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2012

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Papa Ratzi Superstar









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MENSAJE EN NOMBRE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SIMPOSIO INTERNACIONAL
«HACIA LA CURACIÓN Y LA RENOVACIÓN»
(ROMA, PONTIFICIA UNIVERSIDAD GREGORIANA,
6-9 DE FEBRERO DE 2012)



Estimado padre Dumortier:

El Santo Padre envía su cordial saludo a todos los participantes en el simposio «Hacia la curación y la renovación» que tiene lugar del 6 al 9 de febrero de 2012 bajo el auspicio de la Pontificia Universidad Gregoriana, y asegura sus oraciones por esta importante iniciativa. Pide al Señor que, a través de vuestras deliberaciones, numerosos obispos y superiores religiosos en todo el mundo puedan recibir una ayuda para responder de modo realmente conforme a Cristo a la tragedia del abuso de menores.

Como Su Santidad ha observado frecuentemente, la curación de las víctimas debe constituir una solicitud importante en la comunidad cristiana y debe proceder a la vez que una profunda renovación de la Iglesia en todos los niveles. Nuestro Señor nos recuerda que cada acto de caridad hacia el más pequeño de nuestros hermanos es un acto de caridad hacia él (cf. Mt 25, 40). Por lo tanto, el Santo Padre sostiene y alienta todo esfuerzo para responder con caridad evangélica al desafío de ofrecer a los niños y a los adultos indefensos un ambiente que conduzca a su crecimiento humano y espiritual. Exhorta a los participantes en el simposio a continuar haciendo uso de una vasta gama de competencias a fin de promover en toda la Iglesia una fuerte cultura de tutela eficaz y de apoyo a las víctimas.

Encomendando el trabajo del simposio a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, imparte de buen grado su bendición apostólica a todos los participantes, como prenda de fortaleza y de paz en el Señor.

Cordialmente en Cristo,

Cardenal Tarcisio Bertone, s.d.b.
Secretario de Estado


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CONGRESO INTERNACIONAL
«JESÚS, NUESTRO CONTEMPORÁNEO»
[ROMA, 9-11 FEBRERO 2012]



Al venerado hermano
Cardenal Angelo Bagnasco
Arzobispo metropolitano de Génova
Presidente de la Conferencia episcopal italiana

Con ocasión del congreso internacional «Jesús, nuestro contemporáneo» que se está celebrando en Roma del 9 al 11 de febrero de 2012 por iniciativa del comité para el Proyecto cultural de la Conferencia episcopal italiana, le dirijo un cordial saludo a usted, venerado hermano, a los señores cardenales y a los obispos presentes, a los relatores, a los organizadores y a todos los que participan en un acontecimiento tan significativo.

Me alegra mucho y agradezco la elección de dedicar a la Persona de Jesús algunas jornadas de profundización interdisciplinar y de propuesta cultural, destinadas a tener resonancia en la comunidad eclesial y social italiana. Muchas señales, de hecho, revelan que el nombre y el mensaje de Jesús de Nazaret, aun en tiempos tan distraídos y confusos, suscitan frecuentemente interés y ejercen un fuerte atractivo, incluso en quienes no llegan a adherirse a su palabra de salvación. Por eso, nos sentimos estimulados a suscitar en nosotros mismos y por doquier una comprensión cada vez más profunda y completa de la figura real de Jesucristo, como puede brotar únicamente de la hermenéutica de la fe puesta en fecunda relación con la razón histórica. Con este fin escribí mis dos libros dedicados a Jesús de Nazaret.

Es muy significativo que, dentro de la obra de elaboración cultural de la comunidad cristiana, se estudie como tema algo que no puede considerarse objeto exclusivo de las disciplinas sagradas, como lo muestra muy bien la amplitud de las competencias y la pluralidad de las voces llamadas a participar en este congreso. La evangelización de la cultura, a la que se orienta el Proyecto cultural de la Conferencia episcopal italiana, se funda en la convicción de que la vida de la persona y de un pueblo puede ser animada y transformada en todas sus dimensiones por el Evangelio, para alcanzar con plenitud su fin y su verdad.

Durante mi pontificado, en repetidas ocasiones he recordado que abrir a Dios un camino en el corazón y en la vida de los hombres constituye una prioridad. «Con él o sin él todo cambia», afirmaba incisivamente el título del anterior congreso del comité para el Proyecto cultural. No podemos confiar nuestra vida a un ente superior indefinido o a una fuerza cósmica, sino sólo al Dios cuyo rostro de Padre se nos ha hecho familiar gracias al Hijo, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Jesús es la clave que nos abre la puerta de la sabiduría y del amor, que rompe nuestra soledad y mantiene la esperanza frente al misterio del mal y de la muerte. Por lo tanto, la vida de Jesús de Nazaret, en cuyo nombre también actualmente muchos creyentes, en distintos países del mundo, afrontan sufrimientos y persecuciones, no puede quedar confinada a un pasado lejano, sino que es decisiva para nuestra fe hoy.

¿Qué significa afirmar que Jesús de Nazaret, que vivió entre Galilea y Judea hace dos mil años, es «contemporáneo» de cada hombre y mujer que vive hoy y en todos los tiempos? Nos lo explica Romano Guardini con palabras que siguen siendo tan actuales como cuando las escribió: «Su vida terrena entró en la eternidad y así está vinculada a toda hora del tiempo terreno redimido por su sacrificio... En el creyente se realiza un misterio inefable: Cristo que está “arriba”, “sentado a la derecha del Padre” (Col 3, 1), también está “en” este hombre, con la plenitud de su redención, pues en todo cristiano se hace de nuevo realidad la vida de Cristo, su crecimiento, su madurez, su pasión, muerte y resurrección, que constituye su verdadera vida» (El testamento de Jesús, Milán 1993, p. 141).

Jesús entró para siempre en la historia humana y sigue viviendo, con su belleza y potencia, en aquel cuerpo frágil y siempre necesitado de purificación, pero también infinitamente colmado de amor divino, que es la Iglesia. A él se dirige en la liturgia para alabarlo y recibir la vida auténtica. La contemporaneidad de Jesús se revela de modo especial en la Eucaristía, en la que él está presente con su pasión, muerte y resurrección. Este es el motivo que hace a la Iglesia contemporánea de todo hombre, capaz de abrazar a todos los hombres y todas las épocas, porque la guía el Espíritu Santo con el fin de continuar la obra de Jesús en la historia.

Confiándole estos pensamientos, venerado hermano, le envío de corazón a usted y a todos los participantes en el congreso mi cordial saludo, con el deseo de éxito. Acompaño vuestros trabajos con la oración y con mi bendición apostólica, propiciadora de una comunión cada veza más íntima con Jesús y con el Padre que lo envió a nosotros.

Vaticano, 9 de febrero de 2012



BENEDICTO PP. XVI


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16/09/2013 19:22


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA CAMPAÑA DE FRATERNIDAD EN BRASIL



Al venerado hermano
cardenal Raymundo Damasceno Assis
Arzobispo de Aparecida (SP)
y presidente de la Conferencia episcopal de Brasil

Un cordial saludo en Cristo Señor.

De buen grado me uno a la Conferencia episcopal de Brasil que lanza una nueva Campaña de fraternidad con el lema «que la salud se difunda en la tierra» (cf. Eclo 38, 8), con el fin de suscitar, partiendo de una reflexión sobre la realidad de la salud en Brasil, mayor espíritu fraterno y comunitario en la atención a los enfermos y de llevar a la sociedad a garantizar a más personas el derecho a tener acceso a los medios necesarios para una vida sana.

A los cristianos, de modo especial, el lema bíblico recuerda que la salud va mucho más allá de un simple bienestar físico. En el episodio de la curación de un paralítico (cf. Mt 9, 2-8), Jesús, antes de hacer que volviera a caminar, le perdona los pecados, enseñando que la curación perfecta es el perdón de los pecados y que la salud por excelencia es la del alma, pues «¿De qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma?» (Mt 16, 26). De hecho, las palabras salud y salvación tienen su origen en el mismo término latino salus y por eso en los Evangelios vemos la acción del Salvador de la humanidad asociada a varias curaciones: «Jesús recorría toda Galilea, enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (Mt 4, 23).

Que esta Campaña, con su ejemplo ante los ojos, según el verdadero espíritu cuaresmal, inspire en el corazón de los fieles y de las personas de buena voluntad una solidaridad cada vez más profunda con los enfermos, que muchas veces sufren más por la soledad y el abandono que por la enfermedad, recordando que Jesús mismo quiso identificarse con ellos: estaba «enfermo y me visitasteis» (Mt 25, 36). Que al mismo tiempo les ayude a descubrir que, si por una parte la enfermedad es una prueba dolorosa, por otra puede ser, en unión con Cristo crucificado y resucitado, una participación en el misterio de su sufrimiento por la salvación del mundo. Dado que, «ofreciendo nuestro dolor a Dios por medio de Cristo, podemos colaborar en la victoria del bien sobre el mal, porque Dios hace fecundo nuestro ofrecimiento, nuestro acto de amor» (Discurso del Santo Padre durante el encuentro con los enfermos, Turín, 2 de mayo de 2010: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de mayo de 2010, p. 10).

Así pues, uniéndome a esta iniciativa de la Conferencia episcopal de Brasil y haciendo mías las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de cada uno, saludo fraternamente a cuantos participan, física o espiritualmente, en la Campaña de «Fraternidad y salud pública», invocando, con la intercesión de Nuestra Señora Aparecida, para todos, y de modo especial para los enfermos, el consuelo y la fuerza de Dios en el cumplimiento del deber del propio estado, individual, familiar y social, fuente de salud y de progreso de Brasil, haciéndolo fértil en la santidad, próspero en la economía, justo en la participación en las riquezas, alegre en el servicio público, ecuánime en el poder y fraterno en el desarrollo. Y para confirmar a todos en estos buenos propósitos, envío una propiciadora bendición apostólica.

Vaticano, 11 de febrero de 2012



BENEDICTO PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON MOTIVO DEL VÍA CRUCIS DE LOS RECLUSOS
EN LA CÁRCEL ROMANA DE REBIBBIA



Queridos hermanos:

Me ha alegrado saber que, en preparación para la Pascua, realizaréis, en el centro penitenciario de Rebibbia, un vía crucis que será presidido por mi vicario para Roma, el cardenal Agostino Vallini, con la participación de los reclusos, la policía carcelaria y grupos de fieles de varias parroquias de la ciudad. Me siento particularmente cercano a esta iniciativa, porque sigue vivo en mi alma el recuerdo de la visita que realicé a la cárcel de Rebibbia poco antes de la pasada Navidad; recuerdo los rostros que encontré y las palabras que escuché, y que han dejado en mí una huella profunda. Por ello, me uno espiritualmente a vuestra oración, para dar así continuidad a mi presencia en medio de vosotros, y por esto doy las gracias en particular a vuestros capellanes.

Sé que este vía crucis quiere ser también un signo de reconciliación. En efecto, como dijo uno de los reclusos durante nuestro encuentro, la cárcel sirve para levantarse después de haber caído, para reconciliarse con uno mismo, con los demás y con Dios, y poder así reintegrarse en la sociedad. Cuando, en el vía crucis, vemos a Jesús que cae al suelo —una, dos, tres veces— comprendemos que él compartió nuestra condición humana; el peso de nuestros pecados lo hizo caer; sin embargo, tres veces Jesús se levantó y prosiguió el camino hacia el Calvario; y así, con su ayuda, también nosotros podemos levantarnos de nuestras caídas, y tal vez ayudar a otro, a un hermano, a levantarse.

¿Pero qué es lo que le daba a Jesús la fuerza de seguir adelante? Era la certeza de que el Padre estaba con él. Aunque en su corazón tenía toda la amargura del abandono, Jesús sabía que el Padre lo amaba, y precisamente este amor inmenso, esta misericordia infinita del Padre celestial lo consolaba y era más grande que las violencias y las afrentas que lo rodeaban. Aunque todos lo despreciaban y ya no lo trataban como a un hombre, Jesús, en su corazón, tenía la firme certeza de que era siempre hijo, el Hijo amado por Dios Padre.

Este, queridos amigos, es el gran don que Jesús nos ha hecho con su vía crucis: nos ha revelado que Dios es amor infinito, es misericordia, y lleva hasta el fondo el peso de nuestros pecados, para que podamos levantarnos y reconciliarnos y recobrar la paz. Tampoco nosotros, por tanto, debemos tener miedo de recorrer nuestro «vía crucis», de llevar nuestra cruz junto a Jesús. Él está con nosotros. Y con nosotros está también María, su madre y nuestra madre. Ella permanece fiel también al pie de nuestra cruz, y reza por nuestra resurrección, porque cree firmemente que, incluso en la noche más oscura, la última palabra es la luz del amor de Dios.

Con esta esperanza, basada en la fe, os deseo a todos que viváis la próxima Pascua en la paz y en la alegría que Cristo nos ha conquistado con su sangre, y con gran afecto os imparto la bendición apostólica, extendiéndola de corazón a vuestros familiares y a vuestros seres queridos.

Vaticano, 22 de marzo de 2012



BENEDICTO PP. XVI


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VÍDEO-MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS CATÓLICOS DE FRANCIA CON MOTIVO
DEL 50º ANIVERSARIO DE LA APERTURA DEL CONCILIO VATICANO II



Queridos hermanos y hermanas de Francia:

Es una gran alegría para mí poder dirigir mi cordial saludo a vosotros, que habéis acudido a Lourdes en gran número, respondiendo a la llamada de vuestros obispos, para celebrar el quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II. Me uno a vosotros con la oración y con el corazón en el camino de fe que realizáis ante la gruta de Massabielle. El concilio Vaticano II fue y es un signo auténtico de Dios para nuestro tiempo. Si sabemos leerlo y acogerlo dentro de la Tradición de la Iglesia y bajo la guía segura del Magisterio, se transformará cada vez más en una gran fuerza para el futuro de la Iglesia. También deseo vivamente que este aniversario sea para vosotros y para toda la Iglesia que está en Francia ocasión para una renovación espiritual y pastoral. En efecto, de esta manera se nos da la oportunidad de conocer mejor los textos que los padres conciliares nos dejaron en herencia y que no han perdido nada de su valor, con el fin de asimilarlos y de hacer que den frutos para el presente.

