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Figli spirituali di Benedetto XVI

2010

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    00 26/04/2013 10:23
    Miércoles 8 de septiembre de 2010

    Santa Hildegarda de Bingen (2)

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero retomar y continuar la reflexión sobre santa Hildegarda de Bingen, importante figura femenina de la Edad Media, que se distinguió por sabiduría espiritual y santidad de vida. Las visiones místicas de Hildegarda se parecen a las de los profetas del Antiguo Testamento: expresándose con las categorías culturales y religiosas de su tiempo, interpretaba las Sagradas Escrituras a la luz de Dios, aplicándolas a las distintas circunstancias de la vida. Así, todos los que la escuchaban se sentían exhortados a practicar un estilo de vida cristiana coherente y comprometido. En una carta a san Bernardo, la mística renana confiesa: «La visión impregna todo mi ser: no veo con los ojos del cuerpo, sino que se me aparece en el espíritu de los misterios… Conozco el significado profundo de lo que está expuesto en el Salterio, en los Evangelios y en otros libros, que se me muestran en la visión. Esta arde como una llama en mi pecho y en mi alma, y me enseña a comprender profundamente el texto» (Epistolarium pars prima I-XC: CCCM 91).
    Las visiones místicas de Hildegarda son ricas en contenidos teológicos. Hacen referencia a los principales acontecimientos de la historia de la salvación, y usan un lenguaje principalmente poético y simbólico. Por ejemplo, en su obra más famosa, titulada Scivias, es decir, «Conoce los caminos», resume en treinta y cinco visiones los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Con los rasgos característicos de la sensibilidad femenina, Hildegarda, precisamente en la sección central de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la cruz se llevan a cabo las nupcias del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, colmada de gracias y capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor del Espíritu Santo (cf. Visio tertia: PL 197, 453c).

    Ya por estas breves alusiones vemos cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su peculiar inteligencia y sensibilidad. Por eso, aliento a todas aquellas que desempeñan este servicio a llevarlo a cabo con un profundo espíritu eclesial, alimentando su reflexión con la oración y mirando a la gran riqueza, todavía en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo a la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.

    La mística renana también es autora de otros escritos, dos de los cuales particularmente importantes porque refieren, como el Scivias, sus visiones místicas: son el Liber vitae meritorum (Libro de los méritos de la vida) y el Liber divinorum operum (Libro de las obras divinas), también denominado De operatione Dei. En el primero se describe una única y poderosa visión de Dios que vivifica el cosmos con su fuerza y con su luz. Hildegarda subraya la profunda relación entre el hombre y Dios, y nos recuerda que toda la creación, cuyo vértice es el hombre, recibe vida de la Trinidad. El escrito se centra en la relación entre virtudes y vicios, por lo que el ser humano debe afrontar diariamente el desafío de los vicios, que lo alejan en el camino hacia Dios, y las virtudes, que lo favorecen. La invitación es a alejarse del mal para glorificar a Dios y para entrar, después de una existencia virtuosa, en una vida «toda llena de alegría». En la segunda obra, que muchos consideran su obra maestra, describe también la creación en su relación con Dios y la centralidad del hombre, manifestando un fuerte cristocentrismo de sabor bíblico-patrístico. La santa, que presenta cinco visiones inspiradas en el prólogo del Evangelio de san Juan, refiere las palabras que el Hijo dirige al Padre: «Toda la obra que tú has querido y que me has confiado, yo la he llevado a buen fin; yo estoy en ti, y tú en mí, y somos uno» (Pars III, Visio X: PL 197, 1025a).

    En otros escritos, por último, Hildegarda manifiesta la versatilidad de intereses y la vivacidad cultural de los monasterios femeninos de la Edad Media, contrariamente a los prejuicios que todavía pesan sobre aquella época. Hildegarda se ocupó de medicina y de ciencias naturales, así como de música, al estar dotada de talento artístico. Compuso también himnos, antífonas y cantos, recogidos bajo el título Symphonia Harmoniae Caelestium Revelationum (Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestiales), que se ejecutaban con gran alegría en sus monasterios, difundiendo un clima de serenidad, y que han llegado hasta nosotros. Para ella, toda la creación es una sinfonía del Espíritu Santo, que en sí mismo es alegría y júbilo.

    La popularidad que rodeaba a Hildegarda impulsaba a muchas personas a interpelarla. Por este motivo, disponemos de numerosas cartas suyas. A ella se dirigían comunidades monásticas masculinas y femeninas, obispos y abades. Muchas respuestas siguen siendo válidas también para nosotros. Por ejemplo, a una comunidad religiosa femenina Hildegarda escribía así: «La vida espiritual debe cuidarse con gran esmero. Al inicio implica duro esfuerzo, pues exige la renuncia a los caprichos, al placer de la carne y a otras cosas semejantes. Pero si se deja fascinar por la santidad, un alma santa encontrará dulce y amoroso incluso el desprecio del mundo. Sólo es preciso prestar inteligentemente atención a que el alma no se marchite» (E. Gronau, Hildegard. Vita di una donna profetica alle origini dell’età moderna, Milán 1996, p. 402). Y cuando el emperador Federico Barbarroja causó un cisma eclesial oponiendo nada menos que tres antipapas al Papa legítimo Alejandro III, Hildegarda, inspirada en sus visiones, no dudó en recordarle que también él, el emperador, estaba sujeto al juicio de Dios. Con la audacia que caracteriza a todo profeta, ella escribió al emperador estas palabras de parte de Dios: «¡Ay de esta malvada conducta de los impíos que me desprecian! ¡Escucha, oh rey, si quieres vivir! De lo contrario, mi espada te traspasará» (ib., p. 412).

    Con su autoridad espiritual, en los últimos años de su vida Hildegarda viajó, pese a su avanzada edad y a las condiciones difíciles de los desplazamientos, para hablar de Dios a la gente. Todos la escuchaban de buen grado, incluso cuando usaba un tono severo: la consideraban una mensajera enviada por Dios. Exhortaba sobre todo a las comunidades monásticas y al clero a una vida conforme a su vocación. En particular, Hildegarda contrastó el movimiento de los cátaros alemanes. Estos —cátaros literalmente significa «puros»— propugnaban una reforma radical de la Iglesia, sobre todo para combatir los abusos del clero. Ella les reprochó duramente que quisieran subvertir la naturaleza misma de la Iglesia, recordándoles que una verdadera renovación de la comunidad eclesial no se obtiene con el cambio de las estructuras, sino con un sincero espíritu de penitencia y un camino activo de conversión. Este es un mensaje que no deberíamos olvidar nunca. Invoquemos siempre al Espíritu Santo, a fin de que suscite en la Iglesia mujeres santas y valientes, como santa Hildegarda de Bingen, que, valorizando los dones recibidos de Dios, den su valiosa y peculiar contribución al crecimiento espiritual de nuestras comunidades y de la Iglesia en nuestro tiempo.




    Saludos

    (En español)

    Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Diócesis de Tula, en México, que están celebrando el cincuenta aniversario de la creación de esa diócesis; a los médicos y administrativos de la Arquidiócesis de Salta, en Argentina; así como a los demás fieles provenientes de España, México, Panamá, El Salvador, Honduras y otros países latinoamericanos. Invoquemos al Espíritu Santo, para que suscite siempre en la Iglesia mujeres santas que, contribuyan al crecimiento espiritual de nuestras comunidades. Muchas gracias.

    (En italiano)

    Me dirijo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, aquí presentes. Hoy celebramos la memoria litúrgica de la Natividad de la Santísima Virgen María. El concilio Vaticano ii dice que María nos precede en el camino de la fe porque “creyó que se cumplirían las palabras que le fueron dichas de parte del Señor” (Lc 1, 45). Para vosotros, jóvenes, pido a la Virgen el don de una fe cada vez más madura; para vosotros, enfermos, una fe cada vez más fuerte; y para vosotros, recién casados, una fe cada vez más profunda.



    Mensaje con ocasión de su próxima visita al Reino Unido



    Espero con ilusión mi visita al Reino Unido dentro de una semana y envío un saludo cordial a todo el pueblo de Gran Bretaña. Soy consciente de que los preparativos de la visita han supuesto una gran cantidad de trabajo, no sólo por parte de la comunidad católica, sino también por parte del Gobierno, de las autoridades locales de Escocia, Londres y Birmingham, de los medios de comunicación y de los servicios de seguridad; y quiero expresar mi profundo aprecio por los esfuerzos que se han realizado para garantizar que los diversos actos previstos sean celebraciones verdaderamente gozosas. Sobre todo expreso mi agradecimiento a las innumerables personas que han estado rezando por el éxito de la visita, para que Dios derrame en abundancia su gracia sobre la Iglesia y los habitantes de vuestra nación.

    Para mí será una alegría especial beatificar al venerable John Henry Newman en Birmingham el domingo 19 de septiembre. Este inglés, verdaderamente grande, llevó una vida sacerdotal ejemplar y con sus numerosos escritos dio una contribución perdurable a la Iglesia y a la sociedad, tanto en su tierra natal como en muchas otras partes del mundo. Espero y rezo para que cada vez más personas se beneficien de su cordial sabiduría y se inspiren en su ejemplo de integridad y santidad de vida.

    Estoy deseando encontrarme con los representantes de las distintas tradiciones religiosas y culturales que conforman la población británica, así como con los líderes civiles y políticos. Estoy muy agradecido a Su Majestad la Reina y a Su Gracia el arzobispo de Canterbury por recibirme, y espero con ilusión encontrarme con ellos. Lamentando que hay muchos lugares y personas que no tendré la oportunidad de visitar, quiero que sepáis que os recuerdo a todos en mis oraciones. Que Dios bendiga al pueblo del Reino Unido.


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    00 26/04/2013 10:25
    Miércoles 15 de septiembre de 2010

    Clara de Asís

    Queridos hermanos y hermanas:

    Una de las santas más queridas es sin duda santa Clara de Asís, que vivió en el siglo XIII, contemporánea de san Francisco. Su testimonio nos muestra cuánto debe la Iglesia a mujeres valientes y llenas de fe como ella, capaces de dar un impulso decisivo para la renovación de la Iglesia.

    ¿Quién era Clara de Asís? Para responder a esta pregunta contamos con fuentes seguras: no sólo las antiguas biografías, como la de Tomás de Celano, sino también las Actas del proceso de canonización promovido por el Papa sólo pocos meses después de la muerte de Clara y que contiene los testimonios de quienes vivieron a su lado durante mucho tiempo.

    Clara nació en 1193, en el seno de una familia aristocrática y rica. Renunció a la nobleza y a la riqueza para vivir humilde y pobre, adoptando la forma de vida que proponía Francisco de Asís. Aunque sus parientes, como sucedía entonces, estaban proyectando un matrimonio con algún personaje de relieve, Clara, a los 18 años, con un gesto audaz inspirado por el profundo deseo de seguir a Cristo y por la admiración por Francisco, dejó su casa paterna y, en compañía de una amiga suya, Bona de Guelfuccio, se unió en secreto a los Frailes Menores en la pequeña iglesia de la Porciúncula. Era la noche del domingo de Ramos de 1211. En la conmoción general, se realizó un gesto altamente simbólico: mientras sus compañeros empuñaban antorchas encendidas, Francisco le cortó su cabello y Clara se vistió con un burdo hábito penitencial. Desde ese momento se había convertido en virgen esposa de Cristo, humilde y pobre, y se consagraba totalmente a él. Como Clara y sus compañeras, innumerables mujeres a lo largo de la historia se han sentido atraídas por el amor a Cristo que, en la belleza de su divina Persona, llena su corazón. Y toda la Iglesia, mediante la mística vocación nupcial de las vírgenes consagradas, se muestra como lo que será para siempre: la Esposa hermosa y pura de Cristo.

    En una de las cuatro cartas que Clara envió a santa Inés de Praga, la hija del rey de Bohemia, que quiso seguir sus pasos, habla de Cristo, su Esposo amado, con expresiones nupciales, que pueden ser sorprendentes, pero conmueven: «Amándolo, eres casta; tocándolo, serás más pura; dejándote poseer por él eres virgen. Su poder es más fuerte, su generosidad más elevada, su aspecto más bello, su amor más suave y toda gracia más fina. Ya te ha estrechado en su abrazo, que ha adornado tu pecho con piedras preciosas… y te ha coronado con una corona de oro grabada con el signo de la santidad» (Carta I: FF, 2862).

    Para Clara, sobre todo al principio de su experiencia religiosa, Francisco de Asís no sólo fue un maestro cuyas enseñanzas seguir, sino también un amigo fraterno. La amistad entre estos dos santos constituye un aspecto muy hermoso e importante. De hecho, cuando dos almas puras y enardecidas por el mismo amor a Dios se encuentran, la amistad recíproca supone un estímulo fuertísimo para recorrer el camino de la perfección. La amistad es uno de los sentimientos humanos más nobles y elevados que la gracia divina purifica y transfigura. Al igual que san Francisco y santa Clara, también otros santos han vivido una profunda amistad en el camino hacia la perfección cristiana, como san Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chantal. Precisamente san Francisco de Sales escribe: «Es hermoso poder amar en la tierra como se ama en el cielo, y aprender a quererse en este mundo como haremos eternamente en el otro. No hablo aquí del simple amor de caridad, porque ese deberíamos sentirlo hacia todos los hombres; hablo de la amistad espiritual, en el ámbito de la cual dos, tres o más personas se intercambian la devoción, los afectos espirituales y llegan a ser realmente un solo espíritu» (Introducción a la vida devota III, 19).

    Después de pasar algunos meses en otras comunidades monásticas, resistiendo a las presiones de sus familiares, que inicialmente no aprobaron su elección, Clara se estableció con sus primeras compañeras en la iglesia de san Damián, donde los frailes menores habían arreglado un pequeño convento para ellas. En aquel monasterio vivió más de cuarenta años, hasta su muerte, acontecida en 1253. Nos ha llegado una descripción de primera mano de cómo vivían estas mujeres en aquellos años, en los inicios del movimiento franciscano. Se trata de la relación admirada de un obispo flamenco de visita a Italia, Jaime de Vitry, el cual afirma que encontró a un gran número de hombres y mujeres, de todas las clases sociales, que «dejándolo todo por Cristo, huían del mundo. Se llamaban Frailes Menores y Hermanas Menores, y el Papa y los cardenales los tienen en gran consideración… Las mujeres… viven juntas en varias casas, no lejos de las ciudades. No reciben nada, sino que viven del trabajo de sus propias manos. Y se sienten profundamente afligidas y turbadas, porque clérigos y laicos las honran más de lo que quisieran» (Carta de octubre de 1216: FF, 2205.2207).

    Jaime de Vitry captó con perspicacia un rasgo característico de la espiritualidad franciscana al que Clara fue muy sensible: la radicalidad de la pobreza, unida a la confianza total en la Providencia divina. Por este motivo, ella actuó con gran determinación, obteniendo del Papa Gregorio IX o, probablemente, ya del Papa Inocencio III, el llamado Privilegium paupertatis (cf. FF, 3279). De acuerdo con este privilegio, Clara y sus compañeras de san Damián no podían poseer ninguna propiedad material. Se trataba de una excepción verdaderamente extraordinaria respecto al derecho canónico vigente y las autoridades eclesiásticas de aquel tiempo lo concedieron apreciando los frutos de santidad evangélica que reconocían en el modo de vivir de Clara y de sus hermanas. Esto demuestra que en los siglos de la Edad Media el papel de las mujeres no era secundario, sino considerable. Al respecto, conviene recordar que Clara fue la primera mujer en la historia de la Iglesia que compuso una Regla escrita, sometida a la aprobación del Papa, para que el carisma de Francisco de Asís se conservara en todas las comunidades femeninas que ya se iban fundando en gran número en su tiempo y que deseaban inspirarse en el ejemplo de Francisco y de Clara.

    En el convento de san Damián Clara practicó de modo heroico las virtudes que deberían distinguir a todo cristiano: la humildad, el espíritu de piedad y de penitencia, y la caridad. Aunque era la superiora, ella quería servir personalmente a las hermanas enfermas, dedicándose incluso a tareas muy humildes, pues la caridad supera toda resistencia y quien ama hace todos los sacrificios con alegría. Su fe en la presencia real de la Eucaristía era tan grande que, en dos ocasiones, se verificó un hecho prodigioso. Sólo con la ostensión del Santísimo Sacramento, alejó a los soldados mercenarios sarracenos, que estaban a punto de atacar el convento de san Damián y de devastar la ciudad de Asís.

