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2012

Ultimo Aggiornamento: 28/08/2013 13:05
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Papa Ratzi Superstar









"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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20/08/2013 19:31


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

Sala Regia
Lunes 9 de enero de 2012

[Vídeo]



Excelencias,
Señoras y Señores:

Siempre es un placer recibirles, distinguidos miembros del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, en el marco espléndido de esta Sala Regia, para expresarles personalmente mi ferviente felicitación por el año que hemos empezado. Ante todo agradezco a vuestro Decano, el Embajador Alejandro Valladares Lanza, así como al Vicedecano, el Embajador Jean-Claude Michel, por las deferentes palabras con las que se han hecho intérpretes de vuestros sentimientos al mismo tiempo que saludo de manera especial a todos los que participan por primera vez en este encuentro. A través de vosotros, extiendo mi felicitación a todas las naciones que representáis, y con las que la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas. El año pasado tuvimos la alegría de que Malasia se uniera a esta comunidad. El diálogo que mantenéis con la Santa Sede favorece el intercambio de impresiones y de información, así como la colaboración en los ámbitos de carácter bilateral o multilateral de particular interés. Vuestra presencia hoy nos recuerda la importante contribución de la Iglesia en vuestras sociedades, en sectores como la educación, la sanidad y la asistencia. Los Acuerdos aprobados en el 2011 con Azerbaiyán, Montenegro y Mozambique, son signos de la cooperación entre la Iglesia católica y los Estados. El primero ya ha sido ratificado; deseo que pronto suceda lo mismo con los otros dos y que se concluyan los que se están negociando. Asimismo, la Santa Sede desea entablar un diálogo fructífero con los Organismos internacionales y regionales, señalando a este respecto con satisfacción que los países miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN) han acogido el nombramiento de un Nuncio Apostólico acreditado ante esa organización. No puedo dejar de mencionar que, al menos desde el pasado diciembre, la Santa Sede ha reforzado su larga colaboración con la Organización Internacional para las Migraciones, convirtiéndose en miembro de pleno derecho. Se trata de un testimonio del compromiso de la Santa Sede y de la Iglesia católica, junto a la comunidad internacional, en la búsqueda de soluciones adecuadas a este fenómeno que presenta múltiples aspectos, desde la protección de la dignidad de las personas a la solicitud por el bien común de las comunidades que los reciben y de aquellas de donde provienen.

A lo largo del año que acaba de terminar he encontrado personalmente a numerosos Jefes de Estado y de Gobierno, así como a las distinguidas representaciones de vuestras naciones que participaron en la ceremonia de beatificación de mi amado predecesor, el Papa Juan Pablo II. Representaciones de vuestros países han tenido la amabilidad de estar también presentes con ocasión del sesenta aniversario de mi ordenación sacerdotal. A todos ellos, así como a los que he encontrado en mis viajes apostólicos en Croacia, San Marino, España, Alemania y Benín, renuevo mi agradecimiento por la delicadeza que me han manifestado. Además, dirijo un recuerdo especial a los países de América Latina y del Caribe que en el 2011 han celebrado el bicentenario de su independencia. El 12 de diciembre pasado, han querido subrayar su vínculo con la Iglesia católica y con el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles participando con distinguidas representaciones de la comunidad eclesial y de autoridades institucionales en la solemne celebración en la Basílica de San Pedro, durante la cual anuncié mi intención de viajar próximamente a México y Cuba. Deseo en fin saludar a Sudán del Sur que, en el pasado mes de julio, se ha constituido como Estado soberano. Me alegro de que este paso se haya dado de modo pacífico. Por desgracia, en los últimos meses se han sucedido tensiones y enfrentamientos, y deseo que todos unan sus esfuerzos para que las poblaciones de Sudán y Sudán del Sur alcancen un período de paz, libertad y desarrollo.

Señoras y Señores Embajadores:

El encuentro de hoy se desarrolla tradicionalmente al final de las fiestas de Navidad, en las que la Iglesia celebra la venida del Salvador. Él viene en la obscuridad de la noche, y por tanto su presencia es fuente inmediata de luz y alegría (cf. Lc 2,9-10). Verdaderamente, allí donde no resplandece la luz divina el mundo está en sombras. Realmente, el mundo está en la oscuridad allí donde el hombre no reconoce ya su vínculo con el Creador, poniendo en peligro asimismo su relación con las demás criaturas y con la creación misma. El momento actual está marcado lamentablemente por un profundo malestar y por diversas crisis: económicas, políticas y sociales, que son su expresión dramática.

En este sentido, no puedo dejar de mencionar ante todo las graves y preocupantes consecuencias de la crisis económica y financiera mundial. Ésta no solo ha golpeado a las familias y empresas de los países económicamente más avanzados, en los que ha tenido su origen, creando una situación en la que muchos, sobre todo jóvenes, se han sentido desorientados y frustrados en sus aspiraciones de un futuro sereno, sino que ha marcado también profundamente la vida de los países en vías de desarrollo. No nos debemos desanimar sino reemprender con decisión nuestro camino, con nuevas formas de compromiso. La crisis puede y debe ser un acicate para reflexionar sobre la existencia humana y la importancia de su dimensión ética, antes que sobre los mecanismos que gobiernan la vida económica: no solo para intentar encauzar las partes individuales o las economías nacionales, sino para dar nuevas reglas que aseguren a todos la posibilidad de vivir dignamente y desarrollar sus capacidades en bien de toda la comunidad.

A continuación deseo recordar que los efectos de la situación actual de incertidumbre afectan de modo particular a los jóvenes. Su malestar ha sido la causa de los fermentos que en los últimos meses han golpeado, a veces duramente, diversas regiones. Me refiero sobre todo a África del Norte y a Medio Oriente, donde los jóvenes que, al igual que otros, sufren la pobreza y el desempleo y temen la falta de expectativas seguras, han puesto en marcha lo que se ha convertido en un vasto movimiento de reivindicación de reformas y de participación más activa en la vida política y social. En este momento es difícil trazar un balance definitivo de los sucesos recientes y cuáles serán sus consecuencias para el equilibrio de la región. A pesar del optimismo inicial, se abre paso el reconocimiento de las dificultades de este momento de transición y cambio, y me parece evidente que el modo adecuado de continuar el camino emprendido pasa por el reconocimiento de la dignidad inalienable de toda persona humana y de sus derechos fundamentales. El respeto de la persona debe estar en el centro de las instituciones y las leyes, debe contribuir a acabar con la violencia y prevenir el riesgo de que la debida atención a las demandas de los ciudadanos y la necesaria solidaridad social se transformen en meros instrumentos para conservar o conquistar el poder. Invito a la comunidad internacional a dialogar con los actores de los procesos en marcha, en el respeto de los pueblos y siendo conscientes de que la construcción de sociedades estables y reconciliadas, que se oponen a toda discriminación injusta, en particular de orden religioso, constituye un horizonte que es más amplio y va más allá de las simples elecciones. Siento una gran preocupación por la población de los países que sufren todavía tensiones y violencias, en particular Siria, en la que espero se ponga rápidamente fin al derramamiento de sangre y se inicie un diálogo fructífero entre los actores políticos, favorecido por la presencia de observadores independientes. En Tierra Santa, donde las tensiones entre palestinos e israelitas repercuten en el equilibrio de todo el Medio Oriente, es necesario que los responsables de estos dos pueblos adopten decisiones valerosas y clarividentes en favor de la paz. He sabido con agrado que, gracias a una iniciativa del reino de Jordania, el diálogo se ha retomado. Espero que continúe hasta que se llegue a una paz duradera, que garantice el derecho de los dos pueblos a vivir con seguridad y en Estados soberanos, dentro de unas fronteras definidas y reconocidas internacionalmente. La comunidad internacional, por su parte, debe estimular su propia creatividad y las iniciativas de promoción de estos procesos de paz, respetando los derechos de cada parte. Sigo también con gran atención la marcha de los acontecimientos en Irak, deplorando los atentados que han causado recientemente la pérdida de numerosas vidas humanas, y animo a sus autoridades a proseguir con firmeza por el camino de una plena reconciliación nacional.

El beato Juan Pablo II recordaba que «el camino de la paz es a la vez el camino de los jóvenes»,[1] ya que ellos son «la juventud de las naciones y de la sociedad, la juventud de cada familia y de toda la humanidad».[2] Los jóvenes, pues, nos llevan a considerar con seriedad sus requerimientos de verdad, justicia y paz. Por esta razón les he dedicado el Mensaje anual para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, titulado Educar a los jóvenes en la justicia y la paz. La educación es un tema crucial para todas las generaciones, ya que de ella depende tanto el sano desarrollo de cada persona como el futuro de toda la sociedad. Por esta razón, representa una tarea de primer orden en estos tiempos difíciles y delicados. Además de un objetivo claro, que es el que los jóvenes conozcan plenamente la realidad y por tanto la verdad, la educación necesita de lugares. El primero es la familia, fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer. No se trata de una simple convención social, sino más bien de la célula fundamental de toda la sociedad. Consecuentemente, las políticas que suponen un ataque a la familia amenazan la dignidad humana y el porvenir mismo de la humanidad. El marco familiar es fundamental en el itinerario educativo y para el desarrollo de los individuos y los estados; por tanto, se necesitan políticas que valoricen y favorezcan la cohesión social y el diálogo. En la familia la persona se abre al mundo y a la vida y, como tuve ocasión de recordar en mi viaje a Croacia, «la apertura a la vida es signo de apertura al futuro».[3] En este contexto de apertura a la vida, he recibido con satisfacción la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, que prohíbe patentar los procedimientos que utilicen células madre embrionarias humanas, así como la resolución de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa, que condena la selección prenatal del sexo.

De forma más genérica, y mirando sobre todo al mundo occidental, estoy convencido de que las medidas legislativas que tantas veces no solo permiten sino que favorecen el aborto, ya sea por motivos de conveniencia o por razones médicas discutibles, se oponen a la educación de los jóvenes y por tanto al futuro de la humanidad.

Continuando con nuestra reflexión, un papel igualmente esencial para el desarrollo de la persona corresponde a las instituciones educativas. Ellas son las primeras instancias que colaboran con la familia, y para desempeñar adecuadamente esta tarea propia sus objetivos han de coincidir con los de la realidad familiar. Es necesario realizar políticas de formación que hagan accesible a todos la educación escolar y que, además de promover el desarrollo cognitivo de la persona, se haga cargo del crecimiento armonioso de la personalidad, incluyendo su apertura al Transcendente. La Iglesia católica se ha mostrado siempre particularmente activa en el área de las instituciones escolares y académicas, cumpliendo una apreciable labor al lado de las instituciones estatales. Deseo por tanto que esta contribución sea reconocida y valorada también por las legislaciones nacionales.

A este respecto, se comprende que una labor educativa eficaz requiera igualmente el respeto de la libertad religiosa. Ésta se caracteriza por una dimensión individual, así como por una dimensión colectiva y una dimensión institucional. Se trata del primer derecho del hombre, porque expresa la realidad más fundamental de la persona. Este derecho, con demasiada frecuencia y por distintos motivos, se sigue limitando y violando. Al tratar este tema no puedo dejar de honrar la memoria del ministro paquistaní Shahbaz Bhatti, cuyo combate infatigable por los derechos de las minorías culminó con su trágica muerte. Desgraciadamente no se trata de un caso aislado. En muchos países, los cristianos son privados de sus derechos fundamentales y marginados de la vida pública; en otros, sufren ataques violentos contra sus iglesias y sus casas. A veces son obligados a abandonar los países que han contribuido a edificar, a causa de continuas tensiones y de políticas que frecuentemente los relegan a meros espectadores secundarios de la vida nacional. En otras partes del mundo, se constatan políticas orientadas a marginar el papel de la religión en la vida social, como si fuera causa de intolerancia, en lugar de contribuir de modo apreciable a la educación en el respeto de la dignidad humana, la justicia y la paz. Asimismo, el terrorismo con motivaciones religiosas se ha cobrado el pasado año numerosas víctimas, sobre todo en Asia y África, y por esto, como recordé en Asís, los responsables religiosos deben repetir con fuerza y firmeza que «esta no es la verdadera naturaleza de la religión. Es más bien su deformación y contribuye a su destrucción».[4] La religión no puede ser utilizada como pretexto para eludir las reglas de la justicia y del derecho en favor del «bien» que ella misma persigue. A este respecto, me satisface recordar, como hice en mi país natal, que la visión cristiana del hombre ha sido una verdadera fuerza inspiradora para los Padres constitucionales de Alemania, como lo fue también para los Padres fundadores de la Europa unida. Quisiera mencionar también algunos signos alentadores en el ámbito de la libertad religiosa. Me refiero a la modificación legislativa gracias a la cual la personalidad jurídica pública de las minorías religiosas ha sido reconocida en Georgia; pienso también en la sentencia de la Corte Europea de los Derechos Humanos a favor de la presencia del crucifijo en las aulas de las escuelas italianas. Y justamente deseo recordar de modo particular a Italia, en la conclusión del 150 aniversario de su unificación política. Las relaciones entre la Santa Sede y el Estado italiano han atravesado momentos difíciles después de la unificación. Con el transcurso del tiempo, sin embargo, ha prevalecido la concordia y la voluntad recíproca de cooperar, cada uno en su propio ámbito, para favorecer el bien común. Espero que Italia sigua apostando por una relación equilibrada entre la Iglesia y el Estado, constituyendo así un ejemplo que las otras naciones puedan mirar con respeto e interés.

En el continente africano, que he visitado de nuevo en mi reciente viaje a Benín, es esencial que la colaboración entre las comunidades cristianas y los gobiernos permita abrir un camino de justicia, paz y reconciliación, donde los miembros de todas las etnias y religiones sean respetados. Es doloroso constatar que, en distintos países del continente, este objetivo está todavía muy lejano. Me refiero de modo particular al aumento de la violencia en Nigeria, como nos lo han recordado los atentados cometidos contra algunas iglesias en el tiempo de Navidad, a las secuelas de la guerra civil en Costa de Marfil, a la persistente inestabilidad de la Región de los Grandes Lagos y a la urgencia humanitaria en los países del Cuerno del África. Pido una vez más a la Comunidad internacional su ayuda solícita para encontrar una solución a la crisis que después de tantos años perdura en Somalia.

Por último, quiero hacer hincapié en que una educación correctamente entendida debe favorecer el respeto a la creación. No se pueden olvidar las graves calamidades naturales que, a lo largo del 2011, han afectado a distintas regiones del Sudeste asiático y los desastres ecológicos como el de la central nuclear de Fukushima en Japón. La salvaguarda del medio ambiente, la sinergia entre la lucha contra la pobreza y el cambio climático constituyen ámbitos importantes para la promoción del desarrollo humano integral. Por consiguiente, deseo que después de la 17ª sesión de la Conferencia de las Partes en la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, que se ha concluido recientemente en Durban, la Comunidad internacional, como una auténtica «familia de naciones» y, por tanto, con un gran sentido de solidariedad y responsabilidad hacia las generaciones presentes y futuras, se prepare para la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible («Río + 20»).

Excelencias, Señoras y Señores:

El nacimiento del Príncipe de la paz nos enseña que la vida no termina en la nada, que su destino no es la corrupción, sino la inmortalidad. Cristo ha venido para que los hombres tengan vida y vida abundante (cf. Jn, 10,10). «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente».[5] Animada por la certeza de la fe, la Santa Sede sigue ofreciendo su aportación a la Comunidad internacional, según la doble intención que el Concilio Vaticano II –del que este año se celebra el 50 aniversario– ha definido claramente: proclamar la altísima vocación del hombre y la divina semilla que en él está presente, y ofrecer al género humano una sincera colaboración para lograr la fraternidad universal que responda a esa vocación.[6] En este espíritu, os renuevo a todos, a los miembros de vuestras familias y a vuestros colaboradores mis felicitaciones más cordiales por el nuevo año.

Gracias por su atención.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ADMINISTRADORES DEL LACIO,
DEL AYUNTAMIENTO Y DE LA PROVINCIA DE ROMA

Sala Clementina
Jueves 12 de enero de 2012



Ilustres señores y señoras:

Una vez más tengo la alegría de encontrarme con vosotros al inicio del nuevo año para el tradicional intercambio de felicitaciones. Agradezco a la honorable Renata Polverini, presidenta de la Junta regional del Lacio, al honorable Giovanni Alemanno, alcalde de Roma, y al honorable Nicola Zingaretti, presidente de la provincia de Roma, las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos. Deseo expresaros a todos mi más cordial felicitación con ocasión del año nuevo, que extiendo a la población de Roma y del Lacio, particularmente cercana a mi ministerio de Obispo de Roma.

Desde hace algunos años también en el Lacio se advierten los efectos de la crisis económica y financiera que ha golpeado a varias regiones del mundo y que, como he recordado, tiene sus raíces más profundas en una crisis ética. La etimología de la palabra «crisis» hace alusión a la dimensión de «separar» y, en sentido lato, a la de «evaluar», «juzgar». La crisis actual, por tanto, puede ser también una ocasión para que toda la comunidad civil verifique si los valores establecidos como fundamento de la convivencia social han generado una sociedad más justa, equitativa y solidaria, o si en cambio es necesaria una reflexión profunda para recuperar los valores que están en la base de una verdadera renovación de la sociedad y que favorezcan una reactivación no sólo económica, sino también atenta a promover el bien integral de la persona humana.

En este contexto la comunidad cristiana está comprometida en una constante obra educativa, orientada especialmente a las nuevas generaciones, para que los valores que durante siglos han hecho de Roma y de los territorios aledaños una luz para el mundo puedan ser asumidos, de manera renovada, como fundamento de un futuro mejor para todos.

Es importante que madure un renovado humanismo en el que la identidad del ser humano esté comprendida en la categoría de persona. La crisis actual, de hecho, hunde sus raíces también en el individualismo, que oscurece la dimensión relacional del hombre y lo conduce a encerrarse en su pequeño mundo, a estar atento a satisfacer ante todo sus propios deseos y necesidades preocupándose poco de los demás. La especulación de terrenos, la inserción cada vez más difícil de los jóvenes en el mundo del trabajo, la soledad de muchos ancianos, el anonimato que caracteriza a menudo la vida en los barrios de ciudades y la mirada a veces superficial sobre las situaciones de marginación y de pobreza, ¿no son quizás consecuencia de esta mentalidad? La fe nos dice que el hombre es un ser llamado a vivir en sociedad y que el «yo» puede encontrarse a sí mismo a partir de un «tú» que lo acepte y lo ame. Y este «Tú» es ante todo Dios, el único capaz de dar al hombre una acogida incondicional y un amor infinito; y son después los demás, empezando por los más cercanos. Redescubrir esta relación como elemento constitutivo de la propia existencia es el primer paso para dar vida a una sociedad más humana. Y también las instituciones tienen la tarea de favorecer que se tome cada vez mayor conciencia de formar parte de una única realidad, en la que cada uno, a semejanza del cuerpo humano, es importante para el todo, como recordó Menenio Agrippa en el célebre apólogo referido por Tito Livio en su Historia de Roma (cf. Ab Urbe Condita, II, 32).

La consciencia de ser un «cuerpo» podrá crecer si se consolida el valor de la acogida, profundamente arraigado en el corazón de los habitantes de Roma y del Lacio. Lo constatamos recientemente durante los días de la beatificación de Juan Pablo II: miles de peregrinos reunidos en la Urbe pudieron vivir días de serenidad y fraternidad, gracias también a vuestra valiosa colaboración. La Cáritas diocesana y las comunidades cristianas están comprometidas en esta obra de acogida, orientada en particular a aquellos que, viniendo de países en donde la pobreza es a menudo causa de muerte, o escapando de ellos para defender su propia incolumidad, llegan a nuestras ciudades y llaman a las puertas de las parroquias. Es necesario, con todo, fomentar programas de plena integración, que permitan la inserción en el tejido social, para que puedan ofrecer a todos la riqueza de la que son portadores. De este modo cada uno aprenderá a sentir el lugar en el que reside como una «casa común» para vivir y cuidar de ella, con el atento y necesario respeto de las leyes que regulan la convivencia colectiva.

Junto con la acogida debe reforzarse el valor de la solidaridad. Es una exigencia de caridad y justicia que, durante los momentos difíciles, aquellos que tienen mayores recursos cuiden de quienes viven en condiciones precarias. También las Instituciones tienen la misión de prestar siempre atención y apoyo a aquellas realidades de las que depende el bien de la sociedad. A este respecto, debe asegurarse un apoyo especial a las familias, particularmente a las numerosas, que a menudo tienen que afrontar dificultades, que se agravan por la falta o la insuficiencia de trabajo. Os animo a defender la familia fundada en el matrimonio como célula esencial de la sociedad, también a través de ayudas y facilidades fiscales que favorezcan la natalidad. Os animo, además, a hacer lo posible para que a todos los núcleos familiares se les garanticen las condiciones necesarias para una vida digna. La solidaridad debe dirigirse, también, hacia los jóvenes, los más penalizados por la falta de trabajo. Una sociedad solidaria siempre debe interesarse por el futuro de las nuevas generaciones, disponiendo políticas adecuadas que garanticen un alojamiento a precios razonables y haciendo todo lo posible para asegurar una actividad laboral. Todo ello es importante para evitar el peligro de que los jóvenes caigan víctimas de organizaciones ilegales, que ofrecen dinero fácil y no respetan el valor de la vida humana.

Al mismo tiempo —tercer punto— es necesario promover una cultura de legalidad, ayudando a los ciudadanos a entender que las leyes sirven para canalizar las muchas energías positivas presentes en la sociedad y permitir así la promoción del bien común. También los episodios recientes de violencia en la región impulsan a continuar con la tarea de educar en el respeto de la legalidad y en la defensa de la seguridad. Las Instituciones no sólo tienen el deber de ser ejemplares en el respeto de las leyes, sino también de promulgar medidas justas y equitativas, que tengan en cuenta también la ley que Dios ha inscrito en el corazón del hombre y que todos pueden conocer mediante la razón.

Amables autoridades, los retos son múltiples y complejos. Es posible vencerlos sólo en la medida en que se refuerce la consciencia de que el destino de cada uno está unido al de todos. Y por esto he querido subrayar que la acogida, la solidaridad y la legalidad son valores fundamentales para mirar el año que inicia con mayor serenidad. Os aseguro mi constante oración por vuestro compromiso en favor de la colectividad y os confío a la materna intercesión de la Virgen María. Con estos deseos, os imparto de corazón a todos mi bendición apostólica, que con gusto extiendo a los habitantes de Roma, de su provincia y de toda la región.


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Ai Dirigenti e al Personale dell'Ispettorato di Pubblica Sicurezza presso il Vaticano (13 gennaio 2012)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS DE ESTADOS UNIDOS
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sala del Consistorio
Jueves 19 de enero de 2012



Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto fraterno y rezo para que esta peregrinación de renovación espiritual y de comunión profunda os confirme en la fe y en la entrega a vuestra misión de pastores de la Iglesia que está en Estados Unidos. Como sabéis, mi intención es reflexionar con vosotros, a lo largo de este año, sobre algunos de los desafíos espirituales y culturales de la nueva evangelización.

Uno de los aspectos más memorables de mi visita pastoral a Estados Unidos fue la ocasión que me permitió reflexionar sobre la experiencia histórica estadounidense de la libertad religiosa, y más específicamente sobre la relación entre religión y cultura. En el centro de toda cultura, perceptible o no, hay un consenso respecto a la naturaleza de la realidad y al bien moral, y, por lo tanto, respecto a las condiciones para la prosperidad humana. En Estados Unidos ese consenso, como lo presentan los documentos fundacionales de la nación, se basaba en una visión del mundo modelada no sólo por la fe, sino también por el compromiso con determinados principios éticos derivados de la naturaleza y del Dios de la naturaleza. Hoy ese consenso se ha reducido de modo significativo ante corrientes culturales nuevas y potentes, que no sólo se oponen directamente a varias enseñanzas morales fundamentales de la tradición judeo-cristiana, sino que son cada vez más hostiles al cristianismo en cuanto tal.

La Iglesia en Estados Unidos, por su parte, está llamada, en todo tiempo oportuno y no oportuno, a proclamar el Evangelio que no sólo propone verdades morales inmutables, sino que lo hace precisamente como clave para la felicidad humana y la prosperidad social (cf. Gaudium et spes, 10). Algunas tendencias culturales actuales, en la medida en que contienen elementos que quieren limitar la proclamación de esas verdades, sea reduciéndola dentro de los confines de una racionalidad meramente científica sea suprimiéndola en nombre del poder político o del gobierno de la mayoría, representan una amenaza no sólo para la fe cristiana, sino también para la humanidad misma y para la verdad más profunda sobre nuestro ser y nuestra vocación última, nuestra relación con Dios. Cuando una cultura busca suprimir la dimensión del misterio último y cerrar las puertas a la verdad trascendente, inevitablemente se empobrece y se convierte en presa de una lectura reduccionista y totalitaria de la persona humana y de la naturaleza de la sociedad, como lo intuyó con gran claridad el Papa Juan Pablo II.

