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2011

Ultimo Aggiornamento: 20/08/2013 19:28
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Papa Ratzi Superstar









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10/08/2013 21:00


VISITA A LOS NIÑOS INGRESADOS EN LA SECCIÓN DE PEDIATRÍA
DEL POLICLÍNICO GEMELLI DE ROMA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Miércoles 5 de enero de 2011



Señor cardenal;
queridos sacerdotes;
autoridades académicas;
directivos;
personal médico y paramédico;
queridos niños, padres y amigos:

¿Por qué he venido aquí, entre vosotros, hoy, el día en que comenzamos a celebrar la solemnidad de la Epifanía? Ante todo para decir gracias. Gracias a vosotros, niños que me habéis acogido: quiero deciros que os quiero mucho y que estoy cerca de vosotros con mi oración y mi afecto, también para daros fuerza a la hora de afrontar la enfermedad. Asimismo, quiero dar las gracias a vuestros padres, a los familiares, a los directivos y a todo el personal del Policlínico, que con competencia y caridad cuidan del sufrimiento humano; en particular quiero dar las gracias al equipo de este servicio de Pediatría y del Centro para el cuidado de niños con espina bífida. Bendigo a las personas, su compromiso y estos ambientes, en los que se practica de modo concreto el amor a los más pequeños y los más necesitados.

Queridos niños y muchachos, he querido venir a visitaros para hacer un poco como los Magos, como habéis hecho vosotros: los Magos llevaron a Jesús dones —oro, incienso y mirra— para manifestarle adoración y afecto. Hoy también yo os he traído algunos regalos, precisamente para que sintáis, a través de un pequeño signo, la simpatía, la cercanía y el afecto del Papa. Quisiera que todos, adultos y niños, en este tiempo de Navidad recordáramos que el regalo más grande nos lo ha hecho Dios a cada uno de nosotros.

Miremos la cueva de Belén: ¿a quién vemos? ¿A quién encontramos? Está María, está José, pero sobre todo, está un niño pequeño que necesita atención, cuidados, amor: ese niño es Jesús, ese niño es Dios mismo que quiso venir a la tierra para mostrarnos cuánto nos quiere; es Dios que se ha hecho niño como vosotros para deciros que siempre está a vuestro lado y para decirnos a cada uno de nosotros que todo niño lleva su rostro.

Ahora, antes de concluir, no puedo dejar de dirigir un cordial saludo a todo el personal y a todos los enfermos internados en este gran hospital. Aliento las distintas iniciativas de bien y de voluntariado, así como las instituciones que cualifican el compromiso al servicio de la vida. En esta circunstancia, pienso en particular en el Instituto científico internacional «Pablo VI», que tiene como finalidad promover la procreación responsable.

¡Gracias de nuevo a todos! ¡El Papa os quiere mucho!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

Sala Regia
Lunes 10 de enero de 2011

(Vídeo)



Excelencias,
señoras y señores:

Me alegra recibiros, ilustres Representantes de tantos países, en este encuentro en el que, como cada año, os reunís con el Sucesor de Pedro. Este encuentro reviste un gran significado, ya que ofrece una imagen, al mismo tiempo que un ejemplo, del papel de la Iglesia y de la Santa Sede en la comunidad internacional. Saludo cordialmente a cada uno, en particular a los que participáis por primera vez. Os agradezco la dedicación y atención con que, en el ejercicio de vuestras delicadas funciones, seguís mis actividades, las de la curia romana y así, en cierta medida, la vida de la Iglesia católica en todo el mundo. Vuestro Decano, el Embajador Alejandro Valladares Lanza, se ha hecho portavoz de vuestros sentimientos, y le agradezco los deseos que me ha expresado en nombre de todos. Conociendo la unión de vuestra comunidad, estoy seguro de que en vuestro recuerdo estará hoy presente la Embajadora del Reino de los Países Bajos, la Baronesa van Lynden-Leijten, que hace unas semanas marchó a la casa del Padre. Me uno con la oración a vuestros sentimientos.

Al comienzo de un nuevo año, resuena en nuestros corazones y en el mundo entero el eco del anuncio gozoso que resplandeció en la noche de Belén hace veinte siglos, noche que simboliza la condición humana en su necesidad de luz, de amor y de paz. A los hombres de entonces, así como a los de ahora, los ejércitos celestiales llevaron la buena nueva de la llegada del Salvador: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en un país de sombras, una luz les brilló» (Is 9,1). El Misterio del Hijo de Dios que se hace hombre supera completamente cualquier expectativa humana. En su absoluta gratuidad, este acontecimiento de salvación es la respuesta auténtica y completa al deseo más profundo del corazón. De Dios viene la verdad, el bien, la bondad, la vida en plenitud que cada hombre busca consciente o inconscientemente. Aspirando a estos bienes, toda persona busca a su Creador, ya que «sólo Dios responde a la sed que hay en el corazón de todo ser humano» (Exhort. ap. Postsinodal Verbum Domini, 23). La humanidad, a través de sus creencias y ritos, ha manifestado a lo largo de su historia una búsqueda incesante de Dios, y «estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso» (Catecismo de la Iglesia Católica, 28). La dimensión religiosa es una característica innegable e irreprimible del ser y del obrar del hombre, la medida de la realización de su destino y de la construcción de la comunidad a la que pertenece. Por consiguiente, cuando el mismo individuo, o los que están a su alrededor, olvidan o niegan este aspecto fundamental, se crean desequilibrios y conflictos en todos los sentidos, tanto en el aspecto personal como interpersonal.

Esta verdad primera y fundamental es la razón por la que, en el Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, de este año, he señalado la libertad religiosa como el camino fundamental para la construcción de la paz. Ésta, en efecto, se construye y se conserva solo cuando el hombre puede buscar y servir a Dios libremente en su corazón, en su vida y en sus relaciones con los demás.

Señoras y Señores Embajadores, vuestra presencia en esta solemne circunstancia me invita a realizar un recorrido general por los países que representáis y por el mundo entero. En esta panorámica, ¿no se ven acaso numerosas situaciones en las que lamentablemente el derecho a la libertad religiosa ha sido lesionado o negado? Este derecho del hombre, que es en realidad el primer derecho, porque históricamente ha sido afirmado en primer lugar, y porque, por otra parte, tiene como objeto la dimensión constitutiva del hombre, es decir, su relación con el Creador, ¿no ha sido demasiadas veces puesto en discusión o violado? Me parece que hoy la sociedad, sus responsables y la opinión pública, son más conscientes, incluso aunque no siempre de manera exacta, de la gravedad de esta herida contra la dignidad y la libertad del homo religiosus, sobre la que he querido llamar la atención de todos en muchas ocasiones.

Lo he hecho en mis viajes apostólicos del último año, en Malta y Portugal, en Chipre, en el Reino Unido y en España. Más allá de las características diferentes de estos países, conservo de todos un recuerdo lleno de gratitud por la acogida que me han dispensado. La Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para el Medio Oriente, celebrada en el Vaticano en octubre pasado, ha sido un momento de oración y reflexión, en el que el pensamiento se ha dirigido con insistencia a las comunidades cristianas de esta región del mundo, tan probadas a causa de su adhesión a Cristo y a la Iglesia.

Sí, mirando hacia Oriente, nos han consternado los atentados que han sembrado la muerte, el dolor y la angustia entre los cristianos de Irak, hasta el punto de inducirlos a dejar la tierra de sus padres en la que han vivido desde siglos. Renuevo a las autoridades de ese País y a los jefes religiosos musulmanes mi apremiante llamamiento a trabajar para que sus conciudadanos cristianos puedan vivir con seguridad y puedan seguir dando su aportación a la sociedad de la que son miembros con pleno derecho. También en Egipto, en Alejandría, el terrorismo ha golpeado brutalmente a los fieles reunidos en oración en una iglesia. Esta sucesión de ataques es un signo más de la urgente necesidad de que los Gobiernos de la Región adopten, a pesar de las dificultades y amenazas, medidas eficaces para la protección de las minorías religiosas. Si es necesario lo diremos una vez más. En Oriente Medio, «los cristianos son ciudadanos originarios y auténticos, leales a su patria y, por ende, cumplen con sus deberes nacionales. Es normal que ellos puedan gozar de todos los derechos como ciudadanos, de la libertad de conciencia y de culto, de la libertad en el ámbito de la educación y de la enseñanza en el ámbito de los medios de comunicación» (Mensaje al Pueblo de Dios del Sínodo de Obispos para Oriente Medio, 10). A este respecto, aprecio la preocupación por los derechos de los más débiles y la clarividencia política que algunos países de Europa han demostrado en estos últimos días, pidiendo una respuesta concertada de la Unión Europea para que los cristianos sean protegidos en Oriente Medio. Quisiera recordar, en definitiva, que el derecho a la libertad religiosa no se aplica plenamente allí donde sólo se garantiza la libertad de culto, y además con limitaciones. Asimismo, animo a que se promueva la plena salvaguarda de la libertad religiosa y de los demás derechos humanos, mediante programas que, desde la escuela primaria y en el marco de la enseñanza religiosa, enseñen a respetar a todos los hermanos en humanidad. Por lo que respecta a los Estados de la Península Arábica, donde viven numerosos trabajadores cristianos inmigrantes, espero que la Iglesia católica pueda disponer de estructuras pastorales apropiadas.

Entre las normas que lesionan el derecho de las personas a la libertad religiosa, merece una mención especial la ley contra la blasfemia en Pakistán: Animo de nuevo a las autoridades de ese País a realizar los esfuerzos necesarios para abrogarla, tanto más cuanto es evidente que sirve de pretexto para cometer injusticias y violencias contra las minorías religiosas. El trágico asesinato del Gobernador del Punjab pone de manifiesto la urgencia de proceder en este sentido: la veneración a Dios promueve la fraternidad y el amor, no el odio o la división. Se pueden mencionar otras situaciones preocupantes, a veces violentas, en el Sur y Sureste del continente asiático, en países que tienen por otra parte una tradición de relaciones sociales pacíficas. El peso particular de una determinada religión en una nación jamás debería implicar la discriminación en la vida social de los ciudadanos que pertenecen a otra confesión o, peor aún, que se consienta la violencia contra ellos. A este respecto, es importante que el diálogo interreligioso favorezca un compromiso común para reconocer y promover la libertad religiosa de todas las personas y comunidades. Por último, como ya he recordado, la violencia contra los cristianos no perdona ni siquiera a África. Un triste testimonio de ello son los ataques contra dos lugares de culto en Nigeria, mientras se celebraba el Nacimiento de Cristo.

Por otra parte, en diversos países en que la Constitución reconoce una cierta libertad religiosa, la vida de las comunidades religiosas se hace, de hecho, difícil y a veces incluso insegura (cf. Conc. Vat. II, Decl. Dignitatis Humanae, 15), ya que el ordenamiento jurídico o social se inspira en sistemas filosóficos y políticos que postulan un estricto control, por no decir un monopolio, del Estado sobre la sociedad. Es necesario que cesen tales ambigüedades, de manera que los creyentes no tengan ya que debatirse entre la fidelidad a Dios y la lealtad a su patria. Pido de modo particular que todos garanticen a la comunidad católica la plena autonomía de organización y la libertad de cumplir su misión, conforme a las normas y estándares internacionales en este ámbito. En este momento, mi pensamiento vuelve de nuevo a las comunidades católicas de China continental y a sus Pastores, que viven un momento de dificultad y de prueba. Por otro lado, quisiera dirigir una palabra de ánimo a las autoridades de Cuba, País que en 2010 ha celebrado los 75 años de sus relaciones diplomáticas ininterrumpidas con la Santa Sede, para que el diálogo que felizmente se ha instaurado con la Iglesia se refuerce y amplíe todavía más.

Dirigiendo nuestra mirada de Oriente a Occidente, nos encontramos frente a otros tipos de amenazas contra el pleno ejercicio de la libertad religiosa. Pienso, en primer lugar, en los países que conceden una gran importancia al pluralismo y la tolerancia, pero donde la religión sufre una marginación creciente. Se tiende a considerar la religión, toda religión, como un factor sin importancia, extraño a la sociedad moderna o incluso desestabilizador, y se busca por diversos medios impedir su influencia en la vida social. Se llega así a exigir que los cristianos ejerzan su profesión sin referencia a sus convicciones religiosas o morales, e incluso en contradicción con ellas, como, por ejemplo, allí donde están en vigor leyes que limitan el derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios o de algunos profesionales del derecho.

En este contexto, es un motivo de alegría que el Consejo de Europa, en el mes de octubre pasado, haya adoptado una Resolución que protege el derecho del personal médico a la objeción de conciencia frente a ciertos actos que, como el aborto, lesionan gravemente el derecho a la vida.

Otra manifestación de marginación de la religión y, en particular, del cristianismo, consiste en desterrar de la vida pública fiestas y símbolos religiosos, por respeto a los que pertenecen a otras religiones o no creen. De esta manera, no sólo se limita el derecho de los creyentes a la expresión pública de su fe, sino que se cortan las raíces culturales que alimentan la identidad profunda y la cohesión social de muchas naciones. El año pasado, algunos países europeos se unieron al recurso del Gobierno italiano en la famosa causa de la exposición del crucifijo en los lugares públicos. Deseo expresar mi gratitud a las autoridades de esas naciones, así como a todos los que se han empeñado en este sentido, episcopados, organizaciones y asociaciones civiles o religiosas, en particular al Patriarcado de Moscú y a los demás representantes de la jerarquía ortodoxa, y a todas las personas, creyentes y también no creyentes, que han querido manifestar su aprecio por este símbolo portador de valores universales.

Reconocer la libertad religiosa significa, además, garantizar que las comunidades religiosas puedan trabajar libremente en la sociedad, con iniciativas en el ámbito social, caritativo o educativo. Por otra parte, se puede constatar por todo el mundo la fecunda labor de la Iglesia católica en estos ámbitos. Es preocupante que este servicio que las comunidades religiosas ofrecen a toda la sociedad, en particular mediante la educación de las jóvenes generaciones, sea puesto en peligro u obstaculizado por proyectos de ley que amenazan con crear una especie de monopolio estatal en materia escolástica, como se puede constatar por ejemplo en algunos países de América Latina. Mientras muchos de ellos celebran el segundo centenario de su independencia, ocasión propicia para recordar la contribución de la Iglesia católica en la formación de la identidad nacional, exhorto a todos los Gobiernos a promover sistemas educativos que respeten el derecho primordial de las familias a decidir la educación de sus hijos, inspirándose en el principio de subsidiariedad, esencial para organizar una sociedad justa.

Continuando mi reflexión, no puedo dejar de mencionar otra amenaza a la libertad religiosa de las familias en algunos países europeos, allí donde se ha impuesto la participación a cursos de educación sexual o cívica que transmiten una concepción de la persona y de la vida pretendidamente neutra, pero que en realidad reflejan una antropología contraria a la fe y a la justa razón.

Señoras y Señores Embajadores:

En esta solemne circunstancia, permitirme explicitar algunos principios que inspiran la actividad de la Santa Sede, y de toda la Iglesia católica, ante las Organizaciones Internacionales intergubernamentales, a fin de promover el pleno respeto de la libertad religiosa de todos. En primer lugar, está la convicción de que no se puede crear una especie de escala en la gravedad de la intolerancia contra las religiones. Desgraciadamente, una actitud semejante es frecuente, y los actos discriminatorios contra los cristianos son considerados precisamente como menos graves, menos dignos de atención por parte de los Gobiernos y de la opinión pública. Al mismo tiempo, se debe rechazar también el peligroso contraste que algunos quieren establecer entre el derecho a la libertad religiosa y los demás derechos del hombre, olvidando o negando así el papel central que el respeto de la libertad religiosa tiene en la defensa y protección de la alta dignidad del hombre. Todavía menos justificables son los intentos de oponer al derecho a la libertad religiosa unos derechos pretendidamente nuevos, promovidos activamente por ciertos sectores de la sociedad e incluidos en las legislaciones nacionales o en directivas internacionales, pero que no son, en realidad, más que la expresión de deseos egoístas que no encuentran fundamento en la auténtica naturaleza humana. Por último, es necesario afirmar que no es suficiente una proclamación abstracta de la libertad religiosa: esta norma fundamental de la vida social debe ser aplicada y respetada en todos los niveles y ámbitos; de otra manera, a pesar de justas afirmaciones de principio, se corre el riesgo de cometer profundas injusticias contra los ciudadanos que desean profesar y practicar libremente su fe.

La promoción de una plena libertad religiosa de las comunidades católicas es también el objetivo que persigue la Santa Sede cuando establece concordatos u otros acuerdos. Me alegra el que algunos Estados de diversas regiones del mundo y de tradiciones religiosas, culturales y jurídicas distintas elijan el instrumento de las convenciones internacionales como medio para organizar las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia católica, estableciendo a través del diálogo el cuadro de una colaboración en el respeto de las competencias recíprocas. El año pasado se ha concluido y ha entrado en vigor un Acuerdo para la asistencia religiosa de los fieles católicos de las fuerzas armadas en Bosnia-Herzegovina, y actualmente hay negociaciones en curso en diversos países. Esperamos un resultado positivo que asegure una solución que respete la naturaleza y la libertad de la Iglesia, para el bien de toda la sociedad.

La actividad de los representantes pontificios en los Estados y Organizaciones internacionales está igualmente al servicio de la libertad religiosa. Quisiera señalar con satisfacción que las autoridades vietnamitas han aceptado la designación de un Representante mío que, visitando las queridas comunidades católicas de ese País, manifestará la solicitud del Sucesor de Pedro. Quisiera igualmente recordar que, durante el año pasado, la red diplomática de la Santa Sede se ha reforzado en África, desde ahora una presencia estable se ha asegurado en tres países donde el nuncio no era residente. Si Dios quiere, me acercaré una vez más a ese continente, a Benin, el próximo noviembre, para entregar la Exhortación apostólica que recogerá el fruto de los trabajos de la segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos.

Ante este ilustre auditorio, quisiera reafirmar con fuerza que la religión no constituye un problema para la sociedad, no es un factor de perturbación o de conflicto. Quisiera repetir que la Iglesia no busca privilegios, ni quiere intervenir en cuestiones extrañas a su misión, sino simplemente cumplirla con libertad. Invito a cada uno a reconocer la gran lección de la historia: «¿Cómo negar la aportación de las grandes religiones del mundo al desarrollo de la civilización? La búsqueda sincera de Dios ha llevado a un mayor respeto de la dignidad del hombre. Las comunidades cristianas, con su patrimonio de valores y principios, han contribuido mucho a que las personas y los pueblos hayan tomado conciencia de su propia identidad y dignidad, así como a la conquista de instituciones democráticas y a la afirmación de los derechos del hombre con sus respectivas obligaciones. También hoy, en una sociedad cada vez más globalizada, los cristianos están llamados a dar su aportación preciosa al fatigoso y apasionante compromiso por la justicia, al desarrollo humano integral y a la recta ordenación de las realidades humanas, no sólo con un compromiso civil, económico y político responsable, sino también con el testimonio de su propia fe y caridad» (Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz, 1 enero 2011, 7).

En este sentido, la figura de la Beata Madre Teresa de Calcuta es emblemática: el centenario de su nacimiento se ha celebrado en Tirana, en Skopje, en Pristina, así como en India; le han rendido un vibrante homenaje, no sólo la Iglesia, sino también las autoridades civiles y los jefes religiosos, sin contar personas de todas las confesiones. Ejemplos como el suyo muestran al mundo cuánto puede beneficiar a la sociedad el compromiso que nace de la fe.

Que ninguna sociedad humana se prive voluntariamente de la contribución fundamental que constituyen las personas y las comunidades religiosas. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la sociedad, asegurando plenamente a todos la justa libertad religiosa, podrá así gozar «de los bienes de la justicia y de la paz que dimanan de la fidelidad de los hombres a Dios y a su santa voluntad» (Decl. Dignitatis Humanae, 6).

Por eso, mientras formulo votos para que este nuevo año sea rico en concordia y en un progreso real, exhorto a todos, responsables políticos, jefes religiosos y personas de toda clase, a emprender con determinación el camino hacia una paz auténtica y estable, que pase por el respeto del derecho a la libertad religiosa en toda su amplitud.

Sobre este compromiso, que para hacerse realidad necesita del empeño de toda la familia humana, invoco la Bendición de Dios Todopoderoso, que por su Hijo Jesucristo, nuestra paz, llevó a cabo nuestra reconciliación con él y entre nosotros (Ef. 2, 14).

Feliz año a todos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS ADMINISTRADORES DE LA REGIÓN DEL LACIO
Y DEL AYUNTAMIENTO Y LA PROVINCIA DE ROMA

Sala Clementina
Viernes 14 de enero de 2011



Ilustres señores y señoras:

Siguiendo una feliz costumbre, también este año tengo la grata ocasión de encontrarme con los representantes de las instituciones de la región del Lacio, del ayuntamiento y de la provincia de Roma. Doy las gracias a la honorable Renata Polverini, presidenta de la Junta regional del Lacio, al honorable Giovanni Alemanno, alcalde de Roma, y al honorable Nicola Zingaretti, presidente de la provincia de Roma, por las amables palabras que me han dirigido en nombre de todos. Yo también os felicito cordialmente por el nuevo año a vosotros, a los ciudadanos de Roma y de la provincia y a los habitantes del Lacio, a quienes me siendo particularmente vinculado como obispo de esta ciudad, Sucesor de Pedro.

La vocación singular de Roma, centro del catolicismo y capital del Estado italiano, exige que nuestra ciudad sea un ejemplo de fecunda y provechosa colaboración entre las instituciones públicas y la comunidad eclesial. Esta colaboración, respetando las recíprocas competencias, hoy es particularmente urgente ante los nuevos retos que se asoman en el horizonte. La Iglesia, de modo especial mediante la obra de los fieles laicos y de las asociaciones de inspiración católica, desea seguir dando su propia contribución a la promoción del bien común y de un progreso auténticamente humano.

La familia, fundada en el matrimonio entre el hombre y la mujer, es la célula originaria de la sociedad. En la familia es donde los hijos aprenden los valores humanos y cristianos que permiten una convivencia constructiva y pacífica. En la familia es donde se aprenden la solidaridad entre las generaciones, el respeto de las reglas, el perdón y la acogida del otro. En la propia casa es donde los jóvenes, experimentando el afecto de sus padres, descubren lo que es el amor y aprenden a amar. Por tanto, es preciso apoyar a la familia con políticas orgánicas que no se limiten a proponer soluciones a los problemas contingentes, sino que tengan como objetivo su consolidación y desarrollo y vayan acompañadas por una adecuada obra educativa. Por desgracia, a veces tienen lugar graves actos de violencia y se amplifican algunos aspectos de crisis de la familia, causados por los rápidos cambios sociales y culturales. También la aprobación de formas de unión que desvirtúan la esencia y el fin de la familia, acaba por penalizar a cuantos, no sin esfuerzo, se comprometen a vivir vínculos afectivos estables, garantizados jurídicamente y reconocidos públicamente. Desde esta perspectiva, la Iglesia mira favorablemente todas las iniciativas encaminadas a educar a los jóvenes a vivir el amor en la lógica del don de sí mismos, con una visión elevada y oblativa de la sexualidad. Para ese fin es necesaria una convergencia educativa entre los diversos componentes de la sociedad, para que el amor humano no se reduzca a un objeto de consumo, sino que pueda percibirse y vivirse como experiencia fundamental que da sentido y finalidad a la existencia.

La entrega recíproca de los cónyuges trae consigo la apertura a la generación, pues el deseo de la paternidad y de la maternidad está inscrito en el corazón humano. Muchas parejas desearían acoger el don de nuevos hijos, pero son impulsadas a esperar. Por esto es necesario sostener concretamente la maternidad y también garantizar a las mujeres que ejercen una profesión la posibilidad de conciliar familia y trabajo. De hecho, demasiadas veces se ven obligadas a elegir entre una u otra cosa. El desarrollo de políticas adecuadas de ayuda, así como de estructuras destinadas a la infancia, como las guarderías, también las gestionadas por familias, puede ayudar a lograr que el hijo no se vea como un problema, sino como un don y una gran alegría. Además, dado que «la apertura a la vida está en el centro del verdadero desarrollo» (Caritas in veritate, 28), el elevado número de abortos que se practican en nuestra región no puede dejarnos indiferentes. La comunidad cristiana, a través de las numerosas «Casas familia», los «Centros de ayuda a la vida» y otras iniciativas parecidas, está comprometida en acompañar y apoyar a las mujeres que encuentran dificultades para acoger una nueva vida. Las instituciones públicas deberían ofrecer su apoyo para que los consultores familiares estén en condiciones de ayudar a las mujeres a superar las causas que pueden llevar a interrumpir el embarazo. Al respecto, expreso mi aprecio por la ley vigente en la región del Lacio que prevé el llamado «cociente familiar» y considera al hijo concebido como un componente de la familia, y espero que esta normativa encuentre plena realización. Me alegra que la ciudad de Roma ya se haya comprometido en esta dirección.

