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Ultimo Aggiornamento: 28/08/2013 13:05
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE FRANCIA
(REGIÓN NORESTE) EN VISITA «AD LIMINA»

Sala del Consistorio
Sábado 17 de noviembre de 2012



Señor cardenal,
queridos hermanos en el episcopado:

Le agradezco, eminencia, sus palabras; guardo un recuerdo muy vivo de mi estancia en París en 2008, que permitió intensos momentos de fe y un encuentro con el mundo de la cultura. En el mensaje que le dirigí con ocasión del encuentro en Lourdes, que usted organizó el pasado marzo, recordé que el «Concilio Vaticano II ha sido y sigue siendo un auténtico signo de Dios para nuestro tiempo». Esto es verdad particularmente en el ámbito del diálogo entre la Iglesia y el mundo, este mundo «con el que vive y actúa» (cf. Gaudium et spes, 40 § 1) y sobre el cual quiere difundir la luz que irradia la vida divina (ib. § 2). Como usted sabe, cuanto más consciente es la Iglesia de su ser y de su misión, tanto más será capaz de amar a este mundo, de dirigir sobre él una mirada confiada, inspirada por la de Jesús, sin ceder a la tentación del desconsuelo y del repliegue. Y «la Iglesia, cumpliendo su misión, con este mismo hecho ya estimula y da su contribución a la cultura humana y civil» (ib., n. 58), dice el Concilio.

Vuestra nación es rica de una larga historia cristiana, que no se puede ignorar o disminuir, y que testimonia con elocuencia esta verdad, que configura aún hoy su vocación singular. No sólo los fieles de vuestras diócesis, sino también los fieles de todo el mundo esperan mucho —estad seguros de ello— de la Iglesia que está en Francia. Como pastores, somos naturalmente conscientes de nuestros límites; pero, confiando en la fuerza de Cristo, también sabemos que nos corresponde ser «los heraldos de la fe» (Lumen gentium, 50) que, junto a los sacerdotes y fieles, deben testimoniar el mensaje de Cristo «de tal modo que todas las actividades terrenas de los fieles estén iluminadas por la luz del Evangelio» (Gaudium et spes, 43 § 5).

El Año de la fe nos permite acrecentar nuestra confianza en la fuerza y en la riqueza intrínseca del mensaje evangélico. ¿En cuántas ocasiones hemos constatado que son las palabras de la fe, palabras sencillas y directas, cargadas de la savia de la Palabra divina, las que tocan mejor el corazón y la mente y dan la luz más decisiva? Por tanto, no debemos tener miedo de hablar con un vigor totalmente apostólico del misterio de Dios y del misterio del hombre, y mostrar incansablemente las riquezas de la doctrina cristiana. En ella hay palabras y realidades, convicciones fundamentales y modos de razonar que son los únicos que pueden llevar la esperanza de la que el mundo tiene sed.

En los debates sociales importantes, la voz de la Iglesia debe hacerse oír sin pausa y con determinación. Y lo hace con respeto de la tradición francesa en materia de distinción entre las esferas de competencia de la Iglesia y las de competencia del Estado. En este contexto, precisamente la armonía que existe entre la fe y la razón os da una certeza particular: el mensaje de Cristo y de su Iglesia no es sólo portador de una identidad religiosa que exigiría que se la respete como tal; también encierra una sabiduría que permite examinar con rectitud las respuestas concretas a las cuestiones urgentes, y a veces angustiosas, del tiempo presente. Ejerciendo continuamente, tal como lo hacéis, la dimensión profética de vuestro ministerio episcopal, lleváis a esos debates una palabra indispensable de verdad, que libera y abre los corazones a la esperanza. Estoy convencido de que esta palabra se espera. Ella encuentra siempre acogida favorable cuando se presenta con caridad, no como el fruto de nuestras reflexiones, sino ante todo como la palabra que Dios quiere dirigir a todo hombre.

A este propósito, me viene a la mente el encuentro que tuvo lugar en el Collège des Bernardins. Francia puede sentirse orgullosa de incluir entre sus hijos e hijas a numerosos intelectuales de alto nivel, algunos de los cuales miran a la Iglesia con benevolencia y respeto. Creyentes o no creyentes, son conscientes de los inmensos desafíos de nuestra época, en la que el mensaje cristiano es un punto de referencia insustituible. Puede ser que otras tradiciones intelectuales o filosóficas se agoten, pero la Iglesia encuentra en su misión divina la seguridad y la valentía de predicar, a tiempo y a destiempo, la llamada universal a la salvación, la grandeza del designio divino para la humanidad, la responsabilidad del hombre, su dignidad y su libertad, y, a pesar de la herida del pecado, su capacidad de discernir conscientemente lo que es verdadero y lo que es bueno, y su disponibilidad a la gracia divina. En el Collège des Bernardins quise recordar que la vida monástica, totalmente orientada a la búsqueda de Dios, el quaerere Deum, es la fuente de renovación y progreso de la cultura. Las comunidades religiosas, y sobre todo las monásticas de vuestro país, que conozco bien, pueden contar con vuestra estima y con vuestra solicitud atenta, en el respeto del carisma propio de cada una. La vida religiosa, al servicio exclusivo de la obra de Dios, a la que nada puede anteponerse (cf. Regla de san Benito), es un tesoro en vuestras diócesis. Ella ofrece un testimonio radical sobre el modo en que la existencia humana, precisamente cuando se dispone totalmente al seguimiento de Cristo, realiza con plenitud la vocación humana a la vida bienaventurada. Toda la sociedad, y no sólo la Iglesia, se enriquece profundamente con este testimonio. Dado en la humildad, en la dulzura y en el silencio, proporciona, por decirlo así, la prueba de que en el hombre hay algo más que el hombre mismo.

Como recuerda el Concilio, la acción litúrgica de la Iglesia también forma parte de su contribución a la obra civilizadora (cf. Gaudium et spes, 58). En efecto, la liturgia es la celebración del acontecimiento central de la historia humana, el sacrificio redentor de Cristo. Por eso testimonia el amor con el que Dios ama a la humanidad, testimonia que la vida del hombre tiene un sentido y que él, por vocación, está llamado a compartir la vida gloriosa de la Trinidad. La humanidad tiene necesidad de este testimonio. Tiene necesidad de percibir, a través de las celebraciones litúrgicas, la conciencia que la Iglesia tiene del señorío de Dios y de la dignidad del hombre. Tiene derecho de discernir, más allá de los límites que marcarán siempre sus ritos y sus ceremonias, que Cristo «está presente en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro» (cf. Sacrosanctum Concilium, 7). Conociendo el cuidado que tenéis por vuestras celebraciones litúrgicas, os animo a cultivar el arte de celebrar, a ayudar a vuestros sacerdotes en este sentido, y a trabajar sin descanso en la formación litúrgica de los seminaristas y de los fieles. El respeto de las normas establecidas expresa el amor y la fidelidad a la fe de la Iglesia, al tesoro de gracia que ella custodia y transmite; la belleza de las celebraciones, mucho más que las innovaciones y los arreglos subjetivos, constituye una obra duradera y eficaz de evangelización.

Hoy es grande vuestra preocupación por la transmisión de la fe a las jóvenes generaciones. Muchas familias en vuestro país siguen garantizándola. Bendigo y aliento de todo corazón las iniciativas que impulsáis para sostener a estas familias, para rodearlas de vuestra solicitud y favorecer su asunción de responsabilidad en el ámbito educativo. La responsabilidad de los padres en este ámbito es un bien incalculable, que la Iglesia defiende y promueve ya sea como una dimensión inalienable y fundamental del bien común de toda la sociedad, ya sea como una exigencia de la dignidad de la persona y de la familia. También sabéis que en este ámbito no faltan los desafíos: tanto las dificultades relacionadas con la transmisión de la fe recibida —familiar y social— como los desafíos de la fe acogida personalmente en el umbral de la edad madura, e incluso la dificultad constituida por una verdadera ruptura en la transmisión, cuando se suceden diversas generaciones que ya se han alejado de la fe viva. Existe también el enorme desafío de vivir en una sociedad que no siempre comparte las enseñanzas de Cristo, y que a veces trata de ridiculizar o marginar la Iglesia, pretendiendo confinarla en la sola esfera privada. Para afrontar estos inmensos desafíos, la Iglesia tiene necesidad de testigos creíbles. El testimonio cristiano radicado en Cristo y vivido con coherencia de vida y autenticidad, es multiforme, sin ningún esquema preconcebido. Nace y se renueva incesantemente bajo la acción del Espíritu Santo. En apoyo de este testimonio, el Catecismo de la Iglesia católica es un instrumento muy útil, porque muestra la fuerza y la belleza de la fe. Os aliento a darlo a conocer ampliamente, en particular en este año en que celebramos el vigésimo aniversario de su publicación.

En el lugar que os corresponde, también dais testimonio con vuestra dedicación, con vuestra sencillez de vida, con vuestra solicitud pastoral y, sobre todo, mediante la unión entre vosotros y con el Sucesor del apóstol Pedro. Así, conscientes de la fuerza del ejemplo, encontraréis las palabras y los gestos para animar a los fieles a encarnar esta «unidad de vida». Deben sentir que su fe los compromete, que es para ellos una liberación y no un peso, que la coherencia es fuente de alegría y fecundidad (cf. Exhortación apostólica Christifideles laici, 17). Esto vale tanto para su adhesión y su fidelidad a la enseñanza moral de la Iglesia como, por ejemplo, para la valentía de manifestar sus convicciones cristianas, sin arrogancia y con respeto, en los diversos ámbitos donde actúan. Quienes de entre ellos están comprometidos en la vida pública tienen una responsabilidad particular en este ámbito. Junto con los obispos, se preocuparán por prestar atención a los proyectos de leyes civiles que puedan atentar contra el matrimonio entre un hombre y una mujer, a la protección de la vida humana desde la concepción hasta la muerte, y a la orientación justa de la bioética con fidelidad a los documentos del Magisterio. Hoy, más que nunca, es necesario que sean numerosos los cristianos que emprenden el camino del servicio al bien común, profundizando, en particular, la doctrina social de la Iglesia.

Podéis contar con mi oración para que vuestros esfuerzos en este ámbito den frutos abundantes. Para concluir, invoco la bendición del Señor sobre vosotros, sobre vuestros sacerdotes y vuestros diáconos, sobre los religiosos y las religiosas, sobre las demás personas consagradas que trabajan en vuestras diócesis, y sobre vuestros fieles. Que Dios os acompañe siempre. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA AL PASTORAL DE LA SALUD

Aula Pablo VI
17 de noviembre de 2012

[Vídeo]



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Os doy mi calurosa bienvenida. Agradezco al presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, monseñor Zygmunt Zimowski, sus amables palabras; saludo a los ilustres relatores y a todos los presentes. El tema de vuestra Conferencia —«El hospital, lugar de evangelización: misión humana y espiritual»— me ofrece la ocasión de extender mi saludo a todos los agentes sanitarios, en particular a los miembros de la Asociación de Médicos católicos italianos y de la Federación europea de las Asociaciones médicas católicas, que, en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Roma, han reflexionado sobre el tema «Bioética y Europa cristiana». Saludo igualmente a los enfermos presentes, a sus familiares, a los capellanes y a los voluntarios, a los miembros de asociaciones, en particular de UNITALSI, a los estudiantes de las facultades de medicina y cirugía y de los cursos universitarios de las profesiones sanitarias. La Iglesia se dirige siempre con el mismo espíritu de fraterna participación a cuantos viven la experiencia del dolor, animada por el Espíritu de Aquel que, con el poder de su amor, ha devuelto sentido y dignidad al misterio del sufrimiento. A estas personas el concilio Vaticano II dijo: no estáis «abandonados» ni sois «inútiles», porque, unidos a la Cruz de Cristo, contribuís a su obra salvífica (cf. Mensaje a los pobres, a los enfermos y a todos los que sufren, 8 de diciembre de 1965). Y con los mismos acentos de esperanza, la Iglesia interpela también a los profesionales y a los voluntarios de la salud. La vuestra es una singular vocación que necesita estudio, sensibilidad y experiencia. Sin embargo, a quien elige trabajar en el mundo del sufrimiento viviendo la propia actividad como una «misión humana y espiritual» se le pide una competencia ulterior, que va más allá de los títulos académicos. Se trata de la «ciencia cristiana del sufrimiento», indicada explícitamente por el Concilio como «la única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento» y de dar a quien está enfermo «un alivio sin engaño»: «No está en nuestro poder —dice el Concilio— el concederos la salud corporal, ni tampoco la disminución de vuestros dolores físicos... Pero tenemos una cosa más profunda y más preciosa que ofreceros... Cristo no suprimió el sufrimiento y tampoco ha querido desvelarnos enteramente su misterio: Él lo tomó sobre sí, y eso es bastante para que nosotros comprendamos todo su valor» (Ib.). De esta «ciencia cristiana del sufrimiento» sois expertos cualificados. Vuestro ser católicos, sin temor, os da una responsabilidad mayor en el ámbito de la sociedad y de la Iglesia: se trata de una verdadera vocación, como recientemente han testimoniado figuras ejemplares como san Giuseppe Moscati, san Riccardo Pampuri, santa Gianna Beretta Molla, santa Anna Schäffer y el siervo de Dios Jérôme Lejeune.

Es éste un empeño de nueva evangelización también en tiempos de crisis económica que sustrae recursos a la tutela de la salud. Precisamente en tal contexto hospitales y estructuras de asistencia deben reflexionar en su papel para evitar que la salud, en lugar de un bien universal que hay que garantizar y defender, se convierta en una simple «mercadería» sometida a las leyes del mercado, por lo tanto, en un bien reservado a pocos. Jamás puede olvidarse la debida atención particular a la dignidad de la persona que sufre, aplicando también en el ámbito de las políticas sanitarias el principio de subsidiariedad y el de solidaridad (cf. Enc. Caritas in veritate, 58). Hoy, aunque por un lado, con motivo de los progresos en el campo técnico-científico, aumenta la capacidad de curar físicamente al enfermo, por otro lado parece debilitarse la capacidad de «atender» a la persona que sufre, considerada en su totalidad y unicidad. Así que parecen ofuscarse los horizontes éticos de la ciencia médica, que corre el riesgo de olvidar que su vocación es servir a cada hombre y a todo el hombre, en las diversas fases de su existencia. Es deseable que el lenguaje de la «ciencia cristiana del sufrimiento» —al que pertenecen la compasión, la solidaridad, la participación, la abnegación, la gratuidad, el don de sí— se convierta en el léxico universal de cuantos trabajan en el campo de la asistencia sanitaria. Es el lenguaje del Buen Samaritano de la parábola evangélica, que puede considerarse —según el beato Papa Juan Pablo II— «uno de los elementos esenciales de la cultura moral y de la civilización universalmente humanas» (Lett. ap. Salvifici doloris, 29). En esta perspectiva los hospitales deben ser considerados como lugar privilegiado de evangelización, pues donde la Iglesia se hace «vehículo de la presencia de Dios», se convierte al mismo tiempo en «instrumento de una verdadera humanización del hombre y del mundo» (Congregación para la doctrina de la fe, Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la evangelización, 9: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de diciembre de 2007, p. 11). Sólo teniendo bien claro que en el centro de la actividad médica y asistencial está el bienestar del hombre en su condición más frágil e indefensa, del hombre en busca de sentido ante el misterio insondable del dolor, se puede concebir el hospital como «lugar en donde la relación de curación no es oficio, sino una misión; donde la caridad del Buen Samaritano es la primera cátedra; y el rostro del hombre sufriente, el Rostro mismo de Cristo» (Discurso en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Roma, 3 de mayo de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de mayo de 2012, p. 3).

Queridos amigos: esta asistencia sanadora y evangelizadora es la tarea que siempre os espera. Ahora más que nunca nuestra sociedad necesita de «buenos samaritanos» de corazón generoso y brazos abiertos a todos, sabiendo que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre» (Enc. Spe salvi, 38). Este «ir más allá» del acercamiento clínico os abre a la dimensión de la trascendencia, respecto a la cual un papel fundamental desempeñan los capellanes y asistentes religiosos. A ellos compete en primer lugar hacer que se transparente en el variado panorama sanitario, también en el misterio del sufrimiento, la gloria del Crucificado Resucitado.

