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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA (11-14 DE MAYO DE 2010)

Ultimo Aggiornamento: 03/08/2013 20:47
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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL
EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PERIODISTAS DURANTE EL VUELO HACIA PORTUGAL

Martes 11 de mayo de 2010



Padre Lombardi.- Santidad, ¿qué preocupaciones y sentimientos tiene respecto a la situación de la Iglesia en Portugal? ¿Qué se puede decir a Portugal, profundamente católico en el pasado y que ha llevado la fe por el mundo, pero hoy en vías de profunda secularización, tanto en la vida cotidiana como en el ámbito jurídico y cultural? ¿Cómo anunciar la fe en un contesto indiferente y hostil a la Iglesia?

Papa.- Ante todo, buenos días a todos y esperemos un buen viaje, no obstante la famosa nube bajo la cual estamos. Por lo que se refiere a Portugal, tengo sólo sentimientos de alegría, de gratitud, por todo lo que ha hecho y hace este país en el mundo y en la historia, y por la honda humanidad de este pueblo, que he podido conocer en una visita y con tantos amigos portugueses. Diría que es verdad, muy cierto, que Portugal ha sido una gran fuerza de la fe católica; ha llevado esta fe, a todas las partes del mundo; una fe valiente, inteligente y creativa. Ha sabido crear mucha cultura, como vemos en Brasil y en Portugal mismo, así como en la presencia del espíritu portugués en África o en Asia. Por otro lado, la presencia del secularismo no es algo totalmente nuevo. La dialéctica entre secularismo y fe tiene una larga historia en Portugal. Ya en el s. XVIII hay una fuerte presencia de la Ilustración; baste pensar en el nombre Pombal. Así, pues, vemos que Portugal ha siempre vivido en estos siglos en la dialéctica que, naturalmente, ahora se ha radicalizado y se manifiesta con todos los signos del espíritu europeo de hoy. Y eso me parece un desafío, y también una gran posibilidad. En estos siglos de dialéctica entre Ilustración, secularismo y fe, nunca han faltado quienes han querido tender puentes y crear un diálogo, aunque, lamentablemente, la tendencia dominante ha sido la de la contraposición y la exclusión uno del otro. Hoy vemos que precisamente esta dialéctica es una chance, que hemos de encontrar una síntesis y un diálogo profundo y de vanguardia. En la situación multicultural en la que todos estamos, se ve que una cultura europea que fuera únicamente racionalista no tendría la dimensión religiosa trascendente, no estaría en condiciones de entablar un diálogo con las grandes culturas de la humanidad, que tienen todas ellas esta dimensión religiosa trascendente, que es una dimensión del ser humano. Por tanto, pensar que hay sólo una razón pura, antihistórica, sólo existente en sí misma, y que ésta sería «la» razón, es un error; descubrimos cada vez más que toca sólo una parte del hombre, expresa una cierta situación histórica, pero no es la razón en cuanto tal. La razón, como tal, está abierta a la trascendencia y sólo en el encuentro entre la realidad trascendente, la fe y la razón, el hombre se encuentra a sí mismo. Por tanto, pienso que precisamente el cometido y la misión de Europa en esta situación es encontrar este diálogo, integrar la fe y la racionalidad moderna en una única visión antropológica, que completa el ser humano y que hace así también comunicables las culturas humanas. Por eso, diría que la presencia del secularismo es algo normal, pero la separación, la contraposición entre secularismo y cultura de la fe es anómala y debe ser superada. El gran reto de este momento es que ambos se encuentren y, de este modo, encuentren su propia identidad. Como he dicho, ésta es una misión de Europa y una necesidad humana de esta historia nuestra.

Padre Lombardi.- Gracias, Santidad, sigamos entonces con el tema de Europa. La crisis económica se ha agravado recientemente en Europa y afecta particularmente también a Portugal. Algunos líderes europeos piensan que el futuro de la Unión Europea está en peligro. ¿Qué lección se puede aprender de esta crisis, también en el plano ético y moral? ¿Cuáles son las claves para consolidar la unidad y la cooperación de los países europeos en el futuro?

Papa.- Diría que precisamente esta crisis económica, con su componente moral, que nadie puede dejar de ver, es un caso de aplicación, de concretización de lo que he dicho antes, es decir, que dos corrientes culturales separadas deben encontrarse; de otro modo no encontramos el camino hacia el futuro. Vemos también aquí un falso dualismo, esto es, un positivismo económico que piensa poderse realizar sin la componente ética, un mercado que sería regulado solamente por sí mismo, por las meras fuerzas económicas, por la racionalidad positivista y pragmatista de la economía; la ética sería otra cosa, extraña a esto. En realidad, ahora vemos que un puro pragmatismo económico, que prescinde de la realidad del hombre —que es un ser ético— no concluye positivamente, sino que crea problemas insolubles. Por eso, ahora es el momento de ver cómo la ética no es algo externo, sino interno a la racionalidad y al pragmatismo económico. Por otro lado, hemos de confesar también que la fe católica, cristiana, era con frecuencia demasiado individualista, dejaba las cosas concretas, económicas, al mundo, y pensaba sólo en la salvación individual, en los actos religiosos, sin ver que éstos implican una responsabilidad global, una responsabilidad respecto al mundo. Por tanto, también aquí hemos de entablar un diálogo concreto. En mi encíclica Caritas in veritate —y toda la tradición de la Doctrina social de la Iglesia va en este sentido— he tratado de ampliar el aspecto ético y de la fe más allá del individuo, a la responsabilidad respecto al mundo, a una racionalidad «performada» de la ética. Por otra parte, lo que ha sucedido en el mercado en estos últimos dos o tres años ha mostrado que la dimensión ética es interna y debe entrar dentro de la actividad económica, porque el hombre es uno y se trata del hombre, de una antropología sana, que implica todo, y sólo así se resuelve el problema, sólo así Europa desarrolla y cumple su misión.

Padre Lombardi.- Gracias. Hablemos ahora de Fátima, donde tendrá lugar un poco el culmen también espiritual de este viaje. Santidad, ¿qué significado tienen para nosotros las apariciones de Fátima? Cuando usted presentó el texto del tercer secreto de Fátima en la Sala de Prensa Vaticana, en junio de 2000, estábamos varios de nosotros y otros colegas de entonces, y se le preguntó si el mensaje podía extenderse, más allá del atentado a Juan Pablo II, también al sufrimiento de los Papas. Según usted, ¿es posible encuadrar igualmente en aquella visión el sufrimiento de la Iglesia de hoy, por los pecados de abusos sexuales de los menores?

Papa.- Ante todo, quisiera expresar mi alegría de ir a Fátima, de rezar ante la Virgen de Fátima, que para nosotros es un signo de la presencia de la fe, que precisamente de los pequeños nace una nueva fuerza de la fe, que no se reduce a los pequeños, sino que tiene un mensaje para todo el mundo y toca la historia precisamente en su presente e ilumina esta historia. En 2000, en la presentación, dije que una aparición, es decir, un impulso sobrenatural, que no proviene solamente de la imaginación de la persona, sino en realidad de la Virgen María, de lo sobrenatural, que un impulso de este tipo entra en un sujeto y se expresa en las posibilidades del sujeto. El sujeto está determinado por sus condiciones históricas, personales, temperamentales y, por tanto, traduce el gran impulso sobrenatural según sus posibilidades de ver, imaginar, expresar; pero en estas expresiones articuladas por el sujeto se esconde un contenido que va más allá, más profundo, y sólo en el curso de la historia podemos ver toda la hondura, que estaba, por decirlo así, «vestida» en esta visión posible a las personas concretas. De este modo, diría también aquí que, además de la gran visión del sufrimiento del Papa, que podemos referir al Papa Juan Pablo II en primera instancia, se indican realidades del futuro de la Iglesia, que se desarrollan y se muestran paulatinamente. Por eso, es verdad que además del momento indicado en la visión, se habla, se ve la necesidad de una pasión de la Iglesia, que naturalmente se refleja en la persona del Papa, pero el Papa está por la Iglesia y, por tanto, son sufrimientos de la Iglesia los que se anuncian. El Señor nos ha dicho que la Iglesia tendría que sufrir siempre, de diversos modos, hasta el fin del mundo. Lo importante es que el mensaje, la respuesta de Fátima, no tiene que ver sustancialmente con devociones particulares, sino con la respuesta fundamental, es decir, la conversión permanente, la penitencia, la oración, y las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. De este modo, vemos aquí la respuesta verdadera y fundamental que la Iglesia debe dar, que nosotros —cada persona — debemos dar en esta situación. La novedad que podemos descubrir hoy en este mensaje reside en el hecho de que los ataques al Papa y a la Iglesia no sólo vienen de fuera, sino que los sufrimientos de la Iglesia proceden precisamente de dentro de la Iglesia, del pecado que hay en la Iglesia. También esto se ha sabido siempre, pero hoy lo vemos de modo realmente tremendo: que la mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia y que la Iglesia, por tanto, tiene una profunda necesidad de volver a aprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender, por una parte, el perdón, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye la justicia. En una palabra, debemos volver a aprender estas cosas esenciales: la conversión, la oración, la penitencia y las virtudes teologales. De este modo, respondemos, somos realistas al esperar que el mal ataca siempre, ataca desde el interior y el exterior, pero también que las fuerzas del bien están presentes y que, al final, el Señor es más fuerte que el mal, y la Virgen para nosotros es la garantía visible y materna de la bondad de Dios, que es siempre la última palabra de la historia.

Padre Lombardi.- Gracias, Santidad, por la claridad, por la profundidad de sus respuestas y por esta palabra final de esperanza que nos ha ofrecido. Le deseamos sinceramente que este viaje tan intenso se desarrolle serenamente y que pueda llevarlo a cabo con toda la alegría y profundidad espiritual que el encuentro con el misterio de Fátima nos inspira. Buen viaje a usted, e intentaremos hacer bien nuestro servicio y difundir objetivamente lo que usted haga.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

RECIBIMIENTO OFICIAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional de Lisboa
Martes 11 de mayo de 2010

(Vídeo)




Señor Presidente de la República,
Ilustres Autoridades de la Nación,
Venerados Hermanos en el Episcopado,
Señoras y Señores

Hasta ahora no me había sido posible aceptar las amables invitaciones del Señor Presidente y de mis Hermanos Obispos para visitar esta amada y antigua Nación, que conmemora este año el Centenario de la proclamación de la República. Al pisar por vez primera su suelo desde que la divina Providencia me llamó a la Sede de Pedro, me siento honrado y agradecido por la presencia deferente y la acogida que todos ustedes me dispensan. Le agradezco, Señor Presidente, sus cordiales palabras de bienvenida, interpretando los sentimientos y anhelos del querido pueblo portugués. A todos, independientemente de su fe y religión, les dirijo mi saludo afectuoso, especialmente a quienes no hayan podido venir a este encuentro. Vengo como peregrino de Nuestra Señora de Fátima, investido por el Altísimo con la misión de confirmar a mis hermanos que peregrinan en su camino hacia el cielo.

En los albores de su Nación, el pueblo portugués se dirigió al Sucesor de Pedro esperando en su arbitraje para ver reconocida su propia independencia nacional; más tarde, un Predecesor mío, distinguió a Portugal, en la persona de su Rey, con el título de fidelísimo (cf. Pío II, Bula Dum tuam, 25 enero de 1460), por los elevados y prolongados servicios a la causa del Evangelio. Lo que ocurrió hace ya 93 años fue un amoroso designio de Dios, cuando el cielo se abrió precisamente en Portugal –como una ventana de esperanza que Dios abre cuando el hombre le cierra la puerta– para restaurar, en el seno de la familia humana, los vínculos de la solidaridad fraterna que se basan en el recíproco reconocimiento del mismo y único Padre; no depende del Papa, ni de ninguna otra autoridad eclesial: “No fue la Iglesia que impuso Fátima –diría el Cardenal Manuel Cerejeira, de venerada memoria–, sino que fue Fátima, la que se impuso a la Iglesia”.

La Virgen María bajó del cielo para recordarnos verdades del evangelio que son una fuente de esperanza para una humanidad, fría de amor y sin esperanza de salvación. Naturalmente, esta esperanza tiene, como primera y radical dimensión, no la relación horizontal, sino la vertical y transcendente. La relación con Dios es constitutiva del ser humano, que ha sido creado por Dios y destinado a Dios: por su propia estructura cognitiva busca la verdad, tiende al bien en la esfera volitiva, y en la dimensión estética es atraído por la belleza. La conciencia es cristiana en la medida en que se abre a la plenitud de la vida y de la sabiduría, que tenemos en Jesucristo. La visita, que ahora inicio bajo el signo de la esperanza, pretende ser una propuesta de sabiduría y de misión.

