2006

Ultimo Aggiornamento: 27/05/2013 20:01
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE ZAMBIA EN VISITA "AD LIMINA"

Viernes 13 de octubre de 2006



Queridos hermanos en Cristo:

Me complace daros la bienvenida a vosotros, obispos de Zambia, en este encuentro fraternal durante vuestra visita ad limina Apostolorum. De modo especial, doy las gracias a monseñor Telesphore George Mpundu, que ha expresado vuestra devoción a la Santa Sede y a mí como sucesor de Pedro. Os agradezco vuestros buenos deseos, a los que correspondo de buen grado. Nuestras conversaciones han suscitado en mí un aprecio más profundo de la Iglesia católica en vuestro país: sus alegrías, sus dificultades y sus esperanzas. A través de vosotros saludo y abrazo al clero, a los religiosos y a los fieles laicos de Zambia.

Recientemente en Alemania afirmé: "Como personas de oración, llenas de su luz, llegamos a los demás e, implicándolos en nuestra oración, los hacemos entrar en el radio de la presencia de Dios, el cual hará después su parte" (Homilía en la catedral de San Corbiniano, Freising, 14 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 16). Por eso, os aliento a exhortar a vuestros fieles a entregarse a la oración y a la santidad, descubriendo el tesoro de una vida fundada en la fe en Cristo. Ojalá que ellos inviten a todos los que encuentren a compartir este tesoro.

La luz de la santidad, que brilla en quienes han descubierto este tesoro, se enciende en el momento del bautismo. En el bautismo Cristo libera al creyente del dominio del pecado, liberándolo de una existencia llena de temor y de superstición, e invitándolo a una vida nueva: "Queridos, ahora somos hijos de Dios... Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro" (1 Jn 3, 2-3). En efecto, el cristiano ha puesto su confianza en Cristo y puede estar siempre seguro de que él escucha sus súplicas y las atiende.

Al esforzaros por preparar a vuestro pueblo para una vida de auténtica santidad, aseguraos de instruirlo en el valor y en la práctica de la oración, especialmente la oración litúrgica, en la que de un modo sublime la Iglesia se une a Cristo, sumo sacerdote, en su intercesión eterna por la salvación del mundo. Además, la Iglesia católica estimula a los fieles a practicar formas populares de piedad.
Por consiguiente, enseñad siempre a vuestro pueblo el valor de la intercesión de los santos, que son los grandes amigos de Jesús (cf. Jn 12, 20-22), y en particular la intercesión especial de María, su Madre, que está siempre atenta a nuestras necesidades (cf. Jn 2, 1-11).

Queridos hermanos en el episcopado, estoy seguro de que seguiréis dedicando vuestra vida con generoso amor al pueblo de Dios en Zambia. El Señor os ha elegido para que lo apacentéis y guiéis por el camino que lleva a la santidad. Hacedlo con sabiduría, con firme determinación y con afecto paterno. San Jerónimo, en su comentario a la carta de san Pablo a Tito, dice: "El obispo debe practicar la abstinencia con respecto a todas las inquietudes que puedan agitar su alma: no ha de ser inclinado a la cólera, ni abrumado por la tristeza, ni atormentado por el miedo" (cf. vv. 8-9: PL 26, 603b-42). Esto es necesario especialmente en vuestras relaciones con vuestros hermanos sacerdotes, que a veces pueden extraviarse a causa de las numerosas tentaciones de la sociedad contemporánea. Como pastores y padres de vuestros colaboradores en la viña, debéis comunicarles siempre la alegría de servir al Señor con el debido desapego de las cosas de este mundo. Decidles que están cerca del corazón del Papa y presentes en sus oraciones diarias. Juntamente con vosotros, los animo a permanecer firmes en la fe verdadera y a mirar al futuro con viva esperanza en la gozosa posesión de ese tesoro incorruptible e inmarcesible, que nos ha alcanzado Jesucristo (cf. 1 P 1, 4).

Creemos que la Iglesia es santa. Cuando exhortéis a vuestros sacerdotes a llevar una vida santa de acuerdo con su vocación, cuando prediquéis el amor generoso y la fidelidad en el matrimonio, y cuando invitéis a todos a practicar las obras de misericordia, recordadles las palabras del Señor: "Vosotros sois la luz del mundo... Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 14-16).

La santidad es un don divino, que se manifiesta en el amor a Dios y en el amor al prójimo. Queridos hermanos, mostrad a vuestro pueblo el rostro hermoso de Cristo, llevando una vida de auténtico amor. Mostrad la compasión de Cristo especialmente a los pobres, a los refugiados, a los enfermos y a todos los que sufren. Al mismo tiempo, en vuestra enseñanza seguid proclamando la necesidad de honradez, afecto familiar, disciplina y fidelidad, todo lo cual influye de un modo decisivo en la salud y la estabilidad de la sociedad.

Vuestra visita a Roma es un signo visible de vuestra búsqueda personal de la santidad y de vuestro ardiente deseo de ser heraldos del Evangelio, siguiendo el ejemplo heroico de los apóstoles san Pedro y san Pablo. San Mateo expresa así el mandato misionero de la Iglesia: "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 18-20). Este pasaje es fuente de gran esperanza para todos los que dedican sus energías al ministerio apostólico. Estas palabras nos recuerdan la presencia constante y activa de Cristo vivo en su santa Iglesia católica. Os invito a vosotros y a quienes cooperan con vosotros en vuestro ministerio a meditar en ellas y a renovar vuestra confianza en el Señor.

Al volver a vuestra patria, llevad mi saludo afectuoso a los habitantes de vuestro país. Ojalá que vuestro testimonio de hombres llenos de la esperanza de la resurrección los conduzca a un aprecio cada vez mayor de las alegrías que el Señor nos ha prometido. A cada uno de vosotros y a todos los que han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral, imparto de corazón mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA PEREGRINACIÓN DE PERSONAS VINCULADAS
A LAS OBRAS DEL PADRE PÍO DE PIETRELCINA

Sábado 14 de octubre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría me encuentro con vosotros en esta plaza en la que, en 1999 y en 2002, tuvieron lugar las memorables celebraciones de beatificación y canonización del padre Pío de Pietrelcina. Hoy habéis venido en gran número con ocasión del 50° aniversario de la que constituye una parte considerable de su obra: la Casa Alivio del sufrimiento. Os doy la bienvenida con afecto y os saludo cordialmente a cada uno: al arzobispo Umberto D'Ambrosio, al que agradezco sus amables palabras; a los frailes capuchinos del santuario y de la provincia; a los dirigentes, a los médicos, a los enfermeros y al personal del hospital; a los miembros de los Grupos de oración, provenientes de todas las partes de Italia y también de otros países; y a los peregrinos de la diócesis de Manfredonia-Vieste-San Giovanni Rotondo. Todos juntos formáis una gran familia espiritual, porque os reconocéis como hijos del padre Pío, un hombre sencillo, un "pobre fraile" ―como decía él― al que Dios encomendó el mensaje perenne de su Amor crucificado por toda la humanidad.

Los primeros herederos de su testimonio sois vosotros, queridos frailes capuchinos, que custodiáis el santuario de Santa María de las Gracias y la nueva gran iglesia dedicada a San Pío de Pietrelcina. Sois los principales animadores de esos lugares de gracia, meta de millones de peregrinos cada año. Estimulados y sostenidos por el ejemplo del padre Pío y por su intercesión, esforzaos por ser vosotros mismos sus imitadores para ayudar a todos a vivir una profunda experiencia espiritual, centrada en la contemplación de Cristo crucificado, revelador y mediador del amor misericordioso del Padre celestial.

Del corazón del padre Pío, ardiente de caridad, brotó la Casa Alivio del sufrimiento, que ya con su nombre manifiesta la idea inspiradora de la que surgió y el programa que pretende realizar. El padre Pío quiso llamarla "casa" para que el enfermo, especialmente el pobre, se sintiera a gusto en ella, acogido en un clima familiar, y para que en esta casa pudiera encontrar "alivio" en su sufrimiento. Alivio gracias a dos fuerzas convergentes: la oración y la ciencia.

Esta era la idea del fundador, y todos los que trabajan en el hospital deben tenerla siempre muy presente, haciéndola suya. La fe en Dios y la búsqueda científica cooperan al mismo fin, que se puede expresar del mejor modo con las palabras de Jesús mismo: "Para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Sí, Dios es vida y quiere que el hombre se cure de toda enfermedad del cuerpo y del espíritu. Por eso Jesús curó incansablemente a enfermos, anunciando con su curación el reino de Dios ya cercano. Por el mismo motivo la Iglesia, gracias a los carismas de tantos santos y santas, ha prolongado y difundido a lo largo de los siglos este ministerio profético de Cristo, mediante innumerables iniciativas en el campo de la salud y del servicio a los que sufren.

Si la dimensión científica y tecnológica es propia del Hospital, la oración, en cambio, se extiende a toda la obra del padre Pío. Es el elemento, por decirlo así, transversal: el alma de toda iniciativa, la fuerza espiritual que lo mueve y orienta todo según el orden de la caridad que, en resumidas cuentas, es Dios mismo.

Dios es amor. Por eso el binomio fundamental que deseo volver a proponer a vuestra atención es el que está en el centro de mi encíclica: amor a Dios y amor al prójimo, oración y caridad (cf. Deus caritas est, 16-18). El padre Pío fue, ante todo, un "hombre de Dios". Desde niño se sintió llamado por él y respondió "con todo su corazón, con toda su alma y con toda su fuerza" (cf. Dt 6, 5). Así el amor divino pudo tomar posesión de su humilde persona y hacer de ella un instrumento elegido de sus designios de salvación.

¡Alabado sea Dios, que en todo tiempo escoge almas sencillas y generosas para realizar maravillas! (cf. Lc 1, 48-49). Todo en la Iglesia viene de Dios, y sin él nada puede mantenerse en pie. Las obras del padre Pío son un ejemplo extraordinario de esta verdad: la Casa Alivio se puede definir bien un "milagro". Humanamente, ¿quién podía pensar que junto al pequeño convento de San Giovanni Rotondo surgiría uno de los hospitales más grandes y modernos del sur de Italia? ¿Quién sino el hombre de Dios, que contempla la realidad con los ojos de la fe y con una gran esperanza, porque sabe que para Dios nada es imposible?

Por eso la fiesta de la Casa Alivio del sufrimiento es al mismo tiempo la fiesta de los Grupos de oración del padre Pío, es decir, de la parte de su obra que "llama" continuamente al corazón de Dios, como un ejército de intercesores y de reparadores, a fin de obtener las gracias necesarias para la Iglesia y para el mundo.

Queridos amigos de los Grupos de oración, vuestro origen se remonta al invierno de 1942, mientras la segunda guerra mundial asolaba Italia, Europa y el mundo. El 17 de febrero de aquel año, mi venerado predecesor el Papa Pío XII hizo un llamamiento al pueblo cristiano para que muchos se reunieran a orar juntos por la paz. El padre Pío impulsó a sus hijos espirituales a responder prontamente a la llamada del Vicario de Cristo. Así nacieron los Grupos de oración, y como centro organizativo tuvieron precisamente la Casa Alivio del sufrimiento, que aún estaba en construcción. Esta imagen sigue siendo un símbolo elocuente: la Obra del padre Pío como un gran "edificio en construcción", animado por la oración y destinado a la caridad activa.

Los Grupos de oración se han difundido en las parroquias, en los conventos, en los hospitales, y hoy son más de tres mil, esparcidos por todos los continentes. Vosotros, aquí hoy, sois una representación numerosa de ellos. La respuesta originaria dada al llamamiento del Papa ha marcado para siempre el carácter de vuestra "red" espiritual: vuestra oración, como reza el Estatuto, es "con la Iglesia, por la Iglesia y en la Iglesia" (Proemio), y se debe vivir siempre en plena adhesión al Magisterio, con una obediencia pronta al Papa y a los obispos, bajo la guía del presbítero nombrado por el obispo. El mismo Estatuto prescribe también un compromiso esencial de los Grupos de oración, es decir, la "caridad activa y operante para alivio de los que sufren y de los necesitados como actuación práctica del amor a Dios" (ib.). He aquí nuevamente el binomio oración y caridad, Dios y prójimo. El Evangelio no permite evasiones: quien se dirige al Dios de Jesucristo es impulsado a servir a los hermanos y, viceversa, quien se dedica a los pobres descubre en ellos el rostro misterioso de Dios.

Queridos amigos, el tiempo ha pasado, y ha llegado el momento de concluir. Deseo expresaros mi agradecimiento sincero por el apoyo que me dais con vuestra oración. Que el Señor os recompense. Al mismo tiempo, para la comunidad de trabajo de la Casa Alivio del sufrimiento pido la gracia especial de ser siempre fiel al espíritu y al proyecto del padre Pío. Encomiendo esta oración a la intercesión celestial del padre Pío y de la Virgen María.

Con estos sentimientos, os imparto de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos la bendición apostólica.


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MESSAGGIO TELEVISIVO DI SUA SANTITÀ BENEDETTO XVI
PER LA "GIORNATA DEL PAPA" IN POLONIA



Umiłowani bracia i siostry,

Dziś, szesnastego października, w dniu, w którym wspominamy wybór Karola Wojtyły na Stolicę św. Piotra, pragnę duchowo zjednoczyć się z Wami w modlitwie dziękczynienia za pontyfikat mojego wielkiego Poprzednika. Przyjmijcie zatem moje serdeczne pozdrowienie.

[Cari fratelli e sorelle,

Oggi, sedici ottobre, giorno in cui commemoriamo l’elezione di Karol Wojtyła alla Sede di Pietro, desidero unirmi spiritualmente a Voi nella preghiera di ringraziamento per il Pontificato del mio grande Predecessore. Accogliete dunque il mio cordiale saluto.]

Con voi voglio tornare con la memoria all’indimenticabile giorno della sua elezione alla Sede di Pietro. Sento ancora l’eco delle sue parole, umili, sagge e piene di dedizione, quando rispose alla domanda se accettava la scelta fatta dai Cardinali: "Nell’obbedienza della fede davanti a Cristo mio Signore, fidandomi della Madre di Cristo e della Chiesa – consapevole delle grandi difficoltà – accetto!" Ho davanti agli occhi la sua figura, forte e serena, sulla loggia della Basilica di San Pietro, quando per la prima volta diede la Benedizione Urbi et Orbi, affidandosi alla protezione della Madonna e all’amore di coloro dei quali in tutto il mondo doveva prendersi cura come pastore e guida. Non ho mai dimenticato il Suo profetico richiamo: "Non abbiate paura! Aprite le porte a Cristo!" Ringrazio Dio, che con queste immagini nel cuore ho potuto trascorrere più di due decenni al Suo fianco, godendo della sua benevolenza e amicizia, e che oggi posso continuare la sua opera sotto il Suo sguardo protettore dalla casa del Padre. Ringrazio Dio per la sua vita spesa nell’amore di Cristo e degli uomini, che ha arricchito le vicende di tutta l’umanità con la grazia dello Spirito Santo, in atteggiamento di fraternità e di pace. Infine ringrazio Dio per la testimonianza della sua sofferenza unita alla tribolazione di Cristo fino alla morte – testimonianza, che ci da la forza per vivere e ci consolida nella speranza dell’eternità.

Quanto cara era per Giovanni Paolo II la Chiesa che è in Polonia! Quante volte ha dato espressione a questo suo sentimento! La amava come madre che Gli aveva dato la vita nella fede e Lo aveva cresciuto nell’amore di Cristo e dei fratelli. Ma la amava anche come comunità sempre unita intorno ai Pastori, esposta nel passato alla sofferenza di diverse persecuzioni, ma sempre fedele ai valori evangelici. Quanto pregava e quanto si sforzava, affinché la Polonia riacquistasse la libertà! E quando questo avvenne, Egli non smise di darsi premura, affinché i suoi connazionali imparassero a vivere la libertà dei figli di Dio e non dei figli di questo mondo, e affinché conservassero la fede.

Consapevole di questa eredità che Egli ha lasciato alla Chiesa che è in Polonia sono venuto quest’anno tra voi con il richiamo paolino: "Rimanete forti nella fede". In questa occasione voglio ancora una volta ringraziarvi per la testimonianza di fede viva, che avete dato in quei tempi forti dello Spirito, e che ha rallegrato il mio cuore. Prego Dio affinché conservi la fede alle generazioni future di codesta nobile Terra. Vi ringrazio in modo speciale per tutti i segni di amorevole unione con il Papa che è succeduto al vostro grande Connazionale. Affido al vostro sostegno spirituale il mio servizio per la Chiesa e per il mondo.

Na koniec z radością pozdrawiam w tym szczególnym dniu wszystkich Polaków. Niech pamięć Jana Pawła II, studium jego dzieła i nauczania, zbliża was do Chrystusa. Niech będzie węzłem jedności we wspólnej trosce o przyszłość Kościoła i narodu. Serdecznie wszystkim błogosławię: W imię Ojca i Syna, i Ducha Świętego.

[Infine in questo giorno saluto con gioia tutti i polacchi. La memoria di Giovanni Paolo II, lo studio della sua opera e del suo insegnamento, vi avvicinino a Cristo. Siano il nodo dell’unità nella comune premura per il futuro della Chiesa e della nazione. Benedico tutti di cuore: Nel nome del Padre e del Figlio, e dello Spirito Santo.]

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VISITA PASTORAL A VERONA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS, SACERDOTES Y FIELES LAICOS PARTICIPANTES
EN LA IV ASAMBLEA ECLESIAL NACIONAL ITALIANA

Feria de Verona
Jueves 19 de octubre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra estar con vosotros hoy, en esta ciudad de Verona, tan hermosa e histórica, para participar activamente en la IV Asamblea nacional de la Iglesia en Italia. Saludo cordialmente en el Señor a todos y cada uno. Agradezco al cardenal Camillo Ruini, presidente de la Conferencia episcopal, y a la doctora Giovanna Ghirlanda, representante de la diócesis de Verona, las amables palabras de acogida que me han dirigido en nombre de todos vosotros y la información que me han dado sobre el desarrollo de la Asamblea.

Doy las gracias al cardenal Dionigi Tettamanzi, presidente del comité preparatorio, y a los que han trabajado en su realización. Os doy las gracias de corazón a cada uno de vosotros, que representáis aquí, en feliz armonía, a los diversos componentes de la Iglesia en Italia: al obispo de Verona, mons. Flavio Roberto Carraro, que nos acoge; a los obispos aquí reunidos, a los sacerdotes y diáconos, a los religiosos y religiosas, y a vosotros, fieles laicos, hombres y mujeres, que representáis a las múltiples realidades del laicado católico en Italia.

Esta IV Asamblea nacional es una nueva etapa del camino de aplicación del Vaticano II, que la Iglesia italiana emprendió desde los años inmediatamente sucesivos al gran Concilio: un camino de comunión ante todo con Dios Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo y, por consiguiente, de comunión entre nosotros, en la unidad del único Cuerpo de Cristo (cf. 1 Jn 1, 3; 1 Co 12, 12-13); un camino orientado a la evangelización, para mantener viva y firme la fe en el pueblo italiano; por tanto, un testimonio constante de amor a Italia y de solicitud activa por el bien de sus hijos.

La Iglesia que está en Italia ha recorrido este camino en estrecha y constante unión con el Sucesor de Pedro. Me complace recordar con vosotros a los siervos de Dios Pablo VI, que impulsó la primera Asamblea en el ya lejano año 1976, y Juan Pablo II, con sus intervenciones fundamentales ―las recordamos todos― en las Asambleas de Loreto y Palermo, que fortalecieron en la Iglesia italiana la confianza en que podía actuar para que la fe en Jesucristo siga ofreciendo, también a los hombres y mujeres de nuestro tiempo, el sentido y la orientación de la existencia y desempeñe así "un papel-guía y una eficacia desbordante" en el camino de la nación hacia su futuro (cf. Discurso a la Asamblea de Loreto, 11 de abril de 1985, n. 7: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de abril de 1985, p. 11).

El Señor resucitado y su Iglesia

Con el mismo espíritu he venido hoy a Verona, para orar al Señor juntamente con vosotros, compartir, aunque sea brevemente, vuestro trabajo de estas jornadas y proponeros una reflexión mía acerca de lo que parece realmente importante para la presencia cristiana en Italia.

Habéis realizado una opción muy acertada al poner a Jesucristo resucitado en el centro de la atención de la Asamblea y de toda la vida y el testimonio de la Iglesia en Italia. La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, de la que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. Al mismo tiempo, no se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor "mutación" acontecida en la historia, el "salto" decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero. Por eso la resurrección de Cristo es el centro de la predicación y del testimonio cristiano, desde el inicio y hasta el fin de los tiempos.

Se trata, ciertamente, de un gran misterio, el misterio de nuestra salvación, que encuentra en la resurrección del Verbo encarnado su coronación y a la vez la anticipación y la prenda de nuestra esperanza. Pero la clave de este misterio es el amor y sólo en la lógica del amor se puede acceder a él y comprenderlo de algún modo: Jesucristo resucita de entre los muertos porque todo su ser es perfecta e íntima unión con Dios, que es el amor realmente más fuerte que la muerte.

Él era uno con la Vida indestructible y, por tanto, podía dar su vida dejándose matar, pero no podía sucumbir definitivamente a la muerte: en concreto, en la última Cena anticipó y aceptó por amor su propia muerte en la cruz, transformándola de este modo en entrega de sí, en el don que nos da la vida, nos libera y nos salva.

Así pues, su resurrección fue como una explosión de luz, una explosión de amor que rompió las cadenas del pecado y de la muerte. Su resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, de la que brota un mundo nuevo, que penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae a sí.

Todo esto acontece en concreto a través de la vida y el testimonio de la Iglesia. Más aún, la Iglesia misma constituye la primicia de esa transformación, que es obra de Dios y no nuestra. Llega a nosotros mediante la fe y el sacramento del bautismo, que es realmente muerte y resurrección, un nuevo nacimiento, transformación en una vida nueva. Es lo que dice san Pablo en la carta a los Gálatas: "Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Así, a través del bautismo, ha cambiado mi identidad esencial y yo sigo existiendo sólo en este cambio. Mi yo desaparece y se inserta en un nuevo sujeto más grande, en el que mi yo está presente de nuevo, pero transformado, purificado, "abierto" mediante la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia.

De este modo llegamos a ser uno en Cristo" (Ga 3, 28), un único sujeto nuevo, y nuestro yo es liberado de su aislamiento. "Yo, pero ya no yo": esta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección dentro del tiempo, la fórmula de la "novedad" cristiana llamada a transformar el mundo. Aquí radica nuestra alegría pascual. Nuestra vocación y nuestra misión de cristianos consisten en cooperar para que se realice efectivamente, en la realidad diaria de nuestra vida, lo que el Espíritu Santo ha emprendido en nosotros con el bautismo: estamos llamados a ser hombres y mujeres nuevos, para poder ser auténticos testigos del Resucitado y de este modo portadores de la alegría y de la esperanza cristiana en el mundo, concretamente en la comunidad de hombres y mujeres en la que vivimos.

Así, de este mensaje fundamental de la resurrección, presente en nosotros y en nuestra vida diaria, paso al tema del servicio de la Iglesia en Italia a la nación, a Europa y al mundo.

El servicio de la Iglesia en Italia a la nación a Europa y al mundo

Italia se nos presenta hoy como un terreno muy necesitado y a la vez muy favorable a este testimonio. Muy necesitado, porque participa de la cultura que predomina en Occidente y que quisiera proponerse como universal y autosuficiente, generando un nuevo estilo de vida. De ahí deriva una nueva oleada de ilustración y de laicismo, por la que sólo sería racionalmente válido lo que se puede experimentar y calcular, mientras que en la práctica la libertad individual se erige como valor fundamental al que todos los demás deberían someterse.

Así Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública, y la fe en él resulta más difícil, entre otras razones porque vivimos en un mundo que se presenta casi siempre como obra nuestra, en el cual, por decirlo así, Dios no aparece ya directamente, da la impresión de que ya es superfluo, más aún, extraño.

En íntima relación con todo esto, tiene lugar una radical reducción del hombre, considerado un simple producto de la naturaleza, como tal no realmente libre y al que de por sí se puede tratar como a cualquier otro animal. Así se produce un auténtico vuelco del punto de partida de esta cultura, que era una reivindicación de la centralidad del hombre y de su libertad. En la misma línea, la ética se sitúa dentro de los confines del relativismo y el utilitarismo, excluyendo cualquier principio moral que sea válido y vinculante por sí mismo.

No es difícil ver cómo este tipo de cultura representa un corte radical y profundo no sólo con el cristianismo, sino, más en general, con las tradiciones religiosas y morales de la humanidad. De este modo, no es capaz de entablar un verdadero diálogo con las demás culturas, en las que la dimensión religiosa está fuertemente presente; y no puede responder a los interrogantes fundamentales sobre el sentido y sobre la dirección de nuestra vida. Por eso, esta cultura está marcada por una profunda carencia, pero también por una gran necesidad ―inútilmente escondida― de esperanza.

Con todo, Italia, como dije antes, constituye al mismo tiempo un terreno muy favorable para el testimonio cristiano, pues la Iglesia aquí es una realidad muy viva ―como vemos―, que conserva una presencia capilar en medio de la gente de todas las edades y condiciones. Las tradiciones cristianas con frecuencia están arraigadas y siguen produciendo frutos, mientras que se está llevando a cabo un gran esfuerzo de evangelización y catequesis, dirigido en particular a las nuevas generaciones, pero también cada vez más a las familias.

Además, se siente cada vez con mayor claridad la insuficiencia de una racionalidad encerrada en sí misma y de una ética demasiado individualista: en concreto, se percibe la gravedad del peligro de separarse de las raíces cristianas de nuestra civilización. Esta sensación, que está muy difundida en el pueblo italiano, la formulan expresamente y con fuerza muchos e importantes hombres de cultura, incluso entre los que no comparten o al menos no practican nuestra fe.

Así pues, la Iglesia y los católicos italianos están llamados a aprovechar esta gran oportunidad y, ante todo, a ser conscientes de ella. Nuestra actitud, por tanto, nunca deberá ser un encerramiento en nosotros mismos, renunciando a la acción. Al contrario, es preciso mantener vivo y, si es posible, incrementar nuestro dinamismo; es necesario abrirse con confianza a nuevas relaciones, sin desperdiciar ninguna de las energías que pueden contribuir al crecimiento cultural y moral de Italia.

En efecto, a nosotros nos corresponde ―no con nuestros pobres recursos, sino con la fuerza que viene del Espíritu Santo― dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes de nuestra gente: si sabemos hacerlo, la Iglesia en Italia prestará un gran servicio no sólo a esta nación, sino también a Europa y al mundo, porque por doquier se halla presente la insidia del secularismo y es también universal la necesidad de una fe vivida en relación con los desafíos de nuestro tiempo.

Hacer visible el gran "sí" de la fe

Queridos hermanos y hermanas, debemos preguntarnos ahora cómo y sobre qué bases cumplir esa tarea. En esta Asamblea habéis considerado, con razón, que es indispensable dar al testimonio cristiano contenidos concretos y practicables, examinando cómo puede llevarse a cabo y desarrollarse en cada uno de los grandes ámbitos en los que se articula la experiencia humana. Eso ayudará a no perder de vista en nuestra acción pastoral la relación entre la fe y la vida diaria, entre la propuesta del Evangelio y las preocupaciones y aspiraciones más íntimas de la gente. Por eso, en estos días habéis reflexionado sobre la vida afectiva y la familia, sobre el trabajo y la fiesta, sobre la educación y la cultura, sobre las situaciones de pobreza y de enfermedad, sobre los deberes y las responsabilidades de la vida social y política.

Por mi parte, quisiera poner de relieve cómo, a través de este testimonio multiforme, debe brotar sobre todo el gran "sí" que en Jesucristo Dios dijo al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; y, por tanto, cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo. En efecto, el cristianismo está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones; a lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia.
San Pablo, en la carta a los Filipenses, escribió: "Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4, 8).

Por tanto, los discípulos de Cristo reconocen y acogen de buen grado los auténticos valores de la cultura de nuestro tiempo, como el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, los derechos del hombre, la libertad religiosa y la democracia. Sin embargo, no ignoran y no subestiman la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza para el camino del hombre en todo contexto histórico. En particular, no descuidan las tensiones interiores y las contradicciones de nuestra época. Por eso, la obra de evangelización nunca consiste sólo en adaptarse a las culturas, sino que siempre es también una purificación, un corte valiente, que se transforma en maduración y saneamiento, una apertura que permite nacer a la "nueva criatura" (2 Co 5, 17; Ga 6, 15) que es el fruto del Espíritu Santo.

Como escribí en la encíclica Deus caritas est, no se comienza a ser cristiano ―y, por tanto, el creyente no da testimonio― por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con la Persona de Jesucristo, "que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (n. 1). La fecundidad de este encuentro se manifiesta también, de modo peculiar y creativo, en el actual contexto humano y cultural, ante todo en relación con la razón que ha dado origen a las ciencias modernas y a las relativas tecnologías. En efecto, una característica fundamental de estas últimas es el empleo sistemático de los instrumentos de la matemática para poder actuar con la naturaleza y poner a nuestro servicio sus inmensas energías.

La matemática como tal es una creación de nuestra inteligencia: la correspondencia entre sus estructuras y las estructuras reales del universo ―que es el presupuesto de todos los modernos desarrollos científicos y tecnológicos, ya expresamente formulado por Galileo Galilei con la célebre afirmación de que el libro de la naturaleza está escrito en lenguaje matemático― suscita nuestra admiración y plantea un gran interrogante.

En efecto, implica que el universo mismo está estructurado de manera inteligente, de modo que existe una correspondencia profunda entre nuestra razón subjetiva y la razón objetiva de la naturaleza. Así resulta inevitable preguntarse si no debe existir una única inteligencia originaria, que sea la fuente común de una y de otra. De este modo, precisamente la reflexión sobre el desarrollo de las ciencias nos remite al Logos creador. Cambia radicalmente la tendencia a dar primacía a lo irracional, a la casualidad y a la necesidad, a reconducir a lo irracional también nuestra inteligencia y nuestra libertad.