Una última palabra deseo reservaros a vosotros, queridos enfermos. Vuestro silencioso testimonio es un un signo eficaz e instrumento de evangelización para las personas que os atienden y para vuestras familias, en la certeza de que «ninguna lágrima, ni de quien sufre ni de quien está a su lado, se pierde delante de Dios» (Ángelus, 1 de febrero de 2009: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de febrero de 2009, p. 15). Vosotros «sois los hermanos de Cristo paciente, y con El, si queréis, salváis al mundo» (Conc. Vat. II, Mensaje cit.)

Encomendándoos a todos a la Virgen María, Salus Infirmorum, para que guíe vuestros pasos y os haga siempre testigos activos e incansables de la ciencia cristiana del sufrimiento, os imparto de corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA 17ª CONFERENCIA DE DIRECTORES
DE LAS ADMINISTRACIONES PENITENCIARIAS
DEL CONSEJO DE EUROPA

Sala Clementina
Jueves 22 de noviembre de 2012



Señor ministro,
señora vicesecretaria,
señoras y señores:

Me alegra acogeros con ocasión de vuestra conferencia y deseo, ante todo, agradecer a la ministra de Justicia del Gobierno italiano, profesora Paola Severino, y a la vicesecretaria general del Consejo de Europa, doctora Gabriella Battaini-Dragoni, el saludo que me han dirigido también en vuestro nombre.

Los temas de la justicia penal atraen continuamente la atención de la opinión pública y de los gobiernos, particularmente en un tiempo en el que las diferencias económicas y sociales y el creciente individualismo alimentan las raíces de la criminalidad. Pero la tendencia es limitar el debate de la disciplina de los delitos y las sanciones sólo al momento legislativo o al momento procesal inherente a los tiempos y las modalidades para llegar a una sentencia que corresponda lo más posible a la verdad de los hechos. En cambio, se presta menor atención a la modalidad de ejecución de las penas de detención, con relación a la cual el parámetro de la «justicia» debe ir acompañado por el parámetro esencial del respeto de la dignidad y de los derechos del hombre. Pero incluso este parámetro, aunque es indispensable y en muchos países, por desgracia, aún está lejos de alcanzarse, puede considerarse suficiente precisamente con el fin de garantizar de modo integral los derechos de la persona. Es preciso comprometerse de manera concreta y no sólo como afirmación de principio, para una reeducación efectiva de la persona, requerida ya sea en función de su dignidad propia, ya sea con vistas a su reinserción social. De hecho, la exigencia personal del detenido de vivir en la cárcel un tiempo de rehabilitación y de maduración es una exigencia de la sociedad misma, ya sea para recuperar a una persona que puede contribuir positivamente al bien de todos, ya sea para disminuir su tendencia a delinquir y su peligrosidad social. En los últimos años ha habido muchos progresos, aunque el camino siga siendo todavía largo. No sólo es cuestión de disponibilidad de adecuados recursos financieros para hacer más dignos los ambientes carcelarios y garantizar a los detenidos medios más eficaces de apoyo e itinerarios de formación; también se necesita un cambio de mentalidad, de manera que se vincule la temática carcelaria concerniente al respeto de los derechos humanos del detenido con el tema, más amplio, relativo a la realización misma de la justicia penal.

Para que en este campo la justicia humana pueda mirar a la justicia divina y ésta la oriente, es necesario que la función reeducativa de la pena no se considere un aspecto accesorio y secundario del sistema penal, sino, por el contrario, un momento culminante y calificador. Para «hacer justicia» no basta simplemente castigar a quien es reconocido culpable de un delito; es indispensable que, al castigarlo, se haga todo lo posible para corregir y mejorar al hombre. Cuando esto no sucede, la justicia no se realiza en sentido integral. En todo caso, hay que esforzarse para evitar que una detención fracasada en la función reeducativa se transforme en una pena deseducativa que, paradójicamente, en vez de contrastar acentúa la inclinación a delinquir y la peligrosidad social de la persona.

Vosotros, directores, junto a todos los demás agentes judiciales y sociales, podéis contribuir de modo significativo a promover esta justicia «más verdadera», «abierta a la fuerza liberadora del amor» (Juan Pablo II, Mensaje para el jubileo de las cárceles, 9 de julio de 2000) y vinculada a la dignidad misma del hombre. En cierto sentido, vuestro papel es aún más decisivo que el de los órganos legislativos, puesto que, también contando con estructuras y recursos adecuados, la eficacia de los itinerarios reeducativos siempre depende de la sensibilidad, la capacidad y la atención de las personas llamadas a realizar concretamente lo establecido sobre el papel. Ciertamente la tarea de los agentes penitenciarios, independientemente del nivel en que actúan, no es fácil. Por eso hoy, a través de vosotros, deseo rendir homenaje a todos los que trabajan con gran seriedad y dedicación en las administraciones penitenciarias. El contacto con quienes tienen una culpa que expiar, y el compromiso requerido para devolver dignidad y esperanza a quien a menudo ya ha sufrido la marginación y el desprecio, recuerdan la misión misma de Cristo, que no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores (cf. Mt 9, 13; Mc 2, 17; Lc 5, 32), destinatarios privilegiados de la misericordia de Dios. Todo hombre está llamado a convertirse en custodio de su hermano, superando así la indiferencia homicida de Caín (cf. Gn 4, 9); a vosotros, en particular, se os pide que custodiéis a quienes, en las condiciones de detención, pueden perder más fácilmente el sentido de la vida y el valor de la dignidad personal, cediendo a la desconfianza y a la desesperación. El profundo respeto de la persona, trabajar juntos por la rehabilitación del detenido y crear una verdadera comunidad educativa se vuelven más urgentes considerando también la creciente presencia de «detenidos extranjeros», a menudo en situaciones difíciles y frágiles. Obviamente, al papel de las instituciones y de los agentes penitenciarios es indispensable que corresponda la disponibilidad del detenido a vivir un tiempo de formación. Pero no se debería simplemente esperar y desear una respuesta positiva, sino solicitarla y favorecerla con iniciativas y programas capaces de vencer la ociosidad y romper la soledad en la que con frecuencia están confinados los detenidos. En este sentido, es muy importante la promoción de actividades de evangelización y asistencia espiritual, capaces de suscitar en el detenido los aspectos más nobles y profundos, despertando en él el entusiasmo por la vida y el deseo de belleza propios de quien redescubre que lleva impresa en sí, de modo indeleble, la imagen de Dios.

Donde existe confianza en la posibilidad de renovación, la detención en la cárcel puede cumplir su función reeducativa y transformarse para el detenido en una ocasión de gustar la redención obrada por Cristo en el misterio pascual, que nos garantiza la victoria sobre cualquier mal.

Queridos amigos, mientras os agradezco de corazón este encuentro y la obra que realizáis, invoco sobre vosotros y sobre vuestro trabajo abundantes bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL XXIII CONGRESO MUNDIAL
DEL APOSTOLADO DEL MAR

Sala Clementina
Viernes 23 de noviembre de 2012



Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

Os acojo con alegría, al final de los trabajos del XXIII Congreso mundial del apostolado del mar. Saludo cordialmente al cardenal Antonio Maria Vegliò, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, agradecido por sus amables palabras, así como a los colaboradores del Dicasterio y a cuantos trabajáis en este sector específico. Habéis vivido jornadas intensas de profundización sobre temas importantes, como el anuncio del Evangelio a un número creciente de marítimos pertenecientes a las Iglesias orientales, la asistencia a los no cristianos o no creyentes, y la búsqueda de una colaboración ecuménica e interreligiosa cada vez más sólida. Ante las dificultades que hoy afrontan los trabajadores de la industria marítima, así como los pescadores y sus familias, se manifiesta cada vez más claramente la necesidad de encarar los problemas con «una visión integral del hombre que refleje los diversos aspectos de la persona humana, considerada con la mirada purificada por la caridad» (Enc. Caritas in veritate, 32).

Estos son solamente algunos de los múltiples aspectos que suscitan el interés del apostolado del mar, tratados durante vuestro congreso y, sobre todo, bien testimoniados por la larga historia de esta benemérita obra. En efecto, ya en 1922 el Papa Pío XI aprobó sus Constituciones y su Reglamento, animando a los primeros capellanes y voluntarios en la misión de «expandir el ministerio marítimo»; y, setenta y cinco años después, el beato Papa Juan Pablo II confirmó dicha misión con el motu proprio Stella maris. Siguiendo esta valiosa tradición, os habéis reunido para reflexionar sobre el tema de la nueva evangelización en el mundo marítimo, en la misma aula donde, el mes pasado, se celebró la XIII Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos «para elaborar nuevos modos y expresiones de la Buena Nueva que hay que transmitir al hombre contemporáneo con renovado entusiasmo» (Lineamenta, Introducción). De esta manera, habéis respondido al llamamiento que dirigí a todos al convocar el Año de la fe, a fin de dar renovado impulso a la misión de toda la Iglesia, «para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa» (Motu proprio Porta fidei, 8).

Desde los albores del cristianismo, el mundo marítimo ha sido vehículo eficaz de evangelización. Los Apóstoles y los discípulos de Jesús tuvieron la posibilidad de ir a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) también gracias a la navegación marítima; basta pensar en los viajes de san Pablo. De este modo, iniciaron el camino para difundir la Palabra de Dios «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). También hoy la Iglesia surca los mares para llevar el Evangelio a todas las naciones, y vuestra presencia capilar en las escalas portuarias del mundo, las visitas que hacéis diariamente a las naves atracadas en los puertos y la acogida fraterna en las horas de pausa de los equipajes son el signo visible de la solicitud con cuantos no pueden recibir atención pastoral ordinaria. Este mundo del mar, en su continua peregrinación de personas, hoy debe tener en cuenta los efectos complejos de la globalización y, por desgracia, también tiene que afrontar situaciones de injusticia, especialmente cuando los equipajes están sujetos a restricciones para bajar a tierra, cuando son abandonados junto con las embarcaciones en las que trabajan, y cuando caen bajo la amenaza de la piratería marítima o sufren los daños de la pesca ilegal (cf. Ángelus, 18 de enero de 2009). La vulnerabilidad de los marítimos, pescadores y navegantes, debe hacer aún más atenta la solicitud de la Iglesia y estimular el cuidado materno que, a través de vosotros, manifiesta a todos los que encontráis en los puertos o en las naves, o asistís a bordo en los largos meses de embarque.

Un pensamiento particular va a cuantos trabajan en el vasto sector de la pesca y a sus familias. En efecto, más que otros deben afrontar las dificultades del presente y viven la incertidumbre del futuro, marcado por los efectos negativos de los cambios climáticos y por la explotación excesiva de los recursos. A vosotros pescadores, que buscáis condiciones de trabajo dignas y seguras, salvaguardando el valor de la familia, la protección del ambiente y la defensa de la dignidad de toda persona, desearía garantizaros la cercanía de la Iglesia. En este ámbito, el apostolado de los laicos ya es particularmente activo, contando con muchos diáconos permanentes y voluntarios en los Centros Stella maris, pero también y sobre todo ve entre los mismos marítimos una creciente atención por apoyar a los demás miembros del equipaje, animándolos también a reencontrar e intensificar su relación con Dios durante las largas travesías oceánicas, y asistiéndolos con espíritu de caridad en las situaciones de peligro.

Retomando una metáfora que os es muy conocida, os exhorto también a vosotros a tener en cuenta el Concilio Vaticano II, que es como «una brújula que permite a la barca de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de tempestades o de ondas serenas y tranquilas, para navegar segura y llegar a la meta» (Audiencia general, 10 de octubre de 2012: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de octubre de 2012, p. 24). En particular, recordando el decreto Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, hoy deseo renovar el mandato eclesial que, en comunión con vuestras Iglesias locales de pertenencia, os sitúa en primera línea en la evangelización de numerosos hombres y mujeres de diferentes nacionalidades que transitan por vuestros puertos. Sed apóstoles fieles a la misión de anunciar el Evangelio, mostrad el rostro solícito de la Iglesia que acoge y también está cercana a esta porción del pueblo de Dios, y responded sin titubear a la gente de mar que os espera a bordo para colmar la profunda nostalgia del alma y sentirse parte activa de la comunidad. Deseo que cada uno de vosotros redescubra cada día la belleza de la fe, para testimoniarla siempre con la coherencia de la vida. Que la Bienaventurada Virgen María, Stella maris y Stella matutina, ilumine siempre vuestra obra para que la gente de mar pueda conocer el Evangelio y encontrar al Señor Jesús, que es Camino, Verdad y Vida. De corazón os imparto la bendición apostólica a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestros seres queridos.


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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

CAPILLA PAPAL

ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 24 de noviembre de 2012

[Vídeo]
Galería Fotográfica



«Creo en la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».

Queridos hermanos y hermanas:

Estas palabras, que dentro de poco pronunciarán solemnemente los nuevos cardenales al hacer la profesión de fe, son parte del símbolo niceno-constantinopolitano, la síntesis de la fe de la Iglesia que cada uno recibe en el momento del Bautismo. Sólo profesando y preservando intacta esta regla de la verdad somos verdaderos discípulos del Señor. En este Consistorio, quisiera centrarme particularmente en el significado del término «católica», que indica un rasgo esencial de la Iglesia y su misión. El argumento sería amplio y se podría enfocar desde diversas perspectivas. Hoy me limito sólo a alguna consideración.

Las notas características de la Iglesia responden al designio divino, como se afirma en el Catecismo de la Iglesia Católica: «Es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades» (n. 811). Más específicamente, la Iglesia es católica porque Cristo abraza en su misión de salvación a toda la humanidad. Aunque la misión de Jesús en su vida terrena se limitaba al pueblo judío, «a las ovejas descarriadas de Israel» (Mt 15,24), sin embargo desde el inicio estaba orientada a llevar a todos los pueblos la luz del Evangelio y a hacer entrar a todas las naciones en el Reino de Dios. En Cafarnaún, Jesús exclama ante la fe del centurión: «Os digo que vendrán muchos de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos» (Mt 8,11). Esta perspectiva universalista se desprende, por ejemplo, de la presentación que Jesús hace de sí mismo, no sólo como «Hijo de David», sino también como «Hijo del hombre» (Mc 10,33), como hemos oído en el pasaje evangélico proclamado hace poco. En el lenguaje de la literatura judía apocalíptica inspirada en la visión de la historia en el Libro del profeta Daniel (cf. 7,13-14), el título «Hijo del hombre» se refiere al personaje que viene «en las nubes del cielo» (v. 13), y es una imagen que anuncia con antelación un reino totalmente nuevo, un reino que no se apoya en los poderes humanos, sino en el verdadero poder que proviene de Dios. Jesús usa esta expresión rica y compleja, y la refiere a sí mismo para manifestar el verdadero carácter de su mesianismo, como misión hacia todo el hombre y todos los hombres, superando todo particularismo étnico, nacional y religioso. En efecto, en este nuevo reino, que la Iglesia anuncia y anticipa, y que vence la fragmentación y la dispersión, se entra precisamente siguiendo a Jesús, dejándose atraer dentro de su humanidad, y por tanto en la comunión con Dios.

Además, Jesús no envía su Iglesia a un grupo, sino a la totalidad del género humano para reunirlo, en la fe, en un único pueblo con el fin de salvarlo, como lo expresa bien el Concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Lumen gentium: «Todos los hombres están invitados al Pueblo de Dios. Por eso este pueblo, uno y único, ha de extenderse por todo el mundo a través de todos los siglos, para que así se cumpla el designio de Dios» (n. 13). Así, pues, la universalidad de la Iglesia proviene de la universalidad del único plan divino de salvación del mundo. Este carácter universal aparece claramente el día de Pentecostés, cuando el Espíritu inunda de su presencia a la primera comunidad cristiana, para que el Evangelio se extienda a todas las naciones y haga crecer en todos los pueblos el único Pueblo de Dios. Así, ya desde sus comienzos, la Iglesia está orientada kat’holon, abraza todo el universo. Los Apóstoles dan testimonio de Cristo dirigiéndose a los hombres de toda la tierra, todos los comprenden como si hablaran en su lengua materna (cf. Hch 2,7-8). A partir de aquel día, la Iglesia, con la «fuerza del Espíritu Santo», según la promesa de Jesús, anuncia al Señor muerto y resucitado «en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo» (Hch 1,8). Por tanto, la misión universal de la Iglesia no sube desde abajo, sino que desciende de lo alto, del Espíritu Santo, y está orientada desde el primer instante a expresarse en toda cultura para formar así el único Pueblo de Dios. No es tanto una comunidad local que crece y se expande lentamente, sino que es como levadura destinada a lo universal, a la totalidad, y que lleva en sí misma la universalidad.