    También estos episodios, como otros milagros, cuyo recuerdo se conservaba, impulsaron al Papa Alejandro IV a canonizarla sólo dos años después de su muerte, en 1255, elogiándola en la bula de canonización, en la que se lee: «¡Cuán intensa es la potencia de esta luz y qué fuerte el resplandor de esta fuente luminosa! En verdad, esta luz se mantenía encerrada en el ocultamiento de la vida claustral y fuera irradiaba fulgores luminosos; se recogía en un angosto monasterio, y fuera se expandía en todo el vasto mundo. Se custodiaba dentro y se difundía fuera. Clara, en efecto, se escondía; pero su vida se revelaba a todos. Clara callaba, pero su fama gritaba» (FF, 3284). Y es exactamente así, queridos amigos: son los santos quienes cambian el mundo a mejor, lo transforman de modo duradero, introduciendo las energías que sólo el amor inspirado por el Evangelio puede suscitar. Los santos son los grandes bienhechores de la humanidad.

    La espiritualidad de santa Clara, la síntesis de su propuesta de santidad está recogida en la cuarta carta a santa Inés de Praga. Santa Clara utiliza una imagen muy difundida en la Edad Media, de ascendencias patrísticas: el espejo. E invita a su amiga de Praga a reflejarse en ese espejo de perfección de toda virtud que es el Señor mismo. Escribe: «Feliz, ciertamente, aquella a la que se concede gozar de estas sagradas nupcias, para adherirse desde lo más hondo del corazón a aquel [a Cristo] cuya belleza admiran incesantemente todos los dichosos ejércitos de los cielos, cuyo afecto apasiona, cuya contemplación conforta, cuya benignidad sacia, cuya suavidad colma, cuyo recuerdo resplandece suavemente, cuyo perfume devuelve los muertos a la vida y cuya visión gloriosa hará bienaventurados a todos los ciudadanos de la Jerusalén celestial. Y, puesto que él es esplendor de la gloria, candor de la luz eterna y espejo sin mancha, mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y escruta continuamente en él su rostro, para que de ese modo puedas adornarte toda por dentro y por fuera… En este espejo refulgen la bienaventurada pobreza, la santa humildad y la inefable caridad» (Carta IV: FF, 2901-2903).

    Agradeciendo a Dios que nos da a los santos que hablan a nuestro corazón y nos ofrecen un ejemplo de vida cristiana a imitar, quiero concluir con las mismas palabras de bendición que santa Clara compuso para sus hermanas y que todavía hoy custodian con gran devoción las Clarisas, que desempeñan un papel precioso en la Iglesia con su oración y con su obra. Son expresiones en las que se muestra toda la ternura de su maternidad espiritual: «Os bendigo en vida y después de mi muerte, como puedo y más de cuanto puedo, con todas las bendiciones con las que el Padre de las misericordias bendice y bendecirá en el cielo y en la tierra a su hijos e hijas, y con las que un padre y una madre espiritual bendicen y bendecirán a sus hijos e hijas espirituales. Amén» (FF, 2856).



    Llamamiento en favor de la paz y el respeto de la libertad religiosa en Asia

    Sigo con preocupación los acontecimientos que se han sucedido durante estos días en varias regiones de Asia meridional, especialmente en la India, en Pakistán y en Afganistán. Rezo por las víctimas y pido que se respete la libertad religiosa y que la lógica de la reconciliación y de la paz prevalezca sobre el odio y la violencia.

    Saludos

    (En español)

    Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos de la arquidiócesis de Salta, y a los sacerdotes de la diócesis de Autlán, acompañados por su pastor, monseñor Gonzalo Galván Castillo. Os invito a agradecer a Dios el precioso papel que, con sus obras y oraciones, desempeñan las clarisas, como tantas otras religiosas de clausura, para bien de toda la Iglesia.

    (En polaco)

    Hoy conmemoramos a Nuestra Señora la Virgen de los Dolores. Vuelven a nuestra memoria las palabras del Señor crucificado: “Mujer, he aquí a tu hijo”, “He aquí a tu Madre”. Cristo mismo encomienda a su Madre a san Juan y con él a todas las generaciones de discípulos. Invitémosla a nuestra casa, para que su protección y su intercesión sean para nosotros un apoyo tanto en el tiempo de serenidad como en los días de sufrimiento.

    (En eslovaco)

    Hermanos y hermanas, hoy Eslovaquia celebra la solemnidad de su patrona principal, la Virgen de los Dolores. Jesús nos la dio como Madre a cada uno de nosotros. Que ella os acompañe maternalmente en el camino hacia Cristo.

    (A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

    Hoy celebramos la memoria de Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, que con fe estuvo al pie de la cruz de su Hijo. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de permanecer también vosotros como María al pie de la cruz. El Señor os infundirá la valentía para superar cualquier obstáculo en vuestra vida diaria. Y vosotros, queridos enfermos, encontrad en María consuelo y apoyo para aprender del Señor crucificado el valor salvífico del sufrimiento. Y vosotros, queridos recién casados, acudid con confianza a la Virgen de los Dolores, que os ayudará a afrontarlo con su intercesión maternal».


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    00 26/04/2013 10:26
    Miércoles 22 de septiembre de 2010

    Viaje apostólico al Reino Unido

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero detenerme a hablar del viaje apostólico al Reino Unido, que Dios me concedió realizar en los días pasados. Fue una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y de la actualidad de un pueblo rico en cultura y en fe, como es el pueblo británico. Se trata de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en el largo y complejo camino de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal de la visita era proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento más destacado del viaje apostólico, cuyo tema se inspiraba en el lema del escudo cardenalicio del beato Newman: «El corazón habla al corazón». Y en los cuatro intensos y bellísimos días transcurridos en aquella noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos hablaron al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. En efecto, pude constatar cuán fuerte y activa sigue siendo la herencia cristiana en todos los niveles de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y son numerosas las expresiones de religiosidad que mi visita ha puesto aún más de relieve.

    Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el período de mi estancia, en todas partes recibí una cordial acogida de las autoridades, de los exponentes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las distintas confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso en particular en los fieles de la comunidad católica y en sus pastores, que, aunque son una minoría en el país, gozan de gran aprecio y consideración, comprometidos en el gozoso anuncio de Jesucristo, haciendo que el Señor resplandezca y siendo su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud por el entusiasmo demostrado y por el encomiable celo con el que han trabajado para que mi visita —cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón— fuera un éxito.

    La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la reina Isabel II, que, junto con su consorte, el duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, en el que compartimos algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. A ello hice referencia en el discurso a Su Majestad y a las autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas islas. También hablé del papel que Gran Bretaña ha desempeñado y desempeña en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos que se han dado para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.

    El clima de fiesta y alegría que crearon los muchachos y los niños alegró la etapa de Edimburgo. Después me trasladé a Glasgow, una ciudad que cuenta con parques encantadores, donde presidí la primera santa misa del viaje precisamente en Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que ese día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninián, primer evangelizador de Escocia. A esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y partícipe, que las melodías tradicionales y los hermosos cantos hacían todavía más solemne, le recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época, en la que un penetrante relativismo amenaza con ensombrecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.

    El segundo día comencé la visita a Londres. Allí me encontré primero con el mundo de la educación católica, que reviste un papel relevante en el sistema de instrucción de aquel país. En un auténtico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con simpatía y entusiasmo, les propuse que no persiguieran objetivos limitados, contentándose con opciones cómodas, sino que aspiraran a algo más grande, es decir, a la búsqueda de la verdadera felicidad, que se encuentra sólo en Dios. En la cita sucesiva, con los responsables de las otras religiones más representadas en el Reino Unido, recordé la necesidad ineludible de un diálogo sincero, que para ser plenamente provechoso debe respetar el principio de reciprocidad. Al mismo tiempo, puse de relieve la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el cual afianzar la amistad, la confianza y la colaboración.

    La visita fraterna al arzobispo de Canterbury fue la ocasión para subrayar el compromiso común de testimoniar el mensaje cristiano que vincula a católicos y anglicanos. Siguió uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, exponentes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que, para los legisladores, la religión no debe representar un problema a resolver, sino un factor que contribuye de modo vital al camino histórico y al debate público de la nación, especialmente porque recuerda la importancia esencial del fundamento ético para las opciones en los distintos sectores de la vida social.

    En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro entró en ese lugar de culto, símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el Confesor, mientras el coro cantaba: «Congregavit nos in unum Christi amor», todos alabamos a Dios, que nos lleva por el camino de la plena unidad.

    En la mañana del sábado, la cita con el primer ministro marcó el inicio de la serie de encuentros con los mayores exponentes del mundo político británico. Siguió la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un momento extraordinario de fe y de oración —que puso también de relieve la rica y preciosa tradición de música litúrgica «romana» e «inglesa»— en el que tomaron parte los distintos componentes eclesiales, espiritualmente unidos a los numerosos creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Fue una gran alegría encontrarme con gran número de jóvenes que participaban en la santa misa desde fuera de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y respetuosa, demostraron que quieren ser los protagonistas de una nueva época de testimonio valiente, de solidaridad activa y de compromiso generoso al servicio del Evangelio.

    En la nunciatura apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de exponentes del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de muchachos y jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y los alenté a seguir adelante con su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de esmero por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. También en Londres, visité la residencia de ancianos dirigida por las Hermanitas de los Pobres con la valiosa aportación de numerosos enfermeros y voluntarios. Esa casa de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia siempre ha tenido por los ancianos, y a la vez expresión del compromiso de los católicos británicos por el respeto de la vida, sin tener en cuenta la edad o las condiciones.

    Como dije antes, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, hijo ilustre de Inglaterra. Estuvo precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en Hyde Park, en un clima de profundo recogimiento. A la multitud de fieles, especialmente jóvenes, señalé de nuevo la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede sintetizar en el testimonio de que el camino de la conciencia no es encerrarse en el propio «yo», sino apertura, conversión y obediencia a Aquel que es camino, verdad y vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne celebración eucarística dominical, en presencia de una vasta multitud proveniente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representantes de muchos otros países. Este acontecimiento conmovedor volvió a poner de actualidad a un estudioso de talla excepcional, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento ha iluminado muchas conciencias y ejerce todavía hoy un atractivo extraordinario. En él han de inspirarse, en particular, los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga dando frutos abundantes de vida evangélica.

    El encuentro con la Conferencia episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia, concluyó una jornada de fiesta grande y de comunión intensa de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.

    Queridos hermanos y hermanas, en mi visita al Reino Unido, como siempre, quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, alentándola a trabajar incansablemente por defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están en la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. Quise asimismo hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas y de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la imperecedera novedad del Evangelio, del cual está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una profunda convicción: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una sola cosa con el «genio» y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no cesa de trabajar por mantener continuamente despierta esta tradición espiritual y cultural.

    El beato John Henry Newman, cuya figura y cuyos escritos todavía conservan una extraordinaria actualidad, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos por «esparcir dondequiera que vayan el perfume de Cristo, a fin de que toda su vida sea solamente una irradiación de la del Señor», como escribió sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.



    Llamamiento del Papa por la plena comunión entre católicos y ortodoxos

    En esta semana se celebra en Viena la reunión plenaria de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. El tema de la fase actual de estudio es el papel del Obispo de Roma en la comunión de la Iglesia universal, con especial referencia al primer milenio de la historia cristiana. La obediencia a la voluntad de nuestro Señor Jesucristo, y la consideración de los grandes desafíos que hoy se presentan ante el cristianismo, nos obligan a empeñarnos seriamente en la causa del restablecimiento de la comunión plena entre las Iglesias. Exhorto a todos a orar intensamente por los trabajos de la Comisión y por un continuo desarrollo y consolidación de la paz y la concordia entre los bautizados, para que podamos dar al mundo un testimonio evangélico cada vez más auténtico.

    Saludos

    Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, en Roma, y a los fieles provenientes de Medellín. Os invito a agradecer a Dios los numerosos frutos apostólicos de mi reciente visita a Reino Unido. Muchas gracias.


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    Miércoles 29 de septiembre de 2010

    Matilde de Hackeborn

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy desearía hablaros de santa Matilde de Hackeborn, una de las grandes figuras del monasterio de Helfta, que vivió en el siglo XIII. Su hermana, santa Gertrudis la Grande, en el libro VI de la obra Liber specialis gratiae (Libro de la gracia especial), en el que se narran las gracias especiales que Dios concedió a santa Matilde, afirma: «Lo que hemos escrito es muy poco respecto a lo que hemos omitido. Únicamente para gloria de Dios y utilidad del prójimo publicamos estas cosas, porque nos parecería injusto guardar silencio sobre tantas gracias que Matilde recibió de Dios, no tanto para ella misma, según nuestra opinión, sino para nosotros y para aquellos que vendrán después de nosotros» (Matilde de Hackeborn, Liber specialis gratiae, VI, 1).

    Esta obra fue redactada por santa Gertrudis y por otra monja de Helfta, y tiene una historia singular. Matilde, a la edad de cincuenta años, atravesaba una grave crisis espiritual acompañada de sufrimientos físicos. En estas condiciones, confió a dos religiosas amigas las gracias singulares con que Dios la había guiado desde la infancia, pero no sabía que ellas tomaban nota de todo. Cuando lo supo, se angustió y se turbó profundamente. Pero el Señor la tranquilizó, haciéndole comprender que cuanto se escribía era para gloria de Dios y el bien del prójimo (cf. ib., II, 25; V, 20). Así, esta obra es la fuente principal para obtener informaciones sobre la vida y la espiritualidad de nuestra santa.

    Con ella entramos en la familia del barón de Hackeborn, una de las más nobles, ricas y potentes de Turingia, emparentada con el emperador Federico II, y entramos también en el monasterio de Helfta, en el período más glorioso de su historia. El barón ya había dado al monasterio una hija, Gertrudis de Hackeborn (1231-1232/1291-1292), dotada de una notable personalidad, abadesa durante cuarenta años, capaz de dar una impronta peculiar a la espiritualidad del monasterio, llevándolo a un florecimiento extraordinario como centro de mística y cultura, escuela de formación científica y teológica. Gertrudis les dio a las monjas una elevada instrucción intelectual, que les permitía cultivar una espiritualidad fundada en la Sagrada Escritura, la liturgia, la tradición patrística, la Regla y la espiritualidad cisterciense, con particular predilección por san Bernardo de Claraval y Guillermo de Saint-Thierry. Fue una verdadera maestra, ejemplar en todo, en el radicalismo evangélico y en el celo apostólico. Matilde, desde la infancia, acogió y gustó el clima espiritual y cultural creado por su hermana, dando luego su impronta personal.

    Matilde nació en 1241 o 1242, en el castillo de Helfta; era la tercera hija del barón. A los siete años, con la madre, visitó a su hermana Gertrudis en el monasterio de Rodersdorf. Se sintió tan fascinada por ese ambiente, que deseó ardientemente formar parte de él. Ingresó como educanda, y en 1258 se convirtió en monja en el convento que, mientras tanto, se había mudado a Helfta, en la finca de los Hackeborn. Se distinguió por la humildad, el fervor, la amabilidad, la limpidez y la inocencia de su vida, la familiaridad y la intensidad con que vive su relación con Dios, la Virgen y los santos. Estaba dotada de elevadas cualidades naturales y espirituales, como «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos» (ib., Proemio). Así, «el ruiseñor de Dios» —como se la llama—, siendo muy joven todavía, se convirtió en directora de la escuela del monasterio, directora del coro y maestra de novicias, servicios que desempeñó con talento e infatigable celo, no sólo en beneficio de las monjas sino también de todo aquel que deseaba recurrir a su sabiduría y bondad.

