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Jornada mundial de la juventud

Ultimo Aggiornamento: 03/09/2013 19:45
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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES DEL MUNDO
CON OCASIÓN DE LA XXI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(9 DE ABRIL DE 2006)



“Para mis pies antorcha es tu palabra,
luz para mi sendero” (Sal 118[119],105)



¡Queridos jóvenes!

Al dirigirme con alegría a vosotros que os estáis preparando para la XXI Jornada Mundial de la Juventud, revivo en mi alma el recuerdo de las experiencias enriquecedoras hechas en Alemania el pasado mes de agosto. La Jornada de este año se celebrará en las diferentes Iglesias locales y será una ocasión oportuna para reavivar la llama del entusiasmo encendida en Colonia y que muchos de vosotros habéis llevado a las propias familias, parroquias, asociaciones y movimientos. Será al mismo tiempo un momento privilegiado para hacer participar a tantos amigos vuestros en la peregrinación espiritual de las nuevas generaciones hacia Cristo.

El tema que propongo a vuestra consideración es un versículo del Salmo 118[119]: “Para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero” (v. 105). El amado Juan Pablo II comentó así estas palabras del Salmo: “El orante se derrama en alabanza de la Ley de Dios, que toma como lámpara para sus pasos en el camino a menudo oscuro de la vida” (Audiencia general del miércoles 14 de noviembre de 2001, L’Osservatore Romano, edición española, p. 12 [640]).

Dios se revela en la historia, habla a los hombres y su palabra es creadora. En efecto, el concepto hebreo “dabar”, habitualmente traducido con el término “palabra”, quiere significar tanto palabra como acto. Dios dice lo que hace y hace lo que dice. En el Antiguo Testamento anuncia a los hijos de Israel la venida del Mesías y la instauración de una “nueva” alianza; en el Verbo hecho carne Él cumple sus promesas. Esto lo pone también en evidencia bien el Catecismo de la Iglesia Católica: “Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta” (n. 65). El Espíritu Santo, que guió al pueblo elegido inspirando a los autores de las Sagradas Escrituras, abre el corazón de los creyentes a la inteligencia que éstas contienen. El mismo Espíritu está activamente presente en la Celebración eucarística cuando el sacerdote, pronunciando “in persona Christi” las palabras de la consagración, convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para que sean alimento espiritual de los fieles. Para avanzar en la peregrinación terrena hacia la Patria celeste, ¡todos tenemos que nutrirnos de la palabra y del pan de Vida eterna, inseparables entre ellos!

Los Apóstoles acogieron la palabra de salvación y la transmitieron a sus sucesores como una joya preciosa custodiada en el cofre seguro de la Iglesia: sin la Iglesia esta perla corre el riesgo de perderse o hacerse añicos. Queridos jóvenes, amad la palabra de Dios y amad a la Iglesia, que os permite acceder a un tesoro de un valor tan grande introduciéndoos a apreciar su riqueza. Amad y seguid a la Iglesia que ha recibido de su Fundador la misión de indicar a los hombres el camino de la verdadera felicidad. No es fácil reconocer y encontrar la auténtica felicidad en el mundo en que vivimos, en el que el hombre a menudo es rehén de corrientes ideológicas, que lo inducen, a pesar de creerse “libre”, a perderse en los errores e ilusiones de ideologías aberrantes. Urge “liberar la libertad” (cfr. Encíclica Veritatis splendor, 86), iluminar la oscuridad en la que la humanidad va a ciegas. Jesús ha mostrado cómo puede suceder esto: “Si os mantenéis en mi Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos, y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 31-32). El Verbo encarnado, Palabra de Verdad, nos hace libres y dirige nuestra libertad hacia el bien.

Queridos jóvenes, meditad a menudo la palabra de Dios, y dejad que el Espíritu Santo sea vuestro maestro. Descubriréis entonces que el pensar de Dios no es el de los hombres; seréis llevados a contemplar al Dios verdadero y a leer los acontecimientos de la Historia con sus ojos; gustaréis en plenitud la alegría que nace de la verdad. En el camino de la vida, que no es fácil ni está exento de insidias, podréis encontrar dificultades y sufrimientos y a veces tendréis la tentación de exclamar con el Salmista: “Humillado en exceso estoy” (Sal118 [119], v. 107). No os olvidéis de añadir junto a Él: Señor “dame la vida conforme a tu palabra... Mi alma está en mis manos sin cesar, mas no olvido tu ley” (Ibíd.., vv. 107.109). La presencia amorosa de Dios, a través de su palabra, es antorcha que disipa las tinieblas del miedo e ilumina el camino, también en los momentos más difíciles.

Escribe el Autor de la Carta a los Hebreos: “Es viva la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” (4,12). Es necesario tomar en serio la exhortación de considerar la palabra de Dios como un “arma” indispensable en la lucha espiritual; ésta actúa eficazmente y da fruto si aprendemos a escucharla para obedecerle después. Explica el Catecismo de la Iglesia Católica: “Obedecer (ob-audire) en la fe, es someterse libremente a la Palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma” (n. 144). Si Abrahán es el modelo de esta escucha que es obediencia, Salomón se revela a su vez como buscador apasionado de la sabiduría contenida en la Palabra. Cuando Dios le propone: “Pídeme lo que quieras que te dé”, el sabio rey contesta: “Concede, pues, a tu siervo, un corazón que entienda” (1 Re 3,5.9). El secreto para tener un “corazón que entienda” es formarse un corazón capaz de escuchar. Esto se consigue meditando sin cesar la palabra de Dios y permaneciendo enraizados en ella, mediante el esfuerzo de conocerla siempre mejor.

Queridos jóvenes, os exhorto a adquirir intimidad con la Biblia, a tenerla a mano, para que sea para vosotros como una brújula que indica el camino a seguir. Leyéndola, aprenderéis a conocer a Cristo. San Jerónimo observa al respecto : “El desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo” (PL 24,17; cfr. Dei Verbum, 25). Una vía muy probada para profundizar y gustar la palabra de Dios es la lectio divina, que constituye un verdadero y apropiado itinerario espiritual en etapas. De la lectio, que consiste en leer y volver a leer un pasaje de la Sagrada Escritura tomando los elementos principales, se pasa a la meditatio, que es como una parada interior, en la que el alma se dirige hacia Dios intentando comprender lo que su palabra dice hoy para la vida concreta. A continuación sigue la oratio, que hace que nos entretengamos con Dios en el coloquio directo, y finalmente se llega a la contemplatio, que nos ayuda a mantener el corazón atento a la presencia de Cristo, cuya palabra es “lámpara que luce en lugar oscuro, hasta que despunte el día y se levante en vuestros corazones el lucero de la mañana” (2 Pe 1,19). La lectura, el estudio y la meditación de la Palabra tienen que desembocar después en una vida de coherente adhesión a Cristo y a su doctrina.

Advierte el apóstol Santiago: “Pero tenéis que poner la Palabra en práctica y no sólo escucharla engañándoos a vosotros mismos. Porque quien se contenta con oír la palabra, sin ponerla en práctica, es como un hombre que contempla la figura de su rostro en un espejo: se mira, se va e inmediatamente se olvida de cómo era. En cambio, quien considera atentamente la ley perfecta de la libertad y persevera en ella —no como quien la oye y luego se olvida, sino como quien la pone por obra— ése será bienaventurado al llevarla a la práctica.” (St 1,22-25). Quien escucha la palabra de Dios y se remite siempre a ella pone su propia existencia sobre un sólido fundamento. “Todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, —dice Jesús— será como el hombre prudente que edificó su casa sobre roca” (Mt 7,24): no cederá a las inclemencias del tiempo.

Construir la vida sobre Cristo, acogiendo con alegría la palabra y poniendo en práctica la doctrina: ¡he aquí, jóvenes del tercer milenio, cuál debe ser vuestro programa! Es urgente que surja una nueva generación de apóstoles enraizados en la palabra de Cristo, capaces de responder a los desafíos de nuestro tiempo y dispuestos a para difundir el Evangelio por todas partes. ¡Esto es lo que os pide el Señor, a esto os invita la Iglesia, esto es lo que el mundo —aun sin saberlo— espera de vosotros! Y si Jesús os llama, no tengáis miedo de responderle con generosidad, especialmente cuando os propone de seguirlo en la vida consagrada o en la vida sacerdotal. No tengáis miedo; fiaos de Él y no quedaréis decepcionados.

Queridos amigos, con la XXI Jornada Mundial de la Juventud, que celebraremos el próximo 9 de abril, Domingo de Ramos, emprenderemos una peregrinación ideal hacia el encuentro mundial de los jóvenes, que tendrá lugar en Sydney en el mes de julio de 2008. Nos prepararemos a esta gran cita reflexionando juntos sobre el tema El Espíritu Santo y la misión, a través de etapas sucesivas. En este año concentraremos la atención en el Espíritu Santo, Espíritu de verdad, que nos revela Cristo, el Verbo hecho carne, abriendo el corazón de cada uno a la Palabra de salvación, que conduce a la Verdad toda entera. El año siguiente, 2007, meditaremos sobre un versículo del Evangelio de San Juan: “Como yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros” (13,34) y descubriremos aún más profundamente cómo el Espíritu Santo es Espíritu de amor, que infunde en nosotros la caridad divina y nos hace sensibles a las necesidades materiales y espirituales de los hermanos. Por último llegaremos al encuentro mundial del año 2008, que tendrá como tema: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos” (Hch 1,8).

Desde ahora, en un clima de incesante escucha de la palabra de Dios, invocad, queridos jóvenes, el Espíritu Santo, Espíritu de fortaleza y de testimonio, para que os haga capaces de proclamar sin temor el Evangelio hasta los confines de la tierra. María, presente en el Cenáculo con los Apóstoles a la espera del Pentecostés, os sea madre y guía. Que Ella os enseñe a acoger la palabra de Dios, a conservarla y a meditarla en vuestro corazón (cfr. Lc 2,19) como lo hizo Ella durante toda la vida. Que os aliente a decir vuestro “sí” al Señor, viviendo la “obediencia de la fe”. Que os ayude a estar firmes en la fe, constantes en la esperanza, perseverantes en la caridad, siempre dóciles a la palabra de Dios. Os acompaño con mi oración, mientras a todos os bendigo de corazón.

Desde el Vaticano, 22 de febrero de 2006, Fiesta de la Cátedra de San Pedro Apóstol.



BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN
DE LA XXII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2007

“Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34)



Queridos jóvenes:

Con ocasión de la XXII Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará en las diócesis el próximo Domingo de Ramos, quisiera proponer para vuestra meditación las palabras de Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (cf. Jn 13,34).

¿Es posible amar?

Toda persona siente el deseo de amar y de ser amado. Sin embargo, ¡qué difícil es amar, cuántos errores y fracasos se producen en el amor! Hay quien llega incluso a dudar si el amor es posible. Las carencias afectivas o las desilusiones sentimentales pueden hacernos pensar que amar es una utopía, un sueño inalcanzable, ¿habrá, pues, que resignarse? ¡No! El amor es posible y la finalidad de este mensaje mío es contribuir a reavivar en cada uno de vosotros, que sois el futuro y la esperanza de la humanidad, la fe en el amor verdadero, fiel y fuerte; un amor que produce paz y alegría; un amor que une a las personas, haciéndolas sentirse libres en el respeto mutuo. Dejadme ahora que recorra con vosotros, en tres momentos, un itinerario hacia el “descubrimiento” del amor.

Dios, fuente del amor

El primer momento hace referencia a la única fuente del amor verdadero, que es Dios. San Juan lo subraya bien cuando afirma que “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16); con ello no quiere decir sólo que Dios nos ama, sino que el ser mismo de Dios es amor. Estamos aquí ante la revelación más esplendorosa de la fuente del amor que es el misterio trinitario: en Dios, uno y trino, hay una eterna comunicación de amor entre las personas del Padre y del Hijo, y este amor no es una energía o un sentimiento, sino una persona: el Espíritu Santo.

La Cruz de Cristo revela plenamente el amor de Dios

¿Cómo se nos manifiesta Dios-Amor? Estamos aquí en el segundo momento de nuestro itinerario. Aunque los signos del amor divino ya son claros en la creación, la revelación plena del misterio íntimo de Dios se realizó en la Encarnación, cuando Dios mismo se hizo hombre. En Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, hemos conocido el amor en todo su alcance. De hecho, “la verdadera originalidad del Nuevo Testamento –he escrito en la Encíclica Deus caritas est– no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” (n. 12). La manifestación del amor divino es total y perfecta en la Cruz, como afirma san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8). Por tanto, cada uno de nosotros, puede decir sin equivocarse: “Cristo me amó y se entregó por mí” (cf. Ef 5,2). Redimida por su sangre, ninguna vida humana es inútil o de poco valor, porque todos somos amados personalmente por Él con un amor apasionado y fiel, con un amor sin límites. La Cruz, locura para el mundo, escándalo para muchos creyentes, es en cambio “sabiduría de Dios” para los que se dejan tocar en lo más profundo del propio ser, “pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Co 1,24-25). Más aún, el Crucificado, que después de la resurrección lleva para siempre los signos de la propia pasión, pone de relieve las “falsificaciones” y mentiras sobre Dios que hay tras la violencia, la venganza y la exclusión. Cristo es el Cordero de Dios, que carga con el pecado del mundo y extirpa el odio del corazón del hombre. Ésta es su verdadera “revolución”: el amor.

Amar al prójimo como Cristo nos ama

Llegamos aquí al tercer momento de nuestra reflexión. En la Cruz Cristo grita: “Tengo sed” (Jn 19,28), revelando así una ardiente sed de amar y de ser amado por todos nosotros. Sólo cuando percibimos la profundidad y la intensidad de este misterio nos damos cuenta de la necesidad y la urgencia de que lo amemos “como” Él nos ha amado. Esto comporta también el compromiso, si fuera necesario, de dar la propia vida por los hermanos, apoyados por el amor que Él nos tiene. Ya en el Antiguo Testamento Dios había dicho: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18), pero la novedad de Cristo consiste en el hecho de que amar como Él nos ha amado significa amar a todos, sin distinción, incluso a los enemigos, “hasta el extremo” (cf. Jn 13,1).

Testigos del amor de Cristo

Quisiera ahora detenerme en tres ámbitos de la vida cotidiana en los que vosotros, queridos jóvenes, estáis llamados de modo particular a manifestar el amor de Dios. El primero es la Iglesia, que es nuestra familia espiritual, compuesta por todos los discípulos de Cristo. Siendo testigos de sus palabras – “La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros” (Jn 13,35) –, alimentad con vuestro entusiasmo y vuestra caridad las actividades de las parroquias, de las comunidades, de los movimientos eclesiales y de los grupos juveniles a los que pertenecéis. Sed solícitos en buscar el bien de los demás, fieles a los compromisos adquiridos. No dudéis en renunciar con alegría a algunas de vuestras diversiones, aceptad de buena gana los sacrificios necesarios, dad testimonio de vuestro amor fiel a Cristo anunciando su Evangelio especialmente entre vuestros coetáneos.

Prepararse para el futuro

El segundo ámbito, donde estáis llamados a expresar el amor y a crecer en él, es vuestra preparación para el futuro que os espera. Si sois novios, Dios tiene un proyecto de amor sobre vuestro futuro matrimonio y vuestra familia, y es esencial que lo descubráis con la ayuda de la Iglesia, libres del prejuicio tan difundido según el cual el cristianismo, con sus preceptos y prohibiciones, pone obstáculos a la alegría del amor y, en particular, impide disfrutar plenamente esa felicidad que el hombre y la mujer buscan en su amor recíproco. El amor del hombre y de la mujer da origen a la familia humana y la pareja formada por ellos tiene su fundamento en el plan original de Dios (cf. Gn 2,18-25). Aprender a amarse como pareja es un camino maravilloso, que sin embargo requiere un aprendizaje laborioso. El período del noviazgo, fundamental para formar una pareja, es un tiempo de espera y de preparación, que se ha de vivir en la castidad de los gestos y de las palabras. Esto permite madurar en el amor, en el cuidado y la atención del otro; ayuda a ejercitar el autodominio, a desarrollar el respeto por el otro, características del verdadero amor que no busca en primer lugar la propia satisfacción ni el propio bienestar. En la oración común pedid al Señor que cuide y acreciente vuestro amor y lo purifique de todo egoísmo. Non dudéis en responder generosamente a la llamada del Señor, porque el matrimonio cristiano es una verdadera y auténtica vocación en la Iglesia. Igualmente, queridos y queridas jóvenes, si Dios os llama a seguirlo en el camino del sacerdocio ministerial o de la vida consagrada, estad preparados para decir “sí”. Vuestro ejemplo será un aliciente para muchos de vuestros coetáneos, que están buscando la verdadera felicidad.

