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VIAJE APOSTÓLICO A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD (13 - 21 DE JULIO DE 2008)

Ultimo Aggiornamento: 23/06/2013 20:40
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ENTREVISTA CONCEDIDA POR EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PERIODISTAS DURANTE EL VUELO HACIA AUSTRALIA

Sábado 12 de julio de 2008



Pregunta: Santidad, esta es su segunda Jornada mundial de la juventud; podríamos decir: la primera totalmente suya. ¿Con cuáles sentimientos se dispone a vivirla y cuál es el mensaje principal que desea transmitir a los jóvenes? Por otra parte, ¿piensa que las Jornadas mundiales de la juventud influyen profundamente en la vida de la Iglesia que las acoge? Y, por último, ¿piensa que la fórmula de estos encuentros juveniles masivos sigue siendo actual?

Respuesta: Voy a Australia con sentimientos de gran alegría. Tengo recuerdos muy bellos de la Jornada mundial de la juventud de Colonia: no fue simplemente un acontecimiento de masas; fue sobre todo una gran fiesta de fe, un encuentro humano de comunión en Cristo. Vimos cómo la fe abre las fronteras y tiene realmente la capacidad de unir las diferentes culturas, y crea alegría. Espero que suceda lo mismo ahora en Australia. Por eso, me alegra ver a muchos jóvenes, y verlos unidos en el deseo de Dios y en el deseo de un mundo realmente humano.

El mensaje esencial lo indican las palabras que constituyen el eslogan de esta Jornada mundial de la juventud: hablamos del Espíritu Santo que nos hace testigos de Cristo. Por tanto, quiero concentrar mi mensaje precisamente en esta realidad del Espíritu Santo, que se presenta en varias dimensiones: es el Espíritu que actúa en la creación. La dimensión de la creación está muy presente, pues el Espíritu es creador. Me parece un tema muy importante en el momento actual. Pero el Espíritu también es inspirador de la Escritura: en nuestro camino, a la luz de la Escritura, podemos caminar juntamente con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es Espíritu de Cristo; por tanto, nos guía en comunión con Cristo. Por último, según san Pablo, se muestra en los carismas, es decir, en gran número de dones inesperados, que cambian los diferentes tiempos y que dan nueva fuerza a la Iglesia. Así pues, estas dimensiones nos invitan a ver las huellas del Espíritu y a hacer visible al Espíritu también a los demás.

Una Jornada mundial de la juventud no es simplemente un acontecimiento de este momento: se prepara a lo largo de un largo camino con la cruz y con el icono de la Virgen. Se prepara, asimismo, desde el punto de vista de la organización; y también hay una preparación espiritual. Por tanto, estos días son sólo el momento culminante de un largo camino precedente. Todo es fruto de un camino, de ponernos juntos en camino hacia Cristo. La Jornada mundial de la juventud, además, crea una historia, es decir, se crean amistades, se crean nuevas inspiraciones: así la Jornada mundial de la juventud continúa.

Esto me parece muy importante: no sólo hay que ver estos tres o cuatro días; hay que ver todo el camino que precede y el que sigue. En este sentido, me parece que la Jornada mundial de la juventud, al menos para nuestro futuro próximo, es una fórmula válida que nos ayuda a comprender que desde diferentes puntos de vista y desde diversas partes de la tierra avanzamos hacia Cristo y hacia la comunión. Así aprendemos una nueva forma de caminar juntos. En este sentido, espero que también sea una fórmula para el futuro.

Pregunta: "The Australian Newspaper". Santo Padre, quiero hacer mi pregunta en inglés. Australia es un país muy secularizado, con poca práctica religiosa y mucha indiferencia frente a la religión. Santidad, ¿es usted optimista ante el futuro de la Iglesia en Australia? ¿o está preocupado y teme que la Iglesia en Australia siga la decadencia de la de Europa? ¿Qué mensaje lleva a Australia para ayudarle a superar su indiferencia frente a la religión?

Respuesta: Hablaré lo mejor que pueda en inglés, y pido disculpa por mis deficiencias en esta lengua. Creo que Australia, en su configuración histórica actual, forma parte del "mundo occidental", tanto económica como políticamente; por tanto, es evidente que Australia comparte los éxitos y los problemas del mundo occidental. En los últimos 50 años el mundo occidental ha experimentado grandes éxitos económicos y técnicos; sin embargo, la religión, la fe cristiana, en cierto sentido está en crisis. Es evidente: creemos que no necesitamos de Dios, que podemos hacerlo todo por nosotros mismos, que no necesitamos de Dios para ser felices, que no necesitamos de Dios para crear un mundo mejor, que Dios no es necesario, que podemos hacerlo todo por nosotros mismos.

Por otro lado, vemos que la religión está siempre presente en el mundo y lo estará siempre, porque Dios está presente en el corazón del ser humano y no puede desaparecer nunca. Vemos cómo la religión es realmente una fuerza en este mundo y en los diversos países. Yo no hablaría de una decadencia de la religión en Europa; ciertamente hay una crisis en Europa, no tanto en América, aunque también la haya, y en Australia.

Con todo, la fe siempre está presente con formas nuevas y de nuevas maneras; tal vez, en minoría, pero siempre está presente de forma visible en toda la sociedad. Y ahora, en este momento histórico, comenzamos a comprender que necesitamos de Dios. Podemos hacer muchas cosas, pero no podemos crear nuestro clima. Pensábamos que podíamos hacerlo, pero no podemos. Necesitamos el don de la Tierra, el don del agua; necesitamos al Creador. El Creador se hace presente en su creación. De este modo comprendemos que no podemos ser realmente felices, no podemos promover realmente la justicia en todo el mundo, sin un criterio en nuestras ideas, sin un Dios que sea justo, y nos dé la luz y la vida.

Por tanto, yo creo que, en cierto sentido, en este "mundo occidental" nuestra fe sufrirá una crisis, pero siempre se producirá también un renacimiento de la fe, porque la fe cristiana es simplemente verdadera, y la verdad estará siempre presente en el mundo humano, y Dios siempre será la verdad. En este sentido, en definitiva, soy optimista.

Pregunta: Santo Padre, disculpe, pero no hablo bien italiano. Por tanto, le haré mi pregunta en inglés. Las víctimas de abusos sexuales del clero, en Australia, le han solicitado que durante su visita a Australia afronte la cuestión y les pida perdón. El cardenal Pell ha dicho que sería apropiado que el Papa afronte la cuestión, y usted hizo un gesto semejante en su reciente viaje a Estados Unidos. Santidad, ¿hablará de la cuestión de los abusos sexuales y pedirá perdón?

Respuesta: Sí; el problema es fundamentalmente análogo al de Estados Unidos. Allí sentí el deber de hablar sobre ello, porque para la Iglesia es de importancia fundamental reconciliar, prevenir, ayudar y también reconocer las culpas en estos problemas. Por eso, diré esencialmente lo mismo que afirmé en Estados Unidos. Como dije, debemos aclarar tres aspectos: el primero es nuestra enseñanza moral. Debe quedar claro, y siempre ha sido claro, desde los primeros siglos, que el sacerdocio, ser sacerdote, es incompatible con este comportamiento, porque el sacerdote está al servicio de Nuestro Señor, y nuestro Señor es la santidad en persona, que siempre nos enseña. La Iglesia siempre ha insistido en esto.

Debemos reflexionar para descubrir en qué ha fallado nuestra educación, nuestra enseñanza, durante los últimos decenios: en las décadas de 1950, 1960 y 1970 se afirmaba el proporcionalismo en ética, según el cual no hay nada malo en sí mismo, sino en proporción a otras cosas. Según el proporcionalismo, se pensaba que algunas cosas, incluida la pederastia, podían ser buenas en cierta proporción. Ahora debe quedar claro que esta nunca ha sido la doctrina católica. Hay cosas que siempre son malas, y la pederastia siempre es mala. En nuestra educación, en los seminarios, en la formación permanente de los sacerdotes, debemos ayudarles a estar realmente cerca de Cristo, a aprender de Cristo, para ayudar así a nuestros hermanos los hombres, a los cristianos, y no ser sus enemigos.

Por tanto, haremos todo lo posible para dejar claro cuál es la enseñanza de la Iglesia y para ayudar en la educación, en la preparación de los sacerdotes, en la formación permanente; haremos todo lo posible para curar y reconciliar a las víctimas. Creo que este es el contenido fundamental de la expresión "pedir perdón". Creo que es mejor y más importante dar el contenido de la fórmula y creo que el contenido debe explicar en qué ha fallado nuestro comportamiento, qué debemos hacer en este momento, cómo podemos prevenir y cómo podemos todos sanar y reconciliar.

Pregunta: Uno de los asuntos tratados en la cumbre del G8, celebrada en Japón, fue la lucha contra los cambios climáticos. Australia es un país muy sensible a este tema a causa de la fuerte sequía y las dramáticas catástrofes climáticas en esta región del mundo. ¿Piensa que las decisiones tomadas en este campo responden a los desafíos planteados? ¿Hablará usted de este tema durante el viaje?

Respuesta: Como ya he mencionado en mi primera respuesta, ciertamente este problema estará muy presente en esta Jornada mundial de la juventud, pues hablamos del Espíritu Santo y, por tanto, hablamos de la creación y de nuestras responsabilidades con respecto a la creación. No quiero entrar en las cuestiones técnicas, que corresponde resolver a los políticos y a los especialistas, sino más bien dar impulsos esenciales para ver las responsabilidades, para ser capaces de responder a este gran desafío: redescubrir en la creación el rostro del Creador, redescubrir nuestra responsabilidad ante el Creador por su creación, que nos ha confiado, formar la capacidad ética para un estilo de vida que es preciso asumir si queremos afrontar los problemas de esta situación y si queremos realmente llegar a soluciones positivas. Por tanto, despertar las conciencias y ver el gran contexto de este problema, en el que después se enmarcan las respuestas detalladas que no debemos dar nosotros, sino la política y los especialistas.

Pregunta: Santo Padre, mientras usted está en Australia, los obispos de la Comunión Anglicana, muy difundida en Australia, se encuentran en la Conferencia de Lambeth. Se están estudiando los modos posibles de restablecer la comunión entre las provincias y hallar una manera de asegurar que una o varias provincias no tomen iniciativas que otros ven como contrarias al Evangelio o a la tradición. Hay peligro de fragmentación en la Comunión Anglicana y la posibilidad de que algunos pidan ser acogidos en la Iglesia católica. ¿Cuál es su deseo para la Conferencia de Lambeth y para el arzobispo de Canterbury?

Respuesta: Mi contribución fundamental sólo puede ser la oración; y con mi oración estaré muy cerca de los obispos anglicanos que se reúnen en la Conferencia de Lambeth. Nosotros no podemos ni debemos intervenir directamente en sus debates; respetamos su responsabilidad y deseamos que se eviten cismas y nuevas fracturas, y que se encuentre una solución con responsabilidad ante nuestro tiempo, pero también con fidelidad al Evangelio. Estos dos elementos tienen que ir juntos. El cristianismo siempre es contemporáneo y vive en este mundo, en un tiempo determinado, pero hace presente en este tiempo el mensaje de Jesucristo y, por tanto, sólo da una verdadera contribución para esta época siendo fiel, de modo maduro, de modo creativo pero fiel, al mensaje de Cristo. Esperamos —y yo personalmente rezo por ello— que encuentren juntos el camino del Evangelio en nuestro tiempo. Este es mi deseo para el arzobispo de Canterbury: que la Comunión Anglicana, en la comunión del Evangelio de Cristo y en la palabra del Señor, encuentre las respuestas a los desafíos actuales.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

CEREMONIA DE BIENVENIDA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Palacio del Gobierno, Sydney
Jueves 17 de julio de 2008



Ilustrísimos señores y señoras,
queridos amigos australianos:

Os saludo hoy con gran alegría. Deseo agradecer al Gobernador General, el General Mayor Michael Jeffery, y al Primer Ministro Rudd el honor que me hacen con su presencia en esta ceremonia, así como la bienvenida que me han deparado de forma tan cortés. Como sabéis, he podido disponer de algún día de descanso desde mi llegada a Australia el domingo pasado. Estoy muy agradecido por la hospitalidad que me han brindado. Ahora me dispongo a tomar parte esta tarde en la ceremonia de “bienvenida al País” de la población indígena y celebrar después los grandes eventos que son objeto de mi Visita Apostólica a esta Nación: la XXIII Jornada Mundial de la Juventud.