Esta renovación, que se sitúa en la continuidad, asume múltiples formas y el Año de la fe, que he querido proponer a toda la Iglesia en esta ocasión, debe ayudar a que nuestra fe sea más consciente y a reavivar nuestra adhesión al Evangelio. Esto requiere una apertura cada vez mayor a la persona de Cristo, especialmente recuperando el gusto de la Palabra de Dios, para realizar una conversión profunda de nuestro corazón y recorrer los caminos del mundo proclamando el Evangelio de la esperanza a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo, en un diálogo respetuoso hacia todos. Que este tiempo de gracia permita además consolidar la comunión en el seno de esta gran familia que es la Iglesia católica y contribuya a restaurar la unidad entre todos los cristianos, que fue uno de los principales objetivos del Concilio.

La renovación de la Iglesia pasa también por el testimonio que dan los cristianos mismos con su vida, para que resplandezca la Palabra de verdad que el Señor nos dejó. Queridos amigos, frecuentando a los testigos de la fe, como santa Bernardita, la humilde vidente de Lourdes, Paulina Jaricot que suscitó en la Iglesia un nuevo impulso misionero, y tantos otros, nacidos en Francia, creceréis en el conocimiento de Cristo. A través del servicio a Dios y a sus hermanos, estos hombres y estas mujeres nos demuestran que la fe es un acto personal y comunitario, que implica también un testimonio y un compromiso públicos que no podemos desatender. Santa Juana de Arco, de cuyo nacimiento celebramos este año el sexto centenario, es un ejemplo luminoso de esto, ella que quiso llevar el Evangelio al centro de las realidades más dramáticas de la historia y de la Iglesia de su tiempo.

Redescubrir la alegría de creer y el entusiasmo de comunicar la fuerza y la belleza de la fe es un reto fundamental de la nueva evangelización, a la que está llamada toda la Iglesia. Poneos en camino sin miedo, para llevar a los hombres y a las mujeres de vuestro país hacia la amistad con Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, que la Virgen Inmaculada, Nuestra Señora de Lourdes, la cual desempeñó un papel tan importante en el misterio de la salvación, sea también para vosotros una luz en el camino que lleva hacia Cristo, y que os ayude a crecer en la fe. A todos vosotros, obispos y fieles, peregrinos de Lourdes, y a vosotros, hermanos y hermanas de Francia que estáis unidos a nosotros a través de la radio o la televisión, os imparto de todo corazón una afectuosa bendición apostólica.


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16/09/2013 19:49


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL V CENTENARIO DE LA OSTENSIÓN
DE LA TÚNICA SAGRADA EN TRÉVERIS



A mi venerado hermano
Stephan Ackermann
Obispo de Tréveris

En estos días, en la gran catedral de Tréveris, tiene lugar la ostensión de la Túnica sagrada, exactamente quinientos años después de su primera exposición pública por obra del arzobispo Richard von Greiffenklau, de acuerdo con el deseo del emperador Maximiliano I, abriendo el altar mayor. En esta ocasión especial, también yo me hago peregrino, con el pensamiento, en la antigua y venerable ciudad episcopal de Tréveris, para sumarme, en cierto sentido, al grupo de fieles que, en las próximas semanas, participarán en la peregrinación a la Túnica sagrada. A usted, excelencia, a los hermanos en el ministerio episcopal allí presentes, a los sacerdotes y a los diáconos, a los religiosos y a las religiosas, y a todos los que se encuentran reunidos en la catedral de Tréveris para la apertura de la peregrinación, deseo asegurarles la cercanía fraterna del Sucesor de Pedro.

Desde la primera ostensión, en el año 1512, la Túnica sagrada atrae hacia sí a los fieles, porque esta reliquia hace presente uno de los momentos más dramáticos de la vida terrena de Jesús, su muerte en cruz. En ese contexto, la división de los vestidos del Crucificado entre los soldados podría parecer solamente un episodio marginal, al que los Evangelios sinópticos aluden sólo de paso. El evangelista san Juan, sin embargo, desarrolla este acontecimiento con cierta solemnidad. Es el único que llama la atención sobre la túnica, que «era sin costura, tejida toda de una pieza de arriba abajo» (19, 23). Así nos hace explícito el acontecimiento y, gracias a la reliquia, nos ayuda a contemplar con fe el misterio de la salvación.

La túnica, nos dice san Juan, estaba tejida toda de una pieza. Los soldados, según la costumbre romana, se dividen como un botín las pobres cosas del crucificado, pero no quieren desgarrar la túnica. La echan a suerte y de este modo permanece entera. Los Padres de la Iglesia ven en este pasaje la unidad de la Iglesia; está unida como única e indivisa comunidad por el amor de Cristo. La Túnica sagrada quiere hacernos visible todo esto. El amor del Salvador vuelve a unir lo que está dividido. La Iglesia es una en muchos. Cristo no disuelve la pluralidad de los hombres, sino que los une en su ser los unos para los otros y con los otros típico de los cristianos, hasta el punto de que ellos mismos pueden llegar a ser, de varias maneras, mediadores los unos para los otros respecto de Dios.

La túnica de Cristo está «tejida toda de una pieza de arriba abajo» (Jn 19, 23). También esta es una imagen de la Iglesia, que no vive por sí misma, sino por Dios. Como comunidad única e indivisa, es obra de Dios, no producto de los hombres y de sus capacidades. Al mismo tiempo, la Túnica sagrada quiere ser, por decirlo así, una advertencia a la Iglesia para que permanezca fiel a sus orígenes, para que tome conciencia de que, en el fondo, su unidad, su consenso, su eficacia, su testimonio sólo pueden ser creados por Dios, sólo pueden ser dados por Dios. Únicamente cuando Pedro confesó: «Tú eres el Cristo» (cf. Mt 16, 16), recibió el poder de atar y desatar, por lo tanto, el servicio en favor de la unidad de la Iglesia.

Y, por último, la Túnica sagrada no es una toga, un vestido elegante, que expresa un papel social. Es un vestido modesto, que sirve para cubrir y proteger a quien lo lleva, conservando su intimidad. Este vestido es el don indiviso del Crucificado a la Iglesia, que él ha santificado con su Sangre. Por esto, la Túnica sagrada recuerda la dignidad propia de la Iglesia. Sin embargo, ¡cuántas veces vemos en qué frágiles vasijas (cf. 2 Co 4, 7) llevamos nosotros el tesoro que el Señor nos ha confiado en su Iglesia, y cómo, a causa de nuestro egoísmo, de nuestras debilidades y errores, queda herida la integridad del Cuerpo de Cristo! Hace falta una disposición constante a la conversión y a la humildad para seguir al Señor con amor y con verdad. Al mismo tiempo, la particular dignidad e integridad de la Iglesia no puede quedar expuesta y entregada al ruido de un juicio sumario por parte de la opinión pública.

La peregrinación jubilar tiene como lema, que es también una invocación al Señor, «Vuelve a unir lo que está dividido». No queremos permanecer inmóviles en el aislamiento. Queremos pedir al Señor que nos guíe en el camino de la fe, que reviva en nosotros sus contenidos. Así los cristianos, al crecer juntos en la fe, en la oración y en el testimonio, también podremos reconocer, en medio de las pruebas de nuestro tiempo, la magnificencia y la bondad del Señor. Por esto, a usted y a todos los que en estas semanas de fiesta se dirijan en peregrinación a la Túnica sagrada en Tréveris, les imparto de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, Viernes Santo, 6 de abril de 2012



BENEDICTUS PP. XVI


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17/09/2013 14:47


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PRESIDENTE DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA
CON MOTIVO DE LA ASAMBLEA PLENARIA ANUAL





Al venerado hermano
Cardenal William Levada
Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica

Me complace enviarle a usted, venerado hermano, al cardenal Prosper Grech, O.S.A., al secretario y a todos los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica mi cordial saludo con ocasión de la asamblea plenaria anual que se celebró para tratar el importante tema «Inspiración y verdad de la Biblia».

Como sabemos, esta temática es fundamental para una correcta hermenéutica del mensaje bíblico. Precisamente la inspiración como acción de Dios hace que en las palabras humanas se exprese la Palabra de Dios. Por consiguiente, el tema de la inspiración es decisivo para una adecuada aproximación a las Sagradas Escrituras. En efecto, una interpretación de los textos sagrados que descuidara u olvidara su inspiración, no tendría en cuenta su característica más importante y valiosa, o sea, su proveniencia de Dios. En mi exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini recordé, además, que «los padres sinodales han destacado la conexión entre el tema de la inspiración y el de la verdad de las Escrituras. Por eso, la profundización en el proceso de la inspiración llevará también sin duda a una mayor comprensión de la verdad contenida en los libros sagrados» (n. 19).

Por el carisma de la inspiración, los libros de la Sagrada Escritura tienen una fuerza de llamamiento directo y concreto. Pero la Palabra de Dios no queda confinada en lo escrito. En realidad, aunque la Revelación concluyó con la muerte del último Apóstol, la Palabra revelada ha seguido siendo anunciada e interpretada por la Tradición viva de la Iglesia. Por esta razón, la Palabra de Dios fijada en los textos sagrados no es un depósito inerte dentro de la Iglesia, sino que se convierte en regla suprema de su fe y en fuerza de vida. La Tradición que se remonta a los Apóstoles progresa con la asistencia del Espíritu Santo y crece con la reflexión y el estudio de los creyentes, con la experiencia personal de vida espiritual y con la predicación de los obispos (cf. Dei Verbum, 8. 21).

Al estudiar el tema «Inspiración y verdad de la Biblia», la Pontificia Comisión Bíblica está llamada a ofrecer su contribución específica y cualificada a esta necesaria profundización. De hecho, para la vida y la misión de la Iglesia es esencial y fundamental que los textos sagrados se interpreten según su naturaleza: la inspiración y la verdad son características constitutivas de esta naturaleza. Por eso, vuestro compromiso será verdaderamente útil para la vida y para la misión de la Iglesia.

Por último, deseándoos a cada uno de vosotros una fructuosa prosecución de vuestros trabajos, quiero expresar mi profundo aprecio por la actividad que realiza la Pontificia Comisión Bíblica, comprometida a promover el conocimiento, el estudio y la acogida de la Palabra de Dios en el mundo. Con estos sentimientos os encomiendo a cada uno a la protección materna de la Virgen María, a quien con toda la Iglesia invocamos como Sedes Sapientiae, y de corazón le imparto a usted, venerado hermano, y a todos los miembros de la Pontificia Comisión Bíblica, una bendición apostólica especial.

Vaticano, 18 de abril de 2012

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL VII CONGRESO MUNDIAL
DE PASTORAL DEL TURISMO
[Cancún, 23-27 de abril de 2012]




A los Venerados Hermanos,
Señor Cardenal Antonio Maria Vegliò,
Presidente del Pontificio Consejo para la Pastoral
de los Emigrantes e Itinerantes,
y Mons. Pedro Pablo Elizondo Cárdenas, L.C.,
Obispo Prelado de Cancún-Chetumal

Con ocasión del VII Congreso Mundial de Pastoral del Turismo, que se celebrará en Cancún (México), del 23 al 27 de abril, deseo dirigiros mi cordial saludo, que hago extensivo a los venerados Hermanos en el Episcopado y a los participantes en esta importante reunión. Al comienzo de estas jornadas de reflexión sobre la labor pastoral que la Iglesia lleva a cabo en el ámbito del turismo, quiero hacer llegar a los congresistas mi cercanía espiritual, así como mi saludo deferente a las autoridades civiles y a los representantes de organizaciones internacionales que han querido estar presentes en este evento.

El turismo es ciertamente un fenómeno característico de nuestra época, tanto por las significativas dimensiones que ha alcanzado como por las perspectivas de crecimiento que se prevén. Al igual que toda realidad humana, debe ser iluminado y transformado por la Palabra de Dios. Desde esta convicción, la Iglesia, con su solicitud pastoral, y siendo consciente del importante influjo que este fenómeno tiene sobre el ser humano, lo acompaña desde sus primeros pasos, alienta y promueve sus potencialidades, al mismo tiempo que señala y trabaja por corregir sus riesgos y desviaciones.

El turismo, junto con las vacaciones y el tiempo libre, aparece como un espacio privilegiado para la restauración física y espiritual, posibilita el encuentro de quienes pertenecen a culturas diversas, y es ocasión de acercamiento a la naturaleza, favoreciendo por todo ello la escucha y la contemplación, la tolerancia y la paz, el diálogo y la armonía en medio de la diversidad.

El viaje es manifestación de nuestro ser homo viator, al mismo tiempo que refleja ese otro itinerario, más profundo y significativo, que estamos llamados a recorrer: el que nos conduce al encuentro con Dios. La posibilidad que nos brindan los viajes de admirar la belleza de los pueblos, de las culturas y de la naturaleza, nos puede conducir a Dios, favoreciendo la experiencia de fe, «pues por la grandeza y hermosura de las criaturas se llega por analogía a contemplar a su creador» (Sb 13,5). Por otra parte el turismo, como toda realidad humana, no está exento de peligros ni elementos negativos. Se trata de males que hay que afrontar urgentemente, ya que conculcan los derechos y la dignidad de millones de hombres y mujeres, especialmente de los pobres, los menores y los discapacitados. El turismo sexual es una de las formas más abyectas de estas desviaciones que devastan, desde el punto de vista moral, psicológico y sanitario, la vida de las personas, de tantas familias y, a veces, de comunidades enteras. La trata de seres humanos por motivos sexuales o para trasplantes de órganos, así como la explotación de menores, su abandono en manos de personas sin escrúpulos, el abuso, la tortura, se producen tristemente en muchos contextos turísticos. Todo esto ha de inducir a aquellos que se dedican pastoralmente o por motivos de trabajo al mundo del turismo, y a toda la comunidad internacional, a aumentar la vigilancia, a prevenir y contrastar estas aberraciones.