Sobre estas bases resulta de nuevo posible ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca. Se trata de una tarea que tenemos por delante, una aventura fascinante en la que vale la pena embarcarse, para dar nuevo impulso a la cultura de nuestro tiempo y para hacer que en ella la fe cristiana tenga de nuevo plena ciudadanía. Con ese fin, el "proyecto cultural" de la Iglesia en Italia es, sin duda, una intuición feliz y una contribución muy importante.

La persona humana. Razón, inteligencia y amor

Por otra parte, la persona humana no es sólo razón e inteligencia, aunque ciertamente son sus elementos constitutivos. Lleva en su interior, inscrita en lo más profundo de su ser, la necesidad de amor, de ser amada y de amar a su vez. Por eso se interroga y a menudo se extravía ante las asperezas de la vida, ante el mal que existe en el mundo y que parece tan fuerte y, al mismo tiempo, radicalmente carente de sentido.

Especialmente en nuestra época, a pesar de todos los progresos logrados, el mal no ha quedado en absoluto vencido; más aún, su poder parece fortalecerse y resultan inútiles todos los intentos de ocultarlo, como lo demuestran tanto la experiencia diaria como las grandes vicisitudes históricas.
Así pues, vuelve insistentemente la pregunta sobre si en nuestra vida puede hallar espacio seguro el amor auténtico y, en definitiva, si el mundo es realmente obra de la sabiduría de Dios.

Aquí, mucho más que cualquier razonamiento humano, nos ayuda la novedad conmovedora de la revelación bíblica: el Creador del cielo y de la tierra, el único Dios que es la fuente de todo ser, este único Logos creador, esta Razón creadora, ama personalmente al hombre, más aún, lo ama apasionadamente y quiere a su vez ser amado. Por eso, esta Razón creadora, que es al mismo tiempo amor, da vida a una historia de amor con Israel, su pueblo, y en esta historia, ante las traiciones del pueblo, su amor se manifiesta lleno de inagotable fidelidad y misericordia; es un amor que perdona más allá de todo límite.

En Jesucristo esa actitud alcanza su forma extrema, inaudita y dramática, pues en él Dios se hace uno de nosotros, nuestro hermano, e incluso sacrifica su vida por nosotros. Así, en la muerte en la cruz, aparentemente el mayor mal de la historia, "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical, en el cual se manifiesta lo que significa que "Dios es amor" (1 Jn 4, 8) y se comprende también cómo se debe definir el amor auténtico" (cf. Deus caritas est, 9-10 y 12).

Precisamente porque nos ama de verdad, Dios respeta y salva nuestra libertad. Al poder del mal y del pecado no opone un poder más grande, sino que ―como nos dijo nuestro amado Papa Juan Pablo II en la encíclica Dives in misericordia y por último en el libro Memoria e Identidad, su verdadero testamento espiritual― prefiere poner el límite de su paciencia y de su misericordia, el límite que es en concreto el sufrimiento del Hijo de Dios. Así también nuestro sufrimiento se transforma desde dentro, se introduce en la dimensión del amor y encierra una promesa de salvación.

Queridos hermanos y hermanas, todo esto Juan Pablo II no sólo lo pensó y no sólo lo creyó con una fe abstracta: lo comprendió y lo vivió con una fe madurada en el sufrimiento. Por este camino, como Iglesia, estamos llamados a seguirlo del modo y en la medida en que Dios dispone para cada uno de nosotros. Con razón la cruz nos da miedo, como provocó miedo y angustia en Jesucristo (cf. Mc 14, 33-36); sin embargo, no es negación de la vida, por lo cual no es necesario desembarazarse de ella para ser felices. Al contrario, es el "sí" extremo de Dios al hombre, la expresión suprema de su amor y el manantial de la vida plena y perfecta. Por consiguiente, contiene la invitación más convincente a seguir a Cristo por la senda de la entrega de sí mismo.

Aquí mi pensamiento se dirige con especial afecto a los miembros del Cuerpo del Señor que sufren. En Italia, como en todo el mundo, completan en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24) y así contribuyen del modo más eficaz a la salvación común. Son los testigos más convincentes de la alegría que viene de Dios y que da la fuerza para aceptar la cruz con amor y perseverancia.

Sabemos bien que esta opción de la fe y del seguimiento de Cristo nunca es fácil; al contrario, siempre es contestada y controvertida. Por tanto, también en nuestro tiempo, la Iglesia sigue siendo "signo de contradicción", a ejemplo de su Maestro (cf. Lc 2, 34). Pero no por eso nos desalentamos. Al contrario, debemos estar siempre dispuestos a dar respuesta (apo-logía) a quien nos pida razón (logos) de nuestra esperanza, como nos invita a hacer la primera carta de san Pedro (1 P 3, 15), que muy oportunamente habéis escogido como guía bíblica para el camino de esta Asamblea.

Debemos responder "con dulzura y respeto, con recta conciencia" (1 P 3, 16), con la suave fuerza que brota de la unión con Cristo. Debemos hacerlo en todas partes, en el ámbito del pensamiento y en el de la acción, en el de los comportamientos personales y en el del testimonio público.

La fuerte unidad que se realizó en la Iglesia de los primeros siglos entre una fe amiga de la inteligencia y una praxis de vida caracterizada por el amor mutuo y por la atención solícita a los pobres y a los que sufrían, hizo posible la primera gran expansión misionera del cristianismo en el mundo helenístico-romano. Así sucedió también posteriormente, en diversos contextos culturales y situaciones históricas. Este sigue siendo el camino real para la evangelización. Que el Señor nos guíe a vivir esta unidad entre la verdad y el amor en las condiciones propias de nuestro tiempo, para la evangelización de Italia y del mundo actual.

Así paso a un punto importante y fundamental: la educación.

La educación

En concreto, para que la experiencia de la fe y del amor cristiano sea acogida y vivida y se transmita de una generación a otra, es fundamental y decisiva la cuestión de la educación de la persona. Es preciso preocuparse por la formación de su inteligencia, sin descuidar la de su libertad y capacidad de amar. Por esto es necesario recurrir también a la ayuda de la gracia. Sólo de este modo se podrá afrontar con eficacia el peligro que corre el destino de la familia humana constituido por el desequilibrio entre el crecimiento tan rápido de nuestro poder técnico y el crecimiento mucho más lento de nuestros recursos morales.

Una educación verdadera debe suscitar la valentía de las decisiones definitivas, que hoy se consideran un vínculo que limita nuestra libertad, pero que en realidad son indispensables para crecer y alcanzar algo grande en la vida, especialmente para que madure el amor en toda su belleza; por consiguiente, para dar consistencia y significado a nuestra libertad.

De esta solicitud por la persona humana y su formación brotan nuestros "no" a formas débiles y desviadas de amor y a las falsificaciones de la libertad, así como a la reducción de la razón sólo a lo que se puede calcular y manipular. En realidad, estos "no" son más bien "sí" al amor auténtico, a la realidad del hombre tal como ha sido creado por Dios.

Quiero expresar aquí todo mi aprecio por el gran trabajo formativo y educativo que cada una de las Iglesias realizan incansablemente en Italia, por su atención pastoral a las nuevas generaciones y a las familias. Gracias por esta atención. Entre las múltiples formas de este compromiso no puedo por menos de recordar, en particular, la escuela católica, porque con respecto a ella siguen existiendo, en cierta medida, antiguos prejuicios, que ocasionan retrasos dañosos, y ya injustificables, en el reconocimiento de su función y en permitir en concreto su actividad.

El testimonio de caridad

Jesús nos dijo que todo lo que hagamos a sus hermanos más pequeños se lo hacemos a él (cf. Mt 25, 40). Por tanto, la autenticidad de nuestra adhesión a Cristo se certifica especialmente con el amor y la solicitud concreta por los más débiles y pobres, por los que se encuentran en mayor peligro y en dificultades más graves.

La Iglesia en Italia tiene una gran tradición de cercanía, ayuda y solidaridad con los necesitados, los enfermos, los marginados, que se manifiesta sobre todo en una serie admirable de "santos de la caridad". Esta tradición continúa también hoy y afronta las numerosas formas nuevas de pobreza, moral y material, a través de Cáritas, del voluntariado social, de la labor a menudo oculta de tantas parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y grupos, así como de personas impulsadas por el amor a Cristo y a los hermanos. Además, la Iglesia en Italia demuestra una extraordinaria solidaridad con las inmensas muchedumbres de pobres de la tierra.

Por eso, es muy importante que todos estos testimonios de caridad conserven siempre elevado y luminoso su perfil específico, alimentándose de humildad y confianza en el Señor, evitando sugestiones ideológicas y simpatías de partido, y sobre todo mirándolo todo con la mirada de Cristo. Por consiguiente, es importante la acción práctica, pero cuenta mucho más nuestra participación personal en las necesidades y sufrimientos del prójimo. Así, queridos hermanos y hermanas, la caridad de la Iglesia hace visible el amor de Dios en el mundo. Así hace más convincente nuestra fe en el Dios encarnado, crucificado y resucitado.

Responsabilidades civiles y políticas de los católicos

Vuestra Asamblea ha hecho bien en afrontar también el tema de la ciudadanía, es decir, las cuestiones de las responsabilidades civiles y políticas de los católicos. En efecto, Cristo vino para salvar al hombre real y concreto, que vive en la historia y en la comunidad; por eso, el cristianismo y la Iglesia, desde el inicio, han tenido una dimensión y un alcance públicos. Como escribí en la encíclica Deus caritas est (cf. nn. 28-29), sobre las relaciones entre la religión y la política Jesucristo aportó una novedad sustancial, que abrió el camino hacia un mundo más humano y libre, a través de la distinción y la autonomía recíproca entre el Estado y la Iglesia, entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21).

La misma libertad religiosa, que percibimos como un valor universal, particularmente necesario en el mundo actual, tiene aquí su raíz histórica. Por tanto, la Iglesia no es y no quiere ser un agente político. Al mismo tiempo tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia, y le ofrece en dos niveles su contribución específica. En efecto, la fe cristiana purifica la razón y le ayuda a ser lo que debe ser. Por consiguiente, con su doctrina social, argumentada a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, la Iglesia contribuye a hacer que se pueda reconocer eficazmente, y luego también realizar, lo que es justo.

Con este fin resultan claramente indispensables las energías morales y espirituales que permitan anteponer las exigencias de la justicia a los intereses personales, de una clase social o incluso de un Estado. Aquí de nuevo la Iglesia tiene un espacio muy amplio para arraigar estas energías en las conciencias, alimentarlas y fortalecerlas.

Por consiguiente, la tarea inmediata de actuar en el ámbito político para construir un orden justo en la sociedad no corresponde a la Iglesia como tal, sino a los fieles laicos, que actúan como ciudadanos bajo su propia responsabilidad. Se trata de una tarea de suma importancia, a la que los cristianos laicos italianos están llamados a dedicarse con generosidad y valentía, iluminados por la fe y por el magisterio de la Iglesia, y animados por la caridad de Cristo.

Hoy requieren una atención especial y un compromiso extraordinario los grandes desafíos en los que amplios sectores de la familia humana corren mayor peligro: las guerras y el terrorismo, el hambre y la sed, y algunas epidemias terribles. Pero también es preciso afrontar, con la misma determinación y claridad de propósitos, el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano, en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible función social.

El testimonio abierto y valiente que la Iglesia y los católicos italianos han dado y están dando a este respecto son un valioso servicio a Italia, útil y estimulante también para muchas otras naciones. Ciertamente, este compromiso y este testimonio forman parte del gran "sí" que como creyentes en Cristo decimos al hombre amado por Dios.

Estar unidos a Cristo

Queridos hermanos y hermanas, ciertamente son grandes y múltiples las tareas y las responsabilidades que esta Asamblea eclesial pone de relieve. Por eso, debemos tener siempre presente que no estamos solos a la hora de llevar su peso, pues nos sostenemos unos a otros, y sobre todo el Señor mismo guía y sostiene la frágil barca de la Iglesia.

Así volvemos al punto de donde partimos: lo fundamental es estar unidos a él y luego entre nosotros, estar con él para poder ir en su nombre (cf. Mc 3, 13-15). Por consiguiente, nuestra verdadera fuerza la recibimos alimentándonos de su palabra y de su cuerpo, uniéndonos a su ofrenda por nosotros, como haremos en la celebración de esta tarde, y adorándolo presente en la Eucaristía. En efecto, antes de cualquier actividad y de cualquier programa nuestro debe estar la adoración, que nos hace realmente libres y nos da los criterios para nuestra acción.

En la unión con Cristo nos precede y nos guía la Virgen María, tan amada y venerada en todos los lugares de Italia. En ella encontramos, pura e inalterada, la verdadera esencia de la Iglesia y así, a través de ella, aprendemos a conocer y amar el misterio de la Iglesia que vive en la historia, nos sentimos parte de ella hasta las últimas consecuencias, nos convertimos por nuestra parte en "almas eclesiales" y aprendemos a resistir a la "secularización interna" que amenaza a la Iglesia en nuestro tiempo a consecuencia de los procesos de secularización que han marcado profundamente la civilización europea.

Queridos hermanos y hermanas, elevemos juntos al Señor nuestra oración, humilde pero llena de confianza, para que la comunidad católica italiana, insertada en la comunión viva de la Iglesia de todos los lugares y de todos los tiempos, y estrechamente unida en torno a sus obispos, lleve con renovado impulso a esta amada nación, y a todos los rincones de la tierra, el gozoso testimonio de Jesús resucitado, esperanza de Italia y del mundo.


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VISITA DEL SANTO PADRE A LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD LATERANENSE

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Sábado 21 de octubre de 2006



Palabras del Papa Benedicto XVI en la plaza frente a la Universidad

Me alegra estar aquí, en "mi" Universidad, porque esta es la universidad del Obispo de Roma. Sé que aquí se busca la verdad y de este modo, en última instancia, se busca a Cristo, porque él es la Verdad en persona.

En realidad, este camino hacia la verdad ―tratar de conocer mejor la verdad en todas sus expresiones― es un servicio eclesial fundamental.

Un gran teólogo belga ha escrito un libro titulado: "El amor a las letras y el deseo de Dios", y ha mostrado que en la tradición del monacato las dos cosas van juntas, porque Dios es Palabra y nos habla a través de la Escritura. Por consiguiente, supone que nosotros comenzamos a leer, a estudiar, a profundizar en el conocimiento de la Palabra.

En este sentido, la apertura de la biblioteca es un acontecimiento tanto universitario, académico, como espiritual y teológico, pues precisamente leyendo, en camino hacia la verdad, estudiando las palabras para encontrar la Palabra, estamos al servicio del Señor. Un servicio del Evangelio para el mundo, porque el mundo necesita la verdad. Sin verdad no hay libertad, no estamos plenamente en la idea originaria del Creador. Os agradezco vuestro trabajo. El Señor os bendiga en todo este año académico.

* * *

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y amables señoras; queridos estudiantes:

Me alegra mucho poder compartir con vosotros el inicio del Año académico, que coincide con la solemne inauguración de la nueva biblioteca y de esta aula magna. Agradezco al gran canciller, señor cardenal Camillo Ruini, las palabras de bienvenida que tan cordialmente me ha dirigido en nombre de toda la comunidad académica. Saludo al rector magnífico, mons. Rino Fisichella, y le agradezco lo que ha dicho dando inicio a este solemne acto académico. Saludo a los cardenales, a los arzobispos y obispos, a las autoridades académicas y a todos los profesores, así como al personal que trabaja en la Universidad. Saludo asimismo con especial afecto a todos los estudiantes, porque la Universidad fue creada para ellos.

Recuerdo con agrado mi última visita a esta Universidad Lateranense y, como si no hubiera pasado el tiempo, quisiera referirme al tema que se trató entonces, como si lo hubiéramos interrumpido sólo por algunos momentos. Un contexto como el académico invita de un modo muy peculiar a entrar de nuevo en el tema de la crisis de cultura y de identidad, que en estos decenios se presenta no sin dramatismo ante nuestros ojos.

La Universidad es uno de los lugares más cualificados para tratar de encontrar los caminos oportunos para salir de esta situación, pues en ella se conserva la riqueza de la tradición que permanece viva a lo largo de los siglos ―y precisamente la biblioteca es un medio esencial para conservar la riqueza de la tradición―; en ella se puede ilustrar la fecundidad de la verdad cuando es acogida en su autenticidad con espíritu sencillo y abierto.

En la Universidad se forman las nuevas generaciones, que esperan una propuesta seria, comprometedora y capaz de responder en nuevos contextos al interrogante perenne sobre el sentido de la propia existencia. Esta expectativa no debe quedar defraudada. El contexto contemporáneo parece conceder primacía a una inteligencia artificial cada vez más subyugada por la técnica experimental, olvidando de este modo que toda ciencia debe defender siempre al hombre y promover su búsqueda del bien auténtico. Conceder más valor al "hacer" que al "ser" no ayuda a restablecer el equilibrio fundamental que toda persona necesita para dar a su existencia un sólido fundamento y una finalidad válida.

En efecto, todo hombre está llamado a dar sentido a su obrar sobre todo cuando se sitúa en el horizonte de un descubrimiento científico que va contra la esencia misma de la vida personal. Dejarse llevar por el gusto del descubrimiento sin salvaguardar los criterios que derivan de una visión más profunda haría caer fácilmente en el drama del que se hablaba en el mito antiguo: el joven Ícaro, arrastrado por el gusto del vuelo hacia la libertad absoluta, desoyendo las advertencias de su anciano padre Dédalo, se acerca cada vez más al sol, olvidando que las alas con las que se ha elevado hacia el cielo son de cera. La caída desastrosa y la muerte son el precio que paga por esa engañosa ilusión. El mito antiguo encierra una lección de valor perenne. En la vida existen otras ilusiones engañosas, en las que no podemos poner nuestra confianza, si no queremos correr el riesgo de consecuencias desastrosas para nuestra vida y para la de los demás.

El profesor universitario no sólo tiene como misión investigar la verdad y suscitar perenne asombro ante ella, sino también promover su conocimiento en todos los aspectos y defenderla de interpretaciones reductivas y desviadas. Poner en el centro el tema de la verdad no es un acto meramente especulativo, restringido a un pequeño círculo de pensadores; al contrario, es una cuestión vital para dar profunda identidad a la vida personal y suscitar la responsabilidad en las relaciones sociales (cf. Ef 4, 25). De hecho, si no se plantea el interrogante sobre la verdad y no se admite que cada persona tiene la posibilidad concreta de alcanzarla, la vida acaba por reducirse a un abanico de hipótesis sin referencias ciertas.

Como decía el famoso humanista Erasmo: "Las opiniones son fuente de felicidad barata. Aprender la verdadera esencia de las cosas, aunque se trate de cosas de mínima importancia, cuesta gran esfuerzo" (Elogio de la locura XL, VII). Este es el esfuerzo que la Universidad debe tratar de realizar; se lleva a cabo mediante el estudio y la investigación, con espíritu de paciente perseverancia. En cualquier caso, este esfuerzo permite entrar progresivamente en el núcleo de las cuestiones y suscita la pasión por la verdad y la alegría por haberla encontrado.

Siguen siendo muy actuales las palabras del santo obispo Anselmo de Aosta: "Que yo te busque deseando; que te desee buscando; que te encuentre amando; y que te ame encontrándote" (Proslogion, 1). Ojalá que el espacio del silencio y de la contemplación, que son el escenario indispensable donde se sitúan los interrogantes que la mente suscita, encuentre entre estas paredes personas atentas que sepan valorar su importancia, su eficacia y sus consecuencias tanto para la vida personal como para la social.

Dios es la verdad última a la que toda razón tiende naturalmente, impulsada por el deseo de recorrer a fondo el camino que se le ha asignado. Dios no es una palabra vacía ni una hipótesis abstracta; al contrario, es el fundamento sobre el que se ha de construir la propia vida. Vivir en el mundo "veluti si Deus daretur" conlleva la aceptación de la responsabilidad que impulsa a investigar todos los caminos con tal de acercarse lo más posible a él, que es el fin hacia el cual tiende todo (cf. 1 Co 15, 24).

El creyente sabe que este Dios tiene un rostro y que, una vez para siempre, en Jesucristo se hizo cercano a cada hombre. Lo recordó con agudeza el concilio Vaticano II: "El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado" (Gaudium et spes, 22). Conocerlo a él es conocer la verdad plena, gracias a la cual se encuentra la libertad: "Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8, 32).

Antes de concluir, deseo expresar vivo aprecio por la realización de las nuevas instalaciones, que completan el complejo de edificios de la Universidad, haciéndola cada vez más adecuada para el estudio, la investigación y la animación de la vida de toda la comunidad. Habéis querido dedicar a mi pobre persona esta aula magna. Os agradezco el gesto. Espero que sea un centro fecundo de actividad científica a través del cual la Universidad Lateranense se transforme en instrumento de un fecundo diálogo entre las diversas realidades religiosas y culturales, en la búsqueda común de caminos que favorezcan el bien y el respeto de todos.

Con estos sentimientos, a la vez que pido al Señor que derrame sobre este lugar la abundancia de sus luces, encomiendo el camino de este año académico a la protección de la Virgen santísima, e imparto a todos la propiciadora bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LA FUNDACIÓN JUAN PABLO II

Lunes 23 de octubre de 2006



Ilustres señores y señoras:

Os saludo cordialmente a todos vosotros, que habéis venido a Roma para celebrar solemnemente el 25° aniversario de la Fundación Juan Pablo II.

Agradezco al señor cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo metropolitano de Cracovia, las palabras que me acaba de dirigir. Saludo al señor cardenal Adam Maida y a todos los arzobispos y obispos aquí presentes. Asimismo, saludo al consejo de la Fundación, encabezado por su presidente, el arzobispo Szczepan Wesoly, a los directores de cada una de las instituciones de la Fundación, así como a los presidentes y a los miembros de los Círculos de amigos de la Fundación, que han venido de diversos países del mundo.

Me alegra dar la bienvenida hoy a los representantes de quienes en todo el mundo se esfuerzan por mantener vivo el recuerdo de Juan Pablo II, de su enseñanza y de la obra apostólica que realizó a lo largo de su pontificado. Y es preciso decir que se trata de un esfuerzo realmente prometedor, porque no consiste sólo en una labor de archivo o investigación, sino que afecta al misterio de la santidad del siervo de Dios.

Gracias a vuestro apoyo espiritual y económico, la Fundación continúa la actividad marcada por los Estatutos tanto en el campo cultural y científico como en el social y pastoral. Recoge la documentación relativa al pontificado de Juan Pablo II; estudia y difunde la enseñanza pontificia y el magisterio de la Iglesia, estableciendo contactos y colaborando con los centros científicos y artísticos polacos e internacionales.

Esta actividad de la Fundación asume un nuevo significado después de la muerte del Pontífice. La recolección de los escritos pontificios y de la rica documentación de la actividad de la Santa Sede, así como de las obras literarias y de los comentarios presentados en los medios de comunicación social, ciertamente es un archivo completo, muy organizado, y constituye una base para el estudio atento y profundo del patrimonio espiritual de Juan Pablo II.

Hoy quisiera subrayar precisamente esta dimensión de la actividad de la Fundación, porque es de suma importancia: el estudio del pontificado. Juan Pablo II, filósofo y teólogo, gran pastor de la Iglesia, dejó una gran riqueza de escritos y gestos que expresan su deseo de difundir el Evangelio de Cristo en el mundo, usando los métodos indicados por el concilio Vaticano II, y de trazar las líneas de desarrollo de la vida de la Iglesia en el nuevo milenio. Estos dones valiosos no pueden caer en el olvido. A vosotros, queridos miembros y amigos de la Fundación Juan Pablo II, os encomiendo hoy la tarea de profundizar y transmitir a las futuras generaciones la riqueza de su mensaje.

Por último, una obra de particular importancia es la ayuda que se ofrece a los jóvenes, sobre todo a los de Europa centro-oriental, para que consigan los diferentes grados de instrucción en los diversos campos del saber.

Expreso mi gratitud a todos los que, en el arco de estos veinticinco años, han sostenido de varias maneras la actividad de la Fundación y a los que han dirigido esa actividad con sabiduría y entrega.
Os pido que no dejéis de realizar esta obra buena. Es necesario que continúe desarrollándose. Que el esfuerzo común, sostenido por la ayuda de Dios, siga produciendo frutos magníficos.

Os manifiesto mi agradecimiento por haber venido y por este encuentro. ¡Que Dios os bendiga!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PROFESORES Y ALUMNOS DE LAS UNIVERSIDADES
Y ATENEOS ECLESIÁSTICOS DE ROMA

Lunes 23 de octubre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros al final de la santa misa y poder así expresaros mis mejores deseos para el nuevo año académico. Saludo en primer lugar al señor cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que ha presidido la concelebración eucarística, y le agradezco cordialmente las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.

Saludo al secretario y a los demás colaboradores del dicasterio para la educación católica, renovando a todos la expresión de mi gratitud por el valioso servicio que prestan a la Iglesia en un ámbito tan importante para la formación de las nuevas generaciones. Mi saludo se extiende a los rectores, a los profesores y a los alumnos de todas las universidades y ateneos pontificios aquí presentes y a los que están espiritualmente unidos a nosotros en la oración.

Como todos los años, también esta tarde se ha dado cita la comunidad académica eclesiástica romana, formada por cerca de quince mil personas y caracterizada por una amplia multiplicidad de procedencias. De las Iglesias de todo el mundo, especialmente de las diócesis de reciente creación y de los territorios misioneros, vienen a Roma seminaristas y diáconos para frecuentar los ateneos pontificios, así como presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas, y no pocos laicos, para completar sus estudios superiores de licenciatura y doctorado, o para participar en otros cursos de especialización y actualización. Aquí encuentran profesores y formadores que, a su vez, son de diversas nacionalidades y de diferentes culturas. Con todo, esta variedad no crea dispersión, porque, como expresa de la forma más elevada también esta celebración litúrgica, todos los ateneos, las facultades y los colegios tienden a una unidad superior, obedeciendo a criterios comunes de formación, principalmente al de la fidelidad al Magisterio. Por tanto, al inicio del nuevo año, bendigamos al Señor por esta singular comunidad de profesores y alumnos, que manifiesta de modo elocuente la universalidad y la unidad de la Iglesia católica. Una comunidad tanto más hermosa porque se dirige de modo especial a los jóvenes, dándoles la oportunidad de entrar en contacto con instituciones de alto valor teológico y cultural, y ofreciéndoles al mismo tiempo la posibilidad de experiencias eclesiales y pastorales enriquecedoras.

Quisiera reafirmar también en esta ocasión, como lo he hecho en varios encuentros con sacerdotes y seminaristas, la importancia prioritaria de la vida espiritual y la necesidad de lograr, además del crecimiento cultural, una equilibrada maduración humana y una profunda formación ascética y religiosa.

Quien quiera ser amigo de Jesús y convertirse en su discípulo auténtico ―sea seminarista, sacerdote, religioso, religiosa o laico― no puede por menos de cultivar una íntima amistad con él en la meditación y en la oración. La profundización de las verdades cristianas y el estudio de la teología o de otra disciplina religiosa suponen una educación en el silencio y la contemplación, porque es necesario desarrollar la capacidad de escuchar con el corazón a Dios que habla.
El pensamiento siempre necesita purificación para poder entrar en la dimensión donde Dios pronuncia su Palabra creadora y redentora, su Verbo "salido del silencio", según una hermosa expresión de san Ignacio de Antioquía (Carta a los Magnesios VIII, 2). Nuestras palabras sólo pueden tener algún valor y utilidad si provienen del silencio de la contemplación; de lo contrario, contribuyen a la inflación de los discursos del mundo, que buscan el consenso de la opinión común.

Por tanto, quien estudia en un centro eclesiástico debe estar dispuesto a obedecer a la verdad y, en consecuencia, a cultivar una especial ascesis del pensamiento y de la palabra. Esa ascesis se basa en la familiaridad amorosa con la palabra de Dios y antes aún con el "silencio" del que brota la Palabra en el diálogo de amor entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. A ese diálogo también nosotros tenemos acceso mediante la santa humanidad de Cristo. Así pues, queridos amigos, como hicieron los discípulos del Señor, pedidle: Maestro, "enséñanos a orar" (Lc 11, 1), y también: enséñanos a pensar, a escribir y a hablar, porque estas cosas están íntimamente unidas entre sí.

Estas son las sugerencias que os doy a cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas, al inicio de este nuevo año académico. Las acompaño de buen grado con la seguridad de un recuerdo especial en la oración, para que el Espíritu Santo ilumine vuestro corazón y os lleve a un claro conocimiento de Cristo, capaz de transformar vuestra existencia, porque sólo él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68).

Vuestro futuro apostolado será fecundo y fructuoso en la medida en que, durante estos años, os preparéis estudiando con seriedad, y sobre todo alimentéis vuestra relación personal con él, tendiendo a la santidad y teniendo como único objetivo de vuestra existencia la realización del reino de Dios.

Encomiendo estos deseos a la maternal intercesión de María santísima, Sede de la Sabiduría. Que ella os acompañe a lo largo de este nuevo año de estudio y escuche todas vuestras expectativas y esperanzas.

Con afecto imparto a cada uno de vosotros y a vuestras comunidades de estudio, así como a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL SEÑOR FRANK DE CONINCK,
NUEVO EMBAJADOR DE BÉLGICA ANTE LA SANTA SEDE*

Jueves 26 de octubre de 2006

.

Señor embajador:

Me alegra darle la bienvenida al Vaticano para la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario del reino de Bélgica ante la Santa Sede y le doy las gracias por haberme transmitido el amable mensaje de su majestad el rey Alberto II y de su majestad la reina. Recordando la visita que me hicieron sus majestades el pasado mes de abril, le agradezco que al volver les exprese mis mejores deseos para sus personas, para la reina Fabiola, el príncipe Felipe y la princesa Matilde, así como para los responsables de la vida civil y para todo el pueblo belga.

