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VIAJE APOSTÓLICO A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO DE LAS APARICIONES DE LOURDES (12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

Ultimo Aggiornamento: 24/06/2013 13:25
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VIAJE APOSTÓLICO
A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

ENCUENTRO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON LOS PERIODISTAS DURANTE EL VUELO HACIA PARÍS

Viernes 12 de septiembre de 2008



En 1980, Juan Pablo II, durante su primer viaje, preguntó: "Francia, ¿eres fiel a las promesas de tu bautismo?". Hoy, ¿cuál será su mensaje a los franceses? ¿Piensa que, a causa de la laicidad, Francia está a punto de perder su identidad cristiana?

Hoy me parece evidente que la laicidad, de por sí, no está en contradicción con la fe. Diría incluso que es un fruto de la fe, puesto que la fe cristiana, desde sus comienzos, era una religión universal y, por tanto, no identificable con un Estado; es una religión presente en todos los Estados y diferente de cada Estado. Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en otra esfera de la vida humana... La política, el Estado no es una religión, sino una realidad profana con una misión específica. Las dos realidades deben estar abiertas una a la otra. En este sentido, diría que para los franceses, y no solamente para los franceses, para nosotros los cristianos en este mundo secularizado de hoy, es importante vivir con alegría la libertad de nuestra fe, vivir la belleza de la fe y hacer visible en el mundo de hoy que es hermoso conocer a Dios, al Dios con rostro humano en Jesucristo. Así pues, mostrar la posibilidad de ser creyentes hoy y también la necesidad de que en la sociedad de hoy haya hombres que conozcan a Dios y, por tanto, puedan vivir según los valores que él nos ha dado, contribuyendo a la presencia de los valores que son fundamentales para la construcción y para la supervivencia de nuestros Estados y de nuestras sociedades.

Usted ama y conoce Francia. ¿Qué lo une más particularmente a este país? ¿Cuáles son los autores franceses, laicos o cristianos, que le han impresionado más o los recuerdos más emotivos que conserva de Francia?

No me atrevo a decir que conozco bien Francia. La conozco un poco, pero amo a Francia, la gran cultura francesa, sobre todo, naturalmente, las grandes catedrales, y también el gran arte francés, la gran teología que comienza con san Ireneo de Lyon hasta el siglo XIII; yo estudié la Universidad de París del siglo XIII: san Buenaventura, santo Tomás de Aquino. Esta teología fue decisiva para el desarrollo de la teología en Occidente. Y, naturalmente, la teología del siglo en que se desarrolló el concilio Vaticano II. Tuve el gran honor y la alegría de ser amigo del padre De Lubac, una de las figuras principales del siglo pasado, pero también tuve buenos contactos de trabajo con el padre Congar, con Jean Daniélou y otros.

Mantuve relaciones personales muy buenas con Étienne Gilson y Henri-Irénée Maroux. Por tanto, tuve realmente un contacto muy profundo, muy personal y enriquecedor con la gran cultura teológica y filosófica de Francia. Esto fue realmente decisivo para el desarrollo de mi pensamiento. Pero también el redescubrimiento del canto gregoriano original con Solesmes, la gran cultura monástica y, naturalmente, la gran poesía. Siendo un hombre del barroco, me gusta mucho Paul Claudel, con su alegría de vivir, y también Bernanos y los grandes poetas de Francia del siglo pasado. Por consiguiente, es una cultura que realmente determinó mi desarrollo personal, teológico, filosófico y humano.

¿Qué dice a los que, en Francia, temen que el motu proprio "Summorum pontificum" sea una involución con respecto a las grandes intuiciones del concilio Vaticano II? ¿Cómo puede tranquilizarlos?

Es un temor infundado, puesto que este motu proprio es simplemente un acto de tolerancia, con una finalidad pastoral, para personas que se han formado en esa liturgia, que les gusta, la conocen y quieren vivir con esa liturgia. Es un grupo pequeño, pues supone una formación en la lengua latina, una formación en una cierta cultura. Pero tener por estas personas el amor y la tolerancia que les permita vivir con esa liturgia me parece una exigencia normal de la fe y de la pastoral de un obispo de nuestra Iglesia. No hay ninguna oposición entre la liturgia renovada por el concilio Vaticano II y esa liturgia.

Cada día (del Concilio, n.d.r.) los padres conciliares celebraban la misa según el rito antiguo y, al mismo tiempo, concebían un desarrollo natural para la liturgia durante todo este siglo, dado que la liturgia es una realidad viva que se desarrolla y, en su desarrollo, conserva su identidad. Así pues, ciertamente hay aspectos diferentes, pero, sin embargo, existe una identidad fundamental que excluye una contradicción, una oposición entre la liturgia renovada y la liturgia precedente. En cualquier caso, creo que existe una posibilidad de enriquecimiento en ambas partes. Por un lado, los amigos de la liturgia antigua pueden y deben conocer los nuevos santos, los nuevos prefacios de la liturgia, etc.; por otro, la nueva liturgia subraya más la participación común, pero no es simplemente una asamblea de una cierta comunidad, sino siempre un acto de la Iglesia universal, en comunión con todos los creyentes de todos los tiempos, y un acto de adoración. En este sentido, me parece que hay un enriquecimiento recíproco, y está claro que la liturgia renovada es la liturgia ordinaria de nuestro tiempo.

¿Con qué espíritu comienza su peregrinación a Lourdes? ¿Ya ha estado en Lourdes?

Estuve en Lourdes para el Congreso eucarístico internacional, en 1981, después del atentado contra el Santo Padre (Juan Pablo II, n.d.r.). Y el cardenal Gantin era el delegado del Santo Padre. Para mí es un recuerdo muy hermoso.

El día de la fiesta de santa Bernardita es también el día de mi nacimiento. Por eso me siento muy cercano a esta pequeña santa, a esta muchacha pura, humilde, con la que habló la Virgen.

Encontrar esta realidad, esta presencia de la Virgen en nuestro tiempo, ver las huellas de esta muchacha que fue amiga de la Virgen y, por otra parte, encontrarme con la Virgen, su Madre, es para mí un acontecimiento muy importante. Naturalmente, no voy para encontrar milagros. Voy a Lourdes para encontrar el amor de nuestra Madre, que es la verdadera curación de todas las enfermedades, de todos los dolores. Voy para ser solidario con todos los que sufren; voy en el signo del amor a nuestra Madre. Esto me parece un signo muy importante para nuestra época.


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VIAJE APOSTÓLICO
A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

CEREMONIA DE BIENVENIDA
ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES DEL ESTADO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI*

París, Palacio del Elíseo
Viernes 12 de septiembre de 2008



Señor Presidente,
Señoras y Señores, queridos amigos

Al pisar el suelo de Francia por vez primera desde que la providencia me llamó a la Sede de Pedro, me ha emocionado y honrado la calurosa acogida que me han brindado. Le estoy muy agradecido, Señor Presidente, por la cordial invitación que me hizo para visitar su país, así como por las amables palabras de bienvenida que acaba de dirigirme. ¿Cómo no recordar la visita que Vuestra Excelencia me hizo en el Vaticano hace nueve meses? Por su medio, saludo a todos los habitantes de este país con una historia milenaria, un presente rico de acontecimientos y un porvenir prometedor. Sepan que Francia está a menudo en el corazón de la oración del Papa, que no puede olvidar lo que ella ha aportado a la Iglesia a lo largo de los pasados veinte siglos. La razón primera de mi viaje es la celebración del ciento cincuenta aniversario de las apariciones de la Virgen María, en Lourdes. Deseo unirme a la incontable muchedumbre de peregrinos de todo el mundo que llegan a lo largo de este año al santuario mariano, animados por la fe y el amor. Es una fe, es un amor que deseo celebrar en su país, durante las cuatro jornadas de gracia que podré pasar aquí.

Mi peregrinación a Lourdes debía pasar por París. Su capital me es familiar y la conozco bastante bien. A menudo he estado aquí y, a lo largo de los años, por causa de mis estudios y responsabilidades anteriores, he hecho buenas amistades humanas e intelectuales. Vuelvo con alegría, feliz por la oportunidad que se me presenta de homenajear el imponente patrimonio de cultura y de fe que ha fraguado su país de manera espléndida durante siglos y que ha dado al mundo grandes figuras de servidores de la Nación y de la Iglesia, cuyo magisterio y ejemplo han traspasado vuestras fronteras geográficas y nacionales para dejar su huella en el mundo. Durante su visita a Roma, Señor Presidente, Usted ha recordado que las raíces de Francia, como las de Europa, son cristianas. Basta la historia para demostrarlo: desde sus orígenes, su País ha recibido el mensaje del Evangelio. Aunque a veces carezcamos de documentación, consta fehacientemente la existencia de comunidades cristianas en las Galias desde una fecha muy lejana: ¡cómo no recordar sin emoción que la ciudad de Lión tenía ya obispo a mediados del siglo II y que San Ireneo, autor de Adversus haereses, dio un testimonio elocuente de la robustez del pensamiento cristiano! Ahora bien, san Ireneo vino de Esmirna para predicar la fe en Cristo resucitado. Lión tenía un obispo cuya lengua materna era el griego: ¡qué signo tan hermoso de la naturaleza y destino universales del mensaje cristiano! Implantada en época antigua en vuestro país, la Iglesia ha jugado un papel civilizador que me es grato resaltar en este lugar. Usted mismo hizo alusión a él en su discurso en el Palacio de Letrán el pasado mes de diciembre y hoy nuevamente. Transmisión de la cultura antigua a través de monjes, profesores y amanuenses, formación del corazón y del espíritu en el amor al pobre, ayuda a los más desamparados mediante la fundación de numerosas congregaciones religiosas, la contribución de los cristianos a la organización de instituciones de las Galias, posteriormente de Francia, es sabido más que de sobra para no tener que recordarlo. Los millares de capillas, iglesias, abadías y catedrales que adornan el corazón de vuestras ciudades o la soledad de vuestras tierras son signo elocuente de cómo vuestros padres en la fe quisieron honrar a Aquel que les había dado la vida y que nos mantiene en la existencia.