«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16,15); «haced discípulos de todos los pueblos», dice el Señor (Mt 28,19). Con estas palabras, Jesús envía a los Apóstoles a todas las criaturas, para que llegue por doquier la acción salvífica de Dios. Pero si nos fijamos en el momento de la ascensión de Jesús al cielo, según se relata en los Hechos de los Apóstoles, observamos que los discípulos siguen encerrados en su visión, piensan en la restauración de un nuevo reino davídico, y preguntan al Señor: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hch 1,6). Y ¿cómo responde Jesús? Responde abriendo sus horizontes y dejándoles la promesa y un cometido: promete que serán colmados de la fuerza del Espíritu Santo y les confiere el encargo de dar testimonio de él en el mundo, superando los confines culturales y religiosos en los que estaban acostumbrados a pensar y vivir, para abrirse al reino universal de Dios. Y en los comienzos del camino de la Iglesia, los Apóstoles y los discípulos se ponen en marcha sin ninguna seguridad humana, sino con la sola fuerza del Espíritu Santo, del Evangelio y de la fe. Es el fermento que se esparce por mundo, entra en las diversas coyunturas y en los múltiples contextos culturales y sociales, pero que sigue siendo una única Iglesia. En torno a los Apóstoles florecen las comunidades cristianas, pero éstas son «la» Iglesia, que tanto en Jerusalén como en Antioquía o Roma, es siempre la misma, una y universal. Y cuando los Apóstoles hablan de la Iglesia, no se refieren a su propia comunidad: hablan de la Iglesia de Cristo, e insisten en esta identidad única, universal y total de la Catholica, que se realiza en cada Iglesia local. La Iglesia es una, santa, católica y apostólica; refleja en sí misma la fuente de su vida y de su camino: la unidad y la comunión de la Trinidad.

También el Colegio Cardenalicio se sitúa en el surco y en la perspectiva de la unidad y la universalidad de la Iglesia: muestra una variedad de rostros, en cuanto expresa el rostro de la Iglesia universal. A través de este Consistorio, deseo destacar de manera particular que la Iglesia es la Iglesia de todos los pueblos, y se expresa por tanto en las diversas culturas de los distintos continentes. Es la Iglesia de Pentecostés, que en la polifonía de las voces eleva un canto único y armonioso al Dios vivo.

Saludo cordialmente a las delegaciones oficiales de los diferentes países, a los obispos, sacerdotes, personas consagradas y fieles laicos de las distintas comunidades diocesanas, así como a todos los que participan en la alegría de los nuevos miembros del Colegio Cardenalicio, a los cuales les unen lazos de parentesco, amistad o cooperación. Los nuevos cardenales, que representan a varias diócesis del mundo, son ahora agregados a título especial a la Iglesia de Roma, y refuerzan así los vínculos espirituales que unen a toda la Iglesia, vivificada por Cristo, estrechamente reunida en torno al Sucesor de Pedro. Al mismo tiempo, el rito de hoy expresa el valor supremo de la fidelidad. En efecto, en el juramento que haréis dentro de poco, venerados hermanos, están escritas palabras cargadas de un profundo significado espiritual y eclesial: «Prometo y juro permanecer, ahora y por siempre hasta el final de mi vida, fiel a Cristo y a su Evangelio, constantemente obediente a la Santa Iglesia Apostólica Romana». Y, al recibir la birreta roja, oiréis cómo se os recuerda que ésta indica «que debéis estar preparados para comportaros con fortaleza, hasta el derramamiento de la sangre, por el incremento de la fe cristiana, por la paz y la tranquilidad del Pueblo de Dios». A su vez, la entrega del anillo está acompañada de una advertencia: «Has de saber que, con el amor al Príncipe de los Apóstoles, se refuerza tu amor a la Iglesia».

He aquí indicada, en estos gestos y las expresiones que los acompañan, la fisionomía que hoy asumís en la Iglesia. De ahora en adelante, estaréis todavía más estrechamente unidos a la Sede de Pedro: los títulos o las diaconías de las iglesias de la Urbe os recordarán el lazo que os une, como miembros a título especialísimo, a esta Iglesia de Roma, que preside la caridad universal. Principalmente por la colaboración con los Dicasterios de la Curia Romana, seréis mis preciosos colaboradores, ante todo en el ministerio apostólico para con la catolicidad entera, como Pastor de toda la grey de Cristo y primer garante de la doctrina, de la disciplina y de la moral.

Queridos amigos, alabemos al Señor, que «no cesa de enriquecer con generosidad de dones a su Iglesia extendida por el mundo» (Oración), y da nuevo vigor a la perenne juventud que le ha dado. A él confiamos el nuevo servicio eclesial de estos estimados y venerados hermanos, para que den un valiente testimonio de Cristo, en el dinamismo edificante de la fe y en el signo de un incesante amor oblativo. Amén.


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CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO
PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS CARDENALES, A SUS FAMILIARES Y A LOS PEREGRINOS PRESENTES PARA EL CONSISTORIO


Sala Pablo VI
Lunes 26 de noviembre de 2012

[Vídeo]



Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
queridos amigos:

Con ánimo agradecido al Señor, queremos hoy extender los sentimientos y las emociones que hemos vivido ayer y anteayer con ocasión de la creación de seis nuevos cardenales. Han sido momentos de intensa oración y de profunda comunión, vividos con la conciencia de un acontecimiento referido a la Iglesia universal, llamada a ser signo de esperanza para todos los pueblos. Me alegra acogeros también hoy, en este encuentro sencillo y familiar, y dirigir mi cordial saludo a los neopurpurados, así como a sus familiares, amigos y a cuantos les acompañan en esta circunstancia tan solemne e importante.

[En inglés] Doy un cordial saludo a los prelados anglófonos a quienes he tenido la alegría de elevar a la dignidad de cardenales en el Consistorio del sábado pasado: el cardenal James Michael Harvey, arcipreste de la Basílica Papal de San Pablo Extramuros; el cardenal Baselios Cleemis Thottunkal, arzobispo mayor de Trivandrum de los Siro-Malankares (India); el cardenal John Olorunfemi Onaiyekan, arzobispo de Abuja (Nigeria); y el cardenal Luis Antonio Tagle, arzobispo de Manila (Filipinas).

Asimismo doy la bienvenida a sus familiares y amigos, y a todos los fieles que les acompañan hoy aquí.

El Colegio cardenalicio, cuyo origen está vinculado al antiguo clero de la Iglesia de Roma, tiene la tarea de elegir al Sucesor de Pedro y aconsejarle en las cuestiones de mayor importancia. Tanto en las oficinas de la Curia romana como en su ministerio en las Iglesias locales en todo el mundo, los cardenales están llamados a compartir de manera particular la solicitud del Papa por la Iglesia universal. El vivo color de sus vestiduras se ha visto tradicionalmente como un signo de su compromiso de defender la grey de Cristo hasta el derramamiento de sangre. Mientras los nuevos cardenales asumen el peso de su responsabilidad, confío en que sean sostenidos por vuestras oraciones y por vuestra ayuda cuando, con el Romano Pontífice, se esfuercen en promover en todo el mundo la santidad, la comunión y la paz de la Iglesia.

[En francés] Saludo cordialmente a los peregrinos francófonos, y sobre todo a los libaneses, en el alegre recuerdo de mi reciente visita apostólica a su país, motivada en primer lugar por la firma de la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente. Con el cardenalato del Patriarca Boutros Raï, deseo alentar de modo especial la vida y la presencia de los cristianos en Oriente Medio, donde deben poder vivir libremente su propia fe, y lanzar una vez más un apremiante llamamiento a la paz en la región. La Iglesia alienta todo esfuerzo en vista de la paz en el mundo y en Oriente Medio, paz que será efectiva sólo si se basa en un auténtico respeto del otro. Que el tiempo de Adviento, ya a la puerta, nos haga redescubrir la grandeza de Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, venido al mundo para salvar a todos los hombres y para traer la paz y la reconciliación. Feliz peregrinación a todos.

[En español] Saludo con vivo afecto al cardenal Rubén Salazar Gómez, arzobispo metropolitano de Bogotá y presidente de la Conferencia episcopal de Colombia, y a los familiares, obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que le acompañan y participan de su gozo íntimo y espiritual al ser incorporado al Colegio cardenalicio. Invito a todos a elevar fervientes oraciones por el nuevo purpurado, para que esté cada vez más unido al Sucesor de Pedro y colabore infatigablemente con la Sede Apostólica. Pidamos a Dios igualmente que le asista con sus dones, para que siga siendo testigo de la verdad del Evangelio de la salvación, exponiendo con rectitud y fidelidad su contenido y llevando a todos la fuerza redentora de Cristo. Que María Santísima, que en aquellas nobles tierras se invoca bajo el dulce Nombre de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, le sostenga siempre con su amor de Madre, así como a todos los queridos hijos e hijas de Colombia, a quienes tengo muy presentes en mi corazón y plegaria, para que avancen en paz y concordia por los caminos de la justicia, la reconciliación y la solidaridad.

Queridos y venerados hermanos que habéis pasado a formar parte del Colegio cardenalicio: vuestro ministerio se enriquece de un nuevo compromiso al sostener al Sucesor de Pedro en su servicio universal a la Iglesia. Por lo tanto, renovando a cada uno de vosotros mi felicitación más cordial, confío en el apoyo de vuestra oración y de vuestra preciosa ayuda. Proseguid confiados y fuertes en vuestra misión espiritual y apostólica, manteniendo fija la mirada en Cristo y reforzando vuestro amor por su Iglesia. Podemos aprender este amor también de los santos, que son la realización más elevada de la Iglesia: ellos la amaron y, dejándose plasmar por Cristo, entregaron totalmente su vida para que todos los hombres fueran iluminados por la luz de Cristo que resplandece en el rostro de la Iglesia (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Lumen gentium, 1). Invoco sobre vosotros y sobre los presentes la materna protección de la Virgen María, Madre de la Iglesia, y de corazón os imparto, a vosotros y a todos los presentes, una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL TERCER GRUPO DE OBISPOS FRANCESES
EN VISITA «AD LIMINA»

Sala Del Consistorio
Viernes 30 de noviembre de 2012



Señor cardenal,
queridos hermanos en el episcopado:

Conservo siempre vivo el recuerdo de mi viaje apostólico a Francia con ocasión de las celebraciones por el 150° aniversario de las apariciones en Lourdes de la Inmaculada Concepción. Sois los últimos de los tres grupos de obispos de Francia en visita ad limina. Le agradezco, eminencia, sus cordiales palabras. Dirigiéndome a cuantos os han precedido, he abierto una especie de tríptico, cuya indispensable apoyo podría ser el discurso que os dirigí en Lourdes en 2008. El examen de este conjunto inescindible os será ciertamente útil y guiará vuestras reflexiones.

Sois responsables de regiones donde la fe cristiana se ha radicado muy pronto y ha dado frutos admirables. Regiones ligadas a nombres ilustres que han trabajado mucho por el arraigo y el crecimiento del Reino de Dios en este mundo: mártires como Potino y Blandina, grandes teólogos como Ireneo y Vicente de Lérins, maestros de espiritualidad cristiana como Bruno, Bernardo, Francisco de Sales y muchos más. La Iglesia en Francia se inscribe en una larga estirpe de santos, doctores, mártires y confesores de la fe. Sois herederos de una gran experiencia humana y de una inmensa riqueza espiritual que, sin ninguna duda, son por tanto para vosotros una fuente de inspiración en vuestra misión de pastores.

Estos orígenes y este pasado glorioso, siempre presentes en nuestro pensamiento y tan queridos para nuestro espíritu, nos permiten nutrir una gran esperanza, a la vez firme y audaz, en el momento de aceptar los desafíos del tercer milenio y escuchar las expectativas de los hombres de nuestra época, a las cuales sólo Dios puede dar una respuesta satisfactoria. La Buena Nueva que tenemos la tarea de anunciar a los hombres de todos los tiempos, de todas las lenguas y de todas las culturas, se puede resumir en pocas palabras: Dios, creador del hombre, en su Hijo Jesús nos da a conocer su amor por la humanidad: «Dios es amor» (cf. 1 Jn), quiere la felicidad de sus criaturas, de todos sus hijos. La constitución pastoral Gaudium et spes (cf. n. 10) afrontó las cuestiones clave de la existencia humana, sobre el sentido de la vida y de la muerte, del mal, de la enfermedad y del sufrimiento, tan presentes en nuestro mundo. Recordó que, en su bondad paterna, Dios ha querido dar respuestas a todos estos interrogantes y que Cristo fundó su Iglesia para que todos los hombres pudieran conocerle. Por eso uno de los problemas más serios de nuestra época es el de la ignorancia práctica religiosa en la que viven muchos hombres y mujeres, incluso algunos fieles católicos (cf. exhortación apostólica Christifideles laici, capítulo V).

Por este motivo, la nueva evangelización, en la que la Iglesia se ha comprometido resueltamente desde el concilio Vaticano II y cuyas principales modalidades delineó el motu proprio Ubicumque et semper, se presenta con una urgencia particular, como subrayaron los padres del Sínodo que acaba de concluir. Ella pide a todos los cristianos que den razón de su esperanza (cf. 1 P 3, 15), consciente de que uno de los obstáculos más temibles de nuestra misión pastoral es la ignorancia del contenido de la fe. Se trata en realidad de una doble ignorancia: un desconocimiento de la persona de Jesucristo y una ignorancia de la sublimidad de sus enseñanzas, de su valor universal y permanente en la búsqueda del sentido de la vida y de la felicidad. Esta ignorancia provoca además en las nuevas generaciones la incapacidad de comprender la historia y de sentirse herederos de esta tradición que ha modelado la vida, la sociedad, el arte y la cultura de Europa.

En este Año de la fe, la Congregación para la doctrina de la fe, en la nota del 6 de enero de 2012, dio las indicaciones pastorales deseables para movilizar todas las energías de la Iglesia, la acción de sus pastores y de sus fieles, a fin de animar en profundidad la sociedad. Es el Espíritu Santo quien, «con la fuerza del Evangelio la rejuvenece, la renueva continuamente» (Lumen gentium, 4). Esta nota recuerda que «cada iniciativa del Año de la fe busca favorecer el gozoso redescubrimiento y el renovado testimonio de la fe. Las indicaciones aquí ofrecidas tienen el objetivo de invitar a todos los miembros de la Iglesia a comprometerse para que este año sea una ocasión privilegiada para compartir lo más valioso que tiene el cristiano: Jesucristo, Redentor del hombre, Rey del Universo, “iniciador y consumador de nuestra fe” (Hb 12, 2)». El Sínodo de los obispos propuso recientemente a todos y cada uno los medios para llevar a feliz término esta misión. El ejemplo de nuestro divino Maestro es siempre el fundamento de toda nuestra reflexión y de nuestra acción. Oración y acción: son estos los medios que nuestro Salvador nos pide que utilicemos ahora y siempre.

La nueva evangelización será eficaz si involucra a fondo a las comunidades y parroquias. Los signos de vitalidad y el compromiso de los fieles laicos en la sociedad francesa ya son una realidad alentadora. Muchos han sido en el pasado los compromisos de los laicos; pienso en Paulina Jericot, de cuya muerte celebramos el 150° aniversario, y en su obra por la difusión de la fe, tan determinante para las misiones católicas en los siglos XIX y XX. Los laicos, con sus obispos y sacerdotes, son protagonistas en la vida de la Iglesia y en su misión de evangelización. En sus diversos documentos (Lumen gentium, Apostolicam actuositatem, entre otros), el Concilio Vaticano II subrayó la especificidad de su misión: impregnar las realidades humanas con el espíritu del Evangelio. Los laicos son el rostro del mundo en la Iglesia y al mismo tiempo el rostro de la Iglesia en el mundo. Conozco el valor y la calidad del apostolado multiforme de los laicos, hombres y mujeres. Uno mi voz a la vuestra para expresarles mis sentimientos de estima.