Cincuenta años después de la puesta en marcha del gran proyecto de construcción europea, que proviene del espíritu cristiano y del que Bélgica ha sido parte activa desde el principio, los progresos son considerables, aunque recientemente han aparecido nuevas dificultades: el continente europeo recupera poco a poco su unidad en la paz, y la Unión europea ha llegado a ser, en el mundo, una fuerza económica de primer orden, así como un signo de esperanza para muchos.
Ante las exigencias de la globalización de los intercambios y de la solidaridad entre los hombres, Europa debe seguir abriéndose y comprometiéndose en las grandes obras del planeta.

Entre estos desafíos destaca la cuestión de la paz y la seguridad, pues existe una situación internacional debilitada por conflictos persistentes, en particular en Oriente Próximo con las situaciones siempre dramáticas de Tierra Santa, Líbano e Irak, pero también en África y en Asia. Es importante que la comunidad internacional, y especialmente la Unión europea, se movilicen con determinación en favor de la paz, del diálogo entre las naciones y del desarrollo. Sé que Bélgica no escatima esfuerzos en este sentido, y alabo particularmente los que realiza para ayudar a los países de África central a proyectar en paz su futuro, así como los que lleva a cabo en el marco del Líbano, al que usted acaba de referirse. Por mi parte, puedo asegurarle el firme compromiso de la Santa Sede de favorecer con todas sus fuerzas la paz y el desarrollo.

Otro desafío concierne al futuro del hombre y su identidad. Los inmensos progresos de la técnica han cambiado muchas prácticas en el campo de las ciencias médicas, y la liberalización de las costumbres ha relativizado considerablemente normas que parecían intocables. Por eso, en las sociedades occidentales, caracterizadas además por la sobreabundancia de bienes de consumo y por el subjetivismo, el hombre afronta una crisis de sentido. En efecto, en algunos países se promulgan legislaciones nuevas que amenazan el respeto a la vida humana desde su concepción hasta su fin natural, con el riesgo de utilizarla como un objeto de investigación y experimentación, atentando gravemente contra la dignidad fundamental del ser humano.

La Iglesia, fundándose en su larga experiencia y en el tesoro de la Revelación que ha recibido en depósito para compartirlo, quiere recordar con fuerza lo que cree a propósito del hombre y de su elevado destino, dando a cada uno la clave de lectura de la existencia y razones para esperar. Esto es lo que desea proponer durante la misión que comenzará dentro de algunos días, "Bruselas, Todos los Santos 2006". Cuando los obispos de Bélgica se pronuncian en favor del desarrollo de los cuidados paliativos, para permitir morir con dignidad a quienes lo deseen, o cuando intervienen en los debates de la sociedad para recordar que existe "una frontera moral invisible ante la cual el progreso técnico debe detenerse: la dignidad del hombre" (Declaración Dignidad del niño y técnica médica de los obispos de Bélgica), quieren servir a toda la sociedad, indicando las condiciones de un verdadero futuro de libertad y dignidad para el hombre. Juntamente con ellos, invito a los responsables políticos encargados de elaborar las leyes para el bien de todos a valorar con seriedad su responsabilidad y las implicaciones de estas cuestiones humanas.

Su país, el reino de Bélgica, se ha construido en torno al principio monárquico, haciendo del rey el garante de la unidad nacional y del respeto de las particularidades lingüísticas y culturales de cada comunidad en el seno de la nación. Sabemos bien que la unidad de un país, que siempre se puede perfeccionar, requiere por parte de todos la voluntad de servir al interés común y de conocerse cada vez mejor gracias al diálogo y al enriquecimiento mutuo.

Hoy, la acogida de los inmigrantes, cada vez más numerosos, y la multiplicación en la misma tierra de comunidades diferentes por su cultura de origen o su religión, hacen absolutamente necesario, en nuestras sociedades, el diálogo entre las culturas y entre las religiones, como recordé durante mi reciente viaje a Baviera y como usted mismo acaba de subrayar. Conviene profundizar el conocimiento mutuo, respetando las convicciones religiosas de cada uno y las legítimas exigencias de la vida social, de acuerdo con las leyes en vigor, y acoger a los inmigrantes de manera que se respete siempre su dignidad. Para ello es importante poner en práctica una política de inmigración que integre los intereses del país de acogida y el desarrollo necesario de los países menos favorecidos, política sostenida también por una voluntad de integración que no permita que se desarrollen situaciones de rechazo o de falta de derecho, como lo revela el drama de los indocumentados. Así se evitarán los riesgos de replegarse en sí mismos, del nacionalismo exacerbado o incluso de la xenofobia, y se podrá esperar un desarrollo armonioso de nuestras sociedades para el bien de todos los ciudadanos.

Al final de nuestro encuentro, señor embajador, permítame saludar a través de usted a los obispos y a todos los miembros de la comunidad católica de Bélgica, para alentarlos a testimoniar siempre su esperanza, en todos los sectores de la vida social y profesional, sin olvidar las cárceles, los hospitales y todas las nuevas situaciones de pobreza que puedan existir. Que comuniquen la buena nueva del amor de Dios.

Al iniciar su noble misión, tenga la seguridad de que encontrará siempre una acogida atenta entre mis colaboradores; le expreso, señor embajador, mis mejores deseos para su feliz cumplimiento y para que prosigan y se desarrollen relaciones armoniosas entre la Santa Sede y el reino de Bélgica.
Sobre usted, sobre su familia y sobre todo el personal de la embajada, así como sobre la familia real, sobre los responsables y sobre todos los habitantes del país, invoco la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL V CONGRESO INTERNACIONAL
DE LOS ORDINARIOS MILITARES

Jueves 26 de octubre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión del V Congreso internacional de los Ordinariatos militares y dirijo a cada uno de vosotros mi saludo.

Saludo de modo especial al cardenal Giovanni Battista Re, y le agradezco sus cordiales palabras.
Hace veinte años, exactamente el 21 de abril de 1986, el amado Juan Pablo II promulgó la constitución apostólica Spirituali militum curae, con la que se actualizaba la reglamentación canónica de la atención espiritual de los militares, a la luz del concilio Vaticano II, teniendo en cuenta las transformaciones relativas a las fuerzas armadas y a su misión en el ámbito nacional e internacional.

En realidad, en los últimos decenios el escenario mundial ha cambiado ulteriormente. Por ello, el documento pontificio, aun conservando plena actualidad porque la orientación pastoral de la Iglesia no cambia, exige que se adapte cada vez mejor a las necesidades del momento presente. Eso es lo que muy oportunamente habéis querido hacer con este congreso, organizado por la Congregación para los obispos.

Ante todo, es importante releer el Proemio de la constitución apostólica: contiene las motivaciones de la intervención magisterial y manifiesta el espíritu pastoral que anima, inspira y orienta todas las disposiciones normativas. Son dos los valores fundamentales que ese documento pone de relieve: el valor de la persona y el valor de la paz. Toda la revisión estructural que equipara los Ordinariatos a las Diócesis, el Ordinario al Obispo diocesano, y el capellán al párroco, obedece al criterio del servicio a las personas de los militares, los cuales "necesitan una forma concreta y específica de asistencia pastoral" (Proemio: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de junio de 1986, p. 9).

Con todo, al mismo tiempo, se afirma que las personas a las que se dirige el Ordinariato no dejan de ser fieles de la Iglesia particular en la que habitan o a cuyo rito pertenecen (cf. Spirituali militum curae, IV). Eso exige comunión y coordinación entre el Ordinariato militar y las demás Iglesias particulares (cf. ib., II, 4). Todo esto pone de relieve el objetivo prioritario de la asistencia a los christifideles, o sea, permitirles vivir en plenitud la vocación bautismal y la pertenencia eclesial.

Así, nos encontramos en la misma perspectiva en que se situó el siervo de Dios Juan Pablo II con ocasión del III Congreso de los Ordinarios militares, en el año 1994 (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de marzo de 1994, p. 8). Poner en primer lugar a las personas significa privilegiar la formación cristiana del militar, acompañándolo a él y a sus familiares a lo largo del itinerario de la iniciación cristiana, del camino vocacional, de la maduración en la fe y en el testimonio; y, al mismo tiempo, favorecer las formas de fraternidad y comunidad, así como de oración litúrgica y no litúrgica, que sean apropiadas al ambiente y a las condiciones de vida de los militares.

El segundo aspecto que quisiera destacar es la importancia fundamental del valor de la paz. A este propósito, la Spirituali militum curae, en el Proemio, cita expresamente la constitución conciliar Gaudium et spes, recordando que los que prestan servicio militar pueden considerarse "como servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos", porque "mientras desempeñan correctamente esta función, contribuyen realmente al establecimiento de la paz" (Gaudium et spes, 79).

Así pues, si el Concilio llama a los militares servidores de la paz, ¡cuánto más lo serán los pastores a los que los militares están encomendados! Por eso, os exhorto a todos vosotros a hacer que los capellanes militares sean auténticos expertos y maestros de lo que la Iglesia enseña y practica con vistas a la construcción de la paz en el mundo.

La constitución apostólica del Papa Juan Pablo II constituye una etapa significativa de este magisterio, y su contribución al respecto se puede sintetizar en la expresión que con razón vosotros habéis recogido y puesto como tema de este congreso: "Ministerium pacis inter arma", "Servicio de paz entre las armas". Mi predecesor lo presentaba como "nuevo anuncio del Evangelio en el mundo militar, del que los militares cristianos y sus comunidades no pueden por menos de ser los primeros heraldos" (Discurso al III Congreso de los Ordinarios militares, 11 de marzo de 1994, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 18 de marzo de 1994, p. 9).

La Iglesia es misionera por naturaleza y su primera tarea es la evangelización, que tiene como fin anunciar y testimoniar a Cristo y promover en todos los ambientes y culturas su Evangelio de paz y amor. También en el mundo militar la Iglesia está llamada a ser "sal", "luz" y "levadura", según las imágenes que utiliza Jesús mismo, para que las mentalidades y las estructuras estén cada vez más plenamente orientadas a la construcción de la paz, es decir, del "orden diseñado y querido por el amor de Dios" (Mensaje para la Jornada mundial de la paz del 1 de enero de 2006, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de diciembre de 2005, p. 3), en el que las personas y los pueblos pueden desarrollarse íntegramente y ver reconocidos sus derechos fundamentales (cf. ib., n. 4).

El magisterio de la Iglesia sobre el tema de la paz constituye un aspecto esencial de su doctrina social y, partiendo de raíces antiquísimas, se fue desarrollando en el último siglo en una especie de "crescendo" que culminó en la constitución pastoral Gaudium et spes, en las encíclicas del beato Juan XXIII y de los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, así como en sus intervenciones en la ONU y en los Mensajes para las Jornadas mundiales de la paz.

Este insistente llamamiento a la paz ha influido en la cultura occidental promoviendo el ideal de que las fuerzas armadas están "al servicio exclusivo de la defensa de la seguridad y de la libertad de los pueblos" (Discurso al III Congreso de los Ordinarios militares, 11 de marzo de 1994, n. 4).
Por desgracia, a veces otros intereses -económicos y políticos-, fomentados por las tensiones internacionales, hacen que esta tendencia constructiva encuentre obstáculos y sufra retrasos, como lo manifiestan también las dificultades que afrontan los procesos de desarme. Desde dentro del mundo militar, la Iglesia seguirá ofreciendo su servicio a la formación de las conciencias, con la certeza de que la palabra de Dios, generosamente sembrada y valientemente acompañada por el servicio de la caridad y de la verdad, produce fruto a su tiempo.

Queridos y venerados hermanos, para ofrecer a las personas una adecuada atención pastoral y para cumplir la misión evangelizadora, los Ordinariatos militares necesitan presbíteros y diáconos motivados y formados, así como laicos que colaboren activa y responsablemente con los pastores.
Por tanto, me uno a vosotros en la oración al Dueño de la mies, a fin de que mande obreros a esta mies, en la que vosotros ya trabajáis con admirable celo.

Que los brillantes ejemplos de tantos capellanes militares, como el beato don Secondo Pollo, que han realizado su servicio con heroica entrega a Dios y a los hermanos, estimulen a los jóvenes a poner toda su vida al servicio del reino de Dios, reino de amor, de justicia y de paz.

Que vele siempre sobre vuestro ministerio la Virgen María y os acompañe mi bendición, que os imparto de corazón a todos vosotros y a vuestras respectivas comunidades eclesiales.


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ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA REUNIÓN
DE LAS COMUNIONES CRISTIANAS MUNDIALES

Viernes 27 de octubre de 2006



Queridos amigos:

"A vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7). Con estas palabras, el apóstol san Pablo saludó a la primitiva comunidad cristiana de Roma, y con esta misma oración os doy hoy la bienvenida a la ciudad en la que san Pedro y san Pablo desempeñaron su ministerio y derramaron su sangre por Cristo.

Durante decenios, la Conferencia de secretarios de las Comuniones cristianas mundiales ha sido un foro para establecer contactos fructuosos entre las diversas comunidades eclesiales. Esto ha permitido a sus representantes construir la confianza recíproca necesaria para poner la riqueza de las diferentes tradiciones cristianas al servicio de nuestra llamada común al seguimiento de Cristo.

Me alegra encontrarme hoy con todos vosotros y alentaros en vuestro trabajo. Cada paso hacia la unidad cristiana contribuye a proclamar el Evangelio, y es posible por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que oró para que sus discípulos fueran uno "para que el mundo crea" (Jn 17, 21).

Para todos nosotros resulta evidente que el mundo actual necesita una nueva evangelización, que los cristianos deben dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 P 3, 15). Sin embargo, lamentablemente los que profesamos que Jesucristo es el Señor estamos divididos y no siempre podemos dar un testimonio común coherente. Todos tenemos una gran responsabilidad en este sentido.

Desde esta perspectiva, me agrada ver que el tema de vuestra reunión, "Diversas maneras de ver la unidad cristiana" se centra en una cuestión ecuménica fundamental. Los diálogos teológicos entablados por muchas Comuniones cristianas mundiales se han caracterizado por el compromiso de superar lo que divide, buscando la unidad en Cristo que queremos alcanzar. Por muy difícil que sea el camino, no debemos perder de vista el objetivo final: la plena comunión visible en Cristo y en la Iglesia.

Podríamos sentir la tentación del desaliento cuando el progreso es lento, pero lo que está en juego es demasiado como para volver atrás. Por el contrario, hay buenas razones para avanzar, como mi predecesor Juan Pablo II indicó en la encíclica Ut unum sint sobre el compromiso ecuménico de la Iglesia católica, en la que habla de una fraternidad redescubierta y de una mayor solidaridad al servicio de la humanidad (cf. n. 41 ss).

La Conferencia de secretarios de las Comuniones cristianas mundiales sigue afrontando importantes cuestiones sobre su identidad y su papel específico en el movimiento ecuménico. Oremos para que esta reflexión aporte ideas nuevas sobre la perenne cuestión ecuménica de la acogida de los resultados alcanzados (cf. ib., 80 s), y para que esto contribuya a fortalecer el testimonio común tan necesario hoy en día.

El Apóstol nos asegura que "el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza" (Rm 8, 26). Aunque todavía quedan muchos obstáculos por superar, creemos firmemente que el Espíritu Santo está siempre presente y nos conduce por la senda recta. Prosigamos nuestro camino con paciencia y determinación, ofreciendo todos nuestros esfuerzos a Dios "por Jesucristo: ¡A él la gloria por los siglos de los siglos!" (Rm 16, 27).


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE IRLANDA
EN VISITA "AD LIMINA"

Sábado 28 de octubre de 2006


Queridos hermanos en el episcopado:

Con las palabras de un saludo irlandés tradicional, sed cien mil veces bienvenidos, obispos de Irlanda, con ocasión de vuestra visita ad limina. Ojalá que al venerar las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo os inspiréis en la valentía y en la visión de estos dos grandes santos, que con tanta fidelidad guiaron el camino de la misión de la Iglesia de anunciar a Cristo al mundo. Hoy habéis venido para fortalecer los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro, y de buen grado expreso mi aprecio por las amables palabras que en vuestro nombre me ha dirigido el arzobispo Seán Brady, presidente de vuestra Conferencia episcopal.

El testimonio constante que han dado innumerables generaciones de irlandeses de su fe en Cristo y su fidelidad a la Santa Sede han forjado a Irlanda en el nivel más profundo de su historia y de su cultura. Todos somos conscientes de la contribución excepcional que Irlanda ha dado a la vida de la Iglesia, y de la extraordinaria valentía de sus hijos e hijas misioneros, que han llevado el mensaje evangélico más allá de sus costas. Mientras tanto, la llama de la fe ha seguido ardiendo valientemente en el país, a través de todas las pruebas que ha debido afrontar vuestro pueblo a lo largo de su historia. Con palabras del salmista: "Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades" (Sal 89, 2).

El tiempo actual ofrece muchas oportunidades nuevas para dar testimonio de Cristo y plantea nuevos desafíos para la Iglesia en Irlanda. Habéis hablado de las consecuencias que ha tenido para la sociedad el aumento de la prosperidad que se ha producido durante los últimos quince años. Después de siglos de emigración, que implicaba el dolor de la separación para tantas familias, estáis experimentando por primera vez una oleada de inmigración. La tradicional hospitalidad irlandesa encuentra formas nuevas e inesperadas. Como el hombre sabio que saca de sus arcas "lo nuevo y lo viejo" (Mt 13, 52), vuestro pueblo debe observar los cambios de la sociedad con discernimiento, y para ello espera vuestra orientación. Ayudadle a reconocer la incapacidad de la cultura secular y materialista de dar satisfacción y alegría auténticas. Sed audaces hablándole de la alegría que implica seguir a Cristo y vivir de acuerdo con sus mandamientos. Recordadle que nuestro corazón ha sido creado para el Señor, y que estará inquieto hasta que descanse en él (cf. san Agustín, Confesiones I, 1).

Con mucha frecuencia el testimonio de la Iglesia, que va contracorriente, es mal interpretado, como algo retrasado y negativo en la sociedad actual. Por eso es importante destacar la buena nueva, el mensaje del Evangelio que da vida y la da en abundancia (cf. Jn 10, 10). Aunque es necesario denunciar con fuerza los males que nos amenazan, debemos corregir la idea de que el catolicismo no es más que "una serie de prohibiciones".

En este aspecto hace falta una sólida catequesis y una cuidadosa "formación del corazón", y al respecto vosotros, en Irlanda, habéis sido bendecidos con grandes recursos en vuestra red de escuelas católicas y con numerosos profesores religiosos y laicos entregados a esa labor, comprometidos con seriedad en la educación de los jóvenes. Seguid alentándolos en su misión y aseguraos de que sus programas catequísticos se basen en el Catecismo de la Iglesia católica, así como en el nuevo Compendio. Es necesario evitar una presentación superficial de la enseñanza católica, porque sólo la plenitud de la fe puede comunicar la fuerza liberadora del Evangelio.
Vigilando la calidad de los programas de estudio y de los libros de texto utilizados, y proclamando la doctrina de la Iglesia en su integridad, cumplís vuestro deber de "anunciar la Palabra... a tiempo y a destiempo..., con toda paciencia y doctrina" (2 Tm 4, 2).

En el ejercicio de vuestro ministerio pastoral, durante los últimos años habéis tenido que responder a muchos casos dolorosos de abuso sexual de menores. Son mucho más trágicos cuando el pederasta es un clérigo. Las heridas causadas por estos actos son profundas, y es urgente reconstruir la confianza donde ha sido dañada. En vuestros continuos esfuerzos por afrontar de modo eficaz este problema, es importante establecer la verdad de lo sucedido en el pasado, dar todos los pasos necesarios para evitar que se repita, garantizar que se respeten plenamente los principios de justicia y, sobre todo, curar a las víctimas y a todos los afectados por esos crímenes abominables.

De este modo, la Iglesia en Irlanda se fortalecerá y podrá dar un testimonio más eficaz de la fuerza redentora de la cruz de Cristo. Ruego para que, por la gracia del Espíritu Santo, este tiempo de purificación permita a todo el pueblo de Dios en Irlanda "conservar y llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron" (Lumen gentium, 40).

La excelente labor y la entrega desinteresada de la gran mayoría de los sacerdotes y los religiosos en Irlanda no deben quedar oscurecidas por las transgresiones de algunos de sus hermanos. Estoy seguro de que la gente lo entiende, y sigue sintiendo afecto y estima por su clero. Animad a vuestros sacerdotes a buscar siempre la renovación espiritual y a redescubrir la alegría de apacentar su grey dentro de la gran familia de la Iglesia. Hubo una época en que Irlanda fue bendecida con tal abundancia de vocaciones sacerdotales y religiosas, que gran parte del mundo pudo beneficiarse de sus trabajos apostólicos. Pero durante los últimos años el número de vocaciones ha disminuido notablemente.

Por consiguiente, urge prestar atención a las palabras del Señor: «La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38). Me alegra saber que muchas de vuestras diócesis han adoptado la práctica de la oración silenciosa por las vocaciones ante el santísimo Sacramento. Es necesario promoverla encarecidamente. Pero, sobre todo a vosotros, los obispos, y a vuestro clero, os corresponde ofrecer a los jóvenes una imagen positiva y atractiva del sacerdocio ordenado. Nuestra oración por las vocaciones se debe "transformar en acción, a fin de que de nuestro corazón brote luego la chispa de la alegría en Dios, de la alegría por el Evangelio, y suscite en otros corazones la disponibilidad a dar su "sí"» (Homilía durante la celebración de la Palabra con los sacerdotes y diáconos permanentes, en Freising, 14 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 16).

Aunque en algunos ambientes se considera pasado de moda el compromiso cristiano, los jóvenes de Irlanda tienen verdadera hambre espiritual y un generoso deseo de servir a los demás. La vocación al sacerdocio o a la vida religiosa ofrece la oportunidad de responder a este deseo de un modo que implica profunda alegría y realización personal.

Permitidme añadir una observación que llevo en mi corazón. Durante muchos años los representantes cristianos de todas las denominaciones, los líderes políticos y numerosos hombres y mujeres de buena voluntad se han comprometido en la búsqueda de medios a fin de garantizar un futuro más prometedor para Irlanda del Norte. Aunque el camino sea arduo, en los últimos tiempos se han logrado muchos progresos. Ruego para que los esfuerzos de las personas implicadas lleven a la creación de una sociedad marcada por el espíritu de reconciliación, el respeto mutuo y la cooperación para el bien común de todos.

Al disponeros a volver a vuestras diócesis, encomiendo vuestro ministerio apostólico a la intercesión de todos los santos de Irlanda, y os aseguro mi profundo afecto y mi oración constante por vosotros y por todo el pueblo irlandés.

Que Nuestra Señora de Knock vele sobre vosotros y os proteja siempre. A todos vosotros, y a los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestra amada isla imparto cordialmente mi bendición apostólica como prenda de paz y alegría en el Señor Jesucristo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE GRECIA
EN VISITA "AD LIMINA"

Lunes 30 de octubre de 2006



Venerados hermanos en el episcopado:

Al venir vosotros de una tierra muy amada por el Apóstol de los gentiles, me es grato saludaros con sus mismas palabras: "Doy gracias a Dios sin cesar por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en Cristo Jesús, pues en él habéis sido enriquecidos en todo" (1 Co 1, 4-5). Me alegra acogeros como Sucesor de Pedro, el Apóstol al que Cristo encomendó de modo particular la responsabilidad de promover la unidad de la Iglesia, Esposa por la cual derramó su sangre en la cruz. La visita ad limina que estáis realizando constituye un deber de particular relieve en el fortalecimiento de la comunión que, por gracia de Dios, existe entre nosotros. Es un don de Dios del que somos conscientes y del que nos proponemos ser custodios celosos.

En los encuentros que he tenido con cada uno de vosotros he podido percibir la preocupación común por la rápida transformación de la configuración de vuestras comunidades. Los acontecimientos políticos y sociales que se han producido en el área donde se encuentran las Iglesias que se os han encomendado han creado problemas pastorales que requieren soluciones tempestivas. En particular, el notable flujo de católicos que llegan de las naciones limítrofes os plantea a vosotros y a vuestro clero nuevas exigencias de servicio ministerial al que no es fácil proveer. Por tanto, comprendo vuestras preocupaciones pastorales con respecto a una grey que ha aumentado mucho y es muy variada a causa de la presencia de fieles de diferentes lenguas y ritos.
Pienso que el desarrollo de un diálogo constructivo con los demás Episcopados es muy oportuno precisamente a la luz de la nueva situación. Como fruto de ese diálogo se podrán tomar seguramente decisiones adecuadas tanto para contar con los ministros sagrados necesarios como para obtener los recursos indispensables.

Obviamente, es preciso que se respeten las identidades específicas, pero sin sacrificar por esto la vida y los programas de las Iglesias que Cristo os ha encomendado. Vosotros sois los pastores del pueblo de Dios en tierra griega: no se trata simplemente de un título honorífico, sino de una verdadera responsabilidad con obligaciones precisas.

A este propósito, os exhorto cordialmente a perseverar en vuestros esfuerzos por estimular la pastoral vocacional: es preciso, por una parte, cultivar atentamente los gérmenes de vocación que Dios sigue sembrando en el corazón de los muchachos y las muchachas también en nuestro tiempo; por otra, se deberá invitar a las comunidades cristianas a orar con más intensidad "al Dueño de las mies" a fin de que suscite nuevos ministros y nuevas personas consagradas para la conveniente realización de las diversas tareas requeridas por el Cuerpo místico de Cristo.

En cualquier caso, deseo que, con generosa entrega por parte de todos, también en la actual situación se afronten las necesidades espirituales de los numerosos inmigrantes que han encontrado en vuestro país acogida digna y cordial. Este es el estilo propio de vuestra gente, que desde siempre ha sabido abrirse a un contacto constructivo con los pueblos limítrofes. También gracias a esta prerrogativa innata, sabréis seguramente enfocar del mejor modo posible el diálogo con los demás Episcopados católicos de los diversos ritos, a fin de organizar oficinas pastorales adecuadas para un fructuoso testimonio evangélico en vuestra tierra.

La Providencia os ha puesto en estrecho contacto con nuestros hermanos ortodoxos que, numéricamente, son la mayoría de vuestros compatriotas. Todos tienen un gran deseo de participar juntos en el único altar sobre el cual se ofrece, bajo las especies del Sacramento, el único sacrificio de Cristo. Intensifiquemos la oración para que se apresure el día bendito en el que podamos partir juntos el Pan y beber juntos del mismo Cáliz, en el que está puesto el precio de nuestra salvación.

En este contexto, deseo que se abran siempre mayores perspectivas de un diálogo constructivo entre la Iglesia ortodoxa de Grecia y la Iglesia católica, y que se multipliquen las iniciativas comunes de orden espiritual, cultural y práctico. Además, me es grato dirigir un saludo, expresión de mis mejores deseos, a Su Beatitud el arzobispo Christódulos de Atenas y de toda Grecia, pidiendo al Señor que sostenga su clarividencia y su prudencia en la realización del delicado servicio que le ha encomendado. A través de él quiero saludar con vivo afecto al Santo Sínodo de la Iglesia ortodoxa de Grecia y a todos los fieles a los que amorosamente sirve con dedicación apostólica. Estoy seguro de que vosotros, venerados hermanos, ofreceréis vuestra eficaz colaboración al Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos y a los miembros del Colegio episcopal de la Iglesia ortodoxa de Grecia para favorecer ulteriores progresos por el camino de la anhelada unidad plena.

En las conversaciones que he tenido con vosotros he recogido también vuestros deseos de que el Estado defina el derecho de tener un estatuto jurídico apropiado y reconocido. Sobre la cuestión, como sabéis bien, se está manteniendo un diálogo en el que no es protagonista principal la Sede apostólica. En efecto, se trata de materia interna, a la que sin embargo la Santa Sede está muy atenta, porque desea una solución adecuada de los problemas planteados, no sólo sobre la base de la legislación local vigente y de las directrices europeas, sino también del derecho internacional y de la práctica ya consolidada de relaciones bilaterales cordiales y fructuosas.

Además del diálogo, en este campo hace falta perseverancia. No es necesario añadir que la Iglesia católica no busca ningún privilegio; sólo pide que se reconozcan su identidad y su misión, para poder contribuir eficazmente al bienestar integral del noble pueblo griego, del que sois parte integrante. Con paciencia y respeto de los procedimientos legítimos será posible llegar, gracias al compromiso de todos, al deseado acuerdo.

Venerados hermanos, con viva participación he conocido, a través de vosotros los problemas que afrontan numerosas comunidades por los desplazamientos internos de los fieles. Muchos de ellos se encuentran en una situación de dispersión en el territorio, con la consecuencia de graves dificultades en las relaciones con los respectivos pastores. También a la luz de estos fenómenos se revela la gran importancia de la unidad afectiva y efectiva de vosotros, los obispos, mediante una coordinación interna cada vez más eficaz.

El análisis que habéis hecho juntos de los problemas comunes lleva a soluciones compartidas y a un itinerario eclesial en el que cada uno está llamado a dar su aportación a las necesidades del otro, para construir juntos el reino de Dios. En efecto, el ministro de Dios tiene el deber de hacer todo lo posible para que los dones dados por Dios a cada uno contribuyan a la edificación de todos, glorificando así al único Señor.

Queridos hermanos, el Espíritu de Cristo os ha puesto en la Iglesia como pastores y maestros. No temáis las dificultades; más bien, en todas las cosas dad gracias a Dios, cooperando con él en la salvación de las almas. Tened la seguridad de que la Providencia no os abandonará en vuestros esfuerzos.

Al volver a vuestras respectivas sedes, transmitid mi saludo cordial a vuestros sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles, asegurándoles mi ferviente oración y mi constante afecto. A la vez que invoco sobre cada uno la intercesión celestial de María, Reina de los Apóstoles, os imparto a vosotros y a cuantos están encomendados a vuestra solicitud pastoral una especial bendición, prenda de los abundantes consuelos del Señor.


