2011

Ultimo Aggiornamento: 20/08/2013 19:28
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PROYECCIÓN DEL DOCUMENTAL SOBRE JUAN PABLO II
"EL PEREGRINO VESTIDO DE BLANCO"

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sábado 9 de abril de 2011



Eminencias,
excelencias,
queridos hermanos y hermanas:

Deseo dirigir un cordial saludo y también un profundo agradecimiento a los productores, a los realizadores de este documental sobre el venerable papa Juan Pablo II. Me alegra haberlo podido ver aquí, en el Vaticano, y expresar un sincero aprecio por el trabajo realizado, asociándome al aplauso ya expresado por el Episcopado polaco y por algunos de mis colaboradores. Por la seriedad con que ha sido preparado, la calidad de su realización, este documental constituye una de las contribuciones más valiosas que se ha ofrecido al público con ocasión de la próxima beatificación de mi amado predecesor.

Ya son numerosas las obras audiovisuales sobre la figura de Juan Pablo II, entre los diferentes documentales producidos por las emisoras de televisión. En este panorama, esta película, "El peregrino vestido de blanco", se distingue por varios elementos, por ejemplo las entrevistas a sus colaboradores más cercanos, los testimonios de personalidades ilustres y la riqueza de la documentación. Todo esto tiene como finalidad destacar fielmente tanto la personalidad del Papa como la incansable actividad que llevó cabo durante su largo del pontificado.

Quiero subrayar una vez más los dos ejes de su vida y su ministerio: la oración y el celo misionero. Juan Pablo II fue un gran contemplativo y un gran apóstol de Cristo. Dios lo escogió para la sede de Pedro y lo conservó durante muchos años para introducir a la Iglesia en el tercer milenio. Con su ejemplo nos ha guiado a todos en esta peregrinación y ahora sigue acompañándonos desde el cielo.

Por tanto, expreso nuevamente mi agradecimiento a todos los que han colaborado en la realización de este documental, que nos ayuda a atesorar el luminoso testimonio del Papa Juan Pablo II. Con este sentimiento de gratitud, os bendigo de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
FILIP VUČAK
NUEVO EMBAJADOR DE CROACIA ANTE LA SANTA SEDE

Lunes 11 de abril de 2011



Señor embajador:

Me alegra acogerlo en esta circunstancia solemne de la presentación de las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Croacia ante la Santa Sede. Le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Por mi parte, le ruego que exprese al presidente de la República, señor Ivo Josipović, con quien he tenido el placer de encontrarme recientemente, mis mejores deseos para su persona, así como para el bienestar y la paz del pueblo croata.

El inicio de su misión coincide felizmente con el vigésimo aniversario de la independencia de Croacia. Y el año próximo se celebrará el del establecimiento de las relaciones diplomáticas entre su país y la Santa Sede. Nuestras relaciones son armoniosas y serenas. La Santa Sede ha tenido siempre una solicitud particular por Croacia. Mi lejano predecesor, el Papa León X, viendo la belleza de vuestra cultura y la profundidad de la fe de vuestros antepasados, definió a su país como el «scutum saldissimum et antemurale Christianitatis». Estos antiguos valores siguen animando a nuestros contemporáneos que, hasta hace poco, han tenido que afrontar dificultades particulares. Por ello, para fortalecer a las generaciones actuales, es preciso explicarles claramente el rico patrimonio de la historia de Croacia y de la cultura cristiana que la ha impregnado profundamente y en la que su pueblo siempre se ha apoyado en las adversidades.

He sabido con satisfacción que vuestro Parlamento ha proclamado el año en curso como «Año Bosčović». Este jesuita fue físico, astrónomo, matemático, arquitecto, filósofo y diplomático. Su existencia demuestra que es posible hacer convivir en armonía la ciencia y la fe, el servicio a la madre patria y el compromiso en la Iglesia. Este sabio cristiano dice a los jóvenes que es posible realizarse en la sociedad actual y ser feliz en ella siendo creyentes. Por otro lado, los monumentos y los innumerables crucifijos diseminados por su país son la demostración clara de esta feliz simbiosis. Viendo esta armonía, los jóvenes estarán orgullosos de su país, de su historia y de su fe, y se sentirán cada vez más herederos de un tesoro que ahora les corresponde a ellos hacer fructificar.

Pronto Croacia se integrará plenamente en la Unión Europea. La Santa Sede no puede sino alegrarse de que la familia europea se complete acogiendo a Estados que históricamente forman parte de ella. Esta integración, señor embajador, deberá llevarse a cabo en el pleno respeto de las especificidades de Croacia, de su vida religiosa y de su cultura. Sería ilusorio querer renegar de la propia identidad para adherirse a otra, que ha nacido en circunstancias muy diferentes de las que han visto nacer y formarse la de Croacia. Entrando en la Unión Europea, su país no será solamente receptor de un sistema económico y jurídico que tiene sus ventajas y sus límites, sino que igualmente podrá aportar una contribución propia y típicamente croata. No ha de tener miedo de reivindicar con determinación el respeto de su propia historia y de su propia identidad religiosa y cultural. Algunas voces amargadas niegan con sorprendente regularidad la realidad de las raíces religiosas europeas. Se ha puesto de moda sufrir de amnesia y negar las evidencias históricas. Afirmar que Europa no tiene raíces cristianas equivale a pretender que un hombre pueda vivir sin oxígeno y sin alimento. No hay que avergonzarse de recordar y sostener la verdad negando, si es necesario, lo que es contrario a ella. Estoy seguro de que su país sabrá defender su identidad con convicción y con sano orgullo, evitando los nuevos obstáculos que se presentan y que, bajo el pretexto de una libertad religiosa mal entendida, son contrarios al derecho natural, a la familia y, más sencillamente, a la moral.

Quiero expresar también mi satisfacción por el interés manifestado por su país para que los croatas en Bosnia y Herzegovina puedan desempeñar el papel que les corresponde como uno de los tres pueblos constitutivos del país. Constato igualmente que, en el deseo de paz y de sana colaboración con los países de vuestra región geopolítica, Croacia no deja de aportar su especificidad para facilitar el diálogo y el entendimiento entre pueblos que tienen tradiciones diferentes, pero que conviven desde hace siglos. Os animo a proseguir por este camino, que consolidará la paz en el respeto de cada uno. Incluso dentro de vuestras fronteras nacionales, los cuatro Acuerdos firmados por su país y la Santa Sede permiten, respetando las propias especificidades, discutir sobre temas de interés común. Será necesario proseguir en esta dirección por el bien de ambas partes. Me alegra constatar que Croacia promueve la libertad religiosa y respeta la misión específica de la Iglesia.

Por todas estas razones, señor embajador, estoy profundamente contento de poder visitar su país dentro de algunas semanas. Mi predecesor, el venerado Juan Pablo II, lo hizo tres veces, y también yo, cuando estaba a cargo de un dicasterio romano, fui varias veces. He aceptado de buen grado la invitación de las autoridades croatas y la de los obispos de su noble país. Como sabe, el tema elegido para el viaje será: «Juntos en Cristo». Precisamente deseo festejar junto con su pueblo. Juntos, a pesar de las innumerables diferencias humanas; juntos, con estas diferencias. Y esto en Cristo, que ha acompañado al pueblo croata durante siglos con bondad y misericordia. Por él deseo animar a su país y también a la Iglesia que está entre vosotros y con vosotros. La Iglesia que acompaña, con la misma solicitud de Cristo, el destino y el camino de su nación desde sus orígenes. En esta feliz circunstancia también quiero saludar con afecto a los obispos y los fieles de la Iglesia católica en Croacia.

En el momento en que comienza su noble tarea de representación ante la Santa Sede, le dirijo, señor embajador, mis mejores deseos para el buen desempeño de su misión. Tenga la seguridad de que encontrará siempre entre mis colaboradores la acogida y la comprensión que pueda necesitar. Encomendando a su país a la protección de la Madre de Dios, Nuestra Señora de Marija Bistrica, y a la intercesión del beato Luis Stepinac, invoco de todo corazón la abundancia de las bendiciones divinas para usted, excelencia, para su familia y sus colaboradores, y para todo el pueblo croata y sus dirigentes.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU BEATITUD BÉCHARA PIERRE RAÏ,
NUEVO PATRIARCA DE ANTIOQUÍA DE LOS MARONITAS

Sala Clementina
Jueves 14 de abril de 2011



Beatitud;
venerados hermanos en el episcopado;
queridos hijos e hijas de la Iglesia Maronita:

Esta primera visita al Sucesor de Pedro después de su elección a la sede patriarcal de Antioquía de los Maronitas, es un momento privilegiado para la Iglesia universal. Me alegra recibirlo aquí, con los obispos Maronitas, los sacerdotes, las personas consagradas y los fieles, para solemnizar la ecclesiastica communio que le manifesté por carta el pasado 24 de marzo. Su elección, que se produjo algunos días después de la clausura del Año santo, promulgado para celebrar el 1600˚ aniversario de la muerte de san Marón, se presenta como el fruto más importante de las numerosas gracias que obtuvo para su Iglesia.

Os saludo cordialmente a todos los que habéis venido para acompañar a vuestro patriarca en este gran momento de comunión fraterna y de unidad indefectible de la Iglesia Maronita con la Iglesia de Roma, subrayando así la importancia de la unidad visible de la Iglesia en su catolicidad. En ausencia del cardenal Nasrallah Pierre Sfeir, me permito expresarle mi afecto y mi agradecimiento por haber dedicado veinticinco años de su vida a guiar como patriarca la Iglesia Maronita en medio de las turbulencias de la historia.

Próximamente, esta comunión eclesiástica encontrará su expresión más auténtica en la divina liturgia en la que se compartirá el único Cuerpo y Sangre de Cristo. En ella se manifiesta la plenitud de la comunión entre el Sucesor del Príncipe de los Apóstoles y el 77˚ Sucesor de san Marón, padre y cabeza de la Iglesia de Antioquía de los Maronitas, sede apostólica tan prestigiosa, donde los fieles de Cristo recibieron por primera vez el nombre de «cristianos». Vuestra Iglesia patriarcal, su rica tradición espiritual, litúrgica y teológica, de tradición antioquena, adornan siempre a toda Iglesia con ese tesoro.

Dado que estáis en el corazón de Oriente Medio, tenéis una misión inmensa entre los hombres, a los cuales el amor de Cristo impulsa a anunciar la Buena Nueva de la salvación. Durante el Sínodo que convoqué en octubre de 2010, se recordó muchas veces la urgencia de proponer nuevamente el Evangelio a las personas que lo conocen poco o que se han alejado de la Iglesia.

Con todas las fuerzas vivas presentes en el Líbano y en Oriente Medio, sé, Beatitud, que se esforzará por anunciar, dar testimonio y vivir en la comunión esta Palabra de vida con el fin de recuperar el celo de los primeros fieles que «perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42).

Esta región del mundo que los patriarcas, los profetas, los apóstoles y el propio Cristo bendijeron con su presencia y con su predicación, aspira a la paz duradera que la Palabra de verdad, acogida y vivida, tiene la capacidad de establecer.

Conseguiréis este objetivo a través de una educación humana y espiritual, moral e intelectual de los jóvenes gracias a vuestra red escolar y catequética, cuya calidad conozco. Espero ardientemente que vuestro papel en la formación sea cada vez más reconocido por la sociedad, para que los valores fundamentales se transmitan sin discriminaciones.

Que de esta forma los jóvenes de hoy se conviertan en hombres y mujeres responsables en sus familias y en la sociedad, para construir una solidaridad y una fraternidad mayores entre todos los componentes de la nación. Transmitid a los jóvenes toda mi estima y mi afecto, recordándoles que la Iglesia y la sociedad necesitan su entusiasmo y su esperanza. Con este fin os invito a intensificar la formación de los sacerdotes y de los numerosos jóvenes a los que el Señor llama en vuestras eparquías y en vuestras congregaciones religiosas. Que, mediante su enseñanza y su vida, sean auténticos testigos del Verbo de Dios para ayudar a los fieles a arraigar su vida y su misión en Cristo.

Beatitud, le expreso mi deseo fraterno de que el Espíritu Santo lo asista en el ejercicio de su mandato. Que lo consuele en las dificultades y le dé la alegría de ver crecer en fervor y en número a su Iglesia. Al iniciar su ministerio, quiero repetirle las palabras de Cristo a los discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12, 32). A la vez que dirijo a todo el pueblo libanés mi cordial saludo, lo encomiendo de manera especial a la intercesión de Nuestra Señora del Líbano, dado que usted, Beatitud, es hijo de la Orden Maronita de la Santísima Virgen María, y también a la intercesión de san Marón y de todos los santos y beatos libaneses. Le imparto de todo corazón la bendición apostólica, que extiendo a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a todos los fieles de su patriarcado.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA EXCMA. SRA. MARÍA JESÚS FIGA LÓPEZ – PALOP,
NUEVA EMBAJADORA DE ESPAÑA ANTE LA SANTA SEDE

Sábado, 16 de abril de 2011



Señora Embajadora:

Al recibir las cartas credenciales que acreditan a Vuestra Excelencia como Embajadora Extraordinaria y Plenipotenciaria de España ante la Santa Sede, le agradezco cordialmente las palabras que ha tenido a bien dirigirme, así como el deferente saludo que me trasmite de Sus Majestades los Reyes, del Gobierno y el pueblo español. Correspondo gustosamente expresando mis mejores deseos de paz, prosperidad y bien espiritual para todos ellos, a quienes tengo muy presentes en el recuerdo y en la oración. Reciba la más cordial bienvenida al iniciar su importante quehacer en esta Misión diplomática, que cuenta con siglos de brillante historia y tantos ilustres predecesores suyos.

He visitado recientemente Santiago de Compostela y Barcelona, y recuerdo con gratitud tantas atenciones y manifestaciones de cercanía y afecto al Sucesor de Pedro por parte de los españoles y sus Autoridades. Son dos lugares emblemáticos, en los que se pone de relieve tanto el atractivo espiritual del Apóstol Santiago, como la presencia de signos admirables que invitan a mirar hacia lo alto aun en medio de un ambiente plural y complejo.

Durante mi visita he percibido muchas muestras de la vivacidad de la fe católica de esas tierras, que han visto nacer tantos santos, y que están sembradas de catedrales, centros de asistencia y de cultura, inspirados por la fecunda raigambre y fidelidad de sus habitantes a sus creencias religiosas. Esto comporta también la responsabilidad de unas Relaciones diplomáticas entre España y la Santa Sede que procuren fomentar siempre, con mutuo respeto y colaboración, dentro de la legítima autonomía en sus respectivos campos, todo aquello que suscite el bien de las personas y el desarrollo auténtico de sus derechos y libertades, que incluyen la expresión de su fe y de su conciencia, tanto en la esfera pública como en la privada.

Por su significativa trayectoria en la actividad diplomática, Vuestra Excelencia conoce bien que la Iglesia, en el ejercicio de su propia misión, busca el bien integral de cada pueblo y sus ciudadanos, actuando en el ámbito de sus competencias y respetando plenamente la autonomía de las autoridades civiles, a las que aprecia y por las que pide a Dios que ejerzan con generosidad, honradez, acierto y justicia su servicio a la sociedad. Este marco en el que confluyen la misión de la Iglesia y la función del Estado, además, ha quedado plasmado en acuerdos bilaterales entre España y la Santa Sede sobre los principales aspectos de interés común, que proporcionan ese soporte jurídico y esa estabilidad necesaria para que las respectivas actuaciones e iniciativas beneficien a todos.

El comienzo de su alta responsabilidad, Señora Embajadora, tiene lugar en una situación de gran dificultad económica de ámbito mundial que atenaza también a España, con resultados verdaderamente preocupantes, sobre todo en el campo de la desocupación, que provoca desánimo y frustración especialmente en los jóvenes y las familias menos favorecidas. Tengo muy presentes a todos los ciudadanos, y pido al Todopoderoso que ilumine a cuantos tienen responsabilidades públicas para buscar denodadamente el camino de una recuperación provechosa a toda la sociedad. En este sentido, quisiera destacar con satisfacción la benemérita actuación que las instituciones católicas están llevando a cabo para acudir con presteza en ayuda de los más menesterosos, a la vez que hago votos para una creciente disponibilidad a la cooperación de todos en este empeño solidario.

Con esto, la Iglesia muestra una característica esencial de su ser, tal vez la más visible y apreciada por muchos, creyentes o no. Pero ella pretende ir más allá de la mera ayuda externa y material, y apuntar al corazón de la caridad cristiana, para la cual el prójimo es ante todo una persona, un hijo de Dios, siempre necesitado de fraternidad, respeto y acogida en cualquier situación en que se encuentre.

En este sentido, la Iglesia ofrece algo que le es connatural y que beneficia a las personas y las naciones: ofrece a Cristo, esperanza que alienta y fortalece, como un antídoto a la decepción de otras propuestas fugaces y a un corazón carente de valores, que termina endureciéndose hasta el punto de no saber percibir ya el genuino sentido de la vida y el porqué de las cosas. Esta esperanza da vida a la confianza y a la colaboración, cambiando así el presente sombrío en fuerza de ánimo para afrontar con ilusión el futuro, tanto de la persona como de la familia y de la sociedad.

No obstante, como he recordado en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 2011, en vez de vivir y organizar la sociedad de tal manera que favorezca la apertura a la trascendencia (cf. n. 9), no faltan formas, a menudo sofisticadas, de hostilidad contra la fe, que «se expresan a veces renegando de la historia y de los símbolos religiosos, en los que se reflejan la identidad y la cultura de la mayoría de los ciudadanos» (n. 13). El que en ciertos ambientes se tienda a considerar la religión como un factor socialmente insignificante, e incluso molesto, no justifica el tratar de marginarla, a veces mediante la denigración, la burla, la discriminación e incluso la indiferencia ante episodios de clara profanación, pues así se viola el derecho fundamental a la libertad religiosa inherente a la dignidad de la persona humana, y que «es un arma auténtica de la paz, porque puede cambiar y mejorar el mundo» (cf. n. 15).

En su preocupación por cada ser humano de manera concreta y en todas sus dimensiones, la Iglesia vela por sus derechos fundamentales, en diálogo franco con todos los que contribuyen a que sean efectivos y sin reducciones. Vela por el derecho a la vida humana desde su comienzo a su término natural, porque la vida es sagrada y nadie puede disponer de ella arbitrariamente. Vela por la protección y ayuda a la familia, y aboga por medidas económicas, sociales y jurídicas para que el hombre y la mujer que contraen matrimonio y forman una familia tengan el apoyo necesario para cumplir su vocación de ser santuario del amor y de la vida. Aboga también por una educación que integre los valores morales y religiosos según las convicciones de los padres, como es su derecho, y como conviene al desarrollo integral de los jóvenes. Y, por el mismo motivo, que incluya también la enseñanza de la religión católica en todos los centros para quienes la elijan, como está preceptuado en el propio ordenamiento jurídico.

Antes de concluir, deseo hacer una referencia a mi nueva visita a España para participar en Madrid, el próximo mes de agosto, en la celebración de la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Me uno con gozo a los esfuerzos y oraciones de sus organizadores, que están preparando esmeradamente tan importante acontecimiento, con el anhelo de que dé abundantes frutos espirituales para la juventud y para España. Me consta también la disponibilidad, cooperación y ayuda generosa que tanto el Gobierno de la Nación como las autoridades autonómicas y locales están dispensando para el mejor éxito de una iniciativa que atraerá la atención de todo el mundo y mostrará una vez más la grandeza de corazón y de espíritu de los españoles.

Señora Embajadora, hago mis mejores votos por el desempeño de la alta misión que le ha sido encomendada, para que las relaciones entre España y la Santa Sede se consoliden y progresen, a la vez que le aseguro el gran aprecio que tiene el Papa por las siempre queridas gentes de España. Le ruego así mismo que se haga intérprete de mis sentimientos ante los Reyes de España y las demás Autoridades de la Nación, a la vez que invoco abundantes bendiciones del Altísimo sobre Vuestra Excelencia, su familia que hoy la acompaña, así como sobre sus colaboradores y el noble pueblo español.


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ENTREVISTA A BENEDICTO XVI
EMITIDA POR LA TELEVISIÓN ITALIANA RAI 1 EN EL PROGRAMA
«A SU IMÁGENES PREGUNTAS SOBRE JESÚS»

Viernes Santo, 22 de abril de 2011



Santo Padre, quiero agradecerle su presencia, que nos llena de alegría y nos ayuda a recordar que hoy es el día en que Jesús demuestra su amor del modo más radical, muriendo en la cruz como inocente. Precisamente sobre el tema del dolor inocente es la primera pregunta que viene de una niña japonesa de siete años, que le dice: «Me llamo Elena, soy japonesa y tengo siete años. Tengo mucho miedo porque la casa en la que me sentía segura tembló muchísimo, y porque muchos niños de mi edad han muerto. No puedo ir a jugar al parque. Quiero preguntarle: ¿Por qué tengo que pasar tanto miedo? ¿Por qué los niños tienen que sufrir tanta tristeza? Pido al Papa, que habla con Dios, que me lo explique.

Querida Elena, te saludo con todo el corazón. También yo me pregunto: ¿Por qué es así? ¿Por qué vosotros tenéis que sufrir tanto, mientras otros viven cómodamente? Y no tenemos respuesta, pero sabemos que Jesús sufrió como vosotros, inocente, que el Dios verdadero que se muestra en Jesús está a vuestro lado. Esto me parece muy importante, a pesar de que no tenemos respuestas, si la tristeza sigue: Dios está a vuestro lado, y tenéis que estar seguros de que esto os ayudará. Y un día podremos comprender por qué ha sucedido esto. En este momento me parece importante que sepáis que «Dios me ama», aunque parezca que no me conoce. No, me ama, está a mi lado, y tenéis que estar seguros de que en el mundo, en el universo, hay muchas personas que están a vuestro lado, que piensan en vosotros, que hacen todo lo que pueden por vosotros, para ayudaros. Y ser conscientes de que, un día, yo comprenderé que este sufrimiento no era algo vacío, no era inútil, sino que detrás del sufrimiento hay un proyecto bueno, un proyecto de amor. No es una casualidad. Siéntete segura, estamos a tu lado, al lado de todos los niños japoneses que sufren; queremos ayudaros con la oración, con nuestros actos, y estad seguros de que Dios os ayuda. Y de este modo rezamos juntos para que la luz os llegue a vosotros cuanto antes.

La segunda pregunta nos pone delante de un calvario, porque se trata de una madre que está junto a la cruz de un hijo. Es italiana, se llama Maria Teresa y le pregunta: «Santidad, el alma de mi hijo, Francesco, en estado vegetativo desde el día de Pascua de 2009, ¿ha abandonado su cuerpo, dado que está totalmente inconsciente, o está todavía en él?».

Ciertamente el alma está todavía presente en el cuerpo. La situación es, en cierto sentido, como la de una guitarra que tiene las cuerdas rotas y que no se puede tocar. Así también el instrumento del cuerpo es frágil, vulnerable, y el alma no puede tocar, por decirlo de algún modo, pero sigue presente. También estoy seguro de que esta alma escondida siente en profundidad vuestro amor, a pesar de que no comprende los detalles, las palabras, etc., pero siente la presencia del amor. Y por eso esta presencia vuestra, queridos padres, querida mamá, junto a él, horas y horas cada día, es un verdadero acto de amor muy valioso, porque esta presencia entra en la profundidad de esta alma escondida y vuestro acto es un testimonio de fe en Dios, de fe en el hombre, de fe, digamos de compromiso a favor de la vida, de respeto por la vida humana, incluso en las situaciones más trágicas. Por esto os animo a proseguir, sabiendo que hacéis un gran servicio a la humanidad con este signo de confianza, con este signo de respeto de la vida, con este amor por un cuerpo desgarrado, un alma que sufre.

La tercera pregunta nos lleva a Irak, entre los jóvenes de Bagdad, cristianos perseguidos que le envían esta pregunta: «Saludamos al Santo Padre desde Irak —dicen—. Nosotros, cristianos de Bagdad, somos perseguidos como Jesús. Santo Padre, ¿de qué modo podemos ayudar a nuestra comunidad cristiana para que reconsidere el deseo de emigrar a otros países, convenciéndola de que marcharse no es la única solución?».

En primer lugar, quiero saludar de corazón a todos los cristianos de Irak, nuestros hermanos, y tengo que decir que rezo cada día por los cristianos de Irak. Son nuestros hermanos que sufren, así como en otras tierras del mundo, y por esto los siento especialmente cercanos a mi corazón y, en la medida de nuestras posibilidades, tenemos que hacer todo lo posible para que puedan quedarse, para que puedan resistir a la tentación de emigrar, que —en las condiciones en las que viven— resulta muy comprensible. Diría que es importante que estemos cerca de vosotros, queridos hermanos de Irak, que queramos ayudaros y cuando vengáis, recibiros realmente como hermanos. Y naturalmente, las instituciones, todos los que tienen una posibilidad de hacer algo por Irak, deben hacerlo. La Santa Sede está en permanente contacto con las distintas comunidades, no sólo con las comunidades católicas, con las demás comunidades cristianas, sino también con los hermanos musulmanes, sean chiíes o suníes. Y queremos realizar una obra de reconciliación, de comprensión, también con el Gobierno, ayudarle en este difícil camino de recomponer una sociedad desgarrada. Porque este es el problema, que la sociedad está profundamente dividida, desgarrada, ya no se tiene esta conciencia: «Nosotros somos, en la diversidad, un pueblo con una historia común, en el que cada uno tiene su sitio». Y tienen que reconstruir esta conciencia de que, en la diversidad, tienen una historia común, una común determinación. Y nosotros, en diálogo precisamente con los distintos grupos, queremos ayudar al proceso de reconstrucción y animaros a vosotros, queridos hermanos cristianos de Irak, a tener confianza, a tener paciencia, a tener confianza en Dios, a colaborar en este difícil proceso. Tened la seguridad de nuestra oración.