En el otro aspecto de la vida, el envejecimiento de la población plantea nuevos problemas. Los ancianos son una gran riqueza para la sociedad. Sus conocimientos, su experiencia, su sabiduría son un patrimonio para los jóvenes, que necesitan maestros de vida. Si bien muchos ancianos pueden contar con el apoyo y la cercanía de su propia familia, aumenta el número de quienes viven solos y necesitan asistencia médico-sanitaria. La Iglesia, también en nuestra región, está siempre cerca de quienes se encuentran en condiciones de fragilidad por motivo de la edad o de la salud precaria. A la vez que me alegro por la sinergia existente con las grandes realidades sanitarias católicas —como por ejemplo, en el campo de la infancia, entre el hospital «Bambin Gesù» y las instituciones públicas— espero que estas estructuras puedan seguir colaborando con las entidades locales para asegurarles su servicio a cuantos se dirigen a ellas, y renuevo la invitación a promover una cultura que respete la vida hasta su término natural, en la conciencia de que «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre» (Spe salvi, 38).

En estos últimos tiempos, la serenidad de nuestras familias está amenazada por la grave y persistente crisis económica, y muchas familias ya no logran garantizar un nivel de vida suficiente a sus hijos. Nuestras parroquias, a través de Cáritas, se prodigan para salir al encuentro de estos núcleos familiares aliviando, en la medida de lo posible, las dificultades y haciendo frente a las exigencias primarias. Confío en que se tomen medidas adecuadas, encaminadas a sostener a las familias de renta baja, de modo especial a las numerosas, con demasiada frecuencia perjudicadas . A ello se añade un problema cada día más dramático. Me refiero a la grave cuestión del trabajo. En particular, los jóvenes, que después de años de preparación no ven salidas laborales y posibilidades de inserción social y de proyección de futuro, se sienten a menudo decepcionados y se ven tentados de rechazar a la propia sociedad. La prolongación de semejantes situaciones causa tensiones sociales, que las organizaciones criminales aprovechan para proponer actividades ilícitas. Por tanto, es urgente que, aun en este momento difícil, se realicen todos los esfuerzos posibles para promover políticas de empleo, que puedan garantizar un trabajo y una sustentación digna, condición indispensable para dar vida a nuevas familias.

Ilustres autoridades, son numerosos los problemas que requieren una solución. Que vuestro compromiso de administradores, que se esfuerzan por colaborar juntos por el bien de la comunidad, sepa considerar siempre al hombre como un fin, para que pueda vivir de manera auténticamente humana. Como obispo de esta ciudad quiero, por tanto, invitaros a encontrar en la Palabra de Dios la fuente de inspiración para vuestra acción política y social, en la «búsqueda del verdadero bien de todos, en el respeto y la promoción de la dignidad de cada persona» (Verbum Domini, 101). Os aseguro mi recuerdo en la oración, sobre todo por aquellos que comienzan su servicio al bien común, y a la vez que invoco sobre vuestro trabajo la protección maternal de la Virgen María, Salus Populi Romani, os imparto de corazón mi bendición, que de buen grado extiendo a los habitantes de Roma, de su provincia y de todo el Lacio.


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Alla Delegazione Ecumenica della Finlandia, in occasione della Festa di Sant'Enrico (15 gennaio 2011)

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Ai Dirigenti, Agenti e Personale dell'Ispettorato di Pubblica Sicurezza presso il Vaticano (15 gennaio 2011)

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Alla Delegazione della Chiesa Evangelica Luterana Tedesca (24 gennaio 2011)

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[Modificato da Paparatzifan 10/08/2013 21:11]
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PONTIFICIO INSTITUTO ECLESIÁSTICO POLACO

Sala del Consistorio
Lunes 17 de enero de 2011



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os acojo con gran alegría en el palacio apostólico y os doy mi más cordial bienvenida. Lo saludo a usted, monseñor rector, y a toda la comunidad del Pontificio Instituto Eclesiástico Polaco, así como a sus huéspedes. Doy las gracias de modo particular al cardenal Zenon Grocholewski por las significativas palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes.

Lo que os ha traído aquí, a encontraros con el Sucesor de Pedro y a ser confirmados en la fe y en vuestra pertenencia a la Iglesia, es una feliz circunstancia justamente muy importante para vosotros: el centenario de la fundación de esta benemérita institución. Suscitada por la iluminada y admirable iniciativa de san José Sebastián Pelczar, entonces obispo de Przemyśl, comenzó su historia ya durante el pontificado de san Pío X, al cual se presentó el proyecto de fundación. El 13 de mayo de 1909 el mismo Papa aprobó la petición de los obispos polacos y el 19 de marzo de 1910, con el decreto Religioso Polonae gentis, se erigió la Residencia Polaca. Fue solemnemente inaugurada el 13 de noviembre de 1910 por monseñor Sapieha, que más tarde sería cardenal arzobispo de Cracovia. Este centro ha podido gozar así, en el transcurso de los años, de la solicitud y el afecto de los diversos Pontífices, entre los cuales recordamos, más cerca de nosotros, al siervo de Dios Pablo VI y, naturalmente, al futuro beato, el venerable siervo de Dios Juan Pablo II que lo visitó en 1980 y subrayó su gran significado para la Iglesia y para el pueblo polaco.

Celebrar el primer centenario de esta importante institución constituye una buena ocasión para recordar por deber de gratitud a aquellos que la comenzaron con fe, con valentía y con empeño; y, al mismo tiempo, para impulsar a la responsabilidad de llevar adelante hoy sus finalidades originarias, adaptándolas oportunamente a las nuevas situaciones. Por encima de todo, hay que poner el compromiso de mantener viva el alma de la institución: su alma religiosa y eclesial, que responde al providencial designio divino de ofrecer a los sacerdotes polacos un ambiente idóneo para el estudio y la fraternidad, durante su período de formación en Roma.

De este Pontificio Instituto, que ha sido testigo de tantos acontecimientos significativos para la Iglesia en Polonia, ahora formáis parte también vosotros, queridos sacerdotes estudiantes, que, llegados al corazón de la cristiandad, deseáis profundizar seriamente vuestra preparación intelectual y espiritual, para poder desempeñar de la mejor forma posible todas las tareas de responsabilidad que os vayan encomendando poco a poco vuestros obispos al servicio del pueblo de Dios. Sentíos «piedras vivas», parte importante de esta historia que hoy requiere también vuestra respuesta personal e incisiva, ofreciendo vuestra contribución generosa, como la ofreció, durante el concilio Vaticano II, el inolvidable primado de Polonia, el cardenal Stefan Wyszyński, que precisamente en el Instituto Polaco tuvo la oportunidad de preparar la celebración del milenario del Bautismo de Polonia y el histórico Mensaje de reconciliación que los obispos polacos dirigieron a los prelados alemanes, y que contenía las famosas palabras: «Perdonamos y pedimos perdón».

La Iglesia necesita sacerdotes bien preparados, llenos de la sabiduría que se adquiere en la amistad con el Señor Jesús, acudiendo constantemente a la Mesa eucarística y a la fuente inagotable de su Evangelio. Encontrad en estas dos fuentes insustituibles el apoyo continuo y la inspiración necesaria para vuestra vida y vuestro ministerio, para un sincero amor a la Verdad, que hoy estáis llamados a profundizar también a través del estudio y la investigación científica y que podréis compartir con muchos el día de mañana. Para vosotros que como sacerdotes vivís esta peculiar experiencia romana, la búsqueda de la Verdad se ve estimulada y enriquecida por la cercanía a la Sede Apostólica, a la que compete un servicio específico y universal a la comunión católica en la verdad y en la caridad. Permanecer vinculados a Pedro, en el corazón de la Iglesia, significa reconocer, llenos de gratitud, que estáis dentro de una historia de salvación plurisecular y fecunda, que por una gracia multiforme os ha alcanzado y en la cual estáis llamados a participar activamente para que, como árbol frondoso, dé siempre sus valiosos frutos. Que el amor y la devoción a la figura de Pedro os impulse a servir generosamente a la comunión de toda la Iglesia católica y de vuestras Iglesias particulares, para que, como una única y gran familia, todos puedan aprender a reconocer en Jesús, camino, verdad y vida, el rostro del Padre misericordioso, el cual no quiere que ninguno de sus hijos se pierda.

Venerados y queridos hermanos, os encomiendo a todos a la Virgen María, tan amada por el pueblo polaco. Invocadla siempre como Madre de vuestro sacerdocio, para que os acompañe en el camino de la vida y atraiga sobre vuestro ministerio presente y futuro la abundancia de los dones del Espíritu Santo. Que María os ayude a perseverar con fidelidad gozosa en la gracia y en el compromiso de seguir a Jesús y a alimentar constantemente una entrega fructífera a vuestro trabajo cotidiano y a aquellos que el Señor pone a vuestro lado.

Os imparto de corazón a todos vosotros, así como a vuestros familiares y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica. ¡Alabado sea Jesucristo!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL CAMINO NEOCATECUMENAL

Aula Pablo VI
Lunes 17 de enero de 2011



Queridos amigos:

Me alegra recibiros y daros mi cordial bienvenida. Saludo en particular a Kiko Argüello y a Carmen Hernández, iniciadores del Camino Neocatecumenal, así como a don Mario Pezzi, agradeciéndoles las palabras de saludo y presentación que me han dirigido. Con mucho afecto os saludo a todos los aquí presentes: sacerdotes, seminaristas, familias y miembros del Camino. Doy gracias al Señor porque nos ofrece la oportunidad de realizar este encuentro, en el cual renováis vuestro vínculo con el Sucesor de Pedro, acogiendo nuevamente el mandato que Cristo resucitado dio a sus discípulos: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15).

Desde hace más de cuarenta años, el Camino Neocatecumenal contribuye a reavivar y consolidar en las diócesis y parroquias la Iniciación cristiana, favoreciendo un gradual y radical redescubrimiento de la riqueza del Bautismo, ayudando a saborear la vida divina, la vida celestial que el Señor inauguró con su encarnación, viniendo a nosotros, naciendo como uno de nosotros. Este don de Dios a su Iglesia se pone «al servicio del obispo como una modalidad de actuación diocesana de la iniciación cristiana y de la educación permanente en la fe» (Estatuto, art. 1 § 2). Este servicio, como recordaba mi predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, en su primer encuentro con vosotros en 1974 «hará posible renovar en las actuales comunidades cristianas aquellos efectos de madurez y de profundización que en la Iglesia primitiva tenían lugar en el período de preparación al Bautismo» (Al final de la audiencia general del 8 de mayo de 1974: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de mayo de 1974, p. 4).

En los últimos años se ha llevado a cabo con éxito el proceso de redacción del Estatuto del Camino Neocatecumenal que, después de un período razonable de validez ad experimentum, tuvo su aprobación definitiva en junio de 2008. Otro paso significativo se ha dado en estos días, con la aprobación, por parte de los dicasterios competentes de la Santa Sede, del «Directorio catequético del Camino Neocatecumenal». Con estos sellos eclesiales, el Señor confirma hoy y os encomienda nuevamente este instrumento precioso que es el Camino, de modo que, con filial obediencia a la Santa Sede y a los pastores de la Iglesia, podáis contribuir con nuevo celo y ardor al redescubrimiento radical y gozoso del Bautismo y dar vuestra contribución original a la causa de la nueva evangelización. La Iglesia ha reconocido en el Camino Neocatecumenal un don particular suscitado por el Espíritu Santo: como tal, tiende naturalmente a insertarse en la gran armonía del Cuerpo eclesial. A esta luz, os exhorto a buscar siempre una profunda comunión con los pastores y con todos los componentes de las Iglesias particulares y de los contextos eclesiales, tan diversos, en los que estáis llamados a actuar. La comunión fraterna entre los discípulos de Jesús es, de hecho, el primer y más grande testimonio del nombre de Jesucristo.

Me alegra de modo especial poder enviar hoy, a diversas partes del mundo, a más de 200 nuevas familias, que se han ofrecido voluntariamente con gran generosidad para ir de misión uniéndose idealmente a las cerca de 600 que ya actúan en los cinco continentes. Queridas familias, la fe que habéis recibido como don sea la luz puesta sobre el candelero, capaz de indicar a los hombres el camino hacia el cielo. Con el mismo sentimiento, enviaré 13 nuevas missiones ad gentes, que serán llamadas a realizar una nueva presencia eclesial en ambientes muy secularizados de varios países o en lugares en los que aún no ha llegado el mensaje de Cristo. Sentid a vuestro lado la presencia viva del Señor resucitado y la compañía de tantos hermanos, así como la oración del Papa, que está con vosotros.

Saludo con afecto a los presbíteros, provenientes de los seminarios diocesanos Redemptoris Mater de Europa, y a los más de dos mil seminaristas aquí presentes. Queridos hermanos, sois un signo especial y elocuente de los frutos de bien que pueden nacer del redescubrimiento de la gracia del propio Bautismo. Os miramos con particular esperanza: sed sacerdotes enamorados de Cristo y de su Iglesia, capaces de transmitir al mundo la alegría de haber encontrado al Señor y de poder estar a su servicio.

También saludo con afecto a los catequistas itinerantes y a los de las comunidades neocatecumenales de Roma y del Lacio, y con especial afecto, a las communitates in missionem. Habéis abandonado, por decir así, la seguridad de vuestras comunidades de origen para ir a lugares más lejanos e incómodos, aceptando ser enviados para ayudar a parroquias en dificultad y para buscar a la oveja perdida y devolverla al redil de Cristo. En los sufrimientos o arideces que podáis experimentar, sentíos unidos al sufrimiento de Cristo en la cruz, y a su deseo de llegar a los hermanos que están lejos de la fe y de la verdad, para conducirlos de nuevo a la casa del Padre.

Como escribí en la exhortación apostólica Verbum Domini, «la misión de la Iglesia no puede ser considerada como algo facultativo o adicional de la vida eclesial. Se trata de dejar que el Espíritu Santo nos asimile a Cristo mismo (...), para comunicar la Palabra con toda la vida» (n. 93). Todo el pueblo de Dios es un pueblo «enviado» y el anuncio del Evangelio es un compromiso de todos los cristianos, como consecuencia del Bautismo (cf. ib., 94). Os invito a estudiar la exhortación Verbum Domini, reflexionando de modo especial donde, en la tercera parte del documento, se habla de «la misión de la Iglesia: anunciar la Palabra de Dios al mundo» (nn. 90-98). Queridos amigos, sintámonos partícipes del anhelo de salvación del Señor Jesús, de la misión que él encomienda a toda la Iglesia. La santísima Virgen María, que inspiró vuestro Camino y os dio la familia de Nazaret como modelo de vuestras comunidades, os conceda vivir vuestra fe con humildad, sencillez y alabanza, interceda por todos vosotros y os acompañe en vuestra misión. Que os sostenga también mi bendición, que de corazón os imparto a vosotros y a todos los miembros del Camino Neocatecumenal dispersos por el mundo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS DIRIGENTES Y AGENTES DE LA POLICÍA DE ROMA

Sala de las Bendiciones
Viernes 21 de enero de 201



Ilustre jefe del cuerpo de Policía,
ilustres directivos y funcionarios,
queridos agentes y personal civil de la Policía del Estado:

Me alegra verdaderamente tener este encuentro con vosotros y os doy la bienvenida a la Casa de Pedro, esta vez no por servicio, sino para vernos, para hablar y saludarnos de modo más familiar. Saludo en particular al jefe del cuerpo de Policía, agradeciéndole sus amables palabras, así como a los demás directivos y al capellán. Un saludo cordial a vuestros familiares, especialmente a los niños.

Deseo ante todo daros las gracias por todo el trabajo que lleváis a cabo en favor de la ciudad de Roma, de la cual soy Obispo, para que su vida se desarrolle con orden y seguridad. Expreso mi reconocimiento también por el esfuerzo añadido que a menudo conlleva para vosotros mi actividad. La época en la que vivimos está marcada por profundos cambios. También Roma, a la que justamente se denomina «ciudad eterna», ha cambiado mucho y evoluciona; lo experimentamos cada día y vosotros sois testigos privilegiados de ello. Estos cambios a veces generan una sensación de inseguridad, debida en primer lugar a la precariedad social y económica, pero agudizada por un cierto debilitamiento de la percepción de los principios éticos sobre los que se funda el derecho y de las actitudes morales personales, que siempre dan fuerza a esos ordenamientos.

Nuestro mundo, con todas sus nuevas esperanzas y posibilidades, se caracteriza al mismo tiempo por la impresión de que se está perdiendo el consenso moral y, por consiguiente, las estructuras en las que se basa la convivencia ya no logran funcionar plenamente. Por lo tanto, en numerosas personas se insinúa la tentación de pensar que las fuerzas movilizadas para la defensa de la sociedad civil, al final están abocadas al fracaso. Frente a esta tentación, especialmente nosotros, que somos cristianos, tenemos la responsabilidad de recobrar nueva determinación a la hora de profesar la fe y hacer el bien, para seguir estando cerca de los hombres, con valentía, en sus alegrías y en sus sufrimientos, en las horas felices y en las tristes de la existencia terrena.

En nuestros días se da gran importancia a la dimensión subjetiva de la existencia. Esto, por una parte, es un bien, porque permite poner al hombre y su dignidad en el centro de la consideración tanto en el pensamiento como en la acción histórica. Pero no hay que olvidar nunca que el hombre encuentra su dignidad profundísima en la mirada amorosa de Dios, en la referencia a él. La atención a la dimensión subjetiva también es un bien cuando se pone de relieve el valor de la conciencia humana. Pero aquí encontramos un grave riesgo, porque en el pensamiento moderno se ha desarrollado una visión limitada de la conciencia, según la cual no existen puntos de referencia objetivos a la hora de determinar lo que vale y lo que es verdadero, sino que es el individuo con sus intuiciones y sus experiencias quien se convierte en el metro para medir; cada uno, pues, tiene su propia verdad, su propia moral. La consecuencia más evidente es que se tiende a confinar la religión y la moral al ámbito del sujeto, de lo privado; es decir, la fe con sus valores y sus comportamientos, ya no tendría derecho a un lugar en la vida pública y civil. Por tanto, si, por una parte, en la sociedad se da gran importancia al pluralismo y a la tolerancia, por otra, se tiende a marginar progresivamente la religión y a considerarla carente de relevancia y, en cierto sentido, extraña al mundo civil, casi como si debiera limitar su influencia sobre la vida del hombre.

Por el contrario, para los cristianos, el verdadero significado de la «conciencia» es la capacidad del hombre de reconocer la verdad, y, antes aún, la posibilidad de sentir su llamada, de buscarla y de encontrarla. El hombre debe abrirse a la verdad y al bien, para poderlos acoger libre y conscientemente. La persona humana, por lo demás, es expresión de un designio de amor y de verdad: Dios la ha «ideado», por decirlo así, con su interioridad, con su conciencia, a fin de que encuentre en esta las orientaciones para custodiarse y cultivarse a sí misma y a la sociedad humana.

Los nuevos desafíos que se asoman al horizonte exigen que Dios y el hombre vuelvan a encontrarse, que la sociedad y las instituciones públicas recuperen su «alma», sus raíces espirituales y morales, para dar nueva consistencia a los valores éticos y jurídicos de referencia y, por tanto, a la acción práctica. La fe cristiana y la Iglesia nunca dejan de dar su contribución a la promoción del bien común y de un progreso auténticamente humano. El mismo servicio religioso y de asistencia espiritual que, en virtud de las disposiciones normativas vigentes, el Estado y la Iglesia se comprometen a procurar también al personal de la Policía del Estado, testimonia la perenne fecundidad de este encuentro.

La singular vocación de la ciudad de Roma requiere hoy que vosotros, que sois funcionarios públicos, deis un buen ejemplo de positiva y provechosa interacción entre sana laicidad y fe cristiana. La eficacia de vuestro servicio, de hecho, es el fruto de la combinación entre la profesionalidad y la cualidad humana, entre la actualización de los medios y de los sistemas de seguridad y el bagaje de dotes humanas como la paciencia, la perseverancia en el bien, el sacrificio y la disponibilidad a la escucha. Todo esto, bien armonizado, redunda en beneficio de los ciudadanos, especialmente de las personas que pasan dificultades. Sabed siempre considerar al hombre como el fin, para que todos puedan vivir de forma verdaderamente humana. Como Obispo de esta ciudad, quiero invitaros a leer y meditar la Palabra de Dios, para encontrar en ella la fuente y el criterio de inspiración para vuestra acción.

Queridos amigos, cuando estéis de servicio por las calles de Roma, o en vuestras oficinas, pensad que vuestro Obispo, el Papa, reza por vosotros, que os quiere. Os agradezco vuestra visita, y os encomiendo a todos a la protección de María santísima y del arcángel san Miguel, vuestro protector celestial, mientras os imparto de corazón a vosotros, y para vuestra tarea, una bendición apostólica especial.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DEL TRIBUNAL DE LA ROTA ROMANA
EN LA INAUGURACIÓN DEL AÑO JUDICIAL

Sala Clementina
Sábado 22 de enero de 2011



Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana:

Me alegra encontrarme con vosotros para esta cita anual con ocasión de la inauguración del año judicial. Dirijo un cordial saludo al Colegio de los prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, a quien agradezco sus amables palabras. Saludo a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este Tribunal, así como a todos los presentes. Este momento me brinda la oportunidad de renovar mi estima por la obra que lleváis a cabo al servicio de la Iglesia y de animaros a un compromiso cada vez mayor en un sector tan delicado e importante para la pastoral y para la salus animarum.

La relación entre el derecho y la pastoral ocupó el centro del debate posconciliar sobre el derecho canónico. La célebre afirmación del venerable siervo de Dios Juan Pablo II, según la cual «no es verdad que, para ser más pastoral, el derecho deba hacerse menos jurídico» (Discurso a la Rota romana, 18 de enero de 1990, n. 4: AAS 82 [1990] 874; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de enero de 1990, p. 11) expresa la superación radical de una aparente contraposición. «La dimensión jurídica y la pastoral —decía— están inseparablemente unidas en la Iglesia peregrina sobre esta tierra. Ante todo, existe armonía entre ellas, que deriva de la finalidad común: la salvación de las almas» (ib.). En el primer encuentro que tuve con vosotros en 2006, traté de evidenciar el auténtico sentido pastoral de los procesos de nulidad del matrimonio, fundado en el amor a la verdad (cf. Discurso a la Rota romana, 28 de enero de 2006: AAS 98 [2006] 135-138). Hoy quiero detenerme a considerar la dimensión jurídica que está inscrita en la actividad pastoral de preparación y admisión al matrimonio, para tratar de poner de relieve el nexo que existe entre esa actividad y los procesos judiciales matrimoniales.

La dimensión canónica de la preparación al matrimonio quizás no es un elemento que se percibe inmediatamente. En efecto, por una parte se observa que en los cursos de preparación al matrimonio las cuestiones canónicas ocupan un lugar muy modesto, cuando no insignificante, puesto que se tiende a pensar que los futuros esposos tienen muy poco interés en problemáticas reservadas a los especialistas. Por otra, aunque a nadie se le escapa la necesidad de las actividades jurídicas que preceden al matrimonio, dirigidas a comprobar que «nada se opone a su celebración válida y lícita» (CIC, can. 1066), se ha difundido la mentalidad según la cual el examen de los esposos, las publicaciones matrimoniales y los demás medios oportunos para llevar a cabo las necesarias investigaciones prematrimoniales (cf. ib., can. 1067), entre los cuales se hallan los cursos de preparación al matrimonio, constituyen trámites de naturaleza exclusivamente formal. De hecho, a menudo se considera que, al admitir a las parejas al matrimonio, los pastores deberían proceder con liberalidad, al estar en juego el derecho natural de las personas a casarse.

