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2007

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Miércoles 19 de septiembre de 2007

San Juan Crisóstomo (1)

Queridos hermanos y hermanas:

Este año se cumple el decimosexto centenario de la muerte de san Juan Crisóstomo (407-2007). Podría decirse que Juan de Antioquía, llamado Crisóstomo, o sea, "boca de oro" por su elocuencia, sigue vivo hoy, entre otras razones, por sus obras. Un copista anónimo dejó escrito que estas "atraviesan todo el orbe como rayos fulminantes". Sus escritos nos permiten también a nosotros, como a los fieles de su tiempo, que en varias ocasiones se vieron privados de él a causa de sus destierros, vivir con sus libros, a pesar de su ausencia. Es lo que él mismo sugería en una carta desde el destierro (cf. A Olimpia, Carta 8, 45).

Nacido en torno al año 349 en Antioquía de Siria (actualmente Antakya, en el sur de Turquía), desempeñó allí su ministerio presbiteral durante cerca de once años, hasta el año 397, cuando, nombrado obispo de Constantinopla, ejerció en la capital del Imperio el ministerio episcopal antes de los dos destierros, que se sucedieron a breve distancia uno del otro, entre los años 403 y 407. Hoy nos limitamos a considerar los años antioquenos de san Juan Crisóstomo.

Huérfano de padre en tierna edad, vivió con su madre, Antusa, que le transmitió una exquisita sensibilidad humana y una profunda fe cristiana. Después de los estudios primarios y superiores, coronados por los cursos de filosofía y de retórica, tuvo como maestro a Libanio, pagano, el más célebre retórico de su tiempo. En su escuela, san Juan se convirtió en el mayor orador de la antigüedad griega tardía.

Bautizado en el año 368 y formado en la vida eclesiástica por el obispo Melecio, fue por él instituido lector en el año 371. Este hecho marcó la entrada oficial de Crisóstomo en la carrera eclesiástica. Del año 367 al 372, frecuentó el Asceterio, una especie de seminario de Antioquía, junto a un grupo de jóvenes, algunos de los cuales fueron después obispos, bajo la guía del famoso exegeta Diodoro de Tarso, que encaminó a san Juan a la exégesis histórico-literal, característica de la tradición antioquena.

Después se retiró durante cuatro años entre los eremitas del cercano monte Silpio. Prosiguió aquel retiro otros dos años, durante los cuales vivió solo en una caverna bajo la guía de un "anciano". En ese período se dedicó totalmente a meditar "las leyes de Cristo", los evangelios y especialmente las cartas de Pablo. Al enfermarse y ante la imposibilidad de curarse por sí mismo, tuvo que regresar a la comunidad cristiana de Antioquía (cf. Palladio, Vida 5). El Señor —explica el biógrafo— intervino con la enfermedad en el momento preciso para permitir a Juan seguir su verdadera vocación.

En efecto, escribirá él mismo que, ante la alternativa de elegir entre las vicisitudes del gobierno de la Iglesia y la tranquilidad de la vida monástica, preferiría mil veces el servicio pastoral (cf. Sobre el sacerdocio, 6, 7): precisamente a este servicio se sentía llamado san Juan Crisóstomo. Y aquí se realiza el giro decisivo de la historia de su vocación: pastor de almas a tiempo completo. La intimidad con la palabra de Dios, cultivada durante los años de la vida eremítica, había madurado en él la urgencia irresistible de predicar el Evangelio, de dar a los demás lo que él había recibido en los años de meditación. El ideal misionero lo impulsó así, alma de fuego, a la solicitud pastoral.

Entre los años 378 y 379 regresó a la ciudad. Diácono en el 381 y presbítero en el 386, se convirtió en un célebre predicador en las iglesias de su ciudad. Pronunció homilías contra los arrianos, seguidas de las conmemorativas de los mártires antioquenos y de otras sobre las principales festividades litúrgicas: se trata de una gran enseñanza de la fe en Cristo, también a la luz de sus santos. El año 387 fue el "año heroico" de san Juan Crisóstomo, el de la llamada "rebelión de las estatuas". El pueblo derribó las estatuas imperiales como protesta contra el aumento de los impuestos. En aquellos días de Cuaresma y de angustia a causa de los inminentes castigos por parte del emperador, pronunció sus veintidós vibrantes Homilías sobre las estatuas, orientadas a la penitencia y a la conversión. Siguió un período de serena solicitud pastoral (387-397).

San Juan Crisóstomo es uno de los Padres más prolíficos: de él nos han llegado 17 tratados, más de 700 homilías auténticas, los comentarios a san Mateo y a san Pablo (cartas a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios y a los Hebreos) y 241 cartas. No fue un teólogo especulativo. Sin embargo, transmitió la doctrina tradicional y segura de la Iglesia en una época de controversias teológicas suscitadas sobre todo por el arrianismo, es decir, por la negación de la divinidad de Cristo.

Por tanto, es un testigo fiable del desarrollo dogmático alcanzado por la Iglesia en los siglos IV y V. Su teología es exquisitamente pastoral; en ella es constante la preocupación de la coherencia entre el pensamiento expresado por la palabra y la vivencia existencial. Este es, en particular, el hilo conductor de las espléndidas catequesis con las que preparaba a los catecúmenos para recibir el bautismo. Poco antes de su muerte, escribió que el valor del hombre está en el "conocimiento exacto de la verdadera doctrina y en la rectitud de la vida" (Carta desde el destierro). Las dos cosas, conocimiento de la verdad y rectitud de vida, van juntas: el conocimiento debe traducirse en vida. Todas sus intervenciones se orientaron siempre a desarrollar en los fieles el ejercicio de la inteligencia, de la verdadera razón, para comprender y poner en práctica las exigencias morales y espirituales de la fe.

San Juan Crisóstomo se preocupa de acompañar con sus escritos el desarrollo integral de la persona, en sus dimensiones física, intelectual y religiosa. Compara las diversas etapas del crecimiento a otros tantos mares de un inmenso océano: "El primero de estos mares es la infancia" (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). En efecto "precisamente en esta primera edad se manifiestan las inclinaciones al vicio y a la virtud". Por eso, la ley de Dios debe imprimirse desde el principio en el alma "como en una tablilla de cera" (Homilía 3, 1 sobre el evangelio de san Juan): de hecho esta es la edad más importante. Debemos tener presente cuán fundamental es que en esta primera etapa de la vida entren realmente en el hombre las grandes orientaciones que dan la perspectiva correcta a la existencia. Por ello, san Juan Crisóstomo recomienda: "Desde la más tierna edad proporcionad a los niños armas espirituales y enseñadles a persignarse la frente con la mano" (Homilía 12, 7 sobre la primera carta a los Corintios).

Vienen luego la adolescencia y la juventud: "A la infancia le sigue el mar de la adolescencia, donde los vientos soplan con fuerza..., porque en nosotros crece... la concupiscencia" (Homilía 81, 5 sobre el evangelio de san Mateo). Por último, llegan el noviazgo y el matrimonio: "A la juventud le sucede la edad de la persona madura, en la que sobrevienen los compromisos de familia: es el tiempo de buscar esposa" (ib.). Recuerda los fines del matrimonio, enriqueciéndolos —mediante la alusión a la virtud de la templanza— con una rica trama de relaciones personalizadas. Los esposos bien preparados cortan así el camino al divorcio: todo se desarrolla con alegría y se puede educar a los hijos en la virtud. Cuando nace el primer hijo, este es "como un puente; los tres se convierten en una sola carne, dado que el hijo une las dos partes" (Homilía 12, 5 sobre la carta a los Colosenses) y los tres constituyen "una familia, pequeña Iglesia" (Homilía 20, 6 sobre la carta a los Efesios).

La predicación de san Juan Crisóstomo se desarrollaba habitualmente durante la liturgia, "lugar" en el que la comunidad se construye con la Palabra y la Eucaristía. Aquí la asamblea reunida expresa la única Iglesia (Homilía 8, 7 sobre la carta a los Romanos); en todo lugar la misma palabra se dirige a todos (Homilía 24, 2 sobre la Primera Carta a los Corintios) y la comunión eucarística se convierte en signo eficaz de unidad (Homilía 32, 7 sobre el evangelio de san Mateo).

Su proyecto pastoral se insertaba en la vida de la Iglesia, en la que los fieles laicos con el bautismo asumen el oficio sacerdotal, real y profético. Al fiel laico dice: "También a ti el bautismo te hace rey, sacerdote y profeta" (Homilía 3, 5 sobre la segunda carta a los Corintios). De aquí brota el deber fundamental de la misión, porque cada uno en alguna medida es responsable de la salvación de los demás: "Este es el principio de nuestra vida social...: no interesarnos sólo por nosotros mismos" (Homilía 9, 2 sobre el Génesis). Todo se desarrolla entre dos polos: la gran Iglesia y la "pequeña Iglesia", la familia, en relación recíproca.

Como podéis ver, queridos hermanos y hermanas, esta lección de san Juan Crisóstomo sobre la presencia auténticamente cristiana de los fieles laicos en la familia y en la sociedad, es hoy más actual que nunca. Roguemos al Señor para que nos haga dóciles a las enseñanzas de este gran maestro de la fe.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la diócesis de Tudela, Navarra; al del colegio Francisco de Asís, de Santiago de Chile; a los provenientes de la arquidiócesis de Salta y a los miembros de la Obra Hogares Nuevos. Invito a todos a acoger con gozo la lección de san Juan Crisóstomo sobre la presencia y testimonio auténticamente cristiano de los fieles en la familia y en la sociedad. Muchas gracias.

(A los peregrinos polacos)
Queridos hermanos y hermanas, san Juan Crisóstomo, en la catequesis de hoy, nos ha recordado la necesidad de la auténtica vida evangélica y, en particular, la exigencia del testimonio cristiano en la vida de familia y en la sociedad. Que nuestro corazón esté abierto a la enseñanza de este gran maestro de la fe.

(En lengua checa)
Ojalá que esta peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, incremente en vosotros el deseo de perfección espiritual.

(En eslovaco)
Queridos hermanos y hermanas, pasado mañana celebraremos la fiesta de san Mateo, apóstol y evangelista. Que su generosa respuesta a la llamada de Cristo ilumine vuestra vida cristiana. Con estos deseos, os bendigo de corazón a vosotros y a vuestras familias.

(En italiano)
Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que la amistad con Jesús, queridos jóvenes, sea para vosotros fuente de alegría y motivo para hacer opciones que os comprometan. Que también a vosotros, queridos enfermos, os consuele en los momentos de dificultad y os infunda alivio para el cuerpo y para el espíritu. Queridos recién casados, permaneced unidos a Cristo para corresponder fielmente a vuestra vocación en el amor recíproco.


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Miércoles 26 de septiembre de 2007

San Juan Crisóstomo (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy nuestra reflexión sobre san Juan Crisóstomo. Después del período pasado en Antioquía, en el año 397, fue nombrado obispo de Constantinopla, la capital del Imperio romano de Oriente. Desde el inicio, san Juan proyectó la reforma de su Iglesia; la austeridad del palacio episcopal debía servir de ejemplo para todos: clero, viudas, monjes, personas de la corte y ricos. Por desgracia no pocos de ellos, afectados por sus juicios, se alejaron de él.

Por su solicitud en favor de los pobres, san Juan fue llamado también "el limosnero". Como administrador atento logró crear instituciones caritativas muy apreciadas. Su espíritu emprendedor en los diferentes campos hizo que algunos lo vieran como un peligroso rival. Sin embargo, como verdadero pastor, trataba a todos de manera cordial y paterna. En particular, siempre tenía gestos de ternura con respecto a la mujer y dedicaba una atención especial al matrimonio y a la familia. Invitaba a los fieles a participar en la vida litúrgica, que hizo espléndida y atractiva con creatividad genial.

A pesar de su corazón bondadoso, no tuvo una vida tranquila. Pastor de la capital del Imperio, a menudo se vio envuelto en cuestiones e intrigas políticas por sus continuas relaciones con las autoridades y las instituciones civiles. En el ámbito eclesiástico, dado que en el año 401 había depuesto en Asia a seis obispos indignamente elegidos, fue acusado de rebasar los límites de su jurisdicción, por lo que se convirtió en diana de acusaciones fáciles.

Otro pretexto de ataques contra él fue la presencia de algunos monjes egipcios, excomulgados por el patriarca Teófilo de Alejandría, que se refugiaron en Constantinopla. Después se creó una fuerte polémica causada por las críticas de san Juan Crisóstomo a la emperatriz Eudoxia y a sus cortesanas, que reaccionaron desacreditándolo e insultándolo.

De este modo, fue depuesto en el sínodo organizado por el mismo patriarca Teófilo, en el año 403, y condenado a un primer destierro breve. Tras regresar, la hostilidad que se suscitó contra él a causa de su protesta contra las fiestas en honor de la emperatriz, que san Juan consideraba fiestas paganas y lujosas, así como la expulsión de los presbíteros encargados de los bautismos en la Vigilia pascual del año 404, marcaron el inicio de la persecución contra san Juan Crisóstomo y sus seguidores, llamados "juanistas".

Entonces, san Juan denunció los hechos en una carta al obispo de Roma, Inocencio I. Pero ya era demasiado tarde. En el año 406 fue desterrado nuevamente, esta vez a Cucusa, en Armenia. El Papa estaba convencido de su inocencia, pero no tenía el poder para ayudarle. No se pudo celebrar un concilio, promovido por Roma, para lograr la pacificación entre las dos partes del Imperio y entre sus Iglesias. El duro viaje de Cucusa a Pitionte, destino al que nunca llegó, debía impedir las visitas de los fieles y quebrantar la resistencia del obispo exhausto: la condena al destierro fue una auténtica condena a muerte.

Son conmovedoras las numerosas cartas que escribió san Juan desde el destierro, en las que manifiesta sus preocupaciones pastorales con sentimientos de participación y de dolor por las persecuciones contra los suyos. La marcha hacia la muerte se detuvo en Comana, provincia del Ponto. Allí san Juan, moribundo, fue llevado a la capilla del mártir san Basilisco, donde entregó su alma a Dios y fue sepultado, como mártir junto al mártir (Paladio, Vida 119). Era el 14 de septiembre del año 407, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Su rehabilitación tuvo lugar en el año 438 con Teodosio II. Los restos del santo obispo, sepultados en la iglesia de los Apóstoles, en Constantinopla, fueron trasladados en el año 1204 a Roma, a la primitiva basílica constantiniana, y descansan ahora en la capilla del Coro de los canónigos de la basílica de San Pedro.

El 24 de agosto de 2004, el Papa Juan Pablo II entregó una parte importante de sus reliquias al patriarca Bartolomé I de Constantinopla. La memoria litúrgica del santo se celebra el 13 de septiembre. El beato Juan XXIII lo proclamó patrono del concilio Vaticano II.

De san Juan Crisóstomo se dijo que, cuando se sentó en el trono de la nueva Roma, es decir, de Constantinopla, Dios manifestó en él a un segundo Pablo, un doctor del universo. En realidad, en san Juan Crisóstomo hay una unidad esencial de pensamiento y de acción tanto en Antioquía como en Constantinopla. Sólo cambian el papel y las situaciones.

Al meditar en las ocho obras realizadas por Dios en la secuencia de los seis días, en el comentario del Génesis, san Juan Crisóstomo quiere hacer que los fieles se remonten de la creación al Creador: "Es de gran ayuda —dice— saber qué es la criatura y qué es el Creador". Nos muestra la belleza de la creación y el reflejo de Dios en su creación, que se convierte de este modo en una especie de "escalera" para ascender a Dios, para conocerlo.

Pero a este primer paso le sigue un segundo: este Dios creador es también el Dios de la condescendencia (synkatabasis). Nosotros somos débiles para "ascender", nuestros ojos son débiles. Así, Dios se convierte en el Dios de la condescendencia, que envía al hombre, caído y extranjero, una carta, la sagrada Escritura. De este modo, la creación y la Escritura se completan. A la luz de la Escritura, de la carta que Dios nos ha dado, podemos descifrar la creación. A Dios le llama "Padre tierno" (philostorgios) (ib.), médico de las almas (Homilía 40, 3 sobre el Génesis), madre (ib.) y amigo afectuoso (Sobre la Providencia 8, 11-12).

Pero a este segundo paso —el primero era la creación como "escalera" hacia Dios; y el segundo, la condescendencia de Dios a través de la carta que nos ha dado, la sagrada Escritura— se añade un tercer paso: Dios no sólo nos transmite una carta; en definitiva, él mismo baja, se encarna, se hace realmente "Dios con nosotros", nuestro hermano hasta la muerte en la cruz.

Y tras estos tres pasos —Dios que se hace visible en la creación, Dios nos envía una carta, y Dios desciende y se convierte en uno de nosotros— se agrega al final un cuarto paso: en la vida y la acción del cristiano, el principio vital y dinámico es el Espíritu Santo (Pneuma), que transforma la realidad del mundo. Dios entra en nuestra existencia misma a través del Espíritu Santo y nos transforma desde dentro de nuestro corazón.

Con este telón de fondo, precisamente en Constantinopla, san Juan, al comentar los Hechos de los Apóstoles, propone el modelo de la Iglesia primitiva (cf. Hch 4, 32-37) como modelo para la sociedad, desarrollando una "utopía" social (una especie de "ciudad ideal"). En efecto, se trataba de dar un alma y un rostro cristiano a la ciudad. En otras palabras, san Juan Crisóstomo comprendió que no basta con dar limosna o ayudar a los pobres de vez en cuando, sino que es necesario crear una nueva estructura, un nuevo modelo de sociedad; un modelo basado en la perspectiva del Nuevo Testamento. Es la nueva sociedad que se revela en la Iglesia naciente.

