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Ultimo Aggiornamento: 28/04/2013 21:48
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Miércoles 7 de septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Reanudamos hoy las audiencias en la Plaza de San Pedro y, en la «escuela de oración» que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles, quiero comenzar a meditar sobre algunos Salmos, que, come dije el pasado mes de junio, forman el «libro de oración» por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detendré es un Salmo de lamentación y de súplica lleno de una profunda confianza, donde la certeza de la presencia de Dios es la base de la oración que brota de una condición de extrema dificultad en la que se encuentra el orante. Se trata del Salmo 3, referido por la tradición judía a David en el momento en que huye de su hijo Absalón (cf. v. 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos de la vida del rey, cuando su hijo usurpa su trono real y le obliga a abandonar Jerusalén para salvar su vida (cf. 2 Sam 15ss). La situación de peligro y de angustia que experimenta David hace, por tanto, de telón de fondo a esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que puede recitarse un Salmo como este. Todo hombre puede reconocer en el clamor del salmista aquellos sentimientos de dolor, amargura y, a la vez, de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañaron a David al huir de su ciudad.

El Salmo comienza con una invocación al Señor:

«Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: “Ya no lo protege Dios”» (vv. 2-3).

La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Tres veces se subraya la idea de multitud —«numerosos», «muchos», «tantos»— que en el texto original se expresa con la misma raíz hebrea, de forma repetitiva, casi insistente, con el fin de recalcar aún más la enormidad del peligro. Esta insistencia sobre el número y la magnitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y fundamenta la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, toman la delantera, mientras que el orante está solo e inerme, bajo el poder de sus agresores. Sin embargo, la primera palabra que pronuncia el salmista es «Señor»; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud se cierne y se rebela contra él, generando un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme la relación con el Dios de la vida y en primer lugar se dirige a él en busca de ayuda. Pero los enemigos tratan también de romper este vínculo con Dios y de mellar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarle. La agresión, por lo tanto, no es sólo física, sino que toca la dimensión espiritual: «el Señor no puede salvarle» —dicen—, atacan el núcleo central del espíritu del Salmista. Es la extrema tentación a la que se ve sometido el creyente, es la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe y en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios, y precisamente así encuentra la vida y la verdad. Me parece que aquí el Salmo nos toca muy personalmente: en numerosos problemas somos tentados a pensar que quizá incluso Dios no me salva, no me conoce, quizá no tiene la posibilidad de hacerlo; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y a esto debemos resistir; así encontramos a Dios y encontramos la vida.

El orante de nuestro Salmo está llamado a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos —como dije— niegan que Dios pueda ayudarle; él, en cambio, lo invoca, lo llama por su nombre, «Señor», y luego se dirige a él con un «tú» enfático, que expresa una relación firme, sólida, y encierra en sí la certeza de la respuesta divina:

«Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo monte» (vv. 4-5).

Ahora desaparece la visión de los enemigos, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro de que Dios es su amigo: permanece sólo el «tú» de Dios; a los «muchos» se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en él, y le hace levantar la cabeza, como gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, los enemigos no son invencibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda, y Dios responde. Este entrelazamiento del grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y recurre a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe en la cercanía y en la disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta en plenitud en la respuesta salvífica de Dios. Esto es relevante: que en nuestra oración sea importante, presente, la certeza de la presencia de Dios. De este modo, el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve a su alrededor de una protección invulnerable; quien pensaba que ya estaba perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria, porque Dios es su gloria.

La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad total; se acabó también el miedo, y el grito se serena en la paz, en una profunda tranquilidad interior:

«Puedo acostarme y dormir y despertar: el Señor me sostiene. No temeré al pueblo innumerable que acampa a mi alrededor» (vv. 6-7).

El orante, incluso en medio del peligro y la batalla, puede dormir tranquilo, en una inequívoca actitud de abandono confiado. En torno a él acampan los adversarios, le asedian, son muchos, se levantan contra él, le ridiculizan y buscan hacerle caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios todavía a su lado, como custodio que no duerme (cf. Sal 121, 3-4), que le sostiene, le toma de la mano, no le abandona nunca. El miedo a la muerte está vencido por la presencia de aquél que no muere. Precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la angustiosa espera, ahora se transforma: lo que evoca la muerte se convierte en presencia del Eterno.

A la visibilidad del asalto enemigo, violento, imponente, se contrapone la presencia invisible de Dios, con todo su poder invencible. Y es a él a quien, después de sus expresiones de confianza, nuevamente el Salmista dirige su oración: «Levántate, Señor; sálvame, Dios mío» (v. 8a). Los agresores «se levantaban» (cf. v. 2) contra su víctima; quien en cambio «se levantará» es el Señor, y será para derribarlos. Dios lo salvará, respondiendo a su clamor. Por ello el Salmo concluye con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante a salvar, el orante describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, ya no podrán agredir con su destructiva violencia y ni podrán ya insinuar el mal de la duda sobre la presencia y el obrar de Dios: su hablar insensato y blasfemo es definitivamente desmentido y reducido al silencio de la intervención salvífica del Señor (cf. v. 8bc). De este modo, el Salmista puede concluir su oración con una frase de connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, al Dios de la vida: «De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo» (v. 9).

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Orando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su realización. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David al huir de forma humillante de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría y, de forma última y cumplida, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que el Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en él, que es nuestro «escudo» y nuestra «gloria». Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de San Francisco Javier, de Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al Coro Juvenil Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta Sinfónica Juvenil “Batuta”, de Bogotá, así como a los demás grupos provenientes de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante cualquier adversidad, una absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición. Muchas gracias.


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Miércoles 14 de septiembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.

Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).

Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.

Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.

A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo del pasado:

«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).

Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.

Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43), el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente. Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos. Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados [...] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar [...] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).

He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme [...] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: «Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final que implica a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cf. vv. 24-32). El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.

Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza. Gracias.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los oficiales de la Policía Nacional, de Colombia, al grupo de la Academia de Carabineros, de Chile, a los alumnos y profesores del Bachillerato Humanista Moderno de Salta, Argentina, así como a los demás fieles venidos de España, México, Venezuela y otros países latinoamericanos. Dejémonos invadir por la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad más allá de las apariencias, reconociendo en la cruz la manifestación plena de la vida. Muchas gracias.


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Miércoles 28 de septiembre de 2011

Viaje apostólico a Alemania

Queridos hermanos y hermanas:

Como sabéis, del jueves al domingo pasados realicé una visita pastoral a Alemania; por eso, me alegra, como de costumbre, aprovechar la ocasión de esta audiencia para repasar juntamente con vosotros las intensas y estupendas jornadas transcurridas en mi país de origen. Recorrí Alemania de norte a sur, de este a oeste: desde la capital Berlín hasta Erfurt y Eichsfeld, y por último Friburgo, ciudad cercana al confín con Francia y Suiza. Doy gracias ante todo al Señor por la posibilidad que me dio de encontrarme con la gente y hablar de Dios, de orar juntos y confirmar a los hermanos y hermanas en la fe, según el mandato particular que el Señor ha encomendado a Pedro y a sus sucesores. Esta visita, que se llevó a cabo bajo el lema «Donde está Dios, allí hay futuro», ha sido realmente una gran fiesta de la fe: en los diversos encuentros y conversaciones, en las celebraciones, especialmente en las misas solemnes con el pueblo de Dios. Estos momentos han sido un don valioso que nos ha hecho percibir de nuevo que Dios es quien da a nuestra vida el sentido más profundo, la verdadera plenitud, más aún, que sólo él nos da a nosotros, nos da a todos un futuro.

Con profunda gratitud recuerdo la cordial y entusiasta acogida, así como la atención y el afecto que me han demostrado en los distintos lugares que he visitado. Doy gracias de corazón a los obispos alemanes, especialmente a los de las diócesis que me han acogido, por la invitación y todo lo que han hecho, juntamente con tantos colaboradores, para preparar este viaje. Expreso asimismo mi agradecimiento al presidente federal y a todas las autoridades políticas y civiles a nivel federal y regional. Estoy profundamente agradecido a todos los que han contribuido de diversas maneras al éxito de la visita, sobre todo a los numerosos voluntarios. Así esta visita ha sido un gran don para mí y para todos nosotros, y ha suscitado alegría, esperanza y un nuevo impulso de fe y de compromiso para el futuro.

En la capital federal, Berlín, el presidente federal me acogió en su residencia y me dio la bienvenida en su nombre y en el de mis compatriotas, expresando la estima y el afecto hacia un Papa nativo de la tierra alemana. Por mi parte, desarrollé una breve reflexión sobre la relación recíproca entre religión y libertad, recordando una frase del gran obispo y reformador social Wilhelm von Ketteler: «Como la religión necesita de la libertad, así la libertad tiene necesidad de la religión».

De buen grado acepté la invitación a dirigirme al Bundestag, que fue ciertamente uno de los momentos más importantes de mi viaje. Por primera vez un Papa pronunció un discurso ante los miembros del Parlamento alemán. En esa ocasión expuse el fundamento del derecho y del libre Estado de derecho, es decir, la medida de todo derecho, inscrito por el Creador en el ser mismo de su creación. Es necesario, por tanto, ampliar nuestro concepto de naturaleza, comprendiéndola no sólo como un conjunto de funciones, sino más allá de esto como lenguaje del Creador para ayudarnos a discernir el bien del mal. Sucesivamente tuvo lugar también un encuentro con algunos representantes de la comunidad judía en Alemania. Recordando nuestras raíces comunes en la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, pusimos de relieve los frutos obtenidos hasta ahora en el diálogo entre la Iglesia católica y el judaísmo en Alemania. Asimismo me encontré con algunos miembros de la comunidad musulmana, coincidiendo con ellos en la importancia de la libertad religiosa para un desarrollo pacífico de la humanidad.

La santa misa en el estadio olímpico en Berlín, al concluir el primer día de la visita, fue una de las grandes celebraciones litúrgicas que me dieron la posibilidad de orar juntamente con los fieles y de animarlos en la fe. Me alegró mucho la numerosa participación de la gente. En ese momento festivo e impresionante meditamos en la imagen evangélica de la vid y los sarmientos, es decir, en la importancia de estar unidos a Cristo para nuestra vida personal de creyentes y para nuestro ser Iglesia, su cuerpo místico.

La segunda etapa de mi visita fue en Turingia. Alemania, y Turingia de modo especial, es la tierra de la reforma protestante. Por eso, desde el inicio quise ardientemente dar un relieve particular al ecumenismo en el marco de este viaje, y tuve el fuerte deseo de vivir un momento ecuménico en Erfurt, porque precisamente en esa ciudad Martín Lutero entró en la comunidad de los Agustinos y allí fue ordenado sacerdote. Por tanto, me alegró mucho el encuentro con los miembros del Consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania y el acto ecuménico en el ex convento de los Agustinos: un encuentro cordial que, en el diálogo y en la oración, nos llevó de modo más profundo a Cristo. Comprobamos de nuevo cuán importante es nuestro testimonio común de la fe en Jesucristo en el mundo de hoy, que a menudo ignora a Dios o no se interesa de él. Es necesario nuestro esfuerzo común en el camino hacia la plena unidad, pero siempre somos muy consientes de que no podemos «hacer» ni la fe ni la unidad tan deseada. Una fe creada por nosotros mismos no tiene ningún valor, y la verdadera unidad es más bien un don del Señor, el cual oró y ora siempre por la unidad de sus discípulos. Sólo Cristo puede darnos esta unidad, y estaremos cada vez más unidos en la medida en que volvamos a él y nos dejemos transformar por él.

Un momento particularmente emocionante fue para mí la celebración de las Vísperas marianas ante el santuario de Etzelsbach, donde me acogió una multitud de peregrinos. Ya desde mi juventud escuché hablar de la región de Eichsfeld —franja de tierra que permaneció siempre católica en las diversas vicisitudes de la historia— y de sus habitantes que se opusieron con valentía a las dictaduras del nazismo y del comunismo. Así me alegró mucho visitar Eichsfeld y a sus habitantes en una peregrinación a la imagen milagrosa de la Virgen de los Dolores de Etzelsbach, donde durante siglos los fieles han encomendado a María sus peticiones, preocupaciones y sufrimientos, recibiendo consuelo, gracias y bendiciones. Igualmente conmovedora fue la misa celebrada en la magnífica plaza de la Catedral en Erfurt. Recordando a los santos patronos de Turingia —santa Isabel, san Bonifacio y san Kilian— y el ejemplo luminoso de los fieles que han testimoniado el Evangelio durante los sistemas totalitarios, invité a los fieles a ser los santos de hoy, buenos testigos de Cristo, y a contribuir a construir nuestra sociedad. De hecho, han sido siempre los santos y las personas penetradas del amor de Cristo quienes han transformado verdaderamente el mundo. También fue conmovedor el breve encuentro con monseñor Hermann Scheipers, el último sacerdote vivo que sobrevivió al campo de concentración de Dachau. En Erfurt me encontré también con algunas víctimas de abusos sexuales por parte de religiosos, a las que aseguré mi pesar y mi cercanía a su sufrimiento.

La última etapa de mi viaje me llevó al suroeste de Alemania, a la archidiócesis de Friburgo. Los habitantes de esta hermosa ciudad, los fieles de la archidiócesis y los numerosos peregrinos llegados de las cercanas Suiza y Francia y de otros países me dispensaron una acogida particularmente festiva. Pude experimentarlo también en la vigilia de oración con miles de jóvenes. Me sentí feliz al ver que la fe en mi patria alemana tiene un rostro joven, que está viva y tiene futuro. En el sugestivo rito de la luz transmití a los jóvenes la llama del cirio pascual, símbolo de la luz que es Cristo, exhortándolos: «Vosotros sois la luz del mundo». Les repetí que el Papa confía en la colaboración activa de los jóvenes: con la gracia de Cristo, pueden llevar al mundo el fuego del amor de Dios.

Un momento singular fue el encuentro con los seminaristas en el seminario de Friburgo. Respondiendo en cierto sentido a la emotiva carta que me habían enviado algunas semanas antes, mostré a esos jóvenes la belleza y la grandeza de su llamada por parte del Señor y les ofrecí alguna ayuda para proseguir el camino del seguimiento con alegría y en profunda comunión con Cristo. También en el seminario me encontré en un clima fraterno con algunos representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales, a las que los católicos nos sentimos muy cercanos. Precisamente de esta amplia comunión deriva también la tarea común de ser levadura para la renovación de nuestra sociedad. Un encuentro amistoso con representantes del laicado católico alemán concluyó la serie de citas en el seminario.

La gran celebración eucarística dominical en el aeropuerto turístico de Friburgo fue otro momento culminante de la visita pastoral, y la ocasión para dar gracias a todos los que están comprometidos en los distintos ámbitos de la vida eclesial, sobre todo a los numerosos voluntarios y a los colaboradores de las iniciativas de caridad. Son ellos quienes hacen posibles las múltiples ayudas que la Iglesia alemana ofrece a la Iglesia universal, especialmente en las tierras de misión. Recordé también que su valioso servicio será siempre fecundo, cuando deriva de una fe auténtica y viva, en unión con los obispos y el Papa, en unión con la Iglesia. Por último, antes de mi regreso, hablé a un millar de católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad, sugiriendo algunas reflexiones sobre la acción de la Iglesia en una sociedad secularizada, sobre la invitación a liberarse de cargas materiales y políticas para ser más transparente a Dios.

Queridos hermanos y hermanas, este viaje apostólico a Alemania me ha brindado una ocasión propicia para encontrarme con los fieles de mi patria alemana, para confirmarlos en la fe, en la esperanza y en el amor, y compartir con ellos la alegría de ser católicos. Pero mi mensaje estaba dirigido a todo el pueblo alemán, para invitar a todos a contemplar con confianza el futuro. Es verdad, «Donde está Dios, allí hay futuro». Doy gracias una vez más a todos los que han hecho posible esta visita y a los que me han acompañado con la oración. El Señor bendiga al pueblo de Dios en Alemania y os bendiga a todos vosotros. Gracias.

Después del Ángelus

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús que celebran su Capítulo General; a los fieles de las Diócesis de Teruel y Albarracín; a los peregrinos de la Arquidiócesis de Santo Domingo, junto a su Obispo Auxiliar; a los sacerdotes de la Arquidiócesis de Medellín, así como a los demás grupos venidos de España, Colombia, Chile, República Dominicana, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor por esta Visita Apostólica a Alemania, suplicándole que, cuanto he podido sembrar en estos días, ayude a percibir cada vez más cómo Dios ofrece a todos un futuro. Muchas gracias.


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28/04/2013 21:35

Miércoles 5 de octubre de 2011

Salmo 23

Queridos hermanos y hermanas:

Dirigirse al Señor en la oración implica un acto radical de confianza, con la conciencia de fiarse de Dios, que es bueno, «compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6-7; Sal 86, 15; cf. Jl 2, 13; Gn 4, 2; Sal 103, 8; 145, 8; Ne 9, 17). Por ello hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo impregnado totalmente de confianza, donde el salmista expresa su serena certeza de ser guiado y protegido, puesto al seguro de todo peligro, porque el Señor es su pastor. Se trata del Salmo 23 —según la datación grecolatina, 22—, un texto familiar a todos y amado por todos.