La siguiente pregunta es de una mujer musulmana de Costa de Marfil, un país en guerra desde hace años. Esta señora se llama Bintú y le envía un saludo en árabe que se puede traducir de este modo: «Que Dios esté en medio de todas las palabras que nos diremos y que Dios esté contigo». Es una frase que utilizan al empezar un diálogo. Y después prosigue en francés: «Querido Santo Padre, aquí en Costa de Marfil hemos vivido siempre en armonía entre cristianos y musulmanes. A menudo las familias están formadas por miembros de ambas religiones; existe también una diversidad de etnias, pero nunca hemos tenido problemas. Ahora todo ha cambiado: la crisis que vivimos, causada por la política, está sembrando divisiones. ¡Cuántos inocentes han perdido la vida! ¡Cuántos prófugos, cuántas madres y cuántos niños traumatizados! Los mensajeros han exhortado a la paz, los profetas han exhortado a la paz. Jesús es un hombre de paz. Usted, en cuanto embajador de Jesús, ¿qué aconsejaría a nuestro país?».

Quiero contestar al saludo: que Dios esté también contigo, y siempre te ayude. Y tengo que decir que he recibido cartas desgarradoras desde Costa de Marfil, donde veo toda la tristeza, la profundidad del sufrimiento, y me quedo triste porque podemos hacer muy poco. Siempre podemos hacer algo: orar con vosotros, y en la medida de lo posible, hacer obras de caridad, y sobre todo queremos colaborar, en la medida de nuestras posibilidades, en los contactos políticos, humanos. He encargado al cardenal Turkson, que es presidente de nuestro Consejo Justicia y paz, que vaya a Costa de Marfil e intente mediar, hablar con los diversos grupos, con las distintas personas, para facilitar un nuevo comienzo. Y sobre todo queremos hacer oír la voz de Jesús, en el que usted también cree como profeta. Él era siempre hombre de paz. Se podía pensar que, cuando Dios viniera a la tierra, lo haría como un hombre de gran fuerza, que destruiría las potencias adversarias, que sería un hombre de una fuerte violencia como instrumento de paz. Nada de esto: vino débil, vino sólo con la fuerza del amor, totalmente sin violencia hasta ir a la cruz. Y esto nos muestra el verdadero rostro de Dios, y que la violencia no viene nunca de Dios, nunca ayuda a producir cosas buenas, sino que es un medio destructivo y no es el camino para salir de las dificultades. Es una fuerte voz contra todo tipo de violencia. Invito encarecidamente a todas las partes a renunciar a la violencia, a buscar los caminos de la paz. Para la recomposición de vuestro pueblo no podéis usar medios violentos, aunque penséis tener razón. El único camino es la renuncia a la violencia, recomenzar el diálogo, los intentos de encontrar juntos la paz, una nueva atención de los unos hacia los otros, la nueva disponibilidad a abrirse el uno al otro. Y este, querida señora, es el verdadero mensaje de Jesús: buscad la paz con los medios de la paz y abandonad la violencia. Rezamos por vosotros para que todos los componentes de vuestra sociedad escuchen esta voz de Jesús y así vuelva la paz y la comunión.

Santo Padre, la próxima pregunta es sobre el tema de la muerte y la resurrección de Jesús, y llega desde Italia. Se la leo: «Santidad: ¿Qué hizo Jesús en el lapso de tiempo entre la muerte y la resurrección? Y, ya que en el Credo se dice que Jesús después de la muerte descendió a los infiernos: ¿Podemos pensar que es algo que nos pasará también a nosotros, después de la muerte, antes de ascender al cielo?».

En primer lugar, este descenso del alma de Jesús no debe imaginarse como un viaje geográfico, local, de un continente a otro. Es un viaje del alma. Hay que tener en cuenta que el alma de Jesús siempre toca al Padre, está siempre en contacto con el Padre, pero al mismo tiempo, esta alma humana se extiende hasta los últimos confines del ser humano. En este sentido baja a las profundidades, va hacia los perdidos, se dirige a todos aquellos que no han alcanzado la meta de su vida, y trasciende así los continentes del pasado. Esta palabra del descenso del Señor a los infiernos significa, sobre todo, que Jesús alcanza también el pasado, que la eficacia de la redención no comienza en el año cero o en el año treinta, sino que llega al pasado, abarca el pasado, a todas las personas de todos los tiempos. Dicen los Padres, con una imagen muy hermosa, que Jesús toma de la mano a Adán y Eva, es decir, a la humanidad, y la encamina hacia adelante, hacia las alturas. Y así crea el acceso a Dios, porque el hombre, por sí mismo, no puede elevarse a la altura de Dios. Jesús mismo, siendo un hombre, tomando de la mano al hombre, abre el acceso. ¿Qué acceso? La realidad que llamamos cielo. Así, este descenso a los infiernos, es decir, a las profundidades del ser humano, a las profundidades del pasado de la humanidad, es una parte esencial de la misión de Jesús, de su misión de Redentor y no se aplica a nosotros. Nuestra vida es diferente, el Señor ya nos ha redimido y nos presentamos al Juez, después de nuestra muerte, bajo la mirada de Jesús, y esta mirada en parte será purificadora: creo que todos nosotros, en mayor o menor medida, necesitaremos ser purificados. La mirada de Jesús nos purifica y además nos hace capaces de vivir con Dios, de vivir con los santos, sobre todo de vivir en comunión con nuestros seres queridos que nos han precedido.

También la siguiente pregunta es sobre el tema de la resurrección y viene de Italia: «Santidad, cuando las mujeres llegan al sepulcro, el domingo después de la muerte de Jesús, no reconocen al Maestro, lo confunden con otro. Lo mismo les pasa a los Apóstoles: Jesús tiene que enseñarles las heridas, partir el pan para que lo reconozcan precisamente por sus gestos. Su cuerpo es un cuerpo real de carne y hueso, pero también un cuerpo glorioso. El hecho de que su cuerpo resucitado no tenga las mismas características que antes, ¿qué significa? ¿Y qué significa, exactamente, cuerpo glorioso? Y la resurrección, ¿será también así para nosotros?».

Naturalmente, no podemos definir el cuerpo glorioso porque está más allá de nuestra experiencia. Sólo podemos interpretar algunos de los signos que Jesús nos dio para entender, al menos un poco, hacia dónde apunta esta realidad. El primer signo: el sepulcro está vacío. Es decir, Jesús no abandonó su cuerpo a la corrupción, nos enseñó que también la materia está destinada a la eternidad, que resucitó realmente, que no ha quedado perdido. Jesús asumió también la materia, por lo que la materia está también destinada a la eternidad. Pero asumió esta materia en una nueva forma de vida. Este es el segundo punto: Jesús no muere más, es decir: está más allá de las leyes de la biología, de la física, porque los sometidos a ellas mueren. Por lo tanto, hay una condición nueva, distinta, que no conocemos, pero que se revela en lo sucedido a Jesús, y para todos nosotros esa es la gran promesa de que hay un mundo nuevo, una vida nueva, hacia la que estamos encaminados. Y, estando ya Jesús en esa condición, puede ser tocado por los demás; puede dar la mano a sus amigos y comer con ellos, pero, sin embargo, está más allá de las condiciones de la vida biológica, como la que nosotros vivimos. Y sabemos que, por una parte, es un hombre real, no un fantasma, vive una vida real, pero es una vida nueva que ya no está sujeta a la muerte y esa es nuestra gran promesa. Es importante entender esto, al menos en la medida que se pueda, con el ejemplo de la Eucaristía: en la Eucaristía el Señor nos da su cuerpo glorioso, no nos da carne para comer en sentido biológico; se nos da él mismo; lo nuevo que es él entra en nuestro ser hombres, en nuestro ser personas, en mi ser persona como persona, y llega a nosotros con su ser, de modo que podemos dejarnos penetrar por su presencia, transformarnos en su presencia. Es un punto importante, porque así ya estamos en contacto con esta nueva vida, este nuevo tipo de vida, ya que él ha entrado en mí, y yo he salido de mí y me abro hacia una nueva dimensión de vida. Pienso que este aspecto de la promesa, de la realidad que él se entrega a mí y me hace salir de mí mismo y me eleva, es la cuestión más importante: no se trata de descifrar cosas que no podemos entender sino de encaminarnos hacia la novedad que comienza, siempre, de nuevo, en la Eucaristía.

Santo Padre, la última pregunta es acerca de María. Al pie de la cruz, se produce un conmovedor diálogo entre Jesús, su madre y Juan, en el que Jesús dice a María: «He aquí a tu hijo», y a Juan: «He aquí a tu madre». En su último libro, «Jesús de Nazaret», lo define como «una disposición final de Jesús». ¿Cómo debemos entender estas palabras? ¿Qué significado tenían en aquel momento y qué significado tienen hoy en día? Y ya que estamos en tema de confiar, ¿piensa renovar una consagración a la Virgen en el inicio de este nuevo milenio?

Estas palabras de Jesús son ante todo un acto muy humano. Vemos a Jesús como un hombre verdadero que lleva a cabo un gesto de verdadero hombre: un acto de amor a su madre confiándola al joven Juan para que esté segura. En aquella época en Oriente una mujer sola se encontraba en una situación imposible. Confía su madre a este joven y a él lo confía a su madre. Jesús realmente actúa como un hombre con un sentimiento profundamente humano. Me parece muy hermoso, muy importante que antes de cualquier teología veamos aquí la verdadera humanidad, el verdadero humanismo de Jesús. Pero por supuesto este gesto tiene varias dimensiones, no atañe sólo a ese momento: concierne a toda la historia. En Juan, Jesús nos confía a todos nosotros, a toda la Iglesia, a todos los futuros discípulos, a su madre, y su madre a nosotros. Y esto se ha cumplido a lo largo de la historia: la humanidad y los cristianos han entendido cada vez más que la madre de Jesús es su madre. Y cada vez más personas se han confiado a su Madre: basta pensar en los grandes santuarios, en esta devoción a María, donde cada vez más la gente siente: «Esta es la Madre». E incluso algunos que casi tienen dificultad para llegar a Jesús en su grandeza de Hijo de Dios, se confían a la Madre sin dificultad. Algunos dicen: «Pero eso no tiene fundamento bíblico». Aquí me gustaría responder con san Gregorio Magno: «A medida que se lee —dice—, crecen las palabras de la Escritura». Es decir, se desarrollan en la realidad, crecen, y cada vez se difunde más esta Palabra en la historia. Todos podemos estar agradecidos porque la Madre es una realidad, a todos se nos ha dado una madre. Y podemos dirigirnos con mucha confianza a esta madre, que para cada cristiano es su Madre. Por otro lado, la Madre es también expresión de la Iglesia. No podemos ser cristianos solos, con un cristianismo construido según mis ideas. La Madre es imagen de la Iglesia, de la Madre Iglesia y confiándonos a María, también tenemos que confiarnos a la Iglesia, vivir la Iglesia, ser Iglesia con María. Llego ahora al tema de la consagración: los Papas —Pío xii, Pablo vi y Juan Pablo ii— hicieron un gran acto de consagración a la Virgen María y creo que, como gesto ante la humanidad, ante María misma, fue muy importante. Yo creo que ahora es importante interiorizar ese acto, dejar que nos penetre, para realizarlo en nosotros mismos. Por eso he visitado algunos de los grandes santuarios marianos del mundo: Lourdes, Fátima, Częstochowa, Altötting…, siempre con el fin de hacer concreto, de interiorizar ese acto de consagración, para que sea realmente un acto nuestro. Creo que el acto grande, público, ya se ha hecho. Tal vez algún día habrá que repetirlo, pero por el momento me parece más importante vivirlo, realizarlo, entrar en esta consagración para hacerla nuestra verdaderamente. Por ejemplo, en Fátima, me di cuenta de que los miles de personas presentes eran conscientes de esa consagración, se habían consagrado, encarnando la consagración en sí mismos, para sí mismos. Así esa consagración se hace realidad en la Iglesia viva y así crece también la Iglesia. La consagración común a María, el que todos nos dejemos penetrar y formar por esa presencia, el entrar en comunión con María, nos hace Iglesia, nos hace, junto con María, realmente esposa de Cristo. De modo que, por ahora, no tengo intención de una nueva consagración pública, pero sí quiero invitar a todos a incorporarse a esa consagración que ya está hecha, para que la vivamos verdaderamente día tras día y crezca así una Iglesia realmente mariana que es Madre y Esposa e Hija de Jesús.


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VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL VÍA CRUCIS EN EL COLISEO

Palatino
Viernes Santo 22 de abril de 2011

(Vídeo)
Galería fotográfica



Queridos hermanos y hermanas

Esta noche hemos acompañado en la fe a Jesús en el recorrido del último trecho de su camino terrenal, el más doloroso, el del Calvario. Hemos escuchados el clamor de la muchedumbre, las palabras de condena, las burlas de los soldados, el llanto de la Virgen María y de las mujeres. Ahora estamos sumidos en el silencio de esta noche, en el silencio de la cruz, en el silencio de la muerte. Es un silencio que lleva consigo el peso del dolor del hombre rechazado, oprimido y aplastado; el peso del pecado que le desfigura el rostro, el peso del mal. Esta noche hemos revivido, en el profundo de nuestro corazón, el drama de Jesús, cargado del dolor, del mal y del pecado del hombre.

¿Que queda ahora ante nuestros ojos? Queda un Crucifijo, una Cruz elevada sobre el Gólgota, una Cruz que parece señalar la derrota definitiva de Aquel que había traído la luz a quien estaba sumido en la oscuridad, de Aquel que había hablado de la fuerza del perdón y de la misericordia, que había invitado a creer en el amor infinito de Dios por cada persona humana. Despreciado y rechazado por los hombres, está ante nosotros el «hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, despreciado y evitado de los hombres, ante el cual se ocultaban los rostros» (Is 53, 3).

Pero miremos bien a este hombre crucificado entre la tierra y el cielo, contemplémosle con una mirada más profunda, y descubriremos que la Cruz no es el signo de la victoria de la muerte, del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado sobre nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él. La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está el germen de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra.

En esta noche cargada de silencio, cargada de esperanza, resuena la invitación que Dios nos dirige a través de las palabras de san Agustín: «Tened fe. Vosotros vendréis a mí y gustareis los bienes de mi mesa, así como yo no he rechazado saborear los males de la vuestra… Os he prometido la vida… Como anticipo os he dado mi muerte, como si os dijera: “Mirad, yo os invito a participar en mi vida… Una vida donde nadie muere, una vida verdaderamente feliz, donde el alimento no perece, repara las fuerzas y nunca se agota. Ved a qué os invito… A la amistad con el Padre y el Espíritu Santo, a la cena eterna, a ser hermanos míos..., a participar en mi vida”» (cf. Sermón 231, 5).

Fijemos nuestra mirada en Jesús crucificado y pidamos en la oración: Ilumina, Señor, nuestro corazón, para que podamos seguirte por el camino de la Cruz; haz morir en nosotros el «hombre viejo», atado al egoísmo, al mal, al pecado, y haznos «hombres nuevos», hombres y mujeres santos, transformados y animados por tu amor.


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Ai rappresentanti della Papal Foundation (5 maggio 2011)

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Concerto offerto dal Presidente della Repubblica Italiana (5 maggio 2011)

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Alle nuove Reclute della Guardia Svizzera Pontificia, con i genitori, in occasione del Giuramento (6 maggio 2011)

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Saluto ad una delegazione di B'nai B'rith International (12 maggio 2011)

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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale dell'India in Visita "ad Limina Apostolorum" (16 maggio 2011)

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Alla delegazione della ex-Repubblica Jugoslava di Macedonia (23 maggio 2011)

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Alla delegazione della Bulgaria (23 maggio 2011)

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Concerto offerto dal Presidente della Repubblica di Ungheria (27 maggio 2011)

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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale dell'India in Visita "ad Limina Apostolorum" (30 maggio 2011)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL INSTITUTO LITÚRGICO PONTIFICIO SAN ANSELMO

Sala Clementina
Viernes 6 de mayo de 2011



Eminencias,
reverendo padre abad primado,
reverendo rector magnífico,
ilustres profesores,
queridos estudiantes:

Os acojo con alegría con ocasión del IX Congreso internacional de liturgia que celebráis en el ámbito del quincuagésimo aniversario de fundación del Instituto litúrgico pontificio. Os saludo cordialmente a cada uno, en particular al gran canciller, el abad primado dom Notker Wolf, y le doy las gracias por las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros.

El beato Juan XXIII, recogiendo las instancias del movimiento litúrgico que pretendía dar nuevo impulso y nuevo respiro a la oración de la Iglesia, poco antes del concilio Vaticano II y durante su celebración quiso que la Facultad de los benedictinos en el Aventino constituyera un centro de estudios y de investigación para asegurar una sólida base a la reforma litúrgica conciliar. En vísperas del Concilio, de hecho, era cada vez más viva en el campo litúrgico la urgencia de una reforma, postulada también por las peticiones realizadas por varios episcopados. Por otra parte, la fuerte exigencia pastoral que animaba al movimiento litúrgico requería que se favoreciera y suscitara una participación más activa de los fieles en las celebraciones litúrgicas a través del uso de las lenguas nacionales, y que se profundizara el tema de la adaptación de los ritos en las diversas culturas, especialmente en tierras de misión. Además, resultaba clara desde el principio la necesidad de estudiar más profundamente el fundamento teológico de la liturgia, para evitar caer en el ritualismo o favorecer el subjetivismo, el protagonismo del celebrante, y para que la reforma estuviera bien justificada en el ámbito de la Revelación y en continuidad con la tradición de la Iglesia. El Papa Juan XXIII, animado por su sabiduría y por espíritu profético, para acoger y responder a estas exigencias creó el Instituto litúrgico, al que quiso atribuir en seguida el apelativo de «pontificio» para indicar su vínculo peculiar con la Sede apostólica.

Queridos amigos, el título elegido para el Congreso de este año jubilar es muy significativo: «El Instituto litúrgico pontificio, entre memoria y profecía». En lo que concierne a la memoria, debemos constatar los abundantes frutos suscitados por el Espíritu Santo en medio siglo de historia, y por esto damos gracias al Dador de todo bien, incluso a pesar de los malentendidos y los errores en la realización concreta de la reforma. ¿Cómo no recordar a los pioneros, presentes en el acto de fundación de la Facultad: dom Cipriano Vagaggini, dom Adrien Nocent, dom Salvatore Marsili y dom Burkhard Neunheuser, quienes, acogiendo las instancias del Pontífice fundador, se empeñaron, especialmente después de la promulgación de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium, en profundizar «el ejercicio de la misión sacerdotal de Jesucristo en la que, mediante signos sensibles, se significa y se realiza, según el modo propio de cada uno, la santificación del hombre y, así, el Cuerpo místico de Cristo, esto es, la cabeza y sus miembros, ejerce el culto público» (n. 7).

Pertenece a la «memoria» la vida misma del Instituto litúrgico pontificio, que ha dado su contribución a la Iglesia comprometida en la recepción del Vaticano II, a lo largo de cincuenta años de formación litúrgica académica. Formación ofrecida a la luz de la celebración de los santos misterios, de la liturgia comparada, de la Palabra de Dios, de las fuentes litúrgicas, del magisterio, de la historia de las instancias ecuménicas y de una sólida antropología. Gracias a este importante trabajo formativo, un elevado número de doctorados y licenciados prestan ya su servicio a la Iglesia en varias partes del mundo, ayudando al pueblo santo de Dios a vivir la liturgia como expresión de la Iglesia en oración, como presencia de Cristo en medio de los hombres y como actualidad constitutiva de la historia de la salvación. De hecho, el documento conciliar pone en viva luz el doble carácter teológico y eclesiológico de la liturgia. La celebración realiza al mismo tiempo una epifanía del Señor y una epifanía de la Iglesia, dos dimensiones que se conjugan en unidad en la asamblea litúrgica, donde Cristo actualiza el misterio pascual de muerte y resurrección, y el pueblo de los bautizados bebe más abundantemente de las fuentes de la salvación. En la acción litúrgica de la Iglesia subsiste la presencia activa de Cristo: lo que realizó a su paso entre los hombres, sigue haciéndolo operante a través de su acción sacramental personal, cuyo centro es la Eucaristía.

Con el término «profecía», la mirada se abre a nuevos horizontes. La liturgia de la Igleisa va más allá de la misma «reforma conciliar» (cf. Sacrosanctum Concilium, 1), que, de hecho, no tenía como finalidad principal cambiar los ritos y los textos, sino más bien renovar la mentalidad y poner en el centro de la vida cristiana y de la pastoral la celebración del misterio pascual de Cristo. Por desgracia, quizás también nosotros, pastores y expertos, tomamos la liturgia más como un objeto por reformar que como un sujeto capaz de renovar la vida cristiana, dado que «existe, en efecto, un vínculo estrechísimo y orgánico entre la renovación de la liturgia y la renovación de toda la vida de la Iglesia. La Iglesia (...) saca de la liturgia las fuerzas para la vida». Nos lo recuerda el beato Juan Pablo II en la Vicesimus quintus annus (n. 4), donde la liturgia se presenta como el corazón palpitante de toda actividad eclesial. Y el siervo de Dios Pablo VI, refiriéndose al culto de la Iglesia, con una expresión sintética afirmaba: «De la lex credendi pasamos a la lex orandi, y esta nos lleva a la lux operandi et vivendi» (Discurso en la ceremonia de la ofrenda de los cirios, 2 de febrero de 1970: L’Osservatore Romano, 8 de febrero de 1970, p. 4).

La liturgia, culmen hacia el que tiende la acción de la Iglesia y al mismo tiempo fuente de la que brota su virtud (cf. Sacrosanctum Concilium, 10), con su universo celebrativo se convierte así en la gran educadora en la primacía de la fe y de la gracia. La liturgia, testigo privilegiado de la Tradición viva de la Iglesia, fiel a su misión original de revelar y hacer presente en el hodie de las vicisitudes humanas la opus Redemptionis, vive de una relación correcta y constante entre sana traditio y legitima progressio, lúcidamente explicitada por la constitución conciliar en el número 23. Con estos dos términos, los padres conciliares quisieron expresar su programa de reforma, en equilibrio con la gran tradición litúrgica del pasado y el futuro. No pocas veces se contrapone de manera torpe tradición y progreso. En realidad, los dos conceptos se integran: la tradición es una realidad viva y por ello incluye en sí misma el principio del desarrollo, del progreso. Es como decir que el río de la tradición lleva en sí también su fuente y tiende hacia la desembocadura.

Queridos amigos, confío en que esta Facultad de Sagrada Liturgia siga con renovado impulso su servicio a la Iglesia, con plena fidelidad a la rica y valiosa tradición litúrgica y a la reforma querida por el concilio Vaticano II, según las líneas maestras de la Sacrosanctum Concilium y de los pronunciamientos del Magisterio. La liturgia cristiana es la liturgia de la promesa realizada en Cristo, pero también es la liturgia de la esperanza, de la peregrinación hacia la transformación del mundo, que tendrá lugar cuando Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). Por intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, en comunión con la Iglesia celestial y con los patronos san Benito y san Anselmo, invoco sobre cada uno la bendición apostólica. Gracias.


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Incontro con la cittadinanza in Piazza Capitolo ad Aquileia (7 maggio 2011)

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Incontro con la cittadinanza in Piazza San Marco a Venezia (7 maggio 2011) (Video)

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[Modificato da Paparatzifan 13/08/2013 19:26]
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VISITA PASTORAL A AQUILEA Y VENECIA

ASAMBLEA DEL SEGUNDO CONGRESO DE AQUILEA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de Aquilea
Sábado 7 de mayo de 2011

(Vídeo)



Señor cardenal patriarca,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

En el magnífico marco de esta histórica basílica que de modo solemne nos acoge, os dirijo mi cordial saludo a todos vosotros, que representáis a las quince diócesis del Trivéneto. Me alegra mucho encontrarme con vosotros mientras os preparáis a celebrar, el año que viene, la segunda asamblea eclesial de Aquileya. Saludo con afecto al cardenal patriarca de Venecia y a los hermanos en el episcopado, en particular al arzobispo de Gorizia, a quien doy las gracias por las palabras con las que me ha acogido, y al arzobispo-obispo de Padua, que nos ha ofrecido una visión del camino hacia la asamblea. También saludo con afecto a los presbíteros, a los religiosos, a las religiosas y a los numerosos fieles laicos. Con el apóstol san Juan, también yo os repito: «Gracia y paz a vosotros de parte del que es, el que era y ha de venir» (Ap 1, 4). A través de la «asamblea sinodal» el Espíritu Santo habla a vuestras amadas Iglesias y a todos vosotros singularmente, sosteniéndoos para un crecimiento más maduro en la comunión y en la colaboración recíproca. Esta «asamblea eclesial» permite a todas las comunidades cristianas, a las que representáis, compartir ante todo la experiencia originaria del cristianismo, la del encuentro personal con Jesús, que revela plenamente a cada hombre y a cada mujer el significado y la dirección del camino en la vida y en la historia.