El justo ordenamiento de la sociedad deriva de una visión sapiencial de la vida y del mundo. Radicada en la historia, la Iglesia está abierta a colaborar con quien no excluye ni reduce al ámbito privado la esencial consideración del sentido humano de la vida. No se trata de una confrontación ética entre un sistema laico y un sistema religioso, sino de una cuestión de sentido, al cual se confía la propia libertad. El punto clave es el valor que se atribuye a la cuestión del sentido y a su implicación en la vida pública. El paso a la república, que se llevó a cabo en Portugal hace un siglo, ha establecido, con la distinción entre la Iglesia y el Estado, un nuevo espacio de libertad para la Iglesia, formalizado en los dos Concordatos de 1940 y 2004, en contextos culturales y perspectivas eclesiales muy marcados por rápidos cambios. Los sufrimientos causados por las transformaciones han sido afrontados generalmente con valentía. Vivir en la pluralidad de sistemas de valores y de cuadros éticos requiere un viaje al centro del propio yo y al núcleo del cristianismo para reforzar la calidad del testimonio hasta la santidad, para encontrar caminos de misión hasta la radicalidad del martirio.

Queridos hermanos y amigos portugueses, os agradezco de nuevo vuestra cordial bienvenida. Que Dios bendiga a cuantos os encontráis aquí y a todos los habitantes de esta noble y amada Nación, que confío a Nuestra Señora de Fátima, imagen sublime del amor de Dios que abraza a todos como hijos.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

ENCUENTRO CON EL PERSONAL DEL PALACIO DE BELÉM

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palacio de Belém - Lisboa
Martes 11 de mayo 2010



Queridos amigos:

En el ámbito de mi visita al Señor Presidente, no podía dejar de veros y saludaros personalmente, a cuantos colaboráis para atender adecuadamente los altos objetivos de la Presidencia de la República y cuidar este hermoso palacio y a los que viven o son recibidos en él. Por mi parte, os manifiesto mi más sincero agradecimiento, junto con los mayores éxitos en vuestras respectivas funciones. Os aseguro un recuerdo particular en mis oraciones por todos vosotros y vuestros familiares. Que el buen Dios os bendiga y os fortalezca con su gracia y su luz, para que promováis una sociedad más justa y un futuro mejor para todos, en el centenario de la República Portuguesa, mediante la consideración que demostráis los unos por los otros en el lugar del trabajo y por vuestra preocupación por el bien común al que servís. Que la bendición de Dios todopoderoso Padre, Hijo y Espíritu Santo descienda sobre vosotros.


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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL
EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Terreiro do Paço de Lisboa
Martes 11 de mayo de 2010

(Vídeo)





Queridos hermanos y hermanas,
jóvenes amigos

«Id y haced discípulos de todos los pueblos, [...] enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Estas palabras de Cristo resucitado tienen un significado particular en esta ciudad de Lisboa, de donde han salido numerosas generaciones de cristianos – obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes – obedeciendo a la llamada del Señor y armados simplemente con esta certeza que Él les dejó: «Yo estoy con vosotros todos los días». Portugal se ha ganado un puesto glorioso entre las naciones por el servicio prestado a la difusión de la fe: en las cinco partes del mundo, hay Iglesias particulares nacidas gracias a la acción misionera portuguesa.

En tiempos pasados, vuestro ir en busca de otros pueblos no ha impedido ni destruido los vínculos con lo que erais y creíais, más aún, habéis logrado transplantar experiencias y particularidades con sabiduría cristiana, abriéndoos a las aportaciones de los demás para ser vosotros mismos, en una aparente debilidad que es fuerza. Hoy, al participar en la construcción de la Comunidad Europea, lleváis la contribución de vuestra identidad cultural y religiosa. En efecto, Jesucristo, del mismo modo que se unió a los discípulos en el camino de Emaús, camina también con nosotros según su promesa: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo». Aunque de modo diferente a los Apóstoles, también nosotros tenemos una experiencia auténtica y personal de la presencia del Señor resucitado. Se supera la distancia de los siglos, y el Resucitado se ofrece vivo y operante por medio de nosotros en el hoy de la Iglesia y del mundo. Ésta es nuestra gran alegría. En el caudal vivo de la Tradición de la Iglesia, Cristo no está a dos mil años de distancia, sino que está realmente presente entre nosotros y nos da la Verdad, nos da la Luz que nos hace vivir y encontrar el camino hacia el futuro.

Está presente en su Palabra, en la asamblea del Pueblo de Dios con sus Pastores y, de modo eminente, Jesús está con nosotros aquí en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Saludo al Señor Cardenal Patriarca de Lisboa, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido al comienzo de la celebración, en nombre de su comunidad, que me acoge y que abrazo con sus casi dos millones de hijos e hijas. Dirijo un saludo fraterno y amistoso a todos los presentes, queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos consagrados, consagradas y laicos comprometidos, queridas familias, queridos jóvenes, catecúmenos y bautizados, y que extiendo a los que se unen a nosotros mediante la radio y la televisión. Agradezco cordialmente al Señor Presidente de la República por su presencia, y a las demás autoridades, con una mención especial del Alcalde de Lisboa, que ha tenido la amabilidad de honrarme con la entrega de las llaves de la ciudad.

Lisboa amiga, puerto y refugio de tantas esperanzas que ponía en ti quien partía, y que albergaba quien te visitaba; me gustaría usar hoy estas llaves que me has entregado para que puedas fundar tus esperanzas humanas en la divina Esperanza. En la lectura que acabamos de proclamar, tomada de la primera Carta de San Pedro, hemos oído: «Yo coloco en Sión una piedra angular, escogida y preciosa; el que crea en ella no quedará defraudado». Y el Apóstol explica: Acercaos al Señor, «la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios» (1 P 2,6.4). Hermanos y hermanas, quien cree en Jesús no quedará defraudado; esto es Palabra de Dios, que no se engaña ni puede engañarnos. Palabra confirmada por una «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas», y que el autor del Apocalipsis ha visto «vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos» (Ap 7,9). En esta innumerable multitud, no están sólo los santos Verísimo, Máxima y Julia, martirizados aquí en la persecución de Diocleciano, o san Vicente, diácono y mártir, patrón principal del Patriarcado, san Antonio y san Juan de Brito, que salieron de aquí para sembrar la buena semilla de Dios en otras tierras y pueblos, o san Nuño de Santa María, que he inscrito en el libro de los santos hace algo más de un año. De ella forman parte también los «siervos de nuestro Dios» de todo tiempo y lugar, que llevan marcada su frente con el signo de la cruz, con el sello «de Dios vivo» (Ap 7,2), el Espíritu Santo. Éste es el rito inicial que se ha realizado en cada uno de nosotros en el Bautismo, sacramento por el que la Iglesia da a luz a los «santos».

Sabemos que no le faltan hijos reacios e incluso rebeldes, pero es en los santos donde la Iglesia reconoce sus propios rasgos característicos y, precisamente en ellos, saborea su alegría más profunda. Todos tienen en común el deseo de encarnar el Evangelio en su existencia, bajo el impulso del eterno animador del Pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo. Al fijar la mirada sobre sus propios santos, esta Iglesia particular ha llegado a la conclusión de que la prioridad pastoral de hoy es hacer de cada hombre y mujer cristianos una presencia radiante de la perspectiva evangélica en medio del mundo, en la familia, la cultura, la economía y la política. Con frecuencia nos preocupamos afanosamente por las consecuencias sociales, culturales y políticas de la fe, dando por descontado que hay fe, lo cual, lamentablemente, es cada vez menos realista. Se ha puesto una confianza tal vez excesiva en las estructuras y en los programas eclesiales, en la distribución de poderes y funciones, pero ¿qué pasaría si la sal se volviera insípida?

Para que esto no ocurra, es necesario anunciar de nuevo con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y resurrección de Cristo, corazón del cristianismo, el núcleo y fundamento de nuestra fe, recio soporte de nuestras certezas, viento impetuoso que disipa todo miedo e indecisión, cualquier duda y cálculo humano. La resurrección de Cristo nos asegura que ningún poder adverso podrá jamás destruir la Iglesia. Así, pues, nuestra fe tiene fundamento, pero hace falta que esta fe se haga vida en cada uno de nosotros. Por tanto, se ha de hacer un gran esfuerzo capilar para que todo cristiano se convierta en un testigo capaz de dar cuenta siempre y a todos de la esperanza que lo anima (cf. 1 P 3,15). Sólo Cristo puede satisfacer plenamente los anhelos más profundos del corazón humano y dar respuesta a sus interrogantes que más le inquietan sobre el sufrimiento, la injusticia y el mal, sobre la muerte y la vida del más allá.

Queridos hermanos y jóvenes amigos, Cristo está siempre con nosotros y camina siempre con su Iglesia, la acompaña y la protege, como Él nos dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Nunca dudéis de su presencia. Buscad siempre al Señor Jesús, creced en la amistad con Él, recibidlo en la comunión. Aprended a escuchar y conocer su palabra y a reconocerlo también en los pobres. Vivid vuestra existencia con alegría y entusiasmo, seguros de su presencia y su amistad gratuita, generosa, fiel hasta la muerte de cruz. Dad testimonio a todos de la alegría por su presencia, fuerte y suave, comenzando por vuestros coetáneos. Decidles que es hermoso ser amigo de Jesús y que vale la pena seguirlo. Mostrad con vuestro entusiasmo que, de las muchas formas de vivir que el mundo parece ofrecernos hoy – aparentemente todas del mismo nivel –, la única en la que se encuentra el verdadero sentido de la vida y, por tanto, la alegría auténtica y duradera, es siguiendo a Jesús.

Buscad cada día la protección de María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Ella, la toda Santa, os ayudará a ser fieles discípulos de su Hijo Jesucristo.


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(11-14 DE MAYO DE 2010)

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN EL 50° ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN
DEL SANTUARIO DEL CRISTO REY DE ALMADA

Terreiro do Paço - Lisboa
Martes 11 de mayo de 2010



Queridos hermanos y hermanas:

En estos momentos dirijo la mirada a la otra orilla del Tajo, donde se encuentra el monumento a Cristo Rey, casi en la clausura de las celebraciones de su 50 aniversario. Ante la imposibilidad de visitar el santuario –como quería Mons. Gilberto, Obispo de Setúbal–, quisiera indicar aquí a las nuevas generaciones los ejemplos de esperanza en Dios y la lealtad al voto que se le hizo, y que los obispos y los fieles de entonces nos han dejado esculpidos en el monumento, como signo de amor y reconocimiento por preservar la paz en Portugal. Desde allí, la imagen de Cristo extiende los brazos a todo Portugal, como si quisiera recordarle la Cruz en la que Jesús ha alcanzado la paz del universo y se ha manifestado como Rey y siervo, porque es el verdadero Salvador de la humanidad.

Que, como santuario, sea cada vez más un lugar donde todos los creyentes verifiquen cómo los criterios del Reino de Cristo han sido impresos en su vida de consagración bautismal, para promover la edificación del amor, la justicia y la paz, interviniendo en la sociedad en favor de los pobres y oprimidos, para centrar la espiritualidad de las comunidades cristianas en Cristo, Señor y juez de la historia.

Imploro abundantes bendiciones del cielo, creadoras de esperanza y de paz duradera en los corazones, las familias y la sociedad, sobre todos los que trabajan y sirven en el Santuario de Cristo Rey, sobre sus peregrinos y todos los diocesanos de Setúbal.


BENEDICTUS PP. XVI


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(11-14 DE MAYO DE 2010)

A LOS JÓVENES REUNIDOS
ANTE LA NUNCIATURA APOSTÓLICA

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Nunciatura Apostólica - Lisboa
Martes 11 de mayo de 2010



Queridos amigos:

Me ha alegrado la participación tan viva y numerosa de los jóvenes en la Eucaristía de esta tarde en el Terreiro do Paço, manifestando su fe y su determinación de construir el futuro sobre el Evangelio de Jesucristo. Gracias por el alegre testimonio que dais de Cristo, eternamente joven, y por el afecto que manifestáis hacia su pobre Vicario en la tierra con esta serenata. Habéis venido a desearme buenas noches, y os lo agradezco de corazón; pero ahora debéis dejarme ir a dormir, de lo contrario no sería una buena noche y nos espera el día de mañana.

Estoy muy feliz de poder unirme a la multitud de peregrinos de Fátima, en el décimo aniversario de la Beatificación de Francisco y Jacinta. Ellos, con la ayuda de la Virgen, aprendieron a ver la luz de Dios dentro de sus corazones y a adorarla en sus vidas. Que la Virgen María os conceda la misma gracia y os proteja. Sigo contando con vosotros y con vuestras oraciones, para que esta Visita en Portugal sea fructífera. Y ahora, con gran afecto, os imparto mi Bendición, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Buenas noches y hasta mañana.

Muchas gracias.