Numerosas personas, también aquí en Francia, se han detenido para reflexionar acerca de las relaciones de la Iglesia con el Estado. Ciertamente, en torno a las relaciones entre campo político y campo religioso, Cristo ya ofreció el criterio para encontrar una justa solución a este problema al responder a una pregunta que le hicieron afirmando: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mc 12,17). La Iglesia en Francia goza actualmente de un régimen de libertad. La desconfianza del pasado se ha transformado paulatinamente en un diálogo sereno y positivo, que se consolida cada vez más. Un instrumento nuevo de diálogo existe desde el 2002 y tengo gran confianza en su trabajo porque la buena voluntad es recíproca. Sabemos que quedan todavía pendientes ciertos temas de diálogo que hará falta afrontar y afinar poco a poco con determinación y paciencia. Por otra parte, Usted, Señor Presidente, utilizó la bella expresión “laicidad positiva” para designar esta comprensión más abierta. En este momento histórico en el que las culturas se entrecruzan cada vez más entre ellas, estoy profundamente convencido de que una nueva reflexión sobre el significado auténtico y sobre la importancia de la laicidad es cada vez más necesaria. En efecto, es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos y, por otra parte, adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad.

El Papa, testigo de un Dios que ama y salva, se esfuerza por ser sembrador de caridad y esperanza. Toda sociedad humana tiene necesidad de esperanza, y esta necesidad es todavía más fuerte en el mundo de hoy que ofrece pocas aspiraciones espirituales y pocas certezas materiales. Los jóvenes son mi mayor preocupación. Algunos de ellos tienen dificultad en encontrar una orientación que les convenga o sufren una pérdida de referencia en sus familias. Otros experimentan todavía los límites de un pluralismo religioso que los condiciona. A veces marginados y a menudo abandonados a sí mismos, son frágiles y tienen que hacer frente solos a una realidad que les sobrepasa. Hay, pues, que ofrecerles un buen marco educativo y animarlos a respetar y ayudar a los otros, para que lleguen serenamente a la edad de la responsabilidad. La Iglesia puede aportar en este campo una contribución específica. La situación social de occidente, por desgracia marcada por un avance solapado de la distancia entre ricos y pobres, también me preocupa. Estoy seguro que es posible encontrar soluciones justas que, sobrepasando la inmediata ayuda necesaria, vayan al corazón de los problemas, para proteger a los débiles y fomentar su dignidad. A través de numerosas instituciones y actividades, la Iglesia, igual que numerosas asociaciones en vuestro país, trata con frecuencia de remediar lo inmediato, pero es al Estado al que compete legislar para erradicar las injusticias. En un contexto mucho más amplio, Señor Presidente, me preocupa igualmente el estado de nuestro planeta. Con gran generosidad, Dios nos ha confiado el mundo que Él ha creado. Hay que aprender a respetarlo y protegerlo aún más. Me parece que ha llegado el momento de hacer propuestas más constructivas para garantizar el bien de las generaciones futuras.

El ejercicio de la Presidencia de la Unión Europea es la ocasión para vuestro país de dar testimonio del compromiso de Francia, de acuerdo a su noble tradición, con los derechos humanos y su promoción para el bien de la persona y la sociedad. Cuando el europeo llegue a experimentar personalmente que los derechos inalienables del ser humano, desde su concepción hasta su muerte natural, así como los concernientes a su educación libre, su vida familiar, su trabajo, sin olvidar naturalmente sus derechos religiosos, cuando este europeo, por tanto, entienda que estos derechos, que constituyen una unidad indisociable, están siendo promovidos y respetados, entonces comprenderá plenamente la grandeza de la construcción de la Unión y llegará a ser su artífice activo. Señor Presidente, la tarea que os incumbe no es fácil. Los tiempos son inciertos, y es una empresa ardua vislumbrar la justa vía entre los meandros de la cotidianeidad social y económica, nacional e internacional. En particular, frente al peligro del resurgir de viejos recelos, tensiones y contraposiciones entre las Naciones, de las que hoy somos testigos con preocupación, Francia, históricamente sensible a la reconciliación entre los pueblos, está llamada a ayudar a Europa a construir la paz dentro de sus fronteras y en el mundo entero. A este respecto, es importante promover una unidad que no puede ni quiere transformarse en uniformidad, sino que sea capaz de garantizar el respeto de las diferencias nacionales y de las tradiciones culturales, que constituyen una riqueza en la sinfonía europea, recordando, por otra parte, que “la propia identidad nacional no se realiza sino es en apertura con los demás pueblos y por la solidaridad con ellos” (Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa, n. 112). Confío que vuestro país cooperará cada vez más a que este siglo progrese hacia la serenidad, la armonía y la paz.

Señor Presidente, queridos amigos, deseo una vez más manifestar mi agradecimiento por este encuentro. Cuenten con mi plegaria ferviente por su hermosa Nación, para que Dios le conceda paz y prosperidad, libertad y unidad, igualdad y fraternidad. Encomiendo estos deseos a la intercesión maternal de la Virgen María, patrona principal de Francia. ¡Que Dios bendiga a Francia y a todos los franceses!


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DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

ENCUENTRO CON LA DELEGACIÓN JUDÍA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

París
Viernes 12 de septiembre de 2008



Es un placer, queridos amigos, recibiros esta tarde. Es una feliz coincidencia que nuestro encuentro se realice en vísperas de la celebración semanal del shabbat, día que, desde tiempos inmemoriales, ocupa un lugar tan relevante en la vida religiosa y cultural del pueblo de Israel. Cada hebreo devoto santifica el shabbat leyendo las Escrituras y recitando los Salmos. Queridos amigos, como bien sabéis, la oración de Jesús también se nutría de los Salmos. Él iba regularmente al Templo y a la sinagoga. Allí tomó también la palabra un sábado. Quiso subrayar la bondad con que el Dios eterno cuida del hombre, hasta en la organización del tiempo. ¿Acaso no dice el Talmud Yoma (85b): “El sábado ha sido dado para vosotros, no vosotros para al sábado?” Cristo ha pedido al pueblo de la Alianza que reconozca siempre la grandeza inaudita y el amor del Creador de todos los hombres. Queridos amigos, debido a lo que nos une y a lo que nos separa, nuestra fraternidad tiene que fortalecerse y vivirse. Y sabemos que los vínculos de fraternidad constituyen una invitación continua a conocerse mejor y a respetarse.

Por su misma naturaleza, la Iglesia católica desea respetar la Alianza contraída por el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. La Iglesia se inscribe también en la Alianza eterna del Omnipotente, cuyos designios son inmutables, y respeta a los hijos de la Promesa, a los hijos de la Alianza, sus amados hermanos en la fe. La Iglesia repite con fuerza, por mi voz, las palabras del gran Papa Pío XI, mi venerado Predecesor: “Espiritualmente, nosotros somos semitas” (Alocución a los peregrinos de Bélgica, 6 de septiembre de 1938). De este modo, la Iglesia se opone a todo tipo de antisemitismo, del que no existe ninguna justificación teológica aceptable. El teólogo Henri de Lubac, en una hora “de tinieblas”, como decía Pío XII (Summi Pontificatus, 20 de octubre de 1939), comprendió que ser antisemita significa también ser anticristiano (Cf. Un nouveau front religieux, publicado en 1942 en: Israël et la Foi Chrétienne, p.136). Una vez más siento el deber de rendir un sentido homenaje a todos los que murieron injustamente y a los que trabajaron para que el nombre de las víctimas permaneciese siempre en el recuerdo. ¡Dios no olvida!

En una ocasión como ésta, no puedo dejar de mencionar el papel eminente desarrollado por los Hebreos de Francia en la edificación de toda la Nación y su prestigiosa aportación a su patrimonio espiritual. Han dado —y continúan dando— grandes figuras al mundo de la política, de la cultura, del arte. Con respecto y afecto, les dirijo mis mejores a cada uno de ellos e invoco con fervor sobre todas vuestras familias y sobre todas vuestras comunidades una Bendición particular del Señor de los tiempos y de la historia. Shabbat Shalom!


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VIAJE APOSTÓLICO
A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150° ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

ENCUENTRO CON EL MUNDO DE LA CULTURA
EN EL COLLÈGE DES BERNARDINS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Viernes 12 de septiembre de 2008




Señor Cardenal,
Señora Ministra de la Cultura,
Señor Alcalde,
Señor Canciller del Instituto de Francia,
Queridos amigos:

Gracias, Señor Cardenal, por sus amables palabras. Nos encontramos en un lugar histórico, edificado por los hijos de san Bernardo de Claraval y que su gran predecesor, el recordado Cardenal Jean-Marie Lustiger, quiso como centro de diálogo entre la sabiduría cristiana y las corrientes culturales, intelectuales y artísticas de la sociedad actual. Saludo en particular a la Señora Ministra de la Cultura, que representa al Gobierno, así como al Señor Giscard D’Estaing y al Señor Chirac. Asimismo, saludo a los Señores Ministros que nos acompañan, a los representantes de la UNESCO, al Señor Alcalde de París y a las demás Autoridades. No puedo olvidar a mis colegas del Instituto de Francia, que bien conocen la consideración que les profeso. Doy las gracias al Príncipe de Broglie por sus cordiales palabras. Nos veremos mañana por la mañana. Agradezco a la Delegación de la comunidad musulmana francesa que haya aceptado participar en este encuentro: les dirijo mis mejores deseos en este tiempo de Ramadán. Dirijo ahora un cordial saludo al conjunto del variado mundo de la cultura, que vosotros, queridos invitados, representáis tan dignamente.

Quisiera hablaros esta tarde del origen de la teología occidental y de las raíces de la cultura europea. He recordado al comienzo que el lugar donde nos encontramos es emblemático. Está ligado a la cultura monástica, porque aquí vivieron monjes jóvenes, para aprender a comprender más profundamente su llamada y vivir mejor su misión. ¿Es ésta una experiencia que representa todavía algo para nosotros, o nos encontramos sólo con un mundo ya pasado? Para responder, conviene que reflexionemos un momento sobre la naturaleza del monaquismo occidental. ¿De qué se trataba entonces? A tenor de la historia de las consecuencias del monaquismo cabe decir que, en la gran fractura cultural provocada por las migraciones de los pueblos y el nuevo orden de los Estados que se estaban formando, los monasterios eran los lugares en los que sobrevivían los tesoros de la vieja cultura y en los que, a partir de ellos, se iba formando poco a poco una nueva cultura. ¿Cómo sucedía esto? ¿Qué les movía a aquellas personas a reunirse en lugares así? ¿Qué intenciones tenían? ¿Cómo vivieron?