Oportunamente habéis querido que también vuestra asamblea eclesial tuviera lugar en la Iglesia madre de Aquileya, de la que nacieron las Iglesias del nordeste de Italia, pero también las Iglesias de Eslovenia y de Austria, y algunas Iglesias de Croacia y de Baviera, e incluso de Hungría. Reunirse en Aquileya constituye, por ello, un significativo retorno a las «raíces» para redescubrirse «piedras» vivas del edificio espiritual que tiene su cimiento en Cristo y su prolongación en los testigos más elocuentes de la Iglesia de Aquileya: los santos Hermágoras y Fortunato, Hilario y Taciano, Crisógono, Valeriano y Cromacio. Volver a Aquileya significa sobre todo aprender de la gloriosa Iglesia que os ha engendrado cómo comprometerse hoy, en un mundo radicalmente cambiado, para una nueva evangelización de vuestro territorio y para entregar a las futuras generaciones la valiosa herencia de la fe cristiana.

«El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7). Vuestros pastores han repetido esta invitación del Apocalipsis a todas vuestras Iglesias particulares y a las diversas realidades eclesiales. Os han impulsado así a descubrir y a «narrar» lo que el Espíritu Santo ha realizado y está realizando en vuestras comunidades; a leer con los ojos de la fe las profundas transformaciones que están teniendo lugar, los nuevos retos, las preguntas emergentes. ¿Cómo anunciar a Jesucristo?, ¿cómo comunicar el Evangelio y cómo educar en la fe hoy? Habéis decidido prepararos, de forma capilar, diócesis por diócesis, de cara a la asamblea de 2012, para afrontar también los desafíos que superan los confines de las diversas realidades diocesanas, en una nueva evangelización arraigada en la fe de siglos y renovada con vigor. La presencia hoy, en esta espléndida basílica, de las diócesis nacidas de Aquileya parece indicar la misión del nordeste del futuro, que se abre también a los territorios limítrofes y a los que, por diversas razones, entran en contacto con ellos. El nordeste de Italia es testigo y heredero de una rica historia de fe, de cultura y de arte, cuyos signos aún son bien visibles incluso en la actual sociedad secularizada. La experiencia cristiana ha forjado un pueblo afable, laborioso, tenaz, solidario, que está marcado en profundidad por el Evangelio de Cristo, aun en la pluralidad de sus identidades culturales. Lo demuestran la vitalidad de vuestras comunidades parroquiales, la vivacidad de las asociaciones, el compromiso responsable de los agentes pastorales. El horizonte de la fe y las motivaciones cristianas han dado y siguen dando nuevo impulso a la vida social, inspiran las intenciones y guían las costumbres. Signos evidentes de ello son la apertura a la dimensión trascendente de la vida, a pesar del materialismo generalizado; un sentido religioso de fondo, compartido casi por la totalidad de la población; el apego a las tradiciones religiosas; la renovación de los itinerarios de iniciación cristiana; las múltiples expresiones de fe, de caridad y de cultura; las manifestaciones de la religiosidad popular; el sentido de la solidaridad y el voluntariado. Custodiad, reforzad, vivid esta valiosa herencia. Sed celosos de lo que ha hecho y sigue haciendo grandes a estas tierras.

La misión prioritaria que el Señor os confía hoy, renovados por el encuentro personal con él, consiste en dar testimonio del amor de Dios al hombre. Estáis llamados a hacerlo ante todo con las obras de amor y con las opciones de vida a favor de las personas concretas, comenzando por las más débiles, frágiles, indefensas, no autosuficientes, como los pobres, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, aquellos a quienes san Pablo llama las partes más débiles del cuerpo eclesial (cf. 1 Co 12, 15-27). Las ideas y las realizaciones con respecto a la longevidad, recurso valioso para las relaciones humanas, son un bello e innovador testimonio de la caridad evangélica proyectada en dimensión social. Procurad poner en el centro de vuestra atención a la familia, cuna del amor y de la vida, célula fundamental de la sociedad y de la comunidad eclesial; este compromiso pastoral resulta más urgente por la crisis cada vez más extendida de la vida conyugal y por el descenso de la natalidad. En toda vuestra acción pastoral prestad atención especial a los jóvenes: estos, que hoy albergan gran incertidumbre respecto a su futuro, a menudo viven en una condición de malestar, de inseguridad y de fragilidad, pero llevan en el corazón una gran hambre y sed de Dios, que pide constante atención y respuesta.

También en este contexto vuestro la fe cristiana debe afrontar hoy nuevos retos: la búsqueda a menudo exasperada del bienestar económico, en una fase de grave crisis económica y financiera, el materialismo práctico y el subjetivismo dominante. En la complejidad de esas situaciones estáis llamados a promover el sentido cristiano de la vida, mediante el anuncio explícito del Evangelio, llevado con sano orgullo y con profunda alegría a los diversos ámbitos de la existencia cotidiana. De la fe vivida con valentía brota, hoy como en el pasado, una fecunda cultura hecha de amor a la vida, desde la concepción hasta su término natural, de promoción de la dignidad de la persona, de exaltación de la importancia de la familia, fundada en el matrimonio fiel y abierto a la vida, de compromiso por la justicia y la solidaridad. Los actuales cambios culturales exigen que seáis cristianos convencidos, «dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3, 15), capaces de afrontar los nuevos desafíos culturales, en contraste respetuoso, constructivo y consciente, con todos los sujetos que viven en esta sociedad.

La posición geográfica del nordeste, ya no sólo encrucijada entre el este y el oeste de Europa, sino también entre el norte y el sur (el Adriático lleva al Mediterráneo al corazón de Europa), el fenómeno masivo del turismo y de la inmigración, la movilidad territorial y el proceso de homologación provocado por la acción invasora de los medios de comunicación, han acentuado el pluralismo cultural y religioso. En este contexto, que en cualquier caso es el que la Providencia nos da, es necesario que los cristianos, sostenidos por una «esperanza fiable», propongan la belleza del acontecimiento de Jesucristo, camino, verdad y vida, a todo hombre y a toda mujer, en una relación franca y sincera con los no practicantes, con los no creyentes y con los creyentes de otras religiones. Estáis llamados a vivir con la actitud llena de fe que se describe en la Carta a Diogneto: no reneguéis nada del Evangelio en el que creéis, sino estad en medio de los demás hombres con simpatía, comunicando en vuestro propio estilo de vida ese humanismo que hunde sus raíces en el cristianismo, tratando de construir juntamente con todos los hombres de buena voluntad una «ciudad» más humana, más justa y solidaria.

Como atestigua la larga tradición del catolicismo en estas regiones, seguid dando testimonio con energía del amor de Dios también con la promoción del «bien común»: el bien de todos y de cada uno. Vuestras comunidades eclesiales tienen en general una relación positiva con la sociedad civil y con las diversas instituciones. Seguid dando vuestra contribución para humanizar los espacios de la convivencia civil. Por último, os recomiendo también a vosotros, como a las demás Iglesias que están en Italia, el compromiso de suscitar una nueva generación de hombres y mujeres capaces de asumir responsabilidades directas en los diversos ámbitos de la sociedad, de modo particular en el político. Este tiene necesidad más que nunca de ver personas, sobre todo jóvenes, capaces de edificar una «vida buena» a favor y al servicio de todos. En efecto, de este compromiso no pueden sustraerse los cristianos, que ciertamente son peregrinos hacia el cielo, pero que ya viven aquí un anticipo de eternidad.

Queridos hermanos y hermanas, doy gracias a Dios que me ha concedido compartir este momento tan significativo con vosotros. Os encomiendo a la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia, y a vuestros santos patronos, y os imparto con gran afecto la bendición apostólica a todos vosotros y a vuestros seres queridos. Gracias por vuestra atención.


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13/08/2013 19:27


VISITA PASTORAL A AQUILEA Y VENECIA

ASAMBLEA PARA LA CLAUSURA DE LA
VISITA PASTORAL DIOCESANA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Marcos - Venecia
Domingo 8 de mayo de 2011

(Vídeo)



«Magnificat anima mea Dominum»

Queridos hermanos y hermanas:

Con las palabras de la Virgen María quiero elevar, junto con vosotros, un himno de alabanza y de acción de gracias al Señor por el don de la visita pastoral, que comenzó en el Patriarcado de Venecia en 2005 y ha llegado hoy a su oportuna conclusión en esta asamblea general. A Dios, dador de todo bien, dirigimos nuestra alabanza por haber sostenido vuestros propósitos espirituales y vuestros esfuerzos apostólicos durante este tiempo de visita pastoral, realizada por vuestro pastor, el cardenal Angelo Scola, al que saludo y agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. También saludo al obispo auxiliar y al obispo electo de Vicenza, a los vicarios episcopales y a todos los que lo han ayudado en este largo y complejo compromiso pastoral, acontecimiento de gracia y de fuerte experiencia eclesial, en el que todo el pueblo cristiano se ha regenerado en la fe, orientándose con renovado impulso a la misión. Por tanto, especialmente a vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y fieles laicos, dirijo mi afectuoso saludo y un sincero aprecio por vuestro servicio, de modo particular en el desarrollo de las asambleas eclesiales. Me alegra saludar a la histórica comunidad armenia de Venecia, a su abad y a los monjes mequitaristas. Saludo también al metropolita greco-ortodoxo de Italia Genadios y al obispo de la Iglesia ortodoxa rusa Néstor, así como a los representantes de las comunidades luterana y anglicana.

Gratitud y alegría son, por tanto, los sentimientos que caracterizan este encuentro, que se desarrolla en el espacio sagrado, lleno de arte y de memoria, de la basílica de San Marcos, donde la fe y la creatividad humana han dado origen a una elocuente catequesis a través de imágenes. El siervo de Dios Albino Luciani, que fue vuestro inolvidable patriarca, describió de esta manera su primera visita a esta basílica, realizada cuando era un joven sacerdote: «Me encontré inmerso en un río de luz... Finalmente podía ver y disfrutar con mis ojos todo el esplendor de un mundo de arte y de belleza único e irrepetible, cuya fascinación te penetra profundamente» (Io sono il ragazzo del mio Signore, Venecia-Quarto d'Altino, 1998). Este templo es imagen y símbolo de la Iglesia de piedras vivas, que sois vosotros, cristianos de Venecia.

«Es necesario que hoy me quede en tu casa. Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento» (Lc 19, 5-6). ¡Cuántas veces, durante la visita pastoral, habéis escuchado y meditado estas palabras, que Jesús dirigió a Zaqueo! Estas palabras han sido el hilo conductor de vuestros encuentros comunitarios, ofreciéndoos un estímulo eficaz para acoger a Jesús resucitado, camino seguro para encontrar plenitud de vida y felicidad. De hecho, la auténtica realización del hombre y su verdadera alegría no se encuentran en el poder, en el éxito, en el dinero, sino sólo en Dios, que Jesucristo nos da a conocer y nos hace cercano. Esta es la experiencia de Zaqueo. Este, según la mentalidad común, lo tiene todo: poder y dinero. Se puede definir como un «hombre realizado»: ha hecho carrera, ha conseguido lo que quería y, como el rico necio de la parábola evangélica, podría decir: «Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, banquetea alegremente» (Lc 12, 19). Por esto su deseo de ver a Jesús es sorprendente. ¿Qué lo impulsa a tratar de encontrarse con él? Zaqueo se da cuenta de que todo lo que posee no le basta; siente el deseo de ir más allá. Y precisamente Jesús, el profeta de Nazaret, pasa por Jericó, su ciudad. De él le ha llegado el eco de palabras inusuales: bienaventurados los pobres, los mansos, los afligidos, los que tienen hambre de justicia. Palabras extrañas para él, pero tal vez precisamente por eso fascinantes y nuevas. Quiere ver a este Jesús. Pero Zaqueo, aun siendo rico y poderoso, es bajo de estatura. Por eso, corre, sube a un árbol, a un sicómoro. No le importa hacer el ridículo: ha encontrado un modo de hacer posible el encuentro. Y Jesús llega, alza la mirada hacia él y lo llama por su nombre: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa» (Lc 19, 5). Nada es imposible para Dios. De este encuentro surge una vida nueva para Zaqueo: acoge a Jesús con alegría, descubriendo finalmente la realidad que puede llenar verdadera y plenamente su vida. Ha tocado la salvación con la mano, ya no es el de antes y, como signo de conversión, se compromete a dar la mitad de sus bienes a los pobres y a restituir el cuádruplo a quien había robado. Ha encontrado el verdadero tesoro, porque el Tesoro, que es Jesús, lo ha encontrado a él.

Amada Iglesia que estás en Venecia, ¡imita el ejemplo de Zaqueo y ve más allá! Supera los obstáculos del individualismo, del relativismo, y ayuda al hombre de hoy a superarlos; nunca te dejes arrastrar hacia abajo por los fallos que pueden marcar a las comunidades cristianas. Esfuérzate por ver de cerca a la persona de Cristo, que dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Como sucesor del Apóstol Pedro, visitando estos días vuestra tierra, os repito a cada uno: no tengáis miedo de ir a contracorriente para encontraros con Jesús, de mirar hacia lo alto para encontrar su mirada. En el «logotipo» de esta visita pastoral está representada la escena de Marcos que entrega el Evangelio a Pedro, tomada de un mosaico de esta basílica. Hoy vengo a entregaros de nuevo simbólicamente el Evangelio a vosotros, hijos espirituales de san Marcos, para confirmaros en la fe y animaros ante los desafíos del momento presente. Avanzad confiados en el camino de la nueva evangelización, en el servicio amoroso a los pobres y en el testimonio valiente en las distintas realidades sociales. Sed conscientes de que sois portadores de un mensaje que es para todo hombre y para todo el hombre; un mensaje de fe, esperanza y caridad.

Esta invitación es, en primer lugar, para vosotros, queridos sacerdotes, configurados a Cristo «Cabeza y Pastor» con el sacramento del Orden y puestos como guías de su pueblo. Agradecidos por el inmenso don recibido, seguid llevando a cabo vuestro ministerio con entrega generosa, buscando apoyo sea en la fraternidad presbiteral vivida como corresponsabilidad y colaboración, sea en la oración intensa y en una actualización teológica y pastoral profunda. Dirijo un pensamiento afectuoso a los sacerdotes enfermos y ancianos, unidos a nosotros espiritualmente. La invitación está dirigida también a vosotras, personas consagradas, que constituís un valioso recurso espiritual para todo el pueblo cristiano y que enseñáis, de modo especial con la profesión de los votos, la importancia y la posibilidad de la entrega total de uno mismo a Dios. Por último, esta invitación se dirige a todos vosotros, queridos fieles laicos. Sabed, siempre y en todas partes, dar razón de la esperanza que está en vosotros (cf. 1 P 3, 15). La Iglesia necesita vuestros dones y vuestro entusiasmo. Sabed decir «sí» a Cristo que os llama a ser sus discípulos, a ser santos. Quiero recordar, una vez más, que la «santidad» no quiere decir hacer cosas extraordinarias, sino seguir cada día la voluntad de Dios, vivir verdaderamente bien la propia vocación, con la ayuda de la oración, de la Palabra de Dios, de los sacramentos, y con el compromiso cotidiano de la coherencia. Sí, hacen falta fieles laicos fascinados por el ideal de la «santidad», para construir una sociedad digna del hombre, una civilización del amor.

En el transcurso de la visita pastoral habéis dedicado especial atención al testimonio que vuestras comunidades cristianas están llamadas a dar, comenzando por los fieles más motivados y conscientes. A este propósito, os habéis preocupado justamente de relanzar la evangelización y la catequesis para adultos y para las nuevas generaciones a partir de pequeñas comunidades de adultos y de padres que, formando casi cenáculos domésticos, vivan la lógica del acontecimiento cristiano ante todo con el testimonio de la comunión y de la caridad. Os exhorto a no ahorrar energías en el anuncio del Evangelio y en la educación cristiana, promoviendo tanto la catequesis a todos los niveles como las propuestas formativas y culturales que constituyen vuestro importante patrimonio espiritual. Dedicad atención particular a la formación cristiana de los niños, de los adolescentes y de los jóvenes, que necesitan referencias válidas: sed para ellos ejemplos de coherencia humana y cristiana. A lo largo del recorrido de la visita pastoral ha emergido también la necesidad de un compromiso cada vez mayor en la caridad, como experiencia del don generoso y gratuito de uno mismo, así como la exigencia de manifestar con claridad el rostro misionero de la parroquia, hasta crear realidades pastorales que, sin renunciar a la capilaridad, tengan más capacidad de impulso apostólico.

Queridos amigos, la misión de la Iglesia da fruto porque Cristo está realmente presente entre nosotros, de modo muy particular en la santa Eucaristía. Se trata de una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asemejarnos a él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismo para hacer que seamos uno con él. De este modo, él nos introduce también en la comunidad de los hermanos: la comunión con el Señor también es siempre comunión con los demás. Por eso nuestra vida espiritual depende esencialmente de la Eucaristía. Sin ella la fe y la esperanza se apagan, la caridad se enfría. Os exhorto, pues, a cuidar cada vez más la calidad de las celebraciones eucarísticas, especialmente las dominicales, para que el día del Señor se viva plenamente e ilumine las vicisitudes y actividades de todos los días. En la Eucaristía, fuente inagotable de amor divino, podréis encontrar la energía necesaria para llevar a Cristo a los demás y para llevar a los demás a Cristo, a fin de ser diariamente testigos de caridad y de solidaridad, y compartir los bienes que la Providencia os concede con los hermanos que carecen de lo necesario.

Queridos amigos, os aseguro mi oración, para que el arduo camino de crecimiento en la comunión, que habéis recorrido en estos años de visita pastoral, renueve la vida de fe de toda vuestra Iglesia particular y, al mismo tiempo, suscite una entrega cada vez más generosa al servicio de Dios y de los hermanos. Que María santísima, a la que veneráis con el título de Virgen Nicopeja, cuya sugestiva imagen resplandece en esta basílica, obtenga como don para todos vosotros y para toda la comunidad diocesana la plena fidelidad a Cristo. A la intercesión de la celestial Madre del Redentor y al apoyo de los santos y de los beatos de vuestra tierra encomiendo el camino que os espera, mientras con afecto os imparto a vosotros y a toda la Iglesia de san Marcos una especial bendición apostólica, extendiéndola a los enfermos, a los encarcelados y a todos los que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Amén.


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VISITA PASTORAL A AQUILEA Y VENECIA

ENCUENTRO CON EL MUNDO
DE LA CULTURA Y DE LA ECONOMÍA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de la Salud - Venecia
Domingo 8 de mayo de 2011

(Vídeo)



Queridos amigos:

Me alegra saludaros cordialmente como representantes del mundo de la cultura, del arte y de la economía de Venecia y de su territorio. Os agradezco vuestra presencia y vuestra simpatía. Expreso mi reconocimiento al patriarca y al rector que, en nombre del Studium Generale Marcianum, se ha hecho intérprete de los sentimientos de todos vosotros y ha introducido nuestro encuentro, el último de mi intensa visita, iniciada ayer en Aquileya. Quiero ofreceros algunos pensamientos muy sintéticos, con la esperanza de que sean útiles para la reflexión y el compromiso común. Los tomo de tres palabras que son metáforas sugestivas: tres palabras vinculadas a Venecia y, en particular, al lugar donde nos encontramos: la primera palabra es agua; la segunda es salud y la tercera es Serenísima.

Comenzamos por el agua, como es lógico por muchas razones. El agua es un símbolo ambivalente: de vida, pero también de muerte; lo saben bien las poblaciones afectadas por aluviones y maremotos. Pero el agua es ante todo elemento esencial para la vida. Venecia es llamada la «Ciudad de agua». También para vosotros que vivís en Venecia esta condición tiene un doble signo, negativo y positivo: conlleva muchos problemas y, al mismo tiempo, una fascinación extraordinaria. El hecho de que Venecia sea «ciudad de agua» hace pensar en un célebre sociólogo contemporáneo, que definió nuestra sociedad «líquida» y también la cultura europea: una cultura «líquida», para expresar su «fluidez», su poca estabilidad o, quizás, su falta de estabilidad, la volubilidad, la inconsistencia que a veces parece caracterizarla. Y aquí quiero presentar mi primera propuesta: Venecia, no como ciudad «líquida» —en el sentido que acabo de mencionar—, sino como ciudad «de la vida y de la belleza». Ciertamente es una elección, pero en la historia es necesario elegir: el hombre es libre de interpretar, de dar un sentido a la realidad, y precisamente en esta libertad consiste su gran dignidad. En el ámbito de una ciudad, cualquiera que sea, incluso las elecciones de carácter administrativo, cultural y económico dependen, en el fondo, de esta orientación fundamental, que podemos llamar «política» en la acepción más noble y más elevada del término. Se trata de elegir entre una ciudad «líquida», patria de una cultura marcada cada vez más por lo relativo y lo efímero, y una ciudad que renueva constantemente su belleza bebiendo de las fuentes benéficas del arte, del saber, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos.

Pasemos a la segunda palabra: «salud». Nos encontramos en el «Polo de la salud»: una realidad nueva, pero que tiene raíces antiguas. Aquí, en la Punta de la Dogana, surge una de las iglesias más célebres de Venecia, obra de Longhena, edificada como voto a la Virgen por la liberación de la peste del año 1630: Santa María de la Salud. El célebre arquitecto construyó, anexo a ella, el convento de los Somascos, que después se convirtió en el Seminario patriarcal. «Unde origo, inde salus», reza el lema grabado en el centro de la rotonda mayor de la basílica, expresión que indica que el origen de la ciudad de Venecia, fundada según la tradición el 25 de marzo del año 421, día de la Anunciación, está estrechamente vinculado a la Madre de Dios. Y precisamente por intercesión de María vino la salud, la salvación de la peste. Pero reflexionando sobre este lema podemos captar también un significado aún más profundo y más amplio. De la Virgen de Nazaret tuvo origen Aquel que nos da la «salud». La «salud» es una realidad que lo abarca todo, una realidad integral: va desde el «estar bien» que nos permite vivir serenamente una jornada de estudio y de trabajo, o de vacación, hasta la salus animae, de la que depende nuestro destino eterno. Dios cuida de todo esto, sin excluir nada. Cuida de nuestra salud en sentido pleno. Lo demuestra Jesús en el Evangelio: él curó enfermos de todo tipo, pero también liberó a los endemoniados, perdonó los pecados, resucitó a los muertos. Jesús reveló que Dios ama la vida y quiere liberarla de toda negación, hasta la negación radical que es el mal espiritual, el pecado, raíz venenosa que lo contamina todo. Por esto, al mismo Jesús se lo puede llamar «Salud» del hombre: Salus nostra Dominus Jesus. Jesús salva al hombre poniéndolo nuevamente en la relación saludable con el Padre en la gracia del Espíritu Santo; lo sumerge en esta corriente pura y vivificadora que libera al hombre de sus «parálisis» físicas, psíquicas y espirituales; lo cura de la dureza de corazón, de la cerrazón egocéntrica, y le hace gustar la posibilidad de encontrarse verdaderamente a sí mismo, perdiéndose por amor a Dios y al prójimo. Unde origo, inde salus. Este lema puede llevar a múltiples referencias. Me limito a recordar una: la famosa expresión de san Ireneo: «Gloria Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei [est]» (Adv. haer. IV, 20, 7). Que podría parafrasearse de este modo: gloria de Dios es la plena salud del hombre, y esta consiste en estar en relación profunda con Dios. Podemos decirlo también con las palabras que tanto gustaban al nuevo beato Juan Pablo II: el hombre es el camino de la Iglesia, y el Redentor del hombre es Cristo.