Conviene, al respecto, reflexionar sobre la dimensión jurídica del matrimonio mismo. Es un tema al que aludí en el contexto de una reflexión sobre la verdad del matrimonio, en la que afirmé, entre otras cosas: «Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista, el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su intrínseco deber ser» (Discurso a la Rota romana, 27 de enero de 2007, AAS 99 [2007] 90; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de febrero de 2007, p. 6). No existe, por tanto, un matrimonio de la vida y otro del derecho: no hay más que un solo matrimonio, el cual es constitutivamente vínculo jurídico real entre el hombre y la mujer, un vínculo sobre el que se apoya la auténtica dinámica conyugal de vida y de amor. El matrimonio celebrado por los esposos, aquel del que se ocupa la pastoral y el regulado por la doctrina canónica, son una sola realidad natural y salvífica, cuya riqueza da ciertamente lugar a una variedad de enfoques, pero sin que se pierda su identidad esencial. El aspecto jurídico está intrínsecamente vinculado a la esencia del matrimonio. Esto se comprende a la luz de una noción no positivista del derecho, sino considerada en la perspectiva de la relacionalidad según justicia.

El derecho a casarse, o ius connubii, se debe ver en esa perspectiva. Es decir, no se trata de una pretensión subjetiva que los pastores deban satisfacer mediante un mero reconocimiento formal, independientemente del contenido efectivo de la unión. El derecho a contraer matrimonio presupone que se pueda y se quiera celebrarlo de verdad y, por tanto, en la verdad de su esencia tal como la enseña la Iglesia. Nadie puede reivindicar el derecho a una ceremonia nupcial. En efecto, el ius connubii se refiere al derecho de celebrar un auténtico matrimonio. No se negaría, por tanto, el ius connubii allí donde fuera evidente que no se dan las premisas para su ejercicio, es decir, si faltara claramente la capacidad requerida para casarse, o la voluntad se planteara un objetivo que está en contraste con la realidad natural del matrimonio.

A propósito de esto, quiero reafirmar lo que escribí tras el Sínodo de los obispos sobre la Eucaristía: «Debido a la complejidad del contexto cultural en que vive la Iglesia en muchos países, el Sínodo recomendó tener el máximo cuidado pastoral en la formación de los novios y en la verificación previa de sus convicciones sobre los compromisos irrenunciables para la validez del sacramento del matrimonio. Un discernimiento serio sobre este punto podrá evitar que los dos jóvenes, movidos por impulsos emotivos o razones superficiales, asuman responsabilidades que luego no sabrían respetar (cf. Propositio 40). El bien que la Iglesia y toda la sociedad esperan del matrimonio, y de la familia fundada en él, es demasiado grande como para no ocuparse a fondo de este ámbito pastoral específico. Matrimonio y familia son instituciones que deben ser promovidas y protegidas de cualquier equívoco posible sobre su auténtica verdad, porque el daño que se les hace provoca de hecho una herida a la convivencia humana como tal» (Sacramentum caritatis, 22 de febrero de 2007, n. 29: AAS 99 [2007] 130).

La preparación al matrimonio, en sus varias fases descritas por el Papa Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio, tiene ciertamente finalidades que trascienden la dimensión jurídica, pues su horizonte está constituido por el bien integral, humano y cristiano, de los cónyuges y de sus futuros hijos (cf. n. 66: AAS 73 [1981] 159-162), orientado en definitiva a la santidad de su vida (cf. Código de derecho canónico, can. 1063, n. 2). Sin embargo, no hay que olvidar nunca que el objetivo inmediato de esa preparación es promover la libre celebración de un verdadero matrimonio, es decir, la constitución de un vínculo de justicia y de amor entre los cónyuges, con las características de la unidad y la indisolubilidad, ordenado al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole, y que entre los bautizados constituye uno de los sacramentos de la Nueva Alianza. Con ello no se dirige a la pareja un mensaje ideológico extrínseco, ni mucho menos se le impone un modelo cultural; más bien, se ayuda a los novios a descubrir la verdad de una inclinación natural y de una capacidad de comprometerse que ellos llevan inscritas en su ser relacional hombre-mujer. De allí brota el derecho como componente esencial de la relación matrimonial, arraigado en una potencialidad natural de los cónyuges que la donación consensuada actualiza. Razón y fe contribuyen a iluminar esta verdad de vida, aunque debe quedar claro que, como enseñó también el venerable Juan Pablo ii, «la Iglesia no rechaza la celebración del matrimonio a quien está bien dispuesto, aunque esté imperfectamente preparado desde el punto de vista sobrenatural, con tal de que tenga la recta intención de casarse según la realidad natural del matrimonio» (Discurso a la Rota romana, 30 de enero de 2003, n. 8: AAS 95 [2003] 397; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 7 de febrero de 2003, p. 6). En esta perspectiva debe ponerse un cuidado particular en acompañar la preparación al matrimonio tanto remota como próxima e inmediata (cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 66: AAS 73 [1981] 159-162).

Entre los medios para asegurar que el proyecto de los contrayentes sea realmente conyugal destaca el examen prematrimonial. Ese examen tiene una finalidad principalmente jurídica: comprobar que nada se oponga a la celebración válida y lícita de las bodas. Jurídico, sin embargo, no quiere decir formalista, como si fuera un trámite burocrático consistente en rellenar un formulario sobre la base de preguntas rituales. Se trata, en cambio, de una ocasión pastoral única —que es preciso valorar con toda la seriedad y la atención que requiere— en la que, a través de un diálogo lleno de respeto y de cordialidad, el pastor trata de ayudar a la persona a ponerse seriamente ante la verdad sobre sí misma y sobre su propia vocación humana y cristiana al matrimonio. En este sentido, el diálogo, siempre realizado separadamente con cada uno de los dos contrayentes —sin disminuir la conveniencia de otros coloquios con la pareja— requiere un clima de plena sinceridad, en el que se debería subrayar el hecho de que los propios contrayentes son los primeros interesados y los primeros obligados en conciencia a celebrar un matrimonio válido.

De esta forma, con los diversos medios a disposición para una esmerada preparación y verificación, se puede llevar a cabo una eficaz acción pastoral dirigida a la prevención de las nulidades matrimoniales. Es necesario esforzarse para que se interrumpa, en la medida de lo posible, el círculo vicioso que a menudo se verifica entre una admisión por descontado al matrimonio, sin una preparación adecuada y un examen serio de los requisitos previstos para su celebración, y una declaración judicial a veces igualmente fácil, pero de signo inverso, en la que el matrimonio mismo se considera nulo solamente basándose en la constatación de su fracaso. Es verdad que no todos los motivos de una posible declaración de nulidad pueden identificarse o incluso manifestarse en la preparación al matrimonio, pero, igualmente, no sería justo obstaculizar el acceso a las nupcias sobre la base de presunciones infundadas, como la de considerar que, a día de hoy, las personas son generalmente incapaces o tienen una voluntad sólo aparentemente matrimonial. En esta perspectiva, es importante que haya una toma de conciencia aún más incisiva sobre la responsabilidad en esta materia de aquellos que tienen cura de almas. El derecho canónico en general, y especialmente el matrimonial y procesal, requieren ciertamente una preparación particular, pero el conocimiento de los aspectos básicos y de los inmediatamente prácticos del derecho canónico, relativos a las propias funciones, constituye una exigencia formativa de relevancia primordial para todos los agentes pastorales, en especial para aquellos que actúan en la pastoral familiar.

Todo ello requiere, además, que la actuación de los tribunales eclesiásticos transmita un mensaje unívoco sobre lo que es esencial en el matrimonio, en sintonía con el Magisterio y la ley canónica, hablando con una sola voz. Ante la necesidad de la unidad de la jurisprudencia, confiada al cuidado de este Tribunal, los demás tribunales eclesiásticos deben adecuarse a la jurisprudencia rotal (cf. Juan Pablo II, Discurso a la Rota romana, 17 de enero de 1998, n. 4: AAS 90 [1998] 783). Recientemente insistí en la necesidad de juzgar rectamente las causas relativas a la incapacidad consensual (cf. Discurso a la Rota romana, 29 de enero de 2009: AAS 101 [2009] 124-128). La cuestión sigue siendo muy actual, y por desgracia aún persisten posiciones incorrectas, como la de identificar la discreción de juicio requerida para el matrimonio (cf. Código de derecho canónico, can. 1095, n. 2) con la deseada prudencia en la decisión de casarse, confundiendo así una cuestión de capacidad con otra que no afecta a la validez, pues concierne al grado de sabiduría práctica con la que se ha tomado una decisión que es, en cualquier caso, verdaderamente matrimonial. Más grave aún sería el malentendido si se quisiera atribuir eficacia invalidante a las decisiones imprudentes tomadas durante la vida matrimonial.

En el ámbito de las nulidades por la exclusión de los bienes esenciales del matrimonio (cf. ib., can. 1101 § 2) es necesario también un serio esfuerzo para que las sentencias judiciales reflejen la verdad sobre el matrimonio, la misma que debe iluminar el momento de la admisión a las nupcias. Pienso, de modo particular, en la cuestión de la exclusión del bonum coniugum. Con respecto a esa exclusión parece repetirse el mismo peligro que amenaza la recta aplicación de las normas sobre la incapacidad, es decir, el de buscar motivos de nulidad en los comportamientos que no tienen que ver con la constitución del vínculo conyugal sino con su realización en la vida. Es necesario resistir a la tentación de transformar las simples faltas de los esposos en su existencia conyugal en defectos de consenso. De hecho, la verdadera exclusión sólo puede verificarse cuando se menoscaba la ordenación al bien de los cónyuges (cf. ib., can. 1055 § 1), excluida con un acto positivo de voluntad. Sin duda, son del todo excepcionales los casos en los que falta el reconocimiento del otro como cónyuge, o bien se excluye la ordenación esencial de la comunidad de vida conyugal al bien del otro. La jurisprudencia de la Rota romana deberá examinar atentamente la precisión de estas hipótesis de exclusión del bonum coniugum.

Al concluir estas reflexiones, vuelvo a considerar la relación entre derecho y pastoral, la cual a menudo es objeto de malentendidos, en detrimento del derecho, pero también de la pastoral. Es necesario, en cambio, favorecer en todos los sectores, y de modo especial en el campo del matrimonio y de la familia, una dinámica de signo opuesto, de armonía profunda entre pastoralidad y juridicidad, que ciertamente se revelará fecunda en el servicio prestado a quien se acerca al matrimonio.

Queridos componentes del Tribunal de la Rota romana, os encomiendo a todos a la poderosa intercesión de la santísima Virgen María, para que nunca os falte la asistencia divina al llevar a cabo con fidelidad, espíritu de servicio y fruto vuestro trabajo diario, y de buen grado os imparto a todos una especial bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN MIXTA INTERNACIONAL
PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO ENTRE LA IGLESIA CATÓLICA
Y LAS IGLESIAS ORTODOXAS

Viernes 28 de enero de 2011



Eminencias,
excelencias,
queridos hermanos en Cristo:

Para mí es una gran alegría daros la bienvenida, miembros de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Iglesias orientales ortodoxas. A través de vosotros extiendo de buen grado un saludo fraterno a mis venerables hermanos jerarcas de las Iglesias orientales ortodoxas.

Agradezco el trabajo de la Comisión, que comenzó en enero de 2003 como una iniciativa conjunta de las autoridades eclesiales de la familia de las Iglesias orientales ortodoxas y del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.

Como sabéis, el resultado de la primera fase de este diálogo, de 2003 a 2009, fue el texto común titulado Naturaleza, constitución y misión de la Iglesia. El documento subrayaba aspectos de los principios eclesiológicos fundamentales que compartimos e identificaba cuestiones que requerían una reflexión más profunda en fases sucesivas del diálogo. No podemos menos de estar agradecidos por el hecho de que, después de casi quince siglos de separación, seguimos de acuerdo sobre la naturaleza sacramental de la Iglesia, sobre la sucesión apostólica en el servicio sacerdotal y sobre la apremiante necesidad de testimoniar en el mundo el Evangelio de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

En la segunda fase la Comisión ha reflexionado desde una perspectiva histórica sobre las modalidades según las cuales las Iglesias han expresado su comunión a lo largo de los siglos. Durante el encuentro de esta semana habéis profundizado vuestro estudio de la comunión y la comunicación que existían entre las Iglesias hasta mediados del siglo V de la historia cristiana, así como sobre el papel que desempeñó el monaquismo en la vida de la Iglesia primitiva.

Debemos confiar en que vuestra reflexión teológica lleve a nuestras Iglesias no sólo a comprenderse mutuamente de modo más profundo, sino también a continuar con firmeza nuestro camino de forma decisiva hacia la plena comunión a la que nos llama la voluntad de Cristo. Por esta intención hemos elevado nuestra plegaria común durante la Semana de oración por la unidad de los cristianos que acabamos de concluir.

Muchos de vosotros procedéis de regiones donde los fieles y las comunidades cristianas deben afrontar pruebas y dificultades que son para nosotros causa de profunda preocupación. Es preciso que todos los cristianos cooperen en la aceptación y la confianza mutua a fin de servir la causa de la paz y de la justicia. Que la intercesión y el ejemplo de los numerosos mártires y santos que han dado valiente testimonio de Cristo en todas nuestras Iglesias os sostengan y fortalezcan a vosotros y a vuestras comunidades cristianas.

Con sentimientos de afecto fraterno, invoco sobre todos vosotros la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL PONTIFICIO COLEGIO ETÍOPE EN EL VATICANO

Sala de los Papas
Sábado 29 de enero de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en la feliz circunstancia del 150° aniversario del nacimiento al cielo de san Justino De Jacobis. Os saludo cordialmente a cada uno, queridos sacerdotes y seminaristas del Pontificio Colegio Etíope, que la Divina Providencia dispuso que vivierais cerca del sepulcro del apóstol san Pedro, signo de los antiguos y profundos vínculos de comunión que unen a la Iglesia en Etiopía y en Eritrea con la Sede Apostólica. Saludo de modo especial al rector, padre Teclezghi Bahta, a quien agradezco las amables palabras con las cuales ha introducido nuestro encuentro, recordando las diversas y significativas circunstancias que lo han motivado. Os acojo hoy con especial afecto y, junto a vosotros, deseo recordar a vuestras comunidades de origen.

Ahora quiero detenerme en la luminosa figura de san Justino De Jacobis, del cual el pasado 31 de julio celebrasteis el significativo aniversario. Digno hijo de san Vincente de Paúl, san Justino vivió de modo ejemplar su «hacerse todo a todos», especialmente al servicio del pueblo abisinio. Enviado como misionero a Tigrai, en Etiopía, a los treinta y ocho años por el entonces prefecto de Propaganda Fide, el cardenal Franzoni, trabajó primero en Adua y después en Guala, donde pensó en seguida en formar a sacerdotes etíopes, dando vida a un seminario llamado «Colegio de la Inmaculada». Con su diligente ministerio trabajó incansablemente para que aquella porción del pueblo de Dios recobrara el fervor originario de la fe, sembrada por el primer evangelizador san Frumencio (cf. PL 21, 473-80). Justino intuyó con clarividencia que la atención al contexto cultural debía ser un modo privilegiado con el cual la gracia del Señor iba a formar nuevas generaciones de cristianos. Aprendió la lengua local y favoreció la tradición litúrgica plurisecular del rito propio de aquellas comunidades, y se dedicó también a una eficaz obra ecuménica. Durante más de veinte años su generoso ministerio, sacerdotal primero y episcopal después, benefició a cuantos encontraba y amaba como miembros vivos del pueblo a él encomendado.

Por su celo educativo, especialmente en la formación de los sacerdotes, es justo que se le considere el patrono de vuestro Colegio; en efecto, todavía hoy esta benemérita institución acoge a presbíteros y candidatos al sacerdocio sosteniéndolos en su empeño de preparación teológica, espiritual y pastoral. Al regresar a las comunidades de origen, o acompañando a vuestros compatriotas que han emigrado al extranjero, sabed suscitar en cada uno el amor a Dios y a la Iglesia, según el ejemplo de san Justino De Jacobis. Él coronó su fecunda contribución a la vida religiosa y civil de los pueblos abisinios con el don de su vida, silenciosamente entregada a Dios después de muchos sufrimientos y persecuciones. El venerable Pío XII lo beatificó el 25 de junio de 1939 y el siervo de Dios Pablo VI lo canonizó el 26 de octubre de 1975.

También para vosotros, queridos sacerdotes y seminaristas, está trazado el camino de la santidad. Cristo sigue estando presente en el mundo y sigue revelándose a través de aquellos que, como san Justino De Jacobis, se dejan animar por su Espíritu. Nos lo recuerda el concilio Vaticano ii que, entre otras cosas, afirma: «Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro en la vida de aquellos que, compartiendo nuestra misma humanidad, sin embargo se transforman más perfectamente a imagen de Cristo (cf. 2 Co 3, 18). En ellos, él mismo nos habla y nos da un signo de su reino» (Lumen gentium, 50).

Cristo, el eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, que con la especial vocación al ministerio sacerdotal ha «conquistado» nuestra vida, no suprime las cualidades características de la persona; al contrario, las eleva, las ennoblece y, haciéndolas suyas, las llama a servir su misterio y su obra. Asimismo, Dios nos necesita a cada uno de nosotros «para revelar en los tiempos venideros la inmensa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 7). A pesar del carácter propio de la vocación de cada uno, no estamos separados entre nosotros; al contrario, somos solidarios, en comunión dentro de un único organismo espiritual. Estamos llamados a formar el Cristo total, una unidad recapitulada en el Señor, vivificada por su Espíritu para convertirnos en su «pléroma» y enriquecer el cántico de alabanza que él eleva al Padre. Cristo es inseparable de la Iglesia, que es su Cuerpo. En la Iglesia Cristo une más estrechamente a sí a los bautizados y, alimentándolos en la mesa eucarística, los hace partícipes de su vida gloriosa (cf. Lumen gentium, 48). La santidad se sitúa, por tanto, en el corazón del misterio eclesial y es la vocación a la que estamos llamados todos. Los santos no son un adorno que reviste a la Iglesia por fuera, sino que son como las flores de un árbol que revelan la inagotable vitalidad de la savia que lo irriga. Es hermoso contemplar así a la Iglesia, de modo ascensional hacia la plenitud del Vir perfectus; en continua, fatigosa, progresiva maduración; dinámicamente impulsada hacia el pleno cumplimiento en Cristo.

Queridos sacerdotes y seminaristas del Pontificio Colegio Etíope, vivid con alegría y entrega este período importante de vuestra formación, a la sombra de la cúpula de San Pedro: avanzad con decisión por el camino de la santidad. Vosotros sois un signo de esperanza, especialmente para la Iglesia en vuestros países de origen. Estoy seguro de que la experiencia de comunión vivida aquí en Roma os ayudará también a dar una valiosa contribución al crecimiento y a la convivencia pacífica de vuestras amadas naciones. Acompaño vuestro camino con mi oración y, por intercesión de san Justino De Jacobis y de la Virgen María, os imparto con afecto la bendición apostólica, que extiendo de buen grado a las Hermanas de la Virgen Niña, al personal de la Casa y a todos vuestros seres queridos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SR. ALFONS M. KLOSS,
EMBAJADOR DE AUSTRIA ANTE LA SANTA SEDE

Jueves 3 de febrero de 2011





Querido embajador:

Me complace aceptar las cartas con las que el presidente de la República de Austria lo ha acreditado como embajador extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede. Al mismo tiempo le agradezco las cordiales palabras con las cuales ha expresado también la cercanía del presidente y del Gobierno al Sucesor de Pedro. Por mi parte, dirijo al presidente, al canciller y a los miembros del Gobierno, así como a todos los ciudadanos de Austria, mi afectuoso saludo y expreso la esperanza de que las relaciones entre la Santa Sede y Austria continúen dando frutos en el futuro.

La cultura, la historia y la vida cotidiana de Austria, «tierra de catedrales» (Himno nacional), están marcadas profundamente por la fe católica. Lo pude constatar también durante mi visita pastoral a su país y durante la peregrinación a Mariazell hace cuatro años. Los fieles, con los que me encontré, representan a los miles de hombres y mujeres de todo el país que, con su vida de fe en la cotidianidad y la disponibilidad a los demás, muestran los rasgos más nobles del hombre y difunden el amor de Cristo. Al mismo tiempo Austria también es un país en el que la coexistencia pacífica de varias religiones y culturas tiene una larga tradición. «En la armonía reside la fuerza», decía ya el antiguo himno popular en tiempos de la monarquía. Esto vale de modo especial para la dimensión religiosa, que hunde sus raíces en lo más profundo de la conciencia del hombre y por eso pertenece a la vida de cada individuo y a la convivencia de la comunidad. La patria espiritual, de la que tienen necesidad como punto de apoyo muchas personas que viven una situación laboral de cada vez mayor movilidad y cambio constante, debería poder existir públicamente y en un clima de convivencia pacífica con otras confesiones de fe.

En muchos países europeos la relación entre el Estado y la religión está afrontando una tensión particular. Por una parte, las autoridades políticas se cuidan de no conceder espacios públicos a las religiones, entendiéndolas como ideas de fe meramente individuales de los ciudadanos. Por otra, se busca aplicar los criterios de una opinión pública secular a las comunidades religiosas. Parece que se quiere adaptar el Evangelio a la cultura y, sin embargo, se busca impedir, de un modo casi embarazoso, que la cultura sea plasmada por la dimensión religiosa. En cambio, se debe destacar la actitud, sobre todo de algunos Estados de Europa central y oriental, que buscan dar espacios a las cuestiones fundamentales del hombre, a la fe en Dios y a la fe en la salvación por medio de Dios. La Santa Sede ha constatado con satisfacción algunas actividades del Gobierno austriaco en este sentido, entre ellas la importante posición asumida con relación a la llamada «sentencia del crucifijo» (Kreuzurteil) del Tribunal europeo de los derechos humanos, o la propuesta del ministro de Asuntos exteriores «que también el nuevo servicio europeo para la Acción externa observe la situación de la libertad religiosa en el mundo, redacte regularmente un informe y lo presente a los ministros de Asuntos exteriores de la Unión europea» (Austria Presse Agentur, 10 de diciembre de 2010).

El reconocimiento de la libertad religiosa permite a la comunidad eclesial realizar sus múltiples actividades, que benefician a toda la sociedad. Aquí se hace referencia a los varios institutos de formación y servicios caritativos gestionados por la Iglesia, que usted, señor embajador, ha citado. El compromiso de la Iglesia por los necesitados hace evidente el modo en que, en cierto sentido, se considera portavoz de las personas desfavorecidas. Este compromiso eclesial, que en la sociedad recibe amplio reconocimiento, no se puede reducir a mera beneficencia.

Sus raíces más profundas están en Dios, en el Dios que es amor. Por eso es necesario respetar plenamente la actividad propia de la Iglesia, sin convertirla en uno de los muchos suministradores de servicios sociales. Es necesario, en cambio, considerarla en la totalidad de su dimensión religiosa. Por tanto, siempre es preciso combatir la tendencia al aislamiento egoísta. Todas las fuerzas sociales tienen la tarea urgente y constante de garantizar la dimensión moral de la cultura, la dimensión de una cultura que sea digna del hombre y de su vida en comunidad. Por esto la Iglesia católica trabajará con todas sus fuerzas por el bien de la sociedad.

Otro programa importante de la Santa Sede es una política equilibrada para la familia. Esta ocupa en la sociedad un espacio que atañe a los cimientos de la vida humana. El orden social encuentra un apoyo esencial en la unión esponsal de un hombre y una mujer, que está dirigida también a la procreación. Por eso el matrimonio y la familia exigen una tutela especial por parte del Estado. Son para todos sus miembros una escuela de humanidad con efectos positivos tanto para los individuos como para la sociedad. De hecho, la familia está llamada a vivir y a tutelar el amor recíproco y la verdad, el respeto y la justicia, la fidelidad y la colaboración, el servicio y la disponibilidad hacia los demás, en particular hacia los más débiles. Sin embargo, la familia con muchos hijos a menudo se ve perjudicada. Los problemas en este tipo de familias, como por ejemplo un alto potencial de conflictividad, nivel bajo de vida, difícil acceso a la formación, endeudamiento y aumento de los divorcios, hacen pensar en causas más profundas que deberían eliminarse de la sociedad. Además, es preciso lamentar que la vida de los nascituri no reciba una tutela suficiente y que, al contrario, a menudo sólo se les reconozca un derecho de existencia secundario respecto a la libertad de decisión de sus padres.

La edificación de la casa común europea sólo puede llegar a buen puerto si este continente es consciente de sus raíces cristianas y si los valores del Evangelio, así como de la imagen cristiana del hombre, son también en el futuro el fermento de la civilización europea. La fe vivida en Cristo y el amor activo al prójimo, de acuerdo con la palabra y la vida de Cristo y el ejemplo de los santos, deben pesar más en la cultura occidental cristiana. Sus compatriotas proclamados santos recientemente, como Franz Jägerstätter, sor Restituta Kafka, Lasdislaus Batthyány-Strattman y Carlos de Austria, nos pueden abrir perspectivas más amplias. Estos santos, a través de distintos caminos de vida, se entregaron con la misma dedicación al servicio de Dios y de su mensaje de amor al prójimo. Así son para nosotros guías en la fe y testigos de la comprensión entre los pueblos.

