Figli spirituali di Benedetto XVI

2005

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    BENDICIÓN APOSTÓLICA "URBI ET ORBI"

    PRIMERAS PALABRAS DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

    Balcón central de la Basílica Vaticana
    Martes 19 de abril de 2005


    Queridos hermanos y hermanas: después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del Señor.

    Me consuela el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes, y sobre todo me encomiendo a vuestras oraciones.

    En la alegría del Señor resucitado, confiando en su ayuda continua, sigamos adelante. El Señor nos ayudará y María, su santísima Madre, estará a nuestro lado. ¡Gracias!


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS MIEMBROS DEL COLEGIO CARDENALICIO PRESENTES EN ROMA

    Sala Clementina, viernes 22 de abril de 2005


    Venerados hermanos cardenales:

    1. Me encuentro con vosotros también hoy y quisiera haceros partícipes, de manera sencilla y fraterna, del estado de ánimo que estoy viviendo durante estos días. A las intensas emociones experimentadas con ocasión de la muerte de mi venerado predecesor Juan Pablo II, después durante el Cónclave, y sobre todo en su epílogo, se suman una íntima necesidad de silencio y dos sentimientos complementarios entre sí: un vivo deseo del corazón de expresar mi gratitud y un sentido de impotencia humana ante la elevada tarea que me espera.

    Ante todo, gratitud. En primer lugar, siento que debo dar gracias a Dios, que, a pesar de mi fragilidad humana, me ha querido como Sucesor del apóstol san Pedro, y me ha encomendado la misión de gobernar y guiar a la Iglesia, para que sea en el mundo sacramento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1). Estamos seguros de que es el eterno Pastor quien guía con la fuerza de su Espíritu a su rebaño, asegurándole, en todo tiempo, pastores elegidos por él. Durante estos días se ha elevado un coro de oraciones del pueblo cristiano por el nuevo Pontífice, y fue realmente emocionante el primer encuentro con los fieles, anteayer por la tarde, en la plaza de San Pedro: a todos, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, jóvenes y ancianos expreso mi más sincero agradecimiento por su solidaridad espiritual.

    2. Siento que debo expresaros mi gratitud a cada uno de vosotros, venerados hermanos, comenzando por el señor cardenal Angelo Sodano, que, haciéndose intérprete de los sentimientos comunes, acaba de dirigirme afectuosas expresiones y cordiales felicitaciones. Agradezco, además, al señor cardenal camarlengo, Eduardo Martínez Somalo, el servicio generosamente prestado en esta delicada fase de transición.

    Deseo, también, extender mi sincero agradecimiento a todos los miembros del Colegio cardenalicio por la activa colaboración prestada en la gestión de la Iglesia durante la Sede vacante. Con particular afecto quisiera saludar a los cardenales que, a causa de su edad o por enfermedad, no participaron en el Cónclave. A cada uno de ellos le agradezco el ejemplo que dieron de disponibilidad y de comunión fraterna, así como su intensa oración, expresiones de amor fiel a la Iglesia, esposa de Cristo.

    Asimismo, no puedo dejar de expresar mi sincero agradecimiento a cuantos, con diferentes funciones, cooperaron en la organización y en el desarrollo del Cónclave, ayudando de numerosos modos a los cardenales a vivir de la manera más segura y serena esas jornadas llenas de responsabilidad.

    3. A vosotros, venerados hermanos, os manifiesto mi gratitud más personal por la confianza que habéis depositado en mí al elegirme Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal. Es un acto de confianza que constituye un estímulo a emprender esta nueva misión con más serenidad, porque estoy convencido de que puedo contar, además de con la ayuda indispensable de Dios, también con vuestra generosa colaboración. Os ruego que jamás dejéis de prestarme vuestro apoyo. Si, por una parte, tengo presentes los límites de mi persona y de mi capacidad, por otra sé bien cuál es la naturaleza de la misión que se me ha confiado y que me dispongo a cumplir con actitud de entrega interior. Aquí no se trata de honores, sino más bien de servicio, que se debe prestar con sencillez y disponibilidad, imitando a nuestro Maestro y Señor, que no vino a ser servido sino a servir (cf. Mt 20, 28), y que durante la última Cena lavó los pies a los Apóstoles, ordenándoles hacer lo mismo (cf. Jn 13, 13-14). Por tanto, a mí y a todos nosotros juntos sólo nos queda aceptar de la Providencia la voluntad de Dios y hacer todo lo posible por cumplirla, ayudándonos unos a otros en la realización de nuestras respectivas tareas al servicio de la Iglesia.

    4. En este momento me complace recordar a mis venerados Predecesores, el beato Juan XXIII, los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo I y, especialmente, a Juan Pablo II, cuyo testimonio durante los días pasados nos sostuvo más que nunca, y cuya presencia seguimos sintiendo siempre viva. El doloroso acontecimiento de su muerte, después de un período de grandes pruebas y sufrimientos, se ha revelado en realidad con características pascuales, como él había deseado en su testamento (24.II 1.III.1980). La luz y la fuerza de Cristo resucitado se han irradiado en la Iglesia desde esa especie de "última misa" que celebró en su agonía y culminó en el "amén" de una vida enteramente entregada, por medio del Corazón inmaculado de María, para la salvación del mundo.

    5. Venerados hermanos, cada uno de vosotros volverá ahora a su respectiva sede para reanudar su trabajo, pero espiritualmente permaneceremos unidos en la fe y en el amor al Señor, en el vínculo de la celebración eucarística, en la oración insistente y en la comunión del ministerio apostólico diario. Vuestra cercanía espiritual, vuestros sabios consejos y vuestra activa cooperación serán para mí un don por el cual os estaré siempre agradecido y un estímulo para cumplir con total fidelidad y entrega el mandato que se me ha confiado.

    A la Virgen Madre de Dios, que acompañó con su presencia silenciosa los pasos de la Iglesia naciente y confortó la fe de los Apóstoles, le encomiendo a todos nosotros y las expectativas, las esperanzas y las preocupaciones de toda la comunidad de los cristianos. Bajo la protección materna de María, Mater Ecclesiae, os invito a caminar dóciles y obedientes a la voz de su divino Hijo y Señor nuestro Jesucristo. Invocando su constante intercesión, os imparto de corazón la bendición apostólica a cada uno de vosotros y a cuantos la Providencia divina encomienda a vuestro cuidado pastoral.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS RESPONSABLES DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN SOCIAL, PRESENTES EN ROMA PARA EL CÓNCLAVE

    Sábado 23 de abril de 2005


    Ilustres señores, gentiles señoras:

    1. Con placer me encuentro con vosotros y os saludo cordialmente, periodistas, fotógrafos, operadores de televisión y cuantos, de diversas maneras, pertenecéis al mundo de la comunicación. Gracias por vuestra visita y, particularmente, por el servicio que habéis prestado durante estos días a la Santa Sede y a la Iglesia católica. Dirijo un cordial saludo a monseñor John Patrick Foley, presidente del Consejo pontificio para las comunicaciones sociales, y le agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de los presentes.

    Se puede decir que, gracias a vuestro trabajo, durante varias semanas la atención del mundo entero ha permanecido fija en la basílica, en la plaza de San Pedro y en el palacio apostólico, dentro del cual mi predecesor, el inolvidable Papa Juan Pablo II concluyó serenamente su existencia terrena, y donde, a continuación, en la capilla Sixtina, los señores cardenales me eligieron a mí como su sucesor.

    2. Gracias a todos vosotros, estos acontecimientos de importancia histórica se han difundido en todo el mundo. Sé cuánto trabajo ha implicado para vosotros, obligados a estar lejos de vuestros hogares y familias, trabajando con horarios prolongados y a veces en condiciones difíciles. Conozco la competencia y la dedicación con que habéis realizado esta ardua tarea. En nombre mío, y especialmente en nombre de los católicos que, viviendo lejos de Roma, han podido compartir estos emocionantes momentos de fe mientras se realizaban, os agradezco todo lo que habéis hecho. En efecto, son maravillosas y extraordinarias las posibilidades que nos brindan los modernos medios de comunicación.

    El concilio Vaticano II ya habló del gran potencial de los medios de comunicación. En efecto, los padres conciliares dedicaron su primer documento a este tema; en él se afirma que los medios de comunicación, "por su naturaleza, pueden llegar no sólo a los individuos, sino también a las multitudes y a toda la sociedad humana" (Inter mirifica, 1). Desde el 4 de diciembre de 1963, cuando se promulgó el decreto Inter mirifica hasta hoy, la humanidad ha sido testigo de una extraordinaria revolución de los medios de comunicación, que ha afectado a todos los aspectos de la vida humana.

    3. La Iglesia, consciente de su misión y de la importancia de los medios de comunicación, ha buscado, especialmente desde el concilio Vaticano II, la colaboración con el mundo de la comunicación social. Sin duda alguna, el gran artífice de este diálogo abierto y sincero fue el Papa Juan Pablo II, el cual, durante sus más de veintiséis años de pontificado, mantuvo relaciones constantes y fecundas con vosotros, que estáis comprometidos en las comunicaciones sociales. Precisamente a los responsables de las comunicaciones sociales quiso dedicar uno de sus últimos documentos, la carta apostólica del pasado 24 de enero, en la que recuerda que "vivimos en una época de comunicación global, en la que muchos momentos de la existencia humana se articulan a través de procesos mediáticos o por lo menos deben confrontarse con ellos" (El rápido desarrollo, 3).

    Deseo proseguir este diálogo fructuoso, y comparto lo que observó al respecto el Papa Juan Pablo II; es decir, que "el fenómeno actual de las comunicaciones sociales impulsa a la Iglesia a una especie de revisión pastoral y cultural para ser capaz de afrontar de manera adecuada el cambio de época que estamos viviendo" (ib., 8).

    4. Para que los medios de comunicación social puedan prestar un servicio positivo al bien común, hace falta la contribución responsable de todos y cada uno. Por eso, es preciso comprender cada vez mejor las perspectivas y la responsabilidad que implica su desarrollo con vistas a las consecuencias concretas que tiene para la conciencia y la mentalidad de las personas, así como para la formación de la opinión pública. Al mismo tiempo, quisiera destacar la necesidad de una clara referencia a la responsabilidad ética de quienes trabajan en este sector, particularmente por lo que respecta a la búsqueda sincera de la verdad, así como a la defensa del carácter central y de la dignidad de la persona. Sólo con esta condición los medios de comunicación pueden corresponder al plan de Dios, que los ha puesto a nuestra disposición "para descubrir, usar, dar a conocer la verdad; también la verdad sobre nuestra dignidad y sobre nuestro destino de hijos suyos, herederos del reino eterno" (ib., 14).

    5. Ilustres señores, amables señoras, os agradezco una vez más el importante servicio que prestáis a la sociedad. Os expreso a cada uno mi cordial aprecio, con la seguridad de un recuerdo en la oración por todas vuestras intenciones. Extiendo mi saludo a vuestras familias y a cuantos forman parte de vuestras comunidades de trabajo. Por intercesión de la Madre celestial de Cristo, invoco sobre cada uno de vosotros los dones de Dios, en prenda de los cuales imparto a todos mi bendición.


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    DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI A LAS DELEGACIONES DE LAS DIVERSAS IGLESIAS Y DE OTRAS RELIGIONES NO CRISTIANAS

    Lunes 25 de abril de 2005


    Con alegría os acojo, queridos delegados de las Iglesias ortodoxas, de las Iglesias ortodoxas orientales y de las comunidades eclesiales de Occidente, pocos días después de mi elección. Fue particularmente grata vuestra presencia ayer en la plaza de San Pedro, después de haber vivido juntos los tristes momentos de la muerte del querido Papa Juan Pablo II. El tributo de simpatía y afecto que expresasteis a mi inolvidable predecesor no fue un simple acto de cortesía eclesial. Mucho camino se ha recorrido durante los años de su pontificado, y vuestra participación en el luto de la Iglesia católica por su muerte ha mostrado cuán verdadero y grande es el anhelo común de unidad.

    Al saludaros, quisiera dar gracias al Señor que nos ha bendecido con su misericordia y ha infundido en nosotros una sincera disposición a hacer nuestra su oración: ut unum sint. Así, él nos ha hecho cada vez más conscientes de la importancia de caminar hacia la comunión plena. Con amistad fraterna podemos intercambiarnos los dones recibidos del Espíritu y nos sentimos impulsados a estimularnos recíprocamente para anunciar a Cristo y su mensaje al mundo, que hoy a menudo se encuentra turbado e inquieto, inconsciente e indiferente.

    Este encuentro es particularmente significativo. Ante todo, al nuevo Obispo de Roma, Pastor de la Iglesia católica, le permite repetir a todos, con sencillez: Duc in altum! Sigamos adelante con esperanza. Como mis predecesores, especialmente Pablo VI y Juan Pablo II, siento fuertemente la necesidad de reafirmar el compromiso irreversible, asumido por el concilio Vaticano II y proseguido durante los últimos años también gracias a la acción del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. El camino hacia la comunión plena querida por Jesús para sus discípulos implica una docilidad concreta a lo que el Espíritu dice a las Iglesias, valentía, dulzura, firmeza y esperanza de lograr ese objetivo. Implica, ante todo, la oración insistente y tener un mismo corazón, para obtener del buen Pastor el don de la unidad para su rebaño.

    ¿Cómo no reconocer, con espíritu de gratitud a Dios, que este encuentro tiene también el significado de un don ya otorgado? En efecto, Cristo, Príncipe de la paz, ha actuado en medio de nosotros, ha sembrado a manos llenas sentimientos de amistad, ha atenuado las discordias, nos ha enseñado a vivir con una mayor actitud de diálogo, en armonía con los compromisos propios de quienes llevan su nombre. Vuestra presencia, queridos hermanos en Cristo, más allá de lo que nos divide y ensombrece nuestra comunión plena y visible, es un signo de comunión y de apoyo para el Obispo de Roma, que puede contar con vosotros para proseguir el camino en la esperanza y para crecer en Cristo, nuestra Cabeza.

    En esta ocasión tan singular, en la que nos encontramos reunidos precisamente al inicio de mi servicio eclesial, acogido con temor y obediencia confiada al Señor, os pido a todos que deis, juntamente conmigo, un ejemplo del ecumenismo espiritual que en la oración realiza sin obstáculos nuestra comunión.

    A todos vosotros encomiendo estas intenciones y estas reflexiones, con mi saludo más cordial, para que los transmitáis a vuestras Iglesias y comunidades eclesiales.

    Me dirijo ahora a vosotros, queridos amigos de las diversas tradiciones religiosas, y os agradezco sinceramente vuestra presencia en la solemne inauguración de mi pontificado. Os dirijo un saludo cordial y afectuoso a vosotros y a todos los seguidores de las religiones que representáis. Agradezco en particular la presencia entre nosotros de los miembros de la comunidad musulmana, y expreso mi aprecio por el progreso del diálogo entre musulmanes y cristianos, tanto a nivel local como internacional. Os aseguro que la Iglesia quiere seguir construyendo puentes de amistad con los seguidores de todas las religiones, para buscar el verdadero bien de cada persona y de la sociedad entera.

    El mundo en el que vivimos a menudo está marcado por conflictos, violencia y guerra, pero anhela ardientemente la paz, una paz que es sobre todo don de Dios, una paz por la que debemos orar sin cesar. Pero la paz es también un deber que compromete a todos los pueblos, especialmente los que reconocen pertenecer a tradiciones religiosas. Nuestros esfuerzos para encontrarnos y fomentar el diálogo son una valiosa contribución para construir la paz sobre fundamentos sólidos. El Papa Juan Pablo II, mi venerable predecesor, al comienzo del nuevo milenio, escribió que "el nombre del único Dios tiene que ser cada vez más, como ya es de por sí, un nombre de paz y un imperativo de paz" (Novo millennio ineunte, 55). Por tanto, es necesario entablar un diálogo auténtico y sincero, construido sobre el respeto a la dignidad de toda persona humana, creada, como los cristianos creemos firmemente, a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27).

    Al inicio de mi pontificado, os dirijo a vosotros y a todos los creyentes de las tradiciones religiosas que representáis, así como a cuantos buscan con corazón sincero la Verdad, una fuerte invitación a ser todos artífices de paz, con un esfuerzo recíproco de comprensión, respeto y amor.
    A todos doy un cordial saludo.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI A LOS PEREGRINOS ALEMANES

    Lunes 25 de abril de 2005


    Queridos compatriotas alemanes:

    Ante todo, debo disculparme por el retraso. Los alemanes son famosos por su puntualidad. Al parecer, ya me he italianizado mucho. Pero hemos tenido un encuentro ecuménico con los representantes del ecumenismo de todo el mundo, de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, y con los representantes de las demás religiones. Ha sido un encuentro muy cordial; por eso ha durado mucho. Pero ahora, por fin, os doy una cordial bienvenida.

    Agradezco de corazón las felicitaciones, las palabras y los signos de afecto y de amistad, que he recibido, de modo impresionante, de todas las partes de Alemania. Al inicio de mi camino en un ministerio en el que jamás había pensado y para el que no me creía preparado, todo esto me proporciona gran fuerza y ayuda. ¡Que Dios os recompense!

    Cuando, lentamente, el desarrollo de las votaciones me permitió comprender que, por decirlo así, la guillotina caería sobre mí, me quedé desconcertado. Creía que había realizado ya la obra de toda una vida y que podía esperar terminar tranquilamente mis días. Con profunda convicción dije al Señor: ¡no me hagas esto! Tienes personas más jóvenes y mejores, que pueden afrontar esta gran tarea con un entusiasmo y una fuerza totalmente diferentes. Pero me impactó mucho una breve carta que me escribió un hermano del Colegio cardenalicio. Me recordaba que durante la misa por Juan Pablo II yo había centrado la homilía en la palabra del Evangelio que el Señor dirigió a Pedro a orillas del lago de Genesaret: ¡Sígueme! Yo había explicado cómo Karol Wojtyla había recibido siempre de nuevo esta llamada del Señor y continuamente había debido renunciar a muchas cosas, limitándose a decir: sí, te sigo, aunque me lleves a donde no quisiera. Ese hermano cardenal me escribía en su carta: "Si el Señor te dijera ahora "sígueme", acuérdate de lo que predicaste. No lo rechaces. Sé obediente, como describiste al gran Papa, que ha vuelto a la casa del Padre". Esto me llegó al corazón. Los caminos del Señor no son cómodos, pero tampoco hemos sido creados para la comodidad, sino para cosas grandes, para el bien.