En la encíclica Caritas in veritate quise enmarcar el fenómeno del turismo internacional en el contexto del desarrollo humano integral. «Hay que pensar, pues, en un turismo distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco, que nada quite al descanso y a la sana diversión» (n. 61). Os invito a que vuestro Congreso, reunido precisamente bajo el lema, El turismo que marca la diferencia, colabore a desplegar esa pastoral que nos conduzca paulatinamente hacia este «turismo distinto».

Deseo destacar tres ámbitos en los que la pastoral del turismo debe centrar su atención. En primer lugar, iluminar este fenómeno con la doctrina social de la Iglesia, promoviendo una cultura del turismo ético y responsable, de modo que llegue a ser respetuoso con la dignidad de las personas y de los pueblos, accesible a todos, justo, sostenible y ecológico. El disfrute del tiempo libre y las vacaciones periódicas son una oportunidad, así como un derecho. La Iglesia desea seguir ofreciendo su sincera colaboración, desde el ámbito que le es propio, para hacer que este derecho sea una realidad para todos los seres humanos, especialmente para los colectivos más desfavorecidos.

En segundo lugar, la acción pastoral nunca debe olvidar la via pulchritudinis, la «vía de la belleza». Muchas de las manifestaciones del patrimonio histórico-cultural religioso «son auténticos caminos hacia Dios, la Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la fe» (Audiencia general, 31 agosto 2011). Es importante cuidar la acogida y organizar las visitas turísticas siempre desde el respeto al lugar sagrado y a la función litúrgica para la que nacieron muchas de estas obras y que sigue siendo su destino primordial.

Y, en tercer lugar, la pastoral del turismo ha de acompañar a los cristianos en el disfrute de sus vacaciones y tiempo libre, de modo que sean de provecho para su crecimiento humano y espiritual. Éste es ciertamente «un tiempo oportuno para que el cuerpo se relaje y también para alimentar el espíritu con tiempos más largos de oración y de meditación, para crecer en la relación personal con Cristo y conformarse cada vez más a sus enseñanzas» (Ángelus, 15 julio 2007).

La nueva evangelización, a la que todos estamos convocados, nos exige tener presente y aprovechar las numerosas ocasiones que el fenómeno del turismo nos ofrece para presentar a Cristo como respuesta suprema a los interrogantes del hombre de hoy.

Exhorto pues a que la pastoral del turismo forme parte, con pleno derecho, de la pastoral orgánica y ordinaria de la Iglesia, de modo que coordinando los proyectos y esfuerzos, respondamos con mayor fidelidad al mandato misionero del Señor.

Con estos sentimientos, confío los frutos de este Congreso a la poderosa intercesión de María Santísima, Nuestra Señora de Guadalupe y, como prenda de abundantes favores divinos, imparto complacido a todos los congresistas la implorada Bendición Apostólica.

Vaticano, 18 de abril de 2012

BENEDICTUS PP. XVI


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"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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17/09/2013 14:49


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XVIII SESIÓN PLENARIA
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE CIENCIAS SOCIALES



A su excelencia la profesora Mary Ann Glendon,
Presidenta de la Academia pontificia de ciencias sociales

Me alegra saludarla a usted y a todos los que se han reunido en Roma por la XVIII sesión plenaria de la Academia pontificia de ciencias sociales. Habéis elegido celebrar el de la carta encíclica Pacem in terris del beato Juan XXIII examinando la contribución dada por este importante documento a la doctrina social de la Iglesia. En el culmen de la guerra fría, cuando el mundo estaba todavía aceptando la amenaza planteada por la existencia y la proliferación de armas de destrucción masiva, el Papa Juan escribió la que ha sido definida como una «carta abierta al mundo». Se trataba de un apremiante llamamiento de un gran Pastor, próximo al final de su vida, para que la causa de la paz y de la justicia fuera promovida con vigor en todos los sectores de la sociedad, tanto a nivel nacional como internacional. Aunque el escenario político global ha cambiado de manera significativa en el medio siglo transcurrido desde entonces, la visión ofrecida por el Papa Juan tiene todavía mucho que enseñarnos mientras luchamos por afrontar los nuevos retos para la paz y la justicia en la era posterior a la guerra fría, en medio de la continua proliferación de armamentos.

«La paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el orden que Dios ha establecido» (Pacem in terris, 165). En el centro de la doctrina social de la Iglesia está la antropología que reconoce en cada criatura humana la imagen del Creador, dotada de inteligencia y de libertad, capaz de conocer y de amar. Paz y justicia son fruto del orden justo, que está inscrito en la creación misma, escrito en el corazón humano (cf. Rm 2, 15) y por tanto accesible a todas las personas de buena voluntad, a todos los «peregrinos de verdad y de paz». La encíclica del Papa Juan ha sido y es una fuerte invitación a comprometerse en ese diálogo creativo entre la Iglesia y el mundo, entre los creyentes y los no creyentes, que el concilio Vaticano II se propuso promover. Ofrece una visión profundamente cristiana del lugar que ocupa el hombre en el universo, confiada en que obrando de este modo propone un mensaje de esperanza a un mundo que tiene hambre de ella, un mensaje que puede resonar entre las personas de todas las creencias y de las que no tienen ninguna, ya que su verdad es accesible a todos.

Con este mismo espíritu, después de los ataques terroristas que sacudieron al mundo en septiembre de 2001, el beato Juan Pablo II insistió en que «no hay paz sin justicia, ni justicia sin perdón» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2002). Hay que insertar la noción de perdón en el debate internacional sobre la resolución de conflictos, con el fin de transformar el lenguaje estéril de la recriminación recíproca, que no conduce a ninguna parte. Si la criatura humana está hecha a imagen de Dios, un Dios de justicia que es «rico en misericordia» (Ef 2, 4), entonces estas cualidades deben reflejarse en la dirección de los asuntos humanos. Es la combinación de justicia y perdón, de justicia y gracia, que permanece en el corazón de la respuesta divina al pecado humano (cf. Spe salvi, 44), en otras palabras, en el corazón del «orden establecido por Dios» (Pacem in terris, 1). El perdón no es una negación del mal, sino una participación en el amor salvador y transformador de Dios que reconcilia y cura.

Por tanto, fue significativa la elección del tema para la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos de 2009: «La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, la justicia y la paz». El mensaje portador de vida del Evangelio ha traído esperanza a millones de africanos, ayudándoles a superar los sufrimientos infligidos por regímenes represivos y conflictos fratricidas. Igualmente, la Asamblea sobre la Iglesia en Oriente Medio en 2010 destacó los temas de la comunión y del testimonio, la unidad de pensamiento y de alma que caracteriza a aquellos que se comprometen a seguir la luz de la verdad. Los males históricos y las injusticias sólo pueden superarse si los hombres y las mujeres se inspiran en un mensaje de curación y de esperanza, en un mensaje que ofrece un camino para seguir adelante, para salir del impasse que a menudo encierra a las personas y las naciones en un círculo vicioso de violencia. Desde 1963 algunos conflictos que en esa época parecían irresolubles se han convertido en historia. Cobremos ánimo, por tanto, mientras luchamos por la paz y la justicia en el mundo actual, confiando en que nuestra búsqueda común del orden establecido por Dios, de un mundo en el que la dignidad de cada persona humana reciba el respeto que le corresponde, puede dar fruto y lo dará.

Confío vuestras deliberaciones a la guía materna de Nuestra Señora, Reina de la paz. A usted, monseñor Sánchez Sorondo, y a todos los participantes en la XVIII Sesión plenaria, imparto de buen grado mi bendición apostólica.

Vaticano, 27 de abril de 2012

BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA 98ª REUNIÓN DE LOS CATÓLICOS ALEMANES (KATHOLIKENTAG)



A mi venerado hermano Robert Zollitsch,
arzobispo de Friburgo,
a los obispos,
a los sacerdotes, a los diáconos, a los religiosos
y a todos los participantes en el Katholikentag de Mannheim

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

«Atreverse a una nueva partida»: con este lema se reúnen en estos días numerosos fieles para el 98° Katholikentag en Mannheim. Con afecto os saludo a todos los que os habéis reunido para la apertura solemne en la Marktplatz, en el corazón de la ciudad. Mi saludo va en particular al arzobispo de Friburgo y presidente de la Conferencia episcopal alemana, Robert Zollitsch, a los cardenales y a los obispos presentes, así como al comité central de los católicos alemanes que, juntamente con la archidiócesis de Mannheim, es el dueño de casa de este Katholikentag. Saludo, además, a los representantes del ecumenismo, de la vida pública y a todos los que están conectados con vosotros a través de los medios de comunicación. En esta ocasión recuerdo de buen grado y con profunda gratitud mi visita pastoral a nuestra patria el año pasado, y los numerosos y edificantes encuentros con personas de todos los sectores de la población en aquella gran fiesta de la fe.

«Atreverse a una nueva partida» es el tema de vuestro encuentro en Mannheim. ¿Qué nos quieren decir en realidad estas palabras? Partir significa ponerse en movimiento, ponerse en camino. Pero a menudo implica también la decisión de cambiar y renovarse. Sólo puede partir quien está dispuesto a dejar atrás lo viejo y afrontar lo nuevo. Pero, ¿qué significa esto para la comunidad de la Iglesia, que según el apóstol san Pablo es el Cuerpo místico de Cristo? Cristo es la Cabeza y nosotros somos los miembros. No podemos manipular a la Iglesia en su Cabeza; más bien, como miembros, estamos llamados a orientarnos siempre de nuevo hacia la Cabeza, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2). La renovación sólo da fruto si se realiza a partir de lo que es verdaderamente nuevo de Cristo, que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Por tanto, la partida implica a cada creyente de modo personal e íntimo. A través del Bautismo somos nuevos en Cristo. El Señor ha librado nuestra humanidad de la esclavitud del pecado y la ha «hecho partir» hacia la relación vivificante con Dios. Por eso, esta partida desde Dios debe llegar a ser siempre una partida personal hacia Dios. Cada uno debe preocuparse por su fe personal, por vivirla concretamente y por seguir desarrollándola. Pero en nuestra fe no estamos solos, aislados de los demás. Creemos con y en la comunidad de la Iglesia. La partida de cada bautizado es al mismo tiempo partida en la Iglesia y con ella.

En todos los tiempos ha habido personas que se han atrevido a realizar esta partida y a las cuales se ha revelado de modo particularmente claro la presencia de Dios. El testimonio de fe de los santos y de la gran multitud de cristianos que han anunciado, alegres e intrépidos, el mensaje del Evangelio a los demás puede animarnos también hoy a una nueva partida, puede estimularnos a una nueva valentía en la fe. En la Sagrada Escritura y en la historia de la Iglesia ha habido multitud de personas a las que no bastaba, a las que no podía bastar, lo que era común en su tiempo. Con corazón inquieto y abierto, han sido capaces de percibir en su vida y en las exigencias de la cotidianidad la «llamada a salir» de Dios. No ha sido la incoherencia humana lo que las ha hecho partir, sino el anhelo de la verdad y la escucha de la Palabra de Dios. La verdadera partida consiste, como ellas nos lo demuestran, en la obediencia y en la confianza respecto a las indicaciones y a la llamada de Dios. Quien se siente interpelado por Dios y modela su vida a partir de este diálogo con Dios supera las angustias y los miedos y, por tanto, puede «dar razón de su esperanza» (cf. 1 P 3, 15).

Un hijo de la ciudad de Mannheim, el padre jesuita Alfred Delp, que después fue mártir, en una reflexión escrita pocas semanas antes de su muerte, nos describe a las personas que se atreven a ponerse en camino siguiendo la llamada de Dios: «Son personas —escribe— de una mirada infinita. Tienen hambre y sed de lo definitivo; realmente hambre y sed. Por consiguiente, son capaces de decidir. Subordinan la vida a su índole definitiva. Son personas que buscan, que caminan, porque han creído más en la llamada interior y en el signo exterior —que sin hambre interior y curiosidad atenta jamás habrían notado— que en la estabilidad segura y cómoda» (Im Angesicht des Todes, 97 s).

Queridos hermanos y hermanas, el Katholikentag se celebra en una ciudad que tiene una inmensa multiplicidad de ideas y concepciones, proyectos de vida y religiones. En ese ámbito, la aventura de una nueva partida significa reconocer sus oportunidades y sus peligros y crear los espacios para una convivencia auténtica. En efecto, sólo una humanidad en la que reine la «civilización del amor» podrá disfrutar de una paz verdadera y duradera. Como Iglesia tenemos la misión de anunciar de manera abierta y clara la exigencia y el mensaje del Evangelio. La contribución de todos los bautizados a la nueva evangelización es irrenunciable. También nuestro país necesita una nueva partida misionera, apostólica.