Por último, señor embajador, deseo asegurarle que en el desempeño de la importante misión que le ha sido confiada puede contar con mi apoyo y el de mis colaboradores. Le encomiendo a usted, a su familia y a todos los miembros de la embajada de Austria en la Santa Sede a la santísima Virgen María, la Magna Mater Austriae, y de corazón le imparto a usted y todo el amado pueblo austriaco la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL EMMANUEL

Sala del Consistorio
Jueves 3 de febrero de 2011



Queridos hermanos en el episcopado;
queridos amigos:

Me alegra acogeros ahora que la Comunidad del Emmanuel se prepara para celebrar el 20˚ aniversario de la muerte de su fundador, Pierre Goursat, cuya causa de beatificación se introdujo el año pasado. Que el ejemplo de su vida de fe y el de su compromiso misionero os estimulen y sean para vosotros una llamada constante a caminar hacia la santidad. En los próximos meses celebraréis también los 30 años del servicio de FIDESCO en favor de los países más pobres, así como los 40 años de la fundación de la Comunidad y los 20 años del reconocimiento de sus Estatutos de parte del Consejo pontificio para los laicos. Junto a vosotros doy gracias a Dios por esta obra. Dirijo mi más cordial saludo a cada uno y cada una de vosotros, sacerdotes y laicos. Saludo en particular al moderador de la Comunidad —a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido—, a los miembros del Consejo internacional, a los responsables de los grandes servicios, así como a los obispos que provienen de la Comunidad. Que vuestra peregrinación a Roma al principio de este año jubilar sea ocasión para renovar vuestro compromiso de seguir siendo discípulos ardientes de Cristo en la fidelidad a la Iglesia y a sus pastores.

Queridos amigos, la gracia profunda de vuestra Comunidad viene de la adoración eucarística. De esta adoración nace la compasión por todos los hombres y de esta compasión nace la sed de evangelizar (cf. Estatutos, Preámbulo I). En el espíritu de vuestro carisma, os aliento a profundizar vuestra vida espiritual reservando un lugar esencial al encuentro personal con Cristo, el Emmanuel, Dios-con-nosotros, a fin de dejaros transformar por él y de que madure en vosotros el deseo apasionado de la misión. En la Eucaristía encontráis la fuente de todos vuestros compromisos en el seguimiento de Cristo, y en su adoración purificáis vuestra mirada sobre la vida del mundo. «En efecto, no podemos guardar para nosotros el amor que celebramos en el Sacramento. Este amor exige por su naturaleza que sea comunicado a todos. Lo que el mundo necesita es el amor de Dios, encontrar a Cristo y creer en él» (Sacramentum caritatis, 84). Una vida auténticamente eucarística es una vida misionera. En un mundo a menudo desorientado y que busca nuevas razones para vivir, es preciso llevar la luz de Cristo a todos. Estad en medio de los hombres y las mujeres de hoy como ardientes misioneros del Evangelio, sostenidos por una vida radicalmente aferrada por Cristo. Tened sed de anunciar la Palabra de Dios.

Hoy, la urgencia de este anuncio es especialmente evidente en las familias, con tanta frecuencia rotas, en los jóvenes y en los ambientes intelectuales. Contribuid a renovar desde dentro el dinamismo apostólico de las parroquias, desarrollando sus orientaciones espirituales y misioneras. Asimismo, os aliento a estar atentos a las personas que vuelven a la Iglesia y que no han recibido una catequesis profunda. Ayudadles a arraigar su fe en una vida auténticamente teologal, sacramental y eclesial. El trabajo que realiza en particular FIDESCO testimonia también vuestro compromiso en favor de las poblaciones de los países más pobres. Que en todas partes vuestra caridad irradie el amor de Cristo y se convierta así en una fuerza para construir un mundo más justo y fraterno.

Invito especialmente a vuestra Comunidad a vivir una verdadera comunión entre sus miembros. Esta comunión, que no es simple solidaridad humana entre miembros de una misma familia espiritual, se basa en vuestra relación con Cristo y en un compromiso común de servirle. De este modo la vida comunitaria que deseáis llevar, en el respeto del estado de vida de cada persona, será para la sociedad un testimonio vivo del amor fraterno que debe ser el alma de todas las relaciones humanas. La comunión fraterna ya es un anuncio del mundo nuevo que Cristo vino a instaurar.

Que esta misma comunión, que no significa replegarse en sí mismos, sea también efectiva con las Iglesias locales. En efecto, cada carisma hace referencia al crecimiento de todo el Cuerpo de Cristo. La acción misionera, por tanto, debe adaptarse incesantemente a las realidades de la Iglesia local, con una preocupación permanente de consonancia y de colaboración con los pastores, bajo la autoridad del obispo. Por otra parte, el reconocimiento mutuo de la diversidad de vocaciones en la Iglesia y de su contribución indispensable a la evangelización es un signo elocuente de la unidad de los discípulos de Cristo y de la credibilidad de su testimonio.

La Virgen María, Madre del Emmanuel, ocupa un lugar importante en la espiritualidad de vuestra Comunidad. Acogedla «en vuestra casa», como hizo el discípulo amado, para que sea verdaderamente la madre que os guíe hacia su Hijo divino y os ayude a permanecer fieles a él. Encomendándoos a su intercesión maternal, de todo corazón os imparto a cada uno y a cada una de vosotros, así como a todos los miembros de la Comunidad del Emmanuel, la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DEL TRIBUNAL SUPREMO DE LA SIGNATURA APOSTÓLICA

Sala del Consistorio
Viernes 4 de febrero de 2011



Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Ante todo deseo saludar cordialmente al prefecto de la Signatura apostólica, el señor cardenal Raymond Leo Burke, a quien agradezco las palabras con las que ha introducido este encuentro. Saludo a los señores cardenales, y a los obispos miembros del Tribunal supremo, al secretario, a los oficiales y a todos los colaboradores que desempeñan su ministerio cotidiano en el dicasterio. Dirijo también un cordial saludo a los referendarios y a los abogados.

Esta es la primera oportunidad de encontrarme con el Tribunal de la Signatura apostólica después de la promulgación de la Lex propria, que firmé el 21 de junio de 2008. Precisamente en el transcurso de la preparación de esa ley surgió el deseo de los miembros de la Signatura de poder dedicar —en la forma común de todo dicasterio de la Curia romana (cf. const. ap. Pastor bonus, 28 de junio de 1988, art. 11; Reglamento general de la Curia romana, 30 de abril de 1999, art. 112-117)— una periódica congregatio plenaria a la promoción de la recta administración de la justicia en la Iglesia (cf. Lex propria, art. 112). La función de este Tribunal, de hecho, no se limita al ejercicio supremo de la función judicial, sino que también lleva a cabo como oficio propio, en el ámbito ejecutivo, la supervisión de la recta administración de la justicia en el Corpus Ecclesiae (cf. const. ap. Pastor bonus, art. 121; Lex propria, art. 32). Esto implica, entre otras cosas, como la Lex propria indica, la recogida actualizada de información sobre el estado y la actividad de los tribunales locales a través del informe anual que cada tribunal tiene que enviar a la Signatura apostólica; la organización y elaboración de los datos que vienen de ellos; la identificación de estrategias para la valoración de los recursos humanos e institucionales en los tribunales locales, así como el ejercicio constante de la función de orientación dirigida a los moderadores de los tribunales diocesanos e interdiocesanos, a los que compete institucionalmente la responsabilidad directa de la administración de la justicia. Se trata de una obra coordinada y paciente, destinada sobre todo a proveer a los fieles una administración correcta de la justicia, rápida y eficiente, como pedí, respecto a las causas de nulidad matrimonial, en la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis: «Donde existan dudas legítimas sobre la validez del matrimonio sacramental contraído, se debe hacer todo lo necesario para averiguar su fundamento. Es preciso también asegurar, con pleno respeto del derecho canónico, que haya tribunales eclesiásticos en el territorio, su carácter pastoral, así como su correcta y pronta actuación. En cada diócesis ha de haber un número suficiente de personas preparadas para el adecuado funcionamiento de los tribunales eclesiásticos. Recuerdo que “es una obligación grave hacer que la actividad institucional de la Iglesia en los tribunales sea cada vez más cercana a los fieles”» (n. 29). En esa ocasión me referí a la instrucción Dignitas connubii, que da a los moderadores y a los ministros de los tribunales, bajo la forma de vademecum, las normas necesarias para que las causas matrimoniales de nulidad se traten y definan de la manera más rápida y segura. La actividad de esta Signatura apostólica está dirigida a asegurar que los tribunales eclesiásticos estén presentes en el territorio y que su ministerio sea adecuado a las justas exigencias de rapidez y sencillez a las que los fieles tienen derecho en el tratamiento de sus causas, cuando, según su competencia, promueve la erección de tribunales interdiocesanos; provee con prudencia la dispensa de los títulos académicos de los ministros de los tribunales, aunque verificando su pericia real en el derecho sustantivo y procesal; concede las necesarias dispensas de leyes procesales cuando el ejercicio de la justicia requiere, en un caso particular, la relaxatio legis para conseguir el fin pretendido por la ley. Esta es también una obra importante de discernimiento y de aplicación de la ley procesal.

Ahora bien, la supervisión de la administración recta de la justicia sería insuficiente si no incluyera también la función de tutela de la recta jurisprudencia (cf. Lex propria, art. 111 § 1). Los instrumentos de conocimiento y de intervención, de los que la Lex propria y la posición institucional proveen a esta Signatura apostólica, permiten una acción que, en coordinación con el Tribunal de la Rota romana (cf. const. ap. Pastor bonus, art. 126), es providencial para la Iglesia. Las exhortaciones y las prescripciones con las que esta Signatura apostólica acompaña las respuestas a los informes anuales de los tribunales locales, con frecuencia recomiendan a los respectivos moderadores el conocimiento y la adhesión tanto a las directrices propuestas en los discursos pontificios anuales a la Rota romana, como a la jurisprudencia rotal común sobre aspectos específicos que resultan urgentes para los diversos tribunales. Por tanto, aliento también la reflexión, a la que os dedicaréis en estos días, sobre la recta jurisprudencia que hay que proponer a los tribunales locales en materia de error iuris como motivo de nulidad matrimonial.

Este Tribunal supremo también está comprometido en otro ámbito delicado de la administración de la justicia, que le encomendó el siervo de Dios Pablo VI. En efecto, la Signatura conoce las controversias surgidas por una actuación de la potestad administrativa eclesiástica y a ella remitidas a través del recurso presentado legalmente contra algunos actos administrativos que provienen o han sido aprobados por dicasterios de la Curia romana (cf. const. ap. Regimini Ecclesiae universae, 15 de agosto de 1967, n. 106; cic, can. 1445 § 2; const. ap. Pastor bonus, art. 123; Lex propria, art. 34). Este es un servicio de vital importancia: la predisposición de instrumentos de justicia —desde la solución pacífica de las controversias hasta el tratamiento y definición judicial de las mismas— constituye el ofrecimiento de un lugar de diálogo y de restablecimiento de la comunión de la Iglesia. Aunque es verdad que a la injusticia se la debe afrontar ante todo con las armas espirituales de la oración, la caridad, el perdón y la penitencia, no se puede excluir, en algunos casos, la oportunidad y la necesidad de que se la afronte con los instrumentos procesales. Estos constituyen, ante todo, lugares de diálogo, que a veces llevan a la concordia y a la reconciliación. No por casualidad el ordenamiento procesal prevé que in limine litis, más aún, en cada fase del proceso, haya espacio y ocasión para que «cuando alguien se considere perjudicado por un decreto, se evite el conflicto entre el mismo y el autor del decreto, y que se procure llegar de común acuerdo a una solución equitativa, acudiendo incluso a la mediación y al empeño de personas prudentes, de manera que la controversia se eluda o se dirima por un medio idóneo» (CIC, can. 1733 § 1). Con ese fin se impulsan iniciativas y normativas dirigidas a crear departamentos o consejos que tengan como función, según normas por establecer, buscar y sugerir soluciones equitativas (cf. ib., § 2).

En los demás casos, es decir, cuando no sea posible dirimir la controversia pacíficamente, el desarrollo del proceso contencioso administrativo conllevará la definición judicial de la controversia: también en este caso la actividad del Tribunal supremo mira a la reconstitución de la comunión eclesial, o sea, al restablecimiento de un orden objetivo conforme al bien de la Iglesia. Sólo esta comunión restablecida y justificada a través de la motivación de la decisión judicial puede llevar a una auténtica paz y armonía en la comunidad eclesial. Es lo que significa el conocido principio: Opus iustitiae pax. El arduo restablecimiento de la justicia está destinado a reconstruir relaciones justas y ordenadas entre los fieles, así como entre ellos y la autoridad eclesiástica. De hecho, la paz interior y la voluntariosa colaboración de los fieles en la misión de la Iglesia brotan de la restablecida conciencia de realizar plenamente la propia vocación. La justicia, que la Iglesia busca a través del proceso contencioso administrativo, puede considerarse como inicio, exigencia mínima y a la vez expectativa de caridad, indispensable y al mismo tiempo insuficiente, si se compara con la caridad de la que vive la Iglesia. Sin embargo, el pueblo de Dios peregrino en la tierra no podrá realizar su identidad como comunidad de amor si en su seno no se respetan las exigencias de la justicia.

Confío a María santísima, Speculum iustitiae y Regina pacis, el valioso y delicado ministerio que la Signatura apostólica realiza al servicio de la comunión de la Iglesia, a la vez que os expreso a cada uno la seguridad de mi estima y mi aprecio. Sobre vosotros y sobre vuestro compromiso diario invoco la luz del Espíritu Santo y os imparto a todos mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA

Sala del Consistorio
Lunes 7 de febrero de 2011



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os dirijo a cada uno mi cordial saludo por esta visita con ocasión de la reunión plenaria de la Congregación para la la educación católica. Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, prefecto del dicasterio, agradeciéndole sus amables palabras, así como al secretario, al subsecretario, a los oficiales y a los colaboradores.

Las temáticas que afrontáis en estos días tienen como común denominador la educación y la formación, que hoy constituyen uno de los desafíos más urgentes que la Iglesia y sus instituciones están llamadas a afrontar. Parece que la obra educativa cada vez es más ardua porque, en una cultura que con demasiada frecuencia adopta el relativismo como credo, falta la luz de la verdad, es más, se considera peligroso hablar de la verdad, insinuando así la duda sobre los valores básicos de la existencia personal y comunitaria. Por esto es importante el servicio que prestan en el mundo las numerosas instituciones formativas que se inspiran en la visión cristiana del hombre y de la realidad: educar es un acto de amor, ejercicio de la «caridad intelectual», que requiere responsabilidad, entrega y coherencia de vida. El trabajo de vuestra Congregación y las decisiones que toméis en estos días de reflexión y de estudio contribuirán ciertamente a responder a la actual «emergencia educativa».

Vuestra Congregación, creada en 1915 por Benedicto XV, lleva a cabo desde hace casi cien años su valiosa obra al servicio de las diversas instituciones católicas de formación. Entre ellas, sin duda, el seminario es una de las más importantes para la vida de la Iglesia y exige, por tanto, un proyecto formativo que tenga en cuenta el contexto al que acabo de referirme. He subrayado varias veces que el seminario es una etapa muy valiosa de la vida, en la que el candidato al sacerdocio hace experiencia de ser «un discípulo de Jesús». Para este tiempo destinado a la formación, se requiere una cierta distancia, un cierto «desierto», porque el Señor habla al corazón con una voz que se oye si hay silencio (cf. 1 R 19, 12); pero se requiere también la disponibilidad a vivir juntos, a amar la «vida de familia» y la dimensión comunitaria que anticipan la «fraternidad sacramental» que debe caracterizar a todo presbiterio diocesano (cf. Presbyterorum ordinis, 8) y que recordé también en mi reciente Carta a los seminaristas: «no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la “comunidad de discípulos”, el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos».

En estos días estudiáis también el borrador del documento sobre «Internet y la formación en los seminarios». Internet, por su capacidad de superar las distancias y de poner en contacto recíproco a las personas, presenta grandes posibilidades también para la Iglesia y su misión. Con el discernimiento necesario para su uso inteligente y prudente, es un instrumento que puede servir no sólo para los estudios, sino también para la acción pastoral de los futuros presbíteros en los distintos campos eclesiales, como la evangelización, la acción misionera, la catequesis, los proyectos educativos y la gestión de las instituciones. Asimismo, en este campo es de extrema importancia contar con formadores adecuadamente preparados para que sean guías fieles y siempre actualizados, a fin de acompañar a los candidatos al sacerdocio en el uso correcto y positivo de los medios informáticos.

Este año celebramos el LXX aniversario de la Obra pontificia para las vocaciones sacerdotales, instituida por el venerable Pío XII para favorecer la colaboración entre la Santa Sede y las Iglesias locales en la valiosa obra de promoción de las vocaciones al ministerio ordenado. Este aniversario podrá ser la ocasión para conocer y valorar las iniciativas vocacionales más significativas organizadas en las Iglesias locales. Es preciso que la pastoral vocacional, además de subrayar el valor de la llamada universal a seguir a Jesús, insista más claramente en el perfil del sacerdocio ministerial, caracterizado por su específica configuración con Cristo, que lo distingue esencialmente de los demás fieles y se pone a su servicio.

Asimismo, habéis iniciado una revisión de lo que prescribe la constitución apostólica Sapientia christiana sobre los estudios eclesiásticos, respecto al derecho canónico, a los institutos superiores de ciencias religiosas y, recientemente, a la filosofía. Un sector sobre el cual conviene reflexionar especialmente es el de la teología. Es importante lograr que sea cada vez más sólido el vínculo entre la teología y el estudio de la Sagrada Escritura, de modo que esta última sea realmente el alma y el corazón de la teología (cf. Verbum Domini, 31). Pero el teólogo no debe olvidar que él es también quien habla a Dios. Es indispensable, por tanto, mantener estrechamente unidas la teología con la oración personal y comunitaria, especialmente litúrgica. La teología es scientia fidei y la oración alimenta la fe. En la unión con Dios, de algún modo, el misterio se saborea, se hace cercano, y esta proximidad es luz para la inteligencia. Quiero subrayar también la conexión de la teología con las demás disciplinas, considerando que se enseña en las universidades católicas y, en muchos casos, en las civiles. El beato John Henry Newman hablaba de «círculo del saber», circle of knowledge, para indicar que existe una interdependencia entre las varias ramas del saber; pero sólo Dios tiene relación con la totalidad de lo real; por consiguiente, eliminar a Dios significa romper el círculo del saber. Desde esta perspectiva las universidades católicas, con su identidad muy precisa y su apertura a la «totalidad» del ser humano, pueden realizar una obra valiosa para promover la unidad del saber, orientando a estudiantes y profesores a la Luz del mundo, la «luz verdadera que alumbra a todo hombre» (Jn 1, 9). Son consideraciones que valen también para las escuelas católicas. Es necesaria, ante todo, la valentía de anunciar el valor «amplio» de la educación, para formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y dar sentido a su vida. Hoy se habla de educación intercultural, objeto de estudio también en vuestra plenaria. En este ámbito se requiere una fidelidad valiente e innovadora, que sepa conjugar una clara conciencia de la propia identidad y una apertura a la alteridad, por las exigencias de vivir juntos en las sociedades multiculturales. También con este fin emerge el papel educativo de la enseñanza de la religión católica como disciplina escolar en diálogo interdisciplinar con las demás. De hecho, contribuye ampliamente no sólo al desarrollo integral del estudiante, sino también al conocimiento del otro, a la comprensión y al respeto recíproco. Para alcanzar estos objetivos se deberá prestar especial atención a la formación de los directores y de los formadores, no sólo desde un punto de vista profesional, sino también religioso y espiritual, para que, con la coherencia de la propia vida y con la implicación personal, la presencia del educador cristiano sea expresión de amor y testimonio de la verdad.

Queridos hermanos y hermanas, os agradezco lo que hacéis con vuestro competente trabajo al servicio de las instituciones educativas. Tened siempre la mirada fija en Cristo, el único Maestro, para que con su Espíritu haga eficaz vuestro trabajo. Os encomiendo a la materna protección de María santísima, Sedes Sapientiae, y os imparto de corazón a todos la bendición apostólica.


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"CON IL CUORE SPEZZATO... SEMPRE CON TE!"
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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA FRATERNIDAD SACERDOTAL
DE LOS MISIONEROS DE SAN CARLOS BORROMEO

Sala Clementina del palacio apostólico
Sábado 12 de febrero de 2011



Queridos hermanos y amigos:

Me alegra verdaderamente vivir este encuentro con vosotros, sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad de San Carlos, aquí reunidos con ocasión del 25° aniversario de su nacimiento. Saludo y doy las gracias al fundador y superior general, monseñor Massimo Camisasca, a su consejo y a todos vosotros, familiares y amigos, que colmáis de atenciones a la comunidad. En particular, saludo al arzobispo de la Madre de Dios de Moscú, monseñor Paolo Pezzi, y a don Julián Carrón, presidente de la Fraternidad de Comunión y Liberación, que expresan simbólicamente los frutos y la raíz de la obra de la Fraternidad San Carlos. Este momento evoca en mi memoria la larga amistad con monseñor Luigi Giussani y testimonia la fecundidad de su carisma.

En esta ocasión, quiero responder a dos preguntas que nuestro encuentro me sugiere: ¿cuál es el lugar del sacerdocio ordenado en la vida de la Iglesia? ¿Cuál es el lugar de la vida común en la experiencia sacerdotal?

Haber nacido del movimiento de Comunión y Liberación y vuestra referencia vital a la experiencia eclesial que este representa, ponen ante nuestros ojos una verdad que se ha ido reafirmando con especial claridad desde el siglo XIX en adelante y que ha encontrado una significativa expresión en la teología del concilio Vaticano II. Me refiero al hecho de que el sacerdocio cristiano no es un fin en sí mismo. Lo quiso Jesús en función del nacimiento y de la vida de la Iglesia. Todo sacerdote, por tanto, puede decir a los fieles, parafraseando a san Agustín: Vobiscum christianus, pro vobis sacerdos. La gloria y el gozo del sacerdocio es servir a Cristo y su Cuerpo místico. Representa una vocación sumamente hermosa y singular en el seno de la Iglesia, que hace presente a Cristo, porque participa del único y eterno sacerdocio de Cristo. La presencia de vocaciones sacerdotales es un signo seguro de la verdad y de la vitalidad de una comunidad cristiana. Dios, en efecto, llama siempre, también al sacerdocio; no existe crecimiento verdadero y fecundo en la Iglesia sin una auténtica presencia sacerdotal que lo sostenga y lo alimente. Por esto, estoy agradecido a todos aquellos que dedican sus energías a la formación de los sacerdotes y a la reforma de la vida sacerdotal. En efecto, como toda la Iglesia, también el sacerdocio necesita renovarse continuamente, encontrar de nuevo en la vida de Jesús las formas más esenciales de su ser.

Los distintos caminos posibles para esta renovación no pueden olvidar algunos elementos irrenunciables. Ante todo, una educación profunda a la meditación y a la oración, vividas como diálogo con el Señor resucitado presente en su Iglesia. En segundo lugar, un estudio de la teología que permita encontrar las verdades cristianas en la forma de una síntesis vinculada a la vida de la persona y de la comunidad: de hecho, sólo una mirada sapiencial puede valorar la fuerza que la fe posee para iluminar la vida y el mundo, llevando continuamente a Cristo, Creador y Salvador.

La Fraternidad San Carlos ha subrayado, a lo largo de su breve pero intensa historia, el valor de la vida común. También yo he hablado de ello varias veces en mis intervenciones antes y después de mi llamada al solio de Pedro. «Es importante que los sacerdotes no vivan aislados en alguna parte, sino que convivan en pequeñas comunidades, que se sostengan mutuamente y que, de ese modo, experimenten la unión en su servicio por Cristo y en su renuncia por el reino de los cielos, y tomen conciencia siempre de nuevo de ello» (Luz del mundo, Herder, Barcelona 2010, 157-158). Tenemos ante nuestros ojos las urgencias de este momento. Pienso, por ejemplo, en la carencia de sacerdotes. La vida común no es, ante todo, una estrategia para responder a estas necesidades. Tampoco es, de por sí, sólo una forma de ayuda frente a la soledad y a la debilidad del hombre. Ciertamente, todo esto puede existir, pero sólo si se concibe y se vive la vida fraterna como camino para sumergirse en la realidad de la comunión. De hecho, la vida común es expresión del don de Cristo que es la Iglesia, y está prefigurada en la comunidad apostólica, que dio lugar a los presbíteros. De hecho, ningún sacerdote administra algo que le es propio, sino que participa con los demás hermanos en un don sacramental que viene directamente de Jesús.

