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2009

Ultimo Aggiornamento: 24/04/2013 10:18
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Miércoles 23 de septiembre de 2009

San Anselmo

Queridos hermanos y hermanas:

En Roma, en la colina del Aventino, se encuentra la abadía benedictina de San Anselmo. Como sede de un Instituto de estudios superiores y del abad primado de los Benedictinos Confederados, es un lugar que aúna la oración, el estudio y el gobierno, precisamente las tres actividades que caracterizaron la vida del santo a quien está dedicada: Anselmo de Aosta, de cuya muerte se celebra este año el ix centenario. Las múltiples iniciativas, promovidas especialmente por la diócesis de Aosta con ocasión de este feliz aniversario, han puesto de manifiesto el interés que sigue suscitando este pensador medieval. También es conocido como Anselmo de Bec y Anselmo de Canterbury por las ciudades con las que tuvo relación.

¿Quién es este personaje al que tres localidades, lejanas entre sí y situadas en tres naciones distintas —Italia, Francia e Inglaterra—, se sienten particularmente vinculadas? Monje de intensa vida espiritual, excelente educador de jóvenes, teólogo con una extraordinaria capacidad especulativa, sabio hombre de gobierno e intransigente defensor de la libertas Ecclesiae, de la libertad de la Iglesia, san Anselmo es una de las personalidades eminentes de la Edad Media, que supo armonizar todas estas cualidades gracias a una profunda experiencia mística que guió siempre su pensamiento y su acción.

San Anselmo nació en 1033 (o a principios de 1034) en Aosta, primogénito de una familia noble. Su padre era un hombre rudo, dedicado a los placeres de la vida y dilapidador de sus bienes; su madre, en cambio, era mujer de elevadas costumbres y de profunda religiosidad (cf. Eadmero, Vita S. Anselmi: PL 159, col. 49). Fue ella quien cuidó de la primera formación humana y religiosa de su hijo, que encomendó después a los benedictinos de un priorato de Aosta. San Anselmo, que desde niño —como narra su biógrafo— imaginaba la morada de Dios entre las altas y nevadas cumbres de los Alpes, soñó una noche que era invitado a este palacio espléndido por Dios mismo, que se entretuvo largo tiempo y afablemente con él y al final le ofreció para comer "un pan blanquísimo" (ib., col. 51). Este sueño le dejó la convicción de ser llamado a cumplir una alta misión.

A la edad de quince años pidió ser admitido en la Orden benedictina, pero su padre se opuso con toda su autoridad y no cedió siquiera cuando su hijo, gravemente enfermo, sintiéndose cerca de la muerte, imploró el hábito religioso como supremo consuelo. Después de la curación y la muerte prematura de su madre, san Anselmo atravesó un período de disipación moral: descuidó los estudios y, arrastrado por las pasiones terrenas, se hizo sordo a la llamada de Dios. Se marchó de casa y comenzó a viajar por Francia en busca de nuevas experiencias. Después de tres años, al llegar a Normandía, se dirigió a la abadía benedictina de Bec, atraído por la fama de Lanfranco de Pavía, prior del monasterio. Para él fue un encuentro providencial y decisivo para el resto de su vida. Bajo la guía de Lanfranco, san Anselmo retomó con vigor sus estudios y en poco tiempo se convirtió no sólo en el alumno predilecto, sino también en el confidente del maestro. Su vocación monástica se volvió a despertar y, tras una atenta valoración, a la edad de 27 años entró en la Orden monástica y fue ordenado sacerdote. La vida ascética y el estudio le abrieron nuevos horizontes, haciéndole encontrar de nuevo, en un grado mucho más alto, la familiaridad con Dios que había tenido de niño.

Cuando en 1063 Lanfranco se convirtió en abad de Caen, san Anselmo, que sólo llevaba tres años de vida monástica, fue nombrado prior del monasterio de Bec y maestro de la escuela claustral, mostrando dotes de refinado educador. No le gustaban los métodos autoritarios; comparaba a los jóvenes con plantitas que se desarrollan mejor si no se las encierra en un invernadero, y les concedía una "sana" libertad. Era muy exigente consigo mismo y con los demás en la observancia monástica, pero en lugar de imponer la disciplina se esforzaba por hacer que la siguieran con la persuasión.

A la muerte del abad Erluino, fundador de la abadía de Bec, san Anselmo fue elegido por unanimidad para sucederle: era el mes de febrero de 1079. Entretanto numerosos monjes habían sido llamados a Canterbury para llevar a los hermanos del otro lado del Canal de la Mancha la renovación que se estaba llevando a cabo en el continente. Su obra fue bien aceptada, hasta el punto de que Lanfranco de Pavía, abad de Caen, se convirtió en el nuevo arzobispo de Canterbury y pidió a san Anselmo que pasara cierto tiempo con él para instruir a los monjes y ayudarle en la difícil situación en que se encontraba su comunidad eclesial tras la invasión de los normandos. La permanencia de san Anselmo se reveló muy fructuosa; ganó simpatía y estima, hasta tal punto que, a la muerte de Lanfranco, fue elegido para sucederle en la sede arzobispal de Canterbury. Recibió la solemne consagración episcopal en diciembre de 1093.

San Anselmo se comprometió inmediatamente en una enérgica lucha por la libertad de la Iglesia, manteniendo con valentía la independencia del poder espiritual respecto del temporal. Defendió a la Iglesia de las indebidas injerencias de las autoridades políticas, sobre todo de los reyes Guillermo el Rojo y Enrique I, encontrando ánimo y apoyo en el Romano Pontífice, al que san Anselmo mostró siempre una valiente y cordial adhesión. Esta fidelidad le costó, en 1103, incluso la amargura del destierro de su sede de Canterbury. Y sólo cuando, en 1106, el rey Enrique i renunció a la pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas, así como a la recaudación de impuestos y a la confiscación de los bienes de la Iglesia, san Anselmo pudo volver a Inglaterra, donde fue acogido festivamente por el clero y por el pueblo. Así se concluyó felizmente la larga lucha que libró con las armas de la perseverancia, la valentía y la bondad.

Este santo arzobispo, que tanta admiración suscitaba a su alrededor, dondequiera que se dirigiera, dedicó los últimos años de su vida sobre todo a la formación moral del clero y a la investigación intelectual sobre temas teológicos. Murió el 21 de abril de 1109, acompañado por las palabras del Evangelio proclamado en la santa misa de ese día: "Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino..." (Lc 22, 28-30). El sueño de aquel misterioso banquete, que había tenido desde pequeño precisamente al inicio de su camino espiritual, encontraba así su realización. Jesús, que lo había invitado a sentarse a su mesa, acogió a san Anselmo, a su muerte, en el reino eterno del Padre.

"Dios, te lo ruego, quiero conocerte, quiero amarte y poder gozar de ti. Y si en esta vida no soy capaz de ello plenamente, que al menos cada día progrese hasta que llegue a la plenitud" (Proslogion, cap. 14). Esta oración permite comprender el alma mística de este gran santo de la época medieval, fundador de la teología escolástica, al que la tradición cristiana ha dado el título de "doctor magnífico", porque cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, pero plenamente consciente de que el camino de búsqueda de Dios nunca se termina, al menos en esta tierra. La claridad y el rigor lógico de su pensamiento tuvieron siempre como objetivo "elevar la mente a la contemplación de Dios" (ib., Proemium). Afirma claramente que quien quiere hacer teología no puede contar sólo con su inteligencia, sino que debe cultivar al mismo tiempo una profunda experiencia de fe. La actividad del teólogo, según san Anselmo, se desarrolla así en tres fases: la fe, don gratuito de Dios que hay que acoger con humildad; la experiencia, que consiste en encarnar la Palabra de Dios en la propia existencia cotidiana; y por último el verdadero conocimiento, que nunca es fruto de razonamientos asépticos, sino de una intuición contemplativa. Al respecto, para una sana investigación teológica y para quien quiera profundizar en las verdades de la fe, siguen siendo muy útiles también hoy sus célebres palabras: "No pretendo, Señor, penetrar en tu profundidad, porque no puedo ni siquiera de lejos confrontar con ella mi intelecto; pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco entender para creer, sino que creo para entender" (ib., 1).

Queridos hermanos y hermanas, que el amor a la verdad y la sed constante de Dios, que marcaron toda la vida de san Anselmo, sean un estímulo para todo cristiano a buscar sin desfallecer jamás una unión cada vez más íntima con Cristo, camino, verdad y vida. Además, que el celo lleno de valentía que caracterizó su acción pastoral, y que le procuró a veces incomprensiones, amarguras e incluso el destierro, impulse a los pastores, a las personas consagradas y a todos los fieles a amar a la Iglesia de Cristo, a orar, a trabajar y a sufrir por ella, sin abandonarla nunca ni traicionarla. Que nos obtenga esta gracia la Virgen Madre de Dios, hacia quien san Anselmo alimentó una tierna y filial devoción. "María, a ti te quiere amar mi corazón —escribe san Anselmo—; a ti mi lengua te desea alabar ardientemente".

Saludos

(En castellano)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de sacerdotes de Valencia que celebran el cuarenta aniversario de su ordenación presbiteral, acompañados por el señor cardenal Antonio Cañizares Llovera y monseñor Jesús Murgui Soriano, obispo de Mallorca; a los miembros de la Asociación de archiveros de la Iglesia en España, a los alumnos del Colegio sacerdotal argentino y del Pontificio Colegio Mexicano de Roma. Que el amor a la verdad y la constante sed de Dios, que distinguieron la vida de san Anselmo de Aosta, nos impulsen a buscar infatigablemente una unión cada vez más profunda con Cristo, que es el camino, la verdad y la vida.

(En lengua italiana)

Saludo en particular a las Hijas de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Issoudun que, con ocasión de su Conferencia general de estudio y formación, han venido a manifestar al Sucesor de Pedro sentimientos de afecto y comunión eclesial.

Me alegra acoger a los Legionarios de Cristo que han venido a Roma de varias naciones para emprender los estudios filosóficos y teológicos, y les expreso mis mejores deseos para su compromiso universitario, asegurando a todos un recuerdo en la oración.


Mi pensamiento se dirige por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que el testimonio de fe y caridad que animó a san Pío de Pietrelcina, cuya memoria celebramos hoy, os anime a vosotros, queridos jóvenes, a proyectar vuestro futuro como un servicio generoso a Dios y al prójimo. Que os ayude a vosotros, queridos enfermos, a experimentar en el sufrimiento el apoyo y el consuelo de Cristo crucificado. Y que os impulse a vosotros, queridos recién casados, a conservar en vuestra familia una atención constante a los pobres. Que el ejemplo de este santo, tan popular, sea por último para los sacerdotes —en este Año sacerdotal— y para todos los cristianos, una invitación a confiar siempre en la bondad de Dios, acudiendo y celebrando con confianza el sacramento de la Reconciliación, del que el santo del Gargano, incansable dispensador de la misericordia divina, fue asiduo y fiel ministro".


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Miércoles 30 de septiembre de 2009

Viaje apostólico a la República Checa

Queridos hermanos y hermanas:

Como es costumbre después de los viajes apostólicos internacionales, aprovecho la audiencia general para hablar de la peregrinación que realicé en los días pasados a la República Checa. Lo hago ante todo como acción de gracias a Dios, que me concedió realizar esta visita y que la bendijo ampliamente. Fue una verdadera peregrinación y, al mismo tiempo, una misión en el corazón de Europa: peregrinación, porque Bohemia y Moravia son desde hace más de un milenio tierra de fe y de santidad; misión, porque Europa necesita volver a encontrar en Dios y en su amor el fundamento firme de la esperanza. No es casual que los santos evangelizadores de aquellas poblaciones, Cirilo y Metodio, sean patronos de Europa juntamente con san Benito. "El amor de Cristo es nuestra fuerza": este fue el lema del viaje, una afirmación que recuerda la fe de tantos testigos heroicos del pasado remoto y reciente —pienso de modo particular en el siglo pasado—, pero que sobre todo quiere interpretar la certeza de los cristianos de hoy. Sí, nuestra fuerza es el amor de Cristo. Una fuerza que inspira y anima las verdaderas revoluciones, pacíficas y liberadoras, nos sostiene en los momentos de crisis y nos permite volver a levantarnos cuando la libertad, arduamente recuperada, corre el riesgo de perderse a sí misma, de perder su propia verdad.

La acogida que me dispensaron fue cordial. El presidente de la República, a quien renuevo la expresión de mi agradecimiento, quiso estar presente en varios momentos y me recibió junto con mis colaboradores en su residencia, el histórico Castillo de la capital, con gran cordialidad. Toda la Conferencia episcopal, y de modo especial el cardenal arzobispo de Praga y el obispo de Brno, me hicieron sentir, con gran afecto, el vínculo profundo que une a la comunidad católica checa con el Sucesor de san Pedro. Les agradezco también por haber preparado con esmero las celebraciones litúrgicas. También expreso mi agradecimiento a todas las autoridades civiles y militares, y a cuantos de distintas formas cooperaron al éxito de mi visita.

El amor de Cristo comenzó a revelarse en el rostro de un Niño: al llegar a Praga, la primera etapa fue en la iglesia de Santa María de la Victoria, donde se venera al Niño Jesús, conocido precisamente como "Niño de Praga". Esa imagen remite al misterio del Dios hecho hombre, al "Dios cercano", fundamento de nuestra esperanza. Ante el "Niño de Praga" recé por todos los niños, por sus padres, por el futuro de la familia. La verdadera "victoria", que hoy pedimos a María, es la victoria del amor y de la vida en la familia y en la sociedad.

El Castillo de Praga, extraordinario tanto desde el punto de vista histórico como arquitectónico, sugiere una ulterior reflexión más general: contiene en su vastísimo espacio múltiples monumentos, ambientes e instituciones, casi representando una polis, en la que conviven en armonía la catedral y el palacio, la plaza y el jardín. Así, en ese mismo contexto, mi visita pudo tocar el ámbito civil y el religioso, no yuxtapuestos, sino en cercanía armónica dentro de la distinción. Por tanto, dirigiéndome a las autoridades políticas y civiles y al Cuerpo diplomático, quise referirme al vínculo indisoluble que debe existir siempre entre la libertad y la verdad. No hay que tener miedo a la verdad, porque es amiga del hombre y de su libertad; más aún, sólo en la búsqueda sincera de la verdad, del bien y de la belleza se puede ofrecer realmente un futuro a los jóvenes de hoy y a las futuras generaciones.

Por lo demás, ¿qué es lo que atrae a tantas personas a Praga sino su belleza, una belleza que no es sólo estética, sino histórica, religiosa, humana en sentido amplio? Quien ejerce responsabilidad en el campo político y educativo debe saber sacar de la luz de aquella verdad que es el reflejo de la Sabiduría eterna del Creador; y está llamado a dar testimonio de ella en primera persona con su propia vida. Sólo un compromiso serio de rectitud intelectual y moral es digno del sacrificio de cuantos han pagado caro el precio de la libertad.

Símbolo de esta síntesis entre verdad y belleza es la espléndida catedral de Praga, dedicada a los santos Vito, Wenceslao y Adalberto; en ella tuvo lugar la celebración de las Vísperas con los sacerdotes, los religiosos, los seminaristas y una representación de los laicos comprometidos en las asociaciones y movimientos eclesiales. Las comunidades de Europa centro-oriental están viviendo un momento difícil: a las consecuencias del largo invierno del totalitarismo ateo se están añadiendo los efectos nocivos de un cierto laicismo y consumismo occidental. Por eso animé a todos a sacar nuevas energías del Señor resucitado, para poder ser levadura evangélica en la sociedad y comprometerse, como ya sucede, en actividades caritativas, y aún más en las educativas y escolares.

Este mensaje de esperanza, fundado en la fe en Cristo, lo extendí a todo el pueblo de Dios en las dos grandes celebraciones eucarísticas que tuvieron lugar respectivamente en Brno, capital de Moravia, y en Stará Boleslav, lugar del martirio de san Wenceslao, patrono principal de la nación. Moravia hace pensar inmediatamente en san Cirilo y san Metodio, evangelizadores de los pueblos eslavos y, por tanto, en la fuerza inagotable del Evangelio, que como un río de aguas curativas atraviesa la historia y los continentes, llevando a todas partes vida y salvación. Sobre el portal de la catedral de Brno están impresas las palabras de Cristo: "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré" (Mt 11, 28). Estas mismas palabras resonaron el domingo pasado en la liturgia, recordando la voz perenne del Salvador, esperanza de los hombres ayer, hoy y siempre. Del señorío de Cristo, señorío de gracia y de misericordia, es signo elocuente la existencia de los santos patronos de las diversas naciones cristianas, como es el caso de san Wenceslao, joven rey de Bohemia del siglo X, que se distinguió por su testimonio cristiano ejemplar y fue asesinado por su hermano. San Wenceslao antepuso el reino de los cielos a la fascinación del poder terreno y ha permanecido para siempre en el corazón del pueblo checo como modelo y protector en las diferentes vicisitudes de la historia. A los numerosos jóvenes presentes en la misa de san Wenceslao, procedentes también de las naciones vecinas, dirigí la invitación a reconocer en Cristo al amigo más verdadero, que colma los anhelos más profundos del corazón humano.

Por último, debo mencionar, entre otros, dos encuentros: el ecuménico y el que celebré con la comunidad académica. En el primero, que tuvo lugar en el arzobispado de Praga, participaron los representantes de las distintas comunidades cristianas de la República Checa y el responsable de la comunidad judía. Pensando en la historia de ese país, que por desgracia ha conocido ásperos conflictos entre cristianos, es motivo de vivo agradecimiento a Dios el habernos reunido como discípulos del único Señor, para compartir la alegría de la fe y la responsabilidad histórica frente a los desafíos actuales. El esfuerzo de progresar hacia una unidad cada vez más plena y visible entre nosotros, creyentes en Cristo, hace más fuerte y eficaz el compromiso común en favor del redescubrimiento de las raíces cristianas de Europa.

Este último aspecto, que tanto interesaba a mi amado predecesor Juan Pablo II, se abordó también en el encuentro con los rectores de las universidades, los representantes de los profesores y de los estudiantes y otras personalidades destacadas en el ámbito cultural. En ese contexto quise insistir en el papel de la institución universitaria, una de las estructuras básicas de Europa, que tiene en Praga uno de los ateneos más antiguos y prestigiosos del continente, la universidad Carlos, así llamada por el nombre del emperador Carlos IV que la fundó, junto con el Papa Clemente VI. La universidad de los estudios es un ambiente vital para la sociedad, garantía de libertad y de desarrollo, como lo demuestra el hecho de que precisamente en los círculos universitarios se puso en marcha, en Praga, la llamada "Revolución de terciopelo". Veinte años después de aquel histórico acontecimiento, volví a proponer la idea de la formación humana integral, basada en la unidad del conocimiento enraizado en la verdad, para contrarrestar una nueva dictadura, la del relativismo unido al dominio de la técnica. La cultura humanística y la científica no pueden estar separadas; más aún, son las dos caras de una misma medalla: nos lo recuerda una vez más la tierra checa, patria de grandes escritores como Kafka, y del abad Mendel, pionero de la genética moderna.

Queridos amigos, doy gracias al Señor porque, con este viaje, me permitió encontrar un pueblo y una Iglesia de profundas raíces históricas y religiosas, que conmemora este año varios aniversarios de alto valor espiritual y social. A los hermanos y hermanas de la República Checa renuevo un mensaje de esperanza y una invitación a la valentía del bien, para construir el presente y el mañana de Europa. Encomiendo los frutos de mi visita pastoral a la intercesión de María santísima y de todos los santos y las santas de Bohemia y Moravia. Gracias.