«El Señor es mi pastor, nada me falta»: así empieza esta bella oración, evocando el ambiente nómada de los pastores y la experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y las ovejas que componen su pequeño rebaño. La imagen remite a un clima de confianza, intimidad y ternura: el pastor conoce una a una a sus ovejas, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo reconocen y se fían de él (cf. Jn 10, 2-4). Él las cuida, las custodia como bienes preciosos, dispuesto a defenderlas, a garantizarles bienestar, a permitirles vivir en la tranquilidad. Nada puede faltar si el pastor está con ellas. A esta experiencia hace referencia el salmista, llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por él hacia praderas seguras: «En verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre» (vv. 2-3).

La visión que se abre ante nuestros ojos es la de praderas verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia los cuales el pastor acompaña al rebaño, símbolos de los lugares de vida hacia los cuales el Señor conduce al salmista, quien se siente como las ovejas recostadas sobre la hierba junto a una fuente, en un momento de reposo, no en tensión o en estado de alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua es fresca, y el pastor vigila sobre ellas. Y no olvidemos que la escena evocada por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica, azotada por el sol ardiente, donde el pastor seminómada de Oriente Medio vive con su rebaño en las estepas calcinadas que se extienden en torno a los poblados. Pero el pastor sabe dónde encontrar hierba y agua fresca, esenciales para la vida, sabe conducir al oasis donde el alma «repara sus fuerzas» y es posible recuperar las fuerzas y nuevas energías para volver a ponerse en camino.

Como dice el salmista, Dios lo guía hacia «verdes praderas» y «fuentes tranquilas», donde todo es sobreabundante, todo es donado en abundancia. Si el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de ausencia y de muerte, no disminuye la certeza de una presencia radical de vida, hasta llegar a decir: «nada me falta». El pastor, en efecto, se preocupa por el bienestar de su rebaño, acomoda sus propios ritmos y sus propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas, guiándolas por senderos «justos», es decir aptos para ellas, atendiendo a sus necesidades y no a las propias. Su prioridad es la seguridad de su rebaño, y es lo que busca al guiarlo.

Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como el salmista, si caminamos detrás del «Pastor bueno», aunque los caminos de nuestra vida resulten difíciles, tortuosos o largos, con frecuencia incluso por zonas espiritualmente desérticas, sin agua y con un sol de racionalismo ardiente, bajo la guía del pastor bueno, Cristo, debemos estar seguros de ir por los senderos «justos», y que el Señor nos guía, está siempre cerca de nosotros y no nos faltará nada.

Por ello el salmista puede declarar una tranquilidad y una seguridad sin incertidumbres ni temores:

«Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tu vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (v. 4).

Quien va con el Señor, incluso en los valles oscuros del sufrimiento, de la incertidumbre y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la certeza que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus sombras cambiantes, la dificultad para distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la caída del sol, cuando la visibilidad se hace incierta, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de tropezar, de alejarse o de perderse, y existe también el temor de que posibles agresores se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle «oscuro», el salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por lo cual el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligro de muerte. Sin embargo, el orante avanza seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Aquel «tu vas conmigo» es una proclamación de confianza inquebrantable, y sintetiza una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede ahora caminar tranquilo, acompañado por el sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno e indica la presencia tranquilizadora del pastor.

Esta imagen confortante cierra la primera parte del Salmo, y da paso a una escena diversa. Estamos todavía en el desierto, donde el pastor vive con su rebaño, pero ahora somos transportados bajo su tienda, que se abre para dar hospitalidad:

«Preparas una mesa ante mí, enfrente de mis enemigos; me unges la cabeza con perfume, y mi copa rebosa» (v. 5).

Ahora se presenta al Señor como Aquel que acoge al orante, con los signos de una hospitalidad generosa y llena de atenciones. El huésped divino prepara la comida sobre la «mesa», un término que en hebreo indica, en su sentido primitivo, la piel del animal que se extendía en la tierra y sobre la cual se ponían las viandas para la comida en común. Se trata de un gesto de compartir no sólo el alimento sino también la vida, en un ofrecimiento de comunión y de amistad que crea vínculos y expresa solidaridad. Luego viene el don generoso del aceite perfumado sobre la cabeza, que mitiga de la canícula del sol del desierto, refresca y alivia la piel, y alegra el espíritu con su fragrancia. Por último, el cáliz rebosante añade una nota de fiesta, con su vino exquisito, compartido con generosidad sobreabundante. Alimento, aceite, vino: son los dones que dan vida y alegría porque van más allá de lo que es estrictamente necesario y expresan la gratuidad y la abundancia del amor. El Salmo 104, celebrando la bondad providente del Señor, proclama: «Haces brotar hierba para los ganados, y forraje para los que sirven al hombre. Él saca pan de los campos, y vino que alegra el corazón; aceite que da brillo a su rostro y el pan que le da fuerzas» (vv. 14-15). El salmista se convierte en objeto de numerosas atenciones, por ello se ve como un viandante que encuentra refugio en una tienda acogedora, mientras que sus enemigos deben detenerse a observar, sin poder intervenir, porque aquel que consideraban su presa se encuentra en un lugar seguro, se ha convertido en un huésped sagrado, intocable. Y el salmista somos nosotros si somos realmente creyentes en comunión con Cristo. Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada puede hacernos mal.

Luego, cuando el viandante parte nuevamente, la protección divina se prolonga y lo acompaña en su viaje:

«Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (v. 6).

La bondad y la fidelidad de Dios son la escolta que acompaña al salmista que sale de la tienda y se pone nuevamente en camino. Pero es un camino que adquiere un nuevo sentido, y se convierte en peregrinación hacia el templo del Señor, el lugar santo donde el orante quiere «habitar» para siempre y al cual quiere «regresar». El verbo hebreo utilizado aquí tiene el sentido de «volver», pero, con una pequeña modificación vocálica, se puede entender como «habitar», y así lo recogen las antiguas versiones y la mayor parte de las traducciones modernas. Se pueden mantener los dos sentidos: volver al templo y habitar en él es el deseo de todo israelita, y habitar cerca de Dios, en su cercanía y bondad, es el anhelo y la nostalgia de todo creyente: poder habitar realmente donde está Dios, cerca de Dios. El seguimiento del Pastor conduce a su casa, es la meta de todo camino, oasis deseado en el desierto, tienda de refugio al huir de los enemigos, lugar de paz donde se experimenta la bondad y el amor fiel de Dios, día tras día, en la alegría serena de un tiempo sin fin.

Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, acompañaron toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel, y acompañan a los cristianos. La figura del pastor, en especial, evoca el tiempo originario del Éxodo, el largo camino en el desierto, como un rebaño bajo la guía del Pastor divino (cf. Is 63, 11-14; Sal 77, 20-21; 78, 52-54). Y en la Tierra Prometida era el rey quien tenía la tarea de apacentar el rebaño del Señor, como David, pastor elegido por Dios y figura del Mesías (cf. 2 Sam 5, 1-2; 7, 8; Sal 78, 70-72). Luego, después del exilio de Babilonia, casi en un nuevo Éxodo (cf. Is 40, 3-5.9-11; 43, 16-21), Israel es conducido a la patria como oveja perdida y reencontrada, reconducida por Dios a verdes praderas y lugares de reposo (cf. Ez 34, 11-16.23-31). Pero es en el Señor Jesús en quien toda la fuerza evocadora de nuestro Salmo alcanza su plenitud, encuentra su significado pleno: Jesús es el «Buen Pastor» que va en busca de la oveja perdida, que conoce a sus ovejas y da la vida por ellas (cf. Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7; Jn 10, 2-4.11-18), él es el camino, el justo camino que nos conduce a la vida (cf. Jn 14, 6), la luz que ilumina el valle oscuro y vence todos nuestros miedos (cf. Jn 1, 9; 8, 12; 9, 5; 12, 46). Él es el huésped generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre (cf. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20) y la mesa definitiva del banquete mesiánico en el cielo (cf. Lc 14, 15 ss; Ap 3, 20; 19, 9). Él es el Pastor regio, rey en la mansedumbre y en el perdón, entronizado sobre el madero glorioso de la cruz (cf. Jn 3, 13-15; 12, 32; 17, 4-5).

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 23 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos. Por lo tanto, pidamos con fe que el Señor nos conceda, incluso en los caminos difíciles de nuestro tiempo, caminar siempre por sus senderos como rebaño dócil y obediente, nos acoja en su casa, a su mesa, y nos conduzca hacia «fuentes tranquilas», para que, en la acogida del don de su Espíritu, podamos beber en sus manantiales, fuentes de aquella agua viva «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14; cf. 7, 37-39). Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano y a las Hermanas del Sagrado Corazón de Jesús y de los Santos Ángeles, así como a los grupos provenientes de España, México, Chile, Argentina, Colombia, Paraguay y otros países latinoamericanos. Os invito, queridos hermanos, a intensificar vuestra vida de oración, acudiendo con confianza al Señor, que es bueno y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. Muchas gracias.


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Miércoles 12 de octubre de 2011

Salmo 126

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis anteriores hemos meditado sobre algunos Salmos de lamentación y de confianza. Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre un Salmo con tonalidad festiva, una oración que, en la alegría, canta las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 —según la numeración greco-latina, 125—, que celebra las maravillas que el Señor ha obrado con su pueblo y que continuamente obra con cada creyente.

El salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exaltadora de la salvación:

«Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (vv. 1-2a).

El Salmo habla de una «situación restablecida», es decir restituida al estado originario, en toda su positividad precedente. O sea, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la cual Dios responde obrando la salvación y conduciendo nuevamente al orante a la condición de antes, más aún, enriquecida y mejorada. Es lo que sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, duplicándolo y dispensando una bendición aún mayor (cf. Jb 42, 10-13), y es cuanto experimenta el pueblo de Israel al regresar a su patria tras el exilio en Babilonia. Este Salmo se ha de interpretar precisamente en relación a la deportación en tierra extranjera: la tradición lee y comprende la expresión «restablecer la situación de Sión» como «hacer volver a los cautivos de Sión». En efecto, el regreso del exilio es paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia fueron experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo en el plano político y social, sino también y sobre todo en el ámbito religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el fin de la monarquía davídica y la destrucción del Templo aparecen como una negación de las promesas divinas, y el pueblo de la Alianza, disperso entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlo abandonado. Por ello, el fin de la deportación y el regreso a la patria se experimentan como un maravilloso regreso a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un «restablecimiento de la situación anterior» que implica también conversión del corazón, perdón, amistad con Dios recuperada, conciencia de su misericordia y posibilidad renovada de alabarlo (cf. Jr 29, 12-14; 30, 18-20; 33, 6-11; Ez 39, 25-29). Se trata de una experiencia de alegría desbordante, de sonrisas y gritos de júbilo, tan hermosa que «parecía soñar». Las intervenciones divinas con frecuencia tienen formas inesperadas, que van más allá de cuanto el hombre pueda imaginar. He aquí entonces la maravilla y la alegría que se expresa en la alabanza: «El Señor ha hecho maravillas». Es lo que dicen las naciones, y es lo que proclama Israel:

«Hasta los gentiles decían: “El Señor ha estado grande con ellos”. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (vv. 2b-3).

Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Actuando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no olvida el grito de los pobres (cf. Sal 9, 10.13), que ama la justicia y el derecho, y de cuyo amor está llena la tierra (cf. Sal 33, 5). Por ello, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las naciones reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza por su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. E Israel hace eco a la proclamación de las naciones, y la retoma repitiéndola, pero como protagonista, como destinatario directo de la acción divina: «El Señor ha estado grande con nosotros»; «para nosotros», o más precisamente, «con nosotros», en hebreo ‘immanû, afirmando de este modo la relación privilegiada que el Señor mantiene con sus elegidos y que en el nombre Emmanuel, «Dios con nosotros», con el que se llama a Jesús, encontrará su culmen y su manifestación plena (cf. Mt 1, 23).

Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración deberíamos mirar con más frecuencia el modo como el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado en los sucesos de nuestra vida, y alabarlo por cuanto ha hecho y hace por nosotros. Debemos estar más atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Siempre estamos atentos a los problemas, a las dificultades, y casi no queremos percibir que hay cosas hermosas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea una memoria del bien que nos ayuda incluso en las horas oscuras. Dios realiza cosas grandes, y quien tiene experiencia de ello —atento a la bondad del Señor con la atención del corazón— rebosa de alegría. Con esta tonalidad festiva concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y regresar a la patria desde el exilio es como haber vuelto a la vida: la liberación abre a la sonrisa, pero también a la espera de una realización plena que se ha de desear y pedir. Esta es la segunda parte de nuestro Salmo, que dice así:

«Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» (vv. 4-6).

Si al comienzo de su oración el salmista celebraba la alegría de una situación ya restablecida por el Señor, ahora en cambio la pide como algo que todavía debe realizarse. Si se aplica este Salmo al regreso del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de un difícil regreso a la patria, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.

Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. De todos modos, la experiencia consoladora de la liberación de Babilonia todavía está incompleta, «ya» se ha realizado, pero «aún no» está marcada por la plenitud definitiva. De este modo, mientras celebra en la alegría la salvación recibida, la oración se abre a la espera de la realización plena. Por ello el Salmo utiliza imágenes especiales, que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la cual se entrelazan el don recibido y que aún se debe esperar, vida y muerte, alegría soñada y lágrimas de pena. La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del desierto del Negueb, que con las lluvias se llenan de agua impetuosa que vuelve a dar vida al terreno árido y lo hace reflorecer. La petición del salmista es, por lo tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y el regreso del exilio sean como aquella agua, arrolladora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa superficie de hierba verde y de flores.

La segunda imagen se traslada desde las colinas áridas y rocosas del Negueb hasta los campos que los agricultores cultivan para obtener de él el alimento. Para hablar de la salvación, se evoca aquí la experiencia que cada año se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra y luego la alegría desbordante de la cosecha. Una siembra que va acompañada de lágrimas, porque se tira aquello que todavía podría convertirse en pan, exponiéndose a una espera llena de incertidumbres: el campesino trabaja, prepara el terreno, arroja la semilla, pero, como ilustra bien la parábola del sembrador, no sabe dónde caerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si arraigará, si echará raíces, si llegará a ser espiga (cf. Mt 13, 3-9; Mc 4, 2-9; Lc 8, 4-8). Arrojar la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesaria la laboriosidad del hombre, pero luego se debe entrar en una espera impotente, sabiendo bien que muchos factores determinarán el éxito de la cosecha y que siempre se corre el riesgo de un fracaso. No obstante eso, año tras año, el campesino repite su gesto y arroja su semilla. Y cuando esta semilla se convierte en espiga, y los campos abundan en la cosecha, llega la alegría de quien se encuentra ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella a los suyos: «Decía: “El reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra. Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo”» (Mc 4, 26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las extraordinarias «maravillas» de la salvación que el Señor obra en la historia de los hombres y de las que los hombres ignoran el secreto. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión desbordante, como los torrentes del Negueb y como el trigo en los campos, este último evocador también de una desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre la fatiga de la siembra y la inmensa alegría de la cosecha, entre el ansia de la espera y la tranquilizadora visión de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas arrojadas en la tierra y los grandes cúmulos de gavillas doradas por el sol. En el momento de la cosecha, todo se ha transformado, el llanto ha cesado, ha dado paso a los gritos de júbilo.

A todo esto hace referencia el salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la situación anterior, del regreso del exilio. La deportación a Babilonia, como toda otra situación de sufrimientos y de crisis, con su oscuridad dolorosa compuesta de dudas y de una aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje resulta todavía más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que muere tras caer en la tierra, pero para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24); o bien, retomando otra imagen utilizada por Jesús, es como la mujer que sufre por los dolores del parto para poder llegar a la alegría de haber dado a luz una nueva vida (cf. Jn 16, 21).

Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque con frecuencia está marcada por el dolor, por las incertidumbres, a veces por las crisis, es una historia de salvación y de «restablecimiento de la situación anterior». En Jesús acaban todos nuestros exilios, y toda lágrima se enjuga en el misterio de su cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se parte en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de Jesucristo es la gran alegría del «sí» de Dios, del restablecimiento de nuestra situación. Pero como aquellos que, al regresar de Babilonia llenos de alegría, encontraron una tierra empobrecida, devastada, con la dificultad de la siembra, y sufrieron llorando sin saber si realmente al final tendría lugar la cosecha, así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo —nuestro camino, verdad y vida—, al entrar en el terreno de la fe, en la «tierra de la fe», encontramos también con frecuencia una vida oscura, dura, difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo nos dará, al final, realmente, la gran cosecha. Y tenemos que aprender esto incluso en las noches oscuras; no olvidar que la luz existe, que Dios ya está en medio de nuestra vida y que podemos sembrar con la gran confianza de que el «sí» de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda porque Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da confianza; es la luz, porque precisamente los dolores de la siembra son el comienzo de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Sagrada Familia de Urgell, que celebran con gozo la reciente beatificación de su Fundadora, la Madre Anna María Janer, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, México y otros países latinoamericanos. Que Dios os acompañe y llene siempre vuestra vida de alegría y paz. Muchas gracias.