Por tanto, san Juan Crisóstomo se convierte de este modo en uno de los grandes padres de la doctrina social de la Iglesia: la vieja idea de la polis griega se debe sustituir por una nueva idea de ciudad inspirada en la fe cristiana. San Juan Crisóstomo defendía, como san Pablo (cf. 1 Co 8, 11), el primado de cada cristiano, de la persona en cuanto tal, incluso del esclavo y del pobre. Su proyecto corrige así la tradicional visión griega de la polis, de la ciudad, en la que amplios sectores de la población quedaban excluidos de los derechos de ciudadanía, mientras que en la ciudad cristiana todos son hermanos y hermanas con los mismos derechos.

El primado de la persona también es consecuencia del hecho de que, partiendo realmente de ella, se construye la ciudad, mientras que en la polis griega la patria se ponía por encima del individuo, el cual quedaba totalmente subordinado a la ciudad en su conjunto. De este modo, con san Juan Crisóstomo comienza la visión de una sociedad construida a partir de la conciencia cristiana. Y nos dice que nuestra polis es otra, "nuestra patria está en los cielos" (Flp 3, 20) y en esta patria nuestra, incluso en esta tierra, todos somos iguales, hermanos y hermanas, y nos obliga a la solidaridad.

Al final de su vida, desde el destierro en las fronteras de Armenia, "el lugar más desierto del mundo", san Juan, enlazando con su primera predicación del año 386, retomó un tema muy importante para él: Dios tiene un plan para la humanidad, un plan "inefable e incomprensible", pero seguramente guiado por él con amor (cf. Sobre la Providencia 2, 6). Esta es nuestra certeza. Aunque no podamos descifrar los detalles de la historia personal y colectiva, sabemos que el plan de Dios se inspira siempre en su amor.

Así, a pesar de sus sufrimientos, san Juan Crisóstomo reafirmó el descubrimiento de que Dios nos ama a cada uno con un amor infinito y por eso quiere la salvación de todos. Por su parte, el santo obispo cooperó a esta salvación con generosidad, sin escatimar esfuerzos, durante toda su vida. De hecho, consideraba como fin último de su existencia la gloria de Dios que, ya moribundo, dejó como último testamento: "¡Gloria a Dios por todo!" (Paladio, Vida 11).

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, especialmente a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, a los diversos grupos parroquiales, al Centro de capacitación de Toledo, así como a los demás peregrinos venidos de España, México, Chile, Argentina y de otros países latinoamericanos. Que las enseñanzas de san Juan Crisóstomo nos ayuden a descubrir el amor infinito con que Dios nos ama y que quiere la salvación de todos los hombres. Muchas gracias.

(A los peregrinos de lengua portuguesa)
Ojalá que vuestra venida a Roma se realice al estilo de un verdadero peregrino que, sabiendo que no posee aún su Bien mayor, se pone en camino decidido a encontrarlo. Sabed que Dios se deja encontrar por los que lo buscan así y, con él y en él, vuestra vida no podrá por menos de ser feliz. Os bendigo a vosotros y a vuestras familias.

(A los peregrinos de Bohemia y Moravia)
Mañana celebraremos la fiesta del patrono de la Iglesia checa, san Wenceslao, mártir. Permaneced siempre fieles a la herencia espiritual de este gigante de la historia de vuestra patria.

(En italiano)
Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el ejemplo de caridad de san Vicente de Paúl, cuya memoria celebraremos mañana, os anime, queridos jóvenes, a proyectar vuestro futuro como un generoso servicio al prójimo; a vosotros, queridos enfermos, os ayude a encontrar en el sufrimiento el consuelo de Cristo; y a vosotros, queridos recién casados, os impulse a conservar en vuestra familia una constante atención a los pobres.


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Miércoles 3 de octubre de 2007

San Cirilo de Alejandría

Queridos hermanos y hermanas:

También hoy, continuando nuestro camino siguiendo las huellas de los Padres de la Iglesia, nos encontramos con una gran figura: san Cirilo de Alejandría. Vinculado a la controversia cristológica que llevó al concilio de Éfeso del año 431 y último representante de relieve de la tradición alejandrina, san Cirilo fue definido más tarde en el Oriente griego como "custodio de la exactitud" —que quiere decir custodio de la verdadera fe— e incluso como "sello de los Padres". Estas antiguas expresiones manifiestan muy bien un dato que, de hecho, es característico de Cirilo, es decir, la constante referencia del obispo de Alejandría a los autores eclesiásticos precedentes (entre éstos sobre todo a Atanasio) con el objetivo de mostrar la continuidad de la propia teología con la tradición. Se insertó voluntaria y explícitamente en la tradición de la Iglesia, en la que reconocía la garantía de continuidad con los Apóstoles y con Cristo mismo.

Venerado como santo tanto en Oriente como en Occidente, en 1882 san Cirilo fue proclamado doctor de la Iglesia por el Papa León XIII, quien al mismo tiempo atribuyó el mismo título a otro importante representante de la patrística griega: san Cirilo de Jerusalén. Se revelaron así la atención y el amor por las tradiciones cristianas orientales de aquel Papa, que después proclamó también doctor de la Iglesia a san Juan Damasceno, mostrando así que tanto la tradición oriental como la occidental expresan la doctrina de la única Iglesia de Cristo.

Nos han llegado muy pocas noticias sobre la vida de san Cirilo antes de su elección a la importante sede de Alejandría. Cirilo, sobrino de Teófilo, que desde el año 385 rigió como obispo, con mano firme y prestigio, la diócesis de Alejandría, nació probablemente en esa misma metrópoli egipcia entre el año 370 y el 380. Pronto se encaminó hacia la vida eclesiástica y recibió una buena educación, tanto cultural como teológica. En el año 403 se encontraba en Constantinopla siguiendo a su poderoso tío y allí participó en el Sínodo conocido con el nombre de la Encina, que depuso al obispo de la ciudad, Juan (después conocido como Crisóstomo), registrando así el triunfo de la sede de Alejandría sobre su rival tradicional, Constantinopla, donde residía el emperador. Tras la muerte de su tío Teófilo, Cirilo, que aún era joven, fue elegido en el año 412 obispo de la influyente Iglesia de Alejandría, gobernándola con gran firmeza durante treinta y dos años, tratando siempre de afirmar el primado en todo el Oriente, fortalecido asimismo por los vínculos tradicionales con Roma.

Dos o tres años después, en el 417 ó 418, el obispo de Alejandría dio pruebas de realismo al recomponer la ruptura de la comunión con Constantinopla, que persistía ya desde el año 406 tras la deposición de san Juan Crisóstomo. Pero el antiguo contraste con la sede de Constantinopla volvió a encenderse diez años después, cuando en el año 428 fue elegido obispo Nestorio, un prestigioso y severo monje de formación antioquena. El nuevo obispo de Constantinopla suscitó pronto oposiciones, pues en su predicación prefería para María el título de "Madre de Cristo" (Christotokos), en lugar del de "Madre de Dios" (Theotokos), ya entonces muy querido por la devoción popular.

El motivo de esta decisión del obispo Nestorio era su adhesión a la cristología de la tradición antioquena que, para salvaguardar la importancia de la humanidad de Cristo, acababa afirmando su separación de la divinidad. De este modo no era ya verdadera la unión entre Dios y el hombre en Cristo y, por tanto, ya no se podía hablar de "Madre de Dios".

La reacción de Cirilo —entonces máximo exponente de la cristología de Alejandría, que subrayaba con fuerza la unidad de la persona de Cristo— fue casi inmediata y se desplegó con todos los medios ya a partir del año 429, enviando también algunas cartas al mismo Nestorio. En la segunda misiva (PG 77, 44-49) que le envió Cirilo, en febrero del 430, leemos una clara afirmación del deber de los pastores de preservar la fe del pueblo de Dios. Este era su criterio, por lo demás válido también para hoy: la fe del pueblo de Dios es expresión de la tradición, es garantía de la sana doctrina. Escribe estas líneas a Nestorio: "Es necesario exponer al pueblo la enseñanza y la interpretación de la fe de la manera más irreprensible y recordar que quien escandaliza aunque sea a uno solo de los pequeños que creen en Cristo padecerá un castigo intolerable".

En la misma carta a Nestorio —misiva que más tarde, en el año 451, sería aprobada por el concilio de Calcedonia, cuarto concilio ecuménico—, Cirilo describe con claridad su fe cristológica: "Siendo distintas las naturalezas que se unieron en esta unidad verdadera, de ambas resultó un solo Cristo, un solo Hijo: no en el sentido de que la diversidad de las naturalezas quedara eliminada por esta unión, sino que la divinidad y la humanidad completaron para nosotros al único Señor Jesucristo e Hijo con su inefable e inexpresable conjunción en la unidad".

Y esto es importante: realmente la verdadera humanidad y la verdadera divinidad se unen en una sola Persona, nuestro Señor Jesucristo. Por ello, sigue diciendo el obispo de Alejandría, "profesamos un solo Cristo y Señor, no en el sentido de que adoramos al hombre junto con el Logos, para no insinuar la idea de la separación diciendo "junto", sino en el sentido de que adoramos a uno solo y al mismo, pues su cuerpo no es algo ajeno al Logos, con el que está sentado a la diestra del Padre. No están sentados a su lado dos hijos, sino uno solo unido con la propia carne".

Muy pronto el obispo de Alejandría, gracias a agudas alianzas, logró que Nestorio fuera condenado repetidamente: por parte de la sede romana con una serie de doce anatematismos redactados por él mismo y, finalmente, por el concilio de Éfeso, en el año 431, el tercer concilio ecuménico. La asamblea, que se desarrolló con vicisitudes tumultuosas, concluyó con el primer gran triunfo de la devoción a María y con el exilio del obispo de Constantinopla que no quería reconocer a la Virgen el título de "Madre de Dios", a causa de una cristología equivocada, que ponía división en el mismo Cristo. Ahora bien, después de haber prevalecido de este modo sobre el rival y su doctrina, san Cirilo supo alcanzar ya en el año 433 una fórmula teológica de compromiso y de reconciliación con los de Antioquía. Y esto también es significativo: por una parte se da la claridad de la doctrina de la fe, pero, por otra, la intensa búsqueda de la unidad y de la reconciliación. En los años siguientes se dedicó con todos los medios a defender y aclarar su posición teológica hasta la muerte, acaecida el 27 de junio del año 444.

Los escritos de san Cirilo —verdaderamente muy numerosos y difundidos ampliamente incluso en diferentes traducciones latinas y orientales ya durante su vida, prueba de su éxito inmediato—, son de importancia primaria para la historia del cristianismo. Son importantes sus comentarios a muchos libros del Antiguo y del Nuevo Testamento, entre los que destaca todo el Pentateuco, Isaías, los Salmos y los evangelios de san Juan y de san Lucas. Son de gran importancia también sus muchas obras doctrinales, en las que aparece continuamente la defensa de la fe trinitaria contra las tesis arrianas y contra las de Nestorio. La base de la enseñanza de san Cirilo es la tradición eclesiástica y, en particular, como he mencionado, los escritos de san Atanasio, su gran predecesor en la sede de Alejandría. Entre los otros escritos de san Cirilo hay que recordar finalmente los libros Contra Juliano, última gran respuesta a las polémicas anticristianas, dictada por el obispo de Alejandría probablemente en los últimos años de su vida para replicar a la obra Contra los galileos, compuesta muchos años antes, en el año 363, por el emperador que fue llamado el Apóstata por haber abandonado el cristianismo en el que había sido educado.

La fe cristiana es ante todo encuentro con Jesús, "una Persona que da un nuevo horizonte a la vida" (Deus caritas est, 1). San Cirilo de Alejandría fue un incansable y firme testigo de Jesucristo, Verbo de Dios encarnado, subrayando sobre todo la unidad, como repite en el año 433, en la primera carta (PG 77, 228-237) al obispo Sucenso: "Uno solo es el Hijo, uno solo el Señor Jesucristo, ya sea antes de la encarnación ya después de la encarnación. En efecto, no era un Hijo el Logos nacido de Dios Padre, y otro el nacido de la santísima Virgen; sino que creemos que precisamente Aquel que existe antes de los tiempos nació también según la carne de una mujer". Esta afirmación, más allá de su significado doctrinal, muestra que la fe en Jesús Logos nacido del Padre está también muy arraigada en la historia, pues, como afirma san Cirilo, este mismo Jesús entró en el tiempo al nacer de María, la Theotokos, y estará siempre con nosotros, según su promesa. Y esto es importante: Dios es eterno, nació de una mujer y sigue con nosotros cada día. En esta confianza vivimos, en esta confianza encontramos el camino de nuestra vida.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los seminaristas de la diócesis de Jerez de la Frontera, con su obispo, monseñor Juan del Río; a los distintos grupos venidos de España, México, Costa Rica, Argentina, y de otros países latinoamericanos. Os animo a centrar vuestra vida en Cristo, Dios y hombre verdadero, y a dar un testimonio cada vez más alegre de la fe y el amor que alimentan vuestra existencia cotidiana. Muchas gracias.

(A los peregrinos de lengua portuguesa)
Os bendigo de todo corazón, deseando que vuestras comunidades, comenzando por la propia familia, procuren consolidarse por la fuerza y a imitación de la eucaristía, donde se irradia la caridad de Cristo que se da en alimento a los fieles. Sed sus devotos comensales y asiduos adoradores.

(En italiano)
Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el luminoso ejemplo de san Francisco de Asís, cuya memoria celebraremos mañana, os estimule a vosotros, queridos jóvenes, a vivir siempre en plena fidelidad al Evangelio; a vosotros, queridos enfermos, os ayude a afrontar el sufrimiento con valentía, buscando en Cristo crucificado serenidad y consuelo; y a vosotros, queridos recién casados, os conduzca hacia un amor cada vez más profundo a Dios y entre vosotros, para que podáis experimentar la alegría que brota de vuestra donación recíproca abierta a la vida.


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Miércoles 10 de octubre de 2007

San Hilario de Poitiers

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar de un gran Padre de la Iglesia de Occidente, san Hilario de Poitiers, una de las grandes figuras de obispos del siglo IV. Enfrentándose a los arrianos, que consideraban al Hijo de Dios como una criatura, aunque excelente, pero sólo criatura, san Hilario consagró toda su vida a la defensa de la fe en la divinidad de Jesucristo, Hijo de Dios y Dios como el Padre, que lo engendró desde la eternidad.

No disponemos de datos seguros sobre la mayor parte de la vida de san Hilario. Las fuentes antiguas dicen que nació en Poitiers, probablemente hacia el año 310. De familia acomodada, recibió una sólida formación literaria, que se puede apreciar claramente en sus escritos. Parece que no creció en un ambiente cristiano. Él mismo nos habla de un camino de búsqueda de la verdad, que lo llevó poco a poco al reconocimiento del Dios creador y del Dios encarnado, que murió para darnos la vida eterna.

Bautizado hacia el año 345, fue elegido obispo de su ciudad natal en torno a los años 353-354. En los años sucesivos, san Hilario escribió su primera obra, el Comentario al Evangelio de san Mateo. Se trata del comentario más antiguo en latín que nos ha llegado de este Evangelio. En el año 356 asistió como obispo al sínodo de Béziers, en el sur de Francia, el "sínodo de los falsos apóstoles", como él mismo lo llamó, pues la asamblea estaba dominada por obispos filo-arrianos, que negaban la divinidad de Jesucristo. Estos "falsos apóstoles" pidieron al emperador Constancio que condenara al destierro al obispo de Poitiers. De este modo, san Hilario se vio obligado a abandonar la Galia en el verano del año 356.

Desterrado en Frigia, en la actual Turquía, san Hilario entró en contacto con un contexto religioso totalmente dominado por el arrianismo. También allí su solicitud de pastor lo llevó a trabajar sin descanso por el restablecimiento de la unidad de la Iglesia, sobre la base de la recta fe formulada por el concilio de Nicea. Con este objetivo emprendió la redacción de su obra dogmática más importante y conocida: el De Trinitate ("Sobre la Trinidad").

En ella, san Hilario expone su camino personal hacia el conocimiento de Dios y se esfuerza por demostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre no sólo en el Nuevo Testamento, sino también en muchas páginas del Antiguo Testamento, en las que ya se presenta el misterio de Cristo. Ante los arrianos insiste en la verdad de los nombres de Padre y de Hijo, y desarrolla toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del bautismo que nos dio el Señor mismo: "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo".

El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si bien algunos pasajes del Nuevo Testamento podrían hacer pensar que el Hijo es inferior al Padre, san Hilario ofrece reglas precisas para evitar interpretaciones equívocas: algunos textos de la Escritura hablan de Jesús como Dios, otros en cambio subrayan su humanidad. Algunos se refieren a él en su preexistencia junto al Padre; otros toman en cuenta el estado de abajamiento (kénosis), su descenso hasta la muerte; otros, por último, lo contemplan en la gloria de la resurrección.

En los años de su destierro, san Hilario escribió también el Libro de los Sínodos, en el que reproduce y comenta para sus hermanos obispos de la Galia las confesiones de fe y otros documentos de los sínodos reunidos en Oriente a mediados del siglo IV. Siempre firme en la oposición a los arrianos radicales, san Hilario muestra un espíritu conciliador con respecto a quienes aceptaban confesar que el Hijo era semejante al Padre en la esencia, naturalmente intentando llevarles siempre hacia la plena fe, según la cual, no se da sólo una semejanza, sino una verdadera igualdad entre el Padre y el Hijo en la divinidad. También me parece característico su espíritu de conciliación: trata de comprender a quienes todavía no han llegado a la verdad plena y, con gran inteligencia teológica, les ayuda a alcanzar la plena fe en la divinidad verdadera del Señor Jesucristo.

En el año 360 ó 361, san Hilario pudo finalmente regresar del destierro a su patria e inmediatamente reanudó la actividad pastoral en su Iglesia, pero el influjo de su magisterio se extendió de hecho mucho más allá de los confines de la misma. Un sínodo celebrado en París en el año 360 o en el 361 retomó el lenguaje del concilio de Nicea. Algunos autores antiguos consideran que este viraje antiarriano del Episcopado de la Galia se debió en buena parte a la firmeza y a la bondad del obispo de Poitiers. Esa era precisamente una característica peculiar de San Hilario: el arte de conjugar la firmeza en la fe con la bondad en la relación interpersonal.

