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VIAJE APOSTÓLICO A CAMERÚN Y ANGOLA (17-23 DE MARZO DE 2009)

Ultimo Aggiornamento: 04/07/2013 19:41
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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENTREVISTA CONCEDIDA POR EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PERIODISTAS DURANTE EL VUELO HACIA ÁFRICA

Martes 17 de marzo de 2009



Durante el vuelo de Roma a Yaundé, el martes 17 de marzo por la mañana, el Santo Padre respondió a varias preguntas de los periodistas. Ofrecemos seguidamente el texto íntegro de la conferencia de prensa.

Santidad, bienvenido entre el grupo de colegas: somos cerca de setenta los que vamos a vivir este viaje con usted. Le expresamos nuestros mejores deseos y esperamos poder acompañarle con nuestro servicio, haciendo que también muchas otras personas participen en esta aventura. Como es habitual, le estamos muy agradecidos por la conversación que ahora nos concede; la hemos preparado recogiendo en días pasados diversas preguntas de los colegas —he recibido unas treinta— y luego hemos elegido algunas que pudieran abarcar un panorama completo de este viaje y que pudieran interesar a todos. Le agradecemos mucho las respuestas que nos dé. (Padre Federico Lombardi, director de la Sala de prensa de la Santa Sede).

Pregunta. Santidad, desde hace tiempo —especialmente después de su última carta a los obispos del mundo— muchos periódicos hablan de «soledad del Papa». Usted, ¿qué piensa al respecto? ¿Se siente realmente solo? Y, tras las recientes vicisitudes, ¿con qué sentimientos vuela ahora a África con nosotros? (Lucio Brunelli, de la televisión italiana).

Respuesta. A decir verdad, este mito de mi soledad me da ganas de reír: de ningún modo me siento solo. Cada día, en las visitas de trabajo, recibo a mis más estrechos colaboradores, desde el Secretario de Estado hasta la Congregación de Propaganda Fide, etc.; me reúno además regularmente con todos los responsables de los Dicasterios; cada día recibo a obispos en visita ad limina, últimamente a todos los obispos de Nigeria, uno tras otro, y luego a los obispos de Argentina... Hemos tenido dos plenarias en estos días, la de la Congregación para el Culto Divino y la de la Congregación para el Clero; tengo conversaciones amistosas; es una red de amistad. Incluso mis compañeros de ordenación han venido recientemente de Alemania para estar un día conmigo, para charlar conmigo...

Por tanto, la soledad no es un problema; realmente estoy rodeado de amigos en una colaboración espléndida con obispos, con colaboradores, con laicos, y estoy agradecido por esto. A África voy con gran alegría: yo amo a África, tengo muchos amigos africanos, ya desde los tiempos en que era profesor y hasta hoy; amo la alegría de la fe, la fe gozosa que se encuentra en África. Como sabéis, el Señor dio al Sucesor de Pedro el mandato de «confirmar a los hermanos en la fe»: yo trato de hacerlo. Pero estoy seguro de que volveré yo mismo confirmado por los hermanos, contagiado, por decirlo así, de su fe gozosa.

P. Santidad, usted viaja a África mientras se está viviendo una crisis económica mundial que tiene sus repercusiones también en los países pobres. Por otro lado, África debe afrontar en este momento una crisis alimentaria. Quisiera preguntarle tres cosas: Esta situación ¿encontrará eco en su viaje? ¿Se dirigirá usted a la comunidad internacional para que se haga cargo de los problemas de África? ¿Se hablará también de estos problemas en la encíclica que está preparando? (John Thavis, responsable de la sección romana de la agencia de noticias católica de Estados Unidos).

R. Gracias por la pregunta. Naturalmente, yo no voy a África con un programa político-económico, porque me falta competencia en este campo. Voy con un programa religioso, de fe, de moral, pero precisamente esto es también una contribución esencial al problema de la crisis económica que vivimos en este momento. Todos sabemos que un elemento fundamental de la crisis es precisamente un déficit de ética en las estructuras económicas; se ha comprendido que la ética no es algo que está «fuera» de la economía, sino «dentro», y que la economía no funciona si no lleva consigo el elemento ético. Por ello, hablando de Dios y hablando de los grandes valores espirituales que constituyen la vida cristiana, trataré de contribuir también a superar esta crisis, para renovar el sistema económico desde dentro, donde está el verdadero núcleo de la crisis.

Naturalmente, haré un llamamiento a la solidaridad internacional: la Iglesia es católica, es decir, universal, abierta a todas las culturas, a todos los continentes; está presente en todos los sistemas políticos, de modo que la solidaridad es un principio interno, fundamental para el catolicismo. Desde luego, quisiera hacer un llamamiento ante todo a la solidaridad católica, pero extendiéndolo también a la solidaridad de todos los que reconocen su responsabilidad en la sociedad humana de hoy.

Obviamente, también hablaré de esto en la encíclica: éste es uno de los motivos del retraso. Ya casi estábamos a punto de publicarla, cuando se desencadenó esta crisis y hemos retomado el texto para responder de modo más adecuado, en el ámbito de nuestra competencia, en el ámbito de la doctrina social de la Iglesia, pero haciendo referencia a los elementos reales de la crisis actual. De este modo, espero que la encíclica pueda ser también un elemento, una fuerza para superar la difícil situación actual.

P. El Consejo especial para África del Sínodo de los obispos ha pedido que el fuerte crecimiento cuantitativo de la Iglesia africana se transforme también en un crecimiento cualitativo. A veces, los responsables de la Iglesia son considerados un grupo de ricos y privilegiados, y sus comportamientos no son coherentes con el anuncio del Evangelio. ¿Invitará usted a la Iglesia en África a comprometerse en un examen de conciencia y de purificación de sus estructuras? (Isabelle de Gaulmyn, de «La Croix»).

R. Tengo una visión muy positiva de la Iglesia en África: es una Iglesia muy cercana a los pobres, una Iglesia cercana a los que sufren, a las personas que necesitan ayuda; por tanto, me parece que la Iglesia es realmente una institución que aún funciona, mientras que otras instituciones ya no funcionan; con su sistema de educación, de hospitales, de ayuda, en todas estas situaciones está presente en el mundo de los pobres y de los que sufren. Naturalmente, el pecado original también está presente en la Iglesia; no existe una sociedad perfecta y, por tanto, hay pecados y deficiencias en la Iglesia en África. En este sentido, siempre hace falta un examen de conciencia, una purificación interior, y yo recordaría este sentido en la liturgia eucarística: se inicia siempre con una purificación de la conciencia y un comienzo en la presencia del Señor. Y más que una purificación de las estructuras, que siempre resulta necesaria, hace falta una purificación de los corazones, porque las estructuras son un reflejo de los corazones, y hacemos todo lo posible para dar una nueva fuerza a la espiritualidad, a la presencia de Dios en nuestro corazón, tanto para purificar las estructuras de la Iglesia como para contribuir a la purificación de las estructuras de la sociedad.

P. Santo Padre, ¡buen viaje! Cuando usted se dirige a Europa, habla a menudo de un horizonte del que Dios parece estar desapareciendo. En África no es así, pero se da una presencia agresiva de las sectas; y también están las religiones tradicionales africanas. ¿Cuál es, por tanto, lo específico del mensaje de la Iglesia católica que usted quiere presentar en este contexto? (Christa Kramer, del Sankt Ulrich Verlag).

R. En primer lugar, todos reconocemos que en África el problema del ateísmo casi no se plantea, porque la realidad de Dios está tan presente, es tan real en el corazón de los africanos, que no creer en Dios, vivir sin Dios, no constituye una tentación. Es verdad que existe el problema de las sectas: nosotros no anunciamos, como hacen algunos, un Evangelio de prosperidad, sino un realismo cristiano; no anunciamos milagros, como hacen otros, sino la sobriedad de la vida cristiana. Estamos convencidos de que esta sobriedad, este realismo que anuncia un Dios que se ha hecho hombre —un Dios, por tanto, profundamente humano, un Dios que también sufre con nosotros, que da un sentido a nuestro sufrimiento— es un anuncio con un horizonte más amplio, que tiene más futuro.

Sabemos que estas sectas no son muy estables en su consistencia: de momento puede funcionar el anuncio de la prosperidad, de curaciones milagrosas, etc., pero después de poco tiempo se ve que la vida es difícil, que un Dios humano, un Dios que sufre con nosotros es más convincente, más verdadero, y brinda una ayuda más grande para la vida. También es importante el hecho de que nosotros tenemos la estructura de la Iglesia católica. No representamos a un pequeño grupo que, después de cierto tiempo, se aísla y se pierde, sino que entramos en la gran red universal de la catolicidad, no sólo trans-temporal, sino presente sobre todo como una gran red de amistad que nos une y nos ayuda también a superar el individualismo para llegar a la unidad en la diversidad, que es la verdadera promesa.

P. Santidad, entre los muchos males que afligen a África, destaca el de la difusión del sida. La postura de la Iglesia católica sobre el modo de luchar contra él a menudo no se considera realista ni eficaz. ¿Afrontará este tema durante el viaje? (Philippe Visseyrias de France 2).

R. Yo diría lo contrario: pienso que la realidad más eficiente, más presente en el frente de la lucha contra el sida es precisamente la Iglesia católica, con sus movimientos, con sus diversas realidades. Pienso en la Comunidad de San Egidio que hace mucho, visible e invisiblemente, en la lucha contra el sida, en los Camilos, en tantas otras cosas, en todas las religiosas que están al servicio de los enfermos... Diría que no se puede superar este problema del sida sólo con dinero, aunque éste sea necesario; pero si no hay alma, si los africanos no ayudan (comprometiendo la responsabilidad personal), no se puede solucionar este flagelo distribuyendo preservativos; al contrario, aumentan el problema. La solución sólo puede ser doble: la primera, una humanización de la sexualidad, es decir, una renovación espiritual y humana que conlleve una nueva forma de comportarse el uno con el otro; y la segunda, una verdadera amistad también y sobre todo con las personas que sufren; una disponibilidad, aun a costa de sacrificios, con renuncias personales, a estar con los que sufren. Éstos son los factores que ayudan y que traen progresos visibles.

Por tanto, yo diría que nuestras dos fuerzas son éstas: renovar al hombre interiormente, darle fuerza espiritual y humana para un comportamiento correcto con respecto a su propio cuerpo y al de los demás, y esa capacidad de sufrir con los que sufren, de permanecer presente en las situaciones de prueba. Me parece que ésta es la respuesta correcta, y la Iglesia hace esto; así da una contribución muy grande e importante. Damos las gracias a todos los que lo hacen.

P. Santidad, ¿qué signos de esperanza ve la Iglesia en el continente africano? ¿Cree que podrá dirigir a África un mensaje de esperanza? (María Burgos, corresponsal de la televisión católica chilena).

R. Nuestra fe es esperanza por definición: lo dice la Sagrada Escritura. Por eso, quien lleva la fe está convencido de que también lleva la esperanza. Me parece que, a pesar de todos los problemas que conocemos bien, hay grandes signos de esperanza. Nuevos gobiernos, nueva disponibilidad a colaborar, lucha contra la corrupción —un gran mal que es preciso superar— y también la apertura de las religiones tradicionales a la fe cristiana, porque en las religiones tradicionales todos conocen a Dios, al Dios único, aunque les parece un poco lejano. Esperan que se acerque. Y en el anuncio del Dios que se hizo hombre reconocen que Dios realmente se nos ha acercado.

Además, la Iglesia católica tiene mucho en común con ellos: el culto de los antepasados encuentra su respuesta en la comunión de los santos, en el purgatorio. Los santos no son sólo los canonizados, son todos nuestros difuntos. De este modo, en el Cuerpo de Cristo, se realiza precisamente también lo que intuía el culto a los antepasados. Y así sucesivamente. De esta manera, se produce un encuentro profundo que realmente da esperanza. Y también crece el diálogo interreligioso: he hablado ahora con más de la mitad de los obispos africanos, y las relaciones con los musulmanes, a pesar de los problemas que pueda haber, son muy prometedoras, según me han dicho; el diálogo crece en el respeto mutuo y la colaboración en las responsabilidades éticas comunes.

Por lo demás, crece también ese sentido de catolicidad que ayuda a superar el tribalismo, uno de los grandes problemas, y de allí brota la alegría de ser cristianos. Un problema de las religiones tradicionales es el miedo a los espíritus. Uno de los obispos africanos me ha dicho: uno se convierte realmente al cristianismo, se ha hecho plenamente cristiano, cuando sabe que Cristo es verdaderamente más fuerte. Ya no hay temor. También éste es un fenómeno cada vez más frecuente. Así, yo diría que, a pesar de muchos elementos y problemas, que no pueden faltar, crecen las fuerzas espirituales, económicas y humanas que nos dan esperanza, y yo quisiera precisamente poner de relieve los elementos de esperanza.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional Nsimalen de Yaundé
Martes 17 de marzo de 2009

Señor Presidente,
distinguidas Autoridades Civiles,
señor Cardenal Tumi,
queridos hermanos en el Episcopado,
hermanos y hermanas:

Gracias por la bienvenida que me han dispensado. Gracias, Señor Presidente, por sus amables palabras. Aprecio mucho la invitación a visitar Camerún, y por ello le doy las gracias, así como al Presidente de la Conferencia Episcopal Nacional, Arzobispo Tonyé Bakot. Saludo a todos los que me habéis honrado con vuestra presencia en esta ocasión, y deseo que sepáis la alegría que da el estar aquí, en tierra africana, por primera vez desde mi elección a la Sede de Pedro. Saludo con afecto a mis hermanos Obispos así como al clero y a los fieles laicos aquí presentes. Mi saludo deferente se dirige también a los representantes del Gobierno, a las autoridades civiles y al cuerpo diplomático. Ya que este país, como muchos otros en África, se está acercando al cincuenta aniversario de su independencia, deseo unir mi voz al coro de felicitaciones y buenos augurios que vuestros amigos de todo el mundo os harán llegar en esta feliz conmemoración. Aprecio mucho también la presencia de miembros de otras confesiones cristianas así como fieles de otras religiones. Al uniros a nosotros ofrecéis un signo claro de la buena voluntad y armonía que existe en este País entre las personas de tradiciones religiosas diferentes.

Vengo a estar con vosotros como pastor. Vengo para confirmar a mis hermanos y hermanas en la fe. Éste fue el papel que Cristo confió a Pedro en la Última Cena, y éste es también el papel de los sucesores de Pedro. Cuando Pedro predicó a la multitud en Jerusalén el día de Pentecostés, había allí peregrinos venidos de África. Después, el testimonio de muchos grandes santos de este continente durante los primeros siglos del cristianismo –como san Cipriano, santa Mónica, san Agustín, san Atanasio, por nombrar sólo algunos– pone a África en un puesto destacado en los anales de la historia de la Iglesia. Muchedumbres de misioneros y mártires han dado testimonio de Cristo por toda África, también hasta nuestros días, y hoy la Iglesia aquí es bendecida con la presencia de ciento cincuenta millones de fieles aproximadamente. Por tanto, es muy apropiada la decisión del Sucesor de Pedro de venir a África para celebrar con vosotros la fe vivificante en Cristo, que sostiene y alimenta a tantos hijos e hijas de este gran Continente.