Veamos, por último, la tercera palabra: «Serenísima», el nombre de la República de Venecia. Un título verdaderamente estupendo, se podría definir utópico, respecto a la realidad terrena y, sin embargo, capaz de suscitar no sólo recuerdos de glorias pasadas, sino también ideales que impulsan a la programación del presente y del futuro en esta gran región. «Serenísima», en sentido pleno, es solamente la ciudad celestial, la nueva Jerusalén, que aparece al final de la Biblia, en el Apocalipsis, como una visión maravillosa (cf. Ap 21,1 - 22,5). Y sin embargo el cristianismo concibe esta ciudad santa, completamente transfigurada por la gloria de Dios, como una meta que mueve el corazón de los hombres e impulsa sus pasos, que anima el compromiso arduo y paciente para mejorar la ciudad terrena. A este propósito es necesario recordar siempre las palabras del concilio Vaticano II: «De nada sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del mundo nuevo» (Gaudium et spes, 39). Escuchamos estas expresiones en un tiempo en el que se ha agotado la fuerza de las utopías ideológicas y no sólo se ha oscurecido el optimismo, sino que también la esperanza está en crisis. No debemos olvidar que los padres conciliares, que nos han dejado esta enseñanza, habían vivido la época de las dos guerras mundiales y de los totalitarismos. Ciertamente, su perspectiva no estaba dictada por un fácil optimismo, sino por la fe cristiana, que anima la esperanza, al mismo tiempo grande y paciente, abierta al futuro y atenta a las situaciones históricas. Desde esta perspectiva el nombre «Serenísima» nos habla de una civilización de la paz, fundada en el respeto mutuo, en el conocimiento recíproco y en las relaciones de amistad. Venecia tiene una larga historia y un rico patrimonio humano, espiritual y artístico para ser capaz también hoy de dar una valiosa contribución para ayudar a los hombres a creer en un futuro mejor y a empeñarse en construirlo. Pero para esto no debe tener miedo de otro elemento emblemático, contenido en el escudo de San Marcos: el Evangelio. El Evangelio es la mayor fuerza de transformación del mundo, pero no es una utopía ni una ideología. Las primeras generaciones cristianas lo llamaban más bien el «camino», es decir, la manera de vivir que Cristo practicó en primer lugar y que nos invita a seguir. A la ciudad «serenísima» se llega por este camino, que es el camino de la caridad en la verdad, sabiendo bien —como también nos recuerda el Concilio— que «no hay que buscar esta caridad sólo en las grandes cosas, sino especialmente en las circunstancias ordinarias de la vida» y que, siguiendo el ejemplo de Cristo, «debemos cargar también la cruz que la carne y el mundo imponen sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia» (Gaudium et spes, 38).

Estas son, queridos amigos, las reflexiones que quería compartir con vosotros. Para mí ha sido una alegría concluir mi visita en vuestra compañía. Agradezco de nuevo al cardenal patriarca, al auxiliar y a todos los colaboradores la magnífica acogida. Saludo a la comunidad judía de Venecia —que tiene antiguas raíces y es una presencia importante en el tejido ciudadano—, y en particular a su presidente, el profesor Amos Luzzatto. Saludo también a los musulmanes que viven en esta ciudad. Desde este lugar tan significativo dirijo mi cordial saludo a Venecia, a la Iglesia que peregrina aquí, y a todas las diócesis del Trivéneto, dejando, como prenda de mi perenne recuerdo, la bendición apostólica. Gracias por vuestra atención.


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13/08/2013 19:29


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO
DEL INSTITUTO PONTIFICIO JUAN PABLO II PARA ESTUDIOS
SOBRE EL MATRIMONIO Y LA FAMILIA

Sala Clementina
Viernes 13 de mayo de 2011



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Con alegría os acojo hoy, pocos días después de la beatificación del Papa Juan Pablo II, que hace treinta años, como hemos escuchado, quiso fundar simultáneamente el Consejo pontificio para la familia y vuestro Instituto pontificio; dos organismos que demuestran que estaba firmemente convencido de la importancia decisiva de la familia para la Iglesia y para la sociedad. Saludo a los representantes de vuestra gran comunidad, esparcida ya por todos los continentes, así como la benemérita Fundación para el matrimonio y la familia que he creado para sostener vuestra misión. Agradezco al director, monseñor Melina, las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. El nuevo beato Juan Pablo II, que, como se ha recordado, hace treinta años sufrió el terrible atentado en la plaza de San Pedro, os ha encomendado, en particular, para el estudio, la investigación y la difusión, sus «Catequesis sobre el amor humano», que contienen una profunda reflexión sobre el cuerpo humano. Conjugar la teología del cuerpo con la del amor para encontrar la unidad del camino del hombre: este es el tema que quiero indicaros como horizonte para vuestro trabajo.

Poco después de la muerte de Miguel Ángel, Paolo Veronese fue llamado a la Inquisición, con la acusación de haber pintado figuras inapropiadas alrededor de la Última Cena. El pintor respondió que también en la Capilla Sixtina los cuerpos estaban representados desnudos, con poca reverencia. Fue el propio inquisidor el que defendió a Miguel Ángel con una respuesta que se ha hecho famosa: «¿No sabes que en estas figuras no hay nada que no sea espíritu?». En la actualidad nos cuesta entender estas palabras, porque el cuerpo aparece como materia inerte, pesada, opuesta al conocimiento y a la libertad propias del espíritu. Pero los cuerpos pintados por Miguel Ángel están llenos de luz, de vida, de esplendor. De esta manera quería mostrar que nuestros cuerpos entrañan un misterio. En ellos el espíritu se manifiesta y actúa. Están llamados a ser cuerpos espirituales, como dice san Pablo (cf. 1 Co 15, 44). Podemos ahora preguntarnos: Este destino del cuerpo, ¿puede iluminar las etapas de su camino? Si nuestro cuerpo está llamado a ser espiritual, ¿no deberá ser su historia la de la alianza entre cuerpo y espíritu? De hecho, lejos de oponerse al espíritu, el cuerpo es el lugar donde el espíritu puede habitar. A la luz de esto se puede entender que nuestros cuerpos no son materia inerte, pesada, sino que hablan, si sabemos escuchar, con el lenguaje del amor verdadero.

La primera palabra de este lenguaje se encuentra en la creación del hombre. El cuerpo nos habla de un origen que nosotros no nos hemos conferido a nosotros mismos. «Me has tejido en el seno materno», dice el salmista al Señor (Sal 139, 13). Podemos afirmar que el cuerpo, al revelarnos el Origen, lleva consigo un significado filial, porque nos recuerda nuestra generación, que, a través de nuestros padres que nos han dado la vida, nos hace remontarnos a Dios Creador. El hombre sólo puede aceptarse a sí mismo, sólo puede reconciliarse con la naturaleza y con el mundo, cuando reconoce el amor originario que le ha dado la vida. A la creación de Adán le sigue la de Eva. La carne, recibida de Dios, está llamada a hacer posible la unión de amor entre el hombre y la mujer, y transmitir la vida. Los cuerpos de Adán y Eva antes de la caída aparecen en perfecta armonía. Hay en ellos un lenguaje que no han creado, un eros arraigado en su naturaleza, que los invita a recibirse mutuamente del Creador, para poder así darse. Comprendemos entonces que el hombre, en el amor, es «creado nuevamente». Incipit vita nova, decía Dante (Vita Nuova I, 1), la vida de la nueva unidad, de los dos en una carne. La verdadera fascinación de la sexualidad nace de la grandeza de la apertura de este horizonte: la belleza integral, el universo de la otra persona y del «nosotros» que nace de la unión, la promesa de comunión que allí se esconde, la fecundidad nueva, el camino que el amor abre hacia Dios, fuente del amor. La unión en una sola carne se hace entonces unión de toda la vida, hasta que el hombre y la mujer se convierten también en un solo espíritu. Se abre así un camino en el que el cuerpo nos enseña el valor del tiempo, de la lenta maduración en el amor. Desde esta perspectiva, la virtud de la castidad recibe nuevo sentido. No es un «no» a los placeres y a la alegría de la vida, sino el gran «sí» al amor como comunicación profunda entre las personas, que requiere tiempo y respeto, como camino hacia la plenitud y como amor que se hace capaz de generar la vida y de acoger generosamente la vida nueva que nace.

Es cierto que el cuerpo contiene también un lenguaje negativo: nos habla de la opresión del otro, del deseo de poseer y explotar. Sin embargo, sabemos que este lenguaje no pertenece al designio original de Dios, sino que es fruto del pecado. Cuando se lo separa de su sentido filial, de su conexión con el Creador, el cuerpo se rebela contra el hombre, pierde su capacidad de reflejar la comunión y se convierte en terreno de apropiación del otro. ¿No es, acaso, este el drama de la sexualidad, que hoy permanece encerrada en el círculo estrecho del propio cuerpo y en la emotividad, pero que en realidad sólo puede realizarse en la llamada a algo más grande? A este respecto, Juan Pablo II hablaba de la humildad del cuerpo. Un personaje de Claudel dice a su amado: «Yo soy incapaz de cumplir la promesa que mi cuerpo te hizo»; y sigue la respuesta: «El cuerpo se rompe, pero no la promesa...» (Le soulier de satin, día III, escena XIII). La fuerza de esta promesa explica como la caída no fue la última palabra sobre el cuerpo en la historia de la salvación. Dios ofrece al hombre también un camino de redención del cuerpo, cuyo lenguaje se preserva en la familia. El hecho de que después de la caída Eva reciba el nombre de madre de los vivientes testifica que la fuerza del pecado no consigue cancelar el lenguaje originario del cuerpo, la bendición de vida que Dios sigue ofreciendo cuando el hombre y la mujer se unen en una sola carne. La familia es el lugar donde se unen la teología del cuerpo y la teología del amor. Aquí se aprende la bondad del cuerpo, su testimonio de un origen bueno, en la experiencia del amor que recibimos de nuestros padres. Aquí se vive el don de sí en una sola carne, en la caridad conyugal que une a los esposos. Aquí se experimenta la fecundidad del amor, y la vida se entrelaza a la de las otras generaciones. Y es en la familia donde el hombre descubre su carácter relacional, no como individuo autónomo que se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad se funda en la llamada al amor, a recibirse de otros y a darse a los demás. Este camino de la creación encuentra su plenitud con la Encarnación, con la venida de Cristo. Dios asumió el cuerpo, se reveló en él. El movimiento del cuerpo hacia lo alto se integra aquí en otro movimiento más originario, el movimiento humilde de Dios que se abaja hacia el cuerpo, para después elevarlo hacia sí. Como Hijo, recibió el cuerpo filial en la gratitud y en la escucha del Padre y entregó este cuerpo por nosotros, para engendrar así el cuerpo nuevo de la Iglesia. La liturgia de la Ascensión canta esta historia de la carne, pecadora en Adán, asumida y redimida por Cristo. Es una carne cada vez más llena de luz y de Espíritu, cada vez más llena de Dios. Aparece así la profundidad de la teología del cuerpo. Esta, cuando se lee en el conjunto de la tradición, evita el riesgo de la superficialidad y permite captar la grandeza de la vocación al amor, que es una llamada a la comunión de las personas en la doble forma de vida de la virginidad y el matrimonio.

Queridos amigos, vuestro Instituto está bajo la protección de la Virgen María. De María dijo Dante palabras iluminadoras para una teología del cuerpo: «En tu vientre se reencendió el amor» (Paraíso XXXIII, 7). En su cuerpo de mujer tomó cuerpo aquel Amor que engendra a la Iglesia. Que la Madre del Señor siga protegiéndoos en vuestro camino y haga fecundos vuestro estudio y vuestra enseñanza, al servicio de la misión de la Iglesia para la familia y la sociedad. Que os acompañe la bendición apostólica, que os imparto a todos de todo corazón. Gracias.


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13/08/2013 19:30


DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA ORDINARIA
DEL CONSEJO SUPERIOR DE LAS OBRAS MISIONALES PONTIFICIAS


Sala Clementina
Sábado 14 de mayo de 2011



Señor cardenal,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Ante todo quiero expresar mi cordial saludo al nuevo prefecto de la Congregación para la evangelización de los pueblos, monseñor Fernando Filoni, al que agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. A esto añado un deseo ferviente de ministerio fructífero. Al mismo tiempo, expreso mi profunda gratitud al cardenal Ivan Dias por el servicio generoso y ejemplar que ha prestado en el dicasterio misionero y a la Iglesia universal durante estos años. Que el Señor siga guiando con su luz a estos dos trabajadores fieles de su viña. Saludo al secretario monseñor Savio Hon Tai-Fai; al secretario adjunto monseñor Piergiuseppe Vacchelli, presidente de las Obras misionales pontificias; a los colaboradores de la Congregación y a los directores nacionales de las Obras misionales pontificias, que han llegado a Roma desde las diversas Iglesias particulares para la asamblea anual ordinaria del Consejo superior. Una cordial bienvenida a todos.

Queridos amigos, con vuestra valiosa obra de animación y cooperación misionera recordáis al pueblo de Dios «la necesidad en nuestro tiempo de un compromiso decidido en la missio ad gentes» (Verbum Domini, 95), para anunciar la «gran esperanza», «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto» (Spe salvi, 31). De hecho, nuevos problemas y nuevas esclavitudes emergen en nuestro tiempo, tanto en el llamado primer mundo, acomodado y rico pero incierto sobre su futuro, como en los países emergentes donde, también a causa de una globalización a menudo caracterizada por el lucro, acaban por aumentar las masas de los pobres, de los emigrantes y de los oprimidos, en quienes se debilita la luz de la esperanza. La Iglesia debe renovar constantemente su compromiso de llevar a Cristo, de prolongar su misión mesiánica para la venida del reino de Dios, reino de justicia, de paz, de libertad y de amor. Transformar el mundo según el proyecto de Dios con la fuerza renovadora del Evangelio, «para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 28), es tarea de todo el pueblo de Dios. Por consiguiente, es necesario continuar con renovado entusiasmo la obra de evangelización, el anuncio gozoso del reino de Dios, que vino en Cristo por la fuerza del Espíritu Santo, para llevar a los hombres a la verdadera libertad de los hijos de Dios contra toda forma de esclavitud. Es necesario lanzar las redes del Evangelio en el mar de la historia para conducir a los hombres hacia la tierra de Dios.

«La misión de anunciar la Palabra de Dios es un cometido de todos los discípulos de Jesucristo, como consecuencia de su bautismo» (Verbum Domini, 94). Pero para que se dé un decidido compromiso en la evangelización, es necesario que tanto los cristianos individualmente como las comunidades crean de verdad que «la Palabra de Dios es la verdad salvadora que todo hombre necesita en cualquier época» (ib., 95). Si esta convicción de fe no está profundamente arraigada en nuestra vida, no podremos sentir la pasión y la belleza de anunciarla. En realidad, cada cristiano debería hacer propia la urgencia de trabajar para la edificación del reino de Dios. Todo en la Iglesia está al servicio de la evangelización: cada sector de su actividad y también cada persona, en las distintas tareas que está llamada a realizar. Todos deben participar en la misión ad gentes: obispos, presbíteros, religiosos y religiosas, laicos. «Ningún creyente en Cristo puede sentirse ajeno a esta responsabilidad que proviene de su pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo» (ib., 94). Por lo tanto, se debe prestar especial cuidado para garantizar que todas las áreas de la pastoral, de la catequesis y de la caridad se caractericen por la dimensión misionera: la Iglesia es misión.

Una condición fundamental para el anuncio es dejarse aferrar completamente por Cristo, Palabra de Dios encarnada, porque sólo quien escucha con atención al Verbo encarnado, quien está íntimamente unido a él, puede anunciarlo (cf. ib., 51; 91). El mensajero del Evangelio debe permanecer bajo el dominio de la Palabra y alimentarse de los sacramentos, pues de esta linfa vital dependen su existencia y su ministerio misionero. Sólo quien está profundamente arraigado en Cristo y en su Palabra es capaz de no ceder a la tentación de reducir la evangelización a un proyecto puramente humano, social, escondiendo o callando la dimensión trascendente de la salvación ofrecida por Dios en Cristo. Es una Palabra que debe ser testimoniada y proclamada de forma explícita, porque sin un testimonio coherente resulta menos comprensible y creíble. Aunque a menudo nos sentimos inadecuados, pobres, incapaces, mantenemos siempre la certeza en el poder de Dios, que pone su tesoro en «vasos de barro» precisamente para que se vea que es él quién actúa a través de nosotros.

El ministerio de la evangelización es fascinante y exigente: requiere amor al anuncio y al testimonio, un amor total que puede verse marcado incluso por el martirio. La Iglesia no puede faltar a su misión de llevar la luz de Cristo, de proclamar el anuncio gozoso del Evangelio, aunque ello conlleve la persecución (cf. Verbum Domini, 95). Es parte de su misma vida, como lo fue para Jesús. Los cristianos no deben sentir temor, aunque «son actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de su fe» (Mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2011, n. 1: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de diciembre de 2010, p. 2). San Pablo afirma que «ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

Queridos amigos, os agradezco el trabajo de animación y formación misionera que, como directores nacionales de las Obras misionales pontificias, lleváis a cabo en vuestras Iglesias locales. Las Obras misionales pontificias, que mis predecesores y el concilio Vaticano II han promovido y alentado (cf. Ad gentes, 38), siguen siendo un instrumento privilegiado para la cooperación misionera y para un provechoso intercambio del personal y de los recursos financieros entre las Iglesias. Además, no se debe olvidar el apoyo que las Obras misionales pontificias ofrecen a los colegios pontificios, aquí en Roma, donde, elegidos y enviados por sus obispos, se forman sacerdotes, religiosos y laicos para las Iglesias locales de los territorios de misión. Vuestra obra es valiosa para la edificación de la Iglesia, destinada a ser la «casa común» de toda la humanidad. Que el Espíritu Santo, el protagonista de la misión, nos guíe y nos sostenga siempre, por la intercesión de María, Estrella de la evangelización y Reina de los Apóstoles. A todos vosotros y a vuestros colaboradores imparto de corazón mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL
CON OCASIÓN DEL 50º ANIVERSARIO DE LA ENCÍCLICA
«MATER ET MAGISTRA» DE JUAN XXIII

Sala Clementina
Lunes 16 de mayo de 2011



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres señoras y señores:

Me alegra acogeros y saludaros con ocasión del 50° aniversario de la encíclica Mater et magistra del beato Juan XXIII; un documento que conserva gran actualidad también en el mundo globalizado. Saludo al cardenal presidente, a quien agradezco sus amables palabras, así como al monseñor secretario, a los colaboradores del dicasterio y a todos vosotros, llegados de los diversos continentes para este importante congreso.

En la Mater et magistra el Papa Roncalli, con una visión de Iglesia puesta al servicio de la familia humana sobre todo mediante su específica misión evangelizadora, pensó en la doctrina social —anticipando al beato Juan Pablo II— como un elemento esencial de esta misión, por ser «parte integrante de la concepción cristiana de la vida» (n. 222). Juan XXIII está en el origen de las afirmaciones de sus sucesores también cuando indicó que la Iglesia es el sujeto comunitario y plural de la doctrina social. Los christifideles laici, en particular, no pueden ser sólo usufructuarios y ejecutores pasivos, sino que son sus protagonistas en el momento vital de su actuación, así como colaboradores valiosos de los pastores en su formulación, gracias a la experiencia adquirida sobre el terreno y a sus competencias específicas. Para el beato Juan XXIII la doctrina social de la Iglesia tiene como luz la verdad, como fuerza propulsora el amor, como objetivo la justicia (cf. n. 226), una visión de la doctrina social que retomé en la encíclica Caritas in veritate, para testimoniar la continuidad que mantiene unido todo el corpus de las encíclicas sociales. La verdad, el amor, la justicia, señalados por la Mater et magistra, junto al principio del destino universal de los bienes, como criterios fundamentales para superar los desequilibrios sociales y culturales, siguen siendo los pilares para interpretar y poner en vía de solución también los desequilibrios existentes en el seno de la globalización actual. Frente a estos desequilibrios es necesario restablecer una razón integral que haga renacer el pensamiento y la ética. Sin un pensamiento moral que supere el planteamiento de las éticas seculares, como las neo-utilitaristas y las neo-contractualistas, que se fundan en un sustancial escepticismo y en una visión predominantemente inmanentista de la historia, resulta arduo para el hombre de hoy acceder al conocimiento del verdadero bien humano. Es necesario desarrollar síntesis culturales humanistas abiertas a la Trascendencia mediante una nueva evangelización —arraigada en la ley nueva del Evangelio, la ley del Espíritu— a la que tantas veces nos exhortó el beato Juan Pablo II. Sólo en la comunión personal con el nuevo Adán, Jesucristo, se sana y potencia la razón humana y es posible acceder a una visión más adecuada del desarrollo, de la economía y de la política según su dimensión antropológica y las nuevas condiciones históricas. Y es gracias a una razón restablecida en su capacidad especulativa y práctica como se puede disponer de criterios fundamentales para superar los desequilibrios globales, a la luz del bien común. De hecho, sin el conocimiento del verdadero bien humano, la caridad se desliza hacia el sentimentalismo (cf. n. 3); la justicia pierde su «medida» fundamental; el principio del destino universal de los bienes queda deslegitimado. Los diversos desequilibrios globales, que caracterizan a nuestra época, alimentan disparidad, diferencias de riqueza, desigualdades, que crean problemas de justicia y de distribución equitativa de los recursos y de las oportunidades, especialmente respecto a los más pobres.

Pero no son menos preocupantes los fenómenos vinculados a unas finanzas que, tras la fase más aguda de la crisis, han vuelto a practicar con frenesí contratos de crédito que a menudo permiten una especulación sin límites. Fenómenos de especulación dañina se dan también con referencia a los productos alimentarios, al agua, a la tierra, acabando por empobrecer aún más a aquellos que ya viven en situaciones de grave precariedad. De forma análoga, el aumento de los precios de los recursos energéticos primarios, con la consiguiente búsqueda de energías alternativas, guiada a veces por intereses exclusivamente económicos de corto plazo, acaban por tener consecuencias negativas sobre el medio ambiente, así como sobre el propio hombre.

La cuestión social actual es, sin duda, cuestión de justicia social mundial, como por lo demás ya recordaba la Mater et magistra hace cincuenta años, aunque refiriéndose a otro contexto. Es, además, cuestión de distribución equitativa de los recursos materiales e inmateriales, de globalización de la democracia sustancial, social y participativa. Por esto, en un contexto en el que se vive una progresiva unificación de la humanidad, es indispensable que la nueva evangelización de lo social ponga de relieve las implicaciones de una justicia que debe realizarse a nivel universal. Con referencia a la fundamentación de esta justicia debe subrayarse que no es posible realizarla apoyándose en el mero consenso social, sin reconocer que este, para ser duradero, debe estar arraigado en el bien humano universal. Por lo que concierne al plano de la realización, la justicia social debe ponerse por obra en la sociedad civil, en la economía de mercado (cf. Caritas in veritate, 35), pero también por parte de una autoridad política honrada y transparente proporcionada a ella, también a nivel internacional (cf. ib., 67).

Respecto a los grandes desafíos actuales, la Iglesia, mientras confía en primer lugar en el Señor Jesús y en su Espíritu, que la conducen a través de las vicisitudes del mundo, para la difusión de la doctrina social cuenta también con las actividades de sus instituciones culturales, con los programas de instrucción religiosa y de catequesis social de las parroquias, con los medios de comunicación social y con la obra de anuncio y de testimonio de los christifideles laici (cf. Mater et magistra, 222-223). Estos deben estar preparados espiritual, profesional y éticamente. La Mater et magistra insistía no sólo en la formación, sino sobre todo en la educación que forma cristianamente la conciencia y lleva a una acción concreta, según un discernimiento sabiamente guiado. El beato Juan XXIII afirmaba: «La educación a actuar cristianamente también en el campo económico y social difícilmente será eficaz si los propios sujetos no toman parte activa en educarse a sí mismos, y si la educación no se lleva a cabo también mediante la acción» (nn. 230-231).

Además, siguen siendo válidas las indicaciones dadas por el Papa Roncalli a propósito de un legítimo pluralismo entre los católicos en la aplicación de la doctrina social. En efecto, escribía que en este ámbito pueden surgir «divergencias aun entre católicos de sincera intención. Cuando esto suceda, procuren todos observar y testimoniar la mutua estima y el respeto recíproco, y al mismo tiempo examinen los puntos de coincidencia a que pueden llegar todos, a fin de realizar oportunamente lo que las necesidades pidan. Deben tener, además, sumo cuidado en no derrochar sus energías en discusiones interminables, y, so pretexto de lo mejor, no se descuiden de realizar el bien que les es posible y, por tanto, obligatorio» (n. 238). Importantes instituciones al servicio de la nueva evangelización de lo social son, además de las asociaciones de voluntariado y de las organizaciones no gubernamentales cristianas o de inspiración cristiana, las comisiones Justicia y paz, las oficinas para los problemas sociales y el trabajo, los centros y los institutos de doctrina social, muchos de los cuales no se limitan al estudio y a la difusión, sino también al acompañamiento de varias iniciativas de experimentación de los contenidos del magisterio social, como en el caso de cooperativas sociales de desarrollo, de experiencias de microcrédito y de una economía animada por la lógica de la comunión y de la fraternidad.

El beato Juan XXIII, en la Mater et magistra, recordaba que se pueden captar mejor las exigencias fundamentales de la justicia cuando se vive como hijos de la luz (cf. n. 257). Por tanto, a todos os deseo que el Señor resucitado inflame vuestro corazón y os ayude a difundir el fruto de la redención, mediante una nueva evangelización de lo social y el testimonio de la vida buena según el Evangelio. Esta evangelización debe ser sostenida por una adecuada pastoral social, activada sistemáticamente en las diversas Iglesias particulares. En un mundo, no pocas veces replegado sobre sí mismo, sin esperanza, la Iglesia espera que vosotros seáis levadura, sembradores incansables de pensamiento verdadero y responsable y de generosa proyección social, sostenidos por el amor pleno de verdad que habita en Jesucristo, el Verbo de Dios hecho hombre. A la vez que os doy las gracias por vuestra labor, os imparto de corazón mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DE LA FACULTAD TEOLÓGICA
PONTIFICIA TERESIANUM

Sala Clementina
Jueves 19 de mayo de 2001



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros y unirme a vuestra acción de gracias al Señor por los 75 años de la Facultad teológica pontificia Teresianum. Saludo cordialmente al gran canciller, padre Saverio Cannistrà, prepósito general de la Orden de los Carmelitas Descalzos, y le agradezco las hermosas palabras que me ha dirigido; con él acojo de buen grado a los padres de la casa general. Saludo al rector, padre Aniano Álvarez-Suárez, a las autoridades académicas y a todo el cuerpo docente del Teresianum, y con afecto os saludo a vosotros, queridos estudiantes, carmelitas descalzos, religiosos y religiosas de distintas Órdenes, sacerdotes y seminaristas. Han pasado tres cuartos de siglo desde aquel 16 de julio de 1935, memoria litúrgica de Nuestra Señora del Carmen, cuando el entonces Colegio internacional de la Orden de los Carmelitas Descalzos en la urbe fue elevado a Facultad teológica. Desde el principio esta Facultad se orientó a la profundización de la teología espiritual en el marco de la cuestión antropológica. Con el paso de los años, se constituyó después el Instituto de espiritualidad, que junto a la Facultad teológica forma el grupo académico que lleva el nombre de Teresianum.