En los últimos años de su vida compuso los Tratados sobre los salmos, un comentario a 58 salmos, interpretados según el principio subrayado en la introducción de la obra: "No cabe duda de que todas las cosas que se dicen en los salmos deben entenderse según el anuncio evangélico, de manera que, independientemente de la voz con la que ha hablado el espíritu profético, todo se refiera al conocimiento de la venida de nuestro Señor Jesucristo, encarnación, pasión y reino, y a la gloria y potencia de nuestra resurrección" (Instructio Psalmorum 5). En todos los salmos ve esta transparencia del misterio de Cristo y de su cuerpo, que es la Iglesia. En varias ocasiones, san Hilario se encontró con san Martín: precisamente cerca de Poitiers el futuro obispo de Tours fundó un monasterio, que todavía hoy existe. San Hilario falleció en el año 367. Su memoria litúrgica se celebra el 13 de enero. En 1851 el beato Pío IX lo proclamó doctor de la Iglesia.

Para resumir lo esencial de su doctrina, quiero decir que el punto de partida de la reflexión teológica de san Hilario es la fe bautismal. En el De Trinitate, escribe: Jesús "mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 19), es decir, confesando al Autor, al Unigénito y al Don. Sólo hay un Autor de todas las cosas, pues sólo hay un Dios Padre, del que todo procede. Y un solo Señor nuestro, Jesucristo, por quien todo fue hecho (1 Co 8, 6), y un solo Espíritu (Ef 4, 4), don en todos. (...) No puede encontrarse nada que falte a una plenitud tan grande, en la que convergen en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo la inmensidad en el Eterno, la revelación en la Imagen, la alegría en el Don" (De Trinitate 2, 1).

Dios Padre, siendo todo amor, es capaz de comunicar en plenitud su divinidad al Hijo. Considero particularmente bella esta formulación de san Hilario: "Dios sólo sabe ser amor, y sólo sabe ser Padre. Y quien ama no es envidioso, y quien es Padre lo es totalmente. Este nombre no admite componendas, como si Dios sólo fuera padre en ciertos aspectos y en otros no" (ib. 9, 61).
Por esto, el Hijo es plenamente Dios, sin falta o disminución alguna: "Quien procede del perfecto es perfecto, porque quien lo tiene todo le ha dado todo" (ib. 2, 8). Sólo en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, la humanidad encuentra salvación. Al asumir la naturaleza humana, unió consigo a todo hombre, "se hizo la carne de todos nosotros" (Tractatus in Psalmos 54, 9); "asumió en sí la naturaleza de toda carne y, convertido así en la vid verdadera, es la raíz de todo sarmiento" (ib. 51, 16).

Precisamente por esto el camino hacia Cristo está abierto a todos —porque él ha atraído a todos hacia su humanidad—, aunque siempre se requiera la conversión personal: "A través de la relación con su carne, el acceso a Cristo está abierto a todos, a condición de que se despojen del hombre viejo (cf. Ef 4, 22) y lo claven en su cruz (cf. Col 2, 14); a condición de que abandonen las obras de antes y se conviertan, para ser sepultados con él en su bautismo, con vistas a la vida (cf. Col 1, 12; Rm 6, 4)" (ib. 91, 9).

La fidelidad a Dios es un don de su gracia. Por ello, san Hilario, al final de su tratado sobre la Trinidad, pide la gracia de mantenerse siempre fiel a la fe del bautismo. Es una característica de este libro: la reflexión se transforma en oración y la oración se hace reflexión. Todo el libro es un diálogo con Dios.

Quiero concluir la catequesis de hoy con una de estas oraciones, que se convierte también en oración nuestra: "Haz, Señor —reza san Hilario, con gran inspiración— que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en el símbolo de mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Que te adore, Padre nuestro, y juntamente contigo a tu Hijo; que sea merecedor de tu Espíritu Santo, que procede de ti a través de tu Unigénito. Amén" (De Trinitate 12, 57).

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los distintos grupos venidos de España, México, Colombia y otros países latinoamericanos. Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de san Hilario de Poitiers, pidamos también para nosotros la gracia de permanecer siempre fieles a la fe recibida en el bautismo, y testimoniar con alegría y convicción nuestro amor a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Muchas gracias.

(En portugués)
Habéis venido a Roma para venerar la memoria de los Apóstoles y de los mártires meditando sobre el fin glorioso de su combate por Cristo, a fin de recibir la misma fuerza del Espíritu para idénticas batallas en pro del Evangelio en el ambiente en que el Padre celestial os ha colocado. Sobre vosotros y vuestras familias descienda mi bendición apostólica.

(En polaco)
Espero que la visita a las tumbas de los Apóstoles sea para todos un tiempo fructuoso de renovación en la fe.

(En eslovaco)
La plegaria del rosario es oración de comunión. Cread y reforzad también vosotros esta comunión de oración con Cristo y su Madre y con los hermanos. Que os ayude en ello la Virgen del Rosario.

(En italiano)
Se está celebrando en Ravenna durante estos días la décima sesión plenaria de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto, que afronta un tema teológico de especial interés ecuménico: "Consecuencias eclesiológicas y canónicas de la naturaleza sacramental de la Iglesia: comunión eclesial, conciliaridad y autoridad". Os pido que os unáis a mi oración a fin de que este importante encuentro ayude a caminar hacia la plena comunión entre católicos y ortodoxos, y se pueda llegar pronto a compartir el mismo cáliz del Señor.

Saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana se celebra la memoria litúrgica del beato Papa Juan XXIII. Su inolvidable testimonio evangélico os sostenga, queridos jóvenes, en vuestro compromiso de fidelidad continua a Cristo; a vosotros, queridos enfermos, especialmente a vosotros, queridos pequeños amigos del Instituto para la curación de los tumores de Milán, os anime a seguir pacientemente a Jesús en el camino de la prueba y del sufrimiento; a vosotros, queridos recién casados, os ayude a hacer de vuestra familia un lugar de encuentro constante con el amor de Dios y de los hermanos.


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Miércoles 17 de octubre de 2007

San Eusebio de Vercelli

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana os invito a reflexionar sobre san Eusebio de Vercelli, el primer obispo del norte de Italia del que tenemos noticias seguras. Nació en Cerdeña, a principios del siglo IV. Siendo muy niño aún, se trasladó a Roma con su familia. Más tarde fue instituido lector: así entró a formar parte del clero de la Urbe, en un tiempo en que la Iglesia se encontraba gravemente probada por la herejía arriana.

La gran estima que se tenía de san Eusebio explica su elección, en el año 345, a la cátedra episcopal de Vercelli. El nuevo obispo emprendió, inmediatamente, una intensa labor de evangelización en un territorio aún en gran parte pagano, especialmente en las zonas rurales.

Inspirándose en san Atanasio, que había escrito la Vida de san Antonio, iniciador del monacato en Oriente, fundó en Vercelli una comunidad sacerdotal, semejante a una comunidad monástica. Este cenobio dio al clero del norte de Italia un sello significativo de santidad apostólica, y suscitó figuras de obispos importantes como Limenio y Honorato, sucesores de Eusebio en Vercelli, Gaudencio en Novara, Exuperancio en Tortona, Eustasio en Aosta, Eulogio en Ivrea, Máximo en Turín, todos venerados por la Iglesia como santos.

Sólidamente formado en la fe nicena, san Eusebio defendió con todas sus fuerzas la plena divinidad de Jesucristo, definido por el Credo de Nicea "de la misma naturaleza del Padre". Con este fin se alió con los grandes Padres del siglo IV —sobre todo con san Atanasio, el baluarte de la ortodoxia nicena— contra la política filoarriana del emperador.

Al emperador la fe arriana, por ser más sencilla, le parecía políticamente más útil como ideología del imperio. Para él no contaba la verdad, sino la conveniencia política: quería utilizar la religión como vínculo de unidad del imperio. Pero estos grandes Padres se opusieron, defendiendo la verdad contra la dominación de la política.

Por este motivo, san Eusebio fue condenado al destierro, como tantos otros obispos de Oriente y de Occidente: como el mismo san Atanasio, como san Hilario de Poitiers —del que hablamos en la última catequesis—, y como Osio de Córdoba. En Escitópolis, Palestina, a donde fue confinado entre los años 355 y 360, san Eusebio escribió una página estupenda de su vida. También allí fundó un cenobio con un pequeño grupo de discípulos, y desde allí mantuvo correspondencia con sus fieles de Piamonte, como lo demuestra sobre todo la segunda de sus tres Cartas, cuya autenticidad se reconoce.

Sucesivamente, después del año 360, fue desterrado a Capadocia y a la Tebaida, donde sufrió malos tratos. En el año 361, muerto Constancio II, le sucedió el emperador Juliano, llamado el apóstata, al que no le interesaba el cristianismo como religión del imperio, sino que quería restaurar el paganismo. Puso fin al destierro de estos obispos y así también san Eusebio pudo volver a tomar posesión de su sede.

En el año 362 san Atanasio lo envió a participar en el concilio de Alejandría, que decidió perdonar a los obispos arrianos con tal de que volvieran al estado laical. San Eusebio pudo ejercer aún durante cerca de diez años, hasta su muerte, el ministerio episcopal, manteniendo con su ciudad una relación ejemplar, que inspiró el servicio pastoral de otros obispos del norte de Italia, de los que hablaremos en las próximas catequesis, como san Ambrosio de Milán y san Máximo de Turín.

La relación entre el Obispo de Vercelli y su ciudad se atestigua sobre todo en dos testimonios epistolares. El primero se encuentra en la Carta ya citada, que san Eusebio escribió desde el destierro de Escitópolis "a los amadísimos hermanos y a los presbíteros tan añorados, así como a los santos pueblos de Vercelli, Novara, Ivrea y Tortona, firmes en la fe" (Ep. secunda, CCL 9, p. 104). Estas palabras iniciales, que indican los sentimientos del buen pastor con respecto a su grey, encuentran amplia confirmación, al final de la Carta, en los saludos afectuosísimos del padre a todos y cada uno de sus hijos de Vercelli, con frases llenas de cariño y amor.

Conviene notar, ante todo, la relación explícita que une al Obispo con las sanctae plebes no sólo de Vercelli (Vercellae) —la primera y, durante algunos años aún, la única diócesis de Piamonte—, sino también de Novara (Novaria), Ivrea (Eporedia) y Tortona (Dertona), es decir, de las comunidades cristianas que, dentro de su misma diócesis, habían alcanzado cierta consistencia y autonomía.

Otro elemento interesante nos lo ofrece la despedida con que se concluye la Carta: san Eusebio pide a sus hijos e hijas que saluden "también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor (etiam hos qui foris sunt et nos dignantur diligere). Se trata de un signo evidente de que la relación del Obispo con su ciudad no se limitaba a la población cristiana, sino que se extendía también a quienes, fuera de la Iglesia, reconocían de algún modo su autoridad espiritual y amaban a este hombre ejemplar.

El segundo testimonio de la relación singular del Obispo con su ciudad proviene de la Carta que san Ambrosio de Milán escribió a los vercelenses hacia el año 394, más de veinte años después de la muerte de san Eusebio (Ep. Extra collectionem 14: Maur. 63). La Iglesia de Vercelli atravesaba un momento difícil: estaba dividida y sin pastor. Con franqueza, san Ambrosio afirma que le cuesta reconocer en los vercelenses "la descendencia de los santos padres, que aprobaron a Eusebio en cuanto lo vieron, sin haberlo conocido antes, olvidando incluso a sus propios conciudadanos".

En la misma Carta, el Obispo de Milán atestigua con gran claridad su estima con respecto a san Eusebio: "Un hombre tan grande —escribe de modo perentorio— mereció realmente ser elegido por toda la Iglesia". La admiración de san Ambrosio por san Eusebio se basaba sobre todo en el hecho de que el Obispo de Vercelli gobernaba la diócesis con el testimonio de su vida: "Con la austeridad del ayuno gobernaba su Iglesia". De hecho, también san Ambrosio, como él mismo declara, se sentía fascinado por el ideal monástico de la contemplación de Dios, que san Eusebio había perseguido tras las huellas del profeta Elías.

El Obispo de Vercelli —anota san Ambrosio— fue el primero en hacer que su clero llevara vida común y lo educó en la "observancia de las reglas monásticas, aun viviendo en medio de la ciudad". El Obispo y su clero debían compartir los problemas de los ciudadanos, y lo hacían de un modo creíble precisamente cultivando al mismo tiempo una ciudadanía diversa, la del cielo (cf. Hb 13, 14). Así construyeron realmente una verdadera ciudadanía, una verdadera solidaridad común entre todos los ciudadanos de Vercelli.

De este modo, san Eusebio, mientras hacía suya la causa de la sancta plebs de Vercelli, vivía en medio de la ciudad como un monje, abriendo la ciudad a Dios. Pero ese rasgo no obstaculizaba para nada su ejemplar dinamismo pastoral. Por lo demás, parece que instituyó en Vercelli las parroquias para un servicio eclesial ordenado y estable, y promovió los santuarios marianos para la conversión de las poblaciones rurales paganas. Ese "rasgo" monástico, más bien, confería una dimensión peculiar a la relación del Obispo con su ciudad. Como los Apóstoles, por los que Jesús oró en su última Cena, los pastores y los fieles de la Iglesia "están en el mundo" (Jn 17, 11), pero no son "del mundo". Por eso, como recordaba san Eusebio, los pastores deben exhortar a los fieles a no considerar las ciudades del mundo como su morada estable, sino a buscar la Ciudad futura, la definitiva Jerusalén celestial.

Esta "reserva escatológica" permite a los pastores y a los fieles respetar la escala correcta de valores, sin doblegarse jamás a las modas del momento y a las pretensiones injustas del poder político que gobierna. La auténtica escala de valores —parece decir la vida entera de san Eusebio— no viene de los emperadores de ayer y de hoy, sino de Jesucristo, el Hombre perfecto, igual al Padre en la divinidad, pero hombre como nosotros. Refiriéndose a esta escala de valores, san Eusebio no se cansa de "recomendar encarecidamente" a sus fieles que "conserven con gran esmero la fe, mantengan la concordia y sean asiduos en la oración" (Ep. Secunda, cit.).
Queridos amigos, también yo os recomiendo de todo corazón estos valores perennes, a la vez que os saludo y os bendigo con las mismas palabras con que el santo obispo Eusebio concluía su segunda Carta: "Me dirijo a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas, hijos e hijas, fieles de uno y otro sexo y de todas las edades, para que (...) transmitáis nuestro saludo también a quienes están fuera de la Iglesia y se dignan albergar hacia nosotros sentimientos de amor" (ib.).



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a las Hermanas Agustinas Misioneras, que celebran su capítulo general, y a los grupos venidos de España, Panamá, Puerto Rico, México, Colombia, Perú, Argentina, y otros países latinoamericanos. Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de san Eusebio de Vercelli, no veamos las ciudades del mundo como nuestra morada definitiva, sino busquemos más bien la Jerusalén del cielo, fieles a Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Muchas gracias.

(A los peregrinos de la archidiócesis de Katowice, en el 750° aniversario de la muerte de san Jacinto)

Que este santo llamado "la luz de Silesia" os guíe en vuestro camino hacia Cristo. Ayer recordamos el aniversario de la elección de mi predecesor Juan Pablo II. Demos gracias a Dios por los frutos de su pontificado y permanezcamos firmes en la fe y en el amor, de los que él fue un gran testigo. Que Dios os bendiga.

(En italiano)

Llamamiento en favor de la eliminación de la pobreza:

Se celebra hoy la Jornada mundial del rechazo de la miseria, reconocida por las Naciones Unidas con el título de Jornada internacional para la eliminación de la pobreza. ¡Cuántas poblaciones viven todavía en condiciones de extrema pobreza! La disparidad entre ricos y pobres se ha hecho más evidente e inquietante, también en los países económicamente más avanzados. Esta situación preocupante interpela a la conciencia de la humanidad, porque las condiciones en que se hallan numerosas personas ofenden la dignidad del ser humano y comprometen, por tanto, el progreso auténtico y armónico de la comunidad mundial. Así pues, exhorto a multiplicar los esfuerzos para eliminar las causas de la pobreza y sus trágicas consecuencias.

* * *

Queridos amigos, el mes de octubre nos invita a renovar nuestra cooperación activa en la misión de la Iglesia. Por tanto, poned al servicio del Evangelio vosotros, los jóvenes, las energías frescas de vuestra juventud; vosotros, los enfermos, la fuerza de la oración y del sufrimiento; y vosotros, los recién casados, las potencialidades de la vida conyugal para ofrecer una ayuda concreta a los misioneros que llevan el mensaje cristiano hasta las fronteras de la evangelización.

Anuncio de un consistorio para la creación de veintitrés nuevos cardenales

Tengo la alegría de anunciar que el próximo 24 de noviembre, víspera de la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo, celebraré un consistorio en el que, derogando en una unidad el límite numérico establecido por el Papa Pablo VI, confirmado por mi venerado predecesor Juan Pablo II en la constitución apostólica Universi dominici gregis (cf. n. 33), nombraré dieciocho cardenales. He aquí sus nombres:

1. Mons. Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales.

2. Mons. John Patrick Foley, pro-gran maestre de la Orden ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén.

3. Mons. Giovanni Lajolo, presidente de la Comisión pontificia para el Estado de la Ciudad del Vaticano y de la Gobernación del mismo.

4. Mons. Paul Josef Cordes, presidente del Consejo pontificio "Cor unum".

5. Mons. Angelo Comastri, arcipreste de la basílica vaticana, vicario general para el Estado de la Ciudad del Vaticano y presidente de la Fábrica de San Pedro.