En 1995, aquí en Yaundé, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II promulgó la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Ecclesia in Africa, fruto de la Primera Asamblea Especial para África del Sínodo de Obispos, que tuvo lugar en Roma un año antes. No hace mucho tiempo, y también en esta misma ciudad, se celebró con gran solemnidad el décimo aniversario de aquel momento histórico. He venido aquí para presentar el Instrumentum Laboris de la Segunda Asamblea Especial, que tendrá lugar en Roma el próximo mes de octubre. Los Padres del Sínodo reflexionarán juntos sobre el tema: «La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz: “Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13-14)». Después de casi diez años del nuevo milenio, este momento de gracia es un llamamiento a todos los Obispos, sacerdotes, religiosos y fieles laicos del Continente, a entregarse de nuevo a la misión de la Iglesia para llevar la esperanza a los corazones del pueblo de África, y con ello también a los pueblos de todo el mundo.

También en medio del mayor sufrimiento, el mensaje cristiano lleva siempre consigo esperanza. La vida de santa Josefina Bakhita ofrece un espléndido ejemplo de la transformación que el encuentro con el Dios vivo puede producir en una situación de gran penalidad e injusticia. Ante el dolor o la violencia, ante la pobreza o el hambre, la corrupción o el abuso de poder, un cristiano nunca puede permanecer callado. El mensaje de salvación del Evangelio debe ser proclamado con brío y claridad, de modo que la luz de Cristo pueda brillar en la oscuridad de la vida de las personas. Aquí en África, como en tantas partes del mundo, un sinfín de hombres y mujeres anhelan oír una palabra de esperanza y consuelo. Los conflictos locales dejan a millares sin hogar e indigentes, huérfanos y viudas. En un Continente que en al pasado ha visto tantos de los suyos raptados cruelmente y llevados a ultramar a trabajar como esclavos, el tráfico de seres humanos, especialmente de mujeres y niños indefensos, se ha convertido en una forma moderna de esclavitud. En tiempo de escasez global de alimentos, de desbarajuste financiero, de modelos alterados del cambio climático, África sufre en mayor proporción: cada vez más habitantes termina siendo víctima del hambre, de la pobreza y la enfermedad. Ellos imploran a gran voz reconciliación, justicia y paz, y esto es lo que la Iglesia les ofrece. No nuevas formas de opresión económica o política, sino la libertad gloriosa de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). No imposición de modelos culturales que ignoran el derecho a la vida de los niños no nacidos, sino el agua pura y sanadora del Evangelio de la vida. No amargas rivalidades interétnicas o interreligiosas, sino la rectitud, la paz y la alegría del Reino de Dios, tan propiamente descrito por el Papa Pablo VI como la «civilización de amor» (cf. Regina Caeli, domingo de Pentecostés, 1970).

Aquí en Camerún, donde más de un cuarto de la población es católica, la Iglesia está bien preparada para llevar adelante su misión de salvación y reconciliación. En el Centro Cardenal Léger podré observar personalmente la solicitud pastoral de esta Iglesia por los enfermos y los que sufren; y es particularmente encomiable que se cure gratuitamente a los enfermos del sida. Otro elemento clave del ministerio de la Iglesia es el compromiso educativo, y ahora vemos cómo los esfuerzos de generaciones de maestros misioneros han dado su fruto en la obra de la Universidad Católica para África Central, un signo de gran esperanza para el futuro de la región.

En efecto, Camerún es una tierra de esperanza para muchos en África Central. Miles de refugiados de los países de la región, desgarrados por la guerra, han encontrado acogida aquí. Es una tierra de vida, con un Gobierno que habla claramente en defensa de los derechos de los no nacidos. Es una tierra de paz, resolviendo mediante el diálogo el contencioso sobre la península de Bakassi, Camerún y Nigeria han mostrado al mundo que la diplomacia paciente puede efectivamente dar fruto. Es una tierra de juventud, bendecida con una población joven llena de vitalidad e impaciente de construir un mundo más justo y pacífico. Ha sido descrita justamente como un «África en miniatura», la patria de más de doscientos grupos étnicos diferentes, que conviven en armonía unos con otros. Todo esto son motivos para alabar y dar gracias a Dios.

Al estar hoy con vosotros, pido para que la Iglesia, aquí y en toda África, siga creciendo en santidad, en su servicio a la reconciliación, la justicia y la paz. Rezo para que los trabajos de la Segunda Asamblea Especial del Sínodo de Obispos alienten sobre el fuego de los dones que el Espíritu ha derramado sobre la Iglesia en África. Ruego por cada uno de vosotros, por vuestras familias y seres queridos, y os pido que os unáis a mí en la oración por todos los habitantes de este inmenso Continente. Que Dios bendiga a Camerún. Que Dios bendiga a África.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE CAMERÚN

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Iglesia Cristo Rey de Tsinga - Yaundé
Miércoles 18 de marzo de 2009



Señor cardenal,
queridos hermanos en el Episcopado:

Es una gran alegría para mí este encuentro con los Pastores de la Iglesia católica en Camerún. Agradezco al Presidente de vuestra Conferencia Episcopal, Mons. Simon-Victor Tonyé Bakot, Arzobispo de Yaundé, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Es la tercera vez que vuestro País acoge al Sucesor de Pedro y, como sabéis, el motivo de mi viaje es ante todo tener una ocasión para encontrarme con los pueblos del querido Continente africano, y también para entregar a los Presidentes de las Conferencias Episcopales el Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para África. Esta mañana, por medio de vosotros, quisiera saludar afectuosamente a todos los fieles encomendados a vuestros cuidados pastorales. Que la gracia y la paz del Señor Jesús sea con todos vosotros, con todas las familias de vuestro grande y hermoso País, con los sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y cuantos están comprometidos con vosotros en el anuncio del Evangelio.

En este año dedicado a San Pablo, es particularmente oportuno recordar la necesidad urgente de anunciar el Evangelio a todos. Este mandato, que la Iglesia ha recibido de Cristo, sigue siendo una prioridad, porque todavía hay muchas personas aguardando el mensaje de esperanza y de amor que les permita «entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8,21). Con vosotros, pues, queridos Hermanos, también vuestras comunidades están llamadas a dar testimonio del Evangelio. El Concilio Vaticano II recordó con énfasis que «la actividad misionera dimana íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia» (Ad gentes, n. 6). Para guiar y alentar al Pueblo de Dios en esta tarea, los Pastores, ante todo, deben ser ellos mismos predicadores de la fe para llevar a Cristo nuevos discípulos. Anunciar el Evangelio es propio del Obispo, quien, como San Pablo, puede decir también: «El hecho de predicar no es para mí motivo de soberbia. No tengo más remedio, y ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Co 9,16). Los fieles necesitan la palabra de su Obispo, que es el catequista por excelencia, para confirmar y purificar su fe.

Para cumplir esta misión de evangelización y responder a los numerosos desafíos de la vida del mundo de hoy, es indispensable, más allá de las reuniones institucionales, en sí mismas necesarias, una profunda comunión que una a los Pastores de la Iglesia entre sí. La calidad de los trabajos de vuestra Conferencia Episcopal, que reflejan la vida de la Iglesia y la sociedad en Camerún, os permiten buscar juntos respuestas a los múltiples retos que la Iglesia debe afrontar, ofreciendo directrices comunes mediante vuestras cartas pastorales para ayudar a los fieles en su vida eclesial y social. La honda conciencia de la dimensión colegial de vuestro ministerio os debe impulsar a realizar entre vosotros diversos gestos de hermandad sacramental, que van desde la acogida y estima mutua hasta las diferentes iniciativas de caridad y colaboración concreta (cf. Pastores gregis, n. 59). Una cooperación efectiva entre las diócesis, particularmente para una mejor distribución de los sacerdotes en vuestro País, favorecerá las relaciones de solidaridad fraterna con las Iglesias diocesanas más necesitadas, de modo que el anuncio del Evangelio no se resienta por la falta de ministros. Esta solidaridad apostólica ha de extenderse con generosidad a las necesidades de otras Iglesias particulares, especialmente de las de vuestro Continente. Así se mostrará claramente que vuestras comunidades cristianas, a ejemplo de las que os han traído el mensaje del Evangelio, son también una Iglesia misionera.

Queridos Hermanos en el Episcopado, el Obispo y sus sacerdotes están llamados a mantener estrechas relaciones de comunión, fundadas en su especial participación en el único sacerdocio de Cristo, aunque en grado diferente. También es de capital importancia una relación de calidad con los sacerdotes, que son vuestros principales e irrenunciables colaboradores. Al ver en su Obispo un padre y un hermano que los ama, los escucha y conforta en las pruebas, que presta una atención especial a su bienestar humano y material, se verán alentados a hacerse cargo plenamente de su ministerio de manera digna y eficaz. El ejemplo y la palabra de su Obispo es para ellos una valiosa ayuda para dar un espacio central en su ministerio a su vida espiritual y sacramental, animándoles a vivir y descubrir cada vez más profundamente que lo específico del pastor es ser ante todo una persona de oración, y que la vida espiritual y sacramental es una riqueza extraordinaria, que se nos da para nosotros mismos y para el bien del pueblo que se nos ha encomendado. Os invito, en fin, a poner una atención especial a la fidelidad de los sacerdotes y personas consagradas a los compromisos contraídos con su ordenación o entrada en la vida religiosa, para que perseveren en su vocación, con vistas a una mayor santidad de la Iglesia y la gloria de Dios. La autenticidad de su testimonio exige que no haya diferencia alguna entre lo que enseñan y lo que viven cotidianamente.

En vuestras diócesis, muchos jóvenes se presentan como candidatos al sacerdocio. Hemos de dar gracias al Señor por ello. Lo esencial es que se haga un discernimiento serio. Para eso, os animo, no obstante las dificultades organizativas en el plano pastoral que pudieran surgir, a dar prioridad a la selección y preparación de formadores y directores espirituales. Éstos han de tener un conocimiento personal y profundo de los candidatos al sacerdocio y ser capaces de asegurar una formación humana, espiritual y pastoral sólida, que haga de ellos hombres maduros y equilibrados, bien preparados para la vida sacerdotal. Vuestro constante apoyo fraterno ayudará a los formadores a desempeñar su tarea con amor por la Iglesia y su misión.

Desde los orígenes de la fe cristiana en Camerún, los religiosos y religiosas han dado una contribución fundamental a la vida de la Iglesia. Doy gracias a Dios con vosotros y me alegro del desarrollo de la vida consagrada entre los hijos e hijas de vuestro País, que ha permitido también manifestar los carismas propios de África en las comunidades nacidas en vuestro País. En efecto, la profesión de los consejos evangélicos es como «un signo que puede y debe atraer eficazmente a todos los miembros de la Iglesia a realizar con decisión las tareas de su vocación cristiana» (Lumen gentium, 44).

En vuestro ministerio de anunciar el Evangelio os ayudan también otros agentes de pastoral, especialmente los catequistas. En la evangelización de vuestro País han tenido y desempeñan todavía un papel determinante. Les agradezco su generosidad y fidelidad en el servicio a la Iglesia. Por medio de ellos se lleva a cabo una auténtica inculturación de la fe. Por tanto, su formación humana, espiritual y doctrinal es esencial. El apoyo material, moral y espiritual que los Pastores les ofrecen para cumplir su misión en buenas condiciones de vida y de trabajo, es también para ellos una expresión del reconocimiento por parte de la Iglesia de la importancia de su compromiso en el anuncio y el desarrollo de la fe.

Entre los muchos retos que encontráis en vuestra responsabilidad como Pastores, os preocupa particularmente la situación de la familia. Las dificultades, debidas de manera especial al impacto de la modernidad y la secularización en la sociedad tradicional, os impulsan a preservar con determinación los valores fundamentales de la familia africana, haciendo de su evangelización de manera profunda una de las principales prioridades. Al promover la pastoral familiar, os comprometéis a favorecer una mejor comprensión de la naturaleza, la dignidad y el papel del matrimonio, que supone un amor indisoluble y estable.

La liturgia ocupa un lugar importante en la expresión de la fe de vuestras comunidades. Por lo general, estas celebraciones eclesiales son festivas y alegres, manifestando el fervor de los fieles, felices de estar juntos, como Iglesia, para alabar al Señor. Es esencial, por tanto, que la alegría demostrada no sea un obstáculo, sino un medio, para entrar en diálogo y comunión con Dios a través de una verdadera interiorización de las estructuras y las palabras que componen la liturgia, con el fin de que ésta refleje realmente lo que sucede en el corazón de los creyentes, en una unión real con todos los participantes. Un signo elocuente de ello es la dignidad de las celebraciones, sobre todo cuando tienen lugar con gran afluencia de participantes.

El desarrollo de las sectas y movimientos esotéricos, así como la creciente influencia de una religiosidad supersticiosa y del relativismo, son una invitación apremiante a dar un renovado impulso a la formación de jóvenes y adultos, especialmente en el ámbito universitario e intelectual. A este respecto, quisiera felicitar y alentar los esfuerzos del Instituto Católico de Yaundé, y de todas las instituciones eclesiásticas cuya misión es hacer accesible y comprensible a todos la Palabra de Dios y las enseñanzas de la Iglesia. Me alegra saber que son cada vez más en vuestro País los fieles comprometidos en la vida de la Iglesia y la sociedad. Las numerosas asociaciones de laicos que florecen en vuestras diócesis, son signo de la acción del Espíritu en el corazón de los fieles y contribuyen a un renovado anuncio del Evangelio. Me complace destacar y alentar la participación activa de las asociaciones femeninas en diferentes sectores de la misión de la Iglesia, demostrando así una toma de conciencia real de la dignidad de la mujer y de su vocación específica en la comunidad eclesial y en la sociedad. Doy gracias a Dios por la voluntad que muestran los laicos en vuestras comunidades de contribuir al futuro de la Iglesia y al anuncio del Evangelio. Por los sacramentos de la iniciación cristiana y los dones del Espíritu Santo, tienen la capacidad y el compromiso de anunciar el Evangelio, sirviendo a la persona y a la sociedad. Os animo encarecidamente a perseverar en vuestros esfuerzos por ofrecerles una sólida formación cristiana que les permita «desarrollar plenamente su papel de animación cristiana del orden temporal (político, cultural, económico, social), que es compromiso característico de la vocación secular del laicado» (Ecclesia in Africa, n. 75).