Considerando, con mirada retrospectiva, la historia de esta institución, queremos alabar al Señor por las maravillas que ha realizado en ella y, a través de ella, en los numerosos estudiantes que la han frecuentado. Ante todo, porque formar parte de esta comunidad académica constituye una experiencia eclesial peculiar, valorizada por toda la riqueza de una gran familia espiritual como es la Orden de los Carmelitas Descalzos. Pensemos en el amplio movimiento de renovación originado en la Iglesia por el testimonio de los santos Teresa de Jesús y Juan de la Cruz. Ese movimiento suscitó el resurgir de ideales y fervores de vida contemplativa que en el siglo XVI inflamó, por decirlo así, Europa y el mundo entero. Queridos estudiantes, en la línea de este carisma se sitúa también vuestro trabajo de profundización antropológica y teológica, la tarea de penetrar el misterio de Cristo, con la inteligencia del corazón que es a la vez un conocer y un amar; esto exige poner a Jesús en el centro de todo, de vuestros afectos y pensamientos, de vuestro tiempo de oración, de estudio y de acción, de todo vuestro vivir. Él es la Palabra, el «libro vivo», como lo fue para santa Teresa de Ávila, que afirmaba: «Dios ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades» (Vida 26, 5). Deseo a cada uno de vosotros que podáis decir con san Pablo: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3, 8).

A este propósito, quiero recordar la descripción que hace santa Teresa de la experiencia interior de la conversión, tal como ella misma la vio un día delante de la imagen del Crucifijo. Escribe: «En mirándola... fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas, que el corazón me parece que se me partía, y arrojéme cabe él con grandísimo derramamiento de lágrimas, suplicándole me fortaleciese ya de una vez para no ofenderle» (Vida 9, 1). Con el mismo ímpetu, la Santa parece preguntarnos a nosotros también: ¿Cómo quedar indiferentes ante tanto amor? ¿Cómo ignorar al que nos ha amado con una misericordia tan grande? El amor del Redentor merece toda la atención del corazón y de la mente, y puede activar también en nosotros el admirable círculo en el que el amor y el conocimiento se alimentan recíprocamente. Durante vuestros estudios teológicos tened siempre la mirada dirigida al motivo último por el que los habéis emprendido, es decir, a Jesús, que «nos ha amado y ha dado su vida por nosotros» (cf. 1 Jn 3, 16). Sed conscientes de que estos años de estudio son un don precioso de la divina Providencia; don que es preciso acoger con fe y vivir diligentemente, como una oportunidad irrepetible para crecer en el conocimiento del misterio de Cristo.

En el contexto actual, reviste gran importancia el estudio profundo de la espiritualidad cristiana a partir de sus presupuestos antropológicos. Ciertamente, es importante la preparación específica que ese estudio proporciona, porque hace idóneos y habilita para la enseñanza de esta disciplina, pero constituye una gracia todavía más grande por el bagaje sapiencial que lleva consigo para la delicada tarea de la dirección espiritual. Como ha hecho siempre, la Iglesia sigue recomendando la práctica de la dirección espiritual, no sólo a quienes desean seguir al Señor de cerca, sino a todo cristiano que quiera vivir con responsabilidad su Bautismo, es decir, la vida nueva en Cristo. De hecho, todos, y de modo especial los que han acogido la llamada divina a seguirlo más de cerca, necesitan ser acompañados personalmente por un guía seguro en la doctrina y experto en las cosas de Dios; este puede ayudar a evitar fáciles subjetivismos, poniendo a disposición su bagaje de conocimientos y experiencias personales en el seguimiento a Jesús. Se trata de instaurar la misma relación personal que el Señor tenía con sus discípulos, el vínculo especial con el que los condujo, tras de sí, a abrazar la voluntad del Padre (cf. Lc 22, 42), es decir, a abrazar la cruz. También vosotros, queridos amigos, en la medida en la que seáis llamados a esta tarea insustituible, atesorad todo lo que habéis aprendido durante estos años de estudio, para acompañar a todos los que la divina Providencia os confíe, ayudándoles en el discernimiento de los espíritus y en la capacidad de secundar las mociones del Espíritu Santo, con el objetivo de conducirlos a la plenitud de la gracia hasta llegar —como dice san Pablo— «a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 13).

Queridos amigos, procedéis de todas las partes del mundo. Aquí en Roma vuestro corazón y vuestra inteligencia son impulsados a abrirse a la dimensión universal de la Iglesia; son estimulados a sentire cum Ecclesia, en profunda armonía con el Sucesor de Pedro. Os exhorto, por tanto, a vivir una capacidad de amar y de servir a la Iglesia cada vez mayor y más apasionada. En este tiempo pascual, pedimos al Señor resucitado el don de su Espíritu, y lo pedimos sostenidos por la oración de la Virgen María; ella, que en el Cenáculo, junto con los Apóstoles, invocó al Paráclito, os obtenga el don de la sabiduría del corazón y atraiga una renovada efusión de dones celestiales para el futuro que os espera. Por intercesión de la Madre de Dios, y de santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, imparto de corazón la bendición apostólica a la comunidad del Teresianum y a toda la familia carmelita.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DE LA UNIVERSIDAD CATÓLICA
DEL SAGRADO CORAZÓN

Sala Pablo VI
Sábado 21 de mayo de 2011



Señores cardenales,
rector magnífico,
ilustres docentes,
distinguidos representantes del personal,
queridos estudiantes:

Me alegra mucho tener este encuentro con vosotros que formáis la gran familia de la Universidad Católica del Sagrado Corazón, surgida hace noventa años por iniciativa del Instituto Giuseppe Toniolo de estudios superiores, entidad fundadora y garante del Ateneo, y por la feliz intuición del padre Agostino Gemelli. Agradezco al cardenal Tettamanzi y al profesor Ornaghi las cordiales palabras que me han dirigido en nombre de todos.

Vivimos en un tiempo de grandes y rápidas transformaciones, que se reflejan también en la vida universitaria: la cultura humanista parece afectada por un deterioro progresivo, mientras se pone el acento en las disciplinas llamadas «productivas», de ámbito tecnológico y económico; hay una tendencia a reducir el horizonte humano al nivel de lo que es mensurable, a eliminar del saber sistemático y crítico la cuestión fundamental del sentido. Además, la cultura contemporánea tiende a confinar la religión fuera de los espacios de la racionalidad: en la medida en que las ciencias empíricas monopolizan los territorios de la razón, no parece haber ya espacio para las razones del creer, por lo cual la dimensión religiosa queda relegada a la esfera de lo opinable y de lo privado. En este contexto, las motivaciones y las características mismas de la institución universitaria se ponen en tela de juicio radicalmente.

Noventa años después de su fundación, la Universidad Católica del Sagrado Corazón vive en esta época histórica, en la que es importante consolidar e incrementar las razones por las que nació, llevando la connotación eclesial que se evidencia con el adjetivo «católica»; de hecho, la Iglesia, «experta en humanidad», es promotora de humanismo auténtico. En esta perspectiva, emerge la vocación originaria de la Universidad, nacida de la búsqueda de la verdad, de toda la verdad, de toda la verdad de nuestro ser. Y con su obediencia a la verdad y a las exigencias de su conocimiento se convierte en escuela de humanitas en la que se cultiva un saber vital, se forjan notables personalidades y se transmiten conocimientos y competencias de valor. La perspectiva cristiana, como marco del trabajo intelectual de la Universidad, no se contrapone al saber científico y a las conquistas del ingenio humano, sino que, por el contrario, la fe amplía el horizonte de nuestro pensamiento, y es camino hacia la verdad plena, guía de auténtico desarrollo. Sin orientación a la verdad, sin una actitud de búsqueda humilde y osada, toda cultura se deteriora, cae en el relativismo y se pierde en lo efímero. En cambio, si se libera de un reduccionismo que la mortifica y la limita, puede abrirse a una interpretación verdaderamente iluminada de lo real, prestando así un auténtico servicio a la vida.

Queridos amigos, fe y cultura son realidades indisolublemente unidas, manifestación del desiderium naturale videndi Deum que está presente en todo hombre. Cuando esta unión se rompe, la humanidad tiende a replegarse y a encerrarse en sus propias capacidades creativas. Es necesario, entonces, que en la Universidad haya una auténtica pasión por la cuestión de lo absoluto, la verdad misma, y por tanto también por el saber teológico, que en vuestro Ateneo es parte integrante del plan de estudios. Uniendo en sí la audacia de la investigación y la paciencia de la maduración, el horizonte teológico puede y debe valorizar todos los recursos de la razón. La cuestión de la Verdad y de lo Absoluto —la cuestión de Dios— no es una investigación abstracta, alejada de la realidad cotidiana, sino que es la pregunta crucial, de la que depende radicalmente el descubrimiento del sentido del mundo y de la vida. En el Evangelio se funda una concepción del mundo y del hombre que sin cesar promueve valores culturales, humanísticos y éticos. El saber de la fe, por tanto, ilumina la búsqueda del hombre, la interpreta humanizándola, la integra en proyectos de bien, arrancándola de la tentación del pensamiento calculador, que instrumentaliza el saber y convierte los descubrimientos científicos en medios de poder y de esclavitud del hombre.

El horizonte que anima el trabajo universitario puede y debe ser la pasión auténtica por el hombre. Sólo en el servicio al hombre la ciencia se desarrolla como verdadero cultivo y custodia del universo (cf. Gn 2, 15). Y servir al hombre es hacer la verdad en la caridad, es amar la vida, respetarla siempre, comenzando por las situaciones en las que es más frágil e indefensa. Esta es nuestra tarea, especialmente en los tiempos de crisis: la historia de la cultura muestra que la dignidad del hombre se ha reconocido verdaderamente en su integridad a la luz de la fe cristiana. La Universidad católica está llamada a ser un espacio donde toma forma de excelencia la apertura al saber, la pasión por la verdad, el interés por la historia del hombre que caracterizan la auténtica espiritualidad cristiana. De hecho, asumir una actitud de cerrazón o de alejamiento frente a la perspectiva de la fe significa olvidar que a lo largo de la historia ha sido, y sigue siendo, fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo a desarrollar todas las potencialidades positivas para el bien auténtico del hombre. Como afirma el concilio Vaticano II, la fe es capaz de iluminar la existencia: «La fe ilumina todo con una luz nueva y manifiesta el plan divino sobre la vocación integral del hombre, y por ello dirige la mente hacia soluciones plenamente humanas» (Gaudium et spes, 11).

La Universidad católica es un ámbito donde esto debe realizarse con singular eficacia, tanto bajo el perfil científico como bajo el didáctico. Este peculiar servicio a la Verdad es don de gracia y expresión característica de caridad evangélica. La profesión de la fe y el testimonio de la caridad son inseparables (cf. 1 Jn 3, 23). En efecto, el núcleo profundo de la verdad de Dios es el amor con que él se ha inclinado hacia el hombre y, en Cristo, le ha ofrecido dones infinitos de gracia. En Jesús descubrimos que Dios es amor y que sólo en el amor podemos conocerlo: «Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios (...), porque Dios es amor» (1 Jn 4, 7-8) dice san Juan. Y san Agustín afirma: «Non intratur in veritatem nisi per caritatem» (Contra Faustum, 32). El culmen del conocimiento de Dios se alcanza en el amor; en el amor que sabe ir a la raíz, que no se contenta con expresiones filantrópicas ocasionales, sino que ilumina el sentido de la vida con la Verdad de Cristo, que transforma el corazón del hombre y lo arranca de los egoísmos que generan miseria y muerte. El hombre necesita amor, el hombre necesita verdad, para no perder el frágil tesoro de la libertad y quedar expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos abiertos y ocultos (cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, 46). La fe cristiana no hace de la caridad un sentimiento vago y compasivo, sino una fuerza capaz de iluminar los senderos de la vida en todas sus expresiones. Sin esta visión, sin esta dimensión teologal originaria y profunda, la caridad se contenta con la ayuda ocasional y renuncia a la tarea profética, propia suya, de transformar la vida de la persona y las estructuras mismas de la sociedad. Este es un compromiso específico que la misión en la Universidad os llama a realizar como protagonistas apasionados, convencidos de que la fuerza del Evangelio es capaz de renovar las relaciones humanas y penetrar en el corazón de la realidad.

Queridos jóvenes universitarios de la «Católica», sois la demostración viva de este carácter de la fe que cambia la vida y salva al mundo, con los problemas y las esperanzas, con los interrogantes y las certezas, con las aspiraciones y los compromisos que el deseo de una vida mejor genera y la oración alimenta. Queridos representantes del personal técnico-administrativo sentíos orgullosos de las tareas que se os han asignado en el contexto de la gran familia universitaria para apoyar la múltiple actividad formativa y profesional. Y a vosotros, queridos docentes, se os ha encomendado un papel decisivo: mostrar cómo la fe cristiana es fermento de cultura y luz para la inteligencia, estímulo para desarrollar todas las potencialidades positivas, para el bien auténtico del hombre. Lo que la razón percibe, la fe lo ilumina y manifiesta. La contemplación de la obra de Dios abre al saber la exigencia de la investigación racional, sistemática y crítica; la búsqueda de Dios refuerza el amor por las letras y por las ciencias profanas: «Fides ratione adiuvatur et ratio fide perficitur», afirma Hugo de San Víctor (De sacramentis I, III, 30: pl 176, 232). Desde esta perspectiva, la capilla es el corazón que late y el alimento constante de la vida universitaria, a la que está unido el Centro pastoral donde los capellanes de las distintas sedes están llamados a realizar su valiosa misión sacerdotal, que es imprescindible para la identidad de la Universidad católica. Como enseña el beato Juan Pablo II, la capilla es «es un lugar del espíritu, en el que los creyentes en Cristo, que participan de diferentes modos en el estudio académico, pueden detenerse para rezar y encontrar alimento y orientación. Es un gimnasio de virtudes cristianas, en el que la vida recibida en el bautismo crece y se desarrolla sistemáticamente. Es una casa acogedora y abierta para todos los que, escuchando la voz del Maestro en su interior, se convierten en buscadores de la verdad y sirven a los hombres mediante su dedicación diaria a un saber que no se limita a objetivos estrechos y pragmáticos. En el marco de una modernidad en decadencia, la capilla universitaria está llamada a ser un centro vital para promover la renovación cristiana de la cultura mediante un diálogo respetuoso y franco, unas razones claras y bien fundadas (cf. 1 P 3, 15), y un testimonio que cuestione y convenza» (Discurso a los capellanes europeos, 1 de mayo de 1998: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de mayo de 1998, p. 8). Así dijo el Papa Juan Pablo II en 1998.

Queridos amigos, espero que la Universidad Católica del Sagrado Corazón, en sintonía con el Instituto Toniolo, prosiga con confianza renovada su camino, mostrando eficazmente que la luz del Evangelio es fuente de verdadera cultura capaz de poner en acción energías de un humanismo nuevo, integral, trascendente. Os encomiendo a María Sedes Sapientiae y con afecto os imparto de corazón mi bendición apostólica.


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VÍDEO-CONEXIÓN CON LA ESTACIÓN ESPACIAL INTERNACIONAL

COLOQUIO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON LOS ASTRONAUTAS

Sala «dei Foconi» del palacio apostólico
Sábado 21 de mayo de 2011



Queridos astronautas:

Me alegra mucho tener esta extraordinaria oportunidad de conversar con vosotros durante vuestra misión. Estoy especialmente agradecido por el hecho de poder hablar a un grupo tan numeroso, al estar presentes ambas tripulaciones en la estación espacial en este momento.

La humanidad experimenta un período de progreso extremadamente rápido en los campos del conocimiento científico y de las aplicaciones tecnológicas. En cierto sentido, sois nuestros representantes; guiáis la exploración, por parte de la humanidad, de nuevos espacios y posibilidades para nuestro futuro, yendo más allá de los límites de nuestra existencia cotidiana.

Todos admiramos verdaderamente vuestra valentía, igual que la disciplina y la dedicación con la que os habéis preparado para esta misión. Estamos convencidos de que os inspiran nobles ideales y de que buscáis poner los resultados de vuestra investigación y esfuerzos a disposición de toda la humanidad y del bien común.

Esta conversación me brinda la oportunidad de expresar mi admiración personal y aprecio a vosotros y a cuantos colaboran para que vuestra misión sea posible, y de unir mi sincero aliento para que llegue a una conclusión segura y exitosa.

Pero esto es una conversación, así que no debo ser el único que hable.

Me interesa mucho oír vuestras experiencias y reflexiones.

Si lo permitís, quisiera haceros algunas preguntas.



[Continuó el siguiente coloquio en lengua inglesa. Sólo la última pregunta se hizo en italiano]



Primera pregunta
Desde la estación espacial tenéis una perspectiva muy diferente de la Tierra. Sobrevoláis distintos continentes y naciones varias veces al día. Pienso que debe ser obvio para vosotros que todos vivimos juntos en un único planeta y lo absurdo que es que luchemos y nos matemos unos a otros. Sé que la esposa de Mark Kelly fue víctima de una grave agresión y confío en que su salud siga mejorando. Cuando contempláis la Tierra desde lo alto, ¿os preguntáis sobre la forma en la que naciones y pueblos viven juntos aquí abajo, o acerca de cómo puede la ciencia contribuir a la causa de la paz?

R. – (Mark Kelly, EE UU)
«Gracias por sus amables palabras, Santidad, y gracias por haber mencionado a mi esposa Gabby. Es una pregunta óptima. Sobrevolamos casi toda la Tierra y no se ven fronteras; pero al mismo tiempo nos damos cuenta de que las personas combaten unas contra otras y de que existe mucha violencia en el mundo. Habitualmente las personas luchan por muchas cosas distintas, como podemos ver ahora en Oriente Medio. Habitualmente la gente lucha por los recursos. Es interesante que en la Tierra la gente combata por la energía, mientras que en el espacio utilizamos la energía solar y baterías de combustible. La ciencia y la tecnología que tenemos en la estación espacial sirven para desarrollar una capacidad de energía solar a fin de proveernos de una cantidad de energía ilimitada. Si se lograran adoptar tecnologías semejantes en la Tierra, tal vez podríamos reducir un poco esa violencia».

Segunda pregunta
Uno de los temas sobre los que vuelvo a menudo en mis discursos se refiere a la responsabilidad que todos tenemos por el futuro de nuestro planeta. Me remito a los graves riesgos que se presentan para el medio ambiente y la supervivencia de las generaciones futuras. Los científicos nos dicen que debemos ser cuidadosos y, desde un punto de vista ético, debemos desarrollar también nuestra conciencia. Desde vuestro extraordinario punto de observación, ¿cómo veis la situación en la Tierra? ¿Veis signos o fenómenos ante los cuales necesitamos estar más atentos?

R. – (Ron Garan, EE UU)
«Santidad, verdaderamente es un punto de observación privilegiado. Es un gran honor hablar con usted, y tiene razón en que desde aquí se disfruta de un extraordinario punto de observación. Por un lado podemos ver cuán indescriptiblemente bello es nuestro planeta; por otro, podemos comprender lo extremadamente frágil que es. La atmósfera, por ejemplo, si se contempla desde el espacio, es sutil como una hoja de papel. Y da que pensar el hecho de que este estrato tan sutil es lo que separa a cada ser vivo del vacío del espacio, y es todo lo que nos protege. Nos parece increíble observar la Tierra suspendida en la oscuridad del espacio y pensar que nosotros estamos aquí, juntos, viajando a través del universo en este bello y frágil oasis. Y nos llena de esperanza pensar que todos nosotros, a bordo de esta increíble estación orbital, construida gracias a la asociación internacional de muchas naciones, realizamos esta sorprendente empresa. Ello demuestra que trabajando juntos y cooperando podemos superar muchos de los problemas de nuestro planeta y resolver muchos de los desafíos que sus habitantes deben afrontar. Y es un lugar bellísimo para trabajar y observar nuestro bellísimo trabajo».

Tercera pregunta
La experiencia que estáis viviendo ahora mismo es extraordinaria y muy importante, aunque al final volveréis a la Tierra como cualquiera de nosotros. Cuando regreséis, se os admirará mucho y se os tratará como a héroes que hablan y actúan con autoridad. Se os invitará a contar vuestras experiencias. ¿Cuáles serán los mensajes más importantes que desearíais transmitir, especialmente a los jóvenes, que vivirán en un mundo profundamente influenciado por vuestras experiencias y descubrimientos?

R. – (Mike Finchke, EE UU)
«Santidad, como han dicho mis colegas, podemos mirar hacia abajo y ver nuestro bello planeta, que ha sido creado por Dios, y es el planeta más bello de todo el sistema solar. Sin embargo, si miramos hacia lo alto, podemos contemplar el resto del universo. Y el resto del universo está ahí para que lo exploremos. La Estación espacial internacional es sólo un símbolo, un ejemplo de lo que pueden hacer los seres humanos cuando trabajan juntos de manera constructiva. Por lo tanto, uno de nuestros mensajes más importantes es hacer saber a los hijos del planeta, a los jóvenes, que existe todo un universo por explorar y que si nos empeñamos juntos no hay nada que no podamos hacer».

Cuarta pregunta
La exploración espacial es una aventura científica fascinante. Sé que habéis estado instalando nuevos equipos para una ulterior investigación científica y el estudio de la radiación que llega del espacio exterior. Pero pienso que se trata también de una aventura del espíritu humano, un poderoso estímulo para reflexionar sobre los orígenes y el destino del universo y de la humanidad. Los creyentes a menudo contemplan el espacio ilimitado del cielo y, meditando en el Creador de todo ello, se sobrecogen por el misterio de su grandeza. Es la razón de que la medalla que di a Roberto (Vittori), como signo de mi participación en vuestra misión, represente la creación del hombre, como la pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. En medio de vuestro intenso trabajo e investigación, ¿os detenéis alguna vez a reflexionar así?, ¿tal vez incluso a rezar al Creador? ¿O sería más fácil para vosotros pensar en estas cosas cuando hayáis regresado a la Tierra?

R. – (Roberto Vittori, Italia)
«Santidad, el trabajo de astronauta es muy intenso. Tenemos todos la posibilidad de mirar hacia fuera. Cuando llega la noche podemos mirar hacia abajo, hacia nuestro planeta, el planeta azul. Es bellísimo. El azul es el color de nuestro planeta; azul es el color del cielo; azul es el color de la aeronáutica italiana, que me ha dado la oportunidad de unirme a la Agencia espacial europea. Hemos conseguido ver la belleza tridimensional de nuestro planeta. Rezo por mí, por nuestras familias, por nuestro futuro. He traído conmigo esta medalla para demostrar la falta de gravedad. Le agradezco esta oportunidad; y ahora haré que oscile hacia mi colega y amigo Paolo. La he traído al espacio conmigo y la llevaré abajo para dársela a usted».

Quinta pregunta
Mi última pregunta es para Paolo (Nespoli). Querido Paolo: sé que en los días pasados tu madre ha muerto y que, cuando en pocos días vuelvas a casa, no volverás a encontrarla esperándote. Todos hemos estado cerca de ti; también yo he orado por ella... ¿Cómo has vivido este tiempo de dolor? En vuestra estación, ¿os sentís lejos y aislados y sufrís una sensación de separación, u os sentís unidos entre vosotros y dentro de una comunidad que os acompaña con atención y afecto?

R. – (Paolo Nespoli, Italia)
«Santo Padre, he sentido sus oraciones, vuestras oraciones, llegar hasta aquí: es verdad, estamos fuera de este mundo, orbitamos en torno a la Tierra y tenemos un punto privilegiado para contemplar la Tierra y para percibir todo lo que nos rodea. Mis colegas aquí, a bordo de la Estación —Dimitri, Kelly, Ron, Alexander y Andrei— han estado cerca de mí en este momento importante, muy intenso, igual que mis hermanos, mis hermanas, mis tías, mis primos, mis familiares estuvieron cerca de mi madre en sus últimos momentos. Estoy agradecido por todo esto. Me he sentido lejos pero también muy cerca, y ciertamente el pensamiento de sentiros a todos cerca de mí, unidos en este momento, ha sido de extremo consuelo. Doy las gracias también a la Agencia espacial europea y a la Agencia especial americana porque han puesto a disposición los recursos a fin de que pudiera hablar con ella en los últimos momentos».

Al término, Benedicto XVI deseó pleno éxito a la misión e impartió la bendición apostólica.