    Así, al final, no me quedó otra opción que decir sí. Confío en el Señor, y confío en vosotros, queridos amigos. Como dije ayer en la homilía, un cristiano jamás está solo. Así expresé la maravillosa experiencia que todos hemos podido hacer en estas cuatro extraordinarias semanas que acabamos de vivir. Al morir el Papa, en medio de tanto dolor, se manifestó la Iglesia viva. Resultó evidente que la Iglesia es una fuerza de unidad, un signo para la humanidad.

    Cuando las grandes cadenas de radio y televisión informaron, veinticuatro horas al día, sobre la vuelta del Papa a la casa del Padre, sobre el dolor de las personas y sobre la obra del gran Pontífice muerto, respondían a una participación que superó todas las expectativas. En el Papa vieron a un padre que daba seguridad y confianza, que en cierto modo unía a todos entre sí. Se vio claramente que la Iglesia no está cerrada en sí misma, que no vive para sí misma, sino que es un punto luminoso para los hombres.

    Se vio claramente que la Iglesia no es vieja ni inmóvil. ¡No, es joven! Al ver a tantos jóvenes que se reunieron en torno al Papa fallecido y, en último término, en torno a Cristo, de quien él dio testimonio, se constata una realidad muy consoladora: no es verdad que la juventud piense sobre todo en el consumo y en el placer. No es verdad que sea materialista y egoísta. Es verdad lo contrario: los jóvenes quieren cosas grandes. Quieren que se detenga la injusticia. Quieren que se superen las desigualdades y que todos participen en los bienes de la tierra. Quieren que los oprimidos obtengan la libertad. Quieren cosas grandes. Quieren cosas buenas.

    Por eso, los jóvenes -vosotros lo sois- están de nuevo totalmente abiertos a Cristo. Cristo no nos ha prometido una vida cómoda. Quien busca la comodidad, con él se ha equivocado de camino. Él nos muestra la senda que lleva hacia las cosas grandes, hacia el bien, hacia una vida humana auténtica. Cuando habla de la cruz que debemos llevar, no se trata del gusto del tormento o de un moralismo mezquino. Es el impulso del amor, que comienza por sí mismo, pero no se busca a sí mismo, sino que impulsa a la persona al servicio de la verdad, la justicia y el bien. Cristo nos muestra a Dios y, de esa forma, la verdadera grandeza del hombre.

    Con gratitud y alegría veo aquí a las delegaciones y a los peregrinos de mi tierra bávara. Ya en otras ocasiones os he manifestado cuán importante es para mí vuestro afecto sincero, que perdura desde los días en que dejé mi amada archidiócesis de Munich y Freising para venir al Vaticano, respondiendo a la llamada de mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo II, que, hace ya más de 23 años, me nombró prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe.

    En todos los años que han pasado desde entonces, siempre he sido consciente de que Baviera y Roma no están muy distantes entre sí, no sólo desde un punto de vista geográfico: Baviera y Roma siempre han sido dos polos que han mantenido una fructuosa relación recíproca. Desde Roma, por medio de comerciantes, funcionarios y soldados, el Evangelio llegó hasta el Danubio y el Lech.
    Omito ahora muchos acontecimientos. En los siglos XVI y XVII Baviera dio uno de los testimonios más hermosos de fidelidad a la Iglesia católica. Lo demuestra el fecundo intercambio de cultura y piedad entre la Baviera barroca y la Sede del Sucesor de Pedro. En la edad moderna, Baviera dio a la Iglesia universal un santo tan amable como el portero capuchino fray Conrado de Parzam.

    Queridos amigos, no nos apartemos de esta generosidad, de esta peregrinación hacia Cristo.
    Espero con alegría Colonia, donde se encontrarán los jóvenes del mundo, o mejor, donde la juventud del mundo tendrá su encuentro con Cristo. Caminemos juntos; mantengámonos unidos. Confío en vuestra ayuda. Os pido que seáis indulgentes si, como cualquier hombre, cometo errores, o si resulta incomprensible algo de lo que el Papa debe decir o hacer según su conciencia y según la conciencia de la Iglesia. Os pido vuestra confianza. Si nos mantenemos unidos, encontraremos el camino correcto. Pidamos a María, Madre del Señor, que nos haga sentir su amor de mujer y madre, en el que podamos comprender toda la profundidad del misterio de Cristo.

    ¡Que el Señor os bendiga a todos!


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    00 15/05/2013 20:43

    Saludo durante la visita a Castel Gandolfo (5 de mayo de 2005)

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    Alle nuove Reclute della Guardia Svizzera Pontificia (6 maggio 2005)

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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    A LOS OBISPOS DE SRI LANKA EN VISITA "AD LIMINA"

    Sábado 7 de mayo de 2005


    Queridos hermanos en el episcopado:

    1. En estos primeros días de mi pontificado, me alegra daros la bienvenida a vosotros, pastores de la Iglesia en Sri Lanka, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, la primera que tiene lugar después de mi elección. Os agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre mons. Joseph Vianney Fernando, presidente de vuestra Conferencia episcopal. Venís de un continente particularmente marcado por su riqueza de culturas, lenguas y tradiciones (cf. Ecclesia in Asia, 50), y dais testimonio de la profunda fe de vuestro pueblo en Jesucristo, el único Redentor del mundo. Ruego para que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo renueve vuestro compromiso de servir y anunciar con convicción a Cristo, para que vuestro pueblo crezca en el conocimiento y el amor a Aquel que vino para que "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

    2. En diciembre del año pasado, junto con otras innumerables personas en todo el mundo, me sentí profundamente conmovido al observar los efectos devastadores del maremoto que se cobró un gran número de víctimas sólo en Sri Lanka, y dejó a cientos de miles de personas sin hogar. Os ruego que transmitáis mis más sentidas condolencias y las de los católicos del mundo entero a todos los que han soportado tan terribles pérdidas. En el rostro de las personas afligidas por la muerte de un ser querido o que han perdido sus bienes no podemos menos de reconocer el rostro sufriente de Cristo, y, de hecho, es a él a quien servimos cuando mostramos nuestro amor y compasión a los necesitados (cf. Mt 25, 40).

    La comunidad cristiana tiene la obligación particular de cuidar de los niños que han perdido a sus padres a causa del desastre natural. El reino de los cielos pertenece a estos miembros más vulnerables de la sociedad (cf. Mt 19, 14), pero, muy a menudo, se los olvida simplemente o se los explota sin escrúpulos como soldados, trabajadores o víctimas inocentes del tráfico de seres humanos. No hay que escatimar ningún esfuerzo para instar a las autoridades civiles y a la comunidad internacional a combatir estos abusos y brindar a los niños la protección legal que merecen justamente.

    Incluso en los momentos más oscuros de nuestra vida, sabemos que Dios jamás está ausente. San Pablo nos recuerda que "en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman" (Rm 8, 28), y esto ha resultado evidente en la generosidad sin precedentes de la respuesta humanitaria al maremoto. Quiero elogiaros a todos por el modo excepcional como la Iglesia en Sri Lanka se ha esforzado por afrontar las necesidades materiales, morales, psicológicas y espirituales de las víctimas. Podemos reconocer más signos de la bondad de Dios en la participación y colaboración de sectores tan diversos de la sociedad en el esfuerzo por prestar ayuda. Ha sido alentador ver a miembros de diferentes religiones y de diversos grupos étnicos en Sri Lanka y de toda la comunidad mundial reunirse para mostrar su solidaridad con las personas afectadas y redescubrir los vínculos fraternos que los unen. Estoy seguro de que encontraréis los medios para hacer aún más fecundos los resultados de esta cooperación, procurando especialmente que se preste gratuitamente ayuda a todos los necesitados.

    3. La Iglesia en Sri Lanka es joven -un tercio de la población de vuestro país tiene menos de quince años-, y esto da gran esperanza para el futuro. Por tanto, la educación religiosa en las escuelas debe ser una de las principales prioridades. Cualesquiera que sean las dificultades que encontréis en este sector, no debéis desistir de cumplir vuestra responsabilidad. Del mismo modo, los seminarios requieren una atención particular por parte de los obispos (cf. Directorio para el ministerio pastoral de los obispos, 84-91), y os exhorto a velar siempre para que se imparta una sana formación espiritual y teológica a vuestros seminaristas. Necesitan ser estimulados a ejercer su futuro apostolado de un modo que atraiga a los demás hacia Cristo. Cuanto más santos, más alegres y más entusiastas sean en su ministerio sacerdotal, tanto más fructuoso será (cf. Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes para el Jueves santo de 2005, n. 7). Es gratificante saber que vuestro país ya ha sido bendecido con un gran número de vocaciones sacerdotales, y ruego para que muchos otros jóvenes reconozcan la llamada de Dios a entregarse completamente a sí mismos por amor al Reino y respondan a ella.

    4. Para concluir mis reflexiones con vosotros hoy, os presento la imagen de los discípulos de Emaús, recordada recientemente por mi amado predecesor para guiarnos en este Año de la Eucaristía. Cristo mismo los acompañó en su viaje. Les abrió los ojos a la verdad contenida en las Escrituras, reavivó su esperanza y se reveló a sí mismo a ellos en la fracción del pan (cf. Mane nobiscum Domine, 1). Él os acompaña también cuando guiáis a vuestro pueblo a lo largo del camino del seguimiento de Cristo. Renovad vuestra confianza en él. Abridle vuestro corazón.
    Pedidle, en unión con toda la Iglesia en el mundo: "Mane nobiscum, Domine".

    Encomendándoos a vosotros y a vuestros sacerdotes, diáconos, religiosos y fieles laicos a la intercesión de María, Mujer de la Eucaristía, de corazón os imparto mi bendición apostólica como prenda de gracia y fortaleza en su Hijo, nuestro Señor y Salvador Jesucristo.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE*

    Jueves 12 de mayo de 2005


    Excelencias;
    señoras y señores:

    Me alegra encontrarme con vosotros hoy, poco antes de cumplirse un mes del comienzo de mi servicio pastoral como Sucesor de Pedro. Agradezco las palabras que acaba de dirigirme, en vuestro nombre, su excelencia el señor profesor Giovanni Galassi, decano del Cuerpo diplomático ante la Santa Sede, apreciando la atención de todos los diplomáticos a la misión que lleva a cabo la Iglesia en el mundo. Expreso a cada uno de vosotros, así como a vuestros colaboradores, mi cordial saludo y mis mejores deseos, agradeciéndoos vuestras atenciones durante los grandes acontecimientos que vivimos en el pasado mes de abril y el trabajo que realizáis diariamente.

    Al dirigirme a vosotros, mi pensamiento va asimismo a los países que representáis y a sus dirigentes. Pienso también en las naciones con las que la Santa Sede aún no tiene relaciones diplomáticas. Algunas de ellas se han unido a las celebraciones con ocasión de la muerte de mi predecesor y de mi elección a la Sede de Pedro. Habiendo apreciado esos gestos, deseo expresarles hoy mi gratitud y dirigir un saludo deferente a las autoridades civiles de esos países, formulando el deseo de verlos cuanto antes representados ante la Sede apostólica. De esos países, sobre todo de aquellos en los que las comunidades católicas son numerosas, me han llegado mensajes que he apreciado particularmente. Quisiera manifestar cuán queridas son para mí esas comunidades y todos los pueblos a los que pertenecen, asegurándoles a todos que están presentes en mi oración.

    Al veros, no puedo por menos de recordar el largo y fecundo ministerio del querido Papa Juan Pablo II. Misionero infatigable del Evangelio en los numerosos países que visitó, prestó también un servicio único a la causa de la unidad de la familia humana. Mostró el camino hacia Dios, invitando a todos los hombres de buena voluntad a reavivar sin cesar su conciencia y a edificar una sociedad de justicia, paz y solidaridad, en la caridad y el perdón mutuo. No hay que olvidar tampoco sus innumerables encuentros con los jefes de Estado, los jefes de Gobierno y los embajadores, aquí, en el Vaticano, durante los cuales defendió la causa de la paz.

    Yo vengo de un país donde la paz y la fraternidad son apreciadas por todos los habitantes, en especial por los que, como yo, han conocido la guerra y la separación entre hermanos pertenecientes a una misma nación, a causa de ideologías devastadoras e inhumanas que, bajo la apariencia de sueños e ilusión, impusieron sobre los hombres el yugo de la opresión. Por eso, podéis comprender que yo soy particularmente sensible al diálogo entre todos los hombres, para superar toda forma de conflicto y tensión, y para hacer que nuestra tierra sea una tierra de paz y fraternidad.

    Todos juntos —las comunidades cristianas, los responsables de las naciones, los diplomáticos y todos los hombres de buena voluntad—, aunando sus esfuerzos, están llamados a construir una sociedad pacífica, para vencer la tentación de enfrentamientos entre culturas, etnias y mundos diferentes. Con este fin, cada pueblo debe tomar de su patrimonio espiritual y cultural los mejores valores de que es portador, a fin de salir sin temor al encuentro de los demás, aceptando compartir sus riquezas espirituales y materiales en beneficio de todos.

    Para proseguir en este sentido, la Iglesia proclama y defiende sin cesar los derechos humanos fundamentales, por desgracia violados aún en diferentes partes de la tierra, y se esfuerza por lograr que se reconozcan los derechos de toda persona humana a la vida, a la alimentación, a una casa, al trabajo, a la asistencia sanitaria, a la protección de la familia y a la promoción del desarrollo social, en el respeto de la dignidad del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios.

    Estad seguros de que la Iglesia católica, en el ámbito y con los medios que son propios de ella, seguirá ofreciendo su colaboración con vistas a la salvaguardia de la dignidad de todo hombre y al servicio del bien común. No pide ningún privilegio para sí, sino únicamente las condiciones legítimas de libertad y de acción para cumplir su misión. En el concierto de las naciones, desea favorecer siempre el entendimiento entre los pueblos y la cooperación fundados en una actitud de lealtad, discreción y cordialidad.

    Por último, os pido que renovéis a vuestros Gobiernos mi gratitud por su participación en las celebraciones con ocasión de la muerte del Papa Juan Pablo II y de mi elección, así como mi saludo respetuoso y cordial, que acompaño con una oración especial para que Dios os colme de la abundancia de sus bendiciones a vosotros y a vuestras familias, así como a vuestros países y a todos los que viven en ellos.


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    00 15/05/2013 20:48

    ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    AL PERSONAL QUE TRABAJA EN LAS OFICINAS
    DEL VICARIATO DE ROMA

    Viernes 13 de mayo de 2005


    Queridos sacerdotes y diáconos;
    queridos religiosos y religiosas;
    queridos laicos que trabajáis en el Vicariato:

    He venido a visitaros, y os saludo cordialmente a todos. Saludo en particular al cardenal vicario, agradeciéndole las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Es hermoso poder encontrarme con vosotros en el edificio donde prestáis diariamente vuestro servicio a la Iglesia, trabajando en estrecha colaboración con los obispos del consejo episcopal. Las tareas que se os han confiado, en las numerosas oficinas y en los tres tribunales en los que se articula el Vicariato de Roma, son varias y diferenciadas, pero están unidas por la participación en la misma misión de la Iglesia. Precisamente esta misión única llama a cada uno a una profunda comunión, que tiene su centro en Jesucristo, y exige de parte de todos una disponibilidad diaria a la colaboración. De este modo, cada uno cumple con alegría la tarea que se le ha encomendado para el bien de toda la comunidad diocesana.

    Queridos amigos, el ministerio de Obispo de Roma me une a vosotros con una relación especial, y por eso cuento con vuestra cercanía espiritual y con vuestro apoyo concreto y generoso. Por mi parte, os aseguro un constante recuerdo en la oración por vosotros, por vuestras familias y por todos vuestros seres queridos. Que el Señor os acompañe siempre. La Virgen María, a quien hoy veneramos con el título de Nuestra Señora de Fátima, os asista y proteja.

    Os bendigo a todos y a cada uno.


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    00 15/05/2013 20:50

    DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
    A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
    DE LA DIÓCESIS DE ROMA

    Basílica de San Juan de Letrán
    Viernes 13 de mayo de 2005


    Queridos sacerdotes y diáconos, que prestáis vuestro servicio pastoral a la diócesis de Roma:

    Me alegra encontrarme con vosotros al comienzo de mi ministerio de Obispo de esta Iglesia, "que preside en el amor". Saludo con afecto al cardenal vicario, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, al vicegerente y a los obispos auxiliares. Os saludo cordialmente a cada uno de vosotros, y deseo expresaros desde este primer encuentro mi gratitud por vuestro trabajo diario en la viña del Señor.

    La extraordinaria experiencia de fe que vivimos con ocasión de la muerte de nuestro amadísimo Papa Juan Pablo II nos mostró una Iglesia de Roma profundamente unida, llena de vida y de fervor: todo esto es también fruto de vuestra oración y de vuestro apostolado. Así, en la humilde adhesión a Cristo, único Señor, podemos y debemos promover juntos la "ejemplaridad" de la Iglesia de Roma, que es servicio genuino a las Iglesias hermanas presentes en el mundo entero. En efecto, el vínculo indisoluble entre romanum y petrinum implica y requiere la participación de la Iglesia de Roma en la solicitud universal de su Obispo. Pero la responsabilidad de esta participación os incumbe de modo especial a vosotros, queridos sacerdotes y diáconos, unidos a vuestro Obispo por el vínculo sacramental y constituidos sus valiosos colaboradores. Por eso, cuento con vosotros, con vuestra oración, con vuestra acogida y vuestra entrega, para que nuestra amada diócesis corresponda cada vez más generosamente a la vocación que el Señor le ha encomendado. Por mi parte, os digo: a pesar de mis límites, podéis contar con la sinceridad de mi afecto paterno por todos vosotros.

    Queridos sacerdotes, la calidad de vuestra vida y de vuestro servicio pastoral parece indicar que, tanto en esta diócesis como en muchas otras del mundo, ya ha pasado el tiempo de la crisis de identidad que afectó a tantos sacerdotes. Pero están aún muy presentes las causas de "desierto espiritual" que afligen a la humanidad de nuestro tiempo y, consiguientemente, minan también a la Iglesia que vive en esta humanidad. ¿Cómo no temer que puedan asechar también la vida de los sacerdotes? Por tanto, es indispensable volver siempre de nuevo a la raíz de nuestro sacerdocio. Como bien sabemos, esta raíz es una sola: Jesucristo nuestro Señor. Él es el enviado del Padre, él es la piedra angular (cf. 1 P 2, 7). En él, en el misterio de su muerte y resurrección, viene el reino de Dios y se realiza la salvación del género humano. Pero este Jesús no tiene nada que le pertenezca; es totalmente del Padre y para el Padre. Por eso, dice que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo envió (cf. Jn 7, 16): el Hijo no puede hacer nada por su cuenta (cf. Jn 5, 19. 30).