La Iglesia, con su larga tradición de respeto de la correcta relación entre fe y razón, tiene un papel fundamental que desempeñar al oponerse a las corrientes culturales que, sobre la base de un individualismo extremo, buscan promover conceptos de libertad separados de la verdad moral. Nuestra tradición no habla a partir de una fe ciega, sino desde una perspectiva racional que vincula nuestro compromiso de construir una sociedad auténticamente justa, humana y próspera con la certeza fundamental de que el universo posee una lógica interna accesible a la razón humana. La defensa por parte de la Iglesia de un razonamiento moral basado en la ley natural se funda en su convicción de que esta ley no es una amenaza para nuestra libertad, sino más bien una «lengua» que nos permite comprendernos a nosotros mismos y la verdad de nuestro ser, y forjar de esa manera un mundo más justo y más humano. Por tanto, la Iglesia propone su doctrina moral como un mensaje no de constricción, sino de liberación, y como base para construir un futuro seguro.

El testimonio de la Iglesia, por lo tanto, es público por naturaleza. La Iglesia busca convencer proponiendo argumentos racionales en el ámbito público. La separación legítima entre Iglesia y Estado no puede interpretarse como si la Iglesia debiera callar sobre ciertas cuestiones, ni como si el Estado pudiera elegir no implicar, o ser implicado, por la voz de los creyentes comprometidos a determinar los valores que deberían forjar el futuro de la nación.

A la luz de estas consideraciones, es fundamental que toda la comunidad católica de Estados Unidos llegue a comprender las graves amenazas que plantea al testimonio moral público de la Iglesia el laicismo radical, que cada vez encuentra más expresiones en los ámbitos político y cultural. Es preciso que en todos los niveles de la vida eclesial se comprenda la gravedad de tales amenazas. Son especialmente preocupantes ciertos intentos de limitar la libertad más apreciada en Estados Unidos: la libertad de religión. Muchos de vosotros habéis puesto de relieve que se han llevado a cabo esfuerzos concertados para negar el derecho de objeción de conciencia de los individuos y de las instituciones católicas en lo que respecta a la cooperación en prácticas intrínsecamente malas. Otros me habéis hablado de una preocupante tendencia a reducir la libertad de religión a una mera libertad de culto, sin garantías de respeto de la libertad de conciencia.

En todo ello, una vez más, vemos la necesidad de un laicado católico comprometido, articulado y bien formado, dotado de un fuerte sentido crítico frente a la cultura dominante y de la valentía de contrarrestar un laicismo reductivo que quisiera deslegitimar la participación de la Iglesia en el debate público sobre cuestiones decisivas para el futuro de la sociedad estadounidense. La formación de líderes laicos comprometidos y la presentación de una articulación convincente de la visión cristiana del hombre y de la sociedad siguen siendo la tarea principal de la Iglesia en vuestro país. Como componentes esenciales de la nueva evangelización, estas preocupaciones deben modelar la visión y los objetivos de los programas catequéticos en todos los niveles.

Al respecto, quiero expresar mi aprecio por vuestros esfuerzos para mantener contactos con los católicos comprometidos en la vida política y para ayudarles a comprender su responsabilidad personal de dar un testimonio público de su fe, especialmente en lo que se refiere a las grandes cuestiones morales de nuestro tiempo: el respeto del don de Dios de la vida, la protección de la dignidad humana y la promoción de derechos humanos auténticos. Como señaló el Concilio, y como quise reafirmar durante mi visita pastoral, el respeto de la justa autonomía de la esfera secular debe tener en cuenta también la verdad de que no existe un reino de cuestiones terrenas que pueda sustraerse al Creador y a su dominio (cf. Gaudium et spes, 36). No cabe duda de que un testimonio más coherente por parte de los católicos de Estados Unidos desde sus convicciones más profundas daría una importante contribución a la renovación de la sociedad en su conjunto.

Queridos hermanos en el episcopado, con estas breves reflexiones he querido tocar algunas de las cuestiones más urgentes que debéis afrontar en vuestro servicio al Evangelio y su importancia para la evangelización de la cultura estadounidense. Ninguna persona que mire con realismo estas cuestiones puede ignorar las dificultades auténticas que la Iglesia encuentra en el tiempo presente. Sin embargo, en verdad, nos puede animar la creciente toma de conciencia de la necesidad de mantener un orden civil arraigado claramente en la tradición judeo-cristiana, así como la promesa de una nueva generación de católicos, cuya experiencia y convicciones desempeñarán un papel decisivo al renovar la presencia y el testimonio de la Iglesia en la sociedad de Estados Unidos. La esperanza que nos ofrecen estos «signos de los tiempos» es de por sí un motivo para renovar nuestros esfuerzos con el fin de movilizar los recursos intelectuales y morales de toda la comunidad católica al servicio de la evangelización de la cultura estadounidense y de la construcción de la civilización del amor. Con gran afecto os encomiendo a todos vosotros, así como al rebaño confiado a vuestra solicitud pastoral, a la oración de María, Madre de la esperanza, y os imparto de corazón mi bendición apostólica, como prenda de gracia y de paz en Jesucristo nuestro Señor.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN ECUMÉNICA DE FINLANDIA
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE SAN ENRIQUE

Jueves 19 de enero de 2012



Querido monseñor Sippo,
querido monseñor Häkkinen,
estimados amigos de Finlandia:

Con gran alegría os doy la bienvenida, miembros de la delegación de Finlandia, con ocasión de vuestra peregrinación ecuménica anual a Roma para celebrar una vez más la fiesta de hoy de san Enrique, santo patrono de Finlandia. Al recordar a nuestros santos patronos damos gracias por la acción del Espíritu Santo, que ha modelado y transformado la vida de cuantos nos han dejado un ejemplo extraordinario de fidelidad a Cristo y al Evangelio.

La visita anual de una delegación ecuménica de Finlandia testimonia el aumento de la comunión entre las tradiciones cristianas representadas en vuestro país. Tengo la profunda esperanza de que esta comunión siga creciendo, dando ricos frutos entre los católicos, los luteranos y todos los demás cristianos en vuestra amada nación. Nuestra amistad cada vez más profunda y nuestro testimonio común de Jesucristo —especialmente ante el mundo actual, que tan a menudo carece de una orientación auténtica y desea escuchar el mensaje de salvación— tiene que apresurar nuestros progresos hacia la solución de las diferencias que aún permanecen entre nosotros, y también de todos los temas sobre los que los cristianos están divididos.

Recientemente, las cuestiones éticas se han convertido en uno de los puntos de divergencia entre los cristianos, especialmente en lo que concierne a la correcta comprensión de la naturaleza humana y de su dignidad. Es necesario que los cristianos lleguen a un acuerdo profundo en las cuestiones antropológicas, que puede ayudar a la sociedad y a los políticos a tomar decisiones sabias y acertadas sobre temas importantes en las esferas de la vida humana, de la familia y de la sexualidad.

A este respecto, el reciente documento de diálogo ecuménico bilateral en el contexto finlandés-sueco no sólo refleja un acercamiento entre católicos y luteranos en lo que atañe a la comprensión de la justificación, sino que exhorta a los cristianos a renovar su compromiso de imitar a Cristo en la vida y en las obras. Confiamos en el poder del Espíritu Santo para que haga posible lo que puede parecer todavía fuera de nuestro alcance: una amplia renovación de la santidad y de la práctica pública de la virtud cristiana, según el ejemplo de los grandes testigos que nos han precedido.

Durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos de este año, la segunda lectura de los textos sugeridos para la jornada de hoy recuerda la paciencia de creyentes fieles como Abraham (cf. Hb 6, 15), que han sido premiados por su fe y confianza en Dios. La convicción de que Dios interviene amorosamente en nuestra historia nos enseña a no poner un énfasis inoportuno en aquello que podemos hacer con nuestros propios esfuerzos. Nuestro deseo de una unidad plena y visible de los cristianos requiere una espera paciente y confiada, no con un espíritu de impotencia o de pasividad, sino con una profunda confianza en que la unidad de todos los cristianos en una sola Iglesia es de verdad un don de Dios y no un logro nuestro. Esta espera paciente, en devota esperanza, nos transforma y nos prepara para una unidad visible no como la programamos nosotros, sino como nos la concede Dios.

Tengo la ferviente esperanza de que vuestra visita a Roma ayude a hacer más profundas las relaciones fraternas existentes entre luteranos y católicos en Finlandia. Agradezcamos a Dios todo lo que nos ha concedido hasta ahora y pidámosle que nos colme del Espíritu de la verdad para guiarnos hacia un amor y una unidad cada vez mayores. Sobre vosotros y sobre todos vuestros connacionales invoco las bendiciones abundantes de Dios.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DEL ALMO COLEGIO CAPRÁNICA

Sala Clementina
Viernes 20 de enero de 2012



Señor cardenal,
excelencia,
queridos hermanos:

Es siempre motivo de alegría para mí encontrarme con la comunidad del Almo Colegio Capránica, que desde hace más de cinco siglos constituye uno de los seminarios de la diócesis de Roma. Os saludo a todos con afecto, en particular naturalmente a su eminencia el cardenal Martino y al rector, monseñor Ermenegildo Manicardi. Y agradezco a su eminencia sus amables palabras. Con ocasión de la memoria de santa Inés, patrona del Colegio, quiero ofreceros algunas reflexiones que me sugiere precisamente su figura.

Santa Inés es una de las famosas jóvenes romanas que han ilustrado la belleza genuina de la fe en Cristo y de la amistad con él. Su doble título de virgen y mártir recuerda la totalidad de las dimensiones de la santidad. Se trata de una santidad completa que os piden también a vosotros vuestra fe cristiana y la vocación sacerdotal especial con la que el Señor os ha llamado y os vincula a él. Martirio —para santa Inés— quería decir la aceptación generosa y libre de entregar su vida joven, en su totalidad y sin reservas, para que el Evangelio fuera anunciado como verdad y belleza que iluminan la existencia. En el martirio de santa Inés, aceptado con valor en el estadio de Domiciano, resplandece para siempre la belleza de pertenecer a Cristo sin vacilaciones, confiándose a él. Todavía hoy, a cualquiera que pase por la plaza Navona la imagen de la santa desde el frontispicio de la iglesia de Santa Inés in Agone le recuerda que nuestra ciudad está fundada también sobre la amistad con Cristo y el testimonio de su Evangelio, de muchos de sus hijos e hijas. Su generosa entrega a él y al bien de los hermanos es un componente primario de la fisonomía espiritual de Roma.

Con el martirio Inés sella también el otro elemento decisivo de su vida, la virginidad por Cristo y por la Iglesia. El don total del martirio se prepara, de hecho, con la decisión consciente, libre y madura de la virginidad, testimonio de la voluntad de ser totalmente de Cristo. Si el martirio es un acto heroico final, la virginidad es fruto de una prolongada amistad con Jesús madurada en la escucha constante de su Palabra, en el diálogo de la oración y en el encuentro eucarístico. Inés, todavía joven, había aprendido que ser discípulos del Señor quiere decir amarlo poniendo en juego toda la existencia. Este título doble —virgen y mártir— recuerda a nuestra reflexión que un testigo creíble de la fe debe ser una persona que vive por Cristo, con Cristo y en Cristo, transformando su vida según las exigencias más altas de la gratuidad.

También la formación del presbítero exige integridad, perfección, ejercicio ascético, constancia y fidelidad heroica, en todos los aspectos que la constituyen; en el fondo debe haber una vida espiritual sólida animada por una intensa relación con Dios a nivel personal y comunitario, con particular cuidado en las celebraciones litúrgicas y en la frecuencia de los sacramentos. La vida sacerdotal exige una aspiración creciente a la santidad, un claro sensus Ecclesiae y una apertura a la fraternidad sin exclusiones ni parcialidad. Del camino de santidad del presbítero forma parte también su elección de elaborar, con la ayuda de Dios, la propia inteligencia y el propio compromiso, una cultura personal verdadera y sólida, fruto de un estudio apasionado y constante. La fe tiene una dimensión racional e intelectual que le es esencial. Para un seminarista y para un sacerdote joven, que aún se dedica al estudio académico, se trata de asimilar aquella síntesis entre fe y razón que es propia del cristianismo. El Verbo de Dios se hizo carne y el presbítero, auténtico sacerdote del Verbo encarnado, debe ser cada vez más un reflejo, luminoso y profundo, de la Palabra eterna que nos ha sido dada. Quien es maduro también en esta formación cultural global puede ser más eficazmente educador y animador de aquella adoración «en Espíritu y verdad» de la que habla Jesús a la samaritana (cf. Jn 4, 23). Esta adoración, que se forma en la escucha de la Palabra de Dios y en la fuerza del Espíritu Santo, está llamada a ser, sobre todo en la liturgia, el «rationabile obsequium», del que nos habla el apóstol san Pablo, un culto en el que el hombre mismo en la totalidad de su ser dotado de razón, se vuelve adoración, glorificación del Dios viviente, y que puede alcanzarse no conformándose a este mundo, sino dejándose transformar por Cristo, renovando el modo de pensar, para poder discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno, agradable a él y perfecto (cf. Rm 12, 1-2).

Queridos alumnos del Colegio Capránica, vuestro compromiso en el camino de la santidad, también con una sólida formación cultural, corresponde a la intención originaria de esta institución, fundada hace 555 años por el cardenal Domenico Capránica. Tened siempre un sentido profundo de la historia y de la tradición de la Iglesia. El hecho de estar en Roma es un don que os tiene que hacer particularmente sensibles a la profundidad de la tradición católica. Vosotros ya la palpáis en la historia del edificio que os acoge. Además, vosotros vivís estos años de formación con una cercanía especial al Sucesor de Pedro: ello os permite percibir con una claridad particular las dimensiones universales de la Iglesia y el deseo de que el Evangelio llegue a todas las gentes. Aquí tenéis la posibilidad de abrir los horizontes con la experiencia de la internacionalidad; aquí, sobre todo, respiráis la catolicidad. Aprovechad lo que se os ofrece, para el servicio futuro a la diócesis de Roma o a vuestras diócesis de procedencia. De la amistad que surge en la convivencia aprended a conocer las diferentes situaciones de las naciones y de las Iglesias en el mundo, y a formaros en la visión católica. Preparaos a estar cerca de cada hombre que encontréis, sin dejar que ninguna cultura pueda ser una barrera a la Palabra de vida de la que sois anunciadores también con vuestra vida.

Queridos amigos, la Iglesia espera mucho de los sacerdotes jóvenes en la obra de evangelización y de nueva evangelización. Os animo para que en el esfuerzo diario, enraizados en la belleza de la tradición auténtica, unidos profundamente a Cristo, seáis capaces de llevarlo a vuestras comunidades con verdad y alegría.

Que vuestro compromiso de hoy, con la intercesión de santa Inés, virgen y mártir, y de María santísima, Estrella de la evangelización, contribuya a la fecundidad de vuestro ministerio. De corazón os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A NUMEROSO MIEMBROS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL

Sala Pablo VI
Viernes 20 de enero de 2012

[Vídeo]



Queridos hermanos y hermanas:

También este año tengo la alegría de poder encontrarme con vosotros y compartir este momento de envío para la misión. Un saludo particular a Kiko Argüello, a Carmen Hernández y a don Mario Pezzi, y un afectuoso saludo a todos vosotros: sacerdotes, seminaristas, familias, formadores y miembros del Camino Neocatecumenal. Vuestra presencia hoy es un testimonio visible de vuestro compromiso gozoso de vivir la fe, en comunión con toda la Iglesia y con el Sucesor de Pedro, y de ser anunciadores valientes del Evangelio.

En el pasaje de san Mateo que hemos escuchado, los Apóstoles reciben un mandato preciso de Jesús: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19). Inicialmente habían dudado, en su corazón todavía había incertidumbre, estupor ante el acontecimiento de la resurrección. Y es Jesús mismo, el Resucitado —destaca el evangelista—, quien se acerca a ellos, les hace sentir su presencia, los envía a enseñar todo lo que les ha comunicado, dándoles una certeza que acompaña a todo anunciador de Cristo: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 21). Son palabras que resuenan con fuerza en vuestro corazón. Habéis cantado Resurrexit, que expresa la fe en el Viviente, en aquel que, con un acto supremo de amor, ha vencido el pecado y la muerte y da al hombre, a nosotros, el calor del amor de Dios, la esperanza de ser salvados, un futuro de eternidad.

Durante estos decenios de vida del Camino uno de vuestros compromisos firmes ha sido proclamar a Cristo resucitado, responder a sus palabras con generosidad, abandonando a menudo seguridades personales y materiales, dejando incluso el propio país, y afrontando situaciones nuevas y no siempre fáciles. Llevar a Cristo a los hombres y llevar a los hombres a Cristo: esto es lo que anima toda obra evangelizadora. Vosotros lo realizáis en un camino que ayuda a quien ya ha recibido el Bautismo a redescubrir la belleza de la vida de fe, la alegría de ser cristiano. El «seguir a Cristo» exige la aventura personal de su búsqueda, de ir con él, pero implica también salir del encierro del yo, romper el individualismo que a menudo caracteriza a la sociedad de nuestro tiempo, para sustituir el egoísmo con la comunidad del hombre nuevo en Jesucristo. Y esto se realiza en una profunda relación personal con él, en la escucha de su Palabra, recorriendo el camino que nos ha indicado, pero también se lleva a cabo, inseparablemente, al creer con su Iglesia, con los santos, en los que se da a conocer siempre nuevamente el verdadero rostro de la Esposa de Cristo.

Como sabemos, este compromiso no siempre es fácil. A veces estáis presentes en lugares donde es necesario un primer anuncio del Evangelio, la missio ad gentes; a menudo, en cambio, en regiones que, aun habiendo conocido a Cristo, se han vuelto indiferentes a la fe: el laicismo ha eclipsado el sentido de Dios y oscurecido los valores cristianos. Allí vuestro compromiso y vuestro testimonio han de ser como la levadura que, con paciencia, respetando los tiempos, con sensus Ecclesiae, hace crecer toda la masa. La Iglesia ha reconocido en el Camino un don particular que el Espíritu Santo ha dado a nuestro tiempo, y la aprobación de los Estatutos y del «Directorio catequístico» son un signo de ello. Os animo a dar vuestra original contribución a la causa del Evangelio. En vuestra valiosa obra buscad siempre una profunda comunión con la Sede Apostólica y con los pastores de las Iglesias particulares, en las que estáis insertados: la unidad y la armonía del Cuerpo eclesial son un importante testimonio de Cristo y de su Evangelio en el mundo en que vivimos.

Queridas familias, la Iglesia os da las gracias; os necesita para la nueva evangelización. La familia es una célula importante para la comunidad eclesial, donde se forma la vida humana y cristiana. Con gran alegría veo a vuestros hijos, muchos niños que os miran a vosotros, queridos padres, que miran vuestro ejemplo. Un centenar de familias están a punto de partir para doce misiones ad gentes. Os invito a no tener miedo: quien lleva el Evangelio jamás está solo. Saludo con afecto a los sacerdotes y a los seminaristas: amad a Cristo y a la Iglesia, transmitid la alegría de haberlo encontrado y la belleza de haberle dado todo. Saludo también a los itinerantes, a los responsables y a todas las comunidades del Camino. Seguid siendo generosos con el Señor: os dará siempre su consuelo.

Hace unos momentos se os ha leído el Decreto con el que se aprueban las celebraciones presentes en el «Directorio catequístico del Camino neocatecumenal», que no son estrictamente litúrgicas, pero forman parte del itinerario de crecimiento en la fe. Es otro elemento que os muestra cómo la Iglesia os acompaña con atención en un discernimiento paciente, que comprende vuestra riqueza, pero que también tiene en cuenta la comunión y la armonía de todo el Corpus Ecclesiae.

Este hecho me brinda la ocasión para una breve reflexión sobre el valor de la liturgia. El concilio Vaticano II la define como la obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Sacrosanctum Concilium, 7). A simple vista, esto podría parecer extraño, porque da la impresión de que la obra de Cristo designa las acciones redentoras históricas de Jesús, su pasión, muerte y resurrección. ¿En qué sentido, entonces, la liturgia es obra de Cristo? La pasión, muerte y resurrección de Jesús no son sólo acontecimientos históricos; alcanzan y penetran la historia, pero la trascienden y permanecen siempre presentes en el corazón de Cristo. En la acción litúrgica de la Iglesia está la presencia activa de Cristo resucitado, que hace presente y eficaz para nosotros hoy el mismo Misterio pascual, para nuestra salvación; nos atrae en este acto de entrega de sí mismo que en su corazón siempre está presente y nos hace participar en esta presencia del Misterio pascual. Esta obra del Señor Jesús, que es el verdadero contenido de la liturgia; este entrar en la presencia del Misterio pascual, es también obra de la Iglesia, que, al ser su cuerpo, es un único sujeto con Cristo —Christus totus caput et corpus—, dice san Agustín. En la celebración de los sacramentos, Cristo nos sumerge en el Misterio pascual para hacernos pasar de la muerte a la vida, del pecado a la vida nueva en Cristo.

Esto vale de modo muy especial para la celebración de la Eucaristía, que, al ser el culmen de la vida cristiana, es también el centro de su redescubrimiento, al que tiende el neocatecumenado. Como rezan vuestros Estatutos, «la Eucaristía es esencial para el neocatecumenado, puesto que es catecumenado posbautismal, vivido en pequeñas comunidades» (art. 13 § 1). Precisamente para favorecer un nuevo acercamiento a la riqueza de la vida sacramental por parte de personas que se han alejado de la Iglesia, o no han recibido una formación adecuada, los neocatecumenales pueden celebrar la Eucaristía dominical en pequeñas comunidades, después de las primeras Vísperas del domingo, según las disposiciones del obispo diocesano (cf. Estatutos, art. 13 § 2). Pero toda celebración eucarística es una acción del único Cristo juntamente con su única Iglesia, y por eso mismo está abierta esencialmente a todos los que pertenecen a su Iglesia. Este carácter público de la sagrada Eucaristía se expresa en el hecho de que toda celebración de la santa misa es dirigida, en última instancia, por el obispo como miembro del Colegio episcopal, responsable de una determinada Iglesia local (cf. Lumen gentium, 26). La celebración en pequeñas comunidades, regulada por los libros litúrgicos, que hay que seguir fielmente, y con las particularidades aprobadas en los Estatutos del Camino, tiene como finalidad ayudar a cuantos recorren el itinerario neocatecumenal a percibir la gracia de estar insertados en el misterio salvífico de Cristo, que hace posible un testimonio cristiano capaz de asumir también los rasgos de la radicalidad. Al mismo tiempo, la maduración progresiva de la persona y de la pequeña comunidad en la fe debe favorecer su inserción en la vida de la gran comunidad eclesial, que tiene su forma ordinaria en la celebración litúrgica de la parroquia, en la cual y por la cual se actúa el Neocatecumenado (cf. Estatutos, art. 6). Pero también durante el camino es importante no separarse de la comunidad parroquial, precisamente en la celebración de la Eucaristía, que es el verdadero lugar de la unidad de todos, donde el Señor nos abraza en los diversos estados de nuestra madurez espiritual y nos une en el único pan, que nos hace un único cuerpo (cf. 1 Co 10, 16 s).

¡Ánimo! El Señor os acompaña siempre, y también yo os aseguro mi oración y os agradezco las numerosas muestras de cercanía. Os pido que también os acordéis de mí en vuestras oraciones. Que la santísima Virgen María os asista con su mirada maternal, y os sostenga mi bendición apostólica, que extiendo a todos los miembros del Camino. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
POR LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL

Sala Clementina
Sábado 21 de enero de 2012



Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana:

Es para mí motivo de alegría recibiros hoy en el encuentro anual con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo mi saludo al Colegio de los prelados auditores, empezando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco sus palabras. Un cordial saludo también a los oficiales, a los abogados, a los demás colaboradores y a todos los presentes. En esta circunstancia renuevo mi estima por el delicado y valioso ministerio que desempeñáis en la Iglesia y que requiere siempre un renovado compromiso por la incidencia que tiene para la salus animarum del pueblo de Dios.

En la cita de este año deseo partir de uno de los importantes acontecimientos eclesiales que viviremos en unos meses: me refiero al Año de la fe, que, tras las huellas de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, he querido convocar en el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II. Ese gran Pontífice —como escribí en la Carta apostólica de convocatoria— estableció por primera vez un período tal de reflexión «consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación»[1].