    Iluminada por el don divino de la contemplación mística, Matilde compuso numerosas plegarias. Fue maestra de doctrina fiel y de gran humildad, consejera, consoladora y guía en el discernimiento: «Ella enseñaba —se lee— la doctrina con tanta abundancia como jamás se había visto en el monasterio, y ¡ay!, tenemos gran temor de que no se verá nunca más algo semejante. Las monjas se reunían en torno a ella para escuchar la Palabra de Dios como alrededor de un predicador. Era el refugio y la consoladora de todos, y tenía, por don singular de Dios, la gracia de revelar libremente los secretos del corazón de cada uno. Muchas personas, no sólo en el monasterio sino también extraños, religiosos y seglares, llegados desde lejos, testimoniaban que esta santa virgen los había liberado de sus penas y que jamás habían experimentado tanto consuelo como cuando estaban junto a ella. Además, compuso y enseñó tantas plegarias que, si se recopilaran, excederían el volumen de un salterio» (ib., VI, 1).

    En 1261 llegó al convento una niña de cinco años, de nombre Gertrudis; se la encomendaron a Matilde, apenas veinteañera, que la educó y la guió en la vida espiritual hasta hacer de ella no sólo una discípula excelente sino también su confidente. En 1271 ó 1272 también ingresó en el monasterio Matilde de Magdeburgo. Así, el lugar acogía a cuatro grandes mujeres —dos Gertrudis y dos Matilde—, gloria del monaquismo germánico. Durante su larga vida pasada en el monasterio, Matilde soportó continuos e intensos sufrimientos, a los que sumaba las durísimas penitencias elegidas por la conversión de los pecadores. De este modo, participó en la pasión del Señor hasta el final de su vida (cf. ib., vi, 2). La oración y la contemplación fueron el humus vital de su existencia: las revelaciones, sus enseñanzas, su servicio al prójimo y su camino en la fe y en el amor tienen aquí sus raíces y su contexto. En el primer libro de la obra Liber specialis gratiae, las redactoras recogen las confidencias de Matilde articuladas a lo largo de las fiestas del Señor, de los santos y, de modo especial, de la bienaventurada Virgen. Es impresionante la capacidad que tiene esta santa de vivir la liturgia en sus varios componentes, incluso en los más simples, llevándola a la vida cotidiana monástica. Algunas imágenes, expresiones y aplicaciones a veces resultan ajenas a nuestra sensibilidad, pero, si se considera la vida monástica y su tarea de maestra y directora del coro, se capta su singular capacidad de educadora y formadora, que ayuda a sus hermanas de comunidad a vivir intensamente, partiendo de la liturgia, cada momento de la vida monástica.

    En la oración litúrgica, Matilde da particular relieve a las horas canónicas y a la celebración de la santa misa, sobre todo a la santa Comunión. Aquí se extasiaba a menudo en una intimidad profunda con el Señor en su ardientísimo y dulcísimo Corazón, mediante un diálogo estupendo, en el que pedía la iluminación interior, mientras intercedía de modo especial por su comunidad y sus hermanas. En el centro están los misterios de Cristo, a los cuales la Virgen María remite constantemente para avanzar por el camino de la santidad: «Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas las cosas» (ib., I, 40). En esta intimidad con Dios está presente el mundo entero, la Iglesia, los bienhechores, los pecadores. Para ella, el cielo y la tierra se unen.

    Sus visiones, sus enseñanzas y las vicisitudes de su existencia se describen con expresiones que evocan el lenguaje litúrgico y bíblico. Así se capta su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, que era su pan diario. A ella recurría constantemente, ya sea valorando los textos bíblicos leídos en la liturgia, ya sea tomando símbolos, términos, paisajes, imágenes y personajes. Tenía predilección por el Evangelio: «Las palabras del Evangelio eran para ella un alimento maravilloso y suscitaban en su corazón sentimientos de tanta dulzura, que muchas veces por el entusiasmo no podía terminar su lectura… El modo como leía esas palabras era tan ferviente, que suscitaba devoción en todos. De igual modo, cuando cantaba en el coro estaba totalmente absorta en Dios, embargada por tal ardor que a veces manifestaba sus sentimientos mediante gestos… Otra veces, como en éxtasis, no oía a quienes la llamaban o la movían, y de mal grado retomaba el sentido de las cosas exteriores» (ib., VI, 1). En una de sus visiones, es Jesús mismo quien le recomienda el Evangelio; abriéndole la llaga de su dulcísimo Corazón, le dice: «Considera qué inmenso es mi amor: si quieres conocerlo bien, en ningún lugar lo encontrarás expresado más claramente que en el Evangelio. Nadie ha oído jamás expresar sentimientos más fuertes y más tiernos que estos: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros (Joan. XV, 9)» (ib., I, 22).

    Queridos amigos, la oración personal y litúrgica, especialmente la liturgia de las Horas y la santa misa son el fundamento de la experiencia espiritual de santa Matilde de Hackeborn. Dejándose guiar por la Sagrada Escritura y alimentada con el Pan eucarístico, recorrió un camino de íntima unión con el Señor, siempre en plena fidelidad a la Iglesia. Esta es también para nosotros una fuerte invitación a intensificar nuestra amistad con el Señor, sobre todo a través de la oración diaria y la participación atenta, fiel y activa en la santa misa. La liturgia es una gran escuela de espiritualidad.

    Su discípula Gertrudis describe con expresiones intensas los últimos momentos de la vida de santa Matilde de Hackeborn, durísimos, pero iluminados por la presencia de la santísima Trinidad, del Señor, de la Virgen María y de todos los santos, incluso de su hermana de sangre Gertrudis. Cuando llegó la hora en que el Señor quiso llamarla a sí, ella le pidió poder vivir todavía en el sufrimiento por la salvación de las almas, y Jesús se complació con este ulterior signo de amor.

    Matilde tenía 58 años. Recorrió el último tramo de camino caracterizado por ocho años de graves enfermedades. Su obra y su fama de santidad se difundieron ampliamente. Al llegar su hora, «el Dios de majestad…, única suavidad del alma que lo ama…, le cantó: Venite vos, benedicti Patris mei… Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino…, y la asoció a su gloria» (ib., VI, 8).

    Santa Matilde de Hackeborn nos encomienda al sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María. Nos invita a alabar al Hijo con el corazón de la Madre y a alabar a María con el corazón del Hijo: «Te saludo, oh Virgen veneradísima, en ese dulcísimo rocío que desde el corazón de la santísima Trinidad se difundió en ti; te saludo en la gloria y el gozo con que ahora te alegras eternamente, tú que preferida entre todas las criaturas de la tierra y del cielo fuiste elegida incluso antes de la creación del mundo. Amén» (ib., i, 45).



    Saludos

    (En inglés)

    Mi pensamiento va a la grave crisis humanitaria que ha golpeado recientemente Nigeria septentrional, donde dos millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus hogares a causa de las graves inundaciones. A todos los damnificados expreso mi cercanía espiritual y les aseguro mi oración.

    (En español)

    Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a la Delegación de la Junta de Castilla y León, de España, y a la de la Escuela de Carabineros, de Santiago de Chile, así como a los demás grupos provenientes de España, México, Panamá, y demás países latinoamericanos. Que el ejemplo de Santa Matilde nos mueva a todos a considerar la Liturgia como una gran escuela de espiritualidad.

    Muchas gracias.

    (A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

    Sentid junto a vosotros, queridos jóvenes, la presencia de los Ángeles y dejaos guiar por ellos, a fin de que toda vuestra vida esté iluminada por la Palabra de Dios. Vosotros, queridos enfermos, unid vuestros sufrimientos a los de Cristo por la renovación espiritual de la sociedad humana. Y vosotros, queridos recién casados, recurrid a menudo a la ayuda de vuestros Ángeles custodios para que podáis crecer en el testimonio constante de un amor auténtico», concluyó Benedicto XVI.


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    Miércoles 6 de octubre de 2010

    Santa Gertrudis

    Queridos hermanos y hermanas:

    Santa Gertrudis la Grande, de quien quiero hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-alemana. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, la única mujer de Alemania que recibió el apelativo de «Grande», por su talla cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento influyó de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de particulares talentos naturales y de extraordinarios dones de gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y de prontitud a la hora de socorrer a los necesitados.

    En Helfta se confronta, por decirlo así, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la audiencia del miércoles pasado; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente, de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con una confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo de su mundo monástico, sino también y sobre todo del bíblico, litúrgico, patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.

    Nace el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada ni de sus padres ni del lugar de su nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le desvela el sentido de su primer desarraigo: «La he elegido como morada mía porque me complace que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía (…). Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes, para que nadie la amara por razón de consanguinidad y yo fuera el único motivo del afecto que se le tiene» (Le rivelazioni, I, 16, Siena 1994, pp. 76-77).

    A los cinco años de edad, en 1261, entra en el monasterio, como era habitual en aquella época, para la formación y el estudio. Allí transcurre toda su existencia, de la cual ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la previno con longánima paciencia e infinita misericordia, olvidando los años de la infancia, la adolescencia y la juventud, transcurridos «en tal ofuscamiento de la mente que habría sido capaz (…) de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me hubiese gustado y donde hubiera podido, si tú no me hubieses prevenido, tanto con un horror innato del mal y una inclinación natural por el bien, como con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana (…) y esto aunque tú quisiste que desde la infancia, es decir, desde que yo tenía cinco años, habitara en el santuario bendito de la religión para que allí me educaran entre tus amigos más devotos» (ib., II, 23, 140 s).

    Gertrudis es una estudiante extraordinaria; aprende todo lo que se puede aprender de las ciencias del trivio y del cuadrivio, la formación de su tiempo; se siente fascinada por el saber y se entrega al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de cualquier expectativa. Si bien no sabemos nada de sus orígenes, ella nos dice mucho de sus pasiones juveniles: la cautivan la literatura, la música y el canto, así como el arte de la miniatura; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; con frecuencia dice que es negligente; reconoce sus defectos y pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejo y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, tanto que asombran a algunas personas que se preguntan cómo podía sentir preferencia por ella el Señor.

    De estudiante pasa a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucede nada excepcional: el estudio y la oración son su actividad principal. Destaca entre sus hermanas por sus dotes; es tenaz en consolidar su cultura en varios campos. Pero durante el Adviento de 1280 comienza a sentir disgusto de todo esto, se percata de su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, por la noche, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve incluso como un don de Dios «para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando —¡ay de mí!— el nombre y el hábito de religiosa, yo había ido levantando con mi soberbia, a fin de que pudiera encontrar así al menos el camino para mostrarme tu salvación» (ib., II, 1, p. 87). Tiene la visión de un joven que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En aquella mano Gertrudis reconoce «la preciosa huella de las llagas que han anulado todos los actos de acusación de nuestros enemigos» (ib., II, 1, p. 89), reconoce a Aquel que en la cruz nos salvó con su sangre, Jesús.

    Desde ese momento se intensifica su vida de comunión íntima con el Señor, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos —Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen— incluso cuando no podía acudir al coro por estar enferma. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más sencillos y claros, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.

    Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir su particular «conversión»: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional celo misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la llama con su gracia «de las cosas externas a la vida interior y de las ocupaciones terrenas al amor de las cosas espirituales». Gertrudis comprende que estaba alejada de él, en la región de la desemejanza, como dice ella siguiendo a san Agustín; que se ha dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; conducida ahora al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. «De gramática se convierte en teóloga, con la incansable y atenta lectura de todos los libros sagrados que podía tener o procurarse, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Por eso, tenía siempre lista alguna palabra inspirada y de edificación con la cual satisfacer a quien venía a consultarla, junto con los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión equivocada y cerrar la boca a sus opositores» (ib., I, 1, p. 25).

    Gertrudis transforma todo eso en apostolado: se dedica a escribir y divulgar la verdad de fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta tal punto que era útil y grata a los teólogos y a las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, entre otras razones por las vicisitudes que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del Heraldo del amor divino o Las revelaciones, nos quedan los Ejercicios espirituales, una rara joya de la literatura mística espiritual.

    En la observancia religiosa —dice su biógrafa— nuestra santa es «una sólida columna (…), firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad» (ib., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien se encuentra con ella la conciencia de estar en presencia del Señor. Y, de hecho, Dios mismo le hace comprender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. Gertrudis se siente indigna de este inmenso tesoro divino y confiesa que no lo ha custodiado y valorizado. Exclama: «¡Ay de mí! Si tú me hubieses dado por tu recuerdo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría tenido que mirarlo con mayor respeto y reverencia de la que he tenido por estos dones tuyos» (ib., II, 5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, se adhiere a la voluntad de Dios, «porque —afirma— he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que se me hayan dado para mí sola, al no poder nadie frustrar tu eterna sabiduría. Haz, pues, oh Dador de todo bien que me has otorgado gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva al pensar que el celo de las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón» (Ib., II, 5, p. 100 s).

    Estima en particular dos favores, más que cualquier otro, como Gertrudis misma escribe: «Los estigmas de tus salutíferas llagas que me imprimiste, como joyas preciosas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con la que lo marcaste. Tú me inundaste con tus dones de tanta dicha que, aunque tuviera que vivir mil años sin ninguna consolación ni interna ni externa, su recuerdo bastaría para confortarme, iluminarme y colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de distintos modos el sagrario nobilísimo de tu divinidad que es tu Corazón divino (…). A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María, Madre tuya, y de haberme encomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría encomendar a su propia madre a su amada esposa» (Ib., ii, 23, p. 145).

    Orientada hacia la comunión sin fin, concluye su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 ó 1302, a la edad de cerca de 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: «Oh Jesús, a quien amo inmensamente, quédate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división y tú bendigas mi tránsito, para que mi espíritu, liberado de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar descanso en ti. Amén» (Ejercicios, Milán 2006, p. 148).

    Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de camino recto, y nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús, el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor a la Sagrada Escritura, en al amor a la liturgia, en la fe profunda, en el amor a María, para conocer cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.

    Saludos

    Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular, a las Hermanas Terciarias Capuchinas de la Sagrada Familia, así como a los fieles procedentes de España, Argentina, Chile, Colombia, Guatemala, México, Nicaragua y otros países latinoamericanos. Que el ejemplo de Santa Gertrudis os impulse a conocer profundamente la Sagrada Escritura, a amar con humildad a Cristo y a su Iglesia, a cultivar la oración personal y a participar con fidelidad en la Santa Misa. Muchas gracias y que Dios os bendiga.


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    Miércoles 13 de octubre de 2010

    Beata Ángela de Foligno

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero hablaros de la beata Ángela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Generalmente, uno queda fascinado por las cumbres de la experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero quizás se consideran demasiado poco sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la llevó desde el punto de partida, el «gran temor del infierno», hasta la meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Ángela ciertamente no es la de una ferviente discípula del Señor. Nació alrededor de 1248 en una familia acomodada, y quedó huérfana de padre; su madre la educó de un modo más bien superficial. Muy pronto fue introducida en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con quien se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, tanto que se permitía despreciar a los llamados «penitentes» —que abundaban en esa época—, es decir, a aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.

    Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la añosa guerra contra Perugia y sus duras consecuencias influyen en la vida de Ángela, la cual toma conciencia progresivamente de sus pecados, hasta dar un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo con vistas a hacer una buena confesión general: estamos en 1285; Ángela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, su camino de conversión conoce otro viraje: el final de los vínculos afectivos, puesto que, en pocos meses, mueren primero su madre y luego su marido y todos sus hijos. Entonces vende sus bienes y en 1291 entra en la Tercera Orden de San Francisco. Muere en Foligno el 4 de enero de 1309.