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(11-14 DE MAYO DE 2010)

ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA CULTURA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Centro Cultural de Belém - Lisboa
Miércoles 12 de mayo de 2010

(Vídeo)


Queridos hermanos en el episcopado,
ilustres cultivadores del pensamiento, la ciencia y el arte,
queridos amigos:

Siento una gran alegría al ver aquí reunido el conjunto multiforme de la cultura portuguesa, que de manera tan digna representáis: mujeres y hombres empeñados en la investigación y edificación de los varios saberes. Expreso a todos el testimonio de mi más alta estima y consideración, reconociendo la importancia de lo que hacéis y de lo que sois. El Gobierno, representado aquí por la Señora Ministra de Cultura, y a la que dirijo mi deferente y grato saludo, se preocupa por las prioridades nacionales del mundo de la cultura, con los oportunos incentivos. Doy las gracias a todos los que han hecho posible este encuentro nuestro, en particular a la Comisión Episcopal de la Cultura, con su Presidente, Mons. Manuel Clemente, a quien agradezco las palabras de cordial acogida y la presentación de la realidad polifónica de la cultura portuguesa, representada aquí por algunos de sus mejores protagonistas, y de cuyos sentimientos y expectativas se ha hecho portavoz el cineasta Manoel de Oliveira, de venerable edad y trayectoria, y a quien saludo con admiración y afecto, al mismo tiempo que le agradezco las palabras que me ha dirigido, y en las que ha dejado entrever las ansias y disposiciones del alma portuguesa en medio de las turbulencias de la sociedad actual.

En efecto, en la cultura de hoy se refleja una “tensión” entre el presente y la tradición, que a veces adquiere forma de “conflicto”. La dinámica de la sociedad absolutiza el presente, aislándolo del patrimonio cultural del pasado y sin la intención de proyectar un futuro. Pero, una valorización del “presente” como fuente de inspiración del sentido de la vida, tanto individual como social, se enfrenta con la fuerte tradición cultural del pueblo portugués, profundamente marcada por el influjo milenario del cristianismo, y con un sentido de responsabilidad global, confirmada en la aventura de los descubrimientos y en el celo misionero, compartiendo la fe con otros pueblos. Los ideales cristianos de universalidad y fraternidad inspiraron esta aventura común, aunque también se sintió la influencia del iluminismo y del laicismo. Esta tradición dio origen a lo que podíamos llamar una “sabiduría”, es decir, un sentido de la vida y de la historia, del que formaban parte un universo ético y un “ideal” que cumplir por parte de Portugal, que siempre ha procurado relacionarse con el resto del mundo.

La Iglesia aparece como la gran defensora de una sana y elevada tradición, cuya rica aportación está al servicio de la sociedad; ésta sigue respetando y apreciando su servicio al bien común, pero se aleja de la mencionada “sabiduría” que forma parte de su patrimonio. Este “conflicto” entre la tradición y el presente se expresa en la crisis de la verdad, pero sólo ésta puede orientar y trazar el rumbo de una existencia lograda, como individuo o como pueblo. De hecho, un pueblo que deja de saber cuál es su propia verdad, acaba perdiéndose en el laberinto del tiempo y de la historia, sin valores bien definidos, sin grandes objetivos claramente enunciados. Queridos amigos, queda por hacer un gran esfuerzo para aprender la forma en que la Iglesia se sitúa en el mundo, ayudando a la sociedad a entender que el anuncio de la verdad es un servicio que ella le ofrece, abriendo horizontes nuevos de futuro, grandeza y dignidad. En efecto, la Iglesia tiene «una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia a favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. […] La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso, la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable» (Enc. Caritas in veritate, 9). Para una sociedad formada mayoritariamente por católicos, y cuya cultura ha sido profundamente marcada por el cristianismo, resulta dramático intentar encontrar la verdad fuera de Jesucristo. Para nosotros, cristianos, la Verdad es divina; es el “Logos” eterno, que tomó expresión humana en Jesucristo, que pudo afirmar con objetividad: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). La convivencia de la Iglesia, con su firme adhesión al carácter perenne de la verdad, con el respeto por otras “verdades”, o con la verdad de otros, es algo que la misma Iglesia está aprendiendo. En este respeto dialogante se pueden abrir puertas nuevas para la transmisión de la verdad.

«La Iglesia —escribía el Papa Pablo VI— debe ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir. La Iglesia se hace palabra; la Iglesia se hace mensaje; la Iglesia se hace coloquio» (Enc. Ecclesiam suam, 34). En efecto, el diálogo sin ambages, y respetuoso de las partes implicadas en él, es una prioridad hoy en el mundo, y en la que la Iglesia se siente comprometida. Una prueba de ello es la presencia de la Santa Sede en los diversos organismos internacionales, como por ejemplo en el Centro Norte-Sur del Consejo de Europa, instituido aquí en Lisboa hace 20 años, y que tiene como piedra angular el diálogo intercultural, con el fin de promover la cooperación entre Europa, el Sur del Mediterráneo y África, y construir una ciudadanía mundial fundada sobre los derechos humanos y la responsabilidad de los ciudadanos, con independencia de su origen étnico o pertenencia política, y respetuoso de las creencias religiosas. Teniendo en cuenta la diversidad cultural, es preciso lograr que las personas no sólo acepten la existencia de la cultura del otro, sino que aspiren también a enriquecerse con ella y a ofrecerle lo que se tiene de bueno, de verdadero y de bello.

Éste es un momento que exige lo mejor de nuestras fuerzas, audacia profética y, como diría vuestro Poeta nacional, «mostrar al mundo nuevos mundos» (Luís de Camões, Os Lusíadas, II, 45). Vosotros, trabajadores de la cultura en cualquiera de sus formas, creadores de pensamiento y de opinión, «gracias a vuestro talento, tenéis la posibilidad de hablar al corazón de la humanidad, de tocar la sensibilidad individual y colectiva, de suscitar sueños y esperanzas, de ensanchar los horizontes del conocimiento y del compromiso humano. […] Y no tengáis miedo de confrontaros con la fuente primera y última de la belleza, de dialogar con los creyentes, con quienes como vosotros se sienten peregrinos en el mundo y en la historia hacia la Belleza infinita» (Discurso a los artistas, 21-11-2009).

Precisamente, con el fin de «infundir en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio» (Juan XXIII, Const. ap. Humanae salutis, 3), se celebró el Concilio Vaticano II, en el que la Iglesia, a partir de una renovada conciencia de la tradición católica, toma en serio y discierne, transfigura y transciende las críticas que están en la base de las fuerzas que caracterizaron la modernidad, o sea la Reforma y la Ilustración. Así, la Iglesia, por sí misma, acogía y recreaba lo mejor de las instancias de la modernidad, por un lado, superándolas y, por otro, evitando sus errores y veredas que no tienen salida. El evento conciliar puso las premisas de una auténtica renovación católica y de una nueva civilización, la “civilización del amor”, como servicio evangélico al hombre y a la sociedad.

Queridos amigos, la Iglesia considera su misión prioritaria en la cultura actual mantener despierta la búsqueda de la verdad y, consecuentemente, de Dios; llevar a las personas a mirar más allá de las cosas penúltimas y ponerse a la búsqueda de las últimas. Os invito a profundizar en el conocimiento de Dios, del mismo modo que él se ha revelado en Jesucristo para nuestra plena realización. Haced cosas bellas, pero, sobre todo, convertir vuestras vidas en lugares de belleza. Que interceda por vosotros Santa María de Belén, venerada desde siglos por los navegantes del océano y hoy por los navegantes del Bien, la Verdad y la Belleza.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

VISITA A LA CAPILLA DE LAS APARICIONES

ORACIÓN A LA VIRGEN

Capilla de las Apariciones - Fátima
Miércoles 12 de mayo de 2010





Santo Padre:

Señora Nuestra
y Madre de todos los hombres y mujeres,
aquí estoy como un hijo
que viene a visitar a su Madre
y lo hace en compañía
de una multitud de hermanos y hermanas.
Como Sucesor de Pedro,
al que se le confió la misión
de presidir el servicio
de la caridad en la Iglesia de Cristo
y de confirmar a todos en la fe
y en la esperanza,
quiero presentar a tu Corazón Inmaculado
las alegrías y las esperanzas,
así como los problemas y los sufrimientos
de cada uno de estos hijos e hijas tuyos,
que se encuentran en Cova de Iria
o que nos acompañan desde la distancia.

Madre amabilísima,
tú conoces a cada uno por su nombre,
con su rostro y con su historia,
y quieres a todos
con amor materno,
que fluye del mismo corazón de Dios Amor.
Te confío a todos y los consagro a ti,
María Santísima,
Madre de Dios y Madre nuestra.

Cantores y asamblea:

Nosotros te cantamos y aclamamos, María (v.1)

Santo Padre:

El Venerable Papa Juan Pablo II,
que te visitó tres veces, aquí en Fátima,
y te agradeció aquella “mano invisible”
que lo libró de la muerte,
en el atentado del trece de mayo,
en la Plaza de San Pedro, hace casi treinta años,
quiso ofrecer al Santuario de Fátima
la bala que lo hirió gravemente
y que fue colocada en tu corona de Reina de la Paz.
Nos consuela profundamente
saber que estás coronada
no sólo con la plata
y el oro de nuestras alegrías y esperanzas,
sino también con la “bala”
de nuestras preocupaciones y sufrimientos.

Te agradezco, Madre querida,
las oraciones y sacrificios
que los Pastorcillos
de Fátima realizaron por el Papa,
animados por los sentimientos
que tú les habías infundido en las apariciones.
Agradezco igualmente a todos aquellos que,
cada día,
rezan por el Sucesor de Pedro
y sus intenciones,
para que el Papa sea fuerte en la fe,
audaz en la esperanza y ferviente en el amor.

Cantores y asamblea:

Nosotros te cantamos y aclamamos, María (v.2)

Santo Padre:

Madre querida por todos nosotros,
te entrego aquí en tu Santuario de Fátima,
la Rosa de Oro
que he traído desde Roma,
como regalo de gratitud del Papa,
por las maravillas que el Omnipotente
ha realizado por tu mediación
en los corazones de tantos peregrinos
que vienen a esta tu casa materna.

Estoy seguro de que los Pastorcillos de Fátima,
los Beatos Francisco y Jacinta
y la Sierva de Dios Lucía de Jesús,
nos acompañan en este momento de súplica y júbilo.

Cantores y asamblea:

Nosotros te cantamos y aclamamos, María (v.5)


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS CON SACERDOTES,
RELIGIOSOS, SEMINARISTAS Y DIÁCONOS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia de la Santísima Trinidad - Fátima
Miércoles 12 de mayo de 2010



Queridos hermanos y hermanas

“Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer [...] para que recibiéramos el ser hijos adoptivos” (Ga 4, 4.5). La plenitud de los tiempos llegó, cuando el Eterno irrumpió en el tiempo: por obra y gracia del Espíritu Santo, el Hijo del Altísimo fue concebido y se hizo hombre en el seno de una mujer: la Virgen Madre, tipo y modelo excelso de la Iglesia creyente. Ella no deja de generar nuevos hijos en el Hijo, que el Padre ha querido como primogénito de muchos hermanos. Cada uno de nosotros está llamado a ser, con María y como María, un signo humilde y sencillo de la Iglesia que continuamente se ofrece como esposa en las manos de su Señor.

A todos vosotros, que habéis entregado vuestras vidas a Cristo, deseo expresaros esta tarde el aprecio y el reconocimiento de la Iglesia. Gracias por vuestro testimonio a menudo silencioso y para nada fácil; gracias por vuestra fidelidad al Evangelio y a la Iglesia. En Jesús presente en la Eucaristía, abrazo a mis hermanos en el sacerdocio y el diaconado, a las consagradas y consagrados, a los seminaristas y a los miembros de los movimientos y de las nuevas comunidades eclesiales aquí presentes. Que el Señor recompense, como sólo Él sabe y puede hacerlo, a todos los que han hecho posible que nos encontremos aquí ante Jesús Eucaristía, en particular a la Comisión Episcopal para las Vocaciones y los Ministerios, con su Presidente, Mons. Antonio Santos, al que agradezco sus palabras llenas de afecto colegial y fraterno pronunciadas al inicio de estas Vísperas. En este “cenáculo” ideal de fe que es Fátima, la Virgen Madre nos indica el camino para nuestra oblación pura y santa en las manos del Padre.