Por eso, la vida común expresa una ayuda que Cristo da a nuestra existencia, llamándonos, a través de la presencia de los hermanos, a una configuración cada vez más profunda a su persona. Vivir con otros significa aceptar la necesidad de la propia continua conversión y sobre todo descubrir la belleza de ese camino, la alegría de la humildad, de la penitencia, pero también de la conversación, del perdón recíproco, del mutuo apoyo. Ecce quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum (Sal 133, 1).

Nadie puede asumir la fuerza regeneradora de la vida común sin la oración, sin mirar a la experiencia y a las enseñanzas de los santos, en particular modo de los Padres de la Iglesia, sin una vida sacramental vivida con fidelidad. Si no se entra en el diálogo eterno que el Hijo mantiene con el Padre en el Espíritu Santo no es posible ninguna vida común auténtica. Hay que estar con Jesús para poder estar con los demás. Este es el corazón de la misión. En la compañía de Cristo y de los hermanos cada sacerdote puede encontrar las energías necesarias para hacerse cargo de los hombres, para hacerse cargo de las necesidades espirituales y materiales que encuentra, para enseñar con palabras siempre nuevas, dictadas por el amor, las verdades eternas de la fe de las que tienen sed también nuestros contemporáneos.

Queridos hermanos y amigos, ¡seguid yendo por todo el mundo para llevar a todos la comunión que nace del corazón de Cristo! Que la experiencia de los Apóstoles con Jesús sea siempre el faro que ilumine vuestra vida sacerdotal. Alentándoos a seguir por el camino trazado en estos años, imparto de buen grado mi bendición a todos los sacerdotes y seminaristas de la Fraternidad San Carlos, a las Misioneras de San Carlos, y a sus familiares y amigos.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL SEGUNDO GRUPO DE OBISPOS DE FILIPINAS
EN VISITA «AD LIMINA»

Viernes 18 de febrero de 2011



Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra recibiros hoy con ocasión de vuestra visita ad limina, os expreso mis mejores deseos y ofrezco mis oraciones por vosotros y por todos los que han sido encomendados a vuestra solicitud pastoral. Vuestra presencia ante las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo refuerza la profunda unidad que ya existe entre la Iglesia en Filipinas y la Santa Sede. Puesto que los fuertes vínculos entre los católicos y el Sucesor de Pedro siempre han sido una característica importante de la fe en vuestro país, pido para que esta comunión siga creciendo y floreciendo mientras afrontáis los desafíos actuales de vuestro apostolado.

Aunque Filipinas sigue afrontando numerosos retos en el área del desarrollo económico, debemos reconocer que estos obstáculos a una vida de felicidad y de realización no son los únicos impedimentos a los que la Iglesia debe hacer frente. La cultura filipina se enfrenta también a cuestiones más sutiles relacionadas con el laicismo, el materialismo y el consumismo de nuestros tiempos. Cuando la autosuficiencia y la libertad se desvinculan de su dependencia de Dios y de su cumplimiento en él, la persona humana se crea un destino falso y pierde de vista la alegría eterna para la cual ha sido creada. El camino para descubrir el verdadero destino de la humanidad sólo se puede encontrar restableciendo la prioridad de Dios en el corazón y en la mente de cada persona.

Sobre todo, para mantener a Dios en el centro de la vida de vuestros fieles, vuestra predicación y la de vuestros sacerdotes debe tener un enfoque personal, a fin de que todo católico capte en lo más hondo de su corazón el hecho —que cambia la vida— de que Dios existe y nos ama, y de que en Cristo responde a los interrogantes más profundos de nuestra vida. Por tanto, vuestra gran tarea en la evangelización es proponer una relación personal con Cristo como clave para la realización plena. En este contexto, el segundo concilio plenario de Filipinas sigue teniendo efectos beneficiosos: en numerosas diócesis se han elaborado programas pastorales centrados en transmitir la buena nueva de la salvación. Al mismo tiempo, hay que reconocer que las nuevas iniciativas en el ámbito de la evangelización sólo darán fruto si, por gracia de Dios, quienes las proponen son personas que creen verdaderamente en el mensaje del Evangelio y lo viven.

Ciertamente esta es una de las razones por las cuales las comunidades eclesiales de base han tenido un impacto tan positivo en todo el país. Donde se han formado y han sido dirigidas por personas cuya fuerza motivadora es el amor por Cristo, esas comunidades se han convertido en instrumentos de evangelización, colaborando con las parroquias locales. Asimismo, la Iglesia en Filipinas tiene la suerte de contar con numerosas organizaciones laicales que siguen atrayendo personas hacia el Señor. A fin de responder a las cuestiones de nuestro tiempo, los laicos deben escuchar el mensaje del Evangelio en su plenitud, para comprender las implicaciones que tiene para su vida personal y para la sociedad en general y, por tanto, convertirse constantemente al Señor. Os exhorto, pues, a tener especial cuidado en la guía de estos grupos, para que la primacía de Dios se mantenga en primer plano.

Esta primacía es particularmente importante cuando se trata de la evangelización de la juventud. Me complace constatar que en vuestro país la fe desempeña un papel muy importante en la vida de muchos jóvenes, lo cual se debe en gran parte al trabajo paciente de la Iglesia local para llegar a la juventud, en todos los niveles. Os aliento a seguir recordando a los jóvenes que las seducciones de este mundo no van a satisfacer su deseo natural de felicidad. Sólo la verdadera amistad con Dios romperá las cadenas de la soledad que sufre nuestra frágil humanidad y creará una comunión auténtica y duradera con los demás, un vínculo espiritual que acrecentará en nosotros el deseo de servir a las necesidades de aquellos a quienes amamos en Cristo. Asimismo, hay que procurar mostrar a los jóvenes la importancia de los sacramentos como instrumentos de la gracia y de la ayuda de Dios. Esto vale especialmente para el sacramento del matrimonio, que santifica la vida conyugal desde el principio, de modo que la presencia de Dios sostenga a las parejas jóvenes en sus problemas.

La solicitud pastoral por los jóvenes, que tiene por objeto establecer la primacía de Dios en sus corazones, tiende por su naturaleza no sólo a suscitar vocaciones al matrimonio cristiano, sino también abundantes llamadas vocacionales de todo tipo. Me complace constatar el éxito de iniciativas locales en la promoción de numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. Sin embargo, sigue siendo apremiante la necesidad de más servidores de Cristo comprometidos tanto en el el país como en el extranjero. Según vuestra relación quinquenal, en muchas diócesis el número de sacerdotes y el correspondiente número de parroquias todavía no son suficientes para satisfacer las necesidades espirituales de la nutrida y creciente población católica. Junto con vosotros, por tanto, rezo para que los jóvenes filipinos que se sienten llamados al sacerdocio y a la vida religiosa respondan con generosidad a las inspiraciones del Espíritu. Que la misión de evangelización de la Iglesia sea sostenida por los maravillosos dones que el Señor concede a aquellos a quienes llama. Por vuestra parte, como pastores, debéis ofrecer a estas jóvenes vocaciones un plan de formación integral bien desarrollado y esmeradamente puesto en práctica, a fin de que su inclinación inicial hacia una vida al servicio de Cristo y de sus fieles alcance la plena maduración espiritual y humana.

Queridos hermanos en el episcopado, con estas reflexiones os aseguro mis oraciones y os encomiendo a la intercesión de san Lorenzo Ruiz. Que su ejemplo de fidelidad inquebrantable a Cristo os aliente en vuestro compromiso apostólico. A vosotros, al clero y a los religiosos, y a todos los fieles encomendados a vuestra solicitud, imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de gracia y de paz.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA COMUNIDAD DEL PONTIFICIO COLEGIO FILIPINO DE ROMA,
CON OCASIÓN DEL 50 ANIVERSARIO DE SU FUNDACIÓN

Sala Clementina
Sábado 19 de febrero de 2011



Eminencia;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio:

Me complace encontrarme con vosotros, estudiantes y docentes del Pontificio Colegio Filipino en este año en el que se celebra el 50° aniversario de su institución por parte de mi predecesor el beato Juan XXIII. Me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios por la contribución que el Colegio ha dado a la vida de vuestros compatriotas filipinos, tanto en el país como en el extranjero, en las últimas cinco décadas.

Como casa de formación situada aquí, cerca de las tumbas de los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, el Colegio Filipino ha llevado a cabo de distintos modos la misión que se le había encomendado. Su primera tarea, la más importante, sigue siendo asistir a los estudiantes en su formación en las ciencias sagradas. El Colegio la ha desempeñado bien, pues centenares de sacerdotes han regresado a su país con títulos de estudios superiores obtenidos en las diversas universidades e institutos pontificios de la ciudad, y han ido a servir a la Iglesia en el mundo, algunos de ellos de modo sobresaliente. Permitidme que os aliente a vosotros, que sois la generación actual de estudiantes del Colegio, a crecer en la fe, a esforzaros por alcanzar la excelencia en vuestros estudios y a aprovechar toda oportunidad que se os ofrezca para alcanzar la madurez espiritual y teológica, a fin de que estéis equipados, preparados, y seáis intrépidos ante cualquier situación que os reserve el futuro.

Como sabéis, una formación sacerdotal completa no sólo incluye el aspecto académico: más allá y por encima del componente intelectual que aquí se les ofrece, a los estudiantes del Colegio Filipino también se les forma espiritualmente a través de la historia viva de la Iglesia de Roma y el luminoso ejemplo de sus mártires, cuyo sacrificio los configura perfectamente a la persona de Jesucristo. Tengo plena confianza en que cada uno de vosotros encontrará inspiración en su unión con el misterio de Cristo y acogerá la llamada del Señor a la santidad, que en cuanto sacerdotes os pide nada menos que la entrega total a Dios de vuestra vida y de vuestro trabajo. Haciendo esto en compañía de otros sacerdotes y seminaristas jóvenes reunidos aquí procedentes de todo el mundo, regresaréis a casa, al igual que quienes os han precedido, con un sentido permanente y agradecido de la historia de la Iglesia de Roma, de sus raíces en el misterio pascual de Cristo, y de su maravillosa universalidad.

Durante vuestra estancia en Roma no debéis descuidar las necesidades pastorales, por lo que conviene que, incluso los sacerdotes que están estudiando, tengan en cuenta las necesidades de quienes les rodean, incluidos los miembros de la comunidad filipina que vive en Roma y sus alrededores. Al hacer esto, en el uso de vuestro tiempo mantened siempre un sano equilibrio entre las preocupaciones pastorales locales y las exigencias académicas de vuestra estancia aquí, en beneficio de todos.

Por último, no olvidéis el afecto que el Papa tiene por vosotros y por vuestra tierra natal. Os exhorto a todos a volver a Filipinas con afecto inquebrantable por el Sucesor de Pedro y con el deseo de fortalecer y mantener la comunión que une a la Iglesia en torno a él en la caridad. De este modo, una vez completados vuestros estudios, ciertamente seréis una levadura del Evangelio en la vida de vuestra amada nación.

Invocando la intercesión de Nuestra Señora de la Paz y del Buen Viaje, y como prenda de gracia y paz en el Señor, de buen grado os imparto a todos mi bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA GENERAL
DE LA ACADEMIA PONTIFICIA PARA LA VIDA

Sala Clementina
Sábado 26 de febrero de 2001



Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os acojo con alegría con ocasión de la asamblea anual de la Academia pontificia para la vida. Saludo en particular al presidente, monseñor Ignacio Carrasco de Paula, y le agradezco sus amables palabras. Os doy a cada uno mi cordial bienvenida. En los trabajos de estos días habéis afrontado temas de relevante actualidad, que interrogan profundamente a la sociedad contemporánea y la desafían a encontrar respuestas cada vez más adecuadas al bien de la persona humana. La temática del síndrome post-aborto —es decir, el grave malestar psíquico que con frecuencia experimentan las mujeres que han recurrido al aborto voluntario— revela la voz irreprimible de la conciencia moral, y la herida gravísima que sufre cada vez que la acción humana traiciona la innata vocación al bien del ser humano, que ella testimonia. En esta reflexión sería útil también prestar atención a la conciencia, a veces ofuscada, de los padres de los niños, que a menudo dejan solas a las mujeres embarazadas. La conciencia moral —enseña el Catecismo de la Iglesia católica— es el «juicio de la razón, por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho» (n. 1778). En efecto, es tarea de la conciencia moral discernir el bien del mal en las distintas situaciones de la existencia, a fin de que, basándose en este juicio, el ser humano pueda orientarse libremente al bien. A quienes querrían negar la existencia de la conciencia moral en el hombre, reduciendo su voz al resultado de condicionamientos externos o a un fenómeno puramente emotivo, es importante reafirmar que la calidad moral de la acción humana no es un valor extrínseco u opcional, ni tampoco una prerrogativa de los cristianos o de los creyentes, sino que es común a todo ser humano. En la conciencia moral Dios habla a cada persona e invita a defender la vida humana en todo momento. En este vínculo personal con el Creador está la dignidad profunda de la conciencia moral y la razón de su inviolabilidad.

En la conciencia, el hombre en su integridad —inteligencia, emotividad, voluntad— realiza su vocación al bien, de modo que la elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la existencia acaba por marcar profundamente a la persona humana en toda expresión de su ser. Todo el hombre, en efecto, queda herido cuando su actuación va contra el dictamen de su conciencia. Sin embargo, incluso cuando el hombre rechaza la verdad y el bien que el Creador le propone, Dios no lo abandona, sino que precisamente mediante la voz de la conciencia, sigue buscándolo y sigue hablándole, a fin de que reconozca el error y se abra a la Misericordia divina, capaz de sanar cualquier herida.

Los médicos, en particular, no pueden descuidar la grave tarea de defender del engaño la conciencia de numerosas mujeres que piensan que en el aborto encontrarán la solución a dificultades familiares, económicas, sociales, o a problemas de salud de su niño. Especialmente en esta última situación, con frecuencia se convence a la mujer —a veces lo hacen los propios médicos— de que el aborto no sólo representa una opción moralmente lícita, sino que es incluso un acto «terapéutico» debido para evitar sufrimientos al niño y a su familia, y un peso «injusto» para la sociedad. En un marco cultural caracterizado por el eclipse del sentido de la vida, en el cual se ha atenuado mucho la percepción común de la gravedad moral del aborto y de otras formas de atentados contra la vida humana, se exige a los médicos una fortaleza especial para seguir afirmando que el aborto no resuelve nada, sino que mata al niño, destruye a la mujer y ciega la conciencia del padre del niño, arruinando a menudo la vida familiar.

Esta tarea, sin embargo, no concierne sólo a la profesión médica y a los agentes sanitarios. Es necesario que toda la sociedad se alinee en defensa del derecho a la vida del concebido y del verdadero bien de la mujer, que nunca, en ninguna circunstancia, podrá realizarse en la opción del aborto. Igualmente, serás necesario —como se ha indicado en vuestros trabajos— proporcionar las ayudas necesarias a las mujeres que lamentablemente ya han recurrido al aborto y ahora están viviendo todo su drama moral y existencial. Son múltiples las iniciativas, a nivel diocesano o de parte de organismos de voluntariado, que ofrecen apoyo psicológico y espiritual, para una recuperación humana completa. La solidaridad de la comunidad cristiana no puede renunciar a este tipo de corresponsabilidad. Al respecto quiero recordar la invitación que el venerable Juan Pablo II dirigió a las mujeres que han recurrido al aborto: «La Iglesia conoce cuántos condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática. Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis vencer por el desánimo y no perdáis la esperanza. Antes bien, comprended lo ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la Reconciliación. Podéis confiar con esperanza a vuestro hijo a este mismo Padre y a su misericordia. Con la ayuda del consejo y la cercanía de personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida» (Evangelium vitae, 99).

La conciencia moral de los investigadores y de toda la sociedad civil está íntimamente implicada también en el segundo tema objeto de vuestros trabajos: el uso de bancos de cordón umbilical con finalidades clínicas y de investigación. La investigación médico-científica es un valor y, por tanto, un compromiso, no sólo para los investigadores, sino para toda la comunidad civil. De aquí el deber de promover investigaciones éticamente válidas por parte de las instituciones y el valor de la solidaridad de los individuos en la participación en investigaciones encaminadas a promover el bien común. Este valor, y la necesidad de esta solidaridad, se evidencian muy bien en el caso del uso de células madre procedentes del cordón umbilical. Se trata de aplicaciones clínicas importantes y de investigaciones prometedoras en el plano científico, pero que en su realización dependen mucho de la generosidad en la donación de sangre del cordón umbilical en el momento del parto, y de la adecuación de las estructuras, para hacer efectiva la voluntad de donación por parte de las parturientas. Os invito, por tanto, a todos a haceros promotores de una verdadera y consciente solidaridad humana y cristiana. A este propósito, numerosos investigadores médicos miran justamente con perplejidad el creciente florecimiento de bancos privados para la conservación de la sangre del cordón umbilical para uso exclusivamente autólogo. Esta opción —como demuestran los trabajos de vuestra asamblea—, además de carecer de una superioridad científica real respecto a la donación del cordón umbilical, debilita el genuino espíritu solidario que debe alentar constantemente la búsqueda de ese bien común al cual tienden, en última instancia, la ciencia y la investigación médica.

Queridos hermanos y hermanas, renuevo la expresión de mi reconocimiento al presidente y a todos los miembros de la Academia pontificia para la vida por el valor científico y ético con el que realizáis vuestro compromiso al servicio del bien de la persona humana. Mi deseo es que mantengáis siempre vivo el espíritu de auténtico servicio que hace que las mentes y los corazones sean sensibles para reconocer las necesidades de los hombres contemporáneos nuestros. A cada uno de vosotros y a vuestros seres queridos os imparto de corazón la bendición apostólica.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DEL CONSEJO PONTIFICIO PARA LAS COMUNICACIONES SOCIALES

Sala Clementina
Lunes 28 de febrero de 2011



Eminencias,
excelencias,
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros con ocasión de la plenaria del dicasterio. Saludo al presidente, monseñor Claudio Maria Celli, a quien agradezco sus amables palabras, a los secretarios, a los oficiales, a los consultores y a todo el personal.

En el Mensaje para la Jornada mundial de las comunicaciones sociales de este año, invité a reflexionar sobre el hecho de que las nuevas tecnologías no sólo cambian el modo de comunicar, sino que están realizando una vasta transformación cultural. Se está desarrollando una nueva forma de aprender y de pensar, con oportunidades inéditas de entablar relaciones y construir comunión. Quiero ahora detenerme en el hecho de que el pensamiento y la relación se producen siempre en la modalidad del lenguaje, entendido naturalmente en sentido amplio, no sólo verbal. El lenguaje no es un simple revestimiento intercambiable y provisional de conceptos, sino el contexto vivo y palpitante en el que los pensamientos, las inquietudes y los proyectos de los hombres nacen a la conciencia y se plasman en gestos, símbolos y palabras. El hombre, por tanto, no sólo «usa», sino que en cierto sentido «habita» el lenguaje. En particular hoy, los que el concilio Vaticano II definió «maravillosos inventos de la técnica» (Inter mirifica, 1) están transformando el ambiente cultural, y esto requiere una atención específica a los lenguajes que se desarrollan en él. Las nuevas tecnologías «tienen la capacidad de pesar no sólo sobre los modos de pensar, sino también sobre los contenidos del pensamiento» (Aetatis novae, 4).

Los nuevos lenguajes que se desarrollan en la comunicación digital determinan, por lo demás, una capacidad más intuitiva y emotiva que analítica, orientan hacia una diversa organización lógica del pensamiento y de la relación con la realidad, a menudo privilegian la imagen y las conexiones hipertextuales. La tradicional distinción neta entre lenguaje escrito y oral, asimismo, parece difuminarse a favor de una comunicación escrita que toma la forma y la inmediatez de la oralidad. Las dinámicas propias de las «redes participativas» requieren, además, que la persona se involucre en lo que comunica. Cuando las personas se intercambian informaciones, ya están compartiéndose a sí mismas y su visión del mundo: se convierten en «testigos» de lo que da sentido a su existencia. Los riesgos que se corren, ciertamente, están a la vista de todos: la pérdida de la interioridad, la superficialidad en vivir las relaciones, la huida hacia la emotividad, el prevalecer de la opinión más convincente respecto al deseo de verdad. Y, sin embargo, esos riesgos son consecuencia de una incapacidad de vivir con plenitud y de forma auténtica el sentido de las innovaciones. Por eso es urgente la reflexión sobre los lenguajes desarrollados por las nuevas tecnologías. El punto de partida es la Revelación misma, que nos atestigua cómo Dios comunicó sus maravillas precisamente en el lenguaje y en la experiencia real de los hombres, «según la cultura propia de las diversas épocas» (Gaudium et spes, 58), hasta la manifestación plena de sí mismo en el Hijo encarnado. La fe siempre penetra, enriquece, exalta y vivifica la cultura, y esta, a su vez, se hace vehículo de la fe, a la que ofrece el lenguaje para pensarse y expresarse. Es necesario, por tanto, hacerse oyentes atentos de los lenguajes de los hombres de nuestro tiempo, para estar atentos a la obra de Dios en el mundo.

En este contexto, es importante el trabajo que lleva a cabo el Consejo pontificio para las comunicaciones sociales con el fin de profundizar la «cultura digital», estimulando y apoyando la reflexión para una mayor toma de conciencia sobre los retos que esperan a la comunidad eclesial y civil. No se trata solamente de expresar el mensaje evangélico en el lenguaje de hoy, sino que es preciso tener el valor de pensar de modo más profundo, como ha sucedido en otras épocas, la relación entre la fe, la vida de la Iglesia y los cambios que el hombre está viviendo. Es el compromiso de ayudar a quienes tienen responsabilidades en la Iglesia para que puedan entender, interpretar y hablar el «nuevo lenguaje» de los medios de comunicación en función pastoral (cf. Aetatis novae, 2), en diálogo con el mundo contemporáneo, preguntándose: ¿Qué desafíos plantea a la fe y a la teología el llamado «pensamiento digital»? ¿Qué preguntas y exigencias?

El mundo de la comunicación afecta a todo el universo cultural, social y espiritual de la persona humana. Si los nuevos lenguajes tienen impacto sobre el modo de pensar y de vivir, esto también atañe, de alguna forma, al mundo de la fe, a su inteligencia y su expresión. La teología, según una definición clásica, es inteligencia de la fe, y sabemos bien que la inteligencia, entendida como conocimiento reflexivo y crítico, no es ajena a los actuales cambios culturales. La cultura digital plantea nuevos desafíos a nuestra capacidad de hablar y de escuchar un lenguaje simbólico que hable de la trascendencia. Jesús mismo, al anunciar el Reino, supo utilizar elementos de la cultura y del ambiente de su tiempo: el rebaño, los campos, el banquete, las semillas, etc. Hoy estamos llamados a descubrir, también en la cultura digital, símbolos y metáforas significativas para las personas, que puedan servir de ayuda al hablar del reino de Dios al hombre contemporáneo.

Hay que considerar también que la comunicación en los tiempos de los «nuevos medios de comunicación» conlleva una relación cada vez más estrecha y ordinaria entre el hombre y las máquinas, desde los ordenadores a los teléfonos móviles, por citar sólo los más comunes. ¿Cuáles serán los efectos de esta relación constante? Ya el Papa Pablo VI, refiriéndose a los primeros proyectos de automatización del análisis lingüístico del texto bíblico, indicó una pista de reflexión al preguntarse: «Este esfuerzo de infundir en instrumentos mecánicos el reflejo de funciones espirituales, ¿no se ennoblece y eleva a un servicio que toca lo sagrado? ¿Es el espíritu el que se hace prisionero de la materia, o no es quizás la materia, ya domada y obligada a cumplir leyes del espíritu, la que ofrece al propio espíritu un sublime homenaje?» (Discurso al Centro de automatización del Aloisianum de Gallarate, 19 de junio de 1964). En estas palabras se intuye el vínculo profundo con el espíritu al que la tecnología está llamada por vocación (cf. Caritas in veritate, 69).