    El Libro de la beata Ángela de Foligno, en el cual se recoge la documentación sobre nuestra beata, relata esta conversión; indica los medios necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, el sucederse de las experiencias de Ángela, que comienzan en 1285. Recordándolas, después de haberlas vivido, trató de contarlas a través del fraile confesor, quien las transcribió fielmente intentando después organizarlas por etapas, que llamó «pasos o mutaciones», pero sin lograr ordenarlas plenamente (cf. Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto se debió a que para la beata Ángela la experiencia de unión es una implicación total de los sentidos espirituales y corporales; y de lo que ella «comprende» durante sus éxtasis sólo queda, por decirlo así, una «sombra» en su mente. «Oí realmente estas palabras —confiesa después de un éxtasis místico—, pero lo que vi y comprendí, y que él [es decir, Dios] me mostró, de ningún modo sé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que entendí con las palabras que oí, pero fue un abismo absolutamente inefable». Ángela de Foligno presenta sus «vivencias» místicas, sin elaborarlas con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de modo improviso e inesperado. Al mismo fraile confesor le cuesta referir esos acontecimientos, «también a causa de su gran y admirable discreción respecto a los dones divinos» (ib., p. 194). A la dificultad de Ángela de expresar su experiencia mística se añade además la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad que el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar total posesión de él. Así es para Ángela, que escribía a uno de sus hijos espirituales: «Hijo mío, si vieras mi corazón, te sentirías absolutamente obligado a hacer todas las cosas que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío». Resuenan aquí las palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

    Consideremos sólo algún «paso» del rico camino espiritual de nuestra beata. El primero, en realidad, es una premisa: «Fue el conocimiento del pecado —como ella precisa— a consecuencia del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este paso lloró amargamente» (Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este «temor» del infierno responde al tipo de fe que Ángela tenía en el momento de su «conversión»; una fe todavía pobre en caridad, es decir, en amor a Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Ángela la perspectiva del doloroso «camino de la cruz» que, del octavo al decimoquinto paso, la llevará después al «camino del amor». Narra el fraile confesor: «La feligresa me dijo entonces: He tenido esta revelación divina: “Después de las cosas que ha escrito, haga escribir que quien quiera conservar la gracia no debe apartar los ojos del alma de la cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito”» (ib., p. 143). Pero en esta fase Ángela todavía «no siente amor»; afirma: «El alma siente vergüenza y aflicción, y no experimenta todavía el amor, sino el dolor» (ib., p. 39), y está insatisfecha.

    Ángela siente que debe dar algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, es más, que es «nada» ante él; comprende que su voluntad no le puede dar el amor de Dios, porque sólo puede darle su «nada», el «no amor». Como ella dirá: sólo «el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que reconozca sus defectos y la bondad divina (…). Ese amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no puede verificarse o existir ningún engaño. Con este amor no se puede mezclar algo del amor del mundo» (ib., pp. 124-125). Abrirse sólo y totalmente al amor de Dios, que tiene su máxima expresión en Cristo: «Oh Dios mío —reza— hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu fervorosísimo e inefable amor realizó, junto con el amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. (…) ¡Oh incomprensible amor! Por encima de este amor, que llevó a mi Dios a hacerse hombre para hacerme Dios, no existe amor más grande» (ib., p. 295). Sin embargo, el corazón de Ángela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, se encontraba perdonada y todavía afligida por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno porque cuanto más progresa el alma por el camino de la perfección cristiana, tanto más se convence no sólo de ser «indigna», sino de ser merecedora del infierno.

    Así, en su camino místico, Ángela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su «indignidad» y de «merecer el infierno» no será su «unión con Dios» y el poseer la «verdad», sino Jesús crucificado, «su crucifixión por mí», su amor. En el octavo paso, dice: «Todavía no entendía si era un bien mayor mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión a penitencia, o su crucifixión por mí» (ib., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, que percibió en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente por esto prefiere contemplar a Cristo crucificado, porque en esa visión ve realizado el perfecto equilibrio: en la cruz está el hombre-Dios, en un acto supremo de sufrimiento, que es un acto supremo de amor. En la tercera Instrucción la beata insiste en esta contemplación y afirma: «Cuánto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. (…) Por eso, cuánto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él mediante el amor. (…) Lo que he dicho del amor (…) lo digo también del dolor: el alma cuánto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se entristece y se transforma en dolor» (ib., pp. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos de Cristo crucificado, identificarse con él. La conversión de Ángela, que comienza con la confesión de 1285, llegará a su madurez sólo cuando el perdón de Dios aparecerá ante su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: «Nadie tiene excusa —afirma— porque cualquiera puede amar a Dios, y él no pide al alma sino que lo quiera, porque él la ama y es su amor» (ib., p. 76).

    En el itinerario espiritual de Ángela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, se realiza a través del Crucificado. El «Dios-hombre de la Pasión» se convierte en su «maestro de perfección». Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una «semejanza» perfecta con él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. A esta estupenda empresa Ángela se entrega totalmente, en cuerpo y alma, sin escatimar penitencias ni tribulaciones del principio al fin, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en él: «Oh hijos de Dios —recomendaba— transformaos totalmente en el Dios-hombre de la Pasión, que os amó tanto que se dignó morir por vosotros con una muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de modo muy penoso y amargo. ¡Esto sólo por amarte a ti, oh hombre!» (ib., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque —como ella afirma— «mediante la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; mediante el desprecio y la vergüenza obtendrá sumo honor y grandísima gloria; mediante poca penitencia hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Sumo Bien, Dios eterno» (ib., p. 293).

    De la conversión a la unión mística con Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: «Cuánto más reces —afirma— tanto más serás iluminado; cuánto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás el Sumo Bien, el Ser sumamente bueno; cuánto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuánto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuánto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de entenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque entenderás que no puedes comprender» (ib., p. 184).

    Queridos hermanos y hermanas, la vida de la beata Ángela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero el encuentro con la figura de san Francisco y, por último, el encuentro con Cristo crucificado despierta el alma para la presencia de Dios, para el hecho de que sólo con Dios la vida es verdadera vida, porque en el dolor por el pecado se convierte en amor y alegría. Así nos habla a nosotros la beata Ángela. Hoy todos corremos el peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy lejano de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y me conoce y me ama. Y la beata Ángela quiere que estemos atentos a estos signos con los que el Señor nos toca al alma, que estemos atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo crucificado. Pidamos al Señor que nos haga estar atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.

    Saludos

    Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Compañía de la Cruz; a los miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de la Estrella, de Sevilla; a los representantes de la Cofradía de Investigadores de Toledo, acompañados por el Señor Cardenal Antonio Cañizares Llovera; a los fieles de la Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros, con su Arzobispo, Monseñor Ramón Benito de la Rosa Carpio, así como a los demás grupos procedentes de España, México, Honduras, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la Beata Ángela de Foligno nos ayude a comprender que la verdadera felicidad consiste en la amistad con Cristo, crucificado por amor nuestro. A su divina bondad sigo encomendando con esperanza a los mineros de la región de Atacama, en Chile. Muchas gracias y que Dios os bendiga.


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    00 26/04/2013 10:30
    Miércoles 20 de octubre de 2010

    Santa Isabel de Hungría

    Hoy quiero hablaros de una de las mujeres del Medievo que ha suscitado mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, también llamada Isabel de Turingia.

    Nació en 1207; los historiadores discuten sobre el lugar. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar los vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merano, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaban los juegos, la música y la danza; rezaba con fidelidad sus oraciones y ya mostraba una atención especial por los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.

    Su niñez feliz se interrumpió bruscamente cuando, de la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. En efecto, según las costumbres de aquel tiempo, su padre había decidido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a comienzos del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la aparente gloria se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, con frecuencia en guerra entre sí y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de muy buen grado el noviazgo entre su hijo Luis y la princesa húngara. Isabel dejó su patria con una rica dote y un gran séquito, incluidas sus doncellas personales, dos de las cuales fueron amigas fieles hasta el final. Son ellas quienes nos han dejado valiosas informaciones sobre la infancia y la vida de la santa.

    Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el recio castillo que domina la ciudad. Allí se celebró el compromiso entre Luis e Isabel. En los años sucesivos, mientras Luis aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. Pese a que el noviazgo se había decidido por motivos políticos, entre los dos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Luis, después de la muerte de su padre, comenzó a reinar en Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de solapadas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de corte. Así, incluso la celebración del matrimonio no fue suntuosa y el dinero de los costes del banquete se dio en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad, Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba componendas. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la puso ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando su suegra la reprendió por ese gesto, ella respondió: «¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?». Se comportaba con sus súbditos del mismo modo que se comportaba delante de Dios. En las Declaraciones de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: «No consumía alimentos si antes no estaba segura de que provenían de las propiedades y de los legítimos bienes de su marido. En cambio, se abstenía de los bienes conseguidos ilícitamente, y se preocupaba incluso por indemnizar a aquellos que habían sufrido violencia» (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que ocupan cargos de mando: el ejercicio de la autoridad, a todos los niveles, debe vivirse como un servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.

    Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, proporcionaba vestidos, pagaba las deudas, se hacía cargo de los enfermos y enterraba a los muertos. Bajando de su castillo, a menudo iba con sus doncellas a las casas de los pobres, les llevaba pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y las camas de los pobres. Cuando refirieron este comportamiento a su marido, este no sólo no se disgustó, sino que respondió a los acusadores: «Mientras no me venda el castillo, me alegro». En este contexto se sitúa el milagro del pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con su marido que le preguntó qué llevaba. Ella abrió el delantal y, en lugar de pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.

    Su matrimonio fue profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, en cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado de la gran fe de su esposa, Luis, refiriéndose a su atención por los pobres, le dijo: «Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado». Un testimonio claro de cómo la fe y el amor a Dios y al prójimo refuerzan la vida familiar y hacen todavía más profunda la unión matrimonial.

    La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores, que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Rogelio (Rüdiger) como director espiritual. Cuando este le contó la historia de la conversión del joven y rico comerciante Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó todavía más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, siguió con más decisión aún a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, al que siguieron después otros dos, nuestra santa no abandonó nunca sus obras de caridad. Además ayudó a los Frailes Menores a construir un convento en Halberstadt, del cual fray Rogelio se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.

    Una dura prueba fue el adiós a su marido, a finales de junio de 1227 cuando Luis IV se unió a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que se trataba de una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: «No te retendré. He entregado toda mi persona a Dios y ahora también tengo que darte a ti». Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Luis cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcarse, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al conocer la noticia, se afligió tanto que se retiró a la soledad, pero después, fortalecida por la oración y consolada por la esperanza de volver a verlo en el cielo, comenzó a interesarse de nuevo por los asuntos del reino. Pero la esperaba otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose auténtico heredero de Luis y acusando a Isabel de ser una mujer devota incompetente para gobernar. La joven viuda, junto con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y buscó un lugar donde refugiarse. Sólo dos de sus doncellas permanecieron a su lado, la acompañaron y confiaron a los tres hijos a los cuidados de los amigos de Luis. Peregrinando por las aldeas, Isabel trabajaba donde recibía acogida, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y entrega a Dios, algunos parientes, que le seguían siendo fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse en el castillo de la familia en Marburgo, donde vivía también su director espiritual Conrado. Fue él quien refirió al Papa Gregorio IX el siguiente hecho: «El viernes santo de 1228, poniendo las manos sobre el altar de la capilla de su ciudad, Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Quería renunciar también a todas las posesiones, pero yo la disuadí por amor de los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y desamparados. Al reprenderla yo por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una gracia especial y humildad» (Epistula magistri Conradi, 14-17).

    Podemos descubrir en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la que vivió san Francisco: en efecto, el Poverello de Asís declaró en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes le resultaba amargo se transformó en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel pasó los últimos tres años de su vida en el hospital que ella misma había fundado, sirviendo a los enfermos, velando por los moribundos. Siempre trataba de realizar los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con algunas de sus amigas, vestidas con hábitos grises, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Tercera Orden Regular de San Francisco y de la Orden Franciscana Secular.

    En noviembre de 1231 la atacaron fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Unos diez días después, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse sola con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios de su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el Papa Gregorio IX la proclamó santa y, el mismo año, fue consagrada la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.

    Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos que la fe y la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás, y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace también la esperanza, la certeza de que Cristo nos ama y de que el amor de Cristo nos espera y así nos hace capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y de este modo a encontrar la verdadera justicia y el amor, así como la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.

    Saludos

    Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Cofradía escolapia del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del mayor dolor, de Granada; a los fieles de Alcobendas, a los Oficiales del curso de Estado Mayor de la Academia Aérea de Ecuador, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Que la figura de Santa Isabel de Hungría, modelo de caridad, nos inspire también a nosotros a un amor intenso hacia Dios y hacia el prójimo. Muchas gracias.

    (A los jóvenes, los enfermos y los recién casados)

    Se despidió dirigiendo a los jóvenes, los enfermos y los recién casados estas palabras: «Queridos amigos, el mes de octubre nos invita a renovar nuestra activa cooperación a la misión de la Iglesia. Con las energías lozanas de la juventud, con la fuerza de la oración y del sacrificio, y con las potencialidades de la vida conyugal, sed misioneros del Evangelio, ofreciendo vuestro apoyo concreto a cuantos se esfuerzan por llevarlo a quien todavía no lo conoce».

    * * *

    ANUNCIO DE CONSISTORIO
    PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

    Ahora, con alegría, anuncio que el próximo 20 de noviembre tendré un consistorio en el cual nombraré nuevos miembros del Colegio cardenalicio. Los cardenales tienen la tarea de ayudar al Sucesor del Apóstol san Pedro en el cumplimiento de su misión de principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión en la Iglesia (cf. Lumen gentium, 18).

    He aquí los nombres de los nuevos purpurados:

    1. Monseñor Angelo Amato, S.D.B., prefecto de la Congregación para las causas de los santos.

    2. Su Beatitud Antonios Naguib, patriarca de Alejandría de los coptos (Egipto).

    3. Monseñor Robert Sarah, presidente del Consejo pontificio «Cor unum».

    4. Monseñor Francesco Monterisi, arcipreste de la basílica papal de San Pablo Extramuros.

    5. Monseñor Fortunato Baldelli, penitenciario mayor.

    6. Monseñor Raymond Leo Burke, prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica.

    7. Monseñor Kurt Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.

    8. Monseñor Paolo Sardi, vicecamarlengo de santa Iglesia romana.

    9. Monseñor Mauro Piacenza, prefecto de la Congregación para el clero.

    10. Monseñor Velasio De Paolis, C.S., presidente de la Prefectura para los asuntos económicos de la Santa Sede.

    11. Monseñor Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo pontificio para la cultura.

    12. Monseñor Medardo Joseph Mazombwe, arzobispo emérito de Lusaka (Zambia).

    13. Monseñor Raúl Eduardo Vela Chiriboga, arzobispo emérito de Quito (Ecuador).

    14. Monseñor Laurent Monsengwo Pasinya, arzobispo de Kinshasa (República democrática del Congo).

    15. Monseñor Paolo Romeo, arzobispo de Palermo (Italia).

    16. Monseñor Donald William Wuerl, arzobispo de Washington (Estados Unidos).

    17. Monseñor Raymundo Damasceno Assis, arzobispo de Aparecida (Brasil).

    18. Monseñor Kazimierz Nycz, arzobispo de Varsovia (Polonia).

    19. Monseñor Albert Malcolm Ranjith Patabendige Don, arzobispo de Colombo (Sri Lanka).

    20. Monseñor Reinhard Marx, arzobispo de Munich y Freising (Alemania).

    Además, he decidido elevar a la dignidad cardenalicia a dos prelados y dos clérigos, que se han distinguido por su generosidad y entrega al servicio de la Iglesia. Son:

    1. Monseñor José Manuel Estepa Llaurens, arzobispo Ordinario militar emérito (España).

    2. Monseñor Elio Sgreccia, ex presidente de la Academia pontificia para la vida (Italia).

    3. Monseñor Walter Brandmüller, ex presidente del Comité pontificio de ciencias históricas (Alemania).

    4. Monseñor Domenico Bartolucci, ex maestro director de la Capilla musical pontificia (Italia).

    En la lista de los nuevos purpurados se refleja la universalidad de la Iglesia, pues provienen de varias partes del mundo y desempeñan diferentes tareas al servicio de la Santa Sede o en contacto directo con el pueblo de Dios como padres y pastores de Iglesias particulares.

    Os invito a rezar por los nuevos cardenales, pidiendo la intercesión especial de la santísima Madre de Dios, a fin de que desempeñen con fruto su ministerio en la Iglesia.


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    Miércoles 27 de octubre de 2010

    Santa Brígida

    Queridos hermanos y hermanas:

    En la ferviente vigilia del gran jubileo del año 2000, el venerable siervo de Dios Juan Pablo II proclamó copatrona de toda Europa a santa Brígida de Suecia. Esta mañana quiero presentar su figura, su mensaje y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar —todavía hoy— a la Iglesia y al mundo.

    Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, acontecida en 1373. Brígida nació setenta años antes, en 1303, en Finster, Suecia, una nación del norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.

    Podemos distinguir dos períodos en la vida de esta santa. El primero se caracteriza por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de una importante provincia del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, la segunda de los cuales, Karin (Catalina), es venerada como santa. Se trata de un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica fue apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte durante cierto tiempo, con el fin de instruir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.

    Brígida, guiada espiritualmente por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva sobre su familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera «iglesia doméstica». Junto con su marido, adoptó la regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad con los indigentes; incluso fundó un hospital. Al lado de su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. Al regreso de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, realizada en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco tiempo después, en la paz de un monasterio donde se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.

    Este primer período de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar lo que hoy podríamos definir una auténtica «espiritualidad conyugal»: los esposos cristianos pueden recorrer juntos un camino de santidad, sostenidos por la gracia del sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer quien con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura logra que el marido recorra un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día tras día, también hoy iluminan a su familia con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor suscite también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en la generación y en la educación de los hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.

    Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo período de su vida. Renunció a otras nupcias para intensificar la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, tras la muerte de su marido, después de distribuir sus bienes a los pobres, aunque nunca accedió a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Allí comenzaron las revelaciones divinas, que la acompañaron durante todo el resto de su vida. Brígida las dictó a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título precisamente Revelationes extravagantes (Revelaciones suplementarias).

    Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta en forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los cuales también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata del relato de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela acerca de la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, lo precisa el venerable Juan Pablo II en la carta Spes aedificandi: «Al reconocer la santidad de Brígida, la Iglesia, sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones que tuvo, aceptó la autenticidad global de su experiencia interior» (n. 5).

    De hecho, leyendo estas Revelaciones nos sentimos interpelados sobre numerosos temas importantes. Por ejemplo, aparece con frecuencia la descripción, con detalles bastante realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios a los hombres. En labios del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: «Oh, amigos míos, yo amo con tanta ternura a mis ovejas que, si fuera posible, quisiera morir muchas otras veces por cada una de ellas con la misma muerte que sufrí para la redención de todas» (Revelationes, libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la convirtió en Mediadora y Madre de misericordia, es un tema que se repite en las Revelaciones.

    Al recibir estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección de parte del Señor: «Hija mía —leemos en el primer libro de las Revelaciones—, te he elegido a ti para mí, ámame con todo tu corazón... más que a todo lo que existe en el mundo» (c. 1). Por otra parte, Brígida sabía bien y estaba firmemente convencida de que todo carisma está destinado a edificar a la Iglesia. Precisamente por este motivo, no pocas de sus revelaciones iban dirigidas, en forma de amonestaciones incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluidas las autoridades religiosas y políticas, para que vivieran su vida cristiana con coherencia; pero siempre lo hacía con una actitud de respeto y fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del apóstol Pedro.

    En 1349 Brígida dejó Suecia para siempre y peregrinó a Roma. No sólo quería participar en el jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una Orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador y compuesta de monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no nos debe sorprender: en el Medievo existían fundaciones monásticas con una rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma Regla monástica, que preveía la dirección de la abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana se reconoce a la mujer una dignidad propia, y —siguiendo el ejemplo de María, Reina de los Apóstoles— un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es igualmente importante para el crecimiento espiritual de la comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.

    En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se dirigió en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida nutrió siempre gran devoción. Por último, en 1371, se cumplió su mayor deseo: el viaje a Tierra Santa, adonde fue en compañía de sus hijos espirituales, un grupo que Brígida llamaba «los amigos de Dios».

    Durante esos años, los Pontífices estaban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió a ellos pidiéndoles encarecidamente que volvieran a la sede de Pedro, en la ciudad eterna.

    Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI regresara definitivamente a Roma. Fue enterrada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la llevaron de nuevo a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.

    La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, hace de ella una figura eminente en la historia de Europa. Proveniente de Escandinavia, santa Brígida testimonia que el cristianismo ha impregnado profundamente la vida de todos los pueblos de este continente. Al declararla copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II deseó que santa Brígida —que vivió en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental todavía no estaba herida por la división— interceda eficazmente ante Dios para obtener la gracia tan esperada de la unidad plena de todos los cristianos. Por esta misma intención, tan importante para nosotros, y para que Europa sepa alimentarse siempre de sus raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, discípula fiel de Dios, copatrona de Europa. Gracias por vuestra atención.

    Saludos

    Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas Carmelitas Misioneras Teresianas; a los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora de la Cabeza, de Andújar; al grupo de la parroquia de Nuestra Señora del Rescate, de Ujarrás, en Costa Rica, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a llevar una intensa vida de oración, a ejemplo de Santa Brígida de Suecia, copatrona de Europa. Muchas gracias.


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    Miércoles 3 de noviembre de 2010

    Margarita de Oingt
    Queridos hermanos y hermanas:

    Margarita de Oingt, de la cual quiero hablaros hoy, nos introduce en la espiritualidad cartuja, que se inspira en la síntesis evangélica que vivió y propuso san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque algunos la sitúan alrededor de 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de antigua nobleza del Lyonesado, los Oingt. Sabemos que su madre también se llamaba Margarita y que tenía dos hermanos —Guiscardo y Luis— y tres hermanas: Catalina, Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja, donde más tarde le sucederá como priora.

    No tenemos noticias acerca de su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el amor ilimitado de Dios, ella valoraba muchas imágenes vinculadas a su familia, en especial las referidas a las figuras de su padre y su madre. En una meditación reza así: «Dulce y buen Señor, cuando pienso en las gracias especiales que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me has custodiado desde mi infancia, y cómo me has preservado del peligro de este mundo y me has llamado a dedicarme a tu santo servicio, y cómo me has provisto de todo lo que necesitaba para comer, beber, vestir y calzarme, (y lo has hecho) de modo que no he tenido que pensar en todas estas cosas, sino sólo en tu gran misericordia» (Margarita de Oingt, Scritti spirituali, Meditación v, 100, Cinisello Balsamo 1997, p. 74).

    También por sus meditaciones intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a la llamada del Señor, dejándolo todo y aceptando la severa regla cartuja, para ser totalmente del Señor, para estar siempre con él. Escribe: «Dulce Señor, dejé a mi padre, a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, puesto que las riquezas de este mundo no son más que espinas punzantes; y quien más posee es más desafortunado. Por esto me parece que no he dejado más que miseria y pobreza; pero tú sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiera disponer de ellos a mi antojo, lo abandonaría todo por tu amor; e incluso si tú me dieras todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me sentiría satisfecha hasta que no te tuviera a ti, porque tú eres la vida de mi alma, y no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti» (ib., Meditación II, 32, p. 59).

    También de su vida en la Cartuja poseemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, acontecida el 11 de febrero de 1310. En cualquier caso, sus escritos no manifiestan virajes particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un camino de purificación hasta la plena configuración con Cristo, el cual es el Libro que hay que escribir, que hay que grabar diariamente en el propio corazón y en la propia vida, de modo especial su pasión salvífica. En la obra Speculum, Margarita, refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor «había grabado en su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos ejemplos y su buena doctrina. Había puesto tan plenamente al dulce Jesucristo en su corazón que le parecía incluso presente, con un libro cerrado en su mano, para instruirla» (ib., I, 2-3, p. 81). «En este libro ella encontraba escrita la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta la ascensión al cielo» (ib., i, 12, p. 83).

    Cada día, desde muy temprano, Margarita se aplica al estudio de este libro. Y, tras haberlo mirado bien, comienza a leer en el libro de su propia conciencia, que revela las falsedades y las mentiras de su vida (cf. ib., I, 6-7, p. 82); escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente en su corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de su vida. Y esto para que la vida de Cristo esté impresa en el alma de modo estable y profundo, hasta llegar a ver el Libro dentro, o sea, hasta llegar a contemplar el misterio de Dios Trinidad (cf. ib., II, 14-22; III, 23-40, pp. 84-90).

    A través de sus escritos, Margarita nos ofrece algunos datos de su espiritualidad, permitiéndonos conocer algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua de los eruditos, pero escribe también en franco provenzal y también esto es algo raro: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de Dios, subrayando los límites de la mente al querer aferrarlo y la inadecuación del lenguaje humano para expresarlo. Tiene una personalidad lineal, sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de captar sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, el impulso del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno, uniendo su profunda vida espiritual mística con el servicio a las hermanas y a la comunidad. En este sentido es significativo un pasaje de una carta a su padre: «Dulce padre mío, os comunico que me encuentro tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible aplicar el espíritu en los buenos pensamientos; de hecho tengo tantas cosas que hacer que no sé por dónde empezar. No hemos recogido el trigo en el séptimo mes del año y la tempestad ha destruido nuestros viñedos. Además, nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos obligados a rehacerla en parte» (ib., Lettere, III, 14, p. 127).

    Una monja cartuja delinea así la figura de Margarita: «A través de su obra nos revela una personalidad fascinante, con una inteligencia viva, orientada hacia la especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con cierto humorismo una afectividad totalmente espiritual» (Una monja cartuja, Certosine, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el dinamismo de la vida mística, Margarita valoriza la experiencia de los afectos naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para comprender más profundamente y secundar con mayor prontitud y ardor la acción divina. El motivo reside en el hecho de que la persona humana ha sido creada a imagen de Dios y, por esto, está llamada a construir con Dios una maravillosa historia de amor, dejándose comprometer totalmente por su iniciativa.

    El Dios Trinidad, el Dios amor que se revela en Cristo la fascina, y Margarita vive una relación de amor profundo al Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Afirma que la cruz de Cristo es semejante al lecho del parto. Compara el dolor de Jesús en la cruz con el de una madre. Escribe: «La madre que me llevó en su seno sufrió agudamente al darme a luz, durante un día o una noche, pero tú, dulce y buen Señor, por mí fuiste torturado no una noche o un día solamente, sino más de treinta años (…); ¡cuán amargamente sufriste por mi causa durante toda tu vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu sufrimiento fue tan doloroso que tu santo sudor se convirtió en gotas de sangre que corrían por todo tu cuerpo hasta el suelo» (Scritti spirituali, Meditación I, 33, p. 59).

    Margarita, evocando los relatos de la Pasión de Jesús, contempla estos dolores con profunda compasión: «Tú fuiste puesto en el duro lecho de la cruz, de tal modo que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros, como suele hacer un hombre que padece un gran dolor, puesto que te extendieron completamente y te hundieron los clavos (…) y (…) desgarraron todos tus músculos y tus venas. (…) Pero todos estos dolores (…) todavía no te bastaban, hasta el punto de que quisiste que te traspasaran el costado con la lanza de un modo tan cruel que tu manso cuerpo quedó completamente surcado y torturado; y tu preciosa sangre brotaba con tanta violencia que formaba un largo reguero, casi como si fuera un gran arroyo». Refiriéndose a María afirma: «No hay que asombrarse de que la espada que te desgarró el cuerpo haya penetrado en el corazón de tu gloriosa madre que tanto amaba sostenerte (…) puesto que tu amor fue superior a todos los demás amores» (ib., Meditación II, 36-39.42, p. 60 s).

    Queridos amigos, Margarita de Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de amor de Jesús y la de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido de nuestra existencia. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo nuestra vida al servicio de Dios y de los demás. Con Margarita digamos también nosotros: «Dulce Señor, todo lo que has realizado por amor mío y de todo el género humano me impulsa a amarte, pero el recuerdo de tu santísima Pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por esto me parece (…) que he encontrado lo que tanto he deseado: no amar nada más que a ti o en ti o por tu amor» (ib., Meditación II, 46, p. 62).

    A primera vista esta figura de cartuja medieval, así como toda su vida y su pensamiento, parecen muy lejanos a nosotros, a nuestra vida, a nuestro modo de pensar y de actuar. Pero si miramos lo esencial de esta vida, vemos que nos toca también a nosotros y debería llegar a ser esencial también para nuestra existencia.

    Hemos escuchado que Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo consideró como un espejo en el cual se ve también la propia conciencia. Y por este espejo entró la luz en su alma: dejó entrar la palabra, la vida de Cristo en su ser y así quedó transformada; su conciencia se vio iluminada, encontró criterios, luz, y quedó limpia. Precisamente esto es lo que necesitamos también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en nuestra conciencia para que se vea iluminada, y comprenda lo que es verdadero y bueno y lo que está mal; para que nuestra conciencia se vea iluminada y quede limpia. La basura no está sólo en algunas calles del mundo. Hay basura también en nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y su amor nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por tanto, imitemos a santa Margarita mirando a Jesús. Leamos en el libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la verdadera vida. Gracias.



    Saludos

    Saludo a los grupos de lengua española, en particular a los peregrinos de Alcobendas, así como a los demás fieles provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que me acompañéis con vuestra ferviente oración durante el próximo fin de semana, en el que realizaré una visita pastoral a Santiago de Compostela, uniéndome así a los peregrinos que llegan hasta los pies del Apóstol en este Año Santo. Iré también a Barcelona, donde tendré la alegría de dedicar el maravilloso templo de la Sagrada Familia, obra del genial arquitecto Antoni Gaudí. Voy como testigo de Cristo Resucitado, con el deseo de llevar a todos su Palabra, en la que pueden encontrar luz para vivir con dignidad y esperanza para construir un mundo mejor. Muchas gracias.


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    Miércoles 10 de noviembre de 2010

    Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero recordar con vosotros el viaje apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona que tuve el gozo de realizar el sábado y domingo pasados. Fui allí para confirmar en la fe a mis hermanos (cf. Lc 22, 32); lo hice como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la esperanza que no defrauda y no engaña, porque tiene su origen en el amor infinito de Dios a todos los hombres.

    La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de bienvenida pude experimentar el afecto que las gentes de España albergan hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido verdaderamente con gran entusiasmo y fervor. En este Año Santo Compostelano quise hacerme peregrino junto a quienes, en gran número, han acudido a ese célebre santuario. Pude visitar la «Casa del Apóstol Santiago el Mayor», el cual sigue repitiendo, a quien llega allí necesitado de gracia, que, en Cristo, Dios vino al mundo para reconciliarlo consigo, sin imputar a los hombres sus culpas.

    En la imponente catedral de Compostela, al dar con emoción el tradicional abrazo al Santo, pensaba en que ese gesto de acogida y amistad es también un modo de expresar la adhesión a su palabra y la participación en su misión. Un signo fuerte de la voluntad de conformarse al mensaje apostólico, el cual, por un lado, nos compromete a ser fieles custodios de la buena nueva que los Apóstoles transmitieron, sin ceder a la tentación de alterarla, disminuirla o someterla a otros intereses, y, por otro, nos transforma a cada uno de nosotros en anunciadores incansables de la fe en Cristo, con la palabra y el testimonio de la vida en todos los campos de la sociedad.

    Al ver el número de peregrinos presentes en la solemne santa misa que tuve la gran alegría de presidir en Santiago, meditaba sobre el hecho de que lo que impulsa a tanta gente a dejar las ocupaciones cotidianas y emprender el camino penitencial hacia Compostela, un camino a veces largo y fatigoso, es el deseo de alcanzar la luz de Cristo, a la que anhelan en el fondo de su corazón, aunque a menudo no lo saben expresar bien con palabras. En los momentos de desconcierto, de búsqueda, de dificultad, así como en la aspiración a fortalecer la fe y a vivir de modo más coherente, los que peregrinan a Compostela emprenden un profundo itinerario de conversión a Cristo, que asumió en sí mismo la debilidad, el pecado de la humanidad, las miserias del mundo, llevándolas a donde el mal ya no tiene poder, a donde la luz del bien lo ilumina todo. Se trata de un pueblo de caminantes silenciosos, provenientes de todas las partes del mundo, que redescubren la antigua tradición medieval y cristiana de la peregrinación, atravesando pueblos y ciudades impregnadas de catolicismo.