Crecer en el amor cada día

El tercer ámbito del compromiso que conlleva el amor es el de la vida cotidiana en sus diversos aspectos. Me refiero sobre todo a la familia, al estudio, al trabajo y al tiempo libre. Queridos jóvenes, cultivad vuestros talentos no sólo para conquistar una posición social, sino también para ayudar a los demás “a crecer”. Desarrollad vuestras capacidades, no sólo para ser más “competitivos” y “productivos”, sino para ser “testigos de la caridad”. Unid a la formación profesional el esfuerzo por adquirir conocimientos religiosos, útiles para poder desempeñar de manera responsable vuestra misión. De modo particular, os invito a profundizar en la doctrina social de la Iglesia, para que sus principios inspiren e iluminen vuestra actuación en el mundo. Que el Espíritu Santo os haga creativos en la caridad, perseverantes en los compromisos que asumís y audaces en vuestras iniciativas, contribuyendo así a la edificación de la “civilización del amor”. El horizonte del amor es realmente ilimitado: ¡es el mundo entero!

“Atreverse a amar” siguiendo el ejemplo de los santos

Queridos jóvenes, quisiera invitaros a “atreverse a amar”, a no desear más que un amor fuerte y hermoso, capaz de hacer de toda vuestra vida una gozosa realización del don de vosotros mismos a Dios y a los hermanos, imitando a Aquél que, por medio del amor, ha vencido para siempre el odio y la muerte (cf. Ap 5,13). El amor es la única fuerza capaz de cambiar el corazón del hombre y de la humanidad entera, haciendo fructíferas las relaciones entre hombres y mujeres, entre ricos y pobres, entre culturas y civilizaciones. De esto da testimonio la vida de los Santos, verdaderos amigos de Dios, que son cauce y reflejo de este amor originario. Esforzaos en conocerlos mejor, encomendaos a su intercesión, intentad vivir como ellos. Me limito a citar a la Madre Teresa que, para corresponder con prontitud al grito de Cristo “Tengo sed”, grito que la había conmovido profundamente, comenzó a recoger a los moribundos de las calles de Calcuta, en la India. Desde entonces, el único deseo de su vida fue saciar la sed de amor de Jesús, no de palabra, sino con obras concretas, reconociendo su rostro desfigurado, sediento de amor, en el rostro de los más pobres entre los pobres. La Beata Teresa puso en práctica la enseñanza del Señor: “Cada vez que lo hicisteis a uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). Y el mensaje de esta humilde testigo del amor se ha difundido por el mundo entero.

El secreto del amor

Cada uno de nosotros, queridos amigos, puede llegar a este grado de amor, pero solamente con la ayuda indispensable de la gracia divina. Sólo la ayuda del Señor nos permite superar el desaliento ante la tarea enorme por realizar y nos infunde el valor de llevar a cabo lo que humanamente es impensable. La gran escuela del amor es, sobre todo, la Eucaristía. Cuando se participa regularmente y con devoción en la Santa Misa, cuando se transcurre en compañía de Jesús eucarístico largos ratos de adoración, es más fácil comprender lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo de su amor, que supera todo conocimiento (cf. Ef 3,17-18). Además, el compartir el Pan eucarístico con los hermanos de la comunidad eclesial nos impulsa a convertir “con prontitud” el amor de Cristo en generoso servicio a los hermanos, como lo hizo la Virgen con Isabel.

Hacia el encuentro de Sydney

A este respecto, resulta iluminadora la exhortación del apóstol Juan: “Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad” (1 Jn 3,18-19). Queridos jóvenes, con este espíritu os invito a vivir la próxima Jornada Mundial de la Juventud junto con vuestros Obispos en las propias diócesis. Ésta representará una etapa importante hacia el encuentro de Sydney, cuyo tema será: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos”(cf. Hch 1,8). María, Madre de Cristo y de la Iglesia, os ayude a hacer resonar en todas partes el grito que ha cambiado el mundo: “¡Dios es amor!”. Os acompaño con la oración y os bendigo de corazón.

Vaticano, 27 de enero de 2007

Benedicto XVI


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XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN
DE LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2008

«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo,
que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8)



Queridos jóvenes:

1. La XXIII Jornada Mundial de la Juventud

Recuerdo siempre con gran alegría los diversos momentos transcurridos juntos en Colonia, en el mes de agosto de 2005. Al final de aquella inolvidable manifestación de fe y entusiasmo, que permanece impresa en mi espíritu y en mi corazón, os di cita para el próximo encuentro que tendrá lugar en Sydney, en 2008. Será la XXIII Jornada Mundial de la Juventud y tendrá como tema: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos» (Hch 1, 8). El hilo conductor de la preparación espiritual para el encuentro en Sydney es el Espíritu Santo y la misión. En 2006 nos habíamos detenido a meditar sobre el Espíritu Santo como Espíritu de verdad, en 2007 quisimos descubrirlo más profundamente como Espíritu de amor, para encaminarnos después hacia la Jornada Mundial de la Juventud 2008 reflexionando sobre el Espíritu de fortaleza y testimonio, que nos da el valor de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo. Por ello es fundamental que cada uno de vosotros, jóvenes, en la propia comunidad y con los educadores, reflexione sobre este Protagonista de la historia de la salvación que es el Espíritu Santo o Espíritu de Jesús, para alcanzar estas altas metas: reconocer la verdadera identidad del Espíritu, escuchando sobre todo la Palabra de Dios en la Revelación de la Biblia; tomar una lúcida conciencia de su presencia viva y constante en la vida de la Iglesia, redescubrir en particular que el Espíritu Santo es como el “alma”, el respiro vital de la propia vida cristiana gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía; hacerse capaces así de ir madurando una comprensión de Jesús cada vez más profunda y gozosa y, al mismo tiempo, hacer una aplicación eficaz del Evangelio en el alba del tercer milenio. Con mucho gusto os ofrezco con este mensaje un motivo de meditación para ir profundizándolo a lo largo de este año de preparación y ante el cual verificar la calidad de vuestra fe en el Espíritu Santo, de volver a encontrarla si se ha extraviado, de afianzarla si se ha debilitado, de gustarla como compañía del Padre y del Hijo Jesucristo, gracias precisamente a la obra indispensable del Espíritu Santo. No olvidéis nunca que la Iglesia, más aún la humanidad misma, la que está en torno a vosotros y que os aguarda en vuestro futuro, espera mucho de vosotros, jóvenes, porque tenéis en vosotros el don supremo del Padre, el Espíritu de Jesús.

2. La promesa del Espíritu Santo en la Biblia

La escucha atenta de la Palabra de Dios respecto al misterio y a la obra del Espíritu Santo nos abre al conocimiento cosas grandes y estimulantes que resumo en los siguientes puntos.

Poco antes de su ascensión, Jesús dijo a los discípulos: «Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido» (Lc 24, 49). Esto se cumplió el día de Pentecostés, cuando estaban reunidos en oración en el Cenáculo con la Virgen María. La efusión del Espíritu Santo sobre la Iglesia naciente fue el cumplimiento de una promesa de Dios más antigua aún, anunciada y preparada en todo el Antiguo Testamento.

En efecto, ya desde las primeras páginas, la Biblia evoca el espíritu de Dios como un viento que «aleteaba por encima de las aguas» (cf. Gn 1, 2) y precisa que Dios insufló en las narices del hombre un aliento de vida, (cf. Gn 2, 7), infundiéndole así la vida misma. Después del pecado original, el espíritu vivificante de Dios se ha ido manifestando en diversas ocasiones en la historia de los hombres, suscitando profetas para incitar al pueblo elegido a volver a Dios y a observar fielmente los mandamientos. En la célebre visión del profeta Ezequiel, Dios hace revivir con su espíritu al pueblo de Israel, representado en «huesos secos» (cf. 37, 1-14). Joel profetiza una «efusión del espíritu» sobre todo el pueblo, sin excluir a nadie: «Después de esto –escribe el Autor sagrado– yo derramaré mi Espíritu en toda carne... Hasta en los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días» (3, 1-2).

En la «plenitud del tiempo» (cf. Ga 4, 4), el ángel del Señor anuncia a la Virgen de Nazaret que el Espíritu Santo, «poder del Altísimo», descenderá sobre Ella y la cubrirá con su sombra. El que nacerá de Ella será santo y será llamado Hijo de Dios (cf. Lc 1, 35). Según la expresión del profeta Isaías, sobre el Mesías se posará el Espíritu del Señor (cf. 11, 1-2; 42, 1). Jesús retoma precisamente esta profecía al inicio de su ministerio público en la sinagoga de Nazaret: «El Espíritu del Señor está sobre mí –dijo ante el asombro de los presentes–, porque él me ha ungido. Me ha enviado a dar la Buena Noticia a los pobres. Para anunciar a los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; y para anunciar un año un año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19; cf. Is 61, 1-2). Dirigiéndose a los presentes, se atribuye a sí mismo estas palabras proféticas afirmando: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír » (Lc 4, 21). Y una vez más, antes de su muerte en la cruz, anuncia varias veces a sus discípulos la venida del Espíritu Santo, el «Consolador», cuya misión será la de dar testimonio de Él y asistir a los creyentes, enseñándoles y guiándoles hasta la Verdad completa (cf. Jn 14, 16-17.25-26; 15, 26; 16, 13).

3. Pentecostés, punto de partida de la misión de la Iglesia

La tarde del día de su resurrección, Jesús, apareciéndose a los discípulos, «sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). El Espíritu Santo se posó sobre los Apóstoles con mayor fuerza aún el día de Pentecostés: «De repente un ruido del cielo –se lee en los Hechos de los Apóstoles–, como el de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno» (2, 2-3).

El Espíritu Santo renovó interiormente a los Apóstoles, revistiéndolos de una fuerza que los hizo audaces para anunciar sin miedo: «¡Cristo ha muerto y ha resucitado!». Libres de todo temor comenzaron a hablar con franqueza (cf. Hch 2, 29; 4, 13; 4, 29.31). De pescadores atemorizados se convirtieron en heraldos valientes del Evangelio. Tampoco sus enemigos lograron entender cómo hombres «sin instrucción ni cultura» (cf. Hch 4, 13) fueran capaces de demostrar tanto valor y de soportar las contrariedades, los sufrimientos y las persecuciones con alegría. Nada podía detenerlos. A los que intentaban reducirlos al silencio respondían: «Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). Así nació la Iglesia, que desde el día de Pentecostés no ha dejado de extender la Buena Noticia «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8).

4. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia y principio de comunión

Pero para comprender la misión de la Iglesia hemos de regresar al Cenáculo donde los discípulos permanecían juntos (cf. Lc 24, 49), rezando con María, la «Madre», a la espera del Espíritu prometido. Toda comunidad cristiana tiene que inspirarse constantemente en este icono de la Iglesia naciente. La fecundidad apostólica y misionera no es el resultado principalmente de programas y métodos pastorales sabiamente elaborados y «eficientes», sino el fruto de la oración comunitaria incesante (cf. Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 75). La eficacia de la misión presupone, además, que las comunidades estén unidas, que tengan «un solo corazón y una sola alma» (cf. Hch 4, 32), y que estén dispuestas a dar testimonio del amor y la alegría que el Espíritu Santo infunde en los corazones de los creyentes (cf. Hch 2, 42). El Siervo de Dios Juan Pablo II escribió que antes de ser acción, la misión de la Iglesia es testimonio e irradiación (cf. Enc. Redemptoris missio, 26). Así sucedía al inicio del cristianismo, cuando, como escribe Tertuliano, los paganos se convertían viendo el amor que reinaba entre los cristianos: «Ved –dicen– cómo se aman entre ellos» (cf. Apologético, 39, 7).

Concluyendo esta rápida mirada a la Palabra de Dios en la Biblia, os invito a notar cómo el Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo por tanto de su amor por nosotros, un amor que se expresa concretamente como «sí a la vida» que Dios quiere para cada una de sus criaturas. Este «sí a la vida» tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser «Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos...». Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.

Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu del Señor se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante vosotros, jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés.

5. El Espíritu Santo «Maestro interior»

Queridos jóvenes, el Espíritu Santo sigue actuando con poder en la Iglesia también hoy y sus frutos son abundantes en la medida en que estamos dispuestos a abrirnos a su fuerza renovadora. Para esto es importante que cada uno de nosotros lo conozca, entre en relación con Él y se deje guiar por Él. Pero aquí surge naturalmente una pregunta: ¿Quién es para mí el Espíritu Santo? Para muchos cristianos sigue siendo el «gran desconocido». Por eso, como preparación a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, he querido invitaros a profundizar en el conocimiento personal del Espíritu Santo. En nuestra profesión de de fe proclamamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo» (Credo Niceno-Constantinopolitano). Sí, el Espíritu Santo, Espíritu de amor del Padre y del Hijo, es Fuente de vida que nos santifica, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5). Pero no basta conocerlo; es necesario acogerlo como guía de nuestras almas, como el «Maestro interior» que nos introduce en el Misterio trinitario, porque sólo Él puede abrirnos a la fe y permitirnos vivirla cada día en plenitud. Él nos impulsa hacia los demás, enciende en nosotros el fuego del amor, nos hace misioneros de la caridad de Dios.

Sé bien que vosotros, jóvenes, lleváis en el corazón una gran estima y amor hacia Jesús, cómo deseáis encontrarlo y hablar con Él. Pues bien, recordad que precisamente la presencia del Espíritu en nosotros atestigua, constituye y construye nuestra persona sobre la Persona misma de Jesús crucificado y resucitado. Por tanto, tengamos familiaridad con el Espíritu Santo, para tenerla con Jesús.

6. Los sacramentos de la Confirmación y de la Eucaristía

Pero –diréis– ¿Cómo podemos dejarnos renovar por el Espíritu Santo y crecer en nuestra vida espiritual? La respuesta ya la sabéis: se puede mediante los Sacramentos, porque la fe nace y se robustece en nosotros gracias a los Sacramentos, sobre todo los de la iniciación cristiana: el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, que son complementarios e inseparables (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1285). Esta verdad sobre los tres Sacramentos que están al inicio de nuestro ser cristianos se encuentra quizás desatendida en la vida de fe de no pocos cristianos, para los que estos son gestos del pasado, pero sin repercusión real en la actualidad, como raíces sin savia vital. Resulta que, una vez recibida la Confirmación, muchos jóvenes se alejan de la vida de fe. Y también hay jóvenes que ni siquiera reciben este sacramento. Sin embargo, con los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y después, de modo constante, de la Eucaristía, es como el Espíritu Santo nos hace hijos del Padre, hermanos de Jesús, miembros de su Iglesia, capaces de un verdadero testimonio del Evangelio, beneficiarios de la alegría de la fe.

Os invito por tanto a reflexionar sobre lo que aquí os escribo. Hoy es especialmente importante redescubrir el sacramento de la Confirmación y reencontrar su valor para nuestro crecimiento espiritual. Quien ha recibido los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, recuerde que se ha convertido en «templo del Espíritu»: Dios habita en él. Que sea siempre consciente de ello y haga que el tesoro que lleva dentro produzca frutos de santidad. Quien está bautizado, pero no ha recibido aún el sacramento de la Confirmación, que se prepare para recibirlo sabiendo que así se convertirá en un cristiano «pleno», porque la Confirmación perfecciona la gracia bautismal (cf. Ibíd., 1302-1304).