Queridos astronautas:

Os agradezco de corazón esta maravillosa oportunidad de encuentro y diálogo con vosotros. Me habéis ayudado a mí y a otras muchas personas, a reflexionar juntos sobre importantes temas que afectan al futuro de la humanidad. Os expreso mis mejores deseos para vuestro trabajo y el éxito de vuestra gran misión al servicio de la ciencia, de la colaboración internacional, del auténtico progreso y en favor de la paz en el mundo. Continuaré siguiéndoos con mi pensamiento y oración, y de buen grado os imparto mi bendición apostólica.


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SANTO ROSARIO CON LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ITALIANA
Y CONSAGRACIÓN DE ITALIA A LA VIRGEN MARÍA
CON OCASIÓN DEL 150° ANIVERSARIO DE LA UNIDAD POLÍTICA DEL PAÍS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de Santa María la Mayor
Jueves 26 de mayo de 2011

Galería fotográfica



Venerados y queridos hermanos en el episcopado;
queridos hermanos y hermanas:

Os habéis reunido en esta espléndida basílica —lugar en el que espiritualidad y arte se funden en una unión secular— para compartir un intenso momento de oración, con el cual encomendar a la protección materna de María, Mater unitatis, a todo el pueblo italiano, ciento cincuenta años después de la unidad política del país. Es significativo que esta iniciativa haya sido preparada por análogos encuentros en las diócesis: también de esta forma expresáis la solicitud de la Iglesia por estar cercana al destino de esta amada nación. Por nuestra parte, nos sentimos en comunión con cada comunidad, incluso con la más pequeña, en la que permanece viva la tradición que dedica el mes de mayo a la devoción mariana. Esta tradición se manifiesta en muchos signos: santuarios, capillas, obras de arte y, sobre todo, en la oración del santo rosario, con el que el pueblo de Dios da gracias por el bien que incesantemente recibe del Señor a través de la intercesión de María santísima, y le suplica por sus múltiples necesidades. La oración —que tiene su cumbre en la liturgia, cuya forma está custodiada por la tradición viva de la Iglesia— siempre es un dejar espacio a Dios: su acción nos hace partícipes de la historia de la salvación. Esta tarde, en particular, en la escuela de María hemos sido invitados a compartir los pasos de Jesús: a bajar con él al río Jordán, para que el Espíritu confirme en nosotros la gracia del Bautismo; a sentarnos en el banquete de Caná, para recibir de él el «vino bueno» de la fiesta; a entrar en la sinagoga de Nazaret, como pobres a los cuales se dirige el alegre mensaje del reino de Dios; también a subir al monte Tabor, para vivir la cruz a la luz pascual; y, por último, a participar en el Cenáculo en el nuevo y eterno sacrificio que, anticipando los cielos nuevos y la tierra nueva, regenera toda la creación.

Esta basílica es la primera en Occidente dedicada a la Virgen Madre de Dios. Al entrar en ella, mi pensamiento volvió al primer día del año 2000, cuando el beato Juan Pablo II abrió su Puerta santa, encomendando el Año jubilar a María, para que velara sobre el camino de cuantos se reconocían peregrinos de gracia y de misericordia. Nosotros mismos hoy no dudamos en sentirnos tales, deseosos de cruzar el umbral de esa «Puerta» santísima que es Cristo y queremos pedir a la Virgen María que sostenga nuestro camino e interceda por nosotros. En cuanto Hijo de Dios, Cristo es forma del hombre: es su verdad más profunda, la savia que fecunda una historia de otro modo irremediablemente comprometida. La oración nos ayuda a reconocer en él el centro de nuestra vida, a permanecer en su presencia, a conformar nuestra voluntad a la suya, a hacer «lo que él nos diga» (Jn 2, 5), seguros de su fidelidad. Esta es la tarea esencial de la Iglesia, coronada por él como esposa mística, como la contemplamos en el esplendor del ábside. María constituye su modelo: es la que nos brinda el espejo, en el que se nos invita a reconocer nuestra identidad. Su vida es un llamamiento a reconducir lo que somos a la escucha y a la acogida de la Palabra, llegando en la fe a proclamar la grandeza del Señor, ante el cual nuestra única posible grandeza es la que se expresa en la obediencia filial: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). María se fio; es «bendita» (cf. Lc 1, 42) por haber creído (cf. Lc 1, 45); hasta tal punto se revistió de Cristo que entró en el «séptimo día», participando en el descanso de Dios. Las disposiciones de su corazón —la escucha, la acogida, la humildad, la fidelidad, la alabanza y la espera— corresponden a las actitudes interiores y a los gestos que plasman la vida cristiana. De ellos se alimenta la Iglesia, consciente de que expresan lo que Dios espera de ella.

Sobre el bronce de la Puerta santa de esta basílica está grabada la representación del concilio de Éfeso. El edificio mismo, que en su núcleo originario se remonta al siglo v, está vinculado a esa asamblea ecuménica, celebrada en el año 431. En Éfeso la Iglesia unida defendió y confirmó para María el título de Theotókos, Madre de Dios: título de contenido cristológico, que remite al misterio de la Encarnación y expresa en el Hijo la unidad de la naturaleza humana con la divina. Por lo demás, son la persona y la vida de Jesús de Nazaret las que iluminan el Antiguo Testamento y el rostro mismo de María. En ella se capta claramente el designio unitario que entrelaza a los dos Testamentos. En su vida personal está la síntesis de la historia de todo un pueblo, que pone a la Iglesia en continuidad con el antiguo Israel. Dentro de esta perspectiva hallan sentido las distintas historias, comenzando por las de las grandes mujeres de la Antigua Alianza, en cuya vida se representa un pueblo humillado, derrotado y deportado. Sin embargo, también son las mismas que personifican su esperanza; son el «resto santo», signo de que el proyecto de Dios no es una idea abstracta, sino que encuentra correspondencia en una respuesta pura, en una libertad que se entrega sin reservarse nada, en un sí que es acogida plena y don perfecto. María es su expresión más alta. Sobre ella, virgen, desciende el poder creador del Espíritu Santo, el mismo que «en el principio» aleteaba sobre el abismo informe (cf. Gn 1, 2) y gracias al cual Dios llamó al ser de la nada; el Espíritu que fecunda y plasma la creación. Abriéndose a su acción, María engendra al Hijo, presencia del Dios que viene a habitar la historia y la abre a un comienzo nuevo y definitivo, que permite a cada hombre renacer de lo alto, vivir en la voluntad de Dios y, por tanto, realizarse plenamente.

La fe, de hecho, no es alienación: son otras las experiencias que contaminan la dignidad del hombre y la calidad de la convivencia social. En cada época histórica el encuentro con la palabra siempre nueva del Evangelio ha sido manantial de civilización, ha construido puentes entre los pueblos y ha enriquecido el tejido de nuestras ciudades, expresándose en la cultura, en las artes, así como en las mil formas de la caridad. Con razón Italia, celebrando los ciento cincuenta años de su unidad política, puede estar orgullosa de la presencia y de la acción de la Iglesia. La Iglesia no busca privilegios ni pretende asumir las responsabilidades que corresponden a las instituciones políticas; respetando la legítima laicidad del Estado, está atenta a sostener los derechos fundamentales del hombre. Entre estos están ante todo las instancias éticas y por tanto la apertura a la trascendencia, que constituyen valores previos a cualquier jurisdicción estatal, en cuanto que están inscritos en la naturaleza misma de la persona humana. En esta perspectiva, la Iglesia —con la fuerza de una reflexión colegial y de la experiencia directa sobre el terreno— sigue dando su propia contribución a la construcción del bien común, recordando a cada uno su deber de promover y tutelar la vida humana en todas sus fases y de sostener de forma efectiva a la familia; esta, de hecho, sigue siendo la primera realidad en la que pueden crecer personas libres y responsables, formadas en los valores profundos que abren a la fraternidad y que permiten afrontar también las adversidades de la vida. Entre estas se encuentra hoy la dificultad para acceder a un empleo pleno y digno: me uno, por ello, a cuantos piden a la política y al mundo empresarial que realicen todos los esfuerzos necesarios para superar la generalizada precariedad laboral, que en los jóvenes pone en peligro la serenidad de un proyecto de vida familiar, con grave daño para un desarrollo auténtico y armonioso de la sociedad.

Queridos hermanos en el episcopado, con ocasión del aniversario del acontecimiento fundacional del Estado unitario puntualmente habéis recordado las teselas de una memoria compartida, y con sensibilidad habéis señalado los elementos de una perspectiva futura. No dudéis en estimular a los fieles laicos a vencer todo espíritu de cerrazón, distracción e indiferencia, y a participar en primera persona en la vida pública. Animad las iniciativas de formación inspiradas en la doctrina social de la Iglesia, para que quienes están llamados a responsabilidades políticas y administrativas no caigan en la tentación de explotar su posición por intereses personales o por sed de poder. Apoyad la vasta red de agregaciones y de asociaciones que promueven obras de carácter cultural, social y caritativo. Renovad las ocasiones de encuentro, en el signo de la reciprocidad, entre el Norte y el Sur. Ayudad al Norte a recuperar las motivaciones originarias de aquel vasto movimiento cooperativista de inspiración cristiana que fue animador de una cultura de la solidaridad y del desarrollo económico. Asimismo, invitad al Sur a poner en circulación, en beneficio de todos, los recursos y las cualidades de que dispone y los rasgos de acogida y hospitalidad que lo caracterizan. Seguid cultivando un espíritu de colaboración sincera y leal con el Estado, sabiendo que esa relación es beneficiosa tanto para la Iglesia como para todo el país. Que vuestra palabra y vuestra acción sean de ánimo y de impulso para cuantos están llamados a gestionar la complejidad que caracteriza al tiempo presente. En una época en la que se presenta cada vez con más fuerza la exigencia de sólidas referencias espirituales, sabed plantear a todos lo que es peculiar de la experiencia cristiana: la victoria de Dios sobre el mal y sobre la muerte, como horizonte que arroja una luz de esperanza sobre el presente. Asumiendo la educación como hilo conductor del compromiso pastoral de esta década, habéis querido expresar la certeza de que la existencia cristiana —la vida buena del Evangelio— es precisamente la demostración de una vida realizada. Sobre este camino aseguráis un servicio no sólo religioso o eclesial, sino también social, contribuyendo a construir la ciudad del hombre. Por tanto, ¡ánimo! A pesar de todas las dificultades, «nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37), para Aquel que sigue haciendo «maravillas» (Lc 1, 49) a través de cuantos, como María, saben entregarse a él con disponibilidad incondicional.

Bajo la protección de la Mater unitatis ponemos a todo el pueblo italiano, para que el Señor le conceda los dones inestimables de la paz y de la fraternidad y, por tanto, del desarrollo solidario. Que ella ayude a las fuerzas políticas a vivir también el aniversario de la Unidad como ocasión para reforzar el vínculo nacional y superar toda contraposición perjudicial: que las diversas y legítimas sensibilidades, experiencias y perspectivas se recompongan en un marco más amplio para buscar juntos lo que verdaderamente contribuye al bien del país. Que el ejemplo de María abra el camino a una sociedad más justa, madura y responsable, capaz de redescubrir los valores profundos del corazón humano. Que la Madre de Dios aliente a los jóvenes, sostenga a las familias, conforte a los enfermos, implore sobre cada uno una renovada efusión del Espíritu, ayudándonos a reconocer y a seguir también en este tiempo al Señor, que es el verdadero bien de la vida, porque es la vida misma.

De corazón os bendigo a vosotros y a vuestras comunidades.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL
DE CARITAS INTERNATIONALIS EN EL 60º DE FUNDACIÓN

Viernes 27 de mayo de 2011



Señores Cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y el Sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra tener esta oportunidad de encontrarme con vosotros con ocasión de vuestra Asamblea General. Agradezco al Cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga, Presidente de Caritas Internationalis, las amables palabras que me ha dirigido, también en vuestro nombre, y dirijo un cordial saludo a todos vosotros y a toda la familia de Caritas. Además, os aseguro mi gratitud y formulo mis mejores votos en la oración por las obras de cariad cristiana que lleváis a cabo en países de todo el mundo.

El primer motivo de nuestro encuentro de hoy es el de dar gracias a Dios por las numerosas gracias que ha concedido a la Iglesia en los sesenta años transcurridos desde la fundación de Caritas Internationalis. Tras los horrores y devastaciones de la Segunda Guerra Mundial, el Venerable Pío XII quiso mostrar la solidaridad y la preocupación de toda la Iglesia ante tantas situaciones de conflicto y emergencia en el mundo. Y lo hizo dando vida a un organismo que, promoviese en el ámbito de la Iglesia universal, una mayor comunicación, coordinación y colaboración entre las numerosas organizaciones caritativas de la Iglesia en los diversos continentes (cf. Quirógrafo Durante la Última Cena, 16 septiembre 2004, 1). Más tarde, el Beato Juan Pablo II fortaleció ulteriormente los vínculos existentes entre las diferentes agencias nacionales de Caritas, y entre ellas y la Santa Sede, otorgando a Caritas Internationalis la personalidad jurídica canónica pública (ibíd., 3). Como consecuencia de esto, Caritas Internationalis ha adquirido un papel particular en el corazón de la comunidad eclesial, y ha sido llamada a compartir, en colaboración con la jerarquía eclesiástica, la misión de la Iglesia de manifestar, a través de la caridad vivida, ese amor que es Dios mismo. De este modo, Caritas Internationalis, dentro de la finalidad propia que tiene asignada, lleva a cabo en nombre de la Iglesia una tarea específica en favor del bien común (cf. C.I.C., can. 116, § 1).

Estar en el corazón de la Iglesia; ser capaz en cierto modo de hablar y actuar en su nombre, en favor del bien común, lleva consigo particulares responsabilidades dentro de la vida cristiana, tanto personal como comunitaria. Solamente sobre las bases de un compromiso cotidiano de acoger y vivir plenamente el amor de Dios se puede promover la dignidad de cada ser humano. En mi primera encíclica, Deus caritas est, he querido reafirmar la centralidad del testimonio de la caridad para la Iglesia de nuestro tiempo. A través de dicho testimonio, hecho visible en la vida cotidiana de sus miembros, la Iglesia llega a millones de hombres y mujeres, haciendo posible que reconozcan y perciban el amor de Dios, que es siempre cercano a toda persona necesitada. Para nosotros, los cristianos, Dios mismo es la fuente de la caridad, y la caridad ha de entenderse no solamente como una filantropía genérica, sino como don de sí, incluso hasta el sacrificio de la propia vida en favor de los demás, imitando el ejemplo de Cristo. La Iglesia prolonga en el tiempo y en el espacio la misión salvadora de Cristo: quiere llegar a todo ser humano, movida por el deseo de que cada persona llegue a conocer que nada puede separarlo del amor de Cristo (cf. Rm 8,35).

Caritas Internationalis es distinta de otras agencias sociales porque es un organismo eclesial, que comparte la misión de la Iglesia. Esto es lo que los Pontífices han querido siempre y esto es lo que vuestra Asamblea General debe afirmar con fuerza. En ese sentido, hay que observar que Caritas Internacionalis está constituida fundamentalmente por varias Caritas nacionales. A diferencia de tantas instituciones y asociaciones eclesiales dedicadas a la caridad, las Caritas tienen un rasgo distintivo: pese a la variedad de formas canónicas asumidas por las Caritas nacionales, todas son una ayuda privilegiada para los obispos en su ejercicio de la caridad. Esto comporta una especial responsabilidad eclesial: la de dejarse guiar por los Pastores de la Iglesia. Desde el momento que Caritas Internationalis tiene un perfil universal y está dotada de personalidad jurídica canónica pública, la Santa Sede tiene el deber de seguir su actividad y de vigilar para que, tanto su acción humana y de caridad como el contenido de los documentos que difunde, estén en plena sintonía con la Sede Apostólica y con el Magisterio de la Iglesia, y para que se administre con competencia y de modo transparente. Esta identidad distintiva es la fuerza de Caritas Internationalis, y es lo que hace su actividad particularmente eficaz.

Además, quisiera subrayar que vuestra misión os lleva a desarrollar un importante papel en el plano internacional. La experiencia que habéis adquirido en estos años os ha enseñado a haceros portavoces ante la comunidad internacional de una sana visión antropológica, alimentada por la doctrina católica y comprometida en la defensa de la dignidad de cada vida humana. Sin un fundamento transcendente, sin una referencia a Dios creador, sin la consideración de nuestro destino terreno, corremos el riesgo de caer en manos de ideologías dañinas. Todo lo que decís y hacéis, el testimonio de vuestra vida y de vuestras actividades, son importantes y contribuyen a promover el bien integral de la persona humana. Caritas Internationalis es una organización que tiene el papel de favorecer la comunión entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares, como también la comunión entre todos los fieles en el ejercicio de la caridad. Al mismo tiempo, está llamada a ofrecer su propia contribución para llevar el mensaje de la Iglesia a la vida política y social en el plano internacional. En la esfera política – y en todas aquellas áreas que se refieren directamente a la vida de los pobres– los fieles, especialmente los laicos, gozan de una amplia libertad de acción. Nadie puede, en materias abiertas a la discusión libre, pretender hablar “oficialmente” en nombre de todos los laicos o de todos los católicos (cf. Con. Ecum. Vat. II, Gaudium et Spes, 43; 88). Por otro lado, cada católico, en verdad cada hombre, está llamado a actuar con conciencia purificada y con corazón generoso para promover de manera decidida aquellos valores que he definido a menudo como “no negociables”.

Caritas Internationalis está llamada, por tanto, a trabajar para convertir los corazones a una mayor apertura hacia los demás, para que cada uno, en pleno respeto de su propia libertad y en la plena asunción de las propias responsabilidades personales, pueda actuar siempre y en todas partes a favor del bien común, ofreciendo generosamente lo mejor de sí mismo al servicio de los hermanos y hermanas, en particular los más necesitados.

Por consiguiente, en esta amplia perspectiva, y en estrecha colaboración con los Pastores de la Iglesia, responsables últimos de dar testimonio de la caridad (cfr. Deus caritas est, 32), las Caritas nacionales están llamadas a continuar su fundamental testimonio del misterio del amor vivificante y transformador de Dios manifestado en Jesucristo. Igual puede decirse también de Caritas Internacional, que, con miras a llevar a cabo la propia misión, puede contar con la asistencia y el apoyo de la Santa Sede, particularmente a través del Dicasterio competente, el Consejo Pontificio Cor Unum.

Queridos amigos, confiando estas preocupaciones a vuestra reflexión, os agradezco de nuevo vuestro compromiso generoso al servicio de nuestros hermanos necesitados. A vosotros, a vuestros colaboradores y a todos aquellos que están comprometidos en el amplio mundo de las obras de caridad católica, imparto de corazón mi Bendición Apostólica, prenda de fuerza y de paz en el Señor.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA CONGREGACIÓN MARIANA MASCULINA
DE RATISBONA

Sábado 28 de mayo de 2011



Querido señor presidente,
queridos compañeros:

Un cordial «Vergelt’s Gott» [«Dios os lo pague»], por vuestra visita, por el don, por el hecho de haber sacado del cajón una fecha olvidada de mi vida. Es una fecha que no es simplemente «pasado»: la admisión en la Congregación mariana mira al futuro y nunca es simplemente un hecho pasado. Por eso, 70 años después, es una fecha del «hoy», una fecha que indica el camino hacia el «mañana». Os estoy agradecido por haber «sacado» esta fecha del olvido y esto me alegra. Le agradezco de corazón a usted, querido presidente, sus amables palabras que vienen del corazón y llegan al corazón. En aquella época, entonces, eran tiempos oscuros; estaba la guerra. Hitler había sometido un país detrás de otro, Polonia, Dinamarca, los estados del Benelux, Francia y en abril de 1941 —precisamente en este tiempo, hace 70 años— había ocupado Yugoslavia y Grecia. Parecía que el continente estuviese en las manos de este poder que, al mismo tiempo, ponía en duda el futuro del cristianismo. Nosotros fuimos admitidos en la Congregación, pero poco después comenzó la guerra contra Rusia; el seminario fue disuelto, y la Congregación —antes de que se reuniera, antes de que consiguiera reunirse— ya había sido dispersada a los cuatro vientos. Así eso no llegó a ser «fecha exterior» de la vida, sino que quedó como «fecha interior» de la vida, porque desde siempre ha quedado claro que la catolicidad no puede existir sin una actitud mariana, que ser católicos quiere decir ser marianos, que eso significa el amor a la Madre, que en la Madre y por la Madre encontramos al Señor.

Aquí, a través de las visitas ad limina de los obispos, experimento constantemente cómo las personas —sobre todo en América Latina, pero también en los demás continentes— pueden encomendarse a la Madre, pueden amar a la Madre, y a través de la Madre, después, aprenden a conocer, a comprender y a amar a Cristo; experimento cómo la Madre continúa encomendando el mundo al Señor; cómo María sigue diciendo «sí» y llevando a Cristo al mundo. Cuando estudiábamos, después de la guerra —y no creo que hoy la situación haya cambiado mucho, no creo que haya mejorado mucho— la mariología que se enseñaba en las universidades alemanas era un poco austera y sobria. Pero creo que allí encontramos lo esencial. En ese tiempo, nos dirigíamos a Guardini y al libro de su amigo, el párroco Josef Weiger, «Maria, Mutter der Glaubenden», (María, Madre de los creyentes), el cual comenta las palabras de Isabel: «¡Dichosa tú que has creído!» (cf. Lc 1, 45). María es la gran creyente. Ella retomó la misión de Abraham de ser creyente y concretó la fe de Abraham en la fe en Jesucristo, indicándonos así a todos el camino de la fe, la valentía de encomendarnos al Dios que se da en nuestras manos, la alegría de ser sus testigos; y después su determinación a permanecer firme cuando todos huyeron, la valentía de estar de parte del Señor cuando parecía perdido, y de hacer propio el testimonio que llevó a la Pascua.

Así pues, me alegra oír que en Baviera hay casi 40 mil miembros; que todavía hoy hay hombres, que junto a María, aman al Señor; que a través de María aprenden a conocer y a amar al Señor, y, como ella, dan testimonio del Señor en las horas difíciles y en las felices; que están con él bajo la cruz y que siguen viviendo alegremente la Pascua junto a él. Os agradezco, por tanto, a todos vosotros que mantengáis vivo este testimonio, para que sepamos que hay hombres católicos bávaros que son miembros de la Congregación mariana, que recorren este camino abierto por los jesuitas en el siglo XVI, y que siguen demostrando que la fe no pertenece al pasado, sino que se abre siempre a un «hoy» y, sobre todo, a un «mañana».

«Vergelt’s Gott für alles» [Dios os lo pague todo], y ¡Dios os bendiga a todos vosotros! Gracias de corazón.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DEL CONSEJO
PONTIFICIO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

Sala Clementina
Lunes 30 de mayo de 2001



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Cuando el pasado 28 de junio, en las primeras vísperas de la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, anuncié mi voluntad de instituir un dicasterio para la promoción de la nueva evangelización, daba un cauce operativo a la reflexión que había llevado a cabo desde hacía largo tiempo sobre la necesidad de ofrecer una respuesta particular al momento de crisis de la vida cristiana, que se está verificando en muchos países, sobre todo de antigua tradición cristiana. Hoy, con este encuentro, puedo constatar con agrado que el nuevo Consejo pontificio se ha convertido en una realidad. Agradezco a monseñor Salvatore Fisichella las palabras que me ha dirigido, introduciéndome en los trabajos de vuestra primera plenaria. Os saludo cordialmente a todos vosotros con el aliento por la contribución que daréis al trabajo del nuevo dicasterio, sobre todo con vistas a la XIII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, que, en octubre de 2012, afrontará precisamente el tema Nueva evangelización y transmisión de la fe cristiana.

El término «nueva evangelización» recuerda la exigencia de una modalidad renovada de anuncio, sobre todo para aquellos que viven en un contexto, como el actual, donde los desarrollos de la secularización han dejado graves huellas incluso en países de tradición cristiana. El Evangelio es el anuncio siempre nuevo de la salvación obrada por Cristo para hacer a la humanidad partícipe del misterio de Dios y de su vida de amor y abrirla a un futuro de esperanza fiable y fuerte. Subrayar que en este momento de la historia la Iglesia está llamada a realizar una nueva evangelización quiere decir intensificar la acción misionera para corresponder plenamente al mandato del Señor. El concilio Vaticano II recordaba que «los grupos en los que vive la Iglesia, con frecuencia y por diferentes causas, cambian totalmente, de modo que pueden surgir condiciones completamente nuevas» (decreto Ad gentes, 6). Con mirada clarividente, los padres conciliares contemplaron en el horizonte el cambio cultural que hoy es fácilmente verificable. Precisamente esta situación cambiada, que ha creado una condición inesperada para los creyentes, requiere una atención particular para el anuncio del Evangelio, a fin de dar razón de la propia fe en realidades diferentes a las del pasado. La crisis que se experimenta conlleva los rasgos de la exclusión de Dios de la vida de las personas, de una indiferencia generalizada respecto a la fe cristiana misma, hasta el intento de marginarla de la vida pública. En las décadas pasadas todavía era posible encontrar un sentido cristiano general que unificaba el sentir común de generaciones enteras, crecidas a la sombra de la fe que había plasmado la cultura. Hoy, lamentablemente, se asiste al drama de la fragmentación que ya no permite tener una referencia unificadora; además, se verifica con frecuencia el fenómeno de personas que desean pertenecer a la Iglesia, pero que están fuertemente plasmadas por una visión de la vida en contraste con la fe.