6. Mons. Stanislaw Rylko, presidente del Consejo pontificio para los laicos.

7. Mons. Raffaele Farina, s.d.b., archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana.

8. Mons. Agustín García-Gasco Vicente, arzobispo de Valencia (España).

9. Mons. Seán Baptist Brady, arzobispo de Armagh (Irlanda).

10. Mons. Lluís Martínez Sistach, arzobispo de Barcelona (España).

11. Mons. André Vingt-Trois, arzobispo de París (Francia).

12. Mons. Angelo Bagnasco, arzobispo de Génova (Italia).

13. Mons. Théodore-Adrien Sarr, arzobispo de Dakar (Senegal).

14. Mons. Oswald Gracias, arzobispo de Bombay (India).

15. Mons. Francisco Robles Ortega, arzobispo de Monterrey (México).

16. Mons. Daniel N. DiNardo, arzobispo de Galveston-Houston (Estados Unidos).

17. Mons. Odilo Pedro Scherer, arzobispo de São Paulo (Brasil).

18. Mons. John Njue, arzobispo de Nairobi (Kenya).

Además, deseo elevar a la dignidad cardenalicia a tres venerados prelados y dos eclesiásticos, beneméritos particularmente por su compromiso en el servicio de la Iglesia:

1. S. B. Emmanuel III Delly, patriarca de Babilonia de los caldeos.

2. Mons. Giovanni Coppa, nuncio apostólico.

3. Mons. Estanislao Esteban Karlic, arzobispo emérito de Paraná (Argentina).

4. P. Urbano Navarrete, s.j., ex rector de la Pontificia Universidad Gregoriana.

5. P. Umberto Betti, o.f.m., ex rector de la Pontificia Universidad Lateranense.

Entre estos últimos, era mi deseo elevar a la dignidad cardenalicia también al anciano obispo Ignacy Jez, de Koszalin-Kolobrzeg (Polonia), benemérito prelado, que falleció ayer de forma imprevista. Por él elevamos nuestra oración de sufragio.

Los nuevos purpurados provienen de varias partes del mundo. En este grupo se refleja la universalidad de la Iglesia con sus múltiples ministerios: junto a prelados beneméritos por el servicio prestado a la Santa Sede, hay pastores que gastan sus energías en el contacto directo con los fieles.
Habría otras personas, muy queridas por mí, que por su entrega al servicio de la Iglesia merecerían ser elevadas a la dignidad cardenalicia. Espero tener en el futuro la oportunidad de testimoniar, también de este modo, mi estima y mi afecto a ellas y a los países a los que pertenecen.

Encomendamos a los nuevos elegidos a la protección de María santísima y le pedimos que los asista en sus respectivas misiones, a fin de que sepan testimoniar con valentía su amor a Cristo y a la Iglesia en toda circunstancia.


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Miércoles 24 de octubre de 2007

San Ambrosio

Queridos hermanos y hermanas:

El santo obispo Ambrosio, de quien os hablaré hoy, murió en Milán en la noche entre el 3 y el 4 de abril del año 397. Era el alba del Sábado santo. El día anterior, hacia las cinco de la tarde, se había puesto a rezar, postrado en la cama, con los brazos abiertos en forma de cruz. Así participaba en el solemne Triduo pascual, en la muerte y en la resurrección del Señor. "Nosotros veíamos que se movían sus labios", atestigua Paulino, el diácono fiel que, impulsado por san Agustín, escribió su Vida, "pero no escuchábamos su voz". En un momento determinado pareció que llegaba su fin. Honorato, obispo de Vercelli, que se encontraba prestando asistencia a san Ambrosio y dormía en el piso superior, se despertó al escuchar una voz que le repetía: "Levántate pronto. Ambrosio está a punto de morir". Honorato bajó de prisa —prosigue Paulino— "y le ofreció al santo el Cuerpo del Señor. En cuanto lo tomó, Ambrosio entregó el espíritu, llevándose consigo el santo viático. Así su alma, robustecida con la fuerza de ese alimento, goza ahora de la compañía de los ángeles" (Vida 47).

En aquel Viernes santo del año 397 los brazos abiertos de san Ambrosio moribundo manifestaban su participación mística en la muerte y la resurrección del Señor. Esa era su última catequesis: en el silencio de las palabras seguía hablando con el testimonio de la vida.


an Ambrosio no era anciano cuando murió. No tenía ni siquiera sesenta años, pues nació en torno al año 340 en Tréveris, donde su padre era prefecto de las Galias. La familia era cristiana. Cuando falleció su padre, su madre lo llevó a Roma, siendo todavía un muchacho, y lo preparó para la carrera civil, proporcionándole una sólida instrucción retórica y jurídica. Hacia el año 370 fue enviado a gobernar las provincias de Emilia y Liguria, con sede en Milán. Precisamente allí se libraba con gran ardor la lucha entre ortodoxos y arrianos, sobre todo después de la muerte del obispo arriano Ausencio. San Ambrosio intervino para pacificar a las dos facciones enfrentadas, y actuó con tal autoridad que, a pesar de ser solamente un catecúmeno, fue aclamado por el pueblo obispo de Milán.

Hasta ese momento, san Ambrosio era el más alto magistrado del Imperio en el norte de Italia. Muy bien preparado culturalmente, pero desprovisto del conocimiento de las Escrituras, el nuevo obispo se puso a estudiarlas con empeño. Aprendió a conocer y a comentar la Biblia a través de las obras de Orígenes, el indiscutible maestro de la "escuela de Alejandría". De este modo, san Ambrosio introdujo en el ambiente latino la meditación de las Escrituras iniciada por Orígenes, impulsando en Occidente la práctica de la lectio divina. El método de la lectio llegó a guiar toda la predicación y los escritos de san Ambrosio, que surgen precisamente de la escucha orante de la palabra de Dios.

Un célebre exordio de una catequesis ambrosiana muestra admirablemente la manera como el santo obispo aplicaba el Antiguo Testamento a la vida cristiana: "Cuando leíamos las historias de los Patriarcas y las máximas de los Proverbios, tratábamos cada día de moral —dice el santo obispo de Milán a sus catecúmenos y a los neófitos— para que vosotros, formados e instruidos por ellos, os acostumbréis a entrar en la senda de los Padres y a seguir el camino de la obediencia a los preceptos divinos" (Los misterios 1, 1).

En otras palabras, según el Obispo, los neófitos y los catecúmenos, después de aprender el arte de vivir rectamente, ya podían considerarse preparados para los grandes misterios de Cristo. De este modo, la predicación de san Ambrosio, que representa el núcleo fundamental de su ingente obra literaria, parte de la lectura de los Libros sagrados ("Los Patriarcas", es decir, los Libros históricos; y "Los Proverbios", o sea, los Libros sapienciales) para vivir de acuerdo con la Revelación divina.

Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de las Confesiones de san Agustín, el cual había ido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Lo que movió el corazón del joven retórico africano, escéptico y desesperado, y lo que lo impulsó definitivamente a la conversión, no fueron las hermosas homilías de san Ambrosio (a pesar de que las apreciaba mucho), sino más bien el testimonio del Obispo y de su Iglesia milanesa, que oraba y cantaba, compacta como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias de los arrianos. En el edificio que debía ser expropiado, cuenta san Agustín, "el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su obispo". Este testimonio de las Confesiones es admirable, pues muestra que algo se estaba moviendo en lo más íntimo de san Agustín, el cual prosigue: "Nosotros mismos, aunque insensibles a la calidez de vuestro espíritu, compartíamos la emoción y la consternación de la ciudad" (Confesiones 9, 7).

De la vida y del ejemplo del obispo san Ambrosio, san Agustín aprendió a creer y a predicar. Podemos referir un pasaje de un célebre sermón del Africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la constitución conciliar Dei Verbum: "Todos los clérigos —dice la Dei Verbum en el número 25—, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse —aquí viene la cita de san Agustín— "predicadores vacíos de la Palabra, que no la escuchan en su interior"". Precisamente de san Ambrosio había aprendido esta "escucha en su interior", esta asiduidad en la lectura de la sagrada Escritura, con actitud de oración, para acoger realmente en el corazón y asimilar la palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, quisiera presentaros una especie de "icono patrístico" que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa eficazmente "el corazón" de la doctrina de san Ambrosio. En el sexto libro de las Confesiones, san Agustín narra su encuentro con san Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia en la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al Obispo de Milán, siempre lo veía rodeado de numerosas personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga fila que esperaba hablar con san Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando san Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en pocos momentos de la jornada), era porque estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas.

Aquí san Agustín expresa su admiración porque san Ambrosio leía las escrituras con la boca cerrada, sólo con los ojos (cf. Confesiones 6, 3). De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía con vistas a la proclamación, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de que san Ambrosio pudiera repasar las páginas sólo con los ojos era para el admirado san Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura "a flor de labios", en la que el corazón se esfuerza por alcanzar la comprensión de la palabra de Dios —este es el "icono" del que hablamos—, se puede entrever el método de la catequesis de san Ambrosio: la Escritura misma, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para llevar a los corazones a la conversión.

Así, según el magisterio de san Ambrosio y san Agustín, la catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo que escribí en la Introducción al cristianismo con respecto al teólogo. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de payaso, que recita un papel "por oficio". Más bien, con una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por san Ambrosio, debe ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza sobre el corazón del Maestro, y allí aprendió su manera de pensar, de hablar, de actuar. En definitiva, el verdadero discípulo es el que anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.

Al igual que el apóstol san Juan, el obispo san Ambrosio —que nunca se cansaba de repetir: "Omnia Christus est nobis", "Cristo lo es todo para nosotros"— es un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor a Jesús, concluimos así nuestra catequesis: "Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si estás oprimido por la injusticia, él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo a la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz. (...) Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bienaventurado el hombre que espera en él" (De virginitate 16, 99). También nosotros esperamos en Cristo. Así seremos bienaventurados y viviremos en la paz.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a los mexicanos de Puebla, Culiacán y Guadalajara, y a la parroquia de San Anastasio, de Panamá. También a los grupos de españoles, particularmente al de Castellana del Mar, a las asociaciones de gallegos en Madrid y al colegio de las Esclavas de La Coruña. Concluyamos con las palabras de san Ambrosio: "Cristo es todo para nosotros". Aprended de su corazón su modo de pensar, hablar y actuar, ya que los verdaderos discípulos, principalmente los educadores en la fe, son aquellos que anuncian el Evangelio del modo más creíble y eficaz. Muchas gracias.

(En polaco saludó en particular a las religiosas Isabelinas)
Juntamente con vosotras y con toda la Iglesia que está en Polonia, doy gracias a Dios por el espíritu de fe y por el apostolado de esta "samaritana de Silesia". Os encomiendo a su protección a vosotros y a vuestros seres queridos.

(A los peregrinos eslovacos)
Queridos hermanos y hermanas, en estos días se nos invita a reflexionar más intensamente en el compromiso misionero de la Iglesia. También vosotros estáis llamados a evangelizar en el ambiente en el que vivís. Os bendigo con afecto.

(A los peregrinos eslovenos)
Que vuestra peregrinación al lugar consagrado por la sangre del gran Apóstol reavive vuestra fe y vuestra fidelidad a Cristo y a su Iglesia. De corazón os imparto mi bendición.

(En italiano)
Por último, me dirijo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy la liturgia nos recuerda al obispo san Antonio María Claret, que trabajó con constante generosidad por la salvación de las almas. Que su glorioso testimonio evangélico os sostenga a vosotros, queridos jóvenes, al tratar de ser fieles cada día a Cristo; a vosotros, queridos enfermos, os anime a seguir al Señor con confianza en el tiempo del sufrimiento; y a vosotros, queridos recién casados, os ayude a hacer de vuestra familia el lugar donde crece el amor a Dios y a los hermanos.


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Miércoles 31 de octubre de 2007

San Máximo de Turín

Queridos hermanos y hermanas:

Entre finales del siglo IV e inicios del V, otro Padre de la Iglesia, después de san Ambrosio, contribuyó decididamente a la difusión y a la consolidación del cristianismo en el norte de Italia: se trata de san Máximo, que era obispo de Turín en el año 398, un año después de la muerte de san Ambrosio. Tenemos muy pocas noticias de él; pero, en compensación, ha llegado hasta nosotros una colección de cerca de noventa Sermones. En ellos se puede constatar la profunda y vital relación del obispo con su ciudad, que atestigua un punto evidente de contacto entre el ministerio episcopal de san Ambrosio y el de san Máximo.

En aquel tiempo, fuertes tensiones turbaban la convivencia civil ordenada. En este contexto, san Máximo logró unir al pueblo cristiano en torno a su persona de pastor y maestro. La ciudad estaba amenazada por diversos grupos de bárbaros que, tras penetrar por las fronteras orientales, avanzaban hasta los Alpes occidentales. Por esto, Turín estaba constantemente protegida por guarniciones militares; y en los momentos críticos se convertía en el refugio de las poblaciones que huían del campo y de los centros urbanos que carecían de protección.

Las intervenciones de san Máximo, ante esta situación, manifiestan el compromiso de reaccionar ante la degradación civil y ante la disgregación. Aunque resulta difícil determinar la composición social de los destinatarios de los Sermones, parece que la predicación de san Máximo, para no quedarse en generalidades, se dirigía específicamente a un núcleo selecto de la comunidad cristiana de Turín, constituido por ricos propietarios de tierras, que tenían sus fincas en el campo turinés y la casa en la ciudad. Fue una lúcida decisión pastoral del Obispo, que concibió esta predicación como el camino más eficaz para mantener y reforzar su vinculación con el pueblo.

Para ilustrar, desde esta perspectiva, el ministerio de san Máximo en su ciudad, quiero presentar como ejemplo los Sermones 17 y 18, dedicados a un tema siempre actual, el de la riqueza y la pobreza en las comunidades cristianas. También en este ámbito existían fuertes tensiones en la ciudad. Se acumulaban y ocultaban riquezas. "Uno no piensa en las necesidades del otro —constata amargamente el Obispo en su Sermón número 17—. En efecto, muchos cristianos no sólo no distribuyen lo que tienen, sino que incluso roban lo de los demás. No sólo no llevan a los pies de los apóstoles el dinero que han recogido, sino que además apartan de los pies de los sacerdotes a sus hermanos que buscan ayuda". Y concluye: "En nuestra ciudad hay muchos huéspedes o peregrinos. Haced lo que habéis prometido" al aceptar la fe, "para que no se diga también de vosotros lo que se dijo de Ananías: "No habéis mentido a los hombres, sino a Dios"" (Sermón 17, 2-3).

En el Sermón sucesivo, el número 18, san Máximo critica las formas comunes de aprovechamiento de las desgracias ajenas. "Dime, cristiano —exhorta el Obispo a sus fieles—; dime, ¿por qué te has apoderado de la presa abandonada por los ladrones? ¿Por qué has introducido en tu casa una "ganancia", como piensas tú mismo, desgarrada y contaminada?". "Tal vez —añade— dices que la has comprado y por esto crees que evitas la acusación de avaricia. Pero de este modo lo que se compra no corresponde a lo que se vende. Comprar es algo bueno, pero en tiempo de paz, cuando se vende con libertad, y no cuando se vende lo que ha sido robado en un saqueo. (...) Así pues, el que compra para restituir se comporta como cristiano y como ciudadano" (Sermón 18, 3).

Sin hacerlo de modo muy notorio, san Máximo llegó a predicar una relación profunda entre los deberes del cristiano y los del ciudadano. Para él, vivir la vida cristiana significa también asumir los compromisos civiles; y, por el contrario, el cristiano que, "aun pudiendo vivir de su trabajo, arrebata la presa del otro con el furor de las fieras", o "acecha a su vecino, tratando de arañar cada día parte de sus confines, de adueñarse de sus productos", ni siquiera le parece semejante a la zorra que degüella las gallinas, sino al lobo que se lanza contra los cerdos (Sermón 41, 4).

Por lo que se refiere a la prudente actitud de defensa asumida por san Ambrosio para justificar su famosa iniciativa de rescatar a los prisioneros de guerra, se pueden ver con claridad los cambios históricos que se produjeron en la relación entre el Obispo y las instituciones ciudadanas. Contando ya con el apoyo de una legislación que pedía a los cristianos que contribuyeran al rescate de los prisioneros, san Máximo, al derrumbarse las autoridades civiles del Imperio romano, se sentía plenamente autorizado para ejercer en este sentido un auténtico poder de control sobre la ciudad. Este poder se haría después cada vez más amplio y eficaz, hasta llegar a suplir la ausencia de los magistrados y de las instituciones civiles. En este contexto, san Máximo no sólo se dedica a reavivar en los fieles al amor tradicional a la patria terrena, sino que proclama también el deber preciso de pagar los impuestos, aunque parezcan pesados y fastidiosos (cf. Sermón 26, 2).

En suma, el tono y el contenido de los Sermones implican una profunda conciencia de la responsabilidad política del Obispo en las circunstancias históricas específicas. Él es el "centinela" de la ciudad. ¿Quiénes son estos centinelas —se pregunta san Máximo en el Sermón 92— "sino los excelentísimos obispos que, situados por decirlo así en una roca elevada de sabiduría para la defensa de los pueblos, ven desde lejos los males que van a llegar?".

Y en el Sermón 89 el Obispo de Turín ilustra a los fieles sus tareas, sirviéndose de una comparación singular entre la función episcopal y la de las abejas: Los obispos —dice—, "como la abeja, observan la castidad del cuerpo, proporcionan el alimento de la vida celestial y utilizan el aguijón de la ley. Son puros para santificar, dulces para reconfortar, severos para castigar". Así describe san Máximo la tarea del obispo en su época.

En definitiva, el análisis histórico y literario demuestra una conciencia cada vez mayor de la responsabilidad política de la autoridad eclesiástica, en un contexto en el que de hecho estaba sustituyendo a la civil. En efecto, esta es la línea de desarrollo del ministerio del obispo en el noroeste de Italia, desde san Eusebio, que vivía "como monje" en su ciudad, Vercelli, hasta san Máximo de Turín, situado "como centinela" en la roca más elevada de la ciudad.

Es evidente que hoy el contexto histórico, cultural y social es muy diferente. El contexto actual es, más bien, el que describió mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, en la exhortación postsinodal Ecclesia in Europa, en la que hace un articulado análisis de los desafíos y de los signos de esperanza para la Iglesia en Europa hoy (cf. nn. 6-22). En todo caso, aunque han cambiado las circunstancias, siguen siendo válidas las obligaciones del creyente con respecto a su ciudad y su patria. En efecto, los compromisos del "ciudadano honrado" siguen entrelazados con los del "buen cristiano".