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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE MIEMBROS DE "PRO PETRI SEDE"
Y DE "ETRENNES PONTIFICALES"

Lunes 30 de octubre de 2006



Queridos amigos:

Os acojo con alegría. Habéis venido a Roma para manifestar, de modo especial en este momento, vuestra adhesión a la Sede apostólica.

El sentido de la comunión eclesial que tenéis se expresa todos los años con un gesto generoso de solidaridad, destinado a socorrer a nuestros hermanos más necesitados. Ya en tiempos de los Apóstoles, los miembros de la comunidad cristiana primitiva "lo tenían todo en común" (Hch 2, 44-45), y san Pablo se preocupaba de organizar en todas las comunidades que fundaba el servicio de la colecta en favor de las demás Iglesias (cf. 1 Co 16, 1).

Como recordé en la encíclica Deus caritas est, "para la Iglesia, la caridad no es una especie de actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (n. 25). Y añadí: "La Iglesia es la familia de Dios en el mundo. En esta familia no debe haber nadie que sufra por falta de lo necesario" (ib.).

Ya conocéis las inmensas necesidades de la solidaridad, para que se respete la dignidad fundamental de nuestros hermanos, para que tengan alimentos y reciban alojamiento y educación. Cada año respondéis generosamente entregando al Papa el fruto de vuestra colecta.

Os expreso mi profundo agradecimiento por vuestra generosidad, en nombre de todas las comunidades cristianas a las que vuestros donativos ayudarán, para que estén siempre al servicio de la misión, anunciando la Palabra de vida, ofreciendo los sacramentos de la salvación y poniendo en práctica la caridad de Cristo.

A la vez que os encomiendo a vosotros y a vuestras familias a la intercesión solícita y maternal de la madre de Dios, Nuestra Señora del Rosario, os imparto de corazón una particular bendición apostólica, que extiendo a todos los miembros de vuestras dos asociaciones y a sus familiares.


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27/05/2013 19:04


DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
DURANTE SU VISITA A LA PONTIFICIA UNIVERSIDAD
GREGORIANA DE ROMA

Viernes 3 de noviembre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos profesores y queridos estudiantes:

Me alegra encontrarme hoy con vosotros. Os saludo en primer lugar precisamente a vosotros, los estudiantes, que veo en gran número en este elegante y austero patio porticado, pero sé que también en varias aulas hay muchos que están en contacto con nosotros a través de pantallas y altavoces. Queridos jóvenes, os agradezco los sentimientos expresados por vuestro representante y por vosotros mismos. En cierto sentido, la Universidad es propiamente vuestra. Desde el lejano 1551, cuando san Ignacio de Loyola la fundó, existe para vosotros, para los estudiantes. Todas las energías gastadas por vuestros profesores y docentes en la enseñanza y en la investigación son por vosotros. Por vosotros son las preocupaciones y los esfuerzos diarios del rector magnífico, de los vicerrectores, de los decanos y de los directores. Vosotros sois conscientes de ello y estoy seguro de que también os sentís agradecidos.

Saludo en especial al cardenal Zenon Grocholewski. Como prefecto de la Congregación para la educación católica, es el gran canciller de esta universidad y representa en ella al Romano Pontífice (cf. Statuta Universitatis, art. 6, 2). Precisamente por eso, mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, declaró la Universidad Gregoriana "plenissimo iure ac nomine" pontificia (cf. carta apostólica Gregorianam studiorum, en AAS 24 [1932] 268).

La historia misma del Colegio Romano y de la Universidad Gregoriana, su heredera, como recordaba el padre rector en las palabras que me ha dirigido, es el fundamento de este estatuto totalmente particular. Saludo al reverendo padre Peter-Hans Kolvenbach, s.j., que, como prepósito general de la Compañía de Jesús, es el vice gran canciller de la Universidad y el responsable más inmediato de esta obra, que no dudo en calificar como uno de los grandes servicios que la Compañía de Jesús presta a la Iglesia universal.

Saludo a los bienhechores aquí presentes. El Freundeskreis der Gregoriana de Alemania, la Gregorian University Foundation de Nueva York, la Fundación La Gregoriana de Roma, y otros grupos de bienhechores. Queridos hermanos, os agradezco lo que hacéis con generosidad para sostener esta obra que la Santa Sede ha encomendado y sigue encomendando a la Compañía de Jesús. Saludo a los padres jesuitas que aquí desempeñan su actividad de enseñanza con laudable espíritu de abnegación y austeridad de vida.

Dirijo mi saludo a los demás profesores y lo extiendo también a los padres y hermanos del Pontificio Instituto Bíblico y del Pontificio Instituto Oriental, que, juntamente con la Gregoriana, forman un consortium académico (cf. Pío XI, motu proprio Quod maxime, 30 de septiembre de 1928) prestigioso, no sólo por lo que atañe a la enseñanza, sino también al patrimonio de libros de las tres bibliotecas, que poseen fondos especializados incomparables.

Saludo, por último al personal no docente de la Universidad, que ha querido expresar también sus sentimientos a través del secretario general, al que doy las gracias. El personal no docente presta diariamente un servicio oculto, pero muy importante para la misión que la Gregoriana está llamada a realizar por mandato de la Santa Sede. A cada uno de ellos va mi cordial aliento.

Con alegría me encuentro en este patio porticado, que he cruzado en varias ocasiones. Recuerdo en especial la defensa de la tesis del padre Lohfink durante el Concilio, en presencia de muchos cardenales y también de pobres peritos como yo. Quiero recordar en particular el tiempo en que, siendo profesor ordinario de dogmática e historia del dogma en la Universidad de Ratisbona, fui invitado en 1972 por el rector de entonces, p. Hervé Carrier, s.j., a dirigir un curso a los estudiantes del segundo ciclo de especialización en teología dogmática. Dirigí un curso sobre la santísima Eucaristía.

Con la familiaridad de entonces, os digo a vosotros, queridos profesores y estudiantes, que el compromiso del estudio y de la enseñanza, para que tenga sentido en relación con el reino de Dios, debe estar sostenido por las virtudes teologales. En efecto, el objeto inmediato de la ciencia teológica, en sus diversas especificaciones, es Dios mismo, que se reveló en Jesucristo, Dios con rostro humano. También cuando el objeto inmediato es el pueblo de Dios en su dimensión visible e histórica, como en el derecho canónico y en la historia de la Iglesia, el análisis profundo de la materia vuelve a impulsar a la contemplación, en la fe, del misterio de Cristo resucitado. Es él quien, presente en su Iglesia, la conduce entre los acontecimientos del tiempo hacia la plenitud escatológica, una meta hacia la que caminamos sostenidos por la esperanza.

Sin embargo, no basta conocer a Dios para poder encontrarlo realmente; también hay que amarlo. El conocimiento se debe transformar en amor. El estudio de la teología, del derecho canónico y de la historia de la Iglesia no es sólo conocimiento de las proposiciones de la fe en su formulación histórica y en su aplicación práctica; también es siempre inteligencia de las mismas en la fe, en la esperanza y en la caridad. Sólo el Espíritu escruta las profundidades de Dios (cf. 1 Co 2, 10); por tanto, sólo escuchando al Espíritu se puede escrutar la profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios (cf. Rm 11, 33).

Al Espíritu se le escucha en la oración, cuando el corazón se abre a la contemplación del misterio de Dios, que se nos reveló en el Hijo Jesucristo, imagen del Dios invisible (cf. Col 1, 15), constituido Cabeza de la Iglesia y Señor de todas las cosas (cf. Ef 1, 10; Col 1, 18).

La Universidad Gregoriana, desde sus orígenes con el Colegio Romano, se ha distinguido por el estudio de la filosofía y de la teología. Sería demasiado largo enumerar los nombres de los insignes filósofos y teólogos que se han sucedido en las cátedras de este centro académico; a ellos deberíamos añadir también los de famosos canonistas e historiadores de la Iglesia, que han gastado sus energías dentro de estas prestigiosas paredes.

Todos han contribuido en gran medida al progreso de las ciencias que han cultivado; por tanto, han prestado un valioso servicio a la Sede apostólica en el cumplimiento de su función doctrinal, disciplinar y pastoral. Con la evolución de los tiempos cambian necesariamente las perspectivas. Hoy no se puede por menos de tener en cuenta la confrontación con la cultura secular, que en muchas partes del mundo no sólo tiende cada vez más a negar todo signo de la presencia de Dios en la vida de la sociedad y de cada persona, sino que también, con varios medios, que desorientan y ofuscan la recta conciencia del hombre, quiere minar su capacidad de ponerse a la escucha de Dios.

No se puede prescindir tampoco de la relación con las demás religiones, la cual sólo resulta constructiva si evita toda ambigüedad que de algún modo debilite el contenido esencial de la fe cristiana en Cristo único Salvador de todos los hombres (cf. Hch 4, 12) y en la Iglesia, sacramento necesario de salvación para toda la humanidad (cf. declaración Dominus Iesus, nn. 13-15; 20-22: AAS 92 [2000] 742-765).

En este momento no puedo olvidar las demás ciencias humanas que se cultivan en esta insigne universidad, siguiendo la gloriosa tradición académica del Colegio Romano. De todos es conocido el gran prestigio que logró el Colegio Romano en el campo de las matemáticas, la física y la astronomía. Basta recordar que el calendario llamado "Gregoriano", porque fue impulsado por mi predecesor Gregorio XIII, y que actualmente se usa en todo el mundo, fue elaborado en 1582 por el padre Cristóforo Clavio, profesor del Colegio Romano. Basta recordar también al padre Matteo Ricci, que llevó hasta la lejana China no sólo su testimonio de fe, sino también el saber adquirido como discípulo del padre Clavio.

Hoy estas materias ya no se cultivan en la Gregoriana, pero se han introducido otras ciencias humanas, como la psicología, las ciencias sociales y la comunicación social. Con ellas se quiere comprender cada vez más profundamente al hombre, tanto en su dimensión personal profunda, como en su dimensión externa de constructor de la sociedad, en la justicia y en la paz, y de comunicador de la verdad. Precisamente porque esas ciencias atañen al hombre, no pueden prescindir de la referencia a Dios, dado que al hombre no se lo puede entender plenamente, tanto en su interioridad como en su exterioridad, si no se lo reconoce abierto a la trascendencia.

Sin su referencia a Dios, el hombre no puede responder a los interrogantes fundamentales que agitan y agitarán siempre su corazón con respecto al fin y, por tanto, al sentido de su existencia. En consecuencia, tampoco es posible comunicar a la sociedad los valores éticos indispensables para garantizar una convivencia digna del hombre. El destino del hombre sin su referencia a Dios no puede menos de ser la desolación de la angustia que lleva a la desesperación. Sólo refiriéndose al Dios-Amor, que se reveló en Jesucristo, el hombre puede encontrar el sentido de su existencia y vivir en la esperanza, a pesar de experimentar los males que afligen su existencia personal y la sociedad en la que vive.

La esperanza hace que el hombre no se cierre en un nihilismo paralizador y estéril, sino que se abra al compromiso generoso en la sociedad en la que vive, para poder mejorarla. Es la tarea que Dios encomendó al hombre al crearlo a su imagen y semejanza, una tarea que confiere al hombre la mayor dignidad, pero también una inmensa responsabilidad.

Desde esta perspectiva, vosotros, profesores y docentes de la Gregoriana, estáis llamados a formar a los estudiantes que la Iglesia os encomienda. La formación integral de los jóvenes es uno de los apostolados tradicionales de la Compañía de Jesús desde sus orígenes; por eso el Colegio Romano desde el inicio ha llevado a cabo esta misión.

El hecho de haber encomendado a la Compañía de Jesús, en Roma cerca de la Sede apostólica, el Colegio alemán, el Seminario romano, el Colegio húngaro, unido al alemán, el Colegio inglés, el Colegio griego, el Colegio escocés y el Colegio irlandés, tenía como finalidad asegurar una formación del clero de esas naciones donde se hallaba rota la unidad de la fe y la comunión con la Sede apostólica. Esos colegios siguen enviando sus alumnos, casi exclusivamente o en buen número, a la Universidad Gregoriana, para continuar esa misión originaria.

A lo largo de la historia, a esos colegios mencionados se han sumado muchos otros. Por eso, es mucho más exigente la tarea que debéis realizar, queridos profesores y docentes. En consecuencia, oportunamente, después de una profunda reflexión, habéis redactado una "Declaración de finalidades", esencial para una institución como la vuestra, porque indica sintéticamente su naturaleza y su misión. Sobre esa base estáis llevando a cabo la renovación de los Estatutos de la Universidad y de los Reglamentos generales, así como de los Estatutos y de los Reglamentos de las diversas facultades, institutos y centros.

Eso contribuirá a definir mejor la identidad de la Gregoriana, permitiendo la redacción de programas académicos más adecuados para el cumplimiento de su misión, que es fácil y difícil a la vez. Fácil, porque la identidad y la misión de la Gregoriana están muy claras desde sus primeros orígenes, sobre la base de las indicaciones reafirmadas por tantos Romanos Pontífices, dieciséis de los cuales fueron alumnos de esta universidad. Y difícil, al mismo tiempo, porque supone una fidelidad constante a su historia y a su tradición, para no perder sus raíces históricas y, a la vez, apertura a la realidad actual para responder con espíritu creativo, después de un atento discernimiento, a las necesidades de la Iglesia y del mundo de hoy.

Como universidad eclesiástica pontificia, este centro académico está comprometido a sentire in Ecclesia et cum Ecclesia. Es un compromiso que nace del amor a la Iglesia, nuestra Madre y Esposa de Cristo. Debemos amarla como Cristo mismo la amó, asumiendo en nosotros los sufrimientos del mundo y de la Iglesia para completar en nuestra carne lo que falta a los padecimientos de Cristo (cf. Col 1, 24). Así es como se puede formar a las nuevas generaciones de sacerdotes, religiosos y laicos comprometidos.

En efecto, es preciso preguntarse según qué tipo de sacerdote se quiere formar a los alumnos, según qué tipo de religioso o religiosa, de laico o laica. Ciertamente, vuestro objetivo, queridos profesores y docentes, es formar sacerdotes doctos, pero al mismo tiempo dispuestos a entregar su vida sirviendo, con corazón indiviso, con humildad y austeridad de vida, a todos los que el Señor encomiende a su ministerio.

Así, queréis impartir una formación intelectual sólida a religiosos y religiosas, para que sepan vivir con alegría la consagración que Dios les ha regalado como don y presentarse como signo escatológico de la vida futura a la que todos estamos llamados. Asimismo, queréis preparar laicos y laicas que con competencia sepan realizar servicios y oficios en la Iglesia y, ante todo, ser fermento del reino de Dios en la esfera temporal. Desde esta perspectiva, precisamente este año la Universidad ha iniciado un programa interdisciplinar para formar a los laicos a vivir su vocación específicamente eclesial de compromiso ético en la esfera pública.

Con todo, la formación también es responsabilidad vuestra, queridos estudiantes. El estudio requiere ciertamente ascesis y abnegación constante. Pero precisamente de este modo la persona se forma en el sacrificio y en el sentido del deber. En efecto, lo que aprendéis hoy es lo que comunicaréis el día de mañana, cuando la Iglesia os encomiende el ministerio sagrado u otros servicios y oficios en beneficio de la comunidad. Lo que en toda circunstancia podrá alegrar vuestro corazón será la conciencia de haber cultivado siempre la rectitud de intención, gracias a la cual se tiene la certeza de haber buscado y realizado sólo la voluntad de Dios. Obviamente, todo esto requiere purificación del corazón y discernimiento.

Queridos hijos de san Ignacio, una vez más el Papa os encomienda esta universidad, obra muy importante para la Iglesia universal y para tantas Iglesias particulares. Constituye desde siempre una prioridad entre las prioridades de los apostolados de la Compañía de Jesús. Fue en el ambiente universitario de París donde san Ignacio de Loyola y sus primeros compañeros maduraron el deseo ardiente de ayudar a las almas amando y sirviendo a Dios en todo, para su mayor gloria.
Impulsado por la moción interior del Espíritu, san Ignacio vino a Roma, centro de la cristiandad, sede del Sucesor de Pedro, y aquí fundó el Colegio Romano, primera universidad de la Compañía de Jesús. La Universidad Gregoriana es hoy el ambiente universitario en el que se realiza de modo pleno y evidente, aun a distancia de 456 años, el deseo de san Ignacio y de sus primeros compañeros de ayudar a las almas a amar y servir a Dios en todo, para su mayor gloria.

Podría decir que aquí, entre sus muros, se realiza lo que el Papa Julio III, el 21 de julio de 1550, fijó en la "formula Instituti", estableciendo que todo miembro de la Compañía de Jesús está obligado "a militar bajo el estandarte de la cruz por Dios, y a servir sólo al Señor y a la Iglesia, su esposa, bajo el Romano Pontífice" ("sub crucis vexillo Deo militare, et soli Domino ac Ecclesiae Ipsius sponsae, sub Romano Pontifice, Christi in terris Vicario, servire"), comprometiéndose "sobre todo... a la defensa y propagación de la fe, al bien de las almas en la vida y la doctrina cristiana, mediante las predicaciones públicas, las clases y cualquier otro ministerio de la palabra de Dios" ("potissimum... ad fidei defensionem et propagationem, et profectum animarum in vita et doctrina christiana, per publicas praedicationes, lectiones et aliud quodcumque verbi Dei ministerium...": carta apostólica Exposcit debitum, 1).

Este carisma específico de la Compañía de Jesús, expresado institucionalmente en el cuarto voto de disponibilidad total al Romano Pontífice en cualquier cosa que él quiera ordenar "ad profectum animarum et fidei propagationem" (ib., 3), se realiza también en el hecho de que el prepósito general de la Compañía de Jesús llama de todo el mundo a los jesuitas más aptos para desempeñar la misión de profesores en esta universidad.

La Iglesia, consciente de que esto puede implicar el sacrificio de otras obras y servicios, también válidos para los fines que la Compañía se propone alcanzar, le está sinceramente agradecida y desea que la Gregoriana conserve el espíritu ignaciano que la anima, expresado en su método pedagógico y en el enfoque de sus estudios.

Queridos hermanos, con afecto de padre os encomiendo a todos vosotros, que sois los componentes vivos de la Universidad Gregoriana ―profesores y docentes, alumnos, personal no docente, bienhechores y amigos― a la intercesión de san Ignacio de Loyola, de san Roberto Belarmino y de la santísima Virgen María, Reina de la Compañía de Jesús, que en el escudo de la Universidad se indica con el título de Sedes Sapientiae. Con estos sentimientos, imparto a todos la bendición apostólica, prenda de abundantes favores celestiales.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS

Lunes 6 de noviembre de 2006



Excelencias;
distinguidas señoras y señores:

Me complace saludar a los miembros de la Academia pontificia de ciencias con ocasión de esta asamblea plenaria, y agradezco al profesor Nicola Cabibbo las amables palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre. El tema de vuestro encuentro ―"La posibilidad de predicción en la ciencia: exactitud y limitaciones"― se refiere a un aspecto característico de la ciencia moderna. De hecho, la posibilidad de predicción es una de las razones principales del prestigio de la ciencia en la sociedad contemporánea. La creación del método científico ha dado a las ciencias la capacidad de prever los fenómenos, estudiar su desarrollo y controlar así el ambiente en el que el hombre vive.

El creciente "avance" de la ciencia, y especialmente su capacidad de controlar la naturaleza a través de la tecnología, en ocasiones ha ido acompañado por una correspondiente "retirada" de la filosofía, de la religión e incluso de la fe cristiana. De hecho, algunos han visto en el progreso de la ciencia y de la tecnología modernas una de las principales causas de la secularización y el materialismo: ¿por qué invocar el dominio de Dios sobre esos fenómenos, cuando la ciencia ha mostrado su propia capacidad de hacer lo mismo?

Ciertamente, la Iglesia reconoce que el hombre "gracias a la ciencia y a la técnica ha ampliado y continuamente amplía su dominio sobre casi toda la naturaleza", de manera que "muchos bienes que esperaba antes principalmente de fuerzas superiores, hoy se los obtiene ya con su propia habilidad" (Gaudium et spes, 33).

Al mismo tiempo, el cristianismo no plantea un conflicto inevitable entre la fe sobrenatural y el progreso científico. El verdadero punto de partida de la revelación bíblica es la afirmación de que Dios creó a los seres humanos, los dotó de razón, y les dio el dominio sobre todas las criaturas de la tierra. De este modo, el hombre se ha convertido en administrador de la creación y en "ayudante" de Dios.

Si pensamos, por ejemplo, en cómo la ciencia moderna, al prever los fenómenos naturales, ha contribuido a la protección del ambiente, al progreso de los países en vías de desarrollo, a la lucha contra las epidemias y al aumento de las expectativas de vida, resulta evidente que no hay conflicto entre la providencia de Dios y la acción del hombre. En efecto, podríamos decir que la labor de prever, controlar y gobernar la naturaleza, que la ciencia hace hoy más factible que en el pasado, forma parte del plan del Creador.

Sin embargo, la ciencia, aunque es generosa, da sólo lo que puede dar. El hombre no puede poner en la ciencia y en la tecnología una confianza tan radical e incondicional como para creer que el progreso de la ciencia y la tecnología puede explicarlo todo y satisfacer plenamente todas sus necesidades existenciales y espirituales. La ciencia no puede sustituir a la filosofía y a la revelación, dando una respuesta exhaustiva a las cuestiones fundamentales del hombre, como las que atañen al sentido de la vida y la muerte, a los valores últimos, y a la naturaleza del progreso mismo.

Por esta razón, el concilio Vaticano II, después de reconocer los beneficios conseguidos gracias a los progresos científicos, señaló que "el método de investigación utilizado por estas disciplinas se considera sin razón como la regla suprema para hallar toda la verdad", y añadió que "existe el peligro de que el hombre, confiando demasiado en los modernos inventos, crea que se basta a sí mismo y no busque ya cosas más altas" (ib., 57).

La posibilidad de predicción científica también plantea la cuestión de las responsabilidades éticas del científico. Sus conclusiones deben guiarse por el respeto a la verdad y por un reconocimiento honrado tanto de la exactitud como de las limitaciones inevitables del método científico.

Ciertamente, esto significa evitar predicciones innecesariamente alarmantes, cuando no se apoyan en datos suficientes o superan la actual capacidad de la ciencia de hacer previsiones. Al mismo tiempo, se debe evitar lo contrario: callar por temor ante los auténticos problemas.

La influencia de los científicos en la formación de la opinión pública, en virtud de su conocimiento, es demasiado importante como para ser contrarrestada por una indebida precipitación o por una publicidad superficial. Como dijo en cierta ocasión mi predecesor el Papa Juan Pablo II: "Los científicos, precisamente porque "saben más", están llamados a "servir más". Dado que la libertad de que gozan en la investigación les permite el acceso al conocimiento especializado, tienen la responsabilidad de usarlo sabiamente en beneficio de toda la familia humana" (Discurso a la Academia pontificia de ciencias, 11 de noviembre de 2002: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de noviembre de 2002, p. 7).

Queridos académicos, nuestro mundo sigue contando con vosotros y con vuestros colegas para comprender claramente las posibles consecuencias de muchos importantes fenómenos naturales. Pienso, por ejemplo, en las continuas amenazas al medio ambiente que afectan a poblaciones enteras, y la necesidad urgente de descubrir fuentes de energía alternativas, seguras y que estén al alcance de todos.

Los científicos encontrarán el apoyo de la Iglesia en su esfuerzo por afrontar estas cuestiones, porque ha recibido de su divino Fundador la misión de guiar las conciencias de los hombres hacia el bien, la solidaridad y la paz. Precisamente por esta razón, considera que tiene el deber de insistir en que la capacidad de la ciencia de predecir y controlar no se debe emplear jamás contra la vida y la dignidad del ser humano, sino que debe ponerse siempre a su servicio, al servicio de esta generación y de las futuras.

Hay, por último, una reflexión que nos puede sugerir hoy el tema de vuestra asamblea. Como han puesto de relieve algunas de las relaciones presentadas en los últimos días, el mismo método científico, al acumular datos, procesarlos y utilizarlos en sus proyecciones, tiene limitaciones inherentes que restringen necesariamente la posibilidad de predicción científica en determinados contextos y enfoques. Por tanto, la ciencia no puede pretender proporcionar una representación completa y determinista de nuestro futuro y del desarrollo de cada fenómeno que estudia.

La filosofía y la teología pueden dar una importante contribución a esta cuestión fundamentalmente epistemológica, por ejemplo, ayudando a las ciencias empíricas a reconocer la diferencia entre la incapacidad matemática de predecir ciertos acontecimientos y la validez del principio de causalidad, o entre el indeterminismo científico o contingencia (casualidad) y la causalidad a nivel filosófico, o más radicalmente entre la evolución como origen de una sucesión en el espacio y en el tiempo, y la creación como origen último del ser participado en el Ser esencial.

Al mismo tiempo, hay un nivel más elevado que necesariamente trasciende todas las predicciones científicas, a saber, el mundo humano de la libertad y la historia. Mientras que el cosmos físico puede tener su propio desarrollo espacio-temporal, sólo la humanidad, estrictamente hablando, tiene una historia, la historia de su libertad. La libertad, como la razón, es una parte preciosa de la imagen de Dios en nosotros, y no puede reducirse nunca a un análisis determinista.

Su trascendencia con respecto al mundo material debe reconocerse y respetarse, puesto que es un signo de nuestra dignidad humana. Negar esta trascendencia en nombre de una supuesta capacidad absoluta del método científico de prever y condicionar el mundo humano implicaría la pérdida de lo que es humano en el hombre, y, al no reconocer su singularidad y trascendencia, podría abrir peligrosamente la puerta a su explotación.

Queridos amigos, al concluir estas reflexiones, os aseguro una vez más mi gran interés por las actividades de esta Academia pontificia y mis oraciones por vosotros y por vuestras familias. Sobre todos vosotros invoco las bendiciones de Dios todopoderoso de sabiduría, alegría y paz.


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ENCUENTRO DEL SANTO PADRE CON LOS OBISPOS DE SUIZA

DISCURSO DE BENEDICTO XVI

Sala Bolonia
Martes 7 de noviembre de 2006



Eminencias; excelencias;
queridos hermanos en el episcopado:

Ante todo quisiera saludaros de corazón y expresar mi alegría porque se nos concede completar ahora la visita pastoral interrumpida en el año 2005, teniendo así la posibilidad de trabajar juntos una vez más en todas las cuestiones que nos preocupan.

Conservo aún un vivo recuerdo de la visita ad limina de 2005, cuando en la Congregación para la doctrina de la fe hablamos juntos de problemas que trataremos de nuevo durante estos días. Tengo muy presente el clima de compromiso interior de entonces para hacer que la palabra del Señor sea viva y llegue a los corazones de los hombres de nuestro tiempo, a fin de que la Iglesia esté llena de vida. En nuestra difícil situación común a causa de una cultura secularizada, tratamos de comprender la misión que el Señor nos ha encomendado y de cumplirla lo mejor posible.

No he podido preparar un discurso elaborado. Ahora, con vistas a los grandes conjuntos de problemas que afrontaremos, sólo quisiera hacer un "primer intento", que no pretende presentar afirmaciones definitivas, sino sólo iniciar el diálogo. Se trata de un encuentro entre los obispos de Suiza y los diversos dicasterios de la Curia, en los que se hacen visibles y están representados los diferentes sectores de nuestra misión pastoral. Sobre algunos de ellos quisiera hacer algún comentario.

De acuerdo con mi pasado, comienzo con la Congregación para la doctrina de la fe, o mejor, con el tema de la fe. Ya afirmé en la homilía que, en la difícil situación de nuestro tiempo, la fe debe tener verdaderamente la prioridad. Tal vez hace dos generaciones se podía dar por supuesta como algo natural: se crecía en la fe; de algún modo, estaba sencillamente presente como parte de la vida y no se debía buscar de modo especial. Era necesario plasmarla y profundizarla, pero estaba presente como algo obvio.

Hoy resulta natural lo contrario, es decir, que en el fondo no es posible creer, que de hecho Dios está ausente. En cualquier caso, la fe de la Iglesia parece algo del pasado lejano. Así, también los cristianos activos tienen la idea de que conviene elegir para sí, del conjunto de la fe de la Iglesia, los elementos que consideran aún sostenibles hoy en día. Y sobre todo se busca con empeño cumplir los deberes para con Dios mediante el compromiso por los hombres. Ahora bien, esto es el inicio de una especie de "justificación mediante las obras": el hombre se justifica a sí mismo y el mundo en el que realiza lo que parece claramente necesario, pero falta la luz interior y el alma de todo.

Por eso, creo que es importante tomar nuevamente conciencia de que la fe es el centro de todo: "Tu fe te ha salvado" ―"Fides tua te salvum fecit"―, decía con frecuencia el Señor a los que curaba. Esos enfermos no se curaron porque fueron tocados físicamente, por el gesto exterior, sino porque tuvieron fe. Y también nosotros sólo podemos servir al Señor de un modo vivo si nuestra fe es fuerte y si se hace presente en su abundancia.

En este contexto quisiera destacar dos puntos fundamentales. Primero: la fe es sobre todo fe en Dios. En el cristianismo no se trata de una enorme carga de diversas cosas; todo lo que dice el Credo y lo que el desarrollo de la fe ha producido, sólo existe para hacer más claro a nuestra vista el rostro de Dios. Dios existe y vive; en él creemos; ante él, con vistas a él, con él y de él vivimos. Y en Jesucristo Dios está presente con nosotros, por decirlo así, corporalmente.

Esta centralidad de Dios debe manifestarse de un modo completamente nuevo en todo nuestro pensar y obrar. Es lo que después anima también las actividades, las cuales, de lo contrario, fácilmente pueden degenerar en activismo y quedar vacías. Esto es lo primero que quisiera destacar: que la fe en realidad mira siempre hacia Dios, y así nos impulsa también a nosotros a mirar hacia Dios y a ponernos en movimiento hacia él.