La Iglesia en Europa y en Francia no puede ser indiferente ante la disminución de las vocaciones y de las ordenaciones sacerdotales, y tampoco de los otros tipos de llamada que Dios suscita en la Iglesia. Es urgente movilizar todas las energías disponibles a fin de que los jóvenes puedan escuchar la voz del Señor. Dios llama a quien quiere y cuando quiere. Sin embargo, las familias cristianas y las comunidades fervorosas siguen siendo terrenos particularmente favorables. Estas familias, estas comunidades y estos jóvenes están por tanto en el centro de toda iniciativa de evangelización, a pesar de un contexto cultural y social marcado por el relativismo y el hedonismo.

Al ser los jóvenes la esperanza y el futuro de la Iglesia y del mundo, no quiero dejar de mencionar la importancia de la educación católica. Esta desarrolla una tarea admirable, a menudo difícil, hecha posible por la incansable dedicación de los formadores: sacerdotes, personas consagradas o laicos. Más allá del saber transmitido, el testimonio de vida de los formadores debe permitir a los jóvenes asimilar los valores humanos y cristianos a fin de tender a la búsqueda y al amor de lo verdadero y lo bello (cf. Gaudium et spes, 15). Seguid animándolos y abriéndoles nuevas perspectivas para que también se beneficien de la evangelización. Los institutos católicos están claramente en primer lugar en el gran diálogo entre la fe y la cultura. El amor por la verdad que irradian es de por sí evangelizador. Son ámbitos de enseñanza y de diálogo, y también centros de investigación que deben desarrollarse cada vez más, ser cada vez más ambiciosos. Conozco bien la contribución que la Iglesia en Francia ha dado a la cultura cristiana. Conozco vuestra atención —y os aliento en este sentido— por cultivar el rigor académico y entablar vínculos más intensos de comunicación y de colaboración con universidades de otros países, ya sea para que se beneficien de los ámbitos en los que sobresalís, ya sea para que aprendáis de ellos, a fin de servir cada vez mejor a la Iglesia, a la sociedad, a todo el hombre. Subrayo con gratitud las iniciativas tomadas en algunas de vuestras diócesis para favorecer la iniciación teológica de jóvenes estudiantes de disciplinas profanas. La teología es una fuente de sabiduría, de alegría, de maravilla que no se puede reservar sólo a los seminaristas, a los sacerdotes y a las personas consagradas. Propuesta a numerosos jóvenes y adultos, los confortará en la fe y hará de ellos, sin ninguna duda, apóstoles audaces y convencidos. Es por tanto una perspectiva que podría proponerse ampliamente a los institutos superiores de teología como expresión de la dimensión intrínsecamente misionera de la teología y como servicio de la cultura en su significado más profundo.

Respecto a las escuelas católicas que han modelado la vida cristiana y cultural de vuestro país, tienen hoy una responsabilidad histórica. Ámbito de transmisión del saber y de formación de la persona, de acogida incondicional y de aprendizaje de la vida en común, con frecuencia gozan de merecido prestigio. Es necesario encontrar los itinerarios para que la transmisión de la fe permanezca en el centro de su proyecto educativo. La nueva evangelización pasa por estas escuelas y por la multiforme obra de la educación católica que abarca numerosas iniciativas y movimientos, por lo cual la Iglesia está agradecida. La educación en los valores cristianos es la clave de la cultura de vuestro país. Abriendo a la esperanza y a la libertad auténtica, seguirá aportando dinamismo y creatividad. El ardor conferido a la nueva evangelización será nuestra mejor contribución al desarrollo de la sociedad humana y la mejor respuesta a los desafíos de todo tipo que todos deben afrontar en este inicio del tercer milenio. Queridos hermanos en el episcopado, os encomiendo a vosotros, así como vuestro trabajo pastoral y el conjunto de las comunidades que os han sido confiadas, a la solicitud materna de la Virgen María, que os acompañará en vuestra misión durante los años por venir. Y como afirmé antes de dejar Francia en 2008: «Desde Roma, estaré cerca de vosotros y, cuando me detenga ante la réplica de la Gruta de Lourdes, que se halla en los jardines del Vaticano desde hace poco más de un siglo, os tendré presentes. Que Dios los bendiga».


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA PEREGRINACIÓN DE LA GENTE DEL ESPECTÁCULO AMBULANTE ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO
PARA LA PASTORAL DE LOS EMIGRANTES E ITINERANTES

Aula Pablo VI
Sábado 1 de diciembre de 2012

[Vídeo]
Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibiros a todos vosotros y os agradezco vuestra bienvenida. Habéis venido aquí en gran número para encontraros con el Sucesor de san Pedro y para manifestar, también en nombre de muchos que trabajan en el espectáculo ambulante, la alegría de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia. Saludo y doy las gracias al cardenal Antonio Maria Vegliò, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, que, en colaboración con la diócesis de Roma y con la Fundación Migrantes de la Conferencia episcopal italiana, ha organizado este evento. ¡Gracias, Eminencia! Doy las gracias también a vuestros representantes, que nos han brindado su testimonio y un bellísimo y pequeño espectáculo, así como a cuantos han contribuido a preparar esta cita, que se sitúa en el Año de la fe, ocasión importante para profesar abiertamente la fe en el Señor Jesús.

Lo que distingue ante todo a vuestra gran familia es la capacidad de usar el lenguaje particular y específico de vuestro arte. La alegría de los espectáculos, la felicidad recreativa del juego, la gracia de las coreografías, el ritmo de la música constituyen propiamente una vía inmediata de comunicación para ponerse en diálogo con los pequeños y los grandes, suscitando sentimientos de serenidad, de felicidad, de concordia. Con la variedad de vuestras profesiones y la originalidad de vuestras exhibiciones, sabéis asombrar y suscitar maravilla, ofrecer ocasiones de fiesta y de sana diversión.

Queridos amigos, precisamente a partir de estas características y con vuestro estilo, estáis llamados a testimoniar los valores que forman parte de vuestra tradición: el amor por la familia, la solicitud por los pequeños, la atención por los discapacitados, el cuidado de los enfermos, la valoración de los ancianos y de su patrimonio de experiencias. En vuestro ambiente se conserva vivo el diálogo entre las generaciones, el sentido de la amistad, el gusto por el trabajo de equipo. Acogida y hospitalidad son propias de vosotros, así como la atención para dar respuesta a los deseos más auténticos, sobre todo de las jóvenes generaciones. Vuestros oficios requieren renuncia y sacrificio, responsabilidad y perseverancia, valentía y generosidad: virtudes que la sociedad actual no siempre aprecia, pero que han contribuido a formar, en vuestra gran familia, generaciones enteras. Conozco también los numerosos problemas relacionados a vuestra condición itinerante, como la educación de los hijos, la búsqueda de lugares adecuados para los espectáculos, las autorizaciones para las representaciones y los permisos de residencia para los extranjeros. Mientras deseo que las Administraciones públicas, reconociendo la función social y cultural del espectáculo ambulante, se comprometan a proteger vuestra categoría, os animo tanto a vosotros como a la sociedad civil a superar todo prejuicio y a buscar siempre una buena inserción en las realidades locales.

Queridos hermanos y hermanas: la Iglesia se alegra del compromiso que demostráis y aprecia vuestra fidelidad a las tradiciones, de las que os sentís orgullosos con razón. La Iglesia misma que, como vosotros, es peregrina en este mundo, os invita a participar en su misión divina a través de vuestro trabajo cotidiano. La dignidad de todo hombre se expresa también en el ejercicio honesto de las profesionalidades adquiridas y en practicar la gratuidad que evita condicionarse a los intereses económicos. Así también vosotros, mientras ponéis atención en la calidad de vuestras realizaciones y de los espectáculos, no dejáis de vigilar para que, con los valores del Evangelio, podáis seguir ofreciendo a las jóvenes generaciones la esperanza y el aliento que necesitan, sobre todo respecto a las dificultades de la vida, a las tentaciones de la desconfianza, de la cerrazón en sí mismos y del pesimismo, que impiden captar la belleza de la existencia.

Aunque la vida itinerante impida formar parte establemente de una comunidad parroquial y no facilite la participación regular en la catequesis y en el culto divino, también en vuestro mundo se hace necesaria una nueva evangelización. Deseo que podáis encontrar, en las comunidades en las que os detenéis, personas acogedoras y disponibles, capaces de salir al encuentro de vuestras necesidades espirituales. No olvidéis sin embargo que es la familia la primera vía de transmisión de la fe, la pequeña Iglesia doméstica llamada a dar a conocer a Jesús y su Evangelio y a educar según la ley de Dios, para que cada uno pueda llegar a la plena madurez humana y cristiana (cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio, 2). Que vuestras familias sean siempre escuelas de fe y de caridad, espacios de comunión y de fraternidad.

Queridos artistas y agentes del espectáculo ambulante: os repito cuanto afirmé al inicio de mi pontificado: «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos por el Evangelio, por Cristo. Nada hay más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él… Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera» (Homilía en la santa Misa por el inicio del Pontificado, 24 de abril de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 2005, p. 7). Al aseguraros la cercanía de la Iglesia, que comparte vuestro camino, os encomiendo a todos a la Santísima Virgen María, la «estrella del camino», que con su presencia materna nos acompaña en todos los momentos de la vida.

[En francés] Queridos amigos: vuestro carisma consiste en dar a los demás la alegría, el sentido de la fiesta y de la belleza. Que vuestra alegría encuentre su fuente en Dios y esté estrechamente unida a la confianza en Él y en su amor, una alegría llena de humildad y de fe. Convertíos por tanto en imitadores de Dios y caminad en la caridad (cf. Ef 5, 1-2), llevando a todos la alegría de la fe.

[En inglés] Queridos amigos: vosotros difundís a vuestro alrededor un clima alegre y aliviáis el peso del trabajo cotidiano. Sed también hombres y mujeres con una fuerte vida interior, abiertos a la contemplación y al diálogo con Dios. Ruego para que vuestra fe en Cristo y vuestra devoción a la Bienaventurada Virgen María os sostengan en la vida y en el trabajo.

[En alemán] Queridos amigos: vuestro mundo puede convertirse en un laboratorio en el ámbito de las grandes temáticas del ecumenismo y del encuentro con las personas pertenecientes a otras religiones. Que vuestra fe os guíe para ser testigos auténticos de Dios y de su amor, comunidades unidas en la fraternidad, en la paz y en la solidaridad.

[En español] Queridos amigos profesionales del espectáculo itinerante: en la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini, en el párrafo dedicado a los emigrantes, manifestaba mi deseo de que «se hagan ellos mismos anunciadores de la Palabra de Dios y testigos de Jesús Resucitado, esperanza del mundo» (n. 105). Hoy con gran confianza repito también a vosotros este deseo y a los agentes de pastoral que os acompañan con admirable dedicación.

A cada uno de vosotros y a vuestras familias y comunidades imparto de corazón la bendición apostólica. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO JUSTICIA Y PAZ

Sala del Consistorio
Lunes 3 de diciembre de 2012



Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros con ocasión de vuestra asamblea plenaria. Saludo al cardenal presidente, a quien agradezco las corteses palabras que me ha dirigido, así como al monseñor secretario, a los oficiales del dicasterio y a todos vosotros, miembros y consultores, venidos para este importante momento de reflexión y de programación. Vuestra asamblea se celebra en el Año de la fe, después del Sínodo dedicado a la nueva evangelización, también —como se ha dicho— en el quincuagésimo aniversario del Concilio Vaticano II y —dentro de pocos meses— de la encíclica Pacem in terris del beato Papa Juan XXIII. Se trata de un contexto que ya de por sí ofrece múltiples estímulos.

La doctrina social, como nos ha enseñado el beato Papa Juan Pablo II, es parte integrante de la misión evangelizadora de la Iglesia (cf. Enc. Centesimus annus, 54), y con mayor razón ha de considerarse importante para la nueva evangelización (cf. ib., 5; Enc. Caritas in veritate, 15). Acogiendo a Jesucristo y su Evangelio, además de en la vida personal también en las relaciones sociales, nos convertimos en portadores de una visión del hombre, de su dignidad, libertad y relacionalidad, que se caracteriza por la trascendencia, en sentido tanto horizontal como vertical. De la antropología integral, que deriva de la Revelación y del ejercicio de la razón natural, dependen la fundación y el significado de los derechos y los deberes humanos, como nos ha recordado el beato Juan XXIII precisamente en la Pacem in terris (cf. n. 9). Los derechos y los deberes en efecto no tienen como único y exclusivo fundamento la conciencia social de los pueblos, sino que dependen primariamente de la ley moral natural, inscrita por Dios en la conciencia de cada persona, y por tanto, en última instancia, de la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad.

Aunque la defensa de los derechos haya hecho grandes progresos en nuestro tiempo, la cultura actual, caracterizada, entre otras cosas, por un individualismo utilitarista y un economicismo tecnocrático, tiende a subestimar a la persona. Esta es concebida como un ser «fluido», sin consistencia permanente. No obstante esté sumergido en una red infinita de relaciones y de comunicaciones, el hombre de hoy paradójicamente aparece a menudo como un ser aislado, porque es indiferente respecto a la relación constitutiva de su ser, que es la raíz de todas las demás relaciones, la relación con Dios. El hombre de hoy es considerado en clave prevalentemente biológica o como «capital humano», «recurso», parte de un engranaje productivo y financiero que lo supera. Si, por una parte, se sigue proclamando la dignidad de la persona, por otra, nuevas ideologías —como la hedonista y egoísta de los derechos sexuales y reproductivos o la de un capitalismo financiero desordenado que prevarica en la política y desestructura la economía real— contribuyen a considerar al trabajador dependiente y su trabajo como bienes «menores» y a minar los fundamentos naturales de la sociedad, especialmente la familia. En realidad, el ser humano, constitutivamente trascendente respecto a los demás seres y bienes terrenos, goza de un primado real que lo sitúa como responsable de sí mismo y de la creación. Concretamente, para el cristianismo, el trabajo es un bien fundamental para el hombre, en vista de su personalización, de su socialización, de la formación de una familia, de la aportación al bien común y a la paz. Precisamente por esto el objetivo del acceso al trabajo para todos es siempre prioritario, también en los períodos de recesión económica (cf. Caritas in veritate, 32).

De una nueva evangelización del ámbito social pueden derivar un nuevo humanismo y un renovado compromiso cultural y proyectivo. Ella ayuda a destronar los ídolos modernos, a sustituir el individualismo, el consumismo materialista y la tecnocracia con la cultura de la fraternidad y de la gratuidad, del amor solidario. Jesucristo resumió y perfeccionó los preceptos en un mandamiento nuevo: «Como yo os he amado, amos también unos a otros» (Jn 13, 34); aquí está el secreto de toda vida social plenamente humana y pacífica, así como de la renovación de la política y de las instituciones nacionales y mundiales. El beato Papa Juan XXIII motivó el compromiso por la construcción de una comunidad mundial, con su autoridad correspondiente, justamente partiendo del amor, y precisamente del amor por el bien común de la familia humana. Así leemos en la Pacem in terris: «Si se examinan con atención, por una parte, el contenido intrínseco del bien común, y, por otra, la naturaleza y el ejercicio de la autoridad pública, todos habrán de reconocer que entre ambos existe una imprescindible conexión. Porque el orden moral, de la misma manera que exige una autoridad pública para promover el bien común en la sociedad civil, así también requiere que dicha autoridad pueda lograrlo efectivamente» (n. 136).

La Iglesia no tiene ciertamente la tarea de sugerir, desde el punto de vista jurídico y político, la configuración concreta de tal ordenamiento internacional, pero ofrece a quien tiene la responsabilidad los principios de reflexión, los criterios de juicio y las orientaciones prácticas que pueden garantizar su entramado antropológico y ético en torno al bien común (cf. Caritas in veritate, 67). En la reflexión, de cualquier manera, se ha de tener presente que no se debería imaginar un superpoder, concentrado en las manos de pocos, que dominaría a todos los pueblos, explotando a los más débiles, sino que toda autoridad debe entenderse, ante todo, como fuerza moral, facultad de influir según la razón (cf. Pacem in terris, 47), o sea, como autoridad participada, limitada por competencia y por el derecho.

Doy las gracias al Consejo pontificio Justicia y paz porque, junto con otras instituciones pontificias, se ha prefijado profundizar las orientaciones que ofrecí en la Caritas in veritate. Y esto ya sea mediante las reflexiones para una reforma del sistema financiero y monetario internacional, ya sea mediante la Plenaria de estos días y el Seminario internacional sobre la Pacem in terris del próximo año.