    Queridos amigos, esta es también la verdadera naturaleza de nuestro sacerdocio. En realidad, todo lo que constituye nuestro ministerio no puede ser producto de nuestra capacidad personal. Esto vale para la administración de los sacramentos, pero vale también para el servicio de la Palabra: no hemos sido enviados a anunciarnos a nosotros mismos o nuestras opiniones personales, sino el misterio de Cristo y, en él, la medida del verdadero humanismo. Nuestra misión no consiste en decir muchas palabras, sino en hacernos eco y ser portavoces de una sola "Palabra", que es el Verbo de Dios hecho carne por nuestra salvación.

    Por tanto, valen también para nosotros las palabras de Jesús: "Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado" (Jn 7, 16). Queridos sacerdotes de Roma, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, confía en nosotros, nos encomienda su cuerpo en la Eucaristía, nos encomienda su Iglesia. Así pues, debemos ser en verdad sus amigos, tener sus mismos sentimientos, querer lo que él quiere y no querer lo que él no quiere. Jesús mismo nos dice: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos" (Jn 15, 14). Este debe ser nuestro propósito común: hacer todos juntos su santa voluntad, en la que está nuestra libertad y nuestra alegría.

    Al tener su raíz en Cristo, el sacerdocio es, por su misma naturaleza, en la Iglesia y para la Iglesia. En efecto, la fe cristiana no es algo puramente espiritual e interior, y nuestra relación con Cristo no es sólo subjetiva y privada. Al contrario, es una relación totalmente concreta y eclesial. A su vez, el sacerdocio ministerial tiene una relación constitutiva con el cuerpo de Cristo, en su doble e inseparable dimensión de Eucaristía e Iglesia, de cuerpo eucarístico y cuerpo eclesial. Por eso, nuestro ministerio es amoris officium (san Agustín, In Ioannis evangelium tractatus 123, 5), es el oficio del buen pastor, que da su vida por la ovejas (cf. Jn 10, 14-15).

    En el misterio eucarístico, Cristo se entrega siempre de nuevo, y precisamente en la Eucaristía aprendemos el amor de Cristo y, por consiguiente, el amor a la Iglesia. Así pues, repito con vosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, las inolvidables palabras de Juan Pablo II: "La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada" (Discurso con ocasión del trigésimo aniversario del decreto Presbyterorum ordinis, 27 de octubre de 1995, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de noviembre de 1995, p. 6). Y cada uno de nosotros puede repetir estas palabras como si fueran suyas: "La santa misa es, de modo absoluto, el centro de mi vida y de toda mi jornada".

    Del mismo modo, la obediencia a Cristo, que corrige la desobediencia de Adán, se concreta en la obediencia eclesial, que para el sacerdote, en la práctica diaria, es ante todo obediencia a su obispo. Pero en la Iglesia la obediencia no es algo formal; es obediencia a aquel que, a su vez, es obediente y representa a Cristo obediente. Todo esto no anula ni atenúa las exigencias concretas de la obediencia, sino que asegura su profundidad teologal y su dimensión católica: en el obispo obedecemos a Cristo y a la Iglesia, que él representa en este lugar.

    Jesucristo fue enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para la salvación de toda la familia humana, y los sacerdotes, a través de la gracia del sacramento, participamos en su misión. Como escribe el apóstol san Pablo, "Dios (...) nos confió el ministerio de la reconciliación. (...) Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 Co 5, 18-20). Así describe san Pablo nuestra misión de sacerdotes. Por eso, en la homilía que pronuncié antes del Cónclave, hablé de una "santa inquietud" que debe animarnos, la inquietud por llevar a todos el don de la fe, por ofrecer a todos la salvación, la única que permanece eternamente. En una ciudad tan grande como Roma, que, por una parte, está tan impregnada de la fe y, sin embargo, hay tantas personas que no han percibido realmente en su corazón el anuncio de la fe, con mayor razón debemos estar animados por esta inquietud por llevar esta alegría, este centro de la vida, que le da sentido y orientación.

    Queridos hermanos sacerdotes de Roma, Cristo resucitado nos llama a ser sus testigos y nos da la fuerza de su Espíritu para serlo verdaderamente. Por consiguiente, es necesario estar con él (cf. Mc 3, 14; Hch 1, 21-23). Como en la primera descripción del "munus apostolicum", en el capítulo 3 de san Marcos, se describe lo que el Señor pensaba que debería ser el significado de un apóstol: estar con él y estar disponible para la misión. Las dos cosas van juntas y sólo estando con él estamos también siempre en movimiento con el Evangelio hacia los demás. Por tanto, es esencial estar con él y así sentimos la inquietud y somos capaces de llevar la fuerza y la alegría de la fe a los demás, de dar testimonio con toda nuestra vida y no sólo con las palabras.

    Valen para nosotros las palabras del apóstol san Pablo: "Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (...) Efectivamente, siendo libre de todos, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más que pueda. (...) Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos" (1 Co 9, 16-22). Estas palabras, que son el autorretrato del apóstol, nos presentan también el retrato de todo sacerdote. Este "hacerse todo a todos" se manifiesta en la cercanía diaria, en la atención a toda persona y familia: al respecto, vosotros, sacerdotes de Roma, tenéis una gran tradición —lo digo con profunda convicción—, y la estáis honrando también hoy, que la ciudad se ha extendido tanto y ha cambiado profundamente. Como bien sabéis, es decisivo que la cercanía y la atención a todos se realicen siempre en nombre de Cristo y tiendan constantemente a llevar a él.

    Naturalmente, para cada uno de vosotros, de nosotros, esta cercanía y esta entrega tienen un coste personal: significan tiempo, preocupaciones, gasto de energías. Conozco vuestro trabajo diario, y quiero daros las gracias de parte del Señor. Pero también quisiera ayudaros, en la medida de mis posibilidades, a no ceder ante este trabajo. Para poder resistir y, más aún, para crecer, como personas y como sacerdotes, es fundamental ante todo la comunión íntima con Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre (cf. Jn 4, 34): todo lo que hacemos, lo hacemos en comunión con él, y así recobramos siempre de nuevo la unidad de nuestra vida entre tantas dispersiones, favorecidas por las diversas ocupaciones de cada día.

    Del Señor Jesucristo, que se sacrificó a sí mismo para hacer la voluntad del Padre, aprendemos además el arte de la ascesis sacerdotal, que también hoy es necesaria: no hay que situarla junto a la acción pastoral, como un fardo añadido que hace aún más pesada nuestra jornada. Al contrario, en la acción misma debemos aprender a superarnos, a dejar y dar nuestra vida.

    Pero, para que todo eso se realice realmente en nosotros, para que realmente nuestra acción sea en sí misma nuestra ascesis y nuestra entrega, para que todo eso no se quede sólo en un deseo, necesitamos sin duda momentos para recuperar nuestras energías, también físicas, y, sobre todo, para orar y meditar, volviendo a entrar en nuestra interioridad y encontrando dentro de nosotros al Señor. Por eso, el tiempo para estar en presencia de Dios en la oración es una verdadera prioridad pastoral; no es algo añadido al trabajo pastoral; estar en presencia del Señor es una prioridad pastoral: en definitiva, la más importante. Nos lo mostró del modo más concreto y luminoso Juan Pablo II en todas las circunstancias de su vida y de su ministerio.

    Queridos sacerdotes, jamás destacaremos suficientemente cuán fundamental y decisiva es nuestra respuesta personal a la llamada a la santidad. Esta es la condición no sólo para que nuestro apostolado personal sea fecundo, sino también, y más ampliamente, para que el rostro de la Iglesia refleje la luz de Cristo (cf. Lumen gentium, 1), induciendo así a los hombres a reconocer y adorar al Señor. Debemos acoger la exhortación del apóstol san Pablo a reconciliarnos con Dios (cf. 2 Co 5, 20), ante todo en nosotros mismos, pidiendo al Señor, con corazón sincero y con espíritu decidido y valiente, que aleje de nosotros todo lo que nos separa de él y está en contraste con la misión que hemos recibido. Tenemos la seguridad de que el Señor, que es misericordioso, nos lo concederá.

    Mi ministerio de Obispo de Roma se sitúa en la línea del de mis predecesores, acogiendo en particular la valiosa herencia que ha dejado Juan Pablo II: por este sendero, queridos sacerdotes y diáconos, caminamos juntos con serenidad y confianza. Seguiremos tratando de hacer crecer la comunión dentro de la gran familia de la Iglesia diocesana y colaborando para incrementar la orientación misionera de nuestra pastoral, de acuerdo con las líneas de fondo del Sínodo romano, traducidas con particular eficacia en la experiencia de la Misión ciudadana.

    Roma es una diócesis muy grande, y es una diócesis realmente especial, por la solicitud universal que el Señor ha encomendado a su Obispo. Por eso, queridos sacerdotes, vuestra relación con el Obispo diocesano, que por desgracia soy yo, no puede tener la inmediatez diaria que yo desearía y que es posible en otras situaciones. Pero a través de la obra del cardenal vicario y de los obispos auxiliares, a los que expreso mi profunda gratitud, puedo estar concretamente cerca de cada uno de vosotros, en las alegrías y en las dificultades que acompañan el camino de todo sacerdote.

    Sobre todo, deseo aseguraros la cercanía más profunda y decisiva que une al Obispo con sus sacerdotes y sus diáconos, en la oración diaria. Y tened la seguridad de que realmente el clero de Roma está particularmente presente en mi oración. Y estamos cercanos en la fe y en el amor a Cristo y en nuestra consagración a María, Madre del único y Sumo Sacerdote. Precisamente de nuestra unión con Cristo y con la Virgen se alimentan la serenidad y la confianza que todos necesitamos, tanto para el trabajo apostólico como para nuestra existencia personal.

    Queridos sacerdotes y diáconos, estas son algunas consideraciones que deseaba proponer a vuestra atención. Ahora, antes de daros la palabra a vosotros, para vuestras preguntas y reflexiones, quiero anunciar también una noticia muy alegre. Tenemos una comunicación que ha llegado hoy. La escribe el cardenal Saraiva Martins, prefecto de la Congregación para las causas de los santos, juntamente con su excelencia Nowak, secretario de la misma Congregación.

    A petición del eminentísimo y reverendísimo señor cardenal Camillo Ruini, vicario general de Su Santidad para la diócesis de Roma, el Sumo Pontífice Benedicto XVI, teniendo en cuenta las peculiares circunstancias expuestas, en la audiencia concedida al mismo cardenal vicario general el día 28 del mes de abril de este año 2005, ha dispensado del tiempo de cinco años de espera después de la muerte del siervo de Dios Juan Pablo II (Karol Wojtyla), Sumo Pontífice, de modo que la causa de beatificación y canonización del mismo siervo de Dios pueda comenzar enseguida.

    No obstante cualquier cosa en contrario.

    Dado en Roma, en la sede de esta Congregación para las causas de los santos, el día 9 del mes de mayo del año del Señor 2005.

    Cardenal JOSÉ SARAIVA MARTINS
    Prefecto

    EDWARD NOWAK
    Arzobispo titular de Luni
    Secretario

    Ahora os doy la palabra a vosotros. Al final, trataré de dar una respuesta en la medida de las posibilidades.

    Terminadas las intervenciones, el Papa improvisó el siguiente discurso

    Al final, sólo puedo dar las gracias por la riqueza y la profundidad de estas aportaciones, en las que se refleja un presbiterio lleno de entusiasmo, de amor a Cristo y de amor a la grey que nos ha sido encomendada, de amor a los pobres. Y no sólo de la ciudad de Roma, sino realmente de la Iglesia universal, de todos nuestros hermanos. Gracias también por el afecto que me habéis expresado, que para mí constituye una gran ayuda.

    No quiero ahora entrar en detalles de lo que se ha dicho. Sería útil continuar una verdadera discusión, y espero que se presenten oportunidades de entablar una discusión concreta, con preguntas y respuestas. En este momento expreso simplemente mi gratitud por todo. Conozco realmente vuestro compromiso pastoral; sé que queréis construir la Iglesia de Cristo aquí en Roma; sé que buscáis también la manera de trabajar mejor, y que todo brota de un gran amor al Señor y a la Iglesia.

    Quisiera sólo aludir a tres o cuatro puntos que he retenido en la memoria. Habéis hablado de unión entre romanidad y universalidad. Me parece un punto muy importante. Por una parte, esta es una verdadera Iglesia local, que debe vivir como tal. Hay personas que sufren, que viven, que quieren creer o no logran creer. Aquí debe crecer en las parroquias la Iglesia de Roma con su gran responsabilidad por el mundo, porque, en cierto modo, lleva en sí el mandato de "ejemplaridad", a fin de que en la Iglesia de Roma se refleje el rostro de la Iglesia como tal y sea un modelo para las demás Iglesias locales. Para poder ser modelo, nosotros mismos debemos ser una Iglesia local que se comprometa todos los días en el trabajo humilde que exige el ser Iglesia en un lugar determinado y en un tiempo determinado.

    Habéis hablado de la parroquia como estructura fundamental, ayudada y enriquecida por los movimientos. Y me parece que precisamente durante el pontificado del Papa Juan Pablo II se creó una fecunda unión entre el elemento constante de la estructura parroquial y el elemento —digamos— "carismático", que ofrece nuevas iniciativas, nuevas inspiraciones, nuevas animaciones. Bajo la sabia guía del cardenal vicario y de los obispos auxiliares, todos los párrocos pueden juntos ser realmente responsables del crecimiento de la parroquia, asumiendo todos los elementos que pueden venir de los movimientos y de la realidad viva de la Iglesia en diversas dimensiones.

    Pero quería hablar también de esta relación entre romanidad y universalidad. Uno de nuestros hermanos ha hablado de nuestra responsabilidad con respecto a África. Hemos visto cómo en Roma está presente África, está presente la India, está presente el mundo entero. Y esta presencia de nuestros hermanos no sólo nos obliga a pensar en nosotros, sino también a sentir, precisamente en este momento histórico, en todas estas circunstancias que conocemos, la presencia de los demás continentes. Me parece que en este momento tenemos una responsabilidad particular con respecto a África, a América Latina y Asia, donde el cristianismo —con excepción de Filipinas— se encuentra aún en gran minoría, aunque crece con fuerza en la India y se presenta como una fuerza del futuro.

    Así pues, pensemos también precisamente en esta responsabilidad. África es un continente de grandísimas potencialidades, de grandísima generosidad por parte de la gente, con una fe viva que impresiona. Pero debemos confesar que Europa no sólo ha exportado la fe en Cristo, sino también todos los vicios del viejo continente. Ha exportado el sentido de la corrupción, ha exportado la violencia, que ahora está devastando África. Y debemos reconocer nuestra responsabilidad de hacer que la exportación de la fe, que responde a la espera íntima de todo ser humano, sea más fuerte que la exportación de los vicios de Europa. Me parece que esta es una gran responsabilidad.
    Aún se realiza comercio de armas. Se explotan los tesoros de esa tierra. Por eso los cristianos debemos hacer todo lo posible para que llegue la fe y con la fe la fuerza para resistir a esos vicios y reconstruir un África cristiana, que sea un África feliz, un gran continente del nuevo humanismo.

    Se ha hablado asimismo de que, por una parte, existe la necesidad de anunciar, hablar, pero también de escuchar. Y me parece que esto es importante, en dos sentidos. Por una parte, el sacerdote, el diácono, el catequista, el religioso, la religiosa, deben anunciar, ser testigos. Pero, precisamente por esto deben escuchar, en dos sentidos: por una parte, con el alma abierta a Cristo, escuchando interiormente su palabra, a fin de asimilarla de modo que transforme y forme mi ser; y, por otra, escuchando a la humanidad de hoy, al prójimo, al hombre de mi parroquia, al hombre con respecto al cual yo tengo cierta responsabilidad. Naturalmente, al escuchar al mundo de hoy, que existe también en nosotros, escuchamos todos los problemas, todas las dificultades que se oponen a la fe. Y debemos ser capaces de tomar en serio esos problemas.

    San Pedro, primer obispo de Roma, en su primera carta dice que los cristianos debemos estar dispuestos a dar razón de nuestra fe. Esto supone que nosotros mismos hemos comprendido la razón de la fe, hemos "digerido" en realidad, también racionalmente, con el corazón, con la sabiduría del corazón, esta palabra, que puede realmente ser una respuesta para los demás.

    En la primera carta de san Pedro, en el texto griego, con un hermoso juego de palabras, se dice: "apología", respuesta del "logos", de la razón de nuestra fe. Es decir, el "logos", la razón de la fe, la palabra de la fe debe transformarse en respuesta de la fe. Y sabemos bien que para la gente de hoy el lenguaje de la fe a menudo resulta lejano; sólo puede resultar cercano si en nosotros se transforma en lenguaje de nuestro tiempo. Nosotros somos contemporáneos, vivimos en este tiempo, con estos pensamientos, con estos afectos. Si está transformado en nosotros, puede encontrar respuesta.

    Naturalmente, reconozco —lo sabemos todos— que muchos no son inmediatamente capaces de identificarse, de comprender, de asimilar toda la doctrina de la Iglesia. Me parece importante primero despertar esta intención de creer con la Iglesia, aunque personalmente alguno pueda no haber asimilado aún muchos detalles. Es necesario tener esta voluntad de creer con la Iglesia, confiar en que esta Iglesia —la comunidad no sólo de dos mil años de peregrinación del pueblo de Dios, sino también la comunidad que abraza el cielo y la tierra, la comunidad en la que están presentes asimismo todos los justos de todos los tiempos—, animada por el Espíritu Santo, está realmente guiada por el Espíritu, y, por tanto, es el verdadero sujeto de la fe. Y cada persona se inserta en este sujeto, se adhiere a él y, por consiguiente, aunque no esté totalmente penetrada por él, confía y participa en la fe de la Iglesia, quiere creer con la Iglesia.

    Me parece que esta es la peregrinación permanente de nuestra vida: llegar con nuestro pensamiento, con nuestro afecto, con toda nuestra vida, a la comunión de la fe. Esto lo podemos ofrecer a todos, para que poco a poco se identifiquen y sobre todo para que den siempre de nuevo este paso fundamental: confiar en la fe de la Iglesia, insertarse en esta peregrinación de la fe, de forma que puedan recibir la luz de la fe.