Lo segundo es que no podemos inventar nosotros mismos la fe, componiéndola con elementos "sostenibles"; debemos creer juntamente con la Iglesia. No podemos comprender todo lo que enseña la Iglesia; no todo tiene que estar presente en toda vida. Sin embargo, es importante que, juntamente con los demás creyentes, formemos el gran "Yo" de la Iglesia, su "Nosotros" vivo, constituyendo así la gran comunidad de la fe, la gran asamblea en la que el Tú de Dios y el yo del hombre verdaderamente se toquen; en la que el pasado de las palabras de la Escritura se haga presente, los tiempos se compenetren recíprocamente, el pasado sea presente y, abriéndose hacia el futuro, deje entrar en el tiempo el resplandor de la eternidad, del Eterno.

Debemos tratar de poner verdaderamente en el centro de nuestras actividades esta forma completa de la fe, expresada en el Credo: fe en la Iglesia y con la Iglesia como sujeto vivo, en el que actúa el Señor. También hoy lo vemos de un modo muy claro: el progreso, donde se ha promovido de modo exclusivo, sin alimentar el alma, produce daños. Entonces las capacidades técnicas aumentan, ciertamente, pero sobre todo generan nuevas posibilidades de destrucción.

Si, juntamente con la ayuda en favor de los países en vías de desarrollo, juntamente con el desarrollo de todo lo que el hombre es capaz de hacer, de todo lo que su inteligencia ha inventado y que su voluntad hace posible, no se ilumina a la vez también su alma y no llega la fuerza de Dios, se aprende sobre todo a destruir. Por eso, creo que debemos reavivar más aún nuestra responsabilidad misionera: si estamos felices con nuestra fe, debemos sentirnos obligados a hablar de ella a los demás. Luego queda en manos de Dios en qué medida podrán acogerla los hombres.

De este tema quisiera pasar ahora a la "educación católica", aludiendo a dos sectores. Algo que, a mi parecer, nos causa a todos "preocupación", en el sentido positivo del término, es el hecho de que los futuros sacerdotes y los demás profesores y anunciadores de la fe deberían tener una buena formación teológica. Por consiguiente, hacen falta buenas facultades teológicas, buenos seminarios mayores y profesores de teología competentes, que no sólo transmitan conocimientos, sino que también formen en una fe inteligente, de manera que la fe se convierta en inteligencia y la inteligencia en fe.

A este respecto, tengo un deseo muy específico. Nuestra exégesis ha hecho grandes progresos; realmente sabemos mucho sobre el desarrollo de los textos, sobre la subdivisión de las fuentes, etc.; sabemos qué significado puede haber tenido la palabra en aquella época... Pero también vemos cada vez con mayor claridad que la exégesis histórico-crítica, si se queda sólo en histórico-crítica, remite la palabra al pasado, la convierte en una palabra de aquellos tiempos, una palabra que de hecho en el fondo no nos habla. Así la palabra queda fragmentada, pues precisamente se disuelve en muchas fuentes diversas.

El Concilio, en la Dei Verbum, nos dijo que el método histórico-crítico es una dimensión esencial de la exégesis, porque forma parte de la naturaleza de la fe, dado que es un hecho histórico. No creemos simplemente en una idea; el cristianismo no es una filosofía, sino un acontecimiento que Dios ha realizado en este mundo; es una historia que él, de modo real, ha formado y forma como historia juntamente con nosotros.

Por eso, en nuestra lectura de la Biblia el aspecto histórico debe estar presente realmente en su seriedad y exigencia: debemos reconocer efectivamente el evento, el hecho de que Dios "hace historia" con su obrar. Pero la Dei Verbum añade que la Escritura, que por consiguiente debe leerse según los métodos históricos, ha de leerse también como unidad y debe leerse en la comunidad viva de la Iglesia.

Estas dos dimensiones faltan en grandes sectores de la exégesis. La unidad de la Escritura no es un hecho puramente histórico-crítico, aunque el conjunto, también desde el punto de vista histórico, es un proceso interior de la Palabra que, leída y comprendida siempre de modo nuevo en el curso de sucesivas relecturas sigue realizándose. Ahora bien, precisamente esta unidad es, en definitiva, un hecho teológico: estos escritos son una única Escritura; sólo son comprensibles a fondo si se leen en la analogía de la fe ―analogia fidei― como unidad en la que hay un progreso hacia Cristo e, inversamente, Cristo atrae hacia sí toda la historia; y si, por otra parte, esto encuentra su vitalidad en la fe de la Iglesia.

Dicho de otra manera, me interesa mucho que los teólogos aprendan a leer y amar la Escritura tal como lo quiso el Concilio en la Dei Verbum: que vean la unidad interior de la Escritura ―hoy se cuenta con la ayuda de la "exégesis canónica" (que sin duda se encuentra aún en una tímida fase inicial)― y que después hagan una lectura espiritual de ella, la cual no es algo exterior de carácter edificante, sino un sumergirse interiormente en la presencia de la Palabra.

Me parece que es muy importante hacer algo en este sentido, contribuir a que, juntamente con la exégesis histórico-crítica, con ella y en ella, se dé verdaderamente una introducción a la Escritura viva como palabra de Dios actual. No sé cómo realizarlo de forma concreta, pero creo que, sea en el ámbito académico, sea en el seminario, sea en un curso de introducción, se pueden encontrar profesores adecuados para que se realice este encuentro actual con la Escritura en la fe de la Iglesia, un encuentro gracias al cual resulta posible el anuncio.

El segundo sector es la catequesis, que, por una parte, ha hecho grandes progresos metodológicos precisamente en los últimos cincuenta años, más o menos; pero, por otra, se ha perdido mucho en la antropología y en la búsqueda de puntos de referencia, de forma que a menudo no se alcanzan ni siquiera los contenidos de la fe. Lo comprendo, pues incluso cuando yo era vicario parroquial ―hace 56 años― ya resultaba muy difícil anunciar la fe en la escuela pluralista, con muchos padres y niños no creyentes, porque resultaba un mundo totalmente extraño e irreal.

Naturalmente, hoy la situación ha empeorado aún. Con todo, es importante que en la catequesis, tanto en la escuela como en la parroquia y en la comunidad, la fe siga siendo plenamente valorada, es decir, que los niños aprendan verdaderamente qué es la "creación", qué es "la historia de la salvación" realizada por Dios; qué es, o mejor, quién es Jesucristo; qué son los sacramentos; cuál es el objeto de nuestra esperanza...

Yo creo que todos debemos comprometernos seriamente, como siempre, en una renovación de la catequesis en la que sea fundamental la valentía de dar testimonio de la propia fe y de encontrar los modos adecuados para hacer que sea comprendida y acogida, pues la ignorancia religiosa ha alcanzado un nivel espantoso. Sin embargo, en Alemania los niños reciben catequesis al menos durante diez años; siendo así, en el fondo deberían saber muchas cosas. Por esto, desde luego debemos reflexionar seriamente sobre nuestras posibilidades de encontrar modos de comunicar, aunque de modo sencillo, los conocimientos, a fin de que la cultura de la fe esté presente.

Ahora paso a hacer algunas observaciones sobre el "culto divino". A este respecto, el Año de la Eucaristía ha dado buenos resultados. Puedo decir que la exhortación postsinodal ya va muy adelantada. Seguramente constituirá un gran enriquecimiento. Además, se publicó el documento de la Congregación para el culto divino sobre la correcta celebración de la Eucaristía, algo muy importante. Creo que, por todo ello, cada vez resulta más claro que la liturgia no es una "auto-manifestación" de la comunidad, la cual, como se dice, entra en escena en ella, sino que, por el contrario, es el salir la comunidad de sí misma y acceder al gran banquete de los pobres, entrar en la gran comunidad viva, en la que Dios mismo nos alimenta.

Todos deberían tomar nueva conciencia de este carácter universal de la liturgia. En la Eucaristía recibimos algo que nosotros no podemos hacer; entramos en algo más grande, que se hace nuestro precisamente cuando nos entregamos a él tratando de celebrar la liturgia realmente como liturgia de la Iglesia.

Luego, relacionado con esto, está el famoso problema de la homilía. Desde el punto de vista puramente funcional, puedo entenderlo muy bien: tal vez el párroco está cansado o ya ha predicado muchas veces, o es anciano y sus tareas son superiores a sus fuerzas. Entonces, si hay un asistente para la pastoral que es capaz de interpretar la palabra de Dios de modo convincente, surge espontáneamente la pregunta: ¿por qué no debería hablar el asistente para la pastoral, si lo puede hacer mejor y así la gente sacará mayor provecho?

Pero precisamente esta es la visión puramente funcional. En cambio, hay que tener en cuenta el hecho de que la homilía no es una interrupción de la liturgia para hacer un discurso, sino que pertenece al acontecimiento sacramental, actualizando la palabra de Dios en el presente de esta comunidad. Es el momento en que esta comunidad, como sujeto, quiere verdaderamente verse comprometida en la escucha y la acogida de la Palabra. Esto significa que la homilía misma forma parte del misterio, de la celebración del misterio y, por consiguiente, no se puede separar de él.

Sin embargo, creo que también es importante sobre todo que el sacerdote no se limite al sacramento y a la jurisdicción ―con la convicción de que todas las demás funciones podrían realizarlas también otras personas―, sino que se conserve la integridad de su ministerio. El sacerdocio sólo es una vocación hermosa cuando se tiene una misión integral que cumplir, de la que no se pueden quitar algunas funciones. Y desde siempre, incluso en el culto del Antiguo Testamento, forma parte de esta misión el deber del sacerdote de unir al sacrificio la Palabra, la cual es parte integrante del conjunto.

Desde el punto de vista meramente práctico, ciertamente debemos tratar de proporcionar a los sacerdotes la ayuda necesaria para que puedan desempeñar de modo correcto también el ministerio de la Palabra. En principio, es muy importante esta unidad interior tanto de la esencia de la celebración eucarística como de la esencia del ministerio sacerdotal.

El segundo tema que quisiera tocar en este contexto se refiere al sacramento de la Penitencia, cuya práctica en estos últimos cincuenta años ha disminuido progresivamente. Gracias a Dios existen claustros, abadías y santuarios, a los cuales la gente va en peregrinación y donde su corazón se abre y está dispuesto a confesarse.

Realmente es necesario volver a valorar este sacramento. Ya desde un punto de vista meramente antropológico, es importante, por una parte, reconocer nuestras culpas y, por otra, practicar el perdón. La falta generalizada de una conciencia de la culpa es un fenómeno preocupante de nuestro tiempo. Por tanto, el don del sacramento de la Penitencia no sólo consiste en recibir el perdón, sino también en que ante todo nos damos cuenta de nuestra necesidad de perdón. Ya con esto nos purificamos, nos transformamos interiormente y así también podemos comprender mejor a los demás y perdonarlos.

Reconocer la propia culpa es algo elemental para el hombre; el que ya no reconoce su culpa, está enfermo. Igualmente importante para él es la experiencia liberadora que implica el recibir el perdón. El sacramento de la Reconciliación es el lugar decisivo para realizar ambas cosas. Además, en él la fe se hace algo plenamente personal; ya no se oculta en la colectividad. Si el hombre afronta el desafío y, en su situación de necesidad de perdón, por decirlo así, se presenta indefenso ante Dios, entonces realiza la experiencia conmovedora de un encuentro totalmente personal con el amor de Jesucristo.

Por último, quisiera referirme al ministerio episcopal. De esto, en el fondo, ya hemos hablado implícitamente durante todo el tiempo. Me parece importante que los obispos, como sucesores de los Apóstoles, por una parte lleven verdaderamente la responsabilidad de las Iglesias locales que el Señor les ha encomendado, haciendo que en ellas la Iglesia crezca y viva como Iglesia de Jesucristo. Por otra parte, deben abrir las Iglesias locales a la Iglesia universal.

Considerando las dificultades que encuentran los ortodoxos con las Iglesias autocéfalas, así como los problemas de nuestros amigos protestantes ante la disgregación de las Iglesias regionales, caemos en la cuenta del gran valor que tiene la universalidad, de la importancia de que la Iglesia se abra a la totalidad, llegando a ser una única Iglesia en la universalidad. Por otra parte, esto sólo lo puede realizar una Iglesia que en su propio territorio esté viva.

Esta comunión debe ser fomentada por los obispos, juntamente con el Sucesor de Pedro, con el espíritu de una consciente sucesión en el Colegio de los Apóstoles. Todos debemos esforzarnos continuamente por encontrar el debido equilibrio en esta relación mutua, de forma que la Iglesia local viva su autenticidad y, a la vez, la Iglesia universal reciba de ello un enriquecimiento, a fin de que ambas den y reciban, y así crezca la Iglesia del Señor.

Mons. Grab habló ya de la difícil cuestión del ecumenismo. Es un ámbito que encomiendo al corazón de todos vosotros. En Suiza debéis afrontar diariamente esta tarea, que, aunque resulte difícil, es también fuente de gozo. Por una parte, creo que son importantes las relaciones personales, en las que nos reconocemos y nos estimamos los unos a los otros de modo inmediato como creyentes, y como personas espirituales nos purificamos y nos ayudamos también mutuamente. Por otra, como ha dicho también mons. Grab, es necesario promover los valores esenciales, fundamentales, de nuestra sociedad, procedentes de Dios. En este campo, todos juntos ―protestantes, católicos y ortodoxos― tenemos una gran tarea por realizar. Y me alegra constatar que cada vez se toma mayor conciencia de esto.

En Occidente, la Iglesia que está en Grecia es la que, aunque de vez en cuando tiene problemas con los latinos, dice cada vez más claramente: en Europa sólo podemos realizar nuestra tarea si nos comprometemos todos juntos por la gran herencia cristiana. También la Iglesia que está en Rusia lo ve cada vez con mayor claridad. Asimismo, nuestros amigos protestantes son cada vez más conscientes de este hecho. Yo creo que, si aprendemos a actuar juntos en este campo, podemos realizar una buena parte de unidad, incluso donde la plena unidad teológica y sacramental aún no es posible.

Para concluir, quisiera manifestaros una vez más mi alegría por vuestra visita, deseándoos muchas conversaciones fructuosas durante estos días.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA PLENARIA DEL COMITÉ PONTIFICIO
PARA LOS CONGRESOS EUCARÍSTICOS INTERNACIONALES

Jueves 9 de noviembre de 2006



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho vuestra visita y os saludo a todos con afecto. En primer lugar, saludo al señor cardenal Jozef Tomko, a quien doy las gracias por haber interpretado los sentimientos comunes y por haberme informado sobre el desarrollo de vuestra asamblea plenaria en estos días.

Saludo cordialmente a los miembros del Comité pontificio para los Congresos eucarísticos internacionales y a los delegados nacionales que han participado en este encuentro para preparar juntos el próximo 49° Congreso eucarístico internacional, que se celebrará en Quebec en junio de 2008. Saludo también a los representantes del Comité preparatorio local de este gran acontecimiento eclesial, así como al pequeño pero significativo grupo de los Adoradores de la Eucaristía.

Procedéis de diferentes partes del mundo y vuestra reunión tiene como finalidad preparar una celebración muy importante para toda la Iglesia, como es precisamente un Congreso eucarístico internacional. Como acaba de recordar el cardenal Jozef Tomko, constituye una respuesta conjunta del pueblo de Dios al amor del Señor manifestado de la forma más excelsa en el Misterio eucarístico. Es verdad. Los Congresos eucarísticos, que se celebran cada vez en diferentes lugares y continentes, son siempre fuente de renovación espiritual, ocasión para hacer que se conozca mejor la santísima Eucaristía, el tesoro más valioso que nos dejó Jesús; son también un estímulo para que la Iglesia difunda y testimonie sin titubeos el amor de Cristo en todos los ámbitos de la sociedad.

Por lo demás, desde que fue instituido vuestro benemérito Comité pontificio, tiene como objetivo: "Hacer conocer, amar y servir cada vez más a nuestro Señor Jesucristo en su Misterio eucarístico, centro de la vida y la misión de la Iglesia para la salvación del mundo".

Cada uno de estos Congresos eucarísticos representa, por tanto, una oportunidad providencial para presentar a la humanidad de manera solemne "la Eucaristía, don de Dios para la vida del mundo", como dice el texto base del próximo Congreso. Este documento lo ha presentado en el transcurso de vuestras sesiones de trabajo el cardenal Marc Ouellet, arzobispo de Quebec, a quien dirijo un saludo especial. De las gracias especiales que el Señor derramará en el Congreso eucarístico internacional no sólo podrán beneficiarse quienes tengan la posibilidad de participar personalmente, sino también las diferentes comunidades cristianas que están invitadas a unirse espiritualmente a él.

En esos días el mundo católico tendrá los ojos del corazón puestos en el supremo misterio de la Eucaristía para experimentar un renovado impulso apostólico y misionero. Por eso es importante prepararse bien y os doy las gracias, queridos hermanos y hermanas, por el trabajo que estáis realizando para ayudar a los fieles de todos los continentes a comprender cada vez mejor el valor y la importancia de la Eucaristía en nuestra vida.

Además, la presencia entre vosotros de algunos representantes de los Adoradores de la Eucaristía y la alusión que usted, señor cardenal Tomko, ha hecho a la Federación mundial de la Adoración nocturna me brinda la ocasión de recordar cuán positivo es el hecho de que muchos cristianos estén redescubriendo la adoración eucarística. A este respecto, me alegra recordar la experiencia vivida el año pasado con los jóvenes en Colonia, con ocasión de la Jornada mundial de la juventud, y en la plaza de San Pedro con los niños de primera Comunión, acompañados por sus familias y catequistas.

¡Cuánta necesidad tiene la humanidad actual de redescubrir en el Sacramento eucarístico la fuente de su esperanza! Doy gracias al Señor porque muchas parroquias, además de la fervorosa celebración de la santa misa, están impulsando a los fieles a la adoración eucarística y deseo que, también con vistas al próximo Congreso eucarístico internacional, esta práctica se difunda cada vez más.

Queridos hermanos y hermanas, como es sabido, la próxima exhortación postsinodal estará dedicada a la Eucaristía. Recogerá las indicaciones propuestas en el último Sínodo de los obispos, dedicado precisamente al Misterio eucarístico, y estoy seguro de que también este documento ayudará a la Iglesia a preparar y celebrar con participación interior el Congreso eucarístico, que tendrá lugar en junio de 2008.

Lo encomiendo ya desde ahora a la Virgen María, primera e incomparable adoradora de Cristo eucarístico. Que la Virgen os proteja y acompañe a cada uno de vosotros, a vuestras comunidades, y haga fecundo el trabajo que estáis realizando con vistas a ese importante acontecimiento eclesial de Quebec. Por mi parte, os aseguro un recuerdo en la oración y os bendigo a todos de corazón.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE SUIZA

Sala del Consistorio
Jueves 9 de noviembre de 2006



En primer lugar, quisiera daros las gracias a todos por este encuentro, que me parece muy importante como ejercicio del afecto colegial, como manifestación de nuestra responsabilidad común por la Iglesia y por el Evangelio en este momento del mundo. Gracias por todo. Siento mucho que a causa de otros compromisos, sobre todo de visitas ad limina ―en estos días toca el turno a los obispos alemanes―, no he podido estar con vosotros. Realmente tenía el deseo de escuchar la voz de los obispos suizos ―pero tal vez tendremos otras ocasiones― y naturalmente de escuchar también el diálogo entre la Curia romana y los obispos suizos: en la Curia romana también habla siempre el Santo Padre por su responsabilidad con respecto a la Iglesia entera.

Así pues, gracias por este encuentro que, a mi parecer, nos ayuda a todos, porque para todos es una experiencia de la unidad de la Iglesia, y también es una experiencia de esperanza que nos acompaña en todas las dificultades que afrontamos.

Quisiera pedir disculpas también por el hecho de que ya el primer día me presenté sin un texto escrito; naturalmente, ya había pensado algunas cosas, pero no encontré el tiempo para escribirlas. Sucede lo mismo en este momento; me presento con esta pobreza, pero tal vez ser pobre en todos los sentidos conviene también a un Papa en este momento de la historia de la Iglesia. En cualquier caso, ahora no puedo pronunciar un gran discurso, como convendría después de un encuentro con estos frutos.

En efecto, confieso que ya había leído la síntesis de vuestras discusiones y ahora la he escuchado con gran atención. Me parece un texto muy ponderado y rico; responde realmente a las preguntas fundamentales que nos ocupan, tanto por lo que se refiere a la unidad de la Iglesia en su conjunto como a las cuestiones específicas de la Iglesia en Suiza. Me parece que realmente traza el camino para los próximos años y demuestra nuestra voluntad común de servir al Señor.

Se trata de un texto muy rico. Al leerlo pensé: en cierto sentido, sería absurdo que yo volviera a hablar sobre estos temas, de los que se ha discutido durante tres días con profundidad e intensidad. Veo en ese texto el resultado condensado y rico del trabajo realizado; añadir algo más sobre los diversos puntos me parece muy difícil, entre otras razones porque conozco el resultado del trabajo, pero no he escuchado a los que han intervenido en las discusiones. Por eso pensé que, esta tarde, al concluir, tal vez convenía volver una vez más sobre los grandes temas que nos ocupan y que son, en definitiva, el fundamento de todos los pequeños detalles, aunque, como es obvio, cada detalle es importante.

En la Iglesia la institución no es sólo una estructura exterior, mientras que el Evangelio sería puramente espiritual. En realidad, el Evangelio y la institución son inseparables, porque el Evangelio tiene un cuerpo y el Señor tiene un cuerpo también en nuestro tiempo. Por eso, las cuestiones que a primera vista parecen sólo institucionales, en realidad son cuestiones teológicas, y cuestiones centrales porque en ellas se trata de la realización y concreción del Evangelio en nuestro tiempo.

Por tanto, ahora conviene reafirmar una vez más las grandes perspectivas dentro de las cuales se mueve toda nuestra reflexión. Con la indulgencia y la generosidad de los miembros de la Curia romana, me permito volver a hablar en alemán, porque tenemos unos traductores magníficos, y de otro modo quedarían inactivos. He pensado en dos temas específicos, de los que ya he hablado y que ahora quisiera profundizar un poco más.

Ante todo, tenemos el tema de "Dios". Me han venido a la mente las palabras de san Ignacio: "El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza" (Carta a los Romanos, III, 3). No deberíamos permitir que nuestra fe se disuelva en demasiadas discusiones sobre múltiples detalles poco importantes; al contrario, debemos tener siempre ante los ojos en primer lugar su grandeza.
Recuerdo que cuando iba yo a Alemania, en las décadas de 1980 y 1990, me pedían entrevistas y siempre me daban por anticipado las preguntas. Se trataba de la ordenación de mujeres, de la anticoncepción, del aborto y de otros problemas como estos, que vuelven continuamente a la actualidad. Si nos dejamos arrastrar por estas discusiones, entonces se identifica a la Iglesia con algunos mandamientos o prohibiciones, y a nosotros se nos tacha de moralistas con algunas convicciones pasadas de moda, y la verdadera grandeza de la fe no se aprecia para nada. Por eso, creo que es fundamental poner de relieve continuamente la grandeza de nuestra fe, un compromiso del que no debemos permitir que nos aparten esas situaciones.

A este respecto, quisiera seguir completando ahora nuestras reflexiones del martes pasado, insistiendo una vez más en que es importante sobre todo cuidar la relación personal con Dios, con el Dios que se nos manifestó en Cristo. San Agustín subrayó en repetidas ocasiones los dos aspectos del concepto cristiano de Dios: Dios es Logos y Dios es Amor, hasta el punto de que se hizo totalmente pequeño, asumiendo un cuerpo humano y al final se entregó como pan en nuestras manos.

Estos dos aspectos del concepto cristiano de Dios deberíamos tenerlos siempre presentes y hacerlos presentes. Dios es Espíritu creador, es Logos, es razón. Por esto, nuestra fe es algo que tiene que ver con la razón; se puede transmitir mediante la razón, y no tiene que esconderse ante la razón, ni siquiera ante la de nuestro tiempo.

Pero precisamente esta razón eterna e inconmensurable no es sólo una matemática del universo y mucho menos una primera causa que, después de haber provocado el Big bang, se retiró. Al contrario, esta razón tiene un corazón, que le impulsó a renunciar a su inmensidad, haciéndose carne. Y sólo en eso radica, a mi entender, la última y verdadera grandeza de nuestra concepción de Dios. Sabemos que Dios no es una hipótesis filosófica; no es algo que tal vez existe; sino que nosotros lo conocemos y él nos conoce a nosotros. Y podemos conocerlo cada vez mejor si permanecemos en diálogo con él.

Por eso, la pastoral tiene como misión fundamental enseñar a orar y aprenderlo personalmente cada vez más. Hoy existen escuelas de oración, grupos de oración; se ve que la gente la desea. Muchos buscan la meditación en alguna otra parte, porque piensan que en el cristianismo no pueden encontrar la dimensión espiritual. Nosotros debemos mostrarles de nuevo que esta dimensión espiritual no sólo existe, sino que además es la fuente de todo.

Con este fin debemos multiplicar esas escuelas de oración, donde se enseñe a orar juntos, donde se pueda aprender la oración personal en todas sus dimensiones: como escucha silenciosa de Dios, como escucha que penetra en su Palabra, que penetra en su silencio, que sondea su acción en la historia y en mi persona; comprender también su lenguaje en mi vida y luego aprender a responder orando con las grandes plegarias de los Salmos del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Las palabras para dirigirnos a Dios no las tenemos por nosotros mismos, sino que nos han sido concedidas: el Espíritu Santo mismo ya ha formulado palabras de oración para nosotros; podemos penetrar en ellas, orar con ellas, aprendiendo así también la oración personal, aprendiendo cada vez más "a Dios" para tener certeza de él, aunque calle; para alegrarnos en Dios.

Este íntimo estar con Dios y, por tanto, la experiencia de la presencia de Dios es lo que nos permite experimentar continuamente, por decirlo así, la grandeza del cristianismo, y luego nos ayuda también a atravesar todos los pequeños detalles en los cuales, ciertamente, debemos vivirlo y realizarlo día a día, sufriendo y amando, en la alegría y en la tristeza.

Desde esta perspectiva, a mi entender, se ve el significado de la liturgia también precisamente como escuela de oración, en la que el Señor mismo nos enseña a orar, en la que oramos con la Iglesia, tanto en la celebración sencilla y humilde con unos cuantos fieles, como también en la fiesta de la fe. Ahora, en las diversas conversaciones, he vuelto a comprobar precisamente cuán importante es para los fieles, por una parte, el silencio en el contacto con Dios y, por otra, la fiesta de la fe; cuán importante es poder vivir la fiesta.

También el mundo tiene sus fiestas. Nietzsche llegó a decir: sólo podemos hacer fiesta si Dios no existe. Pero eso es absurdo: sólo puede haber una verdadera fiesta si Dios existe y nos toca. Y sabemos que estas fiestas de la fe abren de par en par el corazón de la gente y producen impresiones que ayudan con vistas al futuro. En mis visitas pastorales a Alemania, Polonia y España he comprobado nuevamente que allí la fe se vive como una fiesta y que acompaña luego a las personas y las guía.

En este contexto quisiera mencionar otro hecho que me ha causado una impresión muy profunda. En la última obra de santo Tomás de Aquino, inconclusa, el Compendium theologiae, que quería estructurar sencillamente según las tres virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, el gran doctor comenzó el capítulo de la esperanza, y lo desarrolló parcialmente. Allí, por decirlo así, identifica la esperanza con la oración: el capítulo sobre la esperanza es, al mismo tiempo, el capítulo sobre la oración. La oración es esperanza en acto. De hecho, en la oración se desvela la verdadera razón por la cual es posible esperar. Nosotros podemos entrar en contacto con el Señor del mundo; él nos escucha y nosotros podemos escucharlo a él. A esto aludía san Ignacio; y es lo que yo quería recordaros una vez más: "El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza" ―Ou peismones to ergon, alla megethous estin ho Christianismos― (Carta a los Romanos, III, 3).
Lo realmente grande en el cristianismo es este poder entrar en contacto con Dios, lo cual no dispensa de las cosas pequeñas y diarias, pero tampoco debe quedar ocultado por ellas.

La segunda reflexión que me ha venido a la mente durante estos días atañe a la moral. Escucho a menudo decir que hoy la gente tiene nostalgia de Dios, de espiritualidad, de religión, y que se comienza a ver de nuevo a la Iglesia como posible interlocutora, que puede dar una contribución a este respecto (ha habido un período de tiempo en que esto, en el fondo, sólo se buscaba en las otras religiones). Cada vez se toma mayor conciencia de que la Iglesia es una gran portadora de experiencia espiritual; es como un árbol, en el que pueden anidar las aves, aunque luego quieran de nuevo volar lejos, pero precisamente es el lugar donde pueden descansar durante cierto tiempo.

En cambio lo que resulta muy difícil a la gente es la moral que la Iglesia proclama. Sobre esto he reflexionado ―de hecho, ya reflexiono sobre ello desde hace mucho tiempo― y veo cada vez con mayor claridad que, en nuestra época, en cierto sentido, la moral se ha dividido en dos partes. No es que la sociedad moderna sencillamente no tenga moral, sino que, por decirlo así, ha "descubierto" y reivindica otra parte de la moral que tal vez no se ha propuesto suficientemente en el anuncio de la Iglesia en los últimos decenios, y también más. Son los grandes temas de la paz, la no violencia, la justicia para todos, la solicitud por los pobres y el respeto de la creación.

Esto ha llegado a ser un conjunto ético que, precisamente como fuerza política, tiene gran poder y constituye para muchos la sustitución o la sucesión de la religión. En lugar de la religión, a la que se ve como metafísica y algo del más allá ―tal vez incluso como algo individualista― entran los grandes temas morales como lo esencial que luego confiere al hombre dignidad y lo compromete.

Esto es un aspecto; es decir, esta moralidad existe y fascina también a los jóvenes, que se comprometen en favor de la paz, de la no violencia, de la justicia, de los pobres y de la creación. Y realmente son grandes temas morales, que por lo demás pertenecen también a la tradición de la Iglesia. Los medios que se proponen para su solución, a menudo son muy unilaterales y no siempre son aceptables, pero ahora no debemos detenernos en esto. Los grandes temas están presentes.