En el contexto de la globalización que bien conocemos, la Iglesia tiene un interés particular por los más necesitados. La misión del Obispo le lleva a ser el principal defensor de los derechos de los pobres, a favorecer y promover el ejercicio de la caridad, que es una manifestación del amor del Señor por los pequeños. De esta manera, se ayuda a los fieles a comprender concretamente que la Iglesia es una verdadera familia de Dios, reunida en amor fraterno, lo cual excluye todo tipo de etnocentrismo y particularismo excesivo, y contribuye a la reconciliación y la colaboración entre los grupos étnicos para el bien de todos. Por otra parte, la Iglesia, mediante su doctrina social, quiere despertar la esperanza en el corazón de los excluidos. Y es también un deber de los cristianos, especialmente de los laicos que tienen responsabilidades sociales, económicas o políticas, dejarse guiar por la doctrina social de la Iglesia, con el fin de contribuir a la construcción de un mundo más justo, en el que todos puedan vivir dignamente.

Señor Cardenal, queridos Hermanos en el Episcopado, al término de nuestro encuentro, quisiera manifestar una vez más mi alegría por estar en vuestro País y encontrar al pueblo camerunés. Os agradezco vuestra calurosa bienvenida, signo de la generosa hospitalidad africana. Que la Virgen María, Nuestra Señora de África, vele por todas vuestras comunidades diocesanas. A Ella confío a todo el pueblo de Camerún, y os imparto de corazón una afectuosa Bendición Apostólica, que hago extensiva a los sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y a todos los fieles de vuestras diócesis.


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CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica María Reina de los Apóstoles, barrio de Mvolyé - Yaundé
Miércoles 18 de marzo de 2009



Queridos Hermanos Cardenales y Obispos,
queridos sacerdotes y diáconos,
queridos hermanos y hermanas consagrados,
queridos amigos miembros de otras Confesiones cristianas,
queridos hermanos y hermanas:

Tenemos la alegría de reunirnos para dar gracias a Dios en esta basílica dedicada a María Reina de los Apóstoles, de Mvolyé, construida en el lugar donde fue edificada la primera iglesia levantada por los misioneros Espiritanos venidos para traer la Buena Nueva a Camerún. Así como el ardor apostólico de aquellos hombres abrazaba en su corazón a todo el País, este lugar abarca simbólicamente cada rincón de vuestra tierra. Por eso, esta tarde dirigimos nuestra alabanza al Padre de las luces, queridos hermanos y hermanas, en un ambiente de gran cercanía espiritual con todas las comunidades cristianas en las que ejercéis vuestro servicio.

En presencia de los representantes de las otras Confesiones cristianas, a los que dirijo un saludo respetuoso y fraterno, os propongo contemplar los rasgos característicos de San José a través de las palabras de la Sagrada Escritura que nos ofrece esta liturgia vespertina.

Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: «Uno solo es vuestro Padre» (Mt 23,9). En efecto, no hay más paternidad que la de Dios Padre, el único Creador «de todo lo visible y lo invisible». Pero al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, se le ha hecho partícipe de la única paternidad de Dios (cf. Ef 3,15). San José muestra esto de manera sorprendente, él que es padre sin ejercer una paternidad carnal. No es el padre biológico de Jesús, del cual sólo Dios es el Padre, y sin embargo, desempeña una plena y completa paternidad. Ser padre es ante todo ser servidor de la vida y del crecimiento. En este sentido, San José ha demostrado una gran dedicación. Por Cristo, ha sufrido la persecución, el exilio y la pobreza que de ello se deriva. Tuvo que establecerse en un lugar distinto de su aldea. Su única recompensa fue la de estar con Cristo. Esta disponibilidad explica las palabras de San Pablo: «Servid a Cristo Señor» (Col 3,24).

No se trata de ser un servidor mediocre, sino un siervo «fiel y juicioso». La unión de estos dos adjetivos no es casual: sugiere que tanto la inteligencia sin lealtad como la fidelidad sin sabiduría son cualidades insuficientes. La una sin la otra no permiten asumir plenamente la responsabilidad que Dios nos confía.

Queridos hermanos sacerdotes, debéis vivir en vuestro ministerio cotidiano esta paternidad. En efecto, la Constitución Conciliar Lumen Gentium subraya: los sacerdotes «han de preocuparse de los fieles que engendraron espiritualmente con el bautismo y la doctrina» (n. 28). Entonces, ¿cómo no volver sin cesar a la raíz de nuestro sacerdocio, el Señor Jesucristo? La relación personal con Él es constitutiva de lo que queremos vivir, la relación con Él, que nos llama sus amigos, pues todo lo que ha aprendido de su Padre, nos lo ha dado a conocer (cf. Jn 15,15). Viviendo esta profunda amistad con Cristo, encontraréis la verdadera libertad y la alegría de vuestro corazón. El sacerdocio ministerial conlleva una honda relación con Cristo que se nos da en la Eucaristía. Que la celebración de la Eucaristía sea verdaderamente el centro de vuestra vida sacerdotal, y así será también el centro de vuestra misión eclesial. En efecto, Cristo nos llama a participar en su misión durante toda nuestra vida, a ser sus testigos, para que se anuncie a todos su Palabra. Al celebrar este sacramento en nombre y en la persona del Señor, no es la persona del sacerdote la que ha de ponerse en primer plano: él es un servidor, un humilde instrumento que señala a Cristo, porque Cristo mismo se ofrece en sacrificio para la salvación del mundo. «El que gobierne, pórtese como el que sirve» (Lc 22,26), dijo Jesús. Y Orígenes ha escrito: «José entiende que Jesús era superior a él mientras le era sumiso, y a sabiendas de la superioridad de su menor, José le mandaba con temor y mesura. Que todos reflexionen: a menudo, una persona de menor valía es colocada por encima de gente mejor que él, y a veces ocurre que el inferior vale más que aquel que parece mandar sobre él. Cuando alguien que ha sido elevado en dignidad comprenda esto, ya no se hinchará de orgullo por su rango más alto, sino que sabrá que su inferior puede ser mejor que él, al igual que Jesús estaba sujeto a José» (Homilía sobre San Lucas, XX, 5, SC p. 287).

Queridos hermanos en el sacerdocio, vuestro ministerio pastoral exige muchas renuncias, pero también es una fuente de alegría. En una relación de confianza con vuestros obispos, fraternamente unidos a todo el presbiterio, y con el apoyo del Pueblo de Dios que se os ha confiado, sabréis responder con fidelidad a la llamada que el Señor os hizo un día, como llamó a José para que cuidara de María y del Niño Jesús. Queridos sacerdotes, que seáis fieles a las promesas que habéis hecho a Dios ante vuestro Obispo y ante la asamblea. El Sucesor de Pedro os agradece vuestro generoso compromiso al servicio de la Iglesia y os alienta a no dejaros turbar por las dificultades del camino. A los jóvenes que se preparan para unirse a vosotros, así a como los que aún tienen inquietudes, quisiera reiterarles esta tarde la alegría que comporta el entregarse totalmente al servicio de Dios y de la Iglesia. Tened la valentía de ofrecer un «sí» generoso a Cristo.

También a vosotros, hermanos y hermanas comprometidos en la vida consagrada o en los movimientos eclesiales, os invito a dirigir la mirada a San José. Cuando María recibió la visita del Ángel en la Anunciación, ella ya estaba prometida con José. Puesto que se dirige personalmente a María, el Señor asocia ya íntimamente a José al misterio de la Encarnación. Él aceptó unirse a esta historia que Dios había comenzado a escribir en el seno de su esposa. Por tanto, tomó consigo a María. Acogió el misterio que había en ella y el misterio que era ella misma. La amó con ese gran respeto que es el sello del amor auténtico. San José nos enseña que se puede amar sin poseer. Al contemplarle, cualquier hombre o mujer, con la gracia de Dios, puede ser llevado a la superación de sus dificultades afectivas, a condición de que entre en el proyecto que Dios ha comenzado a realizar ya en los que están cerca de Él, como José entró en la obra de la redención a través de la figura de María y gracias a lo que Dios ya había hecho en ella. Que vosotros, queridos hermanas y hermanos comprometidos en los movimientos eclesiales estéis atentos a los que os circundan y mostréis el rostro amoroso de Dios a los más humildes, especialmente mediante la práctica de las obras de misericordia, la educación humana y cristiana de la juventud, el servicio de promoción de la mujer y de tantos otros modos.

También es muy significativa e indispensable para la vida de la Iglesia la contribución espiritual de los personas consagradas. Esta llamada a seguir a Cristo es un don para todo el Pueblo de Dios. Con la adhesión a vuestra vocación, imitando a Cristo casto, pobre y obediente, totalmente consagrado a la gloria de su Padre y al amor de sus hermanos y hermanas, tenéis como misión dar testimonio ante nuestro mundo, tan necesitado de ello, de la primacía de Dios y de los bienes futuros (cf. Vita consecrata, n. 85). Con vuestra fidelidad incondicional a vuestros compromisos, sois en la Iglesia un germen de vida que crece al servicio del Reino de Dios. En todo momento, pero de modo particular cuando la fidelidad es sometida a prueba, San José os recuerda el sentido y el valor de vuestros compromisos. La vida consagrada es una imitación radical de Cristo. Por tanto, es necesario que vuestro estilo de vida manifieste con toda claridad lo que os hace vivir y que vuestra actividad no oculte vuestra identidad profunda. No tengáis miedo de vivir plenamente la consagración de vosotros mismos que habéis hecho a Dios, y de testimoniarlo con autenticidad en vuestro entorno. Un ejemplo que impulsa de manera particular a buscar esta santidad de vida es el del Padre Simon Mpeke, llamado Baba Simon. Sabéis cómo «el misionero descalzo» empleó todas las fuerzas de su ser en una humildad desinteresada, con la preocupación de salvar las almas, sin escatimar los desvelos y los esfuerzos del servicio material a sus hermanos.

Queridos hermanos y hermanas, la meditación sobre el itinerario humano y espiritual de San José nos invita a apreciar la magnitud de la riqueza de su vocación y del modelo que él representa para todos los que han querido consagrar su vida a Cristo, tanto en el sacerdocio como en la vida consagrada o en diversas formas de compromiso en el laicado. En efecto, José ha vivido a la luz del misterio de la Encarnación. No sólo con una cercanía física, sino también con la atención del corazón. José nos desvela el secreto de una humanidad que vive en presencia del misterio, abierta a él mediante los detalles más concretos de la existencia. En él no hay separación entre fe y acción. Su fe orienta de manera decisiva su acción. Paradójicamente, es actuando, asumiendo por tanto las propias responsabilidades, como mejor se aparta él, para dejar a Dios la libertad de llevar a cabo su obra, sin interponer obstáculos. José es un «hombre justo» (Mt 1,19), porque su vida está «ajustada» a la Palabra de Dios.

La vida de San José, transcurrida en la obediencia a la Palabra, es un signo elocuente para todos los discípulos de Jesús que aspiran a la unidad de la Iglesia. Su ejemplo nos impulsa a entender que es abandonándose totalmente a la voluntad de Dios como el hombre se convierte en cumplidor eficaz del designio de Dios, que quiere reunir a los hombres en una sola familia, una sola asamblea, una sola ecclesia. Queridos amigos miembros de otras Confesiones cristianas, esta búsqueda de la unidad de los discípulos de Cristo es un gran reto para nosotros. Nos lleva ante todo a convertirnos a la persona de Cristo, a dejarnos atraer por Él. En Él es donde estamos llamados a reconocernos como hermanos, hijos de un mismo Padre. En este año dedicado al Apóstol Pablo, el gran predicador de Jesucristo, el Apóstol de las Naciones, dirijámonos juntos a él para escuchar y aprender «la fe y la verdad», en las que están enraizadas las razones de la unidad entre los discípulos de Cristo.

Para terminar, volvamos la mirada a la esposa de San José, la Virgen María, «Reina de los Apóstoles», advocación bajo la cual es venerada como patrona de Camerún. A ella confío la consagración de todos vosotros, vuestro deseo de responder más fielmente a la llamada que habéis recibido y a la misión que se os ha confiado. Por último, invoco su intercesión por vuestro hermoso País. Amén


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES
DE LA COMUNIDAD MUSULMANA DE CAMERÚN

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Nunciatura Apostólica de Yaundé
Jueves 19 de marzo de 2009



Queridos amigos:

Agradezco la oportunidad que se me brinda de tener este encuentro con los representantes de la comunidad musulmana de Camerún, y quiero expresar igualmente mi cordial agradecimiento al Señor Bello Amadou por las amables palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre. Nuestro encuentro es un signo elocuente del deseo, que compartimos con todas las personas de buena voluntad –en Camerún, en África y en todo el mundo–, de buscar ocasiones para intercambiar ideas sobre la contribución esencial que la religión a la comprensión de la cultura y del mundo, y a la coexistencia pacífica de todos los miembros de la familia humana. En Camerún, iniciativas como la Asociación Camerunesa para el Diálogo Interreligioso, muestran cómo dicho diálogo incrementa el entendimiento mutuo y ayuda a la formación de un orden político estable y justo.

Camerún es patria de miles de cristianos y musulmanes, que a menudo viven, trabajan y practican su fe en el mismo ambiente. Los fieles de una y otra religión creen en un Dios único y misericordioso, que en el último día juzgará a la humanidad (cf. Lumen gentium, 16). Unos y otros dan testimonio de los valores fundamentales de la familia, de la responsabilidad social, de la obediencia a la ley de Dios y del amor a los enfermos y a los que sufren. Fundando sus vidas en estas virtudes, y enseñándoselas a los jóvenes, los cristianos y los musulmanes no sólo muestran que se puede fomentar el desarrollo integral de la persona humana, sino también que es posible establecer vínculos de solidaridad con el prójimo, promoviendo el bien común.

Amigos, creo que una tarea particularmente urgente de la religión en el momento actual es desvelar el gran potencial que tiene la razón humana, la cual es en sí misma un don de Dios, y que es elevada por la revelación y por la fe. Creer en Dios, en vez de limitar nuestra capacidad de conocernos a nosotros mismos y al mundo, la amplía. En vez de enemistarnos con el mundo, nos compromete con él. Estamos llamados a ayudar a los demás a que reconozcan las huellas discretas y la presencia misteriosa de Dios en el mundo, que ha sido maravillosamente creado por Él y continua sosteniéndolo con su amor inefable, que todo lo abarca. Aunque su gloria infinita nunca puede ser percibida directamente en esta vida por nuestra mente finita, podemos descubrir, sin embargo, sus reflejos en la hermosura que nos rodea. Cuando los hombres y las mujeres dejan que el orden admirable del mundo y el esplendor de la dignidad humana iluminen su mente, descubren que aquello que es «razonable» va más allá de lo que las matemáticas pueden calcular, lo que la lógica puede deducir, o lo que la experimentación científica puede demostrar; lo «razonable» incluye también la bondad y la intrínseca atracción de una vida honesta y de acuerdo con la ética, que se nos manifiesta a través del lenguaje mismo de la creación.

Esta visión nos mueve a buscar todo lo que es recto y justo, a salir de lo que es el reducido ámbito de nuestro interés egoísta y a actuar buscando el bien de los demás. De este modo, una religión genuina alarga el horizonte de la comprensión humana y está en la base de toda verdadera cultura. Ésta, basada no sólo en principios de fe, sino también en la recta razón, rechaza toda forma de violencia o totalitarismo. En realidad, religión y razón se refuerzan mutuamente, porque la religión se purifica y estructura por la razón, y el pleno potencial de la razón se despliega por la revelación y la fe.