Es precisamente la llamada a los valores espirituales la que permitirá promover una comunicación verdaderamente humana: más allá de todo fácil entusiasmo o escepticismo, sabemos que esta es una respuesta a la llamada impresa en nuestra naturaleza de seres creados a imagen y semejanza del Dios de la comunión. Por esto la comunicación bíblica según la voluntad de Dios siempre está vinculada al diálogo y a la responsabilidad, como atestiguan, por ejemplo, las figuras de Abraham, Moisés, Job y los Profetas, y nunca a la seducción lingüística, como es en cambio el caso de la serpiente, o de incomunicabilidad y violencia, como en el caso de Caín. Entonces la contribución de los creyentes podrá servir de ayuda también para el mundo de los medios de comunicación, abriendo horizontes de sentido y de valor que la cultura digital no es capaz por sí sola de entrever y representar.

En conclusión, quiero recordar, junto a muchas otras figuras de comunicadores, la del padre Matteo Ricci, protagonista del anuncio del Evangelio en China en la era moderna, de cuya muerte hemos celebrado el IV centenario. En su obra de difusión del mensaje de Cristo consideró siempre a la persona, su contexto cultural y filosófico, sus valores, su lenguaje, asumiendo todo lo positivo que se encontraba en su tradición, y ofreciendo animarlo y elevarlo con la sabiduría y la verdad de Cristo.

Queridos amigos, os doy las gracias por vuestro servicio; lo encomiendo a la protección de la Virgen María y, a la vez que os aseguro mi oración, os imparto la bendición apostólica.


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Ai Vescovi della Conferenza Episcopale delle Filippine in Visita "ad Limina Apostolorum" (3 marzo 2011)

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Ai rappresentanti dell'Associazione Pro Petri Sede (11 marzo 2011)

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Ai Membri dell'Associazione Nazionale Comuni Italiani (A.N.C.I.) (12 marzo 2011)

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VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR
CON OCASIÓN DE LA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA

LECTIO DIVINA
DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla del Seminario
Viernes 4 de marzo de 2011

(Vídeo)



Queridos hermanos y hermanas:

Me siento muy feliz de estar, al menos una vez al año, aquí, con mis seminaristas, con los jóvenes que están en camino hacia el sacerdocio y serán el futuro presbiterio de Roma. Me siento feliz de que esto suceda cada año en el día de la Virgen de la Confianza, de la Madre que nos acompaña con su amor día tras día y nos da la confianza de caminar hacia Cristo.

«En la unidad del Espíritu» es el tema que guía vuestras reflexiones durante este año de formación. Es una expresión que se encuentra precisamente en el pasaje que nos han propuesto de la Carta a los Efesios, donde san Pablo exhorta a los miembros de esa comunidad a «conservar la unidad del espíritu» (4, 3). Este texto abre la segunda parte de la Carta a los Efesios, la denominada parte parenética, exhortativa, y comienza con la palabra παρακαλω «os exhorto». Pero la misma raíz se encuentra en el término Παράκλιτος. Así pues, es una exhortación en la luz, en la fuerza del Espíritu Santo. La exhortación del Apóstol se basa en el misterio de salvación, que había presentado en los primeros tres capítulos. De hecho, nuestro pasaje comienza con la palabra «Así pues»: «Así pues, yo... os exhorto» (v. 1). El comportamiento de los cristianos es la consecuencia del don, la realización de lo que se nos da cada día. Y, sin embargo, aunque es sencillamente realización del don que se nos ha otorgado, no se trata de un efecto automático, porque con Dios siempre estamos en la realidad de la libertad y, por eso —dado que la respuesta es libertad, lo es también la realización del don— el Apóstol debe recordarlo, no puede darlo por descontado. Como sabemos, el Bautismo no produce automáticamente una vida coherente: esta es fruto de la voluntad y del esfuerzo perseverante por colaborar con el don, con la Gracia recibida. Y este esfuerzo cuesta, hay que pagar un precio personalmente. Tal vez por eso san Pablo precisamente aquí hace referencia a su condición actual: «Así pues, yo, prisionero por el Señor, os exhorto» (ib.). Seguir a Cristo significa compartir su pasión, su cruz, seguirlo hasta el fondo, y esta participación en la suerte del Maestro une profundamente a él y refuerza la autoridad de la exhortación del Apóstol.

Entramos ahora en el tema central de nuestra meditación, al encontrar una palabra que nos impresiona de modo especial: la palabra «llamada», «vocación». San Pablo escribe: «comportaos como pide la llamada —de la κλήσις— que habéis recibido» (ib.). Y poco después la repetirá al afirmar que «una sola es la esperanza a la que habéis sido llamados, la de vuestra vocación» (v. 4). Aquí, en este caso, se trata de la vocación común de todos los cristianos, es decir, de la vocación bautismal: la llamada a ser de Cristo y a vivir en él, en su cuerpo. Dentro de esta palabra se halla inscrita una experiencia, en ella resuena el eco de la experiencia de los primeros discípulos, que conocemos por los Evangelios: cuando Jesús pasó por la orilla del lago de Galilea y llamó a Simón y Andrés, luego a Santiago y Juan (cf. Mc 1, 16-20). Y antes aún, junto al río Jordán, después del bautismo, cuando, dándose cuenta de que Andrés y el otro discípulo lo seguían, les dijo: «Venid y veréis» (Jn 1, 39). La vida cristiana comienza con una llamada y es siempre una respuesta, hasta el final. Eso es así, tanto en la dimensión del creer como en la del obrar: tanto la fe como el comportamiento del cristiano son correspondencia a la gracia de la vocación.

He hablado de la llamada de los primeros Apóstoles, pero con la palabra «llamada» pensamos sobre todo en la Madre de todas las llamadas, en María santísima, la elegida, la Llamada por excelencia. El icono de la Anunciación a María representa mucho más que ese episodio evangélico particular, por más fundamental que sea: contiene todo el misterio de María, toda su historia, su ser; y, al mismo tiempo, habla de la Iglesia, de su esencia de siempre, al igual que de cada creyente en Cristo, de cada alma cristiana llamada.

Al llegar a este punto, debemos tener presente que no hablamos de personas del pasado. Dios, el Señor, nos ha llamado a cada uno de nosotros; cada uno ha sido llamado por su propio nombre. Dios es tan grande que tiene tiempo para cada uno de nosotros, me conoce, nos conoce a cada uno por nombre, personalmente. Cada uno de nosotros ha recibido una llamada personal. Creo que debemos meditar muchas veces este misterio: Dios, el Señor, me ha llamado a mí, me llama a mí, me conoce, espera mi respuesta como esperaba la respuesta de María, como esperaba la respuesta de los Apóstoles. Dios me llama: este hecho debería impulsarnos a estar atentos a la voz de Dios, atentos a su Palabra, a su llamada a mí, a fin de responder, a fin de realizar esta parte de la historia de la salvación para la que me ha llamado a mí.

En este texto, además, san Pablo nos indica algunos elementos concretos de esta respuesta con cuatro palabras: «humildad», «mansedumbre», «magnanimidad» y «sobrellevándoos mutuamente con amor». Tal vez podemos meditar brevemente estas palabras, en las que se expresa el camino cristiano. Al final volveremos una vez más sobre esto.

«Humildad»: la palabra griega es ταπεινοφροσυνης. Se trata de la misma palabra que san Pablo usa en la Carta a los Filipenses cuando habla del Señor, que era Dios y se humilló, se hizo ταπεινος, se rebajó hasta hacerse criatura, hasta hacerse hombre, hasta la obediencia de la cruz (cf. Flp 2, 7-8). Humildad, por consiguiente, no es una palabra cualquiera, una modestia cualquiera, algo..., sino una palabra cristológica. Imitar a Dios que se rebaja hasta mí, que es tan grande que se hace mi amigo, sufre por mí, muere por mí. Esta es la humildad que es preciso aprender, la humildad de Dios. Quiere decir que debemos vernos siempre a la luz de Dios; así, al mismo tiempo, podemos conocer la grandeza de que somos personas amadas por Dios, pero también nuestra pequeñez, nuestra pobreza, y así comportarnos como debemos, no como amos, sino como siervos. Como dice san Pablo: «No porque seamos señores de vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra alegría» (2 Co 1, 24). Ser sacerdote, mucho más que ser cristiano, implica esta humildad.

«Mansedumbre». El texto griego utiliza aquí la palabra πραΰτης, la misma palabra que aparece en las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4). Y en el Libro de los Números, el cuarto libro de Moisés, encontramos la afirmación según la cual Moisés era el hombre más manso del mundo (cf. 12, 3); y, en este sentido, era una prefiguración de Cristo, de Jesús, que dice de sí mismo: «Soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). Así pues, también la palabra «manso», «mansedumbre», es una palabra cristológica e implica de nuevo este imitar a Cristo. Dado que en el Bautismo hemos sido configurados con Cristo, también debemos configurarnos con Cristo, encontrar este espíritu de ser mansos, sin violencia, de convencer con el amor y con la bondad.

«Magnanimidad», μακροθυμία, quiere decir generosidad de corazón, no ser minimalistas que dan sólo lo estrictamente necesario: démonos a nosotros mismos con todo lo que podamos, y crezcamos también nosotros en magnanimidad.

«Sobrellevándoos con amor». Es una tarea de cada día sobrellevarse unos a otros en su alteridad y, precisamente sobrellevándonos con humildad, aprender el verdadero amor.

Ahora demos un paso más. Después de la palabra «llamada» sigue la dimensión eclesial. Hemos hablado ahora de la vocación como de una llamada muy personal: Dios me llama, me conoce, espera mi respuesta personal. Pero, al mismo tiempo, la llamada de Dios es una llamada en comunidad, es una llamada eclesial. Dios nos llama en una comunidad. Es verdad que en este pasaje que estamos meditando no aparece la palabra εκκλησία, la palabra «Iglesia», pero sí está muy presente la realidad. San Pablo habla de un Espíritu y un cuerpo. El Espíritu se crea el cuerpo y nos une como un único cuerpo. Y luego habla de la unidad, habla de la cadena del ser, del vínculo de la paz. Con esta palabra alude a la palabra «prisionero» del comienzo. Siempre es la misma palabra: «yo estoy en cadenas», «me hallo en cadenas», pero detrás de ella está la gran cadena invisible, liberadora, del amor. Nosotros estamos en este vínculo de la paz que es la Iglesia; es el gran vínculo que nos une con Cristo. Tal vez también debemos meditar personalmente en este punto: estamos llamados personalmente, pero estamos llamados en un cuerpo. Y este cuerpo no es algo abstracto, sino muy real.

En este momento, el seminario es el cuerpo en el que se realiza concretamente el estar en un camino común. Luego será la parroquia: aceptar, soportar, animar toda la parroquia, a las personas, tanto a las simpáticas como a las menos simpáticas, insertarse en este cuerpo. Cuerpo: la Iglesia es cuerpo; por tanto, tiene estructuras, también tiene realmente un derecho y a veces no resulta fácil insertarse. Ciertamente, queremos la relación personal con Dios, pero a menudo el cuerpo no nos agrada. Sin embargo, precisamente así estamos en comunión con Cristo: aceptando esta corporeidad de su Iglesia, del Espíritu, que se encarna en el cuerpo.

Por otra parte, con frecuencia sentimos el problema, la dificultad de esta comunidad, comenzando por la comunidad concreta del seminario hasta la gran comunidad de la Iglesia, con sus instituciones. También debemos tener presente que es muy grato estar en compañía, caminar en una gran compañía de todos los siglos, tener amigos en el cielo y en la tierra, y sentir la belleza de este cuerpo, ser felices porque el Señor nos ha llamado en un cuerpo y nos ha dado amigos en todas las partes del mundo.

He dicho que aquí no aparece la palabra εκκλησία, pero sí aparecen la palabra «cuerpo», la palabra «espíritu», la palabra «vínculo»; y en este breve pasaje se repite siete veces la palabra «uno». Así, percibimos lo mucho que importa al Apóstol la unidad de la Iglesia. Y acaba con una «escala de unidad», hasta la Unidad: uno es Dios, el Dios de todos. Dios es uno, y la unicidad de Dios se manifiesta en nuestra comunión, porque Dios es el Padre, el Creador de todos nosotros y, por eso, todos somos hermanos, todos somos un cuerpo, y la unidad de Dios es la condición, es la creación también de la fraternidad humana, de la paz. Así pues, meditemos también este misterio de la unidad y la importancia de buscar siempre la unidad en la comunión del único Cristo, del único Dios.

Ahora podemos dar un nuevo paso. Si nos preguntamos cuál es el sentido profundo de este uso de la palabra «llamada», vemos que es una de las dos puertas que se abren sobre el misterio trinitario. Hasta ahora hemos hablado del misterio de la Iglesia, del único Dios, pero se nos presenta también el misterio trinitario. Jesús es el mediador de la llamada del Padre que se realiza en el Espíritu Santo.

La vocación cristiana no puede menos de tener una forma trinitaria, tanto a nivel de cada persona como a nivel de comunidad eclesial. Todo el misterio de la Iglesia está animado por el dinamismo del Espíritu Santo, que es un dinamismo vocacional en sentido amplio y perenne, a partir de Abraham, el primero que escuchó la llamada de Dios y respondió con la fe y con la acción (cf. Gn 12, 1-3); hasta el «Heme aquí» de María, reflejo perfecto del «Heme aquí» del Hijo de Dios en el momento en que acoge la llamada del Padre a venir al mundo (cf. Hb 10, 5-7). Así, en el «corazón» de la Iglesia —como diría santa Teresa del Niño Jesús— la llamada de cada cristiano es un misterio trinitario: el misterio del encuentro con Jesús, con la Palabra hecha carne, mediante la cual Dios Padre nos llama a la comunión consigo y, por esto, nos quiere dar su Espíritu Santo; y precisamente gracias al Espíritu podemos responder a Jesús y al Padre de modo auténtico, dentro de una relación real, filial. Sin el soplo del Espíritu Santo la vocación cristiana sencillamente no se explica, pierde su linfa vital.

Y, finalmente, el último pasaje. La forma de la unidad según el Espíritu requiere, como he dicho, la imitación de Jesús, la configuración con él en sus comportamientos concretos. Como hemos meditado, el Apóstol escribe: «Con toda humildad, mansedumbre y magnanimidad, sobrellevándoos mutuamente con amor», y añade que la unidad del espíritu se debe conservar «con el vínculo de la paz» (Ef 4, 2-3).

La unidad de la Iglesia no deriva de un «molde» impuesto desde el exterior, sino que es fruto de una concordia, de un compromiso común de comportarse como Jesús, con la fuerza de su Espíritu. San Juan Crisóstomo tiene un comentario muy bello de este pasaje. Comentando la imagen del «vínculo», el «vínculo de la paz», el Crisóstomo dice: «Es bello este vínculo, con el que nos unimos tanto unos con otros como con Dios. No es una cadena que hiere. No produce calambres en las manos, las deja libres, les da amplio espacio y una valentía mayor» (Homilías sobre la carta a los Efesios 9, 4, 1-3). Aquí encontramos la paradoja evangélica: el amor cristiano es un vínculo, como hemos dicho, pero un vínculo que libera. La imagen del vínculo, como os he dicho, nos remite a la situación de san Pablo, que es «prisionero», está «en vínculo». El Apóstol está en cadenas por causa del Señor; como Jesús mismo, se hizo esclavo para liberarnos. Para conservar la unidad del espíritu es necesario que nuestro comportamiento esté marcado por la humildad, la mansedumbre y la magnanimidad que Jesús testimonió en su pasión; es necesario tener las manos y el corazón unidos por el vínculo de amor que él mismo aceptó por nosotros, haciéndose nuestro siervo. Este es el «vínculo de la paz». En el mismo comentario dice también san Juan Crisóstomo: «Uníos a vuestros hermanos. Los que están así unidos en el amor lo soportan todo con facilidad... Así quiere él que estemos unidos los unos a los otros, no sólo para estar en paz, no sólo para ser amigos, sino para ser todos uno, una sola alma» (ib.).

El texto paulino del que hemos meditado algunos elementos es muy rico. Sólo he podido ofreceros algunas consideraciones, que encomiendo a vuestra meditación. Pidamos a la Virgen María, la Virgen de la Confianza, que nos ayude a caminar con alegría en la unidad del Espíritu. Gracias.


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ENCUENTRO CON LOS PÁRROCOS Y SACERDOTES DE LA DIÓCESIS DE ROMA

"LECTIO DIVINA" DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Sala de las Bendiciones
Jueves 10 de marzo de 2011



Eminencia,
excelencias y queridos hermanos:

Para mí es una gran alegría estar con vosotros —el clero de Roma— cada año, al inicio de la Cuaresma, y comenzar con vosotros el camino pascual de la Iglesia. Quiero dar las gracias a su eminencia por las hermosas palabras que me ha dirigido, agradeceros a todos el trabajo que realizáis por esta Iglesia de Roma que —según san Ignacio— preside en la caridad y debería ser siempre también ejemplar en su fe. Hagamos juntos todo lo posible para que esta Iglesia de Roma responda a su vocación y para que nosotros, en esta «viña del Señor», seamos obreros fieles.

Hemos escuchado el pasaje de los Hechos de los Apóstoles (20, 17-38) en el que san Pablo habla a los presbíteros de Éfeso, narrado expresamente por san Lucas como testamento del Apóstol, como discurso destinado no sólo a los presbíteros de Éfeso sino también a los presbíteros de todos los tiempos. San Pablo no sólo habla a quienes estaban presentes en aquel lugar, sino que también nos habla realmente a nosotros. Por tanto, tratemos de comprender lo que nos dice a nosotros en esta hora.

Comienzo: «Vosotros habéis comprobado cómo he procedido con vosotros todo el tiempo que he estado aquí» (v. 18); y sobre su comportamiento durante todo el tiempo san Pablo dice, al final: «De día y de noche, no he cesado de aconsejar (…) a cada uno» (v. 31). Esto quiere decir que durante todo ese tiempo era anunciador, mensajero y embajador de Cristo para ellos; era sacerdote para ellos. En cierto sentido, se podría decir que era un sacerdote trabajador, porque —como dice también en este pasaje—, trabajó con sus manos como tejedor de tiendas para no pesar sobre sus bienes, para ser libre, para dejarlos libres. Pero aunque trabajaba con las manos, durante todo este tiempo fue sacerdote, todo el tiempo aconsejó. En otras palabras, aunque exteriormente no estuvo todo el tiempo a disposición de la predicación, su corazón y su alma estuvieron siempre presentes para ellos; estaba animado por la Palabra de Dios, por su misión. Me parece que este es un aspecto muy importante: no se es sacerdote sólo por un tiempo; se es siempre, con toda el alma, con todo el corazón. Este ser con Cristo y ser embajador de Cristo, este ser para los demás, es una misión que penetra nuestro ser y debe penetrar cada vez más en la totalidad de nuestro ser.

San Pablo, además, dice: «He servido al Señor con toda humildad» (v. 19). «Servido» es una palabra clave de todo el Evangelio. Cristo mismo dice: no he venido a ser servido sino a servir (cf. Mt 20, 28). Él es el Servidor de Dios, y Pablo y los Apóstoles son también «servidores»; no señores de la fe, sino servidores de vuestra alegría, dice san Pablo en la segunda carta a los Corintios (cf. 1, 24). «Servir» debe ser determinante también para nosotros: somos servidores. Y «servir» quiere decir no hacer lo que yo me propongo, lo que para mí sería más agradable; «servir» quiere decir dejarme imponer el peso del Señor, el yugo del Señor; «servir» quiere decir no buscar mis preferencias, mis prioridades, sino realmente «ponerme al servicio del otro». Esto quiere decir que también nosotros a menudo debemos hacer cosas que no parecen inmediatamente espirituales y no responden siempre a nuestras elecciones. Todos, desde el Papa hasta el último vicario parroquial, debemos realizar trabajos de administración, trabajos temporales; sin embargo, los hacemos como servicio, como parte de lo que el Señor nos impone en la Iglesia, y hacemos lo que la Iglesia nos dice y espera de nosotros. Es importante este aspecto concreto del servicio, porque no elegimos nosotros qué hacer, sino que somos servidores de Cristo en la Iglesia y trabajamos como la Iglesia nos dice, donde la Iglesia nos llama, y tratamos de ser precisamente así: servidores que no hacen su voluntad, sino la voluntad del Señor. En la Iglesia somos realmente embajadores de Cristo y servidores del Evangelio.

«He servido al Señor con toda humildad». También «humildad» es una palabra clave del Evangelio, de todo el Nuevo Testamento. En la humildad nos precede el Señor. En la carta a los Filipenses, san Pablo nos recuerda que Cristo, que estaba sobre todos nosotros, que era realmente divino en la gloria de Dios, se humilló, se despojó de su rango haciéndose hombre, aceptando toda la fragilidad del ser humano, llegando hasta la obediencia última de la cruz (cf. 2, 5-8). «Humildad» no quiere decir falsa modestia —agradecemos los dones que el Señor nos ha concedido—, sino que indica que somos conscientes de que todo lo que podemos hacer es don de Dios, se nos concede para el reino de Dios. Trabajamos con esta «humildad», sin tratar de aparecer. No buscamos alabanzas, no buscamos que nos vean; para nosotros no es un criterio decisivo pensar qué dirán de nosotros en los diarios o en otros sitios, sino qué dice Dios. Esta es la verdadera humildad: no aparecer ante los hombres, sino estar en la presencia de Dios y trabajar con humildad por Dios, y de esta manera servir realmente también a la humanidad y a los hombres.

«No he omitido por miedo nada de cuanto os pudiera aprovechar, predicando y enseñando» (v. 20). San Pablo, después de algunas frases, vuelve sobre este aspecto y afirma: «No tuve miedo de anunciaros enteramente el plan de Dios» (v. 27). Esto es importante: el Apóstol no predica un cristianismo «a la carta», según sus gustos; no predica un Evangelio según sus ideas teológicas preferidas; no se sustrae al compromiso de anunciar toda la voluntad de Dios, también la voluntad incómoda, incluidos los temas que personalmente no le agradan tanto. Nuestra misión es anunciar toda la voluntad de Dios, en su totalidad y sencillez última. Pero es importante el hecho de que debemos predicar y enseñar —como dice san Pablo—, y proponer realmente toda la voluntad de Dios. Y pienso que si el mundo de hoy tiene curiosidad de conocer todo, mucho más nosotros deberemos tener la curiosidad de conocer la voluntad de Dios: ¿qué podría ser más interesante, más importante, más esencial para nosotros que conocer lo que Dios quiere, conocer la voluntad de Dios, el rostro de Dios? Esta curiosidad interior debería ser también nuestra curiosidad por conocer mejor, de modo más completo, la voluntad de Dios. Debemos responder y despertar esta curiosidad en los demás, curiosidad por conocer verdaderamente toda la voluntad de Dios, y así conocer cómo podemos y cómo debemos vivir, cuál es el camino de nuestra vida. Así pues, deberíamos dar a conocer y comprender —en la medida de lo posible— el contenido del Credo de la Iglesia, desde la creación hasta la vuelta del Señor, hasta el mundo nuevo. La doctrina, la liturgia, la moral y la oración —las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia católica— indican esta totalidad de la voluntad de Dios. También es importante no perdernos en los detalles, no dar la idea de que el cristianismo es un paquete inmenso de cosas por aprender. En resumidas cuentas, es algo sencillo: Dios se ha revelado en Cristo. Pero entrar en esta sencillez —creo en Dios que se revela en Cristo y quiero ver y realizar su voluntad— tiene contenidos y, según las situaciones, entramos en detalles o no, pero es esencial hacer comprender por una parte la sencillez última de la fe. Creer en Dios como se ha revelado en Cristo es también la riqueza interior de esta fe, las respuestas que da a nuestras preguntas, también las respuestas que en un primer momento no nos gustan y que, sin embargo, son el camino de la vida, el verdadero camino; en cuanto afrontamos estas cosas, aunque no nos resulten tan agradables, podemos comprender, comenzamos a comprender lo que es realmente la verdad. Y la verdad es bella. La voluntad de Dios es buena, es la bondad misma.