Alguien podría preguntarse qué es lo que mueve a miles de jóvenes a emprender un viaje, para muchos de ellos largo y cansado, para participar en un acto de este tipo. Desde la primera Jornada Mundial de la Juventud, en 1986, ha resultado evidente que muchos jóvenes valoran la oportunidad de congregarse para profundizar en la propia fe en Cristo y compartir con otros una experiencia gozosa de comunión en su Iglesia. Desean escuchar la palabra de Dios y aprender más sobre su fe cristiana. Tienen deseos de participar en un evento que pone de relieve los grandes ideales que los inspiran, y regresan a sus casas repletos de esperanza, renovados en su decisión de construir un mundo mejor. Es para mí una alegría estar con ellos, rezar con ellos y celebrar la Eucaristía junto con ellos. La Jornada Mundial de la Juventud me llena de confianza ante el futuro de la Iglesia y el futuro de nuestro mundo.

Es particularmente oportuno celebrar aquí la Jornada Mundial de la Juventud, dado que la Iglesia en Australia, además de ser la más joven entre las Iglesias de los diversos continentes, es también una de las más cosmopolita. Desde la llegada aquí de los primeros europeos a finales del siglo XVIII, este País se ha convertido en la morada no sólo de generaciones de emigrantes europeos, sino también de personas de cualquier rincón del mundo. La inmensa diversidad de la población australiana de hoy da un vigor especial a la que podría considerarse aún, comparándola con la mayor parte del resto del mundo, una nación joven. Sin embargo, miles de años antes de la llegada de los colonos occidentales, los únicos habitantes de este territorio eran personas originales del País, aborígenes e isleños del Estrecho de Torres. Su antigua herencia forma parte esencial del panorama cultural de la Australia moderna. Gracias a la audaz decisión del Gobierno australiano de reconocer las injusticias cometidas en el pasado contra los pueblos indígenas, se están dando ahora pasos concretos con el fin de alcanzar una reconciliación basada en el respeto recíproco. Justamente estáis tratando de colmar la diferencia entre los australianos indígenas y los no indígenas en lo que se refiere a la expectativa de vida, los planes educativos y las oportunidades económicas. Este ejemplo de reconciliación da esperanza en todo el mundo a los pueblos que anhelan ver consolidados sus derechos, así como reconocida y promovida su aportación a la sociedad.

Entre los colonos que venían de Europa había siempre una proporción significativa de católicos, y debemos estar justamente orgullosos por su contribución en la construcción de la Nación, en particular en los campos de la educación y la sanidad. Una de las figuras eminentes de la historia de este País es la Beata Mary Mackillop, ante cuya tumba rezaré después hoy mismo. Sé que su perseverancia frente a la adversidad, sus intervenciones para defender a cuantos eran tratados injustamente y su ejemplo concreto de santidad han llegado a ser fuente de inspiración para todos los australianos. Generaciones de australianos tienen motivos para agradecer a ella, a las Religiosas de san José del Sagrado Corazón y a otras congregaciones religiosas la red de escuelas que han fundado aquí, así como también el testimonio de la vida consagrada. En el actual contexto más secularizado, la comunidad católica sigue ofreciendo una contribución importante a la vida nacional, no sólo a través de la educación y la sanidad, sino de modo especial indicando la dimensión espiritual de las cuestiones más relevantes del debate contemporáneo.

Con tantos miles de jóvenes que visitan Australia en estos días, es obligado reflexionar sobre qué tipo de mundo estamos transmitiendo a las futuras generaciones. Según la letra de vuestro himno nacional, esta tierra “abunda en dones naturales, de una belleza rica y rara”. Las maravillas de la creación de Dios nos recuerdan la necesidad de proteger el ambiente y llevar a cabo una administración responsable de los bienes de la tierra. A este respecto, noto que Australia se está comprometiendo seriamente para afrontar la propia responsabilidad de cuidar el ambiente natural. De la misma forma, con respecto al ambiente humano, este País ha sostenido generosamente operaciones internacionales para el mantenimiento de la paz, contribuyendo a la resolución de los conflictos en el Pacífico, en Asia del Sureste y en otros lugares. A causa de las muchas tradiciones religiosas representadas en Australia, éste es un territorio particularmente fértil para el diálogo ecuménico e interreligioso. Durante mi estancia, espero con ilusión encontrar a los representantes locales de las diferentes comunidades cristianas y de otras religiones, para animar este compromiso importante, signo de la acción reconciliadora del Espíritu, que nos empuja a buscar la unidad en la verdad y en la caridad.

Sin embargo, estoy aquí ante todo para reunirme con los jóvenes, tanto de Australia como de cualquier otra parte del mundo, y para rezar por una renovada efusión del Espíritu Santo sobre todos los que tomarán parte en nuestras celebraciones. El tema elegido para la Jornada Mundial de la Juventud de 2008 está tomado de las palabras dirigidas por Jesús mismo a sus discípulos, tal como aparecen en los Hechos de los Apóstoles: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo para ser mis testigos… hasta los confines del mundo” (1,8). Pido para que el Espíritu Santo otorgue una renovación espiritual a este País, al pueblo australiano, a la Iglesia en Oceanía y realmente hasta los extremos de la tierra. Los jóvenes hoy se encuentran ante una variedad descocertante de opciones de vida, de modo que a ellos a veces les resulta arduo saber cómo encauzar mejor sus ideales y su energía. Es el Espíritu quien da la sabiduría para discernir el sendero justo y el valor para recorrerlo. Él corona nuestros pobres esfuerzos con sus dones divinos, como el viento, que, inflando las velas, hace avanzar la nave mucho más de lo que los pescadores logran con la fatiga de su remar. Así el Espíritu hace posible que los hombres y mujeres de cada lugar y de cada generación lleguen a ser santos. Que por obra del Espíritu los jóvenes reunidos para la Jornada Mundial de la Juventud tengan la audacia de llegar a ser santos. Esto es de lo que tiene necesidad el mundo, más que de cualquier otra cosa.

Queridos amigos australianos, una vez más agradezco la calurosa bienvenida y me dispongo con alegría a transcurrir estos días con vosotros y con los jóvenes de todo el mundo. Dios bendiga a los que estáis aquí presentes, a todos los peregrinos y a los habitantes de este País. Y bendiga siempre y proteja a la Commonwealth de Australia.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

CEREMONIA DE ACOGIDA DE LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Muelle Barangaroo, Sydney
Jueves 17 de julio de 2008



Queridos jóvenes

Es una alegría poderos saludar aquí, en Barangaroo, a orillas de la magnífica bahía de Sydney, con el famoso puente y la Opera House. Muchos sois de este País, del interior o de las dinámicas comunidades multiculturales de las ciudades australianas. Otros venís de las islas esparcidas por Oceanía, y otros de Asia, del Oriente Medio, de África y de América. En realidad, bastantes de vosotros viene de tan lejos como yo, de Europa. Cualquiera que sea el País del que venimos, por fin estamos aquí, en Sydney. Y estamos juntos en este mundo nuestro como familia de Dios, como discípulos de Cristo, alentados por su Espíritu para ser testigos de su amor y su verdad ante los demás.

Deseo agradecer a los Ancianos de los Aborígenes que me han dado la bienvenida antes de subir al barco en la Rose Bay. Estoy muy emocionado al encontrarme en vuestra tierra, conociendo los sufrimientos y las injusticias que ha padecido, pero consciente también de la reparación y de la esperanza que se están produciendo ahora, de lo cual pueden estar orgullosos todos los ciudadanos australianos. A los jóvenes indígenas –aborígenes y habitantes de las Islas del Estrecho de Torres– y Tokelauani les doy las gracias por la conmovedora bienvenida. A través de vosotros envío un cordial saludo a vuestros pueblos.

Señor Cardenal Pell, Señor Arzobispo Mons. Wilson: os doy las gracias por vuestras calurosas expresiones de bienvenida. Sé que vuestros sentimientos resuenan también en el corazón de los jóvenes reunidos aquí esta tarde y, por tanto, doy las gracias a todos. Veo ante mí una imagen vibrante de la Iglesia universal. La variedad de Naciones y culturas de las que provenís demuestra que verdaderamente la Buena Nueva de Cristo es para todos y cada uno; ella ha llegado a los confines de la tierra. Sin embargo, también sé que muchos de vosotros estáis aún en busca de una patria espiritual. Algunos, siempre bienvenidos entre nosotros, no sois católicos o cristianos. Otros, tal vez, os movéis en los aledaños de la vida de la parroquia y de la Iglesia. A vosotros deseo ofrecer mi llamamiento: acercaos al abrazo amoroso de Cristo; reconoced a la Iglesia como vuestra casa. Nadie está obligado a quedarse fuera, puesto que desde el día de Pentecostés la Iglesia es una y universal.

Esta tarde deseo incluir también a los que no están aquí presentes. Pienso especialmente en los enfermos o los minusválidos psíquicos, a los jóvenes en prisión, a los que están marginados por nuestra sociedad y a los que por cualquier razón se sienten ajenos a la Iglesia. A ellos les digo: Jesús está cerca de ti. Siente su abrazo que cura, su compasión, su misericordia.

Hace casi dos mil años, los Apóstoles, reunidos en la sala superior de la casa, junto con María (cf. Hch 1,14) y algunas fieles mujeres, fueron llenos del Espíritu Santo (cf. Hch 2,4). En aquel momento extraordinario, que señaló el nacimiento de la Iglesia, la confusión y el miedo que habían agarrotado a los discípulos de Cristo, se transformaron en una vigorosa convicción y en la toma de conciencia de un objetivo. Se sintieron impulsados a hablar de su encuentro con Jesús resucitado, que ahora llamaban afectuosamente el Señor. Los Apóstoles eran en muchos aspectos personas ordinarias. Nadie podía decir de sí mismo que era el discípulo perfecto. No habían sido capaces de reconocer a Cristo (cf. Lc 24,13-32), tuvieron que avergonzarse de su propia ambición (cf. Lc 22,24-27) e incluso renegaron de él (cf. Lc 22,54-62). Sin embargo, cuando estuvieron llenos de Espíritu Santo, fueron traspasados por la verdad del Evangelio de Cristo e impulsados a proclamarlo sin temor. Reconfortados, gritaron: arrepentíos, bautizaos, recibid el Espíritu Santo (cf. Hch 2,37-38). Fundada sobre la enseñanza de los Apóstoles, en la adhesión a ellos, en la fracción del pan y la oración (cf. Hch 2,42), la joven comunidad cristiana dio un paso adelante para oponerse a la perversidad de la cultura que la circundaba (cf. Hch 2,40), para cuidar de sus propios miembros (cf. Hch 2,44-47), defender su fe en Jesús ante en medio hostil (cf. Hch 4,33) y curar a los enfermos (cf. Hch 5,12-16). Y, obedeciendo al mandato de Cristo mismo, partieron dando testimonio del acontecimiento más grande de todos los tiempos: que Dios se ha hecho uno de nosotros, que el divino ha entrado en la historia humana para poder transformarla, y que estamos llamados a empaparnos del amor salvador de Cristo que triunfa sobre el mal y la muerte. En su famoso discurso en el areópago, San Pablo presentó su mensaje de esta manera: «Dios da a cada uno todas las cosas, incluida la vida y el respiro, de manera que todos lo pueblos pudieran buscar a Dios, y siguiendo los propios caminos hacia Él, lograran encontrarlo. En efecto, no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (cf. Hch 17, 25-28).