Saludos

Saludo a los fieles de lengua española, procedentes de España y Latinoamérica. En particular, me dirijo al grupo de "Manos Unidas", que celebra el 50° aniversario de su fundación, acompañado de su presidenta, del obispo consiliario, monseñor Juan José Omella Omella, y de algunos representantes del Pontificio Consejo Cor unum. Deseo expresaros mi aprecio por la fructuosa labor que vuestra institución ha realizado en estos años en favor de los países en vías de desarrollo, y os invito a dar un nuevo impulso a vuestra vida de fe, esperanza y caridad, para que vuestro trabajo siga siendo signo eficaz de la presencia del Señor Jesús en medio de los que más sufren. Muchas gracias.


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Miércoles 7 de octubre de 2009

San Juan Leonardi

Queridos hermanos y hermanas:

Pasado mañana, 9 de octubre, se cumplirán 400 años de la muerte de san Juan Leonardi, fundador de la Orden religiosa de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios, canonizado el 17 de abril de 1938 y elegido patrono de los farmacéuticos el 8 de agosto de 2006. Se le recuerda también por su gran celo misionero. Junto con monseñor Juan Bautista Vives y el jesuita Martín de Funes proyectó y contribuyó a la institución de una Congregación específica de la Santa Sede para las misiones, la de Propaganda Fide, y al futuro nacimiento del Colegio Urbano de Propaganda Fide, que en el curso de los siglos ha forjado a miles de sacerdotes, muchos de ellos mártires, para evangelizar a los pueblos. Se trata, por lo tanto, de una luminosa figura de sacerdote, que me agrada señalar como ejemplo a todos los presbíteros en este Año sacerdotal. Murió en 1609 por una gripe contraída mientras se prodigaba atendiendo a los afectados por la epidemia en el barrio romano de Campitelli.

Juan Leonardi nació en 1541 en Diecimo, en la provincia de Lucca. Era el menor de siete hermanos; su adolescencia se caracterizó por los ritmos de fe que se vivían en un núcleo familiar sano y laborioso, así como por la asidua asistencia a un establecimiento de aromas y medicamentos de su pueblo natal. A los 17 años su padre lo inscribió en un curso regular de especiería en Lucca, para que llegara a ser farmacéutico, más aún, un especiero, como se decía entonces. Durante cerca de una década el joven Juan Leonardi fue un alumno atento y diligente, pero, cuando según las normas previstas en la antigua República de Lucca, adquirió el reconocimiento oficial que le autorizaría a abrir su propia especiería, comenzó a pensar que tal vez había llegado el momento de llevar a cabo un proyecto que desde siempre albergaba en su corazón. Tras una madura reflexión decidió encaminarse al sacerdocio. Y así, dejando la tienda de especiería y habiendo adquirido una formación teológica adecuada, fue ordenado sacerdote y el día de la Epifanía de 1572 celebró su primera misa. Con todo, no abandonó la pasión por la farmacopea, pues percibía que la mediación profesional de farmacéutico le permitiría realizar plenamente su vocación de transmitir a los hombres, a través de una vida santa, "la medicina de Dios", que es Jesucristo crucificado y resucitado, "medida de todas las cosas".

Animado por la convicción de que todos los seres humanos tienen más necesidad de esa medicina que de cualquier otra cosa, san Juan Leonardi procuró hacer del encuentro personal con Jesucristo la razón fundamental de su existencia. "Es necesario recomenzar desde Cristo", amaba repetir con mucha frecuencia. El primado de Cristo sobre todo se convirtió para él en el criterio concreto de juicio y de acción, y en el principio generador de su actividad sacerdotal, que ejerció mientras estaba en marcha un movimiento grande y extenso de renovación espiritual en la Iglesia, gracias al florecimiento de nuevos institutos religiosos y al testimonio luminoso de santos como Carlos Borromeo, Felipe Neri, Ignacio de Loyola, José de Calasanz, Camilo de Lellis y Luis Gonzaga. Se dedicó con entusiasmo al apostolado entre los adolescentes mediante la Compañía de la doctrina cristiana, reuniendo a su alrededor a un grupo de jóvenes con los cuales, el 1 de septiembre de 1574, fundó la Congregación de los Sacerdotes reformados de María Santísima, que sucesivamente tomó el nombre de Orden de los Clérigos Regulares de la Madre de Dios. Recomendaba a sus discípulos que tuvieran "ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Jesucristo crucificado" y, como buen farmacéutico acostumbrado a dosificar los preparados gracias a una referencia precisa, añadía: "Alzad un poco más vuestros corazones a Dios y medid según él las cosas".

Movido por el celo apostólico, en mayo de 1605 envió al Papa Pablo v, recién elegido, un Memorial en el que sugería los criterios de una auténtica renovación en la Iglesia. Observando que es "necesario que quienes aspiran a la reforma de las costumbres de los hombres busquen especialmente, y en primer lugar, la gloria de Dios", añadía que deben resplandecer "por la integridad de vida y la excelencia de costumbres; así, más que obligar, atraerán dulcemente a la reforma". Afirmaba, además, que "quien quiere realizar una seria reforma religiosa y moral debe hacer ante todo, como un buen médico, un diagnóstico atento de los males que atormentan a la Iglesia para tener así la capacidad de prescribir para cada uno de ellos el remedio más apropiado". E indicaba que "la renovación de la Iglesia debe llevarse a cabo por igual en los jefes y en los subordinados, en lo alto y en lo bajo. Debe comenzar por quien manda y extenderse a los súbditos". Por ello, mientras pedía al Papa que promoviera una "reforma universal de la Iglesia", se preocupaba de la formación cristiana del pueblo y especialmente de los niños, a quienes hay que educar "desde los primeros años... en la pureza de la fe cristiana y en las santas costumbres".

Queridos hermanos y hermanas, la luminosa figura de este santo invita en primer lugar a los sacerdotes, y a todos los cristianos, a tender constantemente a la "medida elevada de la vida cristiana" que es la santidad, naturalmente cada uno según su estado. De hecho sólo de la fidelidad a Cristo puede surgir la auténtica renovación eclesial. En aquellos años, en el paso cultural y social entre los siglos XVI y XVII, empezaron a perfilarse las premisas de la futura cultura contemporánea, caracterizada por una escisión indebida entre fe y razón, que ha producido entre sus efectos negativos la marginación de Dios, con el espejismo de una posible y total autonomía del hombre que elige vivir "como si Dios no existiera". Es la crisis del pensamiento moderno, que varias veces he puesto de relieve y que desemboca frecuentemente en formas de relativismo. San Juan Leonardi intuyó cuál era la verdadera medicina para estos males espirituales y la sintetizó en la expresión: "Cristo ante todo", Cristo en el centro del corazón, en el centro de la historia y del cosmos. Y de Cristo -afirmaba con fuerza- la humanidad tiene extrema necesidad, porque él es nuestra "medida". No hay ambiente que no pueda ser tocado por su fuerza; no hay mal que no encuentre remedio en él; no hay problema que no se resuelva en él. "¡O Cristo o nada!". Esa es su receta para todo tipo de reforma espiritual y social.

Hay otro aspecto de la espiritualidad de san Juan Leonardi que quiero subrayar. En diversas circunstancias recalcó que el encuentro vivo con Cristo se realiza en su Iglesia, santa pero frágil, enraizada en la historia y en su evolución a veces oscura, donde trigo y cizaña crecen juntos (cf. Mt 13, 30), pero que es siempre Sacramento de salvación. Con la lúcida conciencia de que la Iglesia es el campo de Dios (cf. Mt 13, 24), no se escandalizó de sus debilidades humanas. Para contrarrestar la cizaña, optó por ser buen trigo: decidió amar a Cristo en la Iglesia y contribuir a hacerla cada vez más signo transparente de él. Miró a la Iglesia y su fragilidad humana con gran realismo, pero también su ser "campo de Dios", el instrumento de Dios para la salvación del hombre. No sólo eso. Por amor a Cristo trabajó con empeño para purificarla, para hacerla más bella y santa. Comprendió que toda reforma hay que hacerla dentro de la Iglesia y jamás contra la Iglesia. En esto san Juan Leonardi fue verdaderamente extraordinario y su ejemplo sigue siendo siempre actual. Toda reforma afecta ciertamente a las estructuras, pero en primer lugar debe incidir en el corazón de los creyentes. Sólo los santos, hombres y mujeres que se dejan guiar por el Espíritu divino, dispuestos a tomar decisiones radicales y valientes a la luz del Evangelio, renuevan la Iglesia y contribuyen, de manera determinante, a construir un mundo mejor.

Queridos hermanos y hermanas, la vida de san Juan Leonardi estuvo siempre iluminada por el esplendor del "Rostro Santo" de Jesús, custodiado y venerado en la iglesia catedral de Lucca, que se convirtió en el símbolo elocuente y en la síntesis indiscutible de la fe que le animaba. Conquistado por Cristo como el apóstol san Pablo, señaló a sus discípulos, y sigue señalándonos a todos, el ideal cristocéntrico según el cual "hay que desnudarse de cualquier interés propio y preocuparse sólo del servicio de Dios", teniendo "ante los ojos de la mente sólo el honor, el servicio y la gloria de Jesucristo crucificado". Además de en el rostro de Cristo, fijó la mirada en el rostro materno de María. La Virgen, a la que eligió patrona de su Orden, fue para él maestra, hermana y madre, y experimentó su constante protección. Que el ejemplo y la intercesión de este "fascinante hombre de Dios" sean, exhorten y alienten, especialmente en este Año sacerdotal, a los sacerdotes y a todos los cristianos a vivir con pasión y entusiasmo su vocación.

Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Corte de honor de la Virgen de los Desamparados, de Valencia; a los fieles de la diócesis de Engativá, en Colombia, así como a los demás grupos procedentes de España, Argentina, México, Venezuela y otros países latinoamericanos. En este Año sacerdotal, que el ejemplo y la intercesión de san Juan Leonardi estimulen a los pastores y a los laicos a vivir con fidelidad la vocación que les es propia. Muchas gracias.

(En italiano)

Saludo en particular al cardenal Ivan Dias, a los colaboradores de la Congregación para la evangelización de los pueblos, así como a los superiores y alumnos del Colegio pontificio Urbano de Propaganda Fide. Queridos amigos, que la figura de san Juan Leonardi, al que estáis vinculados, inspire vuestra acción misionera al servicio de la Iglesia. Saludo a los sacerdotes de los Colegios pontificios San Pedro Apóstol y San Pablo Apóstol en Roma: a todos deseo un fructuoso año académico.
Dirijo, por último, un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. La Iglesia honra hoy a Nuestra Señora la Virgen del Rosario, memoria litúrgica que me brinda la oportunidad de reafirmar la importancia de la plegaria del rosario, tan querida también para mis venerados predecesores. A vosotros, queridos jóvenes, os la recomiendo para que os ayude a cumplir la voluntad de Dios y a encontrar en el Corazón inmaculado de María un refugio seguro. Que a vosotros, queridos enfermos, os haga experimentar el consuelo de nuestra Madre celestial, para que sostenidos por ella afrontéis los momentos de prueba. Y para vosotros, queridos recién casados, el rezo de esta oración constituya la cita diaria de vuestra familia, que así crecerá, gracias a la intercesión de María, en la unidad y en la fidelidad al Evangelio.


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Miércoles 14 de octubre de 2009

San Pedro el Venerable

Queridos hermanos y hermanas:
La figura de Pedro el Venerable, que quiero presentar en la catequesis de hoy, nos lleva otra vez a la célebre abadía de Cluny, a su "decoro" (decor) y a su "esplendor" (nitor) —por utilizar términos recurrentes en los textos cluniacenses—, decoro y esplendor que se admiran sobre todo en la belleza de la liturgia, camino privilegiado para llegar a Dios. Sin embargo, más que estos aspectos, la personalidad de Pedro recuerda la santidad de los grandes abades cluniacenses: en Cluny "no hubo un solo abad que no fuera santo", afirmaba en 1080 el Papa Gregorio VII. Entre estos se sitúa Pedro el Venerable, que recoge en sí un poco todas las virtudes de sus predecesores, aunque ya con él Cluny, frente a las nuevas Órdenes como la del Císter, comienza a mostrar algún síntoma de crisis. Pedro es un ejemplo admirable de asceta riguroso consigo mismo y comprensivo con los demás.

Nacido alrededor del año 1094 en la región francesa de Alvernia, entró de niño en el monasterio de Sauxillanges, donde llegó a ser monje profeso y después prior. En 1122 fue elegido abad de Cluny y conservó este cargo hasta su muerte, que ocurrió en el día de Navidad de 1156, como él había deseado. "Amante de la paz —escribe su biógrafo Rodolfo— obtuvo la paz en la gloria de Dios el día de la paz" (Vita, i, 17:PL 189, 28).

Cuantos lo conocieron destacan su señorial mansedumbre, su sereno equilibrio, su dominio de sí, su rectitud, su lealtad, su lucidez y su especial aptitud para la meditación. "Mi propia naturaleza —escribía— me lleva a ser indulgente; a ello me incita mi costumbre de perdonar. Estoy acostumbrado a soportar y a perdonar" (Ep. 192, en: The Letters of Peter the Venerable, Harvard University Press, 1967, p. 446). Decía también:"Con aquellos que odian la paz quisiéramos, en lo posible, ser siempre pacíficos" (Ep. 100: l.c., p. 261). Y escribía de sí mismo:"No soy de aquellos que no están contentos con su suerte..., cuyo espíritu está siempre en ansia o en duda, y que se lamentan porque todos los demás descansan y ellos son los únicos que trabajan" (Ep. 182: l.c., p. 425). De índole sensible y afectuosa, sabía conjugar el amor al Señor con la ternura hacia sus familiares, especialmente hacia su madre y hacia sus amigos. Cultivó la amistad, de modo especial hacia sus monjes, que habitualmente confiaban en él, seguros de ser acogidos y comprendidos. Según el testimonio de su biógrafo, "no despreciaba y no rechazaba a nadie" (Vita, i, 3: PL 189, 19); "se mostraba amable con todos; en su bondad innata estaba abierto a todos" (ib., i, 1: PL, 189, 17).

Podríamos decir que este santo abad constituye un ejemplo también para los monjes y los cristianos de nuestro tiempo, marcado por un ritmo de vida frenético, donde no son raros los episodios de intolerancia y de incomunicación, las divisiones y los conflictos. Su testimonio nos invita a saber unir el amor a Dios con el amor al prójimo, y a no cansarnos de reanudar relaciones de fraternidad y de reconciliación. Así actuaba Pedro el Venerable, que tuvo que dirigir el monasterio de Cluny en años no muy tranquilos por razones externas e internas a la abadía, consiguiendo ser al mismo tiempo severo y dotado de profunda humanidad. Solía decir: "De un hombre se podrá obtener más tolerándolo que irritándolo con quejas" (Ep. 172: l.c., p. 409). Por razón de su cargo tuvo que afrontar frecuentes viajes a Italia, Inglaterra, Alemania y España. El abandono forzoso de la quietud contemplativa le costaba. Confesaba: "Voy de un lugar a otro, me afano, me inquieto, me atormento, arrastrado de un lado a otro; tengo la mente dirigida a veces a mis asuntos y a veces a los de los demás, no sin gran agitación de mi alma" (Ep. 91: l.c., p. 233). Aunque tuvo que actuar con astucia entre los poderes y señoríos del entorno de Cluny, gracias a su sentido de la medida, a su magnanimidad y a su realismo logró conservar una tranquilidad habitual. Una de las personalidades con las que entró en relación fue san Bernardo de Claraval, con el que mantuvo una relación de creciente amistad, a pesar de la diversidad de temperamentos y perspectivas. San Bernardo lo definía "hombre importante, ocupado en asuntos importantes" y lo tenía en gran estima (cf. Ep. 147, ed. Scriptorium Claravallense, Milán 1986, vi/1, pp. 658-660), mientras que Pedro el Venerable definía a san Bernardo "faro de la Iglesia" (Ep. 164: l.c., p. 396), "columna fuerte y espléndida de la Orden monástica y de toda la Iglesia" (Ep. 175: l.c., p. 418).

Con gran sentido eclesial, Pedro el Venerable afirmaba que los acontecimientos del pueblo cristiano deben sentirlos "en lo íntimo del corazón" quienes se cuentan entre "los miembros del Cuerpo de Cristo" (Ep. 164:l.c., p. 397). Y añadía:"No está alimentado por el espíritu de Cristo quien no siente las heridas del Cuerpo de Cristo", dondequiera que se produzcan (ib.). También mostraba atención y solicitud por quienes estaban fuera de la Iglesia, en particular por los judíos y musulmanes: para favorecer el conocimiento de estos últimos hizo traducir el Corán. Al respecto, observa un historiador reciente:"En medio de la intransigencia de los hombres medievales —incluso de los más notables— admiramos aquí un ejemplo sublime de la delicadeza a la que conduce la caridad cristiana" (J. Leclercq, Pietro il Venerabile, Jaca Book, 1991, p. 189).

Otros aspectos de la vida cristiana que le interesaban eran el amor a la Eucaristía y la devoción a la Virgen María. Sobre el Santísimo Sacramento nos dejó páginas que constituyen "una de las obras maestras de la literatura eucarística de todos los tiempos" (ib., p. 267), y sobre la Madre de Dios escribió reflexiones iluminadoras, contemplándola siempre en estrecha relación con Jesús Redentor y con su obra de salvación. Baste citar estas inspiradas palabras suyas:"Salve, Virgen bendita, que has puesto en fuga la maldición. Salve, madre del Altísimo, esposa del Cordero mansísimo. Tú has vencido a la serpiente, le has aplastado la cabeza, cuando el Dios engendrado por ti la aniquiló... Estrella resplandeciente de oriente, que pones en fuga las sombras de occidente. Aurora que precede al sol, día que ignora la noche... Reza al Dios que nació de ti, para que perdone nuestro pecado y, después del perdón, nos conceda la gracia y la gloria" (Carmina: PL 189, 1018-1019).

Pedro el Venerable sentía también predilección por la actividad literaria y tenía talento para ella. Anotaba sus reflexiones, persuadido de la importancia de usar la pluma casi como un arado para "esparcir en el papel la semilla del Verbo" (Ep. 20: l.c., p. 38). Aunque no fue un teólogo sistemático, fue un gran investigador del misterio de Dios. Su teología hunde sus raíces en la oración, especialmente en la litúrgica; y entre los misterios de Cristo prefería el de la Transfiguración, en el que ya se prefigura la Resurrección. Fue precisamente él quien introdujo en Cluny esta fiesta, componiendo un oficio especial, en el que se refleja la característica piedad teológica de Pedro y de la Orden cluniacense, dirigida totalmente a la contemplación del rostro glorioso (gloriosa facies) de Cristo, encontrando en él las razones de la ardiente alegría que caracterizaba su espíritu y que se irradiaba en la liturgia del monasterio.

Queridos hermanos y hermanos, este santo monje es ciertamente un gran ejemplo de santidad monástica, alimentada en las fuentes de la tradición benedictina. Para él el ideal del monje consiste en "adherirse tenazmente a Cristo" (Ep. 53: l.c., p. 161), en una vida claustral caracterizada por la "humildad monástica" (ib.) y por la laboriosidad (Ep. 77: l.c., p. 211), así como por un clima de contemplación silenciosa y de alabanza constante a Dios. La primera y más importante ocupación del monje, según Pedro de Cluny, es la celebración solemne del Oficio divino —"obra celestial y la más útil de todas" (Statuta, I, 1026)— acompañada con la lectura, la meditación, la oración personal y la penitencia observada con discreción (cf. Ep. 20: l.c., p. 40). De esta forma toda la vida queda penetrada de amor profundo a Dios y de amor a los demás, un amor que se manifiesta en la apertura sincera al prójimo, en el perdón y en la búsqueda de la paz. Para concluir, podríamos decir que aunque este estilo de vida, unido al trabajo cotidiano, constituye para san Benito el ideal del monje, también nos concierne a todos nosotros; puede ser, en gran medida, el estilo de vida del cristiano que quiere ser auténtico discípulo de Cristo, caracterizado precisamente por la adhesión tenaz a él, la humildad, la laboriosidad y la capacidad de perdón y de paz.