Así pues, os animo, queridos amigos musulmanes, a impregnar la sociedad de los valores que surgen de esta perspectiva y hacen crecer la cultura humana, mientras trabajamos juntos para edificar la civilización del amor. Que la cooperación entusiasta entre musulmanes, católicos y otros cristianos en Camerún sea un faro que ilumine en las otras naciones las grandes posibilidades de un compromiso interreligioso por la paz, la justicia y el bien común.

Con estos sentimientos, quisiera expresar una vez más mi agradecimiento por esta prometedora oportunidad de encontrarme con vosotros durante mi visita a Camerún. Agradezco a Dios Todopoderoso las bendiciones que ha derramado sobre vosotros y sobre vuestros conciudadanos, y le pido que los lazos que unen a cristianos y musulmanes en su profunda veneración al único Dios, sigan reforzándose, para que sean un reflejo más claro de la sabiduría del Omnipotente, que ilumina los corazones de toda la humanidad.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

PUBLICACIÓN DEL INSTRUMENTUM LABORIS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Estadio Amadou Ahidjo de Yaundé
Jueves 19 de marzo de 2009



Queridos Hermanos en el Episcopado,
Presidentes de las Conferencias Episcopales nacionales y regionales
de África y Madagascar

Hace catorce años, el 14 de septiembre de 1995, mi venerado Predecesor, el Papa Juan Pablo II, firmaba precisamente aquí, en Yaundé la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Africa. Hoy es para un mí motivo de gran alegría entregaros el texto del Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que se celebrará en Roma el próximo mes de octubre. El tema de esta Asamblea «La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz», que está en continuidad con la Ecclesia in Africa, tiene gran importancia para la vida de vuestro Continente, pero también para la vida de la Iglesia universal. El Instrumentum laboris es fruto de vuestra reflexión, a partir de los aspectos relevantes de la situación eclesial y social de vuestro País de origen. Refleja el gran dinamismo de la Iglesia en África, pero también los desafíos con los que tiene que enfrentarse, y que el Sínodo tendrá que examinar. Esta tarde tendré ocasión de tratar más detenidamente este tema con los miembros del Consejo especial para África del Sínodo de los Obispos. Deseo ardientemente que los trabajos de la Asamblea sinodal contribuyan a hacer crecer la esperanza para vuestros pueblos y para el Continente en su conjunto; que sirvan para infundir en cada una de vuestras Iglesias particulares un nuevo impulso evangélico y misionero al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz, según el programa expresado por el Señor mismo: «Vosotros sois la sal de la tierra [...]. Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13.14). Que la alegría de la Iglesia en África por la celebración de este Sínodo sea también la alegría de la Iglesia universal.

Queridos hermanos y hermanas que os unís estrechamente en torno a vuestros Obispos, representando en cierto modo la Iglesia que peregrina en todos los pueblos de África, os invito a acoger en vuestra plegaria la preparación y el desarrollo de este gran acontecimiento eclesial. Que la Reina de la Paz aliente los esfuerzos de todos los «artesanos» de reconciliación, justicia y paz. Nuestra Señora de África, ruega por nosotros.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON EL MUNDO DEL SUFRIMIENTO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Centro Card. Paul Emile Léger - CNRH de Yaundé
Jueves 19 de marzo de 2009



Señores Cardenales,
Señora Ministra para los Asuntos Sociales,
Señora Ministra de la Salud,
Queridos Hermanos en el Episcopado
y querido Monseñor Joseph Djida,
Señor Director del Centro Léger,
Querido personal auxiliar,
Queridos enfermos:

He deseado vivamente pasar estos momentos con vosotros, y me es grato poder saludaros. Os dirijo un saludo particular a vosotros, hermanos y hermanas que soportáis el peso de la enfermedad y el sufrimiento. Sabéis que no estáis solos en vuestro dolor, porque Cristo mismo es solidario con los que sufren. Él revela a quienes padecen el lugar que tienen en el corazón de Dios y en la sociedad. El evangelista Marcos nos ofrece como ejemplo la curación de la suegra de Pedro. Dice que le hablan a Jesús de la enferma sin más preámbulos, y «Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó» (Mc 1,30-31). En este pasaje del Evangelio, vemos a Jesús pasar un día con los enfermos para confortarlos. Así, con gestos concretos, nos manifiesta su ternura y bondad para con todos los que tienen el corazón roto y el cuerpo herido.

Desde este Centro que lleva el nombre del Cardenal Paul-Émile Léger, que vino de Canadá a estar con vosotros para curar los cuerpos y las almas, no me olvido de los que en su casa, en el hospital, en los ambientes especializados o en los ambulatorios, tienen una discapacidad motriz o mental, ni de los que llevan en su cuerpo la marca de la violencia o la guerra. Pienso también en todos los enfermos y, sobre todo aquí, en África, en los que padecen enfermedades como el sida, la malaria y la tuberculosis. Sé bien que, entre vosotros, la Iglesia católica está intensamente comprometida en una lucha eficaz contra estos males terribles, y la animo a proseguir con determinación esta obra urgente. Deseo portaros a todos vosotros, probados por la enfermedad y el dolor, así como a vuestras familias, un poco de consuelo de parte del Señor, renovaros mi cercanía e invitaros a dirigiros a Cristo y a María, que Él nos ha dado como Madre. Ella conoció el dolor y siguió a su Hijo en el camino del Calvario, guardando en su corazón el mismo amor que Jesús vino a traer a todos los hombres.

Ante el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, el hombre tiene la tentación de gritar a causa del dolor, como hizo Job, cuyo nombre significa «el que sufre» (cf. Gregorio Magno, Moralia in Job, I, 1,15). Jesús mismo gritó poco antes de morir (cf. Mc 15,37; Hb 5,7). Cuando nuestra condición se deteriora, aumenta la ansiedad; a algunos les viene la tentación de dudar de la presencia de Dios en su vida. Por el contrario, Job es consciente de que Dios está presente en su existencia; su grito no es de rebelión, sino que, desde lo más hondo de su desventura, hace asomar su confianza (cf. Jb 19; 42,2-6). Sus amigos, como todos nosotros ante el sufrimiento de un ser querido, tratan de consolarlo, pero utilizan palabras vanas.

Ante la presencia de sufrimientos atroces, nos sentimos desarmados y no encontramos las palabras adecuadas. Ante un hermano o hermana sumido en el misterio de la Cruz, el silencio respetuoso y compasivo, nuestra presencia apoyada por la oración, una mirada, una sonrisa, pueden valer más que tantos razonamientos. Un pequeño grupo de hombres y mujeres vivió esta experiencia, entre ellos la Virgen María y el Apóstol Juan, que siguieron a Jesús hasta el culmen de su sufrimiento en su pasión y muerte en la cruz. Entre ellos, nos dice el Evangelio, había un africano, Simón de Cirene. A él le encargaron ayudar a Jesús a llevar su cruz en el camino del Gólgota. Este hombre, aunque involuntariamente, ha ayudado al Hombre de dolores, abandonado por todos y entregado a una violencia ciega. La historia, pues, nos recuerda que un africano, un hijo de vuestro Continente, participó con su propio sufrimiento en la pena infinita de Aquel que ha redimido a todos los hombres, incluidos sus perseguidores. Simón de Cirene no podía saber que tenía ante sí a su Salvador. Fue «reclutado» para ayudar (cf. Mc 15,21); se vio obligado, forzado a hacerlo. Es difícil aceptar llevar la cruz de otro. Sólo después de la resurrección pudo entender lo que había hecho. Así sucede con cada uno de nosotros, hermanos y hermanas: en la cúspide de la desesperación, de la rebelión, Cristo nos propone su presencia amorosa, aunque cueste entender que Él está a nuestro lado. Sólo la victoria final del Señor nos revelará el sentido definitivo de nuestras pruebas.

¿Acaso no puede decirse que todo africano es de algún modo miembro de la familia de Simón de Cirene? Cada africano y cada uno que sufre, ayudan a Cristo a llevar su Cruz y ascienden con Él al Gólgota para resucitar un día con Él. Al ver la infamia que se le hace a Jesús, contemplando su rostro en la Cruz y reconociendo la atrocidad de su dolor, podemos vislumbrar, por la fe, el rostro radiante del Resucitado que nos dice que el sufrimiento y la enfermedad no tendrán la última palabra en nuestra vida humana. Rezo, queridos hermanos y hermanas, para que os sepáis reconocer en este «Simón de Cirene». Pido, queridos hermanas y hermanos enfermos, que se acerquen también a vuestra cabecera muchos «Simón de Cirene».

Después de la resurrección, y hasta hoy, hay muchos testigos que se han dirigido, con fe y esperanza, al Salvador de los hombres, reconociendo su presencia en medio de su prueba. El Padre de toda misericordia acoge siempre con benevolencia la oración de quien se dirige a Él. Responde a nuestra invocación y nuestra plegaria como quiere y cuando quiere, para nuestro bien y no según nuestros deseos. A nosotros nos toca discernir su respuesta y acoger como una gracia los dones que nos ofrece. Fijemos nuestros ojos en el Crucificado, con fe y valor, pues de Él proviene la Vida, el consuelo, la sanación. Miremos a Aquel que desea nuestro bien y sabe enjugar las lágrimas de nuestros ojos; aprendamos a abandonarnos en sus brazos como un niño pequeño en los brazos de su madre.

Los santos nos han dado un buen ejemplo con su vida totalmente entregada a Dios, nuestro Padre. Santa Teresa de Ávila, que había puesto a su nuevo monasterio bajo el patrocinio de San José, fue curada de una enfermedad el mismo día de su fiesta. Decía que nunca le había implorado en vano, y recomendaba a todos los que pensaban que no sabían rezar: «No sé, escribía, cómo se puede pensar en la Reina de los ángeles en el tiempo que tanto pasó con el Niño Jesús, que no le den gracias a San José por lo bien que les ayudó en ellos. Quien no hallare maestro que le enseñe oración, tome este glorioso santo por maestro y no errará en el camino» (Vida, 6). Como intercesor por la salud del cuerpo, la santa veía en san José un intercesor para la salud del alma, un maestro de oración, de plegaria.

Escojámoslo, también nosotros, como maestro de oración. No sólo quienes estamos sanos, sino también vosotros, queridos enfermos, y todas las familias. Pienso sobre todo en los que formáis parte del personal hospitalario, y en todos los que trabajan en el mundo de la sanidad. Al acompañar a los que sufren con vuestra atención y las curas que les dispensáis, practicáis una obra de caridad y amor, que Dios tiene en cuenta: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,40). Corresponde a vosotros, médicos e investigadores, llevar a cabo todo lo que sea legítimo para aliviar el dolor; os compete, en primer lugar, proteger la vida humana, ser defensores de la vida desde su concepción hasta su término natural. Para toda persona, el respeto de la vida es un derecho y, al mismo tiempo, un deber, porque cada vida es un don de Dios. Deseo dar gracias al Señor con vosotros por todos los que, de una u otra manera, trabajan al servicio de las personas que sufren. Animo a los sacerdotes y a quienes visitan a los enfermos a comprometerse de forma activa y amable en la pastoral sanitaria en los hospitales o en asegurar una presencia eclesial a domicilio, para consuelo y apoyo espiritual de los enfermos. Según su promesa, Dios os pagará el salario justo y os recompensará en el cielo.

Antes de saludaros personalmente y despedirme de vosotros, quisiera aseguraros a todos mi cercanía afectuosa y mi oración. También quiero expresar mi deseo de que cada uno de vosotros nunca se sienta solo. En efecto, corresponde a cada hombre, creado a imagen de Cristo, convertirse en prójimo de quien tiene cerca. Os encomiendo a todos a la intercesión de la Virgen María, Madre nuestra, y a la de San José. Que Dios nos conceda ser unos para otros, mensajeros de la misericordia, la ternura y el amor de nuestro Dios, y que Él os bendiga.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON EL CONSEJO ESPECIAL
DEL SÍNODO PARA ÁFRICA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Nunciatura Apostólica de Yaundé
Jueves 19 de marzo de 2009



Señores Cardenales,
Queridos Hermanos en el Episcopado:

Con profunda alegría os saludo a todos, en esta tierra de África. En 1994, mi amado predecesor, el Siervo de Dios Juan Pablo II, convocó para ella la Primera Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos, como muestra de solicitud pastoral por este Continente tan rico tanto en promesas como en urgentes necesidades humanas, culturales y espirituales. Esta mañana lo he llamado «el continente de la esperanza». Recuerdo con gratitud la firma de la Exhortación Apostólica postsinodal Ecclesia in Africa, que tuvo lugar hace 14 años en la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre de 1995.

Expreso mi agradecimiento a Mons. Nikola Eterović, Secretario General del Sínodo de los Obispos, por las palabras que me ha dirigido en vuestro nombre al comienzo de este encuentro con vosotros en tierra africana, y estoy muy reconocido por cuanto me habéis dicho; eso me da una idea más realista de la situación sobre la que hemos de hablar y orar, sobre todo durante este Sínodo queridos miembros del Consejo Especial para África. Toda la Iglesia mira con atención a este encuentro con vistas a la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, que, si Dios quiere, se celebrará el próximo octubre. El tema es: «La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz. “Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13.14)».

Agradezco vivamente a los Cardenales, a los Arzobispos y a los Obispos, miembros del Consejo Especial para África, por su colaboración cualificada en la redacción de los Lineamenta y del Instrumentum laboris. Os estoy muy reconocido, queridos Hermanos en el Episcopado, por haber presentado también en vuestras aportaciones aspectos importantes de la situación eclesial y social actual de vuestros países de origen y de la región. De este modo, habéis destacado el gran dinamismo de la Iglesia en África, pero también habéis evocado los desafíos, los grandes problemas de África que el Sínodo tendrá que examinar, para que el crecimiento de la Iglesia en África no sea solamente cuantitativo sino también cualitativo.

Queridos Hermanos, al comienzo de mi reflexión, me parece importante subrayar que vuestro Continente ha sido santificado por Jesús mismo, Nuestro Señor. En los albores de su vida terrestre, tristes circunstancias hicieron que pisara el suelo africano. Dios escogió vuestro Continente como morada de su Hijo. A través de Jesús, Dios ha salido ciertamente al encuentro de cada hombre, pero de una manera particular del hombre africano. África ofreció al Hijo de Dios una tierra que lo ha alimentado y una protección eficaz. Por Jesús, hace dos mil años, Dios ha traído en persona la luz y la sal a África. Desde entonces, la semilla de su presencia es en el fondo de los corazones de este querido Continente y germina poco a poco más allá y a través de los avatares de la historia humana de vuestra tierra. África marcó una etapa importante en la Encarnación, el primer momento de la kénosis, porque acogió el abajamiento y el despojo del Hijo de Dios antes de volver a la Tierra Prometida. Gracias a la venida de Cristo, que la ha santificado con su presencia física, África recibió una llamada especial para conocer a Cristo. Que los africanos se sientan orgullosos. Meditando y ahondando espiritual y teológicamente en esta primera etapa, el africano podrá encontrar fuerzas suficientes para afrontar su diario caminar, a veces duro, y descubrir así inmensos espacios de fe y de esperanza que le ayuden a crecer en Dios.