La otra parte de la moral, que con frecuencia en la política se percibe de modo muy controvertido, atañe a la vida. De esta moral forma parte el compromiso en favor de la vida, desde la concepción hasta la muerte, es decir, su defensa contra el aborto, contra la eutanasia, contra la manipulación y contra la auto-legitimación del hombre a disponer de la vida.

A menudo se trata de justificar estas intervenciones con finalidades aparentemente grandes: para utilidad de las generaciones futuras. Así se presenta también como algo moral incluso el apropiarse de la vida misma del hombre y manipularla. Pero, por otra parte, también existe la conciencia de que la vida humana es un don que exige nuestro respeto y nuestro amor desde el primer instante hasta el último, incluso cuando se trata de personas que sufren, discapacitadas o débiles.

En este contexto se presenta también la moral del matrimonio y de la familia. El matrimonio, por decirlo así, está cada vez más marginado. Conocemos el ejemplo de algunos países, donde se han realizado modificaciones de la ley, según las cuales el matrimonio ahora ya no se define como unión entre un hombre y una mujer, sino como unión entre personas. De este modo, como es obvio, se destruye la idea de fondo, y la sociedad, desde sus raíces, se transforma en algo totalmente diverso.

La conciencia de que la sexualidad, el eros y el matrimonio como unión entre hombre y mujer van juntos ―"los dos serán una sola carne" dice el Génesis―, se debilita cada vez más; todo tipo de unión parece totalmente normal. Todo ello se presenta como una especie de moralidad de la no-discriminación y como un modo de libertad que se debe al hombre.

Así, como es obvio, la indisolubilidad del matrimonio se convierte en una idea casi utópica, que precisamente también desmienten en la práctica muchas personas de la vida pública. De este modo también la familia se desintegra progresivamente. Desde luego, para el problema de la disminución impresionante del índice de natalidad se dan múltiples explicaciones, pero con toda seguridad también desempeña un papel decisivo el hecho de que se quiere tener la vida para sí mismos, de que se confía poco en el futuro y de que precisamente se considera que ya no es realizable la familia como comunidad duradera, en la que puede crecer la generación futura.

Por consiguiente, en estos ámbitos nuestro anuncio choca contra una conciencia contraria de la sociedad, por decirlo así, con una especie de anti-moralidad, que se apoya en una concepción de la libertad vista como facultad de elegir autónomamente, sin directrices prefijadas, como no-determinación, por tanto como aprobación de todo tipo de posibilidades, presentándose así de modo autónomo como éticamente correcto.

Pero la otra conciencia no ha desaparecido. Existe, y yo creo que debemos esforzarnos por volver a unir estas dos partes de la moralidad y poner de relieve que están inseparablemente unidas entre sí. Sólo si se respeta la vida humana desde la concepción hasta la muerte es posible y creíble también la ética de la paz; sólo entonces la no violencia puede expresarse en todas las direccione; sólo entonces respetamos verdaderamente la creación; y sólo entonces se puede llegar a la verdadera justicia.

Creo que en este aspecto tenemos una gran tarea por delante: por una parte, no presentar el cristianismo como un simple moralismo, sino como un don en el que se nos ha dado el amor que nos sostiene y nos proporciona la fuerza necesaria para saber "perder la propia vida"; y, por otra, en este contexto de amor donado, progresar también hacia las realizaciones concretas, las cuales siempre tienen como fundamento el decálogo, que con Cristo y con la Iglesia debemos leer en este tiempo de modo progresivo y nuevo.

Así pues, estos eran los temas que a mi parecer debía y podía añadir. Os agradezco vuestra indulgencia y vuestra paciencia. Esperamos que el Señor nos ayude a todos en nuestro camino.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRIMER GRUPO DE OBISPOS DE ALEMANIA
EN VISITA "AD LIMINA"

Sala del Consistorio
Viernes 10 de noviembre de 2006



Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado:

¡Bienvenidos a la casa del Sucesor de Pedro! Con la alegría de la fe, cuyo anuncio es nuestro servicio común de pastores, os doy la bienvenida a este encuentro con el primer grupo de obispos alemanes, con ocasión de la visita ad limina. Después de mis visitas a Alemania para la Jornada mundial de la juventud en 2005 y, más recientemente, en septiembre, visitas durante las cuales pude encontrarme, al menos brevemente, con muchos de vosotros, me alegra acogeros aquí para repasar juntos la situación de la Iglesia en nuestro país.

Desde luego, no es necesario que lo diga expresamente: me importan mucho los católicos de las diócesis alemanas y, en general, todos los cristianos de nuestro país. Ruego todos los días para que Dios bendiga al pueblo alemán y a todas las personas que viven en nuestra patria. Ojalá que el gran amor de Dios toque y transforme el corazón de todos. Me siento agradecido porque, a través del diálogo con cada uno de vosotros, no sólo puedo profundizar nuestra amistad y nuestra relación personal, sino también conocer mejor la situación de vuestras diócesis. En los dos discursos con los que concluimos los encuentros personales quisiera destacar algunos aspectos de la vida eclesial que me interesan particularmente en este momento de nuestra historia.

La República federal de Alemania comparte con todo el mundo occidental una cultura caracterizada por la secularización, en la que Dios desaparece cada vez más de la conciencia pública, en la que el carácter único de la persona de Cristo se oscurece y en la que los valores formados por la tradición de la Iglesia pierden cada vez más su eficacia. Así, también para cada persona la fe resulta cada vez más difícil; los proyectos de vida y el modo de vivir se determinan cada vez más según el gusto personal. Esta es la situación que deben afrontar tanto los pastores de la Iglesia como los fieles. Por tanto, muchos se han dejado arrastrar por el desaliento y la resignación, actitudes que obstaculizan el testimonio del Evangelio liberador y salvífico de Cristo.

En el fondo, ¿no se presenta también el cristianismo sólo como una de las muchas propuestas para dar sentido a la vida? Es una pregunta que muchos se formulan. Pero, al mismo tiempo, ante la fragilidad y la breve duración de la mayor parte de dichas propuestas, muchos buscan el mensaje cristiano, preguntando y esperando, y desean que les demos respuestas convincentes.

La Iglesia en Alemania debe considerar la situación a la que acabo de aludir como un desafío providencial y afrontarla con valentía. Los cristianos no debemos temer la confrontación espiritual con una sociedad que detrás de su ostentada superioridad intelectual esconde la perplejidad ante los interrogantes existenciales últimos. Las respuestas que la Iglesia recibe del Evangelio del Logos que verdaderamente se hizo hombre, se han demostrado válidas con respecto al pensamiento de los últimos dos milenios; tienen un valor perenne.

Fortalecidos por esta certeza, podemos dar cuenta a todos los que nos piden razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Esto vale también para nuestras relaciones con los fieles de las demás religiones, sobre todo con los numerosos musulmanes que viven en Alemania, y a los que tratamos con respeto y benevolencia. Precisamente ellos, que son fieles a sus convicciones y cumplen sus ritos religiosos a menudo con gran seriedad, tienen derecho a recibir nuestro testimonio humilde y firme en favor de Jesucristo. Pero para poderlo dar con fuerza persuasiva, hace falta un compromiso serio. Para ello, en los lugares en los que la población musulmana es numerosa, deberían estar disponibles interlocutores católicos con conocimientos adecuados tanto de la lengua como de la historia de las religiones, que los capaciten para dialogar con los musulmanes. Pero este diálogo presupone ante todo un sólido conocimiento de la propia fe católica.

Con esto hemos tocado otro tema de gran importancia: la enseñanza de la religión, las escuelas católicas y la formación católica de los adultos. Este ámbito exige una nueva y particular atención por parte de los obispos. Ante todo, es necesario cuidar los programas de estudio para la enseñanza de la religión, que deben inspirarse en el Catecismo de la Iglesia católica, para que a lo largo de los estudios se transmita la totalidad de la fe y de las costumbres de la Iglesia. En el pasado, el contenido de la catequesis con frecuencia se ponía en segundo plano con respecto a los métodos didácticos. La presentación integral y comprensible de los contenidos de fe es un aspecto decisivo para la aprobación de los libros de texto destinados a la enseñanza de la religión.

Igualmente importante es también la fidelidad de los profesores a la fe de la Iglesia y su participación en la vida litúrgica y pastoral de las parroquias o de las comunidades eclesiales en cuyo territorio realizan su trabajo. Además, en las escuelas católicas es importante que la introducción a la visión católica del mundo y a la práctica de la fe, así como la formación católica integral de la personalidad, se transmitan de modo convincente no sólo durante la hora de religión, sino también durante toda la jornada escolar, especialmente a través del testimonio personal de los profesores.

La misma importancia hay que dar a las múltiples instituciones y actividades en el ámbito de la formación de los adultos. Aquí es preciso prestar una atención particular a la elección de los temas y de los formadores para que, a causa de cuestiones superficialmente actuales o de problemas marginales, no se descuiden los contenidos centrales de la fe y del enfoque cristiano de la vida.

La transmisión completa y fiel de la fe en la escuela y en la formación de los adultos, a su vez, depende de modo decisivo de la formación de los candidatos al sacerdocio y de los profesores de religión en las facultades teológicas y en las universidades. No se subrayará jamás suficientemente que la fidelidad al depósito de la fe, tal como lo presenta el magisterio de la Iglesia, es el presupuesto por excelencia para una investigación y una enseñanza serias. Esta fidelidad es también una exigencia de honradez intelectual para todo el que realiza una tarea de enseñanza académica por mandato de la Iglesia. Aquí los obispos tienen el deber de dar su nihil obstat como principales responsables sólo después de un esmerado examen. Sólo una facultad teológica que se sienta obligada a respetar este principio estará en condiciones de dar una contribución auténtica al intercambio espiritual dentro de la universidad.

Venerados hermanos, permitidme hablar también de la formación en los seminarios mayores. Al respecto, el concilio Vaticano II, en su decreto Optatam totius, estableció normas importantes que, por desgracia, aún no se han aplicado plenamente. Esto vale en particular para la institución del así llamado curso propedéutico antes del inicio de los estudios propiamente tales. Ese curso no sólo debería transmitir un sólido conocimiento de las lenguas clásicas, que se ha de exigir expresamente para el estudio de la filosofía y de la teología, sino también la familiaridad con el catecismo, con la práctica religiosa, litúrgica y sacramental de la Iglesia.

Ante el creciente número de personas interesadas y de candidatos que ya no han recibido una formación católica tradicional, ese año propedéutico es urgentemente necesario. Además, durante ese año el alumno puede lograr una mayor claridad sobre su vocación al sacerdocio. Por otra parte, las personas responsables de la formación sacerdotal tienen la posibilidad de conocer mejor al candidato, su madurez humana y su vida de fe. En cambio, los así llamados juegos de rol con dinámicas de grupo, los grupos de autoconciencia y otros experimentos psicológicos son menos adecuados para el objetivo y más bien pueden crear confusión e incertidumbre.

En este contexto más amplio, queridos hermanos en el episcopado, deseo recomendaros de modo particular la Universidad católica de Eichstätt-Ingolstadt. Con ella, la Alemania católica dispone de un lugar excelente para una confrontación de alto nivel académico, y a la luz de la fe católica, con las corrientes espirituales y los problemas, y para la formación de una elite espiritual que pueda afrontar los desafíos del presente y del futuro según el espíritu del Evangelio. La consolidación económica de la única Universidad católica de Alemania debería considerarse un compromiso común de todas las diócesis alemanas, puesto que en el futuro los costes de la misma ya no podrán cubrirlos sólo las diócesis bávaras que, sin embargo, siguen teniendo una responsabilidad particular con respecto a esta Universidad.

Por último, quisiera abordar aún un problema tan urgente como cargado de emotividad: la relación entre sacerdotes y laicos en el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Descubrimos cada vez más en nuestra cultura secular cuán importante es la colaboración activa de los laicos para la vida de la Iglesia. Deseo dar gracias de corazón a todos los laicos que, en virtud de la fuerza del bautismo, sostienen de modo vivo a la Iglesia. Precisamente porque el testimonio activo de los laicos es tan importante, es igualmente importante que no se confundan los rasgos específicos de las diversas misiones.

La homilía durante la santa misa compete al ministerio ordenado. Cuando hay un número suficiente de sacerdotes y de diáconos, les corresponde a ellos la distribución de la sagrada Comunión. Además, se sigue pidiendo que los laicos puedan realizar las funciones de guía pastoral. A este respecto, no podemos discutir las cuestiones relacionadas sólo a la luz de la conveniencia pastoral, puesto que aquí se trata de verdades de la fe, es decir, de la estructura sacramental jerárquica querida por Jesucristo para su Iglesia. Dado que la Iglesia se funda en la voluntad de Cristo, así como la autoridad apostólica se funda en su mandato, no pueden ser alteradas por los hombres.
Sólo el sacramento del Orden autoriza a quien lo recibe a hablar y obrar in persona Christi.
Queridos hermanos, esto es lo que se debe inculcar siempre con gran paciencia y sabiduría, sacando después las debidas consecuencias.

Queridos hermanos en el episcopado, la Iglesia en Alemania tiene profundas raíces espirituales y medios excepcionales para la promoción de la fe y la ayuda a las personas necesitadas tanto en el país como en el extranjero. El número de fieles comprometidos y también la calidad de su trabajo por el bien de la Iglesia y de la sociedad son en verdad notables. Para la realización de la misión de la Iglesia es necesaria también la colaboración, generalmente buena, entre el Estado y la Iglesia, por el bien de todos los alemanes.

Para poder afrontar de modo adecuado los desafíos debidos al permanente proceso de secularización, del que hablamos al inicio, la Iglesia en Alemania debe poner nuevamente de manifiesto sobre todo la fuerza y la belleza de la fe católica: para poder hacerlo, debe crecer en la comunión con Cristo. En esto, la unidad de los obispos, del clero y de los laicos entre sí y también con la Iglesia universal, especialmente con el Sucesor de Pedro, es de fundamental importancia.

Que la poderosa intercesión de María, Virgen y Madre de Dios, a la que en nuestra patria alemana están dedicados muchos santuarios maravillosos, así como la intercesión de san Bonifacio y de todos los santos de nuestro país, os obtengan a vosotros y a todos los fieles la fuerza y la perseverancia para proseguir con valentía y confianza la gran obra de una renovación auténtica de la vida de fe mediante una adhesión fiel a las indicaciones de la Iglesia universal. Os imparto de corazón la bendición apostólica a todos vosotros, en las tareas de vuestro servicio de pastores, así como a todos los fieles de Alemania.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DE "VILLA NAZARET" CON OCASIÓN
DEL 60 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN

Sala Pablo VI
Sábado 11 de noviembre de 2006



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra estar hoy en medio de vosotros para celebrar el 60° aniversario del origen de la institución, que nació de la sabia intuición del entonces monseñor Domenico Tardini, sucesivamente guiada por el cardenal Antonio Samoré, y por nuestro cardenal Silvestrini, con la contribución de amigos del mundo de la escuela, de la cultura y del trabajo, así como de bienhechores italianos y americanos.

Os saludo con afecto a todos, estudiantes, ex alumnos, amigos, así como a todas vuestras familias; y os agradezco la cordial acogida. Saludo en particular al cardenal Achille Silvestrini, presidente de la Fundación Sagrada Familia de Nazaret, y le doy las gracias por las palabras con que me ha presentado esta obra educativa y eclesial a la que dedica tanta inteligencia y amor.

Saludo a la vicepresidenta, profesora Angela Groppelli, psicóloga, que desde hace más de cincuenta años se prodiga por Villa Nazaret; al arzobispo Claudio Maria Celli; a los obispos y sacerdotes que han derramado o derraman sobre ella los dones de la vida espiritual; a los miembros del consejo de la Fundación y de la asociación laical "Comunidad Domenico Tardini", con el vicepresidente Pier Silverio Pozzi; y a todos los socios.

Villa Nazaret es una gran realidad, que sigue desarrollándose gracias al compromiso de los estudiantes en período de formación, y luego a la inserción profesional y a las nuevas familias que se van formando. Se trata de una gran familia, a la que deseo saludar con especial afecto paterno.

Villa Nazaret, por la que durante sus sesenta años de vida han pasado varias generaciones de niños y jóvenes, se propone desarrollar la inteligencia de sus alumnos respetando la libertad de la persona, orientada a ver en el servicio a los demás la auténtica expresión del amor cristiano. Villa Nazaret quiere formar a sus jóvenes para tomar decisiones valientes, con una actitud de apertura al diálogo, con referencia a la razón purificada en el crisol de la fe, pues la fe puede ofrecer perspectivas de esperanza a todo proyecto que se interese por el destino del hombre. La fe escruta lo invisible y por eso es amiga de la razón, que se plantea los interrogantes esenciales de los que espera sentido nuestro camino en esta tierra.

A este respecto, nos puede iluminar la pregunta que, según el relato de san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, el diácono Felipe hizo al etíope con quien se encontró en el camino de Jerusalén a Gaza: "¿Entiendes lo que vas leyendo?" (Hch 8, 30). El etíope contestó: "¿Cómo lo puedo entender si nadie me hace de guía?" (Hch 8, 31). Entonces Felipe le habló de Cristo. Así el etíope descubrió que la respuesta a sus interrogantes era la persona de Cristo, anunciado por el profeta Isaías con palabras veladas. Por consiguiente, es importante que alguien se acerque a quien está en camino y le anuncie "la buena nueva de Jesús", como hizo Felipe.

Esa escena insinúa la "diaconía" que la cultura cristiana puede realizar para ayudar a las personas que buscan a descubrir a Aquel que está oculto en las páginas de la Biblia y en las vicisitudes de la vida de cada uno. Pero no conviene olvidar la afirmación del Señor de que es él mismo quien tiene hambre, tiene sed, es acogido, vestido y visitado en todas las personas necesitadas (cf. Mt 25, 31-46). Por tanto, también está "oculto" en esas personas y acontecimientos.

Sé que vosotros, queridos amigos, soléis meditar sobre estos y otros textos semejantes de la Biblia. Se trata de palabras que os acompañan en vuestras jornadas. Uniendo entre sí estas imágenes y estas enseñanzas, podéis comprender claramente cómo la verdad y el amor son inseparables. Ninguna cultura puede sentirse satisfecha de sí misma hasta que no descubra que debe estar atenta a las necesidades reales y profundas del hombre, de todo hombre.

En Villa Nazaret podéis experimentar cómo la palabra de Dios requiere una escucha atenta y un corazón generoso y maduro para vivirla en plenitud. Los contenidos de la revelación de Jesús son concretos y un intelectual cristianamente inspirado debe estar siempre dispuesto a comunicarlos cuando dialoga con los que buscan soluciones capaces de mejorar la existencia y de responder a la inquietud que abruma a todo corazón humano.

Ante todo, es preciso mostrar la correspondencia profunda que existe entre las instancias que brotan de la reflexión sobre las vicisitudes humanas y el Logos divino que "se hizo carne" y "puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14). Así se crea una convergencia fecunda entre los postulados de la razón y las respuestas de la Revelación, y precisamente de aquí brota una luz que ilumina el camino por el que cada uno debe orientar su compromiso.

En el contacto diario con la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia se desarrolla vuestra maduración en los ámbitos humano, profesional y espiritual, y así podéis penetrar cada vez más en el misterio de la Razón creadora que sigue amando al mundo y dialogando con la libertad de las criaturas. Un intelectual cristiano ―y seguramente eso es lo que quieren ser los que salen de Villa Nazaret― debe cultivar siempre en sí mismo el asombro ante esta verdad fundamental. Eso facilita la dócil adhesión al Espíritu de Dios y, al mismo tiempo, impulsa a servir a los hermanos con pronta disponibilidad.

En estas palabras de san Pablo a la comunidad cristiana que vivía en Filipos podéis descubrir cuál ha de ser el "estilo" de vuestro compromiso: "Hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta" (Flp 4, 8). Precisamente desde esta perspectiva podéis entablar un diálogo fecundo con la cultura, y dar vuestra contribución para hacer que muchas personas encuentren la respuesta en Jesucristo. También vosotros sentíos movidos por el Espíritu de Jesús, como sucedió al diácono Felipe, que escuchó estas palabras: "Levántate y marcha hacia el mediodía por el camino que baja de Jerusalén a Gaza. Está desierto" (Hch 8, 26).

También hoy, queridos jóvenes, no son pocos los "caminos desiertos" que os tocará recorrer en vuestra vida de creyentes. Precisamente en ellos podréis acercaros a quienes buscan el sentido de la vida. Preparaos para estar también vosotros al servicio de una cultura que favorezca el encuentro de fraternidad del hombre con el hombre y el descubrimiento de la salvación que nos viene de Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, Villa Nazaret, desde el inicio, ha sido siempre objeto de especial benevolencia por parte de mis venerados predecesores, comenzando por el siervo de Dios Pío XII, que la vio nacer, hasta el siervo de Dios Juan Pablo II, que os fue a visitar hace diez años, con ocasión del 50° aniversario de la fundación. Esta benevolencia de los Papas ha alimentado y debe seguir alimentando vuestro vínculo espiritual con la Santa Sede.

Al mismo tiempo, este vínculo de estima y afecto os compromete a caminar fielmente siguiendo las huellas de aquel gran "hombre de Dios" que fue el cardenal Domenico Tardini. Con sus palabras y su ejemplo os exhorta a ser particularmente sensibles, atentos y receptivos con respecto a las enseñanzas de la Iglesia.

Con estos sentimientos, a la vez que invoco sobre vosotros la protección especial de la Virgen "Mater Ecclesiae", os aseguro a cada uno un recuerdo en la oración, y con afecto os bendigo a todos, comenzando por vuestros numerosos niños.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEÑOR KAGEFUMI UENO,
NUEVO EMBAJADOR DE JAPÓN ANTE LA SANTA SEDE*

Lunes 13 de noviembre de 2006



Señor embajador:

Con placer acojo a su excelencia en esta solemne circunstancia de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Japón ante la Santa Sede.
Le agradezco las amables palabras que acaba de dirigirme, así como los saludos que me ha transmitido de parte de su majestad el emperador Akihito. Le ruego que le exprese mis mejores deseos para su persona así como para la familia imperial. Alegrándome vivamente por las relaciones de respeto y simpatía que Japón mantiene con la Santa Sede, saludo muy cordialmente al pueblo japonés, deseándole que prosiga su desarrollo humano y espiritual, con respeto de la dignidad de la persona humana, buscando siempre promover la paz y la solidaridad entre los pueblos.

Señor embajador, tal como usted ha señalado, las ricas tradiciones culturales y espirituales de su país han contribuido a la expansión de los valores humanos fundamentales. El reconocimiento de la dimensión espiritual de la sociedad, suscitando un auténtico diálogo entre las religiones y entre las culturas, no puede menos de favorecer una vida común fraterna y solidaria, la única que permite el desarrollo integral del hombre. En efecto, la colaboración interreligiosa e intercultural se puede realizar en numerosos campos de acción, principalmente en los ámbitos del compromiso en favor de una sociedad justa, de la paz mundial y de la lucha contra la pobreza mediante una solidaridad cada vez mayor.

Hoy más que nunca la búsqueda de la paz entre las naciones debe ser una prioridad en las relaciones internacionales. Las crisis que sufre el mundo no pueden encontrar una solución definitiva con la violencia; por el contrario, se resolverán con medios pacíficos respetando los compromisos asumidos. Como se sabe y la experiencia no cesa de demostrarlo, la violencia no puede ser nunca una respuesta justa a los problemas de las sociedades, puesto que destruye la dignidad, la vida y la libertad del hombre, al que pretende defender. Para construir la paz, son importantes los caminos de orden cultural, político y económico. "Ahora bien, en primer lugar, la paz se debe construir en los corazones. Ahí es donde se desarrollan los sentimientos que pueden alimentarla o, por el contrario, amenazarla, debilitarla y ahogarla" (Mensaje con ocasión del XX aniversario del encuentro interreligioso de oración por la paz en Asís, 2 de septiembre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de septiembre de 2006, p. 3).

Así pues, alegrándome de los pasos realizados, invito a su país a proseguir decididamente sus esfuerzos para contribuir al establecimiento de una paz justa y estable en el mundo, de modo especial en el Extremo Oriente. En la crisis que atraviesa actualmente esa región, la Santa Sede alienta las negociaciones bilaterales o multilaterales, convencida de que la solución debe buscarse con medios pacíficos y en el respeto de los compromisos asumidos por todas las partes presentes, para lograr la desnuclearización de la península coreana.

Desde esta misma perspectiva, deseo vivamente que la comunidad internacional prosiga e intensifique su ayuda humanitaria a las poblaciones más vulnerables, sobre todo en Corea del norte, a fin de que una eventual interrupción no entrañe para la población civil consecuencias muy graves.
Por lo demás, señor embajador, me alegra la generosa contribución que aporta su país para la ayuda a los países más pobres. En efecto, es necesario que los vínculos de interdependencia entre los pueblos, que se desarrollan cada vez más, vayan acompañados por un intenso compromiso para que las consecuencias nefastas de las fuertes diferencias que persisten entre los países desarrollados y los países en vías de desarrollo no se agraven, sino que se transformen en una solidaridad auténtica, impulsando el crecimiento económico y social de los países más pobres.

Me alegra el respeto del que goza la Iglesia católica en Japón. A través de usted, señor embajador, quisiera saludar cordialmente a los obispos y a todos sus diocesanos, animándolos a vivir cada vez más firmemente en la comunión de la fe y a proseguir su compromiso en favor de la paz y la reconciliación entre los pueblos de la región, mediante una colaboración generosa con sus compatriotas.

Al comenzar su misión ante la Sede apostólica, le expreso mis mejores deseos para su feliz cumplimiento. Quiero asegurarle que aquí, entre mis colaboradores, encontrará siempre un apoyo cordial y atento.

Sobre su majestad el emperador Akihito y sobre la familia imperial, sobre el pueblo japonés y sobre sus dirigentes, así como sobre su excelencia, sobre sus colaboradores y sobre su familia, invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PROMOCIÓN
DE LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Sala Clementina
Viernes día 17 de noviembre de 2006



Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

"Gracia y paz a vosotros de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo" (Rm 1, 7). Con este deseo de san Pablo a los Romanos me dirijo a vosotros, que dedicáis vuestra inteligencia, vuestro amor y vuestro celo a la promoción de la comunión plena de todos los cristianos, según la voluntad del Señor mismo, que oró por esa unidad en la víspera de su pasión, muerte y resurrección.

Agradezco, ante todo, a vuestro presidente, el señor cardenal Walter Kasper, su saludo y el denso informe del trabajo de vuestra plenaria. También os expreso mi gratitud a todos vosotros, que habéis aportado a este encuentro vuestra experiencia y vuestra esperanza, comprometiéndoos a buscar respuestas adecuadas a una situación que cambia. Precisamente en esto se centra el tema que habéis elegido y estudiado: "La situación ecuménica que cambia". Vivimos en una época de grandes cambios en casi todos los sectores de la vida; por consiguiente, no es de extrañar que esto influya también en la vida de la Iglesia y en las relaciones entre los cristianos.

Con todo, conviene decir desde el inicio que, a pesar del cambio de situaciones, sensibilidades y problemáticas, el objetivo del movimiento ecuménico sigue siendo el mismo: la unidad visible de la Iglesia. Como es sabido, el concilio Vaticano II consideró como una de sus principales finalidades el restablecimiento de la unidad plena entre todos los cristianos (cf. Unitatis redintegratio, 1). Esta es también mi intención. Aprovecho de buen grado esta ocasión para repetir y confirmar, con renovada convicción, lo que afirmé al inicio de mi ministerio en la Cátedra de Pedro: "Su actual Sucesor (de Pedro) ―dije entonces― asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber" (Mensaje en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 7). Y añadí: "El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa prioritaria del ecumenismo" (ib.).

En verdad, desde el concilio Vaticano II hasta hoy se han dado muchos pasos hacia la comunión plena. Tengo presente la imagen del aula conciliar, donde los observadores delegados de las demás Iglesias y comunidades eclesiales estaban atentos pero silenciosos. En los decenios sucesivos, esta imagen se ha transformado en la realidad de una Iglesia en diálogo con todas las Iglesias y comunidades eclesiales tanto de Oriente como de Occidente. El silencio se ha transformado en palabra de comunión. Se ha llevado a cabo un enorme trabajo a nivel universal y a nivel local. Se ha redescubierto y restablecido la fraternidad entre todos los cristianos como condición de diálogo, de cooperación, de oración común y de solidaridad.

Es lo que mi predecesor el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, puso de relieve en la encíclica sobre el compromiso ecuménico, en la que afirmó explícitamente, entre otras cosas, que "el crecimiento de la comunión es un fruto precioso de las relaciones entre los cristianos y del diálogo teológico que mantienen. Lo uno y lo otro han hecho a los cristianos conscientes de los elementos de fe que tienen en común" (Ut unum sint, 49).

Esa encíclica ponía de relieve los frutos positivos de las relaciones ecuménicas entre los cristianos tanto de Oriente como de Occidente. A este propósito, no podemos por menos de recordar la experiencia de comunión que vivimos con los representantes de las demás Iglesias y comunidades eclesiales que vinieron de todos los continentes para participar en el funeral del inolvidable Papa Juan Pablo II y también en la ceremonia de inicio de mi pontificado.

Compartir el dolor y la alegría es signo visible de la nueva situación que se ha creado entre los cristianos. ¡Bendito sea Dios por ello! También mi inminente visita a Su Santidad Bartolomé I y al Patriarcado ecuménico será un signo ulterior de aprecio por las Iglesias ortodoxas, y servirá de estímulo ―así lo esperamos― para apresurar el paso hacia el restablecimiento de la comunión plena.

