hace transparente y consciente de la presencia y de la acción de su Creador. Seguramente, esto nos lo podrán confirmar el señor Beckmann y todos los que juntamente con él están comprometidos en la obra caritativa «Gemeinsam gegen die Kälte» [«Juntos contra el frío»]. Hemos comprendido que este «Gemeinsam gegen die Kälte» no responde a una finalidad impuesta desde fuera, sino que viene de lo profundo, de esta música que supera el frío que hay dentro de nosotros y abre el corazón. A todos os deseo de corazón el éxito en vuestro esfuerzo musical durante muchos años, así como la abundante bendición de Dios para vuestro compromiso caritativo. A todos los intérpretes, una vez más, un gracias de corazón por esta hermosa velada. Pongamos todo bajo la bendición de Dios. Os imparto a todos mi bendición apostólica. ¡Gracias de corazón! ¡Buenas noches!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS OBISPOS DE LOS TERRITORIOS DE MISIÓN,
QUE PARTICIPAN EN UN CURSO ORGANIZADO POR LA
CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS

Sala de los Suizos del Palacio pontificio de Castelgandolfo
Viernes 7 de septiembre de 2012



Queridos hermanos:

Me alegra encontrarme con vosotros, reunidos en Roma para el curso de formación de los obispos nombrados recientemente, organizado por la Congregación para la evangelización de los pueblos. Saludo cordialmente al cardenal Fernando Filoni, prefecto del dicasterio, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre. Saludo a monseñor Savio Hon Tai-Fai y a monseñor Protase Rugambwa, respectivamente secretario y secretario adjunto de la Congregación; a ellos y a cuantos contribuyen a la realización del seminario les expreso mi agradecimiento. Este curso tiene lugar en la proximidad del Año de la fe, un don precioso del Señor a su Iglesia para ayudar a los bautizados a tomar conciencia de su fe y a comunicarla a cuantos aún no han experimentado su belleza.

Todas las comunidades de las que sois pastores en África, Asia, América Latina y Oceanía, aun en situaciones diferentes, están comprometidas en la primera evangelización y en la obra de consolidación de la fe. Percibís sus alegrías y esperanzas, así como también sus heridas y preocupaciones, a semejanza del apóstol san Pablo, que escribía: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). Y agregaba: «Por este motivo lucho denodadamente con su fuerza, que actúa poderosamente en mí» (v. 29). Que en vuestro corazón esté siempre firme la confianza en el Señor; la Iglesia es suya, y es él quien la guía tanto en los momentos difíciles como en los de serenidad. Casi todas vuestras comunidades han sido fundadas recientemente, y presentan los valores y las debilidades vinculadas a su breve historia. Muestran una fe participada y gozosa, viva y creativa, pero a menudo aún no arraigada. En ellas, el entusiasmo y el celo apostólico se alternan con momentos de inestabilidad e incoherencia. Emergen de vez en cuando desavenencias y deserciones. Sin embargo, son Iglesias que van madurando gracias a la acción pastoral, pero también gracias al don de la communio sanctorum, que permite una verdadera ósmosis de gracia entre las Iglesias de antigua tradición y las de reciente formación, así como, antes aún, entre la Iglesia celestial y la Iglesia peregrina. Desde hace algún tiempo se registra una disminución de misioneros, aunque equilibrada por el aumento del clero diocesano y religioso. El incremento del número de sacerdotes nativos da lugar también a una nueva forma de cooperación misionera: algunas Iglesias jóvenes han comenzado a enviar sus presbíteros a Iglesias hermanas desprovistas de clero en el mismo país o en naciones del mismo continente. Se trata de una comunión que siempre debe animar la acción evangelizadora.

Las Iglesias jóvenes constituyen, por lo tanto, un signo de esperanza para el futuro de la Iglesia universal. En este contexto, queridos hermanos, os animo a no ahorrar fuerza y valentía con vistas a una solícita obra pastoral, conscientes del don de gracia que ha sido sembrado en vosotros en la ordenación episcopal, y que se puede resumir en los tria munera de enseñar, santificar y gobernar. Cuidad con empeño la missio ad gentes, la inculturación de la fe, la formación de los candidatos al sacerdocio, la atención al clero diocesano, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos. La Iglesia nace de la misión y crece con la misión. Haced vuestro el llamamiento interior del Apóstol de los gentiles: «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14). Una correcta inculturación de la fe os ayudará a encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos y a asumir lo bueno que hay en ellas. Se trata de un proceso largo y difícil que de ninguna manera debe comprometer la especificidad y la integridad de la fe cristiana (cf. enc. Redemptoris missio, 52). La misión requiere pastores configurados con Cristo por la santidad de vida, prudentes y clarividentes, dispuestos a entregarse generosamente por el Evangelio y a llevar en el corazón la solicitud por todas las Iglesias.

Vigilad al rebaño, prestando una atención especial a los sacerdotes. Guiadlos con el ejemplo, vivid en comunión con ellos, estad disponibles para escucharlos y acogerlos con benevolencia paterna, valorando sus diversas capacidades. Esforzaos por asegurar a vuestros sacerdotes encuentros de formación específicos y periódicos. Haced que la Eucaristía sea siempre el corazón de su existencia y la razón de ser de su ministerio. Tened una mirada de fe sobre el mundo de hoy, para comprenderlo en profundidad, y un corazón generoso, dispuesto a entrar en comunión con las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. No descuidéis vuestra primera responsabilidad de hombres de Dios, llamados a la oración y al servicio de su Palabra en beneficio del rebaño. Que de vosotros se pueda también decir lo que el sacerdote Onías afirmó del profeta Jeremías: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo y por la ciudad santa» (2 Mac 15, 14). Tened la mirada fija en Jesús, el Pastor de los pastores: el mundo de hoy necesita personas que hablen a Dios, para poder hablar de Dios. Sólo así la Palabra de salvación dará fruto (cf. Discurso al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, 15 de octubre de 2011).

Queridos hermanos, vuestras Iglesias conocen bien el contexto de inestabilidad que influye de modo preocupante en la vida cotidiana de la gente. Las emergencias alimentarias, sanitarias y educativas interrogan a las comunidades eclesiales y las implican de modo directo. Es más, su atención y su obra son apreciadas y alabadas. A las calamidades naturales se suman discriminaciones culturales y religiosas, intolerancias y partidismos, fruto de fundamentalismos que revelan visiones antropológicas equivocadas y que llevan a subestimar, o incluso a no reconocer el derecho a la libertad religiosa, el respeto de los más débiles, sobre todo de los niños, las mujeres y las personas con discapacidad. Pesan, por último, los contrastes que han vuelto a surgir entre las etnias y las castas, causando violencias injustificables. Confiad en el Evangelio, en su fuerza renovadora, en su capacidad de despertar las conciencias y de provocar desde dentro el rescate de las personas y la creación de una nueva fraternidad. La difusión de la Palabra del Señor hace florecer el don de la reconciliación y favorece la unidad de los pueblos.

En el mensaje para la próxima Jornada mundial de las misiones quise recordar que la fe es un don que se ha de acoger en el corazón y en la vida, y por el que siempre se ha de dar gracias al Señor. Pero la fe es un don para ser compartido; un talento que se nos entrega para que dé fruto; una luz que no puede permanecer oculta. La fe es el don más importante que nos ha sido dado en la vida: no podemos guardarlo sólo para nosotros. «Todos... tienen el derecho a conocer el valor de este don y la posibilidad de alcanzarlo», dice Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio (11). El siervo de Dios Pablo VI, reafirmando la prioridad de la evangelización, afirmaba: «Los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si, por negligencia, por miedo, por vergüenza o por ideas falsas omitimos anunciarlo?» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Que este interrogante resuene en nuestro corazón como llamada a sentir la prioridad absoluta de la tarea de la evangelización. Queridos hermanos, os encomiendo a vosotros y a vuestras comunidades a María santísima, primera discípula del Señor y primera evangelizadora, al dar al mundo el Verbo de Dios hecho carne. Que ella, la Estrella de la evangelización, oriente siempre vuestros pasos. En este sentido os imparto la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXIII CONGRESO
MARIOLÓGICO MARIANO INTERNACIONAL

Patio del Palacio pontificio de Castelgandolfo
Sábado 8 de septiembre de 2012



Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría os acojo a todos aquí en Castelgandolfo, casi al concluir el XXIII Congreso mariológico mariano internacional. Muy oportunamente habéis reflexionado sobre el tema: «La mariología a partir del concilio Vaticano II. Recepción, balance y perspectivas», dado que nos preparamos para recordar y celebrar el 50° aniversario del inicio de esa gran asamblea, que se inauguró el 11 de octubre de 1962.

Saludo cordialmente al cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las causas de los santos, presidente del Congreso; al cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura y del Consejo de coordinación entre Academias pontificias; así como al presidente y a las autoridades académicas de la Pontificia Academia mariana internacional, a quienes manifiesto mi gratitud por la organización de este importante evento. Un saludo a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los presidentes y a los representantes de las sociedades mariológicas presentes, a los estudiosos de mariología y, por último a todos los que participan en los trabajos del Congreso.

El beato Juan XXIII quiso que el concilio ecuménico Vaticano II se inaugurara precisamente el 11 de octubre, el mismo día en que, en el año 431, el concilio de Éfeso había proclamado a María «Theotokos», Madre de Dios (cf. AAS 54, 1962, 67-68). En esa circunstancia comenzó su discurso con palabras significativas y programáticas: «Gaudet Mater Ecclesia quod, singulari divinae Providentiae munere, optatissimus iam dies illuxit, quo, auspice Deipara Virgine, cuius materna dignitas hodie festo ritu recolitur, hic ad Beati Petri sepulchrum Concilium Oecumenicum Vaticanum Secundum sollemniter initium capit» («La Madre Iglesia se alegra porque, por un don especial de la divina Providencia, ya ha llegado el día tan anhelado en el que, con el auspicio de la Virgen Madre de Dios, cuya dignidad materna se celebra hoy con alegría, aquí, junto al sepulcro de san Pedro, se inicia solemnemente el concilio ecuménico Vaticano II»).

Como sabéis, el próximo 11 de octubre, para recordar ese extraordinario acontecimiento, se inaugurará solemnemente el Año de la fe, que convoqué con el motu proprio Porta fidei, en el cual, presentando a María como modelo ejemplar de fe, invoco su especial protección e intercesión para el camino de la Iglesia, encomendándole a ella, dichosa por haber creído, este tiempo de gracia. También hoy, queridos hermanos y hermanas, la Iglesia exulta en la celebración litúrgica de la Natividad de la santísima Virgen María, la Toda Santa, aurora de nuestra salvación.

El sentido de esta fiesta mariana nos lo recuerda san Andrés de Creta, que vivió entre los siglos VII y VIII, en su famosa Homilía en la fiesta de la Natividad de María, en la que el evento se presenta como una tesela preciosa de ese extraordinario mosaico que es el designio divino de salvación de la humanidad: «El misterio del Dios que se hace hombre y la divinización del hombre asumido por el Verbo representan la suma de los bienes que Cristo nos ha regalado, la revelación del plan divino y la derrota de toda presuntuosa autosuficiencia humana. La venida de Dios entre los hombres, como luz esplendorosa y realidad divina clara y visible, es el don grande y maravilloso de la salvación que se nos concede. La celebración de hoy honra la Natividad de la Madre de Dios. Pero el verdadero significado y el fin de este evento es la encarnación del Verbo. De hecho, María nace, es amamantada y educada para ser la Madre del Rey de los siglos, de Dios» (Discurso I: pg 97, 806-807). Este importante y antiguo testimonio nos introduce en el corazón de la temática sobre la que reflexionáis y que el concilio Vaticano II ya quiso subrayar en el título del capítulo VIII de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia». Se trata del «nexus mysteriorum», de la íntima conexión entre los misterios de la fe cristiana, que el Concilio indicó como horizonte para comprender los distintos elementos y las diversas afirmaciones del patrimonio de la fe católica.

En el Concilio, en el que participé como experto siendo joven teólogo, pude ver los diferentes modos de afrontar las temáticas relativas a la figura y al papel de la santísima Virgen María en la historia de la salvación. En la segunda sesión del Concilio un grupo numeroso de padres pidió que de la Virgen se tratara dentro de la constitución sobre la Iglesia, mientras que otro grupo igualmente numeroso sostenía la necesidad de un documento específico que pusiera adecuadamente de relieve la dignidad, los privilegios y el papel singular de María en la redención realizada por Cristo. Con la votación del 29 de octubre de 1963 se decidió optar por la primera propuesta y el esquema de la constitución dogmática sobre la Iglesia se enriqueció con el capítulo sobre la Madre de Dios, en el cual la figura de María, releída y propuesta de nuevo a partir de la Palabra de Dios, con los textos de la tradición patrística y litúrgica, así como con la amplia reflexión teológica y espiritual, aparece en toda su belleza y singularidad, e íntimamente insertada en los misterios fundamentales de la fe cristiana. María, de la que se subraya ante todo la fe, se comprende en el misterio de amor y comunión de la Santísima Trinidad; su cooperación al plan divino de la salvación y a la única mediación de Cristo está claramente afirmada y puesta debidamente de relieve, presentándola así como un modelo y un punto de referencia para la Iglesia, que en ella se reconoce a sí misma, su propia vocación y misión. Por último, la piedad popular, desde siempre dirigida a María, se apoya en referencias bíblicas y patrísticas. Ciertamente, el texto conciliar no trató exhaustivamente todas las problemáticas relativas a la figura de la Madre de Dios, pero constituye el horizonte hermenéutico esencial para cualquier reflexión ulterior, tanto de carácter teológico como de carácter más propiamente espiritual y pastoral. Representa, además, un valioso punto de equilibrio, siempre necesario, entre la racionalidad teológica y la afectividad creyente. La singular figura de la Madre de Dios se debe ver y profundizar desde perspectivas diversas y complementarias: aunque sigue siendo siempre válida y necesaria la via veritatis, se deben recorrer también la via pulchritudinis y la via amoris para descubrir y contemplar aún más profundamente la fe cristalina y sólida de María, su amor a Dios y su esperanza inquebrantable. Por eso, en la Exhortación apostólica Verbum Domini dirigí una invitación a proseguir en la línea marcada por el Concilio (cf. n. 27), invitación que os dirijo cordialmente a vosotros, queridos amigos y estudiosos. Ofreced vuestra competente aportación de reflexión y propuesta pastoral, para hacer que el inminente Año de la fe constituya para todos los creyentes en Cristo un verdadero momento de gracia, en el que la fe de María nos preceda y nos acompañe como faro luminoso y como modelo de plenitud y madurez cristiana al cual mirar con confianza y del cual sacar entusiasmo y alegría para vivir cada vez con mayor compromiso y coherencia nuestra vocación de hijos de Dios, hermanos en Cristo y miembros vivos de su Cuerpo que es la Iglesia.

A la protección maternal de María os encomiendo a todos vosotros y vuestro esfuerzo de investigación, y os imparto una especial bendición apostólica. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE COLOMBIA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sala del Consistorio del palacio pontificio de Castelgandolfo
Lunes 10 de septiembre de 2012



Queridos Hermanos en el Episcopado:

1. Con profundo gozo les doy la más cordial bienvenida a este encuentro de comunión con el Obispo de Roma y Cabeza del Colegio Episcopal. Agradezco las amables palabras de Monseñor Ricardo Tobón Restrepo, Arzobispo de Medellín, con las cuales me ha hecho presente el afecto de los obispos, presbíteros, diáconos, comunidades religiosas y fieles laicos colombianos, así como las grandes líneas de la tarea pastoral que se está llevando a cabo en sus Iglesias particulares, que peregrinan en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios (cf. Lumen gentium, 8).

2. Su visita a los sepulcros de los príncipes de los Apóstoles, como bien lo saben, constituye un momento importante para la vida de las circunscripciones eclesiásticas de las que son pastores, porque consolida los vínculos de fe y comunión que los unen al Sucesor de san Pedro y al entero cuerpo eclesial. También para el Papa esta es una ocasión de profundo significado, ya que en ella se expresa su solicitud por todas las Iglesias. Que su presencia en Roma sea, pues, una oportunidad para avivar la unidad efectiva y afectiva con el Pastor de la Iglesia Universal y también entre ustedes mismos, de modo que se intensifique en todos, y refuerce positivamente entre los fieles, aquel ideal que identifica a la comunidad eclesial desde sus inicios: «Tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).