Primeramente y como cosa importante hay que decir con gran realismo que no estaba en su intención crear una cultura y ni siquiera conservar una cultura del pasado. Su motivación era mucho más elemental. Su objetivo era: quaerere Deum, buscar a Dios. En la confusión de un tiempo en que nada parecía quedar en pie, los monjes querían dedicarse a lo esencial: trabajar con tesón por dar con lo que vale y permanece siempre, encontrar la misma Vida. Buscaban a Dios. Querían pasar de lo secundario a lo esencial, a lo que es sólo y verdaderamente importante y fiable. Se dice que su orientación era «escatológica». Que no hay que entenderlo en el sentido cronológico del término, como si mirasen al fin del mundo o a la propia muerte, sino existencialmente: detrás de lo provisional buscaban lo definitivo. Quaerere Deum: como eran cristianos, no se trataba de una expedición por un desierto sin caminos, una búsqueda hacia el vacío absoluto. Dios mismo había puesto señales de pista, incluso había allanado un camino, y de lo que se trataba era de encontrarlo y seguirlo. El camino era su Palabra que, en los libros de las Sagradas Escrituras, estaba abierta ante los hombres. La búsqueda de Dios requiere, pues, por intrínseca exigencia una cultura de la palabra o, como dice Jean Leclercq: en el monaquismo occidental, escatología y gramática están interiormente vinculadas una con la otra (cf. L’amour des lettres et le desir de Dieu, p. 14). El deseo de Dios, le desir de Dieu, incluye l’amour des lettres, el amor por la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Porque en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia Él, hace falta aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, forma parte del monasterio la biblioteca que indica el camino hacia la palabra. Por el mismo motivo forma parte también de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. San Benito llama al monasterio una dominici servitii schola. El monasterio sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre –una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios. Pero esto comporta evidentemente también la formación de la razón, la erudición, por la que el hombre aprende a percibir entre las palabras la Palabra.

Para captar plenamente la cultura de la palabra, que pertenece a la esencia de la búsqueda de Dios, hemos de dar otro paso. La Palabra que abre el camino de la búsqueda de Dios y es ella misma el camino, es una Palabra que mira a la comunidad. En efecto, llega hasta el fondo del corazón de cada uno (cf. Hch 2, 37). Gregorio Magno lo describe como una punzada imprevista que desgarra el alma adormecida y la despierta haciendo que estemos atentos a la realidad esencial, a Dios (cf. Leclercq, ibid., p. 35). Pero también hace que estemos atentos unos a otros. La Palabra no lleva a un camino sólo individual de una inmersión mística, sino que introduce en la comunión con cuantos caminan en la fe. Y por eso hace falta no sólo reflexionar en la Palabra, sino leerla debidamente. Como en la escuela rabínica, también entre los monjes el mismo leer del individuo es simultáneamente un acto corporal. «Sin embargo, si legere y lectio se usan sin un adjetivo calificativo, indican comúnmente una actividad que, como cantar o escribir, afectan a todo el cuerpo y a toda el alma», dice a este respecto Jean Leclercq (ibid., p. 21).

Y aún hay que dar otro paso. La Palabra de Dios nos introduce en el coloquio con Dios. El Dios que habla en la Biblia nos enseña cómo podemos hablar con Él. Especialmente en el Libro de los Salmos nos ofrece las palabras con que podemos dirigirnos a Él, presentarle nuestra vida con sus altibajos en coloquio ante Él, transformando así la misma vida en un movimiento hacia Él. Los Salmos contienen frecuentes instrucciones incluso sobre cómo deben cantarse y acompañarse de instrumentos musicales. Para orar con la Palabra de Dios el sólo pronunciar no es suficiente, se requiere la música. Dos cantos de la liturgia cristiana provienen de textos bíblicos, que los ponen en los labios de los Ángeles: el Gloria, que fue cantado por los Ángeles al nacer Jesús, y el Sanctus, que según Isaías 6 es la aclamación de los Serafines que están junto a Dios. A esta luz, la Liturgia cristiana es invitación a cantar con los Ángeles y dirigir así la palabra a su destino más alto. Escuchemos en ese contexto una vez más a Jean Leclercq: «Los monjes tenían que encontrar melodías que tradujeran en sonidos la adhesión del hombre redimido a los misterios que celebra. Los pocos capiteles de Cluny, que se conservan hasta nuestros días, muestran los símbolos cristológicos de cada uno de los tonos» (cf. Ibid., p. 229).

En San Benito, para la plegaria y para el canto de los monjes, la regla determinante es lo que dice el Salmo: Coram angelis psallam Tibi, Domine –delante de los ángeles tañeré para ti, Señor (cf. 138, 1). Aquí se expresa la conciencia de cantar en la oración comunitaria en presencia de toda la corte celestial y por tanto de estar expuestos al criterio supremo: orar y cantar de modo que se pueda estar unidos con la música de los Espíritus sublimes que eran tenidos como autores de la armonía del cosmos, de la música de las esferas. De ahí se puede entender la seriedad de una meditación de san Bernardo de Claraval, que usa un dicho de tradición platónica transmitido por Agustín para juzgar el canto feo de los monjes, que obviamente para él no era de hecho un pequeño matiz, sin importancia. Califica la confusión de un canto mal hecho como un precipitarse en la «zona de la desemejanza –en la regio dissimilitudinis. Agustín había echado mano de esa expresión de la filosofía platónica para calificar su estado interior antes de la conversión (cf. Confesiones VII, 10.16): el hombre, creado a semejanza de Dios, al abandonarlo se hunde en la «zona de la desemejanza» – en un alejamiento de Dios en el que ya no lo refleja y así se hace desemejante no sólo de Dios, sino también de sí mismo, del verdadero ser hombre. Es ciertamente drástico que Bernardo, para calificar los cantos mal hechos de los monjes, emplee esta expresión, que indica la caída del hombre alejado de sí mismo. Pero demuestra también cómo se toma en serio este asunto. Demuestra que la cultura del canto es también cultura del ser y que los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una «creatividad» privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los «oídos del corazón» las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad.

Para captar de alguna manera la cultura de la palabra, que en el monaquismo occidental se desarrolló por la búsqueda de Dios, partiendo de dentro, es preciso referirse también, aunque sea brevemente, a la particularidad del Libro o de los Libros en los que esta Palabra ha salido al encuentro de los monjes. La Biblia, vista bajo el aspecto puramente histórico o literario, no es simplemente un libro, sino una colección de textos literarios, cuya redacción duró más de un milenio y en la que cada uno de los libros no es fácilmente reconocible como perteneciente a una unidad interior; en cambio se dan tensiones visibles entre ellos. Esto es verdad ya dentro de la Biblia de Israel, que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento. Es más verdad aún cuando nosotros, como cristianos, unimos el Nuevo Testamento y sus escritos, casi como clave hermenéutica, con la Biblia de Israel, interpretándola así como camino hacia Cristo. En el Nuevo Testamento, con razón, la Biblia normalmente no se la califica como “la Escritura”, sino como “las Escrituras”, que sin embargo en su conjunto luego se consideran como la única Palabra de Dios dirigida a nosotros. Pero ya este plural evidencia que aquí la Palabra de Dios nos alcanza sólo a través de la palabra humana, a través de las palabras humanas, es decir que Dios nos habla sólo a través de los hombres, mediante sus palabras y su historia. Esto, a su vez, significa que el aspecto divino de la Palabra y de las palabras no es naturalmente obvio. Dicho con lenguaje moderno: la unidad de los libros bíblicos y el carácter divino de sus palabras no son, desde un punto de vista puramente histórico, asibles. El elemento histórico es la multiplicidad y la humanidad. De ahí se comprende la formulación de un dístico medieval que, a primera vista, parece desconcertante: Littera gesta docet – quid credas allegoria… (cf. Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris, 1). La letra muestra los hechos; lo que tienes que creer lo dice la alegoría, es decir la interpretación cristológica y pneumática.

Todo esto podemos decirlo de manera más sencilla: la Escritura precisa de la interpretación, y precisa de la comunidad en la que se ha formado y en la que es vivida. En ella tiene su unidad y en ella se despliega el sentido que aúna el todo. Dicho todavía de otro modo: existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad. Por eso el «Catecismo de la Iglesia Católica» con toda razón puede decir que el cristianismo no es simplemente una religión del libro en el sentido clásico (cf. n. 108). El cristianismo capta en las palabras la Palabra, el Logos mismo, que despliega su misterio a través de tal multiplicidad y de la realidad de una historia humana. Esta estructura especial de la Biblia es un desafío siempre nuevo para cada generación. Por su misma naturaleza excluye todo lo que hoy se llama fundamentalismo. La misma Palabra de Dios, de hecho, nunca está presente ya en la simple literalidad del texto. Para alcanzarla se requiere un trascender y un proceso de comprensión, que se deja guiar por el movimiento interior del conjunto y por ello debe convertirse también en un proceso vital. Siempre y sólo en la unidad dinámica del conjunto los muchos libros forman un Libro, la Palabra de Dios y la acción de Dios en el mundo se revelan solamente en la palabra y en la historia humana.

Todo el dramatismo de este tema está iluminado en los escritos de san Pablo. Qué significado tenga el trascender de la letra y su comprensión únicamente a partir del conjunto, lo ha expresado de manera drástica en la frase: «La pura letra mata y, en cambio, el Espíritu da vida» (2 Cor 3, 6). Y también: “Donde hay el Espíritu… hay libertad” (2 Cor 3, 17). La grandeza y la amplitud de tal visión de la Palabra bíblica, sin embargo, sólo se puede comprender si se escucha a Pablo profundamente y se comprende entonces que ese Espíritu liberador tiene un nombre y que la libertad tiene por tanto una medida interior: «El Señor es el Espíritu, y donde hay el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Cor 3,17). El Espíritu liberador no es simplemente la propia idea, la visión personal de quien interpreta. El Espíritu es Cristo, y Cristo es el Señor que nos indica el camino. Con la palabra sobre el Espíritu y sobre la libertad se abre un vasto horizonte, pero al mismo tiempo se pone una clara limitación a la arbitrariedad y a la subjetividad, un límite que obliga de manera inequívoca al individuo y a la comunidad y crea un vínculo superior al de la letra: el vínculo del entendimiento y del amor. Esa tensión entre vínculo y libertad, que sobrepasa el problema literario de la interpretación de la Escritura, ha determinado también el pensamiento y la actuación del monaquismo y ha plasmado profundamente la cultura occidental. Esa tensión se presenta de nuevo también a nuestra generación como un reto frente a los extremos de la arbitrariedad subjetiva, por una parte, y del fanatismo fundamentalista, por otra. Sería fatal, si la cultura europea de hoy llegase a entender la libertad sólo como la falta total de vínculos y con esto favoreciese inevitablemente el fanatismo y la arbitrariedad. Falta de vínculos y arbitrariedad no son la libertad, sino su destrucción.