Como conclusión, quiero recordar lo que dice la constitución pastoral Gaudium et spes para aclarar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida del cristiano: la coherencia entre la fe y la conducta, entre el Evangelio y la cultura. El Concilio exhorta a los fieles "a que se afanen por cumplir fielmente sus deberes temporales, guiados por el espíritu del Evangelio. Se alejan de la verdad quienes, sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que pueden por ello descuidar sus deberes terrestres, sin comprender que ellos por su misma fe están más obligados a cumplirlos, cada uno según la vocación a la que ha sido llamado" (n. 43).

Siguiendo el magisterio de san Máximo y de otros muchos Padres, hagamos nuestro el deseo del Concilio: que los fieles tengan un deseo cada vez mayor de "ejercer todas sus actividades terrestres, uniendo en una síntesis vital los esfuerzos humanos, domésticos, profesionales, científicos o técnicos con los bienes religiosos, bajo cuya altísima dirección todo se coordina para la gloria de Dios" (ib.) y así para el bien de la humanidad.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a los grupos parroquiales; a la Hermandad de María Santísima en su Soledad, de Sevilla; a los peregrinos de Zaragoza y Menorca, así como a los venidos de México y otros países latinoamericanos. Acogiendo la exhortación de san Máximo de Turín, tratemos de afrontar nuestros deberes cívicos a la luz del Evangelio. Muchas gracias.

(En polaco)
Saludo a las Religiosas de la Resurrección y a todos los que han participado en la beatificación de la madre Celina Borzecka. Ella es para todos nosotros ejemplo del cumplimiento de los deberes diarios mediante la fe, la caridad y la sumisión a la voluntad divina. De corazón bendigo a la congregación de las Religiosas de la Resurrección y a todos vosotros, para que cumpláis el testamento espiritual de la nueva beata, que resumió con las siguientes palabras: "En Dios, para siempre, la prosperidad", "Sed santos".

(En italiano)
Por último, dirijo mi saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Las inminentes celebraciones de la solemnidad de Todos los Santos y de la conmemoración de los Fieles Difuntos, sean para cada uno ocasión propicia para elevar la mirada al cielo y contemplar las realidades futuras, últimas y definitivas que nos esperan.


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Miércoles 7 de noviembre de 2007

San Jerónimo (1)

Queridos hermanos y hermanas:
Hoy centraremos nuestra atención en san Jerónimo, un Padre de la Iglesia que puso la Biblia en el centro de su vida: la tradujo al latín, la comentó en sus obras, y sobre todo se esforzó por vivirla concretamente en su larga existencia terrena, a pesar del conocido carácter difícil y fogoso que le dio la naturaleza.

San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana (cf. Ep 22, 7), pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366, se orientó hacia la vida ascética y, al trasladarse a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi "un coro de bienaventurados" (Chron. ad ann. 374) reunido en torno al obispo Valeriano.

Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo (cf. Ep 14, 10), dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo (cf. Ep 125, 12), trascribió códices y obras patrísticas (cf. Ep 5, 2). La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.

Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil (cf. Ep 22, 7), y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana: un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa "visión" que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser "ciceroniano y no cristiano" (cf. Ep 22, 30).

En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.

Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.

Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes (cf. Contra Rufinum 3, 22; Ep 108, 6-14).

En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, "pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse" (Ep 108, 14). En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad: comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.

Su formación literaria y su amplia erudición permitieron a san Jerónimo revisar y traducir muchos textos bíblicos: un trabajo muy valioso para la Iglesia latina y para la cultura occidental. Basándose en los textos originales escritos en griego y en hebreo, comparándolos con versiones precedentes, revisó los cuatro evangelios en latín, luego los Salmos y gran parte del Antiguo Testamento.

Teniendo en cuenta el original hebreo, el griego de los Setenta —la clásica versión griega del Antiguo Testamento que se remonta a tiempos precedentes al cristianismo— y las precedentes versiones latinas, san Jerónimo, apoyado después por otros colaboradores, pudo ofrecer una traducción mejor: constituye la así llamada "Vulgata", el texto "oficial" de la Iglesia latina, que fue reconocido como tal en el concilio de Trento y que, después de la reciente revisión, sigue siendo el texto latino "oficial" de la Iglesia.

Es interesante comprobar los criterios a los que se atuvo el gran biblista en su obra de traductor. Los revela él mismo cuando afirma que respeta incluso el orden de las palabras de las sagradas Escrituras, pues en ellas, dice, "incluso el orden de las palabras es un misterio" (Ep 57, 5), es decir, una revelación. Además, reafirma la necesidad de recurrir a los textos originales: "Si surgiera una discusión entre los latinos sobre el Nuevo Testamento a causa de las lecturas discordantes de los manuscritos, debemos recurrir al original, es decir, al texto griego, en el que se escribió el Nuevo Testamento. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento, si hay divergencia entre los textos griegos y latinos, debemos recurrir al texto original, el hebreo; de este modo, todo lo que surge del manantial lo podemos encontrar en los riachuelos" (Ep 106, 2).

San Jerónimo, además, comentó también muchos textos bíblicos. Para él los comentarios deben ofrecer opiniones múltiples, "de manera que el lector sensato, después de leer las diferentes explicaciones y de conocer múltiples pareceres —que se pueden aceptar o rechazar— juzgue cuál es el más aceptable y, como un experto agente de cambio, rechace la moneda falsa" (Contra Rufinum 1, 16).

Confutó con energía y vigor a los herejes que no aceptaban la tradición y la fe de la Iglesia. Demostró también la importancia y la validez de la literatura cristiana, convertida en una auténtica cultura, ya entonces digna de confrontarse con la clásica: lo hizo con el tratado De viris illustribus, una obra en la que san Jerónimo presenta las biografías de más de un centenar de autores cristianos.

Escribió también biografías de monjes, ilustrando el ideal monástico, junto a otros itinerarios espirituales; además, tradujo varias obras de autores griegos. Por último, en su importante Epistolario, obra maestra de la literatura latina, san Jerónimo destaca por sus características de hombre culto, asceta y guía de las almas.

¿Qué podemos aprender nosotros de san Jerónimo? Me parece que sobre todo podemos aprender a amar la palabra de Dios en la sagrada Escritura. Dice san Jerónimo: "Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo". Por eso es importante que todo cristiano viva en contacto y en diálogo personal con la palabra de Dios, que se nos entrega en la sagrada Escritura. Este diálogo con ella debe tener siempre dos dimensiones: por una parte, debe ser un diálogo realmente personal, porque Dios habla con cada uno de nosotros a través de la sagrada Escritura y tiene un mensaje para cada uno.

No debemos leer la sagrada Escritura como una palabra del pasado, sino como palabra de Dios que se dirige también a nosotros, y tratar de entender lo que nos quiere decir el Señor. Pero, para no caer en el individualismo, debemos tener presente que la palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la verdad a lo largo de nuestro camino hacia Dios. Por tanto, aun siendo siempre una palabra personal, es también una palabra que construye a la comunidad, que construye a la Iglesia.

Así pues, debemos leerla en comunión con la Iglesia viva. El lugar privilegiado de la lectura y de la escucha de la palabra de Dios es la liturgia, en la que, celebrando la Palabra y haciendo presente en el sacramento el Cuerpo de Cristo, actualizamos la Palabra en nuestra vida y la hacemos presente entre nosotros.

No debemos olvidar nunca que la palabra de Dios trasciende los tiempos. Las opiniones humanas vienen y van. Lo que hoy es modernísimo, mañana será viejísimo. La palabra de Dios, por el contrario, es palabra de vida eterna, lleva en sí la eternidad, lo que vale para siempre. Por tanto, al llevar en nosotros la palabra de Dios, llevamos la vida eterna.

Concluyo con unas palabras que san Jerónimo dirigió a san Paulino de Nola. En ellas, el gran exegeta expresa precisamente esta realidad, es decir, que en la palabra de Dios recibimos la eternidad, la vida eterna. Dice san Jerónimo: "Tratemos de aprender en la tierra las verdades cuya consistencia permanecerá también en el cielo" (Ep 53, 10).

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, especialmente a las religiosas que participan en un curso para formadoras en el instituto "Claretianum"; a los sacerdotes de Valencia, así como a los peregrinos de México y de otros países latinoamericanos. Dejémonos guiar por este sabio maestro del espíritu, tratando de aprender en la tierra las verdades que perdurarán en el cielo. ¡Muchas gracias!

(En portugués)
Con fraterna amistad saludo a los obispos de Portugal aquí presentes en visita "ad limina Apostolorum"... Comparto la tristeza que tenéis en el alma por el accidente automovilístico de anteayer, con numerosas víctimas y decenas de heridos; el brazo fuerte del Padre celestial guarde y consuele a todos. A las familias afligidas por esta tragedia y a cuantos trabajan por remediar sus consecuencias, llevad la certeza de mi especial solidaridad orante. A todos ellos, a vosotros y a los demás peregrinos aquí presentes de lengua portuguesa, en especial al grupo que ha venido de Brasil, imparto mi bendición.

(En polaco)
San Jerónimo, ilustre doctor de la Iglesia, nos ha dado un gran ejemplo de amor a la sagrada Escritura, que es la palabra de Dios. A vosotros y a vuestros seres queridos deseo que la lectura diaria de la Biblia os ayude a conocer cada vez mejor la voluntad de Dios y a amar a Cristo.

(En lengua checa)
En los días pasados hemos celebrado la solemnidad de Todos los Santos que nos han precedido en la gloria celeste. Que su ejemplo nos impulse a una vida de auténtico testimonio del Evangelio.

(A los peregrinos eslovacos)
En los próximos días celebraremos la dedicación de la basílica romana de San Juan de Letrán. Que la visita a esta catedral del Obispo de Roma haga más profundo vuestro amor al Sucesor de san Pedro.

(En italiano)
Mi pensamiento se dirige, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, proyectad vuestro futuro en fidelidad al Evangelio, dejándoos guiar por la enseñanza de Jesús. Vosotros, queridos enfermos, ofreced vuestro sufrimiento al Señor, para que también gracias a vuestra participación en sus padecimientos pueda realizar su acción salvífica en el mundo. Y vosotros, queridos recién casados, guiados por una fe viva, tratad de formar comunidades familiares animadas por intenso fervor evangélico.


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Miércoles 14 de noviembre de 2007

San Jerónimo (2)

Queridos hermanos y hermanas:

Continuamos hoy la presentación de la figura de san Jerónimo. Como dijimos el miércoles pasado, dedicó su vida al estudio de la Biblia, hasta el punto de que mi predecesor el Papa Benedicto XV lo reconoció como "doctor eminente en la interpretación de las sagradas Escrituras". San Jerónimo subrayaba la alegría y la importancia de familiarizarse con los textos bíblicos: "¿No te parece que, ya aquí, en la tierra, estamos en el reino de los cielos cuando vivimos entre estos textos, cuando meditamos en ellos, cuando no conocemos ni buscamos nada más?" (Ep. 53, 10).

En realidad, dialogar con Dios, con su Palabra, es en cierto sentido presencia del cielo, es decir, presencia de Dios. Acercarse a los textos bíblicos, sobre todo al Nuevo Testamento, es esencial para el creyente, pues "ignorar la Escritura es ignorar a Cristo". Es suya esta famosa frase, citada por el concilio Vaticano II en la constitución Dei Verbum (n. 25).

Verdaderamente "enamorado" de la Palabra de Dios, se preguntaba: "¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer a Cristo mismo, que es la vida de los creyentes?" (Ep. 30, 7). Así, la Biblia, instrumento "con el que cada día Dios habla a los fieles" (Ep. 133, 13), se convierte en estímulo y manantial de la vida cristiana para todas las situaciones y para todas las personas.

Leer la Escritura es conversar con Dios: "Si oras —escribe a una joven noble de Roma— hablas con el Esposo; si lees, es él quien te habla" (Ep. 22, 25). El estudio y la meditación de la Escritura hacen sabio y sereno al hombre (cf. In Eph., prólogo). Ciertamente, para penetrar de una manera cada vez más profunda en la palabra de Dios hace falta una aplicación constante y progresiva. Por eso, san Jerónimo recomendaba al sacerdote Nepociano: "Lee con mucha frecuencia las divinas Escrituras; más aún, que el Libro santo no se caiga nunca de tus manos. Aprende en él lo que tienes que enseñar" (Ep. 52, 7).

A la matrona romana Leta le daba estos consejos para la educación cristiana de su hija: "Asegúrate de que estudie todos los días algún pasaje de la Escritura. (...) Que acompañe la oración con la lectura, y la lectura con la oración. (...) Que ame los Libros divinos en vez de las joyas y los vestidos de seda" (Ep. 107, 9.12). Con la meditación y la ciencia de las Escrituras se "mantiene el equilibrio del alma" (Ad Eph., prólogo). Sólo un profundo espíritu de oración y la ayuda del Espíritu Santo pueden introducirnos en la comprensión de la Biblia: "Al interpretar la sagrada Escritura siempre necesitamos la ayuda del Espíritu Santo" (In Mich. 1, 1, 10, 15).

Así pues, san Jerónimo, durante toda su vida, se caracterizó por un amor apasionado a las Escrituras, un amor que siempre trató de suscitar en los fieles. A una de sus hijas espirituales le recomendaba: "Ama la sagrada Escritura, y la sabiduría te amará; ámala tiernamente, y te custodiará; hónrala y recibirás sus caricias. Que sea para ti como tus collares y tus pendientes" (Ep. 130, 20). Y añadía: "Ama la ciencia de la Escritura, y no amarás los vicios de la carne" (Ep. 125, 11).

Para san Jerónimo, un criterio metodológico fundamental en la interpretación de las Escrituras era la sintonía con el magisterio de la Iglesia. Nunca podemos leer nosotros solos la Escritura. Encontramos demasiadas puertas cerradas y caemos fácilmente en el error. La Biblia fue escrita por el pueblo de Dios y para el pueblo de Dios, bajo la inspiración del Espíritu Santo. Sólo en esta comunión con el pueblo de Dios podemos entrar realmente con el "nosotros" en el núcleo de la verdad que Dios mismo nos quiere comunicar. Para él una auténtica interpretación de la Biblia tenía que estar siempre en armonía con la fe de la Iglesia católica.

No se trata de una exigencia impuesta a este Libro desde el exterior; el Libro es precisamente la voz del pueblo de Dios que peregrina y sólo en la fe de este pueblo podemos estar, por así decir, en el tono adecuado para comprender la sagrada Escritura. Por eso, san Jerónimo exhortaba: "Permanece firmemente adherido a la doctrina de la tradición que te ha sido enseñada, para que puedas exhortar según la sana doctrina y refutar a quienes la contradicen" (Ep. 52, 7). En particular, dado que Jesucristo fundó su Iglesia sobre Pedro, todo cristiano —concluía— debe estar en comunión "con la Cátedra de san Pedro. Yo sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia" (Ep. 15, 2). Por tanto, abiertamente declaraba: "Yo estoy con quien esté unido a la Cátedra de san Pedro" (Ep. 16).

San Jerónimo, obviamente, no descuida el aspecto ético. Más aún, con frecuencia reafirma el deber de hacer que la vida concuerde con la Palabra divina, y sólo viviéndola encontramos también la capacidad de comprenderla. Esta coherencia es indispensable para todo cristiano y particularmente para el predicador, a fin de que no lo pongan en aprieto sus acciones, cuando contradicen el contenido de sus palabras.

Así exhorta al sacerdote Nepociano: "Que tus acciones no desmientan tus palabras, para que no suceda que, cuando prediques en la Iglesia, alguien en su interior comente: "¿por qué entonces tú no actúas así?" ¡Qué curioso maestro el que, con el estómago lleno, diserta sobre el ayuno! Incluso un ladrón puede criticar la avaricia; pero en el sacerdote de Cristo la mente y la palabra deben ir de acuerdo" (Ep. 52, 7).

En otra carta, san Jerónimo reafirma: "La persona que se siente condenada por su propia conciencia, aunque tenga una espléndida doctrina, debería avergonzarse" (Ep. 127, 4). También con respecto a la coherencia, observa: el Evangelio debe traducirse en actitudes de auténtica caridad, pues en todo ser humano está presente la Persona misma de Cristo. Por ejemplo, dirigiéndose al presbítero Paulino —que después llegó a ser obispo de Nola y santo—, san Jerónimo le da este consejo: "El verdadero templo de Cristo es el alma del fiel: adorna este santuario, embellécelo, deposita en él tus ofrendas y recibe a Cristo. ¿Qué sentido tiene decorar las paredes con piedras preciosas, si Cristo muere de hambre en la persona de un pobre?" (Ep. 58, 7).

San Jerónimo concreta: es necesario "vestir a Cristo en los pobres, visitarlo en los que sufren, darle de comer en los hambrientos, acogerlo en los que no tienen una casa" (Ep. 130, 14). El amor a Cristo, alimentado con el estudio y la meditación, nos permite superar todas las dificultades: "Si amamos a Jesucristo y buscamos siempre la unión con él, nos parecerá fácil incluso lo que es difícil" (Ep. 22, 40).

San Jerónimo, definido por Próspero de Aquitania, "modelo de conducta y maestro del género humano" (Carmen de ingratis, 57), nos ha dejado también una enseñanza rica y variada sobre el ascetismo cristiano. Recuerda que un compromiso valiente por la perfección requiere vigilancia constante, frecuentes mortificaciones, aunque con moderación y prudencia, trabajo intelectual o manual asiduo para evitar el ocio (cf. Epp. 125, 11 y 130, 15), y sobre todo obediencia a Dios: "No hay nada que agrade tanto a Dios como la obediencia (...), que es la más excelsa de las virtudes" (Hom. de oboedientia: CCL 78, 552).