Algunos momentos significativos de la historia cristiana de este Continente pueden recordarnos los lazos profundos que existen desde sus orígenes entre África y el cristianismo. Según una venerable tradición patrística, el evangelista san Marcos, que «transmitió por escrito lo que Pedro predicó» (Ireneo, Adversus Haereses III, I,1), vino a Alejandría a avivar la semilla plantada por el Señor. Este evangelista dio testimonio en África de la muerte en cruz del Hijo de Dios –último momento de la kénosis– y de su exaltación, para que «toda lengua proclame: “Jesucristo es el Señor” para gloria de Dios Padre» (Flp 2,11). La Buena Nueva de la venida del Reino de Dios se extendió rápidamente por el norte de vuestro Continente, donde hubo ilustres mártires y santos, y engendró insignes teólogos.

Tras haber sido probado por vicisitudes históricas, el cristianismo sólo permaneció, durante casi un milenio, en la parte nororiental del Continente. Con la llegada de los europeos, que buscaban la ruta de las Indias, en los siglos XV y XVI, las poblaciones subsaharianas encontraron a Cristo. Fueron las poblaciones litorales las primeras que recibieron el bautismo. En los siglos XIX y XX, el África subsahariana vio llegar misioneros, hombres y mujeres que provenían de todo el Occidente, de Latinoamérica y también de Asia. Quiero rendirles un homenaje por la generosidad de su respuesta incondicional a la llamada del Señor y por su ardiente celo apostólico. Y siguiendo adelante, quisiera hablar de los catequistas africanos, compañeros inseparables de los misioneros en la evangelización. Dios había preparado el corazón de algunos laicos africanos, hombres y mujeres, jóvenes y mayores, para recibir sus dones y para llevar la luz de su Palabra a sus hermanos. Laicos con laicos, supieron encontrar en la lengua de sus padres las palabras de Dios que tocaron el corazón de sus hermanos. Supieron compartir el sabor de la sal de la Palabra y dar esplendor a la luz de los Sacramentos que anunciaban. Acompañaron a las familias en su crecimiento espiritual, alentaron las vocaciones sacerdotales y religiosas, y sirvieron de enlace entre sus comunidades y los sacerdotes y los obispos. Con toda naturalidad, llevaron a cabo una inculturación eficaz, que produjo excelentes frutos (cf. Mc 4,20). Fueron los catequistas quienes consiguieron que la «luz brille ante los hombres» (Mt 5,16), porque, viendo el bien que hacían, poblaciones enteras pudieron dar gloria a Nuestro Padre que está en los cielos. Africanos que evangelizaron a africanos. Evocando su gloriosa memoria, saludo y animo a sus dignos sucesores que trabajan hoy con la misma abnegación, el mismo ímpetu apostólico y la misma fe que sus predecesores. Que Dios les bendiga con abundancia. Durante este período, la tierra africana se ha ennoblecido con numerosos santos. Me limito a citar a los gloriosos mártires de Uganda, los grandes misioneros Anne-Marie Javouhey y Daniel Comboni, así como a Sor Anuarite Nengapeta y al catequista Isidoro Bakanja, sin olvidar a la humilde Josefina Bakhita.

Estamos actualmente en un momento histórico que, desde el punto de vista civil, coincide con la independencia reencontrada, y desde el punto de vista eclesial, con el Concilio Vaticano II. La Iglesia en África ha preparado y acompañado durante este período la construcción de nuevas identidades nacionales y, paralelamente, ha intentado traducir la identidad de Cristo siguiendo sus propios caminos. Desde que la Jerarquía se fue poco a poco africanizando, a partir de la ordenación por el Papa Pío XII de obispos de vuestro Continente, la reflexión teológica comenzó a desarrollarse. Sería bueno que vuestros teólogos siguieran hoy explorando la hondura del misterio trinitario y su significado para el día a día africano. Tal vez este siglo permita, con la gracia de Dios, un renacer en vuestro Continente, aunque ciertamente de una forma nueva, de la prestigiosa Escuela de Alejandría. ¿Por qué no esperar que, de este modo, se pueda ofrecer a los Africanos de hoy, y a la Iglesia universal, grandes teólogos y maestros espirituales que contribuyan a la santificación de los habitantes de este Continente y de toda la Iglesia? La Primera Asamblea Especial del Sínodo de Obispos permitió señalar las líneas a seguir y puso de relieve, entre otras, la necesidad de ahondar y encarnar el misterio de una Iglesia-Familia.

Quisiera sugerir ahora algunas reflexiones sobre el tema específico de la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos, sobre la reconciliación, la justicia y la paz.

Según el Concilio Ecuménico Vaticano II, «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1). Para llevar a cabo adecuadamente su misión, la Iglesia debe ser una comunidad de personas reconciliadas con Dios y entre ellas. Así, puede anunciar la Buena Nueva de la reconciliación a la sociedad actual, que lamentablemente padece en muchos sitios conflictos, violencias, guerras y odio. Vuestro Continente no se ha librado, y ha sido triste escenario de graves tragedias que reclaman una verdadera reconciliación entre los pueblos, las etnias y los hombres. Para nosotros los cristianos, esta reconciliación radica en el amor misericordioso de Dios Padre y se realiza a través de la persona de Jesucristo, que, en el Espíritu Santo, ha ofrecido a todos la gracia de la reconciliación. Las consecuencias se manifestarán a través de la justicia y la paz, indispensables para construir un mundo mejor.

En realidad, en el contexto sociopolítico y económico actual del continente africano, ¿qué puede haber más dramático que las luchas, frecuentemente sangrientas, entre grupos étnicos o pueblos hermanos? Y, puesto que el Sínodo de 1994 insistió en la Iglesia-Familia de Dios, ¿cuál puede ser la aportación del de este año para la construcción de África, sedienta de reconciliación y en busca de justicia y paz? Las guerras locales o regionales, las masacres y los genocidios que tienen lugar en el Continente han de interpelarnos de manera muy especial: si es verdad que en Jesucristo formamos parte de la misma familia y compartimos la misma vida, puesto que por nuestras venas circula la misma Sangre de Cristo, que nos convierte en hijos de Dios, miembros de la Familia de Dios, no deberían existir más odios, injusticias y guerras entre hermanos.

Al constatar el aumento de la violencia y el auge del egoísmo en África, el Cardenal Bernardin Gantin, de venerada memoria, proponía en 1988 una teología de la Fraternidad, como respuesta al clamor apremiante de los pobres y de los más pequeños (L’Osservatore Romano, ed. francesa, 12 abril 1988, pp. 4-5). Quizá pensaba en lo que escribió el africano Lactancio a comienzos del siglo IV: «El primer deber de la justicia es reconocer al hombre como hermano. En efecto, si el mismo Dios nos ha hecho y nos ha engendrado a todos de la misma condición, con vistas a la justicia y a la vida eterna, estamos unidos ciertamente por vínculos de fraternidad: quien no los reconozca es injusto» (Epitome, 54,4-5). La Iglesia-Familia de Dios que vive en África, ha hecho una opción preferencial por los pobres desde la Primera Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos. Manifiesta así que la situación de deshumanización y de opresión que aflige a los pueblos africanos no es irreversible; por el contrario, pone a cada uno ante a un desafío, el de la conversión, la santidad y la integridad.

El Hijo, por el que Dios nos habla, es Él mismo Palabra encarnada. Esto ha sido objeto de las reflexiones de la reciente XII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Hecha carne, esta Palabra está al origen de lo que somos y hacemos; es el fundamento de toda vida. Así pues, se han de valorar las tradiciones africanas a partir de esa Palabra, corrigiendo y perfeccionando su concepto de la vida, del hombre y de la familia. Jesucristo, Palabra de vida, es fuente y plenitud de todas nuestras vidas, porque el Señor Jesús es el único mediador y redentor.

Es urgente que las comunidades cristianas sean, cada vez más, lugares de escucha profunda de la Palabra de Dios y de lectura meditativa de la Sagrada Escritura. Por medio de esa lectura meditativa y comunitaria en la Iglesia, el cristiano encuentra a Cristo resucitado que le habla y le devuelve la esperanza en la plenitud de vida que Él da al mundo.

Por lo que se refiere a la Eucaristía, ésta hace realmente presente en la historia al Señor. Por su Cuerpo y su Sangre, Cristo entero se hace sustancialmente presente en nuestras vidas. Está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28,20) y nos envía de nuevo a las realidades cotidianas, para que podamos llenarlas con su presencia. En la Eucaristía se manifiesta claramente que la vida es una relación de comunión con Dios, con nuestros hermanos y nuestras hermanas, y con toda la creación. La Eucaristía es fuente de unidad reconciliada en la paz.

La Palabra y el Pan de vida ofrecen luz y alimento, como antídoto y viático en la fidelidad al Maestro y Pastor de nuestras almas, para que la Iglesia en África cumpla el servicio de reconciliación, de justicia y de paz, según el programa de vida dado por el Señor mismo: «Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13.14). Para serlo de verdad, los fieles han de convertirse y seguir a Jesucristo, ser sus discípulos, para ser testigos de su poder salvador. Durante su vida terrena, Jesús era «poderoso en obras y palabras» (Lc 24,19). Por su resurrección, ha sometido a principados y potestades (cf. Col 2,15), a todo poder del mal, para liberar a los que han sido bautizados en su nombre. «Para vivir en libertad, Cristo nos ha liberado» (Ga 5,1). La vocación cristiana consiste en dejarse liberar por Jesucristo. Él ha vencido el pecado y la muerte y ofrece a todos la plenitud de la vida. En el Señor Jesús, ya no hay judíos ni gentiles, ni hombres y mujeres (cf. Ga 3,28). En su carne, ha reconciliado a todos los pueblos. Con la fuerza del Espíritu Santo, dirijo a todos este llamamiento: «Dejaos reconciliar» (2 Co 5,20). Ninguna diferencia étnica o cultural, de raza, sexo o religión, ha de ser para vosotros motivo de enfrentamiento. Todos sois hijos del único Dios, nuestro Padre, que está en los cielos. Con esta convicción será posible construir una África más justa y pacífica, a la altura de las esperanzas legítimas de todos sus hijos.

Finalmente, os invito a fomentar la preparación del Sínodo, recitando también con los fieles la oración conclusiva del Instrumentum laboris, que he entregado esta mañana, para el buen éxito de la Asamblea Sinodal. Oremos juntos ahora, queridos hermanos:

«Santa María, Madre de Dios, Protectora de África, tú has dado al mundo la luz verdadera, Jesucristo. Por tu obediencia al Padre y por la gracia del Espíritu Santo, nos has dado la fuente de nuestra reconciliación y nuestra justicia, Jesucristo, nuestra paz y nuestro gozo.

Madre de ternura y sabiduría, muéstranos a Jesús, tu Hijo e Hijo de Dios, ayúdanos en nuestro camino de conversión, para que Jesús haga brillar su Gloria sobre nosotros en todos los aspectos de nuestra vida personal, familiar y social.

Madre llena de misericordia y de justicia, por tu docilidad al Espíritu Consolador alcánzanos la gracia de ser testigos del Señor Resucitado, para que seamos cada vez más la sal de la tierra y la luz del mundo.

Madre del Perpetuo Socorro, confiamos a tu maternal intercesión la preparación y los frutos del Segundo Sínodo para África. Reina de la Paz, ruega por nosotros. Nuestra Señora de África, ruega por nosotros».


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional Nsimalen de Yaundé
Viernes 20 de marzo de 2009



Señor Presidente,
Distinguidos Representantes de las Autoridades Civiles,
Señor Cardenal Tumi,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Queridos hermanos y hermanas

En el momento en que me dispongo a dejar Camerún, habiendo completado la primera parte de mi Visita Apostólica en África, deseo agradeceros a todos por la generosa acogida que me habéis dispensado en estos días. El calor del sol africano se ha reflejado en vuestra calurosa hospitalidad. Agradezco al Presidente y a los miembros del Gobierno todas sus corteses deferencias. Agradezco a mis Hermanos en el Episcopado y a todos los fieles católicos, que durante las liturgias que hemos celebrado juntos, han dado un ejemplo tan sugestivo de un culto gozoso y exuberante. Asimismo, me alegro de que miembros de otras Comunidades eclesiales hayan estado presentes en algunas de nuestras asambleas, y renuevo mi saludo respetuoso a ellos y a sus responsables. Me gustaría expresar mi profundo reconocimiento por todo el trabajo que han hecho las autoridades civiles para asegurar un desarrollo sereno de mi visita. Pero, sobretodo, quiero expresar mi gratitud a todos aquellos que han orado intensamente para que esta visita pastoral produzca frutos para la vida de la Iglesia en África. Os pido que continuéis rezando para que la II Asamblea Especial del Sínodo de Obispos para África sea un momento de gracia para la Iglesia de este Continente, un tiempo de renovación y de nuevo ardor en la misión de llevar el mensaje de salvación del Evangelio a un mundo lacerado.

Muchos de los momentos que he vivido durante estos días quedarán profundamente grabados en mi memoria. En el Centro Cardenal Léger, fue conmovedor observar el cuidado dispensado a los enfermos y discapacitados, a algunos de los más vulnerables de nuestra sociedad. Esta compasión al modo de Cristo es un signo palpable de esperanza para el futuro de la Iglesia y para el futuro de África.

Mi encuentro con los miembros de la comunidad musulmana aquí, en Camerún, ha sido otro momento culminante que no olvidaré. Mientras continuamos hacia una mayor comprensión mutua, pido para que crezcamos en el respeto y estima recíprocos, y afiancemos nuestra decisión de colaborar para proclamar la dignidad que Dios ha dado a la persona humana, un mensaje que nuestro mundo fuertemente secularizado tiene necesidad de oír.

El motivo principal de mi viaje a Camerún ha sido visitar a esta comunidad católica. Con gran gozo he tenido tiempo de compartir algunos momentos fraternos con los Obispos, y de celebrar la liturgia de la Iglesia con tantos fieles. He venido precisamente para compartir con vosotros el momento histórico de la promulgación del Instrumentum laboris para la Segunda Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos. Ciertamente estamos ante un momento de gran esperanza para África y para el mundo entero. Cameruneses, os animo a percibir la importancia del momento que el Señor os ha ofrecido. Responded a su llamada que os compromete a ser portadores de reconciliación, sanación y paz a vuestras comunidades y a vuestra sociedad. Trabajad por eliminar la injusticia, la pobreza y el hambre allá donde las encontréis. Dios bendiga a este hermoso país, «África en miniatura», un País de promesas, una tierra de gloria. Dios os bendiga.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional 4 de Fevereiro de Luanda
Viernes 20 de marzo de 2009



Excelentísimo Señor Presidente de la República,
Ilustrísimas Autoridades civiles y militares,
Venerados Hermanos en el Episcopado,
Queridos amigos angoleños:

Con vivos sentimientos de deferencia y amistad, pongo pie en el suelo de esta noble y joven Nación, en el ámbito de una visita pastoral que espiritualmente tiene como horizonte todo el Continente africano, aunque haya tenido que limitar mis pasos a Yaundé y a Luanda. Que todos sepan que, en mi corazón y en mi plegaria, tengo presente a África en general y al pueblo de Angola en particular, al que deseo ofrecer un cordial aliento para proseguir por la vía de la pacificación y la reconstrucción del País y las instituciones.