Desde entonces, hombres y mujeres se han puesto en camino para proclamar el mismo hecho, testimoniando el amor y la verdad de Cristo, y contribuyendo a la misión de la Iglesia. Hoy recordamos a aquellos pioneros –sacerdotes, religiosas y religiosos– que llegaron a estas costas y a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes –algunos incluso con apenas veinte años– y, cuando saludaron para siempre a sus padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas. Se convirtieron en humildes pero tenaces constructores de gran parte de la herencia social y espiritual que todavía hoy es portadora de bondad, compasión y orientación a estas Naciones. Y fueron capaces de inspirar a otra generación. Esto nos trae al recuerdo inmediatamente la fe que sostuvo a la beata Mary MacKillop en su neta determinación de educar especialmente los pobres, y al beato Peter To Rot en su firme convicción de que la guía de una comunidad ha de referirse siempre al Evangelio. Pensad también en vuestros abuelos y vuestros padres, vuestros primeros maestros en la fe. También ellos han hecho innumerables sacrificios, de tiempo y energía, movidos por el amor que os tienen. Ellos, con apoyo de los sacerdotes y los enseñantes de vuestra parroquia, tienen la tarea, no siempre fácil pero sumamente gratificante, de guiaros hacia todo lo que es bueno y verdadero, mediante su ejemplo personal y su modo de enseñar y vivir la fe cristiana.

Hoy me toca a mí. Para algunos puede parecer que, viniendo aquí, hemos llegado al fin del mundo. Ciertamente, para los de vuestra edad cualquier viaje en avión es una perspectiva excitante. Pero para mí, este vuelo ha sido en cierta medida motivo de aprensión. Sin embargo, la vista de nuestro planeta desde lo alto ha sido verdaderamente magnífica. El relampagueo del Mediterráneo, la magnificencia del desierto norteafricano, la exuberante selva de Asia, la inmensidad del océano Pacífico, el horizonte sobre el que surge y se pone el sol, el majestuoso esplendor de la belleza natural de Australia, todo eso que he podido disfrutar durante un par de días, suscita un profundo sentido de temor reverencial. Es como si uno hojeara rápidamente imágenes de la historia de la creación narrada en el Génesis: la luz y las tinieblas, el sol y la luna, las aguas, la tierra y las criaturas vivientes. Todo eso es «bueno» a los ojos de Dios (cf. Gn 1, 1-2. 2,4). Inmersos en tanta belleza, ¿cómo no hacerse eco de las palabras del Salmista que alaba al Creador: «!Qué admirable es tu nombre en toda la tierra!» (Sal 8,2)?

Pero hay más, algo difícil de ver desde lo alto de los cielos: hombres y mujeres creados nada menos que a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26). En el centro de la maravilla de la creación estamos nosotros, vosotros y yo, la familia humana «coronada de gloria y majestad» (cf. Sal 8,6). ¡Qué asombroso! Con el Salmista, susurramos: «Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (cf. Sal 8,5). Nosotros, sumidos en el silencio, en un espíritu de gratitud, en el poder de la santidad, reflexionamos.

Y ¿qué descubrimos? Quizás con reluctancia llegamos a admitir que también hay heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar un consumismo insaciable. Algunos de vosotros provienen de islas-estado, cuya existencia misma está amenazada por el aumento del nivel de las aguas; otros de naciones que sufren los efectos de sequías desoladoras. La maravillosa creación de Dios es percibida a veces como algo casi hostil por parte de sus custodios, incluso como algo peligroso. ¿Cómo es posible que lo que es «bueno» pueda aparecer amenazador?

Pero hay más aún. ¿Qué decir del hombre, de la cumbre de la creación de Dios? Vemos cada día los logros del ingenio humano. La cualidad y la satisfacción de la vida de la gente crece constantemente de muchas maneras, tanto a causa del progreso de las ciencias médicas y de la aplicación hábil de la tecnología como de la creatividad plasmada en el arte. También entre vosotros hay una disponibilidad atenta para acoger las numerosas oportunidades que se os ofrecen. Algunos de vosotros destacan en los estudios, en el deporte, en la música, la danza o el teatro; otros tienen un agudo sentido de la justicia social y de la ética, y muchos asumen compromisos de servicio y voluntariado. Todos nosotros, jóvenes y ancianos, tenemos momentos en los que la bondad innata de la persona humana –perceptible tal vez en el gesto de un niño pequeño o en la disponibilidad de un adulto para perdonar– nos llena de profunda alegría y gratitud.

Sin embargo, estos momentos no duran mucho. Por eso, hemos de reflexionar algo más. Y así descubrimos que no sólo el entorno natural, sino también el social –el hábitat que nos creamos nosotros mismos– tiene sus cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio. También en nuestra vida personal y en nuestras comunidades podemos encontrar hostilidades a veces peligrosas; un veneno que amenaza corroer lo que es bueno, modificar lo que somos y desviar el objetivo para el que hemos sido creados. Los ejemplos abundan, como bien sabéis. Entre los más evidentes están el abuso de alcohol y de drogas, la exaltación de la violencia y la degradación sexual, presentados a menudo en la televisión e internet como una diversión. Me pregunto cómo uno que estuviera cara a cara con personas que están sufriendo realmente violencia y explotación sexual podría explicar que estas tragedias, representadas de manera virtual, han de considerarse simplemente como «diversión».

Hay también algo siniestro que brota del hecho de que la libertad y la tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está fomentado por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad absoluta que guíe nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor a todo, indiscriminadamente, ha hecho que la «experiencia» sea lo más importante de todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier consideración sobre lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una auténtica libertad, sino a una confusión moral o intelectual, a un debilitamiento de los principios, a la pérdida de la autoestima, e incluso a la desesperación.

Queridos amigos, la vida no está gobernada por el azar, no es casual. Vuestra existencia personal ha sido querida por Dios, bendecida por él y con un objetivo que se le ha dado (cf. Gn 1,28). La vida no es una simple sucesión de hechos y experiencias, por útiles que pudieran ser. Es una búsqueda de lo verdadero, bueno y hermoso. Precisamente para lograr esto hacemos nuestras opciones, ejercemos nuestra libertad y en esto, es decir, en la verdad, el bien y la belleza, encontramos felicidad y alegría. No os dejéis engañar por los que ven en vosotros simplemente consumidores en un mercado de posibilidades indiferenciadas, donde la elección en sí misma se convierte en bien, la novedad se hace pasar como belleza y la experiencia subjetiva suplanta a la verdad.

Cristo ofrece más. Es más, ofrece todo. Sólo él, que es la Verdad, puede ser la Vía y, por tanto, también la Vida. Así, la «vía» que los Apóstoles llevaron hasta los confines de la tierra es la vida en Cristo. Es la vida de la Iglesia. Y el ingreso en esta vida, en el camino cristiano, es el Bautismo.

Por tanto, esta tarde deseo recordar brevemente algo de nuestra comprensión del Bautismo, antes de que mañana consideremos el Espíritu Santo. El día del Bautismo, Dios os ha introducido en su santidad (cf. 2 P 1,4). Habéis sido adoptados como hijos e hijas del Padre y habéis sido incorporados a Cristo. Os habéis convertido en morada de su Espíritu (cf. 1 Co 6,19). Por eso, al final del rito del Bautismo el sacerdote se dirigió a vuestros padres y a los participantes y, llamándoos por vuestro nombre, dijo: «Ya eres nueva criatura» (Ritual del Bautismo, 99).

Queridos amigos, en casa, en la escuela, en la universidad, en los lugares de trabajo y diversión, recordad que sois criaturas nuevas. Cómo cristianos, estáis en este mundo sabiendo que Dios tiene un rostro humano, Jesucristo, el «camino» que colma todo anhelo humano y la «vida» de la que estamos llamados a dar testimonio, caminando siempre iluminados por su luz (cf. ibíd., 100).

La tarea del testigo no es fácil. Hoy muchos sostienen que a Dios se le debe “dejar en el banquillo”, y que la religión y la fe, aunque convenientes para los individuos, han de ser excluidas de la vida pública, o consideradas sólo para obtener limitados objetivos pragmáticos. Esta visión secularizada intenta explicar la vida humana y plasmar la sociedad con pocas o ninguna referencia al Creador. Se presenta como una fuerza neutral, imparcial y respetuosa de cada uno. En realidad, como toda ideología, el laicismo impone una visión global. Si Dios es irrelevante en la vida pública, la sociedad podrá plasmarse según una perspectiva carente de Dios. Sin embargo, la experiencia enseña que el alejamiento del designio de Dios creador provoca un desorden que tiene repercusiones inevitables sobre el resto de la creación (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1990, 5). Cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer el orden natural, la finalidad y el «bien», empieza a disiparse. Lo que se ha promovido ostentosamente como ingeniosidad humana se ha manifestado bien pronto como locura, avidez y explotación egoísta. Y así nos damos cuenta cada vez más de lo necesaria que es la humildad ante la delicada complejidad del mundo de Dios.

Y ¿que decir de nuestro entorno social? ¿Estamos suficientemente alerta ante los signos de que estamos dando la espalda a la estructura moral con la que Dios ha dotado a la humanidad (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 2007, 8)? ¿Sabemos reconocer que la dignidad innata de toda persona se apoya en su identidad más profunda –como imagen del Creador– y que, por tanto, los derechos humanos son universales, basados en la ley natural, y no algo que depende de negociaciones o concesiones, fruto de un simple compromiso? Esto nos lleva reflexionar sobre el lugar que ocupan en nuestra sociedad los pobres, los ancianos, los emigrantes, los que no tienen voz. ¿Cómo es posible que la violencia doméstica atormente a tantas madres y niños? ¿Cómo es posible que el seno materno, el ámbito humano más admirable y sagrado, se haya convertido en lugar de indecible violencia?

Queridos amigos, la creación de Dios es única y es buena. La preocupación por la no violencia, el desarrollo sostenible, la justicia y la paz, el cuidado de nuestro entorno, son de vital importancia para la humanidad. Pero todo esto no se puede comprender prescindiendo de una profunda reflexión sobre la dignidad innata de toda vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, una dignidad otorgada por Dios mismo y, por tanto, inviolable. Nuestro mundo está cansado de la codicia, de la explotación y de la división, del tedio de falsos ídolos y respuestas parciales, y de la pesadumbre de falsas promesas. Nuestro corazón y nuestra mente anhelan una visión de la vida donde reine el amor, donde se compartan los dones, donde se construya la unidad, donde la libertad tenga su propio significado en la verdad, y donde la identidad se encuentre en una comunión respetuosa. Esta es obra del Espíritu Santo. Ésta es la esperanza que ofrece el Evangelio de Jesucristo. Habéis sido recreados en el Bautismo y fortalecidos con los dones del Espíritu en la Confirmación precisamente para dar testimonio de esta realidad. Que sea éste el mensaje que vosotros llevéis al mundo desde Sydney.