Que la Virgen María, que con fe y amor acogió en sí al Salvador para darlo al mundo, nos guíe en el anuncio y en el testimonio de la doctrina social de la Iglesia, para hacer más eficaz la nueva evangelización. Con este deseo, de buen grado imparto a cada uno de vosotros la bendición apostólica. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL VENERABLE COLEGIO INGLÉS DE ROMA

Sala Clementina
Lunes 3 de diciembre de 2012



Eminencia,
queridos hermanos obispos,
monseñor Hudson,
alumnos y personal del Venerable Colegio Inglés:

Es para mí un gran placer acogeros hoy en el palacio apostólico, en la casa de Pedro. Saludo a mi venerable hermano, cardenal Cormac Murphy-O’Connor, antiguo rector del Colegio, y agradezco al arzobispo Vincent Nichols sus cordiales palabras pronunciadas en nombre de todos los presentes. También yo miro con gran acción de gracias en el corazón hacia las jornadas que pasé en vuestro país en septiembre de 2010. En efecto, me dio alegría encontrar a algunos de vosotros en el «Oscott College» en aquella ocasión, y rezo para que el Señor siga suscitando muchas vocaciones santas al sacerdocio y a la vida religiosa en vuestra patria.

Por gracia de Dios, la comunidad católica en Inglaterra y en Gales ha sido bendecida con una larga tradición de celo por la fe y de lealtad a la Sede apostólica. Más o menos en el mismo tiempo en que vuestros antepasados sajones construían la Schola Saxonum, estableciendo una presencia en Roma cerca de la tumba de Pedro, san Bonifacio estaba comprometido en evangelizar a los pueblos de Alemania. Por tanto, habiendo sido sacerdote y arzobispo de la sede de Múnich y Freising, que debe su fundación a este gran misionero inglés, soy consciente de que mi ascendencia espiritual está vinculada a la vuestra. Aun antes naturalmente, mi predecesor el Papa Gregorio Magno había sido impulsado a enviar a Agustín de Canterbury a vuestras costas para plantar la semilla de la fe cristiana en suelo anglosajón. Los frutos de aquel compromiso misionero son muy evidentes en los seiscientos cincuenta años de historia de fe y de martirio que caracteriza al Hospicio de los Ingleses de Santo Tomás Becket y del Venerable Colegio Inglés, que surgió de él.

Potius hodie quam cras, como dijo san Ralph Sherwin cuando le pidieron que emitiera una promesa misionera, «mejor hoy que mañana». Estas palabras transmiten bien su ardiente deseo de mantener viva la llama de la fe en Inglaterra, a cualquier precio personal. Aquellos que en verdad han encontrado a Cristo son incapaces de callar sobre Él. Como dijo san Pedro mismo a los ancianos y a los escribas de Jerusalén: «Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). San Bonifacio, san Agustín de Canterbury, san Francisco Javier, cuya memoria celebramos hoy, y muchos otros santos misioneros, nos muestran cómo el amor profundo por el Señor suscita el deseo intenso de hacer que otros le conozcan. También vosotros, mientras seguís las huellas de los mártires del Colegio, sois hombres que Dios ha elegido para difundir hoy el mensaje del Evangelio, en Inglaterra y en Gales, en Canadá, en Escandinavia. Vuestros predecesores afrontaron la posibilidad concreta del martirio, y es bueno y justo que veneréis la gloriosa memoria de aquellos cuarenta y cuatro exalumnos del Colegio que derramaron su sangre por Cristo. Estáis llamados a imitar su amor por el Señor y dar a conocer su celo, potius hodie quam cras. Las consecuencias, los frutos, los podéis poner con confianza en las manos de Dios.

Vuestra primera tarea, pues, es conocer vosotros mismos a Cristo, y el tiempo que pasáis en el seminario os ofrece una oportunidad privilegiada para hacerlo. Aprended a rezar cada día, especialmente en presencia del Santísimo Sacramento, escuchando atentamente la Palabra de Dios y permitiendo al corazón hablar al corazón, como diría el beato John Henry Newman. Recordad a los dos discípulos del primer capítulo del Evangelio de Juan, que seguían a Cristo y querían saber dónde vivía, y, como ellos, responded con ardor a su invitación: «Venid y veréis» (cf. Jn 1, 37-39). Permitid a la fascinación de su persona capturar vuestra imaginación y caldear vuestro corazón. Os ha elegido para que seáis sus amigos y no sus siervos, y os invita a participar en su obra sacerdotal de realizar la salvación del mundo. Poneos totalmente a su disposición y permitidle que os forme para cualquier tarea que pueda tener en mente para vosotros.

Habéis oído hablar mucho de la nueva evangelización, la proclamación de Cristo en aquella parte del mundo donde el Evangelio ya ha sido predicado, pero donde, en mayor o menor medida, la brasa de la fe se ha enfriado y ahora tiene necesidad de ser alimentada nuevamente para transformarse en llama. El lema de vuestro Colegio habla del deseo de Cristo de traer fuego a la tierra, y vuestra misión es la de servir como sus instrumentos para reavivar la fe en vuestros respectivos países. En la Sagrada Escritura, el fuego sirve a menudo para indicar la presencia divina, ya sea la zarza ardiente desde la cual Dios reveló su nombre a Moisés, ya sea la columna de fuego que guió al pueblo de Israel en su camino de la esclavitud a la libertad, o las lenguas de fuego posadas sobre los Apóstoles en Pentecostés, permitiéndoles ir, con la fuerza del Espíritu, a proclamar el Evangelio hasta los confines de la tierra. Precisamente como un pequeño fuego puede incendiar un gran bosque (cf. St 3, 5), de igual modo el testimonio fiel de pocos puede liberar la potencia purificadora y transformadora del amor de Dios para que se difunda en una comunidad o en una nación. Como los mártires de Inglaterra y de Gales, por tanto, permitid a vuestros corazones arder de amor por Cristo, por la Iglesia y por la misa.

Durante mi visita al Reino Unido constaté directamente que entre las personas hay una gran hambre espiritual. Llevadles el alimento auténtico que viene de conocer, amar y servir a Cristo. Decidles la verdad del Evangelio con amor. Ofrecedles el agua viva de la fe cristiana y encaminadlas hacia el pan de vida, para que su hambre y su sed se sacien. Pero sobre todo permitid a la luz de Cristo resplandecer a través de vosotros, viviendo una vida de santidad, siguiendo las huellas de los numerosos y grandes santos de Inglaterra y Gales, los hombres y las mujeres santos que dieron testimonio del amor de Dios también a costa de su vida. El Colegio, del que formáis parte, el ambiente en que vivís y estudiáis, la tradición de fe y el testimonio cristiano que os ha formado: todas estas cosas son santificadas por la presencia de muchos santos. ¡Que vuestra aspiración sea la de ser incluidos entre ellos!

Os aseguro mi afectuoso recuerdo en las oraciones por vosotros y por todos los exalumnos del Venerable Colegio Inglés. Hago mío el saludo tan a menudo oído de los labios de un gran amigo y vecino del Colegio, san Felipe Neri, Salvete, flores martyrum! Encomendándoos a vosotros, y a todos aquellos a quienes el Señor os manda, a la intercesión amorosa de Nuestra Señora de Walsingham, imparto con gusto mi bendición apostólica, como prenda de paz y de alegría en el Señor Jesucristo. Gracias.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

Sala de los Papas
Viernes 7 de diciembre de 2012



Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres profesores y queridos colaboradores:

Con gran alegría os recibo al término de los trabajos de vuestra sesión plenaria anual. Saludo de corazón a vuestro nuevo presidente, monseñor Gerhard Ludwig Müller, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos, así como al nuevo secretario general, el padre Serge-Thomas Bonino.

Vuestra sesión plenaria se ha desarrollado en el contexto del Año de la fe, y estoy profundamente contento de que la Comisión teológica internacional haya querido manifestar su adhesión a este evento eclesial a través de una peregrinación a la basílica papal de Santa María la Mayor para encomendar a la Virgen María, praesidium fidei, los trabajos de vuestra Comisión y para orar por todos los que, in medio Ecclesiae, se dedican a hacer fructificar la inteligencia de la fe en beneficio y alegría espiritual de todos los creyentes. Gracias por este gesto extraordinario. Expreso aprecio por el Mensaje que habéis redactado con ocasión de este Año de la fe. Este bien evidencia el modo específico en que los teólogos, sirviendo fielmente la verdad de la fe, pueden participar en el impulso evangelizador de la Iglesia.

Este Mensaje retoma los temas que habéis desarrollado más ampliamente en el documento «La teología hoy. Perspectivas, principios y criterios», publicado a comienzos de año. Reconociendo la vitalidad y la variedad de la teología después del Concilio Vaticano II, este documento busca presentar, por así decirlo, el código genético de la teología católica, esto es, los principios que definen su propia identidad y, en consecuencia, garantizan su unidad en la diversidad de sus realizaciones. A tal fin, el texto aclara los criterios para una teología auténticamente católica y por lo tanto capaz de contribuir a la misión de la Iglesia, al anuncio del Evangelio a todos los hombres. En un contexto cultural donde algunos tienen la tentación o de privar a la teología de un estatuto académico —a causa de su vínculo intrínseco con la fe— o de prescindir de la dimensión creyente y confesional de la teología —con el riesgo de confundirla y de reducirla a las ciencias religiosas—, vuestro documento recuerda oportunamente que la teología es inseparablemente confesional y racional, y que su presencia en la institución universitaria garantiza, o debería garantizar, una visión amplia e integral de la misma razón humana.

Entre los criterios de la teología católica, el documento menciona la atención que los teólogos deben reservar al sensus fidelium. Es muy útil que vuestra Comisión se haya concentrado también sobre este tema que es de particular importancia para la reflexión sobre la fe y para la vida de la Iglesia. El Concilio Vaticano II, subrayando el papel específico e insustituible que corresponde al Magisterio, ha recalcado sin embargo que el conjunto del Pueblo de Dios participa en el oficio profético de Cristo, realizando así el deseo inspirado, expresado por Moisés: «¡Ojalá todo el pueblo del Señor recibiera el espíritu del Señor y profetizara!» (Nm 11, 29). La constitución dogmática Lumen gentium enseña al respecto: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20.27), no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando “desde los obispos hasta los últimos fieles cristianos” muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral» (n. 12). Este don, el sensus fidei, constituye en el creyente una especie de instinto sobrenatural que tiene una connaturalidad vital con el objeto mismo de la fe. Observamos que precisamente los fieles sencillos llevan consigo esta certeza, esta seguridad del sentido de la fe. El sensus fidei es un criterio para discernir si una verdad pertenece o no al depósito vivo de la tradición apostólica. Presenta también un valor propositivo porque el Espíritu Santo no deja de hablar a las Iglesias y de guiar hacia la verdad plena. Pero hoy es particularmente importante precisar los criterios que permiten distinguir el sensus fidelium auténtico de sus falsificaciones. En realidad éste no es una especie de opinión pública eclesial, y no es concebible poderlo mencionar para contestar las enseñanzas del Magisterio, pues el sensus fidei no puede desarrollarse auténticamente en el creyente más que en la medida en la que él participa plenamente en la vida de la Iglesia, y ello exige la adhesión responsable a su Magisterio, al depósito de la fe.

Hoy este mismo sentido sobrenatural de la fe de los creyentes lleva a reaccionar con vigor también contra el prejuicio según el cual las religiones, y en particular las religiones monoteístas, serían intrínsecamente portadoras de violencia, sobre todo a causa de la pretensión de que ellas exponen la existencia de una verdad universal. Algunos sostienen que sólo el «politeísmo de los valores» garantizaría la tolerancia y la paz civil y sería conforme al espíritu de una sociedad democrática pluralista. En esta dirección vuestro estudio sobre el tema «Dios Trinidad, unidad de los hombres. Cristianismo y monoteísmo» es de viva actualidad. Por un lado es esencial recordar que la fe en el Dios único, Creador del cielo y de la tierra, sale al encuentro de las exigencias racionales de la reflexión metafísica, la cual no se debilita, sino que se refuerza y profundiza por la Revelación del misterio del Dios-Trinidad. Por otro lado, es necesario subrayar la forma que toma la Revelación definitiva del misterio del único Dios en la vida y muerte de Jesucristo, que sale al encuentro de la Cruz como «cordero llevado al matadero» (Is 53, 7). El Señor atestigua un rechazo radical de toda forma de odio y violencia a favor del primado absoluto del agape. Así que si en la historia ha habido o hay formas de violencia perpetradas en nombre de Dios, éstas no se pueden atribuir al monoteísmo, sino a causas históricas, principalmente a los errores de los hombres. Más bien es precisamente el olvido de Dios lo que sumerge a las sociedades humanas en una forma de relativismo que genera ineluctablemente la violencia. Cuando se niega la posibilidad para todos de referirse a una verdad objetiva, el diálogo se hace imposible y la violencia, declarada u oculta, se convierte en la regla de las relaciones humanas. Sin la apertura a lo trascendente, que permite hallar respuestas a los interrogantes sobre el sentido de la vida y sobre la manera de vivir de modo moral, sin esta apertura el hombre se vuelve incapaz de actuar según justicia y de comprometerse por la paz.

Si la ruptura de la relación de los hombres con Dios lleva consigo un desequilibrio profundo en las relaciones entre los hombres mismos, la reconciliación con Dios, obrada por la Cruz de Cristo, «nuestra paz» (Ef 2, 14), es la fuente fundamental de la unidad y de la fraternidad. En esta perspectiva se sitúa también vuestra reflexión sobre el tercer tema, el de la doctrina social de la Iglesia en el conjunto de la doctrina de la fe. Ella confirma que la doctrina social no es un añadido extrínseco, sino que, sin descuidar la aportación de una filosofía social, toma sus principios de fondo de las fuentes mismas de la fe. Tal doctrina busca hacer efectivo, en la gran diversidad de las situaciones sociales, el mandamiento nuevo que el Señor Jesús nos ha dejado: «Como yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34).

Roguemos a la Virgen Inmaculada, modelo de quien escucha y medita la Palabra de Dios, que os obtenga la gracia de servir siempre gozosamente a la inteligencia de la fe en beneficio de toda la Iglesia. Renovando la expresión de mi profunda gratitud por vuestro servicio eclesial, os aseguro mi constante cercanía en la oración y os imparto de corazón a todos vosotros la bendición apostólica.


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ACTO DE VENERACIÓN A LA INMACULADA EN LA PLAZA DE ESPAÑA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María
Sábado 8 de diciembre de 2012

[Vídeo]
Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas:

Es siempre una alegría especial reunirnos aquí, en la Plaza de España, en la fiesta de María Inmaculada. Reencontrarnos juntos —romanos, peregrinos y visitantes— a los pies de la imagen de nuestra Madre espiritual, nos hace sentirnos unidos en el signo de la fe. Me gusta subrayarlo en este Año de la fe que toda la Iglesia está viviendo. Os saludo con gran afecto y desearía compartir con vosotros algunos pensamientos sencillos, sugeridos por el Evangelio de esta solemnidad: el Evangelio de la Anunciación.

Ante todo nos impresiona siempre, y nos hace reflexionar, el hecho de que ese momento decisivo para el destino de la humanidad, el momento en el que Dios se hizo hombre, está envuelto de un gran silencio. El encuentro entre el mensajero divino y la Virgen Inmaculada pasa completamente inadvertido: ninguno lo sabe, nadie habla de ello. Es un acontecimiento que, si sucediera en nuestros tiempos, no dejaría rastro en periódicos ni revistas, porque es un misterio que ocurre en el silencio. Lo que es verdaderamente grande a menudo pasa desapercibido y el quieto silencio se revela más fecundo que la frenética agitación que caracteriza nuestras ciudades, pero que —con las debidas proporciones— se vivía ya en ciudades importantes como la Jerusalén de entonces. Ese activismo que nos hace incapaces de detenernos, de estar tranquilos, de escuchar el silencio en el que el Señor hace oír su voz discreta. María, el día en que recibió el anuncio del Ángel, estaba completamente recogida y al mismo tiempo abierta a la escucha de Dios. En ella no hay obstáculo, no hay pantalla, no hay nada que la separe de Dios. Este es el significado de su ser sin pecado original: su relación con Dios está libre de la más mínima fisura; no hay separación, no hay sombra de egoísmo, sino una perfecta sintonía: su pequeño corazón humano está perfectamente «centrado» en el gran corazón de Dios. Así, queridos hermanos, venir aquí, a este monumento a María en el centro de Roma, nos recuerda ante todo que la voz de Dios no se reconoce en el estruendo y en la agitación; su proyecto sobre nuestra vida personal y social no se percibe permaneciendo en la superficie, sino bajando a un nivel más profundo, donde las fuerzas que actúan no son las económicas y políticas, sino las morales y espirituales. Es allí donde María nos invita a descender y a sintonizarnos con la acción de Dios.