    Por último, quisiera agradecer una vez más la contribución que se ha dado aquí con respecto al cristocentrismo, a la necesidad de que nuestra fe esté siempre alimentada por el encuentro personal con Cristo, por una amistad personal con Jesús. Romano Guardini dijo con razón, hace setenta años, que la esencia del cristianismo no es una idea, sino una Persona. Grandes teólogos habían intentado describir las ideas esenciales constitutivas del cristianismo. Pero el cristianismo que habían delineado, al final resultaba algo poco convincente. Porque el cristianismo es, en primer lugar, un Acontecimiento, una Persona. Y en la Persona encontramos luego la riqueza de los contenidos.
    Esto es importante.

    Me parece que aquí hallamos también una respuesta a una dificultad que se escucha a menudo hoy sobre la dimensión misionera de la Iglesia. Muchos señalan la tentación de pensar con respecto a los demás de esta manera: "Pero, ¿por qué no los dejamos en paz? Tienen su autenticidad, su verdad. Nosotros tenemos la nuestra. Por tanto, convivamos pacíficamente, dejando a cada uno como es, para que busque del mejor modo posible su autenticidad".

    Pero, ¿cómo podemos encontrar nuestra autenticidad si realmente en lo más profundo de nuestro corazón existe la expectativa de Jesús, y la verdadera autenticidad de cada uno se encuentra precisamente en la comunión con Cristo, y no sin Cristo? Dicho de otra manera: si nosotros hemos encontrado al Señor y si él es la luz y la alegría de nuestra vida, ¿estamos seguros de que a quien no ha encontrado a Cristo no le falta algo esencial y de que no tenemos el deber de ofrecerle esa realidad esencial?

    Luego, dejemos al Espíritu Santo y a la libertad de cada uno lo que suceda. Pero, si estamos convencidos y tenemos la experiencia de que sin Cristo la vida es incompleta, de que falta algo, la realidad fundamental, también debemos estar convencidos de que no cometemos ninguna injusticia contra nadie si le mostramos a Cristo y le ofrecemos la posibilidad de encontrar así también su verdadera autenticidad, la alegría de haber hallado la vida.

    Al final, quisiera dar las gracias a todos los miembros del presbiterio y de la comunidad eclesial de Roma, a los párrocos, a los vicepárrocos, a todos los colaboradores en las diversas funciones, a los diáconos, a los catequistas, sobre todo a los religiosos y a las religiosas, que son como el corazón también de la vida eclesial de una diócesis. Gracias por el testimonio que nos han dado.

    Sigamos adelante todos juntos, animados por el amor a Cristo. Y así iremos bien.


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    00 15/05/2013 20:51

    DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
    A LOS PEREGRINOS QUE HABÍAN PARTICIPADO
    EN LA MISA DE BEATIFICACIÓN

    Lunes 16 de mayo de 2005


    Queridos hermanos y hermanas:

    Con alegría os acojo hoy a todos vosotros, que habéis venido para participar en el rito de beatificación de la madre Ascensión del Corazón de Jesús Nicol Goñi y de la madre Mariana Cope, que tuvo lugar el sábado por la tarde en la basílica vaticana. Estas dos nuevas beatas, testigos ejemplares de la caridad de Cristo, nos ayudan a comprender mejor el sentido y el valor de nuestra vocación cristiana.

    Queridos peregrinos, habéis venido a Roma para revivir el mensaje misionero que ha dejado a la Iglesia, con su vida y su obra, la madre Ascensión del Corazón de Jesús Nicol Goñi, que acaba de ser proclamada beata. Os invito a conservar en el corazón el ardor apostólico, nacido del amor a Jesús, que la madre Ascensión vivió y supo infundir en sus hijas espirituales.

    Al saludar cordialmente a mis hermanos en el episcopado, a las diversas autoridades y fieles que han participado en este significativo acontecimiento, me dirijo especialmente a las Dominicas Misioneras del Rosario, que a ejemplo de su beata fundadora nos ayudan a revivir, en nuestro tiempo, el espíritu de santo Domingo. Mantened viva la experiencia de la cercanía de Dios en la vida misionera —"¡Qué cerquita se siente a Dios", decía la madre—, el espíritu de fraternidad en vuestras comunidades, dispuestas a ir donde más os necesite la Iglesia, con el estilo emprendedor que llevó a la madre Ascensión hasta las agrestes tierras del vicariato de Puerto Maldonado.

    Saludo a los peregrinos de este vicariato apostólico y de otras regiones peruanas, que vieron florecer un fruto precioso de genuina evangelización, cultivado con esmero especialmente por manos femeninas. Y saludo también a los que han venido de Navarra, tierra natal de la nueva beata, y de otras partes de España, donde la semilla de la fe ha calado muy hondo y ha dado tantos misioneros en todas las partes del mundo.

    La ceremonia ha tenido lugar en una fecha muy significativa para los misioneros y para toda la Iglesia: la víspera de Pentecostés, momento en el que, bajo el impulso del Espíritu Santo, los discípulos de Jesús se lanzaron sin temor a proclamar por doquier y públicamente la enseñanza del Maestro. Desde entonces otros han acogido el mandato misionero poniendo sus energías al servicio del Evangelio. Entre estos la madre Ascensión se dejó inflamar también por el fuego de Pentecostés y se comprometió a difundirlo en el mundo.

    Que ella interceda ahora por todos vosotros, para que llevéis al mundo la luz que dio esplendor a su vida y gozo a su corazón.

    Bendigo a todos con gran afecto. Muchas gracias.

    * * *


    Con gran alegría os doy la bienvenida a Roma, queridos hermanos y hermanas, con ocasión de la beatificación de la madre Mariana Cope. Sé que vuestra participación en la solemne liturgia del sábado, tan significativa para la Iglesia universal, será una fuente de gracia y de compromiso renovados con vistas al ejercicio de la caridad, que caracteriza la vida de todo cristiano.
    Mariana Cope vivió una vida de profunda fe y amor, que dio fruto en un espíritu misionero de inmensa esperanza y confianza. En 1862 ingresó en la Congregación de las Religiosas Franciscanas de Syracuse, donde se impregnó de la particular espiritualidad de san Francisco de Asís, consagrándose sin reservas a las obras de misericordia espirituales y corporales. Con su experiencia de vida consagrada desarrolló un extraordinario apostolado, adornado con virtudes heroicas.

    Como es bien sabido, mientras la madre Mariana era superiora general de su congregación, el entonces obispo de Honolulu invitó a la orden a ir a Hawai para trabajar entre los leprosos. La lepra estaba extendiéndose rápidamente y causaba sufrimientos y miseria indecibles entre los afectados. Otras cincuenta congregaciones habían recibido antes la misma petición, pero sólo la madre Mariana, en nombre de sus hermanas, respondió positivamente. Fiel al carisma de la orden, y a imitación de san Francisco, que abrazó a los leprosos, la madre Mariana se ofreció para la misión con un "sí" confiado. Durante treinta y cinco años, hasta su muerte en 1918, nuestra nueva beata dedicó su vida a amar y servir a los leprosos en las islas de Maui y Molokai.

    Indudablemente, la generosidad de la madre Mariana, humanamente hablando, fue ejemplar. Pero las buenas intenciones y el altruismo por sí solos no bastan para explicar su vocación. Sólo la perspectiva de la fe nos permite comprender su testimonio, como cristiana y como religiosa, del amor sacrificial que alcanza su plenitud en Jesucristo. Todo lo que realizó estaba inspirado por su amor personal al Señor, que expresaba a su vez a través de su amor a las personas abandonadas y rechazadas por la sociedad de un modo lamentable.

    Queridos hermanos y hermanas, inspirémonos hoy en la beata Mariana Cope para renovar nuestro compromiso de caminar por la senda de la santidad.

    Pidiendo a Dios que vuestra peregrinación a Roma sea un tiempo de enriquecimiento espiritual, os imparto de corazón a vosotros mi bendición apostólica, que extiendo de buen grado a los miembros de vuestras familias que han permanecido en casa, especialmente a los que están enfermos o sufren de cualquier modo.

    La Virgen María nos obtenga el don de una fidelidad constante al Evangelio. Nos ayude a seguir el ejemplo de las nuevas beatas y a tender incansablemente a la santidad. A todos vosotros, aquí presentes, y a vuestros seres queridos, mi bendición.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    AL SEÑOR BARTOLOMEJ KAJTAZI,
    EMBAJADOR DE LA EX REPÚBLICA YUGOSLAVA DE MACEDONIA*

    Jueves 19 de mayo de 2005


    Excelencia:

    Me complace darle la bienvenida hoy y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de la ex República yugoslava de Macedonia ante la Santa Sede.
    Agradezco las afectuosas palabras de saludo del presidente Crvenkovski, que me ha transmitido. Correspondo de buen grado, asegurando al Gobierno y a los ciudadanos de su nación mis oraciones por la paz y el bienestar del país.

    La fiesta de san Cirilo y san Metodio, que, junto con san Benito, santa Brígida de Suecia, santa Catalina de Siena y santa Teresa Benedicta de la Cruz, son los grandes patronos de Europa, se caracteriza por una visita anual a Roma de una delegación de su país. Este acontecimiento, muy simbólico, recuerda el gran interés que los Papas Nicolás I, Adriano II y Juan VIII mostraron por los Apóstoles de los eslavos, animándolos a realizar su actividad misionera con fidelidad y creatividad. Al igual que san Cirilo y san Metodio reconocieron la necesidad de traducir correctamente las nociones bíblicas y los conceptos teológicos griegos en un contexto muy diferente de pensamiento y de experiencia histórica, así también hoy la tarea principal que afrontan los cristianos en Europa consiste en proyectar la luz ennoblecedora de la Revelación sobre todo lo que es bueno, verdadero y bello. De este modo, todos los pueblos y naciones son atraídos hacia la paz y la libertad que Dios Creador quiere para todos.

    Reconozco con sentimientos de gratitud que su nación ha reafirmado su compromiso de avanzar por un camino de paz y reconciliación. Al actuar así, puede convertirse en un ejemplo para las demás en la región de los Balcanes. Por desgracia, las diferencias culturales han sido a menudo fuente de incomprensión entre los pueblos e incluso causa de conflictos y guerras sin sentido. En efecto, el diálogo entre las culturas es una piedra angular indispensable para la civilización universal del amor, que anhela todo hombre y toda mujer. Por eso, lo animo a usted y a sus compatriotas a afirmar los valores fundamentales comunes a todas las culturas; comunes, porque tienen su fuente en la naturaleza misma de la persona humana. De este modo, la búsqueda de la paz se consolida, permitiéndoles dedicar todos los recursos humanos y espirituales al progreso material y moral de su pueblo, con espíritu de fructuosa cooperación con los países vecinos.

    Como sabe muy bien, señor embajador, el objetivo de la integración social que su Gobierno está buscando legítimamente con valentía les acerca más al resto de Europa. En efecto, sus tradiciones y su cultura tienen en ella una resonancia natural y pertenecen al espíritu que impregna este continente. Como dijo en varias ocasiones mi amado predecesor: Europa necesita de las naciones balcánicas, y ellas de Europa. Sin embargo, entrar en la Unión europea no debería entenderse meramente como una panacea para superar las dificultades económicas.

    En el proceso de ampliación de la Unión europea es "sumamente importante" recordar que "no tendrá solidez si queda reducida sólo a la dimensión geográfica y económica". Más bien, la Unión debe "consistir ante todo en una concordia de los valores, que se exprese en el derecho y en la vida" (Ecclesia in Europa, 110). Justamente esto exige de cada Estado un ordenamiento adecuado de la sociedad que recupere creativamente el alma de Europa, formada con la contribución decisiva del cristianismo, afirmando la dignidad trascendente de la persona humana y los valores de la razón, la libertad, la democracia y el Estado de derecho (cf. ib., 109).

    El pueblo de su país ya ha logrado mucho en la difícil pero gratificante tarea de asegurar coherencia y estabilidad social. El desarrollo auténtico requiere un plan nacional coordinado de progreso que realice las legítimas aspiraciones de todos los sectores de la sociedad y del que se responsabilicen los líderes políticos y civiles. La historia humana nos enseña repetidamente que, para que estos programas lleven a cabo un cambio positivo y duradero, deben basarse en la protección de los derechos humanos, incluidos los de las minorías étnicas y religiosas, el ejercicio de un gobierno responsable y transparente, y el mantenimiento de la ley y el orden mediante un sistema judicial imparcial y una fuerza de policía honrada. Sin estos fundamentos, la esperanza de un verdadero progreso se desvanece.

    Señor embajador, el compromiso de su Gobierno de mejorar la prosperidad social y económica de sus ciudadanos presenta a las generaciones jóvenes un panorama de confianza y optimismo. En esta promesa es central la creación de oportunidades educativas. Cuando las escuelas funcionan de una manera profesional y cuentan con gente dotada de integridad personal, se da esperanza a todos y muy especialmente a los jóvenes. La instrucción religiosa es parte integrante de esta formación.
    Ayuda a los jóvenes a descubrir el pleno sentido de la existencia humana, de modo especial la relación fundamentalmente importante entre la libertad y la verdad (cf. Fides et ratio, 90). En efecto, el conocimiento iluminado por la fe, lejos de dividir a las comunidades, une a los pueblos en la búsqueda común de la verdad, que define a todo ser humano como alguien que vive de fe (cf. ib., 31). Por tanto, aliento con fuerza al Gobierno a proseguir con su intención de permitir la enseñanza de la religión en las escuelas primarias.

    La Iglesia católica en su nación, aunque es pequeña numéricamente, desea llegar, en colaboración con otras comunidades religiosas, a todos los miembros de la sociedad de Macedonia sin distinción. Su misión caritativa, dirigida particularmente a los pobres y a los que sufren, forma parte de su "práctica de un amor activo y concreto con cada ser humano" (Novo millennio ineunte, 49) y es muy apreciada en su país. Le aseguro que la Iglesia está dispuesta a cooperar cada vez más en los programas de desarrollo humano del país, promoviendo los valores de paz, justicia, solidaridad y libertad.

    Excelencia, la misión diplomática que comienza hoy fortalecerá ulteriormente los vínculos de comprensión y cooperación existentes entre su país y la Santa Sede. Le garantizo que las diversas oficinas de la Curia romana están dispuestas a ayudarle en el cumplimiento de su misión. Con mis mejores deseos, invoco sobre usted, sobre su familia y sobre todo el pueblo de su nación abundantes bendiciones de Dios.


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    00 15/05/2013 20:52

    ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
    EN LA CONCESIÓN DE UNA CONDECORACIÓN
    A MONS. GEORG RATZINGER

    Jueves 19 de mayo de 2005


    Querido Georg;
    estimado embajador;
    estimado presidente Schambeck;
    estimadas autoridades;
    señoras y señores:

    Me parece algo extraño tomar ahora la palabra. Mientras bajaba, el secretario me dijo oportunamente: "Ahora, querido Santo Padre, el protagonista es su hermano". De eso no cabe duda. Es hermoso que ahora mi hermano, que durante treinta años se ha dedicado con tanto empeño a la música sagrada en la catedral de Ratisbona y en todo el mundo, reciba una condecoración de personas particularmente competentes.

    Cuando hablo, a pesar de mi incompetencia, me siento, por decirlo así, como portavoz de todos los aquí presentes, que comparten mi alegría y sienten gratitud y satisfacción por esta hora y por este momento. Mi hermano ya lo ha dicho: Austria es, de modo muy particular, el país de la música. Quien piensa en Austria, piensa ante todo en la belleza de la creación, que el Señor ha donado a nuestro país vecino. Piensa en la belleza de los edificios, en la cordialidad de las personas, pero también, y por encima de todo, piensa en la música, cuyos grandes nombres acaban de ser mencionados, y también en la ejecución de la música: los niños cantores de Viena, la filarmónica de Viena, el festival de Salzburgo, etc. Por eso, asume notable importancia el hecho de que este amado país vecino, Austria, confiera a mi hermano esta condecoración. Y también yo quiero dar las gracias de todo corazón.

    Imagino que también para la nueva generación de cantores de la catedral, instruidos por el maestro de capilla, es motivo de estímulo y de alegría que se reconozca de este modo un trabajo de treinta años, y que eso les ayude a honrar en este tiempo, en el que lo necesitamos de forma especial, el mensaje de Dios y a llevar la alegría a los hombres con nuevo entusiasmo y con nuevo impulso. Gracias.


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    00 15/05/2013 20:53

    PALABRAS DE BENEDICTO XVI
    AL FINAL DE LA PROYECCIÓN DE LA PELÍCULA
    "KAROL, UN HOMBRE QUE LLEGÓ A SER PAPA"

    Jueves 19 de mayo de 2005


    Queridos hermanos y hermanas:

    Estoy seguro de interpretar los sentimientos comunes al expresar profunda gratitud a cuantos, esta tarde, han querido ofrecerme a mí y a todos vosotros la proyección de esta conmovedora película, que recorre las etapas de la vida del joven Karol Wojtyla, siguiéndolo después hasta su elección como Pontífice con el nombre de Juan Pablo II. Saludo y doy las gracias al señor cardenal Roberto Tucci, que nos ha introducido en la visión de la película. Expreso también mi profundo aprecio al director y escenógrafo Giacomo Battiato, así como a los actores, de manera especial a Piotr Adamczyk, intérprete del protagonista, al productor Pietro Valsecchi y a las productoras Taodue y Mediaset.

    Saludo cordialmente a los demás señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a las autoridades y a todos los que han querido participar en esta manifestación en honor del amado Pontífice recientemente fallecido. Lo recordamos todos con profundo afecto e íntima gratitud. Precisamente ayer habría festejado su 85° cumpleaños.

    "Karol, un hombre que llegó a ser Papa" es el título del serial inspirado en un texto de Gian Franco Svidercoschi. Como hemos visto, la primera parte pone de relieve lo que sucedió en Polonia bajo la ocupación nazi, con referencias a veces emotivamente muy fuertes a la represión del pueblo polaco y al genocidio de los judíos. Se trata de crímenes atroces que muestran todo el mal que encerraba en sí la ideología nazi. Afectado por tanto dolor y tanta violencia, el joven Karol decidió dar un cambio a su vida, respondiendo a la llamada divina al sacerdocio.

    La película presenta escenas y episodios que, con su crudeza, suscitan en quien la ve un estremecimiento instintivo y lo impulsan a reflexionar sobre los abismos de perversidad que pueden anidar en el alma humana. Al mismo tiempo, la evocación de semejantes aberraciones no puede por menos de reavivar en toda persona sensata el compromiso de hacer lo que esté a su alcance para que no se repitan jamás hechos de tan inhumana barbarie.