En la consideración sobre la «escuela del servicio divino» –como san Benito llamaba al monaquismo– hemos fijado hasta ahora la atención sólo en su orientación hacia la palabra, en el «ora». Y de hecho de ahí es de donde se determina la dirección del conjunto de la vida monástica. Pero nuestra reflexión quedaría incompleta si no miráramos aunque sea brevemente el segundo componente del monaquismo, el descrito con el «labora». En el mundo griego el trabajo físico se consideraba tarea de siervos. El sabio, el hombre verdaderamente libre se dedicaba únicamente a las cosas espirituales; dejaba el trabajo físico como algo inferior a los hombres incapaces de la existencia superior en el mundo del espíritu. Absolutamente diversa era la tradición judaica: todos los grandes rabinos ejercían al mismo tiempo una profesión artesanal. Pablo que, como rabino y luego como anunciador del Evangelio a los gentiles, era también tejedor de tiendas y se ganaba la vida con el trabajo de sus manos, no constituye una excepción, sino que sigue la común tradición del rabinismo. El monaquismo ha acogido esa tradición; el trabajo manual es parte constitutiva del monaquismo cristiano. San Benito habla en su Regla no propiamente de la escuela, aunque la enseñanza y el aprendizaje –como hemos visto– en ella se daban por descontados. En cambio, en un capítulo de su Regla habla explícitamente del trabajo (cf. cap. 48). Lo mismo hace Agustín que dedicó al trabajo de los monjes todo un libro. Los cristianos, que con esto continuaban la tradición ampliamente practicada por el judaísmo, tenían que sentirse sin embargo cuestionados por la palabra de Jesús en el Evangelio de Juan, con la que defendía su actuar en sábado: «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo» (5, 17). El mundo greco-romano no conocía ningún Dios Creador; la divinidad suprema, según su manera de pensar, no podía, por decirlo así, ensuciarse las manos con la creación de la materia. «Construir» el mundo quedaba reservado al demiurgo, una deidad subordinada. Muy distinto el Dios cristiano: Él, el Uno, el verdadero y único Dios, es también el Creador. Dios trabaja; continúa trabajando en y sobre la historia de los hombres. En Cristo entra como Persona en el trabajo fatigoso de la historia. «Mi Padre sigue actuando y yo también actúo». Dios mismo es el Creador del mundo, y la creación todavía no ha concluido. Dios trabaja, ergázetai! Así el trabajo de los hombres tenía que aparecer como una expresión especial de su semejanza con Dios y el hombre, de esta manera, tiene capacidad y puede participar en la obra de Dios en la creación del mundo. Del monaquismo forma parte, junto con la cultura de la palabra, una cultura del trabajo, sin la cual el desarrollo de Europa, su ethos y su formación del mundo son impensables. Ese ethos, sin embargo, tendría que comportar la voluntad de obrar de tal manera que el trabajo y la determinación de la historia por parte del hombre sean un colaborar con el Creador, tomándolo como modelo. Donde ese modelo falta y el hombre se convierte a sí mismo en creador deiforme, la formación del mundo puede fácilmente transformarse en su destrucción.

Comenzamos indicando que, en el resquebrajamiento de las estructuras y seguridades antiguas, la actitud de fondo de los monjes era el quaerere Deum –la búsqueda de Dios. Podríamos decir que ésta es la actitud verdaderamente filosófica: mirar más allá de las cosas penúltimas y lanzarse a la búsqueda de las últimas, las verdaderas. Quien se hacía monje, avanzaba por un camino largo y profundo, pero había encontrado ya la dirección: la Palabra de la Biblia en la que oía que hablaba el mismo Dios. Entonces debía tratar de comprenderle, para poder caminar hacia Él. Así el camino de los monjes, pese a seguir no medible en su extensión, se desarrolla ya dentro de la Palabra acogida. La búsqueda de los monjes, en algunos aspectos, comporta ya en sí mismo un hallazgo. Sucede pues, para que esa búsqueda sea posible, que previamente se da ya un primer movimiento que no sólo suscita la voluntad de buscar, sino que hace incluso creíble que en esa Palabra está escondido el camino –o mejor: que en esa Palabra Dios mismo se hace encontradizo con los hombres y por eso los hombres a través de ella pueden alcanzar a Dios. Con otras palabras: debe darse el anuncio dirigido al hombre creando así en él una convicción que puede transformarse en vida. Para que se abra un camino hacia el corazón de la Palabra bíblica como Palabra de Dios, esa misma Palabra debe antes ser anunciada desde el exterior. La expresión clásica de esa necesidad de la fe cristiana de hacerse comunicable a los otros es una frase de la Primera Carta de Pedro, que en la teología medieval era considerada la razón bíblica para el trabajo de los teólogos: «Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere» (3,15). (El Logos, la razón de la esperanza, debe hacerse apo-logia, debe llegar a ser respuesta). De hecho, los cristianos de la Iglesia naciente no consideraron su anuncio misionero como una propaganda, que debiera servir para que el propio grupo creciera, sino como una necesidad intrínseca derivada de la naturaleza de su fe: el Dios en el que creían era el Dios de todos, el Dios uno y verdadero que se había mostrado en la historia de Israel y finalmente en su Hijo, dando así la respuesta que tenía en cuenta a todos y que, en su intimidad, todos los hombres esperan. La universalidad de Dios y la universalidad de la razón abierta hacia Él constituían para ellos la motivación y también el deber del anuncio. Para ellos la fe no pertenecía a las costumbres culturales, diversas según los pueblos, sino al ámbito de la verdad que igualmente tiene en cuenta a todos.

El esquema fundamental del anuncio cristiano «ad extra» –a los hombres que, con sus preguntas, buscan– se halla en el discurso de san Pablo en el Areópago. Tengamos presente, en ese contexto, que el Areópago no era una especie de academia donde las mentes más ilustradas se reunían para discutir sobre cosas sublimes, sino un tribunal competente en materia de religión y que debía oponerse a la importación de religiones extranjeras. Y precisamente ésta es la acusación contra Pablo: «Parece ser un predicador de divinidades extranjeras» (Hch 17,18). A lo que Pablo replica: «He encontrado entre vosotros un altar en el que está escrito: ‘Al Dios desconocido’. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo» (cf. 17, 23). Pablo no anuncia dioses desconocidos. Anuncia a Aquel, que los hombres ignoran y, sin embargo, conocen: el Ignoto-Conocido; Aquel que buscan, al que, en lo profundo, conocen y que, sin embargo, es el Ignoto y el Incognoscible. Lo más profundo del pensamiento y del sentimiento humano sabe en cierto modo que Él tiene que existir. Que en el origen de todas las cosas debe estar no la irracionalidad, sino la Razón creativa; no el ciego destino, sino la libertad. Sin embargo, pese a que todos los hombres en cierto modo sabemos esto –como Pablo subraya en la Carta a los Romanos (1, 21)– ese saber permanece irreal: Un Dios sólo pensado e inventado no es un Dios. Si Él no se revela, nosotros no llegamos hasta Él. La novedad del anuncio cristiano es la posibilidad de decir ahora a todos los pueblos: Él se ha revelado. Él personalmente. Y ahora está abierto el camino hacia Él. La novedad del anuncio cristiano no consiste en un pensamiento sino en un hecho: Él se ha mostrado. Pero esto no es un hecho ciego, sino un hecho que, en sí mismo, es Logos –presencia de la Razón eterna en nuestra carne. Verbum caro factum est (Jn 1,14): precisamente así en el hecho ahora está el Logos, el Logos presente en medio de nosotros. El hecho es razonable. Ciertamente hay que contar siempre con la humildad de la razón para poder acogerlo; hay que contar con la humildad del hombre que responde a la humildad de Dios.

Nuestra situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que Pablo encontró en Atenas, pero, pese a la diferencia, sin embargo, en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están llenas de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran Desconocido. Pero como entonces tras las numerosas imágenes de los dioses estaba escondida y presente la pregunta acerca del Dios desconocido, también hoy la actual ausencia de Dios está tácitamente inquieta por la pregunta sobre Él. Quaerere Deum –buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura.


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A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

VIGILIA DE ORACIÓN CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Catedral de Notre-Dame de París
Viernes 12 de septiembre de 2008



Queridos jóvenes:

Después del recogimiento orante de las Vísperas en Notre-Dame, os saludo esta tarde con entusiasmo, dando de este modo un carácter festivo y muy simpático a este encuentro. Éste me recuerda el inolvidable del pasado julio en Sidney, en el cual algunos de vosotros participasteis con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Esta tarde, quisiera hablaros de dos temas profundamente vinculados el uno al otro, que constituyen un auténtico tesoro en donde podéis poner vuestro corazón (cf. Mt 6,21).

El primero se refiere al escogido para Sidney, que es también el de la vigilia de oración que va a comenzar dentro de unos instantes. Se trata del pasaje sacado de los Hechos de los Apóstoles, libro que algunos llaman muy justamente el Evangelio del Espíritu Santo: “Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos” (Hch 1,8). El Señor lo dice ahora a vosotros. Sidney hizo redescubrir a muchos jóvenes la importancia del Espíritu Santo en la vida del cristiano. El Espíritu nos pone en contacto íntimo con Dios, en quien se encuentra la fuente de toda auténtica riqueza humana. Todos buscáis amar y ser amados. Tenéis que volver a Dios para aprender a amar y para tener la fuerza de amar. El Espíritu, que es Amor, puede abrir vuestros corazones para recibir el don del amor auténtico. Todos buscáis la verdad y queréis vivir de ella. Cristo es esta verdad. Él es el único Camino, la única Verdad y la verdadera Vida. Seguir a Cristo significa realmente “remar mar a dentro”, como dicen varias veces los Salmos. El camino de la Verdad es uno y al mismo tiempo múltiple, según los diversos carismas, como la Verdad es una y al mismo tiempo de una riqueza inagotable. Confiad en el Espíritu Santo para descubrir a Cristo. El Espíritu es el guía necesario de la oración, el alma de nuestra esperanza y el manantial de la genuina alegría.