    En esa solemne Eucaristía, vivida por los numerosísimos fieles presentes con intensa participación y devoción, pedí con fervor que quienes peregrinan a Santiago reciban el don de convertirse en verdaderos testigos de Cristo, que han redescubierto en las encrucijadas de los sugestivos caminos hacia Compostela. Recé también para que los peregrinos, siguiendo las huellas de numerosos santos que a lo largo de los siglos han recorrido el «Camino de Santiago», sigan manteniendo vivo el genuino significado religioso, espiritual y penitencial, sin ceder a la banalidad, a la distracción, a las modas. Ese camino, entramado de sendas que surcan vastas tierras formando una red a través de la Península Ibérica y Europa, ha sido y sigue siendo un lugar de encuentro de hombres y mujeres de las más distintas proveniencias, unidos por la búsqueda de la fe y de la verdad sobre sí mismos, y suscita experiencias profundas de compartir, de fraternidad y de solidaridad.

    Precisamente la fe en Cristo es lo que da sentido a Compostela, un lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas. Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética, permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces cristianas, responda plenamente a su vocación y misión en el mundo. Por eso, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y confiando en su futuro de esperanza, invité a Europa a abrirse cada vez más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro, respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los demás continentes.

    Después, el domingo, tuve la alegría verdaderamente grande de presidir, en Barcelona, la dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia, que declaré basílica menor. Al contemplar la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medievo, que han marcado profundamente la historia y la fisonomía de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida —riquísima en simbología religiosa, preciosa en la trama de las formas, fascinante en el juego de las luces y de los colores— casi una inmensa escultura de piedra, fruto de la fe profunda, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el cielo, adonde Cristo entró para presentarse ante Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, ha sabido representar de modo admirable el misterio de la Iglesia, a la cual los fieles son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual (cf. 1 P 2, 5).

    Gaudí concibió y proyectó la iglesia de la Sagrada Familia como una gran catequesis sobre Jesucristo, como un canto de alabanza al Creador. En ese edificio tan imponente puso su genialidad al servicio de la belleza. De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas y de los motivos artísticos, así como las innovadoras técnicas arquitectónicas y escultóricas, evocan la Fuente suprema de toda belleza. El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la cual estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el encargo de la construcción de esa iglesia, su vida quedó marcada por un cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y pobreza, al sentir la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios construía en él el edificio espiritual (cf. Ef 2, 22), fortaleciéndolo en la fe y acercándolo cada vez más a la intimidad con Cristo. Inspirándose continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el corazón de la ciudad un edificio digno de Dios y, por eso mismo, digno del hombre.

    En Barcelona visité también la Obra del «Nen Déu», una iniciativa ultracentenaria, muy vinculada a esa archidiócesis, donde cuidan, con profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de nuestro egoísmo. En esa casa fui partícipe de la alegría y de la caridad profunda e incondicional de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, del generoso trabajo de médicos, educadores y muchos otros profesionales y voluntarios, que colaboran con dedicación encomiable en esa institución. También bendije la primera piedra de una nueva residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser humano vale por lo que es, y no sólo por lo que hace.

    Mientras estaba en Barcelona oré intensamente por las familias, células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también a los que sufren, especialmente en estos momentos de serias dificultades económicas. Tuve presentes, al mismo tiempo, a los jóvenes —que me acompañaron en toda la visita a Santiago y a Barcelona con su entusiasmo y su alegría— para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su término natural. Todo lo que se hace para sostener el matrimonio y la familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que aumenta la grandeza del hombre y su inviolable dignidad, contribuye al perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este sentido.

    Queridos amigos, doy gracias a Dios por los intensos días que viví en Santiago de Compostela y en Barcelona. Renuevo mi agradecimiento al rey y a la reina de España, a los príncipes de Asturias y a todas las autoridades. Dirijo una vez más mi saludo agradecido y afectuoso a los queridos hermanos arzobispos de esas dos Iglesias particulares y a sus colaboradores, así como a cuantos se han prodigado generosamente a fin de que mi visita a esas dos maravillosas ciudades fuera fructuosa. ¡Fueron días inolvidables, que quedarán grabados en mi corazón! En particular, las dos celebraciones eucarísticas, cuidadosamente preparadas e intensamente vividas por todos los fieles, también a través de los cantos, tomados tanto de la gran tradición musical de la Iglesia, como de la genialidad de autores modernos, fueron momentos de verdadera alegría interior. Que Dios recompense a todos, como sólo él sabe hacer; que la santísima Madre de Dios y el Apóstol Santiago sigan acompañando su camino con su protección. El año que viene, si Dios quiere, iré de nuevo a España, a Madrid, para la Jornada mundial de la juventud. Encomiendo desde ahora a vuestra oración esta próvida iniciativa, a fin de que sea ocasión de crecimiento en la fe para muchos jóvenes.



    Saludos

    Queridos hermanos y hermanas:

    Saludo a los peregrinos de lengua española, invitándolos a dar gracias a Dios por el viaje apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona. Conservo un inolvidable recuerdo de la amabilidad con la que me acogieron en Compostela Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias y con la que Sus Majestades los Reyes de España me despidieron en Barcelona. Deseo también agradecer vivamente a las autoridades y a las fuerzas de seguridad todo el trabajo llevado a cabo con eficacia para que mi estancia en esos lugares se desarrollara felizmente. Reitero mi afectuoso agradecimiento a los arzobispos de esas dos Iglesias particulares, así como a quienes numerosos me han acompañado con suma cordialidad en los actos celebrados en esas dos emblemáticas ciudades. Pido al Señor que bendiga copiosamente a los pastores y fieles de esas nobles tierras, para que aviven su fe y la transmitan con valentía, siendo cristianos como ciudadanos y ciudadanos como cristianos. Volveré a España para la celebración de la Jornada mundial de la juventud. De nuevo, muchas gracias a todos los españoles.


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    Miércoles 17 de noviembre de 2010

    Santa Juliana de Cornillon

    Queridos hermanos y hermanas:

    También esta mañana quiero presentaros una figura femenina, poco conocida, pero a la cual la Iglesia debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, contribuyó a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la del Corpus Christi. Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja. Tenemos algunos datos acerca de su vida sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en la que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la santa.

    Juliana nació entre 1191 y 1192 cerca de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por decirlo así, un verdadero «cenáculo eucarístico». Allí, antes que Juliana, teólogos insignes habían ilustrado el valor supremo del sacramento de la Eucaristía y, también en Lieja, había grupos femeninos dedicados generosamente al culto eucarístico y a la comunión fervorosa. Estas mujeres, guiadas por sacerdotes ejemplares, vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras de caridad.

    Juliana quedó huérfana a los cinco años y, con su hermana Inés, fue encomendada a los cuidados de las monjas agustinas del convento-leprosario de Monte Cornillón. Fue educada en especial por una monja, que se llamaba Sapiencia, la cual siguió su maduración espiritual, hasta que Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en latín, en particular las de san Agustín y san Bernardo. Además de una inteligencia vivaz, Juliana mostraba, desde el inicio, una propensión especial a la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

    A los 16 años tuvo una primera visión, que después se repitió varias veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia sobre la tierra; la línea opaca representaba, en cambio, la ausencia de una fiesta litúrgica, para la institución de la cual se pedía a Juliana que se comprometiera de modo eficaz: una fiesta en la que los creyentes pudieran adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.

    Durante cerca de veinte años Juliana, que mientras tanto había llegado a ser la priora del convento, guardó en secreto esta revelación, que había colmado de gozo su corazón. Después se confió con otras dos fervorosas adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que se había unido a ella en el monasterio de Monte Cornillón. Las tres mujeres sellaron una especie de «alianza espiritual» con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron involucrar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo en la iglesia de San Martín en Lieja, rogándole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que tanto les interesaba. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.

    Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite con frecuencia en la vida de los santos: para tener confirmación de que una inspiración viene de Dios, siempre es necesario sumergirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y la confrontación con otras almas buenas, y someterlo todo al juicio de los pastores de la Iglesia. Fue precisamente el obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de los titubeos iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Christi en su diócesis. Más tarde, otros obispos lo imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios encomendados a su solicitud pastoral.

    A los santos, sin embargo, el Señor les pide a menudo que superen pruebas, para que aumente su fe. Así le aconteció también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero e incluso del superior de quien dependía su monasterio. Entonces, por su propia voluntad, Juliana dejó el convento de Monte Cornillón con algunas compañeras y durante diez años, de 1248 a 1258, fue huésped en varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, nunca tenía palabras de crítica o de reproche contra sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras del biógrafo, Juliana murió contemplando con un último impulso de amor a Jesús Eucaristía, a quien siempre había amado, honrado y adorado.

    La buena causa de la fiesta del Corpus Christi conquistó también a Santiago Pantaleón de Troyes, que había conocido a la santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, al convertirse en Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264 quiso instituir la solemnidad del Corpus Christi como fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano alude con discreción también a las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: «Aunque cada día se celebra solemnemente la Eucaristía, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga memoria de ella con mayor honor y solemnidad. De hecho, las otras cosas de las que hacemos memoria las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por esto su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en la propia sustancia. De hecho, cuando estaba a punto de subir al cielo dijo: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)».

    El Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Christi en Orvieto, ciudad en la que vivía entonces. Precisamente por orden suya, en la catedral de la ciudad se conservaba —y todavía se conserva— el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico acontecido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, fue asaltado por serias dudas sobre la presencia real del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de ese modo lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los mayores teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino —que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto—, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Esos textos, que todavía hoy se siguen usando en la Iglesia, son obras maestras, en las cuales se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.

    Aunque después de la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Christi quedó limitada a algunas regiones de Francia, Alemania, Hungría y del norte de Italia, otro Pontífice, Juan XXII, en 1317 la restableció para toda la Iglesia. Desde entonces, la fiesta ha tenido un desarrollo maravilloso, y todavía es muy sentida por el pueblo cristiano.

    Quiero afirmar con alegría que la Iglesia vive hoy una «primavera eucarística»: ¡Cuántas personas se detienen en silencio ante el Sagrario para entablar una conversación de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de orar en adoración delante del Santísimo Sacramento. Pienso, por ejemplo, en nuestra adoración eucarística en Hyde Park, en Londres. Pido para que esta «primavera eucarística» se extienda cada vez más en todas las parroquias, especialmente en Bélgica, la patria de santa Juliana. El venerable Juan Pablo II, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que «en muchos lugares (…) la adoración del Santísimo Sacramento tiene diariamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación fervorosa de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia del Señor, que cada año llena de gozo a quienes participan en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico» (n. 10).

    Recordando a santa Juliana de Cornillón, renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, «Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su alma y su divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre, está presente en ella de manera sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino» (n. 282).

    Queridos amigos, la fidelidad al encuentro con Cristo Eucarístico en la santa misa dominical es esencial para el camino de fe, pero también tratemos de ir con frecuencia a visitar al Señor presente en el Sagrario. Mirando en adoración la Hostia consagrada encontramos el don del amor de Dios, encontramos la pasión y la cruz de Jesús, al igual que su resurrección. Precisamente a través de nuestro mirar en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino. Los santos siempre han encontrado fuerza, consolación y alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del himno eucarístico Adoro te devote repitamos delante del Señor, presente en el Santísimo Sacramento: «Haz que crea cada vez más en ti, que en ti espere, que te ame». Gracias.



    Saludos

    Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia, a los misioneros del Verbo Divino, así como a los demás grupos provenientes de España, El Salvador, Venezuela y otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y enseñanza de Santa Juliana de Cornillon, os invito a ser fieles al encuentro con Cristo en la Misa dominical y a la adoración del Santísimo Sacramento, para experimentar el don de su amor. Muchas gracias.


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    Miércoles 24 de noviembre de 2010

    Santa Catalina de Siena

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero hablaros de una mujer que tuvo un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en el que vivió —siglo XIV— fue una época tormentosa para la vida de la Iglesia y de todo el tejido social en Italia y en Europa. Sin embargo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su pueblo, suscitando santos y santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas personas y también hoy nos habla y nos impulsa a caminar con valentía hacia la santidad para que seamos discípulos del Señor de un modo cada vez más pleno.

    Nació en Siena, en 1347, en el seno de una familia muy numerosa, y murió en Roma, en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Tercera Orden Dominicana, en la rama femenina llamada de las Mantellate. Permaneciendo en su familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho privadamente cuando todavía era una adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia y a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.

    Cuando se difundió la fama de su santidad, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual respecto a todo tipo de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el Papa Gregorio XI que en aquel período residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a regresar a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el venerable Juan Pablo II quiso declararla copatrona de Europa: que el viejo continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.

    Catalina sufrió mucho, como tantos santos. Alguien incluso pensó que había que desconfiar de ella hasta el punto de que, en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Pusieron a su lado a un fraile erudito y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro general de la Orden, el cual se convirtió en su confesor y también en su «hijo espiritual», y escribió una primera biografía completa de la santa. Fue canonizada en 1461.

    La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y aprendió a escribir cuando ya era adulta, está contenida en El Diálogo de la Divina Providencia o Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró doctora de la Iglesia, título que se añadía al de copatrona de la ciudad de Roma, por voluntad del beato Pío ix, y de patrona de Italia, según la decisión del venerable Pío XII.

    En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús que le dio un espléndido anillo, diciéndole: «Yo, tu Creador y Salvador, me caso contigo en la fe, que conservarás siempre pura hasta que celebres conmigo en el cielo tus nupcias eternas» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo sólo era visible para ella. En este episodio extraordinario reconocemos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con quien vive una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado sobre todo bien.

    Ilustra esta unión profunda con el Señor otro episodio de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias que recibió de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo esplendoroso en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: «Amada hija mía, así como el otro día tomé tu corazón, que tú me ofrecías, ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo» (ib.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).

    Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de uniformarse a los sentimientos del corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como Cristo mismo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con él alimentada con la oración, con la meditación sobre la Palabra de Dios y con los sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la sagrada Comunión. También Catalina pertenece a la legión de santos eucarísticos con los cuales quise concluir mi exhortación apostólica Sacramentum caritatis (cf. n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para alimentar nuestro camino de fe, fortalecer nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a él.

    En torno a una personalidad tan fuerte y auténtica se fue constituyendo una verdadera familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven de elevadísimo nivel de vida, y a veces impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser dirigidos espiritualmente por Catalina. La llamaban «mamá» pues como hijos espirituales obtenían de ella el alimento del espíritu.

    También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de numerosas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, fortalecen la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cumbres cada vez más elevadas. «Hijo os declaro y os llamo —escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabbatini—, en cuanto yo os doy a luz mediante continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, como una madre da a luz a su hijo» (Epistolario, carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: «Amadísimo y queridísimo hermano e hijo en Cristo dulce Jesús».

    Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está vinculado al don de lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos han tenido el don de lágrimas, renovando la emoción de Jesús mismo, que no retuvo ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y ante el dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los santos se mezclan con la sangre de Cristo, de la cual ella habló con tonos vibrantes e imágenes simbólicas muy eficaces: «Haced memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos como objetivo a Cristo crucificado, escondiéndoos en las llagas de Cristo crucificado; sumergíos en la sangre de Cristo crucificado» (Epistolario, carta n. 21: A uno cuyo nombre se calla).

    Aquí podemos comprender por qué Catalina, aun consciente de las faltas humanas de los sacerdotes, siempre tuvo una grandísima reverencia por ellos, pues dispensan, mediante los sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la sangre de Cristo. La santa de Siena siempre invitó a los ministros sagrados, incluso al Papa, a quien llamaba «dulce Cristo en la tierra», a ser fieles a sus responsabilidades, impulsada siempre y solamente por su amor profundo y constante a la Iglesia. Antes de morir dijo: «Al separarme de mi cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia santa, lo cual es una singularísima gracia» (Raimundo de Capua, Santa Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).

    De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En El Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente tendido entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa por las tres etapas de todo camino de santificación: el alejamiento del pecado, la práctica de la virtud y del amor, y la unión dulce y afectuosa con Dios.

    Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valentía, de modo intenso y sincero, a Cristo y a la Iglesia. Por esto, hagamos nuestras las palabras de santa Catalina que leemos en El Diálogo de la Divina Providencia, como conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: «Por misericordia nos has lavado en la sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti, porque adondequiera que dirija mi pensamiento, no encuentro sino misericordia» (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.