LLAMAMIENTO

Estoy profundamente entristecido por los episodios de violencia que se cometieron en El Cairo el domingo pasado. Me uno al dolor de las familias de las víctimas y de todo el pueblo egipcio, desgarrado por los intentos de minar la coexistencia pacífica entre sus comunidades que, por el contrario, es esencial salvaguardar, sobre todo en este momento de transición. Exhorto a los fieles a rezar a fin de que la sociedad goce de una auténtica paz, basada en la justicia, en el respeto de la libertad y de la dignidad de todo ciudadano. Además, apoyo los esfuerzos de las autoridades egipcias, civiles y religiosas, en favor de una sociedad donde se respeten los derechos humanos de todos y, especialmente, de las minorías, en beneficio de la unidad nacional.


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Miércoles 19 de octubre de 2011

El «Gran Hallel»
Salmo 136 (135)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero meditar con vosotros un Salmo que resume toda la historia de la salvación testimoniada en el Antiguo Testamento. Se trata de un gran himno de alabanza que celebra al Señor en las múltiples y repetidas manifestaciones de su bondad a lo largo de la historia de los hombres; es el Salmo 136, o 135 según la tradición greco-latina.

Este Salmo, solemne oración de acción de gracias, conocido como el «Gran Hallel», se canta tradicionalmente al final de la cena pascual judía y probablemente también Jesús lo rezó en la última Pascua celebrada con los discípulos; a ello, en efecto, parece aludir la anotación de los evangelistas: «Después de cantar el himno salieron para el monte de los Olivos» (cf. Mt 26, 30; Mc 14, 26). El horizonte de la alabanza ilumina el difícil camino del Calvario. Todo el Salmo 136 se desarrolla en forma de letanía, ritmado por la repetición antifonal «porque es eterna su misericordia». A lo largo de la composición, se enumeran los numerosos prodigios de Dios en la historia de los hombres y sus continuas intervenciones a favor de su pueblo; y a cada proclamación de la acción salvífica del Señor responde la antífona con la motivación fundamental de la alabanza: el amor eterno de Dios, un amor que, según el término judío utilizado, implica fidelidad, misericordia, bondad, gracia, ternura. Este es el motivo unificador de todo el Salmo, repetido siempre de la misma forma, mientras cambian sus manifestaciones puntuales y paradigmáticas: la creación, la liberación del éxodo, el don de la tierra, la ayuda providente y constante del Señor a su pueblo y a toda criatura.

Después de una triple invitación a la acción de gracias al Dios soberano (vv. 1-3), se celebra al Señor como Aquel que realiza «grandes maravillas» (v. 4), la primera de las cuales es la creación: el cielo, la tierra, los astros (vv. 5-9). El mundo creado no es un simple escenario en el que se inserta la acción salvífica de Dios, sino que es el comienzo mismo de esa acción maravillosa. Con la creación, el Señor se manifiesta en toda su bondad y belleza, se compromete con la vida, revelando una voluntad de bien de la que brota cada una de las demás acciones de salvación. Y en nuestro Salmo, aludiendo al primer capítulo del Génesis, el mundo creado está sintetizado en sus elementos principales, insistiendo en especial sobre los astros, el sol, la luna, las estrellas, criaturas magníficas que gobiernan el día y la noche. Aquí no se habla de la creación del ser humano, pero él está siempre presente; el sol y la luna son para él —para el hombre—, para regular el tiempo del hombre, poniéndolo en relación con el Creador sobre todo a través de la indicación de los tiempos litúrgicos.

A continuación se menciona precisamente la fiesta de la Pascua, cuando, pasando a la manifestación de Dios en la historia, comienza el gran acontecimiento de la liberación de la esclavitud de Egipto, del éxodo, trazado en sus elementos más significativos: la liberación de Egipto con la plaga de los primogénitos egipcios, la salida de Egipto, el paso del mar Rojo, el camino por el desierto hasta la entrada en la tierra prometida (vv. 10-20). Estamos en el momento originario de la historia de Israel. Dios intervino poderosamente para llevar a su pueblo a la libertad; a través de Moisés, su enviado, se impuso al faraón revelándose en toda su grandeza y, al final, venció la resistencia de los egipcios con el terrible flagelo de la muerte de los primogénitos. Así Israel pudo dejar el país de la esclavitud, con el oro de sus opresores (cf. Ex 12, 35-36), «triunfantes» (Ex 14, 8), con el signo exultante de la victoria. También en el mar Rojo el Señor obra con poder misericordioso. Ante un Israel asustado al verse perseguido por los egipcios, hasta el punto de lamentarse por haber abandonado Egipto (cf. Ex 14, 10-12), Dios, como dice nuestro Salmo, «dividió en dos partes el mar Rojo [...] y condujo por en medio a Israel [...]. Arrojó al faraón y a su ejército» (vv. 13-15). La imagen del mar Rojo «dividido» en dos parece evocar la idea del mar como un gran monstruo al que se corta en dos partes y de esta forma se vuelve inofensivo. El poder del Señor vence la peligrosidad de las fuerzas de la naturaleza y de las fuerzas militares puestas en acción por los hombres: el mar, que parecía obstruir el camino al pueblo de Dios, deja pasar a Israel a la zona seca y luego se cierra sobre los egipcios, arrollándolos. «La mano fuerte y el brazo extendido» del Señor (cf. Dt 5, 15; 7, 19; 26, 8) se muestran de este modo con toda su fuerza salvífica: el opresor injusto queda vencido, tragado por las aguas, mientras que el pueblo de Dios «pasa en medio» para seguir su camino hacia la libertad.

A este camino hace referencia ahora nuestro Salmo recordando con una frase brevísima el largo peregrinar de Israel hacia la tierra prometida: «Guió por el desierto a su pueblo, porque es eterna su misericordia» (v. 16). Estas pocas palabras encierran una experiencia de cuarenta años, un tiempo decisivo para Israel que, dejándose guiar por el Señor, aprende a vivir de fe, en la obediencia y en la docilidad a la ley de Dios. Son años difíciles, marcados por la dureza de la vida en el desierto, pero también años felices, de familiaridad con el Señor, de confianza filial; es el tiempo de la «juventud», como lo define el profeta Jeremías hablando a Israel, en nombre del Señor, con expresiones llenas de ternura y de nostalgia: «Recuerdo tu cariño juvenil, el amor que me tenías de novia, cuando ibas tras de mí por el desierto, por tierra que nadie siembra» (Jr 2, 2). El Señor, como el pastor del Salmo 23 que contemplamos en una catequesis, durante cuarenta años guió a su pueblo, lo educó y amó, conduciéndolo hasta la tierra prometida, venciendo también las resistencias y la hostilidad de pueblos enemigos que querían obstaculizar su camino de salvación (cf. vv. 17-20).

En la enumeración que hace nuestro Salmo de las «grandes maravillas» se llega así al momento del don conclusivo, a la realización de la promesa divina hecha a los Padres: «Les dio su tierra en heredad, porque es eterna su misericordia; en heredad a Israel su siervo, porque es eterna su misericordia» (vv. 21-22). En la celebración del amor eterno del Señor, ahora se hace memoria del don de la tierra, un don que el pueblo debe recibir sin posesionarse nunca de ella, viviendo continuamente en una actitud de acogida agradecida y grata. Israel recibe el territorio donde habitar como «herencia», un término que designa de modo genérico la posesión de un bien recibido de otro, un derecho de propiedad que, de modo específico, hace referencia al patrimonio paterno. Una de las prerrogativas de Dios es la de «donar»; y ahora, al final del camino del éxodo, Israel, destinatario del don, como un hijo, entra en el país de la promesa realizada. Se acabó el tiempo del vagabundeo, bajo las tiendas, en una vida marcada por la precariedad. Ahora ha comenzado el tiempo feliz de la estabilidad, de la alegría de construir las casas, de plantar los viñedos, de vivir en la seguridad (cf. Dt 8, 7-13). Pero también es el tiempo de la tentación idolátrica, de la contaminación con los paganos, de la autosuficiencia que hace olvidar el Origen del don. Por ello el Salmista menciona la humillación y los enemigos, una realidad de muerte en la que el Señor, una vez más, se revela como Salvador: «En nuestra humillación, se acordó de nosotros: porque es eterna su misericordia. Y nos libró de nuestros opresores: porque es eterna su misericordia» (vv. 23-24).

Aquí surge la pregunta: ¿cómo podemos hacer de este Salmo nuestra oración?, ¿cómo podemos apropiarnos de este Salmo para nuestra oración? Es importante el marco del Salmo, el comienzo y el final: es la creación. Volveremos sobre este punto: la creación como el gran don de Dios del cual vivimos, en el cual él se revela en su bondad y grandeza. Por lo tanto, tener presente la creación como don de Dios es un punto común para todos nosotros. Luego sigue la historia de la salvación. Naturalmente nosotros podemos decir: esta liberación de Egipto, el tiempo del desierto, la entrada en la Tierra Santa y luego los demás problemas, están muy distantes de nosotros, no son nuestra historia. Pero debemos estar atentos a la estructura fundamental de esta oración. La estructura fundamental es que Israel se acuerda de la bondad del Señor. En esta historia hay muchos valles oscuros, hay muchos momentos de dificultad y de muerte, pero Israel se acuerda de que Dios era bueno y puede sobrevivir en este valle oscuro, en este valle de muerte, porque se acuerda. Tiene la memoria de la bondad del Señor, de su poder; su misericordia es eterna. Y también para nosotros es importante acordarnos de la bondad del Señor. La memoria se convierte en fuerza de la esperanza. La memoria nos dice: Dios existe, Dios es bueno, su misericordia es eterna. De este modo, incluso en la oscuridad de un día, de un tiempo, la memoria abre el camino hacia el futuro: es luz y estrella que nos guía. También nosotros recordamos el bien, el amor misericordioso y eterno de Dios. La historia de Israel ya es una memoria también para nosotros: cómo se manifestó Dios, cómo se creó su pueblo. Luego Dios se hizo hombre, uno de nosotros: vivió con nosotros, sufrió con nosotros, murió por nosotros. Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra. Es una historia, una memoria de la bondad de Dios que nos asegura su bondad: su misericordia es eterna. Luego también en estos dos mil años de la historia de la Iglesia está siempre, de nuevo, la bondad del Señor. Después del período oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia es eterna. Y, del mismo modo que en la historia común, colectiva, está presente esta memoria de la bondad de Dios, nos ayuda y se convierte en estrella de la esperanza, así también cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos considerar realmente esta historia, tener siempre presente la memoria de las grandes maravillas que ha hecho también en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy me encuentro en la noche oscura, mañana él me libra porque su misericordia es eterna.

Volvamos al Salmo porque, al final, se refiere de nuevo a la creación. El Señor —dice así— «da alimento a todo viviente, porque es eterna su misericordia» (v. 25). La oración del Salmo concluye con una invitación a la alabanza: «Dad gracias al Dios del cielo, porque es eterna su misericordia» (v. 26). El Señor es Padre bueno y providente, que da la herencia a sus hijos y proporciona a todos el alimento para vivir. El Dios que creó los cielos y la tierra y las grandes luces celestiales, que entra en la historia de los hombres para llevar a la salvación a todos sus hijos, es el Dios que colma el universo con su presencia de bien cuidando de la vida y donando pan. El poder invisible del Creador y Señor, cantado en el Salmo, se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el cual nos hace vivir. Así, este pan de cada día simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre a la plenitud neotestamentaria, a aquel «pan de vida», la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra vida de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el cielo.

Hermanos y hermanas, la alabanza y bendición del Salmo 136 nos ha hecho recorrer la etapas más importantes de la historia de la salvación, hasta llegar al misterio pascual, donde la acción salvífica de Dios alcanza su culmen. Con gozo agradecido celebremos, por lo tanto, al Creador, Salvador y Padre fiel, que «tanto amó al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16). En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace hombre para dar la vida, para la salvación de cada uno de nosotros, y se dona como pan en el misterio eucarístico para hacernos entrar en su alianza que nos hace hijos. A tanto llega la bondad misericordiosa de Dios y la sublimidad de su «amor para siempre».

Por ello, quiero concluir esta catequesis haciendo mías las palabras que san Juan escribe en su Primera Carta y que deberíamos tener presentes siempre en nuestra oración: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3, 1). Gracias.



Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España, México, Panamá y otros países latinoamericanos. Invito a todos a cantar con gozo la alabanza al Señor por el amor eterno que nos tiene.


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Miércoles 26 de octubre de 2011

Plegaria en preparación del Encuentro de Asís
Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz

Me es grato recibiros en la Basílica de San Pedro y dar una cordial bienvenida a todos los que no habéis podido acomodaros en el Aula Pablo VI. Uníos siempre a Cristo y dad testimonio del Evangelio con alegría. Os imparto de corazón a todos mi Bendición.

* **

Queridos hermanos y hermanas:

La acostumbrada cita de la audiencia general hoy adquiere un carácter especial, porque estamos en la víspera de la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, que tendrá lugar mañana en Asís, a los veinticinco años del primer histórico encuentro convocado por el beato Juan Pablo II. Quise dar a esta jornada el título: «Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz», para significar el compromiso que queremos renovar solemnemente, junto con los miembros de las distintas religiones, y también con hombres no creyentes pero en búsqueda sincera de la verdad, en la promoción del verdadero bien de la humanidad y en la construcción de la paz. Como ya he recordado, «quien está en camino hacia Dios no puede menos de transmitir paz; quien construye paz no puede menos de acercarse a Dios» (Ángelus, 1 de enero de 2011: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de enero de 2011, p. 7).

Como cristianos, estamos convencidos de que la contribución más valiosa que podemos dar a la causa de la paz es la oración. Por este motivo nos encontramos hoy, como Iglesia de Roma, junto con los peregrinos presentes en la Urbe, a la escucha de la Palabra de Dios, para invocar con fe el don de la paz. El Señor puede iluminar nuestra mente y nuestro corazón y guiarnos a ser constructores de justicia y de reconciliación en nuestras realidades cotidianas y en el mundo.

En el pasaje del profeta Zacarías que acabamos de escuchar resonó un anuncio lleno de esperanza y de luz (cf. Zac 9, 10). Dios promete la salvación, invita a «saltar de gozo» porque esta salvación está a punto de realizarse. Se habla de un rey: «Mira que viene tu rey, justo y triunfador» (v. 9), pero lo que se anuncia no es un rey que se presenta con el poder humano, con la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un rey manso, que reina con la humildad y la mansedumbre ante Dios y ante los hombres, un rey distinto respecto a los grandes soberanos del mundo: «montado en un borrico, en un pollino de asna», dice el profeta (ib.). Él se manifiesta montando el animal de la gente común, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los ejércitos de los poderosos de la tierra. Más aún, es un rey que hará desaparecer estos carros, romperá los arcos guerreros, proclamará la paz a los pueblos (cf. v. 10).

¿Pero quién es este rey del que habla el profeta Zacarías? Vayamos por un momento a Belén y volvamos a escuchar lo que dice el ángel a los pastores que velaban de noche cuidando su rebaño. El ángel anuncia una alegría que será de todo el pueblo, vinculada a un signo pobre: un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 8-12). El ejército celestial canta: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que él ama» (cf. v. 14), a los hombres de buena voluntad. El nacimiento de aquel niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz para todo el mundo. Pero vayamos también a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entra en Jerusalén acogido por una multitud en fiesta. El anuncio del profeta Zacarías de la venida de un rey humilde y manso volvió de modo especial a la mente de los discípulos de Jesús después de los sucesos de la pasión, muerte y resurrección, del Misterio pascual, cuando volvieron con los ojos de la fe al ingreso gozoso del Maestro en la ciudad santa. Él monta un asno, que tomó prestado (cf. Mt 21, 2-7): no va en una suntuosa carroza, ni en un caballo, como los grandes. No entra en Jerusalén acompañado por un poderoso ejército de carros y caballeros. Él es un rey pobre, el rey de los que son los pobres de Dios. En el texto griego aparece el término praeîs, que significa los mansos, los apacibles; Jesús es el rey de los anawim, de aquellos que tienen el corazón libre del afán de poder y de riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda de dominio sobre los demás. Jesús es el rey de cuantos tienen esa libertad interior que hace capaces de superar la avidez, el egoísmo que hay en el mundo, y saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús es rey pobre entre los pobres, manso entre aquellos que quieren ser mansos. De este modo él es rey de paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Es un rey que hará desaparecer los carros y los caballos de batalla, que quebrará los arcos de guerra; un rey que realiza la paz en la cruz, uniendo la tierra y el cielo y construyendo un puente fraterno entre todos los hombres. La cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de perdón, de comprensión; signo de que el amor es más fuerte que todo tipo de violencia y opresión, más fuerte que la muerte: el mal se vence con el bien, con el amor.