Saludos

(En español)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos acompañados por el cardenal Carlos Amigo Vallejo, arzobispo de Sevilla, a las superioras mayores de las Mercedarias de la Caridad, así como a los demás grupos procedentes de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Que el ejemplo de Pedro el Venerable impulse a todos a vivir como verdaderos discípulos de Cristo.

(En portugués)

Os deseo que vuestra presencia en la ciudad de los Apóstoles san Pedro y san Pablo fortalezca vuestra adhesión a Jesucristo y el anhelo de servirlo a través del amor al prójimo, del perdón y de la búsqueda de la paz. Que el Padre celestial derrame sus dones sobre vosotros y vuestras familias, a las que de corazón bendigo.

(En polaco)

Saludo en especial a las religiosas Franciscanas de la Familia de María y a los peregrinos que han participado en la canonización del arzobispo Segismundo Félix Felinski, celebrada el domingo pasado. Me alegro con vosotros por este nuevo santo polaco. Imitad su valentía, su fe viva y su confianza en la divina Providencia. Que él os alcance la abundancia de las gracias de Dios y la prosperidad en vuestra patria.

(En ucraniano)

Os agradezco vuestra visita y, a la vez que invoco sobre vosotros y sobre vuestras familias la continua asistencia divina, os imparto de buen grado una bendición apostólica especial, que extiendo a todo el pueblo ucraniano.

(En húngaro)

En este mes de octubre, dedicado al santo rosario, os propongo redescubrir la comunión con la Virgen María, en virtud de esta antigua oración.

(En eslovaco)

En este mes mariano os invito a entrar en la escuela de la Virgen de Nazaret para aprender de ella a amar a Dios y al prójimo.

(En croata)

Que el Señor os bendiga abundantemente y os acompañe siempre con su ayuda. Sed fieles y agradecidos a él.

(En italiano)

Mi pensamiento se dirige, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos hermanos, mañana celebraremos la fiesta de santa Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia. Que esta gran santa os testimonie a vosotros, queridos jóvenes, que el amor auténtico no puede separarse de la verdad. Que os ayude a vosotros, queridos enfermos a comprender que la cruz de Cristo es misterio de amor que redime el sufrimiento humano. Y que para vosotros, queridos recién casados, sea modelo de fidelidad a Dios, que a cada uno encomienda una misión especial.


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Miércoles 21 de octubre de 2009

San Bernardo de Claraval

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero hablar sobre san Bernardo de Claraval, llamado el "último de los Padres" de la Iglesia, porque en el siglo XII, una vez más, renovó e hizo presente la gran teología de los Padres. No conocemos con detalles los años de su juventud, aunque sabemos que nació en el año 1090 en Fontaines, en Francia, en una familia numerosa y discretamente acomodada. De joven, se entregó al estudio de las llamadas artes liberales —especialmente de la gramática, la retórica y la dialéctica— en la escuela de los canónigos de la iglesia de Saint-Vorles, en Châtillon-sur-Seine, y maduró lentamente la decisión de entrar en la vida religiosa. Alrededor de los veinte años entró en el Císter, una fundación monástica nueva, más ágil respecto de los antiguos y venerables monasterios de entonces y, al mismo tiempo, más rigurosa en la práctica de los consejos evangélicos. Algunos años más tarde, en 1115, san Bernardo fue enviado por san Esteban Harding, tercer abad del Císter, a fundar el monasterio de Claraval (Clairvaux). Allí el joven abad, que tenía sólo 25 años, pudo afinar su propia concepción de la vida monástica, esforzándose por traducirla en la práctica. Mirando la disciplina de otros monasterios, san Bernardo reclamó con decisión la necesidad de una vida sobria y moderada, tanto en la mesa como en la indumentaria y en los edificios monásticos, recomendando la sustentación y la solicitud por los pobres. Entretanto la comunidad de Claraval crecía en número y multiplicaba sus fundaciones.

En esos mismos años, antes de 1130, san Bernardo inició una vasta correspondencia con muchas personas, tanto importantes como de modestas condiciones sociales. A las muchas Cartas de este período hay que añadir numerosos Sermones, así como Sentencias y Tratados. También a esta época se remonta la gran amistad de Bernardo con Guillermo, abad de Saint-Thierry, y con Guillermo de Champeaux, personalidades muy importantes del siglo XII. Desde 1130 en adelante empezó a ocuparse de no pocos y graves asuntos de la Santa Sede y de la Iglesia. Por este motivo tuvo que salir cada vez más a menudo de su monasterio, en ocasiones incluso fuera de Francia. Fundó también algunos monasterios femeninos, y fue protagonista de un notable epistolario con Pedro el Venerable, abad de Cluny, del que hablé el miércoles pasado. Dirigió principalmente sus escritos polémicos contra Abelardo, un gran pensador que inició una nueva forma de hacer teología, introduciendo sobre todo el método dialéctico-filosófico en la construcción del pensamiento teológico.

Otro frente contra el que san Bernardo luchó fue la herejía de los cátaros, que despreciaban la materia y el cuerpo humano, despreciando, en consecuencia, al Creador. Él, en cambio, sintió el deber de defender a los judíos, condenando los rebrotes de antisemitismo cada vez más generalizados. Por este último aspecto de su acción apostólica, algunas decenas de años más tarde, Ephraim, rabino de Bonn, rindió a san Bernardo un vibrante homenaje. En ese mismo periodo el santo abad escribió sus obras más famosas, como los celebérrimos Sermones sobre el Cantar de los cantares. En los últimos años de su vida —su muerte sobrevino en 1153— san Bernardo tuvo que reducir los viajes, aunque sin interrumpirlos del todo. Aprovechó para revisar definitivamente el conjunto de las Cartas, de los Sermones y de los Tratados. Es digno de mención un libro bastante particular, que terminó precisamente en este período, en 1145, cuando un alumno suyo, Bernardo Pignatelli, fue elegido Papa con el nombre de Eugenio III. En esta circunstancia, san Bernardo, en calidad de padre espiritual, escribió a este hijo espiritual suyo el texto De Consideratione, que contiene enseñanzas para poder ser un buen Papa. En este libro, que sigue siendo una lectura conveniente para los Papas de todos los tiempos, san Bernardo no sólo indica cómo ser un buen Papa, sino que también expresa una profunda visión del misterio de la Iglesia y del misterio de Cristo, que desemboca, al final, en la contemplación del misterio de Dios trino y uno: "Debería proseguir la búsqueda de este Dios, al que no se busca suficientemente —escribe el santo abad—, pero quizá se puede buscar mejor y encontrar más fácilmente con la oración que con la discusión. Pongamos, por tanto, aquí término al libro, pero no a la búsqueda" (XIV, 32: PL 182, 808), a estar en camino hacia Dios.

Ahora quiero detenerme sólo en dos aspectos centrales de la rica doctrina de san Bernardo: se refieren a Jesucristo y a María santísima, su Madre. Su solicitud por la íntima y vital participación del cristiano en el amor de Dios en Jesucristo no trae orientaciones nuevas en el estatuto científico de la teología. Pero, de forma más decidida que nunca, el abad de Claraval relaciona al teólogo con el contemplativo y el místico. Sólo Jesús —insiste san Bernardo ante los complejos razonamientos dialécticos de su tiempo—, sólo Jesús es "miel en la boca, cántico en el oído, júbilo en el corazón" (mel in ore, in aure melos, in corde iubilum)". Precisamente de aquí proviene el título, que le atribuye la tradición, de Doctor mellifluus: de hecho, su alabanza de Jesucristo "fluye como la miel". En las intensas batallas entre nominalistas y realistas —dos corrientes filosóficas de la época— el abad de Claraval no se cansa de repetir que sólo hay un nombre que cuenta, el de Jesús Nazareno. "Árido es todo alimento del alma —confiesa— si no se lo rocía con este aceite; insípido, si no se lo sazona con esta sal. Lo que escribes no tiene sabor para mí, si no leo allí a Jesús". Y concluye: "Cuando discutes o hablas, nada tiene sabor para mí, si no siento resonar el nombre de Jesús" (Sermones in Cantica canticorum XV, 6: PL 183, 847). Para san Bernardo, de hecho, el verdadero conocimiento de Dios consiste en la experiencia personal, profunda, de Jesucristo y de su amor. Y esto, queridos hermanos y hermanas, vale para todo cristiano: la fe es ante todo encuentro personal íntimo con Jesús, es hacer experiencia de su cercanía, de su amistad, de su amor, y sólo así se aprende a conocerlo cada vez más, a amarlo y seguirlo cada vez más. ¡Que esto nos suceda a cada uno de nosotros!

En otro célebre Sermón en el domingo dentro de la octava de la Asunción, el santo abad describe en términos apasionados la íntima participación de María en el sacrificio redentor de su Hijo. "¡Oh santa Madre —exclama—, verdaderamente una espada ha traspasado tu alma!... Hasta tal punto la violencia del dolor ha traspasado tu alma, que con razón te podemos llamar más que mártir, porque en ti la participación en la pasión del Hijo superó con mucho en intensidad los sufrimientos físicos del martirio" (14: PL 183, 437-438). San Bernardo no tiene dudas: "per Mariam ad Iesum", a través de María somos llevados a Jesús. Él atestigua con claridad la subordinación de María a Jesús, según los fundamentos de la mariología tradicional. Pero el cuerpo del Sermón documenta también el lugar privilegiado de la Virgen en la economía de la salvación, dada su particularísima participación como Madre (compassio) en el sacrificio del Hijo. Por eso, un siglo y medio después de la muerte de san Bernardo, Dante Alighieri, en el último canto de la Divina Comedia, pondrá en los labios del Doctor melifluo la sublime oración a María: "Virgen Madre, hija de tu Hijo, / humilde y elevada más que cualquier criatura / término fijo de eterno consejo, ..." (Paraíso 33, vv. 1 ss).

Estas reflexiones, características de un enamorado de Jesús y de María como san Bernardo, siguen inspirando hoy de forma saludable no sólo a los teólogos, sino a todos los creyentes. A veces se pretende resolver las cuestiones fundamentales sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo únicamente con las fuerzas de la razón. San Bernardo, en cambio, sólidamente fundado en la Biblia y en los Padres de la Iglesia, nos recuerda que sin una profunda fe en Dios, alimentada por la oración y por la contemplación, por una relación íntima con el Señor, nuestras reflexiones sobre los misterios divinos corren el riesgo de ser un vano ejercicio intelectual, y pierden su credibilidad. La teología remite a la "ciencia de los santos", a su intuición de los misterios del Dios vivo, a su sabiduría, don del Espíritu Santo, que son punto de referencia del pensamiento teológico. Junto con san Bernardo de Claraval, también nosotros debemos reconocer que el hombre busca mejor y encuentra más fácilmente a Dios "con la oración que con la discusión". Al final, la figura más verdadera del teólogo y de todo evangelizador sigue siendo la del apóstol san Juan, que reclinó su cabeza sobre el corazón del Maestro.

Quiero concluir estas reflexiones sobre san Bernardo con las invocaciones a María que leemos en una bella homilía suya: "En los peligros, en las angustias, en las incertidumbres —dice— piensa en María, invoca a María. Que Ella no se aparte nunca de tus labios, que no se aparte nunca de tu corazón; y para que obtengas la ayuda de su oración, no olvides nunca el ejemplo de su vida. Si la sigues, no puedes desviarte; si la invocas, no puedes desesperar; si piensas en ella, no puedes equivocarte. Si ella te sostiene, no caes; si ella te protege, no tienes que temer; si ella te guía, no te cansas; si ella te es propicia, llegarás a la meta..." (Hom. ii super "Missus est", 17: PL 183, 70-71).

Saludos

(En español)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Caridad del Cardenal Sancha, acompañadas por el señor cardenal Antonio Cañizares Llovera, presentes en Roma para dar gracias a Dios por la reciente beatificación de su fundador, el cardenal Ciriaco María Sancha y Hervás, arzobispo de Toledo y primado de España; a los fieles de la diócesis de Netzahualcóyotl, con su obispo, monseñor Carlos Garfias Merlos, así como a los demás grupos procedentes de España, México y otros países latinoamericanos. Que las enseñanzas de san Bernardo de Claraval nos ayuden a encontrarnos personalmente con Jesús, experimentando su cercanía, cultivando su amistad e imitándolo cada día más.

(En portugués)

Queridos brasileños de Río de Janeiro y demás peregrinos de lengua portuguesa, os saludo y bendigo a todos con afecto, deseando que vuestra peregrinación a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo fortalezca en cada uno su fe, que es ante todo encuentro íntimo y personal con Jesucristo. Que esta experiencia os lleve a conocerlo, amarlo y seguirlo cada vez más.

(En polaco)

Queridos hermanos y hermanas, está a punto de concluirse el Sínodo para África. Como sabéis, la Iglesia en ese continente, a pesar de distintas dificultades, crece continuamente. No sólo propaga y profundiza la fe en Cristo, sino que también proporciona ayuda a los pueblos que aún sufren a causa de la pobreza, los conflictos o la falta de acceso a la instrucción y a la sanidad. Que no les falte nuestro apoyo espiritual y material. Que Dios os bendiga.

(En eslovaco)

Queridos hermanos y hermanas, en estos días estamos invitados a reflexionar más intensamente sobre el compromiso misionero de la Iglesia y de cada uno de sus miembros. También vosotros estáis llamados a evangelizar en el ambiente donde vivís. Con estos deseos, os bendigo.

(En búlgaro)

Saludo a los peregrinos procedentes de Bulgaria, en particular a los fieles de la parroquia de la Virgen de Fátima en Pleven y a los miembros de la Acción católica de la diócesis de Sofía-Plovdiv. A todos los animo a dar en todas partes un valiente testimonio cristiano. Doy una cordial bienvenida a la delegación del Patriarcado ortodoxo de Bulgaria, encabezada por su excelencia el obispo Tichon, y les pido que lleven mi saludo fraterno a Su Beatitud el Patriarca Maxim.

(En rumano)

Saludo con afecto a los peregrinos procedentes de Rumanía. Queridos amigos, que la Jornada mundial de las misiones, que celebramos el domingo pasado, sea también para vosotros una invitación a ser misioneros de la buena nueva de Cristo. De buen grado os bendigo.

(En húngaro)

Doy la bienvenida a los fieles de lengua húngara, en particular a los que han venido de Rohovce. Al visitar las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, fortaleced vuestra fe, vuestro amor a la Iglesia y la decisión de llevar una vida santa.

(En italiano)

Dirijo un cordial saludo a los peregrinos de lengua italiana, en particular a los participantes en el capítulo general de los Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús y, a la vez que agradezco a esta familia religiosa el trabajo misionero que lleva a cabo sobre todo en África, deseo que, con renovado impulso apostólico, continúe siempre haciendo actual en el mundo el carisma de san Daniel Comboni.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos amigos, el mes de octubre nos invita a renovar nuestra cooperación activa en la misión de la Iglesia, con las frescas energías de la juventud, con la fuerza de la oración y del sacrificio, y con las potencialidades de la vida conyugal, sed misioneros del Evangelio, dando vuestro apoyo concreto a quienes trabajan dedicando toda su vida a la evangelización de los pueblos.


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Miércoles 28 de octubre de 2009

Teología monástica y teología escolástica

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy me detengo en una interesante página de la historia, que atañe al florecimiento de la teología latina en el siglo XII, gracias a una serie providencial de coincidencias. En los países de Europa occidental reinaba por aquel entonces una paz relativa, que aseguraba a la sociedad el desarrollo económico y la consolidación de las estructuras políticas, y favorecía una intensa actividad cultural, entre otras causas gracias a los contactos con Oriente. En la Iglesia se advertían los beneficios de la vasta acción conocida como "reforma gregoriana", promovida vigorosamente en el siglo anterior, que había aportado una mayor pureza evangélica a la vida de la comunidad eclesial, sobre todo en el clero, y había restituido a la Iglesia y al Papado una auténtica libertad de acción. Además, se iba difundiendo una amplia renovación espiritual, sostenida por un fuerte crecimiento de la vida consagrada: nacían y se expandían nuevas Órdenes religiosas, mientras que las ya existentes vivían una prometedora recuperación.

La teología también volvió a florecer y adquirió una mayor conciencia de su naturaleza: afinó el método, afrontó problemas nuevos, avanzó en la contemplación de los misterios de Dios, produjo obras fundamentales, inspiró iniciativas importantes en la cultura, desde el arte hasta la literatura, y preparó las obras maestras del siglo sucesivo, el siglo de santo Tomás de Aquino y de san Buenaventura de Bagnoregio. Los ambientes en los que tuvo lugar esta intensa actividad teológica fueron dos: los monasterios y las escuelas de la ciudad, las scholae, algunas de las cuales muy pronto darían vida a las universidades, que constituyen uno de los típicos "inventos" de la Edad Media cristiana. Precisamente a partir de estos dos ambientes, los monasterios y las scholae, se puede hablar de dos modelos diferentes de teología: la "teología monástica" y la "teología escolástica". Los representantes de la teología monástica eran monjes, por lo general abades, dotados de sabiduría y de fervor evangélico, que se dedicaban esencialmente a suscitar y a alimentar el deseo amoroso de Dios. Los representantes de la teología escolástica eran hombres cultos, apasionados por la investigación; magistri deseosos de mostrar la racionabilidad y la autenticidad de los misterios de Dios y del hombre, en los que ciertamente se cree por la fe, pero que también se comprenden con la razón. La distinta finalidad explica la diferencia de su método y de su manera de hacer teología.

En los monasterios del siglo XII el método teológico estaba vinculado principalmente a la explicación de la Sagrada Escritura, de la página sagrada, como decían los autores de ese periodo; se practicaba especialmente la teología bíblica. Todos los monjes escuchaban y leían devotamente las Sagradas Escrituras, y una de sus principales ocupaciones consistía en la lectio divina, es decir, en la lectura orante de la Biblia. Para ellos la simple lectura del texto sagrado no era suficiente para percibir su sentido profundo, su unidad interior y su mensaje trascendente. Por tanto, era necesario practicar una "lectura espiritual", llevada a cabo en docilidad al Espíritu Santo. En la escuela de los Padres, la Biblia se interpretaba alegóricamente, para descubrir en cada página, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, lo que dice de Cristo y de su obra de salvación.

El Sínodo de los obispos del año pasado sobre la "Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia" recordó la importancia del enfoque espiritual de las Sagradas Escrituras. En este sentido, es útil tomar en consideración la herencia de la teología monástica, una ininterrumpida exégesis bíblica, como también las obras realizadas por sus representantes, valiosos comentarios ascéticos a los libros de la Biblia. A la preparación literaria la teología monástica unía la espiritual; es decir, era consciente de que no bastaba con una lectura puramente teórica y profana: para entrar en el corazón de la Sagrada Escritura, hay que leerla identificándose con el espíritu con el que fue escrita y creada. La preparación literaria era necesaria para conocer el significado exacto de las palabras y facilitar la comprensión del texto, afinando la sensibilidad gramatical y filológica. El estudioso benedictino del siglo pasado Jean Leclercq tituló así el ensayo con el que presenta las características de la teología monástica: L'amour des lettres et le désir de Dieu (El amor por las palabras y el deseo de Dios). Efectivamente, el deseo de conocer y de amar a Dios, que nos sale al encuentro a través de su Palabra que debemos acoger, meditar y practicar, lleva a intentar profundizar los textos bíblicos en todas sus dimensiones.