    Saludos

    Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de Chile, España, México, República Dominicana y otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Santa Catalina de Siena, os invito a todos a amar a Cristo y a la Iglesia con un amor cada vez más intenso y sincero. Muchas gracias.


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    Miércoles 1 de diciembre de 2010

    Juliana de Norwich

    Queridos hermanos y hermanas

    Todavía recuerdo con gran alegría el viaje apostólico que realicé al Reino Unido el pasado mes de septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a numerosas figuras ilustres, que con su testimonio y sus enseñanzas embellecen la historia de la Iglesia. Una de estas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que quiero hablaros esta mañana.

    Las noticias de las que disponemos sobre su vida —no muchas— están tomadas principalmente del libro en el cual esta mujer amable y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió de 1342 a 1430 aproximadamente, años tormentosos tanto para la Iglesia, desgarrada por el cisma que siguió al regreso del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Pero Dios, incluso en tiempos de tribulaciones, no cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.

    Como ella misma nos cuenta, en mayo de 1373, probablemente el 13 de ese mes, de improviso se vio afectada por una enfermedad gravísima que en tres días parecía que la llevaría a la muerte. Después de que el sacerdote —que acudió a su cabecera— le mostrara el crucifijo, Juliana no sólo recuperó prontamente la salud, sino que recibió las dieciséis revelaciones que sucesivamente puso por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue precisamente el Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. «¿Querrías saber qué quiso decir tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que él quería. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor» (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).

    Inspirada por el amor divino, Juliana hizo una opción radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir en una celda, situada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el nombre del santo al que estaba dedicada la iglesia cerca de la cual vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir «recluida», como se decía en sus tiempos. Pero no era la única que hizo esa opción: en aquellos siglos un número considerable de mujeres eligió este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas expresamente para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rieval. Las anacoretas o «reclusas», dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De ese modo, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, por la que la gente las veneraba. Hombres y mujeres de todas las edades y de toda condición, cuando necesitaban consejos y consuelo, las buscaban devotamente. Por tanto, no se trataba de una elección individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a quienes vivían entre dificultades en esta vida.

    Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como lo confirma la autobiografía de otra fervorosa cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que acudió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. Por este motivo, cuando Juliana vivía, la llamaban «Madre Juliana», como está escrito en el monumento fúnebre que contiene sus restos mortales. Se había convertido en una madre para muchos.

    Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta opción suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y las debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del cual se alejan, no posee y, con amabilidad, la comparten con quienes llaman a su puerta. Pienso, por tanto, con admiración y reconocimiento, en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, tesoro precioso para toda la Iglesia, especialmente a la hora de recordar el primado de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.

    Precisamente en la soledad habitada por Dios, Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de las que nos han llegado dos versiones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de que Dios nos ama y su Providencia nos protege. En él leemos estas estupendas palabras: «Vi con seguridad absoluta... que Dios aun antes de crearnos nos ha amado con un amor que nunca ha disminuido y que nunca se desvanecerá. Y con este amor él ha hecho todas sus obras, y con este amor él ha hecho que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y con este amor nuestra vida dura para siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin» (Il libro delle rivelazioni, cap. 86, p. 320).

    El tema del amor divino se repite a menudo en las visiones de Juliana de Norwich que, con cierta audacia, no duda en compararlo también con el amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios para con nosotros son tan grandes que, a nosotros, peregrinos en esta tierra, nos evocan el amor de una madre por sus hijos. En realidad, también los profetas bíblicos utilizaron a veces este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y tiene su culmen en la Encarnación del Hijo. Pero Dios supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando nos abrimos, completamente y con confianza total, a este amor y dejamos que sea la única guía de nuestra vida, todo queda transfigurado, encontramos la verdadera paz y la verdadera alegría y somos capaces de difundirlas a nuestro alrededor.

    Quiero subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia católica refiere las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un tema que no cesa de constituir una provocación para todos los creyentes (cf. nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se han planteado esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza y a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, incluso del mal Dios sabe sacar un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: «Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe y, por tanto, debía creer perfectamente y con seguridad que todo iba a redundar en bien…» (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).

    Sí, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios siempre son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca quedaremos defraudados. «Y todo será bien», «todo será para bien»: este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.

    Saludos

    Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. “Todo estará bien”, “cada cosa será para bien”. Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.

    LLAMAMIENTO

    Encomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, la cual, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pidamos a la santísima Virgen María, Auxilio de los cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, tan queridos para mí, a fin de que testimonien su fe con valentía, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos.

    Encomendemos, además, a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble pueblo.


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    Miércoles 15 de diciembre de 2010

    Santa Verónica Giuliani

    Queridos hermanos y hermanas:

    Hoy quiero presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el próximo 27 de diciembre se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di Castello, el lugar donde vivió durante más tiempo y donde murió, así como Mercatello —su pueblo natal— y la diócesis de Urbino, viven con alegría este acontecimiento.

    Verónica nace, como decía, el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle de Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; es la última de siete hermanas, otras tres de las cuales abrazarán la vida monástica; le dan el nombre de Úrsula. A la edad de siete años pierde a su madre, y su padre se traslada a Piacenza como superintendente de aduanas del ducado de Parma. En esta ciudad Úrsula siente que crece en ella el deseo de dedicar la vida a Cristo. La llamada se hace cada vez más apremiante, hasta el punto de que a los 17 años entra en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá toda su vida. Allí recibe el nombre de Verónica, que significa «verdadera imagen» y, en efecto, llegará a ser una verdadera imagen de Cristo crucificado. Un año después emite la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración con Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas vinculadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, las nupcias místicas, la herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se convierte en abadesa del monasterio y se verá confirmada en ese cargo hasta su muerte, acontecida en 1727, después de una dolorosísima agonía de 33 días que culmina en una alegría tan profunda que sus últimas palabras fueron: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi sufrimiento. ¡Decídselo a todas, decídselo a todas!» (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales pasados en el monasterio de Città di Castello. El Papa Gregorio XVI la proclama santa el 26 de mayo de 1839.

    Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, textos autobiográficos, poesías. Sin embargo, la fuente principal para reconstruir su pensamiento es su Diario, iniciado en 1693: nada menos que veintidós mil páginas manuscritas, que abarcan treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, sin tachones ni correcciones, sin signos de puntuación o distribución de la materia en capítulos o partes según un proyecto preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; es más, el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi, la obligó a poner por escrito sus experiencias.

    Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de que Cristo, Esposo fiel y sincero, la ama y de querer corresponder con un amor cada vez más comprometido y apasionado. En ella todo se interpreta en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Vive cada cosa en unión con Cristo, por amor a él y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.

    El Cristo al cual Verónica está profundamente unida es el Cristo que sufre de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y doloroso por la Iglesia, en la doble forma de la oración y la ofrenda. La santa vive con esta perspectiva: reza, sufre, busca la «santa pobreza», como «expropiación», pérdida de sí misma (cf. ib., III, 523), precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.

    En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, avalorando sus oraciones de intercesión con la ofrenda de sí misma en todo sufrimiento. Su corazón se dilata a todas «las necesidades de la santa Iglesia», anhelando la salvación de «todo el mundo» (ib., III-IV, passim). Verónica grita: «Oh pecadores, oh pecadoras…, todos y todas venid al corazón de Jesús; venid al lavatorio de su preciosísima sangre… Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros» (ib., II, 16-17). Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, por su obispo, por los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa en estas palabras: «Nosotros no podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas las almas que se encuentran en estado de ofensa a Dios… especialmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada» (ib., IV, 877). Nuestra santa concibe esta misión como «estar en medio», entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo crucificado.

    Verónica vive profundamente la participación en el amor de Jesús que sufre, segura de que «sufrir con alegría» es la «clave del amor» (cf. ib., I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Pone de relieve que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles soportaron a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: «Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese punto todos los sufrimientos que iban a padecer sus elegidos, sus almas más queridas, es decir, las que iban a sacar provecho de su sangre y de todos sus sufrimientos» (ib., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol san Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Verónica llega a pedir a Jesús ser crucificada con él: «En un instante —escribe—, vi salir de sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron hacia mí. Y yo veía cómo esos rayos se convertían en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, al rojo vivo: y me traspasó el corazón, de lado a lado... y los clavos me traspasaron las manos y los pies. Sentí un gran dolor; pero, incluso en el dolor, me veía, me sentía completamente transformada en Dios» (Diario, I, 897).

    La santa está convencida de que ya participa en el reino de Dios, pero al mismo tiempo invoca a todos los santos de la patria celestial para que acudan en su ayuda en el camino terreno de su entrega, en espera de la felicidad eterna; esta es la constante aspiración de su vida (cf. ib., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, a menudo centrada en «salvar la propia alma» individualmente, Verónica muestra un fuerte sentido «solidario», de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del creador, resultan siempre relativas, del todo subordinadas al «gusto» de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En la communio sanctorum, aclara su entrega eclesial, así como la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celestial. «Los santos —escribe— están allá arriba mediante los méritos y la pasión de Jesús; pero cooperaron en todo lo que hizo nuestro Señor, de modo que toda su vida se ordenaba y se regulaba por sus mismas obras» (ib., III, 203).

    En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo indirecto, pero siempre puntual: revela familiaridad con el Texto sagrado, del cual se alimenta su experiencia espiritual. Asimismo, es preciso señalar que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca van separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia, donde ocupa un lugar especial la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Pero, por otra parte, precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad nada común, guía a una lectura más profunda y «espiritual» del mismo Texto, entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente vive de estas palabras, se hacen vida en ella.

    Por ejemplo, nuestra santa cita a menudo la expresión del apóstol san Pablo: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rm 8, 31; cf. Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella la asimilación de este texto paulino, su gran confianza y su profunda alegría, se convierte en un hecho que se realiza en su propia persona: «Mi alma —escribe— se ha unido a la voluntad divina y yo realmente me he establecido y detenido para siempre en la voluntad de Dios. Me parecía que ya no me iba a apartar jamás de este querer de Dios y volví en mí con estas palabras exactas: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias ni penas ni afanes ni desprecios ni tentaciones ni criaturas ni demonios ni oscuridad, ni siquiera la misma muerte, porque en la vida y en la muerte quiero totalmente y en todo la voluntad de Dios» (Diario, IV, 272). Así tenemos también la certeza de que la muerte no es la última palabra, estamos cimentados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para siempre.

    Verónica es, especialmente, un testigo valiente de la belleza y del poder del Amor divino, que la atrae, se apodera de ella, la enardece. Es el Amor crucificado que se ha impreso en su carne, al igual que en la de san Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. «Esposa mía —me susurra Cristo crucificado— me complacen las penitencias que haces por aquellos que están en desgracia ante mí… Luego, desclavando un brazo de la cruz, me hizo señas de que me acercara a su costado... Y me encontré entre los brazos de Cristo crucificado. Lo que sentí entonces no puedo contarlo: habría querido estar siempre en su santísimo costado» (ib., I, 37). También es una imagen de su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Señor crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. Verónica vive asimismo una relación de profunda intimidad con la Virgen María, testimoniada en las palabras que ella le dice un día y que refiere en su Diario: «Yo te hice descansar en mi regazo, se te concedió la unión con mi alma, y desde ella fuiste llevada volando delante de Dios» (IV, 901).

    Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor viviendo para los demás, abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor lleno de sufrimiento de Jesús crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios; nos invita a alimentarnos a diario de la Palabra de Dios para calentar nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: «¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver!». Gracias.



    Saludos

    Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los procedentes de España, Chile y otros países latinoamericanos. Y, de modo particular, a los miembros de la comunidad católica mejicana de Roma, así como a los artesanos venidos de Guanajuato, acompañados por el Gobernador de dicho Estado y el Señor Arzobispo de León, a quienes agradezco el obsequio de un artístico nacimiento. Que el ejemplo de Verónica Giuliani incremente nuestro amor a Cristo. Muchas gracias.


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    Miércoles 22 de diciembre de 2010

    Queridos hermanos y hermanas:

    Con esta última audiencia antes de las festividades navideñas, nos acercamos, llenos de emoción y de estupor, al «lugar» donde para nosotros y para nuestra salvación comenzó todo, donde todo encontró cumplimiento, donde se encontraron y cruzaron las expectativas del mundo y del corazón humano con la presencia de Dios. Ya podemos saborear desde ahora la alegría por esa pequeña luz que se vislumbra, que desde la cueva de Belén comienza a irradiarse por el mundo. En el camino del Adviento, que la liturgia nos ha invitado a vivir, hemos sido acompañados a acoger con disponibilidad y reconocimiento el gran acontecimiento de la venida del Salvador y a contemplar llenos de admiración su entrada en el mundo.

    La espera gozosa, característica de los días que preceden la santa Navidad, ciertamente es la actitud fundamental del cristiano que desea vivir con fruto el renovado encuentro con Aquel que viene a poner su morada entre nosotros: Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Encontramos esta disposición del corazón, y la hacemos nuestra, en aquellos que fueron los primeros en acoger la venida del Mesías: Zacarías e Isabel, los pastores, el pueblo sencillo y especialmente, María y José, quienes experimentaron en primera persona la conmoción, pero sobre todo la alegría por el misterio de ese nacimiento. Todo el Antiguo Testamento constituye una única gran promesa, que debía cumplirse con la venida de un salvador poderoso. Nos da testimonio de ello en particular el libro del profeta Isaías, el cual nos habla del sufrimiento de la historia y de toda la creación por una redención destinada a dar nuevas energías y nueva orientación al mundo entero. Así, junto a la espera de los personajes de las Sagradas Escrituras, encuentra espacio y significado, a lo largo de los siglos, también nuestra espera, la que en estos días estamos experimentando y la que nos mantiene despiertos durante todo el camino de nuestra vida. En efecto, toda la existencia humana está animada por este profundo sentimiento, por el deseo de que lo más verdadero, lo más bello y lo más grande que hemos vislumbrado e intuido con la mente y el corazón, nos salga al encuentro y ante nuestros ojos se haga concreto y nos vuelva a levantar.

    «Muy pronto vendrá el Señor, que domina los pueblos, y se llamará Emmanuel, porque tenemos a Dios con nosotros» (Antífona de entrada, santa misa del 21 de diciembre). En estos días repetimos con frecuencia estas palabras. En el tiempo de la liturgia, que actualiza el Misterio, ya está a las puertas Aquel que viene a salvarnos del pecado y de la muerte, Aquel que, después de la desobediencia de Adán y Eva, nos abraza de nuevo y nos abre de par en par el acceso a la vida verdadera. Lo explica san Ireneo, en su tratado «Contra las herejías», cuando afirma: «El Hijo mismo de Dios entró “en una carne semejante a la del pecado” (Rm 8, 3) para condenar el pecado, y, una vez condenado, excluirlo completamente del género humano. Llamó al hombre a ser semejante a él, lo hizo imitador de Dios, lo puso en el camino que indicó el Padre a fin de que pudiera ver a Dios, y le dio como don al Padre mismo» (III, 20, 2-3).

    Se nos presentan algunas de las ideas preferidas de san Ireneo: Dios con el Niño Jesús nos llama a ser semejantes a él. Vemos cómo es Dios. Y así nos recuerda que deberíamos ser semejantes a Dios. Y debemos imitarlo. Dios se ha donado, Dios se ha dado en nuestras manos. Debemos imitar a Dios. Y, por último, la idea de que así podemos ver a Dios. Una idea central de san Ireneo: el hombre no ve a Dios, no puede verlo, y así está en la oscuridad sobre la verdad, sobre sí mismo. Pero el hombre, que no puede ver a Dios, puede ver a Jesús. Y así ve a Dios, así comienza a ver la verdad, así comienza a vivir.