Retomando una exigencia similar, pasando al ámbito que afecta más directamente a vuestro servicio en la Iglesia, quiero detenerme hoy en un aspecto primario del ministerio judicial, o sea, la interpretación de la ley canónica en orden a su aplicación[2].

El nexo con el tema al que acabo de aludir —la recta interpretación de la fe— ciertamente no se reduce a una mera asonancia semántica, puesto que el derecho canónico encuentra su fundamento y su sentido mismo en las verdades de fe, y la lex agendi no puede sino reflejar la lex credendi. La cuestión de la interpretación de la ley canónica, por lo demás, constituye un tema muy amplio y complejo respecto al cual me limitaré a algunas observaciones.

Ante todo la hermenéutica del derecho canónico está estrechamente vinculada a la concepción misma de la ley de la Iglesia.

En caso de que se tendiera a identificar el derecho canónico con el sistema de las leyes canónicas, el conocimiento de aquello que es jurídico en la Iglesia consistiría esencialmente en comprender lo que establecen los textos legales. A primera vista este enfoque parece valorar plenamente la ley humana. Pero es evidente el empobrecimiento que comportaría esta concepción: con el olvido práctico del derecho natural y del derecho divino positivo, así como de la relación vital de todo derecho con la comunión y la misión de la Iglesia, el trabajo del intérprete queda privado del contacto vital con la realidad eclesial.

En los últimos tiempos algunas corrientes de pensamiento han puesto en guardia contra el excesivo apego a las leyes de la Iglesia, empezando por los Códigos, juzgándolo, precisamente, como una manifestación de legalismo. En consecuencia, se han propuesto vías hermenéuticas que permiten una aproximación más acorde con las bases teológicas y las intenciones también pastorales de la norma canónica, llevando a una creatividad jurídica en la que cada situación se convertiría en factor decisivo para comprobar el auténtico significado del precepto legal en el caso concreto. La misericordia, la equidad, la oikonomia tan apreciada en la tradición oriental, son algunos de los conceptos a los que se recurre en esa operación interpretativa. Conviene observar inmediatamente que este planteamiento no supera el positivismo que denuncia, limitándose a sustituirlo con otro en el que la obra interpretativa humana se alza como protagonista para establecer lo que es jurídico. Falta el sentido de un derecho objetivo que hay que buscar, pues este queda a merced de consideraciones que pretenden ser teológicas o pastorales, pero al final se exponen al riesgo de la arbitrariedad. De ese modo la hermenéutica legal se vacía: en el fondo no interesa comprender la disposición de la ley, pues esta puede adaptarse dinámicamente a cualquier solución, incluso opuesta a su letra. Ciertamente existe en este caso una referencia a los fenómenos vitales, pero de los que no se capta la dimensión jurídica intrínseca.

Existe otra vía en la que la comprensión adecuada a la ley canónica abre el camino a una labor interpretativa que se inserta en la búsqueda de la verdad sobre el derecho y sobre la justicia en la Iglesia. Como quise evidenciar en el Parlamento federal de mi país, en el Reichstag de Berlín[3], el verdadero derecho es inseparable de la justicia. El principio, obviamente, también vale para la ley canónica, en el sentido de que esta no puede encerrarse en un sistema normativo meramente humano, sino que debe estar unida a un orden justo de la Iglesia, en el que existe una ley superior. En esta perspectiva la ley positiva humana pierde la primacía que se le querría atribuir, pues el derecho ya no se identifica sencillamente con ella; en cambio, en esto la ley humana se valora como expresión de justicia, ante todo por cuanto declara como derecho divino, pero también por lo que introduce como legítima determinación de derecho humano.

Así se hace posible una hermenéutica legal que sea auténticamente jurídica, en el sentido de que, situándose en sintonía con el significado propio de la ley, se puede plantear la cuestión crucial sobre lo que es justo en cada caso. Conviene observar al respecto que, para percibir el significado propio de la ley, es necesario siempre contemplar la realidad que reglamenta, y ello no sólo cuando la ley sea prevalentemente declarativa del derecho divino, sino también cuando introduzca constitutivamente reglas humanas. Estas deben interpretarse también a la luz de la realidad regulada, la cual contiene siempre un núcleo de derecho natural y divino positivo, con el que debe estar en armonía cada norma a fin de que sea racional y verdaderamente jurídica.

En esta perspectiva realista el esfuerzo interpretativo, a veces arduo, adquiere un sentido y un objetivo. El uso de los medios interpretativos previstos por el Código de derecho canónico en el canon 17, empezando por «el significado propio de las palabras, considerado en el texto y en el contexto», ya no es un mero ejercicio lógico. Se trata de una tarea que es vivificada por un auténtico contacto con la realidad global de la Iglesia, que permite penetrar en el verdadero sentido de la letra de la ley. Acontece entonces algo semejante a cuanto he dicho a propósito del proceso interior de san Agustín en la hermenéutica bíblica: «el trascender la letra le hizo creíble la letra misma»[4]. Se confirma así que también en la hermenéutica de la ley el auténtico horizonte es el de la verdad jurídica que hay que amar, buscar y servir.

De ello se deduce que la interpretación de la ley canónica debe realizarse en la Iglesia. No se trata de una mera circunstancia externa, ambiental: es una remisión al propio humus de la ley canónica y de las realidades reguladas por ella. El sentire cum Ecclesia tiene sentido también en la disciplina, a causa de los fundamentos doctrinales que siempre están presentes y operantes en las normas legales de la Iglesia. De este modo hay que aplicar también a la ley canónica la hermenéutica de la renovación en la continuidad de la que hablé refiriéndome al concilio Vaticano II[5], tan estrechamente unido a la actual legislación canónica. La madurez cristiana lleva a amar cada vez más la ley y a quererla comprender y aplicar con fidelidad.

Estas actitudes de fondo se aplican a todas las clases de interpretación: desde la investigación científica sobre el derecho, pasando por la labor de los agentes jurídicos en sede judicial o administrativa, hasta la búsqueda cotidiana de las soluciones justas en la vida de los fieles y de las comunidades. Se necesita espíritu de docilidad para acoger las leyes, procurando estudiar con honradez y dedicación la tradición jurídica de la Iglesia para poderse identificar con ella y también con las disposiciones legales emanadas por los pastores, especialmente las leyes pontificias así como el magisterio sobre cuestiones canónicas, el cual es de por sí vinculante en lo que enseña sobre el derecho[6]. Sólo de este modo se podrán discernir los casos en los que las circunstancias concretas exigen una solución equitativa para lograr la justicia que la norma general humana no ha podido prever, y se podrá manifestar en espíritu de comunión lo que puede servir para mejorar el ordenamiento legislativo.

Estas reflexiones adquieren una relevancia peculiar en el ámbito de las leyes relativas al acto constitutivo del matrimonio y su consumación y a la recepción del Orden sagrado, y de aquellas que corresponden a los procesos respectivos. Aquí la sintonía con el verdadero sentido de la ley de la Iglesia se convierte en una cuestión de amplia y profunda incidencia práctica en la vida de las personas y de las comunidades, y requiere una atención especial. En particular, hay que aplicar todos los medios jurídicamente vinculantes que tienden a asegurar la unidad en la interpretación y en la aplicación de las leyes que la justicia requiere: el magisterio pontificio específicamente concerniente en este campo, contenido sobre todo en los discursos a la Rota romana; la jurisprudencia de la Rota romana, sobre cuya relevancia ya os he hablado[7]; las normas y las declaraciones emanadas por otros dicasterios de la Curia romana. Esta unidad hermenéutica en lo que es esencial no mortifica en modo alguno las funciones de los tribunales locales, llamados a ser los primeros en afrontar las complejas situaciones reales que se dan en cada contexto cultural. Cada uno de ellos, en efecto, debe proceder con un sentido de verdadera reverencia respecto a la verdad del derecho, procurando practicar ejemplarmente, en la aplicación de las instituciones judiciales y administrativas, la comunión en la disciplina, como aspecto esencial de la unidad de la Iglesia.

Antes de concluir este momento de encuentro y de reflexión, deseo recordar la reciente innovación —a la que se ha referido monseñor Stankiewicz— según la cual se han transferido a una Oficina de este Tribunal apostólico las competencias sobre los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado, y las causas de nulidad del Orden sagrado[8]. Estoy seguro de que se dará una generosa respuesta a este nuevo compromiso eclesial.

Alentando vuestra valiosa obra, que requiere un trabajo fiel, cotidiano y comprometido, os encomiendo a la intercesión de la santísima Virgen María, Speculum iustitiae, y de buen grado os imparto la bendición apostólica.


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20/08/2013 19:38


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LOS SEMINARIOS PONTIFICIOS
DE CAMPANIA, CALABRIA Y UMBRIA

Sala Clementina
Jueves 26 de enero de 2012



Señores cardenales,
venerados hermanos y queridos seminaristas:

Me alegra mucho acogeros con ocasión del centenario de la fundación de los seminarios pontificios de Campania, Calabria y Umbria. Saludo a mis hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los tres rectores juntamente con sus colaboradores y profesores, y sobre todo os saludo con afecto a vosotros, queridos seminaristas. El nacimiento de estos tres seminarios regionales, en 1912, se debe comprender en la obra más amplia de incremento de la formación de los candidatos al sacerdocio llevada a cabo por el Papa san Pío X, en continuidad con León XIII. Para afrontar las crecientes exigencias formativas, se emprendió el camino de unificar los seminarios diocesanos en nuevos seminarios regionales, juntamente con la reforma de los estudios teológicos, que produjo un sensible aumento del nivel cualitativo, gracias a la adquisición de una cultura de base común a todos y a un período de estudio suficientemente largo y bien estructurado. A este respecto, la Compañía de Jesús desempeñó un papel importante. En efecto, a los jesuitas se les encomendó la dirección de cinco seminarios regionales, entre los cuales el de Catanzaro, desde 1926 hasta 1941, y el de Posillipo, desde la fundación hasta hoy. Pero no sólo se benefició la formación académica, ya que la promoción de la vida común entre jóvenes seminaristas provenientes de realidades diocesanas diferentes favoreció un notable enriquecimiento humano. Es singular el caso del seminario campano de Posillipo, que desde 1935 se abrió a todas las regiones del sur, después de que se le reconoció la posibilidad de otorgar los grados académicos.

En el actual contexto histórico y eclesial la experiencia de los seminarios regionales sigue siendo muy oportuna y valiosa. Gracias a la conexión con facultades e institutos teológicos, permite tener acceso a itinerarios de estudio de nivel elevado, favoreciendo una preparación adecuada al complejo escenario cultural y social en el que vivimos. Además, el carácter interdiocesano se revela como un eficaz «gimnasio» de comunión, que se desarrolla en el encuentro con sensibilidades diversas que hay que armonizar en el único servicio a la Iglesia de Cristo. En este sentido, los seminarios regionales dan una contribución incisiva y concreta al camino de comunión de las diócesis, favoreciendo el conocimiento, la capacidad de colaboración y el enriquecimiento de experiencias eclesiales entre los futuros presbíteros, entre los formadores y entre los mismos pastores de las Iglesias particulares. Asimismo, la dimensión regional es una valiosa mediación entre las líneas de la Iglesia universal y las exigencias de las realidades locales, evitando el riesgo del particularismo. Vuestras regiones, queridos amigos, son ricas en grandes patrimonios espirituales y culturales, a la vez que viven muchas dificultades sociales. Pensemos, por ejemplo, en Umbria, patria de san Francisco y de san Benito. Impregnada de espiritualidad, Umbria es meta de continuas peregrinaciones. Al mismo tiempo, esta pequeña región sufre como otras, e incluso más, la desfavorable coyuntura económica. En Campania y en Calabria la vitalidad de la Iglesia local, alimentada por un sentido religioso aún vivo gracias a sólidas tradiciones y devociones, debe traducirse en una renovada evangelización. En aquellas tierras, el testimonio de las comunidades eclesiales debe afrontar fuertes emergencias sociales y culturales, como la falta de trabajo, sobre todo para los jóvenes, o el fenómeno de la criminalidad organizada.

El contexto cultural de hoy exige una sólida preparación filosófico-teológica de los futuros presbíteros. Como escribí en mi Carta a los seminaristas, al final del Año sacerdotal, «no se trata solamente de aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad, que no es un sumario de tesis, sino un organismo, una visión orgánica de manera que se convierta en una respuesta a las preguntas de los hombres que, aunque cambian exteriormente en cada generación, en el fondo son los mismos» (cf. n. 5). Además, el estudio de la teología debe tener siempre un vínculo intenso con la vida de oración. Es importante que el seminarista comprenda bien que, mientras se aplica a este objeto, hay en realidad un «Sujeto» que lo interpela, el Señor que le ha hecho oír su voz, invitándolo a dedicar su vida al servicio de Dios y de los hermanos. Así podrá realizarse en el seminarista hoy, y en el presbítero mañana, la unidad de vida recomendada por el documento conciliar Presbyterorum ordinis (cf. n. 14), la cual tiene su expresión visible en la caridad pastoral, «el principio interior, la virtud que anima y guía la vida espiritual del presbítero en cuanto configurado con Cristo» (Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, 23). De hecho, es indispensable la integración armoniosa entre el ministerio, con sus múltiples actividades, y la vida espiritual del presbítero. «Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente “íntegro”» (Carta a los seminaristas, 6). Estas son las razones que impulsan a prestar mucha atención a la dimensión humana de la formación de los candidatos al sacerdocio. De hecho, en nuestra humanidad nos presentamos ante Dios, para ser ante nuestros hermanos auténticos hombres de Dios. En realidad, quien quiera llegar a ser sacerdote debe ser ante todo un «hombre de Dios», como escribe san Pablo a su discípulo Timoteo (cf. 1 Tm 6, 11). Por tanto, lo más importante en el camino al sacerdocio y durante toda la vida sacerdotal es la relación personal con Dios en Jesucristo (cf. Carta a los seminaristas, 1).

El beato Papa Juan XXIII, al recibir a los superiores y a los alumnos del seminario campano con ocasión del 50º aniversario de su fundación, en vísperas del concilio Vaticano II, expresó esta firme convicción así: «A esto tiende vuestra formación, a la espera de la misión que se os confiará para la gloria de Dios y para la salvación de las almas: formar la mente, santificar la voluntad. El mundo espera santos, sobre todo esto. Antes aún que sacerdotes cultos, elocuentes, actualizados, se requieren sacerdotes santos y santificadores». Estas palabras siguen siendo actuales, porque en toda la Iglesia, al igual que en vuestras regiones particulares de proveniencia, hoy es más fuerte que nunca la necesidad de obreros del Evangelio, testigos creíbles y promotores de santidad con su vida misma. Que cada uno de vosotros responda a esta llamada. Para ello os aseguro mi oración, mientras os encomiendo a la guía materna de la santísima Virgen María, y de corazón os imparto una especial bendición apostólica. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

Sala Clementina
Viernes 27 de enero de 2012



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Para mí es siempre motivo de alegría poder encontraros con ocasión de la sesión plenaria y expresaros mi aprecio por el servicio que lleváis a cabo por la Iglesia y especialmente por el Sucesor de Pedro en su ministerio de confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32). Agradezco al cardenal William Levada su cordial saludo, en el que ha recordado algunos compromisos importantes resueltos por el dicasterio en estos últimos años. Y estoy particularmente agradecido a la Congregación, que, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, prepara el Año de la fe, percibiendo en él un momento propicio para volver a proponer a todos el don de la fe en Cristo resucitado, la luminosa enseñanza del concilio Vaticano II y la valiosa síntesis doctrinal brindada por el Catecismo de la Iglesia católica.

Como sabemos, en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy. Por lo tanto, la renovación de la fe debe ser la prioridad en el compromiso de toda la Iglesia en nuestros días. Deseo que el Año de la fe contribuya, con la colaboración cordial de todos los miembros del pueblo de Dios, a hacer que Dios esté nuevamente presente en este mundo y a abrir a los hombres el acceso a la fe, a confiar en ese Dios que nos ha amado hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), en Jesucristo crucificado y resucitado.

El tema de la unidad de los cristianos está estrechamente vinculado a esta tarea. Por eso, quiero detenerme en algunos aspectos doctrinales relativos al camino ecuménico de la Iglesia, que ha sido objeto de una profunda reflexión en esta plenaria, en coincidencia con la conclusión de la anual Semana de oración por la unidad de los cristianos. En efecto, el impulso de la obra ecuménica debe partir de ese «ecumenismo espiritual», de esa «alma de todo el movimiento ecuménico» (Unitatis redintegratio, 8), que se halla en el espíritu de la oración para que «todos sean uno» (Jn 17, 21).

La coherencia del compromiso ecuménico con la enseñanza del concilio Vaticano II y con toda la Tradición ha sido uno de los ámbitos al que la Congregación, en colaboración con el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, siempre ha prestado atención. Hoy podemos constatar no pocos frutos buenos producidos por los diálogos ecuménicos, pero debemos reconocer también que el riesgo de un falso irenismo y de un indiferentismo, del todo ajeno al espíritu del concilio Vaticano II, exige nuestra vigilancia. Este indiferentismo está causado por la opinión, cada vez más difundida, de que la verdad no sería accesible al hombre; por lo tanto, sería necesario limitarse a encontrar reglas para una praxis capaz de mejorar el mundo. Y así la fe sería sustituida por un moralismo sin fundamento profundo. El centro del verdadero ecumenismo es, en cambio, la fe en la cual el hombre encuentra la verdad que se revela en la Palabra de Dios. Sin la fe todo el movimiento ecuménico se reduciría a una forma de «contrato social» al cual adherirse por un interés común, una «praxiología» para crear un mundo mejor. La lógica del concilio Vaticano II es completamente distinta: la búsqueda sincera de la unidad plena de todos los cristianos es un dinamismo animado por la Palabra de Dios, por la Verdad divina que nos habla en esta Palabra.

Por ello, el problema crucial, que marca de modo transversal los diálogos ecuménicos, es la cuestión de la estructura de la Revelación —la relación entre la Sagrada Escritura, la Tradición viva en la Santa Iglesia y el Ministerio de los sucesores de los Apóstoles como testimonio de la verdadera fe—. Y aquí está implícita la cuestión de la eclesiología que forma parte de este problema: cómo llega la verdad de Dios a nosotros. Aquí, por lo demás, es fundamental el discernimiento entre la Tradición con mayúscula y las tradiciones. No quiero entrar en detalles; sólo una observación. Un paso importante de ese discernimiento se dio en la preparación y aplicación de las medidas para grupos de fieles procedentes del anglicanismo, que desean entrar en la comunión plena de la Iglesia, en la unidad de la Tradición divina, común y esencial, conservando las propias tradiciones espirituales, litúrgicas y pastorales, que son conformes a la fe católica (cf. Const. Anglicanorum coetibus, art. III). Existe, en efecto, una riqueza espiritual en las diversas confesiones cristianas que es expresión de la única fe y don que hay que compartir y encontrar juntos en la Tradición de la Iglesia.

Hoy, además, una de las cuestiones fundamentales está constituida por la problemática de los métodos adoptados en los diversos diálogos ecuménicos. También esos diálogos deben reflejar la prioridad de la fe. En todo diálogo verdadero el interlocutor tiene derecho a conocer la verdad. Lo exige la caridad hacia el hermano. En este sentido, es necesario afrontar con valentía también las cuestiones controvertidas, siempre con espíritu de fraternidad y de respeto recíproco. Es importante, además, ofrecer una interpretación correcta de ese «orden o “jerarquía” de las verdades en la doctrina católica», puesto de relieve en el decreto Unitatis redintegratio (n. 11), que no significa en modo alguno reducir el depósito de la fe, sino hacer que surja de él la estructura interna, la organicidad de esta única estructura. Asimismo, tienen gran relevancia los documentos de estudio producidos por los diversos diálogos ecuménicos. Esos textos no se pueden ignorar, pues constituyen un fruto importante, si bien provisional, de la reflexión común madurada durante años. No obstante, hay que reconocerlos en su justo significado como contribuciones ofrecidas a la autoridad competente de la Iglesia, que es la única llamada a juzgarlos de modo definitivo. Atribuir a tales textos un peso vinculante o casi conclusivo de las espinosas cuestiones de los diálogos, sin la debida valoración por parte de la autoridad eclesial, en última instancia no ayudaría al camino hacia una unidad plena en la fe.

Una última cuestión que deseo mencionar es la problemática moral, que constituye un nuevo desafío para el camino ecuménico. En los diálogos no podemos ignorar las grandes cuestiones morales acerca de la vida humana, la familia, la sexualidad, la bioética, la libertad, la justicia y la paz. Será importante hablar de estos temas con una sola voz, acudiendo al fundamento en la Escritura y en la tradición viva de la Iglesia. Esta tradición nos ayuda a descifrar el lenguaje del Creador en su creación. Defendiendo los valores fundamentales de la gran tradición de la Iglesia, defendemos al hombre, defendemos la creación.

Como conclusión de estas reflexiones, deseo una colaboración estrecha y fraterna de la Congregación con el competente Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, a fin de promover eficazmente el restablecimiento de la unidad plena entre todos los cristianos. La división entre los cristianos, en efecto, «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (Decr. Unitatis redintegratio, 1). Así pues, la unidad no sólo es fruto de la fe, sino también un medio y casi un presupuesto para anunciar de forma cada vez más creíble la fe a aquellos que no conocen aún al Salvador. Jesús oró: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21).

Renovando mi gratitud por vuestro servicio, os aseguro mi constante cercanía espiritual y a todos os imparto de corazón la bendición apostólica. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA FUNDACIÓN JUAN PABLO II PARA EL SAHEL

Sala de los Papas
Viernes 10 de febrero



Queridos amigos:

Para mí es una alegría acogeros y daros la bienvenida. Agradezco al cardenal Sarah, representante legal de la Fundación Juan Pablo II para el Sahel en calidad de presidente del Consejo pontificio Cor unum, por las bellas palabras que me acaba de dirigir. Saludo al presidente del Consejo de administración, monseñor Bassène, y a todos los que cooperáis en esta gran obra de caridad. Mi saludo y mi agradecimiento se dirigen también a los representantes de las Conferencias episcopales alemana e italiana, que contribuyen de manera importante al funcionamiento de la Fundación.

Dios se hizo carne. ¿Ha habido alguna vez un gesto de amor y de caridad más grande que este? Todo lo que hoy sucede y sigue produciéndose desde el día en que Dios se hizo hombre es claramente una señal de ello. Dios no cesa de amarnos y de encarnarse a través de su Iglesia en todas las partes del mundo. La Fundación Juan Pablo II para el Sahel, nacida hace casi treinta años, y querida por mi beato predecesor, no ha cesado de perseguir también ella este objetivo: ser signo de una caridad cristiana que se encarna y se convierte en testimonio de Cristo. Asimismo, la Fundación quiere manifestar la presencia del Papa entre nuestros hermanos africanos que viven en el Sahel. Es el espíritu de esta institución, que ha realizado a lo largo de los años innumerables proyectos para contrarrestar la desertificación. La existencia de esta Fundación demuestra la gran humanidad de mi beato predecesor que tuvo la intuición de instituirla. Pero esta obra sólo será plenamente eficaz si es irrigada por la oración. En efecto, únicamente Dios es fuente y potencia de vida. Él es el creador de las aguas (cf. Gn 1, 6-9). Por desgracia, el Sahel, durante estos últimos meses, ha sido gravemente amenazado de nuevo por una considerable disminución de recursos alimentarios y por el hambre causados por la falta de lluvias y por el avance constante de la desertificación que deriva de ella. Exhorto a la comunidad internacional a considerar seriamente la pobreza extrema de estas poblaciones cuyas condiciones de vida se están deteriorando. Deseo asimismo alentar y apoyar los esfuerzos de los organismos eclesiales que operan en este ámbito.

La caridad debe promover todas nuestras acciones. No se trata de querer hacer un mundo «a medida», sino que se trata de amarlo. Por eso la Iglesia no tiene como principal vocación transformar el orden político o cambiar el tejido social. Quiere aportar la luz de Cristo. Es él quien trasformará todo y a todos. A causa de Jesucristo y por Jesucristo, la aportación cristiana es tan específica. En algunos países que vosotros representáis está presente el Islam. Sé que mantenéis buenas relaciones con los musulmanes y eso me alegra. Testimoniar que Cristo vive y que su amor va más allá de toda religión, raza y cultura, es importante también para ellos.

A menudo se describe a África de manera reductiva y humillante como el continente de los conflictos y de los problemas sin fin e insolubles. Al contrario, África, que acoge hoy la Buena Noticia, es para la Iglesia el continente de la esperanza. Para nosotros, para vosotros, África es el continente del futuro. Repito la exhortación que hice durante mi reciente viaje a Benín: «África, Buena Noticia para la Iglesia, hazte esto mismo para todo el mundo». La Fundación Juan Pablo II para el Sahel es un gran testimonio de esto.