La Confirmación nos da una fuerza especial para testimoniar y glorificar a Dios con toda nuestra vida (cf. Rm 12, 1); nos hace íntimamente conscientes de nuestra pertenencia a la Iglesia, «Cuerpo de Cristo», del cual todos somos miembros vivos, solidarios los unos con los otros (cf. 1 Co 12, 12-25). Todo bautizado, dejándose guiar por el Espíritu, puede dar su propia aportación a la edificación de la Iglesia gracias a los carismas que Él nos da, porque «en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común» (1 Co 12, 7). Y cuando el Espíritu actúa produce en el alma sus frutos que son «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Ga 5, 22). A cuantos, jóvenes como vosotros, no han recibido la Confirmación, les invito cordialmente a prepararse a recibir este sacramento, pidiendo la ayuda de sus sacerdotes. Es una especial ocasión de gracia que el Señor os ofrece: ¡no la dejéis escapar!

Quisiera añadir aquí una palabra sobre la Eucaristía. Para crecer en la vida cristiana es necesario alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. En efecto, hemos sido bautizados y confirmados con vistas a la Eucaristía (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1322; Exhort. apost. Sacramentum caritatis, 17). Como «fuente y culmen» de la vida eclesial, la Eucaristía es un «Pentecostés perpetuo», porque cada vez que celebramos la Santa Misa recibimos el Espíritu Santo que nos une más profundamente a Cristo y nos transforma en Él. Queridos jóvenes, si participáis frecuentemente en la Celebración eucarística, si consagráis un poco de vuestro tiempo a la adoración del Santísimo Sacramento, a la Fuente del amor, que es la Eucaristía, os llegará esa gozosa determinación de dedicar la vida a seguir las pautas del Evangelio. Al mismo tiempo, experimentaréis que donde no llegan nuestras fuerzas, el Espíritu Santo nos transforma, nos colma de su fuerza y nos hace testigos plenos del ardor misionero de Cristo resucitado.

7. La necesidad y la urgencia de la misión

Muchos jóvenes miran su vida con aprensión y se plantean tantos interrogantes sobre su futuro. Ellos se preguntan preocupados: ¿Cómo insertarse en un mundo marcado por numerosas y graves injusticias y sufrimientos? ¿Cómo reaccionar ante el egoísmo y la violencia que a veces parecen prevalecer? ¿Cómo dar sentido pleno a la vida? ¿Cómo contribuir para que los frutos del Espíritu que hemos recordado precedentemente, «amor, alegría, paz, paciencia, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí» (n. 6), inunden este mundo herido y frágil, el mundo de los jóvenes sobre todo? ¿En qué condiciones el Espíritu vivificante de la primera creación, y sobre todo de la segunda creación o redención, puede convertirse en el alma nueva de la humanidad? No olvidemos que cuanto más grande es el don de Dios –y el del Espíritu de Jesús es el máximo– tanto más lo es la necesidad del mundo de recibirlo y, en consecuencia, más grande y apasionante es la misión de la Iglesia de dar un testimonio creíble de él. Y vosotros, jóvenes, con la Jornada Mundial de la Juventud, dais en cierto modo testimonio de querer participar en dicha misión. A este propósito, queridos amigos, me apremia recordaros aquí algunas verdades cruciales sobre las cuales meditar. Una vez más os repito que sólo Cristo puede colmar las aspiraciones más íntimas del corazón del hombre; sólo Él es capaz de humanizar la humanidad y conducirla a su «divinización». Con la fuerza de su Espíritu, Él infunde en nosotros la caridad divina, que nos hace capaces de amar al prójimo y prontos para a ponernos a su servicio. El Espíritu Santo ilumina, revelando a Cristo crucificado y resucitado, y nos indica el camino para asemejarnos más a Él, para ser precisamente «expresión e instrumento del amor que de Él emana» (Enc. Deus caritas est, 33). Y quien se deja guiar por el Espíritu comprende que ponerse al servicio del Evangelio no es una opción facultativa, porque advierte la urgencia de transmitir a los demás esta Buena Noticia. Sin embargo, es necesario recordarlo una vez más, sólo podemos ser testigos de Cristo si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, que es «el agente principal de la evangelización» (cf. Evangelii nuntiandi, 75) y «el protagonista de la misión» (cf. Redemptoris missio, 21). Queridos jóvenes, como han reiterado tantas veces mis venerados Predecesores Pablo VI y Juan Pablo II, anunciar el Evangelio y testimoniar la fe es hoy más necesario que nunca (cf. Redemptoris missio, 1). Alguno puede pensar que presentar el tesoro precioso de la fe a las personas que no la comparten significa ser intolerantes con ellos, pero no es así, porque proponer a Cristo no significa imponerlo (cf. Evangelii nuntiandi, 80). Además, doce Apóstoles, hace ya dos mil años, han dado la vida para que Cristo fuese conocido y amado. Desde entonces, el Evangelio sigue difundiéndose a través de los tiempos gracias a hombres y mujeres animados por el mismo fervor misionero. Por lo tanto, también hoy se necesitan discípulos de Cristo que no escatimen tiempo ni energía para servir al Evangelio. Se necesitan jóvenes que dejen arder dentro de sí el amor de Dios y respondan generosamente a su llamamiento apremiante, como lo han hecho tantos jóvenes beatos y santos del pasado y también de tiempos cercanos al nuestro. En particular, os aseguro que el Espíritu de Jesús os invita hoy a vosotros, jóvenes, a ser portadores de la buena noticia de Jesús a vuestros coetáneos. La indudable dificultad de los adultos de tratar de manera comprensible y convincente con el ámbito juvenil puede ser un signo con el cual el Espíritu quiere impulsaros a vosotros, jóvenes, a que os hagáis cargo de ello. Vosotros conocéis el idealismo, el lenguaje y también las heridas, las expectativas y, al mismo tiempo, el deseo de bienestar de vuestros coetáneos. Tenéis ante vosotros el vasto mundo de los afectos, del trabajo, de la formación, de la expectativa, del sufrimiento juvenil... Que cada uno de vosotros tenga la valentía de prometer al Espíritu Santo llevar a un joven a Jesucristo, como mejor lo considere, sabiendo «dar razón de vuestra esperanza, pero con mansedumbre » (cf. 1 P 3, 15).

Pero para lograr este objetivo, queridos amigos, sed santos, sed misioneros, porque nunca se puede separar la santidad de la misión (cf. Redemptoris missio, 90). Non tengáis miedo de convertiros en santos misioneros como San Francisco Javier, que recorrió el Extremo Oriente anunciando la Buena Noticia hasta el límite de sus fuerzas, o como Santa Teresa del Niño Jesús, que fue misionera aún sin haber dejado el Carmelo: tanto el uno como la otra son «Patronos de las Misiones». Estad listos a poner en juego vuestra vida para iluminar el mundo con la verdad de Cristo; para responder con amor al odio y al desprecio de la vida; para proclamar la esperanza de Cristo resucitado en cada rincón de la tierra.

8. Invocar un «nuevo Pentecostés» sobre el mundo

Queridos jóvenes, os espero en gran número en julio de 2008 en Sydney. Será una ocasión providencial para experimentar plenamente el poder del Espíritu Santo. Venid muchos, para ser signo de esperanza y sustento precioso para las comunidades de la Iglesia en Australia que se preparan para acogeros. Para los jóvenes del país que nos hospedará será una ocasión excepcional de anunciar la belleza y el gozo del Evangelio a una sociedad secularizada de muchas maneras. Australia, como toda Oceanía, tiene necesidad de redescubrir sus raíces cristianas. En la Exhortación postsinodal Ecclesia in Oceania Juan Pablo II escribía: «Con la fuerza del Espíritu Santo, la Iglesia en Oceanía se está preparando para una nueva evangelización de pueblos que hoy tienen hambre de Cristo... La nueva evangelización es una prioridad para la Iglesia en Oceanía» (n. 18).

Os invito a dedicar tiempo a la oración y a vuestra formación espiritual en este último tramo del camino que nos conduce a la XXIII Jornada Mundial de la Juventud, para que en Sydney podáis renovar las promesas de vuestro Bautismo y de vuestra Confirmación. Juntos invocaremos al Espíritu Santo, pidiendo con confianza a Dios el don de un nuevo Pentecostés para la Iglesia y para la humanidad del tercer milenio.

María, unida en oración a los Apóstoles en el Cenáculo, os acompañe durante estos meses y obtenga para todos los jóvenes cristianos una nueva efusión del Espíritu Santo que inflame los corazones. Recordad: ¡la Iglesia confía en vosotros! Nosotros, los Pastores, en particular, oramos para que améis y hagáis amar siempre más a Jesús y lo sigáis fielmente. Con estos sentimientos os bendigo a todos con gran afecto.

En Lorenzago, 20 de julio de 2007

Benedicto XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS JÓVENES DEL MUNDO CON OCASIÓN
DE LA XXIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2009

«Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10)



Queridos amigos:

El próximo domingo de Ramos celebraremos en el ámbito diocesano la XXIV Jornada Mundial de la Juventud. Mientras nos preparamos a esta celebración anual, recuerdo con enorme gratitud al Señor el encuentro que tuvimos en Sydney, en julio del año pasado. Un encuentro inolvidable, durante el cual el Espíritu Santo renovó la vida de tantos jóvenes que acudieron desde todos los lugares del mundo. La alegría de la fiesta y el entusiasmo espiritual experimentados en esos días, fueron un signo elocuente de la presencia del Espíritu de Cristo. Ahora nos encaminamos hacia el encuentro internacional programado para 2011 en Madrid y que tendrá como tema las palabras del apóstol Pablo: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). Teniendo en cuenta esta cita mundial de jóvenes, queremos hacer juntos un camino formativo, reflexionando en 2009 sobre la afirmación de san Pablo: «Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10), y en 2010 sobre la pregunta del joven rico a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» (Mc 10,17).

La juventud, tiempo de esperanza

En Sydney, nuestra atención se centró en lo que el Espíritu Santo dice hoy a los creyentes y, concretamente a vosotros, queridos jóvenes. Durante la Santa Misa final os exhorté a dejaros plasmar por Él para ser mensajeros del amor divino, capaces de construir un futuro de esperanza para toda la humanidad. Verdaderamente, la cuestión de la esperanza está en el centro de nuestra vida de seres humanos y de nuestra misión de cristianos, sobre todo en la época contemporánea. Todos advertimos la necesidad de esperanza, pero no de cualquier esperanza, sino de una esperanza firme y creíble, como he subrayado en la Encíclica Spe salvi. La juventud, en particular, es tiempo de esperanzas, porque mira hacia el futuro con diversas expectativas. Cuando se es joven se alimentan ideales, sueños y proyectos; la juventud es el tiempo en el que maduran opciones decisivas para el resto de la vida. Y tal vez por esto es la etapa de la existencia en la que afloran con fuerza las preguntas de fondo: ¿Por qué estoy en el mundo? ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Qué será de mi vida? Y también, ¿cómo alcanzar la felicidad? ¿Por qué el sufrimiento, la enfermedad y la muerte? ¿Qué hay más allá de la muerte? Preguntas que son apremiantes cuando nos tenemos que medir con obstáculos que a veces parecen insuperables: dificultades en los estudios, falta de trabajo, incomprensiones en la familia, crisis en las relaciones de amistad y en la construcción de un proyecto de pareja, enfermedades o incapacidades, carencia de recursos adecuados a causa de la actual y generalizada crisis económica y social. Nos preguntamos entonces: ¿Dónde encontrar y cómo mantener viva en el corazón la llama de la esperanza?

En búsqueda de la «gran esperanza»

La experiencia demuestra que las cualidades personales y los bienes materiales no son suficientes para asegurar esa esperanza que el ánimo humano busca constantemente. Como he escrito en la citada Encíclica Spe salvi, la política, la ciencia, la técnica, la economía o cualquier otro recurso material por sí solos no son suficientes para ofrecer la gran esperanza a la que todos aspiramos. Esta esperanza «sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar» (n. 31). Por eso, una de las consecuencias principales del olvido de Dios es la desorientación que caracteriza nuestras sociedades, que se manifiesta en la soledad y la violencia, en la insatisfacción y en la pérdida de confianza, llegando incluso a la desesperación. Fuerte y clara es la llamada que nos llega de la Palabra de Dios: «Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien» (Jr 17,5-6).

La crisis de esperanza afecta más fácilmente a las nuevas generaciones que, en contextos socio-culturales faltos de certezas, de valores y puntos de referencia sólidos, tienen que afrontar dificultades que parecen superiores a sus fuerzas. Pienso, queridos jóvenes amigos, en tantos coetáneos vuestros heridos por la vida, condicionados por una inmadurez personal que es frecuentemente consecuencia de un vacío familiar, de opciones educativas permisivas y libertarias, y de experiencias negativas y traumáticas. Para algunos –y desgraciadamente no pocos–, la única salida posible es una huída alienante hacia comportamientos peligrosos y violentos, hacia la dependencia de drogas y alcohol, y hacia tantas otras formas de malestar juvenil. A pesar de todo, incluso en aquellos que se encuentran en situaciones penosas por haber seguido los consejos de «malos maestros», no se apaga el deseo del verdadero amor y de la auténtica felicidad. Pero ¿cómo anunciar la esperanza a estos jóvenes? Sabemos que el ser humano encuentra su verdadera realización sólo en Dios. Por tanto, el primer compromiso que nos atañe a todos es el de una nueva evangelización, que ayude a las nuevas generaciones a descubrir el rostro auténtico de Dios, que es Amor. A vosotros, queridos jóvenes, que buscáis una esperanza firme, os digo las mismas palabras que san Pablo dirigía a los cristianos perseguidos en la Roma de entonces: «El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rm 15,13). Durante este año jubilar dedicado al Apóstol de las gentes, con ocasión del segundo milenio de su nacimiento, aprendamos de él a ser testigos creíbles de la esperanza cristiana.

San Pablo, testigo de la esperanza

Cuando se encontraba en medio de dificultades y pruebas de distinto tipo, Pablo escribía a su fiel discípulo Timoteo: «Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10). ¿Cómo había nacido en él esta esperanza? Para responder a esta pregunta hemos de partir de su encuentro con Jesús resucitado en el camino de Damasco. En aquel momento, Pablo era un joven como vosotros, de unos veinte o veinticinco años, observante de la ley de Moisés y decidido a combatir con todos los medios a quienes él consideraba enemigos de Dios (cf. Hch 9,1). Mientras iba a Damasco para arrestar a los seguidores de Cristo, una luz misteriosa lo deslumbró y sintió que alguien lo llamaba por su nombre: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». Cayendo a tierra, preguntó: «¿Quién eres, Señor?». Y aquella voz respondió: «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (cf. Hch 9,3-5). Después de aquel encuentro, la vida de Pablo cambió radicalmente: recibió el bautismo y se convirtió en apóstol del Evangelio. En el camino de Damasco fue transformado interiormente por el Amor divino que había encontrado en la persona de Jesucristo. Un día llegará a escribir: «Mientras vivo en esta carne, vivo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí» (Ga 2,20). De perseguidor se transformó en testigo y misionero; fundó comunidades cristianas en Asia Menor y en Grecia, recorriendo miles de kilómetros y afrontando todo tipo de vicisitudes, hasta el martirio en Roma. Todo por amor a Cristo.

La gran esperanza está en Cristo

Para Pablo, la esperanza no es sólo un ideal o un sentimiento, sino una persona viva: Jesucristo, el Hijo de Dios. Impregnado en lo más profundo por esta certeza, podrá decir a Timoteo: «Hemos puesto nuestra esperanza en el Dios vivo» (1 Tm 4,10). El «Dios vivo» es Cristo resucitado y presente en el mundo. Él es la verdadera esperanza: Cristo que vive con nosotros y en nosotros y que nos llama a participar de su misma vida eterna. Si no estamos solos, si Él está con nosotros, es más, si Él es nuestro presente y nuestro futuro, ¿por qué temer? La esperanza del cristiano consiste por tanto en aspirar «al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1817).