Deseo dedicar en particular algunas palabras a los jóvenes y a los adultos jóvenes. Pude encontrarme con muchos de vosotros el año pasado, durante la Jornada mundial de la juventud en Madrid, y algunas semanas después durante la vigilia en Friburgo. A los que, como vosotros, tienen aún la vida por delante, se les pide continuamente que tomen decisiones e, incluso en el caso de desengaños, que se vuelvan a levantar y forjen con firmeza su futuro. Tened la valentía de orientaros hacia Jesucristo. Fortaleceos unos a otros en la fe. Apoyad el mensaje del Evangelio entre vuestros amigos, en la escuela y en el trabajo. Del mismo modo que Cristo ama a la Iglesia (cf. Ef 5, 25), así también nosotros queremos amar a la Iglesia. Sí, identificaos con la Iglesia, porque Cristo se identifica con la Iglesia, porque Cristo se identifica con nosotros. Acoged la vida y la verdad que Cristo nos da en la Iglesia. Todos queremos llevar este tesoro del amor de Dios a los hombres de nuestro país. Siguiendo su Palabra, queremos ponernos en camino (cf. Lc 5, 5), respondiendo así a la partida de Dios hacia nosotros, los hombres.

El 98° Katholikentag constituye, en cierto sentido, un preludio del Año de la fe, que iniciaremos dentro de poco, con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio Vaticano II. Por tanto, que estos días sean una fiesta de la fe y ayuden a redescubrir la fe de la Iglesia en su belleza y su lozanía, a vivirla de manera cada vez más profunda y también a anunciarla en un tiempo nuevo. Con este deseo, pongo la celebración del Katholikentag en las manos de Dios y os imparto de corazón la bendición apostólica.

Vaticano, 14 de mayo de 2012

BENEDICTUS PP. XVI


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Messaggio a Sua Maestà Elisabetta II, Regina del Regno Unito, in occasione del Giubileo di Diamante del suo regno (23 maggio 2012)

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Messaggio in occasione della processione di Pentecoste a Kötzting (24 maggio 2012)

Alemán


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Messaggio ai partecipanti all’XI Incontro Internazionale delle Equipes Notre-Dame [Brasilia, 21-26 luglio 2012] (5 luglio 2012)

Français


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Messaggio ai Cavalieri di Colombo in occasione del 130.mo Convegno Supremo [Anaheim, California, 7-9 agosto 2012] (19 luglio 2012)

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Messaggio in occasione del XXV anniversario dell'Incontro interreligioso di preghiera di Hieizan (Giappone) (3 agosto 2012)

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Français


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Messaggio all'Arcivescovo di Vrhbosna-Sarajevo in occasione dell'Incontro Internazionale di preghiera per la Pace organizzato dalla Comunità di Sant'Egidio (4 settembre 2012) [Sarajevo, 9-11 settembre 2012]

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Français


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Messaggio ai partecipanti all'Assemblea Plenaria del Consiglio delle Conferenze Episcopali d'Europa (CCEE) (27-30 settembre 2012, St. Gallen - Svizzera)

Italiano


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Messaggio in occasione della XVII Seduta Pubblica delle Accademie Pontificie (21 novembre 2012)

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU SANTIDAD MAR DINKHA IV,
CATHOLICÓS PATRIARCA DE LA IGLESIA ASIRIA DE ORIENTE



El jubileo de oro de su consagración episcopal, Santidad, que culminó en su eminente ministerio como Catholicós Patriarca de la Iglesia asiria de Oriente, me brinda la oportunidad de manifestarle mi felicitación y mis mejores deseos con mi oración.

Agradezco al Señor las abundantes bendiciones concedidas a la Iglesia asiria de Oriente a través de su ministerio, y le doy las gracias por su compromiso a favor de la promoción del diálogo constructivo, la cooperación fructífera y la amistad creciente entre nuestras Iglesias. Recuerdo su presencia en el funeral de Juan Pablo II y, previamente, su visita a Roma en 1994 para firmar una Declaración cristológica común. La sucesiva Comisión conjunta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente ha dado muchos frutos. Renuevo la esperanza, expresada con ocasión de su visita a Roma en junio de 2007, de que «la fecunda labor que la Comisión ha realizado durante estos años continúe, sin perder jamás de vista la meta última de nuestro camino común: el restablecimiento de la comunión plena».

Quiero reiterar también mi solidaridad con las comunidades cristianas que están en Irak y en todo Oriente Medio, rezando para que las formas efectivas de testimonio común del Evangelio y la colaboración pastoral al servicio de la paz, de la reconciliación y de la unidad se profundicen entre los fieles católicos y los asirios.

Santidad, en este significativo aniversario, rezo para que el amor de Dios Padre lo envuelva, la sabiduría del Hijo lo ilumine y el fuego del Espíritu Santo siga inspirándolo.

Con sentimientos de respeto, le envío, Beatitud, un abrazo fraternal en Jesucristo nuestro Salvador.

BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DEL CAMPEONATO EUROPEO DE FÚTBOL 2012



A su excelencia
Monseñor Józef Michalik
Presidente de la Conferencia episcopal polaca
Varsovia

Dentro de poco iniciará el Campeonato europeo de fútbol, que tendrá lugar en Polonia y Ucrania. Este evento deportivo implica no sólo a los organizadores, a los atletas y a los aficionados, sino también, de diversas formas y en los distintos ámbitos de la vida, a toda la sociedad. Incluso la Iglesia no es indiferente a este evento, en particular a las necesidades espirituales de aquellos que participan en él. Acojo con gratitud las informaciones que llegan de encuentros catequéticos, litúrgicos y de oración programados.

Mi amado predecesor, el beato Juan Pablo II, dijo: «Las potencialidades del fenómeno deportivo lo convierten en instrumento significativo para el desarrollo global de la persona y en factor utilísimo para la construcción de una sociedad más a la medida del hombre. El sentido de fraternidad, la magnanimidad, la honradez y el respeto del cuerpo —virtudes indudablemente indispensables para todo buen atleta—, contribuyen a la construcción de una sociedad civil donde el antagonismo cede su lugar al agonismo, el enfrentamiento al encuentro, y la contraposición rencorosa a la confrontación leal. Entendido de este modo, el deporte no es un fin, sino un medio; puede transformarse en vehículo de civilización y de genuina diversión, estimulando a la persona a dar lo mejor de sí y a evitar lo que puede ser peligroso o gravemente perjudicial para sí misma o para los demás» (Discurso a los participantes en el Congreso internacional sobre el deporte, 28 de octubre de 2000: L'Osservatore Romano, edición en lengua española 3 de noviembre de 2000, p. 6).

Por lo demás, el deporte de equipo, como el fútbol, es una escuela importante para educar en el sentido del respeto del otro, incluso del adversario deportivo, en el espíritu de sacrificio personal con vistas al bien de todo el grupo, en la valorización de las dotes de cada miembro del equipo; en una palabra, a superar la lógica del individualismo y del egoísmo, que con frecuencia caracteriza las relaciones humanas, para dejar espacio a la lógica de la fraternidad y del amor, la única que puede permitir —en todos los niveles— promover el auténtico bien común.

Con estos breves pensamientos aliento a todos aquellos que están implicados en el evento a obrar con solicitud, a fin de que se viva como expresión de las más nobles virtudes y acciones humanas, con espíritu de paz y de sincera alegría.

En la oración encomiendo a Dios a los pastores, a los voluntarios, a los jugadores, a los aficionados y a todos aquellos que trabajan en la preparación y en el desarrollo del Campeonato. A todos imparto mi bendición.

Vaticano, 6 de junio de 2012

BENEDICTO PP. XVI


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MENSAJE DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
A MONSEÑOR RUBÉN SALAZAR GÓMEZ,
ARZOBISPO DE BOGOTÁ,
CON OCASIÓN DE LA CONMEMORACIÓN DEL CENTENARIO
DE LA CARTA ENCÍCLICA “LACRIMABILI STATU INDORUM”
DE SAN PÍO X



Al venerado hermano
Monseñor Rubén Salazar Gómez
Arzobispo de Bogotá y
Presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia

Me ha alegrado saber que en Colombia se ha programado este año celebrar el centenario de la Carta encíclica Lacrimabili statu indorum firmada, el 7 de junio de 1912, por mi predecesor san Pío X, y me complace en esta fausta circunstancia enviarle a usted y a todas las Iglesias particulares de esa amada Nación mi cordial saludo en el Señor.

El mencionado documento, en continuidad con la Carta encíclica Inmensa pastorum, del Papa Benedicto XIV, había puesto de manifiesto la necesidad de trabajar más diligentemente por la evangelización de los pueblos indígenas y la constante promoción de su dignidad y progreso.

El recuerdo de este magisterio es una ocasión extraordinaria que se nos ofrece para continuar profundizando en la pastoral indígena y no dejar de interpretar toda realidad humana para impregnarla de la fuerza del Evangelio (cf. Pablo VI, Exh. apostólica Evangelii nuntiandi, 20). Así es, la Iglesia no considera ajena ninguna legítima aspiración humana y hace suyas las más nobles metas de estos pueblos, tantas veces marginados o no comprendidos, cuya dignidad no es menor que la de cualquier otra persona, pues todo hombre o mujer ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27). Y Jesucristo, que mostró siempre su predilección por los pobres y abandonados, nos dice que todo lo que hagamos o dejemos de hacer «a uno de estos mis hermanos más pequeños», a Él se lo hacemos (cf. Mt 25, 40). Nadie que se precie, pues, del nombre de cristiano puede desentenderse de su prójimo o minusvalorarlo por motivos de lengua, raza o cultura. En este sentido, el mismo apóstol Pablo nos ofrece la oportuna luz al decir: «Todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo» (1 Co 12, 13).

Con vivos sentimientos de cercanía a esos pueblos, me uno de buen grado a cuantos, alentados por los mensajes de mis predecesores en la Cátedra de san Pedro, están llevando a cabo una benemérita obra en su favor, ven con gozo las gracias que cada día comparten con ellos y se empeñan con valentía en seguir acompañándolos con miras a la construcción de un futuro luminoso y esperanzador para todos.

En este quehacer nos sirven de modelo el arrojo apostólico de insignes obispos, como Toribio de Mogrovejo o Ezequiel Moreno, la caridad sin fisuras de religiosos como Roque González de Santa Cruz o Laura Montoya, y la sencillez y humildad de laicos tan ejemplares como Ceferino Namuncurá o Juan Diego Cuauhtlatoatzin. No podemos olvidar tampoco las numerosas congregaciones e institutos de vida religiosa que nacieron en el continente americano para afrontar los desafíos de esta misión. Y cómo no recordar en este mismo contexto el testimonio preclaro y las significativas obras apostólicas emprendidas por tantos hombres y mujeres que, con gran espíritu de comunión y colaboración eclesial, se entregaron denodadamente a llevar a estas gentes el nombre de Jesucristo, valorando aquello que les es propio, para que en el Evangelio descubrieran la vida en plenitud a la que siempre habían tendido.

Deseo exhortar a todos a considerar esta efeméride como un momento propicio para dar un nuevo impulso a la proclamación del Evangelio entre estos queridos hermanos nuestros, incrementando el espíritu de mutua comprensión, de servicio solidario y de respeto recíproco. Al abrirse a Cristo, ellos no sufren detrimento alguno en sus virtudes y cualidades naturales, antes bien la obra redentora las vigoriza, purifica y consolida. En su divino Corazón, podrán encontrar una fuente viva de esperanza, fuerzas para afrontar con tenacidad los retos que tienen planteados, consuelo en medio de sus dificultades e inspiración para descubrir los caminos de superación y elevación que están llamados a transitar. Al anunciarles el mensaje salvador, la Iglesia sigue el mandato de su Fundador, y en él se fundamenta para secundar los genuinos anhelos de estos pueblos, a menudo truncados por la frecuente falta de respeto hacia sus costumbres, así como por escenarios de migración forzada, violencia inicua o serios obstáculos para defender sus reservas naturales.

Con hondo amor hacia todos, y en consonancia con la doctrina social de la Iglesia, invito a escuchar sin prejuicios la voz de estos hermanos nuestros, a favorecer un verdadero conocimiento de su historia e idiosincrasia, así como a potenciar su participación en todos los ámbitos de la sociedad y la Iglesia. La actual coyuntura es providencial para que, con rectitud de intención y configurados a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida para todo el género humano, crezca entre los pastores y fieles el deseo de salvaguardar la dignidad y los derechos de los pueblos originarios y éstos a su vez estén más dispuestos a cumplir con sus deberes, en armonía con sus tradiciones ancestrales.

Suplico al Omnipotente que, ante todo, sea tutelado el carácter sagrado de su vida. Que por ningún motivo se coarte su existencia, pues Dios no quiere la muerte de nadie y nos ordena amarnos fraternamente. Que sean protegidas debidamente sus tierras. Que nadie, por causa alguna, instrumentalice o manipule a estos pueblos, y que éstos no se dejen arrastrar por ideologías que los atenacen nocivamente.

Como prenda de copiosos dones celestiales, y a la vez que invoco la poderosa intercesión de María Santísima, Madre del Creador y Madre nuestra, sobre todos los que participan en las diferentes iniciativas previstas para conmemorar el centenario de la Carta encíclica Lacrimabili statu indorum, imparto a todos una especial Bendición Apostólica, que ayude a los pueblos indígenas a sentir cada vez más la Iglesia como casa para madurar en todo aquello que los enaltezca moral y religiosamente y como hogar de comunión para vivir auténticamente y unidos a Cristo su condición de hijos de Dios.

Vaticano, 15 de junio de 2012

BENEDICTUS PP. XVI


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VÍDEO MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CLAUSURA DEL 50° CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL CELEBRADO EN DUBLÍN



Queridos hermanos y hermanas:

Con gran afecto en el Señor, saludo a todos los que os habéis reunido en Dublín para el 50 Congreso Eucarístico Internacional, en especial al Señor Cardenal Brady, al Señor Arzobispo Martin, al clero, a las personas consagradas, a los fieles de Irlanda y a todos los que habéis venido desde lejos para apoyar a la Iglesia en Irlanda con vuestra presencia y vuestras oraciones.