    La proyección de hoy tiene lugar pocos días después del 60° aniversario del fin de la segunda guerra mundial. El 8 de mayo de 1945 concluyó esa enorme tragedia, que había sembrado en Europa y en el mundo destrucción y muerte en una medida jamás experimentada antes. Hace diez años, Juan Pablo II escribió que el segundo conflicto mundial aparece cada vez con mayor claridad como "un suicidio de la humanidad". Cada vez que una ideología totalitaria humilla al hombre, la humanidad entera se ve seriamente amenazada. Los recuerdos no deben borrarse con el paso del tiempo; antes bien, deben convertirse en lección severa para nuestra generación y para las generaciones futuras. Tenemos el deber de recordar, especialmente a los jóvenes, a cuáles formas de violencia inaudita pueden llegar el desprecio al hombre y la violación de sus derechos.

    ¿Cómo no leer a la luz de un providencial designio divino el hecho de que a un pontífice polaco le haya sucedido en la cátedra de Pedro un ciudadano de esa tierra, Alemania, donde el régimen nazi pudo imponerse con gran virulencia, atacando después a las naciones vecinas, entre las cuales en particular Polonia? Ambos Papas en su juventud, aunque en frentes opuestos y en situaciones diferentes, experimentaron la barbarie de la segunda guerra mundial y de la insensata violencia de hombres contra otros hombres y de pueblos contra otros pueblos. La carta de reconciliación que, durante los últimos días del concilio Vaticano II, aquí en Roma, los obispos polacos entregaron a los obispos alemanes, contenía aquellas famosas palabras que siguen resonando hoy en nuestro corazón: "Perdonamos y pedimos perdón".

    En la homilía del domingo pasado recordé a los neosacerdotes que "nada puede mejorar en el mundo, si no se supera el mal. Y el mal sólo puede superarse con el perdón" (Homilía, 15 de mayo de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de mayo de 2005, p. 4). Que la condena común y sincera del nazismo, al igual que la del comunismo ateo, nos impulse a todos al compromiso de construir en el perdón la reconciliación y la paz. "Perdonar —recordó también el amado Juan Pablo II— no significa olvidar", y añadió que "si la memoria es ley de la historia, el perdón es fuerza de Dios, fuerza de Cristo, que interviene en los acontecimientos de los hombres" (Homilía en Castelgandofo y transmitida por radio y televisión a Sarajevo, n. 6: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de septiembre de 1994, p. 8). La paz es, ante todo, don de Dios, que suscita en el corazón de quien la acoge sentimientos de amor y solidaridad.

    Ojalá que, también gracias al testimonio del Papa Juan Pablo II, evocado por esta significativa producción cinematográfica, se reavive en todos el propósito de trabajar, cada uno en su campo y según sus posibilidades, al servicio de una decisiva acción de paz en Europa y en el mundo entero.
    Encomiendo los deseos de paz que todos llevamos en el corazón a la intercesión materna de la Virgen María, particularmente venerada durante este mes de mayo. Que ella, la Reina de la paz, apoye los esfuerzos generosos de cuantos quieren trabajar en la edificación de la verdadera paz sobre los sólidos pilares de la verdad, la justicia, la libertad y el amor. Con estos sentimientos, imparto a todos la bendición apostólica.


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    00 15/05/2013 20:54

    DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
    A LOS ALUMNOS DEL LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA

    Viernes 20 de mayo de 2005


    Queridos amigos de la Academia eclesiástica pontificia:

    Con particular alegría os acojo un mes después de mi elección como Sucesor de Pedro. Algunos de vosotros quizás recuerden otro momento que vivimos juntos con ocasión de mi visita a vuestra Academia hace algunos años. Os saludo cordialmente a todos y, en primer lugar, saludo al monseñor presidente, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Ante todo, deseo agradeceros la generosidad con la que habéis respondido a la invitación que se os ha dirigido, y os habéis mostrado dispuestos a prestar a la Iglesia y a su Pastor supremo un servicio peculiar, como es precisamente el trabajo en las representaciones pontificias. Se trata de una misión singular que exige, como cualquier forma de ministerio sacerdotal, el seguimiento fiel de Cristo. A quien la cumple con amor se le ha prometido el ciento por uno aquí y la vida eterna (cf. Mt 19, 29).

    En vuestra actividad diaria deberéis esforzaros por lograr que los vínculos de comunión de las Iglesias particulares con la Sede apostólica sean cada vez más intensos y operantes. Al mismo tiempo, trataréis de hacer presente y visible la solicitud que el Sucesor de Pedro tiene por todos los que forman parte de la grey del Señor, especialmente por los indefensos, los débiles y los abandonados. Por eso, es importante que durante estos años de formación en Roma reforcéis vuestro sensus Ecclesiae, asumiendo una forma eclesial en toda vuestra personalidad, en la mente y en el corazón. Esforzaos por cultivar en vosotros las dos dimensiones constitutivas y complementarias de la Iglesia: la comunión y la misión, la unidad y la tensión evangelizadora. Al movimiento hacia el centro y el corazón de la Iglesia debe corresponder un impulso valiente que os lleve a testimoniar a las Iglesias particulares el tesoro de verdad y de gracia que Cristo ha confiado a Pedro y a sus Sucesores.

    Estas dimensiones de vuestra misión están bien representadas por los apóstoles san Pedro y san Pablo, que en Roma derramaron su sangre. Por tanto, mientras estéis en la Academia, tratad de llegar a ser plenamente "romanos" en sentido eclesial, es decir, firmes y fieles en la adhesión al Magisterio y a la guía pastoral del Sucesor de Pedro; y, al mismo tiempo, cultivad el celo misionero de san Pablo, con el deseo de cooperar en la difusión del Evangelio hasta los confines del mundo.

    A todos nos ha impresionado constatar cómo el testimonio del Papa Juan Pablo II ha tenido un eco profundo también en poblaciones no cristianas, como han referido varios nuncios apostólicos en sus relaciones. Esto confirma que quien anuncia a Cristo con la coherencia de la vida habla al corazón de todos, incluso de los hermanos de otras tradiciones religiosas. Como dije hace algunos días al clero romano, la misión de la Iglesia no contrasta con el respeto a las otras tradiciones religiosas y culturales. Cristo no quita nada al hombre, sino que le da plenitud de vida, de alegría y de esperanza. También vosotros estáis llamados a "dar razón" de esta esperanza (cf. 1 P 3, 15) en los diversos ambientes a los que la Providencia os destine.

    Para realizar de modo adecuado el servicio que os espera y que la Iglesia os confía, se necesita una sólida preparación cultural, incluido el conocimiento de las lenguas, de la historia y del derecho, con una sabia apertura a las diversas culturas. Además, es indispensable que, en un nivel aún más profundo, os propongáis como objetivo fundamental de vuestra vida la santidad y la salvación de las almas que encontraréis en vuestro camino.

    Con este fin, tratad siempre de ser sacerdotes ejemplares, animados por una oración constante e intensa, cultivando la intimidad con Cristo; si sois sacerdotes según el corazón de Cristo, desempeñaréis vuestro ministerio con éxito y fruto apostólico. No os dejéis tentar jamás por la lógica de la carrera y del poder.

    Por último, saludo en particular a cuantos de vosotros dejarán en breve la Academia para su primer encargo en las representaciones pontificias, y, mientras les aseguro un recuerdo especial en la oración, les deseo una fecunda misión pastoral.

    Sobre toda la comunidad de la Academia eclesiástica pontificia invoco la protección constante de María santísima y de los apóstoles san Pedro y san Pablo; y a todos vosotros, así como a vuestros seres queridos, os imparto con afecto la bendición apostólica.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    A LOS OBISPOS DE RUANDA EN VISITA "AD LIMINA"

    Sábado 21 de mayo de 2005


    Queridos hermanos en el episcopado:

    En el momento en que realizáis vuestra peregrinación a la tumba de los apóstoles san Pedro y san Pablo, me alegra acogeros a vosotros, a quienes el Señor ha encomendado la tarea de guiar a su Iglesia en Ruanda. Agradezco a monseñor Alexis Habiyambere, obispo de Nyundo y presidente de vuestra Conferencia episcopal, sus palabras fraternas. A través de vosotros, dirijo un saludo afectuoso a vuestras comunidades, exhortando a los sacerdotes y a los fieles, duramente probados por el genocidio de 1994 y por sus consecuencias, a permanecer firmes en la fe y a perseverar en la esperanza que da Cristo resucitado, superando toda tentación de desaliento. Que el Espíritu de Pentecostés, derramado en todo el universo, fecunde los esfuerzos de los que se dedican a edificar la fraternidad entre todos los ruandeses, con espíritu de verdad y de justicia.

    Vuestras relaciones quinquenales se hacen eco de la obra del Espíritu, que construye la Iglesia en Ruanda en medio de las vicisitudes de su historia. Para trabajar activamente en favor de la paz y de la reconciliación, privilegiáis sobre todo una pastoral de cercanía, fundada en el compromiso de pequeñas comunidades de laicos en la pastoral misionera de la Iglesia, en armonía con los pastores.
    Os animo a sostener a estas comunidades, para que los fieles acojan las verdades de fe y sus exigencias, desarrollando así una vida eclesial y espiritual más fuerte, sin dejarse desviar del Evangelio de Cristo, especialmente por las numerosas sectas presentes en el país. Trabajad sin descanso para que el Evangelio penetre cada vez más a fondo en el corazón y en la existencia de los creyentes, invitando a los fieles a asumir cada vez más su responsabilidad en la sociedad, especialmente en los campos de la economía y de la política, con un sentido moral alimentado por el Evangelio y por la doctrina social de la Iglesia.

    Saludo a los sacerdotes de vuestras diócesis, y a los jóvenes que, con generosidad, se preparan para serlo. Su número es un verdadero signo de esperanza para el futuro. Mientras el clero llega a ser autóctono, quisiera congratularme por el trabajo paciente realizado por los misioneros para anunciar a Cristo y su Evangelio, y para dar vida a las comunidades cristianas que vosotros apacentáis hoy. Os invito a estar cerca de vuestros sacerdotes, a cuidar de su formación permanente a nivel teológico y espiritual, y a estar atentos a sus condiciones de vida y de ejercicio de su misión, para que sean testigos verdaderos de la Palabra que anuncian y de los sacramentos que administran. Ojalá que en su entrega a Cristo y al pueblo del que son pastores permanezcan fieles a las exigencias de su estado y vivan su sacerdocio como un verdadero camino de santidad.

    Al concluir nuestro encuentro, queridos hermanos en el episcopado, quisiera unirme al pueblo que se os ha encomendado, exhortando a los fieles y a los pastores a formar comunidades animadas por un sincero amor mutuo e impulsadas por el deseo imperioso de trabajar en favor de una auténtica reconciliación. Que en todas las colinas resuene el canto de los mensajeros de la buena nueva de Cristo, vencedor de la muerte (cf. Is 52, 7). Confiando las esperanzas y los sufrimientos del pueblo ruandés a la intercesión de la Reina de los Apóstoles, os imparto una afectuosa bendición apostólica, que extiendo de buen grado a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todos los fieles de vuestras diócesis.



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    00 15/05/2013 20:56

    ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
    A LA SECRETARÍA DE ESTADO

    Sábado 21 de mayo de 2005


    Eminencia;
    excelencias;
    queridos colaboradores y colaboradoras:

    He venido sin palabras escritas, pero con sentimientos de profunda gratitud en el corazón y también con la intención de aprender. Voy aprendiendo poco a poco algo sobre la estructura de la Secretaría de Estado y, sobre todo, cada día llega una gran cantidad de documentación, de trabajo hecho en esta Secretaría de Estado. Así, gracias a la multiplicidad, la densidad y también la competencia que reflejan esos trabajos, puedo apreciar lo que se hace aquí, en estas oficinas.

    Aunque normalmente no podemos vivir la vida de los ángeles, para hacer referencia a las agudas palabras del cardenal secretario de Estado, sino más bien la vida de los "peces", de los hombres, precisamente así cumplimos nuestro deber. Si se piensa en las grandes administraciones internacionales, por ejemplo, en la administración europea, de cuyo número de empleados me ha informado monseñor Lajolo, nosotros somos realmente muy pocos. Es un gran honor para la Santa Sede el hecho de que un número tan escaso de personas haga un trabajo tan grande en favor de la Iglesia universal.

    Este gran trabajo hecho por un número escaso de personas demuestra la asiduidad y la entrega con que se trabaja realmente. A la competencia y a la profesionalidad del trabajo que se realiza aquí, se suma también un aspecto particular, una profesionalidad particular: el amor a Cristo, a la Iglesia y a las almas, forma parte de nuestra profesionalidad.

    Nosotros no trabajamos, como dicen muchos del trabajo, para defender un poder. No tenemos un poder mundano, secular. No trabajamos por el prestigio, no trabajamos para hacer crecer una empresa o algo semejante. Nosotros trabajamos, en realidad, para que los caminos del mundo se abran a Cristo. En definitiva, todo nuestro trabajo, con todas sus ramificaciones, sirve precisamente para que su Evangelio, y así la alegría de la redención, pueda llegar al mundo.

    En este sentido, también en los pequeños trabajos de cada día, aparentemente poco gloriosos, nos convertimos, como ha dicho el cardenal Sodano, en la medida de nuestras posibilidades, en colaboradores de la Verdad, es decir, de Cristo, en su actuar en el mundo, para que el mundo se convierta realmente en el reino de Dios.

    Por tanto, sólo quiero expresar mi agradecimiento. Juntos prestamos el servicio que es propio del Sucesor de Pedro, el "servicio petrino": confirmar a los hermanos en la fe.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    AL SEÑOR GEORGI PARVANOV,
    PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE BULGARIA*

    Lunes 23 de mayo de 2005


    Señor presidente;
    señoras y señores:

    Me alegra acogerlo con ocasión de su tradicional homenaje ante la tumba de san Cirilo, y lo saludo cordialmente. Le agradezco las amables palabras que usted ha querido dirigirme. Nuestro encuentro pone de relieve el vínculo milenario de estima y cercanía espiritual que ha unido siempre a los Romanos Pontífices con el noble pueblo que usted representa. Es grande el afecto que siente la Sede apostólica por el pueblo búlgaro. Desde el Papa Clemente I, de venerada memoria, hasta hoy, los Obispos de Roma han mantenido constantemente un diálogo fecundo con los habitantes de la antigua Tracia.

    Esta visita suya, señor presidente, es muy significativa, porque está motivada por el recuerdo de dos santos copatronos de Europa, Cirilo y Metodio, que forjaron desde una perspectiva cristiana los valores humanos y culturales de los búlgaros y de otras naciones eslavas. Se puede decir también que, gracias a su acción evangelizadora, se formó Europa, esta Europa de la que Bulgaria se siente parte activa. Asimismo, ante los demás pueblos Bulgaria tiene el deber de ser puente entre Occidente y Oriente. Al dirigirme a usted, quiero expresarle mi aliento a todos sus compatriotas, para que prosigan con confianza esta misión política y social específica.

    El encuentro del primer mandatario de Bulgaria con el Sucesor de Pedro, tres años después de la visita a Bulgaria de mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, constituye una nueva confirmación de las buenas relaciones que existen entre la Santa Sede y la nación que usted representa. ¿Cómo no dar gracias a la divina Providencia por esta recuperada capacidad de diálogo amistoso y constructivo, después del largo y difícil período del régimen comunista? Los contactos entre su país y la Santa Sede han experimentado durante el último siglo momentos muy significativos. Pienso, por ejemplo, en el afecto que el delegado apostólico de la época, Angelo Roncalli, futuro Papa Juan XXIII, testimonió a los habitantes de Bulgaria.

    Señor presidente, en este momento no puedo por menos de mencionar la cercanía que Bulgaria ha mostrado a la Sede apostólica durante estos dos últimos meses. Usted mismo, el Gobierno, el Parlamento y muchos de sus compatriotas han querido manifestar a la Iglesia católica sus sentimientos sinceros con ocasión de la muerte de Juan Pablo II y de mi elección como sucesor suyo.

    Recuerdo también los rostros y la cordialidad de los representantes de la venerable Iglesia ortodoxa de Bulgaria, deseosa de reavivar el diálogo de la caridad en la verdad. Le pido que se haga intérprete de mis sentimientos de gratitud ante ellos, en particular ante el venerado Patriarca búlgaro, Su Santidad Máximo. Tenemos ante nosotros un deber común: estamos llamados a construir juntos una humanidad más libre, pacífica y solidaria.

    Desde esta perspectiva, quisiera formular el deseo ferviente de que su nación promueva continuamente en Europa los valores culturales y espirituales que constituyen su identidad. Con este espíritu, le aseguro mis oraciones y, por la intercesión materna de la Virgen María, invoco la abundancia de las bendiciones divinas para su persona, para las personas que lo acompañan y sobre todo para el pueblo de la hermosa tierra de Bulgaria.


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    00 15/05/2013 20:58

    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    AL SEÑOR VLADO BUCHKOVSKI,
    PRIMER MINISTRO DE MACEDONIA*

    Lunes 23 de mayo de 2005


    Señor primer ministro;
    señoras y señores:

    Con gran alegría os saludo con ocasión de la fiesta de san Cirilo y san Metodio, y os expreso mi gratitud por esta cordial visita. De modo particular, saludo al primer ministro y a los que lo acompañan. Con igual afecto, doy la bienvenida a la delegación eclesiástica. De buen grado aprovecho esta oportunidad para enviar mis mejores deseos a todo el pueblo de vuestro amado país.

    Cuando, hace unos días, recibí al nuevo embajador, reconocí que las tradiciones y la cultura del pueblo macedonio reflejan valores que impregnan el espíritu de Europa. Los santos hermanos Cirilo y Metodio, apóstoles de los pueblos eslavos, contribuyeron significativamente a su formación. Su actividad humana y cristiana ha dejado huellas indelebles en la historia de vuestro país. La peregrinación que hacéis cada año a la tumba de san Cirilo os brinda una buena ocasión para remontaros a las raíces de vuestra historia. Cirilo y Metodio, nativos de Tesalónica, enviados en misión a los pueblos eslavos por la Iglesia de Bizancio, pusieron los cimientos de una auténtica cultura cristiana y, al mismo tiempo, dieron activamente los primeros pasos para crear condiciones de paz entre todas las diferentes poblaciones.