Para ahondar en estas verdades de fe, os invito a meditar en la grandeza del sacramento de la Confirmación que habéis recibido y que os introduce en una vida de fe adulta. Es urgente comprender cada vez mejor este sacramento para comprobar la calidad y la hondura de vuestra fe y para robustecerla. El Espíritu Santo os acerca al misterio de Dios y os hace comprender quién es Dios. Os invita a ver en el prójimo al hermano que Dios os ha dado para vivir en comunión con él, humana y espiritualmente, para vivir, por tanto, como Iglesia. Al revelaros quién es Cristo muerto y resucitado por nosotros, nos impulsa a dar testimonio de Él. Estáis en la edad de la generosidad. Es urgente hablar de Cristo a vuestro alrededor, a vuestras familias y amigos, en vuestros lugares de estudio, de trabajo o de ocio. No tengáis miedo. Tened “la valentía de vivir el Evangelio y la audacia de proclamarlo” (Mensaje a los jóvenes del mundo, 20 de julio de 2007). Os aliento, pues, a tener las palabras justas para anunciar a Dios a vuestro alrededor, respaldando vuestro testimonio con la fuerza del Espíritu suplicada en la plegaria. Llevad la Buena Noticia a los jóvenes de vuestra edad y también a los otros. Ellos conocen las turbulencias de la afectividad, la preocupación y la incertidumbre con respecto al trabajo y a los estudios. Afrontan sufrimientos y tienen experiencia de alegrías únicas. Dad testimonio de Dios, porque, en cuanto jóvenes, formáis parte plenamente de la comunidad católica en virtud de vuestro Bautismo y por la común profesión de fe (cf. Ef 4,5). Quiero deciros que la Iglesia confía en vosotros.

En este año dedicado a San Pablo, quisiera confiaros un segundo tesoro, que estaba en el centro de la vida de este Apóstol fascinante: se trata del misterio de la Cruz. El domingo, en Lourdes, celebraré la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz junto con una multitud de peregrinos. Muchos de vosotros lleváis colgada del cuello una cadena con una cruz. También yo llevo una, como por otra parte todos los Obispos. No es un adorno ni una joya. Es el precioso símbolo de nuestra fe, el signo visible y material de la vinculación a Cristo. San Pablo habla claramente de la cruz al principio de su primera carta a los Corintios. En Corinto, vivía una comunidad alborotada y revuelta, expuesta a los peligros de la corrupción de las costumbres imperantes. Peligros parecidos a los que hoy conocemos. No citaré nada más que los siguientes: las querellas y luchas en el seno de la comunidad creyente, la seducción que ofrecen pseudo sabidurías religiosas o filosóficas, la superficialidad de la fe y la moral disoluta. San Pablo comienza la carta escribiendo: “El mensaje de la cruz es necedad para los que están en vías de perdición; pero, para los que están en vías de salvación –para nosotros- es fuerza de Dios” (1 Co 1,18). Después, el Apóstol muestra la singular oposición que existe entre la sabiduría y la locura, según Dios y según los hombres. Habla de ello cuando evoca la fundación de la Iglesia en Corinto y a propósito de su propia predicación. Concluye insistiendo en la hermosura de la sabiduría de Dios que Cristo y, tras de Él, sus Apóstoles enseñan al mundo y a los cristianos. Esta sabiduría, misteriosa y escondida (cf. 1 Co 2,7), nos ha sido revelada por el Espíritu, porque “a nivel humano uno no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una locura; no es capaz de percibirlo porque sólo se puede juzgar con el criterio del Espíritu” (1 Co 2,14).

El Espíritu abre a la inteligencia humana nuevos horizontes que la superan y le hace comprender que la única sabiduría verdadera reside en la grandeza de Cristo. Para los cristianos, la Cruz simboliza la sabiduría de Dios y su amor infinito revelado en el don redentor de Cristo muerto y resucitado para la vida del mundo, en particular, para la vida de cada uno. Que este descubrimiento impresionante de un Dios que se ha hecho hombre por amor os aliente a respetar y venerar la Cruz. Que no es sólo el signo de vuestra vida en Dios y de vuestra salvación, sino también –lo sabéis- el testigo mudo de los padecimientos de los hombres y, al mismo tiempo, la expresión única y preciosa de todas sus esperanzas. Queridos jóvenes, sé que venerar la Cruz a veces también lleva consigo el escarnio e incluso la persecución. La Cruz pone en peligro en cierta medida la seguridad humana, pero manifiesta, también y sobre todo, la gracia de Dios y confirma la salvación. Esta tarde os confío la Cruz de Cristo. El Espíritu Santo os hará comprender su misterio de amor y podréis exclamar con San Pablo: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gál 6,14). Pablo había entendido la palabra de Jesús –aparentemente paradójica- según la cual sólo entregando (“perdiendo”) la propia vida se puede encontrarla (cf. Mc 8,35; Jn 12,24) y de ello había sacado la conclusión de que la Cruz manifiesta la ley fundamental del amor, la fórmula perfecta de la vida verdadera. Que a algunos la profundización en el misterio de la Cruz os permita descubrir la llamada a servir a Cristo de manera más total en la vida sacerdotal o religiosa.

Es el momento de comenzar la vigilia de oración, para la que os habéis reunido esta tarde. No olvidéis los dos tesoros que el Papa os ha presentado esta tarde: el Espíritu Santo y la Cruz. Para concluir, deciros una vez más que confío en vosotros, queridos jóvenes, y que quisiera que experimentarais hoy y mañana la estima y el afecto de la Iglesia. Ahora vemos aquí la Iglesia viva... Que Dios os acompañe cada día y que os bendiga, así como a vuestros familiares y amigos. Complacido, os imparto la Bendición Apostólica, que extiendo a todos los jóvenes de Francia.

Gracias por vuestra fe y feliz vigilia.


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A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DESDE LA VENTANA DE LA NUNCIATURA

París
Viernes 12 de septiembre de 2008



Queridos jóvenes:

¡Vuestra acogida tan cordial conmueve al Papa! Gracias por haberme esperado aquí a pesar de ser tan tarde y de forma tan entusiasta.

Estos próximos días en París y Lourdes me proporcionan ya mucha alegría. Doy gracias al Señor que me ha concedido realizar este primer viaje pastoral a Francia como Sucesor de Pedro y encontrar una respuesta tan estimulante entre los fieles.

Estoy feliz de sumarme mañana a la multitud de peregrinos de Lourdes para celebrar el Jubileo de las apariciones de la Virgen. Los católicos en Francia necesitan más que nunca renovar su confianza en María, reconociendo en Ella el modelo de su compromiso al servicio del Evangelio. Pero antes de partir hacia Lourdes, os espero a todos mañana por la mañana para celebrar la Eucaristía en la explanada de los Inválidos.

Cuento con vosotros y con vuestras oraciones para que este viaje dé fruto. Que la Virgen os guarde. De todo corazón, os imparto la Bendición Apostólica.

Buenas noches y hasta mañana.


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INSTITUTO DE FRANCIA

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

París, sábado 13 de septiembre de 2008



Señor Canciller,
Señora y Señores Secretarios perpetuos de las cinco Academias,
Señores Cardenales,
Queridos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio,
Queridos amigos Académicos,
Señoras y Señores

Es para mí un gran honor ser recibido esta mañana bajo la Cúpula. Les doy las gracias por la exquisita gentileza con la que me han acogido y por la medalla que me han regalado. No podía venir a París sin saludarles personalmente. Me agrada aprovechar esta feliz ocasión para subrayar los lazos profundos que me unen a la cultura francesa, hacia la que siento una gran admiración. En mi trayectoria intelectual, el contacto con la cultura francesa ha tenido una importancia especial. Me es propicia, pues, la ocasión para manifestar mi gratitud hacia ella, ya sea personalmente que como Sucesor de Pedro. La placa que acabamos de descubrir conservará el recuerdo de nuestro encuentro.

Rabelais dijo muy justamente en su tiempo: “La ciencia sin la conciencia no es más que ruina del alma” (Pantagruel, 8). Fue sin duda para contribuir a evitar el riesgo de una semejante dicotomía que, a finales de enero, y por vez primera en tres siglos y medio, dos Academias del Instituto, dos Academias Pontificias y el Instituto Católico de París organizaron un Coloquio interacadémico sobre la cambiante identidad de la persona. El coloquio ilustró el interés que presentan amplias investigaciones interdisciplinares. Esta iniciativa podría continuarse para explorar conjuntamente los innumerables senderos de las ciencias humanas y experimentales. Acompaño este deseo con la oración que elevo al Señor por ustedes, por sus seres queridos y por todos los miembros de las Academias, así como por todo el personal del Instituto de Francia. Que Dios los bendiga.


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DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

INSTITUTO DE FRANCIA - EN EL LIBRO DE ORO

DEDICATORIA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

París, sábado 13 de septiembre de 2008

«In principio erat Verbum
et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum» Jn 1, 1

Benedictus Pp. XVI

13. IX. 2008


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A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

ENCUENTRO CON LA CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hemiciclo Santa Bernardita, Lourdes
Domingo 14 de septiembre de 2008



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado:

Ésta es la primera vez desde el comienzo de mi Pontificado que tengo la alegría de encontraros a todos juntos. Saludo cordialmente a vuestro Presidente, Cardenal André Vingt-Trois, y le agradezco las palabras amables y profundas que me ha dirigido en vuestro nombre. También saludo con mucho gusto a los Vicepresidentes y al Secretario General y sus colaboradores. Saludo cordialmente a cada uno de vosotros, Hermanos en el Episcopado, venidos desde todos los rincones de Francia y de ultramar (incluyendo a Monseñor François Garnier, Arzobispo de Cambrai, que celebra hoy en Valenciennes el milenio de Notre-Dame du Saint-Cordón).

Me alegra estar aquí esta tarde con vosotros en el hemiciclo «Santa Bernadette», lugar ordinario de vuestras plegarias y reuniones, donde exponéis vuestras preocupaciones y esperanzas, lugar de vuestros debates y reflexiones. La sala está situada en un lugar privilegiado, cerca de la gruta y las basílicas marianas. Por supuesto, las visitas ad limina permiten reuniros periódicamente con el Sucesor de Pedro en Roma, pero en este momento que estamos viviendo, se nos da la gracia de reafirmar los estrechos vínculos que nos unen al compartir el mismo sacerdocio procedente directamente del de Cristo redentor. Os animo a seguir trabajando en unidad y confianza, en plena comunión con Pedro, que ha venido a confirmar vuestra fe. Como ha dicho Su Eminencia, hora tenéis, y tenemos, muchas preocupaciones. Me consta que os tomáis a pecho trabajar en el nuevo marco definido por la reorganización del mapa de las provincias eclesiásticas, y me alegra profundamente. Quisiera aprovechar esta oportunidad para reflexionar con vosotros sobre algunos temas que sé que son centro de vuestra atención.