Hay una segunda cosa, más importante aún, que la Inmaculada nos dice cuando venimos aquí, y es que la salvación del mundo no es obra del hombre —de la ciencia, de la técnica, de la ideología—, sino que viene de la Gracia. ¿Qué significa esta palabra? Gracia quiere decir el Amor en su pureza y belleza; es Dios mismo así como se ha revelado en la historia salvífica narrada en la Biblia y enteramente en Jesucristo. María es llamada la «llena de gracia» (Lc 1, 28) y con esta identidad nos recuerda la primacía de Dios en nuestra vida y en la historia del mundo; nos recuerda que el poder de amor de Dios es más fuerte que el mal, puede colmar los vacíos que el egoísmo provoca en la historia de las personas, de las familias, de las naciones y del mundo. Estos vacíos pueden convertirse en infiernos donde es como si la vida humana fuera arrastrada hacia abajo y hacia la nada, privada de sentido y de luz. Los falsos remedios que el mundo propone para llenar estos vacíos —emblemática es la droga— en realidad amplían la vorágine. Sólo el amor puede salvar de esta caída, pero no un amor cualquiera: un amor que tenga en sí la pureza de la Gracia —de Dios, que transforma y renueva— y que pueda así introducir en los pulmones intoxicados nuevo oxígeno, aire limpio, nueva energía de vida. María nos dice que, por bajo que pueda caer el hombre, nunca es demasiado bajo para Dios, que descendió a los infiernos; por desviado que esté nuestro corazón, Dios siempre es «mayor que nuestro corazón» (1 Jn 3, 20). El aliento apacible de la Gracia puede desvanecer las nubes más sombrías, puede hacer la vida bella y rica de significado hasta en las situaciones más inhumanas.

Y de aquí se deriva la tercera cosa que nos dice María Inmaculada: nos habla de la alegría, esa alegría auténtica que se difunde en el corazón liberado del pecado. El pecado lleva consigo una tristeza negativa que induce a cerrarse en uno mismo. La Gracia trae la verdadera alegría, que no depende de la posesión de las cosas, sino que está enraizada en lo íntimo, en lo profundo de la persona y que nadie ni nada pueden quitar. El cristianismo es esencialmente un «evangelio», una «alegre noticia», aunque algunos piensan que es un obstáculo a la alegría porque ven en él un conjunto de prohibiciones y de reglas. En realidad el cristianismo es el anuncio de la victoria de la Gracia sobre el pecado; de la vida sobre la muerte. Y si comporta renuncias y una disciplina de la mente, del corazón y del comportamiento es precisamente porque en el hombre existe la raíz venenosa del egoísmo que le hace daño a él mismo y a los demás. Así que es necesario aprender a decir no a la voz del egoísmo y a decir sí a la del amor auténtico. La alegría de María es plena, pues en su corazón no hay sombra de pecado. Esta alegría coincide con la presencia de Jesús en su vida: Jesús concebido y llevado en el seno, después niño confiado a sus cuidados maternos, luego adolescente y joven y hombre maduro; Jesús a quien ve partir de casa, seguido a distancia con fe hasta la Cruz y la Resurrección: Jesús es la alegría de María y es la alegría de la Iglesia, de todos nosotros.

Que en este tiempo de Adviento María Inmaculada nos enseñe a escuchar la voz de Dios que habla en el silencio; a acoger su Gracia, que nos libra del pecado y de todo egoísmo; para gustar así la verdadera alegría. María, llena de gracia, ¡ruega por nosotros!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO INTERNACIONAL
«TRAS LAS HUELLAS DE LA EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL "ECCLESIA IN AMERICA", BAJO LA GUÍA DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE , MADRE DE TODA AMÉRICA, ESTRELLA DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN», ORGANIZADO POR
LA PONTIFICIA COMISIÓN PARA AMÉRICA LATINA
Y LOS CABALLEROS DE COLÓN

Basílica Vaticana
Domingo 9 de diciembre de 2012

[Vídeo]



Señores Cardenales,
Queridos Hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio,
Apreciados Caballeros de Colón

Agradezco vivamente las palabras del Señor Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, y me alegra que, junto a los Caballeros de Colón, haya querido promover un Congreso internacional para ahondar en la consideración y proyección de la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in America, del beato Juan Pablo II, y que recoge las aportaciones de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para América. Saludo cordialmente a los Señores Cardenales, Obispos, sacerdotes y personas consagradas, así como a los numerosos laicos venidos para participar en esta importante iniciativa. Vuestros rostros me traen nuevamente a la mente y al corazón los latidos del Continente americano, tan presente en la plegaria del Papa, y cuya devoción a la Sede Apostólica he podido gratamente experimentar, no sólo durante mis visitas pastorales a algunos de sus países, sino cada vez que encuentro aquí a pastores y fieles de esas queridas tierras.

Mi venerado Predecesor, el beato Juan Pablo II, tuvo la clarividente intuición de incrementar las relaciones de cooperación entre las Iglesias particulares de toda América, del Norte, del Centro y del Sur, y, a la vez, suscitar una mayor solidaridad entre sus naciones. Hoy dichos propósitos merecen ser retomados con vistas a que el mensaje redentor de Cristo se ponga en práctica con mayor ahínco y produzca abundantes frutos de santidad y renovación eclesial.

El tema que guió las reflexiones de aquella Asamblea sinodal puede servir también de inspiración para los trabajos de estos días: "El encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América". En efecto, el amor al Señor Jesús y la potencia de su gracia han de arraigar cada vez más intensamente en el corazón de las personas, las familias y las comunidades cristianas de vuestras naciones, para que en éstas se avance con dinamismo por las sendas de la concordia y el justo progreso. Por eso, es un regalo de la Providencia que vuestro Congreso tenga lugar poco después de comenzar el Año de la fe y tras la Asamblea general del Sínodo de los Obispos dedicada a la nueva evangelización, pues vuestras deliberaciones contribuirán valiosamente a la ardua e imperiosa tarea de hacer resonar con claridad y audacia el Evangelio de Cristo.

La citada Exhortación apostólica apuntaba ya a retos y dificultades que en la hora actual siguen presentes con singulares y complejas características. En efecto, el secularismo y diferentes grupos religiosos se expanden por todas las latitudes, dando lugar a numerosas problemáticas. La educación y promoción de una cultura por la vida es una urgencia fundamental ante la difusión de una mentalidad que atenta contra la dignidad de la persona y no favorece ni tutela la institución matrimonial y familiar. ¿Cómo no preocuparse por las dolorosas situaciones de emigración, desarraigo o violencia, especialmente las causadas por la delincuencia organizada, el narcotráfico, la corrupción o el comercio de armamentos? ¿Y qué decir de las lacerantes desigualdades y las bolsas de pobreza provocadas por cuestionables medidas económicas, políticas y sociales?

All these important questions require careful study. Yet in addition to their technical evaluation, the Catholic Church is convinced that the light for an adequate solution can only come from encounter with the living Christ, which gives rise to attitudes and ways of acting based on love and truth. This is the decisive force which will transform the American continent.

Dear friends, the love of Christ impels us to devote ourselves without reserve to proclaiming his Name throughout America, bringing it freely and enthusiastically to the hearts of all its inhabitants. There is no more rewarding or beneficial work than this. There is no greater service that we can provide to our brothers and sisters. They are thirsting for God. For this reason, we ought to take up this commitment with conviction and joyful dedication, encouraging priests, deacons, consecrated men and women and pastoral agents to purify and strengthen their interior lives ever more fully through a sincere relationship with the Lord and a worthy and frequent reception of the sacraments. This will be encouraged by suitable catechesis and a correct and ongoing doctrinal formation marked by complete fidelity to the word of God and the Church’s magisterium and aimed at offering a response to the deepest questions and aspirations of the human heart. The witness of your faith will thus be more eloquent and incisive, and you will grow in unity in the fulfilment of your apostolate. A renewed missionary spirit and zealous generosity in your commitment will be an irreplaceable contribution to what the universal Church expects and needs from the Church in America.

As a model of openness to God’s grace and of perfect concern for others, there shines forth on your continent the figure of Mary Most Holy, Star of the New Evangelization, invoked throughout America under the glorious title of Our Lady of Guadalupe. As I commend this Congress to her maternal and loving protection, I impart to you, the organizers and participants, my Apostolic Blessing as a pledge of abundant divine graces.

[Todas estas importantes cuestiones requieren un esmerado estudio. Sin embargo, más allá de su evaluación técnica, la Iglesia católica tiene la convicción de que la luz para una solución adecuada sólo puede provenir del encuentro con Jesucristo vivo que suscita actitudes y comportamientos cimentados en el amor y la verdad. Ésta es la fuerza decisiva para la transformación del Continente americano.

Queridos amigos, el amor de Cristo nos urge a dedicarnos sin reservas a proclamar su Nombre en todos los rincones de América, llevándolo con libertad y entusiasmo a los corazones de todos sus habitantes. No hay labor más apremiante ni benéfica que ésta. No hay servicio más grande que podamos prestar a nuestros hermanos. Ellos tienen sed de Dios. Por ello es preciso asumir este cometido con convicción y gozosa entrega, animando a los sacerdotes, a los diáconos, los consagrados y los agentes de pastoral a purificar y vigorizar cada vez más su vida interior a través del trato sincero con el Señor y la participación digna y asidua en los sacramentos. A esto ayudará una adecuada catequesis y una recta y constante formación doctrinal, con fidelidad total a la Palabra de Dios y al Magisterio de la Iglesia y buscando dar respuesta a los interrogantes y anhelos que anidan en el corazón del hombre. De este modo, el testimonio de vuestra fe será más elocuente e incisivo, y se acrecentará la unidad en el desempeño de vuestro apostolado. Un renovado espíritu misionero y el ardor y generosidad de vuestro compromiso serán una aportación insustituible que la Iglesia universal espera y necesita de la Iglesia en América.

Como modelo de disponibilidad a la gracia divina y de total solicitud por los demás, resplandece en ese Continente la figura de María Santísima, Estrella de la nueva evangelización, y a quien se invoca en toda América bajo el glorioso título de Nuestra Señora de Guadalupe. A la vez que encomiendo a su materna y amorosa protección este Congreso, imparto a sus organizadores y participantes la Bendición Apostólica, prenda de incesantes favores divinos.]


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SEIS NUEVOS EMBAJADORES ANTE LA SANTA SEDE

Sala Clementina
Jueves 13 de diciembre de 2012



Señora y señores embajadores:

Es con gusto que os recibo con ocasión de la presentación de las cartas que os acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de vuestros respectivos países ante la Santa Sede: la República de Guinea, San Vicente y Granadinas, Níger, Zambia, Tailandia y Sri Lanka. Os agradezco las cordiales palabras que me habéis dirigido y también los saludos que me habéis transmitido de parte de vuestros respectivos jefes de Estado. Correspondiendo, os estaría agradecido de que pudierais hacerles llegar mis mejores deseos para sus personas y el desempeño del encargo al servicio de sus pueblos. Ruego a Dios que conceda a todos vuestros conciudadanos conducir una vida pacífica y digna en la concordia y en la unidad.

Examinando los numerosos desafíos de nuestra época, podemos constatar que la educación ocupa un puesto de primer plano. Ésta se desarrolla actualmente en contextos en los que la evolución de los estilos de vida y de conocimiento crea fracturas humanas, culturales, sociales y espirituales inéditas en la historia de la humanidad. Las redes sociales, otra novedad, tienden a sustituir los espacios naturales de la sociedad y de la comunicación, convirtiéndose con frecuencia en el único punto de referencia de la información y del conocimiento. La familia y la escuela no parecen ser ya el terreno fértil, primario y natural, del que las jóvenes generaciones obtienen la savia nutritiva de su existencia. Además, en los ámbitos escolares y académicos, la autoridad de los maestros y profesores se pone en discusión y, lamentablemente, la competencia de algunos de ellos no está exenta de parcialidad cognitiva y de carencia antropológica, excluyendo o limitando así la verdad sobre la persona humana. Ésta es un ser integral y no una suma de elementos que se pueden aislar y manipular al propio gusto. La escuela y la universidad parecen haberse vuelto incapaces de proyectos creativos que contengan una teleología trascendental capaz de seducir a los jóvenes en su ser profundo, aunque estos últimos, aun preocupados por su futuro, estén tentados por el esfuerzo menor, el mínimo indispensable y el éxito fácil, utilizando a veces de modo inapropiado las posibilidades que ofrece la tecnología contemporánea. Muchos querrían tener éxito y obtener rápidamente un estatus social y profesional importante, desinteresándose de la formación, de las competencias y de la experiencia requeridas. El mundo actual y los adultos responsables no han sabido darles los necesarios puntos de referencia. La disfunción de algunas instituciones y de algunos servicios públicos y privados, ¿no podría explicarse por una educación mal garantizada y mal asimilada?

Retomando las palabras de mi predecesor, el Papa León XIII, estoy convencido de que «la verdadera dignidad y excelencia del hombre radica en lo moral, es decir, en la virtud; que la virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible por igual a altos y bajos, a ricos y pobres» (Rerum novarum, n. 19). Así que invito a vuestros gobiernos a contribuir con valentía al progreso de nuestra humanidad favoreciendo la educación de las nuevas generaciones gracias a la promoción de una sana antropología, base indispensable para toda educación auténtica, y conforme al patrimonio natural común. Esta tarea podría pasar, ante todo, por una reflexión seria sobre los distintos problemas existentes en vuestros respectivos países, donde algunas opciones políticas o económicas pueden socavar solapadamente vuestros patrimonios antropológicos y espirituales. Estos han pasado por el tamiz de los siglos y se ha constituido pacientemente sobre fundamentos que respetan la esencia de la persona humana en su realidad plural, permaneciendo a la vez en perfecta sintonía con el conjunto del cosmos. Invito a vuestros gobernantes a tener el valor de aprestarse para la consolidación de la autoridad moral —comprendida como llamada a una coherencia de vida— necesaria para una auténtica y sana educación de las jóvenes generaciones.

El derecho a una educación en los valores justos jamás debe negarse ni olvidarse. El deber de educar en tales valores nunca se debe impedir o debilitar por cualquier tipo de interés político nacional o supranacional. Por lo tanto es necesario educar en la verdad y para la verdad. Pero, «¿qué es la verdad?» (Jn 18, 38), se preguntaba ya Pilatos, que era un gobernador. En nuestros días decir la verdad se ha vuelto sospechoso, querer vivir en la verdad parece superado y promoverla parece ser un esfuerzo vano. Con todo, el futuro de la humanidad se halla también en la relación de los niños y de los jóvenes con la verdad: la verdad sobre el hombre, la verdad sobre la creación, la verdad sobre las instituciones, y así sucesivamente. Además de la educación en la rectitud del corazón y de la mente, los jóvenes tienen también necesidad, hoy más que nunca, de ser educados en el sentido del esfuerzo y de la perseverancia en las dificultades. Es necesario enseñarles que cada acto que la persona humana realiza debe ser responsable y coherente con su deseo de infinito, y que tal acto acompaña su crecimiento en vista de la formación para una humanidad cada vez más fraterna y libre de tentaciones individualistas y materialistas.