(Al final del discurso, el Santo Padre saludó a los jóvenes en italiano, francés, alemán, español y portugués)

Me dirijo ahora con afecto a los jóvenes de lengua italiana. Queridos amigos, también esta vez habéis respondido en gran número a mi invitación, a pesar de las dificultades debidas a la distancia. Os doy las gracias y saludo también a vuestros coetáneos que desde Italia están unidos espiritualmente a nosotros. Os invito a vivir con gran compromiso interior estas jornadas: abrid el corazón al don del Espíritu Santo, para que seáis fortalecidos en la fe y en la capacidad de dar testimonio del Señor resucitado. ¡Hasta la vista!

Queridos jóvenes de lengua francesa, animados por el deseo de profundizar vuestra fe, habéis venido desde los confines de la tierra para vivir en Sydney la experiencia única y comunitaria de un encuentro privilegiado con el Señor. El Espíritu Santo es quien os reúne aquí. Que él os haga experimentar su presencia en vuestro corazón y os impulse a dar con valentía testimonio de Jesucristo muerto y resucitado por vosotros.

Queridos amigos de lengua alemana, os saludo a todos. Sed por doquier testigos gozosos del Evangelio de Jesús, que hace felices. Hablad con valentía de vuestra fe, aunque a veces encontréis dificultades, pues se rechaza la cruz. El Señor, que por nosotros llevó una cruz más pesada, estará cerca de vosotros. Que Dios os conceda una fructuosa y bendita estancia en Australia.

Queridos jóvenes de lengua española, la misión de ser testigos del Señor en todos los lugares de la tierra es una apasionante tarea, que exige acoger su palabra e identificarse con él, compartiendo con los demás la alegría de haber encontrado al verdadero amigo que nunca defrauda. Que este reto agrande vuestra generosidad. Un saludo muy cordial a todos.

Queridos amigos venidos de diversos países de lengua portuguesa, ¡bienvenidos a Sydney! Saludo con afecto a todos, tanto a los que han venido de cerca como a los que han llegado de lejos. Allá, en vuestra patria, Jesús os dirigió estas palabras: "Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). El viaje, más o menos largo que habéis emprendido para llegar hasta aquí, hasta Australia, cuyo nombre cristiano completo es "la Tierra del sur del Espíritu Santo", ¿no ha dejado en vosotros la sensación de haber llegado hasta los confines de la tierra? Pues bien, con gran alegría el Papa os acoge para confirmaros como testigos de Jesús, fortalecidos por él con el don de su propio Espíritu.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

ENCUENTRO ECUMÉNICO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Cripta de la catedral de Santa María de Sydney
Viernes 18 de julio de 2008



Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Doy gracias a Dios fervientemente por la oportunidad de encontraros y de orar junto con vosotros, que habéis llegado aquí en representación de varias comunidades cristianas en Australia. Agradecido por las cordiales palabras de bienvenida del Obispo Forsyth y del Cardenal Pell, con sentimientos de alegría os saludo en el nombre del Señor Jesús «la piedra angular» de la «casa de Dios» (cf. Ef 2,19-20). Deseo enviar un saludo particular al Cardenal Edward Cassidy, Presidente emérito del Consejo Pontificio para la Promoción de la unidad de los Cristianos, que no ha podido estar hoy con nosotros a causa de su delicada salud. Recuerdo con gratitud su decidido compromiso de promover la comprensión recíproca entre todos los cristianos y quisiera invitaros a todos a uniros conmigo en la oración por su pronto restablecimiento.

Australia es un País marcado por gran diversidad étnica y religiosa. Los inmigrantes llegan a las costas de esta majestuosa tierra con la esperanza de encontrar en ella felicidad y buenas oportunidades de trabajo. La vuestra es también una Nación que reconoce la importancia de la libertad religiosa. Éste es un derecho fundamental que, si se respeta, permite a los ciudadanos de actuar en base a valores arraigados en sus convicciones más profundas, contribuyendo así al bienestar de toda la sociedad. De este modo, los cristianos contribuyen, junto con los miembros de las otras religiones, a la promoción de la dignidad humana y la amistad entre las naciones.

A los australianos les gusta la discusión franca y cordial. Eso ha proporcionado un buen servicio al movimiento ecuménico. Un ejemplo puede ser el Acuerdo firmado en 2004 por los miembros del Consejo Nacional de las Iglesias en Australia. Este documento reconoce un compromiso común, indica objetivos, declara puntos de convergencia, sin pasar apresuradamente por encima de las diferencias. Un planteamiento como éste no sólo demuestra que es posible encontrar resoluciones concretas para una colaboración fructuosa en el presente, sino también que necesitamos proseguir pacientes discusiones sobre los puntos teológicos de divergencia. Es de desear que las deliberaciones, que haréis en el Consejo de las Iglesias y en otros foros locales, se vean alentadas por los resultados que ya habéis alcanzado.

Este año celebramos el segundo milenario del nacimiento de San Pablo, trabajador incansable en favor de la unidad en la Iglesia primitiva. En el pasaje de la Escritura que acabamos de escuchar, Pablo nos recuerda la inmensa gracia que hemos recibido al convertirnos en miembros del cuerpo de Cristo mediante el Bautismo. Este Sacramento, que es la puerta de entrada en la Iglesia y el «vínculo de unidad» para cuantos han renacido gracias a él (cf. Unitatis redintegratio, 22), es consiguientemente el punto de partida de todo el movimiento ecuménico. Pero no es el destino final. El camino del ecumenismo tiende, en definitiva, a una celebración común de la Eucaristía (cf. Ut unum sint, 23-24;45), que Cristo ha confiado a sus Apóstoles como el Sacramento por excelencia de la unidad de la Iglesia. Aunque hay todavía obstáculos que superar, podemos estar seguros de que un día una Eucaristía común subrayará nuestra decisión de amarnos y servirnos unos a otros a imitación de nuestro Señor. En efecto, el mandamiento de Jesús de «hacer esto en conmemoración mía» (Lc 22,19), está intrínsecamente ordenado a su indicación de «lavaros los pies unos a otros» (Jn 13,14). Por esta razón un sincero diálogo sobre el lugar que tiene la Eucaristía –estimulado por un renovado y atento estudio de la Escritura, de los escritos patrísticos y de los documentos de los dos milenios de la historia cristiana (cf. Ut unum sint, 69-70)– favorecerá indudablemente llevar adelante el movimiento ecuménico y unificar nuestro testimonio ante del mundo.

Queridos amigos en Cristo, creo que estaréis de acuerdo en considerar que el movimiento ecuménico ha llegado a un punto crítico. Para avanzar hemos de pedir continuamente a Dios que renueve nuestras mentes con la gracia del Espíritu Santo (cf. Rm 12,2), que nos habla por medio de las Escrituras y nos conduce a la verdad completa (cf. 2 P 1,20-21; Jn 16,13). Hemos de estar en guardia contra toda tentación de considerar la doctrina como fuente de división y, por tanto, como impedimento de lo que parece ser la tarea más urgente e inmediata para mejorar el mundo en el que vivimos. En realidad, la historia de la Iglesia demuestra que la praxis no sólo es inseparable de la didaché, de la enseñanza, sino que deriva de ella. Cuanto más asiduamente nos dedicamos a lograr una comprensión común de los misterios divinos, tanto más elocuentemente nuestras obras de caridad hablarán de la inmensa bondad de Dios y de su amor por todos. San Agustín expresó la interconexión entre el don del conocimiento y la virtud de la caridad cuando escribió que la mente retorna a Dios a través del amor (cf. De moribus Ecclesiae catholicae, XII,21), y que dondequiera que se ve la caridad, se ve la Trinidad (cf. De Trinitate, 8,8,12).

Por esta razón, el diálogo ecuménico no solamente avanza mediante un cambio de ideas, sino compartiendo dones que nos enriquecen mutuamente (cf. Ut unum sint, 28;57). Una «idea» está orientada al logro de la verdad; un «don» expresa el amor. Ambos son esenciales para el diálogo. Abrirnos nosotros mismos a aceptar dones espirituales de otros cristianos estimula nuestra capacidad de percibir la luz de la verdad que viene del Espíritu Santo. San Pablo enseña que en la koinonia de la Iglesia es donde nosotros tenemos acceso a la verdad del Evangelio y los medios para defenderla, porque la Iglesia está edificada «sobre el fundamento de los Apóstoles y los Profetas», teniendo a Jesús mismo como piedra angular (Ef 2,20).

En esta perspectiva podemos tomar en consideración quizás las imágenes bíblicas complementarias de «cuerpo» y de «templo», usadas para describir la Iglesia. Al emplear la imagen del cuerpo (cf. 1 Co 12,12-31), Pablo llama la atención sobre la unidad orgánica y sobre la diversidad que permite a la Iglesia respirar y crecer. Pero igualmente significativa es la imagen de un templo sólido y bien estructurado, compuesto de piedras vivas, que se apoyan sobre un fundamento seguro. Jesús mismo aplica a sí, en perfecta unidad, estas imágenes de «cuerpo» y de «templo» (cf. Jn 2,21-22; Lc 23,45; Ap 21,22).

Cada elemento de la estructura de la Iglesia es importante; pero todos vacilarían y se derrumbarían sin la piedra angular que es Cristo. Como «conciudadanos» de esta «casa de Dios», los cristianos tienen que actuar juntos a fin de que el edificio permanezca firme, de modo que otras personas se sientan atraídas a entrar y a descubrir los abundantes tesoros de gracia que hay en su interior. Al promover los valores cristianos, no debemos olvidar de proclamar su fuente, dando testimonio común de Jesucristo, el Señor. Él es quien ha confiado la misión a los «apóstoles», es Él del que han hablado los «profetas», y es Él al que nosotros ofrecemos al mundo.

Queridos amigos, vuestra presencia hoy aquí me llena de la ardiente esperanza de que, continuando juntos en el arduo camino hacia la plena unidad, tendremos la fuerza de ofrecer un testimonio común de Cristo. Pablo habla de la importancia de los profetas en la Iglesia de los inicios; también nosotros hemos recibido una llamada profética mediante el Bautismo. Confío que el Espíritu abra nuestros ojos para ver los dones espirituales de los otros, abra nuestros corazones para recibir su fuerza y abra de par en par nuestras mentes para acoger la luz de la verdad de Cristo. Expreso mi viva gratitud a cada uno de vosotros por el compromiso de tiempo, enseñanza y talento que habéis prodigado al servicio de «un sólo cuerpo y un sólo espíritu» (Ef 4,4; cf. 1 Co 12,13) que el Señor ha querido para su pueblo y por el que ha dado su propia vida. Gloria y poder para Él por los siglos de los siglos. Amén.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

ENCUENTRO CON LOS REPRESENTANTES DE OTRAS RELIGIONES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala capitular de la Catedral de Santa María de Sydney
Viernes 18 de julio de 2008



Queridos amigos:

Dirijo un cordial saludo de paz y amistad a todos los que estáis aquí en representación de las diversas tradiciones religiosas presentes en Australia. Me alegra tener este encuentro y doy las gracias al Rabino Jeremy Lawrence y al Mohamadu Saleem por las palabras de bienvenida que me han dirigido, en su nombre y en nombre de vuestras respectivas comunidades.

Australia es famosa por la amabilidad de sus habitantes con el prójimo y el turista. Es una nación que tiene en gran consideración la libertad religiosa. Vuestro País reconoce que el respeto de este derecho fundamental da a los hombres y mujeres la posibilidad de adorar a Dios según su conciencia, de educar el espíritu y de actuar según las convicciones éticas que se derivan de su credo.