Hay otra actitud en la que insisten quienes practican la teología monástica: una íntima actitud orante, que debe preceder, acompañar y completar el estudio de la Sagrada Escritura. Puesto que, en resumidas cuentas, la teología monástica es escucha de la Palabra de Dios, no se puede dejar de purificar el corazón para acogerla y, sobre todo, no se puede dejar de encenderlo de fervor para encontrar al Señor. Por consiguiente, la teología se convierte en meditación, oración y canto de alabanza, e incita a una sincera conversión. No pocos representantes de la teología monástica alcanzaron, por este camino, las más altas metas de la experiencia mística, y constituyen una invitación también para nosotros a alimentar nuestra existencia con la Palabra de Dios, por ejemplo, mediante una escucha más atenta de las lecturas y del Evangelio, especialmente en la misa dominical. Es importante también reservar cada día cierto tiempo para la meditación de la Biblia, a fin de que la Palabra de Dios sea lámpara que ilumine nuestro camino cotidiano en la tierra.

La teología escolástica, en cambio —como decía—, se practicaba en las scholae, que surgieron junto a las grandes catedrales de la época, para la preparación del clero, o alrededor de un maestro de teología y de sus discípulos, para formar profesionales de la cultura, en una época en la que el saber era cada vez más apreciado. En el método de los escolásticos era central la quaestio, es decir, el problema que se plantea al lector a la hora de afrontar las palabras de la Escritura y de la Tradición. Ante el problema que estos textos autorizados plantean, surgen preguntas y nace el debate entre el maestro y los alumnos. En ese debate aparecen, por una parte, los temas de la autoridad; y, por otra, los de la razón, y el debate se orienta a encontrar, al final, una síntesis entre autoridad y razón para alcanzar una comprensión más profunda de la Palabra de Dios. San Buenaventura dice al respecto que la teología es "per additionem" (cf. Commentaria in quatuor libros sententiarum, i, proem., q. 1, concl.), es decir, la teología añade la dimensión de la razón a la Palabra de Dios y de este modo crea una fe más profunda, más personal y, por tanto, también más concreta en la vida del hombre. En este sentido, se encontraban distintas soluciones y se formaban conclusiones que comenzaban a construir un sistema de teología. La organización de las quaestiones llevaba a la elaboración de síntesis cada vez más extensas, pues se componían las diversas quaestiones con las respuestas encontradas, creando así una síntesis, las denominadas summae, que eran en realidad amplios tratados teológico-dogmáticos nacidos de la confrontación entre la razón humana y la Palabra de Dios. La teología escolástica tenía como objetivo presentar la unidad y la armonía de la Revelación cristiana con un método, llamado precisamente "escolástico", de la escuela, que confía en la razón humana: la gramática y la filología están al servicio del saber teológico, pero con mayor motivo lo está la lógica, es decir, la disciplina que estudia el "funcionamiento" del razonamiento humano, de manera que resulte evidente la verdad de una proposición. Todavía hoy, leyendo las summae escolásticas sorprende el orden, la claridad, la concatenación lógica de los argumentos, y la profundidad de algunas intuiciones. Con lenguaje técnico se atribuye a cada palabra un significado preciso, y entre el creer y el comprender se establece un movimiento recíproco de clarificación.

Queridos hermanos y hermanas, retomando la invitación de la primera carta de san Pedro, la teología escolástica nos estimula a estar siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que nos pida razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15). Sentir nuestras las preguntas y de ese modo ser capaces de dar también una respuesta. Nos recuerda que entre fe y razón existe una amistad natural, fundada en el orden mismo de la creación. El siervo de Dios Juan Pablo II, al comienzo de la encíclica Fides et ratio escribe: "La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad". La fe está abierta al esfuerzo de comprensión por parte de la razón; la razón, a su vez, reconoce que la fe no la mortifica, sino que la lanza hacia horizontes más amplios y elevados. Aquí se introduce la perenne lección de la teología monástica. Fe y razón, en diálogo recíproco, vibran de alegría cuando ambas están animadas por la búsqueda de la unión íntima con Dios. Cuando el amor vivifica la dimensión orante de la teología, el conocimiento que adquiere la razón se ensancha. La verdad se busca con humildad, se acoge con estupor y gratitud: en una palabra, el conocimiento sólo crece si ama la verdad. El amor se convierte en inteligencia y la teología en auténtica sabiduría del corazón, que orienta y sostiene la fe y la vida de los creyentes. Oremos, pues, para que el camino del conocimiento y de la profundización de los misterios de Dios siempre esté iluminado por el amor divino.



Saludos

(En castellano)

Saludo a los fieles de lengua española, procedentes de España y Latinoamérica. En particular, a los miembros de la Cofradía de la Vera Cruz, de Caravaca; a los fieles de la parroquia Los Santos, de Torreón, Coahuila; al grupo del Colegio salesiano de San Juan y a los peregrinos provenientes de Bolivia. A todos os invito a acrecentar el deseo y la búsqueda de una íntima unión con Dios, que anime y sostenga vuestra fe y vuestra vida como creyentes. Muchas gracias.


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Miércoles 4 de noviembre de 2009

Confrontación entre dos modelos teológicos: Bernardo y Abelardo

Queridos hermanos y hermanas:

En la última catequesis presenté las características principales de la teología monástica y de la teología escolástica del siglo XII, que podríamos llamar, en cierto sentido, respectivamente, "teología del corazón" y "teología de la razón". Entre los representantes de esas dos corrientes teológicas tuvo lugar un amplio debate, a veces vehemente, simbólicamente representado por la controversia entre san Bernardo de Claraval y Abelardo.

Para comprender esta confrontación entre los dos grandes maestros, conviene recordar que la teología es la búsqueda de una comprensión racional, en la medida de lo posible, de los misterios de la Revelación cristiana, creídos por fe: fides quaerens intellectum —la fe busca la inteligibilidad—, por usar una definición tradicional, concisa y eficaz. Ahora bien, mientras que san Bernardo, típico representante de la teología monástica, pone el acento en la primera parte de la definición, es decir, en la fides —la fe—, Abelardo, que es un escolástico, insiste en la segunda parte, es decir, en el intellectus, en la comprensión por medio de la razón. Para san Bernardo la fe misma está dotada de una íntima certeza, fundada en el testimonio de la Escritura y en la enseñanza de los Padres de la Iglesia. La fe, además, se refuerza con el testimonio de los santos y con la inspiración del Espíritu Santo en el alma de cada creyente. En los casos de duda y de ambigüedad, el ejercicio del magisterio eclesial protege e ilumina la fe. Así, a san Bernardo le cuesta ponerse de acuerdo con Abelardo, y más en general con aquellos que sometían las verdades de la fe al examen crítico de la razón; un examen que implicaba, en su opinión, un grave peligro: el intelectualismo, la relativización de la verdad, la puesta en tela de juicio de las verdades mismas de la fe.

En esa forma de proceder san Bernardo veía una audacia llevada hasta la falta de escrúpulos, fruto del orgullo de la inteligencia humana, que pretende "capturar" el misterio de Dios. En una de sus cartas, con tristeza, escribe así: "El ingenio humano se apodera de todo, sin dejar ya nada a la fe. Afronta lo que está por encima de él, escruta lo que le es superior, irrumpe en el mundo de Dios, altera los misterios de la fe, más que iluminarlos; lo que está cerrado y sellado no lo abre, sino que lo erradica; y lo que le parece fuera de su alcance lo considera como inexistente, y se niega a creer en ello" (Epistola CLXXXVIII, 1: PL 182, I, 353).

Para san Bernardo la teología sólo tiene un fin: favorecer la experiencia viva e íntima de Dios. La teología es, por tanto, una ayuda para amar cada vez más y mejor al Señor, como reza el título del tratado sobre el Deber de amar a Dios (De diligendo Deo). En este camino hay diversos grados, que san Bernardo describe detalladamente, hasta el culmen, cuando el alma del creyente se embriaga en las cumbres del amor. El alma humana puede alcanzar ya en la tierra esta unión mística con el Verbo divino, unión que el Doctor Mellifluus describe como "bodas espirituales". El Verbo divino la visita, elimina las últimas resistencias, la ilumina, la inflama y la transforma. En esa unión mística, el alma goza de una gran serenidad y dulzura, y canta a su Esposo un himno de alegría. Como recordé en la catequesis dedicada a la vida y a la doctrina de san Bernardo (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de octubre de 2009, p. 32), para él la teología no puede menos de alimentarse de la oración contemplativa, en otras palabras, de la unión afectiva del corazón y de la mente con Dios.

Abelardo, que por lo demás fue precisamente quien introdujo el término "teología" en el sentido en que lo entendemos hoy, se sitúa en cambio en una perspectiva diversa. Este famoso maestro del siglo xii, nacido en Bretaña (Francia), estaba dotado de una inteligencia vivísima y su vocación era el estudio. Se ocupó primero de filosofía y después aplicó los resultados alcanzados en esa disciplina a la teología, de la que fue maestro en la ciudad más culta de la época, París, y sucesivamente en los monasterios en los que vivió. Era un orador brillante: verdaderas multitudes de estudiantes seguían sus lecciones. De espíritu religioso pero de personalidad inquieta, su vida fue rica en golpes de efecto: rebatió a sus maestros, tuvo un hijo con una mujer culta e inteligente, Eloísa. Entró a menudo en polémica con otros teólogos, incluso sufrió condenas eclesiásticas, aunque murió en plena comunión con la Iglesia, a cuya autoridad se sometió con espíritu de fe.

Precisamente san Bernardo contribuyó a la condena de algunas doctrinas de Abelardo en el sínodo provincial de Sens del año 1140, y solicitó también la intervención del Papa Inocencio II. El abad de Claraval, como he recordado, rechazaba el método demasiado intelectualista de Abelardo, que a su parecer reducía la fe a una simple opinión separada de la verdad revelada. Los temores de Bernardo no eran infundados, sino que, por lo demás, los compartían otros grandes pensadores de su tiempo. Efectivamente, un uso excesivo de la filosofía hizo peligrosamente frágil la doctrina trinitaria de Abelardo y, así, su idea de Dios. En el campo moral su enseñanza no carecía de ambigüedad: insistía en considerar la intención del sujeto como única fuente para describir la bondad o la malicia de los actos morales, descuidando así el significado objetivo y el valor moral de las acciones: un subjetivismo peligroso. Como sabemos, este aspecto es muy actual en nuestra época, en la que la cultura a menudo está marcada por una tendencia creciente al relativismo ético: sólo el yo decide lo que es bueno para mí en este momento. Con todo, no hay que olvidar los grandes méritos de Abelardo, que tuvo muchos discípulos y contribuyó decididamente al desarrollo de la teología escolástica, destinada a expresarse de modo más maduro y fecundo en el siglo sucesivo. Tampoco se deben subestimar algunas de sus intuiciones, como por ejemplo cuando afirma que en las tradiciones religiosas no cristianas ya hay una preparación para la acogida de Cristo, Verbo divino.

¿Qué podemos aprender nosotros hoy de la confrontación, a menudo vehemente, entre san Bernardo y Abelardo, y en general entre la teología monástica y la escolástica? Ante todo creo que muestra la utilidad y la necesidad de un sano debate teológico en la Iglesia, sobre todo cuando las cuestiones debatidas no han sido definidas por el Magisterio, el cual, por lo demás, sigue siendo un punto de referencia ineludible. San Bernardo, pero también el propio Abelardo, reconocieron siempre sin vacilar su autoridad. Además, las condenas que sufrió este último nos recuerdan que en el campo teológico debe haber un equilibrio entre los que podríamos llamar los principios arquitectónicos que nos ha dado la Revelación y que por ello conservan siempre la importancia prioritaria, y los de interpretación sugeridos por la filosofía, es decir, por la razón, y que tienen una función importante, pero sólo instrumental. Cuando no existe este equilibrio entre la arquitectura y los instrumentos de interpretación, la reflexión teológica corre el riesgo de contaminarse con errores, y corresponde entonces al Magisterio el ejercicio del necesario servicio a la verdad que le es propio. Además, conviene subrayar que, entre las motivaciones que indujeron a san Bernardo a ponerse en contra de Abelardo y a solicitar la intervención del Magisterio, estaba también la preocupación de salvaguardar a los creyentes sencillos y humildes, a los que hay que defender cuando corren el peligro de ser confundidos o desviados por opiniones demasiado personales y por argumentaciones teológicas atrevidas, que podrían poner en peligro su fe.

Quiero recordar, por último, que la confrontación teológica entre san Bernardo y Abelardo concluyó con una plena reconciliación entre ambos gracias a la mediación de un amigo común, el abad de Cluny Pedro el Venerable, del que hablé en una de las catequesis anteriores (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 16 de octubre de 2009, p. 32). Abelardo tuvo la humildad de reconocer sus errores y san Bernardo mostró gran benevolencia. En ambos prevaleció lo que debe estar verdaderamente en el corazón cuando nace una controversia teológica, es decir, salvaguardar la fe de la Iglesia y hacer que triunfe la verdad en la caridad. Que esta sea también hoy la actitud en las confrontaciones en la Iglesia, teniendo siempre como meta la búsqueda de la verdad.

Saludos

(En castellano)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Hermandad de labradores "Paso azul", de Lorca, a los fieles de distintas diócesis de Guatemala, a la delegación de la Escuela de investigaciones policiales de Chile, así como a los demás grupos procedentes de España, México y otros países latinoamericanos. Que en vuestra vida salvaguardéis siempre la fe de la Iglesia y hagáis triunfar la verdad en la caridad.

(En italiano)

(A un numeroso grupo de padres y amigos del movimiento "Ragazzi in cielo" -"Muchachos en el cielo")
Con un recuerdo siempre vivo de cuantos han muerto de forma prematura por accidentes o enfermedades, animo a todos, especialmente a los padres, a cultivar la esperanza en la vida eterna fundada en la muerte y resurrección de Cristo.

(A los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados)
Saludo, por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Hoy se celebra la memoria litúrgica de san Carlos Borromeo, insigne obispo de la diócesis de Milán, que, impulsado por un ardiente amor a Cristo, fue incansable maestro y guía de sus hermanos. Que su ejemplo os ayude a vosotros, queridos jóvenes, a dejar que Cristo os dirija en vuestras opciones diarias; que a vosotros, queridos enfermos, os anime a ofrecer vuestro sufrimiento por los pastores de la Iglesia y por la salvación de las almas; y que a vosotros, queridos recién casados, os sostenga para fundar vuestra familia sobre los valores evangélicos.


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Miércoles 11 de noviembre de 2009

La reforma cluniacense

Queridos hermanos y hermanas:

Esta mañana quiero hablaros de un movimiento monástico que revistió gran importancia en los siglos de la Edad Media, y al que ya me he referido en catequesis anteriores. Se trata de la Orden de Cluny, que, a comienzos del siglo XII, en el momento de su máxima expansión, contaba con cerca de mil doscientos monasterios: ¡una cifra verdaderamente impresionante! En Cluny, hace mil cien años, en 910, gracias a la donación de Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania, se fundó un monasterio que se encomendó al abad Bernón. En aquel tiempo el monaquismo occidental, que había florecido algunos siglos antes con san Benito, sufría una fuerte decadencia por diversas causas: las condiciones políticas y sociales inestables, debidas a las continuas invasiones y devastaciones de pueblos no integrados en el tejido europeo, la pobreza generalizada y, sobre todo, la dependencia de las abadías de los señores locales, que controlaban todo lo que pertenecía a los territorios de su competencia. En ese contexto, Cluny representó el alma de una profunda renovación de la vida monástica, a fin de reconducirla a su inspiración originaria.

En Cluny se restableció la observancia de la Regla de san Benito con algunas adaptaciones ya introducidas por otros reformadores. Sobre todo se quiso garantizar el papel central que debe ocupar la liturgia en la vida cristiana. Los monjes cluniacenses se dedicaban con amor y gran esmero a la celebración de las Horas litúrgicas, al canto de los Salmos, a procesiones tan devotas como solemnes y, sobre todo, a la celebración de la santa misa. Impulsaron la música sagrada; quisieron que la arquitectura y el arte contribuyeran a la belleza y solemnidad de los ritos; enriquecieron el calendario litúrgico con celebraciones especiales como, por ejemplo, a principios de noviembre, la Conmemoración de los fieles difuntos, que también nosotros acabamos de celebrar; incrementaron el culto a la Virgen María. Los monjes de Cluny otorgaban tanta importancia a la liturgia porque estaban convencidos de que era participación en la liturgia del cielo. Y se sentían responsables de interceder ante el altar de Dios por los vivos y los difuntos, puesto que muchísimos fieles les pedían con insistencia que los recordaran en la oración.

Por otro lado, esta era precisamente la finalidad con la que Guillermo el Piadoso había querido que naciera la abadía de Cluny. En el antiguo documento que atestigua su fundación, se lee: "Establezco con este don que en Cluny se construya un monasterio de regulares en honor de los Apóstoles san Pedro y san Pablo; que en él se congreguen monjes que vivan según la Regla de san Benito (...); que allí sea frecuentado un venerable refugio de oración con votos y súplicas; que allí se busque y se aspire con todo deseo e íntimo ardor la vida celestial; y que asiduamente se dirijan allí al Señor oraciones, invocaciones y súplicas".

Para salvaguardar y alimentar este clima de oración, la regla cluniacense subrayó la importancia del silencio, a cuya disciplina los monjes se sometían de buena gana, convencidos de que la pureza de las virtudes, a la que aspiraban, requería un recogimiento íntimo y constante. No sorprende que muy pronto la fama de santidad envolviera al monasterio de Cluny, y que muchas otras comunidades monásticas decidieran seguir sus costumbres. Muchos príncipes y Papas pidieron a los abades de Cluny que difundieran su reforma, de manera que en poco tiempo se extendió una tupida red de monasterios vinculados a Cluny o por auténticos vínculos jurídicos o por una suerte de afiliación carismática. De este modo se iba delineando una Europa del espíritu en las diferentes regiones de Francia, en Italia, en España, en Alemania y en Hungría.

El éxito de Cluny se debió ante todo a la elevada espiritualidad que allí se cultivaba, pero asimismo a otras condiciones que favorecieron su desarrollo. A diferencia de lo que había sucedido hasta entonces, al monasterio de Cluny y a las comunidades que dependían de él se los eximió de la jurisdicción de los obispos locales y se los sometió directamente a la del Romano Pontífice. Esto conllevaba un vínculo especial con la sede de Pedro y, justamente gracias a la protección y el aliento de los Pontífices, los ideales de pureza y de fidelidad, que la reforma cluniacense quería buscar, pudieron difundirse rápidamente. Además, los abades eran elegidos sin ninguna injerencia de las autoridades civiles, a diferencia de lo que sucedía en otros lugares. Personas verdaderamente dignas se sucedieron en el gobierno de Cluny y de las numerosas comunidades monásticas dependientes: el abad Odón de Cluny, del que hablé en una catequesis hace dos meses, y otras grandes personalidades, como Emardo, Mayolo, Odilón y sobre todo Hugo el Grande, que desempeñaron su servicio durante largos periodos, asegurando estabilidad a la reforma emprendida y a su difusión. Además de Odón, se venera como santos a Mayolo, Odilón y Hugo.

La reforma cluniacense tuvo efectos positivos no sólo en la purificación y en un nuevo esplendor de la vida monástica, sino también en la vida de la Iglesia universal. La aspiración a la perfección evangélica representó un estímulo para luchar contra dos males graves que afectaban a la Iglesia de ese tiempo: la simonía, es decir, la adquisición de cargos pastorales comprándolos, y la inmoralidad del clero secular. Los abades de Cluny con su autoridad espiritual y los monjes cluniacenses que llegaron a obispos, algunos de ellos incluso a Papas, fueron protagonistas de tan imponente acción de renovación espiritual. Y no faltaron los frutos: el celibato de los sacerdotes volvió a ser estimado y vivido, y en la asunción de los cargos eclesiásticos se introdujeron procedimientos más transparentes.