Permitidme que, a través de vosotros, salude a los obispos y a los fieles de las comunidades católicas presentes en vuestros países. La Iglesia lleva a cabo su misión en la fidelidad a su Señor y con el deseo ardiente de aportar su contribución específica a la promoción integral de vuestros conciudadanos, en particular mediante la educación de los niños y los jóvenes. Ella participa cada día en los esfuerzos comunes para el crecimiento espiritual y humano de todos, a través de sus estructuras educativas, caritativas y sanitarias, dando importancia al redespertar de las conciencias en el respeto recíproco y en la responsabilidad. En este sentido aliento a vuestros gobernantes a seguir permitiendo a la Iglesia que se ocupe libremente de sus ámbitos tradicionales de actividad que, como sabéis, contribuyen al desarrollo de vuestros países y al bien común

Señora y señores embajadores: mientras comienza oficialmente vuestra misión ante la Santa Sede, os expreso mis mejores deseos, asegurándoos el apoyo de los diversos servicios de la Curia romana en el desempeño de vuestra función. A tal fin, invoco gustosamente sobre vosotros y vuestras familias, y sobre vuestros colaboradores, la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS FIELES DE PESCOPENNATARO
POR EL REGALO DEL ABETE NAVIDEÑO

Sala Clementina
Viernes 14 de diciembre de 2012



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra recibiros el día en que se presenta el árbol de Navidad en la Plaza de San Pedro, un abeto que este año procede de Pescopennataro, de la provincia de Isernia, en Molise. ¡Pienso que hoy está aquí todo el pueblo! Dirijo a cada uno mi cordial saludo, empezando por el alcalde Pompilio Sciulli, a quien agradezco las palabras que me acaba de expresar en nombre de los presentes. Saludo además a las autoridades civiles, con un pensamiento especial al presidente de la región. Con fraternal afecto me complace saludar al obispo de Trivento, monseñor Domenico Scotti, y al párroco de Pescopennataro.

Esta tarde, al término de la ceremonia de entrega oficial, se encenderán las luces que adornan el árbol. Este permanecerá junto al Belén hasta el final de las festividades navideñas y será admirado por los numerosos peregrinos procedentes de toda parte del mundo. Gracias por este devoto regalo, así como por los otros árboles más pequeños destinados al Palacio apostólico y a las salas del Vaticano. El abeto blanco que habéis querido regalarme, queridos pescolani y habitantes de toda la región de Molise, manifiesta también la fe y la religiosidad de la gente molisana, que a través de los siglos ha custodiado un importante tesoro espiritual expresado en la cultura, en el arte y en las tradiciones locales. Es tarea de cada uno de vosotros y de vuestros coterráneos acudir constantemente a este patrimonio e incrementarlo a fin de poder afrontar las nuevas urgencias sociales y los desafíos culturales actuales en el surco de la consolidada y fecunda fidelidad al cristianismo.

Os deseo de corazón a todos los presentes, a vuestros conciudadanos y a todos los habitantes de vuestra región que paséis con serenidad e intensidad la Navidad del Señor. Él, según el célebre oráculo del profeta Isaías, apareció como una gran luz para el pueblo que caminaba en las tinieblas (cf. Is 9, 1). Dios se hizo hombre y vino entre nosotros para disipar las tinieblas del error y del pecado, trayendo a la humanidad su luz divina. Esta luz altísima, de la que es signo y recordatorio el árbol navideño, no sólo no ha sufrido ninguna bajada de tensión con el paso de los siglos y de los milenios, sino que sigue resplandeciendo sobre nosotros e iluminando a cada hombre que viene al mundo, especialmente cuando debemos atravesar momentos de incertidumbre y dificultad. Jesús dirá de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).

Y cuando en las diversas épocas se ha intentado apagar la luz de Dios para encender fulgores ilusorios y engañosos, se han abierto estaciones marcadas por trágicas violencias sobre el hombre. Esto porque, cuando se pretende cancelar el nombre de Dios de las páginas de la historia, el resultado es que se trazan renglones torcidos en los que hasta las palabras más bellas y nobles pierden su verdadero significado. Pensemos en términos como «libertad», «bien común», «justicia»: privados de arraigo en Dios y en su amor, en el Dios que ha mostrado su rostro en Jesucristo, estas realidades quedan, con mucha frecuencia, a merced de los intereses humanos, perdiendo su conexión con las exigencias de verdad y de responsabilidad civil.

Queridos amigos, os reitero mi agradecimiento de corazón por el gesto que habéis realizado. Vuestro Árbol es el del Año de la fe: que el Señor recompense vuestro obsequio reforzando la fe en vosotros y en vuestras comunidades. Lo ruego por intercesión de la Virgen María, la primera que acogió y siguió al Verbo de Dios hecho hombre, mientras os imparto de corazón a todos vosotros y a vuestras familias la bendición apostólica.


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Alla Delegazione del Comitato Olimpico Nazionale Italiano (17 dicembre 2012)

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Alla Delegazione dei Ragazzi dell'Azione Cattolica Italiana (20 dicembre 2012)

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28/08/2013 13:03


ARTÍCULO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA EL PERIÓDICO BRITÁNICO «FINANCIAL TIMES»



«Da a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios» fue la respuesta de Jesús cuando se le preguntó lo que pensaba sobre el pago de impuestos. Quienes le interrogaban obviamente querían tenderle una trampa. Querían obligarle a tomar posición en el candente debate político sobre la dominación romana en la tierra de Israel. Y en cambio estaba en juego mucho más: si Jesús era realmente el Mesías esperado, entonces ciertamente se opondría a los dominadores romanos. Por lo tanto la pregunta estaba calculada para desenmascararlo como una amenaza para el régimen o como un impostor.

La respuesta de Jesús lleva hábilmente la cuestión a un nivel superior, poniendo finamente en guardia frente a la politización de la religión y a la deificación del poder temporal, junto a la incansable búsqueda de la riqueza. Sus interlocutores debían entender que el Mesías no era César, y que César no era Dios. El reino que Jesús venía a instaurar era de una dimensión absolutamente superior. Como respondió a Poncio Pilato: «Mi reino no es de este mundo».

Los relatos de Navidad del Nuevo Testamento tienen el objetivo de expresar un mensaje similar. Jesús nació durante un «censo del mundo entero» querido por César Augusto, el emperador famoso por haber llevado la Pax Romana a todas las tierras sometidas al dominio romano. Sin embargo este niño, nacido en un oscuro y lejano rincón del imperio, estaba a punto de ofrecer al mundo una paz mucho mayor, verdaderamente universal en sus fines y trascendiendo todos los límite de espacio y tiempo.

Se nos presenta a Jesús como heredero del rey David, pero la liberación que llevó a su gente no se refería a tener vigilados a los ejércitos enemigos; se trataba, en cambio, de vencer para siempre el pecado y la muerte. El Niño Jesús, vulnerable e impotente en términos mundanos, tan distinto de los dominadores terrenos, es el verdadero rey del cielo y de la tierra.

El nacimiento de Cristo nos desafía a pensar en nuestras prioridades, en nuestros valores, en nuestro modo de vivir. Y aunque la Navidad es indudablemente un tiempo de gran alegría, es también una ocasión de profunda reflexión; es más, un examen de conciencia. Al final de un año que ha significado privaciones económicas para muchos, ¿qué podemos aprender de la humildad, de la pobreza, de la sencillez de la escena del pesebre?

El relato de Navidad puede introducirnos a Cristo, tan indefenso y tan fácilmente cercano. La Navidad puede ser el tiempo en el que aprendamos a leer el Evangelio, a conocer a Jesús no sólo como el Niño del pesebre, sino como aquél en quien reconocemos al Dios hecho Hombre.

Es en el Evangelio donde los cristianos hallan inspiración para la vida cotidiana y para su implicación en las cuestiones del mundo —ya suceda en el Parlamento o en la Bolsa—. Los cristianos no deberían huir del mundo; al contrario, deberían comprometerse en él. Pero su implicación en la política y en la economía debería trascender toda forma de ideología.

Los cristianos combaten la pobreza porque reconocen la dignidad suprema de cada ser humano, creado a imagen de Dios y destinado a la vida eterna. Los cristianos obran por una participación equitativa de los recursos de la tierra porque están convencidos de que, como administradores de la creación de Dios, tenemos el deber de atender a los más débiles y vulnerables, ahora y en el futuro. Los cristianos se oponen a la avidez y a la explotación con el convencimiento de que la generosidad y un amor desprendido de sí, enseñados y vividos por Jesús de Nazaret, son el camino que conduce a la plenitud de la vida. La fe cristiana en el destino trascendente de cada ser humano implica la urgencia de la tarea de promover la paz y la justicia para todos.

Dado que tales fines son compartidos por muchos, es posible una colaboración mucho más fructífera entre cristianos y otros. Y sin embargo los cristianos dan a César sólo lo que es de César, pero no lo que pertenece a Dios. A veces, a lo largo de la historia, los cristianos no han podido condescender con las peticiones llegadas de César. Desde el culto del emperador de la antigua Roma hasta los regímenes totalitarios del siglo recién pasado, César ha intentado ocupar el lugar de Dios. Cuando los cristianos rechazan inclinarse ante los falsos dioses que se proponen en nuestros tiempos, no es porque tengan una visión anticuada del mundo. Al contrario: ello ocurre porque son libres de las ligaduras de la ideología y están animados por una visión tan noble del destino humano que no pueden aceptar componendas con nada que lo pueda insidiar.

En Italia muchas escenas de pesebres se adornan con ruinas de los antiguos edificios romanos al fondo. Ello demuestra que el nacimiento del Niño Jesús marca el final del antiguo orden, el mundo pagano, en el que las reivindicaciones de César se presentaban como imposibles de desafiar. Ahora hay un nuevo rey, que no confía en la fuerza de las armas, sino en el poder del amor. Él trae esperanza a cuantos, como Él mismo, viven al margen de la sociedad. Lleva esperanza a cuantos son vulnerables en los cambiantes destinos de un mundo precario. Desde el pesebre Cristo nos llama a vivir como ciudadanos de su reino celestial, un reino que cada persona de buena voluntad puede ayudar a construir aquí, en la tierra.


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28/08/2013 13:04


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CURIA ROMANA CON MOTIVO
DE LAS FELICITACIONES DE NAVIDAD

Sala Clementina
Viernes 21 de diciembre de 2012

[Vídeo]

Señores Cardenales,
Venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado,
Queridos hermanos y hermanas

Con gran alegría me encuentro hoy con vosotros, queridos miembros del Colegio de Cardenales, representantes de la Curia Romana y de la Gobernación, en este momento tradicional antes de la Santa Navidad. Os saludo cordialmente a todos, comenzando por el cardenal Angelo Sodano, al que agradezco las amables palabras y la efusiva felicitación que me ha dirigido también en vuestro nombre. El Cardenal Decano nos ha recordado una expresión que se repite a menudo estos días en la liturgia latina: Prope est iam Dominus, venite adoremus. El Señor está cerca, venid, adorémosle. También nosotros, como una sola familia, nos preparamos para adorar en la gruta de Belén a ese Niño, que es Dios mismo que se ha acercado hasta el punto de hacerse hombre como nosotros. Correspondo con gusto a las felicitaciones y doy las gracias a todos, incluidos los Representantes Pontificios repartidos por todo el mundo, por la generosa colaboración que cada uno de vosotros presta a mi Ministerio.

Estamos terminando un año que, una vez más, se ha caracterizado en la Iglesia y en el mundo por muchas situaciones difíciles, de grandes cuestiones y desafíos, pero también de signos de esperanza. Menciono sólo algunos puntos destacados en la vida de la Iglesia y de mi ministerio petrino. Ante todo, como ha mencionado el Cardenal Decano, han tenido lugar los viajes a México y Cuba. Han sido encuentros inolvidables, con la fuerza de la fe, profundamente arraigada en los corazones de los hombres, y con la alegría por la vida que surge de la fe. Recuerdo que, tras llegar a México, se agolpaban al borde del largo trecho que se debía recorrer interminables filas de personas, que saludaban agitando pañuelos y banderas. Recuerdo cómo, durante el trayecto hacia Guanajuato, la pintoresca capital del homónimo Estado, había jóvenes a los lados de la carretera, devotamente arrodillados para recibir la bendición del Sucesor de Pedro. Recuerdo cómo la gran liturgia en las cercanías de la estatua de Cristo Rey se convirtió en un acto que hacía presente la realeza de Cristo, su paz, su justicia, su verdad. Todo esto en el contexto de los problemas de un país que sufre múltiples formas de violencia y las dificultades de dependencias económicas. Ciertamente, estos problemas no se pueden resolver simplemente mediante la religiosidad, pero menos aún se solucionarán sin esa purificación interior del corazón que proviene de la fuerza de la fe, del encuentro con Jesucristo. Y después vino la experiencia de Cuba. También aquí hubo grandes liturgias, en cuyos cantos, oraciones y silencios se podía percibir la presencia de Aquel, al que durante mucho tiempo se había querido negar cabida en el País. La búsqueda en este País de un justo planteamiento de la relación entre vinculaciones y libertad, ciertamente no puede tener éxito sin una referencia a esos criterios de fondo que se han manifestado a la humanidad en el encuentro con el Dios de Jesucristo.

Otras etapas del año que se acerca a su fin, y que quisiera mencionar, son la gran Fiesta de la Familia en Milán, así como la visita al Líbano, con la entrega de la Exhortación Apostólica postsinodal, que ahora deberá constituir en la vida de la Iglesia y de la sociedad en Medio Oriente una orientación sobre los difíciles caminos de la unidad y de la paz. El último acontecimiento importante de este año, ya en su ocaso, ha sido el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, que ha marcado al mismo tiempo el comienzo del Año de la Fe, con el cual conmemoramos la inauguración del Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, para comprenderlo y asimilarlo de nuevo en esta situación que ha cambiado.

Entre todas estas ocasiones, se han tocado temas fundamentales de nuestro momento histórico: la familia (Milán), el servicio a la paz en el mundo y el diálogo interreligioso (Líbano), así como el anuncio del mensaje de Jesucristo en nuestro tiempo a quienes aún no lo han encontrado, y a tantos que lo conocen sólo desde fuera y precisamente por eso, no lo re-conocen. De entre estas grandes temáticas, quisiera reflexionar un poco más en detalle especialmente sobre el tema de la familia y sobre la naturaleza del diálogo, añadiendo después también una breve observación sobre el tema de la Nueva Evangelización.

La gran alegría con la que se han reunido en Milán familias de todo el mundo ha puesto de manifiesto que, a pesar de las impresiones contrarias, la familia es fuerte y viva también hoy. Sin embargo, es innegable la crisis que la amenaza en sus fundamentos, especialmente en el mundo occidental. Me ha llamado la atención que en el Sínodo se haya subrayado repetidamente la importancia de la familia para la transmisión de la fe como lugar auténtico en el que se transmiten las formas fundamentales del ser persona humana. Se aprenden viviéndolas y también sufriéndolas juntos. Así se ha hecho patente que en el tema de la familia no se trata únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre mismo; de la cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso hacer para ser hombres del modo justo. Los desafíos en este contexto son complejos. Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la capacidad del hombre de comprometerse, o bien de su carencia de compromisos. ¿Puede el hombre comprometerse para toda la vida? ¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no contrasta con su libertad y las dimensiones de su autorrealización? El hombre, ¿llega a ser sí mismo permaneciendo autónomo y entrando en contacto con el otro solamente a través de relaciones que puede interrumpir en cualquier momento? Un vínculo para toda la vida ¿está en conflicto con la libertad? El compromiso, ¿merece también que se sufra por él? El rechazo de la vinculación humana, que se difunde cada vez más a causa de una errónea comprensión de la libertad y la autorrealización, y también por eludir el soportar pacientemente el sufrimiento, significa que el hombre permanece encerrado en sí mismo y, en última instancia, conserva el propio «yo» para sí mismo, no lo supera verdaderamente. Pero el hombre sólo logra ser él mismo en la entrega de sí mismo, y sólo abriéndose al otro, a los otros, a los hijos, a la familia; sólo dejándose plasmar en el sufrimiento, descubre la amplitud de ser persona humana. Con el rechazo de estos lazos desaparecen también las figuras fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana.