3. La historia de Colombia está indeleblemente marcada por la profunda fe católica de sus gentes, por su amor a la Eucaristía, su devoción a la Virgen María y el testimonio de caridad de insignes pastores y laicos. El anuncio del Evangelio ha fructificado entre ustedes con abundantes vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, en la disponibilidad mostrada para la misión ad gentes, en el surgimiento de movimientos apostólicos, así como en la vitalidad pastoral de las comunidades parroquiales. Junto a esto, ustedes mismos han constatado también los efectos devastadores de una creciente secularización, que incide con fuerza en los modos de vida y trastorna la escala de valores de las personas, socavando los fundamentos mismos de la fe católica, del matrimonio, de la familia y de la moral cristiana. A este respecto, la infatigable defensa y promoción de la institución familiar sigue siendo una prioridad pastoral para ustedes. Por ello, en medio de las dificultades, les invito a no retroceder en sus esfuerzos y a seguir proclamando la verdad integral de la familia, fundada en el matrimonio como Iglesia doméstica y santuario de la vida (cf. Discurso en la clausura del V Encuentro Mundial de las Familias, Valencia, 8 de julio de 2006).

4. El Plan Global (2012 – 2020) de la Conferencia Episcopal de Colombia traza como objetivo general «promover procesos de nueva evangelización que formen discípulos misioneros, animen la comunión eclesial e incidan en la sociedad desde los valores del Evangelio» (cf. n. 5.1). Acompaño con mi oración este propósito, que ya tuve la oportunidad de comentar al inaugurar la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en Aparecida, pidiendo a Dios que, al llevarlo a cabo, los ministros de la Iglesia no se cansen de identificarse con los sentimientos de Cristo, Buen Pastor, saliendo al encuentro de todos con sus mismas entrañas de misericordia, para ofrecerles la luz de su Palabra. Así, el dinamismo de renovación interior llevará a sus compatriotas a revitalizar su amor al Señor, fuente de la que podrán surgir caminos que infundan una firme esperanza para vivir de manera responsable y gozosa la fe e irradiarla en cada ambiente (cf. Discurso Inaugural, 2).

5. Con espíritu paterno, consagren lo mejor de su ministerio a los presbíteros, diáconos y religiosos que están bajo su cuidado. Denles la atención que necesita su vida espiritual, intelectual y material, para que puedan vivir fiel y fecundamente su ministerio. Y si fuese necesaria, no ahorren con ellos la oportuna, clarificante y caritativa corrección y orientación. Pero, sobre todo, sean para ellos modelo de vida y entrega a la misión recibida de Cristo. Y no dejen de privilegiar el cultivo de las vocaciones y la formación inicial de los candidatos a las órdenes sagradas o a la vida religiosa, ayudándoles a discernir la verdad de la llamada de Dios, para que respondan a ella con generosidad y rectitud de intención. A este respecto, será oportuno que, siguiendo las orientaciones del Magisterio, propicien la revisión de los contenidos y métodos de su formación, con el deseo de que ella responda a los desafíos de la hora presente y a las necesidades y urgencias del Pueblo de Dios. Igualmente, es importante el fomento de una acertada pastoral juvenil, por medio de la cual las nuevas generaciones perciban con nitidez que Cristo las busca y desea ofrecerles su amistad (cf. Jn 15, 13-15). Él dio su vida para que tengan vida abundante, para que su corazón no se deje arrastrar por la mediocridad o por propuestas que acaban dejando el vacío y la tristeza tras de sí. Él desea ayudar a cuantos tienen el futuro por delante a realizar sus más nobles aspiraciones, para que aporten una savia fecunda a la sociedad, y así ésta avance por las sendas de la salvaguarda del medio ambiente, del ordenado progreso y la real solidaridad.

6. A pesar de algunos signos esperanzadores, la violencia continúa trayendo dolor, soledad, muerte e injusticia a muchos hermanos en Colombia. Al mismo tiempo que reconozco y agradezco la misión pastoral que, muchas veces en lugares llenos de dificultades y peligros, se está realizando en favor de tantas personas que sufren inicuamente en su amada Nación, les animo a seguir contribuyendo a la tutela de la vida humana y al cultivo de la paz, inspirándose para ello en el ejemplo de nuestro Salvador y suplicando humildemente su gracia. Siembren Evangelio y cosecharán reconciliación, sabiendo que, donde llega Cristo, la concordia se abre camino, el odio cede paso al perdón y la rivalidad se transforma en fraternidad.

7. Queridos hermanos en el Episcopado, al asegurarles una vez más mi cercanía y benevolencia, los encomiendo a cada uno de ustedes a la protección materna de María Santísima, en su advocación de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Que ella interceda por los ministros ordenados, los religiosos, las religiosas, los seminaristas, los catequistas y los fieles de cada una de sus arquidiócesis y diócesis, acrecentando en todos el deseo de amar y servir a su divino Hijo. A todos imparto de corazón una afectuosa Bendición Apostólica, prenda de copiosos favores celestiales.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
LOS NUEVOS OBISPOS, PARTICIPANTES EN UN CONGRESO
ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA LOS OBISPOS

Sala de lso Suizos del palacio pontificio de Castelgandolfo
Jueves 20 de septiembre de 2012



Queridos hermanos en el episcopado:

La peregrinación a la tumba de san Pedro, que habéis realizado en estos días de reflexión sobre el ministerio episcopal, asume este año un significado particular. En efecto, estamos en vísperas del Año de la fe, del 50º aniversario de la apertura del concilio Vaticano II y de la decimotercera Asamblea general del Sínodo de los obispos sobre el tema: «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Estos acontecimientos, a los que debe añadirse el vigésimo aniversario del Catecismo de la Iglesia católica, son ocasiones para reforzar la fe, de la que vosotros, queridos hermanos, sois maestros y heraldos (cf. Lumen gentium, 25). Os saludo a cada uno, y expreso profundo agradecimiento al cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los obispos, también por las palabras que me ha dirigido, y al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales. Reuniros en Roma, al inicio de vuestro servicio episcopal, es un momento propicio para hacer experiencia concreta de la comunicación y de la comunión entre vosotros; y en el encuentro con el Sucesor de Pedro, alimentar el sentido de responsabilidad hacia toda la Iglesia. En efecto, en cuanto miembros del Colegio episcopal debéis tener siempre una solicitud especial por la Iglesia universal, en primer lugar promoviendo y defendiendo la unidad de la fe. Jesucristo quiso confiar ante todo la misión del anuncio del Evangelio al cuerpo de los pastores —que deben colaborar entre sí y con el Sucesor de Pedro (cf. ib., 23)— para que llegue a todos los hombres. Esto es particularmente urgente en nuestro tiempo, que os llama a ser audaces al invitar a los hombres de todas las condiciones al encuentro con Cristo y a hacer más sólida la fe (cf. Christus Dominus, 12).

Vuestra preocupación prioritaria debe ser la de promover y sostener «un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe» (Porta fidei, 7). También en esto estáis llamados a favorecer y alimentar la comunión y la colaboración entre todas las realidades de vuestras diócesis. En efecto, la evangelización no es obra de algunos especialistas, sino de todo el pueblo de Dios, bajo la guía de los pastores. Cada fiel, en y con la comunidad eclesial, debe sentirse responsable del anuncio y del testimonio del Evangelio. El beato Juan XXIII, abriendo la gran asamblea del Vaticano II, planteaba «un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias», y por eso —añadía— «que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno» (Discurso de apertura del concilio ecuménico Vaticano II, 11 de octubre de 1962). Podríamos decir que la nueva evangelización inició precisamente con el Concilio, que el beato Juan XXIII veía como un nuevo Pentecostés que haría florecer a la Iglesia en su riqueza interior y extenderse maternalmente hacia todos los campos de la actividad humana (cf. Discurso de clausura del I período del Concilio, 8 de diciembre de 1962). Los efectos de ese nuevo Pentecostés, a pesar de las dificultades de los tiempos, se han prolongado, llegando a la vida de la Iglesia en cada una de sus expresiones: desde la institucional a la espiritual, desde la participación de los fieles laicos en la Iglesia al florecimiento carismático y de santidad. A este respecto, no podemos menos de pensar en el mismo beato Juan XXIII y en el beato Juan Pablo II, en tantas figuras de obispos, sacerdotes, consagrados y laicos, que han embellecido el rostro de la Iglesia en nuestro tiempo.

Esta herencia ha sido encomendada a vuestra solicitud pastoral. Tomad de este patrimonio de doctrina, de espiritualidad y de santidad para formar en la fe a vuestros fieles, para que su testimonio sea más creíble. Al mismo tiempo, vuestro servicio episcopal os pide que deis «razón de vuestra esperanza» (1 Pe 3, 15) a cuantos están en busca de la fe o del sentido último de la vida, en los cuales también «obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina» (Gaudium et spes, 22). Por tanto, os aliento a esforzaros para que a todos, según las diversas edades y condiciones de vida, se les presenten los contenidos esenciales de la fe, de forma sistemática y orgánica, para responder también a los interrogantes que plantea nuestro mundo tecnológico y globalizado. Son siempre actuales las palabras del siervo de Dios Pablo VI, que afirmaba: «Lo que importa es evangelizar —no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las culturas del hombre, (...) tomando siempre como punto de partida la persona y teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con Dios» (Evangelii nuntiandi, 20). Con este fin, es fundamental el Catecismo de la Iglesia católica, norma segura para la enseñanza de la fe y la comunión en el único credo. La realidad en que vivimos exige que el cristiano tenga una sólida formación.

La fe pide testigos creíbles, que confíen en el Señor y se encomienden a él para ser «signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo» (Porta fidei, 15). El obispo, primer testigo de la fe, acompaña el camino de los creyentes dando el ejemplo de una vida vivida en el abandono confiado en Dios. Por tanto, él, para ser maestro autorizado y heraldo de la fe, debe vivir en presencia del Señor, como hombre de Dios. En efecto, no se puede estar al servicio de los hombres, sin ser antes servidores de Dios. Que vuestro compromiso personal de santidad os lleve a asimilar cada día la Palabra de Dios en la oración y a alimentaros de la Eucaristía, para tomar de esta doble mesa la linfa vital para el ministerio. Que la caridad os impulse a estar cerca de vuestros sacerdotes, con ese amor paterno que sabe sostener, alentar y perdonar; ellos son vuestros primeros y valiosos colaboradores para llevar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios. De igual modo, la caridad del buen Pastor os hará estar atentos a los pobres y a los que sufren, para sostenerlos y consolarlos, así como para orientar a quienes han perdido el sentido de la vida. Estad particularmente cercanos a las familias: a los padres, ayudándolos a ser los primeros educadores de la fe de sus hijos; a los muchachos y a los jóvenes, para que puedan construir su vida sobre la roca sólida de la amistad con Cristo. Tened especial cuidado de los seminaristas, preocupándoos de que sean formados humana, espiritual, teológica y pastoralmente, para que las comunidades puedan tener pastores maduros y gozosos y guías seguros en la fe.

Queridos hermanos, el apóstol Pablo escribía a Timoteo: «Busca la justicia, la fe, el amor, la paz. (...) Uno que sirve al Señor no debe pelearse, sino ser amable con todos, hábil para enseñar, sufrido, capaz de corregir con dulzura» (2 Tim 2, 22-25). Recordando, a mí y a vosotros, estas palabras, imparto de corazón a cada uno la bendición apostólica, para que las Iglesias confiadas a vosotros, impulsadas por el viento del Espíritu Santo, crezcan en la fe y la anuncien con nuevo ardor por los caminos de la historia.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS FRANCESES
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Palacio pontificio de Castelgandolfo
Viernes 21 de septiembre



Señor cardenal,
queridos hermanos en el episcopado:

Gracias, eminencia, por sus palabras. Es la primera vez que nos encontramos desde mi visita apostólica de 2008 a vuestro hermoso país, tan querido en mi corazón. En aquella ocasión había querido destacar las raíces cristianas de Francia que, desde los orígenes, ha recibido el mensaje del Evangelio. Esta antigua herencia constituye un basamento sólido sobre el que fundar vuestros esfuerzos para seguir anunciando incansablemente la Palabra de Dios, con el espíritu que anima a la nueva evangelización, tema de la próxima Asamblea sinodal. Francia posee una larga tradición espiritual y misionera, hasta tal punto que el beato Juan Pablo II la definió «educadora de los pueblos» (Homilía, Le Bourget, 1 de junio de 1980). Los desafíos de una sociedad ampliamente secularizada invitan ahora a buscar una respuesta con valentía y optimismo, proponiendo con audacia e inventiva la novedad permanente del Evangelio.

En esta perspectiva, para estimular a los fieles de todo el mundo he propuesto el Año de la fe, recordando de este modo el 50º aniversario de la apertura de los trabajos del concilio Vaticano II: «El Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo» (Porta fidei, 6). La figura del buen Pastor que conoce a sus ovejas, sale en búsqueda de la que se perdió y las ama hasta dar su vida por ellas, es una de las más sugestivas del Evangelio (cf. Jn 10). Se aplica en primer lugar a los obispos en su solicitud por todos los fieles cristianos, pero también a los sacerdotes, sus colaboradores. El exceso de trabajo que grava sobre vuestros sacerdotes crea una obligación mayor de velar por «su bien material y, sobre todo, espiritual» (Presbyterorum ordinis, 7), puesto que vosotros habéis recibido la responsabilidad de la santidad de vuestros sacerdotes, sabiendo bien que, como os dije en Lourdes, «su vida espiritual es el fundamento de su vida apostólica» y, en consecuencia, garante de la fecundidad de todo su ministerio. Así pues, el obispo diocesano está llamado a manifestar una solicitud especial por sus sacerdotes (cf. Código de derecho canónico, can. 384) y, más en particular, por cuantos han recibido recientemente la ordenación y por cuantos están necesitados o son ancianos. No puedo dejar de alentar vuestros esfuerzos por acogerlos sin cansaros jamás, por actuar con ellos con corazón de padre y de madre y por considerarlos «como hijos y amigos» (Lumen gentium, 28). Os preocuparéis por poner a su disposición los medios que necesiten para alimentar su vida espiritual e intelectual y para que encuentren también el apoyo de la vida fraterna. Aprecio las iniciativas que habéis tomado en este sentido y que se presentan como una prolongación del Año sacerdotal, puesto bajo el patrocinio del santo cura de Ars. Ha sido una excelente ocasión para contribuir a desarrollar este aspecto espiritual de la vida del sacerdote. Proseguir en esa dirección no puede menos de producir gran beneficio a la santidad de todo el pueblo de Dios. En nuestros días los obreros del Evangelio son indudablemente pocos. Por tanto, es urgente pedir al Padre que envíe obreros a su mies (cf. Lc 10, 2). Es necesario rezar y hacer rezar con este fin, y os animo a seguir con mayor atención la formación de los seminaristas.

Queréis que los grupos parroquiales que estáis organizando consientan una mejor calidad de las celebraciones y una rica experiencia comunitaria, apelando al mismo tiempo a una nueva valorización del domingo. Lo habéis evidenciado en vuestra nota sobre «laicos en misión eclesial en Francia». Yo mismo he tenido la oportunidad de poner de relieve en diversas ocasiones este punto esencial para todo bautizado. Sin embargo, la solución de los problemas pastorales diocesanos que se presentan no debería limitarse a cuestiones organizativas, por más importantes que sean. Se corre el riesgo de acentuar la búsqueda de la eficacia con una especie de «burocratización de la pastoral», concentrándose en las estructuras, en la organización y en los programas, que pueden volverse «autorreferenciales», para uso exclusivo de los miembros de esas estructuras. Entonces, estas últimas tendrían escaso impacto en la vida de los cristianos alejados de la práctica regular. La evangelización, en cambio, requiere partir del encuentro con el Señor mediante un diálogo establecido en la oración; luego, concentrarse en el testimonio que hay que dar para ayudar a nuestros contemporáneos a reconocer y redescubrir los signos de la presencia de Dios. Sé también que por doquier en vuestro país se proponen a los fieles tiempos de adoración. Me alegro profundamente por ello y os animo a hacer de Cristo presente en la Eucaristía la fuente y el culmen de la vida cristiana (cf. Lumen gentium, 11). Es necesario, pues, que en la reorganización pastoral se confirme siempre la función del sacerdote que, «por estar unido al orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo» (Presbyterorum ordinis, 2).