Asimismo, fueron significativos los beneficios que los monasterios inspirados en la reforma cluniacense aportaron a la sociedad. En una época en la que sólo las instituciones eclesiásticas prestaban ayuda a los indigentes, la caridad se practicó con empeño. En todas las casas el limosnero tenía la obligación de hospedar a los viandantes y los peregrinos necesitados, a los sacerdotes y los religiosos que estaban de viaje y, sobre todo, a los pobres que acudían para pedir comida y un techo durante algunos días. No menos importantes fueron otras dos instituciones, típicas de la civilización medieval, promovidas desde Cluny: las llamadas "treguas de Dios" y la "paz de Dios". En una época fuertemente marcada por la violencia y por el espíritu de venganza, con las "treguas de Dios" se aseguraban largos periodos sin beligerancia, con ocasión de determinadas fiestas religiosas y de algunos días de la semana. Con "la paz de Dios" se pedía, bajo la pena de una censura canónica, que se respetara a las personas inermes y los lugares sagrados.

De este modo, en la conciencia de los pueblos de Europa se incrementaba el proceso de larga gestación que llevaría a reconocer, cada vez con más claridad, dos elementos fundamentales para la construcción de la sociedad, es decir, el valor de la persona humana y el bien primario de la paz. Además, como sucedía con las demás fundaciones monásticas, los monasterios cluniacenses disponían de amplias propiedades que hacían rendir diligentemente, contribuyendo así al desarrollo de la economía. Junto al trabajo manual, se llevaban a cabo también algunas actividades culturales típicas del monaquismo medieval como las escuelas para los niños, las bibliotecas y los scriptoria para la transcripción de libros.

De este modo, hace mil años, cuando estaba en pleno desarrollo el proceso de formación de la identidad europea, la experiencia cluniacense, difundida en amplias regiones del continente europeo, aportó su contribución importante y valiosa. Recordó la primacía de los bienes del espíritu; mantuvo viva la tensión hacia las cosas de Dios; inspiró y favoreció iniciativas e instituciones para la promoción de los valores humanos; educó en un espíritu de paz.

Queridos hermanos y hermanas, oremos para que todos los que se interesan por un humanismo auténtico y por el futuro de Europa sepan redescubrir, apreciar y defender el rico patrimonio cultural y religioso de estos siglos.

Saludos

Llamamiento del Papa a una paz estable en Sri Lanka

Han pasado cerca de seis meses desde que acabó el conflicto que ensangrentó Sri Lanka. Se notan con satisfacción los esfuerzos de las autoridades que, estas semanas, están facilitando el regreso a casa de los desplazados a causa de la guerra. Exhorto encarecidamente a acelerar ese compromiso y pido a todos los ciudadanos que contribuyan a una rápida pacificación, respetando plenamente los derechos humanos, y a una justa solución política de los desafíos que aún debe afrontar el país. Por último, espero que la comunidad internacional se comprometa en favor de las necesidades humanitarias y económicas de Sri Lanka, y elevo mi oración a la Virgen santa de Madhu para que siga velando por esa amada tierra.

(A los peregrinos de lengua francesa)

Que la búsqueda de la contemplación del misterio de Dios que animó a los monjes de Cluny sea también para vosotros hoy un estímulo en vuestro camino hacia Dios y hacia vuestros hermanos.

(En lengua española)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de España, El Salvador, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Que sepamos apreciar y cultivar los bienes del espíritu y el verdadero humanismo de los monjes de Cluny.

(A los peregrinos procedentes de Polonia)

El día de la fiesta nacional de vuestra patria permitidme recordar las palabras que pronunció el siervo de Dios Juan Pablo II: "El beso depositado en la tierra polaca asume para mí un significado particular. Es como el beso dado a las manos de la madre, ya que la patria es nuestra madre terrena. (...) Su historia no ha sido fácil (...); ha sufrido mucho (...); por ello tiene derecho también a un amor especial" (Varsovia, 16 de junio de 1983: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 26 de junio de 1983, p. 1). Esta descripción de la patria sea para vosotros motivo de gratitud por su libertad y de estímulo a trabajar con empeño por su futuro. Que el Señor bendiga a Polonia y a cada uno de vosotros".

(En lengua italiana)

Saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, especialmente vosotros, alumnos de la escuela "Santa Teresa del Niño Jesús" de Santa Marinella, contemplad el ejemplo de san Martín, cuya fiesta celebramos hoy, para un compromiso de generoso testimonio evangélico. Vosotros, queridos enfermos, como él confiad en el Señor, que no nos abandona en el momento de la prueba. Y vosotros, queridos recién casados, animados por la fe que caracterizó a san Martín, sabed respetar y servir siempre la vida, que es don de Dios.


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Miércoles 18 de noviembre de 2009

La Catedral desde la arquitectura románica a la gótica,
el trasfondo teológico

Queridos hermanos y hermanas:

En las catequesis de las semanas anteriores presenté algunos aspectos de la teología medieval. Pero la fe cristiana, profundamente arraigada en los hombres y las mujeres de aquellos siglos, no dio origen solamente a obras maestras de la literatura teológica, del pensamiento y de la fe. Inspiró también una de las creaciones artísticas más elevadas de la civilización universal: las catedrales, verdadera gloria del Medievo cristiano. Durante casi tres siglos, a partir de comienzos del siglo XI, en Europa se asistió a un fervor artístico extraordinario. Un antiguo cronista describe así el entusiasmo y la laboriosidad de aquellos tiempos: "Sucedió que en todo el mundo, pero especialmente en Italia y en las Galias, se comenzaron a reconstruir las iglesias, aunque muchas de ellas, que todavía estaban en buenas condiciones, no necesitaban esa restauración. Era como una competición entre un pueblo y otro; parecía que el mundo, liberándose de los viejos andrajos, por todas partes quisiera revestirse del blanco vestido de nuevas iglesias. En definitiva, los fieles de entonces restauraron casi todas las iglesias catedrales, un gran número de iglesias monásticas e incluso oratorios de pueblo" (Rodolfo el Glabro, Historiarum 3, 4).

Varios factores contribuyeron a este renacimiento de la arquitectura religiosa. Ante todo, condiciones históricas más favorables, como una mayor seguridad política, acompañada por un aumento constante de la población y por el desarrollo progresivo de las ciudades, de los intercambios y de la riqueza. Además, los arquitectos encontraban soluciones técnicas cada vez más elaboradas para aumentar las dimensiones de los edificios, asegurando al mismo tiempo su solidez y majestuosidad. Pero fue principalmente gracias al entusiasmo y al celo espiritual del monaquismo en plena expansión como se construyeron iglesias abaciales, en las que se podía celebrar la liturgia con dignidad y solemnidad, y los fieles podían permanecer en oración, atraídos por la veneración de las reliquias de los santos, meta de incesantes peregrinaciones.

Así nacieron las iglesias y las catedrales románicas, caracterizadas por el desarrollo longitudinal —a lo largo— de las naves para acoger a numerosos fieles; iglesias muy sólidas, con gruesos muros, bóvedas de piedra y líneas sencillas y esenciales. La introducción de las esculturas representa una novedad. Al ser las iglesias románicas el lugar de la oración monástica y del culto de los fieles, los escultores, más que preocuparse de la perfección técnica, cuidaron sobre todo la finalidad educativa. Puesto que era preciso suscitar en las almas impresiones fuertes, sentimientos que pudieran incitar a huir del vicio, del mal, y a practicar la virtud, el bien, el tema recurrente era la representación de Cristo como juez universal, rodeado por los personajes del Apocalipsis. Por lo general esta representación se encuentra en los portales de las iglesias románicas, para subrayar que Cristo es la Puerta que lleva al cielo. Los fieles, al cruzar el umbral del edificio sagrado, entran en un tiempo y en un espacio distintos de los de la vida cotidiana. En la intención de los artistas, más allá del portal de la iglesia, los creyentes en Cristo, soberano, justo y misericordioso, podían saborear anticipadamente la felicidad eterna en la celebración de la liturgia y en los actos de piedad que tenían lugar dentro del edificio sagrado.

En los siglos XII y XIII, desde el norte de Francia se difundió otro tipo de arquitectura en la construcción de los edificios sagrados: la arquitectura gótica, con dos características nuevas respecto al románico, que eran el impulso vertical y la luminosidad. Las catedrales góticas mostraban una síntesis de fe y de arte expresada con armonía mediante el lenguaje universal y fascinante de la belleza, que todavía hoy suscita asombro. Gracias a la introducción de las bóvedas de arco ojival, que se apoyaban en robustos pilares, fue posible aumentar considerablemente la altura. El impulso hacia lo alto quería invitar a la oración y él mismo era una oración. De este modo, la catedral gótica quería traducir en sus líneas arquitectónicas el anhelo de las almas hacia Dios. Además, con las nuevas soluciones técnicas adoptadas, los muros perimétricos podían ser perforados y embellecidos con vidrieras polícromas. En otras palabras, las ventanas se convertían en grandes imágenes luminosas, muy adecuadas para instruir al pueblo en la fe. En ellas —escena tras escena— se narraba la vida de un santo, una parábola u otros acontecimientos bíblicos. Desde las vidrieras coloreadas se derramaba una cascada de luz sobre los fieles para narrarles la historia de la salvación e implicarlos en esa historia.

Otra cualidad de las catedrales góticas es que en su construcción y su decoración, de modo diferente pero coral, participaba toda la comunidad cristiana y civil; participaban los humildes y los poderosos, los analfabetos y los doctos, porque en esa casa común se instruía en la fe a todos los creyentes. La escultura gótica hizo de las catedrales una "Biblia de piedra", representando los episodios del Evangelio e ilustrando los contenidos del año litúrgico, desde la Navidad hasta la glorificación del Señor. En aquellos siglos, por otro lado, se difundía cada vez más la percepción de la humanidad del Señor, y los sufrimientos de su Pasión se representaban de modo realista: el Cristo sufriente (Christus patiens) se convirtió en una imagen amada por todos, que inspiraba compasión y arrepentimiento de los pecados.

No faltaban los personajes del Antiguo Testamento, cuya historia llegó a ser familiar para los fieles que frecuentaban las catedrales, como parte de la única y común historia de salvación. La escultura gótica del siglo XIII, con sus rostros llenos de belleza, de dulzura, de inteligencia, revela una piedad feliz y serena, que se complace en difundir una devoción sentida y filial hacia la Madre de Dios, vista a veces como una mujer joven, sonriente y materna, representada principalmente como la soberana del cielo y de la tierra, poderosa y misericordiosa. A los fieles que llenaban las catedrales góticas les gustaba encontrar en ellas expresiones artísticas que les recordaran a los santos, modelos de vida cristiana e intercesores ante Dios. Y no faltaron las manifestaciones "laicas" de la existencia: en muchas partes aparecían representaciones del trabajo en los campos, de las ciencias y de las artes. Todo estaba orientado y se ofrecía a Dios en el lugar donde se celebraba la liturgia. Podemos comprender mejor el sentido que se atribuía a una catedral gótica, considerando el texto de la inscripción grabada en el portal central de Saint-Denís, en París: "Visitante, que quieres alabar la belleza de estas puertas, no te dejes deslumbrar ni por el oro ni por la magnificencia, sino más bien por el fatigoso trabajo. Aquí brilla una obra famosa, pero quiera el cielo que esta obra famosa que brilla haga resplandecer los espíritus, a fin de que con las verdades luminosas se encaminen hacia la verdadera luz, donde Cristo es la verdadera puerta".

Queridos hermanos y hermanas, ahora quiero subrayar dos elementos del arte románico y gótico útiles también para nosotros. El primero: las obras maestras en el campo del arte nacidas en Europa en los siglos pasados son incomprensibles si no se tiene en cuenta el alma religiosa que las inspiró. Marc Chagall, un artista que siempre testimonió el encuentro entre estética y fe, escribió que "durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido que era la Biblia". Cuando la fe, especialmente celebrada en la liturgia, se encuentra con el arte, se crea una sintonía profunda, porque ambas pueden y quieren hablar de Dios, haciendo visible al Invisible. Quiero compartir esto en el encuentro con los artistas del 21 de noviembre, renovándoles la propuesta de amistad entre la espiritualidad cristiana y el arte, que ya promovieron mis venerados predecesores, en particular los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II.

El segundo elemento: la fuerza del estilo románico y el esplendor de las catedrales góticas nos recuerdan que la via pulchritudinis, el camino de la belleza, es una senda privilegiada y fascinante para acercarse al misterio de Dios. ¿Qué es la belleza, que escritores, poetas, músicos, artistas contemplan y traducen en su lenguaje, sino el reflejo del resplandor del Verbo eterno hecho carne? Afirma san Agustín: "Pregunta a la belleza de la tierra, pregunta a la belleza del mar, pregunta a la belleza del aire dilatado y difuso, pregunta a la belleza del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con su fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor modera la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire; a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien los gobierne, y a los invisibles, que los gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: "Contempla nuestra belleza". Su belleza es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la Belleza inmutable?" (Sermo CCXLI, 2: p l38, 1134).

Queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos ayude a redescubrir el camino de la belleza como uno de los itinerarios, quizá el más atractivo y fascinante, para llegar a encontrar y a amar a Dios.



Saludos

Llamamiento en favor de los niños de todo el mundo

Pasado mañana tendrá lugar en las Naciones Unidas la Jornada mundial de oración y acción por los niños, con ocasión del vigésimo aniversario de la adopción de la Convención sobre los derechos del niño. Mi pensamiento va a todos los niños del mundo, especialmente a los que viven en condiciones difíciles y sufren a causa de la violencia, los abusos, la enfermedad, la guerra o el hambre. Os invito a uniros a mi oración y, al mimo tiempo, hago un llamamiento a la comunidad internacional a fin de que se multipliquen los esfuerzos para dar una respuesta adecuada a los dramáticos problemas de la infancia. Que no falte el generoso compromiso de todos para que se reconozcan los derechos de los niños y se respete cada vez más su dignidad.

(En español)

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En particular al grupo de la Caja de ahorros de Burgos, con su arzobispo, monseñor Francisco Gil Hellín, y a la Caravana "por la paz y la liberación de los secuestrados" de Colombia, así como a los peregrinos de España, de México y de otros países latinoamericanos. Os invito a cultivar en vuestro espíritu el gusto por el arte religioso, para saber descubrir en él un reflejo del esplendor y la hermosura de Cristo, el Hijo de Dios hecho carne.

(En italiano)

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. En la liturgia de hoy celebramos la Dedicación de la Basílica de San Pedro en el Vaticano y de la de San Pablo en la vía Ostiense. Esta fiesta nos brinda la ocasión de poner de relieve el significado y el valor de la Iglesia. Queridos jóvenes, amad a la Iglesia y cooperad con entusiasmo en su edificación. Queridos enfermos, vivid el ofrecimiento de vuestro sufrimiento como una valiosa contribución al crecimiento espiritual de las comunidades cristianas. Y vosotros, queridos recién casados, sed en el mundo signo vivo del amor de Cristo".


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Miércoles 25 de noviembre de 2009

Hugo y Ricardo de San Víctor

Queridos hermanos y hermanas:

En estas audiencias de los miércoles estoy presentando algunas figuras ejemplares de creyentes que se han esforzado por mostrar la concordia entre la razón y la fe y por testimoniar con su vida el anuncio del Evangelio. Hoy quiero hablaros de Hugo y Ricardo de San Víctor. Ambos se cuentan entre los filósofos y teólogos conocidos con el nombre de Victorinos, porque vivieron y enseñaron en la abadía de San Víctor, en París, fundada a principios del siglo XII por Guillermo de Champeaux. Este último fue un maestro famoso, que consiguió dar a su abadía una sólida identidad cultural. De hecho, en San Víctor se inauguró una escuela para la formación de los monjes, abierta también a estudiantes externos, donde se realizó una feliz síntesis entre las dos formas de hacer teología, de las que ya hablé en catequesis anteriores: es decir, la teología monástica, orientada más a la contemplación de los misterios de la fe en la Escritura, y la teología escolástica, que utilizaba la razón para tratar de escrutar esos misterios con métodos innovadores, de crear un sistema teológico.

De la vida de Hugo de San Víctor tenemos pocas noticias. Son inciertos la fecha y el lugar de su nacimiento: quizá en Sajonia o en Flandes. Se sabe que, llegado a París —la capital europea de la cultura de la época—, pasó el resto de sus años en la abadía de San Víctor, donde primero fue discípulo y después maestro. Ya antes de su muerte, acontecida en 1141, alcanzó gran notoriedad y estima, hasta el punto de ser llamado un "segundo san Agustín". En efecto, como san Agustín, meditó mucho sobre la relación entre fe y razón, entre ciencias profanas y teología. Según Hugo de San Víctor, todas las ciencias, además de ser útiles para la comprensión de las Escrituras, tienen un valor en sí mismas y deben cultivarse para aumentar el saber del hombre, como también para corresponder a su anhelo de conocer la verdad. Esta sana curiosidad intelectual lo indujo a recomendar a los estudiantes que no apagaran nunca el deseo de aprender, y en su tratado de metodología del saber y de pedagogía, titulado significativamente Didascalicon (sobre la enseñanza), recomendaba: "Aprende gustoso de todos lo que no sabes. El más sabio de todos será quien haya querido aprender algo de todos. Quien recibe algo de todos, acaba por ser el más rico de todos" (Eruditiones Didascalicae, 3, 14: PL 176, 774).

La ciencia de la que se ocupan los filósofos y los teólogos llamados Victorinos es especialmente la teología, que requiere ante todo el estudio amoroso de la Sagrada Escritura. Para conocer a Dios no se puede menos de partir de lo que Dios mismo ha querido revelar de sí a través de las Escrituras. En este sentido, Hugo de San Víctor es un representante típico de la teología monástica, totalmente fundada en la exégesis bíblica. Para interpretar la Escritura propone la tradicional articulación patrístico-medieval, es decir, ante todo el sentido histórico-literal; después, el alegórico y anagógico; y, por último, el moral. Se trata de cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, que redescubrimos también hoy, por las cuales se ve que en el texto y en la narración ofrecida se esconde una indicación más profunda: el hilo de la fe, que nos conduce hacia lo alto y nos guía en esta tierra, enseñándonos cómo vivir. Con todo, aun respetando estas cuatro dimensiones del sentido de la Escritura, de modo original respecto a sus contemporáneos, insiste —y esto es una novedad— en la importancia del sentido histórico-literal.

En otras palabras, antes de descubrir el valor simbólico, las dimensiones más profundas del texto bíblico, es necesario conocer y profundizar el significado de la historia narrada en la Escritura: de lo contrario —advierte con una comparación eficaz— se corre el riesgo de ser como los estudiosos de gramática que ignoran el alfabeto. A quien conoce el sentido de la historia descrita en la Biblia, las vicisitudes humanas se presentan marcadas por la divina Providencia, según un designio bien ordenado. Así, para Hugo de San Víctor, la historia no es el resultado de un destino ciego o de una casualidad absurda, como podría parecer. Al contrario, en la historia humana actúa el Espíritu Santo, que suscita un maravilloso diálogo de los hombres con Dios, su amigo. Esta visión teológica de la historia pone de relieve la intervención sorprendente y salvífica de Dios, que realmente entra y actúa en la historia, casi se convierte en parte de nuestra historia, pero siempre salvaguardando y respetando la libertad y la responsabilidad del hombre.