El camino hacia la gran esperanza

Jesús, del mismo modo que un día encontró al joven Pablo, quiere encontrarse con cada uno de vosotros, queridos jóvenes. Sí, antes que un deseo nuestro, este encuentro es un deseo ardiente de Cristo. Pero alguno de vosotros me podría preguntar: ¿Cómo puedo encontrarlo yo, hoy? O más bien, ¿de qué forma Él viene hacia mí? La Iglesia nos enseña que el deseo de encontrar al Señor es ya fruto de su gracia. Cuando en la oración expresamos nuestra fe, incluso en la oscuridad lo encontramos, porque Él se nos ofrece. La oración perseverante abre el corazón para acogerlo, como explica san Agustín: «Nuestro Dios y Señor […] pretende ejercitar con la oración nuestros deseos, y así prepara la capacidad para recibir lo que nos ha de dar» (Carta 130,8,17). La oración es don del Espíritu que nos hace hombres y mujeres de esperanza, y rezar mantiene el mundo abierto a Dios (cf. Enc. Spe salvi, 34).

Dad espacio en vuestra vida a la oración. Está bien rezar solos, pero es más hermoso y fructuoso rezar juntos, porque el Señor nos ha asegurado su presencia cuando dos o tres se reúnen en su nombre (cf. Mt 18,20). Hay muchas formas para familiarizarse con Él; hay experiencias, grupos y movimientos, encuentros e itinerarios para aprender a rezar y de esta forma crecer en la experiencia de fe. Participad en la liturgia en vuestras parroquias y alimentaos abundantemente de la Palabra de Dios y de la participación activa en los sacramentos. Como sabéis, culmen y centro de la existencia y de la misión de todo creyente y de cada comunidad cristiana es la Eucaristía, sacramento de salvación en el que Cristo se hace presente y ofrece como alimento espiritual su mismo Cuerpo y Sangre para la vida eterna. ¡Misterio realmente inefable! Alrededor de la Eucaristía nace y crece la Iglesia, la gran familia de los cristianos, en la que se entra con el Bautismo y en la que nos renovamos constantemente por al sacramento de la Reconciliación. Los bautizados, además, reciben mediante la Confirmación la fuerza del Espíritu Santo para vivir como auténticos amigos y testigos de Cristo, mientras que los sacramentos del Orden y del Matrimonio los hacen aptos para realizar sus tareas apostólicas en la Iglesia y en el mundo. La Unción de los enfermos, por último, nos hace experimentar el consuelo divino en la enfermedad y en el sufrimiento.

Actuar según la esperanza cristiana

Si os alimentáis de Cristo, queridos jóvenes, y vivís inmersos en Él como el apóstol Pablo, no podréis por menos que hablar de Él, y haréis lo posible para que vuestros amigos y coetáneos lo conozcan y lo amen. Convertidos en sus fieles discípulos, estaréis preparados para contribuir a formar comunidades cristianas impregnadas de amor como aquellas de las que habla el libro de los Hechos de los Apóstoles. La Iglesia cuenta con vosotros para esta misión exigente. Que no os hagan retroceder las dificultades y las pruebas que encontréis. Sed pacientes y perseverantes, venciendo la natural tendencia de los jóvenes a la prisa, a querer obtener todo y de inmediato.

Queridos amigos, como Pablo, sed testigos del Resucitado. Dadlo a conocer a quienes, jóvenes o adultos, están en busca de la «gran esperanza» que dé sentido a su existencia. Si Jesús se ha convertido en vuestra esperanza, comunicadlo con vuestro gozo y vuestro compromiso espiritual, apostólico y social. Alcanzados por Cristo, después de haber puesto en Él vuestra fe y de haberle dado vuestra confianza, difundid esta esperanza a vuestro alrededor. Tomad opciones que manifiesten vuestra fe; haced ver que habéis entendido las insidias de la idolatría del dinero, de los bienes materiales, de la carrera y el éxito, y no os dejéis atraer por estas falsas ilusiones. No cedáis a la lógica del interés egoísta; por el contrario, cultivad el amor al prójimo y haced el esfuerzo de poneros vosotros mismos, con vuestras capacidades humanas y profesionales al servicio del bien común y de la verdad, siempre dispuestos a dar respuesta «a todo el que os pida razón de vuestra esperanza» (1 P 3,15). El auténtico cristiano nunca está triste, aun cuando tenga que afrontar pruebas de distinto tipo, porque la presencia de Jesús es el secreto de su gozo y de su paz.

María, Madre de la esperanza

San Pablo es para vosotros un modelo de este itinerario de vida apostólica. Él alimentó su vida de fe y esperanza constantes, siguiendo el ejemplo de Abraham, del cual escribió en la Carta a los Romanos: «Creyó, contra toda esperanza, que llegaría a ser padre de muchas naciones» (4,18). Sobre estas mismas huellas del pueblo de la esperanza –formado por los profetas y por los santos de todos los tiempos– nosotros continuamos avanzando hacia la realización del Reino, y en nuestro camino espiritual nos acompaña la Virgen María, Madre de la Esperanza. Ella, que encarnó la esperanza de Israel, que donó al mundo el Salvador y permaneció, firme en la esperanza, al pie de la cruz, es para nosotros modelo y apoyo. Sobre todo, María intercede por nosotros y nos guía en la oscuridad de nuestras dificultades hacia el alba radiante del encuentro con el Resucitado. Quisiera concluir este mensaje, queridos jóvenes amigos, haciendo mía una bella y conocida exhortación de San Bernardo inspirada en el título de María Stella maris, Estrella del mar: «Cualquiera que seas el que en la impetuosa corriente de este siglo te miras, fluctuando entre borrascas y tempestades más que andando por tierra, ¡no apartes los ojos del resplandor de esta estrella, si quieres no ser oprimido de las borrascas! Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas con los escollos de las tribulaciones, mira a la estrella, llama a María... En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María... Siguiéndola, no te desviarás; rogándole, no desesperarás; pensando en ella, no te perderás. Si ella te tiene de la mano no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás si es tu guía; llegarás felizmente al puerto si ella te es propicia» (Homilías en alabanza de la Virgen Madre, 2,17).

María, Estrella del mar, guía a los jóvenes de todo el mundo al encuentro con tu divino Hijo Jesús, y sé tú la celeste guardiana de su fidelidad al Evangelio y de su esperanza.

Al mismo tiempo que os aseguro mi recuerdo cotidiano en la oración por cada uno de vosotros, queridos jóvenes, os bendigo de corazón junto a vuestros seres queridos.

Vaticano, 22 de febrero de 2009.



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MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA XXV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(28 DE MARZO DE 2010)





«Maestro bueno, ¿qué haré
para heredar la vida eterna?» (Mc 10,17)



Queridos amigos:

Este año celebramos el 25 aniversario de la institución de la Jornada Mundial de la Juventud, querida por el Siervo de Dios Juan Pablo II como una cita anual de los jóvenes creyentes de todo el mundo. Fue una iniciativa profética que ha dado abundantes frutos, ofreciendo a las nuevas generaciones la oportunidad de encontrarse, de ponerse a la escucha de la Palabra de Dios, de descubrir la belleza de la Iglesia y de vivir experiencias fuertes de fe, que han llevado a muchos a la decisión de entregarse totalmente a Cristo.

Esta XXV Jornada representa una etapa hacia el próximo Encuentro Mundial de jóvenes, que tendrá lugar en agosto de 2011 en Madrid, con la esperanza de que seáis muchos los que podáis vivir este evento de gracia.

Para prepararnos a esta celebración, quisiera proponeros algunas reflexiones sobre el tema de este año, tomado del pasaje evangélico del encuentro de Jesús con el joven rico: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” (Mc 10,17). Un tema que ya trató, en 1985, el Papa Juan Pablo II en una Carta bellísima, la primera dirigida a los jóvenes.

1. Jesús encuentra a un joven

«Cuando salía Jesús al camino, —cuenta el Evangelio de San Marcos— se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús le contestó: “¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno mas que Dios. Ya sabes los mandamientos: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre”. Él replicó: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo—, y luego sígueme”. Ante estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico» (Mc 10, 17-22).

Esta narración expresa de manera eficaz la gran atención de Jesús hacia los jóvenes, hacia vosotros, hacia vuestras ilusiones, vuestras esperanzas, y pone de manifiesto su gran deseo de encontraros personalmente y de dialogar con cada uno de vosotros. De hecho, Cristo interrumpe su camino para responder a la pregunta de su interlocutor, manifestando una total disponibilidad hacia aquel joven que, movido por un ardiente deseo de hablar con el «Maestro bueno», quiere aprender de Él a recorrer el camino de la vida. Con este pasaje evangélico, mi Predecesor quería invitar a cada uno de vosotros a «desarrollar el propio coloquio con Cristo, un coloquio que es de importancia fundamental y esencial para un joven» (Carta a los jóvenes, n. 2).

2. Jesús lo miró y lo amó

En la narración evangélica, San Marcos subraya como «Jesús se le quedó mirando con cariño» (Mc 10,21). La mirada del Señor es el centro de este especialísimo encuentro y de toda la experiencia cristiana. De hecho lo más importante del cristianismo no es una moral, sino la experiencia de Jesucristo, que nos ama personalmente, seamos jóvenes o ancianos, pobres o ricos; que nos ama incluso cuando le volvemos la espalda.

Comentando esta escena, el Papa Juan Pablo II añadía, dirigiéndose a vosotros, jóvenes: «¡Deseo que experimentéis una mirada así! ¡Deseo que experimentéis la verdad de que Cristo os mira con amor!» (Carta a los jóvenes, n. 7). Un amor, que se manifiesta en la Cruz de una manera tan plena y total, que san Pablo llegó a escribir con asombro: «me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). «La conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, —sigue escribiendo el Papa Juan Pablo II—, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana» (Carta a los jóvenes, n. 7), y nos hace superar todas las pruebas: el descubrimiento de nuestros pecados, el sufrimiento, la falta de confianza.

En este amor se encuentra la fuente de toda la vida cristiana y la razón fundamental de la evangelización: si realmente hemos encontrado a Jesús, ¡no podemos renunciar a dar testimonio de él ante quienes todavía no se han cruzado con su mirada!

3. El descubrimiento del proyecto de vida

En el joven del evangelio podemos ver una situación muy parecida a la de cada uno de vosotros. También vosotros sois ricos de cualidades, de energías, de sueños, de esperanzas: ¡recursos que tenéis en abundancia! Vuestra misma edad constituye una gran riqueza, no sólo para vosotros, sino también para los demás, para la Iglesia y para el mundo.

El joven rico le pregunta a Jesús: «¿Qué tengo que hacer?». La etapa de la vida en la que estáis es un tiempo de descubrimiento: de los dones que Dios os ha dado y de vuestras propias responsabilidades. También es tiempo de opciones fundamentales para construir vuestro proyecto de vida. Por tanto, es el momento de interrogaros sobre el sentido auténtico de la existencia y de preguntaros: «¿Estoy satisfecho de mi vida? ¿Me falta algo?».

Como el joven del evangelio, quizá también vosotros vivís situaciones de inestabilidad, de confusión o de sufrimiento, que os llevan a desear una vida que no sea mediocre y a preguntaros: ¿Qué es una vida plena? ¿Qué tengo que hacer? ¿Cuál puede ser mi proyecto de vida? «¿Qué he de hacer para que mi vida tenga pleno valor y pleno sentido?» (ibíd., n. 3).

¡No tengáis miedo a enfrentaros con estas preguntas! Ya que mas que causar angustia, expresan las grandes aspiraciones que hay en vuestro corazón. Por eso hay que escucharlas. Esperan respuestas que no sean superficiales, sino capaces de satisfacer vuestras auténticas esperanzas de vida y de felicidad.

Para descubrir el proyecto de vida que realmente os puede hacer felices, poneos a la escucha de Dios, que tiene un designio de amor para cada uno de vosotros. Decidle con confianza: «Señor, ¿cuál es tu designio de Creador y de Padre sobre mi vida? ¿Cuál es tu voluntad? Yo deseo cumplirla». Tened la seguridad de que os responderá. ¡No tengáis miedo de su respuesta! «Dios es mayor que nuestra conciencia y lo sabe todo» (1Jn 3,20).

4. ¡Ven y sígueme!

Jesús invita al joven rico a ir mucho más allá de la satisfacción de sus aspiraciones y proyectos personales, y le dice: «¡Ven y sígueme!». La vocación cristiana nace de una propuesta de amor del Señor, y sólo puede realizarse gracias a una respuesta de amor: «Jesús invita a sus discípulos a la entrega total de su vida, sin cálculo ni interés humano, con una confianza sin reservas en Dios. Los santos aceptan esta exigente invitación y emprenden, con humilde docilidad, el seguimiento de Cristo crucificado y resucitado. Su perfección, en la lógica de la fe a veces humanamente incomprensible, consiste en no ponerse ellos mismos en el centro, sino en optar por ir contracorriente viviendo según el Evangelio» (Benedicto XVI, Homilía en ocasión de las canonizaciones, 11 de octubre de 2009).

Siguiendo el ejemplo de tantos discípulos de Cristo, también vosotros, queridos amigos, acoged con alegría la invitación al seguimiento, para vivir intensamente y con fruto en este mundo. En efecto, con el bautismo, Él llama a cada uno a seguirle con acciones concretas, a amarlo sobre todas las cosas y a servirle en los hermanos. El joven rico, desgraciadamente, no acogió la invitación de Jesús y se fue triste. No tuvo el valor de desprenderse de los bienes materiales para encontrar el bien más grande que le ofrecía Jesús.

La tristeza del joven rico del evangelio es la que nace en el corazón de cada uno cuando no se tiene el valor de seguir a Cristo, de tomar la opción justa. ¡Pero nunca es demasiado tarde para responderle!

Jesús nunca se cansa de dirigir su mirada de amor y de llamar a ser sus discípulos, pero a algunos les propone una opción más radical. En este Año Sacerdotal, quisiera invitar a los jóvenes y adolescentes a estar atentos por si el Señor les invita a recibir un don más grande, en la vida del Sacerdocio ministerial, y a estar dispuestos a acoger con generosidad y entusiasmo este signo de especial predilección, iniciando el necesario camino de discernimiento con un sacerdote, con un director espiritual. No tengáis miedo, queridos jóvenes y queridas jóvenes, si el Señor os llama a la vida religiosa, monástica, misionera o de una especial consagración: ¡Él sabe dar un gozo profundo a quien responde con generosidad!

También invito, a quienes sienten la vocación al matrimonio, a acogerla con fe, comprometiéndose a poner bases sólidas para vivir un amor grande, fiel y abierto al don de la vida, que es riqueza y gracia para la sociedad y para la Iglesia.

5. Orientados hacia la vida eterna

«¿Qué haré para heredar la vida eterna?». Esta pregunta del joven del Evangelio parece lejana de las preocupaciones de muchos jóvenes contemporáneos, porque, como observaba mi Predecesor, «¿no somos nosotros la generación a la que el mundo y el progreso temporal llenan completamente el horizonte de la existencia?» (Carta a los jóvenes, n. 5). Pero la pregunta sobre la «vida eterna» aparece en momentos particularmente dolorosos de la existencia, cuando sufrimos la pérdida de una persona cercana o cuando vivimos la experiencia del fracaso.

Pero, ¿qué es la «vida eterna» de la que habla el joven rico? Nos contesta Jesús cuando, dirigiéndose a sus discípulos, afirma: «volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría» (Jn 16,22). Son palabras que indican una propuesta rebosante de felicidad sin fin, del gozo de ser colmados por el amor divino para siempre.

Plantearse el futuro definitivo que nos espera a cada uno de nosotros da sentido pleno a la existencia, porque orienta el proyecto de vida hacia horizontes no limitados y pasajeros, sino amplios y profundos, que llevan a amar el mundo, que tanto ha amado Dios, a dedicarse a su desarrollo, pero siempre con la libertad y el gozo que nacen de la fe y de la esperanza. Son horizontes que ayudan a no absolutizar la realidad terrena, sintiendo que Dios nos prepara un horizonte mas grande, y a repetir con san Agustín: «Deseamos juntos la patria celeste, suspiramos por la patria celeste, sintámonos peregrinos aquí abajo» (Comentario al Evangelio de San Juan, Homilía 35, 9). Teniendo fija la mirada en la vida eterna, el beato Pier Giorgio Frassati, que falleció en 1925 a la edad de 24 años, decía: «¡Quiero vivir y no ir tirando!» y sobre la foto de una subida a la montaña, enviada a un amigo, escribía: «Hacia lo alto», aludiendo a la perfección cristiana, pero también a la vida eterna.