Rindo homenaje a la generosidad de los laicos llamados a participar en oficios y encargos en la Iglesia (cf. Código de derecho canónico, can. 228, § 1), dando así prueba de una disponibilidad por la cual esta última está profundamente agradecida. Pero, por otra parte, es oportuno recordar que la tarea específica de los fieles laicos es la animación cristiana de las realidades temporales, dentro de las cuales actúan por iniciativa propia y de modo autónomo, a la luz de la fe y de la enseñanza de la Iglesia (cf. Gaudium et spes, 43). Por consiguiente, es necesario vigilar sobre el respeto de la diferencia existente entre el sacerdocio común de todos los fieles y el sacerdocio ministerial de cuantos han sido ordenados al servicio de la comunidad, diferencia no sólo de grado sino también de naturaleza (cf. Lumen gentium, 10). Por otro lado, es necesario permanecer fieles al depósito integral de la fe tal como la enseña el Magisterio auténtico y la profesa toda la Iglesia. En efecto, «la misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia» (Porta fidei, 10). Tal profesión de fe tiene en la liturgia su expresión más alta. Es importante que esta colaboración se sitúe siempre en el marco de la comunión eclesial en torno al obispo, que es su garante; comunión por la cual la Iglesia se manifiesta como una, santa, católica y apostólica.

Este año celebráis el sexto centenario del nacimiento de Juana de Arco. A este propósito, he subrayado que «uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política. Después de los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su vida pública: un año de acción y un año de pasión» (Audiencia general, 26 de enero de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de enero de 2011, p. 3). Tenéis en ella un modelo de santidad laical al servicio del bien común.

Además, desearía subrayar la interdependencia existente entre «la perfección de la persona humana y el desarrollo de la misma sociedad» (Gaudium et spes, 25), desde el momento que la familia «es el fundamento de la sociedad» (ib., 52). Esta última está amenazada en muchos lugares, como consecuencia de una concepción de la naturaleza humana que se demuestra deficiente. Defender la vida y la familia en la sociedad no es en absoluto un acto retrógrado, sino más bien profético, puesto que significa promover valores que permiten el pleno desarrollo de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26). Aquí estamos ante un verdadero desafío, que hay que aceptar. En efecto, «el bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 29).

Por otro lado, al obispo diocesano le corresponde el deber de «defender la unidad de la Iglesia universal» (Código de derecho canónico, can. 392, § 1), en la porción del pueblo de Dios que se le ha confiado, aunque dentro de ella se expresen legítimamente sensibilidades diversas que merecen ser objeto de igual solicitud pastoral. Las expectativas particulares de las nuevas generaciones exigen que se les proponga una catequesis adecuada, para que encuentren su propio lugar en la comunidad de los creyentes. Me agradó encontrarme con un número considerable de jóvenes franceses durante la Jornada mundial de la juventud, en Madrid, con muchos de sus pastores, signo de un nuevo dinamismo de la fe, que abre la puerta a la esperanza. Os animo a continuar vuestro compromiso tan prometedor, a pesar de las dificultades.

Para terminar, deseo expresar una vez más mi aliento por la iniciativa Diaconía 2013, mediante la cual queréis exhortar a vuestras comunidades diocesanas y locales, y también a todos los fieles, a volver a poner en el centro del dinamismo eclesial el servicio al hermano, en particular al más frágil. Que el servicio al hermano, arraigado en el amor a Dios, suscite en todos vuestros diocesanos la preocupación por contribuir, cada uno según sus propias posibilidades, a hacer de la humanidad, en Cristo, una única familia, fraterna y solidaria.

Queridos hermanos en el episcopado, conozco vuestro amor y vuestro servicio a la Iglesia, y doy gracias a Dios por los esfuerzos que realizáis cada día para anunciar y hacer eficaz en vuestras comunidades la palabra de vida del Evangelio. Que, por intercesión de la bienaventurada Virgen María, patrona de vuestro querido país, y la de las santas copatronas Juan de Arco y Teresa de Lisieux, Dios os bendiga y bendiga a Francia.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL COMITÉ EJECUTIVO
DE LA INTERNACIONAL DEMÓCRATA CRISTIANA

Sala de los Suizos del palacio pontificio de Castengandolfo
Sábado 22 de septiembre de 2012



Señor presidente,
honorables parlamentarios,
distinguidas señoras y señores:

Me alegra recibiros durante los trabajos del Comité ejecutivo de la Internacional Demócrata Cristiana, y deseo dirigir, ante todo, un cordial saludo a las numerosas delegaciones provenientes de tantas naciones del mundo. Saludo de manera especial al presidente, honorable Pier Ferdinando Casini, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Ha pasado un lustro de nuestro anterior encuentro y en este tiempo el compromiso de los cristianos en la sociedad no ha dejado de ser fermento vital para una mejora de las relaciones humanas y de las condiciones de vida. Este compromiso no debe experimentar pausas o repliegues, sino, al contrario, debe prodigarse con renovada vitalidad, en consideración a la persistencia y, en algunos casos, al agravamiento de las problemáticas que tenemos ante nosotros.

Una importancia creciente asume la actual situación económica, cuya complejidad y gravedad preocupan justamente, pero ante la cual el cristiano está llamado a actuar y a expresarse con espíritu profético, es decir, debe ser capaz de captar en las transformaciones en acto la presencia incesante pero misteriosa de Dios en la historia, asumiendo así con realismo, confianza y esperanza las nuevas responsabilidades emergentes. «La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso... De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo» (Caritas in veritate, 21).

En esta clave, confiada y no resignada, el compromiso civil y político puede recibir un nuevo estímulo e impulso en la búsqueda de un sólido fundamento ético, cuya ausencia en el campo económico ha contribuido a crear la actual crisis financiera global (cf. Discurso a la Westminster Hall, Londres, 17 de septiembre de 2010). Por tanto, la contribución política e institucional que podéis dar no podrá limitarse a responder a las urgencias de una lógica de mercado, sino que deberá seguir considerado central e imprescindible la búsqueda del bien común, entendido rectamente, así como la promoción y la tutela de la dignidad inalienable de la persona humana. Hoy resuena más actual que nunca la enseñanza conciliar según la cual «el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario» (Gaudium et spes, 26). Este orden de la persona «tiene por base la verdad, se edifica en la justicia» y «es vivificado por el amor» (Catecismo de la Iglesia católica, 1912); y su discernimiento no puede proceder sin una constante atención a la Palabra de Dios y al magisterio de la Iglesia, particularmente por parte de quienes, como vosotros, inspiran su actividad en los principios y en los valores cristianos.

Por desgracia, son muchos y rumorosos los ofrecimientos de respuestas rápidas, superficiales y de poco alcance para las necesidades más fundamentales y profundas de la persona. Esto hace que sea tristemente actual la advertencia del Apóstol, cuando pone en guardia a su discípulo Timoteo sobre el tiempo «en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3).

Los ámbitos en los que se ejerce este discernimiento decisivo son precisamente los que conciernen a los intereses más vitales y delicados de la persona, allí donde tienen lugar las opciones fundamentales inherentes al sentido de la vida y a la búsqueda de la felicidad. Por lo demás, tales ámbitos no están separados, sino profundamente vinculados, subsistiendo entre ellos un evidente «continuum» constituido por el respeto de la dignidad trascendente de la persona humana (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 1929), enraizada en su ser imagen del Creador y fin último de toda justicia social auténticamente humana. El respeto de la vida en todas sus fases, desde la concepción hasta su ocaso natural —con el consiguiente rechazo del aborto procurado, de la eutanasia y de toda práctica eugenésica—, es un compromiso que se relaciona efectivamente con el del respeto del matrimonio, como unión indisoluble entre un hombre y una mujer y como fundamento a su vez de la comunidad de vida familiar. En la familia, «fundada en el matrimonio y abierta a la vida» (Discurso a las autoridades, Milán, 2 de junio de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 2012, p. 7), la persona experimenta la comunión, el respeto y el amor gratuito, recibiendo al mismo tiempo —del niño, del enfermo, del anciano— la solidaridad que necesita. Y la familia también constituye el principal y más decisivo ámbito educativo de la persona, a través de los padres que se ponen al servicio de los hijos para ayudarles a sacar («e-ducere») lo mejor de sí. De ahí que la familia, célula originaria de la sociedad, es raíz que alimenta no sólo a cada persona sino también las mismas bases de la convivencia social. Por eso el beato Juan Pablo II había incluido correctamente entre los derechos humanos el «derecho a vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad» (Centesimus annus, 44).

En consecuencia, un auténtico progreso de la sociedad humana no podrá prescindir de políticas de tutela y promoción del matrimonio y de la comunidad que deriva de él, políticas que no sólo los Estados sino también la misma comunidad internacional deben adoptar para invertir la tendencia de un creciente aislamiento del individuo, causa de sufrimiento y aridez tanto para el individuo como para la misma comunidad.

Honorables señoras y señores, aunque es verdad que de la defensa y promoción de la dignidad de la persona humana «son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia» (Catecismo de la Iglesia católica, 1929), también es verdad que tal responsabilidad concierne de modo particular a cuantos están llamados a desempeñar un papel de representación. Ellos, especialmente si están animados por la fe cristiana, deben «dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar» (Gaudium et spes, 31). En este sentido, resuena con provecho la amonestación del libro de la Sabiduría, según la cual «un juicio implacable espera a los que están en lo alto» (Sb 6, 5); pero no es una advertencia dada para atemorizar, sino para impulsar y alentar a los gobernantes, a cualquier nivel, para que realicen todas las posibilidades de bien de que son capaces, según la medida y la misión que el Señor confía a cada uno.

Deseo, pues, que cada uno de vosotros prosiga con entusiasmo y decisión su compromiso personal y público, y aseguro el recuerdo en la oración para que Dios os bendiga a vosotros y a vuestros familiares. Gracias por la atención.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA OBRA AGUSTINUS, «UN MOSAICO DE SONIDOS»,
OFRECIDA EN SU HONOR POR LA DIÓCESIS DE WÜRZBURG

Patio del palacio pontificio de Castelgandolfo
Miércoles 26 de septiembre de 2012



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y el sacerdocio,
querido obispo Hofmann, querido obispo Scheele,
ilustres músicos,
queridos huéspedes provenientes de Würzburg y de Franconia,
amables señoras y señores:

La ejecución de una obra sobre san Agustín aquí, en Castelgandolfo, es seguramente algo único. Doy las gracias de corazón a todos los que esta tarde han hecho posible este evento. Mi agradecimiento particular a usted, querido monseñor Hofmann, al Augustinus-Institut y a la diócesis de Würzburg, por el regalo que me habéis hecho de este concierto en el ámbito del simposio internacional sobre Agustín que se celebra en el Augustinianum de Roma.

Ante todo, doy las gracias a los artistas —al maestro de capilla profesor Martin Berger, a los solistas, al coro de cámara de la catedral de Würzburg y a todos los músicos— por su magistral ejecución. A todos vosotros, de corazón, un Vergelt´s Gott (Dios os lo pague).

El título de esta obra sobre san Agustín la define «un mosaico en sonidos». En siete imágenes musicales, compuestas a su vez por diversas voces, cantos y melodías, se ha pintado, de manera impresionante, un retrato de san Agustín en sonidos. Es un mosaico. Algunas piedras resplandecen según cómo cae la luz y el punto de observación, pero sólo en su conjunto se revela la imagen. Este mosaico representa la grandeza y la complejidad del hombre y del teólogo Agustín, que se aparta de cualquier tipo de clasificación y sistematización tendentes a evidenciar excesivamente sólo aspectos singulares. Así, esta composición nos dice que, si queremos conocer verdaderamente a Agustín, jamás deberemos perder de vista, mientras nos ocupamos de los detalles, el conjunto de su pensamiento, de su obra y de su persona.

La actualidad del gran Padre latino de la Iglesia es permanente. También esto nos ha demostrado, una vez más, la obra sobre Agustín que hemos escuchado. Las siete imágenes nos han permitido conocer al obispo de Hipona a través del lenguaje musical contemporáneo. Hay que destacar que lo han hecho sin hacer aparecer al mismo personaje principal. Pero precisamente por esta «ausencia» suya, Agustín se hace presente y está «sin sujeción al tiempo». La lucha del hombre y su búsqueda de lo más íntimo para él, la búsqueda de la verdad, la búsqueda de Dios, es valedera en todas las épocas; no sólo concierne a un rector y maestro de gramática en medio de los conflictos y transformaciones de la tarda antigüedad, sino también a todos los hombres en todos los tiempos. Y así, al final de la obra, encontramos las famosas palabras introductorias de las Confesiones que han resonado en diversas lenguas: «...Magnus es, Domine, et laudibils valde: magna virtus tua este sapientiae tuae non est numerus... Quaerentes enim inveniunt eum et invenientes laudabunt eum», «Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu virtud y tu sabiduría, incalculable... Alabarán al Señor los que lo buscan, porque buscándolo lo encuentran, y encontrándolo lo alabarán» (I, 1, 1).

Mi gratitud va una vez más a los promotores de esta velada dedicada a la figura de san Agustín, a los músicos y a cuantos han contribuido a la realización de este concierto. Gracias por vuestra generosa ofrenda y por el precioso regalo. Saludo también a todos los participantes en el simposio internacional sobre san Agustín que, durante estos días, se está celebrando en la sede del Instituto patrístico Augustinianum de Roma. Que vuestro simposio sobre la relación entre las culturas en el De civitate Dei contribuya de manera fecunda a profundizar el pensamiento del santo obispo de Hipona y a reconocer su actualidad para las cuestiones y los desafíos que se nos presentan hoy. A todos imparto de corazón mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXXII CONGRESO INTERNACIONAL
DE MEDICINA DEL DEPORTE

Sala de los Suizos del palacio pontificio de Castelgandolfo
jueves 27 de septiembre de 2012



Distinguidos huéspedes,
queridos amigos:

Me alegra recibiros en Castelgandolfo a vosotros, representantes del trigésimo segundo Congreso mundial de medicina del deporte, mientras, por primera vez en vuestra historia, celebráis vuestro encuentro bienal en Roma. También deseo agradecer al doctor Maurizio Casasco las amables palabras expresadas en vuestro nombre.

En esta ocasión me ha parecido oportuno proponeros algunas reflexiones sobre el cuidado de los atletas y de cuantos participan en el deporte. He sabido que vosotros, presentes aquí en el congreso, provenís de ciento diecisiete países de los cinco continentes, y vuestra diversidad es un signo importante de la presencia de lo atlético en las culturas, en las regiones y en las diversas circunstancias. También es una importante indicación de la capacidad que tienen el deporte y los esfuerzos atléticos de unir a las personas y a los pueblos en la búsqueda común de una pacífica excelencia competitiva. Los recientes juegos olímpicos y paralímpicos en Londres lo demostraron claramente. El interés universal y la importancia de lo atlético y de la medicina del deporte también se ven justamente reflejados en el tema de vuestro congreso de este año, que trata sobre las implicaciones a nivel mundial de vuestro trabajo y de su aptitud para inspirar a muchas personas en todo el mundo.

Como el doctor Casasco ha destacado exactamente en su discurso, vosotros, como médicos especialistas, reconocéis que el punto de partida de todo vuestro trabajo es cada atleta al que servís. Del mismo modo que el deporte es algo más que una simple competición; cada deportista, hombre o mujer, es más que un mero competidor: posee una capacidad moral y espiritual que el deporte y la medicina del deporte deben enriquecer y profundizar. Pero a veces el éxito, la fama, las medallas y la búsqueda de dinero se convierten en la principal o, incluso, en la única motivación de los participantes.

De vez en cuando ha sucedido que la victoria a toda costa ha prevalecido sobre el verdadero espíritu deportivo y ha llevado al abuso y al uso equivocado de los medios de que dispone la medicina moderna.