Para realizar esta obra, y después de 28 años de actividad, la Fundación necesita ponerse al día y renovarse. La ayuda en ello el Consejo pontificio Cor unum. Esta renovación debe concernir, en primer lugar, a la formación cristiana y profesional de las personas que trabajan en el terreno, pues son, en cierto sentido, los instrumentos del Santo Padre en estas regiones. Considero prioritarias la educación y la formación cristianas de todos aquellos que —de un modo u otro— colaboran para hacer más visible el gran signo de caridad que es la Fundación Juan Pablo II para el Sahel. Para ser efectiva, esta renovación deberá comenzar por la oración y la conversación personal. Que la Virgen María y el beato Juan Pablo II nos asistan. Gracias.


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VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIONE DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

"LECTIO DIVINA" DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla del Seminario
Miércoles 15 de febrero de 2012

[Vídeo]



Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos seminaristas,
queridos hermanos y hermanas:

Para mí siempre es una gran alegría ver, en el día de la Virgen de la Confianza, a mis seminaristas, los seminaristas de Roma, en camino hacia el sacerdocio, y ver de este modo a la Iglesia del mañana, la Iglesia que vive siempre.

Hoy hemos escuchado un texto —lo escuchamos y lo meditamos— de la Carta a los Romanos: san Pablo habla a los Romanos y, por lo tanto, nos habla a nosotros, porque habla a los romanos de todos los tiempos. Esta Carta no es sólo la más grande de san Pablo, sino que es también extraordinaria por su peso doctrinal y espiritual. Es extraordinaria también porque se trata de una carta escrita a una comunidad que él no había fundado y tampoco había visitado. Escribe para anunciar su visita y expresar el deseo de visitar Roma, y anuncia los contenidos esenciales de su kerygma; de este modo prepara a la ciudad para su visita. Escribe a esta comunidad, a la que no conoce personalmente, porque es el Apóstol de los paganos —del paso del Evangelio de los judíos a los paganos— y Roma es la capital de los paganos y, por tanto, también el centro, en definitiva, de su mensaje. Aquí debe llegar su Evangelio, para que llegue realmente al mundo pagano. Llegará, pero de modo diverso de como lo había pensado. San Pablo llegará encadenado por Cristo y precisamente encadenado se sentirá libre de anunciar el Evangelio.

En el primer capítulo de la Carta a los Romanos, dice también: de vuestra fe, de la fe de la Iglesia de Roma se habla en todo el mundo (cf. 1, 8). Lo memorable de la fe de esta Iglesia es que se habla de ella en el mundo entero, y podemos reflexionar cómo está hoy. También hoy se habla mucho de la Iglesia de Roma, de muchas cosas, pero esperamos que se hable también de nuestra fe, de la fe ejemplar de esta Iglesia, y pidamos al Señor que logremos que no se hable de tantas cosas, sino de la fe de la Iglesia de Roma.

El texto leído (Rm 12, 1-2) es el principio de la cuarta y última parte de la Carta a los Romanos y comienza con las palabras «Os exhorto» (v. 1). Normalmente se dice que se trata de la parte moral, que sigue a la parte dogmática, pero en el pensamiento de san Pablo, y también en su lenguaje, no se pueden dividir así las cosas: esta palabra, «exhorto», en griego parakalo, contiene en sí la palabra paraklesis – parakletos; tiene una profundidad que va mucho más allá de la moralidad; es una palabra que ciertamente implica amonestación, pero también consuelo, atención al otro, ternura paterna, más aún, materna. La palabra «misericordia» —en griego oiktirmon y en hebreo rachamim, seno materno— expresa la misericordia, la bondad, la ternura de una madre. Y cuando san Pablo exhorta, todo esto está implícito: habla con el corazón, habla con la ternura del amor de un padre y no sólo habla él. San Pablo dice «por la misericordia de Dios» (v. 1): se hace instrumento del hablar de Dios, se hace instrumento del hablar de Cristo; Cristo nos habla a nosotros con esta ternura, con este amor paterno, con este atención a nosotros. Y así no sólo apela a nuestra moralidad y a nuestra voluntad, sino también a la Gracia que está en nosotros, para que dejemos actuar a la Gracia. Es casi un acto en el que la Gracia dada en el Bautismo se hace operante en nosotros, debería ser operante en nosotros; así la Gracia, el don de Dios, y nuestra cooperación van juntos.

¿A qué exhorta, en este sentido, san Pablo? «Ofreced vuestros cuerpos como sparaklesis – parakletos» (v. 1). «Ofreced vuestros cuerpos»: habla de la liturgia, habla de Dios, de la prioridad de Dios, pero no habla de liturgia como ceremonia, habla de liturgia como vida. Nosotros mismos, nuestro cuerpo; nosotros en nuestro cuerpo y como cuerpo debemos ser liturgia. Esta es la novedad del Nuevo Testamento, y lo veremos también después: Cristo se ofrece a sí mismo y así sustituye todos los demás sacrificios. Y quiere «atraernos» a nosotros mismos a la comunión de su Cuerpo: nuestro cuerpo juntamente con el suyo se convierte en gloria de Dios, se transforma en liturgia. Así la palabra «ofrecer» —en griego parastesai— no es sólo una alegoría; alegóricamente también nuestra vida sería una liturgia, pero al contrario, la verdadera liturgia es la de nuestro cuerpo, de nuestro ser en el Cuerpo de Cristo, como Cristo mismo hizo la liturgia del mundo, la liturgia cósmica, que tiende a atraer a todos hacia sí.

«En vuestro cuerpo, ofrecer el cuerpo»: esta palabra indica al hombre en su totalidad indivisible —al final— entre alma y cuerpo, entre espíritu y cuerpo; en el cuerpo somos nosotros mismos, y el cuerpo animado por el alma, el cuerpo mismo, debe ser la realización de nuestra adoración. Y pensemos —tal vez yo diría que cada uno de nosotros después reflexione sobre esta palabra— que nuestro vivir diario en nuestro cuerpo, en las cosas pequeñas, debería estar inspirado, impregnado, inmerso en la realidad divina, debería convertirse en acción juntamente con Dios. Esto no quiere decir que debemos pensar siempre en Dios, sino que debemos estar realmente penetrados por la realidad de Dios, de forma que toda nuestra vida —y no sólo algunos pensamientos— sea liturgia, sea adoración. San Pablo dice luego: «Ofreced vuestros cuerpos como sacrifico vivo» (v. 1): la palabra griega es logike latreia y así aparece en el Canon Romano, en la primera plegaria eucarística, «rationabile obsequium». Es una definición nueva del culto, pero preparada tanto en el Antiguo Testamento, como en la filosofía griega. Por así decir, son dos ríos que llevan hacia este punto y se unen en la nueva liturgia de los cristianos y de Cristo. Antiguo Testamento: desde el inicio comprendieron que Dios no tiene necesidad de toros, de cabritos, de estas cosas. En el Salmo 50 [49], Dios dice: ¿Comeré yo carne de toros? ¿Beberé sangre de cabritos? Yo no necesito estas cosas, no me agradan. Yo no bebo y no como estas cosas. No son sacrificio para mí. Sacrificio es la alabanza de Dios; si vosotros venís a mí, es alabanza de Dios (cf. vv. 13-15.23). Así el camino del Antiguo Testamento va hacia un punto en el que estas cosas exteriores, símbolos, sustituciones, desaparecen y el hombre mismo se transforma en alabanza de Dios.

Lo mismo sucede en el mundo de la filosofía griega. También aquí se comprende cada vez más que no se puede glorificar a Dios con estas cosas —con animales y ofrendas—, sino que sólo el «logos» del hombre, su razón convertida en gloria de Dios, es realmente adoración, y la idea es que el hombre debería salir de sí mismo y unirse al «Logos», a la gran Razón del mundo y así ser verdaderamente adoración. Pero aquí falta algo: el hombre, según esta filosofía, debería dejar —por decirlo así— el cuerpo, espiritualizarse; sólo el espíritu sería adoración. El cristianismo, en cambio, no es simplemente espiritualización o moralización: es encarnación; o sea, Cristo es el «Logos», es la Palabra encarnada, y él nos recoge a todos, de forma que en él y con él, en su Cuerpo, como miembros de este Cuerpo nos convertimos realmente en glorificación de Dios. Tengamos presente esto: por una parte ciertamente salir de estas cosas materiales por un concepto más espiritual de adoración de Dios, pero llegar a la encarnación del espíritu, llegar al punto en que nuestro cuerpo sea reasumido en el Cuerpo de Cristo y nuestra alabanza de Dios no sea pura palabra, pura actividad, sino que sea realidad de toda nuestra vida. Creo que debemos reflexionar sobre esto y pedir a Dios que nos ayude para que el espíritu se convierta en carne también en nosotros, y la carne se llene del Espíritu de Dios.

Encontramos la misma realidad también en el capítulo cuarto del Evangelio de san Juan, donde el Señor dice a la samaritana: En el futuro no se adorará en esa colina o en aquella otra, con estos u otros ritos; se adorará en espíritu y en verdad (cf. Jn 4, 21-23). Ciertamente, es espiritualización, salir de estos ritos carnales, pero este espíritu, esta verdad no es cualquier espíritu abstracto: el espíritu es el Espíritu Santo, y la verdad es Cristo. Adorar en espíritu y en verdad quiere decir realmente entrar a través del Espíritu Santo en el Cuerpo de Cristo, en la verdad del ser. Y así llegamos a ser verdad y nos transformamos en glorificación de Dios. Llegar a ser verdad en Cristo exige nuestra implicación total.

Y luego continuamos: «Santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). Segundo versículo: después de esta definición fundamental de nuestra vida como liturgia de Dios, encarnación de la Palabra en nosotros, cada día, con Cristo —la Palabra encarnada—, san Pablo prosigue: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente» (v. 2). «No os amoldéis a este mundo». Existe un no conformismo del cristiano, que no se deja conformar. Esto no quiere decir que nosotros queramos huir del mundo, que a nosotros no nos interese el mundo; al contrario, queremos transformarnos nosotros mismos y dejarnos transformar, transformando así el mundo. Y debemos tener presente que en el Nuevo Testamento, sobre todo en el Evangelio de San Juan, la palabra «mundo» tiene dos significados e indica por tanto el problema y la realidad de la que se trata. Por una parte, el «mundo» creado por Dios, amado por Dios, hasta el punto de darse a sí mismo y dar su Hijo por este mundo; el mundo es criatura de Dios, Dios lo ama y quiere darse a sí mismo para que el mundo sea realmente creación y respuesta a su amor. Pero está también el otro concepto de «mundo», kosmos houtos: el mundo que está en el mal, que está bajo el poder del mal, que refleja el pecado original. Hoy vemos este poder del mal, por ejemplo, en dos grandes poderes, que por sí mismos son útiles y buenos, pero de los que se puede abusar fácilmente: el poder de las finanzas y el poder de los medios de comunicación social. Ambos son necesarios, porque pueden ser útiles, pero se puede abusar de ellos tan fácilmente que a menudo se convierten en lo contrario de sus verdaderas intenciones.

Vemos cómo el mundo de las finanzas puede dominar al hombre, cómo el tener y el aparentar dominan el mundo y lo esclavizan. El mundo de las finanzas no representa ya un instrumento para favorecer el bienestar, para favorecer la vida del hombre, sino que se transforma en un poder que lo oprime, que debe ser casi adorado: «Mammona», la verdadera divinidad falsa que domina el mundo. Contra este conformismo de la sumisión a este poder debemos ser no conformistas: no cuenta el tener; lo que cuenta es el ser. No nos sometamos a este poder, más bien utilicémoslo como medio, pero con la libertad de los hijos de Dios.

Luego está el otro poder, el de la opinión pública. Ciertamente, tenemos necesidad de informaciones, de conocimientos de la realidad del mundo, pero puede ser también un poder de la apariencia; al final, cuanto se ha dicho cuenta más que la realidad misma. Una apariencia se superpone a la realidad, llega a ser más importante, y el hombre ya no sigue la verdad de su ser, sino que quiere sobre todo aparentar, ser conforme a estas realidades. Y también contra esto está el no conformismo cristiano: no queremos siempre «ser conformados», alabados; no queremos la apariencia, sino la verdad, y esto nos da libertad, la verdadera libertad cristiana: el librarse de esta necesidad de agradar, de hablar como la masa cree que debería ser, y tener la libertad de la verdad, y así recrear el mundo de una manera que no se vea oprimido por la opinión, por la apariencia que ya no deja aflorar la realidad misma; el mundo virtual se vuelve más verdadero, más fuerte, y ya no se ve el mundo real de la creación de Dios. El no conformismo del cristiano nos redime, nos restituye a la verdad. Pidamos al Señor que nos ayude a ser hombres libres en este no conformismo, que no está contra el mundo, sino que es el verdadero amor al mundo.

Y san Pablo continúa: «Transformaos por la renovación de vuestra mente» (v. 2). Dos palabras muy importantes: «transformar», del griego metamorphon, y «renovar», en griego anakainosis. Transformarnos a nosotros mismos, dejarnos transformar por el Señor en la forma de la imagen de Dios, transformarnos cada día de nuevo, a través de su realidad, en la verdad de nuestro ser. Y «renovación»; esta es la verdadera novedad: que no nos sometamos a las opiniones, a las apariencias, sino a la Gracia de Dios, a su revelación. Dejémonos formar, plasmar para que aparezca realmente en el hombre la imagen de Dios.

«Por la renovación —dice san Pablo de modo sorprendente para mí— de vuestra mente». Así pues, esta renovación, esta transformación comienza con la renovación de la mente. San Pablo dice «o nous»: es necesario renovar todo nuestro modo de razonar, la razón misma. Es necesario renovarla no según las categorías de lo acostumbrado; renovar quiere decir realmente dejarnos iluminar por la Verdad que nos habla en la Palabra de Dios. Así, finalmente, aprender el nuevo modo de pensar, que es el modo que no obedece al poder y al tener, al aparentar, etc., sino que obedece a la verdad de nuestro ser que habita profundamente en nosotros y que se nos da nuevamente en el Bautismo.

«Renovación de la mente»: cada día es una tarea precisamente en el camino del estudio de la teología, de la preparación para el sacerdocio. Estudiar bien la teología, espiritualmente, pensarla a fondo, meditar la Escritura cada día; este modo de estudiar la teología con la escucha de Dios mismo que nos habla es el camino de renovación de la mente, de transformación de nuestro ser y del mundo.

Y, por último, dice san Pablo: «para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (v. 2). Discernir la voluntad de Dios: Esto sólo lo podemos aprender en un camino obediente, humilde, con la Palabra de Dios, con la Iglesia, con los sacramentos, con la meditación de la Sagrada Escritura. Conocer y discernir la voluntad de Dios, lo que es bueno. Esto es fundamental en nuestra vida.

Y, en el día de la Virgen de la Confianza, vemos en ella precisamente la realidad de todo esto, la persona que es realmente nueva, que es realmente transformada, que es realmente sacrificio vivo. La Virgen ve la voluntad de Dios, vive en la voluntad de Dios, dice «sí», y este «sí» de la Virgen es todo su ser, y así nos muestra el camino, nos ayuda.

Por lo tanto, en este día oremos a la Virgen, que es el icono vivo del hombre nuevo. Que ella nos ayude a transformar, a dejar transformar nuestro ser, a ser realmente hombres nuevos, y a ser también después, si Dios quiere, pastores de su Iglesia. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES AL SIMPOSIO
DE LOS OBISPOS DE ÁFRICA Y EUROPA

Sala Clementina
Jueves 16 de febrero de 2012



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado,
queridos hermanos y hermanas:

Me complace recibiros al final del Simposio de los obispos de África y Europa, y os saludo a todos con gran afecto, en particular al cardenal Péter Erdő, presidente del Consejo de las Conferencias episcopales de Europa, y al cardenal Polycarp Pengo, presidente del Simposio de las Conferencias episcopales de África y Madagascar, agradeciéndoles las amables palabras con que han introducido este encuentro. Quiero expresar mi vivo aprecio a quienes han organizado las jornadas de estudio, durante las cuales habéis debatido sobre el tema de la evangelización actual de vuestros territorios, a la luz de la comunión recíproca y la colaboración pastoral que se instauró durante el primer Simposio del año 2004.

Con vosotros doy gracias a Dios por los frutos espirituales que han resultado de las relaciones de amistad y cooperación entre las comunidades eclesiales de vuestros continentes durante estos años. Desde diferentes contextos culturales, sociales y económicos, habéis puesto de relieve la común voluntad apostólica de anunciar a vuestros pueblos a Jesucristo y su Evangelio, con el estilo del «intercambio de dones». Continuad en este camino fecundo de fraternidad activa y de unidad de propósitos, ampliando cada vez más los horizontes de la evangelización. Para la Iglesia en Europa, de hecho, el encuentro con la Iglesia en África siempre es un momento de gracia en virtud de la esperanza y la alegría con que las comunidades eclesiales de África viven y comunican la fe, como he podido constatar en mis viajes apostólicos. Por otro lado, es hermoso ver cómo la Iglesia en África, a pesar de vivir en medio de tantas dificultades y con la necesidad de paz y reconciliación, está dispuesta a compartir su fe.

En las relaciones entre la Iglesia que está en África y en Europa, tened presente el vínculo fundamental entre la fe y la caridad, porque ambas se iluminan mutuamente en su verdad. La caridad favorece la apertura y el encuentro con el hombre de hoy, en su realidad concreta, para llevarle a Cristo y su amor a cada persona y a cada familia, especialmente a los más pobres y solos. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): de hecho, el amor de Cristo es lo que llena los corazones e impulsa a evangelizar. El Maestro divino, hoy como entonces, envía a sus discípulos por los caminos del mundo para proclamar su mensaje de salvación a todos los pueblos de la tierra (cf. Carta ap. Porta fidei, 7).

Los desafíos actuales que debéis afrontar, queridos hermanos, son exigentes. Pienso, en primer lugar, en la indiferencia religiosa, que lleva a muchas personas a vivir como si Dios no existiese, o a contentarse con una religiosidad vaga, incapaz de enfrentarse a la cuestión de la verdad y al deber de la coherencia. Hoy en día, especialmente en Europa, aunque también en algunas partes de África, se siente el peso del ambiente secularizado y a menudo hostil a la fe cristiana. Otro desafío para el anuncio del Evangelio es el hedonismo, que ha contribuido a hacer que la crisis de valores penetre en la vida cotidiana, en la estructura de la familia, en la manera misma de interpretar el significado de la existencia. Síntoma de una situación de grave malestar social es también la difusión de fenómenos como la pornografía y la prostitución. Vosotros sois muy conscientes de estos desafíos, que avivan vuestra conciencia pastoral y vuestro sentido de responsabilidad. Esos desafíos no deben desalentaros, sino más bien deben constituir una ocasión para renovar el compromiso y la esperanza, la esperanza que nace de la convicción de que si la noche está avanzada, el día está cerca (cf. Rm 13, 12), porque Cristo resucitado está siempre con nosotros. En las sociedades de África y de Europa no son pocas las fuerzas del bien, muchas de las cuales están al frente de las parroquias y se distinguen por un compromiso de santificación personal y de apostolado. Espero que, con vuestra ayuda, puedan convertirse cada vez más en células vivas y vitales de la nueva evangelización.

Que la familia esté en el centro de vuestra solicitud de pastores: la familia, iglesia doméstica, es también la garantía más sólida para la renovación de la sociedad. En la familia, que conserva usos, tradiciones, costumbres, ritos impregnados de fe, se encuentra el terreno más adecuado para el florecimiento de vocaciones. La actual mentalidad consumista puede tener repercusiones negativas en el surgimiento y el cuidado de las vocaciones; de ahí la necesidad de prestar especial atención a la promoción de las vocaciones al sacerdocio y de especial consagración. La familia es también el fulcro formativo de la juventud. Europa y África tienen necesidad de jóvenes generosos, que sepan hacerse cargo responsablemente de su futuro, y todas las instituciones deben tener presente que en estos jóvenes se encuentra el futuro y que es importante hacer todo lo posible para que su camino no esté marcado por la incertidumbre y la oscuridad. Queridos hermanos, seguid con especial atención su crecimiento humano y espiritual, alentando también las iniciativas de voluntariado que puedan tener un valor educativo.

En la formación de las nuevas generaciones asume un papel importante la dimensión cultural. Vosotros sabéis muy bien lo mucho que la Iglesia estima y promueve toda forma auténtica de cultura, a la que ofrece la riqueza de la Palabra de Dios y la gracia que brota del Misterio pascual de Cristo. La Iglesia respeta todo descubrimiento de la verdad, porque toda la verdad viene de Dios, pero sabe que la mirada de la fe puesta en Cristo abre la mente y el corazón del hombre a la Verdad primera, que es Dios. Así la cultura, alimentada por la fe, lleva a la verdadera humanización, mientras que las falsas culturas terminan por conducir a la deshumanización: en Europa y en África hemos tenido tristes ejemplos. Por lo tanto, debéis tener una preocupación constante por la cultura, como parte de vuestra acción pastoral, teniendo siempre muy presente que la luz del Evangelio se inserta en el tejido cultural, elevándolo y haciendo fecundar sus riquezas.

Queridos amigos, vuestro Simposio os ha dado la oportunidad para reflexionar sobre los problemas de la Iglesia en los dos continentes. Ciertamente, los problemas no faltan, y son a veces relevantes; pero, por otro lado, también son una prueba de que la Iglesia está viva, que crece, y no tiene miedo de llevar a cabo su misión evangelizadora. Por ello necesita la oración y el compromiso de todos los fieles; de hecho, la evangelización es parte de la vocación de todos los bautizados, que es una vocación a la santidad. Los cristianos que tienen una fe viva y están abiertos a la acción del Espíritu Santo se convierten en testigos del Evangelio de Cristo con la palabra y la vida. A los pastores, sin embargo, se les ha confiado una responsabilidad especial. Por lo tanto, «vuestra santidad personal debe repercutir en beneficio de los que han sido confiados a vuestro cuidado pastoral, y a los que debéis servir. La vida de oración fecundará desde dentro vuestro apostolado. Un obispo debe ser amante de Cristo. Vuestra distinción y autoridad moral que sustentan el ejercicio de vuestra potestad jurídica, sólo pueden venir de vuestra santidad de vida» (Exh. ap. postsin. Africae munus, 100).

Encomiendo vuestros propósitos espirituales y vuestros proyectos pastorales a la intercesión de María, Estrella de la evangelización, a la vez de corazón os imparto una especial bendición apostólica a vosotros, a las Conferencias episcopales de África y de Europa, y a todos vuestros sacerdotes y fieles.


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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES
Y PARA EL VOTO SOBRE ALGUNAS CAUSAS DE CANONIZACIÓN

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 18 de febrero de 2012

[Vídeo]
Galería fotográfica



«Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam»

Venerados Hermanos,
Queridos hermanos y hermanas

Estas palabras del canto de entrada nos introducen en el solemne y sugestivo rito del Consistorio ordinario público para la creación de nuevos cardenales, la imposición de la birreta, la entrega del anillo y la asignación del título. Son las palabras eficaces con las que Jesús constituyó a Pedro como fundamento firme de la Iglesia. La fe es el elemento característico de ese fundamento: en efecto, Simón pasa a convertirse en Pedro —roca— al profesar su fe en Jesús, Mesías e Hijo de Dios. En el anuncio de Cristo, la Iglesia aparece unida a Pedro, y Pedro es puesto en la Iglesia como roca; pero el que edifica la Iglesia es el mismo Cristo, Pedro es un elemento particular de la construcción. Ha de serlo mediante la fidelidad a la confesión que hizo en Cesarea de Filipo, en virtud de la afirmación: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Las palabras que Jesús dirige a Pedro ponen de relieve claramente el carácter eclesial del acontecimiento de hoy. Los nuevos cardenales, en efecto, mediante la asignación del título de una iglesia de esta Ciudad o de una diócesis suburbicaria, son insertados con todo derecho en la Iglesia de Roma, guiada por el Sucesor de Pedro, para cooperar estrechamente con él en el gobierno de la Iglesia universal. Estos queridos hermanos, que dentro de poco entrarán a formar parte del Colegio cardenalicio, se unirán con un nuevo y más fuerte vínculo no sólo al Romano Pontífice, sino también a toda la comunidad de fieles extendida por todo el mundo. En el cumplimiento de su peculiar servicio de ayuda al ministerio petrino, los nuevos purpurados estarán llamados a considerar y valorar los acontecimientos, los problemas y criterios pastorales que atañen a la misión de toda la Iglesia. En esta delicada tarea, les servirá de ejemplo y ayuda el testimonio de fe que el Príncipe de los Apóstoles dio con su vida y su muerte y que, por amor a Cristo, se dio por entero hasta el sacrificio extremo.