    Esos valores de paz y fraternidad, que estos santos patronos de Europa, juntamente con san Benito, defendieron incansablemente, siguen siendo elementos indispensables para construir comunidades solidarias, abiertas al progreso humano integral y respetuosas de la dignidad de todo hombre y de todo el hombre.

    Estoy convencido de que para construir una sociedad verdaderamente atenta al bien común es necesario buscar en el Evangelio las raíces de valores compartidos, como demuestra la experiencia de san Cirilo y san Metodio. Este es el ardiente deseo de la Iglesia católica, cuyo único interés es anunciar y testimoniar las palabras de esperanza y amor de Jesucristo, palabras de vida que, a lo largo de los siglos, han inspirado a muchos mártires y testigos de la fe.

    Espero sinceramente que vuestra peregrinación contribuya a mantener vivos en toda la nación estos nobles ideales humanos y cristianos. Ruego a Dios también para que vuestro país se abra con confianza a Europa, contribuyendo así significativamente a la construcción de su futuro, inspirado por vuestra inestimable herencia religiosa y cultural.

    Quisiera añadir la seguridad de mis oraciones por el amado pueblo macedonio, para que avance hacia un futuro de esperanza cada vez más firme, ayudado por todos los miembros de la sociedad civil y religiosa. Por tanto, invoco la bendición celestial de san Cirilo y san Metodio. Que Dios bendiga y proteja siempre a vuestro país y a todo su pueblo.


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    00 15/05/2013 20:59

    Celebrazione mariana durante la visita al "Campo Santo Teutonico" (24 maggio 2005)

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    00 15/05/2013 21:00

    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    A LOS OBISPOS DE BURUNDI EN VISITA "AD LIMINA"

    Sábado 28 de mayo de 2005


    Queridos hermanos en el episcopado:

    Os acojo con gran alegría a vosotros, pastores de la Iglesia en Burundi, que habéis venido a Roma en peregrinación para orar ante la tumba de los Apóstoles y para encontraros con el Sucesor de Pedro y sus colaboradores. Deseo que esta experiencia de comunión en la caridad os anime en vuestra misión de servidores del Evangelio de Cristo, para la esperanza del mundo.

    Expreso mi agradecimiento a monseñor Jean Ntagwarara, obispo de Bubanza y presidente de vuestra Conferencia episcopal, por las amables palabras que acaba de expresar en vuestro nombre. Manifiestan la vitalidad espiritual y misionera de vuestras comunidades diocesanas, a las que dirijo mi afectuoso saludo, así como a todos los habitantes de Burundi. Juntamente con vosotros, deseo recordar también a monseñor Michael A. Courtney, que fue fiel hasta la entrega de su vida a la misión que el Santo Padre le había confiado al servicio de vuestro querido país y de la Iglesia local.

    En vuestras relaciones quinquenales, mostráis que la Iglesia católica participa activamente en la promoción de la paz y de la reconciliación en el país, especialmente en este período de elecciones.
    Los sufrimientos soportados con ocasión de las horas sombrías de la guerra, durante las cuales -es preciso repetirlo- numerosos cristianos testimoniaron de manera heroica su fe, no han apagado el deseo de trabajar en favor de la fraternidad y de la unidad entre todos, siguiendo a Cristo y en su nombre. Espero que el plan de acción pastoral elaborado con este fin, así como los sínodos diocesanos que lo pondrán por obra localmente, contribuyan a anunciar el Evangelio, a sanar los recuerdos y los corazones, y a favorecer la solidaridad entre todos los habitantes de Burundi, renunciando al espíritu de venganza y al resentimiento, e invitando sin cesar al perdón y a la reconciliación.

    Este año celebramos el décimo aniversario de la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, promulgada por mi predecesor el Papa Juan Pablo II. Ojalá que siga siendo la carta de vuestro compromiso en la misión que se os ha confiado, en comunión con las demás Iglesias locales. Os animo en especial a prestar una atención renovada a todos los fieles, para que vivan cada vez más intensamente las exigencias de su bautismo. Muchos sufren una gran pobreza y una inquietud interior, y sienten la tentación de volver a prácticas antiguas no purificadas por el Espíritu del Señor o de dirigirse a las sectas. Preocupaos por ellos, proporcionándoles una sólida formación cristiana, sin descuidar los esfuerzos de inculturación, sobre todo en el campo de la traducción de la Biblia y de los textos del Magisterio. Esto permitirá "asimilar cada vez mejor el mensaje evangélico, permaneciendo fieles a todos los valores africanos auténticos" (Ecclesia in Africa, 78).

    Al concluir nuestro encuentro, queridos hermanos en el episcopado, aprovecho la ocasión para dar gracias por los esfuerzos apostólicos realizados, a menudo en condiciones difíciles, por los sacerdotes, los religiosos y las religiosas de vuestras diócesis, autóctonos o provenientes de otros países. No olvido a los catequistas, valiosos auxiliares del apostolado, ni tampoco a todos los fieles que participan en el desarrollo del hombre y de la sociedad, en el ámbito de las obras de la Iglesia para la promoción social y para el servicio en el mundo de la educación y de la sanidad.
    Invocando sobre todos vosotros, así como sobre vuestros diocesanos, el Espíritu que fortalece en la fe, reaviva la esperanza y sostiene la caridad, os imparto de buen grado una afectuosa bendición apostólica.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    A LA LIV ASAMBLEA GENERAL
    DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA

    Lunes 30 de mayo de 2005



    Queridos hermanos obispos italianos:

    Me alegra encontrarme esta mañana aquí con vosotros, reunidos en vuestra asamblea general, después de haber celebrado ayer con muchos de vosotros en Bari la santa misa conclusiva del Congreso eucarístico nacional. Saludo a vuestro presidente, cardenal Camillo Ruini, y le agradezco las cordiales palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo a los tres vicepresidentes, al secretario general y a cada uno de vosotros; y deseo expresaros sentimientos de profunda comunión y afecto sincero.

    Han pasado sólo pocas semanas desde mi elección, y están muy vivos en nosotros los sentimientos que nos unieron en los días del sufrimiento y de la muerte de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, un padre, un ejemplo y un amigo para cada uno de nosotros. Os estoy particularmente agradecido porque siento que me acogéis con el mismo espíritu con el que lo acompañasteis a él durante los veintiséis años de su pontificado.

    Queridos hermanos, nuestro vínculo tiene por lo demás una raíz precisa, que es la que une a todos los obispos del mundo con el Sucesor de Pedro, pero que en esta nación asume un vigor especial, porque el Papa es Obispo de Roma y primado de Italia. La historia ha mostrado, a lo largo de ya veinte siglos, cuán grandes frutos ha dado este vínculo particular, tanto para la vida de fe y el florecimiento de civilización del pueblo italiano, como para el ministerio del mismo Sucesor de Pedro. Por eso, inicio el servicio nuevo e inesperado al que el Señor me ha llamado sintiéndome íntimamente confortado por vuestra cercanía y solidaridad; juntos podremos cumplir la misión que Jesucristo nos ha encomendado; juntos podremos dar testimonio de Cristo y hacerlo presente hoy, al igual que ayer, en los hogares y en el corazón de los italianos.

    En efecto, la relación de Italia con la fe cristiana no sólo se remonta a la generación apostólica, a la predicación y al martirio de san Pedro y san Pablo, sino que también actualmente es profunda y viva. Ciertamente, esa forma de cultura, basada en una racionalidad puramente funcional, que contradice y tiende a excluir el cristianismo, y en general las tradiciones religiosas y morales de la humanidad, está presente y operante en Italia como, en cierta medida, por doquier en Europa. Pero aquí su hegemonía no es en absoluto total y mucho menos indiscutida: en efecto, incluso entre quienes no comparten, o de cualquier modo no practican nuestra fe, son muchos los que están convencidos de que esa forma de cultura constituye en realidad una funesta mutilación del hombre y de su misma razón. Sobre todo en Italia, la Iglesia mantiene una presencia capilar entre personas de todas las edades y condiciones, y por tanto puede proponer en las situaciones más diversas el mensaje de salvación que el Señor le ha confiado.

    Queridos hermanos, conozco vuestro empeño por mantener viva esta presencia y por incrementar su dinamismo misionero. En las Orientaciones pastorales que habéis entregado a las diócesis italianas para este primer decenio del nuevo siglo, recogiendo la enseñanza de Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte, con acierto ponéis como fundamento de todo contemplar a Jesucristo y, en él, el verdadero rostro de Dios Padre, la relación viva y diaria con él. En efecto, aquí radica el alma y la energía secreta de la Iglesia, la fuente de la eficacia de nuestro apostolado. Sobre todo en el misterio de la Eucaristía nosotros mismos, nuestros sacerdotes y todos nuestros fieles podemos vivir plenamente esta relación con Cristo: aquí él se hace presente en medio de nosotros, se entrega siempre de nuevo, se hace nuestro, para que nosotros seamos suyos y aprendamos su amor. El Año de la Eucaristía y el Congreso recién celebrado en Bari son estímulos que nos ayudan a entrar más profundamente en este misterio.

    Al contemplar el rostro de Cristo, y en Cristo el rostro del Padre, María santísima nos precede, nos sostiene y nos acompaña. El amor y la devoción a la Madre del Señor, tan difundidos y arraigados en el pueblo italiano, son una valiosa herencia, que debemos cultivar siempre, y un gran recurso también con vistas a la evangelización. Queridos hermanos, sobre estas bases podemos proponernos verdaderamente a nosotros mismos y a nuestros fieles la vocación a la santidad, "alto grado de la vida cristiana ordinaria", según la feliz expresión de Juan Pablo II en la Novo millennio ineunte (n. 31): en efecto, el Espíritu Santo viene a nosotros, de Cristo y del Padre, precisamente para introducirnos en el misterio de la vida y del amor de Dios, más allá de toda fuerza y expectativa humana.

    En concreto, la presencia de la Iglesia en la población italiana se caracteriza ante todo por la amplia red de parroquias y por la vitalidad que expresan hasta ahora, a pesar de los grandes cambios de la sociedad y de la cultura. Por eso, en una reciente Nota pastoral vuestra ("El rostro misionero de las parroquias en un mundo que cambia") habéis tratado sabiamente de sostener las parroquias, reafirmando su valor y su función, y animando así en particular a los sacerdotes, que tienen la ardua responsabilidad de párrocos. Pero también habéis destacado la necesidad de que las parroquias asuman una actitud más misionera en la pastoral diaria y, por tanto, se abran a una colaboración más intensa con todas las fuerzas vivas de que la Iglesia dispone hoy.

    Al respecto, es muy importante que se refuerce la comunión entre las estructuras parroquiales y las diversas realidades "carismáticas" surgidas en los últimos decenios y ampliamente presentes en Italia, para que la misión pueda llegar a todos los ambientes de vida. Con el mismo fin, ciertamente da una contribución valiosa la presencia de las comunidades religiosas, que en Italia son todavía numerosas, a pesar de la escasez de vocaciones.

    Desde luego, la cultura es un terreno decisivo para el futuro de la fe y para la orientación global de la vida de una nación. Por eso, os pido que prosigáis el trabajo que habéis emprendido para que la voz de los católicos esté constantemente presente en el debate cultural italiano y, más aún, para que se refuerce la capacidad de elaborar racionalmente, a la luz de la fe, los múltiples interrogantes que se plantean en los diversos ámbitos del saber y en las grandes opciones de vida. Además, hoy la cultura y los modelos de comportamiento están cada vez más condicionados y caracterizados por las representaciones que proponen los medios de comunicación: por tanto, es meritorio el esfuerzo de vuestra Conferencia para tener, también en este nivel, una adecuada capacidad de expresión a fin de proporcionar a todos una interpretación cristiana de los acontecimientos y de los problemas.

    Así pues, la situación efectiva de la Iglesia en Italia confirma y justifica la atención y las expectativas que tienen con respecto a ella muchas Iglesias hermanas en Europa y en el mundo. Como destacó muchas veces mi amado predecesor Juan Pablo II, Italia puede y debe desempeñar un gran papel para dar un testimonio común de Jesucristo, nuestro único Salvador, y para que se reconozca en Cristo la medida del verdadero humanismo, tanto por lo que respecta a la conciencia de las personas como a la organización de la vida social.

    Una cuestión neurálgica, que requiere nuestra máxima atención pastoral, es la familia. En Italia, mucho más que en otros países, la familia representa en verdad la célula fundamental de la sociedad; está profundamente arraigada en el corazón de las generaciones jóvenes y afronta múltiples problemas, ofreciendo apoyo y remedio a situaciones que, de otro modo, serían desesperadas.

    Sin embargo, también en Italia, en el actual clima cultural, la familia está expuesta a muchos peligros y amenazas, que todos conocemos. En efecto, a la fragilidad e inestabilidad interna de muchas uniones conyugales se suma la tendencia, generalizada en la sociedad y en la cultura, a rechazar el carácter único y la misión propia de la familia fundada en el matrimonio. Por otra parte, precisamente Italia es una de las naciones en las que la escasez de nacimientos es más grave y persistente, con consecuencias ya graves para todo el cuerpo social. Por eso, ya desde hace mucho tiempo, los obispos italianos habéis unido vuestra voz a la de Juan Pablo II, ante todo para defender el carácter sagrado de la vida humana y el valor de la institución matrimonial, pero también para promover el papel de la familia en la Iglesia y en la sociedad, solicitando medidas económicas y legislativas que sostengan a las jóvenes familias en la generación y educación de los hijos.

    Con el mismo espíritu, actualmente os estáis esforzando por iluminar y motivar las opciones de los católicos y de todos los ciudadanos acerca del referéndum ya inminente sobre la ley relativa a la procreación asistida: precisamente por su claridad y concreción, vuestro compromiso es signo de la solicitud de los pastores por todo ser humano, que no puede reducirse jamás a un medio, sino que es siempre un fin, como nos enseña nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio y como nos dice la misma razón humana. En este compromiso, y en todas las múltiples obras que forman parte de la misión y del deber de los pastores, estoy cerca de vosotros con la palabra y con la oración, confiando en la luz y en la gracia del Espíritu, que actúa en las conciencias y en los corazones.

    La misma solicitud por el verdadero bien del hombre que nos impulsa a preocuparnos por el bien de las familias y por el respeto de la vida humana se expresa en la atención a los pobres que tenemos entre nosotros, a los enfermos, a los inmigrantes y a los pueblos diezmados por las enfermedades, las guerras y el hambre. Queridos hermanos obispos italianos, deseo agradeceros a vosotros y a vuestros fieles la generosidad de vuestra caridad, que contribuye a hacer de la Iglesia concretamente el pueblo nuevo en el que nadie es extranjero. Recordemos siempre las palabras del Señor: cuanto hicisteis "a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).

    Como sabéis, en agosto iré a Colonia para la Jornada mundial de la juventud, y espero encontrarme de nuevo con muchos de vosotros, acompañados por gran número de jóvenes italianos. Precisamente con respecto a los jóvenes, a su formación y a su relación con el Señor y con la Iglesia, quisiera añadir una última reflexión.

    En efecto, como afirmó repetidamente Juan Pablo II, ellos son la esperanza de la Iglesia; pero en el mundo de hoy también están particularmente expuestos al peligro de ser "llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina" (Ef 4, 14). Por consiguiente, necesitan ayuda para crecer y madurar en la fe: este es el primer servicio que deben recibir de la Iglesia, y especialmente de nosotros, los obispos, y de nuestros sacerdotes.

    Sabemos bien que muchos de ellos no están en condiciones de comprender y de aceptar inmediatamente toda la enseñanza de la Iglesia, pero, precisamente por eso, es importante despertar en ellos la intención de creer con la Iglesia, la confianza en que esta Iglesia, animada y guiada por el Espíritu, es el verdadero sujeto de la fe, insertándonos en el cual entramos y participamos en la comunión de la fe. Para que esto se pueda realizar, los jóvenes deben sentirse amados por la Iglesia, amados concretamente por nosotros, obispos y sacerdotes. Así, podrán experimentar en la Iglesia la amistad y el amor que el Señor siente por ellos, comprenderán que en Cristo la verdad coincide con el amor y, a su vez, aprenderán a amar al Señor y a tener confianza en su cuerpo, que es la Iglesia. Queridos hermanos obispos italianos, este es hoy el punto central del gran desafío de la transmisión de la fe a las generaciones jóvenes.

    Aseguro mi oración diaria por vosotros y por vuestras Iglesias, por toda la amada nación italiana, por su presente y su futuro cristiano, así como por la tarea que está llamada a realizar en Europa y en el mundo, y os imparto con afecto una especial bendición apostólica a vosotros, a vuestros sacerdotes y a cada familia italiana.


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    ALOCUCIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
    ANTE LA VIRGEN DE LOURDES
    EN LOS JARDINES VATICANOS

    Martes 31 de mayo de 2005



    Queridos hermanos y hermanas:

    Con gran alegría me uno a vosotros al final de este encuentro de oración, organizado por el Vicariato de la Ciudad del Vaticano. Me agrada ver que sois numerosos los que estáis reunidos en los jardines vaticanos con motivo de la conclusión del mes de mayo. En particular, entre vosotros hay muchas personas que viven o trabajan en el Vaticano, y sus familias. Saludo cordialmente a todos, de modo especial a los señores cardenales y a los obispos, comenzando por monseñor Angelo Comastri, que ha dirigido este encuentro de oración. Saludo también a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas presentes, con un recuerdo también para las monjas contemplativas del monasterio Mater Ecclesia, que están unidas espiritualmente a nosotros.

    Queridos amigos, habéis subido hasta la Gruta de Lourdes rezando el santo rosario, como respondiendo a la invitación de la Virgen a elevar el corazón al cielo. La Virgen nos acompaña cada día en nuestra oración. En el Año especial de la Eucaristía, que estamos viviendo, María nos ayuda sobre todo a descubrir cada vez más el gran sacramento de la Eucaristía. El amado Papa Juan Pablo II, en su última encíclica, Ecclesia de Eucharistia, nos la presentó como "mujer eucarística" en toda su vida (cf. n. 53). "Mujer eucarística" en profundidad, desde su actitud interior: desde la Anunciación, cuando se ofreció a sí misma para la encarnación del Verbo de Dios, hasta la cruz y la resurrección; "mujer eucarística" en el tiempo después de Pentecostés, cuando recibió en el Sacramento el Cuerpo que había concebido y llevado en su seno.