Vosotros, como expertos en medicina del deporte, sois conscientes de tal tentación, y sé que estáis examinando esta importante cuestión en vuestro congreso. Lo hacéis porque también vosotros sabéis con certeza que las personas a las que cuidáis son individuos únicos y capacitados, prescindiendo de las capacidades atléticas, y que están llamados a la perfección moral y espiritual antes que a cualquier resultado físico. De hecho, en su primera carta a los Corintios, san Pablo observa que la excelencia espiritual y la excelencia atlética están estrechamente unidas, y exhorta a los creyentes a entrenarse en la vida espiritual. «Pero un atleta —dice— se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita» (1 Co 9, 25). Por eso, queridos amigos, os exhorto a seguir teniendo presente la dignidad de aquellos a quienes asistís con vuestro trabajo médico profesional. De tal modo, seréis agentes no sólo de curación física y de excelencia atlética, sino también de regeneración moral, espiritual y cultural.

Así como el Señor mismo se encarnó y se hizo hombre, así también toda persona humana está llamada a reflejar perfectamente la imagen y la semejanza de Dios. Por tanto, rezo por vosotros y por aquellos que se benefician de vuestro trabajo, para que vuestro compromiso lleve a apreciar cada vez más profundamente la belleza, el misterio y las aptitudes de toda persona humana, atléticas o de otro tipo, físicamente hábil o con discapacidad. Ojalá que vuestra profesionalidad, vuestro consejo y vuestra amistad beneficien a todos aquellos a quienes estáis llamados a servir. Con estas reflexiones, invoco sobre vosotros y sobre todas las personas a las que servís abundantes bendiciones de Dios. Gracias.


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Congedo dai Dipendenti delle Ville Pontificie (28 settembre 2012)

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Congedo dalle Comunità di Castel Gandolfo (29 settembre 2012)

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XIII ASAMBLEA GENERAL DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA PRIMERA CONGREGACIÓN GENERAL

Aula del Sínodo
Lunes 8 de octubre de 2012



Queridos hermanos:

Mi meditación trata sobre la palabra «evangelium» «euangelisasthai» (cf. Lc 4, 18). En este Sínodo queremos conocer mejor lo que nos dice el Señor y qué podemos o debemos hacer nosotros. Se divide en dos partes: la primera reflexión sobre el significado de estas palabras, y luego deseo intentar interpretar el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spìritus», en la página 5 del Libro de oración.

La palabra «evangelium» «euangelisasthai» tiene una larga historia. Aparece en Homero: es anuncio de una victoria, y, por lo tanto, anuncio de un bien, de alegría, de felicidad. Aparece luego en el Segundo Isaías (cf. Is 40, 9) como voz que anuncia la alegría de Dios, como voz que hace comprender que Dios no ha olvidado a su pueblo, que Dios, quien aparentemente se había retirado de la historia, está presente. Y Dios tiene poder, Dios da alegría, abre las puertas del exilio; después de la larga noche el exilio, aparece su luz y da al pueblo la posibilidad de regresar, renueva la historia del bien, la historia de su amor. En este contexto de la evangelización, aparecen sobre todo tres palabras: dikaiosyne, eirene, soteria —justicia, paz, salvación—. Jesús mismo retomó las palabras de Isaías en Nazaret, al hablar de este «Evangelio» que lleva precisamente ahora a los excluidos, a los encarcelados, a los que sufren y a los pobres.

Pero para el significado de la palabra «evangelium» en el Nuevo Testamento, además de esto —el Deutero Isaías que abre la puerta—, es importante también el uso que hizo de la palabra el Imperio romano, empezando por el emperador Augusto. Aquí el término «evangelium» indica una palabra, un mensaje que viene del Emperador. El mensaje del emperador —como tal— es positivo: es renovación del mundo, es salvación. El mensaje imperial es, como tal, un mensaje de potencia y de poder; es un mensaje de salvación, de renovación y de salud. El Nuevo Testamento acepta esta situación. San Lucas compara explícitamente al Emperador Augusto con el Niño nacido en Belén: «evangelium» —dice— sí, es una palabra del Emperador, del verdadero Emperador del mundo. El verdadero Emperador del mundo se ha hecho oír, habla con nosotros. Este hecho, como tal, es redención, porque el gran sufrimiento del hombre —entonces como ahora— es precisamente este: Detrás del silencio del universo, detrás de las nubes de la historia ¿existe un Dios o no existe? Y, si existe este Dios, ¿nos conoce, tiene algo que ver con nosotros? Este Dios es bueno, y la realidad del bien ¿tiene poder en el mundo o no? Esta pregunta es hoy tan actual como lo era en aquel tiempo. Mucha gente se pregunta: ¿Dios es una hipótesis o no? ¿Es una realidad o no? ¿Por qué no se hace oír? «Evangelio» quiere decir: Dios ha roto su silencio, Dios ha hablado, Dios existe. Este hecho, como tal, es salvación: Dios nos conoce, Dios nos ama, ha entrado en la historia. Jesús es su Palabra, el Dios con nosotros, el Dios que nos muestra que nos ama, que sufre con nosotros hasta la muerte y resucita. Este es el Evangelio mismo. Dios ha hablado, ya no es el gran desconocido, sino que se ha mostrado y esta es la salvación.

La cuestión para nosotros es: Dios ha hablado, ha roto verdaderamente el gran silencio, se ha mostrado, pero ¿cómo podemos hacer llegar esta realidad al hombre de hoy, para que se convierta en salvación? El hecho de que Dios haya hablado, de por sí, es la salvación, es la redención. ¿Pero cómo puede saberlo el hombre? Me parece que este punto es un interrogante, pero también una pregunta, un mandato para nosotros: podemos encontrar respuesta meditando el himno de la hora Tercia «Nunc, Sancte, nobis Spiritus». La primera estrofa dice: «Dignàre promptus ingeri nostro refusus, péctori», es decir, rezamos para que venga el Espíritu Santo, para que esté en nosotros y con nosotros. Con otras palabras: nosotros no podemos hacer la Iglesia, sólo podemos dar a conocer lo que ha hecho él. La Iglesia no comienza con nuestro «hacer», sino con el «hacer» y el «hablar» de Dios. De este modo, después de algunas asambleas, los Apóstoles no dijeron: ahora queremos crear una Iglesia, y con la forma de una asamblea constituyente habrían elaborado una constitución. No, ellos rezaron y en oración esperaron, porque sabían que sólo Dios mismo puede crear su Iglesia, de la que Dios es el primer agente: si Dios no actúa, nuestras cosas son sólo nuestras cosas y son insuficientes; sólo Dios puede testimoniar que es Él quien habla y quien ha hablado. Pentecostés es la condición del nacimiento de la Iglesia: sólo porque Dios había actuado antes, los Apóstoles pueden obrar con Él y con su presencia, y hacer presente lo que Él hace. Dios ha hablado y este «ha hablado» es el perfecto de la fe, pero también es siempre un presente: lo perfecto de Dios no es sólo un pasado, porque es un pasado verdadero que lleva siempre en sí el presente y el futuro. Dios ha hablado quiere decir: «habla». Y, como en aquel tiempo, sólo con la iniciativa de Dios podía nacer la Iglesia, podía ser conocido el Evangelio, el hecho de que Dios ha hablado y habla, así también hoy sólo Dios puede comenzar, nosotros podemos sólo cooperar, pero el inicio debe venir de Dios. Por ello, no es una mera formalidad si comenzamos cada día nuestra Asamblea con la oración: esto responde a la realidad misma. Sólo el proceder de Dios hace posible nuestro caminar, nuestro cooperar, que es siempre un cooperar, no una pura decisión nuestra. Por ello es siempre importante saber que la primera palabra, la iniciativa auténtica, la actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también nosotros llegar a ser —con Él y en Él— evangelizadores. Dios siempre es el comienzo, y siempre sólo él puede hacer Pentecostés, puede crear la Iglesia, puede mostrar la realidad de su estar con nosotros. Pero, por otra parte, este Dios, que es siempre el principio, quiere también nuestra participación, quiere que participemos con nuestra actividad, de modo que nuestras actividades sean teándricas, es decir, hechas por Dios, pero con nuestra participación e implicando nuestro ser, toda nuestra actividad.

Por lo tanto, cuando hagamos nosotros la nueva evangelización es siempre cooperación con Dios, está en el conjunto con Dios, está fundada en la oración y en su presencia real.

Ahora, este obrar nuestro, que sigue la iniciativa de Dios, lo encontramos descrito en la segunda estrofa de este himno: «Os, lingua, mens, sensus, vigor, confessionem personent, flammescat igne caritas, accendat ardor proximos». Aquí tenemos, en dos líneas, dos sustantivos determinantes: «confessio» en las primeras líneas, y «caritas» en las segundas dos líneas. «Confessio» y «caritas», como los dos modos con los cuales Dios nos implica, nos hace obrar con Él, en Él y para la humanidad, para su criatura: «confessio» y «caritas». Y se agregan los verbos: en el primer caso «personent» y en el segundo «caritas» interpretado con la palabra fuego, ardor, encender, echar llamas.

Veamos el primero: «confessionem personent». La fe tiene un contenido: Dios se comunica, pero este Yo de Dios se muestra realmente en la figura de Jesús y se interpreta en la «confesión» que nos habla de su concepción virginal del Nacimiento, de la Pasión, de la Cruz, de la Resurrección. Este mostrarse de Dios es toda una Persona: Jesús como el Verbo, con un contenido muy concreto que se expresa en la «confessio». Por lo tanto, el primer punto es que nosotros debemos entrar en esta «confesión», compenetrarnos, de tal modo que «personent» —como dice el himno— en nosotros y a través de nosotros. Aquí es importante observar también un pequeña realidad filológica: «confessio» en el latín precristiano no se diría «confessio» sino «professio» (profiteri): esto es el presentar positivamente una realidad. En cambio la palabra «confessio» se refiere a la situación en un tribunal, en un proceso donde uno abre su mente y confiesa. En otras palabras, esta palabra «confessio», que en el latín cristiano sustituyó a la palabra «professio», lleva en sí el elemento martirológico, el elemento de dar testimonio ante instancias enemigas a la fe, dar testimonio incluso en situaciones de pasión y de peligro de muerte. A la confesión cristiana pertenece esencialmente la disponibilidad a sufrir: esto me parece muy importante. En la esencia de la «confessio» de nuestro Credo, está siempre incluida también la disponibilidad a la pasión, al sufrimiento, es más, a la entrega de la vida. Precisamente esto garantiza la credibilidad: la «confessio» no es una cosa que incluso se pueda dejar pasar; la «confessio» implica la disponibilidad a dar mi vida, aceptar la pasión. Esto es precisamente también la verificación de la «confessio». Se ve que para nosotros la «confessio» no es una palabra, es más que el dolor, es más que la muerte. Por la «confessio» realmente vale la pena sufrir, vale la pena sufrir hasta la muerte. Quien hace esta «confessio» verdaderamente demuestra de este modo que cuanto confiesa es más que vida: es la vida misma, el tesoro, la perla preciosa e infinita. Precisamente en la dimensión martirológica de la palabra «confessio» aparece la verdad: se verifica solamente para una realidad por la cual vale la pena sufrir, que es más fuerte incluso que la muerte, y demuestra que es la verdad que tengo en la mano, que estoy más seguro, que «guío» mi vida porque encuentro la vida en esta confesión.

Veamos ahora dónde debería penetrar esta «confesión»: «Os, lingua, mens, sensus, vigor». Por san Pablo, Carta a los Romanos 10, sabemos que la ubicación de la «confesión» está en el corazón y en la boca: debe estar en lo profundo del corazón, pero también debe ser pública; la fe que se lleva en el corazón debe ser anunciada: nunca es sólo una realidad en el corazón, sino que tiende a ser comunicada, a ser realmente confesada ante los ojos del mundo. De este modo, debemos aprender, por una parte, a ser realmente —digamos— penetrados en el corazón por la «confesión», así se forma nuestro corazón, y desde el corazón encontrar también, junto con la gran historia de la Iglesia, la palabra y la valentía de la palabra, y la palabra que indica nuestro presente, esta «confesión» que sin embargo es siempre una. «Mens»: la «confesión» no es sólo cuestión del corazón y de la boca, sino también de la inteligencia; debe ser pensada y así, pensada e inteligentemente concebida, llega al otro y significa que mi pensamiento está situado realmente en la «confesión». «Sensus»: no es algo puramente abstracto e intelectual, la «confessio» debe penetrar incluso los sentidos de nuestra vida. San Bernardo de Claraval nos dijo que Dios, en su revelación, en la historia de salvación, dio a nuestros sentidos la posibilidad de ver, de tocar, de gustar la revelación. Dios ya no es algo sólo espiritual: ha entrado en el mundo de los sentidos y nuestros sentidos deben estar llenos de este gusto, de esta belleza de la Palabra de Dios, que es realidad. «Vigor»: es la fuerza vital de nuestro ser y también el vigor jurídico de una realidad. Con toda nuestra vitalidad y fuerza, debemos ser penetrados por la «confessio», que debe realmente «personare»; la melodía de Dios debe entonar nuestro ser en su totalidad.

«Confessio» es la primera columna —por decirlo así— de la evangelización, y la segunda es «caritas». La «confessio» no es algo abstracto, es «caritas», es amor. Sólo así es verdaderamente reflejo de la verdad divina, que como verdad es inseparablemente también amor. El texto describe, con palabras muy fuertes, este amor: es ardor, es llama, enciende a los demás. Hay una pasión en nosotros que debe crecer desde la fe, que debe transformarse en el fuego de la caridad. Jesús nos dijo: He venido a traer fuego a la tierra y cómo deseo que ya arda. Orígenes nos transmitió una palabra del Señor: «Quien está cerca de mí, está cerca del fuego». El cristiano no debe ser tibio. El Apocalipsis nos dice que este es el mayor peligro del cristiano: que no diga no, sino un sí muy tibio. Precisamente esta tibieza desacredita al cristianismo. La fe debe convertirse en llama del amor, llama que encienda realmente mi ser, se convierta en la gran pasión de mi ser, y así encienda al prójimo. Este es el modo de la evangelización: «Accéndat ardor proximos», que la verdad se convierta en mí en caridad y la caridad encienda como fuego también al otro. Sólo en este encender al otro a través de la llama de nuestra caridad, crece realmente la evangelización, la presencia del Evangelio, que ya no es sólo una palabra, sino realidad vivida.

San Lucas nos relata que en Pentecostés, en esta fundación de la Iglesia de Dios, el Espíritu Santo era fuego que transformó el mundo, pero fuego en forma de lengua, es decir fuego que sin embargo también es razonable, que es espíritu, que es también comprensión; fuego que está unido al pensamiento, a la «mens». Y precisamente este fuego inteligente, esta «sobria ebrietas», es característico del cristianismo. Sabemos que el fuego está en el inicio de la cultura humana; el fuego es luz, es calor, es fuerza de transformación. La cultura humana comienza en el momento en que el hombre tiene el poder de crear el fuego: con el fuego puede destruir, pero con el fuego puede también transformar, renovar. El fuego de Dios es fuego transformador, fuego de pasión —ciertamente— que también destruye muchas cosas en nosotros, que lleva a Dios, pero sobre todo fuego que transforma, renueva y crea una novedad en el hombre, que en Dios se convierte en luz.

De este modo, al final sólo podemos pedir al Señor que la «confessio» esté en nosotros profundamente arraigada y que se convierta en fuego que encienda a los demás; así el fuego de su presencia, la novedad de su estar con nosotros, se hace realmente visible y fuerza del presente y del futuro.


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APERTURA DEL AÑO DE LA FE

BENDICIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PROCESIÓN DE ANTORCHAS
ORGANIZADA POR LA ACCIÓN CATÓLICA ITALIANA

Desde la ventana de su apartamento - Palacio Apostólico
Jueves 11 de octubre de 2012

[Vídeo]
Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas:

Buenas tardes a todos y gracias por haber venido. Gracias también a la Acción Católica italiana que ha organizado esta procesión de antorchas.

Hace cincuenta años, en este día, yo también estuve aquí en esta plaza, mirando a esta ventana, donde apareció el buen Papa, el beato Papa Juan XXIII; y nos habló con palabras inolvidables, palabras llenas de poesía, de bondad, palabras del corazón.

Estábamos felices —diría— y llenos de entusiasmo. El gran concilio ecuménico se inauguraba; estábamos seguros de que debía llegar una nueva primavera para la Iglesia, un nuevo Pentecostés, con una nueva presencia fuerte de la gracia liberadora del Evangelio.