Permitidme que os abra mi corazón para deciros que la principal preocupación de cada cristiano, especialmente de la persona consagrada y del ministro del Altar, debe ser la fidelidad, la lealtad a la propia vocación, como discípulo que quiere seguir al Señor. La fidelidad a lo largo del tiempo es el nombre del amor; de un amor coherente, verdadero y profundo a Cristo Sacerdote. “Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial” (Juan Pablo II, Novo millennio ineunte, 31). Que, en este Año Sacerdotal que mira ya a su fin, descienda sobre todos vosotros abundantes gracias para que viváis el gozo de la consagración y testimoniéis la fidelidad sacerdotal fundada en la fidelidad de Cristo. Esto supone evidentemente una auténtica intimidad con Cristo en la oración, ya que la experiencia fuerte e intensa del amor del Señor llevará a los sacerdotes y a los consagrados a corresponder de un modo exclusivo y esponsal a su amor.

Esta vida de especial consagración nació como memoria evangélica para el pueblo de Dios, memoria que manifiesta, certifica y anuncia a toda la Iglesia la radicalidad evangélica y la venida del Reino. Por lo tanto, queridos consagrados y consagradas, con vuestra dedicación a la oración, a la ascesis, al progreso en la vida espiritual, a la acción apostólica y a la misión, tended a la Jerusalén celeste, anticipad la Iglesia escatológica, firme en la posesión y en la contemplación amorosa del Dios Amor. Este testimonio es muy necesario en el momento presente. Muchos de nuestros hermanos viven como si no existiese el más allá, sin preocuparse de la propia salvación eterna. Todos los hombres están llamados a conocer y a amar a Dios, y la Iglesia tiene como misión ayudarles en esta vocación. Sabemos bien que Dios es el dueño de sus dones, y que la conversión de los hombres es una gracia. Pero nosotros somos responsables del anuncio de la fe, en su integridad y con sus exigencias. Queridos amigos, imitemos al Cura de Ars que rezaba así al buen Dios: “Concédeme la conversión de mi parroquia, y yo acepto sufrir todo lo que tu quieras durante el resto de mi vida”. Él hizo todo lo posible por sacar a las personas de la tibieza y conducirlas al amor.

Hay una solidaridad profunda entre todos los miembros del Cuerpo de Cristo: no es posible amarlo sin amar a sus hermanos. Juan María Vianney quiso ser sacerdote precisamente para la salvación de ellos: “Ganar la almas para el buen Dios”, declaraba al anunciar su vocación con dieciocho años de edad, así como Pablo decía: “Ganar a todos los que pueda” (1 Co 9,19). El Vicario general le había dicho: “No hay mucho amor de Dios en la Parroquia, usted lo pondrá”. Y, en su pasión sacerdotal, el santo párroco era misericordioso como Jesús en el encuentro con cada pecador. Prefería insistir en el aspecto atrayente de la virtud, en la misericordia de Dios, en cuya presencia nuestros pecados son “granos de arena”. Presentaba la ternura de Dios ofendida. Temía que los sacerdotes se volvieran “insensibles” y se acostumbraran a la indiferencia de sus fieles: “Ay del Pastor -advertía- que permanece en silencio viendo cómo se ofende a Dios y las almas se pierden”.

Amados hermanos sacerdotes, en este lugar especial por la presencia de María, teniendo ante nuestros ojos su vocación de fiel discípula de su Hijo Jesús, desde su concepción hasta la Cruz y después en el camino de la Iglesia naciente, considerad la extraordinaria gracia de vuestro sacerdocio. La fidelidad a la propia vocación exige arrojo y confianza, pero el Señor también quiere que sepáis unir vuestras fuerzas; mostraos solícitos unos con otros, sosteniéndoos fraternalmente. Los momentos de oración y estudio en común, compartiendo las exigencias de la vida y del trabajo sacerdotal, son una parte necesaria de vuestra existencia. Cuánto bien os hace esa acogida mutua en vuestras casas, con la paz de Cristo en vuestros corazones. Qué importante es que os ayudéis mutuamente con la oración, con consejos útiles y con el discernimiento. Estad particularmente atentos a las situaciones que debilitan de alguna manera los ideales sacerdotales o la dedicación a actividades que no concuerdan del todo con lo que es propio de un ministro de Jesucristo. Por lo tanto, asumid como una necesidad actual, junto al calor de la fraternidad, la actitud firme de un hermano que ayuda a otro hermano a “permanecer en pie”.

Aunque el sacerdocio de Cristo es eterno (cfr. Hb 5,6), la vida de los sacerdotes es limitada. Cristo quiere que otros, a lo largo de los siglos, perpetúen el sacerdocio ministerial instituido por Él. Por lo tanto, mantened en vuestro interior y en vuestro entorno la tensión de suscitar entre los fieles -colaborando con la gracia del Espíritu Santo- nuevas vocaciones sacerdotales. La oración confiada y perseverante, el amor gozoso a la propia vocación y la dedicación a la dirección espiritual os ayudará a discernir el carisma vocacional en aquellos que Dios llama.

Queridos seminaristas, que ya habéis dado el primer paso hacia el sacerdocio y os estáis preparando en el Seminario Mayor o en las Casas de Formación religiosa, el Papa os anima a ser conscientes de la gran responsabilidad que tendréis que asumir: examinad bien las intenciones y motivaciones; dedicaos con entusiasmo y con espíritu generoso a vuestra formación. La Eucaristía, centro de la vida del cristiano y escuela de humildad y de servicio, debe ser el objeto principal de vuestro amor. La adoración, la piedad y la atención al Santísimo Sacramento, a lo largo de estos años de preparación, harán que un día celebréis el sacrificio del Altar con verdadera y edificante unción.

En este camino de fidelidad, amados sacerdotes y diáconos, consagrados y consagradas, seminaristas y laicos comprometidos, nos guía y acompaña la Bienaventurada Virgen María. Con Ella y como Ella somos libres para ser santos; libres para ser pobres, castos y obedientes; libres para todos, porque estamos desprendidos de todo; libres de nosotros mismos para que en cada uno crezca Cristo, el verdadero consagrado al Padre y el Pastor al cual los sacerdotes, siendo presencia suya, prestan su voz y sus gestos; libres para llevar a la sociedad moderna a Jesús muerto y resucitado, que permanece con nosotros hasta el final de los siglos y se da a todos en la Santísima Eucaristía.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

ACTO DE CONSAGRACIÓN
DE LOS SACERDOTES AL CORAZÓN INMACULADO DE MARÍA

ORACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia de la Santísima Trinidad - Fátima
Miércoles 12 de mayo de 2010





Madre Inmaculada,
en este lugar de gracia,
convocados por el amor de tu Hijo Jesús,
Sumo y Eterno Sacerdote, nosotros,
hijos en el Hijo y sacerdotes suyos,
nos consagramos a tu Corazón materno,
para cumplir fielmente la voluntad del Padre.

Somos conscientes de que, sin Jesús,
no podemos hacer nada (cfr. Jn 15,5)
y de que, sólo por Él, con Él y en Él,
seremos instrumentos de salvación para el mundo.

Esposa del Espíritu Santo,
alcánzanos el don inestimable
de la transformación en Cristo.
Por la misma potencia del Espíritu que,
extendiendo su sombra sobre Ti,
te hizo Madre del Salvador,
ayúdanos para que Cristo, tu Hijo,
nazca también en nosotros.
Y, de este modo, la Iglesia pueda
ser renovada por santos sacerdotes,
transfigurados por la gracia de Aquel
que hace nuevas todas las cosas.

Madre de Misericordia,
ha sido tu Hijo Jesús quien nos ha llamado
a ser como Él:
luz del mundo y sal de la tierra
(cfr. Mt 5,13-14).

Ayúdanos,
con tu poderosa intercesión,
a no desmerecer esta vocación sublime,
a no ceder a nuestros egoísmos,
ni a las lisonjas del mundo,
ni a las tentaciones del Maligno.

Presérvanos con tu pureza,
custódianos con tu humildad
y rodéanos con tu amor maternal,
que se refleja en tantas almas
consagradas a ti
y que son para nosotros
auténticas madres espirituales.

Madre de la Iglesia,
nosotros, sacerdotes,
queremos ser pastores
que no se apacientan a sí mismos,
sino que se entregan a Dios por los hermanos,
encontrando la felicidad en esto.
Queremos cada día repetir humildemente
no sólo de palabra sino con la vida,
nuestro “aquí estoy”.

Guiados por ti,
queremos ser Apóstoles
de la Divina Misericordia,
llenos de gozo por poder celebrar diariamente
el Santo Sacrificio del Altar
y ofrecer a todos los que nos lo pidan
el sacramento de la Reconciliación.

Abogada y Mediadora de la gracia,
tu que estas unida
a la única mediación universal de Cristo,
pide a Dios, para nosotros,
un corazón completamente renovado,
que ame a Dios con todas sus fuerzas
y sirva a la humanidad como tú lo hiciste.

Repite al Señor
esa eficaz palabra tuya:“no les queda vino” (Jn 2,3),
para que el Padre y el Hijo derramen sobre nosotros,
como una nueva efusión,
el Espíritu Santo.

Lleno de admiración y de gratitud
por tu presencia continua entre nosotros,
en nombre de todos los sacerdotes,
también yo quiero exclamar:
“¿quién soy yo para que me visite
la Madre de mi Señor? (Lc 1,43)

Madre nuestra desde siempre,
no te canses de “visitarnos”,
consolarnos, sostenernos.
Ven en nuestra ayuda
y líbranos de todos los peligros
que nos acechan.
Con este acto de ofrecimiento y consagración,
queremos acogerte de un modo
más profundo y radical,
para siempre y totalmente,
en nuestra existencia humana y sacerdotal.

Que tu presencia haga reverdecer el desierto
de nuestras soledades y brillar el sol
en nuestras tinieblas,
haga que torne la calma después de la tempestad,
para que todo hombre vea la salvación
del Señor,
que tiene el nombre y el rostro de Jesús,
reflejado en nuestros corazones,
unidos para siempre al tuyo.

Así sea.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

BENDICIÓN DE LAS ANTORCHAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Explanada de Santuario de Fátima
Miércoles 12 de mayo de 2010



Queridos peregrinos:

Todos juntos, con la vela encendida en la mano, semejáis un mar de luz en torno a esta sencilla capilla, levantada con amor para honrar a la Madre de Dios y Madre nuestra, a la que los pastorcillos vieron volver de la tierra al cielo como una estela de luz. Sin embargo, ni ella ni nosotros tenemos luz propia: la recibimos de Jesús. Su presencia en nosotros renueva el misterio y el recuerdo de la zarza ardiente, que en otro tiempo atrajo a Moisés en el monte Sinaí, y que no deja de seducir a los que se dan cuenta de una luz especial en nosotros, que arde sin consumirnos (cf. Ex 3, 2-5). Por nosotros mismos no somos más que una mísera zarza, en la que, sin embargo, se ha posado la gloria de Dios. A Él sea la gloria y a nosotros la confesión humilde de nuestra nada y la adoración obediente de los designios divinos, que se cumplirán cuando “Dios lo será todo para todos” (1 Co 15, 28). La Virgen llena de gracia sirvió incomparablemente dichos designios: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).

Queridos peregrinos, imitemos a María haciendo resonar en nuestra vida su “hágase en mí”. Dios había ordenado a Moisés: “Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado” (Ex 3, 5). Y así lo hizo; luego se puso nuevamente las sandalias para ir a liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto y guiarlo a la tierra prometida. No se trataba simplemente de poseer una parcela de terreno o del territorio nacional al que todo pueblo tiene derecho. En la lucha por la liberación de Israel y en su salida de Egipto, lo que destaca en primer lugar es, sobre todo, el derecho a la libertad para adorar, a la libertad de un culto propio. A lo largo de la historia del pueblo elegido, la promesa de la tierra acaba asumiendo cada vez más este significado: la tierra se da para que haya un lugar de obediencia, para que haya un espacio abierto a Dios.

En nuestro tiempo, cuando en vastas regiones de la tierra la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue, la prioridad más importante de todas es hacer presente a Dios en este mundo y facilitar a los hombres el acceso a Dios. No a un dios cualquiera, sino al Dios que ha hablado en el Sinaí; al Dios cuyo rostro reconocemos en el amor hasta el extremo (cf. Jn 13, 1), en Cristo crucificado y resucitado. Queridos hermanos y hermanas, adorad en vuestros corazones a Cristo Señor (cf. 1 P 3, 15). No tengáis miedo de hablar de Dios y de mostrar sin complejos los signos de la fe, haciendo resplandecer a los ojos de vuestros contemporáneos la luz de Cristo que, como canta la Iglesia en la noche de la Vigilia Pascual, engendra a la humanidad como familia de Dios.