La imposición de la birreta roja ha de ser entendida también con este mismo significado. A los nuevos cardenales se les confía el servicio del amor: amor por Dios, amor por su Iglesia, amor por los hermanos con una entrega absoluta e incondicionada, hasta derramar su sangre si fuera preciso, como reza la fórmula de la imposición de la birreta e indica el color rojo de las vestiduras. Además, se les pide que sirvan a la Iglesia con amor y vigor, con la transparencia y sabiduría de los maestros, con la energía y fortaleza de los pastores, con la fidelidad y el valor de los mártires. Se trata de ser servidores eminentes de la Iglesia que tiene en Pedro el fundamento visible de la unidad.

En el pasaje evangélico que antes se ha proclamado, Jesús se presenta como siervo, ofreciéndose como modelo a imitar y seguir. Del trasfondo del tercer anuncio de la pasión, muerte y resurrección del Hijo del hombre, se aparta con llamativo contraste la escena de los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, que persiguen todavía sueños de gloria junto a Jesús. Le pidieron: «Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda» (Mc 10,37). La respuesta de Jesús fue fulminante, y su interpelación inesperada: «No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber? (v. 38). La alusión es muy clara: el cáliz es el de la pasión, que Jesús acepta para cumplir la voluntad del Padre. El servicio a Dios y a los hermanos, el don de sí: esta es la lógica que la fe auténtica imprime y desarrolla en nuestra vida cotidiana y que no es en cambio el estilo mundano del poder y la gloria.

Con su petición, Santiago y Juan ponen de manifiesto que no comprenden la lógica de vida de la que Jesús da testimonio, la lógica que, según el Maestro, ha de caracterizar al discípulo, en su espíritu y en sus acciones. La lógica errónea no se encuentra sólo en los dos hijos de Zebedeo ya que, según el evangelista, contagia también «a los otros diez» apóstoles que «se indignaron contra Santiago y Juan» (v. 41). Se indignaron porque no es fácil entrar en la lógica del Evangelio y abandonar la del poder y la gloria. San Juan Crisóstomo dice que todos los apóstoles eran todavía imperfectos, tanto los dos que quieren ponerse por encima de los diez, como los otros que tienen envidia de ellos (cf. Comentario a Mateo, 65, 4: PG 58, 622). San Cirilo de Alejandría, comentando los textos paralelos del Evangelio de san Lucas, añade: «Los discípulos habían caído en la debilidad humana y estaban discutiendo entre sí sobre quién era el jefe y superior a los demás… Esto sucedió y ha sido narrado para nuestro provecho… Lo que les pasó a los santos apóstoles se puede revelar para nosotros un incentivo para la humildad» (Comentario a Lucas, 12,5,15: PG 72,912). Este episodio ofrece a Jesús la ocasión de dirigirse a todos los discípulos y «llamarlos hacia sí», casi para estrecharlos consigo, para formar como un cuerpo único e indivisible con él y señalar cuál es el camino para llegar a la gloria verdadera, la de Dios: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos» (Mc 10,42-44).

Dominio y servicio, egoísmo y altruismo, posesión y don, interés y gratuidad: estas lógicas profundamente contrarias se enfrentan en todo tiempo y lugar. No hay ninguna duda sobre el camino escogido por Jesús: Él no se limita a señalarlo con palabras a los discípulos de entonces y de hoy, sino que lo vive en su misma carne. En efecto, explica: «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por la multitud» (v.45). Estas palabras iluminan con singular intensidad el Consistorio público de hoy. Resuenan en lo más profundo del alma y representan una invitación y un llamamiento, un encargo y un impulso especialmente para vosotros, queridos y venerados Hermanos que estáis a punto de ser incorporados al Colegio cardenalicio.

Según la tradición bíblica, el Hijo del hombre es el que recibe el poder y el dominio de parte de Dios (cf. Dn 7,13s). Jesús interpreta su misión en la tierra sobreponiendo a la figura del Hijo del hombre la del Siervo sufriente, descrito por Isaías (cf. Is 53,1-12). Él recibe el poder y la gloria sólo en cuanto «siervo»; pero es siervo en cuanto que acoge en sí el destino de dolor y pecado de toda la humanidad. Su servicio se cumple en la fidelidad total y en la responsabilidad plena por los hombres. Por eso la aceptación libre de su muerte violenta es el precio de la liberación para muchos, es el inicio y el fundamento de la redención de cada hombre y de todo el género humano.

Queridos Hermanos que vais a ser incluidos en el Colegio cardenalicio. Que el don total de sí ofrecido por Cristo sobre la cruz sea para vosotros principio, estímulo y fuerza, gracias a una fe que actúa en la caridad. Que vuestra misión en la Iglesia y en el mundo sea siempre y sólo «en Cristo», que responda a su lógica y no a la del mundo, que esté iluminada por la fe y animada por la caridad que llegan hasta nosotros por la Cruz gloriosa del Señor. En el anillo que en unos instantes os entregaré, están representados los santos Pedro y Pablo, con una estrella en el centro que evoca a la Virgen. Llevando este anillo, estáis llamados cada día a recordar el testimonio de Cristo hasta la muerte que los dos Apóstoles han dado con su martirio aquí en Roma, fecundando con su sangre la Iglesia. Al mismo tiempo, el reclamo a la Virgen María será siempre para vosotros una invitación a seguir a aquella que fue firme en la fe y humilde sierva del Señor.

Al concluir esta breve reflexión, quisiera dirigir un cordial saludo, junto con mi gratitud, a todos los presentes, en particular a las Delegaciones oficiales de diversos países y a las representaciones de numerosas diócesis. Los nuevos cardenales están llamados en su servicio a permanecer siempre fieles a Cristo, dejándose guiar únicamente por su Evangelio. Queridos hermanos y hermanas, rezad para que en ellos se refleje de modo vivo nuestro único Pastor y Maestro, el Señor Jesús, fuente de toda sabiduría, que indica a todos el camino. Y pedid también por mí, para que pueda ofrecer siempre al Pueblo de Dios el testimonio de la doctrina segura y regir con humilde firmeza el timón de la santa Iglesia. ¡Amén!


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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

AUDIENCIA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS CARDENALES ACOMPAÑADOS
DE SUS FAMILIARES Y FIELES

Sala Pablo VI
Lunes 20 de febrero de 2012

[Vídeo]



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría tengo hoy este encuentro con vosotros, familiares y amigos de los neo-cardenales, al día siguiente de las solemnes celebraciones del consistorio, en el que vuestros amados pastores han sido llamados a formar parte del Colegio cardenalicio. Se me brinda así la posibilidad de expresar de modo más directo e íntimo mi cordial saludo a todos y en particular mi felicitación y mis mejores deseos a los nuevos purpurados. Que el acontecimiento tan importante y sugestivo del consistorio sea, para los aquí presentes y para cuantos están unidos en diversas condiciones a los nuevos cardenales, motivo y estímulo para estrecharos con afecto a su alrededor: sentíos aún más cerca de su corazón y de su celo apostólico; escuchad con viva esperanza sus palabras de padres y maestros. Permaneced unidos a ellos y entre vosotros en la fe y en la caridad para ser cada vez más fervientes y valientes testigos de Cristo.

Os saludo en primer lugar a vosotros, queridos purpurados de la Iglesia que está en Italia. Al cardenal Fernando Filoni, prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos; al cardenal Antonio Maria Vegliò, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes; al cardenal Giuseppe Bertello, presidente de la Comisión pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano y presidente de la Gobernación de dicho Estado; al cardenal Francesco Coccopalmerio, presidente del Consejo pontificio para los textos legislativos; al cardenal Domenico Calcagno, presidente de la Administración del patrimonio de la Sede apostólica; al cardenal Giuseppe Versaldi, presidente de la Prefectura para los asuntos económicos de la Santa Sede; y, por último, al cardenal Giuseppe Betori, arzobispo de Florencia. Venerados hermanos, que el afecto y la oración de tantas personas queridas os sostengan en vuestro servicio a la Iglesia a fin de que cada uno de vosotros dé generoso testimonio del Evangelio de la verdad y de la caridad.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua francesa, y en particular a los belgas que acompañan al señor cardenal Julien Ries. Que nuestra fidelidad a Cristo sea firme y decidida para hacer creíble nuestro testimonio. Nuestra sociedad, que pasa por momentos de incertidumbres y dudas, necesita la luz de Cristo. Que cada cristiano la testimonie con fe y valentía, y que el tiempo de Cuaresma ya próximo permita volver hacia Dios. ¡Feliz peregrinación a todos!

Me complace saludar afectuosamente a los prelados de lengua inglesa a quienes he tenido la alegría de elevar a la dignidad cardenalicia en el consistorio del sábado: al cardenal Edwin Frederick O’Brien, gran maestre de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén; al cardenal George Alencherry, arzobispo mayor de Ernakulam-Angamaly de los siro-malabares (India); al cardenal Thomas Christopher Collins, arzobispo de Toronto (Canadá); al cardenal Timothy Michael Dolan, arzobispo de Nueva York (Estados Unidos); al cardenal John Tong Hon, obispo de Hong Kong (República popular de China); al cardenal Prosper Grech, O.S.A., profesor emérito de varias universidades romanas y consultor de la Congregación para la doctrina de la fe. Extiendo igualmente mi cordial saludo a los familiares y amigos que se unen hoy a ellos. Os invito a que sigáis apoyando a los nuevos cardenales con vuestra oración mientras asumen sus importantes responsabilidades al servicio de la Sede apostólica.

Dirijo un cordial saludo a los nuevos cardenales de lengua alemana: al arzobispo de Berlín, cardenal Rainer Maria Woelki, y al cardenal Karl Josef Becker, de la Compañía de Jesús. Les aseguro mi afecto y mi oración por el particular servicio que se les confía en la Iglesia universal y les encomiendo a la protección de María, Madre de la Iglesia. Con alegría saludo también a sus familiares y amigos, a los peregrinos de sus diócesis de Berlín y Colonia, a los colaboradores en las diversas instituciones eclesiales, a los representantes de la política y de la vida pública, así como a todos los connacionales que han venido a Roma para este consistorio. Deseo confiar también a vuestra oración a los nuevos cardenales para que, conforme al símbolo de la púrpura que ahora visten, actúen como testigos de la verdad, dispuestos al sacrificio, y como fieles colaboradores del Sucesor de Pedro.

Saludo con afecto al cardenal Santos Abril y Castelló, arcipreste de la basílica Santa María la Mayor, así como a sus familiares, a los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos venidos especialmente de España para esta ocasión. Les invito a todos a acompañar con sus plegarias y cercanía espiritual a los nuevos miembros del Colegio de cardenales para que, llenos de amor a Dios y estrechamente unidos al Sucesor de Pedro, continúen la misión espiritual y apostólica con plena fidelidad al Evangelio.

Saludo a los nuevos cardenales de lengua portuguesa, con sus familiares, amigos y colaboradores, y también a los diversos representantes de la comunidad eclesial y civil, honrados igualmente por la dignidad que se ha conferido al cardenal João Braz de Aviz, que está al frente de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y al cardenal Manuel Monteiro de Castro, quien preside la Penitenciaría apostólica. A la Virgen Madre encomiendo vuestra vida consagrada al servicio de la unidad y de la santidad del pueblo de Dios.

Dirijo un afectuoso saludo al neo-cardenal Dominik Duka y a todos vosotros, fieles llegados de la República Checa para compartir su alegría. Que estos días de fiesta y de oración susciten en vosotros un renovado amor a Cristo y a su Iglesia. A todos mi bendición. ¡Alabados sean Jesús y María!

Saludo al cardenal Willem Jacobus Eijk, arzobispo de Utrecht, y a los fieles que lo acompañan. Confío en que estas jornadas de ferviente espiritualidad susciten en cada uno un renovado amor a Cristo y a la Iglesia. Continuad sosteniendo a vuestro arzobispo con la oración para que siga guiando con celo pastoral al pueblo a él encomendado.

Saludo con alegría a Su Beatitud Lucian Mureşan y a todos vosotros, fieles de Rumanía, que habéis querido estrecharos en torno a vuestro amado pastor, a quien he creado cardenal. Junto con vosotros saludo a todo el pueblo rumano y a vuestra patria, ahora más unida todavía a la sede de San Pedro. Que mi bendición os sostenga siempre.

Queridos amigos, gracias de nuevo por vuestra significativa presencia. La creación de los nuevos cardenales es ocasión para reflexionar sobre la misión universal de la Iglesia en la historia de los hombres: en los acontecimientos humanos, frecuentemente tan convulsos y chocantes, la Iglesia está siempre presente, llevando a Cristo, luz y esperanza para toda la humanidad. Permanecer unidos a la Iglesia y al mensaje de salvación que ella difunde significa anclarse en la Verdad, reforzar el sentido de los verdaderos valores y estar serenos frente a cualquier suceso. Os exhorto, por lo tanto, a permanecer siempre unidos a vuestros pastores, así como a los nuevos cardenales, para estar en comunión con la Iglesia. La unidad en la Iglesia es un don divino que hay que defender y hacer crecer. A la protección de la Madre de Dios y de los apóstoles san Pedro y san Pablo os encomiendo, venerados hermanos cardenales, y a los fieles que os acompañan. Con estos sentimientos os imparto de corazón mi bendición apostólica.


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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON EL CLERO DE ROMA POR EL INICIO DE LA CUARESMA

LECTIO DIVINA

Aula Pablo VI
Jueves 23 de febrero de 2012

[Vídeo]



Queridos hermanos:

Para mí es una gran alegría ver cada año, al inicio de la Cuaresma, a mi clero, el clero de Roma, y me complace ver que hoy somos numerosos. Yo pensaba que en esta gran aula íbamos a ser un grupo casi perdido, pero veo que somos un fuerte ejército de Dios y podemos entrar con fuerza en este tiempo nuestro, en las batallas necesarias para promover, para hacer que avance el reino de Dios. Ayer entramos por la puerta de la Cuaresma, renovación anual de nuestro Bautismo; repetimos casi nuestro catecumenado, yendo de nuevo a la profundidad de nuestra realidad de bautizados, retomando, volviendo a nuestra realidad de bautizados y así incorporados a Cristo. De este modo, también podemos tratar de guiar nuevamente a nuestras comunidades a esta comunión íntima con la muerte y resurrección de Cristo, llegando a ser cada vez más conformes a Cristo, llegando a ser cada vez más cristianos realmente.

El pasaje de la Carta de san Pablo a los Efesios que acabamos de escuchar (4, 1-16) es uno de los grandes textos eclesiales del Nuevo Testamento. Comienza con la autopresentación del autor: «Yo Pablo, prisionero por el Señor» (v. 1). La palabra griega desmios dice «encadenado»: Pablo, como un criminal, está entre cadenas, encadenado por Cristo y así comienza en la comunión con la pasión de Cristo. Este es el primer elemento de la autopresentación: él habla encadenado, habla en la comunión de la pasión de Cristo y así está en comunión también con la resurrección de Cristo, con su nueva vida. También nosotros, cuando hablamos, debemos hacerlo en comunión con su pasión, aceptando nuestras pasiones, nuestros sufrimientos y pruebas, en este sentido: son precisamente pruebas de la presencia de Cristo, de que él está con nosotros y de que, en la comunión con su pasión, vamos hacia la novedad de la vida, hacia la resurrección. Así pues, «encadenado» es en primer lugar una palabra de la teología de la cruz, de la comunión necesaria de todo evangelizador, de todo pastor con el Pastor supremo, que nos ha redimido «entregándose», sufriendo por nosotros. El amor es sufrimiento, es entregarse, es perderse, y precisamente de este modo es fecundo. Pero así, en el elemento exterior de las cadenas, de la falta de libertad, aparece y se refleja otro aspecto: la verdadera cadena que ata a Pablo a Cristo es la cadena del amor. «Encadenado por amor»: un amor que da libertad, un amor que lo capacita para hacer presente el mensaje de Cristo y a Cristo mismo. Y también para todos nosotros esta debería ser la última cadena que nos libera, unidos con la cadena del amor a Cristo. Así encontramos la libertad y el verdadero camino de la vida, y, con el amor de Cristo, podemos guiar también a los hombres que nos han sido encomendados a este amor, que es la alegría, la libertad.

Luego dice «os exhorto» (Ef 4, 1): tiene la misión de exhortar, no se trata de una amonestación moral. Exhorto desde la comunión con Cristo; es Cristo mismo, en último término, quien exhorta, quien invita con el amor de un padre y de una madre. «Os exhorto a que andéis como pide la vocación a la que habéis sido llamados» (v. 1); o sea, el primer elemento es: hemos recibido una llamada. Yo no soy anónimo o sin sentido en el mundo: hay una llamada, hay una voz que me ha llamado, una voz que sigo. Y mi vida debería ser un entrar cada vez más profundamente en la senda de la llamada, seguir esta voz y así encontrar el verdadero camino y guiar a los demás por este camino.

He «recibido una llamada». Yo diría que la primera gran llamada es la del Bautismo, la de estar con Cristo; la segunda gran llamada es la de ser pastores a su servicio, y debemos escuchar cada vez más esta llamada, de modo que podamos llamar, o mejor, ayudar también a los demás a oír la voz del Señor que llama. El gran sufrimiento de la Iglesia de hoy en Europa y en Occidente es la falta de vocaciones sacerdotales, pero el Señor llama siempre; lo que falta es la escucha. Nosotros hemos escuchado su voz y debemos estar atentos a la voz del Señor también para los demás, ayudarles a que la escuchen y así acepten la llamada, se abran a un camino de vocación a ser pastores con Cristo. San Pablo vuelve a utilizar esta palabra «llamada» al final de este primer párrafo, y habla de una vocación, de una llamada a la esperanza —la llamada misma es una esperanza— y así demuestra las dimensiones de la llamada: no es sólo individual; la llamada ya es un fenómeno de diálogo, un fenómeno en el «nosotros»; en el «yo y tú» y en el «nosotros». «Llamada a la esperanza». Así vemos las dimensiones de la llamada; son tres. Llamada, en último término, según este texto, hacia Dios. Dios es el fin; al final llegamos sencillamente a Dios y todo el camino es un camino hacia Dios. Pero este camino hacia Dios nunca es aislado, no es un camino sólo en el «yo», es un camino hacia el futuro, hacia la renovación del mundo, y un camino en el «nosotros» de los llamados que llama a otros, que les ayuda a escuchar esta llamada. Por eso la llamada siempre es también una vocación eclesial. Ser fieles a la llamada del Señor implica descubrir este «nosotros» en el cual y por el cual estamos llamados, así como ir juntos y realizar las virtudes necesarias. La «llamada» implica la eclesialidad; implica, por tanto, las dimensiones vertical y horizontal, que van inseparablemente unidas; implica eclesialidad en el sentido de dejarse ayudar por el «nosotros» y de construir este «nosotros» de la Iglesia. En este sentido, san Pablo explica la llamada con esta finalidad: un Dios único, solo, pero con esta dirección hacia el futuro; la esperanza está en el «nosotros» de aquellos que tienen la esperanza, que aman dentro de la esperanza, con algunas virtudes que son precisamente los elementos del caminar juntos.

La primera es: «con toda humildad» (Ef 4, 2). Quiero detenerme un poco más en esta virtud, porque antes del cristianismo no aparece en el catálogo de las virtudes; es una virtud nueva, la virtud del seguimiento de Cristo. Pensemos en la Carta a los Filipenses, en el capítulo dos: Cristo, siendo de condición divina, se humilló, aceptando la condición de esclavo y haciéndose obediente hasta la cruz (cf. Flp 2, 6-8). Este es el camino de la humildad del Hijo que debemos imitar. Seguir a Cristo quiere decir entrar en este camino de la humildad. El texto griego dice tapeinophrosyne (cf. Ef 4, 2): no ensoberbecerse, tener la medida justa. Humildad. Lo contrario de la humildad es la soberbia, como la razón de todos los pecados. La soberbia es arrogancia; por encima de todo quiere poder, apariencias, aparentar a los ojos de los demás, ser alguien o algo; no tiene la intención de agradar a Dios, sino de complacerse a sí mismo, de ser aceptado por los demás y —digamos— venerado por los demás. El «yo» en el centro del mundo: se trata de mi «yo» soberbio, que lo sabe todo. Ser cristiano quiere decir superar esta tentación originaria, que también es el núcleo del pecado original: ser como Dios, pero sin Dios; ser cristiano es ser verdadero, sincero, realista. La humildad es sobre todo verdad, vivir en la verdad, aprender la verdad, aprender que mi pequeñez es precisamente mi grandeza, porque así soy importante para el gran entramado de la historia de Dios con la humanidad. Precisamente reconociendo que soy un pensamiento de Dios, de la construcción de su mundo, y soy insustituible, precisamente así, en mi pequeñez, y sólo de este modo, soy grande. Esto es el inicio del ser cristiano: vivir la verdad. Y sólo vivo bien viviendo la verdad, el realismo de mi vocación por los demás, con los demás, en el cuerpo de Cristo. Vivir contra la verdad siempre es vivir mal. ¡Vivamos la verdad! Aprendamos este realismo: no querer aparentar, sino agradar a Dios y hacer lo que Dios ha pensado de mí y para mí, aceptando así también al otro. Aceptar al otro, que tal vez es más grande que yo, supone precisamente este realismo y amor a la verdad; supone aceptarme a mí mismo como «pensamiento de Dios», tal como soy, con mis límites y, de este modo, con mi grandeza. Aceptarme a mí mismo y aceptar al otro van juntos: sólo aceptándome a mí mismo en el gran entramado divino puedo aceptar también a los demás, que forman conmigo la gran sinfonía de la Iglesia y de la creación. Yo creo que las pequeñas humillaciones que día tras días debemos vivir son saludables, porque ayudan a cada uno a reconocer la propia verdad, y a vernos libres de la vanagloria, que va contra la verdad y no puede hacernos felices y buenos. Aceptar y aprender esto, y así aprender y aceptar mi posición en la Iglesia, mi pequeño servicio como grande a los ojos de Dios. Precisamente esta humildad, este realismo, nos hace libres. Si soy arrogante, si soy soberbio, querré siempre agradar, y si no lo logro me siento miserable, me siento infeliz, y debo buscar siempre este placer. En cambio, cuando soy humilde tengo la libertad también de ir a contracorriente de una opinión dominante, del pensamiento de otros, porque la humildad me da la capacidad, la libertad de la verdad. Así pues, pidamos al Señor que nos ayude, que nos ayude a ser realmente constructores de la comunidad de la Iglesia; que crezca, que nosotros mismos crezcamos en la gran visión de Dios, del «nosotros», y que seamos miembros del Cuerpo de Cristo, que pertenece así, en unidad, al Hijo de Dios.

La segunda virtud —veámosla con más brevedad— es la «dulzura» (Ef 4, 2), dice la traducción italiana. En griego la palabra es praus, es decir, «manso»; y también esta es una virtud cristológica como la humildad, que consiste en seguir a Cristo por este camino de la humildad. Así también praus, ser amable, ser manso, es seguir a Cristo que dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Esto no quiere decir debilidad. Cristo también puede ser duro, si es necesario, pero siempre con un corazón bueno; siempre es visible la bondad, la mansedumbre. En la Sagrada Escritura, a veces, «los mansos» es simplemente el nombre de los creyentes, del pequeño rebaño de los pobres que, en todas las pruebas, permanecen humildes y firmes en la comunión del Señor: buscar esta mansedumbre, que es lo contrario de la violencia. La tercera bienaventuranza, en el Evangelio de san Mateo, dice: «Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4). No son los violentos los que heredan la tierra, al final corresponde a los mansos: ellos tienen la gran promesa, y así nosotros debemos estar seguros de la promesa de Dios, de que la mansedumbre es más fuerte que la violencia. En la palabra mansedumbre se oculta el contraste con la violencia: los cristianos son los no violentos, son los opuestos a la violencia.

Y san Pablo prosigue: «con magnanimidad» (Ef 4, 2): Dios es magnánimo. A pesar de nuestras debilidades y de nuestros pecados, comienza siempre de nuevo con nosotros. Me perdona, aunque sabe que mañana volveré a caer en el pecado; reparte sus dones, aunque sabe que a menudo no somos buenos administradores. Dios es magnánimo, de gran corazón, nos confía su bondad. Y esta magnanimidad, esta generosidad, forma parte precisamente del seguimiento de Cristo, de nuevo.

Por último, «sobrellevaos mutuamente con amor» (Ef 4, 2). Me parece que precisamente de la humildad deriva esta capacidad de aceptar a los demás. La alteridad de otro siempre es un peso. ¿Por qué el otro es diferente? Pero precisamente esta diversidad, esta alteridad es necesaria para la belleza de la sinfonía de Dios. Y precisamente con la humildad, reconociendo mis límites, mi alteridad respecto al otro, el peso que yo soy para el otro, puedo ser capaz no sólo de sobrellevar al otro, sino también, con amor, encontrar precisamente en la alteridad también la riqueza de su ser y de las ideas y de la fantasía de Dios.