El tema del Congreso – «La Eucaristía: Comunión con Cristo y entre nosotros» – nos lleva a reflexionar sobre la Iglesia como misterio de comunión con el Señor y con todos los miembros de su cuerpo. Desde los primeros tiempos, la noción de koinonia o communio ha sido central en la comprensión que la Iglesia ha tenido de sí misma, de su relación con Cristo, su Fundador, y de los sacramentos que celebra, sobre todo la Eucaristía. Mediante el Bautismo, se nos incorpora a la muerte de Cristo, renaciendo en la gran familia de los hermanos y hermanas de Jesucristo; por la Confirmación recibimos el sello del Espíritu Santo y, por nuestra participación en la Eucaristía, entramos en comunión con Cristo y se hace visible en la tierra la comunión con los demás. Recibimos también la prenda de la vida eterna futura.

El Congreso tiene lugar en un momento en el que la Iglesia se prepara en todo el mundo para celebrar el Año de la Fe, para conmemorar el quincuagésimo aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, un acontecimiento que puso en marcha la más amplia renovación del rito romano que jamás se haya conocido. Basado en un examen profundo de las fuentes de la liturgia, el Concilio promovió la participación plena y activa de los fieles en el sacrificio eucarístico. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido, y a la luz de la experiencia de la Iglesia universal en este periodo, es evidente que los deseos de los Padres Conciliares sobre la renovación litúrgica se han logrado en gran parte, pero es igualmente claro que ha habido muchos malentendidos e irregularidades. La renovación de las formas externas querida por los Padres Conciliares se pensó para que fuera más fácil entrar en la profundidad interior del misterio. Su verdadero propósito era llevar a las personas a un encuentro personal con el Señor, presente en la Eucaristía, y por tanto con el Dios vivo, para que a través de este contacto con el amor de Cristo, pudiera crecer también el amor de sus hermanos y hermanas entre sí. Sin embargo, la revisión de las formas litúrgicas se ha quedado con cierta frecuencia en un nivel externo, y la «participación activa» se ha confundido con la mera actividad externa. Por tanto, queda todavía mucho por hacer en el camino de la renovación litúrgica real. En un mundo que ha cambiado, y cada vez más obsesionado con las cosas materiales, debemos aprender a reconocer de nuevo la presencia misteriosa del Señor resucitado, el único que puede dar amplitud y profundidad a nuestra vida.

La Eucaristía es el culto de toda la Iglesia, pero requiere igualmente el pleno compromiso de cada cristiano en la misión de la Iglesia; implica una llamada a ser pueblo santo de Dios, pero también a la santidad personal; se ha de celebrar con gran alegría y sencillez, pero también tan digna y reverentemente como sea posible; nos invita a arrepentirnos de nuestros pecados, pero también a perdonar a nuestros hermanos y hermanas; nos une en el Espíritu, pero también nos da el mandato del mismo Espíritu de llevar la Buena Nueva de la salvación a otros.

Por otra parte, la Eucaristía es el memorial del sacrificio de Cristo en la cruz; su cuerpo y su sangre instauran la nueva y eterna Alianza para el perdón de los pecados y la transformación del mundo. Durante siglos, Irlanda ha sido forjada en lo más hondo por la santa Misa y por la fuerza de su gracia, así como por las generaciones de monjes, mártires y misioneros que han vivido heroicamente la fe en el país y difundido la Buena Nueva del amor de Dios y el perdón más allá de sus costas. Sois los herederos de una Iglesia que ha sido una fuerza poderosa para el bien del mundo, y que ha llevado un amor profundo y duradero a Cristo y a su bienaventurada Madre a muchos, a muchos otros. Vuestros antepasados en la Iglesia en Irlanda supieron cómo esforzarse por la santidad y la constancia en su vida personal, cómo proclamar el gozo que proviene del Evangelio, cómo inculcar la importancia de pertenecer a la Iglesia universal, en comunión con la Sede de Pedro, y la forma de transmitir el amor a la fe y la virtud cristiana a otras generaciones. Nuestra fe católica, imbuida de un sentido radical de la presencia de Dios, fascinada por la belleza de su creación que nos rodea y purificada por la penitencia personal y la conciencia del perdón de Dios, es un legado que sin duda se perfecciona y se alimenta cuando se lleva regularmente al altar del Señor en el sacrificio de la Misa. La gratitud y la alegría por una historia tan grande de fe y de amor se han visto recientemente conmocionados de una manera terrible al salir a la luz los pecados cometidos por sacerdotes y personas consagradas contra personas confiadas a sus cuidados. En lugar de mostrarles el camino hacia Cristo, hacia Dios, en lugar de dar testimonio de su bondad, abusaron de ellos, socavando la credibilidad del mensaje de la Iglesia. ¿Cómo se explica el que personas que reciben regularmente el cuerpo del Señor y confiesan sus pecados en el sacramento de la penitencia hayan pecado de esta manera? Sigue siendo un misterio. Pero, evidentemente, su cristianismo no estaba alimentado por el encuentro gozoso con Cristo: se había convertido en una mera cuestión de hábito. El esfuerzo del Concilio estaba orientado a superar esta forma de cristianismo y a redescubrir la fe como una amistad personal profunda con la bondad de Jesucristo. El Congreso Eucarístico tiene un objetivo similar. Aquí queremos encontrarnos con el Señor resucitado. Le pedimos que nos llegue hasta lo más hondo. Que al igual que sopló sobre los Apóstoles en la Pascua infundiéndoles su Espíritu, derrame también sobre nosotros su aliento, la fuerza del Espíritu Santo, y así nos ayude a ser verdaderos testigos de su amor, testigos de la verdad. Su verdad es su amor. El amor de Cristo es la verdad.

Mis queridos hermanos y hermanas, ruego que el Congreso sea para cada uno de vosotros una experiencia espiritualmente fecunda de comunión con Cristo y su Iglesia. Al mismo tiempo, me gustaría invitaros a uniros a mí en la oración, para que Dios bendiga el próximo Congreso Eucarístico Internacional, que tendrá lugar en 2016 en la ciudad de Cebú. Envío un caluroso saludo al pueblo de Filipinas, asegurando mi cercanía en la oración durante el periodo de preparación a este gran encuentro eclesial. Estoy seguro de que aportará una renovación espiritual duradera, no sólo a ellos, sino también a todos los participantes del mundo entero. Ahora, encomiendo a todos los participantes en este Congreso a la protección amorosa de María, Madre de Dios, y a san Patricio, el gran Patrón de Irlanda, a la vez que, como muestra de gozo y paz en el Señor, os imparto de corazón la Bendición Apostólica.

BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL OBISPO DE ÁVILA (ESPAÑA)
CON OCASIÓN DEL 450° ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN
DEL MONASTERIO DE SAN JOSÉ EN ÁVILA
Y DEL INICIO DE LA REFORMA DEL CARMELO



Al venerado Hermano
Monseñor Jesús GARCÍA BURILLO,
Obispo de Ávila

1. Resplendens stella. «Una estrella que diese de sí gran resplandor» (Libro de la Vida 32,11). Con estas palabras, el Señor animó a Santa Teresa de Jesús para la fundación en Ávila del monasterio de San José, inicio de la reforma del Carmelo, de la cual, el próximo 24 de agosto, se cumplen cuatrocientos cincuenta años. Con ocasión de esa feliz circunstancia, quiero unirme a la alegría de la querida Diócesis abulense, de la Orden del Carmelo Descalzo, del Pueblo de Dios que peregrina en España y de todos los que, en la Iglesia universal, han encontrado en la espiritualidad teresiana una luz segura para descubrir que por Cristo llega al hombre la verdadera renovación de su vida. Enamorada del Señor, esta preclara mujer no ansió sino agradarlo en todo. En efecto, un santo no es aquel que realiza grandes proezas basándose en la excelencia de sus cualidades humanas, sino el que consiente con humildad que Cristo penetre en su alma, actúe a través de su persona, sea Él el verdadero protagonista de todas sus acciones y deseos, quien inspire cada iniciativa y sostenga cada silencio.

2. Dejarse conducir de este modo por Cristo solamente es posible para quien tiene una intensa vida de oración. Ésta consiste, en palabras de la Santa abulense, en «tratar de amistad, estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama» (Libro de la Vida 8,5). La reforma del Carmelo, cuyo aniversario nos colma de gozo interior, nace de la oración y tiende a la oración. Al promover un retorno radical a la Regla primitiva, alejándose de la Regla mitigada, santa Teresa de Jesús quería propiciar una forma de vida que favoreciera el encuentro personal con el Señor, para lo cual es necesario «ponerse en soledad y mirarle dentro de sí, y no extrañarse de tan buen huésped» (Camino de perfección 28,2). El monasterio de San José nace precisamente con el fin de que sus hijas tengan las mejores condiciones para hallar a Dios y entablar una relación profunda e íntima con Él.

3. Santa Teresa propuso un nuevo estilo de ser carmelita en un mundo también nuevo. Aquellos fueron «tiempos recios» (Libro de la Vida 33,5). Y en ellos, al decir de esta Maestra del espíritu, «son menester amigos fuertes de Dios para sustentar a los flacos» (ibíd. 15,5). E insistía con elocuencia: «Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo, quieren poner su Iglesia por el suelo. No, hermanas mías, no es tiempo de tratar con Dios asuntos de poca importancia» (Camino de perfección 1,5). ¿No nos resulta familiar, en la coyuntura que vivimos, una reflexión tan luminosa e interpelante, hecha hace más de cuatro siglos por la Santa mística?

El fin último de la Reforma teresiana y de la creación de nuevos monasterios, en medio de un mundo escaso de valores espirituales, era abrigar con la oración el quehacer apostólico; proponer un modo de vida evangélica que fuera modelo para quien buscaba un camino de perfección, desde la convicción de que toda auténtica reforma personal y eclesial pasa por reproducir cada vez mejor en nosotros la «forma» de Cristo (cf. Gal 4,19). No fue otro el empeño de la Santa ni el de sus hijas. Tampoco fue otro el de sus hijos carmelitas, que no trataban sino de «ir muy adelante en todas las virtudes» (Libro de la Vida 31,18). En este sentido, Teresa escribe: «Precia más [nuestro Señor] un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer» (Libro de las Fundaciones 1,7). Ante el olvido de Dios, la Santa Doctora alienta comunidades orantes, que arropen con su fervor a los que proclaman por doquier el Nombre de Cristo, que supliquen por las necesidades de la Iglesia, que lleven al corazón del Salvador el clamor de todos los pueblos.

4. También hoy, como en el siglo XVI, y entre rápidas transformaciones, es preciso que la plegaria confiada sea el alma del apostolado, para que resuene con meridiana claridad y pujante dinamismo el mensaje redentor de Jesucristo. Es apremiante que la Palabra de vida vibre en las almas de forma armoniosa, con notas sonoras y atrayentes.

En esta apasionante tarea, el ejemplo de Teresa de Ávila nos es de gran ayuda. Podemos afirmar que, en su momento, la Santa evangelizó sin tibiezas, con ardor nunca apagado, con métodos alejados de la inercia, con expresiones nimbadas de luz. Esto conserva toda su frescura en la encrucijada actual, que siente la urgencia de que los bautizados renueven su corazón a través de la oración personal, centrada también, siguiendo el dictado de la Mística abulense, en la contemplación de la Sacratísima Humanidad de Cristo como único camino para hallar la gloria de Dios (cf. Libro de la Vida 22,1; Las Moradas 6,7). Así se podrán formar familias auténticas, que descubran en el Evangelio el fuego de su hogar; comunidades cristianas vivas y unidas, cimentadas en Cristo como en su piedra angular y que tengan sed de una vida de servicio fraterno y generoso. También es de desear que la plegaria incesante promueva el cultivo prioritario de la pastoral vocacional, subrayando peculiarmente la belleza de la vida consagrada, que hay que acompañar debidamente como tesoro que es de la Iglesia, como torrente de gracias, tanto en su dimensión activa como contemplativa.

La fuerza de Cristo conducirá igualmente a redoblar las iniciativas para que el pueblo de Dios recobre su vigor de la única forma posible: dando espacio en nuestro interior a los sentimientos del Señor Jesús (cf. Flp 2,5), buscando en toda circunstancia una vivencia radical de su Evangelio. Lo cual significa, ante todo, consentir que el Espíritu Santo nos haga amigos del Maestro y nos configure con Él. También significa acoger en todo sus mandatos y adoptar en nosotros criterios tales como la humildad en la conducta, la renuncia a lo superfluo, el no hacer agravio a los demás o proceder con sencillez y mansedumbre de corazón. Así, quienes nos rodean, percibirán la alegría que nace de nuestra adhesión al Señor, y que no anteponemos nada a su amor, estando siempre dispuestos a dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3,15) y viviendo, como Teresa de Jesús, en filial obediencia a nuestra Santa Madre la Iglesia.

5. A esa radicalidad y fidelidad nos invita hoy esta hija tan ilustre de la Diócesis de Ávila. Acogiendo su hermoso legado, en esta hora de la historia, el Papa convoca a todos los miembros de esa Iglesia particular, pero de manera entrañable a los jóvenes, a tomar en serio la común vocación a la santidad. Siguiendo las huellas de Teresa de Jesús, permitidme que diga a quienes tienen el futuro por delante: Aspirad también vosotros a ser totalmente de Jesús, sólo de Jesús y siempre de Jesús. No temáis decirle a Nuestro Señor, como ella: «Vuestra soy, para vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí?» (Poesía 2). Y a Él le pido que sepáis también responder a sus llamadas iluminados por la gracia divina, con «determinada determinación», para ofrecer «lo poquito» que haya en vosotros, confiando en que Dios nunca abandona a quienes lo dejan todo por su gloria (cf. Camino de perfección 21,2; 1,2).