La armoniosa correlación entre religión y vida pública es especialmente importante en una época en la que algunos han llegado a pensar que la religión es causa de división en vez de una fuerza de unidad. En un mundo amenazado por siniestras e indiscriminadas formas de violencia, la voz concorde de quienes tienen un espíritu religioso impulsa a las naciones y comunidades a solucionar los conflictos con instrumentos pacíficos en el pleno respeto de la dignidad humana. Una de las múltiples modalidades en que la religión se pone al servicio de la humanidad consiste en ofrecer una visión de la persona humana que subraya nuestra aspiración innata a vivir con magnanimidad, entablando vínculos de amistad con nuestro prójimo. Las relaciones humanas, en su íntima esencia, no se pueden definir en términos de poder, dominio e interés personal. Por el contrario, reflejan y perfeccionan la inclinación natural del hombre a vivir en comunión y armonía con los otros.

El sentido religioso arraigado en el corazón del ser humano abre a hombres y mujeres hacia Dios y los lleva a descubrir que la realización personal no consiste en la satisfacción egoísta de deseos efímeros. Nos guía más bien salir al encuentro de las necesidades de los otros y a buscar caminos concretos para contribuir al bien común. Las religiones desempeñan un papel particular a este respeto, en cuanto enseñan a la gente que el auténtico servicio exige sacrificio y autodisciplina, que se han de cultivar a su vez mediante la abnegación, la templanza y el uso moderado de los bienes naturales. Así, se orienta a hombres y mujeres a considerar el entorno como algo maravilloso, digno de ser admirado y respetado más que algo útil y simplemente para consumir. Un deber que se impone a quien tiene espíritu religioso es demostrar que es posible encontrar alegría en una vida simple y modesta, compartiendo con generosidad lo que se tiene de más con quien está necesitado.

Amigos, estos valores –estoy seguro que estaréis de acuerdo– son particularmente importantes para una adecuada formación de los jóvenes, que frecuentemente están tentados de considerar la vida misma como un producto de consumo. Sin embargo, también ellos tienen capacidad de autocontrol. De hecho, en el deporte, en las artes creativas o en los estudios, están dispuestos a aceptar de buena gana estos compromisos como un reto. ¿Acaso no es cierto que, cuando se les presentan altos ideales, muchos jóvenes se sienten atraídos por el ascetismo y la práctica de la virtud moral, tanto por respeto de sí mismos como por atención hacia los demás? Disfrutan con la contemplación del don de la creación, y se sienten fascinados por el misterio de lo trascendente. En esta perspectiva, tanto las escuelas confesionales como las estatales podrían hacer más para desarrollar la dimensión espiritual de todo joven. En Australia, como en otros lugares, la religión ha sido un factor que ha motivado la fundación de muchas instituciones educativas, y por buenas razones sigue teniendo hoy un puesto en los programas escolares. El tema de la educación aparece con frecuencia en las deliberaciones de la Organización Interfaith Cooperation for Peace and Harmony, y aliento vivamente a los que participan en esta iniciativa a continuar en su análisis de los valores que integran las dimensiones intelectuales, humanas y religiosas de una educación sólida.

Las religiones del mundo dirigen constantemente su atención a la maravilla de la existencia humana. ¿Quién puede dejar de asombrarse ante la fuerza de la mente que averigua los secretos de la naturaleza mediante los descubrimientos de la ciencia? ¿Quién no se impresiona ante la posibilidad de trazar una visión del futuro? ¿Quién no se sorprende ante la fuerza del espíritu humano, que establece objetivos e indaga los medios para lograrlos? Hombres y mujeres no solamente están dotados de la capacidad de imaginar cómo podrían ser mejores las cosas, sino también de emplear sus energías para hacerlas mejores. Somos conscientes de lo peculiar de nuestra relación con el reino de la naturaleza. Por tanto, si creemos que no estamos sometidos a las leyes del universo material del mismo modo que el resto de la creación, ¿no deberíamos hacer también de la bondad, la compasión, la libertad, la solidaridad y el respeto a cada persona un elemento esencial de nuestra visión de un futuro más humano?

La religión, además, al recordarnos la limitación y la debilidad del hombre, nos impulsa también a no poner nuestras esperanzas últimas en este mundo que pasa. El hombre «es igual que un soplo; sus días una sombra que pasa» (Sal 143, 4). Todos nosotros hemos experimentado la desilusión por no haber logrado cumplir aquel bien que nos propusimos realizar y la dificultad de tomar la decisión justa en situaciones complejas. La Iglesia comparte estas consideraciones con las otras religiones. Impulsada por la caridad, se acerca al diálogo en la convicción de que la verdadera fuente de la libertad se encuentra en la persona de Jesús de Nazaret. Los cristianos creen que es Él quien nos revela completamente las capacidades humanas para la virtud y el bien; Él es quien nos libera del pecado y de las tinieblas. La universalidad de la experiencia humana, que transciende las fronteras geográficas y los límites culturales, hace posible que los seguidores de las religiones se comprometan a dialogar para afrontar el misterio de las alegrías y los sufrimientos de la vida. Desde este punto de vista, la Iglesia busca con pasión toda oportunidad para escuchar las experiencias espirituales de las otras religiones. Podríamos afirmar que todas las religiones aspiran a penetrar el sentido profundo de la existencia humana, reconduciéndolo a un origen o principio externo a ella. Las religiones presentan un tentativo de comprensión del cosmos, entendido como procedente de dicho origen o principio y encaminado hacia él. Los cristianos creen que Dios ha revelado este origen y principio en Jesús, al que la Biblia define «Alfa y Omega» (cf. Ap 1, 8; 22, 1).

Queridos amigos, he venido a Australia como embajador de paz. Por eso me alegra encontrarme con vosotros que también compartís este anhelo y el deseo de ayudar al mundo a conseguir la paz. Nuestra búsqueda de la paz procede estrechamente unida a la búsqueda del sentido, pues descubriendo la verdad es como encontramos el camino hacia la paz (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2006). Nuestro esfuerzo para llegar a la reconciliación entre los pueblos brota y se dirige hacia esa verdad que da una meta a la vida. La religión ofrece la paz, pero –lo que es más importante aún– suscita en el espíritu humano la sed de la verdad y el hambre de la virtud. Que podamos animar a todos, especialmente a los jóvenes, a contemplar con admiración la belleza de la vida, a buscar su último sentido y a comprometerse en realizar su sublime potencial.

Con estos sentimientos de respeto y aliento os confío a la providencia de Dios omnipotente, y os aseguro mi oración por vosotros y por vuestros seres queridos, por los miembros de vuestras comunidades y por todos los habitantes de Australia.


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VIAJE APOSTÓLICO
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

ENCUENTRO CON LOS JÓVENES DE LA COMUNIDAD DE RECUPERACIÓN
DE LA UNIVERSIDAD DE NOTRE DAME DE SYDNEY

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Viernes 18 de julio de 2008



Queridos jóvenes:

Me alegro de estar hoy aquí con vosotros en Darlinghurst, y saludo con afecto a los que participan en el programa “Alive”, así como al personal que lo dirige. Ruego para que todos podáis disfrutar de la asistencia que ofrece la Archidiócesis de Sydney a través de la Social Services Agency, y para que siga adelante la buena labor que aquí se hace.

El nombre del programa que seguís nos invita a hacernos la siguiente pregunta: ¿qué quiere decir realmente estar “vivo”, vivir la vida en plenitud? Esto es lo que todos queremos, especialmente cuando somos jóvenes, y es lo que Cristo quiere para nosotros. En efecto, Él dijo: “He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). El instinto más enraizado en todo ser vivo es el de conservar la vida, crecer, desarrollarse y transmitir a otros el don de la vida. Por eso, es algo natural que nos preguntemos cuál es la mejor manera de realizar todo esto.

Esta cuestión es tan acuciante para nosotros como le era también para los que vivían en tiempos del Antiguo Testamento. Sin duda ellos escuchaban con atención a Moisés cuando les decía: “Te pongo delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida, y vivirás tú y tu descendencia amando al Señor tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida” (Dt 30, 19-20). Estaba claro lo que debían hacer: debían rechazar a los otros dioses para adorar al Dios verdadero, que se había revelado a Moisés, y obedecer sus mandamientos. Se podría pensar que actualmente es poco probable que la gente adore a otros dioses. Sin embargo, a veces la gente adora a “otros dioses” sin darse cuenta. Los falsos “dioses”, cualquiera que sea el nombre, la imagen o la forma que se les dé, están casi siempre asociados a la adoración de tres cosas: los bienes materiales, el amor posesivo y el poder. Permitidme que me explique. Los bienes materiales son buenos en sí mismos. No podríamos sobrevivir por mucho tiempo sin dinero, vestidos o vivienda. Para vivir, necesitamos alimento. Pero, si somos codiciosos, si nos negamos a compartir lo que tenemos con los hambrientos y los pobres, convertimos nuestros bienes en una falsa divinidad. En nuestra sociedad materialista, muchas voces nos dicen que la felicidad se consigue poseyendo el mayor número de bienes posible y objetos de lujo. Sin embargo, esto significa transformar los bienes en una falsa divinidad. En vez de dar la vida, traen la muerte.

El amor auténtico es evidentemente algo bueno. Sin él, difícilmente valdría la pena vivir. El amor satisface nuestras necesidades más profundas y, cuando amamos, somos más plenamente nosotros mismos, más plenamente humanos. Pero, qué fácil es transformar el amor en una falsa divinidad. La gente piensa con frecuencia que está amando cuando en realidad tiende a poseer al otro o a manipularlo. A veces trata a los otros más como objetos para satisfacer sus propias necesidades que como personas dignas de amor y de aprecio. Qué fácil es ser engañado por tantas voces que, en nuestra sociedad, sostienen una visión permisiva de la sexualidad, sin tener en cuenta la modestia, el respeto de sí mismo o los valores morales que dignifican las relaciones humanas. Esto supone adorar a una falsa divinidad. En vez de dar la vida, trae la muerte.

El poder que Dios nos ha dado de plasmar el mundo que nos rodea es ciertamente algo bueno. Si lo utilizamos de modo apropiado y responsable nos permite transformar la vida de la gente. Toda comunidad necesita buenos guías. Sin embargo, qué fuerte es la tentación de aferrarse al poder por sí mismo, buscando dominar a los otros o explotar el medio ambiente natural con fines egoístas. Esto significa transformar el poder en una falsa divinidad. En vez de dar la vida, trae la muerte.

El culto a los bienes materiales, el culto al amor posesivo y el culto al poder, lleva a menudo a la gente a “comportarse como Dios”: intentan asumir el control total, sin prestar atención a la sabiduría y a los mandamientos que Dios nos ha dado a conocer. Este es el camino que lleva a la muerte. Por el contrario, adorar al único Dios verdadero significa reconocer en él la fuente de toda bondad, confiarnos a él, abrirnos al poder saludable de su gracia y obedecer sus mandamientos: este es el camino para elegir la vida.

Un ejemplo gráfico de lo que significa alejarse del camino de la muerte y reemprender el camino de la vida, se encuentra en el relato del Evangelio que seguramente todos conocéis bien: la parábola del hijo pródigo. Al comienzo de la narración, aquél joven dejó la casa de su padre buscando los placeres ilusorios prometidos por los falsos “dioses”. Derrochó su herencia llevando una vida llena de vicios, encontrándose al final en un estado de grande pobreza y miseria. Cuando tocó fondo, hambriento y abandonado, comprendió que había sido una locura dejar la casa de su padre, que tanto lo amaba. Regresó con humildad y pidió perdón. Su padre, lleno de alegría, lo abrazó y exclamó: “Este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.” (Lc 15, 24).