En el camino ascético pueden entrar también las peregrinaciones. En particular, san Jerónimo impulsó las peregrinaciones a Tierra Santa, donde los peregrinos eran acogidos y alojados en edificios surgidos junto al monasterio de Belén, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, hija espiritual de san Jerónimo (cf. Ep. 108, 14).

No hay que olvidar, por último, la contribución ofrecida por san Jerónimo a la pedagogía cristiana (cf. Epp. 107 y 128). Se propone formar "un alma que tiene que convertirse en templo del Señor" (Ep. 107, 4), una "joya preciosísima" a los ojos de Dios (Ep. 107, 13). Con profunda intuición aconseja preservarla del mal y de las ocasiones de pecado, evitar las amistades equívocas o que disipan (cf. Ep. 107, 4 y 8-9; también Ep. 128, 3-4). Sobre todo exhorta a los padres a crear un ambiente de serenidad y alegría entre sus hijos, a estimularlos en el estudio y en el trabajo, también con la alabanza y la emulación (cf. Epp. 107, 4 y 128, 1), a animarlos a superar las dificultades, favoreciendo en ellos las buenas costumbres y preservándolos de las malas porque —dice, citando una frase de Publilio Siro que había escuchado en la escuela— "a duras penas lograrás corregirte de las cosas a las que te vas acostumbrando tranquilamente" (Ep. 107, 8).

Los padres son los principales educadores de sus hijos, sus primeros maestros de vida. Con mucha claridad, san Jerónimo, dirigiéndose a la madre de una muchacha y luego al padre, advierte, como expresando una exigencia fundamental de toda criatura humana que se asoma a la existencia: "Que encuentre en ti a su maestra, y que en su inexperta niñez te mire a ti con admiración. Que nunca vea en ti ni en su padre actitudes que la lleven al pecado por imitación. Recordad que (...) podéis educarla más con el ejemplo que con la palabra" (Ep. 107, 9).

Entre las principales intuiciones de san Jerónimo como pedagogo hay que subrayar la importancia que atribuye a una educación sana e integral desde la primera infancia, la peculiar responsabilidad que reconoce a los padres, la urgencia de una seria formación moral y religiosa, y la exigencia del estudio para lograr una formación humana más completa.

Además, un aspecto bastante descuidado en los tiempos antiguos, pero que san Jerónimo considera vital, es la promoción de la mujer, a la que reconoce el derecho a una formación completa: humana, académica, religiosa y profesional.

Y precisamente hoy vemos cómo la educación de la personalidad en su integridad, la educación en la responsabilidad ante Dios y ante los hombres, es la auténtica condición de todo progreso, de toda paz, de toda reconciliación y de toda exclusión de la violencia. Educación ante Dios y ante los hombres: es la sagrada Escritura la que nos ofrece la guía de la educación y, por tanto, del auténtico humanismo.

No podemos concluir estas rápidas observaciones sobre este gran Padre de la Iglesia sin mencionar la eficaz contribución que dio a la salvaguarda de los elementos positivos y válidos de las antiguas culturas judía, griega y romana en la naciente civilización cristiana. San Jerónimo reconoció y asimiló los valores artísticos, la riqueza de los sentimientos y la armonía de las imágenes presentes en los clásicos, que educan el corazón y la fantasía despertando sentimientos nobles.

Sobre todo, puso en el centro de su vida y de su actividad la palabra de Dios, que indica al hombre las sendas de la vida, y le revela los secretos de la santidad. Por todo esto no podemos menos de sentirnos profundamente agradecidos a san Jerónimo, precisamente en nuestro tiempo.

Saludos

Saludo a los peregrinos españoles, especialmente a los del arciprestazgo de Abegondo, de Santiago de Compostela; a los de la parroquia de Serantes, de Ferrol, y a los miembros de la Hermandad de Santa Marta, de Madrid. También a los estudiantes chilenos de Santiago, a los venezolanos de Maracaibo, a los mexicanos y de otros países latinoamericanos. Agradeciendo al Señor la vida de san Jerónimo, seguid sus enseñanzas y poned la palabra de Dios en el centro de vuestra vida y actividades. Ella os guía a la santidad. ¡Gracias!

(En francés)
Saludo en particular a los peregrinos de Francia que han venido con las reliquias de santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, acompañados por mons. Pican, obispo de Bayeux y Lisieux. Recordamos que hace ciento veinte años Teresita vino a encontrarse con el Papa León XIII para pedirle permiso de entrar en el Carmelo a pesar de no tener aún la edad. Hace ochenta años el Papa Pío XI la proclamó patrona de las misiones y, en 1997, el Papa Juan Pablo II la declaró doctora de la Iglesia. Después de esta audiencia tendré la alegría de orar ante sus reliquias, como pueden hacer numerosos fieles durante toda la semana en diferentes iglesias de Roma. Santa Teresa habría querido aprender las lenguas bíblicas para leer mejor la Escritura. Al igual que ella, y siguiendo el ejemplo de san Jerónimo, sacad tiempo para leer con regularidad la Biblia. Si os familiarizáis con la palabra de Dios, en ella os encontraréis con Cristo para vivir en intimidad con él.

(A los peregrinos polacos)
San Jerónimo se dedicó totalmente a la meditación de la sagrada Escritura, que revela el misterio de Dios, indica las sendas auténticas de la vida y de la santidad, y lleva a la salvación. Que su ejemplo nos estimule a acudir con frecuencia a la palabra de Dios.

(En italiano)
Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Mañana celebraremos la fiesta del obispo san Alberto Magno, apóstol de la paz entre las poblaciones de su tiempo. Que su ejemplo os estimule a vosotros, queridos jóvenes, especialmente a vosotros, queridos alumnos del Colegio Mundo unido del Adriático, y a vosotros, alumnos de la Facultad de filosofía de la Universidad salesiana pontificia, a ser artífices de reconciliación y justicia. Que para vosotros, queridos enfermos, sea aliento a confiar en el Señor, que no nos abandona nunca en los momentos de prueba. Y que para vosotros, queridos recién casados, sea un impulso a encontrar en el Evangelio la alegría de acoger y servir generosamente a la vida, don inconmensurable de Dios.


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Miércoles 21 de noviembre de 2007

Afraates el sabio persa

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro recorrido por el mundo de los Padres de la Iglesia, hoy quiero guiaros hacia una parte poco conocida de este universo de la fe, es decir, a los territorios en los que florecieron las Iglesias de lengua semítica, sobre las que todavía no había influido el pensamiento griego. Esas Iglesias se desarrollaron a lo largo del siglo IV en Oriente Próximo, desde Tierra Santa hasta el Líbano y Mesopotamia.

Durante ese siglo, que fue un período de formación a nivel eclesial y literario, en dichas comunidades se manifestó el fenómeno ascético-monástico con características autóctonas, que no experimentaron la influencia del monaquismo egipcio. Por tanto, las comunidades siríacas del siglo IV representan al mundo semítico, del que salió la Biblia misma, y son expresión de un cristianismo cuya formulación teológica aún no había entrado en contacto con corrientes culturales diversas, sino que vivía de formas de pensamiento propias. Son Iglesias en las que el ascetismo bajo varias formas eremíticas (eremitas en el desierto, en las cuevas, recluidos y estilitas) y el monaquismo bajo formas de vida comunitaria desempeñan un papel de vital importancia en el desarrollo del pensamiento teológico y espiritual.

Quiero presentar este mundo a través de la gran figura de Afraates, conocido también con el sobrenombre de "sabio", uno de los personajes más importantes y, al mismo tiempo, más enigmáticos del cristianismo siríaco del siglo IV.

Originario de la región de Nínive-Mosul, hoy en Irak, vivió en la primera mitad del siglo IV. Tenemos pocas noticias sobre su vida; en cualquier caso, mantuvo relaciones estrechas con los ambientes ascético-monásticos de la Iglesia siríaca, acerca de la cual nos transmitió algunas noticias en su obra y a la cual dedicó parte de su reflexión. Según algunas fuentes, dirigió incluso un monasterio y, por último, fue consagrado obispo. Escribió veintitrés discursos conocidos con el nombre de Exposiciones o Demostraciones, en los que trató diversos temas de vida cristiana, como la fe, el amor, el ayuno, la humildad, la oración, la misma vida ascética, y también la relación entre judaísmo y cristianismo, entre Antiguo y Nuevo Testamento. Escribió con un estilo sencillo, con frases breves y con paralelismos a veces contrastantes; sin embargo, logró hacer una reflexión coherente, con un desarrollo bien articulado de los diversos temas que trató.

Afraates era originario de una comunidad eclesial que se encontraba en la frontera entre el judaísmo y el cristianismo. Era una comunidad muy unida a la Iglesia madre de Jerusalén, y sus obispos eran elegidos tradicionalmente de entre los así llamados "familiares" de Santiago, el "hermano del Señor" (cf. Mc 6, 3), es decir, eran personas unidas con vínculos de sangre y de fe a la Iglesia jerosolimitana.

La lengua de Afraates era el siríaco; por tanto, una lengua semítica como el hebreo del Antiguo Testamento y el arameo, hablado por Jesús mismo. La comunidad eclesial en la que vivió Afraates era una comunidad que trataba de permanecer fiel a la tradición judeocristiana, de la que se sentía hija. Por eso, mantenía una relación estrecha con el mundo judío y con sus libros sagrados. Afraates, significativamente, se definía a sí mismo "discípulo de la sagrada Escritura" del Antiguo y del Nuevo Testamento (Exposición 22, 26), que consideraba su única fuente de inspiración, recurriendo a ella tan a menudo que la convierte en el centro de su reflexión.

Los temas que Afraates desarrolla en sus Exposiciones son muy variados. Fiel a la tradición siríaca, presenta a menudo la salvación realizada por Cristo como una curación y, por consiguiente, presenta a Cristo mismo como médico. En cambio, considera el pecado como una herida, que sólo la penitencia puede sanar: "Un hombre que ha sido herido en la batalla —decía Afraates— no se avergüenza de ponerse en manos de un médico sabio (...); del mismo modo, quien ha sido herido por Satanás no debe avergonzarse de reconocer su culpa y alejarse de ella, pidiendo la medicina de la penitencia" (Exposición 7, 3).

Otro aspecto importante en la obra de Afraates es su enseñanza sobre la oración y, en especial, sobre Cristo como maestro de oración. El cristiano ora siguiendo la enseñanza de Jesús y su ejemplo orante: "Así, nuestro Salvador ha enseñado a orar, diciendo: "Ora en lo secreto a Aquel que está en lo secreto, pero ve todo"; y también: "Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Entra en tu aposento y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará" (Mt 6, 6) (...). Lo que quiere mostrar nuestro Salvador es que Dios conoce los deseos y los pensamientos del corazón" (Exposición 4, 10).

Para Afraates, la vida cristiana se centra en la imitación de Cristo, en tomar su yugo y seguirlo por el camino del Evangelio. Una de las virtudes más convenientes para el discípulo de Cristo es la humildad. No es un aspecto secundario en la vida espiritual del cristiano: la naturaleza del hombre es humilde, y es Dios quien la eleva a su misma gloria. La humildad —observa Afraates— no es un valor negativo: "Aunque la raíz del hombre está plantada en la tierra, sus frutos suben hasta el Señor de la grandeza" (Exposición 9, 14). Si es humilde, el cristiano, incluso en la realidad terrena en la que vive, puede entrar en relación con el Señor: "El humilde es humilde, pero su corazón se eleva a alturas excelsas. Los ojos de su rostro observan la tierra; y los ojos de su mente, la altura excelsa" (Exposición 9, 2).

La visión que tiene Afraates del hombre y de su realidad corporal es muy positiva: el cuerpo humano, siguiendo el ejemplo de Cristo humilde, está llamado a la belleza, a la alegría y a la luz: "Dios se acerca al hombre que ama, y es justo amar la humildad y permanecer en la condición de humildad. Los humildes son sencillos, pacientes, amados, íntegros, rectos, expertos en el bien, prudentes, serenos, sabios, tranquilos, pacíficos, misericordiosos, dispuestos a convertirse, benévolos, profundos, ponderados, agradables y deseables" (Exposición 9, 14).

En Afraates la vida cristiana se presenta a menudo con una clara dimensión ascética y espiritual: la fe es su base, su fundamento, pues transforma al hombre en un templo donde habita Cristo mismo. Así pues, la fe hace posible una caridad sincera, que se manifiesta en el amor a Dios y al prójimo.

Otro aspecto importante en Afraates es el ayuno, que interpretaba en sentido amplio. Hablaba del ayuno del alimento como una práctica necesaria para ser caritativo y virgen, del ayuno constituido por la continencia con vistas a la santidad, del ayuno de las palabras vanas o detestables, del ayuno de la cólera, del ayuno de la propiedad de los bienes con vistas al ministerio, y del ayuno del sueño para dedicarse a la oración.

Queridos hermanos y hermanas, para concluir, volvamos una vez más a la enseñanza de Afraates sobre la oración. Según este antiguo "sabio", la oración se realiza cuando Cristo habita en el corazón del cristiano, y lo invita a un compromiso coherente de caridad con el prójimo. En efecto, escribe: "Consuela a los afligidos; visita a los enfermos; sé solícito con los pobres: esta es la oración. La oración es buena, y sus obras son hermosas. La oración es aceptada cuando consuela al prójimo. La oración es escuchada cuando en ella se encuentra también el perdón de las ofensas. La oración es fuerte cuando está llena de la fuerza de Dios" (Exposición 4, 14-16).

Con estas palabras, Afraates nos invita a una oración que se convierte en vida cristiana, en vida realizada, en vida impregnada de fe, de apertura a Dios y, así, de amor al prójimo.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, al grupo promotor del programa "Vida sin droga", de Colombia, acompañado por los señores embajadores de ese país. Es de esperar que esta y otras iniciativas similares se propaguen y ayuden a construir un mundo mejor. Saludo también a la delegación de la Escuela de policía de Chile, —¡Bienvenidos!—, así como a los demás peregrinos de México y España. A todos recuerdo una máxima del sabio Afraates: "La oración es escuchada cuando ofrece alivio al prójimo". Gracias por vuestra visita.

(A los peregrinos polacos)
En la liturgia de hoy recordamos la Presentación de la santísima Virgen María. Ella supo realizar de modo perfecto la voluntad del Padre celestial. Que María nos ayude a insertar en nuestra vida el plan divino de la salvación.

(A los peregrinos procedentes de la República Checa)
Hermanos y hermanas, este año celebramos el octavo centenario del nacimiento de santa Isabel de Hungría, originaria de Bratislava. Que esta extraordinaria testigo de amor a los pobres suscite en vosotros un renovado compromiso en las obras de misericordia.

(En lengua croata)
La fe, que convierte al hombre en templo donde habita Cristo mismo, os lleve a seguirlo con humildad y sencillez.

(En italiano)
Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El domingo próximo, último del tiempo ordinario, celebraremos la solemnidad de Cristo, Rey del universo. Queridos jóvenes, poned a Jesús en el centro de vuestra vida. Cristo, que hizo de la cruz un trono real, os enseñe a vosotros, queridos enfermos, a comprender el valor redentor del sufrimiento vivido en unión con él. A vosotros, queridos recién casados, os invito a poner a Jesús en el centro de vuestra vida matrimonial.

Llamamiento en favor de la población de Somalia

Llegan dolorosas noticias sobre la precaria situación humanitaria de Somalia, especialmente en Mogadiscio, cada vez más afectada por la inseguridad social y por la pobreza. Sigo con preocupación el desarrollo de los acontecimientos y hago un llamamiento a cuantos tienen responsabilidades políticas, tanto a nivel local como internacional, para que se encuentren soluciones pacíficas y se proporcione alivio a esa querida población. Asimismo, aliento los esfuerzos de quienes, a pesar de la inseguridad y las incomodidades, permanecen en esa región para llevar ayuda y alivio a sus habitantes.


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Miércoles 28 de noviembre de 2007

San Efrén el sirio

Queridos hermanos y hermanas:

Según una opinión común hoy, el cristianismo sería una religión europea, que habría exportado la cultura de este continente a otros países. Pero la realidad es mucho más compleja, pues la raíz de la religión cristiana se encuentra en el Antiguo Testamento y, por tanto, en Jerusalén y en el mundo semítico. El cristianismo se alimenta siempre de esta raíz del Antiguo Testamento. Su expansión en los primeros siglos se produjo tanto hacia occidente —hacia el mundo greco-latino, donde después inspiró la cultura europea— como hacia oriente, hasta Persia y hasta la India, contribuyendo así a suscitar una cultura específica, en lenguas semíticas, con una identidad propia.

Para mostrar esta diversidad cultural de la única fe cristiana de los inicios, en la catequesis del miércoles pasado hablé de un representante de este otro cristianismo, Afraates el sabio persa, casi desconocido para nosotros. En esta misma línea quisiera hablar hoy de san Efrén el sirio, nacido en Nisibi en torno al año 306 en el seno de una familia cristiana.

Fue el representante más importante del cristianismo de lengua siríaca y logró conciliar de modo único la vocación de teólogo con la de poeta. Se formó y creció junto a Santiago, obispo de Nisibi (303-338), y juntamente con él fundó la escuela teológica de su ciudad. Ordenado diácono, vivió intensamente la vida de la comunidad local cristiana hasta el año 363, cuando Nisibi cayó en manos de los persas. Entonces san Efrén emigró a Edesa, donde prosiguió su actividad de predicador. Murió en esta ciudad en el año 373, al quedar contagiado mientras atendía a los enfermos de peste.
No se sabe a ciencia cierta si era monje, pero en todo caso es seguro que fue diácono durante toda su vida, abrazando la virginidad y la pobreza. Así, en la especificidad de su expresión cultural se puede apreciar la identidad cristiana común y fundamental: la fe, la esperanza —una esperanza que permite vivir pobre y casto en este mundo, poniendo toda expectativa en el Señor— y por último la caridad, hasta la entrega de sí mismo para atender a los enfermos de peste.

San Efrén nos ha dejando una gran herencia teológica: su notable producción puede reagruparse en cuatro categorías: obras escritas en prosa ordinaria (sus obras polémicas o bien los comentarios bíblicos); obras en prosa poética; homilías en verso; y, por último, los himnos, sin duda la obra más amplia de san Efrén. Es un autor rico e interesante en muchos aspectos, pero sobre todo desde el punto de vista teológico.