Anunciar a Jesucristo único Salvador del mundo es más complejo actualmente que en el pasado; pero nuestra tarea permanece igual que en los albores de nuestra historia. La misión no ha cambiado, así como no deben cambiar el entusiasmo y la valentía que movieron a los Apóstoles y a los primeros discípulos. El Espíritu Santo que los impulsó a abrir las puertas del Cenáculo, constituyéndolos evangelizadores (cf. Hch 2, 1-4), es el mismo Espíritu que mueve hoy a la Iglesia hacia un renovado anuncio de esperanza a los hombres de nuestro tiempo. San Agustín afirma que no se debe pensar que la gracia de la evangelización se difundió sólo hasta los Apóstoles y que, con ellos, aquella fuente de gracia se agotó, sino que «esta fuente se manifiesta cuando fluye, no cuando deja de manar. Y fue así como la gracia a través de los Apóstoles llegó también a otros, que fueron enviados a anunciar el Evangelio... Es más, ha continuado llamando hasta estos últimos días a todo el cuerpo de su Hijo Unigénito, esto es, a su Iglesia extendida por toda la tierra» (Sermón 239, 1). La gracia de la misión necesita siempre nuevos evangelizadores capaces de acogerla, a fin de que el anuncio salvífico de la Palabra de Dios no desfallezca en las condiciones mudables de la historia.

Existe una continuidad dinámica entre el anuncio de los primeros discípulos y el nuestro. En el curso de los siglos la Iglesia jamás ha dejado de proclamar el misterio salvífico de la muerte y resurrección de Jesucristo, pero ese mismo anuncio tiene hoy necesidad de un renovado vigor para convencer al hombre contemporáneo, a menudo distraído e insensible. La nueva evangelización, por esto, deberá encargarse de encontrar los caminos para hacer más eficaz el anuncio de la salvación, sin el cual la existencia personal permanece en su contrariedad y carece de lo esencial. También para quien sigue vinculado a las raíces cristianas, pero vive la difícil relación con la modernidad, es importante hacer que comprenda que ser cristiano no es una especie de vestido que se lleva en privado o en ocasiones particulares, sino que se trata de algo vivo y totalizante, capaz de asumir todo lo que de bueno existe en la modernidad. Confío en que, en el trabajo de estos días, tracéis un proyecto capaz de ayudar a toda la Iglesia y a las distintas Iglesias particulares en el compromiso de la nueva evangelización; un proyecto en el que la urgencia de un anuncio renovado se haga cargo de la formación, en especial para las nuevas generaciones, y se conjugue con la propuesta de signos concretos adecuados para hacer evidente la respuesta que la Iglesia pretende ofrecer en este momento peculiar. Si, por un lado, toda la comunidad está llamada a vigorizar el espíritu misionero para dar el nuevo anuncio que esperan los hombres de nuestro tiempo, no se podrá olvidar que el estilo de vida de los creyentes necesita una credibilidad genuina, tanto más convincente cuanto más dramática es la condición de aquellos a quienes se dirigen. Por ello queremos hacer nuestras las palabras del siervo de Dios, el Papa Pablo VI, cuando, a propósito de la nueva evangelización, afirmó: «Será sobre todo mediante su conducta, mediante su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una palabra, de santidad» (exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 41).

Queridos amigos, invocando la intercesión de María, Estrella de la evangelización, para que acompañe a los portadores del Evangelio y abra los corazones de quienes escuchan, os aseguro mi oración por vuestro servicio eclesial e imparto a todos vosotros la bendición apostólica.


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CONCLUSIÓN DEL MES MARIANO

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Gruta de Lourdes en los Jardines vaticanos
Martes 31 de mayo de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

Con alegría me uno a vosotros en oración a los pies de la Virgen santísima, que hoy contemplamos en la fiesta de la Visitación. Saludo y doy las gracias al señor cardenal Angelo Comastri, arcipreste de la basílica de San Pedro, a los cardenales y a los obispos presentes, y a todos vosotros que os habéis reunido aquí esta noche. Como conclusión del mes de mayo, queremos unir nuestra voz a la voz de María, en su mismo cántico de alabanza; con ella queremos alabar al Señor por las maravillas que sigue obrando en la vida de la Iglesia y de cada uno de nosotros. En particular, ha sido y sigue siendo para todos motivo de gran alegría y gratitud haber comenzado este mes mariano con la memorable beatificación de Juan Pablo II. ¡Qué gran don de gracia ha sido, para toda la Iglesia, la vida de este gran Papa! Su testimonio sigue iluminando nuestra vida y nos impulsa a ser discípulos auténticos del Señor, a seguirlo con la valentía de la fe y a amarlo con el mismo entusiasmo con que él entregó al Señor la propia vida.

Al meditar hoy la Visitación de María, reflexionamos precisamente sobre esta valentía de la fe. Aquella a quien acoge Isabel en su casa es la Virgen que «creyó» al anuncio del ángel y respondió con fe aceptando con valentía el proyecto de Dios para su vida y acogiendo de esta forma en sí misma la Palabra eterna del Altísimo. Como puso de relieve mi beato predecesor en la encíclica Redemptoris Mater, María pronunció su fiat por medio de la fe, «se confió a Dios sin reservas y “se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo”» (n. 13; cf. Lumen gentium, 56). Por ello Isabel, al saludarla, exclama: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). María creyó verdaderamente que «para Dios nada hay imposible» (v. 37) y, firme en esta confianza, se dejó guiar por el Espíritu Santo en la obediencia diaria a sus designios. ¿Cómo no desear para nuestra vida el mismo abandono confiado? ¿Cómo podríamos renunciar a esta bienaventuranza que nace de una relación tan íntima y profunda con Jesús? Por ello, dirigiéndonos hoy a la «llena de gracia», le pedimos que obtenga también para nosotros, de la divina Providencia, poder pronunciar cada día nuestro «sí» a los planes de Dios con la misma fe humilde y pura con la cual ella pronunció su «sí». Ella que, acogiendo en sí la Palabra de Dios, se abandonó a él sin reservas, nos guíe a una respuesta cada vez más generosa e incondicional a sus proyectos, incluso cuando en ellos estamos llamados a abrazar la cruz.

En este tiempo pascual, mientras invocamos del Resucitado el don de su Espíritu, encomendamos a la Iglesia y al mundo entero a la intercesión maternal de la Virgen. María santísima, que en el Cenáculo invocó con los Apóstoles el Consolador, obtenga para cada bautizado la gracia de una vida iluminada por el misterio del Dios crucificado y resucitado, el don de saber acoger cada vez más en la propia vida el señorío de Aquel que con su resurrección ha vencido a la muerte. Queridos amigos, sobre cada uno de vosotros, sobre vuestros seres queridos, en particular sobre cuantos sufren, imparto de corazón la bendición apostólica.


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All’Ambasciatore di Moldova presso la Santa Sede (9 giugno 2011)

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All’Ambasciatore di Belize presso la Santa Sede (9 giugno 2011)

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All’Ambasciatore di Siria presso la Santa Sede (9 giugno 2011)

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All’Ambasciatore di Ghana presso la Santa Sede (9 giugno 2011)

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All’Ambasciatore di Nuova Zelanda presso la Santa Sede (9 giugno 2011)

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Agli Arcivescovi Metropoliti che hanno ricevuto il Pallio (30 giugno 2011)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SU EXCELENCIA NARCISO NTUGU ABESO OYANA,
NUEVO EMBAJADOR DE GUINEA ECUATORIAL
ANTE LA SANTA SEDE

Sala Clementina
Jueves 9 de junio de 2011



Señor Embajador:

1. Me es grato recibir de manos de Vuestra Excelencia las Cartas que lo acreditan como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Guinea Ecuatorial ante la Santa Sede, expresándole al mismo tiempo mi más cordial bienvenida a este solemne acto.

Agradezco el gentil saludo que me transmite de parte del Señor Presidente de la República. A la vez que correspondo gustoso a esta deferencia, suplico al Omnipotente que la Misión diplomática que Vuestra Excelencia hoy comienza fortalezca ulteriormente la trayectoria de sana independencia y respeto recíproco entre la Iglesia y el Estado en su querida Nación, con la que la Santa Sede mantiene estrechas relaciones y a la que sigue con solícita atención, de la que es signo elocuente el reciente nombramiento del nuevo Obispo de Ebebiyín.

2. Señor Embajador, como ponen de manifiesto sus corteses palabras, que me han hecho sentir más cercana a su Patria, sus connacionales albergan sentimientos entrañables hacia el Sucesor de Pedro, colmados todos ellos de una devoción sentida y fiel, fruto de la pujanza y el esmero con que la semilla evangélica fue sembrada en sus nobles tierras, para arraigar hondamente en ellas y producir una espléndida cosecha tanto en el orden espiritual como material.

3. En el perfeccionamiento de la sociedad y en el despliegue de nuevas estructuras capaces de darle una trama más flexible no faltará a los hijos e hijas de Guinea Ecuatorial la presencia animadora de la Iglesia, infundiendo la luz de la fe en Cristo, que manifiesta al hombre su auténtica vocación y le ayuda a trabajar sin desfallecer por todo aquello que lo dignifica y engrandece. Esto hace abrigar la firme esperanza de que sus compatriotas, fortalecidos por esta misma fe, no vacilarán en sus propósitos de participar activa y sabiamente en la edificación de una serena y armónica convivencia. En ese clima, la persona humana podrá realizarse plenamente de acuerdo a su altísima dignidad y derechos fundamentales y germinarán copiosamente los valores esenciales de la tutela de la vida, el cuidado de la salud, el desarrollo de la educación y la solidaridad, así como la salvaguardia del medio ambiente y la ecuánime distribución de la riqueza. Todo ello es condición indispensable para avivar un verdadero progreso social, que alcance a todos, pero en especial a los más pobres y menesterosos, y al que todos puedan contribuir con su aportación adecuada, libre y responsable.

4. En este sentido, no dudo que las Autoridades de su querido País, a las que Vuestra Excelencia representa, sabrán dar cauce e interpretar las genuinas aspiraciones de vuestros compatriotas, reflejo del propio patrimonio histórico, moral y cultural, y en cuyo desarrollo y posterior consolidación en la conciencia de las personas y en la misma sociedad ha tenido también un papel de eminente significado el constante, desinteresado e intenso quehacer de la Iglesia.

A este respecto, no se puede dejar de notar con viva complacencia los esfuerzos llevados a cabo para recuperar y reestructurar muchos lugares de culto, así como las iniciativas emprendidas para mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos, especialmente de aquellos que tienen grandes dificultades para vivir de manera digna. Animo, pues, a todos a seguir recorriendo con entusiasmo este camino, remediando las carencias sociales, económicas y culturales existentes. Por su parte, la comunidad cristiana, en el ámbito de su propia misión, continuará con un empeño renovado y generoso poniendo a disposición del pueblo ecuatoguineano su larga y fecunda experiencia en el campo de la promoción del matrimonio y la familia, la sanidad, la formación de las nuevas generaciones y el ejercicio de la caridad y la beneficencia. No podría ser de otro modo, pues la Iglesia no ignora que todo lo que favorece la concordia y la fraternidad, la erradicación de la pobreza, el incremento de la justicia y el diálogo, así como el afianzamiento del mutuo entendimiento, abre horizontes luminosos de futuro y enaltece al ser humano, de quien jamás debe olvidarse que es imagen de Dios.

5. Señor Embajador, al pedir al Todopoderoso que la alta responsabilidad que le ha sido encomendada se vea rodeada de abundantes éxitos, le aseguro que la Curia Romana y sus diferentes oficinas siempre estarán dispuestas a ayudarle en el desempeño de la misma. Sobre Vuestra Excelencia, sus familiares y colaboradores, así como sobre todos los ecuatoguineanos, invoco fervientemente pródigas bendiciones del cielo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A SEIS NUEVOS EMBAJADORES ANTE LA SANTA SEDE

Jueves 9 de junio de 2001



Señora y señores embajadores:

Me alegra recibirlos esta mañana, en el palacio apostólico, para la presentación de las cartas que los acreditan como embajadores extraordinarios y plenipotenciarios de sus respectivos países ante la Santa Sede: Moldavia, Guinea Ecuatorial, Belice, República árabe de Siria, Ghana y Nueva Zelanda. Les agradezco las amables palabras que me han dirigido de parte de sus respectivos jefes de Estado. Les ruego que, a su vez, les transmitan mi cordial saludo y mis mejores deseos para sus personas y para la elevada misión que desempeñan al servicio de su país y de su pueblo. Quiero saludar también, a través de ustedes, a todas las autoridades civiles y religiosas de sus naciones, así como a todos sus compatriotas. Mis oraciones y mis pensamientos también se dirigen naturalmente a las comunidades católicas presentes en sus países.

Dado que tengo la oportunidad de encontrarme personalmente con cada uno de ustedes, ahora quiero hablar de manera más general. El primer semestre de este año se ha caracterizado por innumerables tragedias que han afectado a la naturaleza, a la técnica y a los pueblos. La magnitud de esas catástrofes nos interpela. El hombre es lo primero, conviene recordarlo. El hombre, a quien Dios ha encomendado la buena gestión de la naturaleza, no puede ser dominado por la técnica, quedando sujeto a ella. Esta toma de conciencia debe llevar a los Estados a reflexionar juntos sobre el futuro del planeta a corto plazo, ante sus responsabilidades respecto de nuestra vida y de las tecnologías. La ecología humana es una necesidad imperativa. Adoptar en toda circunstancia un modo de vivir respetuoso del medio ambiente y apoyar la investigación y la explotación de energías adecuadas que salvaguarden el patrimonio de la creación y no impliquen peligro para el hombre, deben ser prioridades políticas y económicas. En este sentido, resulta necesario revisar en su totalidad nuestra actitud ante la naturaleza. Esta no es sólo un espacio explotable o para disfrutar. Es el lugar en donde nace el hombre, su «casa», de algún modo. Es esencial para nosotros. El cambio de mentalidad en este ámbito, más aún, las obligaciones que conlleva, debe permitir llegar rápidamente a un arte de vivir juntos que respete la alianza entre el hombre y la naturaleza, sin la cual la familia humana corre el peligro de desaparecer. Es preciso, por consiguiente, hacer una reflexión seria y proponer soluciones precisas y sostenibles. Todos los gobernantes deben comprometerse a proteger la naturaleza y ayudarla a desempeñar su papel esencial para la supervivencia de la humanidad. Las Naciones Unidas me parecen el marco natural para esa reflexión, que no deberá quedar ofuscada por intereses políticos y económicos ciegamente partidistas, para así privilegiar la solidaridad por encima de los intereses particulares.

Conviene, asimismo, preguntarse sobre el papel correcto que debe desempeñar la técnica. Los prodigios que es capaz de realizar van acompañados por desastres sociales y ecológicos. Ampliando el aspecto relacional del trabajo al planeta, la técnica imprime a la globalización un ritmo particularmente acelerado. Ahora bien, el fundamento del dinamismo del progreso corresponde al hombre que trabaja y no a la técnica, que no es más que una creación humana. Apostar todo por ella o creer que es el agente exclusivo del progreso o de la felicidad conlleva reducir al hombre al nivel de las cosas, lo cual desemboca en la ceguera y en la infelicidad cuando este le atribuye y le delega poderes que ella no tiene. Basta constatar los «daños» del progreso y los peligros que una técnica omnipotente, y en definitiva no controlada, hace que corra la humanidad. La técnica que domina al hombre lo priva de su humanidad. El orgullo que genera ha hecho surgir en nuestras sociedades un economismo intratable y cierto hedonismo, que determina los comportamientos de modo subjetivo y egoísta. El debilitamiento del primado de lo humano conlleva un desvarío existencial y una pérdida del sentido de la vida. De hecho, la visión del hombre y de las cosas sin referencia a la trascendencia desarraiga al hombre de la tierra y, más fundamentalmente, empobrece su identidad misma. Así pues, urge llegar a conjugar la técnica con una fuerte dimensión ética, pues la capacidad que tiene el hombre de transformar y, en cierto sentido, de crear el mundo por medio de su trabajo, se realiza siempre a partir del primer don original de las cosas hecho por Dios (cf. Juan Pablo II, Centesimus annus, 37). La técnica debe ayudar a la naturaleza a abrirse, según la voluntad del Creador. Trabajando de este modo, el investigador y el científico se adhieren al plan de Dios, que ha querido que el hombre sea el culmen y el gestor de la creación. Las soluciones basadas en este fundamento protegerán la vida del hombre y su vulnerabilidad, así como los derechos de las generaciones actuales y futuras. Y la humanidad podrá seguir beneficiándose de los progresos que el hombre, por medio de su inteligencia, logra realizar.

Conscientes del peligro que corre la humanidad ante una técnica vista como una «respuesta» más eficaz que el voluntarismo político o el paciente esfuerzo educativo para civilizar las costumbres, los Gobiernos deben promover un humanismo que respete la dimensión espiritual y religiosa del hombre. De hecho, la dignidad de la persona humana no cambia con el fluctuar de las opiniones. Respetar su aspiración a la justicia y a la paz permite la construcción de una sociedad que se promueve a sí misma cuando sostiene a la familia o cuando rechaza, por ejemplo, el primado exclusivo de las finanzas. Un país vive de la plenitud de la vida de los ciudadanos que lo componen, siendo consciente cada uno de sus propias responsabilidades y pudiendo hacer valer sus propias convicciones. Además, la aspiración natural hacia la verdad y hacia el bien es fuente de un dinamismo que genera la voluntad de colaborar para realizar el bien común. Así, la vida social puede enriquecerse constantemente integrando la diversidad cultural y religiosa al compartir valores, fuente de fraternidad y de comunión. Debiendo considerar la vida en sociedad ante todo como una realidad de orden espiritual, los responsables políticos tienen la misión de guiar a los pueblos hacia la armonía humana y la sabiduría tan anheladas, que deben culminar en la libertad religiosa, rostro auténtico de la paz.

Al iniciar su misión ante la Santa Sede, deseo asegurarles, excelencias, que siempre encontrarán en mis colaboradores la escucha atenta y la ayuda que puedan necesitar. Sobre ustedes, sobre sus familias, sobre los miembros de sus misiones diplomáticas y sobre todas las naciones que ustedes representan, invoco la abundancia de las bendiciones divinas.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA ACADEMIA ECLESIÁSTICA PONTIFICIA

Sala del Consistorio
Viernes 10 de junio de 2011



Venerado hermano en el episcopado,
queridos sacerdotes:

Me alegra encontrarme también este año con la comunidad de los alumnos de la Academia eclesiástica pontificia. Saludo al presidente, monseñor Beniamino Stella, y le agradezco las amables palabras con las que ha interpretado también vuestros sentimientos. Os saludo con afecto a todos vosotros, que os preparáis para desempeñar un ministerio particular en la Iglesia.

La diplomacia pontificia, como se la suele llamar, tiene una larguísima tradición, y su actividad ha contribuido de modo notable a plasmar, en la edad moderna, la fisonomía misma de las relaciones diplomáticas entre los Estados. En la concepción tradicional, ya propia del mundo antiguo, el enviado, el embajador, es esencialmente el que ha recibido el encargo de llevar de manera autorizada la palabra del Soberano, y por esto, puede representarlo y negociar en su nombre. La solemnidad del ceremonial, los honores rendidos tradicionalmente a la persona del enviado, que asumían también rasgos religiosos, son en realidad un tributo dado a aquel que representa y al mensaje del que se hace intérprete. El respeto al enviado constituye una de las formas más altas de reconocimiento, por parte de una autoridad soberana, del derecho a existir, en un plano de igual dignidad, de sujetos distintos de sí mismo. Así pues, acoger a un enviado como interlocutor, recibir su palabra, significa poner las bases de la posibilidad de una coexistencia pacífica. Se trata de un papel delicado, que exige, por parte del enviado, la capacidad de transmitir esa palabra de manera fiel y, al mismo tiempo, lo más respetuosa posible de la sensibilidad y la opinión de los demás, y eficaz. Aquí radica la verdadera habilidad del diplomático y no, como a veces se cree erróneamente, en la astucia o en comportamientos que representan más bien degeneraciones de la práctica diplomática. Lealtad, coherencia y profunda humanidad son las virtudes fundamentales de todo enviado, que está llamado a poner no sólo su trabajo y sus cualidades, sino, en cierto modo, toda su persona al servicio de una palabra que no es suya.

Las rápidas transformaciones de nuestra época han cambiado profundamente la figura y el papel de los representantes diplomáticos, pero su misión sigue siendo esencialmente la misma: ser el intermediario de una correcta comunicación entre los que ejercen la función de gobierno y, por consiguiente, instrumento de construcción de la comunión posible entre los pueblos y de la consolidación entre ellos de relaciones pacíficas y solidarias.

¿Cómo se sitúan, en todo esto, la persona y la acción del diplomático de la Santa Sede, que obviamente presenta aspectos muy particulares? Este, en primer lugar —como se ha destacado muchas veces— es un sacerdote, un obispo, un hombre que ya ha elegido vivir al servicio de una Palabra que no es la suya. De hecho, es un servidor de la Palabra de Dios, y, como todo sacerdote, ha recibido una misión que no puede realizarse a tiempo parcial, sino que le exige ser, con toda su vida, una resonancia del mensaje que le ha sido confiado, el mensaje del Evangelio. Precisamente sobre la base de esta identidad sacerdotal, muy clara y vivida de modo profundo, se inserta, con cierta naturalidad, la tarea específica de hacerse portador de la palabra del Papa, del horizonte de su ministerio universal y de su caridad pastoral con respecto a las Iglesias particulares y frente a las instituciones en las que se ejerce legítimamente la soberanía en el ámbito estatal o de las organizaciones internacionales.

En el cumplimiento de esta misión, el diplomático de la Santa Sede está llamado a hacer fructificar sus dotes humanas y sobrenaturales. Se comprende bien que, en el ejercicio de un ministerio tan delicado, el cuidado de la propia vida espiritual, la práctica de las virtudes humanas y la formación de una sólida cultura vayan de la mano y se apoyen mutuamente. Son dimensiones que permiten mantener un profundo equilibrio interior, en un trabajo que exige, entre otras cosas, capacidad de apertura al otro, ecuanimidad de juicio, distancia crítica de las opiniones personales, sacrificio, paciencia, constancia y a veces también firmeza en el diálogo con todos. Por otro lado, el servicio a la persona del Sucesor de Pedro, que Cristo constituyó como principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión (cf. Concilio Vaticano I, Pastor aeternus, Denz. 1821 (3051); concilio Vaticano II, Lumen gentium, 18), permite vivir en constante y profunda referencia a la catolicidad de la Iglesia. Y donde hay apertura a la objetividad de la catolicidad, allí está también el principio de una auténtica personalización: la vida dedicada al servicio del Papa y de la comunión eclesial es, bajo este aspecto, sumamente enriquecedora.

Queridos alumnos de la Academia eclesiástica pontificia, al compartir con vosotros estos pensamientos, os exhorto a comprometeros a fondo en el camino de vuestra formación; y, en este momento, pienso, con particular reconocimiento, en los nuncios, en los delegados apostólicos, en los observadores permanentes y en todos los que prestan servicio en las representaciones pontificias esparcidas por el mundo. De buen grado os imparto la bendición apostólica a vosotros, al presidente, a sus colaboradores y a la comunidad de las religiosas Franciscanas Misioneras del Niño Jesús.


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AUDIENCIA EN EL 75 ANIVERSARIO DEL MARTIRIO
DEL BEATO CEFERINO GIMÉNEZ MALLA

DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
AL PUEBLO GITANO

Aula Pablo VI
Sábado 11 de junio de 2011



Venerados hermanos,
queridos hermanos y hermanas:

¡El Señor esté con vosotros!

Es para mí una gran alegría encontrarme con vosotros y daros una cordial bienvenida, con ocasión de vuestra peregrinación a la tumba del apóstol Pedro. Doy las gracias al arzobispo monseñor Antonio Maria Vegliò, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, por las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre y por haber organizado el evento. Extiendo asimismo la expresión de mi gratitud a la Fundación «Migrantes» de la Conferencia episcopal italiana, a la diócesis de Roma y a la Comunidad de San Egidio, por haber colaborado en la realización de esta peregrinación y por lo que hacen diariamente en favor de vuestra acogida e integración. Un «gracias» particular a vosotros, por haber dado vuestros testimonios, realmente significativos.