Muchos de vosotros habéis experimentado personalmente lo que vivió aquél joven. Tal vez, habéis tomado decisiones de las que ahora os arrepentís, elecciones que, aunque entonces se presentaban muy atractivas, os han llevado a un estado más profundo de miseria y de abandono. El abuso de las drogas o del alcohol, participar en actividades criminales o nocivas para vosotros mismos, podrían aparecer entonces como la vía de escape a una situación de dificultad o confusión. Ahora sabéis que en vez de dar la vida, han traído la muerte. Quiero reconocer el coraje que habéis demostrado decidiendo volver al camino de la vida, precisamente como el joven de la parábola. Habéis aceptado la ayuda de los amigos o de los familiares, del personal del programa “Alive”, de aquellos que tanto se preocupan por vuestro bienestar y felicidad.

Queridos amigos, os veo como embajadores de esperanza para otros que se encuentran en una situación similar. Al hablar desde vuestra experiencia podéis convencerlos de la necesidad de elegir el camino de la vida y rechazar el camino de la muerte. En todos los Evangelios, vemos que Jesús amaba de modo especial a los que habían tomado decisiones erróneas, ya que una vez reconocida su equivocación, eran los que mejor se abrían a su mensaje de salvación. De hecho, Jesús fue criticado frecuentemente por aquellos miembros de la sociedad, que se tenían por justos, porque pasaba demasiado tiempo con gente de esa clase. Preguntaban, “¿cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?”. Él les respondió: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos... No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 11-13). Los que querían reconstruir sus vidas eran los más disponibles para escuchar a Jesús y a ser sus discípulos. Vosotros podéis seguir sus pasos; también vosotros, de modo particular, podéis acercaros particularmente a Jesús precisamente porque habéis elegido volver a él. Podéis estar seguros que, a igual que el padre en el relato del hijo pródigo, Jesús os recibe con los brazos abiertos. Os ofrece su amor incondicional: la plenitud de la vida se encuentra precisamente en la profunda amistad con él.

He dicho antes que cuando amamos satisfacemos nuestras necesidades más profundas y llegamos a ser más plenamente nosotros mismos, más plenamente humanos. Hemos sido hechos para amar, para esto hemos sido hechos por el Creador. Lógicamente, no hablo de relaciones pasajeras y superficiales; hablo de amor verdadero, del núcleo de la enseñanza moral de Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”, y “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (cf. Mc 13, 30-31). Éste es, por así decirlo, el programa grabado en el interior de cada persona, si tenemos la sabiduría y la generosidad de conformarnos a él, si estamos dispuestos a renunciar a nuestras preferencias para ponernos al servicio de los demás, y a dar la vida por el bien de los demás, y en primer lugar por Jesús, que nos amó y dio su vida por nosotros. Esto es lo que los hombres están llamados a hacer, y lo que quiere decir realmente estar “vivo”.

Queridos jóvenes amigos, el mensaje que os dirijo hoy es el mismo que Moisés pronunció hace tantos años: “elige la vida, y vivirás tú y tu descendencia amando al Señor tu Dios”. Que su Espíritu os guíe por el camino de la vida, obedeciendo sus mandamientos, siguiendo sus enseñanzas, abandonando las decisiones erróneas que sólo llevan a la muerte, y os comprometáis en la amistad con Jesús para toda la vida. Que con la fuerza del Espíritu Santo elijáis la vida y el amor, y deis testimonio ante el mundo de la alegría que esto conlleva. Esta es mi oración por cada uno de vosotros en esta Jornada Mundial de la Juventud. Que Dios os bendiga.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

VIGILIA CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hipódromo de Randwick
Sábado 19 de julio de 2008



Queridos jóvenes:

Una vez más, en esta tarde hemos oído la gran promesa de Cristo, «cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza», y hemos escuchado su mandato: «seréis mis testigos... hasta los confines del mundo» (Hch 1, 8). Éstas fueron las últimas palabras que Cristo pronunció antes de su ascensión al cielo. Lo que los Apóstoles sintieron al oírlas sólo podemos imaginarlo. Pero sabemos que su amor profundo por Jesús y la confianza en su palabra los impulsó a reunirse y esperar en la sala de arriba, pero no una espera sin un sentido, sino juntos, unidos en la oración, con las mujeres y con María (cf. Hch 1, 14). Esta tarde nosotros hacemos lo mismo. Reunidos delante de nuestra Cruz, que tanto ha viajado, y del icono de María, rezamos bajo el esplendor celeste de la constelación de la Cruz del Sur. Esta tarde rezo por vosotros y por los jóvenes de todo el mundo. Dejaos inspirar por el ejemplo de vuestros Patronos. Acoged en vuestro corazón y en vuestra mente los siete dones del Espíritu Santo. Reconoced y creed en el poder del Espíritu Santo en vuestra vida.

El otro día hablábamos de la unidad y de la armonía de la creación de Dios y de nuestro lugar en ella. Hemos recordado cómo nosotros, que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, mediante el gran don del Bautismo nos hemos convertido en hijos adoptivos de Dios, nuevas criaturas. Y precisamente como hijos de la luz de Cristo, simbolizada por las velas encendidas que tenéis en vuestras manos, damos testimonio en nuestro mundo del esplendor que ninguna tiniebla podrá vencer (cf. Jn 1, 5).

Esta tarde ponemos nuestra atención sobre el «cómo» llegar a ser testigos. Tenemos necesidad de conocer la persona del Espíritu Santo y su presencia vivificante en nuestra vida. No es fácil. En efecto, la diversidad de imágenes que encontramos en la Escritura sobre el Espíritu –viento, fuego, soplo– ponen de manifiesto lo difícil que nos resulta tener una comprensión clara de él. Y, sin embargo, sabemos que el Espíritu Santo es quien dirige y define nuestro testimonio sobre Jesucristo, aunque de modo silencioso e invisible.

Ya sabéis que nuestro testimonio cristiano es una ofrenda a un mundo que, en muchos aspectos, es frágil. La unidad de la creación de Dios se debilita por heridas profundas cuando las relaciones sociales se rompen, o el espíritu humano se encuentra casi completamente aplastado por la explotación o el abuso de las personas. De hecho, la sociedad contemporánea sufre un proceso de fragmentación por culpa de un modo de pensar que por su naturaleza tiene una visión reducida, porque descuida completamente el horizonte de la verdad, de la verdad sobre Dios y sobre nosotros. Por su naturaleza, el relativismo non es capaz de ver el cuadro en su totalidad. Ignora los principios mismos que nos hacen capaces de vivir y de crecer en la unidad, en el orden y en la armonía.

Como testigos cristianos, ¿cuál es nuestra respuesta a un mundo dividido y fragmentario? ¿Cómo podemos ofrecer esperanza de paz, restablecimiento y armonía a esas «estaciones» de conflicto, de sufrimiento y tensión por las que habéis querido pasar con esta Cruz de la Jornada Mundial de la Juventud? La unidad y la reconciliación no se pueden alcanzar sólo con nuestros esfuerzos. Dios nos ha hecho el uno para el otro (cf. Gn 2, 24) y sólo en Dios y en su Iglesia podemos encontrar la unidad que buscamos. Y, sin embargo, frente a las imperfecciones y desilusiones, tanto individuales como institucionales, tenemos a veces la tentación de construir artificialmente una comunidad «perfecta». No se trata de una tentación nueva. En la historia de la Iglesia hay muchos ejemplos de tentativas de esquivar y pasar por alto las debilidades y los fracasos humanos para crear una unidad perfecta, una utopía espiritual.

Estos intentos de construir la unidad, en realidad la debilitan. Separar al Espíritu Santo de Cristo, presente en la estructura institucional de la Iglesia, pondría en peligro la unidad de la comunidad cristiana, que es precisamente un don del Espíritu. Se traicionaría la naturaleza de la Iglesia como Templo vivo del Espíritu Santo (cf. 1 Co 3, 16). En efecto, es el Espíritu quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad plena y la unifica en la comunión y el servicio del ministerio (cf. Lumen gentium, 4). Lamentablemente, la tentación de «ir por libre» continúa. Algunos hablan de su comunidad local como si se tratara de algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y la segunda como rígida y carente de Espíritu.

La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 813); es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de darnos media vuelta y marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer a nuestro mundo es precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida y abierta a la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un conocimiento más profundo. Queridos jóvenes, ¿acaso no es gracias a vuestra fe que amigos en dificultad o en búsqueda de sentido para sus vidas se han dirigido a vosotros? Estad vigilantes. Escuchad. ¿Sois capaces de oír, a través de las disonancias y las divisiones del mundo, la voz acorde de la humanidad? Desde el niño abandonado en un campo de Darfur a un adolescente desconcertado, a un padre angustiado en un barrio periférico cualquiera, o tal vez ahora, desde lo profundo de vuestro corazón, se alza el mismo grito humano que anhela reconocimiento, pertenencia, unidad. ¿Quien puede satisfacer este deseo humano esencial de ser uno, estar inmerso en la comunión, de estar edificado y ser guiado a la verdad? El Espíritu Santo. Éste es su papel: realizar la obra de Cristo. Enriquecidos con los dones del Espíritu, tendréis la fuerza de ir más allá de vuestras visiones parciales, de vuestra utopía, de la precariedad fugaz, para ofrecer la coherencia y la certeza del testimonio cristiano.

Amigos, cuando recitamos el Credo afirmamos: «Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida». El «Espíritu creador» es la fuerza de Dios que da la vida a toda la creación y es la fuente de vida nueva y abundante en Cristo. El Espíritu mantiene a la Iglesia unida a su Señor y fiel a la tradición apostólica. Él es quien inspira las Sagradas Escrituras y guía al Pueblo de Dios hacia la plenitud de la verdad (cf. Jn 16, 13). De todos estos modos el Espíritu es el «dador de vida», que nos conduce al corazón mismo de Dios. Así, cuanto más nos dejamos guiar por el Espíritu, tanto mayor será nuestra configuración con Cristo y tanto más profunda será nuestra inmersión en la vida de Dios uno y trino.

Esta participación en la naturaleza misma de Dios (cf. 2 P 1, 4) tiene lugar a lo largo de los acontecimientos cotidianos de la vida, en los que Él siempre esta presente (cf. Ba 3, 38). Sin embargo, hay momentos en los que podemos sentir la tentación de buscar una cierta satisfacción fuera de Dios. Jesús mismo preguntó a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Este alejamiento puede ofrecer tal vez la ilusión de la libertad. Pero, ¿a dónde nos lleva? ¿A quién vamos a acudir? En nuestro corazón, en efecto, sabemos que sólo el Señor tiene «palabras de vida eterna» (Jn 6, 67-69). Alejarnos de Él es sólo un intento vano de huir de nosotros mismos (cf. S. Agustín, Confesiones VIII, 7). Dios está con nosotros en la vida real, no en la fantasía. Enfrentarnos a la realidad, no huir de ella: esto es lo que buscamos. Por eso el Espíritu Santo, con delicadeza, pero también con determinación, nos atrae hacia lo que es real, duradero y verdadero. El Espíritu es quien nos devuelve a la comunión con la Santísima Trinidad.

El Espíritu Santo ha sido, de modos diversos, la Persona olvidada de la Santísima Trinidad. Tener una clara comprensión de él nos parece algo fuera de nuestro alcance. Sin embargo, cuando todavía era pequeño, mis padres, como los vuestros, me enseñaron el signo de la Cruz y así entendí pronto que hay un Dios en tres Personas, y que la Trinidad está en el centro de la fe y de la vida cristiana. Cuando crecí lo suficiente para tener un cierto conocimiento de Dios Padre y de Dios Hijo –los nombres ya significaban mucho– mi comprensión de la tercera Persona de la Trinidad seguía siendo incompleta. Por eso, como joven sacerdote encargado de enseñar teología, decidí estudiar los testimonios eminentes del Espíritu en la historia de la Iglesia. De esta manera llegué a leer, en otros, al gran san Agustín.