Lo específico de su trabajo consiste en que unió teología y poesía. Al acercarnos a su doctrina, desde el inicio debemos poner de relieve que hace teología de forma poética. La poesía le permite profundizar en la reflexión teológica a través de paradojas e imágenes. Al mismo tiempo, su teología se convierte en liturgia, en música: de hecho, era un gran compositor, un músico. Teología, reflexión sobre la fe, poesía, canto y alabanza a Dios están unidos; y precisamente por este carácter litúrgico aparece con nitidez en la teología de san Efrén la verdad divina. En su búsqueda de Dios, al hacer teología, sigue el camino de la paradoja y del símbolo. Privilegia sobre todo las imágenes contrapuestas, pues le sirven para subrayar el misterio de Dios.

Ahora no puedo referir muchas cosas de él, en parte porque la poesía es difícil de traducir; pero, para dar al menos una idea de su teología poética, quisiera citar partes de dos himnos. Ante todo, también con vistas al Adviento, ya próximo, os propongo unas espléndidas imágenes tomadas de los himnos "Sobre el nacimiento de Cristo". Ante la Virgen, con gran inspiración, san Efrén manifiesta su admiración:

«El Señor vino a ella
para hacerse siervo.
El Verbo vino a ella
para callar en su seno.
El rayo vino a ella
para no hacer ruido.
El pastor vino a ella,
y nació el Cordero,
que llora dulcemente.
El seno de María
ha trastocado los papeles:
El que creó todas las cosas
las posee, pero en la pobreza.
El Altísimo vino a ella (María),
pero entró humildemente.
El esplendor vino a ella,
pero con vestido de humildad.
El que lo da todo
experimentó el hambre.
El que da de beber a todos
sufrió la sed.
El que todo lo reviste (de belleza)
salió desnudo de ella»
(Himno De Nativitate 11, 6-8).

Para expresar el misterio de Cristo, san Efrén utiliza una gran variedad de temas, de expresiones, de imágenes. En uno de sus himnos, de forma eficaz, relaciona a Adán (en el paraíso) con Cristo (en la Eucaristía).

«Con la espada del querubín
se cerró el camino
del árbol de la vida.
Pero para los pueblos,
el Señor de este árbol
se ha entregado
él mismo como alimento,
como oblación (eucarística).
Los árboles del Edén
fueron dados
al primer Adán
para su alimento.
Por nosotros el jardinero
del Jardín, en persona,
se hizo alimento
para nuestras almas.
De hecho, todos salimos
del Paraíso junto con Adán,
que lo dejó a sus espaldas.
Ahora que abajo (en la cruz)
ha sido retirada la espada,
por la lanza podemos regresar»
(Himno 49, 9-11).

Para hablar de la Eucaristía, san Efrén utiliza dos imágenes: las brasas o el carbón ardiente, y la perla. El tema de las brasas está tomado del profeta Isaías (cf. Is 6, 6). Es la imagen del serafín, que toma las brasas con las tenazas y roza simplemente los labios del profeta para purificarlos; el cristiano, por el contrario, toca y consume las Brasas, es decir, a Cristo mismo:

«En tu pan se esconde el Espíritu,
que no puede ser consumido;
en tu vino está el fuego,
que no se puede beber.
El Espíritu en tu pan,
el fuego en tu vino:
he aquí la maravilla
que acogen nuestros labios.
El serafín no podía
acercar sus dedos a las brasas,
que sólo pudieron rozar
los labios de Isaías;
ni los dedos las tocaron,
ni los labios las ingirieron;
pero a nosotros
el Señor nos ha concedido
ambas cosas.
El fuego descendió
con ira para destruir a los pecadores,
pero el fuego de la gracia desciende
sobre el pan y en él permanece.
En vez del fuego
que destruyó al hombre,
hemos comido el fuego en el pan
y hemos sido salvados»
(Himno De Fide 10, 8-10).

He aquí un último ejemplo de los himnos de san Efrén, donde habla de la perla como símbolo de la riqueza y de la belleza de la fe:

«La puse (la perla),
hermanos míos,
en la palma de mi mano
a fin de contemplarla.
La observé por todos los lados:
tenía el mismo aspecto
por todas partes.
Así es la búsqueda
del Hijo, inescrutable,
pues toda ella es luz.
En su limpidez vi al Límpido,
al que no se opaca;
en su pureza,
vi un gran símbolo:
el cuerpo de nuestro Señor,
inmaculado.
En su indivisibilidad vi la Verdad,
que es indivisible»
(Himno Sobre la Perla 1, 2-3).

La figura de san Efrén sigue siendo plenamente actual para la vida de las diversas Iglesias cristianas. Lo descubrimos en primer lugar como teólogo, que, a partir de la sagrada Escritura, reflexiona poéticamente en el misterio de la redención del hombre realizada por Cristo, Verbo de Dios encarnado. Hace una reflexión teológica expresada con imágenes y símbolos tomados de la naturaleza, de la vida cotidiana y de la Biblia. San Efrén confiere a la poesía y a los himnos para la Liturgia un carácter didáctico y catequético; se trata de himnos teológicos y, al mismo tiempo, aptos para ser recitados o para el canto litúrgico. San Efrén se sirve de estos himnos para difundir la doctrina de la Iglesia con ocasión de las fiestas litúrgicas. Con el paso del tiempo se han convertido en un instrumento catequético sumamente eficaz para la comunidad cristiana.

Es importante la reflexión de san Efrén sobre el tema de Dios creador: en la creación no hay nada aislado, y el mundo, al igual que la sagrada Escritura, es una Biblia de Dios. Al utilizar de modo erróneo su libertad, el hombre trastoca el orden del cosmos. Para san Efrén es importante el papel de la mujer. Siempre habla de ella con sensibilidad y respeto: la habitación de Jesús en el seno de María elevó al máximo la dignidad de la mujer. Para san Efrén, como no hay Redención sin Jesús, tampoco hay Encarnación sin María. Las dimensiones divina y humana del misterio de nuestra redención se encuentran en los escritos de san Efrén; de manera poética y con imágenes tomadas fundamentalmente de las Escrituras, anticipa el fondo teológico y en cierto sentido el mismo lenguaje de las grandes definiciones cristológicas de los Concilios del siglo V.

San Efrén, honrado por la tradición cristiana con el título de "cítara del Espíritu Santo", fue diácono de su Iglesia durante toda la vida. Fue una opción decisiva y emblemática: fue diácono, es decir, servidor, tanto en el ministerio litúrgico, como, de modo más radical, en el amor a Cristo, cantado por él de manera inigualable, y, por último, en la caridad con los hermanos, a quienes introdujo con maestría excepcional en el conocimiento de la Revelación divina.

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los distintos grupos venidos de Argentina, España, México y de otros países latinoamericanos. Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de san Efrén, os invito a dejaros guiar en vuestras vidas por el amor de Cristo, para servir a Dios y a los hermanos con generosa y alegre dedicación. Muchas gracias.

(En italiano)
El 1 de diciembre próximo se celebrará la Jornada mundial contra el sida. Me siento espiritualmente cercano a cuantos sufren a causa de esta terrible enfermedad, así como a sus familias, en especial a las afectadas por la pérdida de un pariente. A todos aseguro mi oración. Deseo también exhortar a todas las personas de buena voluntad a multiplicar los esfuerzos para detener la difusión del virus HIV, a contrarrestar el desprecio que hiere a menudo a cuantos están afectados por él, y a cuidar a los enfermos, especialmente cuando son todavía niños.

Queridos amigos, deseo que la visita a los lugares sagrados os confirme en la adhesión a Cristo y alimente la caridad en vuestras familias y en vuestras comunidades. Saludo a los encargados de la difusión de L'Osservatore Romano en el mundo, acompañados por el director responsable, profesor Giovanni Maria Vian, y por el director general, don Elio Torrigiani. Queridos amigos, os doy las gracias por vuestro empeño en promover las enseñanzas del Papa en todo el mundo y os acompaño con un recuerdo especial en la oración, para que el Señor os colme de copiosos dones espirituales.

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el apóstol san Andrés, cuya fiesta se celebrará en los próximos días, sea para vosotros, queridos jóvenes, un modelo de fiel y valiente testimonio cristiano. Que san Andrés interceda por vosotros, queridos enfermos, a fin de que la consolación divina prometida por Jesús a los afligidos llene vuestro corazón y os fortifique en la fe. Y vosotros, queridos recién casados, esforzaos por corresponder siempre al proyecto de amor del que Cristo os ha hecho partícipes con el sacramento del matrimonio.


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Miércoles 5 de diciembre de 2007

San Cromacio de Aquileya

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas dos catequesis hicimos una excursión por las Iglesias de Oriente de lengua semítica, meditando sobre Afraates el persa y san Efrén el sirio; hoy volvemos al mundo latino, al norte del Imperio romano, con san Cromacio de Aquileya. Este obispo desempeñó su ministerio en la antigua Iglesia de Aquileya, ferviente centro de vida cristiana situado en la décima región del Imperio romano, Venetia et Histria.

En el año 388, cuando san Cromacio subió a la cátedra episcopal de la ciudad, la comunidad cristiana local tenía ya una gloriosa historia de fidelidad al Evangelio. Entre mediados del siglo III y los primeros años del IV, las persecuciones de Decio, Valeriano y Diocleciano habían cosechado gran número de mártires. Además, la Iglesia de Aquileya había tenido que afrontar, al igual que las demás Iglesias de la época, la amenaza de la herejía arriana. El mismo san Atanasio, heraldo de la ortodoxia de Nicea, a quien los arrianos expulsaron al destierro, encontró refugio durante algún tiempo en Aquileya. Bajo la guía de sus obispos, la comunidad cristiana resistió a las insidias de la herejía y reforzó su adhesión a la fe católica.

En septiembre del año 381 Aquileya fue sede de un sínodo, en el que se reunieron unos 35 obispos de las costas de África, del valle del Ródano y de toda la décima región. El sínodo pretendía acabar con los últimos residuos de arrianismo en Occidente. En el concilio participó también el presbítero Cromacio, como perito del obispo de Aquileya, Valeriano (370/1-387/8). Los años en torno al sínodo del año 381 representan la "edad de oro" de la comunidad de Aquileya. San Jerónimo, que había nacido en Dalmacia, y Rufino de Concordia hablan con nostalgia de su permanencia en Aquileya (370-373), en aquella especie de cenáculo teológico que san Jerónimo no duda en definir tamquam chorus beatorum, "como un coro de bienaventurados" (Crónica: PL XXVII, 697-698). En ese cenáculo, que en ciertos aspectos recuerda las experiencias comunitarias guiadas por san Eusebio de Vercelli y san Agustín, se formaron las personalidades más notables de las Iglesias del alto Adriático.

Pero san Cromacio, ya en su familia, había aprendido a conocer y a amar a Cristo. Nos habla de ello, con palabras llenas de admiración, el mismo san Jerónimo, que compara a la madre de san Cromacio con la profetisa Ana, a sus dos hermanas con las vírgenes prudentes de la parábola evangélica, y a san Cromacio mismo y a su hermano Eusebio con el joven Samuel (cf. Ep VII: PL XXII, 341). San Jerónimo escribe también: "El beato Cromacio y el santo Eusebio eran hermanos tanto por el vínculo de sangre como por la identidad de los ideales" (Ep VIII: PL XXII, 342).

San Cromacio nació en Aquileya hacia el año 345. Fue ordenado diácono y después presbítero; por último, fue elegido pastor de aquella Iglesia (año 388). Tras recibir la consagración episcopal de manos del obispo san Ambrosio, se dedicó con valentía y energía a una ingente tarea por la extensión del territorio encomendado a su solicitud pastoral. En efecto, la jurisdicción eclesiástica de Aquileya se extendía desde los territorios actuales de Suiza, Baviera, Austria y Eslovenia, hasta Hungría.

Un episodio de la vida de san Juan Crisóstomo nos permite hacernos una idea de cuán conocido y estimado era san Cromacio en la Iglesia de su tiempo. Cuando el obispo de Constantinopla fue desterrado de su sede, escribió tres cartas a quienes consideraba los obispos más importantes de Occidente, para obtener su apoyo ante los emperadores: una carta la escribió al Obispo de Roma; la segunda, al Obispo de Milán; y la tercera, al obispo de Aquileya, es decir, a san Cromacio (Ep CLV: PG LII, 702). También para él eran tiempos difíciles a causa de la precaria situación política. Con toda probabilidad san Cromacio murió en el exilio, en Grado, mientras trataba de escapar de los saqueos de los bárbaros, en el mismo año 407 en el que también falleció san Juan Crisóstomo.

Por prestigio e importancia, Aquileya era la cuarta ciudad de la península italiana, y la novena del Imperio romano; también por este motivo llamaba la atención de los godos y de los hunos. Además de causar graves lutos y destrucción, las invasiones de estos pueblos pusieron en peligro la transmisión de las obras de los Padres conservadas en la biblioteca episcopal, rica en códices. También los escritos de san Cromacio se dispersaron y con frecuencia fueron atribuidos a otros autores: a san Juan Crisóstomo (en parte, a causa de que los dos nombres comenzaban igual: "Chromatius" y "Chrysostomus"); o a san Ambrosio y a san Agustín; e incluso a san Jerónimo, a quien san Cromacio había ayudado mucho en la revisión del texto y en la traducción latina de la Biblia. El redescubrimiento de gran parte de la obra de san Cromacio se debe a afortunadas vicisitudes, que sólo en los años recientes han permitido reconstruir un corpus de escritos bastante consistente: más de cuarenta sermones, de los cuales una decena en fragmentos, además de unos sesenta tratados de comentario al Evangelio de san Mateo.

San Cromacio fue un sabio maestro y celoso pastor. Su primer y principal compromiso fue el de ponerse a la escucha de la Palabra para poder convertirse en su heraldo: en su enseñanza siempre toma como punto de partida la palabra de Dios y a ella regresa siempre. Entre sus temas preferidos se encuentran, ante todo, el misterio de la Trinidad, que contempla en su revelación a través de la historia de la salvación; luego, el del Espíritu Santo: san Cromacio recuerda constantemente a los fieles la presencia y la acción de la tercera Persona de la santísima Trinidad en la vida de la Iglesia. Pero el santo obispo afronta con particular insistencia el misterio de Cristo. El Verbo encarnado es verdadero Dios y verdadero hombre: ha asumido integralmente la humanidad para entregarle como don su propia divinidad. Estas verdades, repetidas con insistencia, en parte en clave antiarriana, llevarían, unos cincuenta años después, a la definición del concilio de Calcedonia.

Al subrayar intensamente la naturaleza humana de Cristo, san Cromacio se siente impulsado a hablar de la Virgen María. Su doctrina mariológica es tersa y precisa. Le debemos algunas descripciones sugerentes de la Virgen santísima: María es la "virgen evangélica capaz de acoger a Dios"; es la "oveja inmaculada e inviolada" que engendró al "cordero cubierto de púrpura" (cf. Sermo XXIII, 3: Scrittori dell'area santambrosiana 3/1, p. 134).

El Obispo de Aquileya pone a menudo a la Virgen en relación con la Iglesia: ambas son "vírgenes" y "madres". La eclesiología de san Cromacio se desarrolla sobre todo en el comentario a san Mateo. He aquí algunos de sus conceptos más frecuentes: la Iglesia es única, nació de la sangre de Cristo; es un vestido precioso tejido por el Espíritu Santo; la Iglesia está donde se anuncia que Cristo nació de la Virgen, donde florece la fraternidad y la concordia. Una imagen que gustaba particularmente a san Cromacio es la de la barca en el mar durante la tempestad —y, como hemos visto, vivió en una época de tempestades—: "No cabe duda", afirma el santo obispo, "que esta barca representa a la Iglesia" (cf. Tract. XLII, 5: Scrittori dell'area santambrosiana 3/2, p. 260).

Como celoso pastor, san Cromacio sabe hablar a su gente con un lenguaje fresco, colorido e incisivo. Aunque conoce perfectamente el estilo latino clásico, prefiere recurrir al lenguaje popular, rico en imágenes fácilmente comprensibles. Así, por ejemplo, tomando pie del mar, compara la pesca natural de peces que, sacados a la orilla, mueren, con la predicación evangélica, gracias a la cual los hombres son salvados de las aguas enfangadas de la muerte, e introducidos en la verdadera vida (cf. Tract. XVI, 3: Scrittori dell'area santambrosiana 3/2, p. 106). Desde la perspectiva del buen pastor, en un período borrascoso como el suyo, azotado por los saqueos de los bárbaros, sabe ponerse siempre al lado de los fieles para confortarlos y para infundirles confianza en Dios, que nunca abandona a sus hijos.

Por último, como conclusión de estas reflexiones, recogemos una exhortación de san Cromacio que sigue siendo válida hoy: «Invoquemos al Señor con todo el corazón y con toda la fe —recomienda el Obispo de Aquileya en un Sermón—; pidámosle que nos libre de toda incursión de los enemigos, de todo temor de los adversarios. Que no tenga en cuenta nuestros méritos, sino su misericordia, él que en el pasado se dignó librar también a los hijos de Israel no por sus méritos, sino por su misericordia. Que nos proteja con su acostumbrado amor misericordioso, y que realice en nosotros lo que dijo el santo Moisés a los hijos de Israel: "El Señor combatirá en vuestra defensa y vosotros estaréis en silencio". Es él quien combate y es él quien obtiene la victoria. (...) Y para que se digne hacerlo, debemos orar lo más posible. Él mismo dice por labios del profeta: "Invócame en el día de la tribulación; yo te libraré y tú me glorificarás"» (Sermo XVI, 4: Scrittori dell'area santambrosiana 3/1, pp. 100-102).