También hoy estamos felices, traemos la alegría en nuestro corazón, pero diría una alegría tal vez más sobria, una alegría humilde. En estos cincuenta años hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se traduce, siempre de nuevo, en pecados personales, que pueden también convertirse en estructuras de pecado. Hemos visto que en el campo del Señor está siempre también la cizaña. Hemos visto que en las redes de Pedro se encuentran también peces malos. Hemos visto que la fragilidad humana está presente igualmente en la Iglesia, que la barca de la Iglesia navega también con viento contrario, con tempestades que amenazan la nave, y que algunas veces hemos pensado: «El Señor duerme y se ha olvidado de nosotros».

Esta es una parte de las experiencias vividas en estos cincuenta años, pero hemos tenido también, una nueva experiencia de la presencia del Señor, de su bondad, de su fuerza. El fuego del Espíritu Santo, el fuego de Cristo no es un fuego devorador, destructivo; es un fuego silencioso, es una pequeña llama de bondad, de bondad y de verdad, que transforma, da luz y calor. Hemos visto que el Señor no nos olvida. También hoy con su modo humilde, el Señor está presente y da calor a los corazones, da vida, crea carismas de bondad y de caridad que iluminan el mundo y son para nosotros garantía de la bondad de Dios. Sí, Cristo vive, también hoy está con nosotros, y podemos ser felices también hoy, porque su bondad no se apaga; es fuerte también hoy.

Para terminar, me atrevo a hacer mías las palabras inolvidables del Papa Juan XXIII: «Id a vuestras casas, dad un beso a los niños y decidles que es un beso del Papa».

En este sentido, de todo corazón os imparto mi bendición: «Bendito sea el nombre del Señor...».


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ENCUENTRO CON LOS OBISPOS QUE PARTICIPARON
EN EL CONCILIO VATICANO II
Y UN GRUPO DE PRESIDENTES DE CONFERENCIAS EPISCOPALES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Clementina
Viernes 12 de octubre de 2012



Venerados y queridos hermanos:

Nos encontramos reunidos hoy, después de la solemne celebración que ayer nos congregó en la plaza de San Pedro. El saludo cordial y fraterno que deseo ahora dirigiros nace de la comunión profunda que sólo la celebración eucarística es capaz de crear. En ella, se hacen visibles, casi tangibles, los vínculos que nos unen como miembros del Colegio episcopal, reunidos con el Sucesor de Pedro.

En vuestros rostros, queridos patriarcas y arzobispos de las Iglesias orientales católicas, queridos presidentes de las Conferencias episcopales del mundo, veo también a los cientos de obispos que en todas las regiones de la tierra están comprometidos en el anuncio del Evangelio y en el servicio a la Iglesia y al hombre, en obediencia al mandato recibido de Cristo. Pero un saludo especial quiero dirigiros a vosotros hoy, queridos hermanos que habéis tenido la gracia de participar en calidad de padres en el concilio ecuménico Vaticano II. Agradezco al cardenal Arinze, quien se ha hecho intérprete de vuestros sentimientos, y en este momento, tengo presente en la oración y en el afecto a todo el grupo —casi setenta— de obispos todavía vivos, que participaron en los trabajos conciliares. Al responder a la invitación para esta conmemoración, en la cual no han podido estar presentes por causa de avanzada edad y de salud, muchos de ellos han recordado con palabras conmovedoras aquellos días, asegurando la unión espiritual en este momento, también con la ofrenda del propio sufrimiento.

Son muchos los recuerdos que surgen en nuestra mente, y que cada uno tiene bien impresos en el corazón, respecto a aquel período tan vivaz, rico y fecundo que fue el Concilio. No quiero, sin embargo, extenderme demasiado, pero retomando algunos elementos de mi homilía de ayer quisiera recordar solamente cómo una palabra, lanzada por el beato Juan XXIII casi de modo programático, regresaba continuamente en los trabajos conciliares: la palabra «aggiornamento» (actualización).

A cincuenta años de distancia de la apertura de aquella solemne Asamblea de la Iglesia, alguno se preguntará si esa expresión no haya sido tal vez desde el principio en absoluto feliz. Creo que la elección de las palabras podría ser discutida por horas y se encontrarían opiniones continuamente discordantes, pero estoy convencido de que la intuición que tenía el beato Juan XXIII, que resumió con esta palabra, ha sido y sigue siendo todavía exacta. El cristianismo no debe considerarse como «una cosa del pasado», ni debe vivirse con la mirada puesta constantemente «en el pasado», porque Jesucristo es ayer, hoy y para la eternidad (cf. Hb 13, 8). El cristianismo está marcado por la presencia del Dios eterno, que entró en el tiempo y está presente en cada momento, porque cada momento fluye de su poder creador, de su eterno «hoy».

Por ello el cristianismo es siempre nuevo. No debemos nunca verlo como un árbol plenamente desarrollado a partir de la semilla de mostaza del Evangelio, que creció, que dio sus frutos y un buen día envejeció llegando al ocaso de su energía vital. El cristianismo es un árbol que, por decirlo así, está en perenne «aurora», es siempre joven. Y esta actualidad, este «aggiornamento», no significa ruptura con la tradición, sino que expresa la continua vitalidad. No significa reducir la fe rebajándola a la moda de los tiempos, al modelo de lo que nos gusta, a aquello que agrada la opinión pública, sino todo lo contrario: precisamente como hicieron los padres conciliares, debemos llevar el «hoy» que vivimos a la medida del acontecimiento cristiano, debemos llevar el «hoy» de nuestro tiempo al «hoy» de Dios.

El Concilio fue un tiempo de gracia en que el Espíritu Santo nos enseñó que la Iglesia, en su camino en la historia, debe siempre hablar al hombre contemporáneo, pero esto sólo puede ocurrir por la fuerza de aquellos que tienen raíces profundas en Dios, se dejan guiar por Él y viven con pureza la propia fe; no viene de quien se adapta al momento que pasa, de quien escoge el camino más cómodo. El Concilio lo tenía bien claro, cuando en la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium, en el número 49, afirmó que todos en la Iglesia están llamados a la santidad según las palabras del Apóstol Pablo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1 Tes 4, 3). La santidad muestra el verdadero rostro de la Iglesia, hace entrar el «hoy» eterno de Dios en el «hoy» de nuestra vida, en el «hoy» del hombre de nuestra época.

Queridos hermanos en el episcopado, la memoria del pasado es preciosa, pero nunca es un fin en sí misma. El Año de la fe que hemos comenzado ayer nos sugiere el modo mejor de recordar y conmemorar el Concilio: concentrarnos en el corazón de su mensaje, que por lo demás no es otro que el mensaje de la fe en Jesucristo, único Salvador del mundo, proclamado al hombre de nuestro tiempo.

También hoy lo importante y esencial es llevar el rayo del amor de Dios al corazón y a la vida de cada hombre y de cada mujer, y conducir a los hombres y mujeres de toda época hacia Dios.

Deseo vivamente que todas las Iglesias particulares encuentren en la celebración de este Año la ocasión para el siempre necesario retorno a la fuente viva del Evangelio, al encuentro transformador con la persona de Jesucristo. Gracias.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN EL TRADICIONAL ALMUERZO
CON LOS PADRES SINODALES

Sala Pablo VI
Viernes 12 de octubre de 2012



Santidad,
Su Gracia,
queridos hermanos:

Para empezar desearía anunciar un poco de gracia; o sea, esta tarde comenzaremos no a las cuatro y media —me parece inhumano—, sino a las seis menos cuarto.

Es una bella tradición creada por el beato Papa Juan Pablo II la de coronar el Sínodo con un almuerzo en común. Para mí es una gran alegría que a mi derecha esté Su Santidad Bartolomé, patriarca ecuménico de Constantinopla, y al otro lado el arzobispo Rowan Williams, de la Comunión anglicana.

Para mí esta comunión es un signo de que estamos en camino hacia la unidad y de que en el corazón vamos adelante. El Señor nos ayudará a ir adelante también exteriormente. Esta alegría, creo, nos da fuerza igualmente en el mandato de la evangelización. Synodos quiere decir «camino común», «estar en camino común», y así la palabra synodos me hace pensar en el famoso camino del Señor con los dos discípulos de Emaús, que son un poco la imagen del mundo agnóstico de hoy. Jesús, su esperanza, había muerto; el mundo, vacío; parecía que Dios realmente o no estuviera o no se interesara por nosotros. Con esta desesperación en el corazón, y sin embargo con una pequeña llama de fe, siguen adelante. El Señor camina misteriosamente con ellos y les ayuda a entender mejor el misterio de Dios, su presencia en la historia, su caminar silenciosamente con nosotros. Al final, en la cena, cuando las palabras del Señor y su escucha ya habían encendido el corazón e iluminado la mente, le reconocieron y, por fin, el corazón empieza a ver. Así, en el Sínodo, estamos junto a nuestros contemporáneos en camino. Roguemos al Señor para que nos ilumine, nos encienda el corazón para que sea clarividente, nos ilumine la mente; y roguemos para que en la cena, en la comunión eucarística, podamos realmente estar abiertos, verle, y así encender también el mundo y darle a éste su luz.

En este sentido la cena —como el Señor utilizó frecuentemente el almuerzo y la cena como símbolo del reino de Dios— podría ser también para nosotros un símbolo del camino común y una ocasión de orar al Señor para que nos acompañe, nos ayude. En este sentido decimos ahora la plegaria de acción de gracias.

Buen descanso; nos vemos en el aula del Sínodo. ¡Gracias!


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27/08/2013 10:54


DE LA PELÍCULA "BELLS OF EUROPE - CAMPANAS DE EUROPA:
UN VIAJE EN LA FE A TRAVÉS DE EUROPA"

ENTREVISTA AL SANTO PADRE BENEDICTO XVI



P. ― Santidad, en sus encíclicas propone una antropología fuerte, un hombre habitado por el amor de Dios, un hombre de racionalidad ampliada por la fe, un hombre que tiene una responsabilidad social gracias a la dinámica de caridad recibida y dada en la verdad. Santidad, en este horizonte antropológico en que el mensaje evangélico exalta todos los elementos dignos de la persona humana, purificando las escorias que oscurecen el verdadero rostro del hombre creado a imagen y semejanza de Dios, usted ha reafirmado en repetidas ocasiones que este redescubrimiento de rostro humano, de los valores evangélicos, de las raíces profundas de Europa es una fuente de gran esperanza para el continente europeo, y no sólo ... ¿Puede explicar las razones de su esperanza?

Santo Padre ― La primera razón de mi esperanza consiste en que el deseo de Dios, la búsqueda de Dios está profundamente grabada en cada alma humana y no puede desaparecer. Ciertamente, durante algún tiempo, Dios puede olvidarse o dejarse de lado, se pueden hacer otras cosas, pero Dios nunca desaparece. Simplemente, es cierto, como dice san Agustín, que nosotros, los hombres, estamos inquietos hasta que encontramos a Dios. Esta preocupación también existe en la actualidad. Es la esperanza de que el hombre, siempre de nuevo, también hoy, se encamine hacia este Dios.

La segunda razón de mi esperanza consiste en el hecho de que el Evangelio de Jesucristo, la fe en Cristo, es simplemente verdad. Y la verdad no envejece. También se puede olvidar durante algún tiempo, es posible encontrar otras cosas, se puede dejar de lado; pero la verdad como tal no desaparece. Las ideologías tienen un tiempo determinado. Parecen fuertes, irresistibles, pero después de un determinado período se consumen; pierden su fuerza porque carecen de una verdad profunda. Son partículas de verdad, pero al final se consumen. En cambio, el evangelio es verdadero, y por lo tanto nunca se consume. En todos los períodos de la historia aparecen sus nuevas dimensiones, aparece en toda su novedad, para responder a las necesidades del corazón y de la razón humana que puede caminar en esta verdad y encontrarse en ella. Y así, por esta razón, estoy convencido de que también hay una nueva primavera del cristianismo.

Un tercer motivo empírico lo vemos en que esta inquietud se manifiesta en la juventud de hoy. Los jóvenes han visto tantas cosas ―las ofertas de las ideologías y del consumismo― pero perciben el vacío de todo esto, su insuficiencia. El hombre ha sido creado para el infinito. Todo lo finito es demasiado poco. Y por eso vemos cómo, en las generaciones más jóvenes, esta inquietud se despierta de nuevo y cómo se ponen en camino; así hay nuevos descubrimientos de la belleza del cristianismo; un cristianismo que no es barato, ni reducido, sino radical y profundo . Por lo tanto, me parece que la antropología, como tal, nos indica que siempre habrá nuevos despertares del cristianismo y los hechos lo confirman con una palabra: cimiento profundo. Es el cristianismo. Es verdadero, y la verdad siempre tiene un futuro.

P.― Santidad, usted ha dicho muchas veces que Europa ha tenido y tiene todavía una influencia cultural sobre toda la humanidad y tiene que sentirse especialmente responsable, no sólo del propio futuro, sino también del de todo el género humano. Mirando hacia adelante, ¿es posible trazar los límites del testimonio visible de los católicos y de los cristianos pertenecientes a las Iglesias ortodoxas y protestantes, en Europa del Atlántico a los Urales que, viviendo los valores evangélicos en los que creen, contribuyan a la construcción de una Europa más fiel a Cristo, más acogedora, solidaria, no sólo custodiando la herencia cultural y espiritual que los caracteriza, sino también en el compromiso de buscar nuevas vías para afrontar los grandes desafíos comunes que marcan la época post-moderna y multicultural?

Santo Padre ― Se trata de la gran cuestión. Es evidente que Europa tiene también hoy en el mundo un gran peso tanto económico como cultural e intelectual. Y, de acuerdo con este peso, tiene una gran responsabilidad. Pero como ha dicho usted, Europa tiene que encontrar todavía su plena identidad para poder hablar y actuar según su responsabilidad. El problema hoy no son ya, en mi opinión, las diferencias nacionales. Se trata de diversidades que, gracias a Dios, ya no constituyen divisiones. Las naciones permanecen, y en sus diversidades culturales, humanas, temperamentales, son una riqueza que se completa y da lugar a una gran sinfonía de culturas. Son, fundamentalmente, una cultura común. El problema de Europa para encontrar su identidad creo que consiste en el hecho de que hoy en Europa tenemos dos almas: una de ellas es una razón abstracta, anti-histórica, que pretende dominar todo porque se siente por encima de todas las culturas. Una razón que al fin ha llegado a sí misma, que pretende emanciparse de todas las tradiciones y valores culturales en favor de una racionalidad abstracta. La primera sentencia de Estrasburgo sobre el Crucifijo era un ejemplo de esta razón abstracta que quiere emanciparse de todas las tradiciones, de la misma historia. Pero así no se puede vivir. Además, también la "razón pura" está condicionada por una determinada situación histórica, y solo en este sentido puede existir. La otra alma es la que podemos llamar cristiana, que se abre a todo lo que es razonable, que ha creado ella misma la audacia de la razón y la libertad de una razón crítica, pero sigue anclada en las raíces que han dado origen a esta Europa, que la han construido sobre los grandes valores, las grandes intuiciones, la visión de la fe cristiana. Como decía usted, sobre todo en el diálogo ecuménico entre Iglesia católica, ortodoxa, protestante, este alma tiene que encontrar una común expresión y después tiene que confrontarse con esa razón abstracta, es decir, aceptar y conservar la libertad crítica de la razón con respecto a todo lo que puede hacer y ha hecho, pero practicarla, concretarla en el fundamento, en la cohesión con los grandes valores que nos ha dado el cristianismo. Sólo en esta síntesis Europa puede tener peso en el diálogo intercultural de la humanidad de hoy y de mañana, porque una razón que se ha emancipado de todas las culturas no puede entrar en un diálogo intercultural. Sólo una razón que tiene una identidad histórica y moral puede también hablar con los demás, buscar una interculturalidad en la que todos pueden entrar y encontrar una unidad fundamental de los valores que pueden abrir las vías al futuro, a un nuevo humanismo, que tiene que ser nuestro objetivo. Y para nosotros este humanismo crece precisamente a partir de la gran idea del hombre a imagen y semejanza de Dios.