Hermanos y hermanas, en este lugar impresiona ver cómo tres niños se rindieron a la fuerza interior que los había invadido en las apariciones del Ángel y de la Madre del cielo. Aquí, donde tantas veces se nos ha pedido que recemos el Rosario, dejémonos atraer por los misterios de Cristo, los misterios del Rosario de María. El rezo del Rosario nos permite poner nuestros ojos y nuestro corazón en Jesús, como su Madre, modelo insuperable de contemplación del Hijo. Al meditar los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos, recitando las avemarías, contemplamos todo el misterio de Jesús, desde la Encarnación a la Cruz y la gloria de la Resurrección; contemplamos la íntima participación de María en este misterio y nuestra vida en Cristo hoy, que también está tejida de momentos de alegría y de dolor, de sombras y de luz, de contrariedades y de esperanzas. La gracia inunda nuestro corazón suscitando el deseo de un cambio de vida radical y evangélico, en comunión de vida y de destino con Cristo, de manera que podamos decir con San Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1, 21).

Siento que me acompañan la devoción y el afecto de todos los fieles aquí reunidos y del mundo entero. Traigo conmigo las preocupaciones y las esperanzas de nuestro tiempo y los sufrimientos de la humanidad herida, los problemas del mundo, y vengo a ponerlos a los pies de Nuestra Señora de Fátima: Virgen Madre de Dios y Madre nuestra querida, intercede por nosotros ante tu Hijo, para que las familias de los pueblos, tanto aquellas que llevan el nombre de cristianas como las que todavía no conocen a su Salvador, vivan en paz y en concordia hasta que todas formen un solo Pueblo de Dios, a gloria de la santísima e indivisible Trinidad. Amén.


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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

SANTA MISA DE LA VIGILIA
DE LA SOLEMNIDAD DE LA VIRGEN MARÍA DE FÁTIMA

HOMILÍA DEL CARD. TARCISIO BERTONE,
SECRETARIO DE ESTADO DE SU SANTIDAD

Fátima - Atrio del Santuario
Miércoles 12 de mayo de 2010




Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
amados hermanos y hermanas en el Señor,
queridos peregrinos de Fátima

Dice Jesús: “Si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Para entrar en el Reino, hemos de hacernos humildes, cada vez más humildes y pequeños, lo más pequeños posible: éste es el secreto de la vida mística. La verdadera vida espiritual comienza con un auténtico acto de humildad, renunciando a la difícil posición de sentirse siempre el centro del universo y abandonándose en los brazos del misterio de Dios, con alma de niño.

En los brazos del misterio de Dios. En Él no hay sólo potencia, ciencia, majestad; hay también infancia, inocencia, ternura infinita, porque Él es Padre, infinitamente Padre. No lo sabíamos antes, ni podíamos saberlo; ha sido necesario que enviase a su Hijo para que lo descubriésemos. El Hijo se ha hecho niño y, de esta manera, ha podido decirnos que nos hiciéramos niños para entrar en su Reino. Siendo Dios de infinita grandeza, se ha hecho tan pequeño y humilde ante nosotros, que solamente los ojos de la fe y de los sencillos lo pueden reconocer (cf. Mt 11, 25). Así, ha puesto en cuestión el instinto natural de protagonismo que reina en nosotros: “Ser como Dios” (cf. Gn 3, 5). Pues bien, Dios ha aparecido en la tierra como niño. Ahora sabemos cómo es Dios: es un niño. Teníamos que verlo para creerlo. Ha aprovechado nuestra imperiosa necesidad de sobresalir, pero ha cambiado su objetivo, proponiéndonos ponerla al servicio del amor; sobresalir sí, pero como el más pacífico, indulgente, generoso y servicial de todos: el siervo y el último de todos.

Hermanos y hermanas, ésta es “la sabiduría que viene de arriba” (cf. St 3, 17). En cambio, la “sabiduría” del mundo alaba el éxito personal y lo busca a toda costa, quitando de en medio sin miramientos a quien obstaculiza la propia superioridad. A esto llaman vida, pero el rastro de muerte que deja, lo contradice. “El que odia a su hermano –lo hemos oído en la segunda lectura– es un homicida. Y sabéis que ningún homicida lleva en sí la vida eterna” (1 Jn 3, 15). Solamente quien ama al hermano posee en sí la vida eterna, es decir, la presencia de Dios, el cual, por medio del Espíritu, comunica al creyente su amor y lo hace partícipe del misterio de la vida trinitaria. En efecto, así como un emigrante en un país extranjero, aunque se adapte a la nueva situación, conserva –al menos en el corazón– las leyes y las costumbres de su pueblo, así también, cuando Jesús vino a la tierra, trajo consigo, como peregrino de la Trinidad, el modo de vivir de su patria celeste, que “expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 470). En el Bautismo, cada uno de nosotros ha renunciado a la “sabiduría” del mundo y se ha convertido a la “sabiduría de arriba”, manifestada en Cristo Jesús, Maestro incomparable en el arte de amar (cf. 1 Jn 3, 16). Jesús ha dicho que dar la vida por el hermano es el culmen del amor (cf. Jn 15, 13); lo ha dicho y lo ha hecho, mandándonos amar como Él (cf. Jn 15, 12). El gran desafío es pasar de considerar la vida como posesión a verla como don, y aquí se nos revela –a nosotros mismos y a los demás– quiénes somos y quiénes queremos ser.

El amor fraterno y gratuito es el mandamiento y la misión que el divino Maestro nos ha dejado, capaz de convencer a nuestros hermanos y hermanas en humanidad: “La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros” (Jn 13, 35). A veces, nos quejamos de la marginación del cristianismo en la sociedad actual, de la dificultad para trasmitir la fe a los jóvenes, de la disminución de las vocaciones sacerdotales y religiosas… y se podrían añadir otros motivos de preocupación; de hecho, no es extraño que nos sintamos perdedores a los ojos del mundo. Sin embargo, la aventura de la esperanza va más allá. Nos dice que el mundo es de quien más lo ama y mejor se lo demuestra. En el corazón de toda persona hay una sed infinita de amor; y nosotros, con el amor que Dios derrama en nuestros corazones (cf. Rm 5, 5), podemos saciarla. Naturalmente, nuestro amor debe expresarse no “de palabra y de boca, sino de verdad y con obras”, respondiendo con alegría y generosidad con nuestros bienes a las necesidades de los necesitados (cf. 1 Jn 3, 16-18).

Queridos peregrinos y cuantos me escucháis, “compartid con alegría, como Jacinta”. Así reza el lema que este Santuario ha querido recalcar en el centenario del nacimiento de la vidente privilegiada de Fátima. En este mismo lugar, hace diez años, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II la elevó a la gloria de los altares junto con su hermano Francisco; han recorrido, en poco tiempo, la larga marcha hacia la santidad, guiados y sostenidos por las manos de la Virgen María. Son dos frutos maduros del árbol de la Cruz del Salvador. Al verlos, nos damos cuenta de que ésta es la estación de los frutos… frutos de santidad. Viejo tronco lusitano de savia cristiana, con las ramas extendidas hacia otros mundos y allí enterradas como brotes de nuevos pueblos cristianos, la Reina del Cielo ha plantado en ti su pie –pie victorioso que aplasta la cabeza de la serpiente embaucadora (cf. Gn 3, 15)– para buscar a los pequeños del Reino de los cielos. Fortalecidos con la vigilia de esta noche y con los ojos atentos a la gloria de los beatos Francisco y Jacinta, aceptad el reto de Jesús: “Si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). Para personas carcomidas por el orgullo como nosotros, no es fácil hacerse niños. Por eso, Jesús nos advierte duramente: “No entraréis”. No hay alternativa. Portugal, no te resignes a formas de pensar y de vivir que no tengan futuro, porque no se apoyen sobre la certeza firme de la Palabra de Dios, del Evangelio. “¡No temas! El Evangelio no está contra ti, sino en tu favor… En el Evangelio, que es Jesús, encontrarás la esperanza firme y duradera a la que aspiras. Es una esperanza fundada en la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. Él ha querido que esta victoria sea para tu salvación y tu gozo” (Juan Pablo II, Exhort. Ap. Ecclesia in Europa, 121).

La primera lectura nos muestra cómo Samuel ha encontrado un guía en el Sacerdote Elí. Éste demuestra, en su relación con el muchacho, toda la prudencia que se requiere para la tarea del verdadero educador, pues es capaz de intuir el tipo de experiencia profunda que Samuel está viviendo. Nadie puede decidir sobre la vocación de otro; por eso, Elí orienta a Samuel a la escucha dócil de la palabra de Dios: “Habla, Señor, que tu siervo escucha” (1 S 3, 10). En cierto modo, podemos leer desde esta misma perspectiva la Visita del Santo Padre, que se desarrolla bajo el lema: “¡Papa Benedicto XVI, contigo caminamos en la Esperanza!”. Son palabras que expresan tanto una común confesión de fe y manifestación de adhesión a la Iglesia a través de su fundamento visible que es Pedro, como un aprendizaje personal de confianza y de lealtad con relación a la guía paterna y sabia de aquel que el Cielo ha elegido para indicar a la humanidad de este tiempo el camino seguro para alcanzarlo.

Santo Padre, “contigo caminamos en la Esperanza”. Contigo aprendemos a distinguir entre la gran Esperanza y las esperanzas pequeñas y siempre limitadas como nosotros. Cuando, rodeados de la decepción general de quienes se quedan en las pequeñas esperanzas, sintamos la alternativa de Jesús, la gran Esperanza: “¿También vosotros queréis marcharos?”, fortalécenos tú, Pedro, con tu palabra de siempre: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios” (Jn 6, 68-69). Verdaderamente –nos recuerda el Pedro de hoy, el Papa Benedicto XVI–, “quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando ‘hasta el extremo’, ‘hasta el total cumplimiento’ (cf. Jn 13,1; 19,30)” (Enc. Spe salvi, 27).

Queridos peregrinos de Fátima, que el Cielo sea siempre el horizonte de vuestra vida. Si os dicen que el Cielo puede esperar, os engañan… La voz que viene del cielo no es como estas voces, semejantes a la legendaria sirena embaucadora, que dormía a sus víctimas antes de echarlas al abismo. Desde hace dos mil años, comenzando por Galilea y hasta los confines de la tierra, resuena la voz del Hijo de Dios que dice: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios” (Mc 1, 15). Fátima nos recuerda que el cielo no puede esperar. Por eso, pidamos con confianza filial a Nuestra Señora que nos enseñe a traer el Cielo a la tierra: ¡Oh, Virgen María, enséñanos a creer, adorar, esperar y amar contigo! Indícanos el camino hacia el Reino de Jesús, la vía de la infancia espiritual. Tú, Estrella de la Esperanza, que anhelante nos esperas en la Luz sin ocaso de la Patria celeste, brilla sobre nosotros y guíanos en las vicisitudes de cada día, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL
EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Explanada del Santuario de Fátima
Jueves 13 de mayo de 2010

(Vídeo)



Queridos peregrinos

“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9). Así comenzaba la primera lectura de esta Eucaristía, cuyas palabras encuentran un admirable cumplimiento en esta asamblea recogida con devoción a los pies de la Virgen de Fátima. Hermanas y hermanos amadísimos, también yo he venido como peregrino, a esta “casa” que María ha elegido para hablarnos en estos tiempos modernos. He venido a Fátima para gozar de la presencia de María y de su protección materna. He venido a Fátima, porque hoy converge hacia este lugar la Iglesia peregrina, querida por su Hijo como instrumento de evangelización y sacramento de salvación. He venido a Fátima a rezar, con María y con tantos peregrinos, por nuestra humanidad afligida por tantas miserias y sufrimientos. En definitiva, he venido a Fátima, con los mismos sentimientos de los Beatos Francisco y Jacinta y de la Sierva de Dios Lucía, para hacer ante la Virgen una profunda confesión de que “amo”, de que la Iglesia y los sacerdotes “aman” a Jesús y desean fijar sus ojos en Él, mientras concluye este Año Sacerdotal, y para poner bajo la protección materna de María a los sacerdotes, consagrados y consagradas, misioneros y todos los que trabajan por el bien y que hacen de la Casa de Dios un lugar acogedor y benéfico.

Ellos son la estirpe que el Señor ha bendecido... Estirpe que el Señor ha bendecido eres tú, amada diócesis de Leiría-Fátima, con tu Pastor, Mons. Antonio Marto, al que agradezco el saludo que me ha dirigido al inicio y que me ha colmado de atenciones, a través también de sus colaboradores, durante mi estancia en este santuario. Saludo al Señor Presidente de la República y a las demás autoridades que sirven a esta gloriosa Nación. Envío un abrazo a todas las diócesis de Portugal, representadas aquí por sus obispos, y confío al cielo a todos los pueblos y naciones de la tierra. En Dios, abrazo de corazón a sus hijos e hijas, en particular a los que padecen cualquier tribulación o abandono, deseando transmitirles la gran esperanza que arde en mi corazón y que aquí, en Fátima, se hace más palpable. Nuestra gran esperanza hunde sus raíces en la vida de cada uno de vosotros, queridos peregrinos presentes aquí, y también en la de los que se unen a nosotros a través de los medios de comunicación social.