Queridos jóvenes, os invito a no olvidar esta perspectiva en vuestro proyecto de vida: estamos llamados a la eternidad. Dios nos ha creado para estar con Él, para siempre. Esto os ayudará a dar un sentido pleno a vuestras opciones y a dar calidad a vuestra existencia.

6. Los mandamientos, camino del amor auténtico

Jesús le recuerda al joven rico los diez mandamientos, como condición necesaria para «heredar la vida eterna». Son un punto de referencia esencial para vivir en el amor, para distinguir claramente entre el bien y el mal, y construir un proyecto de vida sólido y duradero. Jesús os pregunta, también a vosotros, si conocéis los mandamientos, si os preocupáis de formar vuestra conciencia según la ley divina y si los ponéis en práctica.

Es verdad, se trata de preguntas que van contracorriente respecto a la mentalidad actual que propone una libertad desvinculada de valores, de reglas, de normas objetivas, y que invita a rechazar todo lo que suponga un límite a los deseos momentáneos. Pero este tipo de propuesta, en lugar de conducir a la verdadera libertad, lleva a la persona a ser esclava de sí misma, de sus deseos inmediatos, de los ídolos como el poder, el dinero, el placer desenfrenado y las seducciones del mundo, haciéndola incapaz de seguir su innata vocación al amor.

Dios nos da los mandamientos porque nos quiere educar en la verdadera libertad, porque quiere construir con nosotros un reino de amor, de justicia y de paz. Escucharlos y ponerlos en práctica no significa alienarse, sino encontrar el auténtico camino de la libertad y del amor, porque los mandamientos no limitan la felicidad, sino que indican cómo encontrarla. Jesús, al principio del diálogo con el joven rico, recuerda que la ley dada por Dios es buena, porque «Dios es bueno».

7. Os necesitamos

Quien vive hoy la condición juvenil tiene que afrontar muchos problemas derivados de la falta de trabajo, de la falta de referentes e ideales ciertos y de perspectivas concretas para el futuro. A veces se puede tener la sensación de impotencia frente a las crisis y a las desorientaciones actuales. A pesar de las dificultades, ¡no os desaniméis, ni renunciéis a vuestros sueños! Al contrario, cultivad en el corazón grandes deseos de fraternidad, de justicia y de paz. El futuro está en las manos de quienes saben buscar y encontrar razones fuertes de vida y de esperanza. Si queréis, el futuro está en vuestras manos, porque los dones y las riquezas que el Señor ha puesto en el corazón de cada uno de vosotros, moldeados por el encuentro con Cristo, ¡pueden ofrecer la autentica esperanza al mundo! La fe en su amor os hará fuertes y generosos, y os dará la fuerza para afrontar con serenidad el camino de la vida y para asumir las responsabilidades familiares y profesionales. Comprometeos a construir vuestro futuro siguiendo proyectos serios de formación personal y de estudio, para servir con competencia y generosidad al bien común.

En mi reciente Carta encíclica —Caritas in veritate— sobre el desarrollo humano integral, he enumerado algunos grandes retos actuales, que son urgentes y esenciales para la vida de este mundo: el uso de los recursos de la tierra y el respeto de la ecología, la justa distribución de los bienes y el control de los mecanismos financieros, la solidaridad con los países pobres en el ámbito de la familia humana, la lucha contra el hambre en el mundo, la promoción de la dignidad del trabajo humano, el servicio a la cultura de la vida, la construcción de la paz entre los pueblos, el diálogo interreligioso, el buen uso de los medios de comunicación social.

Son retos a los que estáis llamados a responder para construir un mundo más justo y fraterno. Son retos que requieren un proyecto de vida exigente y apasionante, en el que emplear toda vuestra riqueza según el designio que Dios tiene para cada uno de vosotros. No se trata de realizar gestos heroicos ni extraordinarios, sino de actuar haciendo fructificar los propios talentos y las propias posibilidades, comprometiéndose a progresar constantemente en la fe y en el amor.

En este Año Sacerdotal, os invito a conocer la vida de los santos, sobre todo la de los santos sacerdotes. Veréis que Dios los ha guiado y que han encontrado su camino día tras día, precisamente en la fe, la esperanza y el amor. Cristo os llama a cada uno de vosotros a un compromiso con Él y a asumir las propias responsabilidades para construir la civilización del amor. Si seguís su palabra, también vuestro camino se iluminará y os conducirá a metas altas, que colman de alegría y plenitud la vida.

Que la Virgen María, Madre de la Iglesia, os acompañe con su protección. Os aseguro mi recuerdo en la oración y con gran afecto os bendigo.

Vaticano, 22 de febrero de 2010



BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
2011



“Arraigados y edificados en Cristo,
firmes en la fe”(cf. Col 2, 7)



Queridos amigos

Pienso con frecuencia en la Jornada Mundial de la Juventud de Sydney, en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que el Espíritu de Dios actuó con fuerza, creando una intensa comunión entre los participantes, venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro, como los precedentes, ha dado frutos abundantes en la vida de muchos jóvenes y de toda la Iglesia. Nuestra mirada se dirige ahora a la próxima Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid, en el mes de agosto de 2011. Ya en 1989, algunos meses antes de la histórica caída del Muro de Berlín, la peregrinación de los jóvenes hizo un alto en España, en Santiago de Compostela. Ahora, en un momento en que Europa tiene que volver a encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado nuestro encuentro en Madrid, con el lema: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Os invito a este evento tan importante para la Iglesia en Europa y para la Iglesia universal. Además, quisiera que todos los jóvenes, tanto los que comparten nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no creen, puedan vivir esta experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la experiencia del Señor Jesús resucitado y vivo, y de su amor por cada uno de nosotros.

1. En las fuentes de vuestras aspiraciones más grandes

En cada época, también en nuestros días, numerosos jóvenes sienten el profundo deseo de que las relaciones interpersonales se vivan en la verdad y la solidaridad. Muchos manifiestan la aspiración de construir relaciones auténticas de amistad, de conocer el verdadero amor, de fundar una familia unida, de adquirir una estabilidad personal y una seguridad real, que puedan garantizar un futuro sereno y feliz. Al recordar mi juventud, veo que, en realidad, la estabilidad y la seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente de los jóvenes. Sí, la cuestión del lugar de trabajo, y con ello la de tener el porvenir asegurado, es un problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la juventud sigue siendo la edad en la que se busca una vida más grande. Al pensar en mis años de entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la mediocridad de la vida aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo. Queríamos encontrar la vida misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía también de nuestra situación. Durante la dictadura nacionalsocialista y la guerra, estuvimos, por así decir, “encerrados” por el poder dominante. Por ello, queríamos salir afuera para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser hombre. Pero creo que, en cierto sentido, este impulso de ir más allá de lo habitual está en cada generación. Desear algo más que la cotidianidad regular de un empleo seguro y sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser joven. ¿Se trata sólo de un sueño vacío que se desvanece cuando uno se hace adulto? No, el hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti. El deseo de la vida más grande es un signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su “huella”. Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a separarse de esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la alegría: «sin el Creador la criatura se diluye» (Con. Ecum. Vaticano. II, Const. Gaudium et Spes, 36). La cultura actual, en algunas partes del mundo, sobre todo en Occidente, tiende a excluir a Dios, o a considerar la fe como un hecho privado, sin ninguna relevancia en la vida social. Aunque el conjunto de los valores, que son el fundamento de la sociedad, provenga del Evangelio –como el sentido de la dignidad de la persona, de la solidaridad, del trabajo y de la familia–, se constata una especie de “eclipse de Dios”, una cierta amnesia, más aún, un verdadero rechazo del cristianismo y una negación del tesoro de la fe recibida, con el riesgo de perder aquello que más profundamente nos caracteriza.

Por este motivo, queridos amigos, os invito a intensificar vuestro camino de fe en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el futuro de la sociedad y de la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los cristianos de la ciudad de Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas. Esto es verdad, especialmente hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables para construir su vida, sintiéndose así profundamente inseguros. El relativismo que se ha difundido, y para el que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad, ni un punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino inestabilidad, desconcierto y un conformismo con las modas del momento. Vosotros, jóvenes, tenéis el derecho de recibir de las generaciones que os preceden puntos firmes para hacer vuestras opciones y construir vuestra vida, del mismo modo que una planta pequeña necesita un apoyo sólido hasta que crezcan sus raíces, para convertirse en un árbol robusto, capaz de dar fruto.

2. Arraigados y edificados en Cristo

Para poner de relieve la importancia de la fe en la vida de los creyentes, quisiera detenerme en tres términos que san Pablo utiliza en: «Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). Aquí podemos distinguir tres imágenes: “arraigado” evoca el árbol y las raíces que lo alimentan; “edificado” se refiere a la construcción; “firme” alude al crecimiento de la fuerza física o moral. Se trata de imágenes muy elocuentes. Antes de comentarlas, hay que señalar que en el texto original las tres expresiones, desde el punto de vista gramatical, están en pasivo: quiere decir, que es Cristo mismo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y hacer firmes a los creyentes.

La primera imagen es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por medio de las raíces, que le dan estabilidad y alimento. Sin las raíces, sería llevado por el viento, y moriría. ¿Cuáles son nuestras raíces? Naturalmente, los padres, la familia y la cultura de nuestro país son un componente muy importante de nuestra identidad. La Biblia nos muestra otra más. El profeta Jeremías escribe: «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza: será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto» (Jer 17, 7-8). Echar raíces, para el profeta, significa volver a poner su confianza en Dios. De Él viene nuestra vida; sin Él no podríamos vivir de verdad. «Dios nos ha dado vida eterna y esta vida está en su Hijo» (1 Jn 5,11). Jesús mismo se presenta como nuestra vida (cf. Jn 14, 6). Por ello, la fe cristiana no es sólo creer en la verdad, sino sobre todo una relación personal con Jesucristo. El encuentro con el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia. Cuando comenzamos a tener una relación personal con Él, Cristo nos revela nuestra identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud. Existe un momento en la juventud en que cada uno se pregunta: ¿qué sentido tiene mi vida, qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase fundamental que puede turbar el ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se piensa cuál será nuestro trabajo, las relaciones sociales que hay que establecer, qué afectos hay que desarrollar… En este contexto, vuelvo a pensar en mi juventud. En cierto modo, muy pronto tomé conciencia de que el Señor me quería sacerdote. Pero más adelante, después de la guerra, cuando en el seminario y en la universidad me dirigía hacia esa meta, tuve que reconquistar esa certeza. Tuve que preguntarme: ¿es éste de verdad mi camino? ¿Es de verdad la voluntad del Señor para mí? ¿Seré capaz de permanecerle fiel y estar totalmente a disposición de Él, a su servicio? Una decisión así también causa sufrimiento. No puede ser de otro modo. Pero después tuve la certeza: ¡así está bien! Sí, el Señor me quiere, por ello me dará también la fuerza. Escuchándole, estando con Él, llego a ser yo mismo. No cuenta la realización de mis propios deseos, sino su voluntad. Así, la vida se vuelve auténtica.

Como las raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente en la tierra, así los cimientos dan a la casa una estabilidad perdurable. Mediante la fe, estamos arraigados en Cristo (cf. Col 2, 7), así como una casa está construida sobre los cimientos. En la historia sagrada tenemos numerosos ejemplos de santos que han edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El primero Abrahán. Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le pedía dejar la casa paterna para encaminarse a un país desconocido. «Abrahán creyó a Dios y se le contó en su haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo de Dios”» (St 2, 23). Estar arraigados en Cristo significa responder concretamente a la llamada de Dios, fiándose de Él y poniendo en práctica su Palabra. Jesús mismo reprende a sus discípulos: «¿Por qué me llamáis: “¡Señor, Señor!”, y no hacéis lo que digo?» (Lc 6, 46). Y recurriendo a la imagen de la construcción de la casa, añade: «El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra… se parece a uno que edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los cimientos sobre roca; vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida» (Lc 6, 47-48).

Queridos amigos, construid vuestra casa sobre roca, como el hombre que “cavó y ahondó”. Intentad también vosotros acoger cada día la Palabra de Cristo. Escuchadle como al verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra vida. Con Él a vuestro lado seréis capaces de afrontar con valentía y esperanza las dificultades, los problemas, también las desilusiones y los fracasos. Continuamente se os presentarán propuestas más fáciles, pero vosotros mismos os daréis cuenta de que se revelan como engañosas, no dan serenidad ni alegría. Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica senda, sólo la fe que nos ha sido transmitida es la luz que ilumina el camino. Acoged con gratitud este don espiritual que habéis recibido de vuestras familias y esforzaos por responder con responsabilidad a la llamada de Dios, convirtiéndoos en adultos en la fe. No creáis a los que os digan que no necesitáis a los demás para construir vuestra vida. Apoyaos, en cambio, en la fe de vuestros seres queridos, en la fe de la Iglesia, y agradeced al Señor el haberla recibido y haberla hecho vuestra.

3. Firmes en la fe

Estad «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2, 7). La carta de la cual está tomada esta invitación, fue escrita por san Pablo para responder a una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad de Colosas. Aquella comunidad, de hecho, estaba amenazada por la influencia de ciertas tendencias culturales de la época, que apartaban a los fieles del Evangelio. Nuestro contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas analogías con el de los colosenses de entonces. En efecto, hay una fuerte corriente de pensamiento laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la sociedad, planteando e intentando crear un “paraíso” sin Él. Pero la experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un “infierno”, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio, cuando las personas y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y escuchan su voz, se construye concretamente la civilización del amor, donde cada uno es respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos que esto conlleva. Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o son atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe en Jesucristo. Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se enfriara su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral.

El apóstol Pablo recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas contrarias al Evangelio, el poder de Cristo muerto y resucitado. Este misterio es el fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana. Todas las filosofías que lo ignoran, considerándolo “necedad” (1 Co 1, 23), muestran sus límites ante las grandes preguntas presentes en el corazón del hombre. Por ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro, deseo confirmaros en la fe (cf. Lc 22, 32). Creemos firmemente que Jesucristo se entregó en la Cruz para ofrecernos su amor; en su pasión, soportó nuestros sufrimientos, cargó con nuestros pecados, nos consiguió el perdón y nos reconcilió con Dios Padre, abriéndonos el camino de la vida eterna. De este modo, hemos sido liberados de lo que más atenaza nuestra vida: la esclavitud del pecado, y podemos amar a todos, incluso a los enemigos, y compartir este amor con los hermanos más pobres y en dificultad.

Queridos amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la negación de la vida. En realidad, es lo contrario. Es el “sí” de Dios al hombre, la expresión máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna. De hecho, del corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la vida divina, siempre disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero invitaros a acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente de vida nueva. Sin Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación. Sólo Él puede liberar al mundo del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al que todos aspiramos.

4. Creer en Jesucristo sin verlo

En el Evangelio se nos describe la experiencia de fe del apóstol Tomás cuando acoge el misterio de la cruz y resurrección de Cristo. Tomás, uno de los doce apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo directo de sus curaciones y milagros, escuchó sus palabras, vivió el desconcierto ante su muerte. En la tarde de Pascua, el Señor se aparece a los discípulos, pero Tomás no está presente, y cuando le cuentan que Jesús está vivo y se les ha aparecido, dice: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn 20, 25).

También nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder hablar con Él, sentir más intensamente aún su presencia. A muchos se les hace hoy difícil el acceso a Jesús. Muchas de las imágenes que circulan de Jesús, y que se hacen pasar por científicas, le quitan su grandeza y la singularidad de su persona. Por ello, a lo largo de mis años de estudio y meditación, fui madurando la idea de transmitir en un libro algo de mi encuentro personal con Jesús, para ayudar de alguna forma a ver, escuchar y tocar al Señor, en quien Dios nos ha salido al encuentro para darse a conocer. De hecho, Jesús mismo, apareciéndose nuevamente a los discípulos después de ocho días, dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente» (Jn 20, 27). También para nosotros es posible tener un contacto sensible con Jesús, meter, por así decir, la mano en las señales de su Pasión, las señales de su amor. En los Sacramentos, Él se nos acerca en modo particular, se nos entrega. Queridos jóvenes, aprended a “ver”, a “encontrar” a Jesús en la Eucaristía, donde está presente y cercano hasta entregarse como alimento para nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde el Señor manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre su perdón. Reconoced y servid a Jesús también en los pobres y enfermos, en los hermanos que están en dificultad y necesitan ayuda.