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CEREMONIA DE ENTREGA DEL "PREMIO RATZINGER" 2012

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Clementina
Sábado de 20 de octubre de 2012

Galería fotográfica



Venerados hermanos,
ilustres señores y señoras,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra dirigiros mi saludo a todos vosotros, reunidos en esta ceremonia. Agradezco al cardenal Ruini su intervención, así como a monseñor Scotti, que ha introducido el encuentro. Me congratulo vivamente con el profesor Daley y con el profesor Brague, quienes, con su personalidad, ilustran esta iniciativa en su segunda edición. Y entiendo «personalidad» en sentido pleno: el perfil de la investigación y de todo el trabajo científico; el precioso servicio de la enseñanza, que ambos desarrollan desde hace largos años; pero también su ser, naturalmente en modos diversos —uno es jesuita; el otro laico casado—, comprometidos en la Iglesia, activos para ofrecer su contribución cualificada a la presencia de la Iglesia en el mundo de hoy.

Al respecto he observado algo que me ha hecho reflexionar, esto es, que los dos premiados de este año son competentes y están comprometidos en dos aspectos decisivos para la Iglesia en nuestro tiempo: me refiero al ecumenismo y al cara a cara con las demás religiones. El padre Daley, estudiando a fondo a los Padres de la Iglesia, se ha situado en la mejor escuela para conocer y amar a la Iglesia una e indivisa, pero en la riqueza de sus diversas tradiciones; por esto lleva a cabo también un servicio de responsabilidad en las relaciones con las Iglesias ortodoxas. Y el profesor Brague es un gran estudioso de la filosofía de las religiones, en particular de la judía e islámica en el medioevo. Pues bien, a los 50 años del inicio del concilio Vaticano II me gustaría releer junto a ellos dos documentos conciliares: la declaración Nostra aetate sobre las religiones no cristianas y el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo, a los que añadiría otro documento que se ha revelado de extraordinaria importancia: la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa. Con seguridad sería muy interesante, querido padre y querido profesor, escuchar vuestras reflexiones y también vuestras experiencias en estos campos, donde se juega una parte relevante del diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo.

En realidad, este ideal encuentro y confrontación ya sucede leyendo sus publicaciones, que en parte están disponibles en distintos idiomas. Siento que debo expresar particular aprecio y gratitud por este esfuerzo de comunicar los frutos de tales investigaciones. Un compromiso que es arduo, pero precioso para la Iglesia y para cuantos trabajan en ámbito académico y cultural. Al respecto desearía sencillamente subrayar el hecho de que los dos premiados son profesores universitarios, muy comprometidos en la enseñanza. Este elemento merece que se ponga de relieve, pues muestra un aspecto de coherencia en la actividad de la Fundación, que, además del Premio, promueve becas de estudio para doctorandos en Teología y también congresos de estudio a nivel universitario, como el que se ha celebrado este año en Polonia y el que tendrá lugar dentro de tres semanas en Río de Janeiro. Personalidades como el padre Daley y el profesor Brague son ejemplares para la transmisión de un saber que une ciencia y sabiduría, rigor científico y pasión por el hombre, a fin de que descubra el «arte de vivir». Y es precisamente de personas que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan a Dios cercano y creíble para el hombre de hoy, de lo que tenemos necesidad; hombres que mantengan la mirada fija en Dios sacando de esta fuente la verdadera humanidad para ayudar a quien el Señor pone en nuestro camino a fin de que comprenda que es Cristo el camino de la vida; hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios, para que puedan hablar también a la mente y al corazón de los demás. Trabajar en al viña del Señor, donde nos llama, para que los hombres y las mujeres de nuestro tiempo puedan descubrir y redescubrir el verdadero «arte de vivir»: esta fue también una gran pasión del concilio Vaticano II, más actual que nunca en el compromiso de la nueva evangelización.

Renuevo de corazón mis felicitaciones a los premiados, así como al Comité científico de la Fundación y a todos los colaboradores. Gracias.


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PROYECCIÓN DEL DOCUMENTAL
«ARTE Y FE - VIA PULCHRITUDINIS»

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Jueves 25 de octubre de 2012



Venerados hermanos,
ilustres autoridades,
gentiles señores y señoras:

Al término de esta proyección, me complace dirigir mi cordial saludo a todos vosotros.

Saludo ante todo a la delegación polaca, en particular a las autoridades del gobierno, al embajador ante la Santa Sede y a todos aquellos que han contribuido a la realización de esta película.

Saludo al cardenal Bertone, secretario de Estado, y al cardenal Bertello quien, como presidente de la Gobernación, ha presentado la iniciativa —le doy las gracias y me alegro con él y con la Dirección de los Museos Vaticanos. Saludo con gratitud a los administradores de las Sociedades que han realizado el film y que han sostenido la producción.

Los Museos Vaticanos no son nuevos en iniciativas que ilustran el vínculo entre arte y fe partiendo del patrimonio conservado en las Galerías pontificias. Diversas exposiciones han sido realizadas con este tema, como también algunos audiovisuales. Sin embargo, la película que hemos visto se presenta como una aportación digna de mención especial, sobre todo porque se presenta al inicio del Año de la fe. Ello constituye, en efecto, una contribución específica y cualificada de los Museos Vaticanos al Año de la fe, y esto justifica también el gran esfuerzo realizado en los distintos niveles. Como explícitamente destaca la parte final de la película, para muchas personas la visita a los Museos Vaticanos representa en su viaje a Roma el mayor contacto, a veces único, con la Santa Sede; y por esto es una ocasión privilegiada para conocer el mensaje cristiano. Se podría decir que el patrimonio artístico de la Ciudad del Vaticano constituye una especie de gran «parábola» mediante la cual el Papa habla a los hombres y mujeres de todas partes del mundo, y por lo tanto de múltiples pertenencias culturales y religiosas, personas que tal vez no leerán jamás un discurso u homilía del Papa. Viene a la memoria aquello que Jesús decía a sus discípulos: a vosotros los misterios del reino de Dios se os explican, mientras a aquellos «de fuera» todo es anunciado «en parábolas» (cf. Mc 4, 10-12). El lenguaje del arte es un lenguaje parabólico, dotado de una especial apertura universal: la via pulchritudinis es una vía capaz de guiar la mente y el corazón hacia el Eterno, de elevarlos hacia las alturas de Dios.

He apreciado mucho el hecho de que en la película se insista repetidamente en el compromiso de los Romanos Pontífices por conservar y valorar el patrimonio artístico; también en la época contemporánea, para renovar el diálogo de la Iglesia con los artistas. La Colección de arte religioso moderno de los Museos Vaticanos es la demostración viva de la fecundidad de este diálogo. Pero no sólo ella. Todo el gran conjunto de los Museos Vaticanos —se trata en efecto de una realidad viva— posee también esta dimensión que podremos llamar «evangelizante». Y lo que aparece, es decir, las obras expuestas, presupone todo un trabajo que no se ve, pero que es indispensable para su mejor conservación y disfrute.

Me complace, en particular, rendir homenaje a la gran sensibilidad para el diálogo entre arte y fe de mi amado predecesor el beato Juan Pablo II: el papel que Polonia ocupa en esta producción da fe de sus méritos en este campo.

Arte y fe: un binomio que acompaña a la Iglesia y la Santa Sede desde hace dos mil años, un binomio que también hoy debemos valorar más en el esfuerzo de llevar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo el anuncio del Evangelio, del Dios que es Belleza y Amor infinito.

Doy las gracias nuevamente a cuantos, de diversos modos, han cooperado en la realización de esta película-documental, que espero suscite en muchas personas el deseo de conocer mejor esa fe que sabe inspirar tales y tantas obras de arte. Buenas tardes a todos.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA ÚLTIMA CONGREGACIÓN GENERAL
DE LA XIII ASAMBLEA GENERAL ORDINARIA
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS

Aula del Sínodo
Sábado 27 de octubre de 2012



Queridos hermanos y hermanas:

Antes de daros las gracias por mi parte, desearía aún dar una comunicación.

En el contexto de las reflexiones del Sínodo de los obispos, «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana», y en la conclusión de un camino de reflexión sobre las temáticas de los seminarios y de la catequesis, me es grato anunciar que he decidido, después de oración y ulterior reflexión, traspasar la competencia respecto a los seminarios —de la Congregación para la educación católica a la Congregación para el clero—, y la competencia sobre la catequesis —de la Congregación para el clero al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización—.

Llegarán los documentos relativos en forma de Carta apostólica Motu proprio para definir los ámbitos y las respectivas facultades. Oremos al Señor para que acompañe a los tres dicasterios de la Curia romana en su importante misión, con la colaboración de toda la Iglesia.

Ya que tengo la palabra, desearía expresar también mis cordialísimas felicitaciones a los nuevos cardenales. He querido, con este pequeño consistorio, completar el consistorio de febrero, precisamente en el contexto de la nueva evangelización, con un gesto de universalidad de la Iglesia, mostrando que la Iglesia es Iglesia de todos los pueblos, habla todas las lenguas, es siempre Iglesia de Pentecostés; no Iglesia de un continente, sino Iglesia universal. Justamente ésta era mi intención, expresar este contexto, esta universalidad de la Iglesia; es también la bella expresión de este Sínodo. Para mí ha sido verdaderamente edificante, consolador y alentador ver aquí el reflejo de la Iglesia universal con sus sufrimientos, amenazas, peligros y alegrías, experiencias de la presencia del Señor, también en situaciones difíciles.

Hemos oído cómo la Iglesia también hoy crece, vive. Pienso, por ejemplo, en cuanto se nos ha dicho sobre Camboya, donde de nuevo nace la Iglesia, la fe; o sobre Noruega y muchos más. Vemos cómo también hoy, donde no se esperaba, el Señor está presente y es poderoso, y el Señor actúa igualmente a través de nuestro trabajo y nuestras reflexiones.

Aunque la Iglesia siente vientos contrarios, sin embargo siente sobre todo el viento del Espíritu Santo que nos ayuda, nos muestra el camino justo; y así, con nuevo entusiasmo, me parece, estamos en camino y damos gracias al Señor porque nos ha dado este encuentro verdaderamente católico.

Doy las gracias a todos: a los padres del Sínodo; a los oyentes, con los testimonios verdadera y frecuentemente muy conmovedores; a los expertos; a los delegados fraternos que nos han ayudado; y sabemos que todos queremos anunciar a Cristo y su Evangelio, y combatir, en este tiempo difícil, por la presencia de la verdad de Cristo y por su anuncio.

Sobre todo desearía dar las gracias a nuestros presidentes, que nos han guiado dulce y decididamente; a los relatores, que han trabajado día y noche. Pienso siempre que va un poco contra el derecho natural trabajar también de noche, pero si lo hacen voluntariamente se les puede dar las gracias y debemos sentirnos agradecidos; y, naturalmente, a nuestro secretario general, infatigable y rico de ideas.

Ahora estas Propositiones son un testamento, un don, que se me ha dado para nosotros, para elaborar todo en un documento que viene de la vida y debería generar vida. Es lo que esperamos y por lo que oramos; en cualquier caso, seguimos adelante con la ayuda del Señor. Gracias a todos. Muchos nos veremos también en noviembre; pienso en el consistorio. Gracias.


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CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS
CON OCASIÓN DEL 500 ANIVERSARIO
DE LA INAUGURACIÓN DE LA BÓVEDA DE LA CAPILLA SIXTINA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla Sixtina, Solemnidad de Todos los Santos
Miércoles 31 de octubre de 2012

[Vídeo]



Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

En esta liturgia de las primeras Vísperas de la solemnidad de Todos los Santos conmemoramos el acto con el que, hace 500 años, el Papa Julio II inauguró el fresco de la bóveda de esta Capilla Sixtina. Agradezco al cardenal Bertello las palabras que me ha dirigido y saludo cordialmente a todos los presentes.

¿Por qué recordar tal acontecimiento histórico-artístico en una celebración litúrgica? Ante todo, porque la Sixtina es, por su misma naturaleza, un aula litúrgica, es la capilla magna del palacio apostólico vaticano. Además, porque las obras artísticas que la decoran, en particular los ciclos de frescos, encuentran en la liturgia, por decirlo así, su ambiente vital, el contexto en el que expresan mejor toda su belleza, toda la riqueza y la fuerza de su significado. Es como si toda esta sinfonía de figuras cobrara vida durante la acción litúrgica, ciertamente en sentido espiritual, pero, de manera inseparable, también estético, porque la percepción de la forma artística es un acto típicamente humano y, como tal, implica los sentidos y el espíritu. En pocas palabras: la Capilla Sixtina, contemplada en oración, es más bella todavía, más auténtica; se revela en toda su riqueza.

Aquí todo vive, todo resuena en el contacto con la Palabra de Dios. Hemos escuchado el pasaje de la Carta a los Hebreos: «Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, ciudad de Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles, a la asamblea festiva...» (12, 22-23). El autor se dirige a los cristianos y les explica que por ellos se han cumplido las promesas de la Antigua Alianza: una fiesta de comunión cuyo centro es Dios, y Jesús, el Cordero inmolado y resucitado (cf. vv. 23-24). Toda esta dinámica de promesa y cumplimiento la tenemos representada aquí, en los frescos de las paredes largas, obra de grandes pintores umbros y toscanos de la segunda mitad del siglo XV. Y cuando el texto bíblico prosigue diciendo que nos hemos acercado «a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las almas de los justos que han llegado a la perfección» (v. 23), nuestra mirada se eleva al Juicio final miguelangelesco, donde el fondo azul del cielo, evocado en el manto de la Virgen María, da luz de esperanza a toda la visión, bastante dramática: «Christe, redemptor omnium, / conserva tuos famulos, / beatae semper Virginis / placatus sanctis precibus», se canta en la primera estrofa del himno latino de estas Vísperas. Y es precisamente lo que vemos: Cristo redentor en el centro, coronado por sus santos, y junto a Él María, en acto de intercesión suplicante, como si quisiera mitigar el tremendo juicio.

Pero esta tarde nuestra atención se dirige principalmente al gran fresco de la bóveda, que Miguel Ángel, a petición de Julio II, realizó en aproximadamente cuatro años, de 1508 a 1512. El gran artista, ya célebre por obras maestras de escultura, afrontó la empresa de pintar más de mil metros cuadrados de estuco, y podemos imaginar que el efecto producido en quien por primera vez lo vio acabado debió ser en verdad impresionante. Desde este inmenso fresco se ha precipitado en la historia del arte italiano y europeo —diría Wölfflin en 1899 con una hermosa y ya célebre metáfora— algo parangonable a un «violento torrente montano portador de felicidad y, al mismo tiempo, de devastación»: ya nada fue como antes. Giorgio Vasari, en un famoso pasaje de las Vidas, escribe de modo muy eficaz: «Esta obra ha sido y es verdaderamente la lámpara de nuestro arte, que ha producido tanto beneficio y luz al arte de la pintura que ha bastado para iluminar el mundo».

Lámpara, luz, iluminar: tres palabras de Vasari que no habrán estado lejos del corazón de quien estaba presente en la celebración de las Vísperas de aquel 31 de octubre de 1512. Pero no sólo se trata de la luz que viene del uso inteligente del color rico en contrastes, o del movimiento que anima la obra de arte miguelangelesca, sino también de la idea que recorre la gran bóveda: es la luz de Dios la que ilumina estos frescos y toda la capilla papal. La luz que, con su fuerza, vence el caos y la oscuridad para dar vida: en la creación y en la redención. Y la Capilla Sixtina narra esta historia de luz, de liberación, de salvación, habla de la relación de Dios con la humanidad. Con la genial bóveda de Miguel Ángel, se impulsa la mirada a recorrer el mensaje de los profetas, al que se añaden las sibilas paganas en espera de Cristo, hasta el principio de todo: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Con una intensidad expresiva única, el gran artista diseña al Dios Creador, su acción, su fuerza, para decir con evidencia que el mundo no es el resultado de la oscuridad, de la casualidad, de lo absurdo, sino que deriva de una Inteligencia, de una Libertad, de un acto supremo de Amor. En ese encuentro entre el dedo de Dios y el dedo del hombre percibimos el contacto entre el cielo y la tierra; en Adán, Dios entra en una relación nueva con su creación, el hombre tiene un vínculo directo con Él, que lo llama, y es imagen y semejanza de Dios.