Todo esto, por lo tanto, sirve como virtud eclesial para la construcción del Cuerpo de Cristo, que es el Espíritu de Cristo, para que sea de nuevo ejemplo, de nuevo cuerpo, y crezca. San Pablo lo dice luego en concreto, afirmando que toda esta variedad de dones, de temperamentos, del ser hombre, sirve para la unidad (cf. Ef 4, 11-13). Todas estas virtudes son también virtudes de la unidad. Por ejemplo, para mí es muy significativo que la primera Carta después del Nuevo Testamento, la Primera Carta de Clemente, esté dirigida a una comunidad, la de los Corintios, dividida, y que sufría por la división (cf. PG 1, 201-328). En esta Carta, precisamente la palabra «humildad» es una palabra clave: están divididos porque falta la humildad; la ausencia de humildad destruye la unidad. La humildad es una virtud fundamental de la unidad; y sólo así crece la unidad del Cuerpo de Cristo, sólo así llegamos a estar realmente unidos y recibimos la riqueza y la belleza de la unidad. Por eso, es lógico que la lista de estas virtudes, que son virtudes eclesiales, cristológicas, virtudes de la unidad, se oriente hacia la unidad explícita: «un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo. Un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4, 5). Una sola fe y un solo Bautismo, como realidad concreta de la Iglesia que está bajo el único Señor.

Bautismo y fe son inseparables. El Bautismo es el sacramento de la fe y la fe tiene dos aspectos. Es un acto profundamente personal: yo conozco a Cristo, me encuentro con Cristo y pongo mi confianza en él. Pensemos en la mujer que toca sus vestiduras con la esperanza de ser salvada (cf. Mt 9, 20-21); confía totalmente en él y el Señor dice: «Tu fe te ha salvado» (Mt 9, 22). También a los leprosos, al único que vuelve, dice: «Tu fe te ha salvado» (Lc 17, 19). Así pues, la fe inicialmente es sobre todo un encuentro personal, un tocar las vestiduras de Cristo, un ser tocado por Cristo, estar en contacto con Cristo, confiar en el Señor, tener y encontrar el amor de Cristo y, en el amor de Cristo, también la llave de la verdad, de la universalidad. Pero precisamente por esto, porque es la clave de la universalidad del único Señor, esa fe no es sólo un acto personal de confianza, sino también un acto que tiene un contenido. La fides qua exige la fides quae, el contenido de la fe, y el Bautismo expresa este contenido: la fórmula trinitaria es el elemento sustancial del credo de los cristianos. De por sí, es un «sí» a Cristo, y de este modo al Dios Trinitario, con esta realidad, con este contenido que me une a este Señor, a este Dios, que tiene este Rostro: vive como Hijo del Padre en la unidad del Espíritu Santo y en la comunión del Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, esto me parece muy importante: la fe tiene un contenido y no es suficiente, no es un elemento de unificación si no hay y no se vive y confiesa este contenido de la única fe.

Por eso, «Año de la fe» y Año del Catecismo —para ser muy práctico— están inseparablemente unidos. Sólo renovaremos el Concilio renovando el contenido —condensado luego de nuevo— del Catecismo de la Iglesia católica. Y un gran problema de la Iglesia actual es la falta de conocimiento de la fe, es el «analfabetismo religioso», como dijeron los cardenales el viernes pasado refiriéndose a esta realidad. «Analfabetismo religioso»; y con este analfabetismo no podemos crecer, no puede crecer la unidad. Por eso, nosotros mismos debemos reapropiarnos de este contenido, como riqueza de la unidad y no como un paquete de dogmas y de mandamientos, sino como una realidad única que se revela en su profundidad y belleza. Debemos hacer todo lo posible para una renovación catequística, para que la fe sea conocida y para que así sea conocido Dios, para que así sea conocido Cristo, para que así sea conocida la verdad y para que crezca la unidad en la verdad.

Luego todas estas unidades desembocan en el «un solo Dios y Padre de todos». Todo lo que no es humildad, todo lo que no es fe común, destruye la unidad, destruye la esperanza y hace invisible el Rostro de Dios. Dio es Uno y Único. El monoteísmo era el gran privilegio de Israel, que conoció al único Dios, y sigue siendo elemento constitutivo de la fe cristiana. Como sabemos, el Dios Trinitario no son tres divinidades, sino que es un único Dios; y vemos mejor lo que quiere decir unidad: unidad es unidad del amor. Es así: precisamente porque es el círculo de amor, Dios es Uno y Único.

Para san Pablo, como hemos visto, la unidad de Dios se identifica con nuestra esperanza. ¿Por qué? ¿De qué modo? Porque la unidad de Dios es esperanza, porque esta nos garantiza que, al final, no hay varios poderes; al final no hay dualismo entre poderes diversos y opuestos; al final no permanece la cabeza del dragón que se podría alzar contra Dios, no permanece la suciedad del mal y del pecado. ¡Al final sólo permanece la luz! Dios es único y es el único Dios: no hay otro poder contra él. Sabemos que hoy, con los males que vivimos en el mundo y que crecen cada vez más, muchos dudan de la Omnipotencia de Dios; más aún, algunos teólogos —incluso buenos— dicen que Dios no sería Omnipotente, porque la omnipotencia no sería compatible con lo que vemos en el mundo; y así quieren crear una nueva apología, excusar a Dios y «disculpar» a Dios de estos males. Pero esta no es la manera correcta, porque si Dios no es Omnipotente, si existen y persisten otros poderes, no es verdaderamente Dios y no hay esperanza, porque al final permanecería el politeísmo, al final permanecería la lucha, el poder del mal. Dios es Omnipotente, el único Dios. Ciertamente, en la historia se puso él mismo un límite a su omnipotencia, reconociendo nuestra libertad. Pero al final todo cuadra y no permanece otro poder; ésta es la esperanza: que ¡la luz vence, el amor vence! Al final no permanece la fuerza del mal, permanece sólo Dios. Y así estamos en la senda de la esperanza, caminando hacia la unidad del único Dios, que se reveló por el Espíritu Santo, en el único Señor, Cristo.

A continuación, desde esta gran visión, san Pablo baja a los detalles y dice de Cristo: «Subió a lo alto llevando cautivos y dio dones a los hombres» (Ef 4, 8). El Apóstol cita el Salmo 68, que describe de modo poético la subida de Dios con el Arca de la Alianza hacia las alturas, hacia la cima del Monte Sión, hacia el templo: Dios como vencedor que ha superado a los demás, que son cautivos, y, como un verdadero vencedor, reparte dones. El judaísmo ha visto en este vencedor más bien una imagen de Moisés, que sube hacia el Monte Sinaí para recibir en las alturas la voluntad de Dios, los Mandamientos, no considerados como un peso, sino como el don de conocer el Rostro de Dios, la voluntad de Dios. San Pablo, al final, ve aquí una imagen de la ascensión de Cristo, que sube hacia lo alto después de haber bajado; sube y lleva a la humanidad hacia Dios, hace lugar para la carne y la sangre en Dios mismo; nos eleva hacia la altura de su ser Hijo y nos libra de la cárcel del pecado, nos hace libres porque es vencedor. Al ser vencedor, él reparte los dones. Y así, a partir de la ascensión de Cristo, hemos llegado a la Iglesia. Los dones son la charis como tal, la gracia: estar en la gracia, en el amor de Dios. Y luego los carismas, en los que se concreta la charis en las diversas funciones y misiones: apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros para edificar así el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 11).

No quiero entrar ahora en una exégesis detallada. Acerca de este texto se ha discutido mucho sobre lo que quiere decir apóstoles, profetas... En cualquier caso, podemos decir que la Iglesia está construida sobre el fundamento de la fe apostólica, que siempre permanece presente: los Apóstoles, en la sucesión apostólica, están presentes en los pastores, que somos nosotros, por la gracia de Dios y a pesar de toda nuestra pobreza. Y damos gracias a Dios por habernos querido llamar a estar en la sucesión apostólica y seguir edificando el Cuerpo de Cristo. Aquí hay un elemento que me parece importante: los ministerios —los así llamados ministerios— son definidos «dones de Cristo», son carismas; es decir, no existe esa oposición: por una parte, el ministerio, como algo jurídico; y, por otra, los carismas, como don profético, vivaz, espiritual, como presencia del Espíritu y su novedad. ¡No! Precisamente los ministerios son don del Resucitado y son carismas, son articulaciones de su gracia; uno no puede ser sacerdote sin ser carismático. Ser sacerdote es un carisma. Creo que debemos tener presente esto: que estamos llamados al sacerdocio, que estamos llamados con un don del Señor, con un carisma del Señor. Así, inspirados por su Espíritu, debemos tratar de vivir este carisma nuestro. Creo que sólo de este modo se puede entender que la Iglesia en Occidente haya vinculado inseparablemente sacerdocio y celibato: estar en una existencia escatológica hacia el destino último de nuestra esperanza, hacia Dios. Precisamente porque el sacerdocio es un carisma y también debe estar vinculado a un carisma: si no fuese esto, y fuese solamente algo jurídico, sería absurdo imponer un carisma, que es un verdadero carisma; pero si el sacerdocio mismo es carisma, es normal que conviva con el carisma, con el estado carismático de la vida escatológica.

Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más esto, a vivir cada vez más en el carisma del Espíritu Santo y a vivir así también este signo escatológico de la fidelidad al único Señor, que es necesario precisamente para nuestro tiempo, por la descomposición del matrimonio y de la familia, que sólo pueden componerse a la luz de esta fidelidad a la única llamada del Señor.

Un último punto. San Pablo habla del crecimiento del hombre perfecto, que alcanza la medida de Cristo en su plenitud: ya no seremos niños a merced de las olas, llevados a la deriva por todo viento de doctrina (cf. Ef 4, 13-14). «Sino que, realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él» (Ef 4, 15). No se puede vivir en un infantilismo espiritual, en un infantilismo de fe: por desgracia, en nuestro mundo vemos este infantilismo. Muchos, después de la primera catequesis, ya no han proseguido; tal vez haya quedado este núcleo, o tal vez incluso se haya destruido. Y, por lo demás, están a merced de las olas del mundo y nada más; no pueden, como adultos, con competencia y con convicción profunda, exponer y hacer presente la filosofía de la fe y —por decirlo así— la gran sabiduría, la racionalidad de la fe, que abre los ojos también de los demás, que abre los ojos precisamente a lo que hay de bueno y verdadero en el mundo. Falta este ser adultos en la fe y existe mucho infantilismo en la fe.

Ciertamente, en estos últimos decenios, hemos vivido también otro sentido de la palabra «fe adulta». Se habla de «fe adulta», es decir, emancipada del Magisterio de la Iglesia. Mientras dependo de mi madre, soy niño, y debo emanciparme; emancipado del Magisterio, finalmente soy adulto. Pero el resultado no es una fe adulta; el resultado es estar a merced de las olas del mundo, de las opiniones del mundo, de la dictadura de los medios de comunicación, de la opinión que todos tienen y quieren. No es verdadera emancipación: la emancipación de la comunión del Cuerpo de Cristo. Al contrario, es caer bajo la dictadura de las olas, del viento del mundo. La verdadera emancipación es precisamente liberarse de esta dictadura, en la libertad de los hijos de Dios que creen juntos en el Cuerpo de Cristo, con Cristo resucitado, y así ven la realidad, y son capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo.

Me parece que debemos orar mucho al Señor para que nos ayude a estar emancipados en este sentido, libres en este sentido, con una fe realmente adulta, que ve, que hace ver y puede ayudar también a los demás a llegar a la verdadera perfección, a la verdadera edad adulta, en comunión con Cristo.

En este contexto está la hermosa expresión del aletheuein en te agape, ser verdaderos en la caridad, vivir la verdad, ser verdad en la caridad: los dos conceptos van juntos. Hoy se discute sobre el concepto de verdad porque se combina con la violencia. Por desgracia, en la historia ha habido episodios donde se trataba de difundir la verdad con violencia. Pero las dos son opuestas. La verdad no se impone con otros medios, se impone por sí misma. La verdad sólo puede llegar por sí misma, por su propia luz. Pero necesitamos la verdad; sin la verdad no conocemos los verdaderos valores y ¿cómo podríamos ordenar el kosmos de los valores? Sin la verdad estamos ciegos en el mundo, no vemos el camino. El gran don de Cristo es precisamente que vemos el Rostro de Dios y, aunque sea de modo enigmático, muy insuficiente, conocemos el fondo, lo esencial de la verdad en Cristo, en su Cuerpo. Y, conociendo esta verdad, crecemos también en la caridad, que es la legitimación de la verdad y nos muestra qué es verdad. Yo diría precisamente que la caridad es el fruto de la verdad —el árbol se conoce por sus frutos— y si no hay caridad, tampoco nos apropiamos ni vivimos realmente la verdad; y donde está la verdad, nace la caridad. Gracias a Dios, lo vemos en todos los siglos: a pesar de los hechos negativos, el fruto de la caridad siempre ha estado presente en la cristiandad y también está presente hoy. Lo vemos en los mártires, lo vemos en tantas religiosas, religiosos y sacerdotes que sirven humildemente a los pobres, a los enfermos; que son presencia de la caridad de Cristo. Y así son el gran signo de que aquí está la verdad.

Pidamos al Señor que nos ayude a dar el fruto de la caridad y a ser así testigos de su verdad. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SOCIOS DEL CÍRCULO SAN PEDRO

Viernes 24 de febrero de 2012



Queridos socios del Círculo de San Pedro:

Me alegra acogeros en este encuentro que tiene lugar en la cercanía de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, circunstancia que os brinda la ocasión de manifestar la peculiar fidelidad a la Sede apostólica que, desde siempre, distingue a vuestro benemérito Círculo. Os saludo a todos con gran cordialidad. Saludo al presidente general, duque Leopoldo Torlonia, agradeciéndole las afectuosas y devotas palabras que ha querido dirigirme, interpretando los sentimientos de todos vosotros, y saludo al consiliario eclesiástico.

Acabamos de iniciar el camino cuaresmal y, como recordé en mi reciente Mensaje (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de febrero, pp. 6-7), este tiempo litúrgico nos invita a reflexionar sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad. La Cuaresma es un tiempo propicio para que, con la ayuda de la Palabra de Dios y de los sacramentos, nos renovemos en la fe y en el amor, tanto a nivel personal como comunitario. Es un itinerario caracterizado por la oración y la limosna, por el silencio y el ayuno, a la espera de vivir la alegría pascual. La Carta a los Hebreos nos exhorta con estas palabras: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10, 24).

Queridos amigos, hoy como ayer, el testimonio de la caridad mueve de modo particular el corazón de los hombres. La nueva evangelización, especialmente en una ciudad cosmopolita como Roma, requiere gran apertura de espíritu y sabia disponibilidad hacia todos. En este sentido, se inserta muy bien la red de intervenciones asistenciales que realizáis cada día en favor de cuantos se encuentran en dificultades. Me complace recordar la generosa obra que lleváis a cabo en los comedores, en el asilo nocturno, en la casa para familias y en el centro polifuncional, así como el testimonio silencioso, pero muy elocuente, que dais en apoyo de los enfermos y de sus familiares en el Hospice Fondazione Roma, sin olvidar el compromiso misionero en Laos y las adopciones a distancia.

Sabemos que la autenticidad de nuestra fidelidad al Evangelio también se verifica sobre la base de la atención y la solicitud concreta que nos esforzamos por manifestar al prójimo, especialmente a los más débiles y marginados. La atención al otro implica desear su bien, en todos los aspectos: físico, moral y espiritual. Aunque la cultura contemporánea parece haber perdido el sentido del bien y del mal, es preciso reafirmar con fuerza que el bien existe y triunfa. Así pues, la responsabilidad hacia el prójimo significa querer y hacer el bien al otro, deseando que se abra a la lógica del bien; interesarse por el hermano significa abrir los ojos a sus necesidades, superando la dureza del corazón que no nos deja ver los sufrimientos de los demás. De este modo, el servicio caritativo se convierte en una forma privilegiada de evangelización, a la luz de la enseñanza de Jesús, que considerará hecho a él mismo cuanto hagamos a nuestros hermanos, especialmente a los más pequeños y abandonados (cf. Mt 25, 40). Es necesario armonizar nuestro corazón con el corazón de Cristo, para que el apoyo amoroso ofrecido a los demás se traduzca en participación y comunión consciente en sus sufrimientos y en sus esperanzas, haciendo así visible, por una parte, la misericordia infinita de Dios hacia todos los hombres, que brilla en el rostro de Cristo; y, por otra, nuestra fe en él. El encuentro con el otro y la apertura del corazón a sus necesidades son una ocasión de salvación y de bienaventuranza.

Queridos socios del Círculo de San Pedro, como todos los años, hoy habéis venido a entregarme el óbolo para la caridad del Papa que habéis recogido en las parroquias de Roma. Ese óbolo representa una ayuda concreta ofrecida al Sucesor de Pedro, para que pueda responder a las innumerables peticiones que le llegan de todas las partes del mundo, especialmente de los países más pobres. Os agradezco de corazón toda la actividad que realizáis generosamente y con espíritu de sacrificio, y que nace de vuestra fe, de la relación con el Señor cultivada cada día. Fe, caridad y testimonio deben seguir siendo las líneas directrices de vuestro apostolado. Además, ¿cómo no recordar vuestra presencia durante las celebraciones litúrgicas en la basílica de San Pedro? Esa presencia redunda principalmente en vuestro honor, puesto que con ella manifestáis la constante entrega y la fidelidad devota que os unen a la Sede del apóstol Pedro. Que el Señor os recompense y colme de bendiciones a vuestro Círculo; que ayude a cada uno de vosotros a realizar su vocación cristiana en la familia, en el trabajo y en vuestra asociación.

Queridos amigos, a la vez que os renuevo mi aprecio por el servicio que prestáis a la Iglesia, os encomiendo, juntamente con vuestras familias, a la intercesión materna de la Virgen María, Salus populi romani, y de vuestros santos protectores. Por mi parte, os aseguro mi recuerdo en la oración por vosotros, por cuantos os acompañan en las diversas iniciativas y por quienes encontráis en vuestro apostolado diario, mientras imparto con afecto a todos una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA DE LA
PONTIFICIA ACADEMIA PARA LA VIDA

Sala Clementina
Sábado 25 de febrero de 2012



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de los trabajos de la XVIII asamblea general de la Academia pontificia para la vida. Os saludo y os doy las gracias a todos por vuestro generoso servicio en defensa y en favor de la vida, en particular al presidente, monseñor Ignacio Carrasco de Paula, por las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre. El enfoque que habéis dado a vuestros trabajos manifiesta la confianza que la Iglesia ha depositado siempre en las posibilidades de la razón humana y en un trabajo científico realizado rigurosamente, que siempre tengan presente el aspecto moral. El tema que habéis elegido este año, «Diagnóstico y terapia de la infertilidad», además de tener relevancia humana y social, posee un peculiar valor científico y expresa la posibilidad concreta de un diálogo fecundo entre la dimensión ética y la investigación biomédica. En efecto, ante el problema de la infertilidad de la pareja, habéis elegido recordar y considerar atentamente la dimensión moral, buscando los caminos para una correcta evaluación diagnóstica y una terapia que corrija las causas de la infertilidad. Este enfoque no sólo nace del deseo de dar un hijo a la pareja, sino también de devolver a los esposos su fertilidad y toda la dignidad de ser responsables de sus decisiones de procreación, para ser colaboradores de Dios en la generación de un nuevo ser humano. La búsqueda de un diagnóstico y de una terapia representa el enfoque científicamente más correcto de la cuestión de la infertilidad, pero también el más respetuoso de la humanidad integral de los sujetos implicados. De hecho, la unión del hombre y de la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, constituye el único «lugar» digno para la llamada a la existencia de un nuevo ser humano, que siempre es un don.

Por tanto, deseo alentar la honradez intelectual de vuestro trabajo, expresión de una ciencia que mantiene vivo su espíritu de búsqueda de la verdad, al servicio del bien auténtico del hombre, y que evita el riesgo de ser una práctica meramente funcional. De hecho, la dignidad humana y cristiana de la procreación no consiste en un «producto», sino en su vínculo con el acto conyugal, expresión del amor de los esposos, de su unión no sólo biológica sino también espiritual. A este respecto, la instrucción Donum vitae nos recuerda que «el acto conyugal, por su íntima estructura, al asociar al esposo y a la esposa con un vínculo estrechísimo, los hace también idóneos para engendrar una nueva vida de acuerdo con las leyes inscritas en la naturaleza misma del varón y de la mujer» (n. 4 a). Por eso, las legítimas aspiraciones de paternidad de la pareja que sufre una condición de infertilidad deben encontrar, con la ayuda de la ciencia, una respuesta que respete plenamente su dignidad de personas y de esposos. La humildad y la precisión con que profundizáis en estas problemáticas, consideradas inusuales por algunos de vuestros colegas ante la fascinación de la tecnología de la fecundación artificial, merecen aliento y apoyo. Con ocasión del décimo aniversario de la encíclica Fides et ratio, recordé cómo «la ganancia fácil, o peor aún, la arrogancia de sustituir al Creador desempeñan, a veces, un papel determinante. Esta es una forma de hybris de la razón, que puede asumir características peligrosas para la propia humanidad» (Discurso a los participantes en el congreso internacional organizado por la Pontificia Universidad Lateranense, 18 de octubre de 2008: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de noviembre de 2008, p. 6). Efectivamente, el cientificismo y la lógica del beneficio parecen dominar hoy el campo de la infertilidad y de la procreación humana, llegando a limitar también muchas otras áreas de investigación.

La Iglesia presta mucha atención al sufrimiento de las parejas con infertilidad, se preocupa por ellas y, precisamente por eso, alienta la investigación médica. Sin embargo, la ciencia no siempre es capaz de responder a los deseos de numerosas parejas. Por eso quiero recordar a los esposos que viven la condición de infertilidad, que su vocación matrimonial no se frustra por esta causa. Los esposos, por su misma vocación bautismal y matrimonial, siempre están llamados a colaborar con Dios en la creación de una humanidad nueva. En efecto, la vocación al amor es vocación a la entrega de sí, y esta es una posibilidad que ninguna condición orgánica puede impedir. Por consiguiente, donde la ciencia no encuentra una respuesta, la respuesta que ilumina viene de Cristo.

Deseo animaros a todos vosotros, aquí reunidos para estas jornadas de estudio y que a veces trabajáis en un contexto médico-científico donde la dimensión de la verdad resulta ofuscada: proseguid el camino emprendido de una ciencia intelectualmente honrada y fascinada por la búsqueda continua del bien del hombre. En vuestro itinerario intelectual no desdeñéis el diálogo con la fe. Os dirijo a vosotros la apremiante exhortación que hice en la encíclica Deus caritas est: «Para llevar a cabo rectamente su función, la razón ha de purificarse constantemente, porque su ceguera ética, que deriva de la preponderancia del interés y del poder que la deslumbran, es un peligro que nunca se puede descartar totalmente. (...) La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio» (n. 28). Por otra parte, precisamente la matriz cultural creada por el cristianismo —basada en la afirmación de la existencia de la Verdad y de la inteligibilidad de lo real a la luz de la Suma Verdad—, repito, la matriz cultural hizo posible en la Europa medieval el desarrollo del saber científico moderno, saber que en las culturas anteriores estaba sólo en germen.

Ilustres científicos y todos vosotros, miembros de la Academia, comprometidos a promover la vida y la dignidad de la persona humana, tened siempre presente también el papel cultural fundamental que desempeñáis en la sociedad y la influencia que tenéis en la formación de la opinión pública. Mi predecesor, el beato Juan Pablo II, recordaba que los científicos, «precisamente porque “saben más», están llamados a “servir más”» (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 11 de noviembre de 2002: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de noviembre de 2002, p. 7). La gente tiene confianza en vosotros, que servís a la vida; tiene confianza en vuestro compromiso en favor de quienes necesitan consuelo y esperanza. Jamás cedáis a la tentación de tratar el bien de las personas reduciéndolo a un mero problema técnico. La indiferencia de la conciencia ante la verdad y el bien representa una peligrosa amenaza para un auténtico progreso científico.

Quiero concluir renovando el deseo que el concilio Vaticano II dirigió a los hombres del pensamiento y de la ciencia: «Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás» (Mensaje a los intelectuales y a los hombres de ciencia, 8 de diciembre de 1965: AAS 58 [1966], 12). Con estos deseos os imparto a todos vosotros aquí presentes, y a vuestros seres queridos, la bendición apostólica. Gracias.