Entablad y cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe. Conocedle mediante la lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia Católica; hablad con Él en la oración, confiad en Él. Nunca os traicionará. «La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado» (Catecismo de la Iglesia Católica, 150). Así podréis adquirir una fe madura, sólida, que no se funda únicamente en un sentimiento religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra infancia. Podréis conocer a Dios y vivir auténticamente de Él, como el apóstol Tomás, cuando profesó abiertamente su fe en Jesús: «¡Señor mío y Dios mío!».

5. Sostenidos por la fe de la Iglesia, para ser testigos

En aquel momento Jesús exclama: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). Pensaba en el camino de la Iglesia, fundada sobre la fe de los testigos oculares: los Apóstoles. Comprendemos ahora que nuestra fe personal en Cristo, nacida del diálogo con Él, está vinculada a la fe de la Iglesia: no somos creyentes aislados, sino que, mediante el Bautismo, somos miembros de esta gran familia, y es la fe profesada por la Iglesia la que asegura nuestra fe personal. El Credo que proclamamos cada domingo en la Eucaristía nos protege precisamente del peligro de creer en un Dios que no es el que Jesús nos ha revelado: «Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros» (Catecismo de la Iglesia Católica, 166). Agradezcamos siempre al Señor el don de la Iglesia; ella nos hace progresar con seguridad en la fe, que nos da la verdadera vida (cf. Jn 20, 31).

En la historia de la Iglesia, los santos y mártires han sacado de la cruz gloriosa la fuerza para ser fieles a Dios hasta la entrega de sí mismos; en la fe han encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades y superar toda adversidad. De hecho, como dice el apóstol Juan: «¿quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 5). La victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos cristianos han sido y son un testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han sido artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un mundo más humano, un mundo según Dios; se han comprometido en diferentes ámbitos de la vida social, con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de todos. La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy concreto, con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para nosotros mismos, sino que es el bien más precioso que tenemos que compartir con los demás. En la era de la globalización, sed testigos de la esperanza cristiana en el mundo entero: son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba del amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro días, Jesús, antes de volver a llamarlo a la vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees, verás la gloria de Dios» (Jn 11, 40). También vosotros, si creéis, si sabéis vivir y dar cada día testimonio de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará a otros jóvenes como vosotros a encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del encuentro con Cristo.

6. Hacia la Jornada Mundial de Madrid

Queridos amigos, os reitero la invitación a asistir a la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid. Con profunda alegría, os espero a cada uno personalmente. Cristo quiere afianzaros en la fe por medio de la Iglesia. La elección de creer en Cristo y de seguirle no es fácil. Se ve obstaculizada por nuestras infidelidades personales y por muchas voces que nos sugieren vías más fáciles. No os desaniméis, buscad más bien el apoyo de la comunidad cristiana, el apoyo de la Iglesia. A lo largo de este año, preparaos intensamente para la cita de Madrid con vuestros obispos, sacerdotes y responsables de la pastoral juvenil en las diócesis, en las comunidades parroquiales, en las asociaciones y los movimientos. La calidad de nuestro encuentro dependerá, sobre todo, de la preparación espiritual, de la oración, de la escucha en común de la Palabra de Dios y del apoyo recíproco.

Queridos jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe viva, vuestra caridad creativa y el dinamismo de vuestra esperanza. Vuestra presencia renueva la Iglesia, la rejuvenece y le da un nuevo impulso. Por ello, las Jornadas Mundiales de la Juventud son una gracia no sólo para vosotros, sino para todo el Pueblo de Dios. La Iglesia en España se está preparando intensamente para acogeros y vivir la experiencia gozosa de la fe. Agradezco a las diócesis, las parroquias, los santuarios, las comunidades religiosas, las asociaciones y los movimientos eclesiales, que están trabajando con generosidad en la preparación de este evento. El Señor no dejará de bendecirles. Que la Virgen María acompañe este camino de preparación. Ella, al anuncio del Ángel, acogió con fe la Palabra de Dios; con fe consintió que la obra de Dios se cumpliera en ella. Pronunciando su “fiat”, su “sí”, recibió el don de una caridad inmensa, que la impulsó a entregarse enteramente a Dios. Que Ella interceda por todos vosotros, para que en la próxima Jornada Mundial podáis crecer en la fe y en el amor. Os aseguro mi recuerdo paterno en la oración y os bendigo de corazón.

Vaticano, 6 de agosto de 2010, Fiesta de la Transfiguración del Señor.

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MENSAJE DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
PARA LA XXVII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
2012




«¡Alegraos siempre en el Señor!» (Flp 4,4)

Queridos jóvenes:

Me alegro de dirigirme de nuevo a vosotros con ocasión de la XXVII Jornada Mundial de la Juventud. El recuerdo del encuentro de Madrid el pasado mes de agosto sigue muy presente en mi corazón. Ha sido un momento extraordinario de gracia, durante el cual el Señor ha bendecido a los jóvenes allí presentes, venidos del mundo entero. Doy gracias a Dios por los muchos frutos que ha suscitado en aquellas jornadas y que en el futuro seguirán multiplicándose entre los jóvenes y las comunidades a las que pertenecen. Ahora nos estamos dirigiendo ya hacia la próxima cita en Río de Janeiro en el año 2013, que tendrá como tema «¡Id y haced discípulos a todos los pueblos!» (cf. Mt 28,19).

Este año, el tema de la Jornada Mundial de la Juventud nos lo da la exhortación de la Carta del apóstol san Pablo a los Filipenses: «¡Alegraos siempre en el Señor!» (4,4). En efecto, la alegría es un elemento central de la experiencia cristiana. También experimentamos en cada Jornada Mundial de la Juventud una alegría intensa, la alegría de la comunión, la alegría de ser cristianos, la alegría de la fe. Esta es una de las características de estos encuentros. Vemos la fuerza atrayente que ella tiene: en un mundo marcado a menudo por la tristeza y la inquietud, la alegría es un testimonio importante de la belleza y fiabilidad de la fe cristiana.

La Iglesia tiene la vocación de llevar la alegría al mundo, una alegría auténtica y duradera, aquella que los ángeles anunciaron a los pastores de Belén en la noche del nacimiento de Jesús (cf. Lc 2,10). Dios no sólo ha hablado, no sólo ha cumplido signos prodigiosos en la historia de la humanidad, sino que se ha hecho tan cercano que ha llegado a hacerse uno de nosotros, recorriendo las etapas de la vida entera del hombre. En el difícil contexto actual, muchos jóvenes en vuestro entorno tienen una inmensa necesidad de sentir que el mensaje cristiano es un mensaje de alegría y esperanza. Quisiera reflexionar ahora con vosotros sobre esta alegría, sobre los caminos para encontrarla, para que podáis vivirla cada vez con mayor profundidad y ser mensajeros de ella entre los que os rodean.

1. Nuestro corazón está hecho para la alegría

La aspiración a la alegría está grabada en lo más íntimo del ser humano. Más allá de las satisfacciones inmediatas y pasajeras, nuestro corazón busca la alegría profunda, plena y perdurable, que pueda dar «sabor» a la existencia. Y esto vale sobre todo para vosotros, porque la juventud es un período de un continuo descubrimiento de la vida, del mundo, de los demás y de sí mismo. Es un tiempo de apertura hacia el futuro, donde se manifiestan los grandes deseos de felicidad, de amistad, del compartir y de verdad; donde uno es impulsado por ideales y se conciben proyectos.

Cada día el Señor nos ofrece tantas alegrías sencillas: la alegría de vivir, la alegría ante la belleza de la naturaleza, la alegría de un trabajo bien hecho, la alegría del servicio, la alegría del amor sincero y puro. Y si miramos con atención, existen tantos motivos para la alegría: los hermosos momentos de la vida familiar, la amistad compartida, el descubrimiento de las propias capacidades personales y la consecución de buenos resultados, el aprecio que otros nos tienen, la posibilidad de expresarse y sentirse comprendidos, la sensación de ser útiles para el prójimo. Y, además, la adquisición de nuevos conocimientos mediante los estudios, el descubrimiento de nuevas dimensiones a través de viajes y encuentros, la posibilidad de hacer proyectos para el futuro. También pueden producir en nosotros una verdadera alegría la experiencia de leer una obra literaria, de admirar una obra maestra del arte, de escuchar e interpretar la música o ver una película.

Pero cada día hay tantas dificultades con las que nos encontramos en nuestro corazón, tenemos tantas preocupaciones por el futuro, que nos podemos preguntar si la alegría plena y duradera a la cual aspiramos no es quizá una ilusión y una huída de la realidad. Hay muchos jóvenes que se preguntan: ¿es verdaderamente posible hoy en día la alegría plena? Esta búsqueda sigue varios caminos, algunos de los cuales se manifiestan como erróneos, o por lo menos peligrosos. Pero, ¿cómo podemos distinguir las alegrías verdaderamente duraderas de los placeres inmediatos y engañosos? ¿Cómo podemos encontrar en la vida la verdadera alegría, aquella que dura y no nos abandona ni en los momentos más difíciles?

2. Dios es la fuente de la verdadera alegría

En realidad, todas las alegrías auténticas, ya sean las pequeñas del día a día o las grandes de la vida, tienen su origen en Dios, aunque no lo parezca a primera vista, porque Dios es comunión de amor eterno, es alegría infinita que no se encierra en sí misma, sino que se difunde en aquellos que Él ama y que le aman. Dios nos ha creado a su imagen por amor y para derramar sobre nosotros su amor, para colmarnos de su presencia y su gracia. Dios quiere hacernos partícipes de su alegría, divina y eterna, haciendo que descubramos que el valor y el sentido profundo de nuestra vida está en el ser aceptados, acogidos y amados por Él, y no con una acogida frágil como puede ser la humana, sino con una acogida incondicional como lo es la divina: yo soy amado, tengo un puesto en el mundo y en la historia, soy amado personalmente por Dios. Y si Dios me acepta, me ama y estoy seguro de ello, entonces sabré con claridad y certeza que es bueno que yo sea, que exista.

Este amor infinito de Dios para con cada uno de nosotros se manifiesta de modo pleno en Jesucristo. En Él se encuentra la alegría que buscamos. En el Evangelio vemos cómo los hechos que marcan el inicio de la vida de Jesús se caracterizan por la alegría. Cuando el arcángel Gabriel anuncia a la Virgen María que será madre del Salvador, comienza con esta palabra: «¡Alégrate!» (Lc 1,28). En el nacimiento de Jesús, el Ángel del Señor dice a los pastores: «Os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2,11). Y los Magos que buscaban al niño, «al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10). El motivo de esta alegría es, por lo tanto, la cercanía de Dios, que se ha hecho uno de nosotros. Esto es lo que san Pablo quiso decir cuando escribía a los cristianos de Filipos: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca» (Flp 4,4-5). La primera causa de nuestra alegría es la cercanía del Señor, que me acoge y me ama.

En efecto, el encuentro con Jesús produce siempre una gran alegría interior. Lo podemos ver en muchos episodios de los Evangelios. Recordemos la visita de Jesús a Zaqueo, un recaudador de impuestos deshonesto, un pecador público, a quien Jesús dice: «Es necesario que hoy me quede en tu casa». Y san Lucas dice que Zaqueo «lo recibió muy contento» (Lc 19,5-6). Es la alegría del encuentro con el Señor; es sentir el amor de Dios que puede transformar toda la existencia y traer la salvación. Zaqueo decide cambiar de vida y dar la mitad de sus bienes a los pobres.

En la hora de la pasión de Jesús, este amor se manifiesta con toda su fuerza. Él, en los últimos momentos de su vida terrena, en la cena con sus amigos, dice: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor… Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud» (Jn 15,9.11). Jesús quiere introducir a sus discípulos y a cada uno de nosotros en la alegría plena, la que Él comparte con el Padre, para que el amor con que el Padre le ama esté en nosotros (cf. Jn 17,26). La alegría cristiana es abrirse a este amor de Dios y pertenecer a Él.

Los Evangelios relatan que María Magdalena y otras mujeres fueron a visitar el sepulcro donde habían puesto a Jesús después de su muerte y recibieron de un Ángel una noticia desconcertante, la de su resurrección. Entonces, así escribe el Evangelista, abandonaron el sepulcro a toda prisa, «llenas de miedo y de alegría», y corrieron a anunciar la feliz noticia a los discípulos. Jesús salió a su encuentro y dijo: «Alegraos» (Mt 28,8-9). Es la alegría de la salvación que se les ofrece: Cristo es el viviente, es el que ha vencido el mal, el pecado y la muerte. Él está presente en medio de nosotros como el Resucitado, hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,21). El mal no tiene la última palabra sobre nuestra vida, sino que la fe en Cristo Salvador nos dice que el amor de Dios es el que vence.

Esta profunda alegría es fruto del Espíritu Santo que nos hace hijos de Dios, capaces de vivir y gustar su bondad, de dirigirnos a Él con la expresión «Abba», Padre (cf. Rm 8,15). La alegría es signo de su presencia y su acción en nosotros.

3. Conservar en el corazón la alegría cristiana

Aquí nos preguntamos: ¿Cómo podemos recibir y conservar este don de la alegría profunda, de la alegría espiritual?

Un Salmo dice: «Sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón» (Sal 37,4). Jesús explica que «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo» (Mt 13,44). Encontrar y conservar la alegría espiritual surge del encuentro con el Señor, que pide que le sigamos, que nos decidamos con determinación, poniendo toda nuestra confianza en Él. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de arriesgar vuestra vida abriéndola a Jesucristo y su Evangelio; es el camino para tener la paz y la verdadera felicidad dentro de nosotros mismos, es el camino para la verdadera realización de nuestra existencia de hijos de Dios, creados a su imagen y semejanza.

Buscar la alegría en el Señor: la alegría es fruto de la fe, es reconocer cada día su presencia, su amistad: «El Señor está cerca» (Flp 4,5); es volver a poner nuestra confianza en Él, es crecer en su conocimiento y en su amor. El «Año de la Fe», que iniciaremos dentro de pocos meses, nos ayudará y estimulará. Queridos amigos, aprended a ver cómo actúa Dios en vuestras vidas, descubridlo oculto en el corazón de los acontecimientos de cada día. Creed que Él es siempre fiel a la alianza que ha sellado con vosotros el día de vuestro Bautismo. Sabed que jamás os abandonará. Dirigid a menudo vuestra mirada hacia Él. En la cruz entregó su vida porque os ama. La contemplación de un amor tan grande da a nuestros corazones una esperanza y una alegría que nada puede destruir. Un cristiano nunca puede estar triste porque ha encontrado a Cristo, que ha dado la vida por él.

Buscar al Señor, encontrarlo, significa también acoger su Palabra, que es alegría para el corazón. El profeta Jeremías escribe: «Si encontraba tus palabras, las devoraba: tus palabras me servían de gozo, eran la alegría de mi corazón» (Jr 15,16). Aprended a leer y meditar la Sagrada Escritura; allí encontraréis una respuesta a las preguntas más profundas sobre la verdad que anida en vuestro corazón y vuestra mente. La Palabra de Dios hace que descubramos las maravillas que Dios ha obrado en la historia del hombre y que, llenos de alegría, proclamemos en alabanza y adoración: «Venid, aclamemos al Señor… postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro» (Sal 95,1.6).