Comienzo, Señor Presidente, agradeciendo la amable invitación que me ha hecho de visitar Angola y las cordiales expresiones de bienvenida que me acaba de dirigir. Acepte mi deferente saludo y los mejores deseos, que hago extensivos a las otras autoridades que han tenido la amabilidad de venir a recibirme. Saludo a toda la Iglesia católica en Angola en la persona de sus Obispos aquí presentes, y agradezco a todos los amigos angoleños la cariñosa acogida que me han dispensado. Y que llegue también mis sentimientos de amistad a los que me siguen a través de la radio y la televisión, en la certeza de la benevolencia del Cielo sobre la misión común que nos ha sido confiada: edificar juntos una sociedad más libre, más pacífica y más solidaria.

¿Cómo no recordar a aquel ilustre Visitante que bendijo Angola en junio de 1992, mi amado Predecesor Juan Pablo II? Incansable misionero de Jesucristo hasta los extremos confines de la tierra, él ha indicado la vía hacia Dios, invitando a todos los hombres de buena voluntad a escuchar la propia conciencia rectamente formada y a edificar una sociedad de justicia, de paz y de solidaridad, en la caridad y en el perdón recíproco. En cuanto a mí, os recuerdo que provengo de un País en el que la paz y la hermandad son sentidas muy dentro del corazón de todos sus habitantes, especialmente de los que –como yo– han conocido la guerra y la división entre hermanos pertenecientes a la misma Nación a causa de ideologías desoladoras e inhumanas, la cuales, bajo la falaz apariencia de sueños e ilusiones, hicieron pesar sobre los hombres el yugo de la opresión. Podéis entender, pues, lo sensible que soy al diálogo entre los hombres como medio para superar toda forma de conflicto y tensión, y para hacer de cada Nación –y por tanto también de vuestra Patria– una casa de paz y hermandad. Con vistas a este fin, debéis tomar de vuestro patrimonio espiritual y cultural los mejores valores de los que Angola es portadora, y salir al encuentro unos de otros sin miedo, aceptando compartir la riqueza espiritual y material de cada uno, en beneficio de todos.

¿Cómo no pensar aquí a la población de la provincia de Kunene, afectada por lluvias torrenciales e inundaciones que han provocado numerosos muertos y dejado sin hogar a tantas familias por la destrucción de sus casas? A ellas deseo hacer llegar en su prueba la seguridad de mi solidaridad, junto con un aliento especial a tener confianza para recomenzar con la ayuda de todos.

Queridos angoleños, vuestro territorio es rico; vuestra Nación es fuerte. Utilizad estas cualidades vuestras para favorecer la paz y el acuerdo entre los pueblos, sobre una base de lealtad e igualdad que promuevan ese futuro pacífico y solidario para África, que todos anhelan y al que tienen derecho. Para ello, os ruego: No os rindáis a la ley del más fuerte. Porque Dios ha concedido a los seres humanos la capacidad de elevarse, por encima de sus tendencias naturales, con las alas de la razón y de la fe. Si os dejáis llevar por estas alas, no os será difícil reconocer en el otro a un hermano, que ha nacido con los mismos derechos humanos fundamentales. Lamentablemente, dentro de vuestros confines angoleños hay todavía muchos pobres que reivindican el respeto de sus derechos. No se puede olvidar la multitud de angoleños que viven por debajo del umbral de la pobreza absoluta. No decepcionéis sus expectativas.

Se trata de una tarea ingente, que requiere una mayor participación cívica por parte de todos. Es necesario implicar en ella a toda la sociedad civil angoleña; pero ésta ha de presentarse ante dicho reto de manera más fuerte y articulada, tanto entre las fuerzas que la componen como también en el diálogo con el Gobierno. Para dar vida a una sociedad realmente celosa del bien común, se necesitan valores compartidos por todos. Estoy convencido de que Angola podrá encontrarlos hoy también en el Evangelio de Jesucristo, como ocurrió tiempo atrás con un ilustre antepasado vuestro, Dom Afonso I Mbemba-a-Nzinga; por obra suya surgió hace quinientos años en Mbanza Congo un reino cristiano, que sobrevivió hasta el siglo XVIII. De sus cenizas pudo brotar luego, entre los siglos XIX y XX, una Iglesia renovada que no ha dejado de crecer hasta nuestros días. Demos gracias a Dios por ello. He aquí el motivo inmediato que me ha traído a Angola: encontrarme con una de las más antiguas comunidades católicas del África subecuatorial, para confirmarla en su fe en Jesús resucitado y unirme a las súplicas de sus hijos e hijas para que el tiempo de la paz, en la justicia y en la fraternidad, no conozca ocaso en Angola, permitiéndola cumplir la misión que Dios le ha confiado en favor de su pueblo y en el concierto de las Naciones. Dios bendiga Angola.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES POLÍTICAS Y CIVILES
Y CON EL CUERPO DIPLOMÁTICO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XV*

Salón de honor del Palacio Presidencial de Luanda
Viernes 20 de marzo de 2009



Señor Presidente de la República,
Distinguidas Autoridades,
Ilustres Embajadores,
Queridos Hermanos en el Episcopado,
Señoras y Señores:

Con un amable gesto de hospitalidad, el Señor Presidente ha querido recibirnos en su residencia, ofreciéndome así la alegría de encontrarme con todos vosotros, para saludaros y desearos los mejores éxitos en el ejercicio de las importantes responsabilidades que cada uno de vosotros desempeña en el ámbito gubernativo, civil y diplomático, en el que sirve a su Nación en beneficio de toda la familia humana. Señor Presidente, gracias por su acogida y por las palabras que me ha dirigido, llenas de estima por el Sucesor de Pedro y de confianza en la actividad de la Iglesia católica en favor de esta tan querida Nación.

Amigos, sois artífices y testigos de una Angola que está despertando. Tras veintisiete años de guerra civil, que había devastado este País, la paz ha comenzado a echar raíces, llevando consigo los frutos de la estabilidad y la libertad. Los esfuerzos palpables del Gobierno por establecer las infraestructuras y rehacer las instituciones fundamentales para el desarrollo y el bienestar de la sociedad, han hecho resurgir la esperanza en los ciudadanos de la Nación. Muchas iniciativas de agencias multilaterales, decididas a superar intereses particulares para actuar en la perspectiva del bien común, han venido en ayuda de esta esperanza. No faltan en diversas partes del País ejemplos de enseñantes, agentes sanitarios y empleados estatales que, con exiguos sueldos, sirven con integridad y dedicación a sus comunidades; y van aumentado quienes se comprometen en actividades de voluntariado al servicio de los más necesitados. Que Dios bendiga y multiplique todas estos buenos deseos y sus iniciativas al servicio del bien.

Angola sabe que ha llegado para África el tiempo de la esperanza. Todo comportamiento recto es esperanza en acción. Nuestros actos nunca son indiferentes ante Dios; y no lo son tampoco para el desarrollo de la historia. Amigos míos, con un corazón íntegro, magnánimo y compasivo, podéis transformar este Continente, liberando a vuestro pueblo del flagelo de la avidez, de la violencia y del desorden, guiándolo por la senda indicada por los principios indispensables de toda democracia civil moderna: el respeto y la promoción de los derechos humanos, un gobierno transparente, una magistratura independiente, una comunicación social libre, una administración pública honesta, una red de escuelas y hospitales que funcionen de manera adecuada y la firme determinación, arraigada en la conversión del corazón, de romper de una vez por todas con la corrupción. En el Mensaje de este año para la Jornada Mundial de la Paz he querido volver a llamar la atención de todos sobre la necesidad de una visión ética del desarrollo. En efecto, más que simples programas y protocolos, las personas de este continente están reclamando justamente una conversión del corazón a la fraternidad, profundamente convencida y duradera (cf. n. 13). Su petición a los que sirven en la política, en la administración pública, en las agencias internacionales y en las compañías multinacionales es sobre todo ésta: estad con nosotros de manera verdaderamente humana; acompañadnos a nosotros, a nuestras familias y a nuestras comunidades.

El desarrollo económico y social en África exige la coordinación del Gobierno nacional con las iniciativas regionales y con las decisiones internacionales. Una coordinación así supone que las naciones africanas sean consideradas no sólo como destinatarias de los planes y las soluciones elaboradas por otros. Los africanos mismos, trabajando juntos por el bien de sus comunidades, han de ser los primeros agentes de su desarrollo. A este propósito, hay un número creciente de iniciativas eficaces que merecen ser mencionadas. Entre ellas, la New Partnership for Africa’s Development (NEPAD), el Pacto sobre la seguridad, la estabilidad y el desarrollo en la Región de los Grandes Lagos, el Kimberley Process, la Publish What You Pay Coalition y la Extractive Industries Transparency Iniziative: su objetivo común es promover la transparencia, la práctica comercial honesta y el buen gobierno. Por lo que se refiere a la comunidad internacional en su conjunto, es de urgente importancia la coordinación de los esfuerzos para afrontar la cuestión de los cambios climáticos, el pleno y justo cumplimiento de los compromisos para el desarrollo indicado por el Doha round e, igualmente, la realización de la promesa de los Países desarrollados, tantas veces repetida, de destinar el 0,7% de su PIB (producto interior bruto) a las ayudas oficiales para el desarrollo. Hoy, esta ayuda es más necesaria aún, con la tempestad financiera mundial que se ha desencadenado; el auspicio es que dicha ayuda no sea otra de sus víctimas.

Amigos, quiero concluir mi reflexión confesando que mi visita a Camerún y Angola está despertado en mí esa profunda alegría humana que se siente al encontrarme entre familias. Pienso que dicha experiencia es el don común que África ofrece a los que vienen de otros continentes y llegan aquí, donde «la familia representa el pilar sobre el cual está construido el edificio de la sociedad» (Ecclesia in Africa, 80). Y, sin embargo, como todos sabemos, también aquí la familia está sometida a muchas presiones: angustia y humillación causada por la pobreza, el desempleo, la enfermedad y el exilio, por mencionar sólo algunas. Es particularmente inquietante el yugo oprimente de la discriminación sobre mujeres y niñas, por no hablar de la práctica incalificable de la violencia y explotación sexual, que provoca tantas humillaciones y traumas. También he de subrayar otro aspecto muy preocupante: las políticas de aquellos que, con el espejismo de hacer avanzar la «edificación social», minan sus propios fundamentos. Qué amarga es la ironía de aquellos que promueven el aborto como una cura de la salud «materna». Qué desconcertante resulta la tesis de aquellos para quienes la supresión de la vida sería una cuestión de salud reproductiva (cf. Protocolo de Maputo, art. 14).

Señoras y Señores, la Iglesia se encontrará siempre, por voluntad de su divino Fundador, cerca de los más pobres de este Continente. Puedo aseguraros que, a través de las iniciativas diocesanas y de innumerables obras educativas, sanitarias y sociales de diversas Órdenes religiosas, continuará a hacer todo lo posible para ayudar a las familias – incluidas las afectadas por los trágicos efectos del sida – y para promover la igualdad de dignidad de mujeres y hombres, sobre la base de una armónica complementariedad. El camino espiritual del cristiano es la conversión cotidiana; a esto invita la Iglesia a todos los dirigentes de la humanidad, para que ésta siga la senda de la verdad, la integridad, el respeto y la solidaridad.

Señor Presidente, quisiera reiterarle mi más cordial reconocimiento por la acogida que nos ha dispensado en su casa. Agradezco a todos vosotros la gentileza de vuestra presencia y la atención prestada. Podéis contar con mis plegarias por vosotros, vuestras familias y todos los habitantes de esta maravillosa África. Que el Dios de los cielos os guarde y os bendiga a todos.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON LOS OBISPOS DE ANGOLA Y SANTO TOMÉ

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla de la Nunciatura Apostólica - Luanda
Viernes 20 de marzo de 2009



Señor Cardenal,
Queridos Obispos de Angola y Santo Tomé:

Me es muy grato encontraros en esta sede que Angola ha destinado al Sucesor de Pedro –generalmente en la persona de un representante suyo– como expresión visible de los vínculos que unen a vuestros pueblos con la Iglesia Católica, que tiene la satisfacción de contaros entre sus hijos desde hace más de quinientos años. Que se eleve fervorosa y concorde nuestra alabanza a Dios Padre, que por obra y gracia del Espíritu Santo, no cesa de generar el Cuerpo místico de su Hijo con los rasgos angoleños y santotomenses, sin perder por ello sus fisionomías judía, romana, portuguesa y tantas otras adquiridas antes, pues «los que os habéis incorporado a Cristo por el Bautismo [...] sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,27.28). Para continuar hoy esta labor de gestación del Cristo total mediante la fe y el bautismo, el buen Dios ha querido tener necesidad de mí y de vosotros, venerables Hermanos; no debe extrañaros que los dolores del parto se hagan sentir en nosotros hasta que Cristo se forme completamente (cf. Ga 4,19) en el corazón de vuestro pueblo. Dios os recompensará por todo el trabajo apostólico llevado a cabo en condiciones difíciles, tanto durante la guerra como en la actualidad, en medio de tantas limitaciones, contribuyendo así a dar a la Iglesia en Angola y Santo Tomé y Príncipe ese dinamismo que todos reconocen.

Consciente del ministerio que he sido llamado a desempeñar al servicio de la comunión eclesial, os ruego que os hagáis intérpretes de mi constante solicitud ante vuestras comunidades cristianas, a las que saludo con sincero afecto en la persona de cada miembro de esta Conferencia Episcopal. Saludo particularmente a vuestro Presidente, Mons. Damião Franklin, a quien agradezco sus palabras de bienvenida que me ha dirigido en vuestro nombre, mostrando vuestro empeño en un cuidadoso discernimiento y en el consiguiente plan unitario aplicado a vuestras comunidades diocesanas «para el perfeccionamiento de los fieles [...] hasta que lleguemos todos [...] al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4,12.13). En efecto, frente a un relativismo difuso que no reconoce nada como definitivo, y tiende más bien a tomar como criterio último el yo personal y los propios caprichos, nosotros proponemos otra medida: el Hijo de Dios, que es también verdadero hombre. Él es la medida del verdadero humanismo. El cristiano de fe adulta y madura no es alguien que sigue la ola de la moda y las últimas novedades, sino quien vive profundamente arraigado en la amistad de Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno, y nos da el criterio para discernir entre la verdad y el error.