Para nuestro autor, el estudio de la Sagrada Escritura y de su significado histórico-literal hace posible la teología verdadera, es decir, la explicación sistemática de las verdades, conocer su estructura, la explicación de los dogmas de la fe, que presenta en sólida síntesis en el tratado De Sacramentis christianae fidei (Los sacramentos de la fe cristiana), donde se encuentra, entre otras cosas, una definición de "sacramento" que, perfeccionada después por otros teólogos, contiene rasgos aún hoy muy interesantes. "El sacramento —escribe— es un elemento corpóreo o material propuesto de forma externa y sensible, que representa con su parecido una gracia invisible y espiritual, la significa, porque con este fin ha sido instituido, y la contiene, porque es capaz de santificar" (9, 2: PL 176, 317). Por una parte, la visibilidad en el símbolo, la "corporeidad" del don de Dios, en el que, sin embargo, por otra parte, se esconde la gracia divina que proviene de una historia: Jesucristo mismo creó los símbolos fundamentales. Tres son, por tanto, los elementos que concurren a definir un sacramento, según Hugo de San Víctor: la institución por parte de Cristo, la comunicación de la gracia, y la analogía entre el elemento visible, material, y el elemento invisible, que son los dones divinos. Se trata de una visión muy cercana a la sensibilidad contemporánea, porque los sacramentos se presentan con un lenguaje lleno de símbolos e imágenes capaces de hablar inmediatamente al corazón de los hombres. Es importante también hoy que los animadores litúrgicos, y de modo especial los sacerdotes, valoren con sabiduría pastoral los signos propios de los ritos sacramentales —la visibilidad y tangibilidad de la Gracia— cuidando con esmero su catequesis, para que todos los fieles vivan cada celebración de los sacramentos con devoción, intensidad y alegría espiritual.

Un discípulo digno de Hugo de San Víctor es Ricardo, procedente de Escocia. Fue prior de la abadía de San Víctor de 1162 a 1173, año de su muerte. También Ricardo, naturalmente, asigna un papel fundamental al estudio de la Biblia pero, a diferencia de su maestro, privilegia el sentido alegórico, el significado simbólico de la Escritura con el que, por ejemplo, interpreta la figura veterotestamentaria de Benjamín, hijo de Jacob, como símbolo de la contemplación y cumbre de la vida espiritual. Ricardo trata este tema en dos textos, Benjamín menor y Benjamín mayor, en los que propone a los fieles un camino espiritual que invita ante todo a practicar las diversas virtudes, aprendiendo a disciplinar y a ordenar con la razón los sentimientos y los movimientos interiores afectivos y emotivos. Sólo cuando el hombre ha alcanzado equilibrio y madurez humana en este campo, está preparado para acceder a la contemplación, que Ricardo define como "una mirada profunda y pura del alma dirigida a las maravillas de la sabiduría, asociada a un sentido estático de asombro y de admiración"(Benjamin Maior 1, 4: PL 196, 67).

La contemplación es, por tanto, el punto de llegada, el resultado de un arduo camino, que implica el diálogo entre la fe y la razón, es decir —una vez más— un discurso teológico. La teología parte de las verdades que son objeto de la fe, pero trata de profundizar su conocimiento con el uso de la razón, apropiándose del don de la fe. Esta aplicación del razonamiento a la comprensión de la fe se practica de modo convincente en la obra maestra de Ricardo, uno de los grandes libros de la historia, el De Trinitate (La Trinidad). En los seis libros que lo componen reflexiona con agudeza sobre el Misterio de Dios uno y trino. Según nuestro autor, dado que Dios es amor, la única sustancia divina conlleva comunicación, oblación y amor entre dos Personas, el Padre y el Hijo, que se encuentran entre sí con un intercambio eterno de amor. Pero la perfección de la felicidad y de la bondad no admite exclusivismos y cerrazones; al contrario, requiere la presencia eterna de una tercera Persona, el Espíritu Santo. El amor trinitario es participativo, concorde, y conlleva sobreabundancia de delicia, goce de alegría incesante. Es decir, Ricardo supone que Dios es amor, analiza la esencia del amor, qué es lo que implica la realidad llamada amor, llegando así a la Trinidad de las Personas, que es realmente la expresión lógica del hecho de que Dios es amor.

Ricardo, sin embargo, es consciente de que el amor, aunque nos revela la esencia de Dios, aunque nos hace "comprender" el Misterio de la Trinidad, es sólo una analogía para hablar de un Misterio que supera la mente humana, y —al ser poeta y místico— recurre también a otras imágenes. Por ejemplo, compara la divinidad a un río, a una ola amorosa que brota del Padre, fluye y vuelve a fluir en el Hijo, para ser después felizmente derramada en el Espíritu Santo.

Queridos amigos, autores como Hugo y Ricardo de San Víctor elevan nuestra alma a la contemplación de las realidades divinas. Al mismo tiempo, la inmensa alegría que nos proporcionan el pensamiento, la admiración y la alabanza de la Santísima Trinidad, funda y sostiene el esfuerzo concreto por inspirarnos en ese modelo perfecto de comunión en el amor para construir nuestras relaciones humanas de cada día. La Trinidad es verdaderamente comunión perfecta. ¡Cómo cambiaría el mundo si en las familias, en las parroquias y en todas las demás comunidades las relaciones se vivieran siguiendo siempre el ejemplo de las tres Personas divinas, cada una de las cuales no sólo vive con la otra, sino también para la otra y en la otra! Lo recordé hace algunos meses en el Ángelus: "Sólo el amor nos hace felices, porque vivimos en relación, y vivimos para amar y ser amados" (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de junio de 2009, p. 11). El amor es lo que realiza este incesante milagro: como en la vida de la Santísima Trinidad, la pluralidad se recompone en unidad, donde todo es complacencia y alegría. Con san Agustín, al que los Victorinos apreciaban tanto, podemos exclamar también nosotros: "Vides Trinitatem, si caritatem vides", "Contemplas la Trinidad, si ves la caridad" (De Trinitate viii, 8, 12).

Saludos

Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos provenientes de España, Costa Rica y otros países de Latinoamérica. A todos os invito a profundizar en la contemplación divina para crecer en la caridad y en la comunión fraterna.

(A los peregrinos polacos)

Quiero recordar hoy dos acontecimientos importantes del año litúrgico que está llegando a su fin: ha concluido el Año paulino y estamos viviendo el Año sacerdotal. Que ambos nos ayuden a comprender mejor el misterio de la Iglesia, su historia y la misión evangélica. Encomiendo a vuestra oración las intenciones de la Iglesia y, de modo especial, a los sacerdotes.

(A los peregrinos eslovacos)

Queridos hermanos y hermanas, el domingo próximo comenzamos el nuevo año litúrgico. Os deseo que viváis el tiempo de Adviento como la Virgen María en la gozosa espera del Salvador. De corazón os bendigo a vosotros y a vuestras familias.

(En italiano)

Me dirijo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El domingo próximo comienza el tiempo de Adviento. A vosotros, queridos jóvenes, os exhorto a vivir este "tiempo fuerte" con oración vigilante y compromiso evangélico generoso. A vosotros, enfermos, os animo a sostener con el ofrecimiento de vuestros sufrimientos el camino de preparación del pueblo cristiano para la santa Navidad. Y a vosotros, recién casados, os deseo que seáis testigos del Espíritu de amor que anima y sostiene a toda la familia de Dios.


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Miércoles 2 de diciembre de 2009

Guillermo de San Thierry

Queridos hermanos y hermanas:

En una catequesis anterior presenté la figura de san Bernardo de Claraval, el "doctor de la dulzura", gran protagonista del siglo XII. Su biógrafo —amigo y admirador— fue Guillermo de Saint-Thierry, sobre el que quiero reflexionar esta mañana.

Guillermo nació en Lieja entre los años 1075 y 1080. De familia noble, dotado de una inteligencia viva y de un innato amor al estudio, se formó en escuelas famosas de la época, como las de su ciudad natal y de Reims, en Francia. También entró en contacto personal con Abelardo, el maestro que aplicaba la filosofía a la teología de manera tan original que creaba desconcierto y oposición. El propio Guillermo manifestó sus dudas, solicitando a su amigo Bernardo que tomara posición respecto a Abelardo. Respondiendo a esa misteriosa e irresistible llamada de Dios que es la vocación a la vida consagrada, Guillermo entró en el monasterio benedictino de Saint-Nicaise de Reims en 1113, y algunos años después llegó a ser abad del monasterio de Saint-Thierry, en la diócesis de Reims.

En aquel tiempo estaba muy difundida la exigencia de purificar y renovar la vida monástica, para que fuera auténticamente evangélica. Guillermo actuó en este sentido dentro de su propio monasterio, y en la Orden benedictina en general. Sin embargo, encontró no pocas resistencias ante sus intentos de reforma; así, a pesar de que se lo desaconsejó su amigo Bernardo, en 1135 dejó la abadía benedictina, renunció al hábito negro y se puso el blanco, para unirse a los cistercienses de Signy. Desde ese momento hasta su muerte, acaecida en 1148, se dedicó a la contemplación orante de los misterios de Dios, desde siempre objeto de sus deseos más profundos, y a la composición de escritos de literatura espiritual, importantes en la historia de la teología monástica.

Una de sus primeras obras se titula De natura et dignitate amoris (La naturaleza y la dignidad del amor). En ella se expresa una de las ideas fundamentales de Guillermo, que vale también para nosotros. La energía principal que mueve al alma humana —dice— es el amor. La naturaleza humana, en su esencia más profunda, consiste en amar. En definitiva, a cada ser humano se le encomienda una sola tarea: aprender a querer, a amar de modo sincero, auténtico y gratuito. Pero sólo en la escuela de Dios se realiza esta tarea y el hombre puede alcanzar el fin para el que ha sido creado. Escribe Guillermo: "El arte de las artes es el arte del amor... El amor es suscitado por el Creador de la naturaleza. El amor es una fuerza del alma, que la conduce como por un peso natural al lugar y al fin que le es propio" (La naturaleza y la dignidad del amor, 1: PL 184, 379). Aprender a amar requiere un camino largo y arduo, que Guillermo articula en cuatro etapas, según las edades del hombre: la infancia, la juventud, la madurez y la vejez. En este itinerario la persona debe imponerse una ascesis eficaz, un fuerte dominio de sí mismo para eliminar todo afecto desordenado, toda concesión al egoísmo, y unificar su vida en Dios, fuente, meta y fuerza del amor, hasta alcanzar la cumbre de la vida espiritual, que Guillermo define como "sabiduría". Al final de este itinerario ascético se experimenta una gran serenidad y dulzura. Todas las facultades del hombre —inteligencia, voluntad y afectos— descansan en Dios, conocido y amado en Cristo.

También en otras obras Guillermo habla de esta vocación radical al amor a Dios, que constituye el secreto de una vida realizada y feliz, que él describe como un deseo incesante y creciente, inspirado por Dios mismo en el corazón del hombre. En una meditación dice que el objeto de este amor es el Amor con "A" mayúscula, es decir, Dios. Es él quien se derrama en el corazón de quien ama y lo capacita para recibirle. Se da hasta que el corazón queda saciado de tal modo que nunca disminuye el deseo de esta saciedad. Este impulso de amor es la plenitud del hombre" (De contemplando Deo 6, passim: SC 61 bis, pp. 79-83). Llama la atención el hecho de que Guillermo, al hablar del amor a Dios, atribuya notable importancia a la dimensión afectiva. En el fondo, queridos amigos, nuestro corazón está hecho de carne, y cuando amamos a Dios, que es el Amor mismo, ¿cómo no expresar en esta relación con el Señor también nuestros sentimientos más humanos, como la ternura, la sensibilidad y la delicadeza? ¡El Señor mismo, al hacerse hombre, quiso amarnos con un corazón de carne!

Según Guillermo, además, el amor tiene otra propiedad importante: ilumina la inteligencia y permite conocer mejor y de manera más profunda a Dios y, en Dios, a las personas y los acontecimientos. El conocimiento que procede de los sentidos y de la inteligencia reduce, pero no elimina, la distancia entre el sujeto y el objeto, entre el yo y el tú. El amor, en cambio, suscita atracción y comunión, hasta el punto de que se produce una transformación y una asimilación entre el sujeto que ama y el objeto amado. Esta reciprocidad de afecto y de simpatía permite un conocimiento mucho más profundo que el que se obtiene sólo con la razón. Así se explica una célebre expresión de Guillermo: "Amor ipse intellectus est", "El amor es en sí mismo principio de conocimiento". Queridos amigos, podemos preguntarnos: ¿no es precisamente esto lo que sucede en nuestra vida? ¿No es verdad que realmente sólo conocemos a quien y lo que amamos? Sin cierta simpatía no se conoce a nadie ni nada. Y esto vale ante todo en el conocimiento de Dios y de sus misterios, que superan la capacidad de comprensión de nuestra inteligencia: ¡A Dios se lo conoce si se lo ama!

Una síntesis del pensamiento de Guillermo de Saint-Thierry se encuentra en una larga carta dirigida a los cartujos de Mont-Dieu, a los que había visitado y quería alentar y consolar. El docto benedictino Jean Mabillon, ya en 1960 dio a esta carta un título significativo: Epistola aurea (Carta de oro). En efecto, las enseñanzas sobre la vida espiritual contenidas en ella son preciosas para todos los que desean crecer en la comunión con Dios, en la santidad. En este tratado Guillermo propone un itinerario en tres etapas. Es necesario —dice él— pasar del hombre "animal" al "racional" para llegar al "espiritual". ¿Qué quiere decir nuestro autor con estas tres expresiones? Al principio una persona acepta con un acto de obediencia y de confianza la visión de la vida inspirada por la fe. Después con un proceso de interiorización, en el que la razón y la voluntad desempeñan un papel muy importante, la fe en Cristo es acogida con profunda convicción y se experimenta una armoniosa correspondencia entre lo que se cree y se espera y las aspiraciones más secretas del alma, nuestra razón y nuestros afectos. Así se llega a la perfección de la vida espiritual, cuando las realidades de la fe son fuente de íntima alegría y de comunión real con Dios, que sacia. Se vive sólo en el amor y para el amor. Guillermo funda este itinerario en una sólida visión del hombre, inspirada en los antiguos Padres griegos —sobre todo en Orígenes—, los cuales, con un lenguaje audaz, habían enseñado que la vocación del hombre es llegar a ser como Dios, que lo creó a su imagen y semejanza. La imagen de Dios presente en el hombre lo impulsa hacia la semejanza, es decir hacia una identidad cada vez más plena entre su propia voluntad y la divina. A esta perfección, que Guillermo llama "unidad de espíritu", no se llega con el esfuerzo personal, aunque sea sincero y generoso, porque hace falta otra cosa. Esta perfección se alcanza por la acción del Espíritu Santo, que habita en el alma, y purifica, absorbe y transforma en caridad todo impulso y todo deseo de amor presente en el hombre. "Hay otra semejanza con Dios", leemos en la Epistola aurea, "que ya no se llama semejanza, sino unidad de espíritu, cuando el hombre llega a ser uno con Dios, un espíritu, no sólo por la unidad de un idéntico querer, sino por no ser capaz de querer otra cosa. De esa manera, el hombre merece llegar a ser no Dios, sino lo que Dios es: el hombre se convierte por gracia en lo que Dios es por naturaleza" (Epistola aurea 262-263: SC 223, pp. 353-355).

Queridos hermanos y hermanas, este autor, que podríamos definir como el "cantor del amor, de la caridad", nos enseña a realizar en nuestra vida la opción de fondo, que da sentido y valor a todas las demás opciones: amar a Dios y, por amor a él, amar a nuestro prójimo; sólo así podremos encontrar la verdadera alegría, anticipación de la felicidad eterna. Sigamos, por tanto, el ejemplo de los santos para aprender a amar de manera auténtica y total, para entrar en este itinerario de nuestro ser. Con una joven santa, doctora de la Iglesia, Teresa del Niño Jesús, digamos también nosotros al Señor que queremos vivir de amor.

Concluyo propiamente con una oración de esta santa: "Yo te amo, y tú lo sabes, Jesús mío. Tu Espíritu de amor me abrasa con su fuego. Amándote yo a ti atraigo al Padre; mi débil corazón se entrega a él sin reserva. ¡Oh augusta Trinidad, eres la prisionera, la santa prisionera de mi amor. (...) Vivir de amor es darse sin medida, sin reclamar salario aquí en la tierra... Cuando se ama no se hacen cálculos. Yo lo he dado todo al Corazón divino, que rebosa ternura. Nada me queda ya... Corro ligera. Ya mi única riqueza es vivir de amor".



Saludos

(En lengua española)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las religiosas Dominicas de la Presentación de la Santísima Virgen, al grupo de artistas del Estado de Yucatán, a los fieles de la diócesis de Zacatecoluca, acompañados por el señor obispo, así como a los demás grupos procedentes de España, Bolivia y otros países latinoamericanos. Que siguiendo las enseñanzas de Guillermo de Saint-Thierry, al que podemos definir como cantor de la caridad, aprendamos a conocer a Dios amándolo.

(En italiano)

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Precisamente hoy se celebra el 25° aniversario de la promulgación de la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia, que llamó la atención sobre la importancia del sacramento de la Penitencia en la vida de la Iglesia. En este significativo aniversario, deseo recordar algunas figuras extraordinarias de "apóstoles del confesonario", dispensadores incansables de la misericordia divina: san Juan María Vianney, san José Cafasso, san Leopoldo Mandic y san Pío de Pietrelcina. Que su testimonio de fe y caridad os anime a vosotros, queridos jóvenes, a huir del pecado y a proyectar vuestro futuro como un servicio generoso a Dios y al prójimo. Que os ayude a vosotros, queridos enfermos, a experimentar en el sufrimiento la misericordia de Cristo crucificado. Y que os impulse a vosotros, queridos recién casados, a crear en la familia un clima constante de fe y de comprensión mutua. Que el ejemplo de estos santos, asiduos y fieles ministros del perdón divino, sea por último para los sacerdotes —especialmente en este Año sacerdotal— y para todos los cristianos una invitación a confiar siempre en la bondad de Dios, acercándose y celebrando con confianza el sacramento de la Reconciliación.


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Miércoles 9 de diciembre de 2009

Ruperto di Deutz

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a conocer a otro monje benedictino del siglo xii. Su nombre es Ruperto de Deutz, una ciudad cerca de Colonia, sede de un famoso monasterio. Ruperto mismo habla de su vida en una de sus obras más importantes, titulada La gloria y el honor del Hijo del hombre, que es un comentario parcial al Evangelio de san Mateo. Todavía niño, fue acogido como "oblato" en el monasterio benedictino de San Lorenzo en Lieja, según la costumbre de la época de confiar a uno de los hijos a la educación de los monjes, para hacer un don a Dios. A Ruperto siempre le gustó la vida monástica. Aprendió muy pronto el latín, para estudiar la Biblia y para disfrutar de las celebraciones litúrgicas. Se distinguió por una integérrima rectitud moral y por un fuerte apego a la Sede de san Pedro.