La Liturgia en particular, es el lugar por excelencia donde se manifiesta la alegría que la Iglesia recibe del Señor y transmite al mundo. Cada domingo, en la Eucaristía, las comunidades cristianas celebran el Misterio central de la salvación: la muerte y resurrección de Cristo. Este es un momento fundamental para el camino de cada discípulo del Señor, donde se hace presente su sacrificio de amor; es el día en el que encontramos al Cristo Resucitado, escuchamos su Palabra, nos alimentamos de su Cuerpo y su Sangre. Un Salmo afirma: «Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 118,24). En la noche de Pascua, la Iglesia canta el Exultet, expresión de alegría por la victoria de Jesucristo sobre el pecado y la muerte: «¡Exulte el coro de los ángeles… Goce la tierra inundada de tanta claridad… resuene este templo con las aclamaciones del pueblo en fiesta!». La alegría cristiana nace del saberse amados por un Dios que se ha hecho hombre, que ha dado su vida por nosotros y ha vencido el mal y la muerte; es vivir por amor a él. Santa Teresa del Niño Jesús, joven carmelita, escribió: «Jesús, mi alegría es amarte a ti» (Poesía 45/7).

4. La alegría del amor

Queridos amigos, la alegría está íntimamente unida al amor; ambos son frutos inseparables del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). El amor produce alegría, y la alegría es una forma del amor. La beata Madre Teresa de Calcuta, recordando las palabras de Jesús: «hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35), decía: «La alegría es una red de amor para capturar las almas. Dios ama al que da con alegría. Y quien da con alegría da más». El siervo de Dios Pablo VI escribió: «En el mismo Dios, todo es alegría porque todo es un don» (Ex. ap. Gaudete in Domino, 9 mayo 1975).

Pensando en los diferentes ámbitos de vuestra vida, quisiera deciros que amar significa constancia, fidelidad, tener fe en los compromisos. Y esto, en primer lugar, con las amistades. Nuestros amigos esperan que seamos sinceros, leales, fieles, porque el verdadero amor es perseverante también y sobre todo en las dificultades. Y lo mismo vale para el trabajo, los estudios y los servicios que desempeñáis. La fidelidad y la perseverancia en el bien llevan a la alegría, aunque ésta no sea siempre inmediata.

Para entrar en la alegría del amor, estamos llamados también a ser generosos, a no conformarnos con dar el mínimo, sino a comprometernos a fondo, con una atención especial por los más necesitados. El mundo necesita hombres y mujeres competentes y generosos, que se pongan al servicio del bien común. Esforzaos por estudiar con seriedad; cultivad vuestros talentos y ponedlos desde ahora al servicio del prójimo. Buscad el modo de contribuir, allí donde estéis, a que la sociedad sea más justa y humana. Que toda vuestra vida esté impulsada por el espíritu de servicio, y no por la búsqueda del poder, del éxito material y del dinero.

A propósito de generosidad, tengo que mencionar una alegría especial; es la que se siente cuando se responde a la vocación de entregar toda la vida al Señor. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de la llamada de Cristo a la vida religiosa, monástica, misionera o al sacerdocio. Tened la certeza de que colma de alegría a los que, dedicándole la vida desde esta perspectiva, responden a su invitación a dejar todo para quedarse con Él y dedicarse con todo el corazón al servicio de los demás. Del mismo modo, es grande la alegría que Él regala al hombre y a la mujer que se donan totalmente el uno al otro en el matrimonio para formar una familia y convertirse en signo del amor de Cristo por su Iglesia.

Quisiera mencionar un tercer elemento para entrar en la alegría del amor: hacer que crezca en vuestra vida y en la vida de vuestras comunidades la comunión fraterna. Hay vínculo estrecho entre la comunión y la alegría. No en vano san Pablo escribía su exhortación en plural; es decir, no se dirige a cada uno en singular, sino que afirma: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Sólo juntos, viviendo en comunión fraterna, podemos experimentar esta alegría. El libro de los Hechos de los Apóstoles describe así la primera comunidad cristiana: «Partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hch 2,46). Empleaos también vosotros a fondo para que las comunidades cristianas puedan ser lugares privilegiados en que se comparta, se atienda y cuiden unos a otros.

5. La alegría de la conversión

Queridos amigos, para vivir la verdadera alegría también hay que identificar las tentaciones que la alejan. La cultura actual lleva a menudo a buscar metas, realizaciones y placeres inmediatos, favoreciendo más la inconstancia que la perseverancia en el esfuerzo y la fidelidad a los compromisos. Los mensajes que recibís empujar a entrar en la lógica del consumo, prometiendo una felicidad artificial. La experiencia enseña que el poseer no coincide con la alegría. Hay tantas personas que, a pesar de tener bienes materiales en abundancia, a menudo están oprimidas por la desesperación, la tristeza y sienten un vacío en la vida. Para permanecer en la alegría, estamos llamados a vivir en el amor y la verdad, a vivir en Dios.

La voluntad de Dios es que nosotros seamos felices. Por ello nos ha dado las indicaciones concretas para nuestro camino: los Mandamientos. Cumpliéndolos encontramos el camino de la vida y de la felicidad. Aunque a primera vista puedan parecer un conjunto de prohibiciones, casi un obstáculo a la libertad, si los meditamos más atentamente a la luz del Mensaje de Cristo, representan un conjunto de reglas de vida esenciales y valiosas que conducen a una existencia feliz, realizada según el proyecto de Dios. Cuántas veces, en cambio, constatamos que construir ignorando a Dios y su voluntad nos lleva a la desilusión, la tristeza y al sentimiento de derrota. La experiencia del pecado como rechazo a seguirle, como ofensa a su amistad, ensombrece nuestro corazón.

Pero aunque a veces el camino cristiano no es fácil y el compromiso de fidelidad al amor del Señor encuentra obstáculos o registra caídas, Dios, en su misericordia, no nos abandona, sino que nos ofrece siempre la posibilidad de volver a Él, de reconciliarnos con Él, de experimentar la alegría de su amor que perdona y vuelve a acoger.

Queridos jóvenes, ¡recurrid a menudo al Sacramento de la Penitencia y la Reconciliación! Es el Sacramento de la alegría reencontrada. Pedid al Espíritu Santo la luz para saber reconocer vuestro pecado y la capacidad de pedir perdón a Dios acercándoos a este Sacramento con constancia, serenidad y confianza. El Señor os abrirá siempre sus brazos, os purificará y os llenará de su alegría: habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte (cf. Lc 15,7).

6. La alegría en las pruebas

Al final puede que quede en nuestro corazón la pregunta de si es posible vivir de verdad con alegría incluso en medio de tantas pruebas de la vida, especialmente las más dolorosas y misteriosas; de si seguir al Señor y fiarse de Él da siempre la felicidad.

La respuesta nos la pueden dar algunas experiencias de jóvenes como vosotros que han encontrado precisamente en Cristo la luz que permite dar fuerza y esperanza, también en medio de situaciones muy difíciles. El beato Pier Giorgio Frassati (1901-1925) experimentó tantas pruebas en su breve existencia; una de ellas concernía su vida sentimental, que le había herido profundamente. Precisamente en esta situación, escribió a su hermana: «Tú me preguntas si soy alegre; y ¿cómo no podría serlo? Mientras la fe me de la fuerza estaré siempre alegre. Un católico no puede por menos de ser alegre... El fin para el cual hemos sido creados nos indica el camino que, aunque esté sembrado de espinas, no es un camino triste, es alegre incluso también a través del dolor» (Carta a la hermana Luciana, Turín, 14 febrero 1925). Y el beato Juan Pablo II, al presentarlo como modelo, dijo de él: «Era un joven de una alegría contagiosa, una alegría que superaba también tantas dificultades de su vida» (Discurso a los jóvenes, Turín, 13 abril 1980).

Más cercana a nosotros, la joven Chiara Badano (1971-1990), recientemente beatificada, experimentó cómo el dolor puede ser transfigurado por el amor y estar habitado por la alegría. A la edad de 18 años, en un momento en el que el cáncer le hacía sufrir de modo particular, rezó al Espíritu Santo para que intercediera por los jóvenes de su Movimiento. Además de su curación, pidió a Dios que iluminara con su Espíritu a todos aquellos jóvenes, que les diera la sabiduría y la luz: «Fue un momento de Dios: sufría mucho físicamente, pero el alma cantaba» (Carta a Chiara Lubich, Sassello, 20 de diciembre de 1989). La clave de su paz y alegría era la plena confianza en el Señor y la aceptación de la enfermedad como misteriosa expresión de su voluntad para su bien y el de los demás. A menudo repetía: «Jesús, si tú lo quieres, yo también lo quiero».

Son dos sencillos testimonios, entre otros muchos, que muestran cómo el cristiano auténtico no está nunca desesperado o triste, incluso ante las pruebas más duras, y muestran que la alegría cristiana no es una huída de la realidad, sino una fuerza sobrenatural para hacer frente y vivir las dificultades cotidianas. Sabemos que Cristo crucificado y resucitado está con nosotros, es el amigo siempre fiel. Cuando participamos en sus sufrimientos, participamos también en su alegría. Con Él y en Él, el sufrimiento se transforma en amor. Y ahí se encuentra la alegría (cf. Col 1,24).

7. Testigos de la alegría

Queridos amigos, para concluir quisiera alentaros a ser misioneros de la alegría. No se puede ser feliz si los demás no lo son. Por ello, hay que compartir la alegría. Id a contar a los demás jóvenes vuestra alegría de haber encontrado aquel tesoro precioso que es Jesús mismo. No podemos conservar para nosotros la alegría de la fe; para que ésta pueda permanecer en nosotros, tenemos que transmitirla. San Juan afirma: «Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros… Os escribimos esto, para que nuestro gozo sea completo» (1Jn 1,3-4).

A veces se presenta una imagen del Cristianismo como una propuesta de vida que oprime nuestra libertad, que va contra nuestro deseo de felicidad y alegría. Pero esto no corresponde a la verdad. Los cristianos son hombres y mujeres verdaderamente felices, porque saben que nunca están solos, sino que siempre están sostenidos por las manos de Dios. Sobre todo vosotros, jóvenes discípulos de Cristo, tenéis la tarea de mostrar al mundo que la fe trae una felicidad y alegría verdadera, plena y duradera. Y si el modo de vivir de los cristianos parece a veces cansado y aburrido, entonces sed vosotros los primeros en dar testimonio del rostro alegre y feliz de la fe. El Evangelio es la «buena noticia» de que Dios nos ama y que cada uno de nosotros es importante para Él. Mostrad al mundo que esto de verdad es así.

Por lo tanto, sed misioneros entusiasmados de la nueva evangelización. Llevad a los que sufren, a los que están buscando, la alegría que Jesús quiere regalar. Llevadla a vuestras familias, a vuestras escuelas y universidades, a vuestros lugares de trabajo y a vuestros grupos de amigos, allí donde vivís. Veréis que es contagiosa. Y recibiréis el ciento por uno: la alegría de la salvación para vosotros mismos, la alegría de ver la Misericordia de Dios que obra en los corazones. En el día de vuestro encuentro definitivo con el Señor, Él podrá deciros: «¡Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor!» (Mt 25,21).

Que la Virgen María os acompañe en este camino. Ella acogió al Señor dentro de sí y lo anunció con un canto de alabanza y alegría, el Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (Lc 1,46-47). María respondió plenamente al amor de Dios dedicando a Él su vida en un servicio humilde y total. Es llamada «causa de nuestra alegría» porque nos ha dado a Jesús. Que Ella os introduzca en aquella alegría que nadie os podrá quitar.

Vaticano, 15 de marzo de 2012



BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA XXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
2013



Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19)

Queridos jóvenes:

Quiero haceros llegar a todos un saludo lleno de alegría y afecto. Estoy seguro de que la mayoría de vosotros habéis regresado de la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe» (cf. Col 2,7). En este año hemos celebrado en las diferentes diócesis la alegría de ser cristianos, inspirados por el tema: «Alegraos siempre en el Señor» (Flp 4,4). Y ahora nos estamos preparando para la próxima Jornada Mundial, que se celebrará en Río de Janeiro, en Brasil, en el mes de julio de 2013.

Quisiera renovaros ante todo mi invitación a que participéis en esta importante cita. La célebre estatua del Cristo Redentor, que domina aquella hermosa ciudad brasileña, será su símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor regala a cuantos acuden a él, y su corazón representa el inmenso amor que tiene por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos que el mundo tanto necesita.

Os invito a que os preparéis a la Jornada Mundial de Río de Janeiro meditando desde ahora sobre el tema del encuentro: Id y haced discípulos a todos los pueblos (cf. Mt 28,19). Se trata de la gran exhortación misionera que Cristo dejó a toda la Iglesia y que sigue siendo actual también hoy, dos mil años después. Esta llamada misionera tiene que resonar ahora con fuerza en vuestros corazones. El año de preparación para el encuentro de Río coincide con el Año de la Fe, al comienzo del cual el Sínodo de los Obispos ha dedicado sus trabajos a «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». Por ello, queridos jóvenes, me alegro que también vosotros os impliquéis en este impulso misionero de toda la Iglesia: dar a conocer a Cristo, que es el don más precioso que podéis dar a los demás.

1. Una llamada apremiante

La historia nos ha mostrado cuántos jóvenes, por medio del generoso don de sí mismos y anunciando el Evangelio, han contribuido enormemente al Reino de Dios y al desarrollo de este mundo. Con gran entusiasmo, han llevado la Buena Nueva del Amor de Dios, que se ha manifestado en Cristo, con medios y posibilidades muy inferiores con respecto a los que disponemos hoy. Pienso, por ejemplo, en el beato José de Anchieta, joven jesuita español del siglo XVI, que partió a las misiones en Brasil cuando tenía menos de veinte años y se convirtió en un gran apóstol del Nuevo Mundo. Pero pienso también en los que os dedicáis generosamente a la misión de la Iglesia. De ello obtuve un sorprendente testimonio en la Jornada Mundial de Madrid, sobre todo en el encuentro con los voluntarios.

Hay muchos jóvenes hoy que dudan profundamente de que la vida sea un don y no ven con claridad su camino. Ante las dificultades del mundo contemporáneo, muchos se preguntan con frecuencia: ¿Qué puedo hacer? La luz de la fe ilumina esta oscuridad, nos hace comprender que cada existencia tiene un valor inestimable, porque es fruto del amor de Dios. Él ama también a quien se ha alejado de él; tiene paciencia y espera, es más, él ha entregado a su Hijo, muerto y resucitado, para que nos libere radicalmente del mal. Y Cristo ha enviado a sus discípulos para que lleven a todos los pueblos este gozoso anuncio de salvación y de vida nueva.

En su misión de evangelización, la Iglesia cuenta con vosotros. Queridos jóvenes: Vosotros sois los primeros misioneros entre los jóvenes. Al final del Concilio Vaticano II, cuyo 50º aniversario estamos celebrando en este año, el siervo de Dios Pablo VI entregó a los jóvenes del mundo un Mensaje que empezaba con estas palabras: «A vosotros, los jóvenes de uno y otro sexo del mundo entero, el Concilio quiere dirigir su último mensaje. Pues sois vosotros los que vais a recoger la antorcha de manos de vuestros mayores y a vivir en el mundo en el momento de las más gigantescas transformaciones de su historia. Sois vosotros quienes, recogiendo lo mejor del ejemplo y las enseñanzas de vuestros padres y maestros, vais a formar la sociedad de mañana; os salvaréis o pereceréis con ella». Concluía con una llamada: «¡Construid con entusiasmo un mundo mejor que el de vuestros mayores!» (Mensaje a los Jóvenes, 8 de diciembre de 1965).

Queridos jóvenes, esta invitación es de gran actualidad. Estamos atravesando un período histórico muy particular. El progreso técnico nos ha ofrecido posibilidades inauditas de interacción entre los hombres y la población, mas la globalización de estas relaciones sólo será positiva y hará crecer el mundo en humanidad si se basa no en el materialismo sino en el amor, que es la única realidad capaz de colmar el corazón de cada uno y de unir a las personas. Dios es amor. El hombre que se olvida de Dios se queda sin esperanza y es incapaz de amar a su semejante. Por ello, es urgente testimoniar la presencia de Dios, para que cada uno la pueda experimentar. La salvación de la humanidad y la salvación de cada uno de nosotros están en juego. Quien comprenda esta necesidad, sólo podrá exclamar con Pablo: «¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1Co 9,16).