Este es el nuevo reino de paz donde Cristo es el rey; y es un reino que se extiende por toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey manso, pacífico, dominará «de mar a mar, desde el Río hasta los extremos del país» (Zac 9, 10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales. El horizonte de este rey pobre, manso, no es el de un territorio, de un Estado, sino que son los confines del mundo. Él crea comunión, crea unidad, más allá de toda barrera de raza, lengua o cultura. ¿Dónde vemos hoy la realización de este anuncio? La profecía de Zacarías reaparece luminosa en la gran red de las comunidades eucarísticas que se extiende en toda la tierra. Es un gran mosaico de comunidades en las que se hace presente el sacrificio de amor de este rey manso y pacífico; es el gran mosaico que constituye el «Reino de paz» de Jesús de mar a mar hasta los confines del mundo; es una multitud de «islas de paz», que irradian paz. Por todos lados, en todo lugar, en toda cultura, desde las grandes ciudades con sus edificios hasta los pequeños poblados con las humildes moradas, desde las grandes catedrales hasta las pequeñas capillas, él viene, se hace presente; y al entrar en comunión con él también los hombres están unidos entre ellos en un único cuerpo, superando la división, la rivalidad, los rencores. El Señor viene en la Eucaristía para sacarnos de nuestro individualismo, de nuestros particularismos que excluyen a los demás, para hacer de nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido.

¿Pero cómo podemos construir este reino de paz del que Cristo es el rey? El mandamiento que él deja a sus Apóstoles y, a través de ellos, a todos nosotros es: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos... Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 19.21). Como Jesús, los mensajeros de paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder a su invitación. Deben ir, pero no con el poder de la guerra o con la fuerza del poder. En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado Jesús envía a setenta y dos discípulos a la gran mies que es el mundo, invitándolos a rogar al Señor de la mies que no falten nunca obreros a su mies (cf. Lc 10, 1-3); pero no los envía con medios poderosos, sino «como corderos en medio de lobos» (v. 3), sin bolsa, ni alforja, ni sandalias (cf. v. 4). San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: «Mientras seamos corderos, venceremos e, incluso si estamos rodeados por numerosos lobos, lograremos vencerlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos vencidos, porque estaremos privados de la ayuda del pastor» (Homilía 33, 1: PG 57, 389). Los cristianos no deben nunca ceder a la tentación de convertirse en lobos entre los lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia, sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, incluso hacia los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la cruz, que es la verdadera garantía de la victoria. Y para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, esto tiene como consecuencia el estar preparado también a la pasión y al martirio, a perder la propia vida por él, para que en el mundo triunfen el bien, el amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en cada realidad: «Paz a esta casa» (Lc 10, 5).

Delante de la basílica de San Pedro hay dos grandes estatuas de san Pedro y san Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en la mano las llaves, san Pablo en cambio sostiene una espada. Quien no conoce la historia de este último podría pensar que se trata de un gran caudillo que guió grandes ejércitos y con la espada sometió pueblos y naciones, procurándose fama y riqueza con la sangre de los demás. En cambio, es exactamente lo contrario: la espada que tiene entre las manos es el instrumento con el que mataron a Pablo, con el que sufrió el martirio y derramó su propia sangre. Su batalla no fue la de la violencia, de la guerra, sino la del martirio por Cristo. Su única arma fue precisamente el anuncio de «Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). Su predicación no se basó en «persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu» (v. 4). Dedicó su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, gastando sus energías para hacerlo resonar hasta los confines de la tierra. Esta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, alejada de las dificultades, de las contrariedades, sino que se gastó por el Evangelio, se entregó sin reservas, y así se convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que san Pablo tiene en sus manos remite también al poder de la verdad, que a menudo puede herir, puede hacer mal. El Apóstol fue fiel a esta verdad hasta el final, fue su servidor, sufrió por ella, entregó su vida por ella. Esta misma lógica es válida también para nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada de quien sufre, de quien sabe donar la propia vida.

Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de Dios el don de la paz, queremos pedirle que nos haga instrumentos de su paz en un mundo todavía desgarrado por el odio, las divisiones, los egoísmos, las guerras; queremos pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre personas de distintas pertenencias religiosas y traiga un rayo de luz capaz de iluminar la mente y el corazón de todos los hombres, para que el rencor ceda el paso al perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amén.

LLAMAMIENTO

Queridos hermanos y hermanas, en este momento mi pensamiento se dirige a las poblaciones de Turquía duramente afectadas por el terremoto que ha causado graves pérdidas de vidas humanas, numerosos dispersos e ingentes daños. Os invito a uniros a mí en la oración por aquellos que han perdido la vida y a estar espiritualmente cercanos a tantas personas tan duramente probadas. Que el Altísimo sostenga a todos los que están comprometidos en las labores de rescate.



Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, México, Costa Rica, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a ser incansables en construir la paz, y pedir al Señor que este don de su gracia reine en las naciones y en el corazón de todos los hombres.


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Miércoles 2 de noviembre de 2011

Conmemoración de todos los fieles difuntos

Queridos hermanos y hermanas:

Después de celebrar la solemnidad de Todos los Santos, la Iglesia nos invita hoy a conmemorar a todos los fieles difuntos, a dirigir nuestra mirada a los numerosos rostros que nos han precedido y que han finalizado el camino terreno. En la audiencia de hoy, por eso, quiero proponeros algunos sencillos pensamientos sobre la realidad de la muerte, que para nosotros, los cristianos, está iluminada por la Resurrección de Cristo, y para renovar nuestra fe en la vida eterna.

Como ya dije ayer en el Ángelus, en estos días se visita el cementerio para rezar por los seres queridos que nos han dejado; es como ir a visitarlos para expresarles, una vez más, nuestro afecto, para sentirlos todavía cercanos, recordando también, de este modo, un artículo del Credo: en la comunión de los santos hay un estrecho vínculo entre nosotros, que aún caminamos en esta tierra, y los numerosos hermanos y hermanas que ya han alcanzado la eternidad.

El hombre desde siempre se ha preocupado de sus muertos y ha tratado de darles una especie de segunda vida a través de la atención, el cuidado y el afecto. En cierto sentido, se quiere conservar su experiencia de vida; y, de modo paradójico, precisamente desde las tumbas, ante las cuales se agolpan los recuerdos, descubrimos cómo vivieron, qué amaron, qué temieron, qué esperaron y qué detestaron. Las tumbas son casi un espejo de su mundo.

¿Por qué es así? Porque, aunque la muerte sea con frecuencia un tema casi prohibido en nuestra sociedad, y continuamente se intenta quitar de nuestra mente el solo pensamiento de la muerte, esta nos concierne a cada uno de nosotros, concierne al hombre de toda época y de todo lugar. Ante este misterio todos, incluso inconscientemente, buscamos algo que nos invite a esperar, un signo que nos proporcione consolación, que abra algún horizonte, que ofrezca también un futuro. El camino de la muerte, en realidad, es una senda de esperanza; y recorrer nuestros cementerios, así como leer las inscripciones sobre las tumbas, es realizar un camino marcado por la esperanza de eternidad.

Pero nos preguntamos: ¿Por qué experimentamos temor ante la muerte? ¿Por qué una gran parte de la humanidad nunca se ha resignado a creer que más allá de la muerte no existe simplemente la nada? Diría que las respuestas son múltiples: tenemos miedo ante la muerte porque tenemos miedo a la nada, a este partir hacia algo que no conocemos, que ignoramos. Y entonces hay en nosotros un sentido de rechazo pues no podemos aceptar que todo lo bello y grande realizado durante toda una vida se borre improvisamente, que caiga en el abismo de la nada. Sobre todo sentimos que el amor requiere y pide eternidad, y no se puede aceptar que la muerte lo destruya en un momento.

También sentimos temor ante la muerte porque, cuando nos encontramos hacia el final de la existencia, existe la percepción de que hay un juicio sobre nuestras acciones, sobre cómo hemos gestionado nuestra vida, especialmente sobre aquellos puntos de sombra que, con habilidad, frecuentemente sabemos remover o tratamos de remover de nuestra conciencia. Diría que precisamente la cuestión del juicio, a menudo, está implicada en el interés del hombre de todos los tiempos por los difuntos, en la atención hacia las personas que han sido importantes para él y que ya no están a su lado en el camino de la vida terrena. En cierto sentido, los gestos de afecto, de amor, que rodean al difunto, son un modo de protegerlo basados en la convicción de que esos gestos no quedan sin efecto sobre el juicio. Esto lo podemos percibir en la mayor parte de las culturas que caracterizan la historia del hombre.

Hoy el mundo se ha vuelto, al menos aparentemente, mucho más racional; o mejor, se ha difundido la tendencia a pensar que toda realidad se deba afrontar con los criterios de la ciencia experimental, y que incluso a la gran cuestión de la muerte se deba responder no tanto con la fe, cuanto partiendo de conocimientos experimentales, empíricos. Sin embargo, no se llega a dar cuenta suficientemente de que precisamente de este modo se acaba por caer en formas de espiritismo, intentando tener algún contacto con el mundo más allá de la muerte, casi imaginando que exista una realidad que, al final, sería una copia de la presente.

Queridos amigos, la solemnidad de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos nos dicen que solamente quien puede reconocer una gran esperanza en la muerte, puede también vivir una vida a partir de la esperanza. Si reducimos al hombre exclusivamente a su dimensión horizontal, a lo que se puede percibir empíricamente, la vida misma pierde su sentido profundo. El hombre necesita eternidad, y para él cualquier otra esperanza es demasiado breve, es demasiado limitada. El hombre se explica sólo si existe un Amor que supera todo aislamiento, incluso el de la muerte, en una totalidad que trascienda también el espacio y el tiempo. El hombre se explica, encuentra su sentido más profundo, solamente si existe Dios. Y nosotros sabemos que Dios salió de su lejanía y se hizo cercano, entró en nuestra vida y nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre» (Jn 11, 25-26).

Pensemos un momento en la escena del Calvario y volvamos a escuchar las palabras que Jesús, desde lo alto de la cruz, dirige al malhechor crucificado a su derecha: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Pensemos en los dos discípulos que van hacia Emaús, cuando, después de recorrer un tramo de camino con Jesús resucitado, lo reconocen y parten sin demora hacia Jerusalén para anunciar la Resurrección del Señor (cf. Lc 24, 13-35). Con renovada claridad vuelven a la mente las palabras del Maestro: «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 1-2). Dios se manifestó verdaderamente, se hizo accesible, amó tanto al mundo «que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16), y en el supremo acto de amor de la cruz, sumergiéndose en el abismo de la muerte, la venció, resucitó y nos abrió también a nosotros las puertas de la eternidad. Cristo nos sostiene a través de la noche de la muerte que él mismo cruzó; él es el Buen Pastor, a cuya guía nos podemos confiar sin ningún miedo, porque él conoce bien el camino, incluso a través de la oscuridad.

Cada domingo reafirmamos esta verdad al recitar el Credo. Y al ir a los cementerios y rezar con afecto y amor por nuestros difuntos, se nos invita, una vez más, a renovar con valentía y con fuerza nuestra fe en la vida eterna, más aún, a vivir con esta gran esperanza y testimoniarla al mundo: tras el presente no se encuentra la nada. Y precisamente la fe en la vida eterna da al cristiano la valentía de amar aún más intensamente nuestra tierra y de trabajar por construirle un futuro, por darle una esperanza verdadera y firme. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, República Dominicana, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a que al recitar el Credo proclaméis al mundo la fe en la vida eterna, pues si el Buen Pastor nos guía en la noche de la muerte, seremos capaces de trabajar con denuedo en este mundo, con la esperanza del futuro que nos promete. Muchas gracias.


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28/04/2013 21:41

Miércoles 9 de noviembre de 2011

Salmo 119 (118)

Queridos hermanos y hermanas

En las catequesis pasadas meditamos sobre algunos Salmos que son ejemplos de los géneros típicos de oración: lamentación, confianza, alabanza. En la catequesis de hoy quiero detenerme sobre el Salmo 119 según la tradición judía, 118 según la tradición greco-latina: un Salmo muy especial, único en su género. Lo es ante todo por su extensión: está compuesto por 176 versículos divididos en 22 estrofas de ocho versículos cada una. Luego tiene la peculiaridad de que es un «acróstico alfabético»: es decir, está construido según el alfabeto hebreo, que se compone de 22 letras. Cada estrofa corresponde a una letra de ese alfabeto, y con dicha letra comienza la primera palabra de los ocho versículos de la estrofa. Se trata de una construcción literaria original y muy laboriosa, donde el autor del Salmo tuvo que desplegar toda su habilidad.

Pero lo más importante para nosotros es la temática central de este Salmo: se trata, en efecto, de un imponente y solemne canto sobre la Torá del Señor, es decir, sobre su Ley, término que, en su acepción más amplia y completa, se ha de entender como enseñanza, instrucción, directriz de vida; la Torá es revelación, es Palabra de Dios que interpela al hombre y provoca en él la respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y de amor por la Palabra de Dios está impregnado todo este Salmo, que celebra su belleza, su fuerza salvífica, su capacidad de dar alegría y vida. Porque la Ley divina no es yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que libera y conduce a la felicidad. «Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras», afirma el salmista (v. 16); y luego: «Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (v. 35); y también: «¡Cuánto amo tu ley! Todo el día la estoy meditando» (v. 97). La Ley del Señor, su Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella encuentra consuelo, la hace objeto de meditación, la conserva en su corazón: «En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti» (v. 11); este es el secreto de la felicidad del salmista; y añade: «Los insolentes urden engaños contra mí, pero yo custodio tus mandatos de todo corazón» (v. 69).

La fidelidad del salmista nace de la escucha de la Palabra, de custodiarla en su interior, meditándola y amándola, precisamente como María, que «conservaba, meditándolas en su corazón» las palabras que le habían sido dirigidas y los acontecimientos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su asentimiento de fe (cf. Lc 2, 19.51). Y si nuestro Salmo comienza en los primeros versículos proclamando «dichoso» «el que camina en la Ley del Señor» (v. 1b) y «el que guarda sus preceptos» (v. 2a), es también la Virgen María quien lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente descrito por el salmista. En efecto, ella es la verdadera «dichosa», proclamada como tal por Isabel «porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), y de ella y de su fe Jesús mismo da testimonio cuando, a la mujer que había gritado «Bienaventurado el vientre que te llevó», responde: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 27-28). Ciertamente María es bienaventurada porque su vientre llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una custodia atenta y amorosa de su Palabra.

El Salmo 119 está, por tanto, totalmente tejido en torno a esta Palabra de vida y de bienaventuranza. Si su tema central es la «Palabra» y la «Ley» del Señor, junto a estos términos se encuentran en casi todos los versículos sinónimos como «preceptos», «decretos», «mandamientos», «enseñanzas», «promesa», «juicios»; y luego numerosos verbos relacionados con ellos, como observar, guardar, comprender, conocer, amar, meditar, vivir. Todo el alfabeto se articula a través de las 22 estrofas de este Salmo, y también todo el vocabulario de la relación confiada del creyente con Dios; en él encontramos la alabanza, la acción de gracias, la confianza, pero también la súplica y la lamentación, siempre impregnadas por la certeza de la gracia divina y del poder de la Palabra de Dios. También los versículos marcados en mayor medida por el dolor y por la sensación de oscuridad permanecen abiertos a la esperanza y están impregnados de fe. «Mi alma está pegada al polvo: reanímame con tus palabras» (v. 25), reza confiado el salmista; «Estoy como un odre puesto al humo, pero no olvido tus decretos» (v. 83), es su grito de creyente. Su fidelidad, incluso puesta a prueba, encuentra fuerza en la Palabra del Señor: «Así responderé a los que me injurian, que confío en tu palabra» (v. 42), afirma con firmeza; e incluso ante la perspectiva angustiosa de la muerte, los mandamientos del Señor son su punto de referencia y su esperanza de victoria: «Casi dieron conmigo en la tumba, pero yo no abandoné tus mandatos» (v. 87).

La ley divina, objeto del amor apasionado del salmista y de todo creyente, es fuente de vida. El deseo de comprenderla, de observarla, de orientar hacia ella todo su ser es la característica del hombre justo y fiel al Señor, que la «medita día y noche», come reza el Salmo 1 (v. 2); es una ley, la ley de Dios, para llevar «en el corazón», come dice el conocido texto del Shema en el Deuteronomio:

«Escucha, Israel... Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (6, 4.6-7).

La Ley de Dios, centro de la vida, exige la escucha del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada, consciente. La escucha de la Palabra es encuentro personal con el Señor de la vida, un encuentro que se debe traducir en decisiones concretas y convertirse en camino y seguimiento. Cuando preguntan a Jesús qué hay que hacer para alcanzar la vida eterna, él señala el camino de la observancia de la Ley, pero indicando cómo hacer para cumplirla totalmente: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo; y luego ven y sígueme» (Mc 10, 21 y par.). El cumplimiento de la Ley es seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, en compañía de Jesús.