Su comprensión del Espíritu Santo se desarrolló de modo gradual; fue una lucha. De joven había seguido el Maniqueísmo, que era uno de aquellos intentos que he mencionado antes de crear una utopía espiritual separando las cosas del espíritu de las de la carne. Como consecuencia de ello, albergaba al principio sospechas respecto a la enseñanza cristiana sobre la encarnación de Dios. Y, con todo, su experiencia del amor de Dios presente en la Iglesia lo llevó a buscar su fuente en la vida de Dios uno y trino. Así llegó a tres precisas intuiciones sobre el Espíritu Santo como vínculo de unidad dentro de la Santísima Trinidad: unidad como comunión, unidad como amor duradero, unidad como dador y don. Estas tres intuiciones no son solamente teóricas. Nos ayudan a explicar cómo actúa el Espíritu. Nos ayudan a permanecer en sintonía con el Espíritu y a extender y clarificar el ámbito de nuestro testimonio, en un mundo en el que tanto los individuos como las comunidades sufren con frecuencia la ausencia de unidad y de cohesión.

Por eso, con la ayuda de san Agustín, intentaremos ilustrar algo de la obra del Espíritu Santo. San Agustín señala que las dos palabras «Espíritu» y «Santo» se refieren a lo que pertenece a la naturaleza divina; en otras palabras, a lo que es compartido por el Padre y el Hijo, a su comunión. Por eso, si la característica propia del Espíritu es de ser lo que es compartido por el Padre y el Hijo, Agustín concluye que la cualidad peculiar del Espíritu es la unidad. Una unidad de comunión vivida: una unidad de personas en relación mutua de constante entrega; el Padre y el Hijo que se dan el uno al otro. Pienso que empezamos así a vislumbrar qué iluminadora es esta comprensión del Espíritu Santo como unidad, como comunión. Una unidad verdadera nunca puede estar fundada sobre relaciones que nieguen la igual dignidad de las demás personas. Y tampoco la unidad es simplemente la suma total de los grupos mediante los cuales intentamos a veces «definirnos» a nosotros mismos. De hecho, sólo en la vida de comunión se sostiene la unidad y se realiza plenamente la identidad humana: reconocemos la necesidad común de Dios, respondemos a la presencia unificadora del Espíritu Santo y nos entregamos mutuamente en el servicio de los unos a los otros.

La segunda intuición de Agustín, es decir, el Espíritu Santo como amor que permanece, se desprende del estudio que hizo sobre la Primera Carta de san Juan, allí donde el autor nos dice que «Dios es amor» (1 Jn 4, 16). Agustín sugiere que estas palabras, a pesar de referirse a la Trinidad en su conjunto, se han de entender también como expresión de una característica particular del Espíritu Santo. Reflexionando sobre la naturaleza permanente del amor, «quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (ibíd.), Agustín se pregunta: ¿es el amor o es el Espíritu quien garantiza el don duradero? La conclusión a la que llega es ésta: «El Espíritu Santo nos hace vivir en Dios y Dios en nosotros; pero es el amor el que causa esto. El Espíritu por tanto es Dios como amor» (De Trinitate 15,17,31). Es una magnífica explicación: Dios comparte a sí mismo como amor en el Espíritu Santo. ¿Qué más podemos aprender de esta intuición? El amor es el signo de la presencia del Espíritu Santo. Las ideas o las palabras que carecen de amor, aunque parezcan sofisticadas o sagaces, no pueden ser «del Espíritu». Más aún, el amor tiene un rasgo particular; en vez de ser indulgente o voluble, tiene una tarea o un fin que cumplir: permanecer. El amor es duradero por su naturaleza. De nuevo, queridos amigos, podemos echar una mirada a lo que el Espíritu Santo ofrece al mundo: amor que despeja la incertidumbre; amor que supera el miedo de la traición; amor que lleva en sí mismo la eternidad; el amor verdadero que nos introduce en una unidad que permanece.

Agustín deduce la tercera intuición, el Espíritu Santo como don, de una reflexión sobre una escena evangélica que todos conocemos y que nos atrae: el diálogo de Cristo con la samaritana junto al pozo. Jesús se revela aquí como el dador del agua viva (cf. Jn 4, 10), que será después explicada como el Espíritu (cf. Jn 7, 39; 1 Co 12, 13). El Espíritu es «el don de Dios» (Jn 4, 10), la fuente interior (cf. Jn 4, 14), que sacia de verdad nuestra sed más profunda y nos lleva al Padre. De esta observación, Agustín concluye que el Dios que se entrega a nosotros como don es el Espíritu Santo (cf. De Trinitate, 15,18,32). Amigos, una vez más echamos un vistazo sobre la actividad de la Trinidad: el Espíritu Santo es Dios que se da eternamente; al igual que una fuente perenne, él se ofrece nada menos que a sí mismo. Observando este don incesante, llegamos a ver los límites de todo lo que acaba, la locura de una mentalidad consumista. En particular, empezamos a entender porqué la búsqueda de novedades nos deja insatisfechos y deseosos de algo más. ¿Acaso no estaremos buscando un don eterno? ¿La fuente que nunca se acaba? Con la Samaritana exclamamos: ¡Dame de esta agua, para que no tenga ya más sed (cf. Jn 4, 15)!

Queridos jóvenes, ya hemos visto que el Espíritu Santo es quien realiza la maravillosa comunión de los creyentes en Cristo Jesús. Fiel a su naturaleza de dador y de don a la vez, él actúa ahora a través de vosotros. Inspirados por las intuiciones de san Agustín, haced que el amor unificador sea vuestra medida, el amor duradero vuestro desafío y el amor que se entrega vuestra misión.

Este mismo don del Espíritu Santo será mañana comunicado solemnemente a los candidatos a la Confirmación. Yo rogaré: «Llénalos de espíritu de sabiduría y de inteligencia, de espíritu de consejo y de fortaleza, de espíritu de ciencia y de piedad; y cólmalos del espíritu de tu santo temor». Estos dones del Espíritu –cada uno de ellos, como nos recuerda san Francisco de Sales, es un modo de participar en el único amor de Dios- no son ni un premio ni un reconocimiento. Son simplemente dados (cf. 1 Co 12, 11). Y exigen por parte de quien los recibe sólo una respuesta: «Acepto». Percibimos aquí algo del misterio profundo de lo que es ser cristiano. Lo que constituye nuestra fe no es principalmente lo que nosotros hacemos, sino lo que recibimos. Después de todo, muchas personas generosas que no son cristianas pueden hacer mucho más de lo que nosotros hacemos. Amigos, ¿aceptáis entrar en la vida trinitaria de Dios? ¿Aceptáis entrar en su comunión de amor?

Los dones del Espíritu que actúan en nosotros imprimen la dirección y definen nuestro testimonio. Los dones del Espíritu, orientados por su naturaleza a la unidad, nos vinculan todavía más estrechamente a la totalidad del Cuerpo de Cristo (cf. Lumen gentium, 11), permitiéndonos edificar mejor la Iglesia, para servir así al mundo (cf. Ef 4, 13). Nos llaman a una participación activa y gozosa en la vida de la Iglesia, en las parroquias y en los movimientos eclesiales, en las clases de religión en la escuela, en las capellanías universitarias o en otras organizaciones católicas. Sí, la Iglesia debe crecer en unidad, debe robustecerse en la santidad, rejuvenecer y renovarse constantemente (cf. Lumen gentium, 4). Pero ¿con qué criterios? Con los del Espíritu Santo. Volveos a él, queridos jóvenes, y descubriréis el verdadero sentido de la renovación.

Esta tarde, reunidos bajo este hermoso cielo nocturno, nuestros corazones y nuestras mentes se llenan de gratitud a Dios por el don de nuestra fe en la Trinidad. Recordemos a nuestros padres y abuelos, que han caminado a nuestro lado cuando todavía éramos niños y han sostenido nuestros primeros pasos en la fe. Ahora, después de muchos años, os habéis reunido como jóvenes adultos alrededor del Sucesor de Pedro. Me siento muy feliz de estar con vosotros. Invoquemos al Espíritu Santo: él es el autor de las obras de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 741). Dejad que sus dones os moldeen. Al igual que la Iglesia comparte el mismo camino con toda la humanidad, vosotros estáis llamados a vivir los dones del Espíritu entre los altibajos de la vida cotidiana. Madurad vuestra fe a través de vuestros estudios, el trabajo, el deporte, la música, el arte. Sostenedla mediante la oración y alimentadla con los sacramentos, para ser así fuente de inspiración y de ayuda para cuantos os rodean. En definitiva, la vida, no es un simple acumular, y es mucho más que el simple éxito. Estar verdaderamente vivos es ser transformados desde el interior, estar abiertos a la fuerza del amor de Dios. Si acogéis la fuerza del Espíritu Santo, también vosotros podréis transformar vuestras familias, las comunidades y las naciones. Liberad estos dones. Que la sabiduría, la inteligencia, la fortaleza, la ciencia y la piedad sean los signos de vuestra grandeza.

Y ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo Sacramento en el silencio y en la espera, os repito las palabras que pronunció la beata Mary MacKillop cuando tenía precisamente veintiséis años: «Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón». Creed en él. Creed en la fuerza del Espíritu de amor.



(Al final de la vigilia, el Santo Padre saludó a los jóvenes en italiano, francés, alemán, español y portugués)

Queridos jóvenes italianos, un saludo especial a todos vosotros. Custodiad la llama que el Espíritu Santo ha encendido en vuestros corazones, para que no se apague, sino que arda cada vez más y difunda luz y calor a todos aquellos con quienes os encontréis en vuestro camino, especialmente a quienes han perdido la fe y la esperanza. La Virgen María vele sobre vosotros esta noche y todos los días de vuestra vida.

Queridos jóvenes de lengua francesa, habéis venido a orar esta tarde al Espíritu Santo. Su presencia silenciosa en vuestro corazón os ayudará a comprender poco a poco el plan de Dios para vosotros. Que él os acompañe en vuestra vida diaria y os lleve a un conocimiento más profundo de Dios y de vuestro prójimo. Es él quien, en lo más íntimo de vuestro ser, os impulsa hacia la única Verdad divina y os hace vivir auténticamente como hermanos.

Queridos jóvenes de países de lengua alemana, os saludo cordialmente. El Espíritu Santo, embajador del amor de Dios, quiere habitar en vuestro corazón. Dejadle espacio en vosotros mediante la escucha de la palabra de Dios, la oración y la solidaridad con los pobres y los que sufren. Llevad a los demás el espíritu de paz y reconciliación. Dios, del que procede todo bien, realice toda obra buena que hagáis en su honor.

Queridos amigos de lengua española, el Espíritu Santo dirige nuestros pasos para seguir a Jesucristo en el mundo de hoy, que espera de los cristianos una palabra de aliento y un testimonio de vida que inviten a mirar confiadamente hacia el futuro. Os encomiendo en mis plegarias, para que respondáis generosamente a lo que el Señor os pide y a lo que todos los hombres anhelan. ¡Que Dios os bendiga!

Queridos amigos de lengua portuguesa, recibid el Espíritu Santo, para ser Iglesia. Iglesia significa estar todos unidos como un cuerpo que recibe su influjo vital de Jesús resucitado. Este don es más grande que nuestro corazón, pues brota de las entrañas de la santísima Trinidad. Fruto y condición: sentirse parte unos de otros, vivir en comunión. Por eso, queridos jóvenes, acoged en vuestro interior la fuerza de vida que hay en Jesús. Dejadlo entrar en vuestro corazón. Dejaos moldear por el Espíritu Santo.