Ciertamente, para el futuro de la fe y la orientación global de la vida del País, es decisivo el campo de la cultura, en el que la Iglesia tiene renombradas instituciones académicas, que han de tener a gala que la voz de los católicos esté siempre presente en el debate cultural de la Nación, para que se fortalezca la capacidad de elaborar de manera racional, a la luz de la fe, tantas cuestiones que surgen en los distintos ámbitos de la ciencia y de la vida. Además, la cultura y los modelos de comportamiento están hoy cada vez más condicionados y caracterizados por las imágenes propuestas por los medios de comunicación social; por eso, son loables todos vuestros esfuerzos para tener una capacidad de comunicación también en este ámbito, que permita ofrecer a todos una interpretación cristiana de los acontecimientos, los problemas y las realidades humanas.

Una de estas realidades humanas, expuesta ahora a muchas dificultades y amenazas, es la familia, que tiene especial necesidad de ser evangelizada y apoyada de forma concreta, pues a la debilidad e inestabilidad interna de muchas uniones conyugales, se añade la tendencia generalizada en la sociedad y la cultura a impugnar el carácter único y la misión propia de la familia fundada en el matrimonio. En vuestra solicitud pastoral por todo ser humano, seguid levantando la voz en defensa de la sacralidad de la vida humana y del valor de la institución matrimonial, promoviendo el papel que tiene la familia en la Iglesia y la sociedad, así como buscando medidas económicas y legislativas que apoyen la generación y educación de los hijos.

Me alegro de que haya en vuestros Países muchas comunidades vibrantes de fe, con un laicado comprometido, dedicado a diversas obras de apostolado, así como un considerable número de vocaciones al ministerio ordenado y la vida consagrada, especialmente de vida contemplativa: son un verdadero signo de esperanza para el futuro. Y, ahora que el clero es cada vez más autóctono, deseo rendir homenaje a la labor realizada paciente y heroicamente por los misioneros para anunciar a Cristo y su Evangelio, y para dar vida a las comunidades cristianas de las que hoy sois responsables. Os invito a seguir de cerca a vuestros presbíteros, preocupándoos de su formación permanente, tanto teológica como espiritual, estando atentos a sus condiciones de vida y del ejercicio de su misión propia, con el fin de que sean auténticos testigos de la Palabra que anuncian y de los Sacramentos que celebran. Que permanezcan fieles, con la entrega de sí mismos a Cristo y al pueblo del que son pastores, a las exigencias de su estado, y vivan su ministerio presbiteral como un verdadero camino de santidad, tratando de ser santos para suscitar nuevos santos en torno a ellos.

Venerables Hermanos, confiando en el recuerdo en vuestras oraciones al Señor, os aseguro una plegaria especial a Aquel que es el verdadero esposo de la Iglesia, que la ama, la protege y alimenta: el Hijo unigénito del Dios vivo, Jesucristo nuestro Señor. Que Él ayude con su gracia vuestros esfuerzos pastorales, para que sean fecundos según el ejemplo y bajo la protección del Corazón Inmaculado de la Virgen Madre. Con estos sentimientos, os imparto a cada uno mi Bendición, así como a vuestros presbíteros, personas consagradas, seminaristas, catequistas y a todos los fieles laicos que forman parte de la grey que Dios os ha confiado.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Estadio Dos Coqueiros - Luanda
Sábado 21 de marzo de 2009



Queridos amigos:

Habéis venido muchos, representando a otros muchos más que están espiritualmente unidos a vosotros, para encontrar al Sucesor de Pedro y proclamar conmigo ante todos la alegría de creer en Cristo y renovar el compromiso de ser sus fieles discípulos en nuestro tiempo. Un encuentro parecido tuvo lugar en esta misma ciudad el 7 de junio de 1992 con el amado Papa Juan Pablo II; con los rasgos un poco diferentes, pero con el mismo amor en el corazón, aquí tenéis al actual Sucesor de Pedro, que os abraza a todos en Cristo Jesús, que «es el mismo ayer, y hoy y siempre» (Hb 13,8).

Deseo, ante todo, daros las gracias por esta fiesta que me ofrecéis, por la fiesta que sois vosotros, por vuestra presencia y vuestro gozo. Dirijo un saludo afectuoso a los venerados Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio, así como a vuestros animadores. Os doy las gracias de corazón y saludo a cuantos han preparado este encuentro y, en particular, a la Comisión episcopal para la Juventud y las Vocaciones, con su Presidente, Mons. Kanda Almeida, al que agradezco las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido. Saludo a todos los jóvenes, católicos y no católicos, que buscan una respuesta a sus problemas, algunos de los cuales han sido seguramente indicados por vuestros representantes, cuyas palabras he escuchado con gratitud. Naturalmente, el abrazo a ellos, vale también para todos vosotros.

Encontrarse con los jóvenes hace bien a todos. Tal vez tengan muchos problemas, pero llevan consigo mucha esperanza, mucho entusiasmo y deseos de volver a empezar. Jóvenes amigos, lleváis dentro de vosotros mismos la dinámica del futuro. Os invito a mirarlo con los ojos del Apóstol Juan: «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva… y también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo. Y escuché una voz potente que decía desde el trono: “Ésta es la morada de Dios con los hombres”» (Ap 21,1-3). Queridísimos amigos, Dios marca la diferencia. Así ha sido desde la intimidad serena entre Dios y la pareja humana en el jardín del Edén, pasando por la gloria divina que irradiaba en la Tienda del Encuentro en medio del pueblo de Israel durante la travesía del desierto, hasta la encarnación del Hijo de Dios, que se unió indisolublemente al hombre en Jesucristo. Este mismo Jesús retoma la travesía del desierto humano pasando por la muerte para llegar a la resurrección, llevando consigo a toda la humanidad a Dios. Ahora, Jesús ya no está encerrado en un espacio y tiempo determinado, sino que su Espíritu, el Espíritu Santo, brota de Él y entra en nuestros corazones, uniéndonos así a Jesús mismo y, con Él, al Padre, al Dios uno y trino.

Queridos amigos, Dios ciertamente marca la diferencia… Más aún, Dios nos hace diferentes, nos renueva. Ésta es la promesa que nos hizo Él mismo: «Ahora hago el universo nuevo» (Ap 21,5). Y es verdad. Lo afirma el Apóstol San Pablo: «El que es de Cristo es una creatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo» (2 Co 5,17-18). Al subir al cielo y entrar en la eternidad, Jesucristo ha sido constituido Señor de todos los tiempos. Por eso, Él se hace nuestro compañero en el presente y lleva el libro de nuestros días en su mano: con ella asegura firmemente el pasado, con el origen y los fundamentos de nuestro ser; en ella custodia con esmero el futuro, dejándonos vislumbrar el alba más bella de toda nuestra vida que de Él irradia, es decir, la resurrección en Dios. El futuro de la humanidad nueva es Dios; una primera anticipación de ello es precisamente su Iglesia. Cuando os sea posible, leed atentamente la historia: os podréis dar cuenta de que la Iglesia, con el pasar de los años, no envejece; antes bien, se hace cada vez más joven, porque camina al encuentro del Señor, acercándose más cada día a la única y verdadera fuente de la que mana la juventud, la regeneración y la fuerza de la vida.

Amigos que me escucháis, el futuro es Dios. Como hemos oído hace poco, Él «enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado» (Ap 21,4). Pero, mientras tanto, veo ahora aquí algunos jóvenes angoleños –pero son miles– mutilados a consecuencia de la guerra y de las minas, pienso en tantas lágrimas que muchos de vosotros habéis derramado por la pérdida de vuestros familiares, y no es difícil imaginar las sombrías nubes que aún cubren el cielo de vuestros mejores sueños... Leo en vuestro corazón una duda que me planteáis: «Esto es lo que tenemos. Lo que nos dices, no lo vemos. La promesa tiene la garantía divina –y nosotros creemos en ella– pero ¿cuándo se alzará Dios para renovar todas las cosas?». Jesús responde lo mismo que a sus discípulos: «No perdáis la calma: creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, y me voy a prepararos sitio» (Jn 14,1-2). Pero, vosotros, queridos jóvenes, insistís: «De acuerdo. Pero, ¿cuándo sucederá esto?». A una pregunta parecida de los Apóstoles, Jesús respondió: «No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1,7-8). Fijaos que Jesús no nos deja sin respuesta; nos dice claramente una cosa: la renovación comienza dentro; se os dará una fuerza de lo Alto. La fuerza dinámica del futuro está dentro de vosotros.

Está dentro..., pero ¿cómo? Como la vida está oculta en la semilla: así lo explicó Jesús en un momento crítico de su ministerio. Éste comenzó con gran entusiasmo, pues la gente veía que se curaba a los enfermos, se expulsaba a los demonios y se proclamaba el Evangelio; pero, por lo demás, el mundo seguía como antes: los romanos dominaban todavía, la vida era difícil en el día a día, a pesar de estos signos y de estas bellas palabras. El entusiasmo se fue apagando, hasta el punto de que muchos discípulos abandonaron al Maestro (cf. Jn 6,66), que predicaba, pero no transformaba el mundo. Y todos se preguntaban: En fondo, ¿qué valor tiene este mensaje? ¿Qué aporta este Profeta de Dios? Entonces, Jesús habló de un sembrador, que esparce su semilla en el campo del mundo, explicando después que la semilla es su Palabra (cf. Mc 4,3-20) y son sus curaciones: ciertamente poco, si se compara con las enormes carencias y dificultades de la realidad cotidiana. Y, sin embargo, en la semilla está presente el futuro, porque la semilla lleva consigo el pan del mañana, la vida del mañana. La semilla parece que no es casi nada, pero es la presencia del futuro, es la promesa que ya hoy está presente; cuando cae en tierra buena da una cosecha del treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno.

Amigos míos, vosotros sois una semilla que Dios ha sembrado en la tierra, que encierra en su interior una fuerza de lo Alto, la fuerza del Espíritu Santo. No obstante, para que la promesa de vida se convierta en fruto, el único camino posible es dar la vida por amor, es morir por amor. Lo dijo Jesús mismo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero, si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna» (Jn 12,24-25). Así habló y así hizo Jesús: su crucifixión parece un fracaso total, pero no lo es. Jesús, en virtud «del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha» (Hb 9,14). De este modo, cayendo en tierra, pudo dar fruto en todo tiempo y a lo largo de todos los tiempos. En medio de vosotros tenéis el nuevo Pan, el Pan de la vida futura, la Santa Eucaristía que nos alimenta y hace brotar la vida trinitaria en el corazón de los hombres.

Jóvenes amigos, semillas con la fuerza del mismo Espíritu Eterno, que han germinado al calor de la Eucaristía, en la que se realiza el testamento del Señor. Él se nos entrega y nosotros respondemos entregándonos a los otros por amor suyo. Éste es el camino de la vida; pero se podrá recorrer sólo con un diálogo constante con el Señor y en auténtico diálogo entre vosotros. La cultura social predominante no os ayuda a vivir la Palabra de Jesús, ni tampoco el don de vosotros mismos, al que Él os invita según el designio del Padre. Queridísimos amigos, la fuerza se encuentra dentro de vosotros, como estaba en Jesús, que decía: «El Padre, que permanece en mí, Él mismo hace las obras... El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre» (Jn 14,10.12). Por eso, no tengáis miedo de tomar decisiones definitivas. Generosidad no os falta, lo sé. Pero frente al riesgo de comprometerse de por vida, tanto en el matrimonio como en una vida de especial consagración, sentís miedo: «El mundo vive en continuo movimiento y la vida está llena de posibilidades. ¿Podré disponer en este momento por completo de mi vida sin saber los imprevistos que me esperan? ¿No será que yo, con una decisión definitiva, me juego mi libertad y me ato con mis propias manos?» Éstas son las dudas que os asaltan y que la actual cultura individualista y hedonista exaspera. Pero cuando el joven no se decide, corre el riesgo de seguir siendo eternamente niño.

Yo os digo: ¡Ánimo! Atreveos a tomar decisiones definitivas, porque, en verdad, éstas son las únicas que no destruyen la libertad, sino que crean su correcta orientación, permitiendo avanzar y alcanzar algo grande en la vida. Sin duda, la vida tiene un valor sólo si tenéis el arrojo de la aventura, la confianza de que el Señor nunca os dejará solos. Juventud angoleña, deja libre dentro de ti al Espíritu Santo, a la fuerza de lo Alto. Confiando en esta fuerza, como Jesús, arriésgate a dar este salto, por decirlo así, hacia lo definitivo y, con él, da una posibilidad a la vida. Así se crearán entre vosotros islas, oasis y después grandes espacios de cultura cristiana, donde se hará visible esa «ciudad santa, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia». Ésta es la vida que merece la pena vivir y que de corazón os deseo. Viva la juventud de Angola.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON LOS MOVIMIENTOS CATÓLICOS
PARA LA PROMOCIÓN DE LA MUJER

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Parroquia de Santo Antonio, Luanda
Domingo 22 de marzo de 2009



Queridos hermanos y hermanas:

«No les queda vino», dijo María a Jesús, suplicando para que la boda pudiera continuar en fiesta, como siempre debe ser: «Los invitados a la boda no pueden ayunar mientras tienen al novio con ellos» (cf. Mc 2,19). La Madre de Jesús fue después a los sirvientes recomendándoles: «Haced lo que él os diga» (cf. Jn 2,1-5). Y aquella mediación materna hizo posible el «vino bueno», premonitor de una nueva alianza entre la omnipotencia divina y el corazón humano pobre pero bien dispuesto. Por lo demás, esto es lo que ya había sucedido en el pasado cuando –como hemos oído en la primera lectura– «todo el pueblo, a una, respondió: “haremos todo cuanto ha dicho el Señor”» (Ex 19,8).

Que estas mismas palabras broten del corazón de todos los que estamos aquí reunidos, en esta iglesia de San Antonio, levantada gracias a la benemérita obra misionera de los Frailes menores capuchinos, como una nueva Tienda para el Arca de la Alianza, signo de la presencia de Dios en medio del pueblo en camino. Sobre ellos y cuantos colaboran y se benefician de la asistencia religiosa y social que se presta aquí, el Papa imparte una benévola y alentadora Bendición. Saludo cordialmente a todos los presentes: Obispos, presbíteros, consagrados y consagradas, y de modo particular a vosotros, fieles laicos, que asumís conscientemente los deberes de compromiso y testimonio cristiano que conlleva el sacramento del bautismo y, para los casados, también del sacramento de la matrimonio. Y, dado el motivo principal que nos reúne aquí, dirijo un saludo lleno de afecto y esperanza a las mujeres, a las que Dios ha confiado la fuente de la vida: vivís y apostáis por la vida, porque el Dios vivo ha apostado por vosotras. Saludo con espíritu agradecido a los responsables y animadores de los Movimientos eclesiales que se preocupan entre otras cosas por la promoción de la mujer angoleña. Agradezco a Mons. José de Queirós Alves y a vuestros representantes las palabras que me han dirigido, expresando los afanes y esperanzas de tantas heroínas silenciosas, como son las mujeres en esta querida Nación.