El Salmo 119 nos conduce, por tanto, al encuentro con el Señor y nos orienta hacia el Evangelio. Hay en él un versículo sobre el que quiero detenerme ahora; es el v. 57: «Mi porción es el Señor; he resuelto guardar tus palabras». También en otros Salmos el orante afirma que el Señor es su «lote», su herencia: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa», reza el Salmo 16 (v. 5a), «Dios es la roca de mi corazón y mi lote perpetuo» es la proclamación del fiel en el Salmo 73 (v. 26 b), y también, en el Salmo 142, el salmista grita al Señor: «Tú eres mi refugio y mi lote en el país de la vida» (v. 6b).

Este término «lote» evoca el hecho de la repartición de la tierra prometida entre las tribus de Israel, cuando a los Levitas no se les asignó ninguna porción del territorio, porque su «lote» era el Señor mismo. Dos textos del Pentateuco son explícitos al respecto, utilizando el término en cuestión: «El Señor dijo a Aarón: “Tu no tendrás heredad ninguna en su tierra; no habrá para ti porción entre ellos. Yo soy tu porción y tu heredad en medio de los hijos de Israel”», así declara el Libro de los Números (18, 20), y el Deuteronomio reafirma: «Por eso, Leví no recibió parte en la heredad de sus hermanos, sino que el Señor es su heredad, como le dijo el Señor, tu Dios» (Dt 10, 9; cf. Dt 18, 2; Jos 13, 33; Ez 44, 28).

Los sacerdotes, pertenecientes a la tribu de Leví, no pueden ser propietarios de tierras en el país que Dios donaba en herencia a su pueblo cumpliendo la promesa hecha a Abraham (cf. Gn 12, 1-7). La posesión de la tierra, elemento fundamental de estabilidad y de posibilidad de supervivencia, era signo de bendición, porque implicaba la posibilidad de construir una casa, criar a los hijos, cultivar los campos y vivir de los frutos de la tierra. Pues bien, los levitas, mediadores de lo sagrado y de la bendición divina, no pueden poseer, como los demás israelitas, este signo exterior de la bendición y esta fuente de subsistencia. Entregados totalmente al Señor, deben vivir sólo de él, abandonados a su amor providente y a la generosidad de los hermanos, sin tener heredad porque Dios es su parte de heredad, Dios es su tierra, que los hace vivir en plenitud.

Y ahora el orante del Salmo 119 se aplica a sí mismo esta realidad: «Mi lote es el Señor». Su amor a Dios y a su Palabra lo lleva a la elección radical de tener al Señor como único bien y también de custodiar sus palabras como don valioso, más preciado que toda heredad y toda posesión terrena. Nuestro versículo, en efecto, se puede traducir de dos maneras, incluso de la siguiente forma: «Mi lote, Señor, he dicho, es custodiar tus palabras». Las dos traducciones no se contradicen, más aún, se complementan recíprocamente: el salmista está afirmando que su lote es el Señor, pero que también custodiar las palabras divinas es su heredad, como dirá luego en el v. 111: «Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón». Esta es la felicidad del salmista: a él, como a los Levitas, se le dió como porción de heredad la Palabra de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, estos versículos son de gran importancia también hoy para todos nosotros. En primer lugar para los sacerdotes, llamados a vivir sólo del Señor y de su Palabra, sin otras seguridades, teniéndolo a él como único bien y única fuente de vida verdadera. A esta luz se comprende la libre elección del celibato por el Reino de los cielos que se ha de redescubrir en su belleza y fuerza. Pero estos versículos son importantes también para todos los fieles, pueblo de Dios que pertenece sólo a él, «reino de sacerdotes» para el Señor (cf. 1 P 2, 9; Ap 1, 6; 5, 10), llamados a la radicalidad del Evangelio, testigos de la vida traída por Cristo, nuevo y definitivo «Sumo Sacerdote» que se entregó en sacrificio por la salvación del mundo (cf. Hb 2, 17; 4, 14-16; 5, 5-10; 9, 11ss). El Señor y su Palabra son nuestra «tierra», en la que podemos vivir en la comunión y en la alegría.

Por lo tanto, dejemos al Señor que nos ponga en el corazón este amor a su Palabra, y nos done tenerlo siempre a él y su santa voluntad en el centro de nuestra vida. Pidamos que nuestra oración y toda nuestra vida sean iluminadas por la Palabra de Dios, lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino, como dice el Salmo 119 (cf. v. 105), de modo que nuestro andar sea seguro, en la tierra de los hombres. Y María, que acogió y engendró la Palabra, sea nuestra guía y consuelo, estrella polar que indica la senda de la felicidad.

Entonces también nosotros podremos gozar en nuestra oración, como el orante del Salmo 16, de los dones inesperados del Señor y de la inmerecida heredad que nos tocó en suerte: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa... Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16, 5.6).

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de peregrinos de Segovia, con su Obispo, Monseñor Ángel Rubio Castro, así como los demás grupos venidos de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. En Ecuador comienza hoy el Congreso Nacional de las Familias. Saludo desde aquí a los participantes y pido a todos una oración para que también las familias escuchen al Señor y cumplan su designio salvador. Muchas gracias.

* * *

LLAMAMIENTO

En este tiempo, varias partes del mundo, desde América Latina —especialmente América central— hasta el sureste de Asia, se han visto azotadas por aluviones, inundaciones y desprendimiento de tierras, que han provocado numerosos muertos, dispersos y sin hogar. Una vez más deseo manifestar mi cercanía a todos los que sufren por estos desastres naturales, e invito a la oración por las víctimas y sus familiares, así como a la solidaridad, para que las instituciones y los hombres de buena voluntad colaboren, con espíritu generoso, a socorrer a los miles de personas probadas por esas calamidades.


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Miércoles 16 de noviembre de 2011

Salmo 110 (109)

Queridos hermanos y hermanas:

Quiero concluir hoy mis catequesis sobre la oración del Salterio meditando uno de los famosos «Salmos reales», un Salmo que Jesús mismo citó y que los autores del Nuevo Testamento retomaron ampliamente y leyeron en relación al Mesías, a Cristo. Se trata del Salmo 110 según la tradición judía, 109 según la tradición greco-latina; un Salmo muy apreciado por la Iglesia antigua y por los creyentes de todas las épocas. Esta oración, en los comienzos, tal vez estaba vinculada a la entronización de un rey davídico; sin embargo, su sentido va más allá de la contingencia específica del hecho histórico, abriéndose a dimensiones más amplias y convirtiéndose de esta forma en celebración del Mesías victorioso, glorificado a la derecha de Dios.

El Salmo comienza con una declaración solemne: «Oráculo del Señor a mi Señor: “Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies”» (v. 1).

Dios mismo entroniza al rey en la gloria, haciéndolo sentar a su derecha, un signo de grandísimo honor y de absoluto privilegio. De este modo, el rey es admitido a participar en el señorío divino, del que es mediador ante el pueblo. Ese señorío del rey se concretiza también en la victoria sobre los adversarios, que Dios mismo coloca a sus pies; la victoria sobre los enemigos es del Señor, pero el rey participa en ella y su triunfo se convierte en testimonio y signo del poder divino.

La glorificación regia expresada al inicio de este Salmo fue asumida por el Nuevo Testamento como profecía mesiánica; por ello el versículo es uno de los más usados por los autores neotestamentarios, como cita explícita o como alusión. Jesús mismo menciona este versículo a propósito del Mesías para mostrar que el Mesías es más que David, es el Señor de David (cf. Mt 22, 41-45; Mc 12, 35-37; Lc 20, 41-44); y Pedro lo retoma en su discurso en Pentecostés anunciando que en la resurrección de Cristo se realiza esta entronización del rey y que desde ahora Cristo está a la derecha del Padre, participa en el señorío de Dios sobre el mundo (cf. Hch 2, 29-35). En efecto, Cristo es el Señor entronizado, el Hijo del hombre sentado a la derecha de Dios que viene sobre las nubes del cielo, como Jesús mismo se define durante el proceso ante el Sanedrín (cf. Mt 26, 63-64; Mc 14, 61-62; cf. también Lc 22, 66-69). Él es el verdadero rey que con la resurrección entró en la gloria a la derecha del Padre (cf. Rm 8, 34; Ef 2, 5; Col 3, 1; Hb 8, 1; 12, 2), hecho superior a los ángeles, sentado en los cielos por encima de toda potestad y con todos sus adversarios a sus pies, hasta que la última enemiga, la muerte, sea definitivamente vencida por él (cf. 1 Co 15, 24-26; Ef 1, 20-23; Hb 1, 3-4.13; 2, 5-8; 10, 12-13; 1 P 3, 22). Y se comprende inmediatamente que este rey, que está a la derecha de Dios y participa de su señorío, no es uno de estos hombres sucesores de David, sino nada menos que el nuevo David, el Hijo de Dios, que ha vencido la muerte y participa realmente en la gloria de Dios. Es nuestro rey, que nos da también la vida eterna.

Entre el rey celebrado por nuestro Salmo y Dios existe, por tanto, una relación inseparable; los dos gobiernan juntos un único gobierno, hasta el punto de que el salmista puede afirmar que es Dios mismo quien extiende el cetro del soberano dándole la tarea de dominar sobre sus adversarios, come reza el versículo 2: «Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos».

El ejercicio del poder es un encargo que el rey recibe directamente del Señor, una responsabilidad que debe vivir en la dependencia y en la obediencia, convirtiéndose así en signo, dentro del pueblo, de la presencia poderosa y providente de Dios. El dominio sobre los enemigos, la gloria y la victoria son dones recibidos, que hacen del soberano un mediador del triunfo divino sobre el mal. Él domina sobre sus enemigos, transformándolos, los vence con su amor.

Por eso, en el versículo siguiente, se celebra la grandeza del rey. El versículo 3, en realidad, presenta algunas dificultades de interpretación. En el texto original hebreo se hace referencia a la convocación del ejército, a la cual el pueblo responde generosamente reuniéndose en torno a su rey el día de su coronación. En cambio, la traducción griega de los lXX, que se remonta al siglo III-II antes de Cristo, hace referencia a la filiación divina del rey, a su nacimiento o generación por parte del Señor, y esta es la elección interpretativa de toda la tradición de la Iglesia, por lo cual el versículo suena de la siguiente forma: «Eres príncipe desde el día de tu nacimiento entre esplendores sagrados; yo mismo te engendré, desde el seno, antes de la aurora».

Este oráculo divino sobre el rey afirmaría, por lo tanto, una generación divina teñida de esplendor y de misterio, un origen secreto e inescrutable, vinculado a la belleza arcana de la aurora y a la maravilla del rocío que a la luz de la mañana brilla sobre los campos y los hace fecundos. Se delinea así, indisolublemente vinculada a la realidad celestial, la figura del rey que viene realmente de Dios, del Mesías que trae la vida divina al pueblo y es mediador de santidad y de salvación. También aquí vemos que todo esto no lo realiza la figura de un rey davídico, sino el Señor Jesucristo, que viene realmente de Dios; él es la luz que trae la vida divina al mundo.

Con esta imagen sugestiva y enigmática termina la primera estrofa del Salmo, a la que sigue otro oráculo, que abre una nueva perspectiva, en la línea de una dimensión sacerdotal conectada con la realeza. El versículo 4 reza: «El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec”».

Melquisedec era el sacerdote rey de Salem que había bendecido a Abrán y había ofrecido pan y vino después de la victoriosa campaña militar librada por el patriarca para salvar a su sobrino Lot de las manos de los enemigos que lo habían capturado (cf. Gn 14). En la figura de Melquisedec convergen poder real y sacerdotal, y ahora el Señor los proclama en una declaración que promete eternidad: el rey celebrado por el Salmo será sacerdote para siempre, mediador de la presencia divina en medio de su pueblo, a través de la bendición que viene de Dios y que en la acción litúrgica se encuentra con la respuesta de bendición del hombre.

La Carta a los Hebreos hace referencia explícita a este versículo (cf. 5, 5-6.10; 6, 19-20) y en él centra todo el capítulo 7, elaborando su reflexión sobre el sacerdocio de Cristo. Jesús —así dice la Carta a los Hebreos a la luz del Salmo 110 (109)— es el verdadero y definitivo sacerdote, que lleva a cumplimiento los rasgos del sacerdocio de Melquisedec, haciéndolos perfectos.

Melquisedec, come dice la Carta a los Hebreos, no tenía «ni padre, ni madre, ni genealogía» (cf. 7, 3a); por lo tanto, no era sacerdote según las reglas dinásticas del sacerdocio levítico. Así pues, «es sacerdote perpetuamente» (7, 3c), prefiguración de Cristo, sumo sacerdote perfecto «que no ha llegado a serlo en virtud de una legislación carnal, sino en fuerza de una vida imperecedera» (7, 16). En el Señor Jesús, que resucitó y ascendió al cielo, donde está sentado a la derecha del Padre, se realiza la profecía de nuestro Salmo y el sacerdocio de Melquisedec llega a cumplimiento, porque se hace absoluto y eterno, se convierte en una realidad que no conoce ocaso (cf. 7, 24). Y el ofrecimiento del pan y del vino, realizado por Melquisedec en tiempos de Abrán, encuentra su realización en el gesto eucarístico de Jesús, que en el pan y en el vino se ofrece a sí mismo y, vencida la muerte, conduce a la vida a todos los creyentes. Sacerdote perpetuamente, «santo, inocente, sin mancha» (7, 26), él, como dice una vez más la Carta a los Hebreos, «puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive para siempre para interceder a favor de ellos» (7, 25).

Después de este oráculo divino del versículo 4, con su juramento solemne, la escena del Salmo cambia y el poeta, dirigiéndose directamente al rey, proclama: «El Señor está a tu derecha» (v. 5a). Si en el versículo 1 quien se sentaba a la derecha de Dios, como signo de sumo prestigio y de honor, era el rey, ahora es el Señor quien se coloca a la derecha del soberano para protegerlo con el escudo en la batalla y salvarlo de todo peligro. El rey está a salvo, Dios es su defensor y juntos combaten y vencen todo mal.

Así los versículos finales del Salmo comienzan con la visión del soberano triunfante que, apoyado por el Señor, habiendo recibido de él poder y gloria (cf. v. 2), se opone a los enemigos dispersando a los adversarios y juzgando a las naciones. La escena está dibujada con colores intensos, para significar el dramatismo del combate y la plenitud de la victoria real. El soberano, protegido por el Señor, derriba todo obstáculo y avanza seguro hacia la victoria. Nos dice: sí, en el mundo hay mucho mal, hay una batalla permanente entre el bien y el mal, y parece que el mal es más fuerte. No, más fuerte es el Señor, nuestro verdadero rey y sacerdote Cristo, porque combate con toda la fuerza de Dios y, no obstante todas las cosas que nos hacen dudar sobre el desenlace positivo de la historia, vence Cristo y vence el bien, vence el amor y no el odio.

Es aquí donde se inserta la sugestiva imagen con la que se concluye nuestro Salmo, que también es una palabra enigmática: «En su camino beberá del torrente; por eso levantará la cabeza» (v. 7).

En medio de la descripción de la batalla, se perfila la figura del rey que, en un momento de tregua y de descanso, bebe de un torrente de agua, encontrando en él fuerza y nuevo vigor, para poder reanudar su camino triunfante, con la cabeza alta, como signo de victoria definitiva. Es obvio que esta palabra tan enigmática era un desafío para los Padres de la Iglesia por las diversas interpretaciones que se podían hacer. Así, por ejemplo, san Agustín dice: este torrente es el ser humano, la humanidad, y Cristo bebió de este torrente haciéndose hombre, y así, entrando en la humanidad del ser humano, levantó su cabeza y ahora es la cabeza del Cuerpo místico, es nuestra cabeza, es el vencedor definitivo (cf. Enarratio in Psalmum CIX, 20: pl 36, 1462).

Queridos amigos, siguiendo la línea interpretativa del Nuevo Testamento, la tradición de la Iglesia ha tenido en gran consideración este Salmo como uno de los textos mesiánicos más significativos. Y, de forma eminente, los Padres se refirieron continuamente a él en clave cristológica: el rey cantado por el salmista es, en definitiva, Cristo, el Mesías que instaura el reino de Dios y vence las potencias del mundo; es el Verbo engendrado por el Padre antes de toda criatura, antes de la aurora; el Hijo encarnado, muerto, resucitado y elevado a los cielos; el sacerdote eterno que, en el misterio del pan y del vino, dona la remisión de los pecados y la reconciliación con Dios; el rey que levanta la cabeza triunfando sobre la muerte con su resurrección. Bastaría recordar una vez más un pasaje también del comentario de san Agustín a este Salmo donde escribe: «Era necesario conocer al Hijo único de Dios, que estaba a punto de venir entre los hombres, para asumir al hombre y para convertirse en hombre a través de la naturaleza asumida: él murió, resucitó, subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre y realizó entre las naciones cuanto había prometido... Todo esto, por lo tanto, tenía que ser profetizado, tenía que ser anunciado, tenía que ser indicado como destinado a suceder, para que, al suceder de improviso, no provocara temor, sino que más bien fuera aceptado con fe. En el ámbito de estas promesas se inserta este Salmo, el cual profetiza, en términos tan seguros como explícitos, a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, que nosotros no podemos dudar ni siquiera mínimamente que en él está realmente anunciado el Cristo» (cf. Enarratio in Psalmum CIX, 3: pl 35, 1447).