Veinte años después, en el Juicio universal, Miguel Ángel concluirá la gran parábola del camino de la humanidad, dirigiendo la mirada al cumplimiento de esta realidad del mundo y del hombre, al encuentro definitivo con Cristo juez de vivos y muertos. Rezar esta tarde en la Capilla Sixtina, envueltos por la historia del camino de Dios con el hombre, representada admirablemente en los frescos que están sobre nosotros y nos rodean, es una invitación a la alabanza, una invitación a elevar a Dios creador, redentor y juez de vivos y muertos, con todos los santos del cielo, las palabras del cántico del Apocalipsis: «¡Amén! ¡Aleluya!». (...) Alabad a nuestro Dios sus siervos todos, los que le teméis, pequeños y grandes. (...) Aleluya (...) Alegrémonos y gocemos y démosle gracias» (19, 4.5.7). Amén.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS

Sala Clementina
Jueves 8 de noviembre de 2012



Excelencias,
distinguidos señores y señoras:

Saludo a los miembros de la Academia pontificia de ciencias con ocasión de esta asamblea plenaria, y expreso mi gratitud a vuestro presidente, profesor Werner Arber, por las cordiales palabras de saludo en vuestro nombre. También me alegra saludar al obispo Marcelo Sánchez Sorondo, vuestro canciller, y le agradezco el importante trabajo que realiza por vosotros.

La presente sesión plenaria sobre «Complexity and Analogy in Science: Theoretical, Methodological and Epistemological Aspects» (Complejidad y analogía en la ciencia: aspectos teoréticos, metodológicos y epistemológicos), toca un argumento importante que abre una serie de perspectivas que apuntan a una nueva visión de la unidad de las ciencias. De hecho, los importantes descubrimientos y los progresos de los últimos años nos invitan a examinar la gran analogía entre física y biología que se manifiesta claramente cada vez que logramos una compresión más profunda del orden natural. Aunque es verdad que algunas de las nuevas nociones obtenidas de este modo también nos permiten sacar conclusiones sobre los procesos del pasado, esta extrapolación resalta asimismo la gran unidad de la naturaleza en la compleja estructura del universo y el misterio del lugar que el hombre ocupa en él. La complejidad y la grandeza de la ciencia contemporánea en todo lo que permite al hombre saber sobre la naturaleza tienen repercusiones directas en los seres humanos. Sólo el hombre puede ampliar constantemente su conocimiento de la verdad y ordenarlo sabiamente para su bien y el de su ambiente.

En vuestras discusiones habéis tratado de examinar, por un lado, la dialéctica en curso sobre la constante expansión de la investigación científica, de los métodos y de las especializaciones y, por otro lado, la investigación de una visión comprensiva de este universo en el que los seres humanos, dotados de inteligencia y de libertad, están llamados a comprender, amar, vivir y trabajar. Actualmente, la disponibilidad de potentes instrumentos de investigación y la posibilidad de efectuar experimentos muy complejos y precisos han permitido a las ciencias naturales acercarse a los fundamentos mismos de la realidad material en cuanto tal, aunque sin lograr comprender del todo su estructura unificadora y su unidad última. La infinita sucesión y la paciente integración de diversas teorías, donde los resultados obtenidos sirven a su vez como presupuesto para nuevas investigaciones, testimonian tanto la unidad del proceso científico como el ímpetu constante de los científicos por una comprensión más apropiada de la verdad de la naturaleza y una visión más inclusiva de la misma. Aquí podemos pensar, por ejemplo, en los esfuerzos de la ciencia y de la tecnología para reducir las diversas formas de energía a una elemental fuerza fundamental que ahora parece expresarse mejor en el enfoque emergente de la complejidad como base para modelos explicativos. Si esta fuerza fundamental ya no parece ser tan sencilla, esto desafía a los científicos a elaborar una formulación más amplia capaz de abarcar tanto los sistemas más simples como los más complejos.

Este enfoque interdisciplinario de la complejidad muestra también que las ciencias no son mundos intelectuales separados uno del otro y de la realidad, sino más bien que están unidos entre sí y orientados al estudio de la naturaleza como realidad unificada, inteligible y armoniosa en su indudable complejidad. Esta visión encierra puntos de contacto fecundos con la visión del universo adoptada por la filosofía y la teología cristianas, con la noción de ser participado, en la que cada criatura, dotada de su propia perfección, también participa de una naturaleza específica, y esto dentro de un universo ordenado que tiene origen en la Palabra creadora de Dios. Precisamente esta intrínseca organización «lógica» y «analógica» de la naturaleza anima la investigación científica e impulsa la mente humana a descubrir la coparticipación horizontal entre seres y la participación trascendente por parte del Primer Ser. El universo no es caos o resultado del caos, sino más bien aparece cada vez más claramente como complejidad ordenada que permite elevarnos, a través del análisis comparativo y la analogía, desde la especialización hacia un punto de vista más universal, y viceversa. A pesar de que los primeros instantes del cosmos y de la vida eluden todavía la observación científica, la ciencia puede reflexionar sobre una vasta serie de procesos que revela un orden de constantes y de correspondencias evidentes y sirve de componente esencial de la creación permanente.

En este contexto más amplio querría observar cuán fecundo se ha revelado el uso de la analogía en la filosofía y en la teología, no sólo como instrumento de análisis horizontal de las realidades de la naturaleza sino también como estímulo para la reflexión creativa en un plano trascendente más elevado. Precisamente gracias a la noción de creación el pensamiento cristiano ha utilizado la analogía no sólo para investigar las realidades terrenas, sino también como medio para elevarse del orden creado hacia la contemplación de su Creador, con la debida consideración del principio según el cual la trascendencia de Dios implica que toda semejanza con sus criaturas necesariamente comporta una desemejanza mayor: mientras la estructura de la criatura es la de ser un ser por participación, la de Dios es la de ser un ser por esencia, o Esse subsistens. En la gran empresa humana de tratar de desvelar los misterios del hombre y del universo, estoy convencido de la necesidad urgente de diálogo constante y de cooperación entre los mundos de la ciencia y de la fe para edificar una cultura de respeto del hombre, de la dignidad y la libertad humana, del futuro de nuestra familia humana y del desarrollo sostenible a largo plazo de nuestro planeta. Sin esta interacción necesaria, las grandes cuestiones de la humanidad dejan el ámbito de la razón y de la verdad y se abandonan a la irracionalidad, al mito o a la indiferencia, con gran detrimento de la humanidad misma, de la paz en el mundo y de nuestro destino último.

Queridos amigos, al concluir estas reflexiones, querría atraer vuestra atención sobre el Año de la fe que la Iglesia está celebrando para conmemorar el quincuagésimo aniversario del concilio Vaticano II. Agradeciéndoos la contribución específica de la Academia al fortalecimiento de la relación entre razón y fe, os aseguro mi profundo interés por vuestras actividades y mis oraciones por vosotros y vuestras familias. Sobre todos vosotros invoco las bendiciones de Dios omnipotente de sabiduría, alegría y paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 81ª ASAMBLEA GENERAL
DE INTERPOL

Sala Pablo VI
Viernes 9 de noviembre de 2012





Distinguidas autoridades,
Ilustrísimos Señores y Señoras:

Me es grato recibiros al concluir la Asamblea general de la Interpol, que ha reunido en Roma a delegados de los organismos de policía y de seguridad, así como a representantes de la política y de las instituciones de los 190 Estados miembros, entre los cuales se encuentra también desde el 2008 el Estado de la Ciudad del Vaticano. Os saludo cordialmente a todos y deseo enviar por vuestra mediación mi deferente saludo a las personalidades institucionales de vuestros países y a todos vuestros conciudadanos, por cuya seguridad trabajáis con profesionalidad y espíritu de servicio. Saludo en particular a los Ministros, al Ministro del Interior de la República Italiana, que me ha dirigido unas palabras, y a los miembros de los Gobiernos que han querido participar, al Presidente de la Interpol y al Secretario General, a los que agradezco por el saludo que me han dirigido.

En estas jornadas de estudio y discusión habéis centrado vuestra atención en el desarrollo de la cooperación internacional en la lucha contra la delincuencia. En efecto, es importante incrementar la cooperación y el intercambio de experiencias, precisamente en un momento en el que se observa en el ámbito global un aumento de las fuentes de violencia causadas por fenómenos transnacionales que frenan el progreso de la humanidad. Entre ellos, la evolución de la violencia criminal es un aspecto particularmente preocupante para el futuro del mundo. Por eso adquiere mayor importancia aún el que este esfuerzo de reflexión asocie a los responsables políticos, de la seguridad y de la justicia, a los organismos judiciales y a las fuerzas del orden, de manera que cada uno, según su respectiva competencia y con la ayuda de un intercambio constructivo, desarrolle un trabajo eficaz. En efecto, basándose en la labor de las fuerzas del orden, las autoridades políticas pueden identificar más fácilmente las principales líneas de evolución que van surgiendo con referencia a los riesgos que comportan para la sociedad y, por consiguiente, estar en condiciones de poder trazar adecuadas orientaciones legislativas y operativas en el ámbito de la lucha contra la delincuencia.

La familia humana sufre en nuestro tiempo a causa de numerosas violaciones del derecho y la legalidad, que en muchos casos desembocan en episodios de violencia y actos criminales. Por tanto, es necesario proteger a las personas y a las comunidades con un constante y renovado compromiso y con los instrumentos adecuados. En este sentido, la función de la Interpol, que podemos definir como una fortaleza de la seguridad internacional, es de gran importancia para la realización del bien común, porque la sociedad justa exige también el orden y el respeto de las normas para lograr una pacífica y serena convivencia civil. Sé bien que algunos de vosotros ejercéis a veces vuestro deber en condiciones de extremo peligro y arriesgáis la propia vida para proteger la de los demás y hacer posible la construcción de esta convivencia serena.

Somos conscientes de que hoy en día la violencia se manifiesta en nuevas formas. Con el final de la llamada guerra fría entre los dos bloques, el oriental y el occidental, han nacido grandes esperanzas, sobre todo allí donde movimientos pacíficos que reivindicaban la libertad de los pueblos frenaron una forma de violencia política institucionalizada. No obstante, aun cuando algunas formas de violencia parecen disminuir, especialmente el número de conflictos militares, hay otras que se incrementan, como la violencia criminal, responsable cada año de la mayor parte de las víctimas por muerte violenta en el mundo. Este fenómeno es hoy tan peligroso que constituye un grave factor desestabilizador y, a veces, somete a una dura prueba la misma supremacía del Estado.

La Iglesia y la Santa Sede animan a cuantos trabajan por combatir la plaga de la violencia y la delincuencia, en esta realidad nuestra que se parece cada vez más a una “aldea global”. Las formas más graves de las actividades criminales pueden ser identificadas en el terrorismo y en la delincuencia organizada. El terrorismo es una de las formas más brutales de violencia, pues siembra odio, muerte y deseos de venganza. Este fenómeno, de estrategia subversiva, típica sólo de algunas organizaciones extremistas, dirigida a la destrucción de las cosas y al asesinato de las personas, se ha transformado en una red oscura de complicidades políticas, que utilizando también sofisticados medios técnicos, se vale de ingentes cantidades de recursos financieros y elabora estrategias a gran escala (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 513). Por su parte, la delincuencia organizada prolifera en los lugares de la vida cotidiana y, a menudo, actúa y golpea a ciegas, fuera de toda regla; realiza sus asuntos por medio de numerosas actividades ilícitas e inmorales como la trata de personas –una forma moderna de esclavitud-, el tráfico de bienes o de sustancias, como la droga, las armas, la mercancía falsificada, llegando incluso al trafico de fármacos que matan en vez de curar, utilizados en gran parte por los pobres. Este comercio ilícito es aún más execrable cuando afecta a los órganos humanos de víctimas inocentes: éstas padecen los dramas y ultrajes que creíamos habían acabado para siempre tras las tragedias del siglo XX, pero que lamentablemente aparecen de nuevo a través de la violencia generada por la actividad delictiva de personas y organizaciones sin escrúpulos. Estos delitos destruyen las barreras morales establecidas progresivamente por la civilización y vuelven a proponer una forma de barbarie que niega al hombre y su dignidad.

Queridos amigos, el encuentro de hoy con vosotros, agentes de la policía internacional, me da la ocasión de confirmar una vez más que la violencia es siempre inaceptable en sus diversas formas de terrorismo y delincuencia, porque hiere profundamente la dignidad humana y constituye una ofensa a toda la humanidad. Por tanto, es un deber reprimir el crimen en el ámbito de las reglas morales y jurídicas, porque las acciones contra la delincuencia han de ser realizadas siempre en el respeto a los derechos humanos y a los principios de un Estado de derecho. En efecto, la lucha contra la violencia debe apuntar ciertamente a detener el delito y a defender la sociedad, pero también al arrepentimiento y a la corrección del delincuente, que es siempre una persona humana, sujeto de derechos inalienables, y como tal no debe ser excluida de la sociedad, sino regenerada. Al mismo tiempo, la colaboración internacional contra la delincuencia no puede agotarse solamente en operaciones policiales. Es esencial que incluso la necesaria acción represiva vaya acompañada de un valiente y lúcido análisis de las motivaciones subyacentes a estas acciones delictivas inaceptables; es preciso prestar atención especial a los factores de exclusión social y de indigencia que persisten en la población y que constituyen un medio de violencia y odio. Es necesario también un compromiso particular en el plano político y pedagógico para resolver los problemas que pueden alimentar la violencia y favorecer las condiciones con el fin de que ésta no nazca, ni se desarrolle.

Por tanto, la respuesta a la violencia y a la delincuencia no puede ser delegada simplemente a las fuerzas del orden, sino que reclama la participación de todas las instancias que pueden incidir sobre este fenómeno. Derrotar la violencia es una tarea que debe implicar no solamente a las instituciones y a los organismos interesados, sino a la sociedad en su conjunto: las familias, los centros educativos, entre ellos la escuela y las entidades religiosas, los medios de comunicación social y todos los ciudadanos. Cada uno tiene su parte específica de responsabilidad para un futuro de justicia y de paz.

Renuevo a los responsables de la Interpol y a todos sus miembros mi agradecimiento por su actividad, no siempre fácil y no siempre comprendida por todos en su justa finalidad. No puede faltar mi reconocimiento por la apreciada colaboración que la Interpol ofrece a la Gendarmería del Estado de la Ciudad del Vaticano, especialmente con ocasión de mis viajes internacionales. Dios omnipotente y misericordioso os ilumine en el ejercicio de vuestras responsabilidades, os sostenga en el servicio a la sociedad, os proteja a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestras familias. Os agradezco vuestra presencia; el Señor os bendiga.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CONGRESO ITALIANO DE LAS SCHOLAE CANTORUM,
ORGANIZADO POR LA ASOCIACIÓN SANTA CECILIA

Aula Pablo VI
Sábado 10 de noviembre de 2012



Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría os acojo, con ocasión de la peregrinación organizada por la Asociación italiana Santa Cecilia a la que expreso, ante todo, mis congratulaciones, con un saludo cordial al presidente, a quien agradezco sus amables palabras, y a todos los colaboradores. Con afecto os saludo a vosotros, miembros de numerosas Scholae cantorum de todas las partes de Italia. Me alegra mucho encontrarme con vosotros y también saber —como se ha recordado— que mañana participaréis en la basílica de San Pedro en la celebración eucarística presidida por el cardenal arcipreste Angelo Comastri, prestando naturalmente el servicio de alabanza con el canto.

Vuestro congreso coincide intencionalmente con la celebración del 50º aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II. Y con agrado he visto que la Asociación Santa Cecilia ha querido volver a proponer así a vuestra atención la enseñanza de la constitución conciliar sobre la liturgia, en particular donde —el capítulo sexto— trata de la música sagrada. Como sabéis bien, en dicha conmemoración quise proclamar para toda la Iglesia un Año de la fe especial, con el fin de promover la profundización de la fe en todos los bautizados y el compromiso común por la nueva evangelización. Por tanto, al encontrarme con vosotros, desearía destacar brevemente cómo la música sagrada puede favorecer, ante todo, la fe, y además contribuir a la nueva evangelización.