Sus tiempos estaban marcados por controversias entre el Papado y el Imperio, a causa de la denominada "lucha de las investiduras", con la que —como he apuntado en otras catequesis— el Papado quería impedir que el nombramiento de los obispos y el ejercicio de su jurisdicción dependieran de las autoridades civiles, que se guiaban sobre todo por motivaciones políticas y económicas, ciertamente no pastorales. El obispo de Lieja, Otberto, se resistía a aceptar las directrices del Papa y mandó al exilio a Berengario, abad del monasterio de San Lorenzo, precisamente por su fidelidad al Pontífice. En ese monasterio vivía Ruperto, que no dudó en seguir a su abad al exilio y sólo cuando el obispo Otberto volvió a entrar en comunión con el Papa regresó a Lieja y aceptó hacerse sacerdote. Hasta ese momento había evitado recibir la ordenación de un obispo que disentía del Papa. Ruperto nos enseña que cuando surgen controversias en la Iglesia, la referencia al ministerio petrino garantiza fidelidad a la sana doctrina y da serenidad y libertad interior. Después de la disputa con Otberto, tuvo que abandonar su monasterio otras dos veces. En 1116 sus adversarios incluso lo querían procesar. Si bien fue absuelto de toda acusación, Ruperto prefirió marcharse por un tiempo a Siegburg, pero, puesto que las polémicas todavía no habían cesado cuando regresó al monasterio de Lieja, decidió establecerse definitivamente en Alemania. Nombrado abad de Deutz en 1120, permaneció allí hasta 1129, año de su muerte. Sólo se alejó para una peregrinación a Roma, en 1124.

Escritor fecundo, Ruperto ha dejado numerosas obras, de gran interés todavía hoy, también porque participó activamente en varios e importantes debates teológicos del tiempo. Por ejemplo, intervino con determinación en la controversia eucarística, que en 1077 había llevado a la condena de Berengario de Tours. Este había dado una interpretación restrictiva de la presencia de Cristo en el sacramento de la Eucaristía, definiéndola sólo simbólica. En el lenguaje de la Iglesia todavía no había entrado el término "transubstanciación", pero Ruperto, usando a veces expresiones audaces, sostuvo con determinación el realismo eucarístico y, sobre todo en una obra titulada De divinis officiis (Los oficios divinos), afirmó con decisión la continuidad entre el Cuerpo del Verbo encarnado de Cristo y el presente en las especies eucarísticas del pan y del vino.

Queridos hermanos y hermanas, me parece que llegados a este punto debemos pensar también en nuestro tiempo; también hoy existe el peligro de redimensionar el realismo eucarístico, es decir, considerar la Eucaristía casi sólo como un rito de comunión, de socialización, olvidando con demasiada facilidad que en la Eucaristía está presente realmente Cristo resucitado —con su cuerpo resucitado—, que se pone en nuestras manos para sacarnos de nosotros mismos, incorporarnos en su cuerpo inmortal y guiarnos así hacia la vida nueva. Este gran misterio que el Señor está presente en toda su realidad en las especies eucarísticas es un misterio que es preciso adorar y amar siempre de nuevo. Quiero citar las palabras del Catecismo de la Iglesia católica que contienen el fruto de la meditación de la fe y de la reflexión teológica de dos mil años: "Jesucristo está presente en la Eucaristía de un modo único e incomparable. Está presente de un modo verdadero, real y substancial: con su Cuerpo y su Sangre, con su alma y su divinidad. Por consiguiente, de modo sacramental, es decir, bajo las especies eucarísticas del pan y del vino, está presente Cristo entero, Dios y hombre" (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1374). También Ruperto contribuyó, con sus reflexiones, a esta precisa formulación.

Otra controversia, en la que el abad de Deutz se vio envuelto, concierne al problema de la conciliación de la bondad y de la omnipotencia de Dios con la existencia del mal. Si Dios es omnipotente y bueno, ¿cómo se explica la realidad del mal? Ruperto reaccionó a la posición asumida por los maestros de la escuela teológica de Laon, que con una serie de razonamientos filosóficos distinguían en la voluntad de Dios el "aprobar" y el "permitir", concluyendo que Dios permite el mal sin aprobarlo y, por consiguiente, sin quererlo. Ruperto, en cambio, renuncia al uso de la filosofía, que considera inadecuada ante un problema tan grande, y simplemente es fiel a la narración bíblica. Parte de la bondad de Dios, de la verdad según la cual Dios es sumamente bueno y no puede menos de querer el bien. De este modo, identifica el origen del mal en el hombre y en el uso equivocado de la libertad humana. Cuando Ruperto afronta este tema, escribe páginas llenas de fervor religioso para alabar la misericordia infinita del Padre, la paciencia y la benevolencia de Dios para con el hombre pecador.

Como otros teólogos de la Edad Media, también Ruperto se preguntaba: ¿Por qué el Verbo de Dios, el Hijo de Dios, se hizo hombre? Algunos, muchos, respondían explicando la encarnación del Verbo con la urgencia de reparar el pecado del hombre. Ruperto, en cambio, con una visión cristocéntrica de la historia de la salvación, amplía la perspectiva, y en una de sus obras titulada La glorificación de la Trinidad sostiene la tesis de que la Encarnación, acontecimiento central de toda la historia, estaba prevista desde la eternidad, incluso independientemente del pecado del hombre, para que toda la creación pudiera alabar a Dios Padre y amarlo como una única familia reunida en torno a Cristo, el Hijo de Dios. En la mujer embarazada del Apocalipsis ve toda la historia de la humanidad, que está orientada hacia Cristo, al igual que la concepción está orientada al parto, una perspectiva que desarrollarán otros pensadores y que también valorizará la teología contemporánea, la cual afirma que toda la historia del mundo y de la humanidad es la concepción orientada al parto de Cristo. Cristo siempre está en el centro de las explicaciones exegéticas que Ruperto da en sus comentarios a los libros de la Biblia, a los que se dedicó con gran diligencia y pasión. Así, encuentra una unidad admirable en todos los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación hasta la consumación final de los tiempos: "Toda la Escritura —afirma— es un solo libro, que tiende hacia el mismo fin (el Verbo divino); que viene de un solo Dios y que ha sido escrito por un solo Espíritu" (De glorificatione Trinitatis et processione Sancti Spiritus I, V: PL 169, 18).

En la interpretación de la Biblia, Ruperto no se limita a repetir las enseñanzas de los Padres, sino que muestra una originalidad suya. Por ejemplo, es el primer escritor que identificó la esposa del Cantar de los cantares con María santísima. Así su comentario a este libro de la Escritura resulta ser una especie de summa mariológica, en la que se presentan los privilegios y las excelentes virtudes de María. En uno de los pasajes más inspirados de su comentario Ruperto escribe: "O predilectísima entre las predilectas, Virgen de las vírgenes, ¿qué alaba en ti a tu Hijo amado, que exalta todo el coro de los ángeles? Se alaban la sencillez, la pureza, la inocencia, la doctrina, el pudor, la humildad, la integridad de la mente y de la carne, es decir, la virginidad incorrupta" (In Canticum Canticorum 4, 1-6: ccl 26, pp. 69-70). La interpretación mariana de Ruperto del Cantar de los Cantares es un ejemplo feliz de la sintonía entre liturgia y teología. De hecho, varios pasajes de este libro bíblico ya se usaban en las celebraciones litúrgicas de las fiestas marianas.

Ruperto, además, procura insertar su doctrina mariológica en la eclesiológica. En otras palabras, ve en María santísima la parte más santa de toda la Iglesia. De ahí que mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, en el discurso de clausura de la tercera sesión del concilio Vaticano II, al proclamar solemnemente a María Madre de la Iglesia, citó precisamente una frase tomada de las obras de Ruperto, que define a María portio maxima, portio optima: la parte más excelsa, la mejor parte de la Iglesia (cf. In Apocalypsem 1.7: PL 169, 1043).

Queridos amigos, con este rápido esbozo nos damos cuenta de que Ruperto fue un teólogo fervoroso, dotado de gran profundidad. Como todos los representantes de la teología monástica, supo combinar el estudio racional de los misterios de la fe con la oración y con la contemplación, considerada la cumbre de todo conocimiento de Dios. Él mismo habla alguna vez de sus experiencias místicas, como cuando revela la inefable alegría de haber percibido la presencia del Señor: "En ese breve momento —afirma— experimenté la verdad de lo que dice él mismo: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón" (De gloria et honore Filii hominis. Super Matthaeum 12: PL 168, 1601). También nosotros, cada uno a su manera, podemos encontrar al Señor Jesús, que incesantemente acompaña nuestro camino, se hace presente en el Pan eucarístico y en su Palabra para nuestra salvación.

Saludos

(En español)

Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los miembros de la Hermandad del Santo Entierro y de Nuestra Señora de la Soledad, de Dos Hermanas; a los jóvenes de Cancún-Chetumal; y a los estudiantes de Monterrey, así como a los demás grupos venidos de España y otros países latinoamericanos. A todos os invito a reconocer con agradecimiento la presencia de Cristo en el Pan eucarístico y en su Palabra.

(En portugués)

Os deseo a todos un tiempo santo de Adviento fijando la mirada en la Virgen Madre, el miembro más excelso de la Iglesia. Como María, preparemos el corazón, la familia y los amigos para acoger y ofrecer a Jesús en Navidad.

(En polaco)

El tiempo de Adviento nos recuerda que Dios vendrá de nuevo en el esplendor de la gloria para concedernos los dones prometidos. A la espera de las fiestas de Navidad, esforcémonos por encontrar en nuestra vida de cada día un espacio para él a través de los ejercicios espirituales, la oración y la renovación de la vida interior.

(En italiano)

Saludo, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. La solemnidad de la Inmaculada, que celebramos ayer, nos recuerda la singular adhesión de María al proyecto salvífico de Dios. Queridos jóvenes, esforzaos por imitarla con corazón puro y limpio, dejando que os forje Dios, que también en vosotros quiere hacer "maravillas" (cf. Lc 1, 49). Queridos enfermos, con la ayuda de María, confiad siempre en el Señor, que conoce vuestros sufrimientos y, uniéndolos a los suyos, los ofrece por la salvación del mundo. Y vosotros, queridos recién casados, haced que vuestra casa, a imitación de la de Nazaret, sea acogedora y abierta a la vida.


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Miércoles 16 de diciembre de 2009

Juan de Salisbury

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy vamos a conocer la figura de Juan de Salisbury, que pertenecía a una de las escuelas filosóficas y teológicas más importantes del medioevo, la de la catedral de Chartres, en Francia. Como los teólogos de los que he hablado en las semanas pasadas, también él nos ayuda a comprender cómo la fe, en armonía con las justas aspiraciones de la razón, impulsa el pensamiento hacia la verdad revelada, en la que se encuentra el verdadero bien del hombre.

Juan nació en Inglaterra, en Salisbury, entre los años 1100 y 1120. Leyendo sus obras, y sobre todo su rico epistolario, podemos conocer los acontecimientos más importantes de su vida. Durante doce años, de 1136 a 1148, se dedicó a los estudios, frecuentando las escuelas más cualificadas de la época, en las que escuchó las lecciones de maestros famosos. Se dirigió a París y después a Chartres, el ambiente que marcó más su formación y del que asimiló la gran apertura cultural, el interés por los problemas especulativos y el aprecio por la literatura. Como sucedía a menudo en aquel tiempo, los estudiantes más brillantes eran requeridos por prelados y soberanos para ser sus estrechos colaboradores. Esto sucedió también a Juan de Salisbury, que fue presentado por un gran amigo suyo, san Bernardo de Claraval, a Teobaldo, arzobispo de Canterbury —sede primada de Inglaterra—, el cual lo acogió de buen grado en su clero.

Durante once años, de 1150 a 1161, Juan fue secretario y capellán del anciano arzobispo. Con celo infatigable, mientras seguía dedicándose al estudio, llevó a cabo una intensa actividad diplomática, trasladándose en diez ocasiones a Italia, con el objetivo específico de cuidar las relaciones del Reino y de la Iglesia de Inglaterra con el Romano Pontífice. Por lo demás, en esos años el Papa era Adriano iv, un inglés que mantuvo con Juan de Salisbury una íntima amistad. En los años sucesivos a la muerte de Adriano IV, acaecida en 1159, en Inglaterra se creó una situación de grave tensión entre la Iglesia y el Reino. El rey Enrique II pretendía afirmar su autoridad sobre la vida interna de la Iglesia, limitando su libertad. Esta toma de posición suscitó las reacciones de Juan de Salisbury, y sobre todo la valiente resistencia del sucesor de Teobaldo en la cátedra episcopal de Canterbury, santo Tomás Becket, que por este motivo fue desterrado a Francia. Juan de Salisbury lo acompañó y permaneció a su servicio, trabajando siempre por la reconciliación. En 1170, cuando tanto Juan como santo Tomás Becket habían regresado ya a Inglaterra, este último fue atacado y asesinado dentro de su catedral. Murió mártir y el pueblo lo veneró de inmediato como tal. Juan siguió sirviendo fielmente también al sucesor de santo Tomás, hasta que fue elegido obispo de Chartres, donde permaneció desde 1176 hasta 1180, año de su muerte.

De las obras de Juan de Salisbury quiero señalar dos, que se consideran sus obras maestras, designadas elegantemente con los títulos griegos de Metaloghicón (En defensa de la lógica) y el Polycráticus (El hombre de Gobierno). En la primera obra él —con la fina ironía que caracteriza a muchos hombres cultos— rechaza la postura de aquellos que tenían una concepción restrictiva de la cultura, considerada como elocuencia vacía, palabras inútiles. Juan, en cambio, elogia la cultura, la auténtica filosofía, es decir, el encuentro entre pensamiento fuerte y comunicación, palabra eficaz. Escribe: "De hecho, del mismo modo que no sólo es temeraria, sino también ciega la elocuencia que no está iluminada por la razón, así la sabiduría que no utiliza la palabra no sólo es débil, sino también en cierto sentido manca, pues aunque quizás una sabiduría sin palabra puede beneficiar de cara a la propia conciencia, beneficia raramente y poco a la sociedad" (Metaloghicón 1, 1: PL 199, 327). Una enseñanza muy actual. Hoy, la que Juan definía "elocuencia", es decir, la posibilidad de comunicar con instrumentos cada vez más elaborados y difundidos, se ha multiplicado enormemente. Con todo, tanto más urgente sigue siendo la necesidad de comunicar mensajes dotados de "sabiduría", es decir, inspirados en la verdad, en la bondad, en la belleza. Esta es una gran responsabilidad, que interpela de modo especial a las personas que trabajan en el ámbito multiforme y complejo de la cultura, de la comunicación, de los medios de comunicación social. Y este es un espacio en el que se puede anunciar el Evangelio con vigor misionero.

En el Metaloghicón Juan afronta los problemas de la lógica, en su tiempo objeto de gran interés, y se plantea una pregunta fundamental: ¿Qué puede conocer la razón humana? ¿Hasta qué punto puede corresponder a la aspiración que hay en todo hombre, es decir, a la búsqueda de la verdad? Juan de Salisbury adopta una posición moderada, basada en las enseñanzas de algunos tratados de Aristóteles y de Cicerón. Según él, ordinariamente la razón humana alcanza conocimientos que no son indiscutibles, sino probables y opinables. El conocimiento humano —esta es su conclusión— es imperfecto, porque está sujeto a la finitud, al límite del hombre. Sin embargo, el conocimiento crece y se perfecciona gracias a la experiencia y a la elaboración de razonamientos correctos y coherentes, capaces de establecer relaciones entre los conceptos y la realidad, gracias a la discusión, a la confrontación y al saber que se enriquece de generación en generación. Sólo en Dios hay una ciencia perfecta, que se comunica al hombre, al menos parcialmente, por medio de la Revelación acogida en la fe, por lo que la ciencia de la fe, la teología, despliega las potencialidades de la razón y hace avanzar con humildad en el conocimiento de los misterios de Dios.

El creyente y el teólogo, que profundizan en el tesoro de la fe, se abren también a un saber práctico, que guía las acciones cotidianas a las leyes morales y al ejercicio de las virtudes. Escribe Juan de Salisbury: "La clemencia de Dios nos ha concedido su ley, que establece qué cosas nos es útil conocer e indica cuánto nos es lícito saber de Dios y cuánto es justo investigar... De hecho, en esta ley se explicita y se hace manifiesta la voluntad de Dios, a fin de que cada uno de nosotros sepa lo que para él es necesario hacer" (Metaloghicón 4, 41: PL 199, 944-945). Según Juan de Salisbury, existe también una verdad objetiva e inmutable, cuyo origen es Dios, accesible a la razón humana y que atañe a la actuación práctica y social. Se trata de un derecho natural, en el que las leyes humanas y las autoridades políticas y religiosas deben inspirarse, para que puedan promover el bien común. Esta ley natural se caracteriza por una propiedad que Juan llama "equidad", es decir, la atribución a cada persona de sus derechos. De ella descienden preceptos que son legítimos para todos los pueblos, y que en ningún caso pueden ser abrogados. Esta es la tesis central del Polycráticus, el tratado de filosofía y de teología política, en el que Juan de Salisbury reflexiona sobre las condiciones que hacen justa y permitida la acción de los gobernantes.

Mientras otros argumentos afrontados en esta obra están vinculados a las circunstancias históricas en las que fue compuesta, el tema de la relación entre ley natural y ordenamiento jurídico-positivo, mediado por la equidad, hoy sigue siendo de gran importancia. En nuestro tiempo, sobre todo en algunos países, asistimos a una separación preocupante entre la razón, que tiene la tarea de descubrir los valores éticos unidos a la dignidad de la persona humana, y la libertad, que tiene la responsabilidad de acogerlos y promoverlos. Quizás Juan de Salisbury nos recordaría hoy que sólo son conformes a la equidad las leyes que tutelan la sacralidad de la vida humana y rechazan la licitud del aborto, de la eutanasia y de las experimentaciones genéticas irresponsables; las leyes que respetan la dignidad del matrimonio entre un hombre y una mujer, que se inspiran en una correcta laicidad del Estado —laicidad que conlleva siempre la salvaguarda de la libertad religiosa— y que persiguen la subsidiariedad y la solidaridad a nivel nacional e internacional. De lo contrario, acabaría por instaurarse lo que Juan de Salisbury define "tiranía del príncipe" o, como diríamos nosotros, "la dictadura del relativismo": un relativismo que, como recordé hace algunos años, "no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos" (Homilía en la misa "pro eligendo Romano Pontifice": L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 3).

En mi encíclica más reciente, Caritas in veritate, dirigiéndome a los hombres de buena voluntad que trabajan para que la acción social y política nunca se aleje de la verdad objetiva sobre el hombre y sobre su dignidad, escribí: "La verdad, y el amor que ella desvela, no se pueden producir, sólo se pueden acoger. Su fuente última no es, ni puede ser, el hombre, sino Dios, o sea Aquel que es Verdad y Amor. Este principio es muy importante para la sociedad y para el desarrollo, en cuanto que ni la verdad ni el amor pueden ser sólo productos humanos; la vocación misma al desarrollo de las personas y de los pueblos no se funda en una simple deliberación humana, sino que está inscrita en un plan que nos precede y que para todos nosotros es un deber que ha de ser acogido libremente" (n. 52). Este plan que nos precede —esta verdad del ser— debemos buscarlo y acogerlo, para que nazca la justicia, pero sólo podemos encontrarlo y acogerlo con un corazón, una voluntad, una razón purificados en la luz de Dios.



Saludos

(En lengua española)

Saludo a los fieles de lengua española provenientes de España y diversos países de Latinoamérica, en particular a los sacerdotes recientemente ordenados de la Congregación de Legionarios de Cristo, a sus familiares y amigos, así como a los miembros del Regnum Christi. A los nuevos presbíteros deseo recordarles que, con ocasión del Año sacerdotal, aprendan de san Juan María Vianney el amor a Cristo y su generoso servicio a la Iglesia. Que vuestra donación sea siempre total, plena y gozosa, sin olvidar nunca la predilección del Señor por vuestras vidas. Saludo también a los miembros de la delegación del Estado de México, a quienes agradezco cordialmente su visita y la iniciativa emprendida de regalar el pesebre y el árbol, que estarán presentes en esta aula durante estas fiestas de Navidad y Año nuevo. Muchas gracias.