El acontecimiento pascual de Cristo se convierte de este modo en la realidad a la que nos invita a mirar el Salmo: mirar a Cristo para comprender el sentido de la verdadera realeza, para vivir en el servicio y en la donación de uno mismo, en un camino de obediencia y de amor llevado «hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1 y 19, 30). Rezando con este Salmo, por tanto, pedimos al Señor poder caminar también nosotros por sus sendas, en el seguimiento de Cristo, el rey Mesías, dispuestos a subir con él al monte de la cruz para alcanzar con él la gloria, y contemplarlo sentado a la derecha del Padre, rey victorioso y sacerdote misericordioso que dona perdón y salvación a todos los hombres. Y también nosotros, por gracia de Dios convertidos en «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa» (cf. 1 P 2, 9), podremos beber con alegría en las fuentes de la salvación (cf. Is 12, 3) y proclamar a todo el mundo las maravillas de aquel que nos «llamó de las tinieblas a su luz maravillosa» (cf. 1 P 2, 9).

Queridos amigos, en estas últimas catequesis quise presentaros algunos Salmos, oraciones preciosas que encontramos en la Biblia y que reflejan las diversas situaciones de la vida y los distintos estados de ánimo que podemos tener respecto de Dios. Por eso, quiero renovar a todos la invitación a rezar con los Salmos, tal vez acostumbrándose a utilizar la Liturgia de las Horas de la Iglesia, Laudes por la mañana, Vísperas por la tarde, Completas antes de ir a dormir. Nuestra relación con Dios se verá enriquecida en el camino cotidiano hacia él y realizada con mayor alegría y confianza. Gracias.

Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Diócesis de San Cristóbal, Venezuela, acompañados por su Obispo, Monseñor Mario Moronta, a las religiosas Hijas de María Inmaculada, así como a los grupos provenientes de España, México, Chile, Colombia, El Salvador y otros países latinoamericanos. Invito a todos a enriquecer vuestra relación con Dios con el rezo piadoso de los salmos, especialmente en la liturgia de las horas. Muchas gracias por vuestra visita.


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Miércoles 23 de noviembre de 2011

Viaje Apostólico a Benin

Queridos hermanos y hermanas:

Siguen todavía vivas en mí las impresiones suscitadas por el reciente viaje apostólico a Benín, sobre el cual quiero detenerme hoy. Brota espontánea de mi alma la acción de gracias al Señor: en su providencia, él quiso que volviera a África por segunda vez como sucesor de Pedro, con ocasión del 150° aniversario del comienzo de la evangelización de Benín y para firmar y entregar oficialmente a las comunidades eclesiales africanas la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus. En este importante documento, después de haber reflexionado sobre los análisis y las propuestas realizadas por la ii Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, que tuvo lugar en el Vaticano en octubre de 2009, quise ofrecer algunas líneas para la acción pastoral en el gran continente africano. Al mismo tiempo, quise rendir homenaje y rezar ante la tumba de un hijo ilustre de Benín y de África, y gran hombre de Iglesia, el inolvidable cardenal Bernardin Gantin, cuya venerada memoria está más viva que nunca en su país, que lo considera un Padre de la patria, y en todo el continente.

Hoy quiero repetir mi más vivo agradecimiento a todos aquellos que han contribuido en la realización de mi peregrinación. Ante todo estoy muy agradecido al señor presidente de la República, que con gran cortesía me brindó su cordial saludo y el de todo el país; al arzobispo de Cotonú y a los demás venerados hermanos en el episcopado, que me acogieron con afecto. Doy las gracias, además, a los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los diáconos, los catequistas y los innumerables hermanos y hermanas, que con tanta fe y afecto me han acompañado durante estos días de gracia. Hemos vivido juntos una conmovedora experiencia de fe y de encuentro renovado con Jesucristo vivo, en el contexto del 150° aniversario de la evangelización de Benín.

Deposité los frutos de la II Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos a los pies de la Virgen santísima, venerada en Benín especialmente en la basílica de la Inmaculada Concepción de Ouidah. Siguiendo el modelo de María, la Iglesia en África acogió la Buena Noticia del Evangelio, generando muchos pueblos a la fe. Ahora las comunidades cristianas de África —como ponen de relieve sea el tema del Sínodo sea el lema de mi viaje apostólico— están llamadas a renovarse en la fe para ponerse cada vez más al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. Están invitadas a reconciliarse en su interior para convertirse en instrumentos gozosos de la misericordia divina, aportando cada una sus propias riquezas espirituales y materiales al compromiso común.

Este espíritu de reconciliación es indispensable, naturalmente, también en el plano civil y necesita una apertura a la esperanza que debe animar también la vida sociopolítica y económica del continente, como señalé en el encuentro con las instituciones políticas, el Cuerpo diplomático y los representantes de las religiones. En esa circunstancia quise poner el acento precisamente en la esperanza que debe animar el camino del continente, destacando el ardiente deseo de libertad y de justicia que, especialmente en estos últimos meses, anima el corazón de numerosos pueblos africanos. Subrayé luego la necesidad de construir una sociedad donde las relaciones entre etnias y religiones diversas se caractericen por el diálogo y la armonía. Invité a todos a ser auténticos sembradores de esperanza en cada realidad y en cada ambiente.

Los cristianos son de por sí hombres de esperanza, que no pueden desentenderse de sus hermanos y hermanas: recordé también esta verdad a la inmensa multitud reunida para la celebración eucarística dominical en el estadio de la Amistad de Cotonú. Esta misa del domingo fue un momento extraordinario de oración y de fiesta, en el que participaron miles de fieles de Benín y de otros países africanos, desde los de edad avanzada hasta los más jóvenes: un testimonio maravilloso sobre cómo la fe logra unir a las generaciones y sabe responder a los desafíos de cada etapa de la vida.

Durante esta conmovedora y solemne celebración, entregué a los presidentes de las Conferencias episcopales de África la Exhortación apostólica postsinodal Africae munus —que firmé el día anterior en Ouidah— destinada a los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, catequistas y laicos de todo el continente africano. Confiándoles los frutos de la ii Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, les pedí que los mediten atentamente y los vivan en plenitud, para responder eficazmente a la comprometedora misión evangelizadora del tercer milenio de la Iglesia peregrina en África. En este importante texto todo fiel encontrará las líneas fundamentales que guiarán y animarán el camino de la Iglesia en África, llamada a ser cada vez más la «sal de la tierra» y la «luz del mundo» (cf. Mt 5, 13-14).

A todos dirigí la llamada a ser constructores incansables de comunión, de paz y de solidaridad, para cooperar de este modo a la realización del plan de salvación de Dios para la humanidad. Los africanos respondieron con su entusiasmo a la invitación del Papa, y en sus rostros, en su fe ardiente, en su adhesión convencida al Evangelio de la vida vi una vez más signos consoladores de esperanza para el gran continente africano.

Percibí personalmente estos signos también en el encuentro con los niños y con el mundo del sufrimiento. En la iglesia parroquial de Santa Rita experimenté verdaderamente el gozo de vivir, la alegría y el entusiasmo de las nuevas generaciones que constituyen el futuro de África. Al grupo alegre de los niños, uno de los numerosos recursos y riquezas del continente, señalé la figura de san Kizito, un muchacho ugandés, asesinado porque quería vivir según el Evangelio, y exhorté a cada uno a testimoniar a Jesús a sus propios coetáneos. La visita al Hogar «Paz y Alegría», gestionado por las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa, me hizo vivir un momento de gran emoción al encontrarme con niños abandonados y enfermos, y me permitió ver concretamente cómo el amor y la solidaridad saben hacer presente en la debilidad la fuerza y el amor de Cristo resucitado.

La alegría y el ardor apostólico que constaté entre los sacerdotes, los religiosos, las religiosas, los seminaristas y los laicos, reunidos en gran número, constituye un signo de segura esperanza para el futuro de la Iglesia en Benín. Exhorté a todos a una fe auténtica y viva, a una existencia cristiana caracterizada por la práctica de las virtudes; y alenté a cada uno a vivir su respectiva misión en la Iglesia con fidelidad a las enseñanzas del Magisterio, en comunión entre ellos y con los Pastores, indicando especialmente a los sacerdotes el camino de la santidad, conscientes de que el ministerio no es una simple función social, sino que consiste en llevar a Dios al hombre y el hombre a Dios.

Momento intenso de comunión fue el encuentro con el episcopado de Benín, para reflexionar en especial sobre el origen del anuncio evangélico en su país, por obra de misioneros que han entregado su vida con generosidad, a veces de modo heroico, con el fin de que el amor de Dios fuera anunciado a todos. A los obispos dirigí la invitación a poner en marcha iniciativas pastorales oportunas para suscitar en las familias, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos eclesiales un constante redescubrimiento de la Sagrada Escritura, como fuente de renovación espiritual y ocasión para profundizar en la fe. En ese renovado acercamiento a la Palabra de Dios y del redescubrimiento del propio Bautismo, los fieles laicos encontrarán la fuerza para testimoniar su fe en Cristo y en su Evangelio en la vida diaria. En esta fase crucial para todo el continente, la Iglesia en África, con su compromiso al servicio del Evangelio, con el valiente testimonio de solidaridad activa, podrá ser protagonista de una nueva estación de esperanza. En África vi la lozanía del sí a la vida, la lozanía del sentido religioso y de la esperanza, una percepción de la realidad en su totalidad con Dios y no reducida a un positivismo que, al final, apaga la esperanza. Todo esto muestra que en ese continente hay una reserva de vida y de vitalidad para el futuro, sobre la cual podemos contar, sobre la cual la Iglesia puede contar.

Mi viaje constituyó un gran llamamiento a África, para que oriente todo esfuerzo a anunciar el Evangelio a aquellos que todavía no lo conocen. Se trata de un renovado compromiso por la evangelización, a la que todo bautizado está llamado, promoviendo la reconciliación, la justicia y la paz.

A María, Madre de la Iglesia y Nuestra Señora de África, confío a todos los que tuve ocasión de encontrar en este inolvidable viaje apostólico. A ella encomiendo la Iglesia en África. La intercesión maternal de María, «cuyo corazón atiende siempre a la voluntad de Dios, sostenga todo esfuerzo de conversión, consolide cada iniciativa de reconciliación, y haga eficaces todos los esfuerzos en favor de la paz, en un mundo que tiene hambre y sed de justicia» (Africae munus, 175). Gracias.



Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor por esta Visita Apostólica a Benin. Que María, madre de la Iglesia, acompañe toda conversión, consolide cada iniciativa de reconciliación, y dé eficacia a los esfuerzos en favor de la paz. Muchas gracias.


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28/04/2013 21:44

Miércoles 30 de noviembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre algunos ejemplos de oración en el Antiguo Testamento. Hoy quiero comenzar a mirar a Jesús, a su oración, que atraviesa toda su vida, como un canal secreto que riega la existencia, las relaciones, los gestos, y que lo guía, con progresiva firmeza, a la donación total de sí, según el proyecto de amor de Dios Padre. Jesús es el maestro también de nuestra oración, más aún, él es nuestro apoyo activo y fraterno al dirigirnos al Padre. Verdaderamente, como sintetiza un título del Compendio del Catecismo de la Iglesia católica, «la oración es plenamente revelada y realizada en Jesús» (541-547). A él queremos dirigir nuestra mirada en las próximas catequesis.

Un momento especialmente significativo de su camino es la oración que sigue al bautismo al que se somete en el río Jordán. El evangelista Lucas señala que Jesús, después de haber recibido, junto a todo el pueblo, el bautismo de manos de Juan el Bautista, entra en una oración muy personal y prolongada: «Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él» (Lc 3, 21-22). Precisamente este «estar en oración», en diálogo con el Padre, ilumina la acción que realizó junto a muchos de su pueblo, que acudieron a la orilla del Jordán. Orando, él da a su gesto del bautismo un rasgo exclusivo y personal.

El Bautista había dirigido una fuerte llamada a vivir verdaderamente como «hijos de Abraham», convirtiéndose al bien y dando frutos dignos de tal cambio (cf. Lc 3, 7-9). Y un gran número de israelitas se había movilizado, como recuerda el evangelista san Marcos, que escribe: «Acudía a él [a Juan] toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados» (Mc 1, 5). El Bautista traía algo realmente nuevo: someterse al bautismo debía significar un cambio decisivo, abandonar una conducta vinculada al pecado y comenzar una vida nueva. También Jesús acoge esta invitación, entra en la gris multitud de los pecadores que esperan a la orilla del Jordán. Pero, como los primeros cristianos, también nosotros nos preguntamos: ¿Por qué Jesús se somete voluntariamente a este bautismo de penitencia y de conversión? No tiene pecados que confesar, no tenía pecados, por lo tanto no tenía necesidad de convertirse. Entonces, ¿por qué este gesto? El evangelista san Mateo refiere el estupor del Bautista que afirma: «Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?» (Mt 3, 14), y la respuesta de Jesús: «Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia» (v. 15). El sentido de la palabra «justicia» en el mundo bíblico es aceptar plenamente la voluntad de Dios. Jesús muestra su cercanía a aquella parte de su pueblo que, siguiendo al Bautista, considera insuficiente considerarse simplemente hijos de Abraham, pero quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere comprometerse para que su propio comportamiento sea una respuesta fiel a la alianza que Dios ofreció en Abraham. Entonces, Jesús, al bajar al río Jordán, sin pecado, hace visible su solidaridad con aquellos que reconocen sus propios pecados, eligen arrepentirse y cambiar de vida; da a entender que ser parte del pueblo de Dios quiere decir entrar en una perspectiva de novedad de vida, de vida según Dios.

En este gesto Jesús anticipa la cruz, da inicio a su actividad ocupando el lugar de los pecadores, asumiendo sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, cumpliendo la voluntad del Padre. Recogiéndose en oración, Jesús muestra la íntima relación con el Padre que está en el cielo, experimenta su paternidad, capta la belleza exigente de su amor, y en el diálogo con el Padre recibe la confirmación de su misión. En las palabras que resuenan desde el cielo (cf. Lc 3, 22) está la referencia anticipada al misterio pascual, a la cruz y a la resurrección. La voz divina lo define «mi Hijo, el amado», refiriéndose a Isaac, el hijo amado que el padre Abraham estaba dispuesto a sacrificar, según el mandato de Dios (cf. Gn 22, 1-14). Jesús no es sólo el Hijo de David descendiente mesiánico regio, o el Siervo en quien Dios se complace, sino también el Hijo unigénito, el amado, semejante a Isaac, que Dios Padre dona para la salvación del mundo. En el momento en que, a través de la oración, Jesús vive en profundidad su filiación y la experiencia de la paternidad de Dios (cf. Lc 3, 22b), desciende el Espíritu Santo (cf. Lc 3, 22a), que lo guía en su misión y que él derramará después de ser elevado en la cruz (cf. Jn 1, 32-34; 7, 37-39), para que ilumine la obra de la Iglesia. En la oración, Jesús vive un contacto ininterrumpido con el Padre para realizar hasta las últimas consecuencias el proyecto de amor por los hombres.

En el trasfondo de esta extraordinaria oración está toda la existencia de Jesús vivida en una familia profundamente vinculada a la tradición religiosa del pueblo de Israel. Lo muestran las referencia que encontramos en los Evangelios: su circuncisión (cf. Lc 2, 21) y su presentación en el templo (cf. Lc 2, 22-24), como también la educación y la formación en Nazaret, en la santa casa (cf. Lc 2, 39-40 y 2, 51-52). Se trata de «unos treinta años» (Lc 3, 23), un largo tiempo de vida oculta y ordinaria, aunque también con experiencias de participación en momentos de expresión religiosa comunitaria, como las peregrinaciones a Jerusalén (cf. Lc 2, 41). Narrándonos el episodio de Jesús a los doce años en el templo, sentado entre los doctores (cf. Lc 2, 42-52), el evangelista san Lucas deja entrever que Jesús, que ora después del bautismo en el Jordán, tiene un profundo hábito de oración íntima con Dios Padre, arraigada en las tradiciones, en el estilo de su familia, en las experiencias decisivas vividas en ella. La respuesta del muchacho de doce años a María y a José ya indica aquella filiación divina, que la voz celestial manifiesta después del bautismo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). Al salir de las aguas del Jordán, Jesús no inaugura su oración, sino que continúa su relación constante, habitual, con el Padre; y en esta unión íntima con él realiza el paso de la vida oculta de Nazaret a su ministerio público.