Habéis llegado a Roma de todas partes de Europa para manifestar vuestra fe y vuestro amor a Cristo, a la Iglesia —que es una casa para todos vosotros— y al Papa. El siervo de Dios Pablo VI dirigió a los gitanos, en 1965, estas inolvidables palabras: «Vosotros en la Iglesia no estáis al margen, sino que, de alguna manera, estáis en el centro. Vosotros estáis en el corazón de la Iglesia». También yo hoy repito con afecto: ¡Estáis en la Iglesia! Sois una porción amada del pueblo de Dios peregrino y nos recordáis que «aquí no tenemos ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura» (Hb 13, 14). También a vosotros ha llegado el mensaje de salvación, al que habéis respondido con fe y esperanza, enriqueciendo la comunidad eclesial con creyentes laicos, sacerdotes, diáconos, religiosas y religiosos gitanos. Vuestro pueblo ha dado a la Iglesia el beato Ceferino Giménez Malla, de quien celebramos el 150º aniversario de su nacimiento y el 75º de su martirio. La amistad con el Señor convirtió a este mártir en un testigo auténtico de la fe y de la caridad. El beato Ceferino amaba a la Iglesia y a sus pastores con la intensidad con la que adoraba a Dios y descubría su presencia en todas las personas y en todos los acontecimientos. Terciario franciscano, permaneció fiel a su ser gitano, a la historia y a la identidad de su etnia. Casado según la tradición de los gitanos, junto a su esposa decidió convalidar el vínculo en la Iglesia con el sacramento del Matrimonio. Su profunda religiosidad encontraba expresión en la participación cotidiana en la santa misa y en el rezo del rosario. Fue precisamente el rosario, que llevaba siempre en el bolsillo, la causa de su arresto e hizo del beato Ceferino un auténtico «mártir del rosario», ya que no dejó que se lo quitaran de la mano ni siquiera en el momento de su muerte. Hoy el beato Ceferino os invita a seguir su ejemplo y os indica también el camino: la dedicación a la oración y en particular al rosario, el amor a la Eucaristía y a los demás sacramentos, la observancia de los mandamientos, la honradez, la caridad y la generosidad con el prójimo, especialmente con los pobres; esto os hará fuertes ante el riesgo de que las sectas u otros grupos pongan en peligro vuestra comunión con la Iglesia.

Vuestra historia es compleja y, en algunos periodos, dolorosa. Sois un pueblo que en los siglos pasados no ha vivido ideologías nacionalistas, no ha aspirado a poseer una tierra o a dominar a otras gentes. Os habéis quedado sin patria y habéis considerado idealmente el continente en su conjunto como vuestra casa. Sin embargo, persisten problemas graves y preocupantes, como las relaciones a menudo difíciles con las sociedades en las que vivís. Desgraciadamente a lo largo de los siglos habéis conocido el sabor amargo de la falta de acogida y, a veces, de la persecución, como sucedió en la segunda guerra mundial: miles de mujeres, hombres y niños fueron asesinados salvajemente en los campos de exterminio. Fue —como decís vosotros— el Porrájmos, «La gran destrucción», un drama todavía poco reconocido y cuyas proporciones se desconocen, pero que vuestras familias llevan grabado en el corazón. Durante mi visita al campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, el 28 de mayo de 2006, recé por las víctimas de las persecuciones y me incliné frente a la lápida en lengua romaní, que recuerda a vuestros caídos. ¡La conciencia europea no puede olvidar tanto dolor! ¡Que nunca más vuestro pueblo sea objeto de vejaciones, de rechazo y de desprecio! Por vuestra parte, buscad siempre la justicia, la legalidad, la reconciliación, y esforzaos por no ser nunca causa de sufrimiento para otros.

Hoy, gracias a Dios, la situación está cambiando: ante vosotros se abren nuevas oportunidades, mientras estáis adquiriendo nueva conciencia. A lo largo del tiempo habéis creado una cultura de expresiones significativas, como la música y el canto, que han enriquecido Europa. Muchas etnias ya no son nómadas, sino que buscan estabilidad con nuevas expectativas frente a la vida. La Iglesia camina con vosotros y os invita a vivir según las comprometedoras exigencias del Evangelio, confiando en la fuerza de Cristo, hacia un futuro mejor. También Europa, que reduce las fronteras y considera riqueza a la diversidad de los pueblos y de las culturas, os ofrece nuevas posibilidades. Os invito, queridos amigos, a escribir juntos una nueva página de historia para vuestro pueblo y para Europa. La búsqueda de alojamiento, de un trabajo digno y de educación para vuestros hijos son las bases sobre las que podréis construir la integración que traerá beneficios para vosotros y para toda la sociedad. ¡Dad vosotros también vuestra efectiva y leal colaboración para que vuestras familias se inserten dignamente en el tejido civil europeo! Muchos de vosotros son niños y jóvenes que desean educarse y vivir con los demás y como los demás. A ellos los miro con particular afecto, convencido de que vuestros hijos tienen derecho a una vida mejor. Que su bien sea vuestra mayor aspiración. Custodiad la dignidad y el valor de vuestras familias, pequeñas iglesias domésticas, para que sean verdaderas escuelas de humanidad (cf. Gaudium et spes, 52). Que las instituciones, por su parte, se esfuercen por velar adecuadamente por este proceso.

Por último, también vosotros estáis llamados a participar activamente en la misión evangelizadora de la Iglesia, promoviendo la actividad pastoral en vuestras comunidades. La presencia entre vosotros de sacerdotes, diáconos y personas consagradas, que pertenecen a vuestras etnias, es don de Dios y signo positivo del diálogo de las Iglesias locales con vuestro pueblo, que es preciso sostener y desarrollar. Confiad en estos hermanos y hermanas vuestros, escuchadlos y ofreced, junto a ellos, el coherente y gozoso anuncio del amor de Dios por el pueblo gitano, como por todos los pueblos. La Iglesia desea que todos los hombres se reconozcan hijos del mismo Padre y miembros de la misma familia humana. Estamos en la vigilia de Pentecostés, cuando el Señor derramó su Espíritu sobre los Apóstoles que comenzaron a anunciar el Evangelio en las lenguas de todos los pueblos. Que el Espíritu Santo distribuya sus dones abundantemente sobre todos vosotros, sobre vuestras familias y comunidades esparcidas por el mundo y os haga testigos generosos de Cristo resucitado. María santísima, tan amada por vuestro pueblo y a la que invocáis como «Amari Devleskeridej», «Nuestra Madre de Dios», os acompañe por los caminos del mundo, y que el beato Ceferino os sostenga con su intercesión.

Os doy las gracias de corazón a todos los que habéis venido aquí, a la Sede de Pedro, para manifestar vuestra fe y vuestro amor a la Iglesia y al Papa. Que el beato Ceferino sea para todos vosotros ejemplo de una vida vivida por Cristo y por la Iglesia, en la observancia de los mandamientos y en el amor al prójimo. El Papa está cerca de cada uno de vosotros y os recuerda en sus oraciones. Que el Señor os bendiga a vosotros, a vuestras comunidades, a vuestras familias y vuestro futuro. Que el Señor os dé salud y suerte. ¡Permaneced con Dios!

¡Gracias! ¡Y feliz Pentecostés a todos vosotros!


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APERTURA DE LA ASAMBLEA ECLESIAL DE ROMA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán
Lunes 13 de junio de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

Con espíritu de agradecimiento al Señor nos volvemos a reunir en esta basílica de San Juan de Letrán con motivo de la inauguración de la asamblea diocesana anual. Damos gracias a Dios que nos permite en esta tarde revivir la experiencia de la primera comunidad cristiana, que «tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Agradezco al cardenal vicario las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos y doy a cada uno mi saludo más cordial, asegurando mi oración por vosotros y por aquellos que no pueden estar aquí para compartir esta importante etapa de la vida de nuestra diócesis, en particular por quienes viven momentos de sufrimiento físico o espiritual.

Me ha alegrado saber que en este año pastoral habéis comenzado a aplicar las indicaciones surgidas en la asamblea del año pasado, y espero que también en el futuro cada comunidad, sobre todo parroquial, siga comprometiéndose para cuidar cada vez mejor, con la ayuda ofrecida por la diócesis, la celebración de la Eucaristía, en especial la dominical, preparando adecuadamente a los agentes pastorales y esforzándose para que el misterio del altar se viva cada vez más como un manantial del que se puede sacar la fuerza para ofrecer un testimonio más incisivo de la caridad, que renueve el tejido social de nuestra ciudad.

El tema de esta nueva etapa de evaluación pastoral, «La alegría de engendrar la fe en la Iglesia de Roma - La iniciación cristiana», guarda relación con el camino ya recorrido. De hecho, desde hace ya varios años nuestra diócesis está comprometida en la reflexión sobre la transmisión de la fe. Recuerdo que, precisamente en esta basílica, en una intervención durante el Sínodo romano, cité unas palabras que me había escrito en una breve carta Hans Urs von Balthasar: «La fe no se debe presuponer, sino proponer». Así es. De por sí, la fe no se conserva en el mundo, no se transmite automáticamente al corazón del hombre, sino que debe ser anunciada siempre. Para que sea eficaz, el anuncio de la fe, a su vez, debe partir de un corazón que cree, que espera, que ama, un corazón que adora a Cristo y cree en la fuerza del Espíritu Santo. Así sucedió desde el inicio, como nos recuerda el episodio bíblico escogido para iluminar esta evaluación pastoral. Está tomado del capítulo segundo de los Hechos de los Apóstoles, en el que san Lucas, inmediatamente después de narrar el acontecimiento de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, refiere el primer discurso que san Pedro dirigió a todos. La profesión de fe puesta al final del discurso —«Al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 2, 36)— es el gozoso anuncio que la Iglesia no deja de repetir desde hace siglos a cada hombre.

Ante ese anuncio todos «se conmovieron profundamente» —leemos en los Hechos de los Apóstoles (2, 37)—. Esta reacción fue causada ciertamente por la gracia de Dios: todos comprendieron que esa proclamación realizaba las promesas y provocaba en cada uno el deseo de conversión y del perdón de sus pecados. Las palabras de Pedro no se limitaban al simple anuncio de hechos, sino que mostraban su significado, poniendo la vida de Jesús en relación con las promesas de Dios, con las expectativas de Israel y, por tanto, con las de todo hombre. La gente de Jerusalén comprendió que la resurrección de Jesús era capaz y es capaz de iluminar la existencia humana. De hecho, de este acontecimiento nació una nueva comprensión de la dignidad del hombre y de su destino eterno, de la relación entre el hombre y la mujer, del significado último del dolor, del compromiso en la construcción de la sociedad. La respuesta de la fe nace cuando el hombre descubre, por gracia de Dios, que creer significa encontrar la verdadera vida, la «vida en plenitud». Uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Hilario de Poitiers, escribió que se hizo creyente cuando comprendió, al escuchar el Evangelio, que para alcanzar una vida verdaderamente feliz no bastaban ni las posesiones ni el tranquilo goce de los bienes, y que había algo más importante y precioso: el conocimiento de la verdad y la plenitud del amor dados por Cristo (cf. De Trinitate 1, 2).

Queridos amigos, la Iglesia, cada uno de nosotros, tiene que llevar al mundo esta gozosa noticia: que Jesús es el Señor, Aquel en el que se han hecho carne la cercanía y el amor de Dios por cada hombre y cada mujer y por toda la humanidad. Este anuncio debe resonar de nuevo en las regiones de antigua tradición cristiana. El beato Juan Pablo II habló de la necesidad de una nueva evangelización dirigida a quienes, a pesar de que ya han escuchado hablar de la fe, ya no aprecian, ya no conocen la belleza del cristianismo, más aún, en ocasiones lo consideran incluso un obstáculo para alcanzar la felicidad. Por eso, deseo repetir hoy lo que les dije a los jóvenes en la Jornada mundial de la juventud en Colonia: «La felicidad que buscáis, la felicidad que tenéis derecho de saborear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, oculto en la Eucaristía» (Discurso durante la fiesta de Acogida de los jóvenes en Colonia: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de agosto de 2005, p. 4).

Si los hombres se olvidan de Dios es también porque con frecuencia se reduce la persona de Jesús a un hombre sabio y se debilita, cuando no se niega, su divinidad. Esta manera de pensar impide captar la novedad radical del cristianismo, pues si Jesús no es el Hijo único del Padre, entonces tampoco Dios ha venido a visitar la historia del hombre, tenemos sólo ideas humanas de Dios. Por el contrario, ¡la encarnación forma parte del corazón mismo del Evangelio! Que crezca, por tanto, el compromiso por una renovada etapa de evangelización, que no es sólo tarea de algunos, sino de todos los miembros de la Iglesia. La evangelización nos permite conocer que Dios está cerca, que Dios se ha revelado. En esta hora de la historia, ¿no es quizá esta la misión que el Señor nos encomienda: anunciar la novedad del Evangelio, como Pedro y Pablo cuando llegaron a nuestra ciudad? ¿No debemos también nosotros hoy mostrar la belleza y la racionalidad de la fe, llevar la luz de Dios al hombre de nuestro tiempo, con valentía, con convicción, con alegría? Hay muchas personas que todavía no han encontrado al Señor: hay que ofrecerles una atención pastoral especial. Junto a los niños y los muchachos de familias cristianas que piden recorrer los itinerarios de la iniciación cristiana, hay adultos que no han recibido el Bautismo, o que se han alejado de la fe y de la Iglesia. Es una atención pastoral hoy más urgente que nunca, que nos pide comprometernos con confianza, sostenidos por la certeza de que la gracia de Dios actúa siempre, también hoy, en el corazón del hombre. Yo mismo tengo la alegría de bautizar cada año, durante la Vigilia pascual, a algunos jóvenes y adultos e incorporarlos en el Cuerpo de Cristo, en la comunión con el Señor, y así en la comunión con el amor de Dios.

Pero, ¿quién es el mensajero de este alegre anuncio? Seguramente lo es todo bautizado. Sobre todo los padres, quienes tienen la tarea de pedir el Bautismo para sus hijos. ¡Qué grande es este don que la liturgia llama «puerta de nuestra salvación, inicio de la vida en Cristo, fuente de la nueva humanidad!» (Prefacio del Bautismo). Todos los papás y las mamás están llamados a cooperar con Dios en la transmisión del don inestimable de la vida, pero también a darles a conocer a Aquel que es la Vida, y la vida no se transmite realmente si no se conoce también el fundamento y la fuente perenne de la vida. Queridos padres, la Iglesia, como madre solícita, quiere sosteneros en esta tarea vuestra fundamental. Desde pequeños, los niños tienen necesidad de Dios, porque el hombre desde el comienzo tiene necesidad de Dios, y tienen la capacidad de percibir su grandeza; saben apreciar el valor de la oración, de hablar con Dios, y de los ritos, así como intuir la diferencia entre el bien y el mal. Acompañadlos, por tanto, en la fe, en este conocimiento de Dios, en esta amistad con Dios, en este conocimiento de la distinción entre el bien y el mal. Acompañadlos en la fe desde su más tierna edad.

Y, ¿cómo cultivar la semilla de la vida eterna a medida que el niño va creciendo? San Cipriano nos recuerda: «Nadie puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia por Madre». Por ello, no decimos Padre mío, sino Padre nuestro, porque sólo en el «nosotros» de la Iglesia, de los hermanos y hermanas, somos hijos. Desde siempre la comunidad cristiana ha acompañado la formación de los niños y de los muchachos, ayudándoles no sólo a comprender con la inteligencia las verdades de la fe, sino también a vivir experiencias de oración, de caridad y de fraternidad. La palabra de la fe corre el riesgo de quedarse muda si no encuentra una comunidad que la ponga en práctica, haciéndola viva y atrayente, como experiencia de la realidad de la verdadera vida. Todavía hoy los oratorios, los campamentos de verano, las pequeñas y grandes experiencias de servicio son una valiosa ayuda para los adolescentes que recorren el camino de la iniciación cristiana a fin de madurar un compromiso de vida coherente. Aliento, por tanto, a recorrer este camino que permite descubrir el Evangelio no como una utopía, sino como la forma plena y real de la existencia. Todo esto debe proponerse en particular a quienes se preparan para recibir el sacramento de la Confirmación a fin de que el don del Espíritu Santo confirme la alegría de haber sido engendrados hijos de Dios. Os invito, por tanto, a dedicaros con pasión al redescubrimiento de este sacramento, para que quien ya está bautizado pueda recibir como don de Dios el sello de la fe y se convierta plenamente en testigo de Cristo.

Para que todo esto sea eficaz y dé fruto es necesario que el conocimiento de Jesús crezca y se prolongue más allá de la celebración de los sacramentos. Esta es la tarea de la catequesis, como recordaba el beato Juan Pablo II: «La peculiaridad de la catequesis, distinta del anuncio primero del Evangelio que ha suscitado la conversión, persigue el doble objetivo de hacer madurar la fe inicial y de educar al verdadero discípulo por medio de un conocimiento más profundo y sistemático de la persona y del mensaje de nuestro Señor Jesucristo» (Catechesi tradendae, 19). La catequesis es acción eclesial y, por tanto, es necesario que los catequistas enseñen y testimonien la fe de la Iglesia y no su propia interpretación. Precisamente por este motivo se realizó el Catecismo de la Iglesia católica, que esta tarde os vuelvo a entregar idealmente a todos vosotros para que la Iglesia de Roma pueda comprometerse con renovada alegría en la educación de la fe. La estructura del Catecismo deriva de la experiencia del catecumenado de la Iglesia de los primeros siglos y retoma los elementos fundamentales que hacen de una persona un cristiano: la fe, los sacramentos, los mandamientos, el Padre nuestro.

Para todo ello es necesario educar en el silencio y la interioridad. Confío que en las parroquias de Roma los itinerarios de iniciación cristiana eduquen en la oración, para que esta impregne la vida y ayude a encontrar la Verdad que habita en nuestro corazón, y la encontramos realmente en el diálogo personal con Dios. La fidelidad a la fe de la Iglesia, además, debe conjugarse con una «creatividad catequética» que tenga en cuenta el contexto, la cultura y la edad de los destinatarios. El patrimonio de historia y de arte que custodia Roma es un camino ulterior para acercar a las personas a la fe: Roma nos habla mucho de la realidad de la fe. Invito a todos a recurrir en la catequesis a este «camino de la belleza», que lleva a Aquel que es, según san Agustín, la Belleza tan antigua y siempre nueva.

Queridos hermanos y hermanas, deseo daros las gracias por vuestro generoso y valioso servicio en esta fascinante obra de evangelización y de catequesis. ¡No tengáis miedo de comprometeros por el Evangelio! A pesar de las dificultades que encontráis para conciliar las exigencias familiares y laborales con las de las comunidades en las que desempeñáis vuestra misión, confiad siempre en la ayuda de la Virgen María, Estrella de la evangelización. También el beato Juan Pablo II, que hasta el final se esforzó por anunciar el Evangelio en nuestra ciudad y amó con particular afecto a los jóvenes, intercede por nosotros ante el Padre. Asegurándoos mi constante oración, os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.

Gracias por vuestra atención.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UN GRUPO DE OBISPOS DE LA INDIA DE RITO LATINO
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 17 de junio de 2011



Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra daros la bienvenida a todos vosotros con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, un tiempo privilegiado en el que se profundizan los vínculos de fraternidad y de comunión entre la Sede de Pedro y las Iglesias particulares que gobernáis. Deseo agradecer al arzobispo Malayappan Chinnappa los cordiales sentimientos que ha expresado en vuestro nombre y en el nombre de aquellos a los que guiáis como pastores. Dirijo un afectuoso saludo a los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, y a todos los fieles laicos que están encomendados a vuestro cuidado pastoral. Os pido que les aseguréis mi solicitud y mis oraciones.

Continuando estas reflexiones sobre la vida de la Iglesia en la India, quiero deciros algunas palabras a vosotros, queridos hermanos obispos, sobre vuestras responsabilidades respecto del clero y de los religiosos y religiosas del país. Por la imposición de las manos y la invocación del Espíritu Santo, estáis llamados a guiar al pueblo de Dios como pastores, y a enseñar, santificar y gobernar las Iglesias locales. Lo hacéis a través de la predicación del Evangelio, la celebración de los sacramentos y la solicitud por la santidad y la acción pastoral eficaz de los presbíteros. A través de estos podéis llegar de forma más eficaz a los religiosos y a los laicos encomendados a vuestro cuidado. También estáis llamados a gobernar con caridad a través de una vigilancia prudente con vuestras capacidades legislativa, ejecutiva y judicial (cf. Código de derecho canónico, cann. 384-394). En este delicado y exigente papel, el obispo, como pastor y padre, debe unir y moldear a su rebaño en una familia, donde todos sus miembros, conscientes de sus deberes, vivan y actúen en comunión de amor (cf. Christus Dominus, 16). Promover este carisma de unidad, que es un testimonio poderoso de la unicidad de Dios y un signo de que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica, es una de las responsabilidades más importantes del obispo. En las numerosas tareas que requieren vuestra atención orante, queridos obispos, reconocéis la presencia del Espíritu del Señor que actúa en la Iglesia. El Espíritu, prometido a todos en el Bautismo y derramado sobre el pueblo de Dios para guiarlo y santificarlo en la Confirmación, desea unir a todos los cristianos con los vínculos de la fe, la esperanza y la caridad. Por vuestro ministerio estáis llamados a fortalecer a los miembros del pueblo que Dios ha elegido como propio, para servirlos y edificarlos como un único templo, una digna morada para el Espíritu, sean jóvenes o ancianos, hombres o mujeres, ricos o pobres. El Señor, derramando su sangre, ha rescatado a las personas de toda raza, lengua, pueblo y nación (cf. Ap 5, 9). Por tanto, os animo a seguir en el servicio de unidad y, dirigiendo con el ejemplo, a conducir a los fieles encomendados a vuestra solicitud a una comunión, fraternidad y paz más profundas.

Una de las formas en que la comunión de la Iglesia se manifiesta claramente es en la relación particularmente importante que existe entre vosotros y vuestros sacerdotes, sean diocesanos o religiosos, que comparten y ejercen con vosotros el único sacerdocio de Cristo. Juntos, en vuestras diócesis, formáis un solo cuerpo sacerdotal y una sola familia, de la que sois el padre (cf. Christus Dominus, 29). Por tanto, debéis sostener a vuestros sacerdotes, que son vuestros colaboradores más cercanos, estando atentos a sus necesidades y aspiraciones, siendo solícitos por su bienestar espiritual, intelectual y material. Ellos, como hijos y colaboradores, están llamados a su vez a respetar vuestra autoridad, a trabajar con alegría, humildad y entrega total para el bien de la Iglesia, pero siempre bajo vuestra dirección. Los vínculos de amor fraternal y de mutua solicitud que debéis fomentar entre vuestros sacerdotes constituirán la base para superar las tensiones que puedan surgir y promover las condiciones más adecuadas para servir a los miembros del pueblo de Dios, edificándolos espiritualmente, ayudándoles a conocer su propio valor y a asumir la dignidad que les corresponde como hijos de Dios. Por otra parte, el testimonio del amor recíproco y de servicio entre vosotros y vuestros sacerdotes —sin tener en cuenta la casta o etnia, sino centrados en el amor de Dios, en la difusión del Evangelio y en la santificación de la Iglesia— es ardientemente anhelado por las personas a las que servís. Buscan en vosotros y en vuestros sacerdotes un modelo de santidad, amistad y armonía que hable a su corazón y les enseñe con el ejemplo cómo vivir el mandamiento nuevo del amor.

Los religiosos y las religiosas también esperan de vosotros guía y apoyo. El testimonio de vuestro profundo amor a Jesucristo y a su Iglesia los impulsará a entregarse en pobreza, castidad y obediencia perfectas a la vida a la que han sido llamados. Se sentirán confirmados en su entrega por vuestra fe, vuestro ejemplo y vuestra confianza en Dios. De este modo, en unión con ellos, daréis un testimonio cada vez mayor ante los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, del hecho de que, mientras que la figura de este mundo pasa rápidamente (cf. 1 Co 7, 31), quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre (cf. 1 Jn 2, 17).

El testimonio radiante de la vida consagrada es, ciertamente, un tesoro no sólo para los que han recibido la gracia de esta vocación, sino también para toda la Iglesia. A través de una cooperación estrecha con los superiores religiosos, seguid asegurando que los miembros de los institutos religiosos en vuestras diócesis vivan sus carismas peculiares en plenitud y en armonía con los sacerdotes y los fieles laicos. Además de garantizar que reciban una sólida base humana, espiritual y teológica, aseguraos de que reciban una formación permanente completa que les ayude a madurar en todos los aspectos de su vida consagrada. Debido a la singular contribución que dan todos los religiosos y las religiosas, contemplativos y activos, a la misión de la Iglesia, y por su papel como protagonistas de la evangelización a través de la oración y la súplica, la educación, la asistencia sanitaria, la caridad y otros apostolados, sus carismas seguirán fortaleciendo la comunidad eclesial en su conjunto y enriqueciendo a toda la sociedad. De modo particular, deseo expresar el aprecio de la Iglesia por las numerosas religiosas de la Iglesia en la India, que dan un gran testimonio de su santidad, vitalidad y esperanza. Ofrecen innumerables oraciones y realizan infinidad de buenas obras, que a menudo no se ven, pero que son de gran valor para la edificación del reino de Dios. Os pido que las animéis en su vocación y que invitéis a mujeres jóvenes a tomar en consideración este tipo de vida que se realiza en el amor a Dios y en el servicio a los demás.

Con estas reflexiones, queridos hermanos en el episcopado, expreso mi afecto y estima fraternal. Invocando sobre todos vosotros la intercesión maternal de María, Madre de la Iglesia, y asegurándoos mis oraciones por vosotros y por los que han sido encomendados a vuestro cuidado pastoral, de buen grado os imparto mi bendición apostólica como prenda de gracia y de paz en el Señor.


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