Sí, el Señor, nuestra gran esperanza, está con nosotros; en su amor misericordioso, ofrece un futuro a su pueblo: un futuro de comunión con él. Tras haber experimentado la misericordia y el consuelo de Dios, que no lo había abandonado a lo largo del duro camino de vuelta del exilio de Babilonia, el pueblo de Dios exclama: “Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios” (Is 61,10). La Virgen Madre de Nazaret es la hija excelsa de este pueblo, la cual, revestida de la gracia y sorprendida dulcemente por la gestación de Dios en su seno, hace suya esta alegría y esta esperanza en el cántico del Magnificat: “Mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador”. Pero ella no se ve como una privilegiada en medio de un pueblo estéril, sino que más bien profetiza para ellos la entrañable alegría de una maternidad prodigiosa de Dios, porque “su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1, 47. 50).

Este bendito lugar es prueba de ello. Dentro de siete años volveréis aquí para celebrar el centenario de la primera visita de la Señora “venida del Cielo”, como Maestra que introduce a los pequeños videntes en el conocimiento íntimo del Amor trinitario y los conduce a saborear al mismo Dios como el hecho más hermoso de la existencia humana. Una experiencia de gracia que los ha enamorado de Dios en Jesús, hasta el punto de que Jacinta exclamaba: “Me gusta mucho decirle a Jesús que lo amo. Cuando se lo digo muchas veces, parece que tengo un fuego en el pecho, pero no me quema”. Y Francisco decía: “Lo que más me ha gustado de todo, fue ver a Nuestro Señor en aquella luz que Nuestra Madre puso en nuestro pecho. Quiero muchísimo a Dios”. (Memórias da Irmā Lúcia, I, 40 e 127).

Hermanos, al escuchar estas revelaciones místicas tan inocentes y profundas de los Pastorcillos, alguno podría mirarlos con una cierta envidia porque ellos han visto, o con la desalentada resignación de quien no ha tenido la misma suerte, a pesar de querer ver. A estas personas, el Papa les dice lo mismo que Jesús: “Estáis equivocados, porque no entendéis la Escritura ni el poder de Dios” (Mc 12,24). Las Escrituras nos invitan a creer: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20,29), pero Dios —más íntimo a mí de cuanto lo sea yo mismo (cf. S. Agustín, Confesiones, III, 6, 11)— tiene el poder para llegar a nosotros, en particular mediante los sentidos interiores, de manera que el alma es tocada suavemente por una realidad que va más allá de lo sensible y que nos capacita para alcanzar lo no sensible, lo invisible a los sentidos. Por esta razón, se pide una vigilancia interior del corazón que muchas veces no tenemos debido a las fuertes presiones de las realidades externas y de las imágenes y preocupaciones que llenan el alma (cf. Comentario teológico del Mensaje de Fátima, 2000). Sí, Dios nos puede alcanzar, ofreciéndose a nuestra mirada interior.

Más aún, aquella Luz presente en la interioridad de los Pastorcillos, que proviene del futuro de Dios, es la misma que se ha manifestado en la plenitud de los tiempos y que ha venido para todos: el Hijo de Dios hecho hombre. Que Él tiene poder para inflamar los corazones más fríos y tristes, lo vemos en el pasaje de los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,32). Por lo tanto, nuestra esperanza tiene un fundamento real, se basa en un evento que se sitúa en la historia a la vez que la supera: es Jesús de Nazaret. Y el entusiasmo que suscitaba su sabiduría y su poder salvador en la gente de su tiempo era tal que una mujer en medio de la multitud —como hemos oído en el Evangelio— exclamó: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!”. A lo que Jesús respondió: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!” (Lc 11, 27.28). Pero, ¿quién tiene tiempo para escuchar su palabra y dejarse fascinar por su amor? ¿Quién permanece, en la noche de las dudas y de las incertidumbres, con el corazón vigilante en oración? ¿Quién espera el alba de un nuevo día, teniendo encendida la llama de la fe? La fe en Dios abre al hombre un horizonte de una esperanza firme que no defrauda; indica un sólido fundamento sobre el cual apoyar, sin miedos, la propia vida; pide el abandono, lleno de confianza, en las manos del Amor que sostiene el mundo.

“Su estirpe será célebre entre las naciones, [...] son la estirpe que bendijo el Señor” (Is 61,9), con una esperanza inquebrantable y que fructifica en un amor que se sacrifica por los otros, pero que no sacrifica a los otros; más aún —como hemos escuchado en la segunda lectura—, “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,7). Los Pastorcillos son un ejemplo de esto; han hecho de su vida una ofrenda a Dios y un compartir con los otros por amor de Dios. La Virgen los ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata Jacinta se mostraba incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio por la conversión de los pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización del Amor y de la Paz.

Se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada. Aquí resurge aquel plan de Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra interrumpirla... En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando Nuestra Señora pregunta: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y como súplica por la conversión de los pecadores?” (Memórias da Irmā Lúcia, I, 162).

Con la familia humana dispuesta a sacrificar sus lazos más sagrados en el altar de los mezquinos egoísmos de nación, raza, ideología, grupo, individuo, nuestra Madre bendita ha venido desde el Cielo ofreciendo la posibilidad de sembrar en el corazón de todos los que se acogen a ella el Amor de Dios que arde en el suyo. Al principio fueron sólo tres, pero el ejemplo de sus vidas se ha difundido y multiplicado en numerosos grupos por toda la faz de la tierra, dedicados a la causa de la solidaridad fraterna, en especial al paso de la Virgen Peregrina. Que estos siete años que nos separan del centenario de las Apariciones impulsen el anunciado triunfo del Corazón Inmaculado de María para gloria de la Santísima Trinidad.

Saludo a los enfermos

Queridos hermanos y hermanas:

Antes de acercarme hasta vosotros, llevando en las manos la custodia con Jesús Eucaristía, quisiera dirigiros unas palabras de aliento y de esperanza, que hago extensivas a todos los enfermos que nos acompañan a través de la radio y la televisión y a quienes, aun sin tener esa posibilidad, se unen a nosotros mediante los vínculos más profundos del espíritu, es decir, mediante la fe y la oración.

Hermano mío y hermana mía, tú tienes “un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza” (Enc. Spe salvi, 39). Con esta esperanza en el corazón, podrás salir de las arenas movedizas de la enfermedad y de la muerte, y permanecer de pie sobre la roca firme del amor divino. En otras palabras, podrás superar la sensación de la inutilidad del sufrimiento que consume interiormente a las personas y las hace sentirse un peso para los otros, cuando, en realidad, vivido con Jesús, el sufrimiento sirve para la salvación de los hermanos.

¿Cómo es posible esto? Las fuentes de la fuerza divina manan precisamente en medio de la debilidad humana. Es la paradoja del Evangelio. Por eso, el divino Maestro, más que detenerse en explicar las razones del sufrimiento, prefirió llamar a cada uno a seguirlo con estas palabras: “El que quiera venirse conmigo… que cargue con su cruz y me siga” (cf. Mc 8, 34). Ven conmigo. Participa con tu sufrimiento en esta obra de la salvación del mundo, que se realiza mediante mi sufrimiento, por medio de mi Cruz. A medida que abraces tu cruz, uniéndote espiritualmente a la mía, se desvelará a tus ojos el significado salvífico del sufrimiento. Encontrarás en medio del sufrimiento la paz interior e incluso la alegría espiritual.

Queridos enfermos, acoged esta llamada de Jesús que pasará junto a vosotros en el Santísimo Sacramento y confiadle todas las contrariedades y penas que afrontáis, para que se conviertan —según sus designios— en medio de redención para todo el mundo. Vosotros seréis redentores en el Redentor, como sois hijos en el Hijo. Junto a la cruz… está la Madre de Jesús, nuestra Madre.



* * *

El Santo Padre saluda a la multitud de peregrinos en varios idiomas:

Chers pèlerins francophones, venus chercher ici, à Fatima, auprès du cœur de Marie, la Mère de Jésus, un supplément d’espérance afin d’être autour de vous source de consolation et d’encouragement sur les routes humaines: que Notre-Dame vous protège et intercède pour tous ceux que vous aimez! Ma Bénédiction vous accompagne!

I welcome the English-speaking pilgrims present today who have come from near and far. As we offer our fervent prayers to our Lady of Fátima, I encourage you to ask her to intercede for the needs of the Church throughout the world. I cordially invoke God’s blessing upon all of you, and in a particular way upon the young and those who are sick.

Ganz herzlich grüße ich alle deutschsprachigen Pilger. Auch heute ruft uns die Muttergottes hier in Fatima zum Gebet für die Bekehrung der Sünder und den Frieden in der Welt auf. Gerne vertraue ich euch und eure Familien ihrem unbefleckten Herzen an. Maria führe euch zu ihrem Sohn Jesus Christus.

Queridos peregrinos de lengua española, que habéis acudido con entusiasmo a este encuentro ante la Virgen de Fátima para compartir con tantos otros devotos vuestra confianza y fervor a nuestra Madre del cielo, la Santísima Virgen María. Que ella os lleve con ternura y mano segura hacia Cristo, su Hijo, y sea así fuente de gozosa esperanza y de firmeza en la fe. Muchas gracias.

Con affetto mi rivolgo ora ai pellegrini italiani e a quanti dall’Italia sono spiritualmente uniti a noi. Cari fratelli e sorelle, da Fatima, dove la Vergine Maria ha lasciato un segno indelebile del suo amore materno, invoco la sua protezione su di voi, sulle vostre famiglie, specialmente su quanti sono nella prova. Vi benedico di cuore!

Pozdrawiam polskich pielgrzymów. Gromadzi nas tu Niepokalana Matka Boga, która w tym miejscu zechciała pozostawić ludzkości przesłanie pokoju. Wiąże się ono z wezwaniem do zawierzenia i pełnej nadziei modlitwy, abyśmy mogli przyjąć łaskę miłosierdzia, którą Ona nieustannie wyprasza u swego Syna dla kolejnych pokoleń. W tym duchu polecam Jej opiece Was, wasze rodziny i wspólnoty, i z serca Wam błogosławię.

Queridos peregrinos de língua portuguesa, sob o olhar materno de Nossa Senhora de Fátima, saúdo a todos vós que aqui viestes dos vários países lusófonos à procura de conforto e de esperança. Dando-nos Jesus, Maria é a verdadeira fonte da esperança. A Ela vos entrego e acompanho com a minha Bênção.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

ENCUENTRO CON LAS ORGANIZACIONES
DE LA PASTORAL SOCIAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia de la Santísima Trinidad - Fátima
Jueves 13 de mayo de 2010



Queridísimos hermanos y amigos:

Habéis oído que Jesús dijo: “Anda, haz tu lo mismo” (Lc 10,37). Él nos invita a hacer nuestro el estilo del buen samaritano, cuyo ejemplo se acaba de proclamar, que se acerca a las situaciones en las que falta la ayuda fraterna. Y, ¿cuál es este estilo? “Es un «corazón que ve». Este corazón ve dónde se necesita amor y actúa en consecuencia” (Enc. Deus caritas est, 31). Así hizo el buen samaritano. Jesús no se limita a exhortar; como enseñan los Santos Padres, Él mismo es el Buen Samaritano, que se acerca a todo hombre y “cura sus heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza” (Prefacio común, VIII) y lo lleva a la posada, que es la Iglesia, donde hace que lo cuiden, confiándolo a sus ministros y pagando personalmente de antemano lo necesario para su curación. “Anda, haz tu lo mismo”. El amor incondicional de Jesús que nos ha curado, deberá ahora, si queremos vivir con un corazón de buen samaritano, transformarse en un amor ofrecido gratuita y generosamente, mediante la justicia y la caridad.

Me complace encontrarme con vosotros en este lugar bendito, que Dios se eligió para recordar, por medio de Nuestra Señora, sus designios de amor misericordioso a la humanidad. Saludo con gran afecto a todos los aquí presentes, así como a las instituciones de las que forman parte, en la variedad de rostros unidos para profundizar en las cuestiones sociales y, sobre todo, en la práctica de la compasión hacia los pobres, los enfermos, los encarcelados, los que viven solos o abandonados, los discapacitados, los niños y ancianos, los emigrantes, los desempleados y quienes sufren necesidades que perturban su dignidad de personas libres. Gracias, Monseñor Carlos Azevedo, por el gesto de comunión y fidelidad a la Iglesia y al Papa, que ha querido ofrecerme, tanto en nombre de esta asamblea de la caridad, como de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, que preside, y que no cesa de animar esta gran siembra de buenas obras en todo Portugal. Conscientes de que, como Iglesia, no podemos brindar soluciones prácticas a cada problema concreto y, aunque desprovistos de todo tipo de poder, determinados a servir el bien común, estad dispuestos a ayudar y ofrecer los medios de salvación a todos.