Sin embargo, siendo realistas, debemos reconocer que queda aún mucho camino por recorrer. Desde el concilio Vaticano II la situación, en muchos aspectos, ha variado; y el cardenal Kasper nos ha descrito a grandes rasgos estos cambios. Los grandes cambios que se han producido en el mundo han tenido repercusiones también en el ecumenismo. Muchas de las veneradas Iglesias de Oriente, en tiempos del Concilio vivían en condiciones de opresión bajo regímenes dictatoriales.
Hoy han recobrado la libertad y están comprometidas en un amplio proceso de reorganización y revitalización. Las acompañamos con nuestros sentimientos y nuestra oración.

La parte oriental y la occidental de Europa se están acercando. Esto impulsa a las Iglesias a coordinar sus esfuerzos con vistas a la salvaguardia de la tradición cristiana y al anuncio del Evangelio a las nuevas generaciones. Esa colaboración resulta particularmente urgente a causa de la situación de avanzada secularización, sobre todo del mundo occidental.

Por fortuna, después de un período de múltiples dificultades, el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas ha tomado nuevo impulso. La Comisión mixta internacional de diálogo ha podido reunirse positivamente en Belgrado, acogida con generosidad por la Iglesia ortodoxa de Serbia. Albergamos grandes esperanzas con respecto al camino futuro que se recorrerá, respetando las legítimas diferencias teológicas, litúrgicas y disciplinares, con vistas a una comunión de fe y de amor cada vez más plena, en la que sea posible un intercambio cada vez más profundo de las riquezas espirituales de cada Iglesia.

También con las comunidades eclesiales de Occidente mantenemos diálogos bilaterales abiertos y amistosos, que permiten progresar en el conocimiento mutuo, superar prejuicios, confirmar algunos elementos de convergencia e identificar con mayor precisión las auténticas divergencias. Quisiera mencionar sobre todo la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación, lograda en el diálogo con la Federación luterana mundial, y el hecho de que el Consejo metodista mundial, por su parte, dio su asentimiento a esta Declaración.

Mientras tanto, han surgido varios problemas importantes que exigen una profundización y un acuerdo. Sigue existiendo la dificultad de encontrar una concepción común acerca de las relaciones entre el Evangelio y la Iglesia; y, relacionado con esto, sobre el misterio de la Iglesia y de su unidad, y sobre la cuestión del ministerio en la Iglesia.

Asimismo, han aparecido nuevas dificultades en el campo ético; como consecuencia, las diferentes posiciones tomadas por las Confesiones cristianas sobre los problemas actuales han reducido su influjo de orientación con respecto a la opinión pública. Precisamente desde este punto de vista resulta necesario un profundo diálogo sobre la antropología cristiana, así como sobre la interpretación del Evangelio y sobre su aplicación concreta.

Lo que siempre hay que promover ante todo es el ecumenismo del amor, que deriva directamente del mandamiento nuevo que dejó Jesús a sus discípulos. El amor, acompañado de gestos coherentes, crea confianza, hace que se abran los corazones y los ojos. El diálogo de la caridad, por su naturaleza, promueve e ilumina el diálogo de la verdad, pues es en la verdad plena donde se realizará el encuentro definitivo al que conduce el Espíritu de Cristo.

Ciertamente, el relativismo o el fácil y falso irenismo no resuelven la búsqueda ecuménica. Al contrario, la desvían y desorientan. Es preciso intensificar la formación ecuménica del amor de Dios que se reveló en el rostro de Jesucristo y al mismo tiempo reveló en Cristo el hombre al hombre y le hizo comprender su altísima vocación (cf. Gaudium et spes, 22). Estas dos dimensiones esenciales se apoyan en la cooperación práctica entre los cristianos, la cual "expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo siervo" (Unitatis redintegratio, 12).

Para concluir estas palabras, quiero reafirmar la importancia totalmente especial del ecumenismo espiritual. Por eso, con razón, el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos está comprometido en él, apoyándose en la oración, en la caridad, en la conversión del corazón, con vistas a una renovación personal y comunitaria. Os exhorto a proseguir por este camino, que ya ha dado tantos frutos y seguirá dando muchos más. Por mi parte, os aseguro el apoyo de mi oración mientras, como confirmación de mi confianza y mi afecto, os imparto a todos una bendición apostólica especial.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE ALEMANIA
EN VISITA "AD LIMINA"

Sábado 18 de noviembre de 2006


Señores cardenales;
queridos hermanos en el episcopado:

Con particular alegría os doy la bienvenida, queridos hermanos de nuestra común patria alemana y bávara, aquí, a la casa del Papa. Vuestra visita ad limina Apostolorum os lleva ante las tumbas de los Apóstoles, que, sin embargo, no hablan solamente del pasado, sino que remiten sobre todo al Señor resucitado, que está siempre presente en su Iglesia y la "precede" siempre (cf. Mc 16, 7).
Las tumbas nos dicen que la Iglesia permanece siempre unida al testimonio de los inicios, pero que, al mismo tiempo, sigue viva en el sacramento de la sucesión de los Apóstoles; que el Señor, a través del ministerio apostólico, nos habla siempre en presente. Es una referencia a nuestra misión de sucesores de los Apóstoles: vivimos con el vínculo que nos une a Aquel que es el Alfa y la Omega (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), a Aquel que es, que era y que va a venir (cf. Ap 1, 4).

Anunciamos al Señor en la comunidad viva de su cuerpo, animada por su Espíritu; en la comunión viva con el Sucesor de Pedro y el Colegio de los obispos. La visita ad limina debe fortalecernos en esta comunión; debe ayudarnos a ser considerados cada vez más como administradores fieles y sabios de los bienes que nos ha encomendado el Señor (cf. Lc 12, 42).

La Iglesia, para permanecer fiel al Señor, y por tanto a sí misma, debe renovarse continuamente. Pero ¿cómo lo realiza? Para responder a esta pregunta debemos discernir, ante todo, la voluntad del Señor, cabeza de la Iglesia, y reconocer claramente que toda reforma eclesial nace del esfuerzo serio por llegar a un conocimiento más profundo de las verdades de la fe católica, y de la aspiración constante a la purificación moral y a la virtud. Esta exhortación se dirige primero a cada persona y después a todo el pueblo de Dios.

La búsqueda de la reforma puede desviarse fácilmente hacia un activismo exterior, si quien actúa no lleva una auténtica vida espiritual y si no verifica constantemente a la luz de la fe las motivaciones de su actuación. Esto vale para todos los miembros de la Iglesia: para los obispos, los sacerdotes, los diáconos, los religiosos y todos los fieles. El Papa san Gregorio Magno, en su Regula pastoralis, pone como un espejo delante del obispo: "El obispo no debe descuidar su vida interior por su actividad exterior (...). A menudo se cree superior a todos por su elevada posición (...). Del exterior recibe alabanzas inoportunas, pero interiormente pierde la verdad" (2, 1).

Se trata ―y esta es ciertamente también la obligación diaria de todo cristiano― de prescindir del propio yo y de exponerse a la mirada amorosa e interpelante de Jesús. En el centro de nuestro servicio está siempre el encuentro con Cristo vivo, un encuentro que da a nuestra vida la orientación decisiva. En Cristo nos llega el amor de Dios que, a través de nuestro ministerio sacerdotal y episcopal, se transmite a los hombres en las situaciones más diversas, tanto a los sanos como a los enfermos, tanto a los que sufren como a los culpables. Dios nos da su amor que perdona, sana y santifica. Viene siempre a nuestro encuentro "a través de los hombres en los que él se refleja; mediante su palabra, en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía. En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana" (Deus caritas est, 17).

Naturalmente, en la Iglesia también es necesaria una planificación institucional y estructural. Instituciones eclesiales, programaciones pastorales y otras estructuras jurídicas son, hasta cierto punto, sencillamente necesarias. Pero a veces se presentan como lo esencial, impidiendo así ver lo que es verdaderamente esencial. Sólo corresponden a su auténtico significado si se miden y orientan según el criterio de la verdad de la fe. En definitiva, debe ser y será la fe misma la que marcará, en toda su grandeza, claridad y belleza, el ritmo de la reforma que es fundamental y que necesitamos.

Ciertamente, en todo esto no se debe olvidar jamás que aquellos de cuya capacidad y buena voluntad depende la realización de las medidas de reforma son siempre seres humanos. Aunque en algunos casos pueda parecer difícil, a este respecto deben tomarse siempre decisiones personales claras.

Queridos hermanos en el ministerio episcopal, sé que muchos de vosotros, con razón, os estáis esforzando por un desarrollo de las estructuras pastorales que sea adecuado a la situación presente. Ante la actual disminución tanto del número de los sacerdotes como, por desgracia, también de los fieles que frecuentan la misa dominical, en diversas diócesis de lengua alemana se aplican modelos para modificar y reestructurar la atención pastoral en los que corre el riesgo de ofuscarse la imagen del párroco, es decir, del sacerdote que como hombre de Dios y de la Iglesia guía una comunidad parroquial.

Estoy seguro de que vosotros, queridos hermanos, no dejáis la elaboración de estos proyectos a fríos programadores; los encargáis sólo a sacerdotes y colaboradores que no sólo tienen el necesario juicio iluminado por la fe, y una adecuada formación teológica, canónica, histórica y práctica, así como una experiencia pastoral suficiente, sino que también se preocupan verdaderamente por la salvación de los hombres y que, por tanto, se distinguen por su "celo por las almas", como se decía en el pasado, y consideran la salvación integral y, por ende, eterna del hombre como lex suprema de su pensamiento y de su acción. Sobre todo, debéis aprobar solamente las reformas estructurales que estén en plena sintonía con la enseñanza de la Iglesia sobre el sacerdocio y con sus normas jurídicas, preocupándoos de que la aplicación de las reformas no disminuya la fuerza de atracción del ministerio sacerdotal.

Si a veces se sostiene que los laicos no podrían insertarse suficientemente en las estructuras de la Iglesia, es porque existe en la base una fijación restrictiva sobre la colaboración en los órganos directivos, sobre las posiciones de relieve dentro de las estructuras financiadas por la Iglesia o sobre el ejercicio de determinadas funciones litúrgicas. También estos ámbitos tienen naturalmente su importancia. Sin embargo, no deben hacer olvidar el campo amplio y abierto del apostolado laical urgentemente necesario y sus múltiples funciones: el anuncio de la buena nueva a millones de compatriotas que aún no conocen a Cristo y a su Iglesia; la catequesis de los niños y los adultos en nuestras comunidades parroquiales; los servicios caritativos; el trabajo en los medios de comunicación social, así como el compromiso social por una defensa integral de la vida humana, por la justicia social y en el ámbito de las iniciativas culturales cristianas. En verdad, no faltan tareas para los laicos católicos comprometidos, pero hoy tal vez falta a veces espíritu misionero, creatividad y valentía para recorrer también caminos nuevos.

En el discurso al primer grupo de obispos alemanes ya aludí brevemente a los múltiples servicios litúrgicos que los laicos pueden desempeñar hoy en la Iglesia: el de ministro extraordinario de la sagrada Comunión, al que se suman el de lector y el de guía de la liturgia de la Palabra. No quisiera tratar de nuevo este tema. Es importante que estas tareas no se realicen reivindicándolas casi como un derecho, sino con espíritu de servicio. La liturgia nos llama a todos al servicio de Dios, por Dios y por los hombres, en el que no busquemos exhibirnos sino presentarnos con humildad ante Dios y dejarnos iluminar por su luz. En este discurso quisiera tratar brevemente otros cuatro puntos que me interesan.

El primero es el anuncio de la fe a los jóvenes de nuestro tiempo. Los jóvenes de hoy viven en una cultura secularizada, orientada totalmente a las cosas materiales. En la vida diaria ―en los medios de comunicación, en el trabajo, en el tiempo libre― experimentan por lo general una cultura en la que Dios no está presente. Y, sin embargo, esperan a Dios. Las Jornadas mundiales de la juventud manifiestan qué expectativas y apertura a Dios y al Evangelio tienen los jóvenes de nuestro tiempo. Nuestra respuesta a estas expectativas debe ser multiforme.

Las Jornadas mundiales de la juventud presuponen que los jóvenes pueden realizar en sus ámbitos de vida, en particular en la parroquia, el encuentro con la fe. Aquí, por ejemplo, es importante el servicio de los acólitos, que pone en contacto a los niños y los jóvenes con el altar, con la palabra de Dios y con la vida íntima de la Iglesia. Durante la peregrinación de los acólitos fue hermoso ver gozosamente reunidos en la fe a numerosos muchachos provenientes de Alemania. Proseguid este compromiso y procurad que los acólitos encuentren verdaderamente en la Iglesia a Dios, su Palabra, el sacramento de su presencia y que, a partir de esto, aprendan a modelar su vida.

Un camino importante es también el trabajo con los coros, donde los jóvenes pueden educarse en la belleza y en la comunión, experimentar la alegría de participar en la misa y, de este modo, recibir una formación en la fe. Después del Concilio, el Espíritu Santo nos ha regalado los "movimientos".
A veces al párroco o al obispo les pueden parecer algo extraños, pero son lugares de fe en los que los jóvenes y los adultos experimentan un modelo de vida en la fe como oportunidad para la vida de hoy. Por eso os pido que salgáis al encuentro de los movimientos con mucho amor. En ciertos casos hay que corregirlos, insertarlos en el conjunto de la parroquia o de la diócesis, pero debemos respetar sus carismas específicos y alegrarnos de que surjan formas comunitarias de fe en las que la palabra de Dios se convierte en vida.

El segundo tema que deseo afrontar, al menos brevemente, son las obras caritativas eclesiales. En mi encíclica Deus caritas est hablé del servicio de la caridad como expresión fundamental e irrenunciable de la fe en la vida de la Iglesia, aludiendo también al principio interior de las obras caritativas. "El amor de Cristo nos apremia", dijo san Pablo (2 Co 5, 14). El mismo "deber" de la caridad (cf. 1 Co 9, 16) que impulsó a san Pablo a ir por todo el mundo para anunciar el Evangelio, este mismo "deber" del amor a Cristo, ha llevado a los católicos alemanes a fundar las obras caritativas, para ayudar a las personas que viven en la pobreza a reivindicar su derecho a participar en los bienes de la tierra.

Ahora bien, es importante velar para que estas obras caritativas, en sus programas y en sus actividades, correspondan verdaderamente a este impulso interior del amor sostenido por la fe. Es importante velar para que no caigan en una dependencia política, sino que sirvan únicamente para su finalidad de justicia y amor. Por eso, hace falta también una estrecha colaboración con los obispos y las Conferencias episcopales, que conocen verdaderamente la situación local y pueden hacer que el don de los fieles se mantenga al margen de la confusión de los intereses políticos, y de cualquier otro tipo, y se utilice para el bien de las personas. El Consejo pontificio "Cor unum" tiene una gran experiencia en este ámbito y ofrecerá de buen grado su ayuda y sus consejos en todas estas cuestiones.

Por ultimo, me preocupa particularmente el tema del matrimonio y la familia. Hoy se oscurece cada vez más el orden del matrimonio tal como fue establecido en la creación, y del que la Biblia nos habla expresamente al final de la narración de la creación (cf. Gn 2, 24). En la misma medida en que el hombre trata de construirse de un modo nuevo el mundo en su conjunto, poniendo así en peligro de manera cada vez más perceptible sus bases, pierde también la visión del orden de la creación con respecto a su propia existencia. Cree que puede definirse a sí mismo a su antojo en virtud de una libertad vacía. Así, comienzan a vacilar los fundamentos en los que se apoya su existencia y la de la sociedad.

A los jóvenes les resulta difícil comprometerse de forma definitiva. Tienen miedo a lo definitivo, que les parece irrealizable y opuesto a la libertad. Así resulta cada vez más difícil querer tener hijos y darles el espacio duradero de crecimiento y de maduración que sólo puede ofrecer la familia fundada en el matrimonio. En esta situación, a la que acabo de aludir, es muy importante ayudar a los jóvenes a darse un "sí" definitivo, que no está en contraste con la libertad, sino que representa su mayor oportunidad. Con la paciencia de estar juntos durante toda la vida, el amor alcanza su verdadera madurez. En este ambiente de amor para toda la vida, también los hijos aprenden a vivir y amar. Por tanto, deseo pediros que hagáis todo lo posible por formar, promover y alentar el matrimonio y la familia.

Para terminar, quiero decir unas breves palabras sobre el ecumenismo. Todas las iniciativas plausibles en el camino hacia la unidad plena de todos los cristianos encuentran en la oración común y en la reflexión sobre la sagrada Escritura un terreno fértil en el que puede crecer y madurar la comunión. En Alemania nuestros esfuerzos deben dirigirse sobre todo a los cristianos de fe luterana y reformada. Al mismo tiempo, no perdamos de vista a los hermanos y hermanas de las Iglesias ortodoxas, aunque estos sean menos numerosos en proporción. El mundo tiene derecho a esperar de todos los cristianos una profesión unívoca de fe en Jesucristo, el Redentor de la humanidad. Por tanto, el compromiso ecuménico no puede limitarse a documentos conjuntos. Se hace visible y eficaz donde los cristianos de las diversas Iglesias y comunidades eclesiales, en un contexto social cada vez más ajeno a la religión, profesan juntos y de modo convincente los valores transmitidos por la fe cristiana y los manifiestan con fuerza en su actividad política y social.

Queridos hermanos en el episcopado, puesto que yo mismo provengo de vuestro país, al que tanto amo, me importan particularmente los logros de la Iglesia en Alemania, así como los desafíos que debe afrontar. Conozco todo lo bueno que hay en la Iglesia en nuestro país, no sólo por observación y experiencia personal, sino también porque frecuentemente obispos, sacerdotes y otros visitantes provenientes de Europa y de muchas partes del mundo, me hablan del bien efectivo que reciben a través de estructuras y personas de la Iglesia.

En verdad, la Iglesia en Alemania dispone de grandes recursos espirituales y religiosos. Sobre todo, merece respeto y reconocimiento el servicio fiel, a menudo muy poco apreciado, de numerosos sacerdotes, diáconos, religiosos y colaboradores eclesiales profesionales en situaciones pastorales no siempre fáciles. Además, estoy sinceramente agradecido porque hay siempre numerosos cristianos dispuestos a comprometerse en las comunidades parroquiales y en las diócesis, en las asociaciones y en los movimientos, y a asumir, como católicos creyentes, su responsabilidad también en el seno de la sociedad. En este contexto comparto con vosotros la firme esperanza de que la Iglesia en Alemania llegue a ser aún más misionera y encuentre modos para transmitir la fe a las generaciones futuras.

Conozco bien, queridos hermanos en el episcopado, vuestro compromiso generoso y también el de numerosos sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos de vuestras diócesis. Por tanto, deseo testimoniaros hoy nuevamente mi afecto y animaros a realizar unidos y confiados vuestro servicio de pastores. Estoy seguro de que el Señor acompañará y recompensará vuestra fidelidad y vuestro celo con su bendición.

Que la santísima Virgen y Madre de Dios, María, Madre de la Iglesia y Auxilio de los cristianos, os alcance a vosotros, al clero y a los fieles de nuestra patria la fuerza, la alegría y la perseverancia para afrontar el compromiso necesario para una auténtica renovación de la vida de fe con valentía y con firme confianza en la ayuda del Espíritu Santo. Por su intercesión materna y por la de todos los santos y las santas venerados en nuestro país, os imparto de corazón a vosotros y a todos los fieles en Alemania la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL FINAL DE UN CONCIERTO EN SU HONOR
OFRECIDO POR EL PRESIDENTE DE ALEMANIA

Sala Clementina
Sábado 18 de noviembre de 2006



Señor presidente de la República;
señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado;
ilustres señores y señoras:

Ante todo deseo manifestar mi gratitud personal y particular a los cuatro músicos del Cuarteto de la Orquesta filarmónica de Berlín, Daniel Stabrawa, Christian Stadelmann, Neithard Resa y Jan Diesselhorst, por este concierto que han ejecutado magistralmente.

Ilustres señores, en los más de veinte años de vuestra actividad común dando conciertos como cuarteto de arcos, habéis alcanzado renombre a nivel internacional, y lo habéis confirmado también hoy con la finura estilística, con un modo perfecto de tocar juntos, con la gran riqueza de expresión en los delicados matices del timbre y con la admirable armonía de vuestro conjunto.

Tocar juntos varios solistas exige de cada uno no sólo el empeño de todas sus capacidades técnicas y musicales en la ejecución de su arte, sino también, al mismo tiempo, saber detenerse para escuchar atentamente a los demás. Sólo si esto se logra, es decir, si cada uno no se pone a sí mismo en el centro, sino, con espíritu de servicio, se inserta en el conjunto y, por decirlo así, se pone a disposición como "instrumento" para que el pensamiento del compositor se pueda convertir en sonido y alcanzar así el corazón de los oyentes, sólo entonces se da una interpretación realmente admirable, como la que acabamos de escuchar.

Esta es una hermosa imagen también para nosotros que, en el ámbito de la Iglesia, nos esforzamos por ser "instrumentos" que comuniquen a los hombres el pensamiento del gran "Compositor", cuya obra es la armonía del universo.

Ilustre presidente de la República, le expreso mi gratitud porque ha hecho posible para nosotros esta intensa experiencia de escucha de música excelente, y también por las palabras cordiales con las que nos ha saludado y ha preparado nuestro espíritu para escuchar la magistral ejecución musical. También manifiesto mi más sincero agradecimiento a todos los que han contribuido a la realización del concierto. Estimado presidente, me ha hecho el mejor regalo posible.
Las piezas que acabamos de escuchar nos han ayudado a meditar en la complejidad de la vida y en las pequeñas vicisitudes diarias. Cada jornada es una mezcla de alegrías y dolores, de esperanzas y desilusiones, de expectativas y sorpresas, que se alternan de modo muy dinámico y que suscitan en nuestro interior los interrogantes fundamentales sobre el origen, el destino y el sentido verdadero de nuestra misma existencia.

La música, que expresa todas estas percepciones del espíritu, en una hora como esta ofrece al oyente la posibilidad de percibir como en un espejo las vicisitudes de la historia personal y de la universal. Pero nos ofrece algo más: mediante sus sonidos nos lleva, en cierto sentido, a otro mundo y armoniza nuestro interior. Al encontrar así un momento de paz, podemos ver, como desde una altura, las misteriosas realidades que el hombre trata de descifrar y que la luz de la fe nos ayuda a comprender mejor.

En efecto, podemos imaginar la historia del mundo como una maravillosa sinfonía que Dios ha compuesto y cuya ejecución él mismo dirige como sabio director de orquesta. Aunque a nosotros la partitura a veces nos parece demasiado compleja y difícil, él la conoce desde la primera nota hasta la última. Nosotros no estamos llamados a manejar la batuta del director, y mucho menos a cambiar las melodías según nuestro gusto. Estamos llamados, cada uno en su puesto y con sus propias capacidades, a colaborar con el gran Director en la ejecución de su estupenda obra maestra. Durante la ejecución podremos también comprender poco a poco el grandioso plan de la partitura divina.

Así, queridos amigos, vemos cómo la música puede conducirnos a la oración: nos invita a elevar la mente hacia Dios para encontrar en él las razones de nuestra esperanza y el apoyo en las dificultades de la vida. Fieles a sus mandamientos y respetando su plan de salvación, podemos construir juntos un mundo en el que resuene la melodía consoladora de una sinfonía trascendente de amor. Más aún, será el Espíritu Santo mismo quien nos hará a todos instrumentos bien armonizados y colaboradores responsables de una admirable ejecución, en la que se expresa a lo largo de los siglos el plan de la salvación universal.

A la vez que renuevo mi gratitud a los miembros del Cuarteto de la Orquesta filarmónica de Berlín, y a los que han contribuido a la realización de esta velada musical, aseguro a cada uno mi recuerdo en la oración e imparto a todos con afecto mi bendición.


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AUDIENCIA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ITALIANA*

Lunes 20 de noviembre de 2006



Señor presidente de la República:

Le agradezco sinceramente esta visita, con la que me honra hoy, y le expreso mi cordial saludo a usted y, a través de usted, a todo el pueblo italiano, cuyos representantes, el pasado mes de mayo, lo llamaron a desempeñar el más alto cargo del Estado. En esta solemne circunstancia, deseo renovarle personalmente mi más viva felicitación por la elevada dignidad que le ha sido conferida. Extiendo, asimismo, mi saludo a los ilustres miembros de la delegación que lo acompaña.

Al mismo tiempo, desearía manifestar de nuevo a todos los italianos la gratitud que ya les expresé durante mi visita al Quirinal, el 24 de junio de 2005. En efecto, desde mi elección, casi a diario me demuestran, de modo cordial y entusiasta, sus sentimientos de acogida, de atención y de apoyo espiritual en el cumplimiento de mi misión. Por lo demás, en esta cordial cercanía al Papa se manifiesta de modo significativo el vínculo especial de fe y de historia que desde siglos une a Italia con el Sucesor del apóstol san Pedro, el cual, por disposición de la divina Providencia, tiene su sede en este país.

Para asegurar a la Santa Sede "una independencia absoluta y visible" y "garantizarle una soberanía indiscutible también en el ámbito internacional", con el Tratado de Letrán se constituyó el Estado de la Ciudad del Vaticano. En virtud de ese Tratado, la República italiana da, en diversos niveles y con diversas modalidades, una valiosa y constante contribución al desarrollo de mi misión de Pastor de la Iglesia universal.

Por consiguiente, la visita del jefe del Estado italiano al Vaticano me brinda la grata ocasión de expresar mi cordial saludo a todos los componentes del Estado, agradeciéndoles su activa colaboración en beneficio del ministerio petrino y de la obra de la Santa Sede.

Esta visita, señor presidente, no sólo es una feliz confirmación de una tradición, ya consolidada durante varios decenios, de visitas recíprocas entre el Sucesor de Pedro y el más alto cargo del Estado italiano; también reviste un significado importante porque permite reflexionar sobre las razones profundas de los encuentros que tienen lugar entre los representantes de la Iglesia y los del Estado. Me parece que fueron claramente expuestas por el concilio Vaticano II, el cual, en la constitución pastoral Gaudium et spes, afirma: "La comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas, teniendo en cuenta también las circunstancias de lugar y tiempo" (n. 76).

Se trata de una convicción que comparte también el Estado italiano, el cual, en su Constitución, afirma ante todo que "el Estado y la Iglesia católica son independientes y soberanos, cada uno en su orden", y reafirma luego que "sus relaciones están reguladas por los Pactos lateranenses" (art. 7).
Este planteamiento de las relaciones entre la Iglesia y el Estado inspiró también el Acuerdo que introdujo modificaciones en el Concordato lateranense, firmado por la Santa Sede y por Italia el 18 de febrero de 1984, en el que se reafirmaron tanto la independencia y soberanía del Estado y de la Iglesia, como la "colaboración mutua para la promoción del hombre y el bien del país" (art. 1).

Me asocio de buen grado al deseo que formuló usted, señor presidente, al inicio de su mandato, de que esta colaboración continúe desarrollándose concretamente. Sí, la Iglesia y el Estado, aunque son plenamente distintos, están llamados, según su respectiva misión y con sus propios fines y medios, a servir al hombre, que es al mismo tiempo destinatario y partícipe de la misión salvífica de la Iglesia y ciudadano del Estado. Es en el hombre donde estas dos sociedades se encuentran y colaboran para promover mejor su bien integral.

Esta solicitud de la comunidad civil con vistas al bien de los ciudadanos no se puede limitar a algunas dimensiones de la persona, como la salud física, el bienestar económico, la formación intelectual o las relaciones sociales. El hombre se presenta ante el Estado también con su dimensión religiosa, que "consiste sobre todo en actos internos, voluntarios y libres, con los que el hombre se ordena directamente a Dios" (Dignitatis humanae, 3). Esos actos "no pueden ser mandados ni prohibidos" por la autoridad humana, la cual, por el contrario, tiene el deber de respetar y promover esta dimensión: como enseñó autorizadamente el concilio Vaticano II a propósito del derecho a la libertad religiosa, nadie puede ser obligado "a actuar contra su conciencia" y no se le puede "impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa" (ib.).

Ahora bien, no se puede considerar suficientemente garantizado el derecho a la libertad religiosa cuando no se hace violencia, no se interviene sobre las convicciones personales o se limita a respetar la manifestación de la fe en el ámbito del lugar de culto. En efecto, no se debe olvidar que "la misma naturaleza social del hombre exige que este exprese externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa y que profese de modo comunitario su religión" (ib.).

Así pues, la libertad religiosa no sólo es un derecho del individuo, sino también de la familia, de los grupos religiosos y de la Iglesia misma (cf. Dignitatis humanae, 4-5. 13), y el ejercicio de este derecho influye en los múltiples ámbitos y situaciones donde el creyente se encuentra y actúa. Por tanto, un adecuado respeto del derecho a la libertad religiosa implica que el poder civil tiene la obligación de "crear condiciones propicias para fomentar la vida religiosa, para que los ciudadanos puedan realmente ejercer los derechos y cumplir las obligaciones de su religión, y la sociedad misma goce de los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad" (ib., 6).

Por lo demás, estos elevados principios, proclamados por el concilio Vaticano II, son patrimonio de muchas sociedades civiles, incluida Italia. En efecto, se encuentran presentes tanto en la Constitución italiana como en los numerosos documentos internacionales que proclaman los derechos humanos.

También usted, señor presidente, ha recordado oportunamente que es necesario reconocer la dimensión social y pública del hecho religioso. El mismo Concilio recuerda que, cuando la sociedad respeta y promueve la dimensión religiosa de sus miembros, recibe a cambio "los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad" (ib.).

La libertad que reivindican la Iglesia y los cristianos no va en perjuicio de los intereses del Estado o de otros grupos sociales, y no tiende a una supremacía autoritaria sobre ellos; más bien, es la condición para que, como dije durante la reciente Asamblea nacional eclesial que tuvo lugar en Verona, se pueda prestar el valioso servicio que la Iglesia ofrece a Italia y a todos los países donde está presente. Ese servicio a la sociedad, que consiste principalmente en "dar respuestas positivas y convincentes a las expectativas y a los interrogantes de nuestra gente" (Discurso a los participantes en la Asamblea nacional eclesial en Verona, 19 de octubre de 2006: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de octubre de 2006, p. 9), ofreciendo a su vida la luz de la fe, la fuerza de la esperanza y el calor de la caridad, se expresa también con respecto al ámbito civil y político. En efecto, aunque es verdad que, por su naturaleza y su misión, "la Iglesia no es y no quiere ser un agente político", sin embargo, "tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política" (ib.).