    El Salvador, por tanto, viene para reducir a la impotencia la obra del mal y todo lo que todavía puede mantenernos alejados de Dios, para devolvernos al antiguo esplendor y a la primitiva paternidad. Con su venida entre nosotros Dios nos indica y nos asigna también una tarea: precisamente la de ser semejantes a él y tender a la verdadera vida, la de llegar a la visión de Dios, en el rostro de Cristo. Afirma también san Ireneo: «El Verbo de Dios puso su morada entre los hombres y se hizo Hijo del hombre, para acostumbrar al hombre a percibir a Dios y para acostumbrar a Dios a poner su morada en el hombre según la voluntad del Padre. Por esto, Dios nos dio como “signo” de nuestra salvación a Aquel que, nacido de la Virgen, es el Emmanuel» (ib.). También aquí tenemos una idea central muy hermosa de san Ireneo: debemos acostumbrarnos a percibir a Dios. Dios normalmente está lejos de nuestra vida, de nuestras ideas, de nuestro actuar. Se ha acercado a nosotros y debemos acostumbrarnos a estar con Dios. San Ireneo con audacia se atreve a decir que también Dios debe acostumbrarse a estar con nosotros y en nosotros. Y que quizá Dios debería acompañarnos en Navidad; debemos acostumbrarnos a Dios, como Dios se debe acostumbrar a nosotros, a nuestra pobreza y fragilidad. Por eso, la venida del Señor no puede tener otro objetivo que el de enseñarnos a ver y a amar los acontecimientos, el mundo y todo lo que nos rodea, con los ojos mismos de Dios. El Verbo hecho niño nos ayuda a comprender el modo de actuar de Dios, para que seamos capaces de dejarnos transformar cada vez más por su bondad y por su infinita misericordia.

    En la noche del mundo, dejémonos sorprender e iluminar de nuevo por este acto de Dios, totalmente inesperado: Dios se hace Niño. Dejémonos sorprender, iluminar por la Estrella que ha inundado de alegría el universo. Que el Niño Jesús, al llegar hasta nosotros, no nos encuentre desprevenidos, empeñados sólo en embellecer la realidad exterior. Que el cuidado que ponemos para que nuestras calles y nuestras casas sean más resplandecientes nos impulse todavía más a preparar nuestra alma para encontrarnos con Aquel que vendrá a visitarnos, que es la verdadera belleza y la verdadera luz. Purifiquemos, pues, nuestra conciencia y nuestra vida de lo que es contrario a esta venida: pensamientos, palabras, actitudes y acciones, espoleándonos a hacer el bien y a contribuir a realizar en nuestro mundo la paz y la justicia para cada hombre y a caminar así hacia el encuentro con el Señor.

    El belén es un signo característico del tiempo navideño. También en la plaza de San Pedro, como es tradición, ya casi está listo e idealmente se asoma a Roma y a todo el mundo, representando la belleza del Misterio del Dios que se ha hecho hombre y ha puesto su morada entre nosotros (cf. Jn 1, 14). El belén es expresión de nuestra espera, que Dios se acerca a nosotros, que Cristo se acerca a nosotros, pero también es expresión de la acción de gracias a Aquel que ha decidido compartir nuestra condición humana, en la pobreza y en la sencillez. Me alegro porque permanece viva y, más aún, se renueva la tradición de preparar el belén en las casas, en los ambientes de trabajo, en los lugares de encuentro. Que este genuino testimonio de fe cristiana ofrezca también hoy a todos los hombres de buena voluntad un sugestivo icono del amor infinito del Padre hacia todos nosotros. Que los corazones de los niños y de los adultos se sorprendan de nuevo frente a él.

    Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen María y san José nos ayuden a vivir el Misterio de la Navidad con renovada gratitud al Señor. Que en medio de la actividad frenética de nuestros días, este tiempo nos dé un poco de calma y de alegría, y nos haga palpar la bondad de nuestro Dios, que se hace Niño para salvarnos y dar nueva valentía y nueva luz a nuestro camino. Este es mi deseo para una santa y feliz Navidad: lo dirijo con afecto a vosotros, aquí presentes, a vuestros familiares, en particular a los enfermos y a los que sufren, así como a vuestras comunidades y a vuestros seres queridos.

    Saludos

    Saludo a los grupos de lengua española, en particular a los peregrinos de Alange y Córdoba, así como a los demás fieles provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Deseo a todos una feliz Navidad y os invito a preparar vuestro corazón para recibir al Niño Jesús. Que la Virgen María y San José nos ayuden a vivir el Misterio de este tiempo santo con renovada gratitud al Señor, ofreciendo a los demás paz y alegría. Muchas gracias.


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    Miércoles 29 de diciembre de 2010

    Santa Catalina de Bolonia

    Queridos hermanos y hermanas:

    En una reciente catequesis hablé de santa Catalina de Siena. Hoy quiero presentaros a otra santa, menos conocida, que lleva el mismo nombre: santa Catalina de Bolonia, mujer de vasta cultura, pero muy humilde; dedicada a la oración, aunque siempre dispuesta a servir; generosa en el sacrificio, pero llena de alegría a la hora de aceptar con Cristo la cruz.

    Nace en Bolonia el 8 de septiembre de 1413, primogénita de Benvenuta Mammolini y de Giovanni de Vigri, rico y culto patricio de Ferrara, doctor en derecho y lector público en Padua, donde desempeñaba actividad diplomática para Nicolás III d'Este, marqués de Ferrara. Las noticias sobre la infancia y la niñez de Catalina son escasas y no todas son seguras. De niña vive en Bolonia, en casa de sus abuelos; allí la educan los familiares, sobre todo su madre, mujer de gran fe. Se traslada con ella a Ferrara cuando tenía cerca de diez años y entra en la corte de Nicolás III d’Este como dama de honor de Margarita, hija natural de Nicolás. El marqués está transformando Ferrara en una espléndida ciudad, llamando a artistas y literatos de varios países. Promueve la cultura y, aunque lleve una vida privada poco ejemplar, cuida mucho el bien espiritual, la conducta moral y la educación de sus súbditos.

    En Ferrara, Catalina no se deja influir por los aspectos negativos que conllevaba a menudo la vida de corte; goza de la amistad de Margarita y se convierte en su confidente; enriquece su cultura: estudia música, pintura y danza; aprende a escribir poesías y composiciones literarias, y a tocar la viola; se hace experta en el arte de la miniatura y de la copia; perfecciona el estudio del latín. En su futura vida monástica valorizará mucho el patrimonio cultural y artístico adquirido en estos años. Aprende con facilidad, con pasión y con tenacidad; muestra gran prudencia, singular modestia, gracia y amabilidad en el comportamiento. En cualquier caso, una nota la distingue de modo absolutamente claro: su espíritu constantemente dirigido a las cosas del cielo. En 1427, a sólo catorce años, entre otras razones como consecuencia de algunos acontecimientos familiares, Catalina decide dejar la corte, para unirse a un grupo de mujeres jóvenes provenientes de familias nobles que hacían vida común, consagrándose a Dios. Su madre, con fe, da su consentimiento, aunque tenía otros proyectos para ella.

    No conocemos el camino espiritual de Catalina antes de esta decisión. Hablando en tercera persona, afirma que ha entrado al servicio de Dios «iluminada por la gracia divina (…) con recta conciencia y gran fervor», solícita día y noche en la santa oración, esforzándose por conquistar todas las virtudes que veía en los demás, «no por envidia, sino para agradar más a Dios, en quien había puesto todo su amor» (Le sette armi spirituali, VII, 8, Bolonia 1998, p. 12). Sus progresos espirituales en esta nueva fase de la vida son notables, pero también son grandes y terribles sus pruebas, sus sufrimientos interiores, sobre todo las tentaciones del demonio. Atraviesa una profunda crisis espiritual hasta el umbral de la desesperación (cf. ib., VII, pp. 12-29). Vive en la noche del espíritu, asaltada también por la tentación de la incredulidad respecto a la Eucaristía. Después de sufrir mucho, el Señor la consuela: en una visión le da el conocimiento claro de la presencia real eucarística, un conocimiento tan luminoso que Catalina no logra expresarlo con las palabras (cf. ib., VIII, 2, pp. 42-46). En el mismo período una prueba dolorosa se abate sobre la comunidad: surgen tensiones entre quienes quieren seguir la espiritualidad agustiniana y quienes se orientan más hacia la espiritualidad franciscana.

    Entre 1429 y 1430 la responsable del grupo, Lucia Mascheroni, decide fundar un monasterio agustiniano. Catalina, en cambio, con otras, elige vincularse a la regla de santa Clara de Asís. Es un don de la Providencia, porque la comunidad habita cerca de la iglesia del Espíritu Santo anexa al convento de los Frailes Menores que se han adherido al movimiento de la Observancia. Así Catalina y sus compañeras pueden participar regularmente en las celebraciones litúrgicas y recibir una asistencia espiritual adecuada. También tienen la alegría de escuchar la predicación de san Bernardino de Siena (cf. ib., VII, 62, p. 26). Catalina narra que, en 1429 —tercer año desde su conversión— va a confesarse con uno de los Frailes Menores que estima, hace una buena confesión y pide intensamente al Señor que le conceda el perdón de todos los pecados y de la pena unida a ellos. Dios le revela en una visión que le ha perdonado todo. Es una experiencia muy fuerte de la misericordia divina, que la marca para siempre, dándole nuevo impulso para responder con generosidad al inmenso amor de Dios (cf. ib., ix, 2, pp. 46-48).

    En 1431 tiene una visión del juicio final. La estremecedora escena de los condenados la impulsa a intensificar oraciones y penitencias por la salvación de los pecadores. El demonio sigue atacándola y ella se encomienda de modo cada vez más total al Señor y a la Virgen María (cf. ib., x, 3, pp. 53-54). En sus escritos, Catalina nos deja algunas anotaciones esenciales de esta misteriosa batalla, de la que sale vencedora con la gracia de Dios. Lo hace para instruir a sus hermanas y a quienes deseen encaminarse por la senda de la perfección: quiere poner en guardia ante las tentaciones del demonio, que a menudo se esconde bajo apariencias engañosas, para luego insinuar dudas de fe, incertidumbres vocacionales y sensualidad.

    En el tratado autobiográfico y didascálico, Las siete armas espirituales, Catalina ofrece, al respecto, enseñanzas de gran sabiduría y de profundo discernimiento. Habla en tercera persona al referir las gracias extraordinarias que el Señor le da y en primera persona al confesar sus pecados. Su escrito refleja la pureza de su fe en Dios, la profunda humildad, la sencillez de corazón, el ardor misionero, el celo por la salvación de las almas. Identifica siete armas en la lucha contra el mal, contra el diablo: 1. tener cuidado y solicitud en obrar siempre el bien; 2. creer que nosotros solos nunca podremos hacer algo verdaderamente bueno; 3. confiar en Dios y, por amor a él, no temer nunca la batalla contra el mal, tanto en el mundo como en nosotros mismos; 4. meditar a menudo los hechos y las palabras de la vida de Jesús, sobre todo su pasión y muerte; 5. recordar que debemos morir; 6. tener fija en la mente la memoria de los bienes del Paraíso; 7. tener familiaridad con la Santa Escritura, llevándola siempre en el corazón para que oriente todos nuestros pensamientos y acciones. ¡Un buen programa de vida espiritual, también hoy, para cada uno de nosotros!

    En el convento, Catalina, a pesar de que estaba acostumbrada a la corte de Ferrara, se ocupa de lavar, coser, hacer pan y cuidar de los animales. Todo, incluso los servicios más humildes, lo hace con amor y con obediencia pronta, dando a sus hermanas un testimonio luminoso. En efecto, ella ve en la desobediencia el orgullo espiritual que destruye cualquier otra virtud. Por obediencia acepta el cargo de maestra de novicias, pese a que se considere incapaz de desempeñar esta responsabilidad, y Dios sigue animándola con su presencia y sus dones: de hecho, es una maestra sabia y apreciada.

    Más tarde le encomiendan el servicio del locutorio. Le cuesta mucho interrumpir a menudo la oración para responder a las personas que se presentan a la reja del monasterio, pero tampoco esta vez el Señor deja de visitarla y de estar cerca. Con ella el monasterio es cada vez más un lugar de oración, de ofrenda, de silencio, de esfuerzo y de alegría. A la muerte de la abadesa, los superiores piensan inmediatamente en ella, pero Catalina los impulsa a dirigirse a las Clarisas de Mantua, más instruidas en las Constituciones y en las observancias religiosas. Sin embargo, pocos años después, en 1456, piden a su monasterio que haga una nueva fundación en Bolonia. Catalina preferiría terminar sus días en Ferrara, pero el Señor se le aparece y la exhorta a cumplir la voluntad de Dios yendo a Bolonia como abadesa. Se prepara al nuevo compromiso con ayunos, disciplinas y penitencias. Va a Bolonia con dieciocho hermanas. Como superiora es la primera en la oración y en el servicio; vive en profunda humildad y pobreza. Cuando termina el trienio de abadesa es feliz de que la sustituyan, pero al cabo de un año debe retomar sus funciones, porque la nueva elegida se ha quedado ciega. Aunque sufre y la atormentan graves enfermedades, presta su servicio con generosidad y entrega.

    A lo largo de un año más exhorta a sus hermanas a la vida evangélica, a la paciencia y a la constancia en las pruebas, al amor fraterno, a la unión con el Esposo divino, Jesús, a fin de preparar así la propia dote para las nupcias eternas. Una dote que Catalina ve en saber compartir los sufrimientos de Cristo, afrontando con serenidad necesidades, angustias, desprecio, incomprensión (cf. Le sette armi spirituali, X, 20, pp. 57-58). A comienzos de 1463 sus enfermedades se agravan; reúne a las hermanas por última vez en el capítulo, para anunciarles su muerte y recomendar la observancia de la Regla. Hacia finales de febrero padece fuertes sufrimientos que ya no la abandonarán, pero es ella quien consuela a las hermanas en el dolor, asegurándoles su ayuda también desde el cielo. Después de recibir los últimos sacramentos, entrega a su confesor el escrito Las siete armas espirituales y entra en agonía; su rostro se embellece y se ilumina; mira de nuevo con amor a cuantas la rodean y expira dulcemente, pronunciando tres veces el nombre de Jesús: es el 9 de marzo de 1463 (cf. I. Bembo, Specchio di illuminazione. Vita di S. Caterina a Bologna, Florencia 2001, cap. III). Catalina es canonizada por el Papa Clemente XI el 22 de mayo de 1712. La ciudad de Bolonia, en la capilla del monasterio del Corpus Domini, conserva su cuerpo incorrupto.

    Queridos amigos, santa Catalina de Bolonia, con sus palabras y su vida, es una fuerte invitación a dejarnos guiar siempre por Dios, a cumplir diariamente su voluntad, aunque a menudo no coincida con nuestros proyectos, a confiar en su Providencia que nunca nos deja solos. Desde esta perspectiva, santa Catalina habla con nosotros. A pesar de que han pasado muchos siglos, es muy moderna y habla a nuestra vida. Como nosotros sufre la tentación, sufre las tentaciones de la incredulidad, de la sensualidad, de un combate difícil, espiritual. Se siente abandonada por Dios, se encuentra en la oscuridad de la fe. Pero en todas estas situaciones se agarra siempre a la mano del Señor, no lo deja, no lo abandona. Y avanzando de la mano del Señor, va por el camino correcto y encuentra la senda de la luz. Así, nos dice también a nosotros: ánimo, incluso en la noche de la fe, incluso entre tantas dudas que podemos tener, no dejes la mano del Señor, camina de su mano, cree en la bondad de Dios; ¡esto es ir por el camino correcto! Y quiero subrayar otro aspecto, el de su gran humildad: es una persona que no quiere ser alguien o algo; no quiere sobresalir; no quiere gobernar. Quiere servir, hacer la voluntad de Dios, estar al servicio de los demás. Precisamente por esto Catalina era creíble en la autoridad, porque se podía ver que para ella la autoridad era exactamente servir a los demás. Pidamos a Dios, por intercesión de nuestra santa, el don de realizar el proyecto que él tiene para nosotros, con valentía y generosidad, para que sólo él sea la roca firme sobre la cual se edifica nuestra vida. Gracias.

    Saludos

    Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe, de Valdivia, a los miembros de la Escolanía de Loyola, de Pamplona, y a los demás grupos procedentes de España, Méjico, Argentina y otros países latinoamericanos. Que, a ejemplo de Santa Catalina de Bolonia, os dejéis guiar siempre por Dios, confiando en su bondad, que nunca nos abandona. Deseo a todos un Año lleno de las bendiciones del Señor. Muchas gracias.


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