    En particular hoy, con la liturgia, nos detenemos a meditar en el misterio de la Visitación de la Virgen a santa Isabel. María, llevando en su seno a Jesús recién concebido, va a casa de su anciana prima Isabel, a la que todos consideraban estéril y que, en cambio, había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios (cf. Lc 1, 36). Es una muchacha joven, pero no tiene miedo, porque Dios está con ella, dentro de ella. En cierto modo, podemos decir que su viaje fue -queremos recalcarlo en este Año de la Eucaristía- la primera "procesión eucarística" de la historia. María, sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la alianza, en la que el Señor visitó y redimió a su pueblo. La presencia de Jesús la colma del Espíritu Santo. Cuando entra en la casa de Isabel, su saludo rebosa de gracia: Juan salta de alegría en el seno de su madre, como percibiendo la llegada de Aquel a quien un día deberá anunciar a Israel. Exultan los hijos, exultan las madres. Este encuentro, impregnado de la alegría del Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magníficat.

    ¿No es esta también la alegría de la Iglesia, que acoge sin cesar a Cristo en la santa Eucaristía y lo lleva al mundo con el testimonio de la caridad activa, llena de fe y de esperanza? Sí, acoger a Jesús y llevarlo a los demás es la verdadera alegría del cristiano. Queridos hermanos y hermanas, sigamos e imitemos a María, un alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida podrá transformarse en un Magníficat (cf. Ecclesia de Eucharistia, 58), en una alabanza de Dios. En esta noche, al final del mes de mayo, pidamos juntos esta gracia a la Virgen santísima. Imparto a todos mi bendición.


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    00 15/05/2013 21:03

    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    A UNA PEREGRINACIÓN DE LA DIÓCESIS DE VERONA
    EN LA CONCLUSIÓN DE SU SÍNODO DIOCESANO

    Sábado 4 de junio de 2005



    Queridos hermanos y hermanas de la diócesis de Verona:

    Gracias por vuestro entusiasmo. Gracias por vuestra alegría, que es expresión y fruto de la fe. Me alegra acogeros durante vuestra peregrinación a las tumbas de los Apóstoles. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por vuestro obispo, al que doy las gracias por haberse hecho intérprete de los sentimientos comunes. Saludo a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, a los responsables de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, así como a las autoridades civiles que han querido estar presentes en este encuentro.

    Con esta peregrinación a la Sede apostólica, queréis expresar, al final del Sínodo diocesano, los vínculos de comunión que unen a la comunidad diocesana de Verona con la Iglesia de Roma, y reafirmar vuestra plena adhesión al magisterio del Sucesor de Pedro, constituido por Cristo "pastor de todos los fieles para procurar el bien común de la Iglesia universal y el bien de cada Iglesia" (Christus Dominus, 2).

    Habéis venido para ser confirmados en la fe y yo, llamado desde hace poco a esta ardua tarea, me alegro de saludar, a través de vosotros, a una antigua e insigne comunidad eclesial como es la de san Zenón, muy venerado también en mi tierra, y animaros a perseverar en el compromiso de testimonio cristiano en el mundo de hoy.

    Vuestro Sínodo, iniciado hace tres años, ha tenido su fase culminante en el Año de la Eucaristía. Esta feliz coincidencia ayuda a comprender mejor que la Eucaristía es el corazón de la Iglesia y de la vida cristiana. "Ecclesia de Eucharistia" —"la Iglesia vive de la Eucaristía"—; así nos dejó escrito el siervo de Dios Juan Pablo II en su última encíclica. Vuestra diócesis debe vivir de la Eucaristía en todas sus expresiones: en las familias, pequeñas iglesias domésticas, y en cada una de las articulaciones sociales y pastorales de las parroquias y del territorio.

    "En la Eucaristía —recordé en Bari el domingo pasado, al final del Congreso eucarístico nacional—, Cristo está realmente presente entre nosotros. Su presencia no es estática. Es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de todos nosotros uno con él. De este modo, nos inserta también en la comunidad de los hermanos, y la comunión con el Señor es también comunión con las hermanas y los hermanos" (Homilía, 29 de mayo de 2005: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 3 de junio de 2005, p. 7).

    Realmente nuestra vida espiritual depende esencialmente de la Eucaristía. Sin ella, la fe y la esperanza se extinguen, la caridad se enfría. Por eso, queridos amigos, os exhorto a cuidar cada vez más la calidad de las celebraciones eucarísticas, especialmente las dominicales, para que el domingo sea realmente el día del Señor y confiera pleno sentido a los acontecimientos y a las actividades de todos los días, mostrando la alegría y la belleza de la fe.

    La familia es, con razón, uno de los temas principales de vuestro Sínodo, como lo es en las orientaciones pastorales de la Iglesia, en Italia y en todo el mundo. En efecto, en vuestra diócesis, como también en otras partes, han aumentado los divorcios y las uniones irregulares, y esto constituye para los cristianos una urgente invitación a anunciar y testimoniar en toda su integridad el evangelio de la vida y de la familia.

    La familia está llamada a ser "íntima comunidad de vida y amor" (Gaudium et spes, 48), porque está fundada en el matrimonio indisoluble. Ojalá que, a pesar de las dificultades y los condicionamientos sociales y culturales del actual momento histórico, los esposos cristianos no cesen de ser, con su vida, signo del amor fiel de Dios; que colaboren activamente con los sacerdotes en la pastoral de los novios, de los matrimonios jóvenes y de las familias, y en la educación de las nuevas generaciones.

    Queridos hermanos y hermanas, ayer celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús: sólo de esta fuente inagotable de amor podréis sacar la energía necesaria para vuestra misión. Del Corazón del Redentor, de su costado traspasado nació la Iglesia, que se renueva incesantemente mediante los sacramentos. Procurad alimentaros espiritualmente con la oración y con una intensa vida sacramental; profundizad en el conocimiento personal de Cristo y tended con todas las fuerzas a la santidad, el "alto grado de la vida cristiana", como solía decir el querido Juan Pablo II.

    María santísima, de cuyo Corazón Inmaculado hoy hacemos memoria, obtenga como don para todos los miembros de vuestra diócesis la fidelidad total a Cristo y a su Iglesia. A la intercesión de la Madre celestial del Redentor y al apoyo de los santos y beatos de vuestra tierra encomiendo el camino postsinodal que os espera.

    Por mi parte, os aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que con afecto imparto una especial bendición apostólica a vuestro obispo, a vosotros y a toda la comunidad diocesana.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    EN LA CEREMONIA DE APERTURA DE LA ASAMBLEA ECLESIAL
    DE LA DIÓCESIS DE ROMA

    Lunes 6 de junio de 2005



    Queridos hermanos y hermanas:

    He aceptado con mucho gusto la invitación a introducir con una reflexión mía esta asamblea diocesana, ante todo porque me brinda la posibilidad de encontrarme con vosotros, de tener un contacto directo con vosotros, y además porque puedo ayudaros a profundizar en el sentido y la finalidad del camino pastoral que la Iglesia de Roma está recorriendo.

    Saludo con afecto a cada uno de vosotros, obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos y religiosas, y en especial a vosotros, laicos y familias, que asumís conscientemente las tareas de compromiso y testimonio cristiano que tienen su raíz en el sacramento del bautismo y, para los casados, en el del matrimonio. Agradezco de corazón al cardenal vicario y a los esposos Luca y Adriana Pasquale las palabras que me han dirigido en nombre de todos vosotros.

    Esta asamblea, y el año pastoral cuyas líneas fundamentales señalará, constituyen una nueva etapa del camino que la Iglesia de Roma ha emprendido, sobre la base del Sínodo diocesano, con la Misión ciudadana impulsada por nuestro muy querido Papa Juan Pablo II, como preparación para el gran jubileo del año 2000. En esa Misión todas las realidades de nuestra diócesis —parroquias, comunidades religiosas, asociaciones y movimientos— se movilizaron, no sólo para una misión al pueblo de Roma, sino también para ser ellas mismas "pueblo de Dios en misión", poniendo en práctica la feliz expresión de Juan Pablo II: "Parroquia, búscate a ti misma y encuéntrate fuera de ti misma", es decir, en los lugares donde la gente vive. Así, a lo largo de la Misión ciudadana, muchos miles de cristianos de Roma, en gran parte laicos, se convirtieron en misioneros y llevaron la palabra de la fe en primer lugar a las familias de los diversos barrios de la ciudad y, luego, a los diferentes ambientes de trabajo, a los hospitales, a las escuelas y a las universidades, a los ámbitos de la cultura y del tiempo libre.

    Después del Año santo, mi amado predecesor os pidió que no interrumpierais ese camino y no desaprovecharais las energías apostólicas suscitadas y los frutos de gracia cosechados. Por eso, desde 2001 la orientación pastoral fundamental de la diócesis ha sido dar forma permanente a la misión, caracterizando en sentido más decididamente misionero la vida y las actividades de las parroquias y de todas las demás realidades eclesiales. Ante todo, quiero deciros que confirmo plenamente esa opción, pues resulta cada vez más necesaria y no tiene alternativas, en un marco social y cultural en el que actúan múltiples fuerzas, que tienden a alejarnos de la fe y de la vida cristiana.

    Ya desde hace dos años, el compromiso misionero de la Iglesia de Roma se ha centrado sobre todo en la familia, no sólo porque esta realidad humana fundamental se ve sometida hoy a múltiples dificultades y amenazas, y por eso tiene especial necesidad de ser evangelizada y sostenida concretamente, sino también porque las familias cristianas constituyen un recurso decisivo para la educación en la fe, para la edificación de la Iglesia como comunión y su capacidad de presencia misionera en las situaciones más diversas de la vida, así como para ser levadura, en sentido cristiano, en la cultura generalizada y en las estructuras sociales. Estas son las líneas que seguiremos también en el próximo año pastoral y, por eso, el tema de nuestra asamblea es "Familia y comunidad cristiana: formación de la persona y transmisión de la fe".

    Para poder comprender la misión de la familia en la comunidad cristiana y sus tareas de formación de la persona y transmisión de la fe, hemos de partir siempre del significado que el matrimonio y la familia tienen en el plan de Dios, creador y salvador. Así pues, este será el núcleo de mi reflexión de esta tarde, refiriéndome a la doctrina de la exhortación apostólica Familiaris consortio (parte segunda, números 12-16).

    El matrimonio y la familia no son, en realidad, una construcción sociológica casual, fruto de situaciones históricas y económicas particulares. Al contrario, la cuestión de la correcta relación entre el hombre y la mujer hunde sus raíces en la esencia más profunda del ser humano y sólo a partir de ella puede encontrar su respuesta. Es decir, no se puede separar de la pregunta antigua y siempre nueva del hombre sobre sí mismo: ¿quién soy?, ¿qué es el hombre? Y esta pregunta, a su vez, no se puede separar del interrogante sobre Dios: ¿existe Dios? y ¿quién es Dios?, ¿cuál es verdaderamente su rostro?

    La respuesta de la Biblia a estas dos cuestiones es unitaria y consecuente: el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama.

    De esta conexión fundamental entre Dios y el hombre deriva la conexión indisoluble entre espíritu y cuerpo; en efecto, el hombre es alma que se expresa en el cuerpo y cuerpo vivificado por un espíritu inmortal. Así pues, también el cuerpo del hombre y de la mujer tiene, por decirlo así, un carácter teológico; no es simplemente cuerpo, y lo que es biológico en el hombre no es solamente biológico, sino también expresión y realización de nuestra humanidad. Del mismo modo, la sexualidad humana no es algo añadido a nuestro ser persona, sino que pertenece a él. Sólo cuando la sexualidad se ha integrado en la persona, logra dar un sentido a sí misma. Así, de esas dos conexiones —del hombre con Dios y, en el hombre, del cuerpo con el espíritu— brota una tercera: la conexión entre persona e institución. En efecto, la totalidad del hombre incluye la dimensión del tiempo, y el "sí" del hombre implica trascender el momento presente: en su totalidad, el "sí" significa "siempre", constituye el espacio de la fidelidad. Sólo dentro de él puede crecer la fe que da un futuro y permite que los hijos, fruto del amor, crean en el hombre y en su futuro en tiempos difíciles.

    Por consiguiente, la libertad del "sí" es libertad capaz de asumir algo definitivo. Así, la mayor expresión de la libertad no es la búsqueda del placer, sin llegar nunca a una verdadera decisión. Aparentemente esta apertura permanente parece ser la realización de la libertad, pero no es verdad: la auténtica expresión de la libertad es la capacidad de optar por un don definitivo, en el que la libertad, dándose, se vuelve a encontrar plenamente a sí misma.

    En concreto, el "sí" personal y recíproco del hombre y de la mujer abre el espacio para el futuro, para la auténtica humanidad de cada uno y, al mismo tiempo, está destinado al don de una nueva vida. Por eso, este "sí" personal no puede por menos de ser un "sí" también públicamente responsable, con el que los esposos asumen la responsabilidad pública de la fidelidad, que garantiza asimismo el futuro de la comunidad.

    En efecto, ninguno de nosotros se pertenece exclusivamente a sí mismo. Por eso, cada uno está llamado a asumir en lo más íntimo de su ser su responsabilidad pública. Así pues, el matrimonio como institución no es una injerencia indebida de la sociedad o de la autoridad, una forma impuesta desde fuera en la realidad más privada de la vida, sino una exigencia intrínseca del pacto del amor conyugal y de la profundidad de la persona humana.

    En cambio, las diversas formas actuales de disolución del matrimonio, como las uniones libres y el "matrimonio a prueba", hasta el pseudo-matrimonio entre personas del mismo sexo, son expresiones de una libertad anárquica, que se quiere presentar erróneamente como verdadera liberación del hombre. Esa pseudo-libertad se funda en una trivialización del cuerpo, que inevitablemente incluye la trivialización del hombre. Se basa en el supuesto de que el hombre puede hacer de sí mismo lo que quiera: así su cuerpo se convierte en algo secundario, algo que se puede manipular desde el punto de vista humano, algo que se puede utilizar como se quiera. El libertarismo, que se quiere hacer pasar como descubrimiento del cuerpo y de su valor, es en realidad un dualismo que hace despreciable el cuerpo, situándolo —por decirlo así— fuera del auténtico ser y de la auténtica dignidad de la persona.

    La verdad del matrimonio y de la familia, que hunde sus raíces en la verdad del hombre, se ha hecho realidad en la historia de la salvación, en cuyo centro están las palabras: "Dios ama a su pueblo". En efecto, la revelación bíblica es, ante todo, expresión de una historia de amor, la historia de la alianza de Dios con los hombres; por eso, la historia del amor y de la unión de un hombre y una mujer en la alianza del matrimonio pudo ser asumida por Dios como símbolo de la historia de la salvación.

    El hecho inefable, el misterio del amor de Dios a los hombres, recibe su forma lingüística del vocabulario del matrimonio y de la familia, en positivo y en negativo: en efecto, el acercamiento de Dios a su pueblo se presenta con el lenguaje del amor esponsal, mientras que la infidelidad de Israel, su idolatría, se designa como adulterio y prostitución.

    En el Nuevo Testamento Dios radicaliza su amor hasta hacerse él mismo, en su Hijo, carne de nuestra carne, hombre verdadero. De este modo, la unión de Dios con el hombre asumió su forma suprema, irreversible y definitiva. Y así se traza también para el amor humano su forma definitiva, el "sí" recíproco, que no puede revocarse: no aliena al hombre, sino que lo libera de las alienaciones de la historia, para llevarlo de nuevo a la verdad de la creación.

    El valor de sacramento que el matrimonio asume en Cristo significa, por tanto, que el don de la creación fue elevado a gracia de redención. La gracia de Cristo no se añade desde fuera a la naturaleza del hombre, no le hace violencia, sino que la libera y la restaura, precisamente al elevarla más allá de sus propios límites. Y del mismo modo que la encarnación del Hijo de Dios revela su verdadero significado en la cruz, así el amor humano auténtico es donación de sí y no puede existir si quiere liberarse de la cruz.

    Queridos hermanos y hermanas, este vínculo profundo entre Dios y el hombre, entre el amor de Dios y el amor humano, encuentra confirmación también en algunas tendencias y desarrollos negativos, cuyo peso sentimos todos. En efecto, el envilecimiento del amor humano, la supresión de la auténtica capacidad de amar se revela, en nuestro tiempo, como el arma más adecuada y eficaz para separar a Dios del hombre, para alejar a Dios de la mirada y del corazón del hombre.

    De forma análoga, la voluntad de "liberar" de Dios a la naturaleza lleva a perder de vista la realidad misma de la naturaleza, incluida la naturaleza del hombre, reduciéndola a un conjunto de funciones, de las que se puede disponer a capricho para construir un presunto mundo mejor y una presunta humanidad más feliz; en cambio, se destruye el plan del Creador y, en consecuencia, la verdad de nuestra naturaleza.

    También en la generación de los hijos el matrimonio refleja su modelo divino, el amor de Dios al hombre. En el hombre y en la mujer, la paternidad y la maternidad, como el cuerpo y como el amor, no se pueden reducir a lo biológico: la vida sólo se da enteramente cuando juntamente con el nacimiento se dan también el amor y el sentido que permiten decir sí a esta vida. Precisamente esto muestra claramente cuán contrario al amor humano, a la vocación profunda del hombre y de la mujer, es cerrar sistemáticamente la propia unión al don de la vida y, aún más, suprimir o manipular la vida que nace.

    Sin embargo, ningún hombre y ninguna mujer, por sí solos y únicamente con sus fuerzas, pueden dar a sus hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: "Tu vida es buena, aunque yo no conozca tu futuro", hacen falta una autoridad y una credibilidad superiores a lo que el individuo puede darse por sí solo. El cristiano sabe que esta autoridad es conferida a la familia más amplia, que Dios, a través de su Hijo Jesucristo y del don del Espíritu Santo, ha creado en la historia de los hombres, es decir, a la Iglesia. Reconoce que en ella actúa aquel amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos el futuro.

    Por este motivo, la edificación de cada familia cristiana se sitúa en el contexto de la familia más amplia, que es la Iglesia, la cual la sostiene y la lleva consigo, y garantiza que existe el sentido y que también en el futuro estará en ella el "sí" del Creador. Y, de forma recíproca, la Iglesia es edificada por las familias, "pequeñas Iglesias domésticas", como las llamó el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 11; Apostolicam actuositatem, 11), utilizando una antigua expresión patrística (cf. san Juan Crisóstomo, In Genesim sermo VI, 2; VII, 1). En el mismo sentido, la Familiaris consortio afirma que "el matrimonio cristiano (...) constituye el lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana en la gran familia de la Iglesia" (n. 15).