La Iglesia –Una, Santa, Católica y Apostólica– os ha hecho nacer por el Bautismo. Os ha llamado a su servicio; a él habéis dedicado la vida, primero como diáconos y sacerdotes, después como obispos. Os manifiesto toda mi estima por esta entrega personal: a pesar de la magnitud de la tarea, que subraya el honor que comporta –honor, onus–, cumplís con fidelidad y humildad la triple función que os es propia con respecto a la grey que se os ha encomendado: enseñar, gobernar, santificar, a la luz de la Constitución Lumen gentium (nn. 25-28) y del Decreto Christus Dominus. Sucesores de los Apóstoles, representáis a Cristo al frente de las diócesis que se os han confiado, y os esforzáis por plasmar la imagen de Obispo dibujada por san Pablo; habéis de crecer continuamente en este sentido, para ser siempre «hospitalarios, amigos de lo bueno, de sanos principios, justos, fieles, dueños de sí, apegados a la doctrina cierta y a la enseñanza sana» (cf. Tt 1,8-9). El pueblo cristiano debe teneros afecto y respeto. La tradición cristiana ha hecho hincapié desde el principio en este punto: «Los que son de Dios y de Jesucristo, están con el Obispo», decía san Ignacio de Antioquía (Ad Phil., 3,2), que añadía también: «A quien el dueño de la casa haya mandado para la administración de la casa, hay que recibirlo como al que lo ha mandado (Ad Ef. 6, 1). Vuestra misión, espiritual sobre todo, consiste, pues, en crear las condiciones necesarias para que los fieles, citando de nuevo a san Ignacio, puedan «cantar al unísono por Jesucristo un himno al Padre» (ibíd., 4, 2) y hacer así de su vida una ofrenda a Dios.

Estáis convencidos con razón de que la catequesis es de fundamental importancia para acrecentar en cada bautizado el gusto de Dios y la comprensión del sentido de la vida. Los dos principales instrumentos que tenéis a disposición, el Catecismo de la Iglesia Católica y el Catecismo de los Obispos de Francia son valiosas bazas. Dan una síntesis armoniosa de la fe católica y permiten anunciar el Evangelio con una fidelidad correspondiente a su riqueza. La catequesis no es tanto una cuestión de método, sino de contenido, como indica su propio nombre: se trata de una comprensión orgánica (kat-echein) del conjunto de la revelación cristiana, capaz de poner a disposición de la inteligencia y el corazón la Palabra de Aquel que dio su vida por nosotros. Así, la catequesis hace resonar en el corazón de todo ser humano una sola llamada siempre renovada: «Sígueme» (Mt 9,9). Una esmerada preparación de los catequistas permitirá la transmisión íntegra de la fe, a ejemplo de san Pablo, el más grande catequista de todos los tiempos, al que miramos con admiración particularmente en este segundo milenio de su nacimiento. En medio de sus preocupaciones apostólicas, exhortaba de este modo: «Vendrá un tiempo en que la gente no soportará la doctrina sana, sino que, para halagarse el oído, se rodearán de maestros a la medida de sus deseos; y, apartado el oído de la verdad, se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4). Conscientes del gran realismo de sus previsiones, os esforzáis con humildad y perseverancia en hacer caso a sus recomendaciones: «Proclama la Palabra, insiste a tiempo y destiempo [...] con toda paciencia y deseo de instruir» (ibíd., 4, 2).

Para llevar a cabo eficazmente esta tarea, necesitáis colaboradores. Por eso se han de alentar más que nunca las vocaciones sacerdotales y religiosas. He sido informado sobre las iniciativas emprendidas animosamente en este campo, y quisiera dar todo mi apoyo a quienes, como Cristo, no tienen miedo de invitar a los jóvenes o menos jóvenes a ponerse al servicio del Maestro que está ahí y llama (cf. Jn 11, 28). Quisiera agradecer cordialmente y alentar a todas las familias, parroquias, comunidades cristianas y movimientos de la Iglesia que son la tierra fértil que da el buen fruto de las vocaciones (cf. Mt 13, 8). En este contexto, no deseo omitir mi agradecimiento por las innumerables oraciones de los verdaderos discípulos de Cristo y de su Iglesia, entre los que se hallan: sacerdotes, religiosos y religiosas, ancianos o enfermos, también reclusos, que durante décadas han elevado sus plegarias a Dios para cumplir el mandato de Jesús: «Rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,38). El Obispo y las comunidades de fieles deben, por lo que les concierne, favorecer y acoger las vocaciones sacerdotales y religiosas, apoyándose en la gracia otorgada por el Espíritu Santo para el necesario discernimiento. Sí, queridos Hermanos en el Episcopado, seguid llamando al sacerdocio y a la vida religiosa, como Pedro echó las redes por orden del Maestro, tras pasar una noche de pesca sin obtener nada (cf. Lc 5,5).

Nunca se repetirá bastante que el sacerdocio es esencial para la Iglesia, por el bien mismo del laicado. Los sacerdotes son un don de Dios para la Iglesia. No pueden delegar sus funciones a los fieles en lo que se refiere a las misiones que les son propias. Queridos Hermanos en el Episcopado, os invito a seguir solícitos para ayudar a vuestros sacerdotes a vivir en íntima unión con Cristo. Su vida espiritual es el fundamento de su vida apostólica. Exhortadles con dulzura a la oración cotidiana y a la celebración digna de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía y la Reconciliación, como lo hacía San Francisco de Sales con sus sacerdotes. Todo sacerdote debe poder sentirse dichoso de servir a la Iglesia. A ejemplo del cura de Ars, hijo de vuestra tierra y patrono de todos los párrocos del mundo, no dejéis de reiterar que un hombre no puede hacer nada más grande que dar a los fieles el cuerpo y la sangre de Cristo, y perdonar los pecados. Tratad de estar atentos a su formación humana, intelectual y espiritual, y a sus recursos para vivir. Pese a la carga de vuestras gravosas ocupaciones, intentad encontraros con ellos regularmente, sabiéndolos acoger como hermanos y amigos (cf. Lumen gentium, 28; Christus Dominus, 16). Los sacerdotes necesitan vuestro afecto, vuestro aliento y solicitud. Estad a su lado y tened una atención especial con los que están en dificultad, los enfermos o de edad avanzada (cf. Christus Dominus, 16). No olvidéis que, como dice el Concilio Vaticano II usando una espléndida expresión de san Ignacio de Antioquía a los Magnesios, son «la corona espiritual del Obispo» (Lumen gentium, 41).

El culto litúrgico es la expresión suprema de la vida sacerdotal y episcopal, como también de la enseñanza catequética. Queridos Hermanos, vuestro oficio de santificar a los fieles es esencial para el crecimiento de la Iglesia. Me he sentido impulsado a precisar en el “Motu proprio” Summorum Pontificum las condiciones para ejercer esta responsabilidad por lo que respecta a la posibilidad de utilizar tanto el misal del Beato Juan XXIII (1962) como el del Papa Pablo VI (1970). Ya se han dejado ver los frutos de estas nuevas disposiciones, y espero el necesario apaciguamiento de los espíritus que, gracias a Dios, se está produciendo. Tengo en cuenta las dificultades que encontráis, pero no me cabe la menor duda de que podéis llegar, en un tiempo razonable, a soluciones satisfactorias para todos, para que la túnica inconsútil de Cristo no se desgarre todavía más. Nadie está de más en la Iglesia. Todos, sin excepción, han de poder sentirse en ella “como en su casa”, y nunca rechazados. Dios, que ama a todos los hombres y no quiere que ninguno se pierda, nos confía esta misión haciéndonos Pastores de su grey. Sólo nos queda darle gracias por el honor y la confianza que Él nos otorga. Por tanto, esforcémonos por ser siempre servidores de la unidad.

¿Qué otros temas requieren mayor atención? Las respuestas pueden variar de una diócesis a otra, pero hay sin duda un problema particularmente urgente que aparece en todas partes: la situación de la familia. Sabemos que el matrimonio y la familia se enfrentan ahora a verdaderas borrascas. Las palabras del evangelista sobre la barca en la tempestad en medio del lago se pueden aplicar a la familia: «Las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua» (Mc 4,37). Los factores que han llevado a esta crisis son bien conocidos y, por tanto, no me demoraré en enumerarlos. Desde hace algunas décadas, las leyes han relativizado en diferentes países su naturaleza de célula primordial de la sociedad. A menudo, las leyes buscan acomodarse más a las costumbres y a las reivindicaciones de personas o de grupos particulares que a promover el bien común de la sociedad. La unión estable entre un hombre y una mujer, ordenada a construir una felicidad terrenal, con el nacimiento de los hijos dados por Dios, ya no es, en la mente de algunos, el modelo al que se refiere el compromiso conyugal. Sin embargo, la experiencia enseña que la familia es el pedestal sobre el que descansa toda la sociedad. Además, el cristiano sabe que la familia es también la célula viva de la Iglesia. Cuanto más impregnada esté la familia del espíritu y de los valores del Evangelio, tanto más la Iglesia misma se enriquecerá y responderá mejor a su vocación. Por otra parte, conozco y aliento ardientemente los esfuerzos que hacéis para dar vuestro apoyo a las diferentes asociaciones dedicadas a ayudar a las familias. Tenéis razón en mantener, incluso a costa de ir contracorriente, los principios que son la fuerza y la grandeza del Sacramento del Matrimonio. La Iglesia quiere seguir siendo indefectiblemente fiel al mandato que le confió su Fundador, nuestro Maestro y Señor Jesucristo. Nunca deja de repetir con Él: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6). La Iglesia no se ha inventado esta misión, sino que la ha recibido. Ciertamente, nadie puede negar que ciertos hogares atraviesan pruebas, a veces muy dolorosas. Habrá que acompañar a los hogares en dificultad, ayudarles a comprender la grandeza del matrimonio y animarlos a no relativizar la voluntad de Dios y las leyes de vida que Él nos ha dado. Una cuestión particularmente dolorosa, lo sabemos bien, es la de los divorciados y vueltos a casar. La Iglesia, que no puede oponerse a la voluntad de Cristo, mantiene con firmeza el principio de la indisolubilidad del matrimonio, rodeando siempre del mayor afecto a quienes, por los más variados motivos, no llegan a respetarla. No se pueden aceptar, pues, las iniciativas que tienden a bendecir las uniones ilegítimas. La Exhortación Apostólica Familiaris consortio ha indicado el camino abierto por una concepción respetuosa de la verdad y de la caridad.