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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL TÉRMINO DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES EN EL VATICANO

Capilla Redemptoris Mater
Sábado 3 de marzo de 2012



Eminencia, queridos hermanos:

Al final de estos días de oración y escucha, conviene decir «Gracias». En nombre de todos nosotros, digo «Gracias» a usted, eminencia, por habernos dirigido estos ejercicios.

Usted nos ha guiado, por decirlo así, en el gran jardín de la primera Carta de san Juan, y de este modo en toda la Escritura, con gran competencia exegética y con experiencia espiritual y pastoral. Nos ha guiado siempre con la mirada fija en Dios, y precisamente con esta mirada fija en Dios hemos aprendido el amor, la fe que crea comunión. Y usted ha condimentado sus meditaciones con hermosas anécdotas, tomadas principalmente de su querida tierra africana, que nos han dado alegría y nos han ayudado.

Me impresionó en particular la anécdota en la que nos habló de un amigo que, estando en coma, tuvo la impresión de encontrarse en un túnel oscuro, pero al final veía un poco de luz y sobre todo oía una hermosa música. Me parece que esta puede ser una parábola de nuestra vida: con frecuencia nos encontramos en un túnel oscuro en plena noche, pero, por la fe, al final vemos luz y oímos una hermosa música, percibimos la belleza de Dios, del cielo y de la tierra, de Dios creador y de la criatura; y así, en verdad, spe salvi facti sumus (cf. Rm 8, 24). Y usted, eminencia, nos ha confirmado en la fe, en la esperanza y en la caridad. Gracias.


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Visita Pastorale alla Parrocchia romana di San Giovanni Battista de La Salle al Torrino (4 marzo 2012)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DE ESTADOS UNIDOS EN VISITA «AD LIMINA»

Viernes 9 de marzo de 2012



Queridos hermanos en el episcopado:

Os saludo a todos con afecto fraterno con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum. Como sabéis, este año deseo reflexionar con vosotros sobre algunos aspectos de la evangelización de la cultura estadounidense a la luz de los desafíos intelectuales y éticos del momento presente.

En los encuentros anteriores reconocí nuestra preocupación por las amenazas contra la libertad de conciencia, de religión y de culto que es preciso afrontar con urgencia para que todos los hombres y mujeres de fe, y las instituciones que animan, puedan actuar de acuerdo con sus convicciones morales más profundas. En esta ocasión quiero hablar de otra cuestión grave que me expusisteis durante mi visita pastoral a Estados Unidos, es decir, la crisis actual del matrimonio y de la familia, y más en general de la visión cristiana de la sexualidad humana. De hecho, resulta cada vez más evidente que un menor aprecio de la indisolubilidad del pacto matrimonial y el rechazo generalizado de una ética sexual responsable y madura, fundada en la práctica de la castidad, han llevado a graves problemas sociales que conllevan un coste humano y económico inmenso.

Sin embargo, como afirmó el beato Juan Pablo II, el futuro de la humanidad se fragua en la familia (cf. Familiaris consortio, 86). De hecho, «el bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio y de la familia fundada en él es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 29).

A este propósito, conviene mencionar en particular las poderosas corrientes políticas y culturales que tratan de alterar la definición legal del matrimonio. El esmerado esfuerzo de la Iglesia por resistir a estas presiones exige una defensa razonada del matrimonio como institución natural constituida por una comunión específica de personas, fundamentalmente arraigada en la complementariedad de los sexos y orientada a la procreación. Las diferencias sexuales no pueden considerarse irrelevantes para la definición del matrimonio. Defender la institución del matrimonio como realidad social es, en resumidas cuentas, una cuestión de justicia, pues implica la defensa del bien de toda la comunidad humana, así como de los derechos de los padres y de los hijos.

En nuestras conversaciones, algunos habéis señalado con preocupación las crecientes dificultades que se encuentran para transmitir la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia en su integridad, y la disminución del número de jóvenes que se acercan al sacramento del matrimonio. Ciertamente, debemos reconocer algunas deficiencias en la catequesis de los últimos decenios, que a veces no ha logrado comunicar la rica herencia de la doctrina católica sobre el matrimonio como institución natural elevada por Cristo a la dignidad de sacramento, la vocación de los esposos cristianos en la sociedad y en la Iglesia, y la práctica de la castidad conyugal. A esta doctrina, reafirmada con creciente claridad por el magisterio posconciliar y presentada de modo completo tanto en el Catecismo de la Iglesia católica como en el Compendio de la doctrina social de la Iglesia, se le debe restituir su lugar en la predicación y en la enseñanza catequística.

En la práctica, es necesario revisar atentamente los programas de preparación para el matrimonio a fin de garantizar que se concentren más en su componente catequístico y en la presentación de las responsabilidades sociales y eclesiales que implica el matrimonio cristiano. En este contexto no podemos ignorar el grave problema pastoral constituido por la generalizada práctica de la cohabitación, a menudo por parte de parejas que parecen inconscientes de que es un pecado grave, por no decir que representa un daño para la estabilidad de la sociedad. Animo vuestros esfuerzos para desarrollar normas pastorales y litúrgicas claras con vistas a una celebración digna del matrimonio, que constituyan un testimonio inequívoco de las exigencias objetivas de la moralidad cristiana, mostrando al mismo tiempo sensibilidad y solicitud por los matrimonios jóvenes.

Aquí deseo expresar también mi aprecio por los programas pastorales que estáis impulsando en vuestras diócesis y, en especial, por la clara y autorizada presentación de la doctrina de la Iglesia en vuestra Carta de 2009 «Marriage: Love and Life in the Divine Plan» («Matrimonio: amor y vida en el plan divino»). Aprecio también lo que vuestras parroquias, vuestras escuelas y vuestras instituciones caritativas hacen cada día para sostener a las familias y para ayudar a quienes se encuentran en situaciones matrimoniales difíciles, especialmente a las personas divorciadas y separadas, a los padres solos, a las madres adolescentes y a las mujeres que piensan en el aborto, así como a los niños que sufren los efectos trágicos de la desintegración familiar.

En este gran compromiso pastoral es urgentemente necesario que toda la comunidad cristiana vuelva a apreciar la virtud de la castidad. Es preciso subrayar la función integradora y liberadora de esta virtud (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 2338-2343) con una formación del corazón que presente la comprensión cristiana de la sexualidad como una fuente de libertad auténtica, de felicidad y de realización de nuestra vocación humana fundamental e innata al amor. No se trata sólo de presentar argumentos, sino también de apelar a una visión integral, coherente y edificante de la sexualidad humana. La riqueza de esta visión es más sana y atractiva que las ideologías permisivas que algunos ambientes exaltan; estas ideologías, de hecho, constituyen una forma poderosa y destructiva de anti-catequesis para los jóvenes.

Los jóvenes necesitan conocer la doctrina de la Iglesia en su integridad, aunque pueda resultar ardua y vaya a contracorriente de la cultura. Y, lo que es más importante aún, necesitan verla encarnada en matrimonios fieles que den un testimonio convincente de su verdad. También es necesario sostenerlos mientras se esfuerzan por tomar decisiones sabias en un tiempo difícil y confuso de su vida. La castidad, como nos recuerda el Catecismo, implica «un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana» (n. 2339). En una sociedad que tiende cada vez más a malinterpretar e incluso a ridiculizar esta dimensión esencial de la doctrina cristiana, es necesario asegurar a los jóvenes que «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande» (Homilía en la misa de inauguración del pontificado, 24 de abril de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7).

Quiero concluir recordando que, en el fondo, todos nuestros esfuerzos en este ámbito están orientados al bien de los niños, que tienen el derecho fundamental de crecer con una sana comprensión de la sexualidad y del lugar que le corresponde en las relaciones humanas. Los niños son el tesoro más grande y el futuro de toda sociedad: preocuparse verdaderamente por ellos significa reconocer nuestra responsabilidad de enseñar, defender y vivir las virtudes morales que son la clave de la realización humana. Albergo la esperanza de que la Iglesia en Estados Unidos, aunque se haya visto frenada por los acontecimientos de la última década, persevere en su misión histórica de educar a los jóvenes y así contribuir a la consolidación de la sana vida familiar que es la garantía más segura de la solidaridad intergeneracional y de la salud de la sociedad en su conjunto.

Os encomiendo ahora a vosotros y a vuestros hermanos en el episcopado, junto al rebaño que ha sido confiado a vuestra solicitud pastoral, a la amorosa intercesión de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. A todos os imparto de buen grado mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, fortaleza y paz en el Señor.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO
DE LA PENITENCIARIA APOSTÓLICA SOBRE EL FUERO INTERNO

Aula Pablo VI
Viernes 9 de marzo de 2012



Queridos amigos:

Me alegra mucho tener este encuentro con vosotros con ocasión del curso anual sobre el fuero interno, que organiza la Penitenciaría apostólica. Dirijo un cordial saludo al cardenal Manuel Monteiro de Castro, penitenciario mayor, quien como tal, por primera vez, ha presidido vuestras sesiones de estudio, y le doy las gracias por las cordiales expresiones que ha querido manifestarme. Saludo también a monseñor Gianfranco Girotti, regente, al personal de la Penitenciaría y a cada uno de vosotros, que, con vuestra presencia, recordáis a todos la importancia que tiene para la vida de fe el sacramento de la Reconciliación, evidenciando tanto la necesidad permanente de una adecuada preparación teológica, espiritual y canónica para poder ser confesores, como, sobre todo, el vínculo constitutivo entre celebración sacramental y anuncio del Evangelio.

Los sacramentos y el anuncio de la Palabra, en efecto, jamás se deben concebir separadamente; al contrario, «Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un “discurso”, sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo (…). El sacerdote representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la “palabra” y el “sacramento”, en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra» (Audiencia general, 5 de mayo de 2010; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de mayo de 2010, pp. 15-16). Precisamente esta totalidad, que hunde sus raíces en el misterio mismo de la Encarnación, nos sugiere que la celebración del sacramento de la Reconciliación es ella misma anuncio y por eso camino que hay que recorrer para la obra de la nueva evangelización.

¿En qué sentido la Confesión sacramental es «camino» para la nueva evangelización? Ante todo porque la nueva evangelización saca linfa vital de la santidad de los hijos de la Iglesia, del camino cotidiano de conversión personal y comunitaria para conformarse cada vez más profundamente a Cristo. Y existe un vínculo estrecho entre santidad y sacramento de la Reconciliación, testimoniado por todos los santos de la historia. La conversión real del corazón, que es abrirse a la acción transformadora y renovadora de Dios, es el «motor» de toda reforma y se traduce en una verdadera fuerza evangelizadora. En la Confesión el pecador arrepentido, por la acción gratuita de la misericordia divina, es justificado, perdonado y santificado; abandona el hombre viejo para revestirse del hombre nuevo. Sólo quien se ha dejado renovar profundamente por la gracia divina puede llevar en sí mismo, y por lo tanto anunciar, la novedad del Evangelio. El beato Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, afirmaba: «Deseo pedir, además, una renovada valentía pastoral para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la Reconciliación» (n. 37). Quiero subrayar este llamamiento, sabiendo que la nueva evangelización debe dar a conocer al hombre de nuestro tiempo el rostro de Cristo «como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su corazón misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. Este es el rostro de Cristo que es preciso hacer que descubran también a través del sacramento de la Penitencia» (ib.).

En una época de emergencia educativa, en la que el relativismo pone en discusión la posibilidad misma de una educación entendida como introducción progresiva al conocimiento de la verdad, al sentido profundo de la realidad, por ello como introducción progresiva a la relación con la Verdad que es Dios, los cristianos están llamados a anunciar con vigor la posibilidad del encuentro entre el hombre de hoy y Jesucristo, en quien Dios se ha hecho tan cercano que se le puede ver y escuchar. En esta perspectiva, el sacramento de la Reconciliación, que parte de una mirada a la condición existencial propia y concreta, ayuda de modo singular a esa «apertura del corazón» que permite dirigir la mirada a Dios para que entre en la vida. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera al hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con la gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de esperanza para el mundo.

Queridos sacerdotes y queridos diáconos que os preparáis para el presbiterado: en la administración de este sacramento se os da o se os dará la posibilidad de ser instrumentos de un encuentro siempre renovado de los hombres con Dios. Quienes se dirijan a vosotros, precisamente por su condición de pecadores, experimentarán en sí mismos un deseo profundo: deseo de cambio, petición de misericordia y, en definitiva, deseo de que vuelva a tener lugar, a través del sacramento, el encuentro y el abrazo con Cristo. Seréis por ello colaboradores y protagonistas de muchos posibles «nuevos comienzos», tantos cuantos sean los penitentes que se os acerquen; teniendo presente que el auténtico significado de cada «novedad» no consiste tanto en el abandono o en la supresión del pasado, sino en acoger a Cristo y abrirse a su presencia, siempre nueva y siempre capaz de transformar, de iluminar todas las zonas de sombra y de abrir continuamente un nuevo horizonte. La nueva evangelización, entonces, parte también del confesionario. O sea, parte del misterioso encuentro entre el inagotable interrogante del hombre, signo en él del Misterio creador, y la misericordia de Dios, única respuesta adecuada a la necesidad humana de infinito. Si la celebración del sacramento de la Reconciliación es así, si en ella los fieles experimentan realmente la misericordia que Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, nos ha donado, entonces se convertirán en testigos creíbles de esa santidad, que es la finalidad de la nueva evangelización.

Todo esto, queridos amigos, si es verdad para los fieles laicos, adquiere todavía mayor relevancia para cada uno de nosotros. El ministro del sacramento de la Reconciliación colabora en la nueva evangelización renovando él mismo, el primero, la consciencia del propio ser penitente y de la necesidad de acercarse al perdón sacramental, a fin de que se renueve el encuentro con Cristo que, iniciado con el Bautismo, ha hallado en el sacramento del Orden una configuración específica y definitiva. Este es mi deseo para cada uno de vosotros: que la novedad de Cristo sea siempre el centro y la razón de vuestra existencia sacerdotal, para que quien se encuentre con vosotros pueda proclamar, a través de vuestro ministerio, como Andrés y Juan: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41). De esta forma cada confesión, de la que cada cristiano saldrá renovado, representará un paso adelante de la nueva evangelización. Que María, Madre de misericordia, Refugio de nosotros, pecadores, y Estrella de la nueva evangelización acompañe nuestro camino. Os doy las gracias de corazón y de buen grado os imparto mi bendición apostólica.


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ENCUENTRO CON LOS JÓVENES ESPAÑOLES DE LA JMJ 2011

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Lunes 2 de abril de 2012



Señor Cardenal Arzobispo de Madrid,
Venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,
Queridos jóvenes,
Amigos todos,

Agradezco las amables palabras que me ha dirigido el Señor Cardenal Antonio María Rouco Varela, haciéndose intérprete de los sentimientos de todos los aquí presentes, y lo saludo con afecto entrañable, así como a los Señores Obispos de la Provincia eclesiástica de Madrid y al Señor Obispo de San Sebastián y responsable del departamento de pastoral de juventud en la Conferencia Episcopal Española.

Me complace dar la bienvenida, junto a la sede de Pedro, a quienes formáis parte de esta peregrinación, que habéis organizado con ilusión para agradecer al Papa su viaje a España con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, celebrada el pasado mes de agosto.

Saludo cordialmente a las autoridades, organizadores, patrocinadores y voluntarios, pero, de modo muy especial, a los jóvenes, que son los protagonistas y principales destinatarios de esta iniciativa pastoral impulsada vigorosamente por mi amado predecesor, el beato Juan Pablo II, del que hoy recordamos su tránsito al cielo.

Tengo muy presentes también a todos los obispos de España y a los delegados episcopales de juventud, que tanto colaboraron en las diócesis para el feliz desarrollo de ese significativo evento eclesial. Y no puedo dejar de mencionar a los miembros de la Vida Consagrada y a tantas otras personas e instituciones que ofrecieron su valiosa y generosa aportación a la culminación de este mismo fin.

Siempre que traigo a mi memoria la vigésimo sexta Jornada Mundial de la Juventud vivida en Madrid, mi corazón se llena de gratitud a Dios por la experiencia de gracia de aquellos días inolvidables. Desde mi llegada, se sucedieron y multiplicaron las muestras de acogida y hospitalidad, junto a la fe y la alegría de los jóvenes, que se convirtieron en signos elocuentes de Cristo resucitado.

Queridos amigos, aquel espléndido encuentro sólo puede entenderse a la luz de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Él no deja de infundir aliento en los corazones, y continuamente nos saca a la plaza pública de la historia, como en Pentecostés, para dar testimonio de las maravillas de Dios. Vosotros estáis llamados a cooperar en esta apasionante tarea y merece la pena entregarse a ella sin reservas. Cristo os necesita a su lado para extender y edificar su Reino de caridad. Esto será posible si lo tenéis como el mejor de los amigos y lo confesáis llevando una vida según el evangelio, con valentía y fidelidad.

Alguno podría suponer que esto no tiene nada que ver con él o que es una empresa que supera sus capacidades y talentos. Pero no es así. En esta aventura nadie sobra. Por ello, no dejéis de preguntaros a qué os llama el Señor y cómo le podéis ayudar. Todos tenéis una vocación personal que él ha querido proponeros para vuestra dicha y santidad. Cuando uno se ve conquistado por el fuego de su mirada, ningún sacrificio parece ya grande para seguirlo y darle lo mejor de sí mismo. Así hicieron siempre los santos extendiendo la luz del Señor y la potencia de su amor, transformando el mundo hasta convertirlo en un hogar acogedor para todos, donde Dios es glorificado y sus hijos bendecidos.

Queridos jóvenes, como aquellos apóstoles de la primera hora, sed también vosotros misioneros de Cristo entre vuestros familiares, amigos y conocidos, en vuestros ambientes de estudio o trabajo, entre los pobres y enfermos. Hablad de su amor y bondad con sencillez, sin complejos ni temores. El mismo Cristo os dará fortaleza para ello. Por vuestra parte, escuchadlo y tened un trato frecuente y sincero con él. Contadle con confianza vuestros anhelos y aspiraciones, también vuestras penas y las de las personas que veáis carentes de consuelo y esperanza. Evocando aquellos espléndidos días, deseo exhortaros asimismo a que no ahorréis esfuerzo alguno para que los que os rodean lo descubran personalmente y se encuentren con él, que está vivo, y con su Iglesia.

Ayer, con la solemnidad del domingo de Ramos, hemos iniciado la Semana Santa, en la que seguimos los pasos de Cristo hasta la celebración de su misterio pascual. Lo aclamamos como Mesías e Hijo de David, agitando, como los niños y jóvenes de Jerusalén, las palmas de la salvación y del júbilo. Al mismo tiempo, contemplamos su dolorosa pasión y su humillación hasta la muerte. Os invito, durante estos días santos, a uniros plenamente a nuestro Redentor, recordando aquel solemne Vía Crucis de la Jornada Mundial de la Juventud. En él oramos conmovidos ante la belleza de aquellas imágenes sagradas, que expresaban con hondura los misterios de nuestra fe. Os animo a cargar también vosotros con vuestra cruz, y la cruz del dolor y de los pecados del mundo, para que entendáis mejor el amor de Cristo por la humanidad. Así os sentiréis llamados a proclamar que Dios ama al hombre y le envió a su Hijo, no para condenarlo, sino para que alcance una vida plena y con sentido.

Queridos amigos, estoy seguro de que ya estáis pensando en ir a Río de Janeiro, donde muchos jóvenes del mundo entero volverán a congregarse, en lo que sin duda será un hito más del camino de la Iglesia, siempre joven, que quiere ensanchar el horizonte de las nuevas generaciones con el tesoro del evangelio, pujanza de vida para el mundo. Como ahora avanzamos con los ojos fijos en la inminente aurora de la Pascua, que la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud en Brasil sea una nueva y gozosa experiencia de Cristo resucitado, que conduce a toda la humanidad hacia la claridad de la vida que procede de Dios.

Que María Santísima, que permaneció silenciosa al pie de la cruz de su Hijo y esperó paciente el cumplimiento de sus promesas, sea siempre para vosotros Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza vuestra. Gracias, muchas gracias por vuestra presencia festiva y jovial, queridos jóvenes. Os bendigo de todo corazón.


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VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

Palatino
Viernes Santo 6 de abril de 2012

Galería fotográfica
[Vídeo]



Queridos hermanos y hermanas

Hemos recordado en la meditación, la oración y el canto, el camino de Jesús en la vía de la cruz: una vía que parecía sin salida y que, sin embargo, ha cambiado la vida y la historia del hombre, ha abierto el paso hacia los «cielos nuevos y la tierra nueva» (cf. Ap 21,1). Especialmente en este día del Viernes Santo, la Iglesia celebra con íntima devoción espiritual la memoria de la muerte en cruz del Hijo de Dios y, en su cruz, ve el árbol de la vida, fecundo de una nueva esperanza.

La experiencia del sufrimiento y de la cruz marca la humanidad, marca incluso la familia; cuántas veces el camino se hace fatigoso y difícil. Incomprensiones, divisiones, preocupaciones por el futuro de los hijos, enfermedades, dificultades de diverso tipo. En nuestro tiempo, además, la situación de muchas familias se ve agravada por la precariedad del trabajo y por otros efectos negativos de la crisis económica. El camino del Via Crucis, que hemos recorrido esta noche espiritualmente, es una invitación para todos nosotros, y especialmente para las familias, a contemplar a Cristo crucificado para tener la fuerza de ir más allá de las dificultades. La cruz de Jesús es el signo supremo del amor de Dios para cada hombre, la respuesta sobreabundante a la necesidad que tiene toda persona de ser amada. Cuando nos encontramos en la prueba, cuando nuestras familias deben afrontar el dolor, la tribulación, miremos a la cruz de Cristo: allí encontramos el valor y la fuerza para seguir caminando; allí podemos repetir con firme esperanza las palabras de san Pablo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo?: ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?... Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rm 8,35.37).

En la aflicción y la dificultad, no estamos solos; la familia no está sola: Jesús está presente con su amor, la sostiene con su gracia y le da la fuerza para seguir adelante, para afrontar los sacrificios y superar todo obstáculo. Y es a este amor de Cristo al que debemos acudir cuando las vicisitudes humanas y las dificultades amenazan con herir la unidad de nuestra vida y de la familia. El misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo alienta a seguir adelante con esperanza: la estación del dolor y de la prueba, si la vivimos con Cristo, con fe en él, encierra ya la luz de la resurrección, la vida nueva del mundo resucitado, la pascua de cada hombre que cree en su Palabra.

En aquel hombre crucificado, que es el Hijo de Dios, incluso la muerte misma adquiere un nuevo significado y orientación, es rescatada y vencida, es el paso hacia la nueva vida: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Encomendémonos a la Madre de Cristo. A ella, que ha acompañado a su Hijo por la vía dolorosa. Que ella, que estaba junto a la cruz en la hora de su muerte, que ha alentado a la Iglesia desde su nacimiento para que viva la presencia del Señor, dirija nuestros corazones, los corazones de todas las familias a través del inmenso mysterium passionis hacia el mysterium paschale, hacia aquella luz que prorrumpe de la Resurrección de Cristo y muestra el triunfo definitivo del amor, de la alegría, de la vida, sobre el mal, el sufrimiento, la muerte. Amén.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE BAVIERA
EN EL DÍA DE SU 85º CUMPLEAÑOS

Sala Clementina
Lunes 16 de abril de 2012

[Vídeo]



Querido señor ministro presidente,
eminencia,
queridos hermanos del episcopado,
queridos amigos:

Dispensadme de recordar todos los nombres y títulos uno por uno; sería demasiado largo... Pero os aseguro que he leído dos veces la lista de los invitados, de los que han venido, y la he leído con el corazón. Al hacerlo os he saludado, para mis adentros, a cada uno personalmente: ninguno está presente de forma anónima. En mi interior os he visto a todos y me siento feliz de poder saludaros aquí. He tenido una conversación con cada uno de vosotros. Os doy la bienvenida a todos.

¿Qué decir en esta ocasión? Mi sentimiento va más allá de las palabras y, por tanto, debo proponer, a modo de agradecimiento, aquello que no puedo expresar plenamente. Pero quiero darle las gracias de todo corazón a usted, señor ministro presidente, por sus palabras: usted ha hecho hablar al corazón de Baviera, un corazón cristiano, católico, y al hacerlo me ha conmovido y al mismo tiempo me ha hecho recordar todo aquello que ha sido importante en mi vida. Asimismo, quiero agradecerle a usted, señor cardenal, las afectuosas palabras que me ha dirigido como pastor de la diócesis de la que provengo y a la que pertenezco como sacerdote, en la que crecí y a la que interiormente siempre pertenezco, recordando al mismo tiempo el aspecto cristiano, nuestra fe en su belleza y grandeza.