    De todo ello deriva una consecuencia evidente: la familia y la Iglesia, en concreto las parroquias y las demás formas de comunidad eclesial, están llamadas a una estrecha colaboración para cumplir la tarea fundamental, que consiste inseparablemente en la formación de la persona y la transmisión de la fe.

    Sabemos bien que para una auténtica obra educativa no basta una buena teoría o una doctrina que comunicar. Hace falta algo mucho más grande y humano: la cercanía, vivida diariamente, que es propia del amor y que tiene su espacio más propicio ante todo en la comunidad familiar, pero asimismo en una parroquia o movimiento o asociación eclesial, en donde se encuentren personas que cuiden de los hermanos, en particular de los niños y de los jóvenes, y también de los adultos, de los ancianos, de los enfermos, de las familias mismas, porque los aman en Cristo. El gran patrono de los educadores, san Juan Bosco, recordaba a sus hijos espirituales que "la educación es cosa del corazón y sólo Dios es su dueño" (Epistolario, 4, 209).

    En la obra educativa, y especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar razón de la esperanza que sostiene su vida (cf. 1 P 3, 15), está personalmente comprometido con la verdad que propone. El testigo, por otra parte, no remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado. Así, para todo educador y testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no decía nada por sí mismo, sino que hablaba como el Padre le había enseñado (cf. Jn 8, 28).

    Por este motivo, en la base de la formación de la persona cristiana y de la transmisión de la fe está necesariamente la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación en él del rostro del Padre. Y lo mismo vale, evidentemente, para todo nuestro compromiso misionero, en particular para la pastoral familiar. Así pues, la Familia de Nazaret ha de ser para nuestras familias y para nuestras comunidades objeto de oración constante y confiada, además de modelo de vida.
    Queridos hermanos y hermanas, y especialmente vosotros, queridos sacerdotes, conozco la generosidad y la entrega con que servís al Señor y a la Iglesia. Vuestro trabajo diario para formar a las nuevas generaciones en la fe, en estrecha conexión con los sacramentos de la iniciación cristiana, así como para preparar al matrimonio y para acompañar a las familias en su camino, a menudo arduo, en particular en la gran tarea de la educación de los hijos, es la senda fundamental para regenerar siempre de nuevo a la Iglesia y también para vivificar el tejido social de nuestra amada ciudad de Roma.

    Así pues, proseguid, sin desalentaros ante las dificultades que encontráis. La relación educativa es, por su naturaleza, delicada, pues implica la libertad del otro, al que siempre se impulsa, aunque sea dulcemente, a tomar decisiones. Ni los padres, ni los sacerdotes o los catequistas, ni los demás educadores pueden sustituir la libertad del niño, del muchacho o del joven al que se dirigen. De modo especial, la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, llamándola a la fe y a la conversión.

    En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio "yo". Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo por construir con los demás algo en común.

    Así pues, es evidente que no sólo debemos tratar de superar el relativismo en nuestro trabajo de formación de las personas; también estamos llamados a contrarrestar su predominio destructor en la sociedad y en la cultura. Por eso, además de la palabra de la Iglesia, es muy importante el testimonio y el compromiso público de las familias cristianas, especialmente para reafirmar la intangibilidad de la vida humana desde la concepción hasta su término natural, el valor único e insustituible de la familia fundada en el matrimonio, y la necesidad de medidas legislativas y administrativas que sostengan a las familias en la tarea de engendrar y educar a los hijos, tarea esencial para nuestro futuro común. También por este compromiso os doy gracias cordialmente.
    Sacerdocio y vida consagrada

    Un último mensaje que quisiera dejaros atañe al cuidado de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada: todos sabemos cuánta necesidad tiene la Iglesia de estas vocaciones. Para que nazcan o lleguen a madurar, para que las personas llamadas se mantengan siempre dignas de su vocación, es decisiva ante todo la oración, que nunca debe faltar en cada familia y comunidad cristiana. Pero también es fundamental el testimonio de vida de los sacerdotes, de los religiosos y las religiosas, la alegría que manifiestan por haber sido llamados por el Señor. Asimismo, es esencial el ejemplo que los hijos reciben dentro de su familia, y la convicción de las familias mismas de que, también para ellas, la vocación de sus hijos es un gran don del Señor.

    La elección de la virginidad por amor a Dios y a los hermanos, que se requiere para el sacerdocio y la vida consagrada, ha de ir unida a la valoración del matrimonio cristiano: uno y otra, de maneras diferentes y complementarias, de algún modo hacen visible el misterio de la alianza entre Dios y su pueblo.

    Queridos hermanos y hermanas, os dejo estas reflexiones como contribución a vuestro trabajo en las tardes de la asamblea y luego durante el próximo año pastoral. Pido al Señor que os dé valentía y entusiasmo, para que nuestra Iglesia de Roma, cada parroquia, comunidad religiosa, asociación o movimiento, participe más intensamente en la alegría y en los esfuerzos de la misión, y así cada familia y toda la comunidad cristiana vuelva a encontrar en el amor del Señor la llave que abre la puerta de los corazones y que hace posible una verdadera educación en la fe y la formación de las personas.

    Mi afecto y mi bendición os acompañan hoy y en el futuro.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    A UNA DELEGACIÓN DEL COMITÉ JUDÍO INTERNACIONAL
    PARA CONSULTAS INTERRELIGIOSAS

    Jueves 9 de junio de 2005

    .

    Distinguidos huéspedes;
    queridos amigos:

    Me complace dar la bienvenida en el Vaticano a la delegación del Comité judío internacional para consultas interreligiosas. Nuestro encuentro tiene lugar durante el año en que se conmemora el cuadragésimo aniversario de la declaración Nostra aetate del concilio Vaticano II, cuya doctrina desde entonces ha servido de base para la relación de la Iglesia con el pueblo judío.

    El Concilio reafirmó la convicción de la Iglesia de que, en el misterio de la elección divina, los inicios de su fe se encuentran ya en Abraham, en Moisés y en los Profetas. Sobre la base de este patrimonio espiritual y la doctrina del Evangelio, exhortó a una mayor estima y comprensión mutua entre cristianos y judíos, y deploró todas las manifestaciones de odio, persecución y antisemitismo (cf. Nostra aetate, 4). Al inicio de mi pontificado, deseo aseguraros que la Iglesia sigue firmemente comprometida, tanto en su catequesis como en los demás aspectos de su vida, a aplicar esta enseñanza decisiva.

    En los años que siguieron al Concilio, mis predecesores el Papa Pablo VI y, de modo particular, el Papa Juan Pablo II, dieron pasos significativos para mejorar las relaciones con el pueblo judío. Yo tengo la intención de continuar por este camino. La historia de las relaciones entre nuestras dos comunidades ha sido compleja y a menudo dolorosa, pero estoy convencido de que el "patrimonio espiritual" atesorado por cristianos y judíos es de por sí la fuente de la sabiduría y de la inspiración que puede guiarnos hacia "un porvenir de esperanza", de acuerdo con el plan divino (cf. Jr 29, 11).

    Al mismo tiempo, el recuerdo del pasado sigue siendo para ambas comunidades un imperativo moral y una fuente de purificación en nuestro esfuerzo por orar y trabajar en favor de la reconciliación, la justicia, el respeto de la dignidad humana y la paz que, en último término, es don del Señor. Por su misma naturaleza, este imperativo debe incluir una reflexión continua sobre las profundas cuestiones históricas, morales y teológicas planteadas por la experiencia de la Shoah.

    En los últimos treinta y cinco años, el Comité judío internacional para consultas interreligiosas se ha reunido dieciocho veces con delegaciones de la Comisión de la Santa Sede para las relaciones religiosas con el judaísmo, como en el encuentro de Buenos Aires, en julio de 2004, sobre el tema "Justicia y caridad". Doy gracias al Señor por los progresos logrados durante estos años, y os animo a perseverar en vuestro importante trabajo, poniendo los cimientos para un diálogo continuo y para la construcción de un mundo reconciliado, un mundo cada vez más en armonía con la voluntad del Creador.

    Sobre todos vosotros y sobre vuestros seres queridos invoco cordialmente las bendiciones divinas de sabiduría, fortaleza y paz.


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    DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
    A LOS OBISPOS DE SUDÁFRICA, BOTSUANA, SUAZILANDIA,
    NAMIBIA Y LESOTHO EN VISITA "AD LIMINA"

    Viernes 10 de junio de 2005



    Queridos hermanos en el episcopado:

    1. "Ved: qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos" (Sal 133, 1). Con este espíritu de armonía, os doy la bienvenida con alegría y afecto, obispos de Sudáfrica, Botsuana, Suazilandia, Namibia y Lesotho. A través de vosotros extiendo mi cordial saludo al clero, a los religiosos y a los laicos de vuestros países.

    En este año dedicado a la Eucaristía, habéis recibido la bendición de hacer vuestra solemne visita ad limina Apostolorum. "La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del servicio petrino" (Mensaje en la santa misa por la Iglesia universal, 20 de abril de 2005, n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 6). Del mismo modo, la Eucaristía debe estar siempre en el centro de vuestro ministerio episcopal y debe inspirar a quienes os ayudan en vuestra sagrada tarea.

    2. La comunión con Cristo es la fuente inagotable de cada uno de los elementos de la vida eclesial, "en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anunciar y testimoniar el Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños" (ib.). Los católicos en vuestra región constituyen una minoría. Esto plantea muchos desafíos, que requieren dedicación por parte de la Iglesia para apacentar eficazmente la grey y, al mismo tiempo, permanecer fiel a su compromiso misionero.

    Por esta razón, es esencial que los obispos promuevan la obra crucial de la catequesis para asegurar que el pueblo de Dios esté verdaderamente preparado para testimoniar con la palabra y con las obras la doctrina auténtica del Evangelio. Al contemplar la Iglesia en África, y todo lo que se ha logrado allí durante el último siglo, doy gracias a nuestro Padre celestial por los numerosos sacerdotes, religiosos y laicos, hombres y mujeres, que han dedicado su vida a esta noble tarea. Los obispos tienen la responsabilidad particular de asegurar que estos "evangelizadores insustituibles" reciban la necesaria preparación espiritual, doctrinal y moral (cf. Ecclesia in Africa, 91).

    3. Aunque vuestra región necesita aún más sacerdotes, no podemos menos de dar gracias a Dios por el gran número de vocaciones al sacerdocio de las que sois testigos actualmente en el África subsahariana. Como pastores de la grey de Cristo, tenéis la grave responsabilidad de ayudarles a convertirse en hombres de la Eucaristía. Los sacerdotes están llamados a dejarlo todo y a ser cada vez más devotos del santísimo Sacramento, llevando a los hombres y mujeres a este misterio y a la paz que implica (cf. Homilía del domingo de Pentecostés, 15 de mayo de 2005). Por tanto, os aliento en vuestros continuos esfuerzos por seleccionar con esmero a los candidatos al sacerdocio. De igual modo, es preciso formar con gran celo a estos jóvenes a fin de garantizar que estén preparados para los numerosos desafíos que deberán afrontar, ayudándoles a manifestar con la palabra y con las obras la paz y la alegría de nuestro Señor y Salvador.

    Un mundo lleno de tentaciones exige sacerdotes totalmente entregados a su misión. Por consiguiente, se requiere de modo muy especial que se abran plenamente al servicio de los demás como hizo Cristo, aceptando el don del celibato. Los obispos deben ayudarles, procurando que este don jamás se transforme en un peso, sino que sea siempre fuente de vida. Un modo para lograr este objetivo es reunir a los ministros de la Palabra y de los sacramentos para que reciban formación permanente, participando en retiros y días de recogimiento.

    4. La vida familiar ha sido siempre un elemento unificador de la sociedad africana. De hecho, dentro de la "iglesia doméstica", "construida sobre sólidas bases culturales y sobre los ricos valores de la tradición familiar africana", los niños aprenden por primera vez el carácter central de la Eucaristía en la vida cristiana (cf. Ecclesia in Africa, 92). Es preocupante que el entramado de la vida africana, su misma fuente de esperanza y estabilidad, esté amenazado por el divorcio, el aborto, la prostitución, el tráfico de seres humanos y la mentalidad anticonceptiva, todo lo cual contribuye a una crisis de la moral sexual.

    Queridos hermanos en el episcopado, comparto vuestra profunda preocupación por la devastación causada por el sida y las enfermedades relacionadas con él. Oro a Dios especialmente por las viudas, los huérfanos, las jóvenes madres y todos aquellos cuyas vidas han quedado destrozadas por esta cruel epidemia. Os exhorto a continuar vuestros esfuerzos por combatir este virus, que no sólo mata, sino que también pone seriamente en peligro la estabilidad social y económica del continente. La Iglesia católica ha estado siempre a la vanguardia tanto en la prevención como en la curación de esta enfermedad. La doctrina tradicional de la Iglesia ha resultado ser el único método seguro para prevenir la difusión del sida. Por esta razón, "el afecto, la alegría, la felicidad y la paz que proporcionan el matrimonio cristiano y la fidelidad, así como la seguridad que da la castidad, deben ser siempre presentados a los fieles, sobre todo a los jóvenes" (ib., 116).

    5. Queridos hermanos, mientras seguimos celebrando un año dedicado a la sagrada Eucaristía, oro para que os sostenga la promesa del Señor: "Yo estoy con vosotros todos los días" (Mt 28, 19).
    Que vuestro testimonio de hombres llenos de esperanza eucarística ayude a vuestra grey a apreciar cada vez más este misterio. A cada uno de vosotros y a todos los que han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral imparto cordialmente mi bendición apostólica.


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    DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
    AL SEÑOR GEOFFREY KENYON WARD,
    EMBAJADOR DE NUEVA ZELANDA ANTE LA SANTA SEDE*

    Jueves 16 de junio de 2005

    .

    Excelencia:

    Me complace darle la bienvenida y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Nueva Zelanda ante la Santa Sede. Le doy las gracias por las amables palabras de saludo y le ruego que transmita al Gobierno y al pueblo de Nueva Zelanda mis mejores deseos y la seguridad de mis oraciones por el bienestar de la nación.
    Sé que el pueblo de su país es muy consciente del deber de promover la paz y la solidaridad en todo el mundo. El año pasado su primer ministro, acompañado por un grupo de veteranos, visitó el histórico lugar de Montecassino para honrar a los innumerables jóvenes que sacrificaron valientemente su vida para defender los valores universales fundamentales que estaban amenazados por falsas ideologías nacionalistas.

    También hoy, esta disponibilidad a proteger y promover los valores de la justicia y la paz, que trascienden los confines culturales y nacionales, es una característica reconocida y laudable de su pueblo. Lo demuestra claramente la participación de su nación en proyectos de ayuda y en operaciones de mantenimiento de la paz que se extienden desde las islas Salomón hasta Afganistán y Oriente Próximo, así como la buena voluntad para defender las causas del desarrollo sostenido y de la protección del medio ambiente. En su nivel más significativo, esta generosidad brota del reconocimiento de la naturaleza esencial de la vida humana como un don y de nuestro mundo como una familia de personas.

    El deseo de sostener el bien común se funda en la convicción de que el hombre viene al mundo como un don del Creador. Todo hombre y toda mujer, creados por Dios a su imagen, reciben de él su dignidad común e inviolable y su llamada a la responsabilidad. Hoy, que las personas olvidan a menudo su origen y por eso pierden de vista su meta, son fácilmente víctimas de caprichosas tendencias sociales, de la distorsión de la razón por grupos de intereses particulares y de un individualismo exagerado.

    Ante esta "crisis de sentido" (cf. Fides et ratio, 81), las autoridades civiles y religiosas están llamadas a trabajar juntas impulsando a todos, incluso a los jóvenes, a "orientarse hacia una verdad que los trasciende" (ib., 5). Sin esta verdad universal, única garantía de libertad y felicidad, las personas quedan a merced del capricho y pierden poco a poco la capacidad de descubrir el sentido profundamente satisfactorio de la vida humana.

    Por tradición, los neozelandeses han reconocido y celebrado el lugar del matrimonio y la vida doméstica estable en el corazón de su sociedad, y ciertamente siguen esperando que las fuerzas sociales y políticas apoyen a las familias y protejan la dignidad de las mujeres, especialmente de las más vulnerables. Consideran que las deformaciones seculares del matrimonio no pueden ensombrecer jamás el esplendor de una alianza sellada para siempre y basada en la entrega generosa y en el amor incondicional. La recta razón les dice que "el futuro de la humanidad se fragua en la familia" (Familiaris consortio, 86), que ofrece a la sociedad un fundamento seguro para sus aspiraciones. Por tanto, a través de usted, señor embajador, animo al pueblo de Aotearoa a seguir aceptando el desafío de forjar un modelo de vida, tanto individual como comunitario, de acuerdo con el plan de Dios para toda la humanidad.

    En muchas partes del mundo se está llevando a cabo un inquietante proceso de secularización. Cuando se corre el riesgo de que se olviden los fundamentos cristianos de la sociedad, resulta cada vez más difícil la tarea de preservar la dimensión trascendente presente en toda cultura y de fortalecer el ejercicio auténtico de la libertad individual contra el relativismo. Esta situación requiere que tanto la Iglesia como los líderes civiles procuren que la cuestión de la moralidad sea objeto de un amplio debate en el foro público. A este respecto, es muy necesario hoy recuperar una visión de la relación entre la ley civil y la ley moral que, tal como la propone la tradición cristiana, también forma parte del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad (cf. Evangelium vitae, 71). Sólo de este modo se pueden relacionar con la verdad las múltiples reivindicaciones de "derechos", y la auténtica naturaleza de la libertad puede comprenderse correctamente en relación con esa verdad, que fija sus límites y revela sus metas.

    Por su parte, la Iglesia católica en Nueva Zelanda sigue haciendo todo lo posible para sostener los fundamentos cristianos de la vida civil. Está plenamente implicada en la formación espiritual e intelectual de los jóvenes, en especial mediante sus escuelas. Además, su apostolado caritativo se extiende a quienes viven marginados de la sociedad, y espero que, mediante su misión de servicio, responda generosamente a los nuevos desafíos sociales que se presenten.

    Excelencia, sé que su misión diplomática servirá para fortalecer aún más los vínculos de amistad que ya existen entre Nueva Zelanda y la Santa Sede. Al asumir sus nuevas responsabilidades, le aseguro que las diversas oficinas de la Curia romana están dispuestas a ayudarle en el cumplimiento de su misión. Sobre usted, sobre su familia y sobre sus compatriotas invoco de corazón las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.


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