Queridos Hermanos, sé bien que los jóvenes están en el centro de vuestras preocupaciones. Les dedicáis mucho tiempo, y hacéis bien. Como bien sabéis, acabo de encontrarme con una multitud de ellos en Sidney, durante la Jornada Mundial de la Juventud. He apreciado su entusiasmo y su capacidad para dedicarse a la oración. Incluso viviendo en un mundo que les halaga y estimula sus bajos instintos, cargando ellos también el lastre bien pesado de herencias difíciles de asumir, los jóvenes conservan una lozanía de espíritu que me ha admirado. He hecho un llamamiento a su sentido de responsabilidad, invitándoles a apoyarse siempre en la vocación que Dios les concedió el día de su Bautismo. “Nuestra fuerza es lo que Cristo quiere de nosotros”, decía el Cardenal Jean-Marie Lustiger. Durante su primer viaje a Francia, mi venerado Predecesor transmitió a los jóvenes de vuestro País un mensaje que no ha perdido nada de su actualidad, y que fue acogido entonces con un fervor inolvidable. “La permisividad moral no hace feliz al hombre”, proclamó en el Parque de los Príncipes entre aplausos atronadores. El buen sentido que inspiró esa sana reacción de su auditorio, no ha muerto. Ruego al Espíritu Santo que hable al corazón de todos los fieles y, en general, al de todos vuestros compatriotas, para darles -o hacerles ver- el gusto de llevar una vida según los criterios de una felicidad verdadera.

En el Elíseo, mencioné el otro día la originalidad de la situación francesa, que la Santa Sede desea respetar. En efecto, estoy convencido de que las Naciones nunca deben aceptar que desaparezcan lo que forma su identidad propia. En una familia, sus miembros, aun teniendo el mismo padre y la misma madre, no son sujetos indiferenciados, sino personas con su propia individualidad. Esto vale también para los Países, que han de estar atentos a salvaguardar y desarrollar su propia cultura, sin dejarse absorber nunca por otras o ahogarse en una insulsa uniformidad. “La nación es, en efecto -retomando las palabras del Papa Juan Pablo II- la gran comunidad de los hombres qué están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe ‘por’ la cultura y ‘para’ la cultura, y así es ella la gran educadora de los hombres para que puedan ‘ser más’ en la comunidad” (Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, n. 14). En esta perspectiva, resaltar las raíces cristianas de Francia permitirá a cada uno de los habitantes de este País comprender mejor de dónde viene y adónde va. Por tanto, en el marco institucional vigente y con el máximo respeto por las leyes en vigor, habrá que encontrar una nueva manera de interpretar y vivir en lo cotidiano los valores fundamentales sobre los que se ha edificado la identidad de la Nación. Vuestro Presidente ha hecho alusión a esta posibilidad. Los presupuestos sociopolíticos de la antigua desconfianza o incluso de hostilidad se desvanecen paulatinamente. La Iglesia no reivindica el puesto del Estado. No quiere sustituirle. La Iglesia es una sociedad basada en convicciones, que se sabe responsable de todos y no puede limitarse a sí misma. Habla con libertad y dialoga con la misma libertad con el deseo de alcanzar la libertad común. Gracias a una sana colaboración entre la comunidad política y la Iglesia, realizada con la conciencia y el respeto de la independencia y de la autonomía de cada una en su propio campo, se lleva a cabo un servicio al ser humano con miras a su pleno desarrollo personal y social. Diversos puntos, primicias de otros que podrán añadirse según sea necesario, han sido ya examinados y resueltos en el ámbito de la “Comisión de Diálogo entre la Iglesia y el Estado”. De ésta forma parte naturalmente, en virtud de la misión que le es propia y en nombre de la Santa Sede, el Nuncio Apostólico, que está llamado a seguir activamente la vida de la Iglesia y su situación en la sociedad.

Como sabéis, mis Predecesores, el Beato Juan XXIII, que fue Nuncio en París, y el Papa Pablo VI, instituyeron Secretariados que, en 1988, se convirtieron en el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y en el Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso. Pronto se añadieron la Comisión para las Relaciones con el Hebraísmo y la Comisión para las Relaciones Religiosas con los Musulmanes. Estas estructuras son una especie de reconocimiento institucional y conciliar de un sinnúmero de iniciativas y actividades anteriores. Comisiones o consejos similares existen ya en vuestra Conferencia Episcopal y en vuestras diócesis. Su existencia y su funcionamiento demuestran la voluntad de la Iglesia de continuar desarrollando el diálogo bilateral. La reciente Asamblea plenaria del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso ha puesto de relieve que el verdadero diálogo requiere, como condición fundamental, una buena formación en quienes lo promueven y un discernimiento clarificador para avanzar poco a poco en el descubrimiento de la Verdad. El objetivo del diálogo ecuménico e interreligioso, diferentes obviamente por su naturaleza y finalidad respectivas, es la búsqueda y la profundización de la Verdad. Se trata de una tarea noble y obligatoria para todo hombre de fe, pues Cristo mismo es la Verdad. Construir puentes entre las grandes tradiciones eclesiales cristianas y el diálogo con otras tradiciones religiosas, exige un esfuerzo real de conocimiento recíproco, porque la ignorancia destruye más que construye. Además, no es más que la Verdad la que permite vivir auténticamente el doble mandamiento del amor que nos dejó nuestro Salvador. Ciertamente, hemos de seguir con atención las diversas iniciativas emprendidas y discernir las que favorecen el conocimiento y el respeto recíproco, así como la promoción del diálogo, y evitar las que llevan a callejones sin salida. No basta la buena voluntad. Creo que es bueno comenzar por escuchar, pasar después a la discusión teológica, para llegar finalmente al testimonio y al anuncio de la misma fe (Cf. Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización, 3 de diciembre de 2007. n. 12). Que el Espíritu Santo os conceda el discernimiento que debe caracterizar a todo Pastor. San Pablo recomienda: “Examinadlo todo, quedándoos con lo bueno” (1 Ts 5,21). La sociedad globalizada, multicultural y multirreligiosa en que vivimos, es una oportunidad que el Señor nos da para proclamar la Verdad y llevar a la práctica el Amor, con el fin de llegar a todo ser humano sin distinción, más allá incluso de los límites de la Iglesia visible.

El año anterior a mi elección a la Sede de Pedro tuve la alegría de venir a vuestro País para presidir las ceremonias conmemorativas del sexagésimo aniversario del desembarco en Normandía. Pocas veces como entonces, sentí el apego de los hijos e hijas de Francia por la tierra de sus antepasados. Francia celebraba entonces su liberación temporal, tras una guerra cruel que se cobró muchas víctimas. Lo que conviene ahora es lograr una auténtica liberación espiritual. El hombre necesita siempre verse libre de sus temores y de sus pecados. El hombre debe aprender o reaprender constantemente que Dios no es su enemigo, sino su Creador lleno de bondad. Necesita saber que su vida tiene un sentido y que, al final de su recorrido sobre la tierra, le espera participar por siempre en la gloria de Cristo en el cielo. Vuestra misión es llevar a la porción del Pueblo de Dios confiada a vuestro cuidado al reconocimiento de este final glorioso. Quisiera que vierais aquí mi admiración y gratitud por todo lo que hacéis por avanzar en esta dirección. Estad seguros de mi oración cotidiana por cada uno de vosotros. Y creedme si os digo que nunca dejo de pedir al Señor y a su Madre que os guíen en vuestro camino.

Queridos Hermanos en el Episcopado, con alegría y emoción os encomiendo a Nuestra Señora de Lourdes y a Santa Bernadette. El poder de Dios se ha manifestado siempre en la debilidad. El Espíritu Santo ha lavado siempre la suciedad, regado lo árido, enderezado lo torcido. Cristo Salvador, que ha tenido a bien convertirnos en instrumentos para transmitir su amor a los hombres, nunca dejará de haceros crecer en la fe, la esperanza y la caridad, para daros el gozo de llevar a Él un número creciente de hombres y mujeres de nuestro tiempo. A la vez que os confío a su fuerza de Redentor, os imparto a todos y de corazón una afectuosa Bendición Apostólica.


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VIAJE APOSTÓLICO
A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

PROCESIÓN EUCARÍSTICA EN LA PRAIRIE

MEDITACIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Lourdes
Domingo 14 de septiembre de 2008



Señor Jesús, estás aquí.

Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos.

Estáis aquí, conmigo, ante Él.

Señor, hace dos mil años, aceptaste subir a una Cruz de infamia para resucitar después y permanecer siempre con nosotros, tus hermanos, tus hermanas.

Y vosotros, hermanos, hermanas, amigos míos, habéis aceptado dejaros atraer por Él.

Lo contemplamos, lo adoramos, lo amamos. Buscamos amarlo todavía más.

Contemplamos a Aquel que, durante la cena pascual, ha entregado su Cuerpo y su Sangre a sus discípulos, para estar con ellos “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Adoramos a Aquel que está al inicio y al final de nuestra fe, sin el que no estaríamos aquí esta tarde, sin el que no seríamos nada, sin el que no existiría nada, nada, absolutamente nada. Aquel, por medio de quien “se hizo todo” (Jn 1,3); por quien hemos sido creados, para la eternidad; el que nos ha dado su propio Cuerpo y su propia Sangre, Él está aquí, esta tarde, ante nosotros, ofreciéndose a nuestras miradas.

Amamos, y buscamos amar todavía más, a Quien está aquí, ante nosotros, abierto a nuestras miradas, tal vez a nuestras preguntas, a nuestro amor.

Sea que caminemos, o estemos clavados en el lecho del dolor —que caminemos con gozo o estemos en el desierto del alma (cf. Num 21,5)—, Señor, acógenos a todos en tu Amor: en el amor infinito, que es eternamente el del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, el del Padre y del Hijo al Espíritu, y el del Espíritu al Padre y al Hijo.

La Hostia Santa expuesta ante nuestros ojos proclama este poder infinito del Amor manifestado en la Cruz gloriosa. La Hostia Santa proclama el increíble anonadamiento de Quien se hizo pobre para darnos su riqueza, de Quien aceptó perder todo para ganarnos para su Padre. La Hostia Santa es el Sacramento vivo y eficaz de la presencia eterna del Salvador de los hombres en su Iglesia.

Hermanos, hermanas, amigos míos, aceptemos, aceptad, ofreceros a Quien nos lo ha dado todo, que vino no para juzgar al mundo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,17), aceptad reconocer en vuestras vidas la presencia activa de Quien está aquí presente, ante nuestras miradas. Aceptad ofrecerle vuestras propias vidas.

María, la Virgen Santa, María, la Inmaculada Concepción, aceptó, hace dos mil años, entregarle todo, ofrecer su cuerpo para acoger el Cuerpo del Creador. Todo ha venido de Cristo, incluso María; todo ha venido por María, incluso Cristo.

María, la Santísima Virgen, está con nosotros esta tarde, ante el Cuerpo de su Hijo, ciento cincuenta años después de revelarse a la pequeña Bernadette.

Virgen Santa, ayúdanos a contemplar, ayúdanos a adorar, ayúdanos a amar, a amar más todavía a Quien nos amó tanto, para vivir eternamente con Él.