El gran rabino de Francia, Gilles Bernheim, en un tratado cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor, ha mostrado que el atentado, al que hoy estamos expuestos, a la auténtica forma de la familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión aún más profunda. Si hasta ahora habíamos visto como causa de la crisis de la familia un malentendido de la esencia de la libertad humana, ahora se ve claro que aquí está en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser hombres. Cita una afirmación que se ha hecho famosa de Simone de Beauvoir: «Mujer no se nace, se hace» (“On ne naît pas femme, on le devient”). En estas palabras se expresa la base de lo que hoy se presenta bajo el lema «gender» como una nueva filosofía de la sexualidad. Según esta filosofía, el sexo ya no es un dato originario de la naturaleza, que el hombre debe aceptar y llenar personalmente de sentido, sino un papel social del que se decide autónomamente, mientras que hasta ahora era la sociedad la que decidía. La falacia profunda de esta teoría y de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente. El hombre niega tener una naturaleza preconstituida por su corporeidad, que caracteriza al ser humano. Niega la propia naturaleza y decide que ésta no se le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe crear. Según el relato bíblico de la creación, el haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la ha dado. Precisamente esta dualidad como dato originario es lo que se impugna. Ya no es válido lo que leemos en el relato de la creación: «Hombre y mujer los creó» (Gn 1,27). No, lo que vale ahora es que no ha sido Él quien los creó varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha determinado, y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto. Hombre y mujer como realidad de la creación, como naturaleza de la persona humana, ya no existen. El hombre niega su propia naturaleza. Ahora él es sólo espíritu y voluntad. La manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo del hombre respecto a sí mismo. En la actualidad, existe sólo el hombre en abstracto, que después elije para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas de la persona humana que se integran mutuamente. Ahora bien, si no existe la dualidad de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la familia como realidad preestablecida por la creación. Pero, en este caso, también la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la particular dignidad que le es propia. Bernheim muestra cómo ésta, de sujeto jurídico de por sí, se convierte ahora necesariamente en objeto, al cual se tiene derecho y que, como objeto de un derecho, se puede adquirir. Allí donde la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo, se llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello, también el hombre como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente degradado en la esencia de su ser. En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre.

Con esto quisiera llegar al segundo gran tema que, desde Asís hasta el Sínodo sobre la Nueva Evangelización, ha impregnado todo el año que termina, es decir, la cuestión del diálogo y del anuncio. Hablemos primero del diálogo. Veo sobre todo tres campos de diálogo para la Iglesia en nuestro tiempo, en los cuales ella debe estar presente en la lucha por el hombre y por lo que significa ser persona humana: el diálogo con los Estados, el diálogo con la sociedad –incluyendo en él el diálogo con las culturas y la ciencia– y el diálogo con las religiones. En todos estos diálogos, la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe. Pero encarna al mismo tiempo la memoria de la humanidad, que desde los comienzos y en el transcurso de los tiempos es memoria de las experiencias y sufrimientos de la humanidad, en los que la Iglesia ha aprendido lo que significa ser hombres, experimentando su límite y su grandeza, sus posibilidades y limitaciones. La cultura de lo humano, de la que ella se hace valedora, ha nacido y se ha desarrollado a partir del encuentro entre la revelación de Dios y la existencia humana. La Iglesia representa la memoria de ser hombres ante una cultura del olvido, que ya sólo conoce a sí misma y su propio criterio de medida. Pero, así como una persona sin memoria ha perdido su propia identidad, también una humanidad sin memoria perdería su identidad. Lo que se ha manifestado a la Iglesia en el encuentro entre la revelación y la experiencia humana va ciertamente más allá del ámbito de la razón, pero no constituye un mundo especial, que no tendría interés alguno para el no creyente. Si el hombre reflexiona sobre ello y se adentra en su comprensión, se amplía el horizonte de la razón, y esto concierne también a quienes no alcanzan a compartir la fe en la Iglesia. En el diálogo con el Estado y la sociedad, la Iglesia no tiene ciertamente soluciones ya hechas para cada uno de los problemas. Se esforzará junto con otras fuerzas sociales para las respuestas que se adapten mejor a la medida correcta del ser humano. Lo que ella ha reconocido como valores fundamentales, constitutivos y no negociables de la existencia humana, lo debe defender con la máxima claridad. Ha de hacer todo lo posible para crear una convicción que se pueda concretar después en acción política.

En la situación actual de la humanidad, el diálogo de las religiones es una condición necesaria para la paz en el mundo y, por tanto, es un deber para los cristianos, y también para las otras comunidades religiosas. Este diálogo de las religiones tiene diversas dimensiones. Será en primer lugar un simple diálogo de la vida, un diálogo sobre el compartir práctico. En él no se hablará de los grandes temas de la fe: si Dios es trinitario, o cómo ha de entenderse la inspiración de las Sagradas Escrituras, etc. Se trata de los problemas concretos de la convivencia y de la responsabilidad común respecto a la sociedad, al Estado, a la humanidad. En esto hay que aprender a aceptar al otro en su diferente modo de ser y pensar. Para ello, es necesario establecer como criterio de fondo del coloquio la responsabilidad común ante la justicia y la paz. Un diálogo en el que se trata sobre la paz y la justicia se convierte por sí mismo, más allá de lo meramente pragmático, en un debate ético sobre la verdad y el ser humano; un diálogo acerca de las valoraciones que son el presupuesto del todo. De este modo, un diálogo meramente práctico en un primer momento se convierte también en una búsqueda del modo justo de ser persona humana. Aun cuando las opciones de fondo en cuanto tales no se ponen en discusión, los esfuerzos sobre una cuestión concreta llegan a desencadenar un proceso en el que, mediante la escucha del otro, ambas partes pueden encontrar purificación y enriquecimiento. Así, estos esfuerzos pueden significar también pasos comunes hacia la única verdad, sin cambiar las opciones de fondo. Si ambas partes están impulsadas por una hermenéutica de la justicia y de la paz, no desaparecerá la diferencia de fondo, pero crecerá también una cercanía más profunda entre ellas.

Hay dos reglas para la esencia del diálogo interreligioso que, por lo general, hoy se consideran fundamentales:

1. El diálogo no se dirige a la conversión, sino más bien a la comprensión. En esto se distingue de la evangelización, de la misión.

2. En conformidad con esto, en este diálogo, ambas partes permanecen conscientemente en su propia identidad, que no ponen en cuestión en el diálogo, ni para ellas, ni para los otros.

Estas reglas son justas. No obstante, pienso que estén formuladas demasiado superficialmente de esta manera. Sí, el diálogo no tiene como objetivo la conversión, sino una mejor comprensión recíproca. Esto es correcto. Pero tratar de conocer y comprender implica siempre un deseo de acercarse también a la verdad. De este modo, ambas partes, acercándose paso a paso a la verdad, avanzan y están en camino hacia modos de compartir más amplios, que se fundan en la unidad de la verdad. Por lo que se refiere al permanecer fieles a la propia identidad, sería demasiado poco que el cristiano, al decidir mantener su identidad, interrumpiese por su propia cuenta, por decirlo así, el camino hacia la verdad. Si así fuera, su ser cristiano sería algo arbitrario, una opción simplemente fáctica. De esta manera, pondría de manifiesto que él no tiene en cuenta que en la religión se está tratando con la verdad. Respecto a esto, diría que el cristiano tiene una gran confianza fundamental, más aún, la gran certeza de fondo de que puede adentrarse tranquilamente en la inmensidad de la verdad sin ningún temor por su identidad de cristiano. Ciertamente, no somos nosotros quienes poseemos la verdad, es ella la que nos posee a nosotros: Cristo, que es la Verdad, nos ha tomado de la mano, y sabemos que nos tiene firmemente de su mano en el camino de nuestra búsqueda apasionada del conocimiento. El estar interiormente sostenidos por la mano de Cristo nos hace libres y, al mismo tiempo, seguros. Libres, porque, si estamos sostenidos por Él, podemos entrar en cualquier diálogo abiertamente y sin miedo. Seguros, porque Él no nos abandona, a no ser que nosotros mismos nos separemos de Él. Unidos a Él, estamos en la luz de la verdad.

Para concluir es preciso hacer una breve anotación sobre el anuncio, sobre la evangelización, de la que, siguiendo las propuestas de los padres sinodales, hablará efectivamente con amplitud el documento postsinodal. Veo que los elementos esenciales del proceso de evangelización aparecen muy elocuentemente en el relato de san Juan sobre la llamada de los dos discípulos del Bautista, que se convierten en discípulos de Cristo (cf. Jn 1,35-39). Encontramos en primer lugar el mero acto del anuncio. Juan el Bautista señala a Jesús y dice: «Este es el Cordero de Dios». Poco más adelante, el evangelista narra un hecho similar. Esta vez es Andrés, que dice a su hermano Simón: «Hemos encontrado al Mesías» (1,41). El primero y fundamental elemento es el simple anuncio, el kerigma, que toma su fuerza de la convicción interior del que anuncia. En el relato de los dos discípulos sigue después la escucha, el ir tras los pasos de Jesús, un seguirle que no es todavía seguimiento, sino más bien una santa curiosidad, un movimiento de búsqueda. En efecto, ambos son personas en búsqueda, personas que, más allá de lo cotidiano, viven en espera de Dios, en espera porque Él está y, por tanto, se mostrará. Su búsqueda, iluminada por el anuncio, se hace concreta. Quieren conocer mejor a Aquél que el Bautista ha llamado Cordero de Dios. El tercer acto comienza cuando Jesús mira atrás hacia ellos y les pregunta: «¿Qué buscáis?». La respuesta de ambos es de nuevo una pregunta, que manifiesta la apertura de su espera, la disponibilidad a dar nuevos pasos. Preguntan: «Maestro, ¿dónde vives?». La respuesta de Jesús: «Venid y veréis», es una invitación a acompañarlo y, caminando con Él, a llegar a ver.

La palabra del anuncio es eficaz allí donde en el hombre existe la disponibilidad dócil para la cercanía de Dios; donde el hombre está interiormente en búsqueda y por ende en camino hacia el Señor. Entonces, la atención de Jesús por él le llega al corazón y, después, el encuentro con el anuncio suscita la santa curiosidad de conocer a Jesús más de cerca. Este caminar con Él conduce al lugar en el que habita Jesús, en la comunidad de la Iglesia, que es su Cuerpo. Significa entrar en la comunión itinerante de los catecúmenos, que es una comunión de profundización y, a la vez, de vida, en la que el caminar con Jesús nos convierte en personas que ven.

«Venid y veréis». Esta palabra que Jesús dirige a los dos discípulos en búsqueda, la dirige también a los hombres de hoy que están en búsqueda. Al final de año, pedimos al Señor que la Iglesia, a pesar de sus pobrezas, sea reconocida cada vez más como su morada. Le rogamos para que, en el camino hacía su casa, nos haga día a día más capaces de ver, de modo que podamos decir mejor, más y más convincentemente: Hemos encontrado a Aquél, al que todo el mundo espera, Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y verdadero hombre. Con este espíritu os deseo de corazón a todos una Santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Gracias.


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28/08/2013 13:05


TAIZÉ: ENCUENTRO EUROPEO DE LOS JÓVENES

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Plaza de San Pedro
Sábado 29 de diciembre de 2012

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Gracias, querido hermano Alois, por sus cálidas palabras llenas de afecto. Queridos jóvenes, queridos peregrinos de la confianza, ¡bienvenidos a Roma!:

Habéis venido en gran número, de toda Europa y también de otros continentes, para rezar junto a las tumbas de los santos Apóstoles Pedro y Pablo. Ambos derramaron su sangre por Cristo en esta ciudad. La fe que animaba a estos dos grandes Apóstoles de Jesús es también la fe que os ha puesto en camino. Durante el año que está a punto de comenzar, os proponéis liberar las fuentes de la confianza en Dios para vivir de ellas en la vida cotidiana. Me alegro de que encontréis de esta manera la intención del Año de la fe iniciado en el mes de octubre.

Es la cuarta vez que tenéis un Encuentro europeo en Roma. En esta ocasión, desearía repetir las palabras que mi predecesor, el beato Juan Palo II, dirigió a los jóvenes durante vuestro tercer Encuentro en Roma: «El Papa se siente profundamente comprometido con vosotros en esta peregrinación de confianza sobre la tierra... También yo estoy llamado a ser un peregrino de confianza en nombre de Cristo» (30 de diciembre de 1987).

Hace poco más de 70 años, el hermano Roger dio vida a la comunidad de Taizé, que sigue viendo llegar a ella a miles de jóvenes de todo el mundo en busca de un sentido a su vida. Los Hermanos los acogen en su oración y les ofrecen la ocasión de vivir la experiencia de una relación personal con Dios. Para sostener a estos jóvenes en su camino hacia Cristo el hermano Roger tuvo la idea de comenzar una «peregrinación de confianza sobre la tierra».

Testigo incansable del Evangelio de la paz y de la reconciliación, animado por el fuego de un ecumenismo de la santidad, el hermano Roger animó a todos aquellos que pasan por Taizé a convertirse en los buscadores de comunión. Lo dije al día siguiente de su muerte: «Creo que deberíamos escucharlo, escuchar desde dentro su ecumenismo vivido espiritualmente y dejarnos llevar por su testimonio hacia un ecumenismo interiorizado y espiritualizado». Siguiendo sus huellas, sed todos portadores de este mensaje de unidad. Os aseguro el compromiso irrevocable de la Iglesia católica en continuar la búsqueda de caminos de reconciliación para alcanzar la unidad visible de los cristianos. Y esta tarde quiero saludar con afecto especial a cuántos entre vosotros son ortodoxos o protestantes.

Hoy, Cristo os plantea la pregunta que dirigió a sus discípulos: «¿Quién soy yo para vosotros?». A tal pregunta, Pedro, junto a cuya tumba nos encontramos en este momento, responde: «Tu eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 15-16). Toda su vida se convierte en respuesta a esta pregunta. Cristo quiere recibir también de cada uno de vosotros una respuesta que no proceda de la obligación ni del miedo, sino de vuestra libertad profunda. Respondiendo a tal pregunta, vuestra vida encontrará su sentido más profundo. El texto de la carta de san Juan que hemos escuchado hace un momento nos hace entender con gran sencillez y en modo sintético cómo dar una respuesta: «Que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros» (1 Jn 3, 23). Tener fe y amar a Dios y a los demás. ¿Qué hay que sea más apasionante? ¿Qué hay que sea más bello?

Que durante estos días en Roma dejéis crecer en vuestro corazón este sí a Cristo, aprovechando especialmente los largos tiempos de silencio que ocupan un lugar central en vuestras oraciones comunitarias, después de la escucha de la Palabra de Dios. Esta Palabra —dice la Segunda Carta de Pedro—, es «como una lámpara que brilla en un lugar oscuro» que vosotros hacéis bien en conservar «hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestros corazones» (1, 19). Vosotros lo habéis comprendido: si la estrella de la mañana debe nacer en vuestro corazón es porque no siempre está presente en él. A veces el mal y el sufrimiento de los inocentes crean en vosotros la duda y la turbación. Y el sí a Cristo puede llegar a ser difícil. Pero esta duda no os convierte en no creyentes. Jesús no rechazó al hombre del Evangelio que gritó: «Creo; pero ayuda mi falta de fe» (Mc 9, 24).

Para que en este combate no perdáis la confianza, Dios no os deja solos y aislados. Él nos da a todos la alegría y el consuelo de la comunión de la Iglesia. Durante vuestra permanencia en Roma, gracias especialmente a la acogida generosa de tantas parroquias y comunidades religiosas, podéis hacer una nueva experiencia de Iglesia. Al volver a casa, en vuestros diversos países, os invito a descubrir que Dios os hace corresponsables de su Iglesia, en toda la variedad de las vocaciones. Esta comunión que es el Cuerpo de Cristo necesita de vosotros y vosotros tenéis en él vuestro lugar. A partir de vuestros dones, de aquello que es específico de cada uno de vosotros, el Espíritu Santo plasma y da vida a este misterio de comunión que es la Iglesia, con el fin de transmitir la buena nueva del Evangelio al mundo de hoy.

Con el silencio, el canto ocupa un lugar importante en vuestras oraciones comunitarias. Los cantos de Taizé llenan estos días las basílicas de Roma. El canto es un apoyo y una expresión incomparable de la oración. Cantando a Cristo os abrís también al misterio de su esperanza. No tengáis miedo de preceder a la aurora para alabar a Dios. No seréis defraudados.

Queridos jóvenes amigos, Cristo no os saca del mundo. Os envía allí donde falta la luz para que la llevéis a los demás. Sí: todos estáis llamados a ser pequeñas luces para quienes os rodean. Con vuestra atención a una repartición más equitativa de los bienes de la tierra, con el compromiso por la justicia y por una nueva solidaridad humana, ayudaréis a cuantos os rodean a comprender mejor cómo el Evangelio nos conduce, al mismo tiempo, hacia Dios y hacia los demás. De este modo, con vuestra fe contribuís a hacer brotar la confianza sobre la tierra.

Estad llenos de esperanza. Que Dios os bendiga, con vuestros familiares y amigos.


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