2. Sed discípulos de Cristo

Esta llamada misionera se os dirige también por otra razón: Es necesaria para vuestro camino de fe personal. El beato Juan Pablo II escribió: «La fe se refuerza dándola» (Enc. Redemptoris Missio, 2). Al anunciar el Evangelio vosotros mismos crecéis arraigándoos cada vez más profundamente en Cristo, os convertís en cristianos maduros. El compromiso misionero es una dimensión esencial de la fe; no se puede ser un verdadero creyente si no se evangeliza. El anuncio del Evangelio no puede ser más que la consecuencia de la alegría de haber encontrado en Cristo la roca sobre la que construir la propia existencia. Esforzándoos en servir a los demás y en anunciarles el Evangelio, vuestra vida, a menudo dispersa en diversas actividades, encontrará su unidad en el Señor, os construiréis también vosotros mismos, creceréis y maduraréis en humanidad.

¿Qué significa ser misioneros? Significa ante todo ser discípulos de Cristo, escuchar una y otra vez la invitación a seguirle, la invitación a mirarle: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Un discípulo es, de hecho, una persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cf. Lc 10,39), al que se reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello, se trata de que cada uno de vosotros se deje plasmar cada día por la Palabra de Dios; ésta os hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros jóvenes en esta amistad con él.

Os aconsejo que hagáis memoria de los dones recibidos de Dios para transmitirlos a su vez. Aprended a leer vuestra historia personal, tomad también conciencia de la maravillosa herencia de las generaciones que os han precedido: Numerosos creyentes nos han transmitido la fe con valentía, enfrentándose a pruebas e incomprensiones. No olvidemos nunca que formamos parte de una enorme cadena de hombres y mujeres que nos han transmitido la verdad de la fe y que cuentan con nosotros para que otros la reciban. El ser misioneros presupone el conocimiento de este patrimonio recibido, que es la fe de la Iglesia. Es necesario conocer aquello en lo que se cree, para poder anunciarlo. Como escribí en la introducción de YouCat, el catecismo para jóvenes que os regalé en el Encuentro Mundial de Madrid, «tenéis que conocer vuestra fe de forma tan precisa como un especialista en informática conoce el sistema operativo de su ordenador, como un buen músico conoce su pieza musical. Sí, tenéis que estar más profundamente enraizados en la fe que la generación de vuestros padres, para poder enfrentaros a los retos y tentaciones de este tiempo con fuerza y decisión» (Prólogo).

3. Id

Jesús envió a sus discípulos en misión con este encargo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16,15-16). Evangelizar significa llevar a los demás la Buena Nueva de la salvación y esta Buena Nueva es una persona: Jesucristo. Cuando le encuentro, cuando descubro hasta qué punto soy amado por Dios y salvado por él, nace en mí no sólo el deseo, sino la necesidad de darlo a conocer a otros. Al principio del Evangelio de Juan vemos a Andrés que, después de haber encontrado a Jesús, se da prisa para llevarle a su hermano Simón (cf. Jn 1,40-42). La evangelización parte siempre del encuentro con Cristo, el Señor. Quien se ha acercado a él y ha hecho la experiencia de su amor, quiere compartir en seguida la belleza de este encuentro que nace de esta amistad. Cuanto más conocemos a Cristo, más deseamos anunciarlo. Cuanto más hablamos con él, más deseamos hablar de él. Cuanto más nos hemos dejado conquistar, más deseamos llevar a otros hacia él.

Por medio del bautismo, que nos hace nacer a una vida nueva, el Espíritu Santo se establece en nosotros e inflama nuestra mente y nuestro corazón. Es él quien nos guía a conocer a Dios y a entablar una amistad cada vez más profunda con Cristo; es el Espíritu quien nos impulsa a hacer el bien, a servir a los demás, a entregarnos. Mediante la confirmación somos fortalecidos por sus dones para testimoniar el Evangelio con más madurez cada vez. El alma de la misión es el Espíritu de amor, que nos empuja a salir de nosotros mismos, para «ir» y evangelizar. Queridos jóvenes, dejaos conducir por la fuerza del amor de Dios, dejad que este amor venza la tendencia a encerrarse en el propio mundo, en los propios problemas, en las propias costumbres. Tened el valor de «salir» de vosotros mismos hacia los demás y guiarlos hasta el encuentro con Dios.

4. Llegad a todos los pueblos

Cristo resucitado envió a sus discípulos a testimoniar su presencia salvadora a todos los pueblos, porque Dios, en su amor sobreabundante, quiere que todos se salven y que nadie se pierda. Con el sacrificio de amor de la Cruz, Jesús abrió el camino para que cada hombre y cada mujer puedan conocer a Dios y entrar en comunión de amor con él. Él constituyó una comunidad de discípulos para llevar el anuncio de salvación del Evangelio hasta los confines de la tierra, para llegar a los hombres y mujeres de cada lugar y de todo tiempo.¡Hagamos nuestro este deseo de Jesús!

Queridos amigos, abrid los ojos y mirad en torno a vosotros. Hay muchos jóvenes que han perdido el sentido de su existencia. ¡Id! Cristo también os necesita. Dejaos llevar por su amor, sed instrumentos de este amor inmenso, para que llegue a todos, especialmente a los que están «lejos». Algunos están lejos geográficamente, mientras que otros están lejos porque su cultura no deja espacio a Dios; algunos aún no han acogido personalmente el Evangelio, otros, en cambio, a pesar de haberlo recibido, viven como si Dios no existiese. Abramos a todos las puertas de nuestro corazón; intentemos entrar en diálogo con ellos, con sencillez y respeto mutuo. Este diálogo, si es vivido con verdadera amistad, dará fruto. Los «pueblos» a los que hemos sido enviados no son sólo los demás países del mundo, sino también los diferentes ámbitos de la vida: las familias, los barrios, los ambientes de estudio o trabajo, los grupos de amigos y los lugares de ocio. El anuncio gozoso del Evangelio está destinado a todos los ambientes de nuestra vida, sin exclusión.

Quisiera subrayar dos campos en los que debéis vivir con especial atención vuestro compromiso misionero. El primero es el de las comunicaciones sociales, en particular el mundo de Internet. Queridos jóvenes, como ya os dije en otra ocasión, «sentíos comprometidos a sembrar en la cultura de este nuevo ambiente comunicativo e informativo los valores sobre los que se apoya vuestra vida. […] A vosotros, jóvenes, que casi espontáneamente os sentís en sintonía con estos nuevos medios de comunicación, os corresponde de manera particular la tarea de evangelizar este “continente digital”» (Mensaje para la XLIII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 24 mayo 2009). Por ello, sabed usar con sabiduría este medio, considerando también las insidias que contiene, en particular el riesgo de la dependencia, de confundir el mundo real con el virtual, de sustituir el encuentro y el diálogo directo con las personas con los contactos en la red.

El segundo ámbito es el de la movilidad. Hoy son cada vez más numerosos los jóvenes que viajan, tanto por motivos de estudio, trabajo o diversión. Pero pienso también en todos los movimientos migratorios, con los que millones de personas, a menudo jóvenes, se trasladan y cambian de región o país por motivos económicos o sociales. También estos fenómenos pueden convertirse en ocasiones providenciales para la difusión del Evangelio. Queridos jóvenes, no tengáis miedo en testimoniar vuestra fe también en estos contextos; comunicar la alegría del encuentro con Cristo es un don precioso para aquellos con los que os encontráis.

5. Haced discípulos

Pienso que a menudo habéis experimentado la dificultad de que vuestros coetáneos participen en la experiencia de la fe. A menudo habréis constatado cómo en muchos jóvenes, especialmente en ciertas fases del camino de la vida, está el deseo de conocer a Cristo y vivir los valores del Evangelio, pero no se sienten idóneos y capaces. ¿Qué se puede hacer? Sobre todo, con vuestra cercanía y vuestro sencillo testimonio abrís una brecha a través de la cual Dios puede tocar sus corazones. El anuncio de Cristo no consiste sólo en palabras, sino que debe implicar toda la vida y traducirse en gestos de amor. Es el amor que Cristo ha infundido en nosotros el que nos hace evangelizadores; nuestro amor debe conformarse cada vez más con el suyo. Como el buen samaritano, debemos tratar con atención a los que encontramos, debemos saber escuchar, comprender y ayudar, para poder guiar a quien busca la verdad y el sentido de la vida hacia la casa de Dios, que es la Iglesia, donde se encuentra la esperanza y la salvación (cf. Lc 10,29-37). Queridos amigos, nunca olvidéis que el primer acto de amor que podéis hacer hacia el prójimo es el de compartir la fuente de nuestra esperanza: Quien no da a Dios, da muy poco. Jesús ordena a sus apóstoles: «Haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). Los medios que tenemos para «hacer discípulos» son principalmente el bautismo y la catequesis. Esto significa que debemos conducir a las personas que estamos evangelizando para que encuentren a Cristo vivo, en modo particular en su Palabra y en los sacramentos. De este modo podrán creer en él, conocerán a Dios y vivirán de su gracia. Quisiera que cada uno se preguntase: ¿He tenido alguna vez el valor de proponer el bautismo a los jóvenes que aún no lo han recibido? ¿He invitado a alguien a seguir un camino para descubrir la fe cristiana? Queridos amigos, no tengáis miedo de proponer a vuestros coetáneos el encuentro con Cristo. Invocad al Espíritu Santo: Él os guiará para poder entrar cada vez más en el conocimiento y el amor de Cristo y os hará creativos para transmitir el Evangelio.

6. Firmes en la fe

Ante las dificultades de la misión de evangelizar, a veces tendréis la tentación de decir como el profeta Jeremías: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño». Pero Dios también os contesta: «No digas que eres niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene» (Jr 1,6-7). Cuando os sintáis ineptos, incapaces y débiles para anunciar y testimoniar la fe, no temáis. La evangelización no es una iniciativa nuestra que dependa sobre todo de nuestros talentos, sino que es una respuesta confiada y obediente a la llamada de Dios, y por ello no se basa en nuestra fuerza, sino en la suya. Esto lo experimentó el apóstol Pablo: «Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2Co 4,7).

Por ello os invito a que os arraiguéis en la oración y en los sacramentos. La evangelización auténtica nace siempre de la oración y está sostenida por ella. Primero tenemos que hablar con Dios para poder hablar de Dios. En la oración le encomendamos al Señor las personas a las que hemos sido enviados y le suplicamos que les toque el corazón; pedimos al Espíritu Santo que nos haga sus instrumentos para la salvación de ellos; pedimos a Cristo que ponga las palabras en nuestros labios y nos haga ser signos de su amor. En modo más general, pedimos por la misión de toda la Iglesia, según la petición explícita de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). Sabed encontrar en la eucaristía la fuente de vuestra vida de fe y de vuestro testimonio cristiano, participando con fidelidad en la misa dominical y cada vez que podáis durante la semana. Acudid frecuentemente al sacramento de la reconciliación, que es un encuentro precioso con la misericordia de Dios que nos acoge, nos perdona y renueva nuestros corazones en la caridad. No dudéis en recibir el sacramento de la confirmación, si aún no lo habéis recibido, preparándoos con esmero y solicitud. Es, junto con la eucaristía, el sacramento de la misión por excelencia, que nos da la fuerza y el amor del Espíritu Santo para profesar la fe sin miedo. Os aliento también a que hagáis adoración eucarística; detenerse en la escucha y el diálogo con Jesús presente en el sacramento es el punto de partida de un nuevo impulso misionero.

Si seguís por este camino, Cristo mismo os dará la capacidad de ser plenamente fieles a su Palabra y de testimoniarlo con lealtad y valor. A veces seréis llamados a demostrar vuestra perseverancia, en particular cuando la Palabra de Dios suscite oposición o cerrazón. En ciertas regiones del mundo, por la falta de libertad religiosa, algunos de vosotros sufrís por no poder dar testimonio de la propia fe en Cristo. Hay quien ya ha pagado con la vida el precio de su pertenencia a la Iglesia. Os animo a que permanezcáis firmes en la fe, seguros de que Cristo está a vuestro lado en esta prueba. Él os repite: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5,11-12).

7. Con toda la Iglesia

Queridos jóvenes, para permanecer firmes en la confesión de la fe cristiana allí donde habéis sido enviados, necesitáis a la Iglesia. Nadie puede ser testigo del Evangelio en solitario. Jesús envió a sus discípulos a la misión en grupos: «Haced discípulos» está puesto en plural. Por tanto, nosotros siempre damos testimonio en cuanto miembros de la comunidad cristiana; nuestra misión es fecundada por la comunión que vivimos en la Iglesia, y gracias a esa unidad y ese amor recíproco nos reconocerán como discípulos de Cristo (cf. Jn 13,35). Doy gracias a Dios por la preciosa obra de evangelización que realizan nuestras comunidades cristianas, nuestras parroquias y nuestros movimientos eclesiales. Los frutos de esta evangelización pertenecen a toda la Iglesia: «Uno siembra y otro siega» (Jn 4,37).

En este sentido, quiero dar gracias por el gran don de los misioneros, que dedican toda su vida a anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Asimismo, doy gracias al Señor por los sacerdotes y consagrados, que se entregan totalmente para que Jesucristo sea anunciado y amado. Deseo alentar aquí a los jóvenes que son llamados por Dios, a que se comprometan con entusiasmo en estas vocaciones: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hch 20,35). A los que dejan todo para seguirlo, Jesús ha prometido el ciento por uno y la vida eterna (cf. Mt 19,29).

También doy gracias por todos los fieles laicos que allí donde se encuentran, en familia o en el trabajo, se esmeran en vivir su vida cotidiana como una misión, para que Cristo sea amado y servido y para que crezca el Reino de Dios. Pienso, en particular, en todos los que trabajan en el campo de la educación, la sanidad, la empresa, la política y la economía y en tantos ambientes del apostolado seglar. Cristo necesita vuestro compromiso y vuestro testimonio. Que nada –ni las dificultades, ni las incomprensiones– os hagan renunciar a llevar el Evangelio de Cristo a los lugares donde os encontréis; cada uno de vosotros es valioso en el gran mosaico de la evangelización.

8. «Aquí estoy, Señor»

Queridos jóvenes, al concluir quisiera invitaros a que escuchéis en lo profundo de vosotros mismos la llamada de Jesús a anunciar su Evangelio. Como muestra la gran estatua de Cristo Redentor en Río de Janeiro, su corazón está abierto para amar a todos, sin distinción, y sus brazos están extendidos para abrazar a todos. Sed vosotros el corazón y los brazos de Jesús. Id a dar testimonio de su amor, sed los nuevos misioneros animados por el amor y la acogida. Seguid el ejemplo de los grandes misioneros de la Iglesia, como san Francisco Javier y tantos otros.

Al final de la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid, bendije a algunos jóvenes de diversos continentes que partían en misión. Ellos representaban a tantos jóvenes que, siguiendo al profeta Isaías, dicen al Señor: «Aquí estoy, mándame» (Is 6,8). La Iglesia confía en vosotros y os agradece sinceramente el dinamismo que le dais. Usad vuestros talentos con generosidad al servicio del anuncio del Evangelio. Sabemos que el Espíritu Santo se regala a los que, en pobreza de corazón, se ponen a disposición de tal anuncio. No tengáis miedo. Jesús, Salvador del mundo, está con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,20).

Esta llamada, que dirijo a los jóvenes de todo el mundo, asume una particular relevancia para vosotros, queridos jóvenes de América Latina. En la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, que tuvo lugar en Aparecida en 2007, los obispos lanzaron una «misión continental». Los jóvenes, que en aquel continente constituyen la mayoría de la población, representan un potencial importante y valioso para la Iglesia y la sociedad. Sed vosotros los primeros misioneros. Ahora que la Jornada Mundial de la Juventud regresa a América Latina, exhorto a todos los jóvenes del continente: Transmitid a vuestros coetáneos del mundo entero el entusiasmo de vuestra fe.

Que la Virgen María, Estrella de la Nueva Evangelización, invocada también con las advocaciones de Nuestra Señora de Aparecida y Nuestra Señora de Guadalupe, os acompañe en vuestra misión de testigos del amor de Dios. A todos imparto, con particular afecto, mi Bendición Apostólica.

Vaticano, 18 de octubre de 2012

BENEDICTUS PP. XVI


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