6. Santa Teresa supo honrar con gran devoción a la Santísima Virgen, a quien invocaba bajo el dulce nombre del Carmen. Bajo su amparo materno pongo los afanes apostólicos de la Iglesia en Ávila, para que, rejuvenecida por el Espíritu Santo, halle los caminos oportunos para proclamar el Evangelio con entusiasmo y valentía. Que María, Estrella de la evangelización, y su casto esposo San José intercedan para que aquella «estrella» que el Señor encendió en el universo de la Iglesia con la reforma teresiana siga irradiando el gran resplandor del amor y de la verdad de Cristo a todos los hombres. Con este anhelo, Venerado Hermano en el Episcopado, te envío este mensaje, que ruego hagas conocer a la grey encomendada a tus desvelos pastorales, y muy especialmente a las queridas Carmelitas Descalzas del convento de San José, de Ávila, que perpetúan en el tiempo el espíritu de su Fundadora, y de cuya ferviente oración por el Sucesor de Pedro tengo constancia agradecida. A ellas, a ti y a todos los fieles de Ávila, imparto con afecto la Bendición Apostólica, prenda de copiosos favores celestiales.

Vaticano, 16 de julio de 2012



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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXXIII EDICIÓN
DEL «MEETING PARA LA AMISTAD ENTRE LOS PUEBLOS»
(RÍMINI, 19-25 DE AGOSTO DE 2012)



Al venerado hermano
Monseñor Francesco Lambiasi
Obispo de Rímini

Deseo dirigir mi cordial saludo a usted, a los organizadores y a todos los participantes en el «Meeting para la amistad entre los pueblos», que llega a su trigésima tercera edición. El tema elegido este año —«La naturaleza del hombre es relación con el infinito»— resulta especialmente significativo con vistas al ya inminente inicio del «Año de la fe», que he querido convocar con ocasión del quincuagésimo aniversario de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II.

Hablar del hombre y de su anhelo de infinito significa ante todo reconocer su relación constitutiva con el Creador. El hombre es una criatura de Dios. Hoy esta palabra —criatura— parece casi pasada de moda: se prefiere pensar en el hombre como en un ser realizado en sí mismo y artífice absoluto de su propio destino. La consideración del hombre como criatura resulta «incómoda» porque implica una referencia esencial a algo diferente, o mejor, a Otro —no gestionable por el hombre— que entra a definir de modo esencial su identidad; una identidad relacional, cuyo primer dato es la dependencia originaria y ontológica de Aquel que nos ha querido y nos ha creado. Sin embargo esta dependencia, de la que el hombre moderno y contemporáneo trata de liberarse, no sólo no esconde o disminuye, sino que revela de modo luminoso la grandeza y la dignidad suprema del hombre, llamado a la vida para entrar en relación con la Vida misma, con Dios.

Decir que «la naturaleza del hombre es relación con el infinito» significa entonces decir que toda persona ha sido creada para que pueda entrar en diálogo con Dios, con el Infinito. Al inicio de la historia del mundo, Adán y Eva son fruto de un acto de amor de Dios, hechos a su imagen y semejanza, y su vida y su relación con el Creador coincidían: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Y el pecado original tiene su raíz última precisamente en el sustraerse de nuestros progenitores a esta relación constitutiva, en querer ocupar el lugar de Dios, en creer que podían prescindir de él. Sin embargo, también después del pecado permanece en el hombre el deseo apremiante de este diálogo, casi una firma grabada con fuego en su alma y en su carne por el Creador mismo. El Salmo 63 nos ayuda a entrar en el corazón de este discurso: «Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo; mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua» (v. 2). No sólo mi alma, sino cada fibra de mi carne está hecha para encontrar su paz, su realización en Dios. Y esta tensión es imborrable en el corazón del hombre: incluso cuando se rechaza o se niega a Dios, no desaparece la sed de infinito que habita en el hombre. Al contrario, comienza una búsqueda afanosa y estéril de «falsos infinitos» que puedan satisfacer al menos por un momento. La sed del alma y el anhelo de la carne de los que habla el salmista no se pueden eliminar; así el hombre, sin saberlo, va en busca del Infinito, pero en direcciones equivocadas: en la droga, en una sexualidad vivida de modo desordenado, en las tecnologías totalizadoras, en el éxito a cualquier precio, incluso en formas engañosas de religiosidad. También a menudo se corre el riesgo de absolutizar las cosas buenas, que Dios ha creado como caminos que conducen a él, convirtiéndolas así en ídolos que sustituyen al Creador.

Reconocer que estamos hechos para el infinito significa recorrer un camino de purificación de los que hemos llamado «falsos infinitos», un camino de conversión del corazón y de la mente. Es necesario erradicar todas las falsas promesas de infinito que seducen al hombre y lo hacen esclavo. Para encontrarse verdaderamente a sí mismo y la propia identidad, para vivir a la altura del propio ser, el hombre debe volver a reconocerse criatura, dependiente de Dios. Al reconocimiento de esta dependencia —que en lo profundo es el gozoso descubrimiento de ser hijos de Dios— está vinculada la posibilidad de una vida verdaderamente libre y plena. Es interesante notar cómo san Pablo, en la Carta a los Romanos, ve lo contrario de la esclavitud no tanto en la libertad, cuanto en la filiación, en el hecho de haber recibido el Espíritu Santo que nos hace hijos adoptivos y nos permite clamar a Dios «¡Abba! ¡Padre!» (cf. 8, 15). El Apóstol de los gentiles habla de una esclavitud «mala»: la del pecado, de la ley, de las pasiones de la carne. A esta, sin embargo, no contrapone la autonomía, sino la «esclavitud de Cristo» (cf. 6, 16-22); más aún, él mismo se define: «Pablo, siervo de Cristo Jesús» (1, 1). El punto fundamental, por tanto, no es eliminar la dependencia, que es constitutiva del hombre, sino dirigirla hacia el Único que puede hacer verdaderamente libres.

Pero en este punto surge una pregunta: ¿No le es tal vez estructuralmente imposible al hombre vivir a la altura de su propia naturaleza? Y ¿no es tal vez una condena este anhelo hacia el infinito que él mismo advierte sin poderlo satisfacer nunca totalmente? Este interrogante nos lleva directamente al corazón del cristianismo. El Infinito mismo, en efecto, para hacerse respuesta que el hombre pueda experimentar, asumió una forma finita. Desde la Encarnación, desde el momento en que el Verbo se hizo carne, quedó eliminada la insalvable distancia entre finito e infinito: el Dios eterno e infinito dejó su Cielo y entró en el tiempo, se sumergió en la finitud humana. Ahora ya nada es banal o insignificante en el camino de la vida y del mundo. El hombre está hecho para un Dios infinito que se ha hecho carne, que ha asumido nuestra humanidad para atraerla a las alturas de su ser divino.

Descubrimos así la dimensión más verdadera de la existencia humana, que el siervo de Dios Luigi Giussani recordaba continuamente: la vida como vocación. Cada cosa, cada relación, cada alegría, como también cada dificultad, encuentra su razón última en el hecho de que es ocasión de relación con el Infinito, voz de Dios que continuamente nos llama y nos invita a elevar la mirada, a descubrir en la adhesión a él la realización plena de nuestra humanidad. «Nos has hecho para ti —escribía san Agustín— y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1, 1). No debemos tener miedo de aquello que Dios nos pide a través de las circunstancias de la vida, aunque fuera nuestra entrega total en una forma particular de seguir e imitar a Cristo en el sacerdocio o en la vida religiosa. El Señor, al llamar a algunos a vivir totalmente de él, invita a todos a reconocer la esencia de la propia naturaleza de seres humanos: estamos hechos para el infinito. Y Dios quiere nuestra felicidad, nuestra plena realización humana. Pidamos, entonces, entrar y permanecer en la mirada de la fe que ha caracterizado a los santos, para poder descubrir las semillas de bien que el Señor esparce a lo largo del camino de nuestra vida y adherirnos con gozo a nuestra vocación.

Deseando que estos breves pensamientos sean de ayuda para quienes participan en el Meeting, aseguro mi cercanía en la oración y espero que la reflexión de estos días introduzca a todos en la certeza y en la alegría de la fe.

A usted, venerado hermano, a los responsables y a los organizadores del encuentro, así como a todos los presentes, de buen grado imparto una especial bendición apostólica.

Castelgandolfo, 10 de agosto de 2012



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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FORO INTERNACIONAL DE ACCIÓN CATÓLICA





Al venerado hermano
Monseñor Domenico Sigalini
Consiliario general del Foro internacional de Acción Católica

Con ocasión de la VI Asamblea ordinaria del Foro internacional de Acción Católica, deseo dirigirle un cordial saludo a usted y a todos los que participan en ese significativo encuentro, y de modo particular al coordinador del Secretariado, Emilio Inzaurraga, a los presidentes nacionales y a los consiliarios. Saludo en especial al obispo de Iaşi, monseñor Petru Gherghel, y a su diócesis, que acogen este encuentro eclesial durante el cual estáis llamados a reflexionar sobre la «corresponsabilidad eclesial y social». Se trata de un tema de gran importancia para el laicado, que resulta muy oportuno en la inminencia del Año de la fe y de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización.

La corresponsabilidad exige un cambio de mentalidad especialmente respecto al papel de los laicos en la Iglesia, que no se han de considerar como «colaboradores» del clero, sino como personas realmente «corresponsables» del ser y del actuar de la Iglesia. Es importante, por tanto, que se consolide un laicado maduro y comprometido, capaz de dar su contribución específica a la misión eclesial, en el respeto de los ministerios y de las tareas que cada uno tiene en la vida de la Iglesia y siempre en comunión cordial con los obispos.

Al respecto, la constitución dogmática Lumen gentium define el estilo de las relaciones entre laicos y pastores con el adjetivo «familiar»: «De este trato familiar entre los laicos y los pastores se pueden esperar muchos bienes para la Iglesia; actuando así, en los laicos se desarrolla el sentido de la propia responsabilidad, se favorece el entusiasmo, y las fuerzas de los laicos se unen más fácilmente a la tarea de los pastores. Estos, ayudados por laicos competentes, pueden juzgar con mayor precisión y capacidad tanto las realidades espirituales como las temporales, de manera que toda la Iglesia, fortalecida por todos sus miembros, realice con mayor eficacia su misión para la vida del mundo» (n. 37).

Queridos amigos, es importante ahondar y vivir este espíritu de comunión profunda en la Iglesia, característica de los inicios de la comunidad cristiana, como lo atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles: «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (4, 32). Sentid como vuestro el compromiso de trabajar para la misión de la Iglesia: con la oración, con el estudio, con la participación en la vida eclesial, con una mirada atenta y positiva al mundo, en la búsqueda continua de los signos de los tiempos. No os canséis de afinar cada vez más, con un serio y diario esfuerzo formativo, los aspectos de vuestra peculiar vocación de fieles laicos, llamados a ser testigos valientes y creíbles en todos los ámbitos de la sociedad, para que el Evangelio sea luz que lleve esperanza a las situaciones problemáticas, de dificultad, de oscuridad, que los hombres de hoy encuentran a menudo en el camino de la vida.

Guiar al encuentro con Cristo, anunciando su mensaje de salvación con lenguajes y modos comprensibles a nuestro tiempo, caracterizado por procesos sociales y culturales en rápida transformación, es el gran desafío de la nueva evangelización. Os animo a proseguir con generosidad vuestro servicio a la Iglesia, viviendo plenamente vuestro carisma, que tiene como rasgo fundamental asumir el fin apostólico de la Iglesia en su globalidad, en equilibrio fecundo entre Iglesia universal e Iglesia local, y en espíritu de íntima unión con el Sucesor de Pedro y de activa corresponsabilidad con los pastores (cf. Apostolicam actuositatem, 20). En esta fase de la historia, a la luz del Magisterio social de la Iglesia, trabajad también para ser cada vez más un laboratorio de «globalización de la solidaridad y de la caridad», para crecer, con toda la Iglesia, en la corresponsabilidad de ofrecer un futuro de esperanza a la humanidad, teniendo también la valentía de formular propuestas exigentes.

Vuestras asociaciones de Acción Católica se glorían de una larga y fecunda historia, escrita por valientes testigos de Cristo y del Evangelio, algunos de los cuales han sido reconocidos por la Iglesia como beatos y santos. Siguiendo su ejemplo, estáis llamados hoy a renovar el compromiso de caminar por la senda de la santidad, manteniendo una intensa vida de oración, favoreciendo y respetando itinerarios personales de fe y valorizando las riquezas de cada uno, con el acompañamiento de sacerdotes consiliarios y de responsables capaces de educar en la corresponsabilidad eclesial y social. Que vuestra vida sea «transparente», guiada por el Evangelio e iluminada por el encuentro con Cristo, amado y seguido sin temor. Asumid y compartid los programas pastorales de las diócesis y de las parroquias, favoreciendo ocasiones de encuentro y de sincera colaboración con los demás componentes de la comunidad eclesial, creando relaciones de estima y de comunión con los sacerdotes, con vistas a una comunidad viva, ministerial y misionera. Cultivad relaciones personales auténticas con todos, comenzando por la familia, y ofreced vuestra disponibilidad a la participación, en todos los niveles de la vida social, cultural y política, buscando siempre el bien común.

Con estos breves pensamientos, a la vez que os aseguro mi afectuoso recuerdo en la oración por vosotros, por vuestras familias y por vuestras asociaciones, de corazón envío a todos los participantes en la asamblea la bendición apostólica, que de buen grado extiendo a las personas con quienes os encontréis en vuestro apostolado diario.