Después, el Apóstol afirma: «He predicado en público y en privado, dando solemne testimonio tanto a judíos como a griegos, para que se convirtieran a Dios y creyeran en nuestro Señor Jesucristo» (v. 20-21). Aquí hay una síntesis de lo esencial: conversión a Dios, fe en Jesús. Pero fijemos por un momento la atención en la palabra «conversión», que es la palabra central o una de las palabras centrales del Nuevo Testamento. Aquí, para conocer las dimensiones de esta palabra, es interesante estar atentos a las diversas palabras bíblicas: en hebreo, «šub» quiere decir «invertir la ruta», comenzar con una nueva dirección de vida; en griego, «metánoia», «cambio de manera de pensar»; en latín, «poenitentia», «acción mía para dejarme transformar»; en italiano, «conversione», que coincide más bien con la palabra hebrea que significa «nueva dirección de la vida». Tal vez podemos ver de manera particular el porqué de la palabra del Nuevo Testamento, la palabra griega «metánoia», «cambio de manera de pensar». En un primer momento el pensamiento parece típicamente griego, pero, profundizando, vemos que expresa realmente lo esencial de lo que dicen también las otras lenguas: cambio de pensamiento, o sea, cambio real de nuestra visión de la realidad. Como hemos nacido en el pecado original, para nosotros «realidad» son las cosas que podemos tocar, el dinero, mi posición; son las cosas de todos los días que vemos en el telediario: esta es la realidad. Y las cosas espirituales se encuentran «detrás» de la realidad: «Metánoia», cambio de manera de pensar, quiere decir invertir esta impresión. Lo esencial, la realidad, no son las cosas materiales, ni el dinero, ni el edificio, ni lo que puedo tener. La realidad de las realidades es Dios. Esta realidad invisible, aparentemente lejana de nosotros, es la realidad. Aprender esto, y así invertir nuestro pensamiento, juzgar verdaderamente que lo real que debe orientar todo es Dios, son las palabras, la Palabra de Dios. Este es el criterio, el criterio de todo lo que hago: Dios. Esto es realmente conversión, si mi concepto de realidad ha cambiado, si mi pensamiento ha cambiado. Y esto debe impregnar luego todos los ámbitos de mi vida: en el juicio sobre cada cosa debo tener como criterio lo que Dios dice sobre eso. Esto es lo esencial, no cuánto obtengo ahora, no el beneficio o el perjuicio que obtendré, sino la verdadera realidad, orientarnos hacia esta realidad. Me parece que en la Cuaresma, que es camino de conversión, debemos volver a realizar cada año esta inversión del concepto de realidad, es decir, que Dios es la realidad, Cristo es la realidad y el criterio de mi acción y de mi pensamiento; realizar esta nueva orientación de nuestra vida. Y de igual modo la palabra latina «poenitentia», que nos parece algo demasiado exterior y quizá una forma de activismo, se transforma en real: ejercitar esto quiere decir ejercitar el dominio de mí mismo, dejarme transformar, con toda mi vida, por la Palabra de Dios, por el pensamiento nuevo que viene del Señor y me muestra la verdadera realidad. De este modo, no sólo se trata de pensamiento, de intelecto, sino de la totalidad de mi ser, de mi visión de la realidad. Este cambio de pensamiento, que es conversión, llega a mi corazón y une intelecto y corazón, y pone fin a esta separación entre intelecto y corazón, integra mi personalidad en el corazón, que es abierto por Dios y se abre a Dios. Y así encuentro el camino, el pensamiento se convierte en fe, esto es, tener confianza en el Señor, confiar en el Señor, vivir con él y emprender su camino en un verdadero seguimiento de Cristo.

San Pablo continúa: «Y ahora, mirad, me dirijo a Jerusalén, encadenado por el Espíritu. No sé lo que me pasará allí, salvo que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me da testimonio de que me aguardan cadenas y tribulaciones. Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor Jesús: ser testigo del Evangelio de la gracia de Dios» (vv. 22-24). San Pablo sabe que probablemente este viaje a Jerusalén le costará la vida: será un viaje hacia el martirio. Aquí debemos tener presente el porqué de su viaje. Va a Jerusalén para entregar a esa comunidad, a la Iglesia de Jerusalén, la suma de dinero recogida para los pobres en el mundo de los gentiles. Por tanto, es un viaje de caridad, pero es algo más: es una expresión del reconocimiento de la unidad de la Iglesia entre judíos y gentiles, un reconocimiento formal del primado de Jerusalén en ese tiempo, del primado de los primeros Apóstoles, un reconocimiento de la unidad y de la universalidad de la Iglesia. En este sentido, el viaje tiene un significado eclesiológico y también cristológico, porque así tiene mucho valor para él este reconocimiento, esta expresión visible de la unicidad y de la universalidad de la Iglesia, que tiene en cuenta también el martirio. La unidad de la Iglesia vale el martirio. Así dice san Pablo: «Pero a mí no me importa la vida, sino completar mi carrera y consumar el ministerio que recibí del Señor» (v. 24). El mero sobrevivir biológico —dice san Pablo— no es el primer valor para mí; el primer valor para mí es consumar el ministerio; el primer valor para mí es estar con Cristo; vivir con Cristo es la verdadera vida. Aunque perdiera la vida biológica, no perdería la verdadera vida. En cambio, si perdiera la comunión con Cristo para conservar la vida biológica, perdería precisamente la vida misma, lo esencial de su ser. También esto me parece importante: tener las prioridades justas. Ciertamente debemos estar atentos a nuestra salud, a trabajar con racionabilidad, pero también debemos saber que el valor último es estar en comunión con Cristo; vivir nuestro servicio y perfeccionarlo lleva a completar la carrera. Tal vez podemos reflexionar un poco más sobre esta expresión: «completar mi carrera». Hasta el final el Apóstol quiere ser servidor de Jesús, embajador de Jesús para el Evangelio de Dios. Es importante que también en la vejez, aunque pasen los años, no perdamos el celo, la alegría de haber sido llamados por el Señor. Yo diría que, en cierto sentido, al inicio del camino sacerdotal es fácil estar llenos de celo, de esperanza, de valor, de actividad, pero al ver cómo van las cosas, al ver que el mundo sigue igual, al ver que el servicio se hace pesado, se puede perder fácilmente un poco este entusiasmo. Volvamos siempre a la Palabra de Dios, a la oración, a la comunión con Cristo en el Sacramento —esta intimidad con Cristo— y dejémonos renovar nuestra juventud espiritual, renovar el celo, la alegría de poder ir con Cristo hasta el final, de «completar la carrera», siempre con el entusiasmo de haber sido llamados por Cristo para este gran servicio, para el Evangelio de la gracia de Dios. Y esto es importante. Hemos hablado de humildad, de esta voluntad de Dios, que puede ser dura. Al final, el título de todo el Evangelio de la gracia de Dios es «Evangelio», es «Buena Nueva» que Dios nos conoce, que Dios me ama, y que el Evangelio, la voluntad última de Dios es gracia. Recordemos que la carrera del Evangelio comienza en Nazaret, en la habitación de María, con las palabras «Dios te salve María», que en griego se dice: «Chaire kecharitomene»: «Alégrate, porque estás llena de gracia». Estas palabras constituyen el hilo conductor: el Evangelio es invitación a la alegría porque estamos en la gracia, y la última palabra de Dios es la gracia.

A continuación viene el pasaje sobre el martirio inminente. Aquí hay una frase muy importante, que quiero meditar un poco con vosotros: «Velad por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (v. 28). Comienzo por la palabra «Velad». Hace algunos días tuve la catequesis sobre san Pedro Canisio, apóstol de Alemania en la época de la Reforma, y se me quedó grabada una palabra de este santo, una palabra que era para él un grito de angustia en su momento histórico. Dice: «Ved, Pedro duerme; Judas, en cambio, está despierto». Esto nos hace pensar: la somnolencia de los buenos. El Papa Pío xi dijo: «El gran problema de nuestro tiempo no son las fuerzas negativas, sino la somnolencia de los buenos». «Velad»: meditemos esto, y pensemos que el Señor en el Huerto de los Olivos repite dos veces a sus discípulos: «Velad», y ellos duermen. «Velad», nos dice a nosotros; tratemos de no dormir en este tiempo, sino de estar realmente dispuestos para la voluntad de Dios y para la presencia de su Palabra, de su Reino.

«Velad por vosotros mismos» (v. 28): estas palabras también valen para los presbíteros de todos los tiempos. Hay un activismo con buenas intenciones, pero en el que uno descuida la propia alma, la propia vida espiritual, el propio estar con Cristo. San Carlos Borromeo, en la lectura del breviario de su memoria litúrgica, nos dice cada año: no puedes ser un buen servidor de los demás si descuidas tu alma. «Velad por vosotros mismos»: estemos atentos también a nuestra vida espiritual, a nuestro estar con Cristo. Como he dicho en muchas ocasiones: orar y meditar la Palabra de Dios no es tiempo perdido para la atención a las almas, sino que es condición para que podamos estar realmente en contacto con el Señor y así hablar de primera mano del Señor a los demás. «Velad por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto como guardianes para pastorear la Iglesia de Dios» (v. 28). Aquí son importantes dos palabras. En primer lugar: «el Espíritu Santo os ha puesto»; es decir, el sacerdocio no es una realidad en la que uno encuentra una ocupación, una profesión útil, hermosa, que le agrada y se elige. ¡No! Nos ha constituido el Espíritu Santo. Sólo Dios nos puede hacer sacerdotes; sólo Dios puede elegir a sus sacerdotes; y, si somos elegidos, somos elegidos por él. Aquí aparece claramente el carácter sacramental del presbiterado y del sacerdocio, que no es una profesión que debe desempeñarse porque alguien debe administrar las cosas, y también debe predicar. No es algo que hagamos nosotros solamente. Es una elección del Espíritu Santo, y en esta voluntad del Espíritu Santo, voluntad de Dios, vivimos y buscamos cada vez más dejarnos llevar de la mano por el Espíritu Santo, por el Señor mismo. En segundo lugar: «os ha puesto como guardianes para pastorear». La palabra que el texto español traduce por «guardianes» en griego es «epískopos». San Pablo habla a los presbíteros, pero aquí los llama «epískopoi». Podemos decir que, en la evolución de la realidad de la Iglesia, los dos ministerios aún no estaban divididos claramente, no eran distintos; evidentemente son el único sacerdocio de Cristo y ellos, los presbíteros, son también «epískopoi». La palabra «presbítero» viene sobre todo de la tradición judía, donde estaba vigente el sistema de los «ancianos», de los «presbíteros», mientras que la palabra «epískopos» fue creada —o encontrada— en el ámbito de la Iglesia por los paganos, y proviene del lenguaje de la administración romana. «Epískopoi» son los que vigilan, los que tienen una responsabilidad administrativa para vigilar cómo van las cosas. Los cristianos eligieron esta palabra en el ámbito pagano-cristiano para expresar el oficio del presbítero, del sacerdote, pero como es obvio cambió inmediatamente el significado de la palabra. La palabra «epískopoi» se identificó de inmediato con la palabra «pastores». O sea, vigilar es «apacentar», desempeñar la misión de pastor: en realidad de inmediato se convirtió en «poimainein», «apacentar» a la Iglesia de Dios; está pensado en el sentido de esta responsabilidad respecto de los demás, de este amor por el rebaño de Dios. Y no olvidemos que en el antiguo Oriente «pastor» era el título de los reyes: son los pastores del rebaño, que es el pueblo. Seguidamente, el rey-Cristo, al ser el verdadero rey, transforma interiormente este concepto. Es el Pastor que se hace cordero, el pastor que se deja matar por los demás, para defenderlos del lobo; el pastor cuyo primer significado es amar a este rebaño y así dar vida, alimentar, proteger. Tal vez estos son los dos conceptos centrales para este oficio del «pastor»: alimentar dando a conocer la Palabra de Dios, no sólo con las palabras, sino testimoniándola por voluntad de Dios; y proteger con la oración, con todo el compromiso de la propia vida. Pastores, el otro significado que percibieron los Padres en la palabra cristiana «epískopoi», es: quien vigila no como un burócrata, sino como quien ve desde el punto de vista de Dios, camina hacia la altura de Dios y a la luz de Dios ve a esta pequeña comunidad de la Iglesia. Para un pastor de la Iglesia, para un sacerdote, un «epískopos», es importante también que vea desde el punto de vista de Dios, que trate de ver desde lo alto, con el criterio de Dios y no según sus propias preferencias, sino como juzga Dios. Ver desde esta altura de Dios y así amar con Dios y por Dios.

«Pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio Hijo» (v. 28). Aquí encontramos una palabra central sobre la Iglesia. La Iglesia no es una organización que se ha formado poco a poco; la Iglesia nació en la cruz. El Hijo adquirió la Iglesia en la cruz y no sólo la Iglesia de ese momento, sino la Iglesia de todos los tiempos. Con su sangre adquirió esta porción del pueblo, del mundo, para Dios. Y creo que esto nos debe hacer pensar. Cristo, Dios creó la Iglesia, la nueva Eva, con su sangre. Así nos ama y nos ha amado, y esto es verdad en todo momento. Y esto nos debe llevar también a comprender que la Iglesia es un don, a sentirnos felices por haber sido llamados a ser Iglesia de Dios, a alegrarnos de pertenecer a la Iglesia. Ciertamente, siempre hay aspectos negativos, difíciles, pero en el fondo debe quedar esto: es un don bellísimo el poder vivir en la Iglesia de Dios, en la Iglesia que el Señor se adquirió con su sangre. Estar llamados a conocer realmente el rostro de Dios, conocer su voluntad, conocer su gracia, conocer este amor supremo, esta gracia que nos guía y nos lleva de la mano. Felicidad por ser Iglesia, alegría por ser Iglesia. Me parece que debemos volver a aprender esto. El miedo al triunfalismo tal vez nos ha hecho olvidar un poco que es hermoso estar en la Iglesia y que esto no es triunfalismo, sino humildad, agradecer el don del Señor.

Sigue inmediatamente que esta Iglesia no siempre es sólo don de Dios y divina, sino también muy humana: «Se meterán entre vosotros lobos feroces» (v. 29). La Iglesia siempre está amenazada; siempre existe el peligro, la oposición del diablo, que no acepta que en la humanidad se encuentre presente este nuevo pueblo de Dios, que esté la presencia de Dios en una comunidad viva. Así pues, no debe sorprendernos que siempre haya dificultades, que siempre haya hierba mala en el campo de la Iglesia. Siempre ha sido así y siempre será así. Pero debemos ser conscientes, con alegría, de que la verdad es más fuerte que la mentira, de que el amor es más fuerte que el odio, de que Dios es más fuerte que todas las fuerzas contrarias a él. Y con esta alegría, con esta certeza interior emprendemos nuestro camino inter consolationes Dei et persecutiones mundi, dice el concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, 8): entre las consolaciones de Dios y las persecuciones del mundo.

Y ahora el penúltimo versículo. En este punto no deseo entrar en detalles: al final aparece un elemento importante de la Iglesia, del ser cristianos. «Siempre os he enseñado que es trabajando como se debe socorrer a los necesitados, recordando las palabras del Señor Jesús, que dijo: “Hay más dicha en dar que en recibir”» (v. 35). La opción preferencial por los pobres, el amor por los débiles es fundamental para la Iglesia, es fundamental para el servicio de cada uno de nosotros: estar atentos con gran amor a los débiles, aunque tal vez no sean simpáticos, sino difíciles. Pero ellos esperan nuestra caridad, nuestro amor, y Dios espera este amor nuestro. En comunión con Cristo estamos llamados a socorrer a los débiles con nuestro amor, con nuestras obras.

Y el último versículo: «Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (v. 36). Al final, el discurso se transforma en oración y san Pablo se arrodilla. San Lucas nos recuerda que también el Señor en el Huerto de los Olivos oró de rodillas, y nos dice que del mismo modo san Esteban, en el momento del martirio, se arrodilló para orar. Orar de rodillas quiere decir adorar la grandeza de Dios en nuestra debilidad, dando gracias al Señor porque nos ama precisamente en nuestra debilidad. Detrás de esto aparece la palabra de san Pablo en la carta a los Filipenses, que es la transformación cristológica de una palabra del profeta Isaías, el cual, en el capítulo 45, dice que todo el mundo, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodillará ante el Dios de Israel (cf. Is 45, 23). Y san Pablo precisa: Cristo bajó del cielo a la cruz, la obediencia última. Y en este momento se realiza esta palabra del Profeta: ante Cristo crucificado todo el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cf. Flp 2, 10-11). Él es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La humildad de Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él nos ponemos de rodillas, adorando. Estar de rodillas ya no es expresión de servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios, la alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos.

El discurso de san Pablo termina con la oración. También nuestros discursos deben terminar con la oración. Oremos al Señor para que nos ayude a estar cada vez más impregnados de su Palabra, a ser cada vez más testigos y no sólo maestros, a ser cada vez más sacerdotes, pastores, «epískopoi», es decir, los que ven con Dios y desempeñan el servicio del Evangelio de Dios, el servicio del Evangelio de la gracia.


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CONCLUSIÓN DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES DE LA CURIA ROMANA

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Capilla "Redemptoris Mater"
Sábado 19 de marzo de 2011

Galería fotográfica



Queridos hermanos,
querido padre Léthel:

Al final de este camino de reflexión, de meditación, de oración en compañía de los santos amigos del Papa Juan Pablo II, quiero decir de todo corazón: gracias a usted, padre Léthel, por su guía segura, por la riqueza espiritual que nos ha dado. Nos ha presentado a los santos como «estrellas» en el firmamento de la historia y, con su entusiasmo y su alegría, usted nos ha introducido en el corro de estos santos y nos ha mostrado que precisamente los santos «pequeños» son los santos «grandes». Nos ha mostrado que la scientia fidei y la scientia amoris van juntas y se complementan, que la razón grande y el gran amor van juntos, más aún, que el gran amor ve más que la razón sola.

La Providencia ha querido que estos ejercicios concluyan en la fiesta de san José, mi patrono personal y patrono de la santa Iglesia: un santo humilde, un trabajador humilde, que fue considerado digno de ser Custodio del Redentor.

San Mateo define a san José con una palabra: «Era un justo», «díkaios», que deriva de «dike», y en la visión del Antiguo Testamento, como la encontramos por ejemplo en el Salmo 1, «justo» es el hombre que está inmerso en la Palabra de Dios, que vive en la Palabra de Dios, que vive la Ley no como un «yugo» sino como «alegría», vive —podríamos decir— la Ley como «Evangelio». San José era justo, estaba inmerso en la Palabra de Dios, escrita, transmitida en la sabiduría de su pueblo y precisamente de esta manera estaba preparado y llamado a conocer al Verbo encarnado —al Verbo que vino a nosotros como hombre— y predestinado a custodiar, a proteger a este Verbo encarnado. Esta es su misión para siempre: custodiar a la santa Iglesia y a nuestro Señor.

En este momento nos encomendamos a su custodia, rezamos para que nos ayude en nuestro humilde servicio. Sigamos adelante con valentía bajo esta protección. Demos gracias por los santos humildes, pidamos al Señor que nos haga también a nosotros humildes en nuestro servicio y de esta manera santos en la compañía de los santos.

De nuevo, gracias a usted, padre Léthel, por su inspiración. ¡Gracias!


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL SIRO-MALANKAR
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Viernes 25 de marzo de 2011



Queridos hermanos en el episcopado:

Os doy la bienvenida a todos hoy con ocasión de vuestra peregrinación ad limina Apostolorum. Agradezco a Su Beatitud Baselios Cleemis los devotos sentimientos que me ha expresado en vuestro nombre. A través de vosotros saludo a todos los sacerdotes, los religiosos y los fieles laicos de vuestras eparquías y quiero asegurarles mis oraciones por su bienestar espiritual y material. Este tiempo juntos es una ocasión privilegiada para profundizar los vínculos de fraternidad y comunión entre la Sede de Pedro y la Iglesia siro-malankar, elevada felizmente a Iglesia arzobispal mayor por el venerable Juan Pablo II en 2005.

Las tradiciones apostólicas que mantenéis gozan de plena fecundidad espiritual cuando se viven en comunión con la Iglesia universal. En este sentido, seguís justamente las huellas del siervo de Dios Mar Ivanios, que llevó a vuestros predecesores y a sus fieles a la comunión plena con la Iglesia católica. De la misma manera que vuestros antepasados, también vosotros estáis llamados, en el seno de la única familia de Dios, a continuar con firme fidelidad lo que se os ha transmitido. Todos los obispos católicos comparten una profunda solicitud por ser fieles a Jesucristo y desean la unidad que él quiso para sus discípulos (cf. Jn 17, 11), aun conservando su legítima diversidad. «Es, pues, deseo de la Iglesia católica que las tradiciones de cada Iglesia particular o rito se conserven y mantengan íntegras, y quiere igualmente adaptar su forma de vida a las distintas necesidades de tiempo y lugar» (Orientalium Ecclesiarum, 2). Cada generación debe afrontar los retos planteados a la Iglesia según sus capacidades y en armonía con el resto del Cuerpo místico de Cristo. Os animo, por tanto, a fomentar entre vuestros sacerdotes y vuestros fieles el amor a la herencia litúrgica y espiritual que se os ha transmitido, construyendo firmemente sobre vuestra comunión con la Sede de Pedro.

El depósito de la fe recibido de los Apóstoles y transmitido fielmente hasta nuestros tiempos es un valioso regalo del Señor. Es el mensaje de salvación que fue revelado en la persona de Jesús, cuyo Espíritu une a los creyentes de todo tiempo y lugar, dándonos la comunión con el Padre y con su Hijo para que nuestra alegría sea completa (cf. 1 Jn 1, 1-4). Vosotros y vuestros sacerdotes estáis llamados a promover esta comunión a través de la palabra y los sacramentos, y a fortalecerla con una catequesis sólida, de manera que la Palabra de vida, Jesucristo, y el don de la vida divina —comunión con él— sean conocidas en todo el mundo (cf. Verbum Domini, 2). Por sus raíces antiguas y su historia particular, el cristianismo en la India ha dado desde hace mucho tiempo su contribución a la cultura y a la sociedad, y a sus expresiones religiosas y espirituales. A través de la decisión de vivir el Evangelio, «fuerza de Dios para la salvación de todos el que cree» (Rm 1, 16), aquellos a quienes servís han de dar una contribución aún más efectiva a todo el Cuerpo de Cristo y a la sociedad de la India, para beneficio de todos. Que vuestro pueblo siga prosperando por la predicación de la Palabra de Dios y por la promoción de una comunión basada en el amor de Dios.

Observo los retos particulares que deben afrontar muchas de vuestras parroquias al ofrecer una atención pastoral adecuada y un apoyo mutuo, especialmente cuando no siempre se dispone de un párroco. Con todo, las parroquias más pequeñas, teniendo en cuenta la realidad social que los cristianos afrontan en el contexto cultural más amplio, ofrecen a su vez oportunidades de edificación y asistencia verdaderamente fraternas. Como sabéis, las pequeñas comunidades cristianas a menudo han dado un testimonio excepcional en la historia de la Iglesia. Al igual que en los tiempos apostólicos, la Iglesia de nuestro tiempo prosperará seguramente en la presencia de Cristo vivo, que prometió estar con nosotros siempre (cf. Mt 28, 20) y sostenernos (cf. 1 Co 1, 8). Es su divina presencia la que debe permanecer en el centro de la vida, de la fe y del testimonio de vuestros fieles, y que vosotros, sus pastores, estáis llamados a custodiar, de manera que si tienen que vivir lejos de sus comunidades, no vivan lejos de Cristo. En efecto, es importante recordar que las comunidades cristianas son el «ámbito propio en el que recorrer un itinerario personal y comunitario con respecto a la Palabra de Dios, de modo que esta sea realmente el fundamento de la vida espiritual» (Verbum Domini, 72).

Una de las formas como desempeñáis vuestro papel de maestros de la fe en la comunidad cristiana es a través de los programas de formación catequética y religiosa que se llevan a cabo bajo vuestra dirección. Dado que «esta enseñanza ha de tener como fundamento la Sagrada Escritura, la Tradición, la Liturgia, el Magisterio y la vida de la Iglesia» (Christus Dominus, 14), me complace comprobar la variedad y el número de programas que estáis realizando actualmente. Junto con la celebración de los sacramentos, estos programas ayudarán a asegurar que aquellos que están bajo vuestro cuidado sean siempre capaces de dar razón de su esperanza en Cristo. De hecho, la catequesis y el desarrollo espiritual son algunos de los desafíos más importantes que deben afrontar los pastores de almas; por eso, os animo encarecidamente a perseverar en el camino que habéis elegido para formar a vuestros fieles en un conocimiento y un amor de la fe más profundo, con la ayuda de la gracia de Dios y vuestra humilde confianza en su providencia.