Y ahora, mientras nos preparamos para adorar al Santísimo Sacramento en el silencio y en la espera, os repito las palabras que pronunció la beata Mary MacKillop precisamente cuando tenía veintiséis años: "Cree en todo lo que Dios te susurra en el corazón". Creed en él. Creed en la fuerza del Espíritu de amor.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

ENCUENTRO CON LOS BIENHECHORES Y LOS ORGANIZADORES DE LA JMJ

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domingo 20 de julio de 2008



Señor cardenal,
queridos amigos:

En el momento en que mi visita a Australia está por concluir, deseo expresar mi agradecimiento a todos los que han contribuido al éxito de esta Jornada Mundial de la Juventud. Esta tarde, en particular, mi gratitud se dirige a vosotros, que con tanta generosidad habéis ayudado material y espiritualmente a la realización de este evento. El Cardenal Pell se ha referido a los grandes sacrificios que habéis afrontado en la organización de esta Jornada maravillosa para la vida de la Iglesia. Deseo daros las gracias a todos y cada uno, no sólo por los sacrificios, sino sobre todo por la confianza que habéis demostrado hacia nuestros jóvenes y por vuestra fe en la gracia de Dios que actúa en sus corazones. Oremos para que todo lo que habéis invertido en ellos dé fruto en su vida, para la vida de la Iglesia de Cristo y para el futuro de nuestro mundo.

En estos días, gracias al trabajo del comité organizador y a la cooperación de tantas personas, empresas, asociaciones y autoridades locales, los jóvenes procedentes de todas las partes del mundo han tenido la oportunidad de experimentar la belleza de este País y la calurosa hospitalidad del pueblo australiano. Por su parte, ellos han enriquecido esta tierra con el testimonio que han dado de su amor a Cristo y de la fuerza de su Espíritu que actúa en la Iglesia.

Estoy seguro, queridos amigos, que vuestra participación en los preparativos de esta Jornada Mundial de la Juventud os ha permitido experimentar especialmente la fuerza del Espíritu Santo. Sin duda, en la preparación de este gran encuentro internacional, y en el compromiso de afrontar cualquier eventualidad, habéis tenido momentos de inquietud y preocupación, e incluso momentos de temor y agitación por el éxito final de este evento. Ahora, mirando hacia atrás, podéis constatar la cosecha abundante que el Espíritu ha suscitado a través de vuestras oraciones, vuestra perseverancia y vuestro duro trabajo. ¡Cuántas buenas semillas se han sembrado en estos pocos días!

Queridos amigos, San Pablo, que gastó toda su vida al servicio del Evangelio, nos recuerda que «más dichoso es el que da que el que recibe» (cf. Hch 20,35). Vuestra generosidad y vuestro sacrificio han sido una contribución esencial, también a menudo escondida, para el éxito de esta Jornada Mundial de la Juventud. Que el gozo espiritual, la satisfacción y la dicha, que todos hemos experimentado en estos días, sean una fuente inagotable de bendiciones para vuestras vidas. No dudéis jamás de la verdad de la promesa de nuestro Señor, cada vez que le ofrezcamos nuestra creatividad, energía, recursos y nuestra propia personas, recibiremos una recompensa abundante (cf. Mt 16,26).

Con estos sentimientos renuevo la expresión de mi profundo agradecimiento a cada uno de vosotros. Os encomiendo, a vosotros y a vuestras familias, a la amorosa intercesión de Nuestra Señora de la Cruz del Sur, Auxilio de los cristianos, y de corazón os imparto la Bendición Apostólica como prenda de fuerza y paz en Jesús, su divino Hijo.


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DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

A LOS VOLUNTARIOS DE LA JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD

SALUDO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Domain, Sydney
Lunes 21 de julio de 2008



Queridos amigos en Cristo:

Agradezco al Obispo Fisher y al Cardenal Pell sus amables palabras y me alegra tener esta oportunidad para dirigir un saludo final a todos vosotros y deciros lo espléndida que ha sido la experiencia de esta semana. En estos días hemos sido testigos directos de la alegría que encuentran en la propia fe tantos miles de jóvenes, y hemos podido expresar nuestra alabanza y nuestra gratitud a Dios por su bondad para con nosotros. Hemos podido comprobar el calor y la generosidad de la hospitalidad australiana y contemplar juntos el magnífico paisaje de este hermoso continente. Ha sido una semana realmente memorable.

Sin embargo, nada de esto hubiera sido posible sin un gran esfuerzo de preparación y de trabajo diligente durante el período que ha precedido a la Jornada Mundial de la Juventud. Deseo agradeceros a todos la generosidad del tiempo y las energías empleadas para permitir el desarrollo sin percances de cada uno de los actos que hemos celebrado juntos. Tales eventos han tenido necesidad de una esmerada coordinación, en la que han participado Autoridades civiles, policía y asociaciones de primeros auxilios, así como personal eclesiástico y un grupo enorme de voluntarios, responsables y ayudantes. Vuestros esfuerzos han preparado el terreno para que el Espíritu descendiera con fuerza, estableciendo vínculos de unidad y amistad entre los jóvenes provenientes de ambientes culturales muy diversos, y reforzando su amor por Cristo y por su Iglesia. En las multitudes que se han congregado aquí en Sidney hemos visto una manifestación elocuente de la unidad en la diversidad de la Iglesia universal, hemos tenido una visión en pequeño de la unidad de la familia humana que anhelamos. Que estos jóvenes, con la fuerza del Espíritu, hagan de esta visión una realidad en el mundo del mañana.

En el aeropuerto tendré ocasión de dar las gracias a los representantes de las Autoridades civiles. Aquí quiero expresar mi profunda gratitud a todos los Obispos, los sacerdotes, los consagrados y consagradas, los capellanes, los profesores, las asociaciones laicales, los movimientos eclesiales, las familias de acogida, las escuelas y las comunidades parroquiales que tanto han contribuido para que la Jornada Mundial de la Juventud fuera un éxito. Leemos en los Hechos de los Apóstoles que «más vale dar que recibir» (20,35). Sin embargo, espero que vosotros hayáis recibido más de lo que habéis servido generosamente en el curso de nuestras celebraciones. A todos os digo sincera y cordialmente «gracias».

Al disponerme a regresar a Roma, llevo conmigo como un tesoro la memoria de muchos acontecimientos llenos de gracia que hemos vivido juntos: mi primer encuentro con los jóvenes en Barangaroo, los encuentros posteriores en Darlinghurst y en la Catedral de Santa María, la vigilia de la Juventud en la explanada de la Cruz del Sur y la Misa final de ayer. Rezo para que también vosotros llevéis en vuestra alma muchos recuerdos preciosos e intuiciones espirituales, de modo que regreséis a vuestras casas y a vuestras familias con ardor renovado para difundir el Evangelio de Jesucristo. Con la fuerza del Espíritu, id ahora a renovar la faz de la tierra.

A la vez que os saludo de corazón, os encomiendo a todos a la amorosa intercesión de la Virgen de la Cruz del Sur, Auxilio de los cristianos. Invoco sobre vosotros los siete dones del Espíritu Santo y os aseguro mi plegaria constante. Dios bendiga a los jóvenes del mundo y bendiga al pueblo de Australia.


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A SYDNEY (AUSTRALIA) CON OCASIÓN DE LA
XXIII JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
(13 - 21 DE JULIO DE 2008)

CEREMONIA DE DESPEDIDA DE LAS AUTORIDADES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Aeropuerto internacional de Sydney
Lunes 21 de julio de 2008



Queridos amigos:

Antes de despedirme de vosotros, deseo decir a los que me han hospedado lo grata que ha sido mi visita aquí y lo agradecido que estoy por la hospitalidad recibida. Quedo muy agradecido al Señor Primer Ministro, Kevin Rudd, por la amabilidad que ha tenido conmigo y con todos los participantes en la Jornada Mundial de la Juventud. Agradezco también al Gobernador General, el General Mayor Michael Jeffery, su presencia aquí y la gentileza de haberme acogido en el Almirantazgo General al comienzo de mis compromisos públicos. El Gobierno Federal y el Gobierno del Estado de Nuevo Gales del Sur, y también los habitantes y la comunidad empresarial de Sydney, han colaborado generosamente en apoyo de la Jornada Mundial de la Juventud. Un acontecimiento de este género requiere un inmenso trabajo de preparación y organización, y estoy seguro de hablar en nombre de muchos miles de jóvenes al expresar mi aprecio y gratitud a todo vosotros. Habéis ofrecido con el característico estilo australiano una calurosa bienvenida, a mí y a innumerables jóvenes peregrinos que han confluido aquí desde todos los rincones del mundo. Estoy muy agradecido, en particular, a las familias que en Australia y Nueva Zelanda han hecho hueco en sus casas para acoger a los jóvenes. Habéis abierto vuestras puertas y vuestros corazones a la juventud del mundo y, en nombre de estos jóvenes, os lo agradezco.

En los días pasados, los actores principales en el escenario han sido, obviamente, los jóvenes mismos. La Jornada Mundial de la Juventud les pertenece a ellos. Ellos han sido los que han hecho de esta Jornada un acontecimiento eclesial de carácter global, una gran celebración de la juventud, una gran celebración de lo que significa ser Iglesia, el Pueblo de Dios en medio del mundo, unido en la fe y en el amor, y que el Espíritu ha hecho capaz de llevar el testimonio de Cristo resucitado hasta los confines de la tierra. Les doy las gracias por haber venido, les doy las gracias por su participación, y ruego para que tengan un viaje seguro de regreso. Sé que los jóvenes, sus familias y personas amigas, han hecho en muchos casos grandes sacrificios para que pudieran llegar a Australia. Por todo eso, toda la Iglesia les está reconocida.

Al volver la vista atrás hacia estos días emocionantes, pienso en escenas significativas. Me ha impactado mucho la visita a la tumba de Mary MacKillop, y agradezco a las Hermanas de San José la oportunidad que he tenido de orar en el Santuario de su co-fundadora. Las estaciones del Viacrucis por las calles de Sydney nos han recordado con vigor que Cristo nos ha amado «hasta el extremo» y que ha compartido nuestros sufrimientos para que nosotros pudiéramos compartir su gloria. El encuentro con los jóvenes en Darlinghurst ha sido un momento de alegría y gran esperanza, un signo de que Cristo puede levantarnos de las situaciones más difíciles, reponiendo nuestra dignidad y permitiéndonos mirar adelante hacia un futuro mejor. El encuentro con los responsables ecuménicos e interreligiosos ha estado marcado por un espíritu de auténtica hermandad y de un deseo profundo de mayor colaboración en el compromiso de edificar un mundo más justo y pacífico. Y, sin duda, los puntos culminantes de mi visita han sido los encuentros de Barangaroo y la Cruz del Sur. Aquellas experiencias de oración, nuestra jubilosa celebración de la Eucaristía, han sido un testimonio elocuente de la obra vivificante del Espíritu Santo, presente y activo en el corazón de nuestros jóvenes. La Jornada Mundial de la Juventud nos ha enseñado que la Iglesia puede alegrarse con los jóvenes de hoy y estar llena de esperanza por el mundo del mañana.

Queridos amigos, mientras me despido de Sydney, pido a Dios que dirija su mirada amorosa sobre esta ciudad, sobre este País y sobre sus habitantes. Le ruego que muchos de ellos se inspiren en el ejemplo de compasión y servicio de la Beata a Mary MacKillop. Y, a la vez que os saludo, llevando en el corazón sentimientos de profunda gratitud, digo una vez más: que Dios bendiga al pueblo de Australia.


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