Acerca de la fe, es natural pensar en la historia personal de san Agustín —uno de los grandes Padres de la Iglesia, que vivió entre los siglos IV y V después de Cristo—, a cuya conversión contribuyó ciertamente y de modo relevante la escucha del canto de los salmos y los himnos en las liturgias presididas por san Ambrosio. En efecto, si bien la fe siempre nace de la escucha de la Palabra de Dios —una escucha naturalmente no sólo de los sentidos, sino que de los sentidos pasa a la mente y al corazón—, no cabe duda de que la música, y sobre todo el canto, pueden dar al rezo de los salmos y de los cánticos bíblicos mayor fuerza comunicativa. Entre los carismas de san Ambrosio figuraba justamente el de una destacada sensibilidad y capacidad musical, y, una vez ordenado obispo de Milán, puso este don al servicio de la fe y de la evangelización. El testimonio de Agustín, que en aquel tiempo era profesor en Milán y buscaba a Dios, buscaba la fe, es muy significativo al respecto. En el décimo libro de las Confesiones, de su autobiografía, escribe: «Cuando recuerdo las lágrimas que derramé con los cánticos de la iglesia en los comienzos de mi conversión, y lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas que se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación convenientísima, reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre» (XXXIII, 50). La experiencia de los himnos ambrosianos fue tan fuerte que Agustín los llevó grabados en su memoria y los citó a menudo en sus obras; es más, escribió una obra propiamente sobre la música, el De Musica. Afirma que durante las liturgias cantadas no aprueba la búsqueda del mero placer sensible, pero que reconoce que la música y el canto bien interpretados pueden ayudar a acoger la Palabra de Dios y a experimentar una emoción saludable. Este testimonio de san Agustín nos ayuda a comprender que la constitución Sacrosanctum Concilium, conforme a la tradición de la Iglesia, enseña que «el canto sagrado, unido a las palabras, constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne» (n. 112). ¿Por qué «necesaria o integral»? Está claro que no es por motivos puramente estéticos, en un sentido superficial, sino porque precisamente por su belleza contribuye a alimentar y expresar la fe y, por tanto, a la gloria de Dios y a la santificación de los fieles, que son el fin de la música sagrada (cf. ib.). Justamente por esto quiero agradeceros el valioso servicio que prestáis: la música que ejecutáis no es un accesorio o sólo un adorno exterior de la liturgia, sino que es ella misma liturgia. Vosotros ayudáis a que toda la asamblea alabe a Dios, a que su Palabra descienda a lo profundo del corazón: con el canto rezáis y hacéis rezar, y participáis en el canto y en la oración de la liturgia que abraza toda la creación al glorificar al Creador.

El segundo aspecto que propongo a vuestra reflexión es la relación entre el canto sagrado y la nueva evangelización. La constitución conciliar sobre la liturgia recuerda la importancia de la música sagrada en la misión ad gentes y exhorta a valorizar las tradiciones musicales de los pueblos (cf. n. 119). Pero precisamente también en los países de antigua evangelización, como Italia, la música sagrada —con su gran tradición que le es propia, que es cultura nuestra, occidental— puede tener y de hecho tiene una misión relevante, para favorecer el redescubrimiento de Dios y un acercamiento renovado al mensaje cristiano y a los misterios de la fe. Pensemos en la célebre experiencia de Paul Claudel, poeta francés que se convirtió escuchando el canto del Magníficat durante las Vísperas de Navidad en la catedral de Notre Dame de París: «En aquel momento —escribe— tuvo lugar el acontecimiento que domina toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado, y creí. Creí con una fuerza de adhesión tan grande, con tal elevación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte en una certeza que no dejaba lugar a ningún tipo de duda que, después de entonces, ningún razonamiento, ninguna circunstancia de mi vida agitada han podido turbar mi fe ni tocarla». Pero, sin importunar a personajes ilustres, pensemos en cuántas personas han sido tocadas en lo profundo del corazón escuchando música sagrada; y mucho más quienes se han sentido atraídos nuevamente hacia Dios por la belleza de la música litúrgica, como Claudel. Y aquí, queridos amigos, tenéis un papel importante: esforzaos por mejorar la calidad del canto litúrgico, sin temor a recuperar y valorizar la gran tradición musical de la Iglesia, que en el gregoriano y en la polifonía tiene dos de las expresiones más elevadas, como afirma el mismo Vaticano II (cf. Sacrosanctum Concilium, 116). Y desearía poner de relieve que la participación activa de todo el pueblo de Dios en la liturgia no sólo consiste en hablar, sino también en escuchar, en acoger con los sentidos y con el espíritu la Palabra, y esto vale también para la música sagrada. Vosotros, que tenéis el don del canto, podéis hacer cantar el corazón de muchas personas en las celebraciones litúrgicas.

Queridos amigos: deseo que en Italia la música litúrgica se eleve cada vez más, para alabar dignamente al Señor y para mostrar cómo la Iglesia es el lugar donde la belleza es de casa. Gracias una vez más a todos por este encuentro. Gracias.


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VISITA A LA CASA-FAMILIA "VIVA LOS ANCIANOS"
DE LA COMUNIDAD DE SAN EGIDIO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Roma, lunes 12 de noviembre de 2012



Queridos hermanos y queridas hermanas:

Estoy verdaderamente contento de encontrarme con vosotros en esta casa-familia de la Comunidad de San Egidio dedicada a los ancianos. Doy las gracias a vuestro presidente, el profesor Marco Impagliazzo, por las calurosas palabras que me ha dirigido. Con él, saludo al profesor Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad. Agradezco por su presencia al obispo auxiliar del centro histórico, monseñor Matteo Zuppi, al presidente del Consejo pontificio para la familia, monseñor Vincenzo Paglia, y a todos los amigos de la Comunidad de San Egidio.

Vengo entre vosotros como obispo de Roma, pero también como anciano de visita a sus coetáneos. Sobra decir que conozco bien las dificultades, los problemas y las limitaciones de esta edad, y sé que estas dificultades, para muchos, se han agravado con la crisis económica. A veces, a una cierta edad, sucede que se mira al pasado, añorando cuando se era joven, se tenían energías lozanas, se hacían planes de futuro. Así que la mirada, a veces, se vela de tristeza, considerando esta fase de la vida como el tiempo del ocaso. Esta mañana, dirigiéndome idealmente a todos los ancianos, consciente de las dificultades que nuestra edad comporta, desearía deciros con profunda convicción: ¡es bello ser anciano! En cada edad es necesario saber descubrir la presencia y la bendición del Señor y las riquezas que aquella contiene. ¡Jamás hay que dejarse atrapar por la tristeza! Hemos recibido el don de una vida larga. Vivir es bello también a nuestra edad, a pesar de algún «achaque» y limitación. Que en nuestro rostro esté siempre la alegría de sentirnos amados por Dios, y no la tristeza.

En la Biblia se considera la longevidad una bendición de Dios; hoy esta bendición se ha difundido y debe verse como un don que hay que apreciar y valorar. Sin embargo a menudo la sociedad, dominada por la lógica de la eficiencia y del beneficio, no lo acoge como tal; es más, frecuentemente lo rechaza, considerando a los ancianos como no productivos, inútiles. Muchas veces se percibe el sufrimiento de quien está marginado, vive lejos de su propia casa o se halla en soledad. Pienso que se debería actuar con mayor empeño, empezando por las familias y las instituciones públicas, para que los ancianos puedan quedarse en sus propias casas. La sabiduría de vida de la que somos portadores es una gran riqueza. La calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común. Quien da espacio a los ancianos hace espacio a la vida. Quien acoge a los ancianos acoge la vida.

La Comunidad de San Egidio, desde sus comienzos, ha sostenido el camino de muchos ancianos, ayudándoles a permanecer en sus ambientes de vida, abriendo varias casas-familia en Roma y en el mundo. Mediante la solidaridad entre jóvenes y ancianos, ha ayudado a que se comprenda que la Iglesia es efectivamente familia de todas las generaciones, donde cada uno debe sentirse «en casa» y donde no reina la lógica del beneficio y el tener, sino la de la gratuidad y el amor. Cuando la vida se vuelve frágil, en los años de la vejez, jamás pierde su valor y dignidad: cada uno de nosotros, en cualquier etapa de la existencia, es querido, amado por Dios, cada uno es importante y necesario (cf. Homilía en el inicio del Ministerio petrino, 24 de abril de 2005).

La visita de hoy se sitúa en el Año europeo del envejecimiento activo y de la solidaridad entre las generaciones. Y precisamente en este contexto deseo recalcar que los ancianos son un valor para la sociedad, sobre todo para los jóvenes. No puede existir verdadero crecimiento humano y educación sin un contacto fecundo con los ancianos, porque su existencia misma es como un libro abierto en el que las jóvenes generaciones pueden encontrar preciosas indicaciones para el camino de la vida.

Queridos amigos, a nuestra edad experimentamos con frecuencia la necesidad de ayuda de los demás; y esto también ocurre con el Papa. En el Evangelio leemos que Jesús dijo al apóstol Pedro: «Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18). El Señor se refería al modo en que el Apóstol daría testimonio de su fe hasta el martirio; pero con esta frase nos hace reflexionar sobre el hecho de que la necesidad de ayuda es una condición del anciano. Desearía invitaros a ver también en esto un don del Señor, pues es una gracia ser sostenidos y acompañados, sentir el afecto de los demás. Esto es importante en cada fase de la vida: nadie puede vivir solo y sin ayuda; el ser humano es relacional. Y en esta casa veo, con agrado, que cuantos ayudan y cuantos son ayudados forman una única familia, que tiene como linfa vital el amor.

Queridos hermanos y hermanas ancianos, a veces los días parecen largos y vacíos, con dificultades, pocos compromisos y encuentros; no os desaniméis nunca: sois una riqueza para la sociedad, también en el sufrimiento y la enfermedad. Y esta fase de la vida es un don igualmente para profundizar en la relación con Dios. El ejemplo del beato Papa Juan Pablo IIfue y sigue siendo iluminador para todos. No olvidéis que entre los recursos preciosos que tenéis está el recurso esencial de la oración: haceos intercesores ante Dios, rogando con fe y constancia. Orad por la Iglesia, también por mí, por las necesidades del mundo, por los pobres, para que en el mundo no haya más violencia. La oración de los ancianos puede proteger al mundo, ayudándole tal vez de manera más incisiva que la solicitud de muchos. Quisiera encomendar hoy a vuestra oración el bien de la Iglesia y la paz en el mundo. El Papa os quiere y cuenta con todos vosotros. Sentíos amados por Dios y llevad a esta sociedad nuestra, frecuentemente tan individualista y eficientista, un rayo del amor de Dios. Y Dios estará siempre con vosotros y con cuantos os sostienen con su afecto y ayuda.

Os confío a todos a la materna intercesión de la Virgen María, que acompaña siempre nuestro camino con su amor maternal, y con gusto imparto a cada uno mi bendición. Gracias a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA PLENARIA DEL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PROMOCIÓN DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Sala Clementina
Jueves 15 de noviembre de 2012



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontraros a todos, miembros y consultores del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, con ocasión de la plenaria. A cada uno dirijo mi cordial saludo, en particular al presidente, el cardenal Kurt Koch —a quien agradezco las amables palabras con la que ha interpretado los sentimientos comunes—, al secretario y a los colaboradores del dicasterio, con el aprecio por vuestro trabajo al servicio de una causa tan decisiva para la vida de la Iglesia.

Este año vuestra plenaria centra la atención sobre el tema: «La importancia del ecumenismo para la nueva evangelización». Con esta elección os situáis oportunamente en continuidad con lo que se ha examinado durante la reciente Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, y, en cierto sentido, tenéis intención de dar una forma concreta, según la particular perspectiva del dicasterio, a cuanto ha surgido de esa reunión. Además, la reflexión que estáis haciendo se introduce muy bien en el contexto del Año de la fe que he querido como momento propicio para volver a proponer a todos el don de la fe en Cristo resucitado, en el año en que celebramos el 50º aniversario del inicio del concilio Vaticano II. Como es sabido, los padres conciliares han querido subrayar el estrechísimo vínculo que existe entre la tarea de la evangelización y la superación de las divisiones existentes entre los cristianos. «Esta división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo —se afirma al inicio del decreto Unitatis redintegratio—, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (n. 1). La afirmación del decreto conciliar recuerda la «oración sacerdotal» de Jesús, cuando, dirigiéndose al Padre, pide que sus discípulos «sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17, 21). En esta gran oración invoca cuatro veces la unidad para los discípulos de entonces y para los del futuro, y dos veces indica como objetivo de tal unidad que el mundo crea, que Le «reconozca» como enviado del Padre. Así que existe un estrecho vínculo entre la suerte de la evangelización y el testimonio de unidad entre los cristianos.

Un auténtico camino ecuménico no puede perseguirse ignorando la crisis de fe que están atravesando vastas regiones del planeta, entre ellas las que primero acogieron el anuncio del Evangelio y donde la vida cristiana ha sido floreciente durante siglos. Por otro lado, no pueden ignorarse los numerosos signos que evidencian la permanencia de una necesidad de espiritualidad, que se manifiesta de diversos modos. La pobreza espiritual de muchos de nuestros contemporáneos —que ya no perciben como privación la ausencia de Dios de sus vidas— representa un desafío para todos los cristianos. En este contexto, a nosotros, creyentes en Cristo, se nos pide volver a lo esencial, al corazón de nuestra fe, para dar juntos testimonio del Dios vivo al mundo, o sea, de un Dios que nos conoce y nos ama, en cuya mirada vivimos; de un Dios que espera la respuesta de nuestro amor en la vida de cada día. Es por lo tanto motivo de esperanza el empeño de Iglesias y comunidades eclesiales en un renovado anuncio del Evangelio al hombre contemporáneo. De hecho, dar testimonio del Dios vivo, que se ha hecho cercano en Cristo, es el imperativo más urgente para todos los cristianos, y es también un imperativo que nos une, a pesar de la incompleta comunión eclesial que todavía experimentamos. No debemos olvidar lo que nos une, esto es, la fe en Dios, Padre y Creador, que se ha revelado en su Hijo Jesucristo, derramando el Espíritu que vivifica y santifica. Esta es la fe del Bautismo que hemos recibido y es la fe que, en la esperanza y en la caridad, podemos profesar juntos. A la luz de la prioridad de la fe se comprende también la importancia de los diálogos teológicos y de las conversaciones con las Iglesias y comunidades eclesiales, actividades en las que la Iglesia católica está comprometida. Incluso cuando no se entrevé, en un futuro inmediato, la posibilidad del restablecimiento de la plena comunión, aquellas permiten percibir, junto a resistencias y obstáculos, también experiencias ricas de vida espiritual y de reflexión teológica que se convierten en estímulo para un testimonio cada vez más profundo.

Con todo no debemos olvidar que la meta del ecumenismo es la unidad visible entre los cristianos divididos. Esta unidad no es una obra que sencillamente podamos realizar nosotros, los hombres. Debemos empeñarnos con todas nuestras fuerzas, pero asimismo tenemos que reconocer que, en último análisis, esta unidad es don de Dios: puede venir solamente del Padre mediante el Hijo, porque la Iglesia es su Iglesia. En esta perspectiva se muestra la importancia de invocar del Señor la unidad visible, pero emerge también cómo la búsqueda de tal meta es relevante para la nueva evangelización. El hecho de caminar juntos hacia esta meta es una realidad positiva, pero con la condición de que las Iglesias y comunidades eclesiales no se detengan durante el camino, aceptando las diversidades contradictorias como algo normal o como lo mejor que se puede lograr. Es en cambio en la plena comunión en la fe, en los sacramentos y en el ministerio, como se hará evidente de manera concreta la fuerza presente y operante de Dios en el mundo. A través de la unidad visible de los discípulos de Jesús, unidad humanamente inexplicable, se hará reconocible la acción de Dios que supera la tendencia del mundo a la disgregación.

Queridos amigos: deseo que el Año de la fe contribuya también al progreso del camino ecuménico. La unidad es, por un lado, fruto de la fe; y, por otro, un medio y casi un presupuesto para anunciar de modo cada vez más creíble la fe a quienes no conocen todavía al Salvador o, habiendo recibido el anuncio del Evangelio, casi han olvidado este don precioso. El verdadero ecumenismo, reconociendo la primacía de la acción divina, exige ante todo paciencia, humildad, abandono a la voluntad del Señor. Al final, ecumenismo y nueva evangelización requieren el dinamismo de la conversión, entendido como sincera voluntad de seguir a Cristo y de adherirse plenamente a la voluntad del Padre. Dándoos nuevamente las gracias, con gusto invoco sobre todos la bendición apostólica. Gracias.


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