Querido señor ministro presidente, usted ha recogido aquí una especie de imagen especular de la geografía interior y exterior de mi vida; de la geografía exterior, que no obstante es también siempre interior, y que parte de Marktl am Inn, pasa por Tittmoning y Aschau, después por Hufschlag, Traunstein y Pentling, hasta Ratisbona… En todas estas etapas, que aquí están presentes, hay siempre un trozo de mi vida, una parte en la que he vivido, he luchado, y que ha contribuido a que llegara a ser como soy y como ahora me encuentro frente a vosotros, y como un día deberé presentarme al Señor. Después, todos los ámbitos de la vida de Baviera: la Iglesia viva de nuestro país está presente; se lo agradezco a los obispos bávaros. También está, gracias a Dios, la dimensión ecuménica, con el obispo de la Iglesia evangélica de Munich... Esto me recuerda la gran amistad que me había unido al obispo Hansemann, que es uno de los tesoros de mis recuerdos y que me testimonian cómo se va adelante. Del mismo modo, recuerdo la comunidad judía con el doctor Lamm y el doctor Snopkowski: también con ellos habían nacido amistades cordiales, que me habían acercado interiormente a la parte judía de nuestro pueblo y al pueblo judío como tal, y que están presentes en mí en virtud del recuerdo. Luego están los medios de comunicación, que llevan al mundo lo que hacemos y lo que decimos… A veces debemos precisarlo un poco, pero ¿qué seríamos sin su servicio? Y después, usted ha presentado la Baviera viva, querido señor ministro presidente, en los niños, en los cuales reconocemos que Baviera sigue siendo fiel a sí misma y que precisamente porque continúa siendo fiel a sí misma permanece joven y progresa. Y a esto se añade la música que he podido escuchar, que me recuerda a mi padre cuando tocaba con la cítara «Gott grüße Dich». Así han vuelto los sonidos de mi infancia, pero que son también sonidos del presente y del futuro. «Gott grüße Dich»…

El corazón colmado requeriría numerosas palabras, pero al mismo tiempo me limita porque sería demasiado grande lo que tendría que decir. Sin embargo, al final todo se resume en la única palabra con la cual quiero concluir: «Vergelt’s Gott!», «Que Dios os recompense por ello».


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CONCIERTO OFRECIDO POR EL GEWANDHAUS DE LEIPZIG
CON OCASIÓN DEL 85° CUMPLEAÑOS DEL SANTO PADRE

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala Pablo VI
Viernes 20 de abril de 2012

[Vídeo]



Señor ministro presidente,
distinguidos huéspedes del Estado libre de Sajonia y de la ciudad de Leipzig,
señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
amables señores y señoras:

Con esta espléndida ejecución de la sinfonía n. 2 «Lobgesang», de Felix Mendelssohn-Bartholdy, me habéis hecho un precioso regalo a mí, con ocasión de mi cumpleaños, así como a todos los presentes. En efecto, esta sinfonía es un gran himno de alabanza a Dios, una plegaria con la que hemos alabado y dado gracias al Señor por sus dones. Pero, ante todo, quiero dar las gracias a quienes han hecho posible este momento. En primer lugar, a la Gewandhausorchester, que no tiene necesidad de presentación: se trata de una de las orquestas más antiguas del mundo, con una tradición de excelente calidad de ejecución y una notable fama. Un cordial agradecimiento a los óptimos coros y solistas, pero, de modo del todo especial al maestro Riccardo Chailly por su intensa interpretación. Mi gratitud se extiende al ministro presidente y a los representantes del Estado libre de Sajonia, al alcalde y a la delegación de la ciudad de Leipzig y a las autoridades eclesiásticas, así como a los responsables del Gewandhaus y a todos los que han venido de Alemania.

Mendelssohn, sinfonía «Lobgesang» y Gewandhaus: tres elementos unidos no sólo esta tarde, sino desde los comienzos. En efecto, la gran sinfonía para coro, solistas y orquesta que hemos escuchado fue compuesta por Mendelsshon para celebrar el cuarto centenario de la invención de la imprenta, y fue interpretada por primera vez en la Thomaskirche de Leipzig, la iglesia de Johann Sebastian Bach, el 25 de junio de 1840, precisamente por la orquesta del Gewandhaus. En el estrado estaba Mendelssohn en persona, quien durante años fue director de esta antigua y prestigiosa orquesta.

Esta composición consta de tres movimientos sólo para orquesta, sin solución de continuidad, y también de una especie de cantata con solistas y coro. En una carta a su amigo Karl Klingemann, el propio Mendelssohn explicaba que en esta sinfonía «primero alaban los instrumentos de un modo muy propio de ellos, y después el coro y las voces individuales». El arte como alabanza a Dios, Belleza suprema, está en la base del modo de componer de Mendelssohn, y esto no solo por lo que respecta a la música litúrgica o sacra, sino también a toda su producción. Como refiere Julius Schubring, para él la música sacra como tal no estaba un escalón más arriba que la otra; cada una a su manera debía servir para honrar a Dios. Y el lema que Mendelssohn escribió en la partitura de la sinfonía «Lobgesang», reza así: «Quisiera ver todas las artes, en particular la música, al servicio de Aquel que las ha dado y creado». El mundo ético-religioso de nuestro autor no estaba separado de su concepción del arte; antes bien, era parte integrante de él: «Kunst und Leben sind nicht zweierlei», el arte y la vida no son dos cosas distintas, sino una sola cosa, escribió. Una profunda unidad de vida cuyo elemento unificador es la fe, que caracterizó toda la existencia de Mendelssohn y guió sus decisiones. En sus cartas descubrimos este hilo conductor. A su amigo Schirmer, el 9 de enero de 1841, refiriéndose a su familia, le decía: «Ciertamente, a veces hay preocupaciones y días serios… pero no se puede hacer otra cosa que pedir fervientemente a Dios que nos conserve la salud y la felicidad que nos ha dado»; y el 17 de enero de 1843 escribía a Klingemann: «Todos los días doy gracias a Dios de rodillas por todo el bien que me da». Por tanto, una fe sólida, convencida, alimentada de modo profundo por la Sagrada Escritura, como muestran, entre otros, los dos oratorios «Paulus» y «Elias», y la sinfonía que hemos escuchado, llena de referencias bíblicas, sobre todo de los Salmos y de san Pablo. Me resulta difícil destacar algunos de los intensos momentos que hemos vivido esta tarde; solo quiero recordar el maravilloso dúo entre las sopranos y el coro con las palabras «Ich harrete des Herrn, und er neigte sich zu mir und hörte mein Fleh’n», tomadas del salmo 40: «Yo esperaba al Señor; él se inclinó y escuchó mi grito»; es el canto de quien pone toda su esperanza en Dios y sabe con certeza que no será defraudado.

De nuevo, gracias a la orquesta y al coro del Gewandhaus, al coro del Mitteldeutscher Rundfunk (mdr), a los solistas y al director, así como a las autoridades del Estado libre de Sajonia y de la ciudad de Leipzig por la ejecución de esta «obra luminosa», como la llamó Robert Schumann, que nos ha permitido a todos alabar a Dios; y yo, de modo particular, una vez más he podido dar las gracias a Dios por los años de vida y de ministerio.

Quiero concluir con las palabras que Robert Schumann escribió en la revista Neue Zeitschrift für Musik, después de haber asistido a la primera ejecución de la sinfonía que hemos escuchado, y que quieren ser una invitación sobre la cual reflexionar: «Dejad que nosotros, como reza el texto al que tan espléndidamente puso música el maestro, cada vez más “abandonemos la obras de la oscuridad y empuñemos las armas de la luz”». Gracias a todos y buenas tardes.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA FUNDACIÓN PAPAL

Sala Clementina
Sábado 21 de abril de 2012



Queridos amigos:

Me agrada saludar a los miembros de la Fundación Papal con ocasión de vuestra peregrinación anual a Roma. Quiera Dios que vuestra visita a las tumbas de los Apóstoles y mártires fortalezcan vuestro amor al Señor crucificado y resucitado, y vuestro compromiso al servicio de su Iglesia. Me alegra tener esta ocasión para agradeceros personalmente vuestro apoyo a una gran variedad de apostolados cercanos al corazón del Sucesor de Pedro.

En los próximos meses tendré el honor de canonizar a dos nuevas santas de América del Norte. La beata Catalina Tekakwitha y la beata madre Mariana Cope son ejemplos notables de santidad y caridad heroica, pero también nos recuerdan el histórico papel desempeñado por las mujeres en la construcción de la Iglesia en América. Que gracias a su ejemplo e intercesión todos vosotros seáis confirmados en la búsqueda de la santidad y en vuestros esfuerzos por contribuir al crecimiento del reino de Dios en el corazón de las personas hoy. A través de la obra de la Fundación Papal ayudáis a impulsar la misión evangelizadora de la Iglesia, a promover la educación y el desarrollo integral de nuestros hermanos y hermanas en los países más pobres, y a sostener los esfuerzos misioneros de numerosas diócesis y congregaciones religiosas en todo el mundo.

Durante estos días os pido que recéis continuamente por las necesidades de la Iglesia universal y, en particular, por la libertad de los cristianos de proclamar el Evangelio y llevar su luz a las cuestiones morales urgentes de nuestro tiempo. Con gran afecto os encomiendo a vosotros y a vuestras familias a la amorosa intercesión de María, Madre de la Iglesia, y os imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de alegría y paz en el Señor resucitado.


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VISITA A LA UNIVERSIDAD CATÓLICA DEL SAGRADO CORAZÓN
EN EL 50º ANIVERSARIO DE FUNDACIÓN DE LA FACULTAD DE MEDICINA
Y CIRUGÍA DEL POLICLÍNICO AGOSTINO GEMELLI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Jueves 3 de mayo de 2012

[Vídeo]



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
honorable señor presidente de la Cámara y señores ministros,
ilustre pro-rector, distinguidas autoridades, docentes, médicos,
distinguido personal sanitario y universitario,
queridos estudiantes y queridos pacientes:

Con particular alegría me encuentro hoy con vosotros para celebrar los 50 años de fundación de la Facultad de medicina y cirugía del Policlínico «Agostino Gemelli». Agradezco al presidente del Instituto Toniolo, cardenal Angelo Scola, y al pro-rector, profesor Franco Anelli, las amables palabras que me han dirigido. Saludo al señor presidente de la Cámara, honorable Gianfranco Fini, a los señores ministros, honorables Lorenzo Ornaghi y Renato Balduzzi, a las numerosas autoridades, así como a los docentes, a los médicos, al personal y a los estudiantes del Policlínico y de la Universidad Católica. Un pensamiento especial a vosotros, queridos pacientes.

En esta circunstancia quiero ofrecer algunas reflexiones. Vivimos en un tiempo en que las ciencias experimentales han transformado la visión del mundo e incluso la autocomprensión del hombre. Los múltiples descubrimientos, las tecnologías innovadoras que se suceden a un ritmo frenético, son razón de un orgullo motivado, pero a menudo no carecen de aspectos inquietantes. De hecho, en el trasfondo del optimismo generalizado del saber científico se extiende la sombra de una crisis del pensamiento. El hombre de nuestro tiempo, rico en medios, pero no igualmente en fines, a menudo vive condicionado por un reduccionismo y un relativismo que llevan a perder el significado de las cosas; casi deslumbrado por la eficacia técnica, olvida el horizonte fundamental de la demanda de sentido, relegando así a la irrelevancia la dimensión trascendente. En este trasfondo, el pensamiento resulta débil y gana terreno también un empobrecimiento ético, que oscurece las referencias normativas de valor. La que ha sido la fecunda raíz europea de cultura y de progreso parece olvidada. En ella, la búsqueda del absoluto —el quaerere Deum— comprendía la exigencia de profundizar las ciencias profanas, todo el mundo del saber (cf. Discurso en el Collège des Bernardins de París, 12 de septiembre de 2008). En efecto, la investigación científica y la demanda de sentido, aun en la específica fisonomía epistemológica y metodológica, brotan de un único manantial, el Logos que preside la obra de la creación y guía la inteligencia de la historia. Una mentalidad fundamentalmente tecno-práctica genera un peligroso desequilibrio entre lo que es técnicamente posible y lo que es moralmente bueno, con consecuencias imprevisibles.

Es importante, por tanto, que la cultura redescubra el vigor del significado y el dinamismo de la trascendencia, en una palabra, que abra con decisión el horizonte del quaerere Deum. Viene a la mente la célebre frase agustiniana «Nos has creado para ti [Señor], y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones, I, 1). Se puede decir que el mismo impulso a la investigación científica brota de la nostalgia de Dios que habita en el corazón humano: en el fondo, el hombre de ciencia tiende, también de modo inconsciente, a alcanzar aquella verdad que puede dar sentido a la vida. Pero por más apasionada y tenaz que sea la búsqueda humana, no es capaz de alcanzar con seguridad ese objetivo con sus propias fuerzas, porque «el hombre no es capaz de esclarecer completamente la extraña penumbra que se cierne sobre la cuestión de las realidades eternas... Dios debe tomar la iniciativa de salir al encuentro y de dirigirse al hombre» (J. Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture, Cantagalli, Roma 2005, 124). Así pues, para restituir a la razón su dimensión nativa integral, es preciso redescubrir el lugar originario que la investigación científica comparte con la búsqueda de fe, fides quaerens intellectum, según la intuición de san Anselmo. Ciencia y fe tienen una reciprocidad fecunda, casi una exigencia complementaria de la inteligencia de lo real. Pero, de modo paradójico, precisamente la cultura positivista, excluyendo la pregunta sobre Dios del debate científico, determina la declinación del pensamiento y el debilitamiento de la capacidad de inteligencia de lo real. Pero el quaerere Deum del hombre se perdería en una madeja de caminos si no saliera a su encuentro una vía de iluminación y de orientación segura, que es la de Dios mismo que se hace cercano al hombre con inmenso amor: «En Jesucristo Dios no sólo habla al hombre, sino que lo busca. .... Es una búsqueda que nace de lo íntimo de Dios y tiene su punto culminante en la encarnación del Verbo» (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 7).

El cristianismo, religión del Logos, no relega la fe al ámbito de lo irracional, sino que atribuye el origen y el sentido de la realidad a la Razón creadora, que en el Dios crucificado se manifestó como amor y que invita a recorrer el camino del quaerere Deum: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Comenta aquí santo Tomás de Aquino: «El punto de llegada de este camino es el fin del deseo humano. Ahora bien, el hombre desea principalmente dos cosas: en primer lugar el conocimiento de la verdad que es propio de su naturaleza. En segundo lugar, la permanencia en el ser, propiedad común a todas las cosas. En Cristo se encuentran ambos... Así pues, si buscas por dónde pasar, acoge a Cristo porque él es el camino» (Exposiciones sobre Juan, cap. 14, lectio 2). El Evangelio de la vida ilumina, por tanto, el camino arduo del hombre, y ante la tentación de la autonomía absoluta, recuerda que «la vida del hombre proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital» (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 39). Y es precisamente recorriendo la senda de la fe como el hombre se hace capaz de descubrir incluso en las realidades de sufrimiento y de muerte, que atraviesan su existencia, una posibilidad auténtica de bien y de vida. En la cruz de Cristo reconoce el Árbol de la vida, revelación del amor apasionado de Dios por el hombre. La atención hacia quienes sufren es, por tanto, un encuentro diario con el rostro de Cristo, y la dedicación de la inteligencia y del corazón se convierte en signo de la misericordia de Dios y de su victoria sobre la muerte.

Vivida en su integridad, la búsqueda se ve iluminada por la ciencia y la fe, y de estas dos «alas» recibe impulso y estímulo, sin perder la justa humildad, el sentido de su propia limitación. De este modo la búsqueda de Dios resulta fecunda para la inteligencia, fermento de cultura, promotora de auténtico humanismo, búsqueda que no se queda en la superficie. Queridos amigos, dejaos guiar siempre por la sabiduría que viene de lo alto, por un saber iluminado por la fe, recordando que la sabiduría exige la pasión y el esfuerzo de la búsqueda.

Se inserta aquí la tarea insustituible de la Universidad Católica, lugar en donde la relación educativa se pone al servicio de la persona en la construcción de una competencia científica cualificada, arraigada en un patrimonio de saberes que el sucederse de las generaciones ha destilado en sabiduría de vida; lugar en donde la relación de curación no es oficio, sino una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y el rostro del hombre sufriente, el Rostro mismo de Cristo: «A mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). La Universidad Católica del Sagrado Corazón, en el trabajo diario de investigación, de enseñanza y de estudio, vive en esta traditio que expresa su propio potencial de innovación: ningún progreso, y mucho menos en el plano cultural, se alimenta de mera repetición, sino que exige un inicio siempre nuevo. Requiere además la disponibilidad a la confrontación y al diálogo que abre la inteligencia y testimonia la rica fecundidad del patrimonio de la fe. Así se da forma a una sólida estructura de personalidad, donde la identidad cristiana penetra la vida diaria y se expresa desde dentro de una profesionalidad excelente.

La Universidad Católica, que mantiene una relación especial con la Sede de Pedro, hoy está llamada a ser una institución ejemplar que no limita el aprendizaje a la funcionalidad de un éxito económico, sino que amplía la dimensión de su proyección en la que el don de la inteligencia investiga y desarrolla los dones del mundo creado, superando una visión sólo productivista y utilitarista de la existencia, porque «el ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente» (Caritas in veritate, 34). Precisamente esta conjugación de investigación científica y de servicio incondicional a la vida delinea la fisonomía católica de la Facultad de medicina y cirugía «Agostino Gemelli», porque la perspectiva de la fe es interior —no superpuesta ni yuxtapuesta— a la investigación aguda y tenaz del saber.

Una Facultad católica de medicina es lugar donde el humanismo trascendente no es eslogan retórico, sino regla vivida de la dedicación diaria. Soñando una Facultad de medicina y cirugía auténticamente católica, el padre Gemelli —y con él muchos otros, como el profesor Brasca—, ponía en el centro de la atención a la persona humana en su fragilidad y en su grandeza, en los siempre nuevos recursos de una investigación apasionada y en la no menor consciencia del límite y del misterio de la vida. Por esto, habéis querido instituir un nuevo Centro de Ateneo para la vida, que sostenga otras realidades ya existentes, como por ejemplo, el Instituto científico internacional Pablo VI. Así pues, estimulo la atención a la vida en todas sus fases.

Quiero dirigirme ahora, en particular a todos los pacientes presentes aquí en el «Gemelli», asegurarles mi oración y mi afecto, y decirles que aquí se les seguirá siempre con amor, porque en su rostro se refleja el del Cristo sufriente.

Es precisamente el amor de Dios, que resplandece en Cristo, el que hace aguda y penetrante la mirada de la investigación y ayuda a descubrir lo que ninguna otra investigación es capaz de captar. Lo tenía muy presente el beato Giuseppe Toniolo, quien afirmaba que es propio de la naturaleza del hombre ver en los demás la imagen de Dios amor y en la creación su huella. Sin amor, también la ciencia pierde su nobleza. Sólo el amor garantiza la humanidad de la investigación. Gracias por la atención.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A CINCO NUEVOS EMBAJADORES
ACREDITADOS ANTE LA SANTA SEDE

Sala Clementina
Viernes 4 de mayo de 2012



Señora y señores embajadores:

Con alegría os recibo esta mañana para la presentación de las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros respectivos países ante la Santa Sede: República federal democrática de Etiopía, Malasia, Irlanda, República de Fiji y Armenia. Acabáis de dirigirme palabras amables de parte de vuestros jefes de Estado, y os lo agradezco. Os ruego que al volver les transmitáis mi saludo deferente y mis mejores deseos para sus personas y para la elevada misión que cumplen al servicio de sus países y de su pueblo. De igual modo, deseo saludar, a través de vosotros, a todas las autoridades civiles y religiosas de vuestras naciones, así como a todos vuestros compatriotas. Naturalmente, mi pensamiento va a las comunidades católicas presentes en vuestros países, para asegurarles mi oración.

El desarrollo de los medios de comunicación ha hecho a nuestro planeta, en cierto modo, más pequeño. La posibilidad de conocer casi inmediatamente los acontecimientos que se producen en todo el mundo, así como las necesidades de los pueblos y de las personas, es un llamamiento urgente a estar cerca de ellos en sus alegrías y en sus dificultades. La constatación del gran sufrimiento provocado en el mundo por la pobreza y la miseria, tanto materiales como espirituales, invita a una nueva movilización para afrontar, con justicia y solidaridad, todo lo que amenaza al hombre, a la sociedad y su ambiente.

El éxodo hacia las ciudades, los conflictos armados, el hambre y las pandemias, que afectan a muchas poblaciones, aumentan de modo dramático la pobreza, que hoy asume nuevas formas. La crisis económica mundial arrastra a las familias, cada vez más numerosas, a una situación de creciente precariedad. Aunque la creación y la multiplicación de las necesidades han hecho creer en la posibilidad ilimitada de disfrutar y consumir, han aparecido sentimientos de frustración. La soledad debida a la exclusión ha aumentado. Y cuando la miseria coexiste con la gran riqueza, nace una impresión de injusticia que puede convertirse en fuente de revueltas. Por tanto, es conveniente que los Estados vigilen para que las leyes sociales no acrecienten las desigualdades, y permitan que cada uno viva de manera digna.

Por eso, tener en cuenta a las personas que hay que ayudar antes que la carencia que hay que colmar significa devolverles el papel de protagonistas sociales, y permitirles que dispongan mejor de su futuro para ocupar el lugar que les corresponde en la sociedad. Porque, «el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (Gaudium et spes, 35). El desarrollo al que aspira toda nación debe comprender a cada persona en su totalidad, y no sólo el crecimiento económico. Esta convicción debe transformarse en voluntad eficaz de acción. Experiencias como el microcrédito, e iniciativas para crear colaboraciones equitativas, muestran que es posible armonizar los objetivos económicos con el vínculo social, la gestión democrática y el respeto de la naturaleza. También es bueno, por ejemplo, devolviéndoles su dignidad, promover el trabajo manual y favorecer una agricultura que esté ante todo al servicio de los habitantes. Ahí se puede encontrar una ayuda verdadera que, actuada en el ámbito local, nacional e internacional, tenga en cuenta la unicidad, el valor y el bien integral de cada persona. La calidad de las relaciones humanas y la repartición de los recursos están en la base de la sociedad, permitiendo que cada uno tenga su lugar en ella y viva dignamente conforme a sus aspiraciones.

Para reforzar la base humana de la realidad sociopolítica es necesario estar atentos a otra forma de miseria: la pérdida de referencia a los valores espirituales, a Dios. Este vacío hace más difícil el discernimiento del bien y del mal, así como la superación de los intereses personales con vistas al bien común. Facilita la adhesión a corrientes de pensamiento de moda, evitando el esfuerzo necesario de reflexión y de crítica. Y muchos jóvenes que buscan un ideal se orientan hacia paraísos artificiales que los destruyen. Adicciones, consumismo, materialismo y bienestar no colman el corazón del hombre, creado para lo infinito, puesto que la mayor pobreza es la falta de amor. En momentos de angustia, la compasión y la escucha desinteresada son un consuelo. Aunque se esté privado de grandes recursos materiales, se puede ser feliz. Debe ser posible vivir simplemente en armonía con lo que se cree, y debe serlo cada vez más. Animo todos los esfuerzos realizados, particularmente en las familias. Además, la educación debe abrir a la dimensión espiritual, dado que «el ser humano se desarrolla cuando crece espiritualmente» (Caritas in veritate, 76). Dicha educación permite establecer y fortalecer vínculos más auténticos, puesto que abre a una sociedad más fraterna, que contribuye a construir.

Los Estados tienen el deber de valorizar su patrimonio cultural y religioso, que contribuye a la realización de una nación, y facilitar su acceso a todos, ya que cada uno, familiarizándose con su historia, se siente impulsado a descubrir las raíces de su propia existencia. La religión permite reconocer al otro como un hermano en la humanidad. Dar a alguien la posibilidad de conocer a Dios, y esto con plena libertad, significa ayudarlo a forjarse una personalidad fuerte interiormente, que lo capacitará para testimoniar el bien y para realizarlo, aun cuando le cueste hacerlo. «La disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa» (Caritas in veritate, 78). Así se podrá edificar una sociedad donde la sobriedad y la fraternidad vividas hagan retroceder la miseria, y superen la indiferencia y el egoísmo, el lucro y el despilfarro, y sobre todo la exclusión.

Ahora que iniciáis vuestra misión ante la Santa Sede, quiero aseguraros, excelencias, que encontraréis siempre en mis colaboradores una atención cordial y la ayuda que podáis necesitar. Sobre vosotros, sobre vuestras familias, sobre los miembros de vuestras misiones diplomáticas y sobre todas las naciones que representáis, invoco la abundancia de las bendiciones divinas.


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