Así, precisamente al inicio del tiempo de Adviento, san Cromacio nos recuerda que el Adviento es tiempo de oración, en el que es necesario entrar en contacto con Dios. Dios nos conoce, me conoce, conoce a cada uno, me ama, no me abandona. Sigamos adelante con esta confianza en el tiempo litúrgico recién iniciado.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, al coro "Schola Gregoriana" de Madrid y a los grupos venidos de Sevilla, Murcia y otros lugares de España y de Latinoamérica. A ejemplo de san Cromacio, invoquemos al Señor en medio de nuestras tribulaciones. Muchas gracias.

(A los fieles polacos)
Doy mi bienvenida a los Padres Marianos y a los fieles que dan gracias a Dios por la beatificación de Estanislao Papczynski. Que el tiempo salvífico de la espera de Navidad sea para nosotros ocasión para reflexionar sobre nuestra vida, para la vigilancia evangélica y para la "metanoia" espiritual. Os encomiendo al Señor en mi oración y de corazón os bendigo para todo el Adviento.

(En italiano)
Saludo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Nos estamos preparando para celebrar dentro de algunos días la solemnidad de la Virgen Inmaculada. Que ella os guíe, queridos jóvenes, en vuestro camino de adhesión a Cristo. Que para vosotros, queridos enfermos, sea apoyo en el sufrimiento y suscite en vosotros esperanza renovada. A vosotros, queridos recién casados, os guíe a descubrir cada vez más el amor de Cristo.


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Miércoles 12 de diciembre de 2007

San Paulino de Nola

Queridos hermanos y hermanas:

El Padre de la Iglesia en el que centramos nuestra atención hoy es san Paulino de Nola. Contemporáneo de san Agustín, con quien estuvo unido por una profunda amistad, san Paulino ejerció su ministerio en Campania, en Nola, donde fue monje y luego presbítero y obispo. Ahora bien, era originario de Aquitania, en el sur de Francia, y precisamente de Burdeos, donde nació en el seno de una familia de la alta sociedad. Allí recibió una fina educación literaria, teniendo por maestro al poeta Ausonio. Se alejó de su tierra en una primera ocasión para seguir su precoz carrera política: siendo joven, llegó a ser gobernador de Campania. En este cargo público destacó por su sabiduría y mansedumbre. Fue durante este período cuando la gracia hizo germinar en su corazón la semilla de la conversión. Lo que lo impulsó a ello fue la fe sencilla e intensa con la que el pueblo veneraba la tumba de un santo, el mártir Félix, en el santuario de la actual Cimitile. Como responsable de la administración pública, san Paulino se interesó por este santuario e hizo construir un hospicio para los pobres y una carretera para hacer más fácil el acceso de los numerosos peregrinos.

Mientras se dedicaba a construir la ciudad terrena, descubría el camino hacia la ciudad celestial. El encuentro con Cristo fue el punto de llegada después de un camino arduo, lleno de pruebas. Algunas circunstancias dolorosas, comenzando por la pérdida del favor de la autoridad política, le hicieron experimentar la caducidad de las cosas. Tras llegar a la fe, escribió: "El hombre sin Cristo es polvo y sombra" (Poesía X, 289). Tratando de iluminar el sentido de la existencia, se trasladó a Milán para aprender de san Ambrosio. Después completó la formación cristiana en su tierra natal, donde recibió el bautismo de manos del obispo Delfino, de Burdeos. En su camino de fe se sitúa también el matrimonio. Se casó con Teresa, una mujer noble de Barcelona, con la que tuvo un hijo. Hubiera seguido siendo un buen laico cristiano, si la muerte del niño a los pocos días no lo hubiera sacudido interiormente, mostrándole que Dios tenía otro plan para su vida. Se sintió llamado a entregarse a Cristo en una rigurosa vida ascética.

Totalmente de acuerdo con su esposa Teresa, vendió sus bienes para ayudar a los pobres; ambos dejaron Aquitania y se fueron a vivir a Nola, junto a la basílica del protector san Félix, en casta fraternidad, según una forma de vida a la que se unieron también otros. El ritmo comunitario era típicamente monástico, pero san Paulino, que había sido ordenado presbítero en Barcelona, ejercía también el ministerio sacerdotal en favor de los peregrinos. Esto le granjeó la simpatía y la confianza de la comunidad cristiana que, al morir el obispo, hacia el año 409, lo eligió a él como sucesor en la cátedra de Nola.

Su actividad pastoral se intensificó, caracterizándose por una solicitud especial en favor de los pobres. Dejó la imagen de un auténtico pastor de la caridad, como lo describió san Gregorio Magno en el capítulo III de sus Diálogos, en el que presenta a san Paulino en el heroico gesto de ofrecerse como prisionero en lugar del hijo de una viuda. Desde el punto de vista histórico, se discute la veracidad del episodio, pero queda la figura de un obispo de gran corazón, que supo estar junto a su pueblo en las tristes contingencias de las invasiones bárbaras.

La conversión de san Paulino impresionó a sus contemporáneos. Su maestro Ausonio, poeta pagano, se sintió "traicionado", y le dirigió palabras duras, reprochándole el "desprecio", considerado irrazonable, de los bienes materiales, y la renuncia a su vocación literaria. San Paulino replicó que su generosidad con los pobres no significaba desprecio de los bienes terrenales, sino una valorización para el fin más elevado: la caridad.

Por lo que se refiere a sus vocación literaria, san Paulino no había renunciado a su talento poético, que seguiría cultivando, sino a las fórmulas poéticas inspiradas en la mitología y en los ideales paganos. Una nueva estética regía ya su sensibilidad: era la belleza del Dios encarnado, crucificado y resucitado, de quien ahora se había convertido en trovador. En realidad, no había renunciado a la poesía, sino que ahora buscaba su inspiración en el Evangelio, como dice en este verso: "Para mí el único arte es la fe; y Cristo, mi poesía" ("At nobis ars una fides, et musica Christus": Poesía XX, 32).

Sus poesías son cantos de fe y de amor, en los que la historia diaria de los pequeños y grandes acontecimientos se ve como historia de salvación, como historia de Dios con nosotros. Muchas de estas composiciones, las así llamadas "Poesías de Navidad", están relacionadas con la fiesta anual del mártir san Félix, a quien había escogido como patrono celestial. Recordando a san Félix, quería glorificar a Cristo mismo, convencido de que la intercesión del santo le había alcanzado la gracia de la conversión: "Por tu luz, con gozo, he amado a Cristo" (Poesía XXI, 373). Expresó este mismo concepto ampliando el espacio del santuario con una nueva basílica, que mandó decorar de manera que las pinturas, ilustradas con oportunas explicaciones, se convirtieran para los peregrinos en una catequesis visual. En una poesía, dedicada a otro gran catequista, san Niceto de Remesiana, mientras lo acompañaba en una visita a sus basílicas, explicaba así su proyecto: "Ahora quiero que contemples la larga serie de pinturas de las paredes de los pórticos... Nos ha parecido útil representar con la pintura temas sagrados en toda la casa de san Félix, con la esperanza de que, al ver estas imágenes, la figura dibujada suscite el interés de las mentes asombradas de los campesinos" (Poesía XXVII, vv. 511.580-583). Todavía hoy se pueden admirar los vestigios de esas obras, que convierten al santo de Nola en una de las figuras de referencia de la arqueología cristiana.

En el cenobio de Cimitile la vida transcurría en pobreza y en oración, totalmente sumergida en la lectio divina. La Escritura leída, meditada y asimilada, era la luz a través de la cual el santo de Nola escrutaba su alma en su búsqueda de la perfección. A quienes se sorprendían por su decisión de abandonar los bienes materiales, les recordaba que ese gesto, en realidad, no representaba una plena conversión: "Abandonar o vender los bienes temporales que se poseen en este mundo no significa la culminación, sino sólo el inicio de la carrera en el estadio; no es, por así decir, la meta, sino sólo la salida. El atleta no gana cuando se despoja de la ropa, pues deja los vestidos para comenzar a luchar. Sólo recibe la corona de vencedor después de haber combatido como se debe" (cf. Carta XXIV, 7 a Sulpicio Severo).

Además de la ascesis y la palabra de Dios, la caridad: en la comunidad monástica los pobres se sentían en su casa. San Paulino no se limitaba a darles limosna: los acogía como si fueran Cristo mismo. Les había reservado un sector del monasterio; al obrar así, no tenía la impresión de dar, sino de recibir, en el intercambio de dones entre la acogida brindada y la gratitud hecha oración de aquellos a quienes ayudaba. A los pobres los llamaba sus "dueños" (cf. Carta XIII, 11 a Pammaquio) y, constatando que se alojaban en el piso inferior, solía decir que su oración constituía el fundamento de su casa (cf. Poesía XXI, 393-394).

San Paulino no escribió tratados de teología, pero sus poesías y su denso epistolario están llenos de una teología vivida, penetrada por la palabra de Dios, escrutada constantemente como luz para la vida. En particular, destaca en ella el sentido de la Iglesia como misterio de unidad. Vivía la comunión sobre todo a través de una profunda experiencia de la amistad espiritual. En este sentido, san Paulino fue un verdadero maestro, haciendo de su vida una encrucijada de espíritus elegidos: san Martín de Tours, san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, Delfín de Burdeos, Niceto de Remesiana, Vitricio de Ruán, Rufino de Aquileya, Pammaquio, Sulpicio Severo y muchos más, unos más conocidos y otros menos.

En este clima surgieron las intensas páginas que dirigió a san Agustín. Independientemente del contenido de cada una de esas cartas, impresiona el entusiasmo con el que el santo de Nola canta la amistad misma, como manifestación del único cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. He aquí un significativo pasaje de los inicios de la correspondencia entre los dos amigos: "No es de sorprender que, a pesar de la lejanía, estemos unidos y de que sin habernos conocido nos conocemos, pues somos miembros de un solo cuerpo, tenemos una sola cabeza, hemos quedado inundados por una única gracia, vivimos de un solo pan, avanzamos por el mismo camino y vivimos en la misma casa" (Carta 6, 2).

Como puede verse, se trata de una bellísima descripción de lo que significa ser cristianos, ser cuerpo de Cristo, vivir en la comunión de la Iglesia. La teología de nuestro tiempo ha encontrado precisamente en el concepto de comunión la clave para enfocar el misterio de la Iglesia. El testimonio de san Paulino de Nola nos ayuda a experimentar la Iglesia tal como nos la presenta el concilio Vaticano II: como sacramento de la íntima unión con Dios y, así, de la unidad de todos nosotros, y por último de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). Desde esta perspectiva os deseo a todos un feliz tiempo de Adviento

Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a las Siervas de María Ministras de los Enfermos, y a los distintos grupos venidos de España, México, Venezuela y otros países latinoamericanos. Os animo a intensificar vuestra preparación para las fiestas de Navidad, siguiendo el ejemplo de oración y de caridad de san Paulino de Nola. Muchas gracias.
En portugués el Santo Padre exhortó a los fieles a vivir con alegría el tiempo de Navidad que se acerca y a realizar obras buenas, especialmente en sus hogares. Concluyó felicitándolos por la Navidad y el año nuevo.

(A los polacos)
En el camino de Adviento hacia el encuentro con Cristo que viene nos acompaña hoy san Paulino de Nola. Nos da un ejemplo de santidad caracterizada por la ascesis, la oración y la preocupación por los pobres y los que sufren. Es una indicación siempre actual. Que en este camino Dios os bendiga a vosotros y a vuestros seres queridos.

(En italiano)
Saludo, por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A vosotros, queridos jóvenes, os deseo que dispongáis vuestro corazón para acoger a Jesús, que nos salva con la fuerza de su amor. A vosotros, queridos enfermos, que en vuestra enfermedad experimentáis todavía más el peso de la cruz, os deseo que las próximas fiestas navideñas os traigan serenidad y consuelo. Y vosotros, queridos recién casados, que acabáis de formar vuestra familia, creced cada día en el amor que Jesús ha venido a darnos en su Navidad.


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Miércoles 19 de diciembre de 2007

El misterio de la Navidad

Queridos hermanos y hermanas:

En estos días, a medida que nos acercamos a la gran fiesta de Navidad, la liturgia nos invita a intensificar nuestra preparación, poniéndonos a disposición muchos textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que nos estimulan a comprender cada vez mejor el sentido y el valor de esta celebración anual.

La Navidad, por una parte, nos hace conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la cueva de Belén; y, por otra, nos exhorta también a esperar, velando y orando, a nuestro Redentor, que en el último día "vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos".

Quizá hoy también nosotros, los creyentes, esperamos realmente al Juez; ahora bien, todos esperamos justicia. Vemos tantas injusticias en el mundo, en nuestro pequeño mundo, en casa, en el barrio, así como en el gran mundo de los Estados, de las sociedades. Y esperamos que se haga justicia. La justicia es un concepto abstracto: se hace justicia. Nosotros esperamos que venga concretamente quien puede hacer justicia. En este sentido, oramos: "Ven, Señor Jesucristo, como Juez. Ven a tu manera".

El Señor sabe cómo entrar en el mundo y crear justicia. Pedimos que el Señor, el Juez, nos responda; que realmente cree justicia en el mundo. Esperamos justicia, pero no puede ser sólo expresión de una exigencia con respecto a los demás. Esperar justicia en el sentido cristiano significa sobre todo que nosotros mismos comenzamos a vivir ante los ojos del Juez, según los criterios del Juez; que comenzamos a vivir en su presencia, realizando la justicia en nuestra vida. Así, realizando la justicia, poniéndonos en presencia del Juez, esperamos la justicia en la realidad.

Este es el sentido del Adviento, de la vigilancia. La vigilancia del Adviento quiere decir vivir ante los ojos del Juez, preparándonos así nosotros mismos y preparando al mundo para la justicia. Por tanto, de esta manera, viviendo ante los ojos del Dios-Juez, podemos preparar al mundo para la venida de su Hijo, disponer el corazón para acoger "al Señor que viene".

El Niño, a quien hace unos dos mil años adoraron los pastores en una cueva en la noche de Belén, no se cansa de visitarnos en la vida cotidiana, mientras como peregrinos nos encaminamos hacia el Reino. En su espera, el creyente se hace intérprete de las esperanzas de toda la humanidad; la humanidad anhela la justicia; así, aunque frecuentemente de una manera inconsciente, espera a Dios, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Para nosotros, los cristianos, esta espera se caracteriza por la oración asidua, como se muestra en la serie particularmente sugestiva de invocaciones que se nos proponen durante estos días de la Novena de Navidad tanto en el aleluya de la misa, como en la antífona antes del cántico del Magnificat en las Vísperas.

Cada una de las invocaciones, que imploran la venida de la Sabiduría, del Sol de justicia, del Dios-con-nosotros, contiene una oración dirigida al Esperado de los pueblos para que apresure su venida. Ahora bien, invocar el don del nacimiento del Salvador prometido significa también comprometerse para preparar el camino, para predisponer una digna morada no sólo en el ambiente en torno a nosotros, sino sobre todo en nuestra alma.

Dejándonos guiar por el evangelista san Juan, tratemos por tanto de dirigir en estos días nuestro pensamiento y nuestro corazón al Verbo eterno, al Logos, a la Palabra que se hizo carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (cf. Jn 1, 14.16). Esta fe en el Logos Creador, en la Palabra que creó el mundo, en Aquel que vino como un Niño, esta fe y su gran esperanza, por desgracia, hoy parecen alejadas de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece que esta verdad es demasiado grande. Nosotros mismos nos arreglamos según nuestras posibilidades, al menos eso es lo que parece. Pero así el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento: lo comprobamos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se vuelve oscura y sin brújula.

¡Qué importante es, por tanto, ser realmente creyentes! Como creyentes, reafirmemos con fuerza, con nuestra vida, el misterio de salvación que trae consigo la celebración de la Navidad de Cristo. En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía. Ante todo nosotros, los cristianos, debemos reafirmar con profunda y sentida convicción la verdad del Nacimiento de Cristo para testimoniar delante de todos la conciencia de un don inaudito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos. De aquí brota el deber de la evangelización, que es precisamente comunicar este eu-angelion, esta "buena nueva". Es lo que ha recordado recientemente el documento de la Congregación para la doctrina de la fe titulado: "Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización", que quiero presentar a vuestra reflexión y profundización personal y comunitaria.

Queridos amigos, en esta preparación inmediata a la Navidad, la oración de la Iglesia se hace más intensa, para que se realicen las esperanzas de paz, de salvación, de justicia, de las que el mundo tiene necesidad urgente. Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que brota de la Navidad contribuya a crear una sensibilidad más profunda ante las antiguas y nuevas formas de pobreza, ante el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños, los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año.

Que la Navidad sea para todos la fiesta de la paz y de la alegría: alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz. Como los pastores, apresuremos ya desde ahora nuestro paso hacia Belén. Así, en el corazón de la Nochebuena también nosotros podremos contemplar al "Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre", junto con María y José (Lc 2, 12.16).

Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que podamos entrar en el misterio de su Nacimiento. María, que donó su seno virginal al Verbo de Dios, que lo contempló niño entre sus brazos maternos, y que sigue ofreciéndolo a todos como Redentor del mundo, nos ayude a hacer de la próxima Navidad una ocasión de crecimiento en el conocimiento y en el amor de Cristo. Este es el deseo que expreso con afecto a todos vosotros, que estáis aquí presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a los Tarsicios de Lucena, a las delegaciones del Gobierno mexicano y del Estado de Jalisco, a los sacerdotes del Colegio Mexicano de Roma, así como a los demás grupos venidos de España y de otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que entre en ella el misterio de su Nacimiento. A todos vosotros y a vuestras familias os deseo una santa y feliz Navidad. Muchas gracias.

(En italiano)
Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A pocos días de la solemnidad de la Navidad, ojalá que el amor que Dios manifiesta a la humanidad en el nacimiento de Cristo acreciente en vosotros, queridos jóvenes, el deseo de servir generosamente a vuestros hermanos. Que para vosotros, queridos enfermos, sea fuente de consuelo y serenidad, porque el Señor viene a visitarnos, trayendo consolación y esperanza. Y que a vosotros, queridos recién casados, os impulse a consolidar vuestra promesa de amor y fidelidad recíproca.


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