Exhorto a todos a ser realmente conscientes de las condiciones desfavorables a las que han estado sometidas –y lo siguen estando– muchas mujeres, examinando en qué medida esto puede ser causado por la conducta y la actitud de los hombres, a veces por su falta de sensibilidad o responsabilidad. Los designios de Dios son diferentes. Hemos escuchado en la lectura que todo el pueblo contestó al unísono: «Haremos todo cuanto ha dicho el Señor». Dice la Sagrada Escritura que el Creador divino, al ver la obra que había realizado, vio que faltaba algo: todo habría sido bueno si el hombre no hubiera estado solo. ¿Cómo podía el hombre solo ser imagen y semejanza de Dios, que es uno y trino, de Dios que es comunión? «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacer alguien como él que le ayude» (cf. Gn 2,18-20). Dios se puso de nuevo manos a la obra para crear la ayuda que faltaba, y se la proporcionó de forma privilegiada, introduciendo el orden del amor, que no veía suficientemente representado en la creación.

Como sabéis, hermanos y hermanas, este orden del amor pertenece a la vida íntima de Dios mismo, a la vida trinitaria, siendo el Espíritu Santo la hipóstasis personal del amor. Ahora bien, «sobre el designio eterno de Dios –como dijo el recordado Papa Juan Pablo II–, la mujer es aquella en quien el orden del amor en el mundo creado de las personas halla un terreno para su primera raíz»(Carta ap., Mulieris dignitatem, 29). En efecto, al ver el encanto fascinante que irradia de la mujer a causa de la íntima gracia que Dios le ha dado, el corazón del hombre se ilumina y se ve a sí mismo en ella: «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23). La mujer es otro «yo» en la común humanidad. Hay que reconocer, afirmar y defender la misma dignidad del hombre y la mujer: ambos son personas, diferentes de cualquier otro ser viviente del mundo que les rodea.

Los dos están llamados a vivir en profunda comunión, en un recíproco reconocimiento y entrega de sí mismos, trabajando juntos por el bien común con las características complementarias de lo que es masculino y de lo que es femenino. ¿A quién se le oculta hoy la necesidad de dar más espacio a las «razones» del corazón? En un mundo como el actual, dominado por la técnica, se siente la exigencia de esta complementariedad de la mujer, para que el ser humano pueda vivir sin deshumanizarse del todo. Puede pensarse en las tierras donde hay más pobreza, en las regiones devastadas por la guerra, en muchas situaciones trágicas causadas por las migraciones, forzadas o no... En esos casos, casi siempre son las mujeres las que mantienen intacta la dignidad humana, defienden la familia y tutelan los valores culturales y religiosos.

Queridos hermanos y hermanas, la historia habla casi exclusivamente de las conquistas de los hombres, cuando, en realidad, una parte importantísima se debe a la acción determinante, perseverante y beneficiosa de las mujeres. Permitidme que, entre muchas mujeres extraordinarias, os hable de dos: Teresa Gomes y Maria Bonino. Angoleña la primera, fallecida el año 2004 en la ciudad de Sumbe, después de una vida conyugal feliz de la que nacieron 7 hijos; su fe cristiana fue inquebrantable y su celo apostólico admirable, sobre todo en los años 1975 y 1976, cuando una feroz propaganda ideológica y política se abatió sobre la parroquia de Nuestra Señora de las Gracias de Porto Amboim, consiguiendo casi que se cerraran las puertas de la iglesia. Teresa se convirtió entonces en la líder de los fieles que no se rindieron ante dicha situación, animándolos, protegiendo valerosamente las estructuras parroquiales y buscando cualquier modo posible para tener de nuevo la santa Misa. Su amor a la Iglesia la hizo incansable en la obra de la evangelización, bajo la guía de los sacerdotes.

Maria Bonino fue una pediatra italiana, que se ofreció voluntaria para diversas misiones en esta querida África, y llegó a ser en los últimos años de su vida responsable del departamento pediátrico del hospital provincial de Uíje. Dedicada la cura de miles de niños allí hospitalizados, María pagó con el mayor sacrificio el servicio prestado durante una terrible epidemia de fiebre hemorrágica de Marburg, acabando contagiada ella misma; aunque se la trajo a Luanda, aquí murió y reposa desde el 24 de marzo de 2005. Pasado mañana se cumple el cuarto aniversario. La Iglesia y la sociedad humana se han enriquecido enormemente –y lo siguen siendo– por la presencia y las virtudes de las mujeres, particularmente por las que se han consagrado al Señor y, apoyándose en Él, se han puesto al servicio de los otros.

Queridos angoleños, hoy nadie debería dudar que las mujeres, sobre la base de su igual dignidad con los hombres, «tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por medio de instrumentos legales donde se considere necesario. Sin embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no debe disminuir su función insustituible dentro de la familia: aquí su aportación al bien y al progreso social, aunque esté poco considerada, tiene un valor verdaderamente inestimable» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1995, n. 9). Por lo demás, en el ámbito personal, la mujer siente la propia dignidad no tanto como el resultado de una afirmación de los derechos en el plano jurídico, sino más bien como el resultado directo de las atenciones materiales y espirituales que se reciben en la familia. La presencia materna dentro de la familia es tan importante para la estabilidad y el desarrollo de esta célula fundamental de la sociedad, que debería ser reconocida, alabada y apoyada de todos los modos posibles. Y, por el mismo motivo, la sociedad ha de llamar la atención a los maridos y a los padres sobre sus responsabilidades respecto a su propia familia.

Queridas familias, sin duda os habéis dado cuenta de que ninguna pareja humana puede por sí sola, únicamente con las propias fuerzas, ofrecer a los hijos de manera adecuada el amor y el sentido de la vida. En efecto, para poder decir a alguien: «Tu vida es buena, aunque no se sepa su futuro», hace falta una autoridad y una credibilidad mayor de la que pueden dar los padres por sí solos. Los cristianos saben que esta autoridad mayor se ha dado a esa familia más grande, que Dios, por su Hijo Jesucristo y el don del Espíritu Santo, ha creado en la historia humana, es decir, la Iglesia. Vemos en ello la obra de ese Amor eterno e indestructible que asegura a la vida de cada uno de nosotros un sentido permanente, aunque no conozcamos su futuro. Por este motivo, la edificación de toda familia cristiana se realiza dentro de esa familia más grande que es la Iglesia, la cual la sostiene y la estrecha en su pecho, garantizando que sobre ella, ahora y en el futuro, se pose el «sí» del Creador.

«No les queda vino», dice María a Jesús. Queridas mujeres angoleñas, tenedla como vuestra abogada ante el Señor. Así la conocemos desde aquellas bodas de Caná: como la mujer bondadosa, llena de solicitud maternal y de valor, la mujer que se da cuenta de las necesidades ajenas y, queriendo poner remedio, las lleva ante el Señor. Junto a Ella, todos, hombres y mujeres, podemos recobrar esa serenidad e íntima confianza que nos hace sentirnos bienaventurados en Dios e incansables en la lucha por la vida. Que la Virgen de Muxima sea la estrella de vuestra vida; que Ella os guarde unidos en la gran familia de Dios. Amén.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional "4 de Fevereiro" de Luanda
Lunes 23 de marzo de 2009



Excelentísimo Señor Presidente de la República,
Ilustrísimas Autoridades civiles, militares y eclesiásticas,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo,
Amigos todos de Angola:

A la hora de partir, y muy reconocido por la presencia de Vuestra Excelencia, Señor Presidente, deseo expresarle mi aprecio y gratitud, tanto por el distinguido tratamiento que me ha deparado como por las disposiciones tomadas para facilitar el desarrollo de los diversos encuentros que he tenido el gozo de vivir. Expreso mi cordial agradecimiento a las Autoridades civiles y militares, a los Pastores y a los responsables de las comunidades e instituciones eclesiales implicadas en dichos encuentros, por la gentileza con que han querido honrarme durante estos días que he podido pasar con vosotros. Se debe una palabra de gratitud a los integrantes de los medios de comunicación social, a los agentes de los servicios de seguridad y a todos los voluntarios que, con generosidad, eficiencia y discreción, han contribuido al buen resultado de mi visita.

Doy gracias a Dios por haber encontrado una Iglesia viva y, a pesar de las dificultades, llena de entusiasmo, que ha sabido llevar sobre los hombros su cruz, y la de los demás, dando testimonio ante todos de la fuerza salvadora del mensaje evangélico. Ella sigue anunciando que ha llegado el tiempo de la esperanza, comprometiéndose a pacificar los ánimos e invitando al ejercicio de una caridad fraterna que sepa abrirse a la acogida de todos, respetando las ideas y sentimientos de cada uno. Es el momento de despedirme y regresar a Roma, triste por tener que dejaros, pero contento por haber conocido un pueblo valeroso y decidido a renacer. No obstante las resistencias y los obstáculos, este pueblo quiere edificar su futuro caminando por la senda del perdón, la justicia y la solidaridad.

Si se me permite dirigir aquí un llamamiento final, quisiera pedir que la justa realización de las aspiraciones fundamentales de la población más necesitada sea la principal preocupación de los que ejercen cargos públicos, pues su intención –estoy seguro– es desempeñar la misión encomendada, no para sí mismos, sino con vistas al bien común. Nuestro corazón no puede quedarse en paz mientras haya hermanos que sufren por falta de comida, de trabajo, de una casa o de otros bienes fundamentales. Para dar una respuesta concreta a estos nuestros hermanos en humanidad, el primer desafío que se ha de vencer es el de la solidaridad: solidaridad entre las generaciones, solidaridad entre las Naciones y entre los continentes, que permita compartir cada vez más ecuánimemente los recursos de la tierra entre todos los hombres.

Y desde Luanda levanto la vista sobre toda África, dándole cita para el próximo mes de octubre en la Ciudad del Vaticano, cuando nos reuniremos para la II Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos dedicada a este Continente, donde el Verbo encarnado en persona encontró refugio. Ahora, ruego a Dios que haga sentir su protección y ayuda a los innumerables refugiados y expatriados que vagan en espera de una vuelta a su propia casa. El Dios del cielo les repite: «Aunque la madre se olvide de ti, Yo nunca te olvidaré» (cf. Is 49,15). Dios os ama como hijos e hijas; Él vela sobre vuestros días y vuestras noches, sobre vuestras fatigas y aspiraciones.

Hermanos y amigos de África, queridos angoleños: ¡ánimo! No os canséis de hacer progresar la paz, haciendo gestos de perdón y trabajando por la reconciliación nacional, para que la violencia nunca prevalezca sobre el diálogo, el temor y el desaliento sobre la confianza y el rencor sobre el amor fraterno. Eso será posible si os reconocéis mutuamente como hijos del mismo y único Padre del Cielo. Dios bendiga Angola. Bendiga a cada uno de sus hijos e hijas. Bendiga el presente y el futuro de esta querida Nación. Adiós.


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VIAJE APOSTÓLICO
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A CAMERÚN Y ANGOLA
(17-23 DE MARZO DE 2009)

ENCUENTRO CON LOS PERIODISTA DURANTE EL VUELO DE REGRESO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Lunes 23 de marzo de 2009



Queridos amigos, veo que estáis todavía trabajando. Mi trabajo casi ha terminado, en cambio vosotros comenzáis de nuevo. Gracias por este esfuerzo.

Se me han quedado grabadas en la memoria sobre todo dos impresiones: por un lado, esta cordialidad casi exuberante, esta alegría, de un África en fiesta, y me parece que en el Papa han visto, digamos, la personificación del hecho de que todos somos hijos y familia de Dios. Esta familia existe, y nosotros, con todas nuestras limitaciones, formamos parte de esta familia y Dios está con nosotros. De este modo, digámoslo así, la presencia del Papa ha ayudado a sentir esto y a llenarse de alegría.

Por otro lado, me ha impresionado mucho el espíritu de recogimiento en las celebraciones litúrgicas, el intenso sentido de lo sagrado: en la liturgia, los grupos no se presentan a sí mismos, no se animan a sí mismos, sino que reina la presencia del sacro, de Dios mismo; también los movimientos estaban llenos de respeto y reconocimiento de la presencia divina. Esto me ha impresionado mucho.

Debo decir también que me ha dolido profundamente la muerte de dos muchachas, el viernes por la tarde, en la aglomeración que se formó ante las puertas del Estadio. He rezado y rezo por ellas. Por desgracia, una de ellas aún no ha sido identificada. El cardenal Bertone y monseñor. Filoni han podido visitar a la mamá de la otra, una mujer viuda, valerosa, con cinco hijos. La mayor de ellos —la que ahora ha fallecido— era catequista. Todos nosotros rezamos y esperamos que, en el futuro, se puedan organizar las cosas de modo que esto no vuelva a suceder.

Hay otros dos recuerdos que han quedado en mi memoria: un recuerdo especial —habría tanto que decir— se refiere al Centro Cardenal Léger. Me ha llegado al corazón ver allí el mundo de tantos sufrimientos —todo el dolor, la tristeza, la pobreza de la existencia humana—, pero también comprobar cómo el Estado y la Iglesia colaboran para ayudar a los que sufren. Por una parte, el Estado administra de modo ejemplar este gran Centro. Por otra, movimientos eclesiales y entidades de la Iglesia colaboran para ayudar realmente a estas personas. Y se ve, me parece, cómo el ser humano, ayudando a quién sufre, se hace más humano, el mundo se hace más humano. Esto es lo que queda grabado en mi memoria.

No sólo hemos distribuido el Instrumentum laboris para el Sínodo, sino que también hemos trabajado para el Sínodo. El día de san José por la tarde me reuní con todos los miembros del Consejo para el Sínodo —doce obispos— y cada uno habló de la situación de su Iglesia local. Me han hablado de sus propuestas, de sus expectativas, y así ha surgido una idea muy rica de la realidad de la Iglesia en África: cómo se mueve, cómo sufre, qué hace, cuáles son las esperanzas y los problemas. Podría hablar mucho, por ejemplo, de la Iglesia en Sudáfrica, que ha tenido una experiencia de reconciliación difícil, pero sustancialmente lograda: ahora, ayuda con sus experiencias a la tentativa de reconciliación en Burundi y trata de hacer algo parecido, aunque con grandes dificultades, en Zimbabue.

Finalmente, quisiera expresar una vez más mi agradecimiento a todos los que han contribuido al buen éxito de este viaje: hemos visto cuántos preparativos lo han precedido y cómo todos han colaborado. Deseo dar las gracias a las autoridades estatales, civiles, a las de la Iglesia y a todas las personas que han colaborado. Me parece que la palabra que debe concluir realmente esta aventura es «gracias». Gracias una vez más también a vosotros, periodistas, por el trabajo que habéis hecho y que seguís haciendo. Buen viaje a todos. Gracias.


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