(En lengua italiana)

Os saludo con gran afecto, queridos jóvenes, queridos enfermos y queridos recién casados. En este tiempo de Adviento, por boca del profeta Isaías el Señor nos dice: Volveos a mí y seréis salvados (45, 22). Vosotros, queridos chicos y chicas, que provenís de muchos colegios y parroquias de Italia, dejad espacio en vuestro corazón para Jesús que viene, a fin de testimoniar su alegría y su paz. Vosotros, queridos enfermos, acoged al Señor en vuestra vida para hallar descanso y consuelo en el encuentro con él. Y vosotros, queridos recién casados, haced del mensaje de amor de la Navidad la regla de vida de vuestra familia.


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Miércoles 23 de diciembre de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

Con la Novena de Navidad que estamos celebrando en estos días, la Iglesia nos invita a vivir de modo intenso y profundo la preparación al Nacimiento del Salvador, ya inminente. El deseo, que todos llevamos en el corazón, es que la próxima fiesta de la Navidad nos dé, en medio de la actividad frenética de nuestros días, una serena y profunda alegría para que nos haga tocar con la mano la bondad de nuestro Dios y nos infunda nuevo valor.

Para comprender mejor el significado de la Navidad del Señor quisiera hacer una breve referencia al origen histórico de esta solemnidad. De hecho, el Año litúrgico de la Iglesia no se desarrolló inicialmente partiendo del nacimiento de Cristo, sino de la fe en su resurrección. Por eso la fiesta más antigua de la cristiandad no es la Navidad, sino la Pascua; la resurrección de Cristo funda la fe cristiana, está en la base del anuncio del Evangelio y hace nacer a la Iglesia. Por lo tanto, ser cristianos significa vivir de modo pascual, implicándonos en el dinamismo originado por el Bautismo, que lleva a morir al pecado para vivir con Dios (cf. Rm 6,4).

El primero que afirmó con claridad que Jesús nació el 25 de diciembre fue Hipólito de Roma, en su comentario al libro del profeta Daniel, escrito alrededor del año 204. Algún exegeta observa, además, que ese día se celebraba la fiesta de la Dedicación del Templo de Jerusalén, instituida por Judas Macabeo en el 164 antes de Cristo. La coincidencia de fechas significaría entonces que con Jesús, aparecido como luz de Dios en la noche, se realiza verdaderamente la consagración del templo, el Adviento de Dios a esta tierra.

En la cristiandad la fiesta de Navidad asumió una forma definida en el siglo IV, cuando tomó el lugar de la fiesta romana del "Sol invictus", el sol invencible; así se puso de relieve que el nacimiento de Cristo es la victoria de la verdadera luz sobre las tinieblas del mal y del pecado. Con todo, el particular e intenso clima espiritual que rodea la Navidad se desarrolló en la Edad Media, gracias a san Francisco de Asís, que estaba profundamente enamorado del hombre Jesús, del Dios-con-nosotros. Su primer biógrafo, Tomás de Celano, en la Vita seconda narra que san Francisco "por encima de las demás solemnidades, celebraba con inefable premura el Nacimiento del Niño Jesús, y llamaba fiesta de las fiestas al día en que Dios, hecho un niño pequeño, había sido amamantado por un seno humano" (Fonti Francescane, n. 199, p. 492). De esta particular devoción al misterio de la Encarnación se originó la famosa celebración de la Navidad en Greccio. Probablemente, para ella san Francisco se inspiró durante su peregrinación a Tierra Santa y en el pesebre de Santa María la Mayor en Roma. Lo que animaba al Poverello de Asís era el deseo de experimentar de forma concreta, viva y actual la humilde grandeza del acontecimiento del nacimiento del Niño Jesús y de comunicar su alegría a todos.

En la primera biografía, Tomás de Celano habla de la noche del belén de Greccio de una forma viva y conmovedora, dando una contribución decisiva a la difusión de la tradición navideña más hermosa, la del belén. La noche de Greccio devolvió a la cristiandad la intensidad y la belleza de la fiesta de la Navidad y educó al pueblo de Dios a captar su mensaje más auténtico, su calor particular, y a amar y adorar la humanidad de Cristo. Este particular enfoque de la Navidad ofreció a la fe cristiana una nueva dimensión. La Pascua había concentrado la atención sobre el poder de Dios que vence a la muerte, inaugura una nueva vida y enseña a esperar en el mundo futuro. Con san Francisco y su belén se ponían de relieve el amor inerme de Dios, su humildad y su benignidad, que en la Encarnación del Verbo se manifiesta a los hombres para enseñar un modo nuevo de vivir y de amar.

Celano narra que, en aquella noche de Navidad, le fue concedida a san Francisco la gracia de una visión maravillosa. Vio que en el pesebre yacía inmóvil un niño pequeño, que se despertó del sueño precisamente por la cercanía de san Francisco. Y añade: "Esta visión coincidía con los hechos, pues, por obra de su gracia que actuaba por medio de su santo siervo Francisco, el niño Jesús fue resucitado en el corazón de muchos que le habían olvidado, y quedó profundamente grabado en su memoria amorosa" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 307). Este cuadro describe con gran precisión todo lo que la fe viva y el amor de san Francisco a la humanidad de Cristo han transmitido a la fiesta cristiana de la Navidad: el descubrimiento de que Dios se revela en los tiernos miembros del Niño Jesús. Gracias a san Francisco, el pueblo cristiano ha podido percibir que en Navidad Dios ha llegado a ser verdaderamente el "Emmanuel", el Dios-con-nosotros, del que no nos separa ninguna barrera ni lejanía. En ese Niño, Dios se ha hecho tan próximo a cada uno de nosotros, tan cercano, que podemos tratarle de tú y mantener con él una relación confiada de profundo afecto, como lo hacemos con un recién nacido.

En ese Niño se manifiesta el Dios-Amor: Dios viene sin armas, sin la fuerza, porque no pretende conquistar, por decir así, desde fuera, sino que quiere más bien ser acogido libremente por el hombre; Dios se hace Niño inerme para vencer la soberbia, la violencia, el afán de poseer del hombre. En Jesús, Dios asumió esta condición pobre y conmovedora para vencer con el amor y llevarnos a nuestra verdadera identidad. No debemos olvidar que el título más grande de Jesucristo es precisamente el de "Hijo", Hijo de Dios; la dignidad divina se indica con un término que prolonga la referencia a la humilde condición del pesebre de Belén, aunque corresponda de manera única a su divinidad, que es la divinidad del "Hijo".

Su condición de Niño nos indica además cómo podemos encontrar a Dios y gozar de su presencia. A la luz de la Navidad podemos comprender las palabras de Jesús: "Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18, 3). Quien no ha entendido el misterio de la Navidad, no ha entendido el elemento decisivo de la existencia cristiana. Quien no acoge a Jesús con corazón de niño, no puede entrar en el reino de los cielos; esto es lo que san Francisco quiso recordar a la cristiandad de su tiempo y de todos los tiempos, hasta hoy. Oremos al Padre para que conceda a nuestro corazón la sencillez que reconoce en el Niño al Señor, precisamente como hizo san Francisco en Greccio. Así pues, también a nosotros nos podría suceder lo que Tomás de Celano, refiriéndose a la experiencia de los pastores en la Noche Santa (cf. Lc 2, 20), narra a propósito de quienes estuvieron presentes en el acontecimiento de Greccio: "Cada uno volvió a su casa lleno de inefable alegría" (Vita prima, op. cit., n. 86, p. 479).

Este es el deseo que os expreso con afecto a todos vosotros, a vuestras familias y a vuestros seres queridos. ¡Feliz Navidad a todos!

Saludos

(En lengua española)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes venidos de México, así como a los demás grupos procedentes de España, Puerto Rico y otros países latinoamericanos. Que tengáis una Navidad muy feliz en compañía de vuestros familiares y amigos, rogándoos al mismo tiempo que llevéis a todos la felicitación del Papa para estos días entrañables. Muchas gracias.

(A los fieles de lengua polaca)

Dentro de poco, nos encontraremos una vez más ante el misterio de la noche de la santa Navidad. Juntamente con María y José, adoraremos al divino Niño recostado en el pesebre. A vosotros, aquí presentes, y a vuestros compatriotas deseo de corazón que acojáis con alegría al Hijo de Dios que viene para transformar a cada uno en un hombre nuevo y para conceder el don de la salvación. Que Jesús haga resplandecer vuestra vida con su luz, su amor, su paz y su esperanza. ¡Felices fiestas!

(En legua italiana)

Deseo saludar a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que, a pocos días de la solemnidad de la Navidad, el amor que Dios manifiesta a la humanidad en el nacimiento de Cristo, aumente en vosotros, queridos jóvenes, el deseo de servir generosamente a los hermanos. Que para vosotros, queridos enfermos, sea fuente de consuelo y de serenidad. Y que a vosotros, queridos recién casados, os lleve a consolidar vuestra promesa de amor y fidelidad mutua.


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Miércoles 30 de diciembre de 2009

Pedro Lombardo

Queridos hermanos y hermanas:

En esta última audiencia del año quiero hablaros de Pedro Lombardo, un teólogo que vivió en el siglo XII y gozó de gran fama, porque una de sus obras, titulada Sentencias, fue adoptada como manual de teología durante muchos siglos.

¿Quién era, por tanto, Pedro Lombardo? Aunque las noticias sobre su vida son escasas, podemos reconstruir las líneas esenciales de su biografía. Nació entre los siglos XI y XII cerca de Novara, en el norte de Italia, en un territorio que en otro tiempo pertenecía a los Longobardos; precisamente por eso le pusieron el sobrenombre de "Lombardo". Pertenecía a una familia de escasos recursos, como podemos deducir de la carta de presentación que san Bernardo de Claraval escribió a Gilduino, superior de la abadía de san Víctor en París, para pedirle que hospedara gratis a Pedro, el cual quería ir a esa ciudad para estudiar allí. De hecho, incluso en la Edad Media, no sólo los nobles o los ricos podían estudiar y llegar a ocupar cargos importantes en la vida eclesial y social, sino también personas de origen humilde, como por ejemplo Gregorio VII, el Papa que se enfrentó al emperador Enrique IV, o Mauricio de Sully, el arzobispo de París que mandó construir Notre-Dame y que era hijo de un campesino pobre.

Pedro Lombardo inició sus estudios en Bolonia, luego se trasladó a Reims y, por último, a París. Desde 1140 enseñó en la prestigiosa escuela de Notre-Dame. Estimado y apreciado como teólogo, ocho años después el Papa Eugenio III le encargó que examinara las doctrinas de Gilberto Porretano, que suscitaban muchos debates, porque no parecían del todo ortodoxas. Ordenado sacerdote, fue nombrado obispo de París en 1159, un año antes de su muerte, que aconteció en 1160.

Como todos los maestros de teología de su tiempo, también Pedro escribió discursos y textos en los que comentaba la Sagrada Escritura. Su obra maestra, sin embargo, son los cuatro libros de las Sentencias. Se trata de un texto que nació con vistas a la enseñanza. Según el método teológico utilizado en esos tiempos, era preciso ante todo conocer, estudiar y comentar el pensamiento de los Padres de la Iglesia y de otros escritores a los que se consideraba autorizados. Por eso, Pedro recogió una documentación muy amplia, constituida principalmente por las enseñanzas de los grandes Padres latinos, sobre todo de san Agustín, y abierta a la contribución de teólogos contemporáneos suyos. Utilizó también, entre otras, una obra enciclopédica de teología griega que desde hacía poco tiempo se conocía en Occidente: La fe ortodoxa, compuesta por san Juan Damasceno. El gran mérito de Pedro Lombardo consiste en haber ordenado todo el material, que había recogido y seleccionado con esmero, en un cuadro sistemático y armonioso. De hecho, una de las características de la teología es organizar de modo unitario y ordenado el patrimonio de la fe. Por eso, él distribuyó las sentencias, es decir, las fuentes patrísticas sobre los distintos temas, en cuatro libros. En el primero se trata de Dios y del misterio trinitario; en el segundo, de la obra de la creación, del pecado y de la gracia; en el tercero, del misterio de la Encarnación y de la obra de la Redención, con una amplia exposición sobre las virtudes. El cuarto libro está dedicado a los sacramentos y a las realidades últimas, las de la vida eterna, llamadas Novísimos. La visión de conjunto que se obtiene incluye casi todas las verdades de la fe católica. Esta mirada sintética y la presentación clara, ordenada, esquemática y siempre coherente, explican el éxito extraordinario de las Sentencias de Pedro Lombardo, que permitían a los alumnos un aprendizaje fiable y a los maestros, que las usaban en sus clases, profundizar ampliamente. Un teólogo franciscano, Alejandro de Hales, que vivió una generación después de la de Pedro, introdujo en las Sentencias una subdivisión que hizo más fácil su consulta y su estudio. Incluso los más grandes teólogos del siglo XIII, san Alberto Magno, san Buenaventura de Bagnoregio y santo Tomás de Aquino, iniciaron su actividad académica comentando los cuatro libros de las Sentencias de Pedro Lombardo, enriqueciéndolas con sus reflexiones. El texto de Lombardo fue el libro que se usó en todas las escuelas de teología hasta el siglo XVI.

Deseo destacar que la presentación orgánica de la fe es una exigencia irrenunciable. De hecho, las distintas verdades de la fe se iluminan recíprocamente y, en una visión total y unitaria, se aprecia la armonía del plan de salvación de Dios y la centralidad del misterio de Cristo. Invito a todos los teólogos y a los sacerdotes a tener siempre presente, a ejemplo de Pedro Lombardo, la visión completa de la doctrina cristiana, evitando los peligros actuales de fragmentación y devaluación de las diferentes verdades. El Catecismo de la Iglesia católica, así como el Compendio de dicho Catecismo, nos ofrecen precisamente este cuadro completo de la Revelación cristiana, que es necesario acoger con fe y gratitud. Por eso, quiero animar también a los fieles y a las comunidades cristianas a aprovechar estos instrumentos para conocer y profundizar en el contenido de nuestra fe. Así se nos presentará como una maravillosa sinfonía, que nos habla de Dios y de su amor, y que estimula nuestra firme adhesión y nuestra respuesta activa.

Para tener una idea del interés que sigue suscitando la lectura de las Sentencias de Pedro Lombardo, propongo dos ejemplos. Inspirándose en el comentario de san Agustín al libro del Génesis, Pedro se pregunta el motivo por el cual la creación de la mujer se realizó a partir de la costilla de Adán y no de su cabeza o de sus pies. Y explica: "Dios no estaba formando una dominadora ni una esclava del hombre, sino una compañera suya" (Sentencias 3, 18, 3). Luego, también apoyándose en la enseñanza patrística, añade: "En esta acción está representado el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, como la mujer fue formada de la costilla de Adán mientras este dormía, así la Iglesia nació de los sacramentos que comenzaron a fluir del costado de Cristo que dormía en la cruz, es decir, de la sangre y el agua, con que fuimos redimidos del castigo y purificados de la culpa" (Sentencias 3, 18, 4). Son reflexiones profundas, que siguen siendo válidas hoy que la teología y la espiritualidad del matrimonio cristiano han profundizado mucho en la analogía con la relación esponsal entre Cristo y su Iglesia.

En otro pasaje de su obra principal, Pedro Lombardo, tratando de los méritos de Cristo, se pregunta: "¿Por qué razón, entonces, [Cristo] quiso sufrir y morir, si sus virtudes eran ya suficientes para obtenerle todos los méritos?". Su respuesta es incisiva y eficaz: "Por ti, no por sí mismo". Luego prosigue con otra pregunta y otra respuesta, que parecen reproducir los debates que se mantenían durante las lecciones de los maestros de teología de la Edad Media: "Y ¿en qué sentido sufrió y murió por mí? Para que su pasión y muerte fueran para ti ejemplo y causa. Ejemplo de virtud y de humildad, causa de gloria y de libertad; ejemplo dado por Dios obediente hasta la muerte, causa de tu liberación y de tu felicidad" (Sentencias 3, 18, 5).

Entre las contribuciones más importantes de Pedro Lombardo a la historia de la teología, quisiera recordar su tratado sobre los sacramentos, de los que dio una definición que podría considerarse definitiva: "Se llama sacramento en sentido propio lo que es signo de la gracia de Dios y forma visible de la gracia invisible, de tal modo que lleva su imagen y es su causa" (4, 1, 4). Con esta definición, Pedro Lombardo capta la esencia de los sacramentos: son causa de la gracia, tienen la capacidad de comunicar realmente la vida divina. Los teólogos sucesivos no abandonarán ya esta visión y utilizarán también la distinción entre elemento material y elemento formal, introducida por el "Maestro de las Sentencias", como se solía llamar a Pedro Lombardo. El elemento material es la realidad sensible y visible; el formal son las palabras pronunciadas por el ministro. Ambos son esenciales para una celebración completa y válida de los sacramentos: la materia, la realidad con la cual el Señor nos toca visiblemente, y la palabra que da el significado espiritual. En el Bautismo, por ejemplo, el elemento material es el agua que se derrama sobre la cabeza del niño, y el elemento formal son las palabras: "Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Lombardo, además, aclaró que sólo los sacramentos transmiten objetivamente la gracia divina y que son siete: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden y Matrimonio (cf. Sentencias 4, 2, 1).

Queridos hermanos y hermanas, es importante reconocer cuán preciosa e indispensable es para todo cristiano la vida sacramental, en la que el Señor, en la comunidad de la Iglesia, a través de esta materia nos toca y nos transforma. Como reza el Catecismo de la Iglesia católica, los sacramentos son "fuerzas que brotan del Cuerpo de Cristo, siempre vivo y vivificante, y como acciones del Espíritu Santo" (n. 1116). En este Año sacerdotal, que estamos celebrando, exhorto a los sacerdotes, sobre todo a los ministros que ejercen la cura de almas, a que ellos mismos sean los primeros en tener una intensa vida sacramental, para que luego ayuden a los fieles. La celebración de los sacramentos debe caracterizarse por la dignidad y el decoro, y favorecer el recogimiento personal y la participación comunitaria, el sentido de la presencia de Dios y el celo misionero. Los sacramentos son el gran tesoro de la Iglesia y a cada uno de nosotros corresponde la tarea de celebrarlos con fruto espiritual. En ellos toca nuestra vida un acontecimiento siempre sorprendente: Cristo, a través de signos visibles, sale a nuestro encuentro, nos purifica, nos transforma y nos hace partícipes de su amistad divina.

Queridos amigos, hemos llegado al final de este año y a las puertas del año nuevo. Os deseo que la amistad de nuestro Señor Jesucristo os acompañe cada día del año que está a punto de comenzar. Que esta amistad de Cristo sea nuestra luz y guía, ayudándonos a ser hombres de paz, de su paz. ¡Feliz año a todos!



Saludos

(En castellano)

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, venidos de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a afianzar e iluminar la fe mediante una lectura pausada y atenta del mensaje cristiano, como se ofrece en el Catecismo de la Iglesia católica.

(En italiano)

Saludo ahora a los peregrinos de lengua italiana y, en particular, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, augurando a todos que el Año nuevo sea sereno y que se cumplan sus buenos deseos. Queridos jóvenes, especialmente los scouts que habéis venido de Soviore, vivid el nuevo año como un don precioso, comprometiéndoos a construir vuestra vida a la luz de la verdad, que resplandece en la santa cueva de Belén. Vosotros, enfermos, sed anunciadores de las riquezas escondidas en el misterio del dolor, que en Cristo se ha convertido en acontecimiento de redención. Vosotros, queridos recién casados, sabed edificar una familia que sea verdaderamente una pequeña Iglesia, capaz de anunciar siempre con la palabra y con el ejemplo la buena nueva que trajeron los ángeles a los hombres que Dios ama.


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Papa Ratzi Superstar









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