Una inmensa muchedumbre de testigos está invisiblemente presente a nuestro lado, cerca de esta bendita gruta y ante esta iglesia querida por la Virgen María;

la multitud de todos los que han contemplado, venerado, adorado, la presencia real de Quien se nos entregó hasta la última gota de su sangre;

la muchedumbre de todos los que pasaron horas adorándolo en el Santísimo Sacramento del Altar.

Esta tarde, no los vemos, pero los oímos aquí, diciéndonos a cada uno de nosotros: “Ven, déjate llamar por el Maestro. Él está aquí y te llama (cf. Jn 11,28). Él quiere tomar tu vida y unirla a la suya. Déjate atraer por Él. No mires ya tus heridas, mira las suyas. No mires lo que te separa aún de Él y de los demás; mira la distancia infinita que ha abolido tomando tu carne, subiendo a la Cruz que le prepararon los hombres y dejándose llevar a la muerte para mostrar su amor. En estas heridas, te toma; en estas heridas, te esconde. No rechaces su amor”.

La multitud inmensa de testigos que se dejó atraer por su Amor, es la muchedumbre de los santos del cielo que no cesan de interceder por nosotros. Eran pecadores y lo sabían, pero aceptaron no mirar sus heridas y mirar sólo las heridas de su Señor, para descubrir en ellas la gloria de la Cruz, para descubrir en ellas la victoria de la Vida sobre la muerte. San Pierre-Julien Eymard lo dijo todo cuando escribió: “La Santa Eucaristía, es Jesucristo pasado, presente y futuro” (Predicaciones e instrucciones parroquiales después de 1856, 4-2,1. Sobre la meditación).

Jesucristo pasado, en la verdad histórica de la tarde en el cenáculo, que se nos recuerda en toda celebración de la Santa Misa.

Jesucristo presente, porque nos dice: “Tomad y comed todos, porque esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre”. “Esto es”, en presente, aquí y ahora, como en todos los aquí y ahora de la historia de los hombres. Presencia real, presencia que sobrepasa nuestros pobres labios, nuestros pobres corazones, nuestros pobres pensamientos. Presencia ofrecida a nuestras miradas como aquí, esta tarde, cerca de la gruta donde María se reveló como Inmaculada Concepción.

La Eucaristía es también Jesucristo futuro, Jesucristo que viene. Cuando contemplamos la Hostia Santa, su cuerpo glorioso transfigurado y resucitado, contemplamos lo que contemplaremos en la eternidad, descubriendo el mundo entero llevado por su Creador cada segundo de su historia. Cada vez que lo comemos, pero también cada vez que lo contemplamos, lo anunciamos, hasta que el vuelva, “donec veniat”. Por eso lo recibimos con infinito respeto.

Algunos de nosotros no pueden o no pueden todavía recibirlo en el Sacramento, pero pueden contemplarlo con fe y amor, y manifestar el deseo de poder finalmente unirse a Él. Es un deseo que tiene gran valor ante Dios: esperan con mayor ardor su vuelta; esperan a Jesucristo, que debe venir.

Cuando una amiga de Bernadette, el día después de su Primera Comunión, le preguntó: “¿Cuándo has sido más feliz: en tu Primera Comunión o en la apariciones?”, Bernadette respondió: “Son dos cosas inseparables, pero no se pueden comparar. He sido feliz en las dos” (Manuelita Estrade, 4 junio 1958). Su párroco ofreció este testimonio al Obispo de Tarbes acerca de su Primera Comunión: “Bernadette se comportó con gran recogimiento, con una atención que no dejaba nada que desear… Aparecía profundamente consciente de la acción santa que estaba llevando a cabo. Todo sucedió en ella de manera sorprendente”.

Con Pierre-Julien Eymard y con Bernadette, invocamos el testimonio de tantos y tantos santos y santas ardientemente enamorados de la Santa Eucaristía. Nicolás Cabasilas escribió y nos dice esta tarde: “Si Cristo permanece en nosotros, ¿de qué tenemos necesidad? ¿Qué nos falta? Si permanecemos en Cristo, ¿qué más podemos desear? Es nuestro huésped y nuestra morada. ¡Dichosos nosotros que estamos en su casa! ¡Qué gozo ser nosotros mismos la morada de tal huésped!” (La vie en Jésus-Christ, IV,6).

El Beato Charles de Foucauld nació en 1858, el mismo año de las apariciones de Lourdes. No lejos de su cuerpo ajado por la muerte, se encuentra, como el grano de trigo caído en tierra, el viril con el Santísimo Sacramento que el Hermano Charles adoraba cada día durante largas horas. El Padre de Foucauld nos ofrece la oración desde el hondón de su alma, plegaria dirigida a nuestro Padre, pero que con Jesús podemos con toda verdad hacer nuestra ante la Hostia Santa:

«“Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Es la última oración de nuestro Maestro, de nuestro Amado… Que sea también la nuestra, que no sea sólo la de nuestro último instante, sino la de todos nuestros instantes:

“Padre, me pongo en tus manos;
Padre confío en ti;
Padre, me entrego a ti;
Padre, haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias;
gracias por todo;
estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo;
te doy las gracias,
con tal de que tu voluntad se cumpla en mí, Dios mío,
y en todas tus criaturas, en todos tus hijos,
en todos aquellos que ama tu corazón.

No deseo nada más, Dios mío.
Te confío mi alma, te la doy, Dios mío,
con todo el amor de que soy capaz,
porque te amo,
y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre”».

Amados hermanos y hermanas, peregrinos y habitantes de estos valles, Hermanos Obispos, sacerdotes, diáconos, religiosos, religiosas, todos vosotros que estáis viendo el infinito anonadamiento del Hijo de Dios y la gloria infinita de la Resurrección, permaneced en silencio y adorad a vuestro Señor, nuestro Maestro y Señor Jesucristo. Permaneced en silencio, después hablad y decid al mundo: no podemos callar lo que sabemos. Id y proclamad al mundo entero las maravillas de Dios, presente en cada momento de nuestras vidas, en toda la tierra. Que Dios nos bendiga y nos guarde, que nos conduzca por el camino de la vida eterna, Él que es la Vida, por los siglos de los siglos. Amén.


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VIAJE APOSTÓLICO
A FRANCIA CON OCASIÓN DEL 150 ANIVERSARIO
DE LAS APARICIONES DE LOURDES
(12 - 15 DE SEPTIEMBRE DE 2008)

CEREMONIA DE DESPEDIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto de Tarbes-Lourdes Pirineos
Lunes 15 de septiembre de 2008



Señor Primer Ministro,
queridos hermanos cardenales y obispos,
autoridades civiles y políticas presentes,
señoras y Señores:

En el momento de dejar —no sin pena— la tierra francesa, les quedo muy agradecido por haber venido a saludarme, dándome así la ocasión de expresar una vez más que este viaje a su País me ha alegrado de corazón. Por su medio, Señor Primer Ministro, saludo al Señor Presidente de la República y a los miembros de su Gobierno, así como a las autoridades civiles y militares que no han escatimado esfuerzos para contribuir al buen desarrollo de estas jornadas de gracia. Deseo manifestar mi sincera gratitud a los Hermanos en el Episcopado, al Cardenal Vingt-Trois y a Monseñor Perrier, en particular, así como al personal de la Conferencia de los Obispos de Francia. ¡Qué bueno es encontrarse entre hermanos! Agradezco también cordialmente a los Señores Alcaldes y a los ayuntamientos de París y Lourdes. No olvido a las Fuerzas del Orden y a los innumerables voluntarios que han ofrecido su tiempo y competencia. Todos han trabajado con dedicación y ardor por el éxito de mis cuatro días en vuestro País. Gracias de corazón.

Mi viaje ha sido como un díptico. La primera tabla ha sido París, ciudad que conozco bien y lugar de muchas reuniones importantes. Tuve la oportunidad de celebrar la Eucaristía en el marco prestigioso de la explanada de los Inválidos. Allí encontré un pueblo vivo de fieles, orgullosos y convencidos de su fe. Vine para alentarlos a que perseveren con valentía viviendo las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia. Pude rezar también Vísperas con los sacerdotes, religiosos, religiosas, y con los seminaristas. He querido confirmarlos en su vocación de servir a Dios y al prójimo. Pasé igualmente un momento, demasiado breve pero intenso, con los jóvenes en la plaza de Notre–Dame. Su entusiasmo y afecto me reconfortaron. Y, ¿cómo olvidar el significativo encuentro con el mundo de la cultura en el Instituto de Francia y en el Collège des Bernardins? Considero que la cultura y sus intérpretes son los vectores privilegiados del diálogo entre la fe y la razón, entre Dios y el hombre.

La segunda tabla del díptico ha sido un lugar emblemático, que atrae y cautiva a todo creyente. Lourdes es como una luz en la oscuridad de nuestro ir a tientas hacia Dios. María ha abierto una puerta a un más allá que nos cuestiona y seduce. María, Porta caeli. He acudido a su escuela durante tres días. El Papa debía venir a Lourdes para celebrar el 150 aniversario de las apariciones. Ante la gruta de Massabielle, he orado por todos ustedes. He rezado por la Iglesia. He orado por Francia y el mundo. Las dos Eucaristías celebradas en Lourdes me han permitido unirme a los fieles peregrinos. Convertido en uno de ellos, he seguido las cuatro etapas del camino del Jubileo, visitando la Iglesia parroquial, la prisión, la Gruta y finalmente la capilla de la hospedería. También he rezado con y por los enfermos que vienen en busca de restablecimiento físico y esperanza espiritual. Dios no los olvida, y tampoco la Iglesia. Como cualquier fiel peregrino, he querido participar en la procesión con las antorchas y en la procesión eucarística. En ellas se elevan a Dios súplicas y alabanzas. En Lourdes también se reúnen periódicamente los obispos de Francia para orar juntos y celebrar la Eucaristía, reflexionar y dialogar sobre su misión de Pastores. He querido compartir con ellos mi convicción de que los tiempos son propicios para un retorno a Dios.

Señor Primer Ministro, Hermanos Obispos y queridos amigos, que Dios bendiga a Francia. Que en su suelo reine la armonía y el progreso humano, y que su Iglesia sea levadura en la masa para indicar con sabiduría y sin temor, de acuerdo a la misión que le compete, quién es Dios. Ha llegado el momento de dejarles. ¿Regresaré a su hermoso País? Es mi deseo, deseo que encomiendo a Dios. Desde Roma, les estaré cercano y, cuando me detenga ante la réplica de la Gruta de Lourdes, que se halla en los jardines del Vaticano desde hace poco más de un siglo, les tendré presentes. Que Dios los bendiga.


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