Castelgandolfo, 10 de agosto de 2012



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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CONGRESO PANAFRICANO DE LOS LAICOS CATÓLICOS



Al señor cardenal
Stanisław Ryłko
Presidente del Consejo pontificio para los laicos

Me alegra dirigir mi cordial saludo a usted, venerado hermano, a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas y, de modo especial, a todos los fieles laicos reunidos en Yaundé del 4 al 9 de septiembre para el importante Congreso de los laicos católicos de África, organizado por el Consejo pontificio para los laicos con la colaboración de la Conferencia episcopal de Camerún, sobre el tema: «Testigos de Jesucristo en África hoy. Sal de la tierra..., luz del mundo (Mt 5, 13.14)». El tema recuerda expresamente la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus, que tiene como subtítulo esa misma cita tomada del Evangelio de san Mateo: «Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo». Al entregar personalmente este importante documento a los obispos de África en Cotonú, el 20 de noviembre del año pasado, quise ofrecer algunas líneas teológicas y pastorales para el camino de la Iglesia en el continente.

Vuestro congreso se presenta como una etapa significativa para realizar lo que el Espíritu Santo inspiró a los padres sinodales durante la II Asamblea especial para África, celebrada en octubre de 2009 en Roma. En Cotonú manifesté el deseo de que la Exhortación Africae munus sirva de guía sobre todo en el anuncio del Evangelio a través del compromiso de todo el pueblo de Dios. Por esto me ha complacido la iniciativa del Consejo pontificio de convocar un congreso dedicado a los fieles laicos africanos, llamados de modo especial en nuestros tiempos a un trabajo cada vez más intenso en la viña del Señor (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Christifideles laici, 2).

Durante mis viajes a ese continente afirmé en varias ocasiones que África está llamada a ser el «continente de la esperanza». No eran palabras circunstanciales, sino que indicaban el horizonte luminoso que se abre a la mirada de la fe. Ciertamente, a primera vista los problemas de África parecen graves y de difícil solución, y no sólo por las dificultades materiales, sino también por obstáculos espirituales y morales que afronta también la Iglesia. Además, es verdad que incluso los valores tradicionales más válidos de la cultura africana hoy se ven amenazados por la secularización, que provoca desorientación, laceraciones en el tejido personal y social, exasperación del tribalismo, violencia, corrupción en la vida pública, humillación y explotación de las mujeres y de los niños, y crecimiento de la miseria y del hambre. A esto se añade también la sombra del terrorismo fundamentalista, que recientemente ha dirigido sus ataques contra las comunidades cristianas de algunos países africanos. A pesar de ello, si miramos al corazón de los pueblos africanos con una mirada más profunda, descubrimos una gran riqueza de recursos espirituales, muy valiosos para nuestro tiempo: el amor a la vida y a la familia, el sentido de la alegría y de la comunión, el entusiasmo al vivir la fe en el Señor, que pude constatar en mis viajes a África, siguen aún grabados en mi corazón. Nunca dejéis que la sombría mentalidad relativista y nihilista que afecta a varias partes de nuestro mundo, abra una brecha en vuestra realidad. Acoged y difundid con fuerza renovada el mensaje de alegría y de esperanza que trae Cristo, mensaje capaz de purificar y reforzar los grandes valores de vuestras culturas. Por esto, en la encíclica Spe salvi quise presentar a la santa sudanesa Josefina Bakhita como testigo de esperanza (cf. n. 3), para mostrar cómo el encuentro con el Dios de Jesucristo es capaz de transformar profundamente a todo ser humano, incluso en las condiciones más pobres —Bakhita era una esclava—, para conferirle la dignidad suprema de hijo de Dios. Precisamente «a través del conocimiento de esta esperanza ella fue “redimida”, ya no se sentía esclava, sino hija libre de Dios» (ib.). Y el descubrimiento de la esperanza cristiana suscitó en ella un deseo nuevo e incontenible: «Sentía el deber de extender la liberación que había recibido mediante el encuentro con el Dios de Jesucristo; que la debían recibir otros, el mayor número posible de personas. No podía guardarse sólo para sí la esperanza que en ella había nacido y la había “redimido”; esta esperanza debía llegar a muchos, debía llegar a todos» (ib.). El encuentro con Cristo da el impulso para vencer incluso las dificultades aparentemente más insuperables. Es la experiencia de santa Bakhita, pero también es la experiencia que numerosos jóvenes africanos —gracias a Dios, la gran mayoría de la población— están llamados a vivir hoy en el fiel seguimiento del Señor. Convertir a África en «continente de la esperanza» es un compromiso que debe orientar hoy la misión de los fieles laicos africanos, así como el congreso mismo que estáis celebrando.

En esta perspectiva, vuestro congreso constituye un momento significativo en la preparación de dos eventos eclesiales de alcance universal ya inminentes: el Sínodo de los obispos sobre la nueva evangelización y el «Año de la fe». En Cotonú, al entregar la Exhortación Africae munus, recordé que «todos los que han recibido ese don maravilloso de la fe, el don del encuentro con el Señor resucitado, sienten también la necesidad de anunciarlo a los demás» (Homilía en la santa misa en el estadio de la Amistad, Cotonú, Benin, 20 de noviembre de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de noviembre de 2011, p. 7). De hecho, la misión brota de la fe, don de Dios que es preciso acoger, alimentar y profundizar porque «no podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta» (Motu proprio Porta fidei, 3). La prioridad de la fe naturalmente tiene un significado más lógico que cronológico. En efecto, la acogida de este don divino va unida al compromiso por el anuncio del Evangelio, en una especie de «círculo virtuoso», donde la fe impulsa el anuncio y el anuncio fortalece la fe: «La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y de gozo» (ib., n. 7). En verdad, «la fe se fortalece dándola», según las inolvidables palabras del beato Juan Pablo II (carta enc. Redemptoris missio, 2).

Quiero recordar, por último, algunas palabras del siervo de Dios Pablo VI, fiel intérprete del Concilio: «Evangelizar significa para la Iglesia llevar la buena nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 18). En esta obra de transformación de toda la sociedad, tan urgente para el África de hoy, los fieles laicos desempeñan un papel insustituible: «La Iglesia se hace presente y activa en la vida del mundo a través de sus miembros laicos. Ellos tienen un gran papel que desempeñar en la Iglesia y en la sociedad. [...] En efecto, los fieles laicos son “embajadores de Cristo” (2 Co 5, 20) en el ámbito público, en el corazón del mundo» (Exhort. ap. postsin. Africae munus, 128). Mujeres y hombres, jóvenes, ancianos y niños, enteras familias y sociedades, toda África hoy espera los «embajadores» de la Buena Nueva, fieles laicos procedentes de las parroquias, de las comunidades eclesiales vivas, de los movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades, enamorados de Cristo y de la Iglesia, llenos de alegría y gratitud por el Bautismo que han recibido, constructores valientes de paz y anunciadores de auténtica esperanza.

Encomendando el Congreso a la intercesión solícita y materna de la santísima Virgen María, que, como reza la oración de vuestro Congreso, es «Nuestra Señora de África, Reina de la paz y Estrella de la nueva evangelización», de buen grado imparto a todos los participantes mi bendición apostólica.

Vaticano, 20 de agosto de 2012

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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
LEÍDO DURANTE EL FUNERAL
DEL CARDENAL CARLO MARIA MARTINI
EN LA CATEDRAL DE MILÁN



Queridos hermanos y hermanas:

En este momento deseo manifestar mi cercanía, con la oración y el afecto, a toda la archidiócesis de Milán, a la Compañía de Jesús, a los familiares y a todos los que han estimado y amado al cardenal Carlo Maria Martini y han querido acompañarlo en este último viaje.

«Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero» (Sal 119, 105). Estas palabras del salmista pueden resumir toda la existencia de este pastor generoso y fiel de la Iglesia. Fue un hombre de Dios, que no sólo estudió la Sagrada Escritura, sino que además la amó intensamente, la convirtió en luz de su vida, para que todo fuera «ad maiorem Dei gloriam», para la mayor gloria de Dios. Y precisamente por esto fue capaz de enseñar a los creyentes y a quienes buscan la verdad que la única Palabra digna de ser escuchada, acogida y seguida es la Palabra de Dios, porque indica a todos el camino de la verdad y del amor. Lo fue con una gran apertura de espíritu, sin evitar el encuentro y el diálogo con todos, respondiendo concretamente a la invitación del Apóstol a estar «dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15). Lo fue con un espíritu de caridad pastoral profunda, según su lema episcopal, Pro veritate adversa diligere, atento a todas las situaciones, especialmente a las más difíciles, y cercano, con amor, a quienes estaban extraviados, o vivían en la pobreza y en el sufrimiento.

En una homilía de su largo ministerio al servicio de esa archidiócesis ambrosiana rezaba así: «Te pedimos, Señor, que hagas de nosotros agua de manantial para los demás, pan partido para los hermanos, luz para quienes caminan en tinieblas, vida para quienes andan en sombras de muerte. Señor, sé la vida del mundo. Señor, guíanos tú hacia tu Pascua; juntos caminaremos hacia ti, llevaremos tu cruz, gustaremos la comunión con tu resurrección. Juntamente contigo caminaremos hacia la Jerusalén celestial, hacia el Padre» (Homilía del 29 de marzo de 1980).

El Señor, que guió al cardenal Carlo Maria Martini en toda su existencia, acoja a este incansable servidor del Evangelio y de la Iglesia en la Jerusalén del cielo. A todos los presentes y a quienes están de luto por su muerte, llegue el consuelo de mi bendición.

Castelgandolfo, 3 de septiembre de 2012



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VÍDEO-MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA INICIATIVA
«DIEZ PLAZAS PARA DIEZ MANDAMIENTOS»

Sábado 8 de septiembre de 2012



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra dirigiros un cordial saludo a todos los que participáis en las plazas de varias ciudades italianas en esta catequesis sobre los Diez Mandamientos y os sumáis a la iniciativa «Cuando el Amor da sentido a tu vida...». Saludo y expreso mi agradecimiento en particular a los miembros del Movimiento eclesial Renovación en el Espíritu Santo, que han organizado esta laudable iniciativa, con el apoyo del Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización y de la Conferencia episcopal italiana.

El Decálogo nos remite al monte Sinaí, cuando Dios entra de modo particular en la historia del pueblo judío y, a través de este pueblo, en la historia de toda la humanidad, dando las «Diez Palabras» que manifiestan su voluntad y que son una especie de «código ético» para construir una sociedad en la que la relación de alianza con el Dios Santo y Justo ilumine y guíe las relaciones entre las personas. Y Jesús viene a dar cumplimiento a estas Palabras, elevándolas y resumiéndolas en el doble mandamiento del amor: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente... Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (cf. Mt 22, 37-40).

Pero, preguntémonos: ¿qué sentido tienen para nosotros estas Diez Palabras en el actual contexto cultural, en el que se corre el riesgo de que el laicismo y el relativismo se conviertan en los criterios de toda decisión, y en esta sociedad que parece vivir como si Dios no existiese? Nosotros respondemos que Dios nos ha dado los Mandamiento para educarnos en la verdadera libertad y en el amor auténtico, de modo que podamos ser realmente felices. Son un signo del amor de Dios Padre, de su deseo de enseñarnos a distinguir correctamente el bien del mal, lo verdadero de lo falso, lo justo de lo injusto. Todos los pueden comprender y, precisamente porque fijan los valores fundamentales en normas y reglas concretas, al ponerlos en práctica el hombre puede recorrer el camino de la verdadera libertad, que lo consolida en el camino que lleva a la vida y a la felicidad. Al contrario, cuando en su existencia el hombre ignora los Mandamientos, no sólo se aliena de Dios y abandona la alianza con él, sino que también se aleja de la vida y de la felicidad duradera. El hombre abandonado a sí mismo, indiferente hacia Dios, orgulloso de su propia autonomía absoluta, acaba por seguir los ídolos del egoísmo, del poder, del dominio, contaminando las relaciones consigo mismo y con los demás, y recorriendo sendas no de vida, sino de muerte. Las tristes experiencias de la historia, sobre todo del siglo pasado, siguen siendo una advertencia para toda la humanidad.

«Cuando el Amor da sentido a tu vida...». Jesús lleva a plenitud el camino de los Mandamientos con su cruz y su resurrección; lleva a superar radicalmente el egoísmo, el pecado y la muerte, con la entrega de sí mismo por amor. Sólo la acogida del amor infinito de Dios, el tener confianza en él, el seguir el camino que él ha trazado, da sentido profundo a la vida y abre a un futuro de esperanza.

Queridos amigos, deseo que esta iniciativa suscite un renovado compromiso de testimoniar que el camino del amor trazado por los Mandamientos y perfeccionado por Cristo es el único capaz de hacer que nuestra vida, y la de los demás, la de nuestras comunidades, sea más plena, mejor y más feliz. Que la Virgen María acompañe este camino. Os imparto mi bendición.


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL NUEVO PATRIARCA DE LA IGLESIA COPTA ORTODOXA
TAWADROS II



Me ha colmado de alegría recibir la noticia de su elección como Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede de San Marcos, y extiendo de buen grado a usted, al clero y a los fieles de la Iglesia copta ortodoxa mis mejores deseos y mi orante solidaridad, pidiendo al Señor que derrame sus abundantes bendiciones sobre el elevado ministerio que se dispone a asumir. Confío en que, como su renombrado predecesor, Papa Shenouda III, usted será un auténtico padre espiritual para su pueblo y un interlocutor eficaz, con todos sus conciudadanos, en la construcción de un nuevo Egipto en la paz y en la armonía, sirviendo al bien común y al bien de todo Oriente Medio. En estos tiempos difíciles, es importante que todos los cristianos testimonien el amor y la fraternidad que los une, recordando la oración pronunciada por el Señor en la Última Cena: que todos sean uno, para que el mundo crea (cf. Jn 17, 21). Doy gracias al Todopoderoso por los importantes progresos realizados, bajo la guía de su estimado predecesor, en las relaciones entre la Iglesia copta ortodoxa y la Iglesia católica, y espero y rezo sinceramente que nuestra amistad y nuestro diálogo constantes, guiados por el Espíritu Santo, den fruto a través de una solidaridad cada vez más cercana y una reconciliación duradera. Que nuestro Padre celestial lo colme de paz y de fuerza para la noble tarea que le espera.