Queridos hermanos y hermanas que trabajáis en el vasto mundo de la caridad, Cristo “nos revela que «Dios es amor» (1 Jn 4,8) y al mismo tiempo nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, y por ello de la transformación del mundo, es el mandamiento nuevo del amor. Así pues, a los que creen en la caridad divina, les da la certeza de que el camino del amor está abierto a todos los hombres” (Gaudium et spes, 38). El actual escenario de la historia es de crisis socioeconómica, cultural y espiritual, y pone de manifiesto la conveniencia de un discernimiento orientado por la propuesta creativa del mensaje social de la Iglesia. El estudio de su Doctrina Social, que asume la caridad como principio y fuerza principal, permitirá trazar un proceso de desarrollo humano integral que implique la profundidad del corazón y alcance una mayor humanización de la sociedad (cf. Enc. Caritas in veritate, 20). No se trata de un mero conocimiento intelectual, sino de una sabiduría que dé sabor y condimento, que ofrezca creatividad a las vías teóricas y prácticas para afrontar una crisis tan amplia y compleja. Que las instituciones de la Iglesia, junto con todas las organizaciones no eclesiales, mejoren la capacidad de conocimiento y orientación para una nueva y grandiosa dinámica, que lleve a “esa «civilización del amor», de la cual Dios ha puesto la semilla en cada pueblo y en cada cultura” (ibíd., 33).

En su dimensión social y política, esta diaconía de la caridad es propia de los fieles laicos, llamados a promover orgánicamente el bien común, la justicia y a configurar rectamente la vida social (cf. Enc. Deus caritas est, 29). Una de las conclusiones pastorales de vuestras recientes reflexiones, es la de formar una nueva generación de dirigentes servidores. Atraer nuevos agentes laicos a este ámbito pastoral, merecerá ciertamente una especial solicitud por parte de los Pastores, atentos al porvenir. Quien aprende de Dios Amor será inevitablemente una persona para los demás. En efecto, “el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro” (Enc. Spe salvi, 28). Unidos a Cristo en su consagración al Padre, participamos de su compasión por las muchedumbres que reclaman justicia y solidaridad y, como el buen samaritano de la parábola, nos comprometemos a ofrecer respuestas concretas y generosas.

Con frecuencia, sin embargo, no es fácil lograr una síntesis satisfactoria entre la vida espiritual y la actividad apostólica. La presión ejercida por la cultura dominante, que presenta insistentemente un estilo de vida basado en la ley del más fuerte, en el lucro fácil y seductor, acaba por influir en nuestro modo de pensar, en nuestros proyectos y en el horizonte de nuestro servicio, con el riesgo de vaciarlos de aquella motivación de fe y esperanza cristiana que los había suscitado. Las numerosas e insistentes peticiones de ayuda y atención que nos presentan los pobres y marginados de la sociedad nos impulsan a buscar soluciones que respondan a la lógica de la eficacia, del resultado visible y de la publicidad. Queridos hermanos, la mencionada síntesis, sin embargo, es absolutamente necesaria para poder servir a Cristo en la humanidad que os espera. En este mundo dividido, se impone a todos una profunda y genuina unidad de corazón, de espíritu y de acción.

Entre tantas instituciones sociales al servicio del bien común, cercanas a las poblaciones necesitadas, se hallan las de la Iglesia católica. Es preciso que esté clara su orientación, para que tengan una identidad bien definida: en la inspiración de sus objetivos, en la elección de sus recursos humanos, en los métodos de actuación, en la calidad de sus servicios, en la gestión seria y eficaz de los medios. La identidad nítida de las instituciones es un servicio real, con grandes ventajas para los que se benefician de ellas. Además de la identidad y unido a ella, un elemento fundamental de la actividad caritativa cristiana es su autonomía e independencia de la política y de las ideologías (cf. Enc. Deus caritas est, 31 b), si bien en colaboración con los organismos del Estado para alcanzar fines comunes.

Vuestras actividades asistenciales, educativas o caritativas han de completarse con proyectos de libertad que promuevan al ser humano, buscando la fraternidad universal. Aquí se sitúa el compromiso urgente de los cristianos en la defensa de los derechos humanos, preocupados por la totalidad de la persona humana en sus diversas dimensiones. Expreso mi profundo reconocimiento a todas las iniciativas sociales y pastorales que tratan de luchar contra los mecanismos socio-económicos y culturales que favorecen el aborto; y también a las que fomentan la defensa de la vida, así como la reconciliación y atención a las personas heridas por el drama del aborto. Las iniciativas que tienden a salvaguardar los valores esenciales y primarios de la vida, desde su concepción, y de la familia, fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, ayudan a responder a algunos de los desafíos más insidiosos y peligrosos que hoy se presentan al bien común. Dichas iniciativas, junto a otras muchas formas de compromiso, son elementos esenciales para la construcción de la civilización del amor.

Todo esto está muy en sintonía con el mensaje de Nuestra Señora, que resuena en este lugar: la penitencia, la oración, el perdón en aras de la conversión de los corazones. Éste es el camino para edificar dicha civilización del amor, cuyas semillas puso Dios en el corazón de cada hombre y que la fe en Cristo salvador hace germinar.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE PORTUGAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Salón de Conferencias de la Casa Nuestra Señora del Carmen - Fátima
Jueves 13 de mayo de 2010





Venerados y queridos hermanos en el Episcopado:

Doy gracias a Dios por la oportunidad que me ha concedido de encontrarme con todos vosotros aquí, en el Santuario de Fátima, corazón espiritual de Portugal, donde multitudes de peregrinos, provenientes de los más diversos lugares de la tierra, buscan recuperar o fortalecer en sí mismos la certidumbre del Cielo. Entre ellos, ha venido de Roma el Sucesor de Pedro, acogiendo las reiteradas invitaciones y movido por una deuda de gratitud con la Virgen María, quien precisamente aquí ha transmitido a sus videntes y a los peregrinos un amor intenso por el Santo Padre, que fructifica en una vigorosa muchedumbre que reza con Jesús a la cabeza: Pedro, «yo he pedido por ti para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).

Como veis, el Papa necesita abrirse cada vez más al misterio de la Cruz, abrazándola como única esperanza y última vía para ganar y reunir en el Crucificado a todos sus hermanos y hermanas en humanidad. En obediencia a la Palabra de Dios, está llamado a vivir, no para sí mismo, sino para que Dios esté presente en el mundo. Me conforta la determinación con la que también vosotros me seguís de cerca, sin otro temor que el de perder la salvación eterna de vuestro pueblo, como muestran bien las palabras con las que Mons. Jorge Ortiga ha querido saludar mi llegada entre vosotros, y dar testimonio de la fidelidad incondicional de los Obispos de Portugal al Sucesor de Pedro. Os lo agradezco de corazón. Gracias también por todo el cuidado que habéis puesto en la organización de esta visita mía. Que Dios os lo pague derramando abundantemente el Espíritu Santo sobre vosotros y vuestras diócesis, para que, con un solo corazón y una sola alma, podáis llevar a cabo el cometido pastoral que os habéis propuesto de ofrecer a cada fiel una iniciación cristiana exigente y fascinante, que comunique la integridad de la fe y de la espiritualidad, enraizada en el Evangelio y formadora de agentes libres en medio de la vida pública.

Verdaderamente, los tiempos en que vivimos exigen una nueva fuerza misionera en los cristianos, llamados a formar un laicado maduro, identificado con la Iglesia, solidario con la compleja transformación del mundo. Se necesitan auténticos testigos de Jesucristo, especialmente en aquellos ambientes humanos donde el silencio de la fe es más amplio y profundo: entre los políticos, intelectuales, profesionales de los medios de comunicación, que profesan y promueven una propuesta monocultural, desdeñando la dimensión religiosa y contemplativa de la vida. En dichos ámbitos, hay muchos creyentes que se avergüenzan y dan una mano al secularismo, que levanta barreras a la inspiración cristiana. Entre tanto, queridos hermanos, quienes defienden con valor en estos ambientes un vigoroso pensamiento católico, fiel al Magisterio, han de seguir recibiendo vuestro estímulo y vuestra palabra esclarecedora, para vivir la libertad cristiana como fieles laicos.

Mantened viva en el escenario del mundo de hoy la dimensión profética, sin mordazas, porque «la palabra de Dios no está encadenada» (2 Tm 2,9). Las gentes invocan la Buena Nueva de Jesucristo, que da sentido a sus vidas y salvaguarda su dignidad. En cuanto primeros evangelizadores, os será útil conocer y comprender los diversos factores sociales y culturales, sopesar las necesidades espirituales y programar eficazmente los recursos pastorales; pero lo decisivo es llegar a inculcar en todos los agentes de la evangelización un verdadero afán de santidad, sabiendo que el resultado proviene sobre todo de la unión con Cristo y de la acción de su Espíritu.

En efecto, cuando en opinión de muchos la fe católica ha dejado de ser patrimonio común de la sociedad, y se la ve a menudo como una semilla acechada y ofuscada por «divinidades» y por los señores de este mundo, será muy difícil que la fe llegue a los corazones mediante simples disquisiciones o moralismos, y menos aún a través de genéricas referencias a los valores cristianos. El llamamiento valiente a los principios en su integridad es esencial e indispensable; no obstante, el mero enunciado del mensaje no llega al fondo del corazón de la persona, no toca su libertad, no cambia la vida. Lo que fascina es sobre todo el encuentro con personas creyentes que, por su fe, atraen hacia la gracia de Cristo, dando testimonio de Él. Me vienen a la mente aquellas palabras del Papa Juan Pablo II: «La Iglesia tiene necesidad sobre todo de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad entre los “fieles de Cristo”, porque de la santidad nace toda auténtica renovación de la Iglesia, todo enriquecimiento de la inteligencia de la fe y del seguimiento cristiano, una reactualización vital y fecunda del cristianismo en el encuentro con las necesidades de los hombres y una renovada forma de presencia en el corazón de la existencia humana y de la cultura de las naciones» (Discurso en el vigésimo aniversario de la promulgación del Decreto conciliar «Apostolicam actuositatem», 18 noviembre 1985). Alguno podría decir: «La Iglesia tiene necesidad de grandes corrientes, movimientos y testimonios de santidad..., pero no los hay».

A este respecto, os confieso la agradable sorpresa que he tenido al encontrarme con los movimientos y las nuevas comunidades eclesiales. Al observarlos, he tenido la alegría y la gracia de ver cómo, en un momento de fatiga de la Iglesia, en un momento en que se hablaba de «invierno de la Iglesia», el Espíritu Santo creaba una nueva primavera, despertando en jóvenes y adultos la alegría de ser cristianos, de vivir en la Iglesia, que es el Cuerpo vivo de Cristo. Gracias a los carismas, la radicalidad del Evangelio, el contenido objetivo de la fe, la corriente viva de su tradición se comunican de manera persuasiva y son acogidos como experiencia personal, como adhesión libre a todo lo que encierra el misterio de Cristo.

Naturalmente, es condición necesaria el que estas nuevas realidades quieran vivir en la Iglesia común, si bien con espacios en cierto modo reservados para su vida, de manera que ésta sea después fecunda para todos los demás. Quienes viven un carisma particular, han de sentirse fundamentalmente responsables de la comunión, de la fe común de la Iglesia, y deben someterse a la guía de los Pastores. Éstos son quienes han de asegurar la eclesialidad de los movimientos. Los Pastores no son sólo personas que ocupan un cargo, sino que ellos mismos son portadores de carismas, son responsables de la apertura de la Iglesia a la acción del Espíritu Santo. Nosotros, los Obispos, estamos ungidos por el Espíritu Santo en el sacramento y, por tanto, el sacramento nos asegura también la apertura a sus dones. De este modo, por un lado, hemos de sentir la responsabilidad de acoger estos impulsos que son un don para la Iglesia y le dan nueva vitalidad, pero, por otro, hemos de ayudar también a los movimientos a encontrar el camino justo, haciendo correcciones con comprensión, esa comprensión espiritual y humana que sabe aunar la guía, el reconocimiento y una cierta apertura y disponibilidad para aprender.

Decid o reiterad precisamente esto a vuestros presbíteros. En este Año Sacerdotal, que está llegando a su conclusión, descubrid de nuevo, queridos hermanos, la paternidad episcopal sobre todo respecto a vuestro clero. Se ha relegado a un segundo plano durante demasiado tiempo la responsabilidad de la autoridad como servicio para el crecimiento de los demás y, antes que nadie, de los sacerdotes. Ellos están llamados a servir en su ministerio pastoral integrados en una acción pastoral de comunión o de conjunto, como nos recuerda el Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis: «Ningún presbítero, por tanto, puede realizar bien su misión de manera aislada e individualista, sino únicamente juntando sus fuerzas con otros presbíteros bajo la dirección de los que presiden la Iglesia» (n. 7). Esto no quiere decir volver al pasado, ni un simple retorno a los orígenes, sino recuperar el fervor de los orígenes, la alegría del comienzo de la experiencia cristiana, haciéndose acompañar por Cristo como los «discípulos de Emaús» el día de Pascua, dejando que su palabra nos encienda el corazón, que el «pan partido» abra nuestros ojos a la contemplación de su rostro. Sólo de este modo el fuego de su amor será suficientemente ardiente para impulsar a todo fiel cristiano a convertirse en dispensador de luz y de vida en la Iglesia y entre los hombres.