Con estos pensamientos, os renuevo mis sentimientos de afecto fraternal y estima. Invocando la intercesión de santo Tomás Apóstol, patrono principal de la India, os aseguro mis oraciones y de buen grado os imparto a vosotros, y a cuantos están confiados a vuestro cuidado, mi bendición apostólica como prenda de gracia y de paz en nuestro Señor Jesucristo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN EL CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIARÍA APOSTÓLICA

Aula de las Bendiciones
Viernes 25 de marzo de 2011



Queridos amigos:

Me alegra daros a cada uno mi cordial bienvenida. Saludo al cardenal Fortunato Baldelli, penitenciario mayor, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido. Saludo al regente de la Penitenciaría, monseñor Gianfranco Girotti, al personal, a los colaboradores y a todos los participantes en el curso sobre el fuero interno, que ya se ha convertido en un encuentro tradicional y en una ocasión importante para profundizar en los temas relativos al sacramento de la Penitencia.

Deseo reflexionar con vosotros sobre un aspecto a veces no considerado suficientemente, pero de gran importancia espiritual y pastoral: el valor pedagógico de la Confesión sacramental. Aunque es verdad que es necesario salvaguardar siempre la objetividad de los efectos del Sacramento y su correcta celebración según las normas del Rito de la Penitencia, no está fuera de lugar reflexionar sobre cuánto puede educar la fe, tanto del ministro como del penitente. La fiel y generosa disponibilidad de los sacerdotes a escuchar las confesiones, a ejemplo de los grandes santos de la historia, como san Juan María Vianney, san Juan Bosco, san Josemaría Escrivá, san Pío de Pietrelcina, san José Cafasso y san Leopoldo Mandić, nos indica a todos que el confesonario puede ser un «lugar» real de santificación.

¿De qué modo educa el sacramento de la Penitencia? ¿En qué sentido su celebración tiene un valor pedagógico, ante todo para los ministros? Podríamos partir del reconocimiento de que la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina. Cuántas veces en la celebración del sacramento de la Penitencia, el sacerdote asiste a auténticos milagros de conversión que, renovando el «encuentro con un acontecimiento, una Persona» (Deus caritas est, 1), fortalecen también su fe. En el fondo, confesar significa asistir a tantas «professiones fidei» cuantos son los penitentes, y contemplar la acción de Dios misericordioso en la historia, palpar los efectos salvadores de la cruz y de la resurrección de Cristo, en todo tiempo y para todo hombre.

Con frecuencia nos encontramos ante auténticos dramas existenciales y espirituales, que no hallan respuesta en las palabras de los hombres, pero que son abrazados y asumidos por el Amor divino, que perdona y transforma: «Aunque vuestros pecados sean como escarlata, quedarán blancos como nieve» (Is 1, 18). Conocer y, en cierto modo, visitar el abismo del corazón humano, incluso en sus aspectos oscuros, por un lado pone a prueba la humanidad y la fe del propio sacerdote; y, por otro, alimenta en él la certeza de que la última palabra sobre el mal del hombre y de la historia es de Dios, es de su misericordia, capaz de hacerlo nuevo todo (cf. Ap 21, 5).

¡Cuánto puede aprender el sacerdote de penitentes ejemplares por su vida espiritual, por la seriedad con que hacen el examen de conciencia, por la transparencia con que reconocen su pecado y por la docilidad a la enseñanza de la Iglesia y a las indicaciones del confesor! De la administración del sacramento de la Penitencia podemos recibir profundas lecciones de humildad y de fe. Es una llamada muy fuerte para cada sacerdote a la conciencia de su propia identidad. Nunca podríamos escuchar únicamente en virtud de nuestra humanidad las confesiones de los hermanos. Si se acercan a nosotros es sólo porque somos sacerdotes, configurados con Cristo sumo y eterno Sacerdote, y hemos sido capacitados para actuar en su nombre y en su persona, para hacer realmente presente a Dios que perdona, renueva y transforma. La celebración del sacramento de la Penitencia tiene un valor pedagógico para el sacerdote, en orden a su fe, a la verdad y pobreza de su persona, y alimenta en él la conciencia de la identidad sacramental.

¿Cuál es el valor pedagógico del sacramento de la Reconciliación para los penitentes? Lo primero que debemos decir es que depende ante todo de la acción de la Gracia y de los efectos objetivos del Sacramento en el alma del fiel. Ciertamente, la Reconciliación sacramental es uno de los momentos en que la libertad personal y la conciencia de sí mismos están llamadas a expresarse de modo particularmente evidente. Tal vez también por esto, en una época de relativismo y de consiguiente conciencia atenuada del propio ser, queda debilitada asimismo la práctica sacramental. El examen de conciencia tiene un valor pedagógico importante: educa a mirar con sinceridad la propia existencia, a confrontarla con la verdad del Evangelio y a valorarla con parámetros no sólo humanos, sino también tomados de la Revelación divina. La confrontación con los Mandamientos, con las Bienaventuranzas y, sobre todo, con el Mandamiento del amor, constituye la primera gran «escuela penitencial».

En nuestro tiempo, caracterizado por el ruido, por la distracción y por la soledad, el coloquio del penitente con el confesor puede representar una de las pocas ocasiones, por no decir la única, para ser escuchados de verdad y en profundidad. Queridos sacerdotes, no dejéis de dar un espacio oportuno al ejercicio del ministerio de la Penitencia en el confesonario: ser acogidos y escuchados constituye también un signo humano de la acogida y de la bondad de Dios hacia sus hijos. Además, la confesión íntegra de los pecados educa al penitente en la humildad, en el reconocimiento de su propia fragilidad y, a la vez, en la conciencia de la necesidad del perdón de Dios y en la confianza en que la Gracia divina puede transformar la vida. Del mismo modo, la escucha de las amonestaciones y de los consejos del confesor es importante para el juicio sobre los actos, para el camino espiritual y para la curación interior del penitente. No olvidemos cuántas conversiones y cuántas existencias realmente santas han comenzado en un confesonario. La acogida de la penitencia y la escucha de las palabras «Yo te absuelvo de tus pecados» representan, por último, una verdadera escuela de amor y de esperanza, que guía a la plena confianza en el Dios Amor revelado en Jesucristo, a la responsabilidad y al compromiso de la conversión continua.

Queridos sacerdotes, que experimentar nosotros en primer lugar la Misericordia divina y ser sus humildes instrumentos nos eduque a una celebración cada vez más fiel del sacramento de la Penitencia y a una profunda gratitud hacia Dios, que «nos encargó el ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18). A la santísima Virgen María, Mater misericordiae y Refugium peccatorum, encomiendo los frutos de vuestro curso sobre el fuero interno y el ministerio de todos los confesores, y con gran afecto os bendigo.


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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UNA PEREGRINACIÓN
DE LA DIÓCESIS DE TERNI-NARNI-AMELIA, ITALIA

Sábado 26 de marzo de 2011



Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra mucho acogeros esta mañana y dirigir mi cordial saludo a las autoridades presentes, a las trabajadoras y a los trabajadores y a todos vosotros que habéis venido a la sede de Pedro. Un saludo particular a vuestro obispo, monseñor Vincenzo Paglia, al que agradezco las palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre. Habéis acudido en gran número a este encuentro —lamento que algunos no hayan podido entrar—, con ocasión del trigésimo aniversario de la visita de Juan Pablo II a Terni. Hoy queremos recordarlo de manera especial por el amor que mostró al mundo del trabajo; casi podemos oírlo mientras repite las primeras palabras que pronunció en cuanto llegó a Terni: «Finalidad principal de esta visita, que se desarrolla en el día de san José (...) es la de traer una palabra de estímulo a todos los trabajadores (...) y expresarles mi solidaridad, mi amistad y mi aprecio» (Discurso a las autoridades, Terni, 19 de marzo de 1981: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de marzo de 1981, p. 5). Hago míos estos sentimientos, y de corazón os abrazo a todos vosotros y a vuestras familias. En el día de mi elección, también yo me presenté con convicción como «un humilde trabajador en la viña del Señor», y hoy, junto a vosotros, quiero recordar a todos los trabajadores y encomendarlos a la protección de san José obrero.

Terni se caracteriza por la presencia de una de las mayores fábricas de acero, que ha contribuido al crecimiento de una significativa realidad obrera. Un camino marcado por luces, pero también por momentos difíciles, como el que estamos viviendo hoy. La crisis del ámbito industrial está poniendo a dura prueba la vida de la ciudad, que debe pensar de modo nuevo su futuro. En todo esto se ve implícita también vuestra vida de trabajadores y la de vuestras familias. En las palabras de vuestro obispo he percibido el eco de las preocupaciones que lleváis en el corazón. Sé que la Iglesia diocesana las hace suyas y siente la responsabilidad de estar a vuestro lado para transmitiros la esperanza del Evangelio y la fuerza para edificar una sociedad más justa y más digna del hombre. Y lo hace a partir de la fuente, de la Eucaristía. En su primera carta pastoral, La Eucaristía salva al mundo, vuestro obispo os indicó cuál es la fuente a la que es preciso acudir para vivir la alegría de la fe y el deseo de mejorar el mundo. La Eucaristía del domingo se ha convertido así en el fulcro de la acción pastoral de la diócesis. Es una elección que ha producido sus frutos; ha crecido la participación en la Eucaristía dominical, de la que parte el compromiso de la diócesis para el camino de vuestra tierra. En efecto, de la Eucaristía, en la que Cristo se hace presente en su acto supremo de amor por todos nosotros, aprendemos a vivir como cristianos en la sociedad, para hacerla más acogedora, más solidaria, más atenta a las necesidades de todos, especialmente de los más débiles, más rica en amor. San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, definía a los cristianos como aquellos que «viven según el domingo», (iuxta dominicum viventes), es decir «según la Eucaristía». Vivir de una manera «eucarística» significa vivir como un único Cuerpo, una única familia, una sociedad unida por el amor. La exhortación a ser «eucarísticos» no es una simple invitación moral dirigida a individuos; es mucho más: es la exhortación a participar en el dinamismo mismo de Jesús que entrega su vida por los demás, para que todos sean uno.

En este horizonte se sitúa también el tema del trabajo, que hoy os preocupa, con sus problemas, sobre todo el del desempleo. Es importante tener siempre presente que el trabajo es uno de los elementos fundamentales tanto de la persona como de la sociedad. Las difíciles o precarias condiciones del trabajo hacen difíciles y precarias las condiciones de la sociedad misma, las condiciones de un vivir ordenado según las exigencias del bien común. En la encíclica Caritas in veritate —como recordó monseñor Paglia— exhorté a que «se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan» (n. 32). Quiero recordar también el grave problema de la seguridad en el trabajo. Sé que muchas veces habéis tenido que afrontar esta trágica realidad. Es necesario realizar todo tipo de esfuerzos para que se rompa la cadena de muertes y de accidentes. Y ¿qué decir de la precariedad del trabajo, sobre todo cuando implica al mundo juvenil? Es un aspecto que no deja de crear angustia en tantas familias. El Obispo advertía también de la difícil situación de la industria química en vuestra ciudad, como también a los problemas del sector siderúrgico. Estoy cerca de vosotros, dejando en manos de Dios todas vuestras ansias y preocupaciones, y espero que, en la lógica de la gratuidad y de la solidaridad, se puedan superar estos momentos, para que se garantice un trabajo seguro, digno y estable.

El trabajo, queridos amigos, ayuda a estar más cerca de Dios y de los demás. Jesús mismo fue trabajador; más aún, pasó una buena parte de su vida terrena en Nazaret, en el taller de José. El evangelista san Mateo recuerda que la gente hablaba de Jesús como del «hijo del carpintero» (Mt 13, 55) y Juan Pablo II en Terni, habló del «Evangelio del trabajo», afirmando que había sido «escrito sobre todo por el hecho de que el Hijo de Dios (...), al hacerse hombre, trabajó con sus propias manos. Más aún, su trabajo, que fue un auténtico trabajo físico, ocupó la mayor parte de su vida en esta tierra, y así entró en la obra de la redención del hombre y del mundo» (Discurso a los obreros, Terni, 19 de marzo de 1981, n. 4: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de marzo de 1981, p. 6). Ya esto nos habla de la dignidad del trabajo, es más, de la dignidad específica del trabajo humano que se inserta en el misterio mismo de la redención. Es importante comprenderlo desde esta perspectiva cristiana. Sin embargo, a menudo se considera sólo como instrumento de ganancia, e incluso, en varias partes del mundo, como medio de explotación y, por tanto, de ofensa a la misma dignidad de la persona. Quiero mencionar además el problema del trabajo en el domingo. Por desgracia en nuestras sociedades, el ritmo del consumo puede robarnos también el sentido de la fiesta y del domingo como día del Señor y de la comunidad.

Queridos trabajadores y trabajadoras, queridos amigos todos, quiero terminar estas breves palabras diciéndoos que la Iglesia sostiene, conforta y anima cualquier esfuerzo encaminado a garantizar a todos un trabajo seguro, digno y estable. El Papa está cerca de vosotros, está al lado de vuestras familias, de vuestros niños, de vuestros jóvenes, de vuestros ancianos, y os lleva a todos en el corazón delante de Dios. El Señor os bendiga a vosotros, vuestro trabajo y vuestro futuro. Gracias.


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VISITA AL MAUSOLEO DE LAS FOSAS ARDEATINAS

PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Fosas Ardeatinas, Roma
Domingo 27 de marzo de 2011

(Vídeo)



Queridos hermanos y hermanas:

De buen grado he aceptado la invitación de la «Asociación nacional entre las familias italianas de los mártires caídos por la libertad de la patria» para peregrinar a este mausoleo, querido por todos los italianos, en particular por el pueblo romano. Saludo al cardenal vicario, al rabino jefe, al presidente de la asociación, al comisario general, al director del mausoleo y, de manera especial, a los familiares de las víctimas, así como a todos los presentes.

«Creo en Dios y en Italia, creo en la resurrección de los mártires y de los héroes, creo en el renacimiento de la patria y en la libertad del pueblo». Estas palabras fueron grabadas en la pared de una celda de tortura, en la calle Tasso, en Roma, durante la ocupación nazi. Son el testamento de una persona desconocida, que estuvo encarcelada en aquella celda, y demuestran que el espíritu humano sigue siendo libre incluso en las condiciones más duras. «Creo en Dios y en Italia»: esta expresión me ha impresionado, además, porque en este año se celebra el 150˚ aniversario de la unidad de Italia, pero sobre todo porque afirma la primacía de la fe, de la que se obtiene la confianza y la esperanza para Italia y para su futuro. Lo que sucedió aquí el 24 de marzo de 1944 es una ofensa gravísima a Dios, porque se trata de la violencia deliberada del hombre contra el hombre. Es el efecto más execrable de la guerra, de toda guerra, mientras que Dios es vida, paz, comunión.

Al igual que mis predecesores, he venido aquí para orar y renovar la memoria. He venido a invocar la Misericordia divina, la única que puede llenar los vacíos, los abismos abiertos por los hombres cuando, arrastrados por la ciega violencia, reniegan de su dignidad de hijos de Dios y hermanos entre sí. Yo también, como Obispo de Roma, ciudad consagrada por la sangre de los mártires del Evangelio del amor, vengo a rendir homenaje a estos hermanos, asesinados a poca distancia de las antiguas catacumbas.

«Creo en Dios y en Italia». En ese testamento grabado en un lugar de violencia y de muerte, el vínculo entre la fe y el amor a la patria aparece en toda su pureza, sin retórica alguna. Quien escribió esas palabras lo hizo sólo por íntima convicción, como último testimonio de la verdad en que creía, que hace regio el espíritu humano incluso en la máxima humillación. Cada hombre está llamado a realizar de este modo su propia dignidad: testimoniando esa verdad que reconoce con su propia conciencia.

Me ha impresionado otro testimonio, que se encontró precisamente aquí, en las Fosas Ardeatinas. Una hoja de papel en la que un caído escribió: «Dios mío, Padre grande, te rogamos que protejas a los judíos de las bárbaras persecuciones. Un padrenuestro, diez avemarías, un Gloria al Padre». En ese momento tan trágico, tan inhumano, en el corazón de esa persona surgió la invocación más elevada: «Dios mío, Padre grande». ¡Padre de todos! Como en los labios de Jesús poco antes de morir en la cruz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En ese nombre, «Padre», está la garantía segura de la esperanza; la posibilidad de un futuro diferente, libre del odio y de la venganza, un futuro de libertad y de fraternidad para Roma, para Italia, para Europa, para el mundo. Sí, en todo lugar, en todo continente, sea cual sea el pueblo al que pertenezca, el hombre es hijo del Padre que está en los cielos, es hermano de todos en humanidad. Pero ser hijo y hermano no es algo que se puede dar por descontado. Lo demuestran, por desgracia, también las Fosas Ardeatinas. Hay que quererlo, hay que decir sí al bien y no al mal. Es necesario creer en el Dios del amor y de la vida, y rechazar cualquier otra falsa imagen divina, que traiciona su santo Nombre y traiciona, por consiguiente, al hombre, hecho a su imagen.

Por eso, en este lugar, memorial doloroso del mal más horrendo, la respuesta más verdadera es la de tomarse de la mano, como hermanos, y decir: Padre nuestro, creemos en ti, y con la fuerza de tu amor queremos caminar juntos, en paz, en Roma, en Italia, en Europa, en todo el mundo. Amén.


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Ai Vescovi di rito Siro-Malabarese in Visita "ad Limina Apostolorum" (7 aprile 2011)

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Ai partecipanti all'Assemblea delle Radio dell'«European Broadcasting Union» (30 aprile 2011)

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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA COMISIÓN PONTIFICIA PARA AMÉRICA LATINA

Sala del Consistorio
Viernes 8 de abril de 2011



Señores Cardenales,
queridos hermanos en el Episcopado:

1. Saludo con afecto a los Consejeros y Miembros de la Comisión Pontificia para América Latina, que se han reunido en Roma para su Asamblea Plenaria. Saludo de manera especial al Señor Cardenal Marc Ouellet, Prefecto de la Congregación para los Obispos y Presidente de dicha Comisión Pontificia, agradeciéndole vivamente las palabras que me ha dirigido en nombre de todos para presentarme los resultados de estos días de estudio y reflexión.

2. El tema elegido para este encuentro, «Incidencia de la piedad popular en el proceso de evangelización de América Latina», aborda directamente uno de los aspectos de mayor importancia para la tarea misionera en la que están empeñadas las Iglesias particulares de ese gran continente latinoamericano. Los Obispos que se reunieron en Aparecida para la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, que tuve el gusto de inaugurar en mi viaje a Brasil, en mayo de 2007, presentan la piedad popular como un espacio de encuentro con Jesucristo y una forma de expresar la fe de la Iglesia. Por tanto, no puede ser considerada como algo secundario de la vida cristiana, pues eso «sería olvidar el primado de la acción del Espíritu y la iniciativa gratuita del amor de Dios» (Documento conclusivo, n. 263).

Esta expresión sencilla de la fe tiene sus raíces en el comienzo mismo de la evangelización de aquellas tierras. En efecto, a medida que el mensaje salvador de Cristo fue iluminando y animando las culturas de allí, se fue tejiendo paulatinamente la rica y profunda religiosidad popular que caracteriza la vivencia de fe de los pueblos latinoamericanos, la cual, como dije en el Discurso de inauguración de la Conferencia de Aparecida, constituye «el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también purificar» (n. 1).

3. Para llevar a cabo la nueva evangelización en Latinoamérica, dentro de un proceso que impregne todo el ser y quehacer del cristiano, no se pueden dejar de lado las múltiples demostraciones de la piedad popular. Todas ellas, bien encauzadas y debidamente acompañadas, propician un fructífero encuentro con Dios, una intensa veneración del Santísimo Sacramento, una entrañable devoción a la Virgen María, un cultivo del afecto al Sucesor de Pedro y una toma de conciencia de pertenencia a la Iglesia. Que todo ello sirva también para evangelizar, para comunicar la fe, para acercar a los fieles a los sacramentos, para fortalecer los lazos de amistad y de unión familiar y comunitaria, así como para incrementar la solidaridad y el ejercicio de la caridad.

Por consiguiente, la fe tiene que ser la fuente principal de la piedad popular, para que ésta no se reduzca a una simple expresión cultural de una determinada región. Más aún, tiene que estar en estrecha relación con la sagrada Liturgia, la cual no puede ser sustituida por ninguna otra expresión religiosa. A este respecto, no se puede olvidar, como afirma el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, publicado por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que «liturgia y piedad popular son dos expresiones cultuales que se deben poner en relación mutua y fecunda: en cualquier caso, la Liturgia deberá constituir el punto de referencia para “encauzar con lucidez y prudencia los anhelos de oración y de vida carismática” que aparecen en la piedad popular; por su parte la piedad popular, con sus valores simbólicos y expresivos, podrá aportar a la Liturgia algunas referencias para una verdadera inculturación, y estímulos para un dinamismo creador eficaz» (n. 58).

4. En la piedad popular se encuentran muchas expresiones de fe vinculadas a las grandes celebraciones del año litúrgico, en las que el pueblo sencillo de América Latina reafirma el amor que siente por Jesucristo, en quien encuentra la manifestación de la cercanía de Dios, de su compasión y misericordia. Son incontables los santuarios que están dedicados a la contemplación de los misterios de la infancia, pasión, muerte y resurrección del Señor, y a ellos concurren multitudes de personas para poner en sus divinas manos sus penas y alegrías, pidiendo al mismo tiempo copiosas gracias e implorando el perdón de sus pecados. Íntimamente unida a Jesús, está también la devoción de los pueblos de Latinoamérica y el Caribe a la Santísima Virgen María. Ella, desde los albores de la evangelización, acompaña a los hijos de ese continente y es para ellos manantial inagotable de esperanza. Por eso, se recurre a Ella como Madre del Salvador, para sentir constantemente su protección amorosa bajo diferentes advocaciones. De igual modo, los santos son tenidos como estrellas luminosas que constelan el corazón de numerosos fieles de aquellos países, edificándolos con su ejemplo y protegiéndolos con su intercesión.

5. No se puede negar, sin embargo, que existen ciertas formas desviadas de religiosidad popular que, lejos de fomentar una participación activa en la Iglesia, crean más bien confusión y pueden favorecer una práctica religiosa meramente exterior y desvinculada de una fe bien arraigada e interiormente viva. A este respecto, quisiera recordar aquí lo que escribí a los seminaristas el año pasado: «La piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el "Pueblo de Dios"» (Carta a los seminaristas, 18 octubre 2010, n. 4).

6. Durante los encuentros que he tenido en estos últimos años, con ocasión de sus visitas ad limina, los Obispos de América Latina y del Caribe me han hecho siempre referencia a lo que están realizando en sus respectivas circunscripciones eclesiásticas para poner en marcha y alentar la Misión continental, con la que el episcopado latinoamericano ha querido relanzar el proceso de nueva evangelización después de Aparecida, invitando a todos los miembros de la Iglesia a ponerse en un estado permanente de misión. Se trata de una opción de gran trascendencia, pues se quiere con ella volver a un aspecto fundamental de la labor de la Iglesia, es decir, dar primacía a la Palabra de Dios para que sea el alimento permanente de la vida cristiana y el eje de toda acción pastoral.

Este encuentro con la divina Palabra debe llevar a un profundo cambio de vida, a una identificación radical con el Señor y su Evangelio, a tomar plena conciencia de que es necesario estar sólidamente cimentado en Cristo, reconociendo que «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida, y, con ello, una orientación decisiva» (Carta enc. Deus caritas est, n. 1).

En este sentido, me complace saber que en América Latina ha ido creciendo la práctica de la lectio divina en las parroquias y en las pequeñas comunidades eclesiales, como una forma ordinaria para alimentar la oración y, de esa manera, dar solidez a la vida espiritual de los fieles, ya que «en las palabras de la Biblia, la piedad popular encontrará una fuente inagotable de inspiración, modelos insuperables de oración y fecundas propuestas de diversos temas» (Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, n. 87).

7. Queridos hermanos, les agradezco sus valiosos aportes encaminados a proteger, promover y purificar todo lo relacionado con las expresiones de la religiosidad popular en América Latina. Para alcanzar este objetivo, será de gran valor continuar impulsando la Misión continental, en la cual ha de tener particular espacio todo lo que se refiere a este ámbito pastoral, que constituye una manera privilegiada para que la fe sea acogida en el corazón del pueblo, toque los sentimientos más profundos de las personas y se manifieste vigorosa y operante por medio de la caridad (cf. Ga 5, 6).

8. Al concluir este gozoso encuentro, a la vez que invoco el dulce Nombre de María Santísima, perfecta discípula y pedagoga de la evangelización, les imparto de corazón la Bendición Apostólica, prenda de la benevolencia divina.


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