BENEDICTUS PP. XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO
DEL «ATRIO DE LOS GENTILES» EN PORTUGAL



Queridos amigos:

Con profunda gratitud y afecto saludo a todos los participantes en el «Atrio de los gentiles», que se inaugura en Portugal el 16 y el 17 de noviembre de 2012 y reúne a creyentes y no creyentes en torno a la aspiración común de afirmar el valor de la vida humana contra el creciente embate de la cultura de la muerte.

En realidad, la conciencia de la sacralidad de la vida que se nos ha confiado, no como algo de lo que se puede disponer libremente, sino como un don que hay que custodiar fielmente, pertenece a la herencia moral de la humanidad. «Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término» (Encíclica Evangelium vitae, 2). No somos un producto casual de la evolución, sino que cada uno de nosotros es fruto de un pensamiento de Dios: Él nos ama.

Pero, si la razón puede captar este valor de la vida, ¿por qué interpelar a Dios? Respondo citando una experiencia humana. La muerte de la persona amada es, para quien ama, el acontecimiento más absurdo que se pueda imaginar: ella es incondicionalmente digna de vivir, es bueno y bello que exista (el ser, el bien y lo bello, como diría un metafísico, se equivalen trascendentalmente). De igual modo, la muerte de esta misma persona aparece, a los ojos de quien no ama, como un suceso natural, lógico (no absurdo). ¿Quién tiene razón? ¿Quién ama («la muerte de esta persona es absurda») o quien no ama («la muerte de esta persona es lógica»)?

La primera posición sólo es defendible si toda persona es amada por un Poder infinito; y éste es el motivo por el cual ha sido necesario recurrir a Dios. De hecho, quien ama no quiere que la persona amada muera; y, si pudiera, siempre lo impediría. Si pudiera… El amor finito es impotente; el Amor infinito es omnipotente. Pues bien, esta es la certeza que la Iglesia anuncia: «Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). ¡Sí! Dios ama a cada persona que, por eso, es incondicionalmente digna de vivir. «La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué inestimable es el valor de su vida» (Encíclica Evangelium vitae, 25).

Pero en la época moderna el hombre ha querido evitar la mirada creadora y redentora del Padre (cf. Jn 4, 14), basándose en sí mismo y no en el Poder divino. Casi como sucede en los edificios de cemento armado sin ventanas, donde es el hombre quien provee a la aireación y a la luz; de igual modo, incluso en dicho mundo auto-construido, accede a los «recursos» de Dios, que se transforman en nuestros productos. ¿Qué decir entonces? Es necesario reabrir las ventanas, ver de nuevo la vastedad del mundo, el cielo y la tierra, y aprender a usar todo ello de modo justo. De hecho, el valor de la vida resulta evidente sólo si Dios existe. Por eso, sería hermoso si los no creyentes quisieran vivir «como si Dios existiera». Aunque no tengan la fuerza para creer, deberían vivir según esta hipótesis; en caso contrario, el mundo no funciona. Hay muchos problemas por resolver, pero jamás se resolverán del todo si no se pone a Dios en el centro, si Dios no vuelve a ser visible en el mundo y determinante en nuestra vida. Quien se abre a Dios no se aleja del mundo y de los hombres, sino que encuentra hermanos: en Dios caen nuestros muros de separación, todos somos hermanos, formamos parte los unos de los otros.

Amigos: desearía concluir con estas palabras del Concilio Vaticano II a los hombres del pensamiento y de la ciencia: «Felices los que, poseyendo la verdad, la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella y ofrecerla a los demás» (Mensaje, 8 de diciembre de 1965). Estos son el espíritu y la razón de ser del «Atrio de los gentiles». A vosotros, comprometidos de diversos modos en esta iniciativa significativa, os expreso mi apoyo y mi más sincero aliento. Que mi afecto y mi bendición os acompañen hoy y en el futuro.

Vaticano, 13 de noviembre de 2012

BENEDICTUS PP XVI


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI,
FIRMADA POR EL CARD. TARCISIO BERTONE,
SECRETARIO DE ESTADO,
POR EL 10 ANIVERSARIO DE LA VISITA DE JUAN PABLO II
AL PARLAMENTO ITALIANO



Vaticano, 14 de noviembre de 2012

Ilustrísimos señores presidentes:

Para la ceremonia con ocasión de la década de la visita de Su Santidad Juan Pablo II al Parlamento italiano, el Santo Padre Benedicto XVI desea dirigir a sus excelencias y a todos los senadores y diputados su cordial saludo, que extiende con afecto a su eminencia el cardenal Angelo Bagnasco, presidente de la Conferencia episcopal italiana.

La reunión en sesión pública común del 14 de noviembre de 2002 en el Aula de Montecitorio constituye una página memorable en la historia de las relaciones entre Italia y la Santa Sede, evento avalorado por la autoridad de la venerable figura del beato Pontífice, que quiso fuertemente aquel encuentro, a pesar de sus ya precarias condiciones de salud. La unánime y calurosa acogida que recibió a su entrada en el Aula, y el consenso manifestado al término de su discurso permanecen grabados en todos los testigos de ese día.

A la distancia de diez años, en un contexto social más arduo por las consecuencias de la crisis económica que entonces ya se advertía, es necesario recordar la invitación a acudir a la savia vital del cristianismo, que anima la identidad social y cultural de Italia y su misión en Europa y en el mundo. Este patrimonio espiritual y ético siempre puede ofrecer, también en los momentos difíciles, recursos adecuados para la renovación de las conciencias y para la concorde orientación al bien común, ante todo por parte de quienes están llamados a formar parte de este Parlamento.

Por esto, el Sumo Pontífice desea que la constante colaboración entre Italia y la Santa Sede, así como entre el Estado y la Iglesia en Italia, siga sosteniendo el camino de la nación italiana, en particular a las familias, en su esencial papel educativo y social, y a todos los ciudadanos, especialmente en el sentido de responsabilidad civil. Con este fin, el Santo Padre asegura su recuerdo en la oración y de corazón invoca sobre vosotros, sobre todos los miembros de las dos ramas del Parlamento y sobre las respectivas actividades la abundancia de las bendiciones celestiales.

Formulando asimismo mi personal deseo por vuestro elevado servicio al bien del país, aprovecho la circunstancia para confirmar mi alta y distinguida consideración.

Tarcisio Card. Bertone
Secretario de Estado


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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA ENTRONIZACIÓN
DE SU SANTIDAD EL PAPA TAWADROS II,
PATRIARCA DE LA IGLESIA COPTA ORTODOXA



A Su Santidad Tawadros II
Papa de Alejandría
Patriarca de la Sede de San Marcos

«Gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Gál 1, 3).

Es con alegría fraterna que envío a usted, Santidad, estos saludos con ocasión de su entronización como Papa de Alejandría y Patriarca de la Sede de San Marcos. A mi venerable hermano el cardenal Kurt Koch, presidente del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, he encomendado la tarea de transmitirle estos saludos, junto a la seguridad de mi cercanía en la oración cuando asume el alto oficio de supremo pastor de la Iglesia copta ortodoxa. Que Dios Omnipotente le conceda, Santidad, abundantes dones espirituales para fortalecerlo en su nuevo ministerio, mientras guía al clero y a los laicos por caminos de santidad, para el bien de su pueblo y la paz y la armonía de toda la sociedad.

Mi pensamiento se dirige en este momento a su venerable predecesor, Su Santidad el Papa Shenouda III, cuyo largo y devoto servicio al Señor ciertamente seguirá inspirando a usted y a todos los fieles. Su preocupación de mejorar las relaciones con las demás Iglesias cristianas refuerza nuestra esperanza de que un día todos los seguidores de Cristo se unan en el amor y la reconciliación que el Señor tan profundamente desea (cf. Jn 17, 21).

Santidad: oro para que el Espíritu Santo le sostenga en su ministerio, a fin de que la grey encomendada a su solicitud conozca la enseñanza del Buen Pastor. Que todo ello sea bendecido con la serenidad, para dar su preciosa contribución al bien de la sociedad y al bienestar de todos sus conciudadanos.

Ruego asimismo para que las relaciones entre la Iglesia católica y la Iglesia copta ortodoxa continúen estrechándose cada vez más, no sólo en un espíritu fraterno de colaboración, sino también a través de la profundización del diálogo teológico que nos permita crecer en la comunión y dar testimonio al mundo de la verdad salvífica del Evangelio.

Consciente de los grandes desafíos que acompañan el ministerio espiritual y pastoral que usted, Santidad, se apresta a iniciar, le garantizo mis oraciones y mi buenos deseos. Con estima y afecto fraterno, invoco las bendiciones de Dios sobre usted y sobre todos los fieles encomendados a su cuidado.

Vaticano, 14 de noviembre de 2012



BENEDICTUS PP XVI


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17/09/2013 15:08


MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU SANTIDAD BARTOLOMÉ I, PATRIARCA ECUMÉNICO,
PARA LA FIESTA DE SAN ANDRÉS



A Su Santidad Bartolomé I
Arzobispo de Constantinopla
Patriarca Ecuménico

«Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones» (Ef 3, 17)

Animado por sentimientos de profunda alegría y de cercanía fraterna, desearía hoy hacer mío este deseo, que san Pablo dirige a la comunidad cristiana de Éfeso, para formulárselo a usted, Santidad, a los miembros del Santo Sínodo, al clero y a todos los fieles reunidos en este día de fiesta para celebrar la gran solemnidad de san Andrés. Siguiendo el ejemplo del Apóstol, también yo, como vuestro hermano en la fe, «doblo mis rodillas ante el Padre» (Ef 3, 14), para pedir que os conceda «ser robustecidos por medio de su Espíritu» (Ef 3, 16) y «conocer el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento» (Ef 3, 19).

El intercambio de delegaciones entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla, que se renueva cada año con ocasión de las respectivas fiestas patronales de san Andrés en El Fanar y de san Pedro y san Pablo en Roma, testimonia de modo concreto el vínculo de cercanía fraterna que nos une. Es una comunión profunda y real, aunque todavía imperfecta, que se funda no en razones humanas de cortesía y conveniencia, sino en la fe común en el Señor Jesucristo, cuyo Evangelio de salvación nos ha llegado gracias a la predicación y al testimonio de los apóstoles, coronado por la sangre del martirio. Pudiendo contar con este sólido fundamento, podemos proceder juntos con confianza por el camino que conduce al restablecimiento de la plena comunión. En este camino, también gracias al apoyo asiduo y activo de Vuestra Santidad, hemos realizado muchos progresos, por los cuales le estoy muy agradecido. Aunque el camino por recorrer pueda parecer todavía largo y difícil, nuestra intención de proseguir en esta dirección sigue inmutable, confortados por la oración que nuestro Señor Jesucristo dirigió al Padre: «Que sean uno, para que el mundo crea» (Jn 17, 21).

Santidad, en este momento deseo renovarle la expresión de mi profundo reconocimiento por las palabras pronunciadas al final de la celebración por el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y por la apertura del Año de la fe, que se celebró en Roma en octubre, palabras mediante las cuales usted supo hacerse intérprete de los sentimientos de todos los presentes. Conservo vivos recuerdos de su visita a Roma en aquella circunstancia, durante la cual tuvimos la oportunidad de renovar los vínculos de nuestra sincera y auténtica amistad. Esta amistad sincera que ha nacido entre nosotros, con una gran visión común de las responsabilidades a las que estamos llamados como cristianos y como pastores del rebaño que Dios nos ha confiado, es motivo de gran esperanza para que se desarrolle una colaboración cada vez más intensa en la tarea urgente de dar, con renovado vigor, testimonio del mensaje evangélico al mundo contemporáneo. Le agradezco además de todo corazón a usted, Santidad, y al Santo Sínodo del Patriarcado Ecuménico, el haber querido enviar a un delegado fraterno para que participara en la Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos sobre el tema: «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana». El desafío más urgente, sobre el cual siempre hemos estado de total acuerdo con Vuestra Santidad, es hoy el de cómo hacer llegar el anuncio del amor misericordioso de Dios al hombre de nuestro tiempo, tan a menudo distraído, más o menos incapaz de una reflexión profunda sobre el sentido mismo de su existencia, absorto en proyectos y en utopías que sólo pueden desilusionarlo. La Iglesia no tiene otro mensaje que el «Evangelio de Dios» (Rm 1, 1) y no tiene otro método que el anuncio apostólico, sostenido y garantizado por el testimonio de santidad de vida de los pastores y del pueblo de Dios. El Señor Jesús nos dijo que «la mies es abundante» (Lc 10, 2), y no podemos aceptar que se pierda a causa de nuestras debilidades y divisiones.

Santidad, en la Divina liturgia de hoy que habéis celebrado en honor de san Andrés, patrono del Patriarcado Ecuménico, habéis orado «por la paz de todo el mundo, por la prosperidad de las santas Iglesias de Dios y por la unión de todos». Con todos los hermanos y las hermanas católicos, me uno a vuestra oración. La plena comunión a la que aspiramos es un don que viene de Dios. A Él, «que puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos, con ese poder que actúa en nosotros» (Ef 3, 20), dirigimos con confianza nuestra súplica, por intercesión de san Andrés y san Pedro, su hermano.

Con estos sentimientos de sincero afecto en Cristo Señor, renuevo mis mejores deseos e intercambio con usted, Santidad, un abrazo fraterno.

Vaticano, 23 de noviembre de 2012



BENEDICTUS PP XVI


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