Esta aportación específica la dan principalmente los fieles laicos, los cuales, actuando con plena responsabilidad y haciendo uso del derecho de participación en la vida pública, se comprometen juntamente con los demás miembros de la sociedad a "construir un orden justo en la sociedad" (ib.). Por lo demás, en su acción se apoyan en "valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano" (ib.), que se pueden reconocer también mediante el recto uso de la razón.

Así, cuando se comprometen con la palabra y con la acción a afrontar los grandes desafíos actuales ―las guerras y el terrorismo, el hambre y la sed, la extrema pobreza de tantos seres humanos, algunas terribles epidemias, y también la defensa de la vida humana en todas sus fases, desde la concepción hasta la muerte natural, y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio y primera responsable de la educación― no actúan por un interés peculiar o en nombre de principios perceptibles únicamente por quien profesa un determinado credo religioso; en cambio, lo hacen en el contexto y según las reglas de la convivencia democrática, por el bien de toda la sociedad y en nombre de valores que toda persona de recto sentir puede compartir. Lo demuestra el hecho de que la mayor parte de los valores que he mencionado están proclamados también por la Constitución italiana, la cual fue elaborada, hace ya sesenta años, por hombres de diversas posiciones ideales.

Señor presidente, quisiera concluir estas reflexiones con el deseo cordial de que la nación italiana avance por el camino del auténtico progreso y aporte a la comunidad internacional su valiosa contribución, promoviendo siempre los valores humanos y cristianos que constituyen su historia, su cultura, su patrimonio ideal, jurídico y artístico, y que siguen siendo la base de su existencia y del compromiso de sus ciudadanos. Desde luego, en este compromiso no faltará la leal y generosa contribución de la Iglesia católica a través de la enseñanza de sus obispos, a los que dentro de poco recibiré con ocasión de su visita ad limina Apostolorum, y gracias a la obra de todos los fieles.

Este deseo lo formulo también en la oración, con la cual imploro de Dios todopoderoso una bendición especial sobre este noble país, sobre sus habitantes y, en particular, sobre los que dirigen su destino.


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DECLARACIÓN COMÚN DEL PAPA BENEDICTO XVI
Y DEL DR. ROWAN WILLIAMS,
ARZOBISPO DE CANTERBURY
Y PRIMADO DE LA COMUNIÓN ANGLICANA

Jueves 23 de noviembre de 2006



Hace cuarenta años, nuestros predecesores el Papa Pablo VI y el Arzobispo Michael Ramsey se reunieron en esta ciudad santificada por el ministerio y la sangre de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Comenzaron un nuevo camino de reconciliación basado en los Evangelios y en las antiguas tradiciones comunes. Siglos de separación entre anglicanos y católicos han dado paso a un nuevo deseo de colaboración y cooperación, puesto que se ha redescubierto y afirmado la comunión real, aunque incompleta, que compartimos. El Papa Pablo VI y el Arzobispo Ramsey decidieron en aquella ocasión entablar un diálogo en el que las cuestiones que en el pasado habían sido motivo de división pudieran afrontarse desde una perspectiva renovada, con verdad y amor.

Desde aquel encuentro, la Iglesia católica romana y la Comunión Anglicana pusieron en marcha un proceso de diálogo fecundo, que se ha caracterizado por el descubrimiento de elementos significativos de fe compartida y por un deseo de expresar, a través de la oración, el testimonio y el servicio, lo que tenemos en común. Durante treinta y cinco años la Comisión internacional anglicano-católica romana (ARCIC) ha elaborado algunos importantes documentos que tratan de articular la fe que compartimos.

En los diez años transcurridos desde la más reciente Declaración común firmada por el Papa y el Arzobispo de Canterbury, la segunda fase de la ARCIC ha completado su mandato con la publicación de los documentos "El don de la autoridad" (1999) y "María: gracia y esperanza en Cristo" (2005). Expresamos nuestra gratitud a los teólogos que han orado y colaborado juntos en la preparación de estos textos, que requieren un estudio y una reflexión ulteriores.

El auténtico ecumenismo va más allá del diálogo teológico; afecta a nuestra vida espiritual y a nuestro testimonio común. Con el desarrollo de nuestro diálogo, muchos católicos y anglicanos han encontrado los unos en los otros un amor a Cristo que nos invita a una cooperación y a un servicio prácticos. Esta unión al servicio de Cristo, vivida por muchas de nuestras comunidades en todo el mundo, da un impulso ulterior a nuestra relación. La Comisión internacional anglicano-católica romana para la unidad y la misión (IARCCUM) está comprometida en la búsqueda de modos adecuados para promover y alimentar nuestra misión común de anunciar al mundo la nueva vida en Cristo. Su informe, concluido recientemente, presenta un resumen de las conclusiones centrales de la ARCIC y hace propuestas para progresar juntos en la misión y en el testimonio, y ha sido entregado para su revisión a la Oficina de la Comunión Anglicana y al Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. Expresamos nuestra gratitud por su trabajo.

En esta visita fraterna, celebramos el bien que ha brotado de estas cuatro décadas de diálogo. Agradecemos a Dios los dones de su gracia que las han acompañado. Al mismo tiempo, nuestro largo camino juntos hace necesario reconocer públicamente los desafíos representados por las nuevas problemáticas que, además de dividir a los anglicanos, presentan serios obstáculos para nuestro progreso ecuménico. Por tanto, es urgente que, al renovar nuestro compromiso de proseguir el camino hacia la plena comunión visible en la verdad y en el amor de Cristo, nos comprometamos también a proseguir el diálogo para afrontar las importantes cuestiones surgidas que afectan al ámbito eclesiológico y ético, y que hacen ese camino más arduo y difícil.

Como líderes cristianos que afrontan los desafíos del nuevo milenio, reafirmamos nuestro compromiso público con la revelación de la vida divina, dada únicamente por Dios en la divinidad y la humanidad de nuestro Señor Jesucristo. Creemos que a través de Cristo y de los medios de salvación fundados en él se nos ofrecen a nosotros y al mundo la salvación y la reconciliación.

Hay muchas áreas de testimonio y servicio en las que podemos estar unidos y que, de hecho, requieren una cooperación más estrecha entre nosotros: la búsqueda de la paz en Tierra Santa y en otras partes del mundo desgarradas por conflictos y por la amenaza del terrorismo; la promoción del respeto a la vida desde su concepción hasta la muerte natural; la protección de la santidad del matrimonio y del bienestar de los hijos en el contexto de una vida familiar sana; la ayuda a los pobres, a los oprimidos y a los más desprotegidos, y especialmente a los que son perseguidos por su fe; afrontar los efectos negativos del materialismo; la salvaguardia de la creación y de nuestro medio ambiente. También nos comprometemos en el diálogo interreligioso, a través del cual podemos llegar juntos a nuestros hermanos y hermanas no cristianos.

Conscientes de nuestros cuarenta años de diálogo, y del testimonio de los santos hombres y mujeres comunes a nuestras tradiciones, incluyendo a María, la Theotókos, a los santos Pedro y Pablo, Benito, Gregorio Magno y Agustín de Canterbury, nos comprometemos a una oración más ferviente y a un esfuerzo más intenso por acoger y vivir la verdad hacia la que el Espíritu del Señor desea guiar a sus discípulos (cf. Jn 16, 13). Confiando en la esperanza apostólica "de que quien inició en vosotros la buena obra, la irá consumando" (cf. Flp 1, 6), creemos que, si juntos podemos ser instrumentos de Dios para llamar a todos los cristianos a una obediencia más profunda a nuestro Señor, también nos acercaremos más los unos a los otros, encontrando en su voluntad la plenitud de unidad y de vida común a la que él nos invita.

Vaticano, 23 de noviembre de 2006


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS EMPLEADOS DE LOS MUSEOS VATICANOS
EN EL V CENTENARIO DE SU FUNDACIÓN

Jueves 23 de noviembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Con gran alegría os acojo y doy a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo en primer lugar a monseñor Giovanni Lajolo, presidente de la Gobernación, y le agradezco las palabras con que se ha hecho intérprete de vuestro afecto, subrayando la atención especial que los Sumos Pontífices han prestado a los Museos vaticanos, que este año celebran su V centenario. Saludo, asimismo, al secretario general, monseñor Renato Boccardo, y al director de los Museos, doctor Francesco Buranelli. Naturalmente, el encuentro con vosotros, que formáis el grupo de empleados más numeroso de la Ciudad del Vaticano, estaba ya en mi agenda, y me alegra que tenga lugar durante estas celebraciones jubilares. Quisiera dirigir también mi saludo a los familiares presentes, haciéndolo extensivo a todas vuestras familias.

Cada día miles de personas visitan los Museos vaticanos. En el año 2005 se contaron más de 3.800.000 personas, y en este año 2006 ya han superado los cuatro millones. Esto hace reflexionar. En efecto, ¿quiénes son estos visitantes? Son una representación muy heterogénea de la humanidad. Muchos de ellos no son católicos; otros muchos no son cristianos y tal vez tampoco creyentes. Buena parte de ellos va también a la basílica de San Pedro, pero del Vaticano bastantes personas sólo visitan los Museos.

Todo ello impulsa a reflexionar sobre la extraordinaria responsabilidad que tiene esta institución desde el punto de vista del mensaje cristiano. Viene a la mente la inscripción que el Papa Benedicto XIV, a mediados del siglo XVIII, mandó grabar en el frontispicio del así llamado Museo cristiano, para explicar su finalidad: "Ad augendum Urbis splendorem et asserendam Religionis veritatem", "Para aumentar el esplendor de Roma y afirmar la verdad de la Religión cristiana".
El acercamiento a la verdad cristiana a través de la mediación de la expresión artística o histórico-cultural brinda una nueva oportunidad para hablar a la inteligencia y a la sensibilidad de personas que no pertenecen a la Iglesia católica y a veces pueden albergar prejuicios y desconfianza con respecto a ella.

Los que visitan los Museos vaticanos tienen la oportunidad de "sumergirse" en un concentrado de "teología por imágenes", al detenerse en este santuario de arte y de fe. Sé cuanto esfuerzo supone la protección, la conservación y la tutela diaria de esas salas, y os agradezco el empeño que ponéis para lograr que hablen a todos y del mejor modo posible. Es un trabajo en el que todos vosotros, queridos amigos, estáis implicados. Todos sois importantes, pues el buen funcionamiento del Museo, como sabéis muy bien, depende de la aportación de cada uno.

Permitidme ahora poner de relieve una verdad que está escrita en el "código genético" de los Museos vaticanos: la gran civilización clásica y la civilización judeocristiana no se contraponen, sino que convergen en el único plan de Dios. Lo demuestra el hecho de que el origen remoto de esta institución se remonta a una obra que con razón podríamos definir "profana" —el magnífico grupo escultórico del Laocoonte—, pero que, en realidad, insertada en el contexto vaticano, adquiere su plena y más auténtica luz.

Es la luz de la criatura humana modelada por Dios, de la libertad en el drama de su redención, situada entre la tierra y el cielo, entre la carne y el espíritu. Es la luz de una belleza que se irradia desde el interior de la obra artística y lleva al espíritu a abrirse a lo sublime, donde el Creador se encuentra con la criatura hecha a su imagen y semejanza.

Todo esto podemos leerlo en una obra maestra como es precisamente el Laocoonte, pero se trata de una lógica propia de todo el Museo, que desde esta perspectiva se presenta verdaderamente como un todo unitario en la compleja articulación de sus secciones, a pesar de ser tan diferentes entre sí. La síntesis entre Evangelio y cultura se presenta de forma muy explícita en algunos sectores y casi "materializada" en algunas obras: pienso en los sarcófagos del museo Pío-cristiano, o en las tumbas de la necrópolis de la vía Triunfale, que este año ha duplicado el área del museo, o en la excepcional colección etnológica de procedencia misionera.

Realmente el Museo muestra un entrelazamiento continuo entre cristianismo y cultura, entre arte y fe, entre lo divino y lo humano. La capilla Sixtina constituye, al respecto, una cima insuperable.
Volvamos ahora a vosotros, queridos amigos. Los Museos vaticanos son vuestro lugar de trabajo diario. Muchos de vosotros estáis en contacto directo con los visitantes. Por eso, ¡cuán importante es vuestro trato y vuestro ejemplo para dar a todos un testimonio de fe sencillo pero eficaz! Un templo de arte y de cultura como los Museos vaticanos exige que la belleza de las obras vaya acompañada por la de las personas que trabajan en ellos: belleza espiritual, que hace realmente eclesial el ambiente, impregnándolo de espíritu cristiano. Así pues, el hecho de trabajar en el Vaticano constituye un compromiso ulterior de cultivar la propia fe y dar testimonio cristiano.

A este propósito, además de la participación activa en la vida de vuestras comunidades parroquiales, os pueden ayudar también los momentos de celebración y formación espiritual animados por vuestros asistentes espirituales, a los que agradezco su entrega. Os invito sobre todo a hacer que cada una de vuestras familias sea una "pequeña Iglesia", en la que la fe y la vida se entrelacen en la sucesión de los acontecimientos alegres y tristes de todos los días. Precisamente por esto me alegra que esté presente hoy una representación significativa de vuestros familiares.

Que la Virgen María y san José os ayuden a vivir en perenne acción de gracias, gustando las alegrías sencillas de cada día y multiplicando las obras buenas. Aseguro mi oración por cada uno de vosotros, de modo especial por los ancianos, los niños y los enfermos, y, a la vez que os agradezco vuestra grata visita, os bendigo con afecto a vosotros y a todos vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXI CONFERENCIA INTERNACIONAL ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PASTORAL DE LA SALUD

Viernes 24 de noviembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de la Conferencia internacional organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud. Dirijo mi saludo a cada uno y, en primer lugar, al cardenal Javier Lozano Barragán, al que agradezco sus amables palabras. La elección del tema —"Los aspectos pastorales de la curación de las enfermedades infecciosas"— brinda la oportunidad de reflexionar, desde diversos puntos de vista, sobre patologías infecciosas que han acompañado desde siempre el camino de la humanidad.

Es impresionante el número y la variedad de los modos como esas patologías amenazan, a menudo mortalmente, la vida humana incluso en nuestro tiempo. Palabras como lepra, peste, tuberculosis, sida o ébola evocan dramáticos escenarios de dolor y temor. Dolor para las víctimas y para sus seres queridos, a menudo agobiados por un sentido de impotencia ante la gravedad inexorable de la enfermedad; y temor para la población en general y para cuantos se acercan a estos enfermos por su profesión o por opciones voluntarias.

La persistencia de enfermedades infecciosas que, a pesar de los efectos benéficos de la prevención realizada gracias al progreso de la ciencia, a la tecnología médica y a las políticas sociales, siguen ocasionando numerosas víctimas, pone de manifiesto los límites inevitables de la condición humana.
Sin embargo, no hay que rendirse en el empeño de buscar medios y modos de intervención más eficaces para combatir estas enfermedades y para reducir las molestias de quienes son sus víctimas.

En el pasado, numerosos hombres y mujeres han puesto su competencia y su generosidad humana a disposición de los enfermos con patologías que producen repugnancia. En el ámbito de la comunidad cristiana han sido muchas "las personas consagradas que han sacrificado su vida a lo largo de los siglos en el servicio a las víctimas de enfermedades contagiosas, demostrando que la entrega hasta el heroísmo pertenece a la índole profética de la vida consagrada" (Vita consecrata, 83).

Con todo, a tan laudables iniciativas y a tan generosos gestos de amor se contraponen no pocas injusticias. No podemos olvidar a las numerosas personas afectadas por enfermedades infecciosas que se ven obligadas a vivir segregadas y a veces marcadas por un estigma que las humilla. Esas deplorables situaciones resultan aún más graves a causa de la desigualdad de las condiciones sociales y económicas entre el norte y el sur del mundo. A esas situaciones es preciso responder con intervenciones concretas, que fomenten la cercanía al enfermo, hagan más viva la evangelización de la cultura y propongan motivos inspiradores de los programas económicos y políticos de los Gobiernos.

En primer lugar, la cercanía al enfermo afectado por enfermedades infecciosas es un objetivo al que la comunidad eclesial debe tender siempre. El ejemplo de Cristo, que, rompiendo con las prescripciones de su tiempo, no sólo dejaba que se le acercaran los leprosos, sino que también les devolvía la salud y su dignidad de personas, ha "contagiado" a muchos de sus discípulos a lo largo de más de dos mil años de historia cristiana.

El beso que san Francisco de Asís dio al leproso ha encontrado imitadores no sólo en personas heroicas como el beato Damián de Veuster, que murió en la isla de Molokai mientras asistía a los leprosos; como la beata Teresa de Calculta; o como las religiosas italianas que murieron hace algunos años a causa del virus del ébola; sino también en muchos promotores de iniciativas en favor de las personas afectadas por enfermedades infecciosas, sobre todo en los países en vías de desarrollo.

Es necesario mantener viva esta rica tradición de la Iglesia católica para que, a través de la práctica de la caridad con quienes sufren, se hagan visibles los valores inspirados en una auténtica humanidad y en el Evangelio: la dignidad de la persona, la misericordia, la identificación de Cristo con el enfermo. Sería insuficiente cualquier intervención en la que no se haga perceptible el amor al hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo.

A la insustituible cercanía al enfermo va unida la evangelización del ambiente cultural en el que vivimos. Uno de los prejuicios que entorpecen o limitan una ayuda eficaz a las víctimas de enfermedades infecciosas es la actitud de indiferencia e incluso de exclusión y rechazo con respecto a ellas, que se da a menudo en la sociedad del bienestar. Esta actitud se ve favorecida entre otras cosas por la imagen, que transmiten los medios de comunicación social, de hombres y mujeres preocupados principalmente de la belleza física, de la salud y de la vitalidad biológica. Se trata de una peligrosa tendencia cultural que lleva a ponerse a sí mismos en el centro, a encerrarse en su pequeño mundo, a no querer comprometerse al servicio de los necesitados.

En cambio, mi venerado predecesor Juan Pablo II, en la carta apostólica Salvifici doloris, expresa el deseo de que el sufrimiento ayude a "irradiar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio yo en favor de los demás hombres, de los demás hombres que sufren". Y añade: "El mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento" (n. 29).

Por eso, hace falta una pastoral capaz de sostener a los enfermos que afrontan el sufrimiento, ayudándoles a transformar su condición en un momento de gracia para sí y para los demás, a través de una viva participación en el misterio de Cristo.

Por último, quisiera reafirmar la importancia de la colaboración con las diversas instituciones públicas, para que se ponga en práctica la justicia social en un delicado sector como el de la curación y la asistencia a las personas afectadas por enfermedades infecciosas. Quisiera aludir, por ejemplo, a la distribución equitativa de los recursos para la investigación y la terapia, así como a la promoción de condiciones de vida que frenen la aparición y la difusión de enfermedades infecciosas.

En este ámbito, como en otros, a la Iglesia compete el deber "mediato" de "contribuir a la purificación de la razón y reavivar las fuerzas morales, sin lo cual no se instauran estructuras justas, ni estas pueden ser operativas a largo plazo", mientras que "el deber inmediato de actuar en favor de un orden justo en la sociedad es más bien propio de los fieles laicos (...), llamados a participar en primera persona en la vida pública" (Deus caritas est, 29).

Gracias, queridos amigos, por el empeño que ponéis al servicio de una causa en la que se hace realidad la obra sanadora y salvadora de Jesús, divino Samaritano de las almas y los cuerpos. Deseándoos una feliz conclusión de vuestros trabajos, os imparto de corazón a vosotros y a vuestros seres queridos una bendición apostólica especial.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO DE LA FEDERACIÓN ITALIANA DE SEMANARIOS CATÓLICOS

Sábado 25 de noviembre de 2006



Queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os acojo y os agradezco vuestra amable visita. Saludo cordialmente a todos y, en primer lugar, a monseñor Giuseppe Betori, secretario de la Conferencia episcopal italiana, y a don Giorgio Zucchelli, presidente de la Federación italiana de semanarios católicos, al que también doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes.

Mi saludo se extiende a los directores de las más de ciento sesenta cabeceras diocesanas y a los numerosos colaboradores que, de diversas maneras, contribuyen a la redacción de cada uno de los semanarios.

Saludo al director y a los periodistas de la agencia Sir, así como al director del diario Avvenire. Os expreso mi gratitud en particular porque, al concluir vuestro congreso sobre el tema "Católicos en política. ¿Libres o dispersos?", habéis querido realizar una visita al Sucesor del apóstol Pedro, renovando así el testimonio de vuestra fidelidad a la Iglesia, a cuyo servicio cada día dedicáis vuestras energías humanas y profesionales. A este propósito, también siento el deber de agradeceros la obra de sensibilización que lleváis a cabo entre los fieles con respecto a las iniciativas de bien del Sucesor de Pedro para las necesidades de la Iglesia universal.

La Federación italiana de semanarios católicos, que como acaba de recordar vuestro presidente reúne a los periódicos diocesanos, celebra en estos días su 40° aniversario de fundación. En efecto, el 27 de noviembre de 1966, vuestros predecesores decidieron aunar las potencialidades intelectuales y creativas de los diversos órganos de información que ya prestaban un benéfico servicio en las diócesis italianas. La iniciativa brotó del deseo de hacer que fueran más visibles y eficaces la presencia y la acción pastoral de la Iglesia, cuyo compromiso se quería sostener sobre todo en los momentos de mayor dificultad.

Hojeando nuevamente vuestros semanarios de las cuatro décadas pasadas se puede repasar la vida de la Iglesia y de la sociedad en Italia: han sido numerosos los acontecimientos que la han marcado, y también han sido muchos y notables los cambios sociales y religiosos que se han producido. Esos acontecimientos y cambios han quedado puntualmente registrados y comentados en esas páginas, con una atención especial a la vida diaria de las parroquias y las comunidades diocesanas.

Ante una multiforme acción orientada a destruir las raíces cristianas de la civilización occidental, la peculiar función de los medios de comunicación social de inspiración católica consiste en educar la inteligencia y formar la opinión pública según el espíritu del Evangelio. Tienen como finalidad servir con valentía a la verdad, ayudando a la opinión pública a mirar, leer y vivir la realidad con los ojos de Dios. Los periódicos diocesanos tienen como objetivo ofrecer a todos un mensaje de verdad y de esperanza, subrayando hechos y realidades donde se vive el Evangelio, donde el bien y la verdad triunfan, donde el hombre con laboriosidad y creatividad construye y reconstruye el entramado humano de las pequeñas realidades comunitarias.

Queridos amigos, la rápida evolución de los medios de comunicación social y la aparición de múltiples y avanzadas tecnologías en el campo de dichos medios, no han hecho vana vuestra función; más aún, en algunos aspectos, resulta ahora todavía más significativa e importante, porque da voz a las comunidades locales que no pueden encontrar eco adecuado en los grandes órganos de información.

Las páginas de vuestros periódicos, al narrar y alimentar la vitalidad y el impulso apostólico de cada comunidad, constituyen un valioso vehículo de información y un medio de penetración evangélica. Vuestra difusión capilar pone de relieve la importancia de vuestra presencia, oportunamente reafirmada también en la reciente asamblea de la Iglesia italiana en Verona. Vosotros podéis llegar incluso a donde no se logra penetrar con los medios tradicionales de la pastoral.

A vuestros semanarios se los define, con razón, "diarios del pueblo", porque recogen los hechos y la vida de la gente del territorio y transmiten las tradiciones populares y el rico patrimonio cultural y religioso de vuestras aldeas y ciudades. Al narrar las vicisitudes diarias, dais a conocer esa realidad, mezcla de fe y de bondad, que no hace ruido, pero que constituye el auténtico entramado de la sociedad italiana.

Queridos amigos, seguid haciendo que vuestras cabeceras sean una red de conexión que facilite las relaciones y el encuentro entre los ciudadanos y las instituciones, entre las asociaciones, los diversos grupos sociales, las parroquias y los movimientos eclesiales. Seguid siendo "diarios de la gente y entre la gente", lugares donde se confronten en un debate leal opiniones diversas, a fin de fomentar un auténtico diálogo, indispensable para el crecimiento de la comunidad civil y eclesial.

Se trata de un servicio que podéis prestar también en el campo social y político. En efecto, si, como habéis reafirmado en vuestro congreso, el pluralismo legítimo de las opciones políticas no tiene nada que ver con una diáspora cultural de los católicos, vuestros semanarios pueden representar algunos significativos "lugares" de encuentro y de atento discernimiento para los fieles laicos comprometidos en el campo social y político, a fin de dialogar y encontrar convergencias y objetivos de acción compartida al servicio del Evangelio y del bien común.

Queridos amigos, para cumplir vuestra importante misión es preciso, ante todo, que cultivéis vosotros mismos una relación constante y profunda con Cristo en la oración, en la escucha de su palabra y en una intensa vida sacramental. Al mismo tiempo, es necesario que sigáis siendo miembros activos y responsables de la comunidad eclesial en comunión con vuestros pastores.

Como directores, redactores y administradores de semanarios católicos —estad convencidos de ello—, no realizáis "un trabajo cualquiera", sino que "colaboráis" en la gran misión evangelizadora de la Iglesia. No os desalentéis nunca ante las dificultades, que no faltan, ni ante los obstáculos, que a veces incluso pueden parecer insuperables. La experiencia del pasado demuestra que la gente necesita fuentes de información como vuestras cabeceras.

Encomiendo a la Virgen María a vuestra Federación y al vasto público de lectores de los semanarios diocesanos. Que ella os ayude en el servicio diario que prestáis con diligencia. A la vez que invoco sobre vosotros también la celestial intercesión de san Francisco de Sales, protector de los periodistas, de corazón os bendigo a todos, juntamente con vuestros familiares y con vuestras comunidades diocesanas.


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HOMENAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA INMACULADA EN LA PLAZA DE ESPAÑA

Viernes 8 de diciembre de 2006



Oh María, Virgen Inmaculada:

También este año nos volvemos a encontrar
con amor filial al pie de tu imagen
para renovarte el homenaje
de la comunidad cristiana y de la ciudad de Roma. Hemos venido a orar,
siguiendo la tradición iniciada
por los Papas anteriores,
en el día solemne en el que la liturgia
celebra tu Inmaculada Concepción,
misterio que es fuente
de alegría y de esperanza
para todos los redimidos.

Te saludamos y te invocamos
con las palabras del ángel:
"Llena de gracia" (Lc 1, 28),
el nombre más bello, con el que Dios mismo
te llamó desde la eternidad.
"Llena de gracia" eres tú, María,
colmada del amor divino
desde el primer instante de tu existencia,
providencialmente predestinada
a ser la Madre del Redentor
e íntimamente asociada a él
en el misterio de la salvación.

En tu Inmaculada Concepción
resplandece la vocación
de los discípulos de Cristo,
llamados a ser, con su gracia,
santos e inmaculados en el amor (cf. Ef 1, 4).
En ti brilla la dignidad de todo ser humano,
que siempre es precioso
a los ojos del Creador.

Quien fija en ti su mirada, Madre toda santa,
no pierde la serenidad,
por más duras que sean las pruebas de la vida.
Aunque es triste la experiencia del pecado,
que desfigura la dignidad de los hijos de Dios,
quien recurre a ti redescubre
la belleza de la verdad y del amor,
y vuelve a encontrar el camino
que lleva a la casa del Padre.

"Llena de gracia" eres tú, María,
que al acoger con tu "sí"
los proyectos del Creador,
nos abriste el camino de la salvación.
Enséñanos a pronunciar también nosotros,
siguiendo tu ejemplo,
nuestro "sí" a la voluntad del Señor.

Un "sí" que se une a tu "sí"
sin reservas y sin sombras,
que el Padre quiso necesitar
para engendrar al Hombre nuevo,
Cristo, único Salvador del mundo y de la historia.

Danos la valentía para decir "no"
a los engaños del poder, del dinero y del placer;
a las ganancias ilícitas,
a la corrupción y a la hipocresía,
al egoísmo y a la violencia.
"No" al Maligno,
príncipe engañador de este mundo.
"Sí" a Cristo, que destruye el poder del mal
con la omnipotencia del amor.
Sabemos que sólo los corazones
convertidos al Amor, que es Dios,
pueden construir un futuro mejor para todos.

"Llena de gracia" eres tú, María.
Tu nombre es para todas las generaciones
prenda de esperanza segura.
Sí, porque, como escribe el sumo poeta Dante,
para nosotros, los mortales,
tú "eres fuente viva de esperanza"
(Paraíso, XXXIII, 12).

Como peregrinos confiados, acudimos una vez más
a esta fuente,
al manantial de tu Corazón inmaculado,
para encontrar en ella fe y consuelo,
alegría y amor, seguridad y paz.

Virgen "llena de gracia",
muéstrate Madre tierna y solícita
con los habitantes de esta ciudad tuya,
para que el auténtico espíritu evangélico
anime y oriente su comportamiento;
muéstrate Madre y guardiana vigilante
de Italia y Europa,
para que de las antiguas raíces cristianas
los pueblos sepan tomar nueva linfa
para construir su presente y su futuro;
muéstrate Madre providente y misericordiosa
con el mundo entero,
para que, respetando la dignidad humana
y rechazando toda forma
de violencia y de explotación,
se pongan bases firmes para la civilización del amor. Muéstrate Madre
especialmente de los más necesitados:
de los indefensos, de los marginados y los excluidos, de las víctimas de una sociedad
que con demasiada frecuencia sacrifica
al hombre por otros fines e intereses.
Muéstrate Madre de todos, oh María,
y danos a Cristo, esperanza del mundo.
"Monstra te esse Matrem",
oh Virgen Inmaculada,
llena de gracia. Amén.


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