Antes de concluir, me gustaría pediros, como presidentes y ministros de la caridad en la Iglesia, que deis nuevo vigor en vosotros mismos y en vuestro entorno a sentimientos de misericordia y compasión, capaces de responder a situaciones de graves carencias en la sociedad. Que se instituyan organizaciones y se perfeccionen las ya existentes, para que puedan responder con creatividad a todas las pobrezas, incluida la de la falta de sentido de la vida y la ausencia de esperanza. Es muy loable el esfuerzo que hacéis para ayudar a las diócesis más necesitadas, especialmente en los países de habla portuguesa. Que las dificultades que ahora se hacen sentir mayormente no os debiliten en la lógica del don. Que siga siendo muy vivo en el País vuestro testimonio de profetas de justicia y de paz, defensores de los derechos inalienables de la persona, uniendo vuestra voz a la de los más débiles, a los que sabiamente habéis motivado a que tengan su propia voz, sin temer nun­ca levantar vuestra voz en favor de los oprimidos, los humillados y maltratados.

A la vez que os encomiendo a Nuestra Señora de Fátima, pidiéndole que os sostenga maternalmente en los retos que se os presentan, para que seáis promotores de una cultura y una espiritualidad de caridad y de paz, de esperanza y justicia, de fe y de servicio, os imparto de corazón la Bendición Apostólica, que se extiende a vuestros familiares y a vuestras comunidades diocesanas.


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VIAJE APOSTÓLICO A PORTUGAL
EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

SANTA MISA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Avenida de los Aliados, Oporto
Viernes 14 de mayo de 2010

(Vídeo)



Queridos hermanos y hermanas:

“En el libro de los Salmos está escrito: […] «que su cargo lo ocupe otro». Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección” (Hch 1, 20-22). Así habló Pedro, leyendo e interpretando la palabra de Dios en medio de sus hermanos, reunidos en el Cenáculo después de la Ascensión de Jesús a los cielos. El elegido fue Matías, que había sido testigo de la vida pública de Jesús y de su triunfo sobre la muerte, permaneciendo fiel hasta el final, a pesar del abandono de muchos. La “desproporción” de fuerzas en acción, que hoy nos asusta, impresionaba ya hace dos mil años a los que veían y escuchaban a Jesús. Desde las orillas del lago de Galilea hasta las plazas de Jerusalén, Jesús se encontraba prácticamente solo o casi solo en los momentos decisivos; eso sí, en unión con el Padre, guiado por la fuerza del Espíritu. Y con todo, el mismo amor que un día creó el mundo hizo que surgiese la novedad del Reino como una pequeña semilla que brota en la tierra, como un destello de luz que irrumpe en las tinieblas, como aurora de un día sin ocaso: es Cristo resucitado. Y se apareció a sus amigos mostrándoles la necesidad de la cruz para llegar a la resurrección.

Aquel día Pedro buscaba un testigo de todas estas cosas. De los dos que presentaron, y el cielo designó a Matías, y “lo asociaron a los once apóstoles” (Hch 1, 26). Hoy celebramos su gloriosa memoria en esta “Ciudad invicta”, que se ha vestido de fiesta para acoger al Sucesor de Pedro. Doy gracias a Dios por haberme traído hasta vosotros, y encontraros en torno al altar. Os saludo cordialmente, hermanos y amigos de la ciudad y diócesis de Porto, así como a los que habéis venido de la provincia eclesiástica del norte de Portugal y también de la vecina España, y a cuantos se encuentran en comunión física o espiritual con nuestra asamblea litúrgica. Saludo al Obispo de Porto, Mons. Manuel Clemente, que deseaba con mucha solicitud mi visita, y me ha recibido con gran afecto, haciéndose intérprete de vuestros sentimientos al comienzo de esta Eucaristía. Saludo a sus predecesores y a los demás hermanos en el Episcopado, a los sacerdotes, los consagrados y las consagradas, y a los fieles laicos, especialmente a todos aquellos que están comprometidos activamente en la Misión diocesana y, más en concreto, en la preparación de mi visita. Sé que han podido contar con la colaboración efectiva del Alcalde de Porto y de otras autoridades públicas, muchas de las cuales me honran hoy con su presencia; aprovecho este momento para saludarles y asegurarles, a ellos y a cuantos representan y sirven, los mejores éxitos para el bien de todos.

“Hace falta, por tanto, que uno se asocie a nosotros como testigo de la resurrección de Jesús”, decía Pedro. Y su Sucesor actual repite a cada uno de vosotros: Hermanos y hermanas míos, hace falta que os asociéis a mí como testigos de la resurrección de Jesús. En efecto, si vosotros no sois sus testigos en vuestros ambientes, ¿quién lo hará por vosotros? El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Ésta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Para eso debemos escuchar más atentamente la Palabra de Cristo y saborear asiduamente el Pan de su presencia en las celebraciones eucarísticas. Esto nos convertirá en testigos y, aún más, en portadores de Jesús resucitado en el mundo, haciéndolo presente en los diversos ámbitos de la sociedad y a cuantos viven y trabajan en ellos, difundiendo esa vida “abundante” (cf. Jn 10, 10) que ha ganado con su cruz y resurrección y que sacia las más legítimas aspiraciones del corazón humano.

Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda en una de sus cartas: “Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere” (1 P 3, 15). Y todos, al final, nos la piden, incluso los que parece que no lo hacen. Por experiencia personal y común, sabemos bien que es a Jesús a quien todos esperan. De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes certezas del Evangelio se unen en la inexcusable misión que nos compete, puesto que “sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: ‘Sin mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 5). Y nos anima: ‘Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo’ (Mt 28, 20)” (Enc. Caritas in veritate, 78).

Aunque esta certeza nos conforte y nos dé paz, no nos exime de salir al encuentro de los demás. Debemos vencer la tentación de limitarnos a lo que ya tenemos, o creemos tener, como propio y seguro: sería una muerte anunciada, por lo que se refiere a la presencia de la Iglesia en el mundo, que por otra parte, no puede dejar de ser misionera por el dinamismo difusivo del Espíritu. Desde sus orígenes, el pueblo cristiano ha percibido claramente la importancia de comunicar la Buena Noticia de Jesús a cuantos todavía no lo conocen. En estos últimos años, ha cambiado el panorama antropológico, cultural, social y religioso de la humanidad; hoy la Iglesia está llamada a afrontar nuevos retos y está preparada para dialogar con culturas y religiones diversas, intentando construir, con todos los hombres de buena voluntad, la convivencia pacífica de los pueblos. El campo de la misión ad gentes se presenta hoy notablemente dilatado y no definible solamente en base a consideraciones geográficas; efectivamente, nos esperan no solamente los pueblos no cristianos y las tierras lejanas, sino también los ámbitos socio-culturales y sobre todo los corazones que son los verdaderos destinatarios de la acción misionera del Pueblo de Dios.

Se trata de un mandamiento, cuyo fiel cumplimiento “debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección” (Decr. Ad gentes, 5). Sí, estamos llamados a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándonos iluminar por su Palabra: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure” (Jn 15, 16). ¡Cuánto tiempo perdido, cuánto trabajo postergado, por inadvertencia en este punto! En cuanto al origen y la eficacia de la misión, todo se define a partir de Cristo: la misión la recibimos siempre de Cristo, que nos ha dado a conocer lo que ha oído a su Padre, y el Espíritu Santo nos capacita en la Iglesia para ella. Como la misma Iglesia, que es obra de Cristo y de su Espíritu, se trata de renovar la faz de la tierra partiendo de Dios, siempre y sólo de Dios.

Queridos hermanos y amigos de Porto, levantad los ojos a Aquella que habéis elegido como patrona de la ciudad, Nuestra Señora de Vandoma. El Ángel de la anunciación saludó a María como “llena de gracia”, significando con esta expresión que su corazón y su vida estaban totalmente abiertos a Dios y, por eso, completamente desbordados por su gracia. Que Ella os ayude a hacer de vosotros mismos un “sí” libre y pleno a la gracia de Dios, para que podáis ser renovados y renovar la humanidad a través de la luz y la alegría del Espíritu Santo.


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EN EL 10° ANIVERSARIO DE LA BEATIFICACIÓN
DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

SALUDO A LOS FIELES REUNIDOS EN LA AVENIDA DOS ALIADOS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palacio del Municipio de Oporto
Viernes 14 de mayo de 2010



Queridos hermanos y amigos:

Me siento feliz de encontrarme entre vosotros y os agradezco el recibimiento festivo y cordial que me habéis dispensando en Porto, la “Ciudad de la Virgen”. Confío a su protección materna vuestras vidas y vuestras familias, vuestras comunidades e instituciones al servicio del bien común, en particular, las universidades de esta ciudad cuyos estudiantes se han reunido aquí conmigo y me han manifestado su gratitud y su adhesión al magisterio del Sucesor de Pedro. Gracias por vuestra presencia y por el testimonio de vuestra fe. De nuevo, muchas gracias a todos los que han colaborado, de una u otra manera, en la preparación y realización de mi visita, para la que os habéis preparado, sobre todo, con la oración. Me hubiera gustado aceptar la invitación a prolongar mi permanencia en vuestra ciudad, pero no me es posible. Permitidme, por tanto, que me marche abrazando a todos afectuosamente en Cristo, nuestra Esperanza, a la vez que os imparto la bendición en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.


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DE JACINTA Y FRANCISCO, PASTORCILLOS DE FÁTIMA
(11-14 DE MAYO DE 2010)

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional de Oporto
Viernes 14 de mayo de 2010

(Vídeo)



Señor Presidente de la República,
ilustrísimas Autoridades,
queridos hermanos en el Episcopado,
queridos amigos:

Llegado el final de mi visita, vuelvo a sentir en mi espíritu la intensidad de tantos momentos vividos en esta peregrinación a Portugal. Conservo en el alma la cordialidad de vuestra acogida afectuosa, el calor y la espontaneidad que han consolidado los vínculos de comunión en los encuentros con los grupos, el esfuerzo que ha supuesto la preparación y realización del programa pastoral previsto.

En este momento de despedida, expreso a todos mi más sincera gratitud: al Señor Presidente de la República, que desde que he llegado me ha honrado con su presencia, a mis hermanos Obispos con los que he renovado la profunda unión en el servicio al Reino de Cristo, al Gobierno y a todas las autoridades civiles y militares, que se han prodigado durante todo el viaje con manifiesta dedicación. Os deseo toda clase de bienes. Los medios de comunicación social me han permitido acercarme a muchas personas, a las que no me era posible ver de cerca. También a ellos les estoy muy agradecido.

En el momento de despedirme de vosotros, saludo a todos los portugueses, católicos o no, a los hombres y mujeres que viven aquí, aunque no hayan nacido aquí. Que no deje de crecer entre vosotros la concordia, que es esencial para una sólida cohesión, y camino obligado para afrontar con responsabilidad común los desafíos que tenéis por delante. Que esta gloriosa Nación siga manifestando su grandeza de alma, su profundo sentido de Dios, su apertura solidaria, guiada por principios y valores impregnados por el humanismo cristiano. En Fátima, he rezado por el mundo entero, pidiendo que el porvenir nos depare una mayor fraternidad y solidaridad, un mayor respeto recíproco y una renovada confianza y familiaridad con Dios, nuestro Padre que está en los cielos.

Con gozo he sido testigo de la fe y devoción de la comunidad eclesial portuguesa. He podido ver el entusiasmo de los niños y los jóvenes, la fiel adhesión de los presbíteros, diáconos y religiosos, la dedicación pastoral de los Obispos, el deseo expreso de buscar la verdad y la belleza en el mundo de la cultura, la creatividad de los trabajadores de la pastoral social, la fe vibrante de los fieles en las diócesis que he visitado. Deseo que mi visita sea un incentivo para un renovado ardor espiritual y apostólico. Que el Evangelio sea acogido en su integridad y testimoniado con pasión por cada discípulo de Cristo, para que sea fermento de auténtica renovación de toda la sociedad.

Por la intercesión de Nuestra Señora de Fátima, a la que invocáis con tanta confianza y firme amor, imploro de Dios que mi Bendición Apostólica, portadora de esperanza, paz y ánimo, descienda sobre Portugal y sobre todos sus hijos e hijas. Sigamos caminando en la esperanza. Adiós.


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