La enseñanza de Jesús sobre la oración viene ciertamente de su modo de orar aprendido en la familia, pero tiene su origen profundo y esencial en su ser el Hijo de Dios, en su relación única con Dios Padre. El Compendio del Catecismo de la Iglesia católica responde así a la pregunta: ¿De quién aprendió Jesús a orar?: «Conforme a su corazón de hombre, Jesús aprendió a orar de su madre y de la tradición judía. Pero su oración brota de una fuente más secreta, puesto que es el Hijo eterno de Dios que, en su humanidad santa, dirige a su Padre la oración filial perfecta» (541).

En la narración evangélica, las ambientaciones de la oración de Jesús se ubican siempre en el cruce entre la inserción en la tradición de su pueblo y la novedad de una relación personal única con Dios. «El lugar desierto» (cf. Mc 1, 35; Lc 5, 16) a donde se retira a menudo, «el monte» a donde sube a orar (cf. Lc 6, 12; 9, 28), «la noche» que le permite estar en soledad (cf. Mc 1, 35; 6, 46-47; Lc 6, 12) remiten a momentos del camino de la revelación de Dios en el Antiguo Testamento, indicando la continuidad de su proyecto salvífico. Pero al mismo tiempo, constituyen momentos de particular importancia para Jesús, que conscientemente se inserta en este plan, plenamente fiel a la voluntad del Padre.

También en nuestra oración nosotros debemos aprender, cada vez más, a entrar en esta historia de salvación de la que Jesús es la cumbre, renovar ante Dios nuestra decisión personal de abrirnos a su voluntad, pedirle a él la fuerza de conformar nuestra voluntad a la suya, en toda nuestra vida, en obediencia a su proyecto de amor por nosotros.

La oración de Jesús afecta a todas las fases de su ministerio y todas sus jornadas. Las fatigas no la impiden. Es más, los evangelios dejan traslucir una costumbre de Jesús a pasar parte de la noche en oración. El evangelista san Marcos narra una de estas noches, después de la agotadora jornada de la multiplicación de los panes y escribe: «Enseguida apremió a los discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran hacia la orilla de Betsaida, mientras él despedía a la gente. Y después de despedirse de ellos, se retiró al monte a orar. Llegada la noche, la barca estaba en mitad del mar y Jesús, solo, en tierra» (Mc 6, 45-47). Cuando las decisiones resultan urgentes y complejas, su oración se hace más prolongada e intensa. En la inminencia de la elección de los Doce Apóstoles, por ejemplo, san Lucas subraya la duración nocturna de la oración de Jesús: «En aquellos días, Jesús salió al monte a orar y pasó la noche orando a Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió de entre ellos a doce, a los que también nombró apóstoles» (Lc 6, 12-13).

Contemplando la oración de Jesús, debe brotar en nosotros una pregunta: ¿Cómo oro yo? ¿Cómo oramos nosotros? ¿Cuánto tiempo dedico a la relación con Dios? ¿Se da hoy una educación y formación suficientes en la oración? Y, ¿quién puede ser maestro en ello? En la exhortación apostólica Verbum Domini, hablé de la importancia de la lectura orante de la Sagrada Escritura. Recogiendo lo que surgió de la Asamblea del Sínodo de los obispos, puse también un acento especial sobre la forma específica de la lectio divina. Escuchar, meditar, callar ante el Señor que habla es un arte, que se aprende practicándolo con constancia. Ciertamente, la oración es un don, que pide, sin embargo, ser acogido; es obra de Dios, pero exige compromiso y continuidad de nuestra parte; sobre todo son importantes la continuidad y la constancia. Precisamente la experiencia ejemplar de Jesús muestra que su oración, animada por la paternidad de Dios y por la comunión del Espíritu, se fue profundizando en un prolongado y fiel ejercicio, hasta el Huerto de los Olivos y la cruz. Los cristianos hoy están llamados a ser testigos de oración, precisamente porque nuestro mundo está a menudo cerrado al horizonte divino y a la esperanza que lleva al encuentro con Dios. En la amistad profunda con Jesús y viviendo en él y con él la relación filial con el Padre, a través de nuestra oración fiel y constante, podemos abrir ventanas hacia el cielo de Dios. Es más, al recorrer el camino de la oración, sin respeto humano, podemos ayudar a otros a recorrer ese camino: también para la oración cristiana es verdad que, caminando, se abren caminos.

Queridos hermanos y hermanas, eduquémonos en una relación intensa con Dios, en una oración que no sea esporádica, sino constante, llena de confianza, capaz de iluminar nuestra vida, como nos enseña Jesús. Y pidámosle a él poder comunicar a las personas que nos rodean, a quienes encontramos en nuestro camino, la alegría del encuentro con el Señor, luz para nuestra vida. Gracias.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, Bolivia, Chile, Guatemala, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a una relación intensa con Dios, cultivando una oración constante, llena de confianza, capaz de iluminar la vida, para así comunicar a todos la alegría del encuentro con el Señor. Muchas gracias.


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Miércoles 7 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc 10, 21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas: la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3, 6)—; la segunda es «estar de acuerdo». Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina.

Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), en perfecta unidad con él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.

Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo. Dice el Catecismo de la Iglesia católica: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)» (n. 2603). De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.

Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11, 2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).

También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» (Lc 10, 1) y ellos partieron con una sensación de temor por el posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que encontró el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos. Pero los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su misión tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella hora» (Lc 20, 21), en aquel momento se llenó de alegría.

Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí mismo, desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque —como afirma el apóstol Pablo— «(Nosotros) no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables... según Dios» (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se acuda a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino. Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular, a la delegación del Gobierno autónomo de Navarra y a la Escolanía de la Catedral de Palencia, así como a los otros grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a orar buscando la comunión con Cristo, al que conocemos y amamos como fruto del Espíritu recibido, sintiendo que en su intimidad está ya nuestra alegría. Dios os bendiga. Muchas gracias.


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Miércoles 14 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús relacionada con su prodigiosa acción sanadora. En los evangelios se presentan varias situaciones en las que Jesús ora ante la obra benéfica y sanadora de Dios Padre, que actúa a través de él. Se trata de una oración que, una vez más, manifiesta la relación única de conocimiento y de comunión con el Padre, mientras Jesús participa con gran cercanía humana en el sufrimiento de sus amigos, por ejemplo de Lázaro y de su familia, o de tantos pobres y enfermos a los que él quiere ayudar concretamente.

Un caso significativo es la curación del sordomudo (cf. Mc 7, 32-37). El relato del evangelista san Marcos —que acabamos de escuchar— muestra que la acción sanadora de Jesús está vinculada a su estrecha relación tanto con el prójimo —el enfermo—, como con el Padre. La escena del milagro se describe con detalle así: «Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: “Effetá” (esto es, “ábrete”)» (7, 33-34). Jesús quiere que la curación tenga lugar «apartándolo de la gente, a solas». Parece que esto no se debe sólo al hecho de que el milagro debe mantenerse oculto a la gente para evitar que se formen interpretaciones limitadas o erróneas de la persona de Jesús. La decisión de llevar al enfermo a un lugar apartado hace que, en el momento de la curación, Jesús y el sordomudo se encuentren solos, en la cercanía de la una relación singular. Con un gesto, el Señor toca los oídos y la lengua del enfermo, o sea, los sitios específicos de su enfermedad. La intensidad de la atención de Jesús se manifiesta también en los rasgos insólitos de la curación: usa sus propios dedos e, incluso, su propia saliva. También el hecho de que el evangelista cite la palabra original pronunciada por el Señor —«Effetá», o sea «ábrete»— pone de relieve el carácter singular de la escena.

Pero el punto central de este episodio es el hecho de que Jesús, en el momento de obrar la curación, busca directamente su relación con el Padre. El relato dice, en efecto, que «mirando al cielo, suspiró» (v. 34). La atención al enfermo, los cuidados de Jesús hacia él, están relacionados con una profunda actitud de oración dirigida a Dios. Y la emisión del suspiro se describe con un verbo que en el Nuevo Testamento indica la aspiración a algo bueno que todavía no se tiene (cf. Rm 8, 23). El relato en su conjunto, entonces, muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la oración. Una vez más se manifiesta su relación única con el Padre, su identidad de Hijo Unigénito. En él, a través de su persona, se hace presente la acción sanadora y benéfica de Dios. No es casualidad que el comentario conclusivo de la gente después del milagro recuerde la valoración de la creación al comienzo del Génesis: «Todo lo ha hecho bien» (Mc 7, 37). En la acción sanadora de Jesús entra claramente la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que curó al sordomudo fue provocada ciertamente por la compasión hacia él, pero proviene del hecho de que recurre al Padre. Se entrecruzan estas dos relaciones: la relación humana de compasión hacia el hombre, que entra en la relación con Dios, y así se convierte en curación.

En el relato joánico de la resurrección de Lázaro, esta misma dinámica se pone de relieve con una evidencia aún mayor (cf. Jn 11, 1-44). También aquí se entrecruzan, por una parte, la relación de Jesús con un amigo y con su sufrimiento y, por otra, la relación filial que él tiene con el Padre. La participación humana de Jesús en el caso de Lázaro tiene rasgos particulares. En todo el relato se recuerda varias veces la amistad con él, así como con las hermanas Marta y María. Jesús mismo afirma: «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11). El afecto sincero por el amigo también lo ponen de relieve las hermanas de Lázaro, al igual que los judíos (cf. Jn 11, 3; 11, 36); se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús ante el dolor de Marta y María y de todos los amigos de Lázaro, y desemboca en el llanto —tan profundamente humano— al acercarse a la tumba: «Jesús, viéndola llorar a ella [Marta], y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?”. Le contestaron: “Señor, ven a verlo”. Jesús se echó a llorar» (Jn 11, 33-35).

Esta relación de amistad, la participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los parientes y conocidos de Lázaro, está vinculada, en todo el relato, con una continua e intensa relación con el Padre. Desde el comienzo, Jesús hace una lectura del hecho en relación con su propia identidad y misión y con la glorificación que le espera. Ante la noticia de la enfermedad de Lázaro, en efecto, comenta: «Esta enfermedad no es para la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella» (Jn 11, 4). Jesús acoge también con profundo dolor humano el anuncio de la muerte de su amigo, pero siempre en estrecha referencia a la relación con Dios y a la misión que le ha confiado, dice: «Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis» (Jn 11, 14-15). El momento de la oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es el desenlace natural de todo el suceso, tejido sobre este doble registro de la amistad con Lázaro y de la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van juntas. «Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado”» (Jn 11, 41): es una eucaristía. La frase revela que Jesús no dejó ni siquiera por un instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Más aún, esta oración continua reforzó el vínculo con el amigo y, al mismo tiempo, confirmó la decisión de Jesús de permanecer en comunión con la voluntad del Padre, con su plan de amor, en el que la enfermedad y muerte de Lázaro se consideran como un lugar donde se manifiesta la gloria de Dios.

Queridos hermanos y hermanas, al leer esta narración, cada uno de nosotros está llamado a comprender que en la oración de petición al Señor no debemos esperar una realización inmediata de aquello que pedimos, de nuestra voluntad, sino más bien encomendarnos a la voluntad del Padre, leyendo cada acontecimiento en la perspectiva de su gloria, de su designio de amor, con frecuencia misterioso a nuestros ojos. Por ello, en nuestra oración, petición, alabanza y acción de gracias deberían ir juntas, incluso cuando nos parece que Dios no responde a nuestras expectativas concretas. Abandonarse al amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes de fondo de nuestro diálogo con él. El Catecismo de la Iglesia católica comenta así la oración de Jesús en el relato de la resurrección de Lázaro: «Apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquel que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado; es el “tesoro”, y en él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como “por añadidura” (cf. Mt 6, 21 y 6, 33)» (n. 2604). Esto me parece muy importante: antes de que el don sea concedido, es preciso adherirse a Aquel que dona; el donante es más precioso que el don. También para nosotros, por lo tanto, más allá de lo que Dios nos da cuando lo invocamos, el don más grande que puede otorgarnos es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que se ha de pedir y custodiar siempre.

La oración que Jesús pronuncia mientras se quita la piedra de entrada a la tumba de Lázaro, presenta luego un desarrollo particular e inesperado. Él, en efecto, después de dar gracias a Dios Padre, añade: «Yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado» (Jn 11, 42). Con su oración, Jesús quiere llevar a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y quiere mostrar que este Dios que ha amado al hombre hasta el punto de enviar a su Hijo Unigénito (cf. Jn 3, 16), es el Dios de la Vida, el Dios que trae esperanza y es capaz de cambiar las situaciones humanamente imposibles. La oración confiada de un creyente, entonces, es un testimonio vivo de esta presencia de Dios en el mundo, de su interés por el hombre, de su obrar para realizar su plan de salvación.

Las dos oraciones de Jesús meditadas ahora, que acompañan la curación del sordomudo y la resurrección de Lázaro, revelan que el vínculo profundo entre el amor a Dios y el amor al prójimo debe entrar también en nuestra oración. En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la atención hacia el otro, especialmente si padece necesidad o sufre, la conmoción ante el dolor de una familia amiga, lo llevan a dirigirse al Padre, en esa relación fundamental que guía toda su vida. Pero también viceversa: la comunión con el Padre, el diálogo constante con él, impulsa a Jesús a estar atento de un modo único a las situaciones concretas del hombre para llevarle el consuelo y el amor de Dios. La relación con el hombre nos guía hacia la relación con Dios, y la relación con Dios con conduce de nuevo al prójimo.

Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración abre la puerta a Dios, que nos enseña constantemente a salir de nosotros mismos para ser capaces de mostrarnos cercanos a los demás, especialmente en los momentos de prueba, para llevarles consuelo, esperanza y luz. Que el Señor nos conceda ser capaces de una oración cada vez más intensa, para reforzar nuestra relación personal con Dios Padre, ensanchar nuestro corazón a las necesidades de quien está a nuestro lado y sentir la belleza de ser «hijos en el Hijo», juntamente con numerosos hermanos. Gracias.



Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a la Delegación del Estado de Puebla, México, con su Gobernador, Licenciado Rafael Moreno Rosas. Agradezco su presencia y las muestras de la rica artesanía mexicana que han traído, y espero, con la ayuda de Dios, poder ser yo esta vez quien visite su País. Agradezco también la presencia de los peregrinos de España y otros países latinoamericanos. Invito a todos a reforzar nuestra relación personal con Dios mediante la oración, que nos hará también más hermanos ente nosotros. Muchas gracias.


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Miércoles 21 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

Me alegra acogeros en audiencia general pocos días antes de la celebración del Nacimiento del Señor. El saludo que circula en estos días por los labios de todos es «¡Feliz Navidad! ¡Felices fiestas navideñas!». Procuremos que, también en la sociedad actual, el intercambio de felicitaciones no pierda su profundo valor religioso, y que la fiesta no quede absorbida por los aspectos exteriores, que tocan las cuerdas del corazón. Ciertamente, los signos exteriores son hermosos e importantes, con tal de que no nos distraigan, sino que más bien nos ayuden a vivir la Navidad en el sentido más auténtico, el sentido sagrado y cristiano, de modo que también nuestra alegría no sea superficial, sino profunda.

Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. De hecho, la Navidad no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús; también es esto, pero es algo más: es celebrar un Misterio que ha marcado y sigue marcando la historia del hombre —Dios mismo vino a habitar entre nosotros (cf. Jn 1, 14), se hizo uno de nosotros—; un Misterio que afecta a nuestra fe y a nuestra existencia; un Misterio que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas, especialmente en la santa misa. Alguien podría preguntarse: ¿Cómo puedo vivir yo ahora este acontecimiento tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar fructuosamente en el nacimiento del Hijo de Dios, que tuvo lugar hace más de dos mil años? En la santa misa de la Noche de Navidad, repetiremos como estribillo del Salmo responsorial estas palabras: «Hoy nos ha nacido el Salvador». Este adverbio de tiempo, «hoy», aparece con frecuencia en todas las celebraciones navideñas y se refiere al acontecimiento del nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la liturgia ese acontecimiento supera los límites del espacio y del tiempo, y se vuelve actual, presente; su efecto perdura, a pesar del paso de los días, de los años y de los siglos. Al indicar que Jesús nace «hoy», la liturgia no usa una frase sin sentido, sino que subraya que este Nacimiento afecta e impregna toda la historia, sigue siendo también hoy una realidad, a la que podemos llegar precisamente en la liturgia. A nosotros, los creyentes, la celebración de la Navidad nos renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros, todavía «carne» y no sólo lejano: aun estando con el Padre, está cercano a nosotros. En ese Niño nacido en Belén, Dios se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar ahora, en un «hoy» que no tiene ocaso.

Quiero insistir en este punto, porque al hombre contemporáneo, hombre de lo «sensible», de lo experimentable empíricamente, siempre le cuesta mucho abrir los horizontes y entrar en el mundo de Dios. Desde luego, la redención de la humanidad tuvo lugar en un momento preciso e identificable de la historia: en el acontecimiento de Jesús de Nazaret; pero Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo, que no sólo ha hablado al hombre, le ha mostrado signos admirables, lo ha guiado a lo largo de toda la historia de la salvación, sino que también se hizo hombre, y sigue siendo hombre. El Eterno entró en los límites del tiempo y del espacio, para hacer posible «hoy» el encuentro con él. Los textos litúrgicos navideños nos ayudan a comprender que los acontecimientos de la salvación realizada por Cristo siempre son actuales, afectan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos y pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, la frase «hoy nos ha nacido el Salvador», no estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino que queremos decir que Dios nos ofrece «hoy», ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores en Belén, para que él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.

La Navidad, por tanto, a la vez que conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María —y numerosos textos litúrgicos nos hacen revivir ante nuestros ojos este o aquel episodio—, es un acontecimiento eficaz para nosotros. El Papa san León Magno, presentando el sentido profundo de la fiesta de la Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras: «Exultemos en el Señor, queridos hermanos, y abramos nuestro corazón a la alegría más pura, porque ha llegado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. En efecto, al cumplirse el ciclo anual, se renueva para nosotros el elevado misterio de nuestra salvación, que, prometido al principio y acordado al final de los tiempos, está destinado a durar para siempre» (Sermo 22, In Nativitate Domini, 2, 1: PL 54, 193). Y el mismo san León Magno, en otra de sus homilías navideñas, afirmaba: «Hoy el autor del mundo ha nacido del seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer que él mismo había creado. Hoy el Verbo de Dios se ha manifestado revestido de carne y, mientras que antes nunca había sido visible a ojos humanos, ahora incluso se ha hecho visiblemente palpable. Hoy los pastores han escuchado la voz de los ángeles anunciando que había nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma» (Sermo 26, In Nativitate Domini, 6, 1: PL 54, 213).

Hay un segundo aspecto, al que quiero aludir brevemente: el acontecimiento de Belén se debe considerar a la luz del Misterio pascual: tanto uno como otro forman parte de la única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el Nacimiento de Jesús nos invitan ya a dirigir nuestra mirada hacia su muerte y su resurrección. Tanto la Navidad como la Pascua son fiestas de la redención. La Pascua la celebra como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad la celebra como el ingreso de Dios en la historia haciéndose hombre para llevar al hombre a Dios: marca, por decirlo así, el momento inicial, cuando se vislumbra el resplandor del alba. Pero precisamente como el alba precede y ya hace presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la cruz y la gloria de la Resurrección. También los dos períodos del año en los que se sitúan las dos grandes fiestas, al menos en algunas regiones del mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto. En efecto, mientras la Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las densas y frías nieblas y renueva la faz de la tierra, la Navidad cae precisamente al inicio del invierno, cuando la luz y el calor del sol no logran despertar la naturaleza, envuelta por el frío, bajo cuyo manto, sin embargo, palpita la vida y comienza de nuevo la victoria del sol y del calor.

Los Padres de la Iglesia leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz de toda la obra redentora, que tiene su culmen en el Misterio pascual. La Encarnación del Hijo de Dios se presenta no sólo como el principio y la condición de la salvación, sino también como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer la muerte y el pecado. Dos textos significativos de san Basilio lo ilustran bien. San Basilio decía a los fieles: «Dios asume la carne precisamente para destruir la muerte escondida en ella. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos, anulan sus efectos, y como las tinieblas de una casa se disipan a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reinan las tinieblas, pero al calor del sol inmediatamente se deshace, así la muerte que había reinado hasta la venida de Cristo, en cuanto apareció la gracia de Dios Salvador y surgió el sol de justicia, “fue absorbida en la victoria” (1 Co 15, 54), al no poder coexistir con la Vida» (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31, 1461). El mismo san Basilio, en otro texto, dirigía esta invitación: «Celebremos la salvación del mundo, el nacimiento del género humano. Hoy quedó perdonada la culpa de Adán. Ya no debemos decir: “Eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3, 19), sino: “unido a aquel que ha venido del cielo, serás admitido en el cielo”» (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 6: PG 31, 1473).

En la Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina hasta nuestros límites, hasta nuestras debilidades, hasta nuestros pecados, y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo «siendo de condición divina, (...) se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres» (Flp 2, 6-7). Contemplemos la cueva de Belén: Dios se abaja hasta ser recostado en un pesebre, que ya es preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia de amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.

Queridos hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que se acerca. Vivamos este acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace también «hoy»; Dios está verdaderamente cerca de cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere llevarnos a él. Él es la verdadera luz, que disipa y disuelve las tinieblas que envuelven nuestra vida y la humanidad. Vivamos el Nacimiento del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos la elevado hasta él a través del Misterio de Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, pues, como afirma san Agustín, «en [Cristo] la divinidad del Unigénito se hizo partícipe de nuestra mortalidad, para que nosotros fuéramos partícipes de su inmortalidad» (Epistola 187, 6, 20: PL 33, 839-840). Sobre todo contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad; en ella se hace presente de modo real Jesús, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación.

A todos vosotros y a vuestras familias deseo que celebréis una Navidad verdaderamente cristiana, de modo que incluso las felicitaciones que os intercambiéis en ese día sean expresión de la alegría de saber que Dios está cerca de nosotros y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. Gracias.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos venidos de España y de los países latinoamericanos. Invito a todos a celebrar una Navidad auténticamente cristiana, con la alegría de saber que el Señor vino al mundo para salvarnos. Él quiere recorrer a nuestro lado el camino de la vida. Al Niño Dios pediré por todos, especialmente por quienes pasan por duras pruebas. Que en estos días santos, la caridad cristiana se muestre singularmente activa con los más necesitados. Para los pobres no puede haber dilación. Feliz Navidad. Muchas gracias.


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28/04/2013 21:48

Miércoles 28 de diciembre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro de hoy tiene lugar en el clima navideño, lleno de íntima alegría por el nacimiento del Salvador. Acabamos de celebrar este misterio, cuyo eco se expande en la liturgia de todos estos días. Es un misterio de luz que los hombres de cada época pueden revivir en la fe y en la oración. Precisamente a través de la oración nos hacemos capaces de acercarnos a Dios con intimidad y profundidad. Por ello, teniendo presente el tema de la oración que estoy desarrollando durante las catequesis en este período, hoy quiero invitaros a reflexionar sobre cómo la oración forma parte de la vida de la Sagrada Familia de Nazaret. La casa de Nazaret, en efecto, es una escuela de oración, donde se aprende a escuchar, a meditar, a penetrar el significado profundo de la manifestación del Hijo de Dios, siguiendo el ejemplo de María, José y Jesús.

Sigue siendo memorable el discurso del siervo de Dios Pablo VI durante su visita a Nazaret. El Papa dijo que en la escuela de la Sagrada Familia nosotros comprendemos por qué debemos «tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo». Y agrega: «En primer lugar nos enseña el silencio. Oh! Si renaciese en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud a prestar oídos a las secretas inspiraciones de Dios y a las palabras de los verdaderos maestros» (Discurso en Nazaret, 5 de enero de 1964).

De la Sagrada Familia, según los relatos evangélicos de la infancia de Jesús, podemos sacar algunas reflexiones sobre la oración, sobre la relación con Dios. Podemos partir del episodio de la presentación de Jesús en el templo. San Lucas narra que María y José, «cuando se cumplieron los días de su purificación, según la ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (2, 22). Como toda familia judía observante de la ley, los padres de Jesús van al templo para consagrar a Dios a su primogénito y para ofrecer el sacrificio. Movidos por la fidelidad a las prescripciones, parten de Belén y van a Jerusalén con Jesús que tiene apenas cuarenta días; en lugar de un cordero de un año presentan la ofrenda de las familias sencillas, es decir, dos palomas. La peregrinación de la Sagrada Familia es la peregrinación de la fe, de la ofrenda de los dones, símbolo de la oración, y del encuentro con el Señor, que María y José ya ven en su hijo Jesús.

La contemplación de Cristo tiene en María su modelo insuperable. El rostro del Hijo le pertenece a título especial, porque se formó en su seno, tomando de ella también la semejanza humana. Nadie se dedicó con tanta asiduidad a la contemplación de Jesús como María. La mirada de su corazón se concentra en él ya desde el momento de la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos advierte poco a poco su presencia, hasta el día del nacimiento, cuando sus ojos pueden mirar con ternura maternal el rostro del hijo, mientras lo envuelve en pañales y lo acuesta en el pesebre. Los recuerdos de Jesús, grabados en su mente y en su corazón, marcaron cada instante de la existencia de María. Ella vive con los ojos en Cristo y conserva cada una de sus palabras. San Lucas dice: «Por su parte [María] conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2, 19), y así describe la actitud de María ante el misterio de la Encarnación, actitud que se prolongará en toda su existencia: conservar en su corazón las cosas meditándolas. Lucas es el evangelista que nos permite conocer el corazón de María, su fe (cf. 1, 45), su esperanza y obediencia (cf. 1, 38), sobre todo su interioridad y oración (cf. 1, 46-56), su adhesión libre a Cristo (cf. 1, 55). Y todo esto procede del don del Espíritu Santo que desciende sobre ella (cf. 1, 35), como descenderá sobre los Apóstoles según la promesa de Cristo (cf. Hch 1, 8). Esta imagen de María que nos ofrece san Lucas presenta a la Virgen como modelo de todo creyente que conserva y confronta las palabras y las acciones de Jesús, una confrontación que es siempre un progresar en el conocimiento de Jesús. Siguiendo al beato Papa Juan Pablo II (cf. Carta ap. Rosarium Virginis Mariae) podemos decir que la oración del Rosario tiene su modelo precisamente en María, porque consiste en contemplar los misterios de Cristo en unión espiritual con la Madre del Señor. La capacidad de María de vivir de la mirada de Dios es, por decirlo así, contagiosa. San José fue el primero en experimentarlo. Su amor humilde y sincero a su prometida esposa y la decisión de unir su vida a la de María lo atrajo e introdujo también a él, que ya era un «hombre justo» (Mt 1, 19), en una intimidad singular con Dios. En efecto, con María y luego, sobre todo, con Jesús, él comienza un nuevo modo de relacionarse con Dios, de acogerlo en su propia vida, de entrar en su proyecto de salvación, cumpliendo su voluntad. Después de seguir con confianza la indicación del ángel —«no temas acoger a María, tu mujer» (Mt 1, 20)— él tomó consigo a María y compartió su vida con ella; verdaderamente se entregó totalmente a María y a Jesús, y esto lo llevó hacia la perfección de la respuesta a la vocación recibida. El Evangelio, como sabemos, no conservó palabra alguna de José: su presencia es silenciosa, pero fiel, constante, activa. Podemos imaginar que también él, como su esposa y en íntima sintonía con ella, vivió los años de la infancia y de la adolescencia de Jesús gustando, por decirlo así, su presencia en su familia. José cumplió plenamente su papel paterno, en todo sentido. Seguramente educó a Jesús en la oración, juntamente con María. Él, en particular, lo habrá llevado consigo a la sinagoga, a los ritos del sábado, como también a Jerusalén, para las grandes fiestas del pueblo de Israel. José, según la tradición judía, habrá dirigido la oración doméstica tanto en la cotidianidad —por la mañana, por la tarde, en las comidas—, como en las principales celebraciones religiosas. Así, en el ritmo de las jornadas transcurridas en Nazaret, entre la casa sencilla y el taller de José, Jesús aprendió a alternar oración y trabajo, y a ofrecer a Dios también la fatiga para ganar el pan necesario para la familia.

Por último, otro episodio en el que la Sagrada Familia de Nazaret se halla recogida y unida en un momento de oración. Jesús, como hemos escuchado, a los doce años va con los suyos al templo de Jerusalén. Este episodio se sitúa en el contexto de la peregrinación, como lo pone de relieve san Lucas: «Sus padre solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre» (2, 41-42). La peregrinación es una expresión religiosa que se nutre de oración y, al mismo tiempo, la alimenta. Aquí se trata de la peregrinación pascual, y el evangelista nos hace notar que la familia de Jesús la vive cada año, para participar en los ritos en la ciudad santa. La familia judía, como la cristiana, ora en la intimidad doméstica, pero reza también junto a la comunidad, reconociéndose parte del pueblo de Dios en camino, y la peregrinación expresa precisamente este estar en camino del pueblo de Dios. La Pascua es el centro y la cumbre de todo esto, y abarca la dimensión familiar y la del culto litúrgico y público.

En el episodio de Jesús a los doce años se registran también sus primeras palabras: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre? (2, 49). Después de tres días de búsqueda, sus padres lo encontraron en el templo sentado entre los doctores en el templo mientras los escuchaba y los interrogaba (cf. 2, 46). A su pregunta sobre por qué había hecho esto a su padre y a su madre, él responde que hizo sólo cuánto debe hacer como Hijo, es decir, estar junto al Padre. De este modo él indica quién es su verdadero Padre, cuál es su verdadera casa, que él no había hecho nada extraño, que no había desobedecido. Permaneció donde debe estar el Hijo, es decir, junto a su Padre, y destacó quién es su Padre. La palabra «Padre» domina el acento de esta respuesta y aparece todo el misterio cristológico. Esta palabra abre, por lo tanto, el misterio, es la llave para el misterio de Cristo, que es el Hijo, y abre también la llave para nuestro misterio de cristianos, que somos hijos en el Hijo. Al mismo tiempo, Jesús nos enseña cómo ser hijos, precisamente estando con el Padre en la oración. El misterio cristológico, el misterio de la existencia cristiana está íntimamente unido, fundado en la oración. Jesús enseñará un día a sus discípulos a rezar, diciéndoles: cuando oréis decid «Padre». Y, naturalmente, no lo digáis sólo de palabra, decidlo con vuestra vida, aprended cada vez más a decir «Padre» con vuestra vida; y así seréis verdaderos hijos en el Hijo, verdaderos cristianos.

Aquí, cuando Jesús está todavía plenamente insertado en la vida la Familia de Nazaret, es importante notar la resonancia que puede haber tenido en el corazón de María y de José escuchar de labios de Jesús la palabra «Padre», y revelar, poner de relieve quién es el Padre, y escuchar de sus labios esta palabra con la consciencia del Hijo Unigénito, que precisamente por esto quiso permanecer durante tres días en el templo, que es la «casa del Padre». Desde entonces, podemos imaginar, la vida en la Sagrada Familia se vio aún más colmada de un clima de oración, porque del corazón de Jesús todavía niño —y luego adolescente y joven— no cesará ya de difundirse y de reflejarse en el corazón de María y de José este sentido profundo de la relación con Dios Padre. Este episodio nos muestra la verdadera situación, el clima de estar con el Padre. De este modo, la Familia de Nazaret es el primer modelo de la Iglesia donde, en torno a la presencia de Jesús y gracias a su mediación, todos viven la relación filial con Dios Padre, que transforma también las relaciones interpersonales, humanas.

Queridos amigos, por estos diversos aspectos que, a la luz del Evangelio, he señalado brevemente, la Sagrada Familia es icono de la Iglesia doméstica, llamada a rezar unida. La familia es Iglesia doméstica y debe ser la primera escuela de oración. En la familia, los niños, desde la más temprana edad, pueden aprender a percibir el sentido de Dios, gracias a la enseñanza y el ejemplo de sus padres: vivir en un clima marcado por la presencia de Dios. Una educación auténticamente cristiana no puede prescindir de la experiencia de la oración. Si no se aprende a rezar en la familia, luego será difícil colmar ese vacío. Y, por lo tanto, quiero dirigiros la invitación a redescubrir la belleza de rezar juntos como familia en la escuela de la Sagrada Familia de Nazaret. Y así llegar a ser realmente un solo corazón y una sola alma, una verdadera familia. Gracias.

Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles procedentes de la Diócesis de Girona, acompañados por su Obispo, Monseñor Francesc Pardo, así como a los demás grupos venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a descubrir la belleza de rezar en el seno del hogar, asiduamente y en espíritu de comunión, siguiendo así el ejemplo de la Sagrada Familia de Nazaret. A la protección de Jesús, José y María encomiendo a los padres y a las madres de familia, para que inculquen en sus hijos el amor a la oración, invocando junto a ellos el santo Nombre de Dios. Os deseo un feliz año nuevo y que el Señor os bendiga copiosamente en estas fiestas y llene vuestro corazón de alegría y paz. Muchas gracias.

(En lengua italiana)

Dirijo, por último, un saludo afectuoso a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. La fiesta de la Sagrada Familia, que celebraremos dentro de poco, es una ocasión propicia para revisar nuestras relaciones y nuestros afectos. Queridos jóvenes, mirad a la Sagrada Familia e imitadla, dejándoos plasmar por el amor de Dios, modelo del amor humano. Queridos enfermos, con la ayuda de María confiad siempre en el Señor, el cual conoce vuestros sufrimientos y, uniéndolos a los suyos, los ofrece por la salvación del mundo. Y vosotros, queridos recién casados, que queréis edificar vuestra morada sobre la roca de la Palabra de Dios, haced que vuestro hogar, a imitación del de Nazaret, sea un lugar acogedor, lleno de amor, de comprensión y de perdón.


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