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Motu proprio

Ultimo Aggiornamento: 09/05/2013 19:26
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MOTU PROPRIO

"LA ANTIGUA Y VENERABLE BASÍLICA"

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA BASÍLICA DE SAN PABLO EXTRAMUROS Y PARA SU COMPLEJO EXTRATERRITORIAL


1. La antigua y venerable basílica de San Pablo extramuros, construida en el lugar donde según la tradición ocurrió el martirio del Apóstol de los gentiles, ha tenido siempre una peculiar importancia en la historia de la cristiandad, juntamente con las otras tres basílicas mayores de Roma, meta de numerosas peregrinaciones, particularmente con ocasión de los Años santos. Junto a la basílica de San Pablo existe desde hace trece siglos la prestigiosa abadía homónima de los monjes benedictinos, para los cuales la misma basílica reviste también la función de iglesia abacial.

2. Con el Tratado de Letrán de 1929 y con los sucesivos Acuerdos firmados entre la Santa Sede e Italia, se ha reconocido que las áreas y los edificios que forman el complejo de San Pablo extramuros pertenecen a la Santa Sede y gozan de un estatus jurídico específico, según las normas del derecho internacional. Sobre todo el complejo extraterritorial de San Pablo extramuros el Sumo Pontífice ejerce los poderes civiles según las normas vigentes (cf. Ley fundamental del Estado de la Ciudad del Vaticano, 26 de noviembre de 2000, en AAS Suplemento 71 [2000] 75-83).

3. Teniendo presente que en el pasado la Santa Sede ha definido solamente algunos aspectos de las competencias, tanto de la administración pontificia de la basílica como de la abadía benedictina, considero ahora oportuno emanar algunas normas generales con la finalidad de aclarar o definir los principales aspectos de la gestión pastoral y administrativa del complejo de San Pablo extramuros. Esto permitirá redactar después un Estatuto que fije las competencias de los sujetos interesados y regule sus relaciones.

4. Establezco que, al igual que sucede en las otras tres basílicas mayores, se ponga al frente de la basílica de San Pablo extramuros, que confirmo como entidad canónica con personalidad jurídica pública, un arcipreste nombrado por el Romano Pontífice. En dicha basílica, el arcipreste ejercerá la jurisdicción ordinaria e inmediata. Tendrá un vicario para la pastoral, que será el abad de la abadía benedictina de San Pablo, así como un delegado para la administración. Además, el arcipreste de San Pablo deberá supervisar todo el complejo extraterritorial, coordinando las diversas administraciones allí operantes, según las finalidades propias, salvo lo que forma parte de las competencias exclusivas del abad dentro de la abadía.

5. El abad del monasterio de San Pablo extramuros, después de haber sido elegido canónicamente, debe recibir la confirmación del Romano Pontífice. Goza de todos los derechos y las prerrogativas como superior de la comunidad benedictina. Con el fin de permitir al abad cumplir cada vez mejor sus deberes dentro de la comunidad monástica (cf. Pablo VI, motu proprio Catholica Ecclesia, 23 de octubre de 1976, en AAS 68 [1976] 694-696), mi venerado predecesor Juan Pablo II decidió que el área extraterritorial contigua a la abadía se sustraiga a la jurisdicción del abad de San Pablo, el cual conservará su jurisdicción ordinaria intra septa monasterii y su función litúrgica dentro de la basílica, como se define en el presente documento y se especificará en el sucesivo Estatuto.

6. Desde el 7 de marzo de 2005, la abadía ha asumido la denominación de "Abadía de San Pablo extramuros", habiendo sido suprimido recientemente el carácter y el título de circunscripción "territorial". Por tanto, quedando a salvo las competencias del arcipreste de San Pablo y las propias del abad, la potestad de jurisdicción pastoral ordinaria sobre toda el área extraterritorial de San Pablo extramuros corresponde al cardenal vicario de Roma, el cual la ejerce mediante la parroquia territorialmente competente de la diócesis.

7. Por tanto, queda suprimida la "Administración pontificia de la patriarcal basílica de San Pablo", constituida por el Papa Pío XI, de venerada memoria, con el quirógrafo del 30 de abril de 1933 y actualizada por el beato Juan XXIII con el quirógrafo del 20 de diciembre de 1962, y todas sus funciones quedan transferidas al arcipreste, el cual las ejercerá a tenor de lo que se establece en el Estatuto que aprobarán las Oficinas competentes de la Santa Sede.

8. Puesto que me interesa mucho que en la basílica de San Pablo extramuros se asegure el ministerio de la Penitencia en favor de todos los fieles que acuden a ella, tanto los pertenecientes a la diócesis de Roma como los numerosos peregrinos provenientes de las diversas partes del mundo, confirmo de buen grado cuanto estableció mi predecesor el Papa Pío XI (cf. constitución apostólica Quod divina favente, 3 de mayo de 1933, en AAS 25 [1933] 229-232), es decir, que la administración del sacramento de la Penitencia siga encomendándose a la atenta solicitud de los penitenciarios, elegidos entre los monjes benedictinos y constituidos según lo que disponga el próximo Estatuto.

9. En tiempos recientes, la Santa Sede ha demostrado un interés particular por promover en la basílica, o en el ámbito de la abadía, la celebración de especiales acontecimientos de carácter ecuménico. Por consiguiente, será tarea de los monjes, bajo la supervisión del arcipreste, organizar, coordinar y desarrollar dichos programas, contando con la ayuda de sus hermanos benedictinos de otras abadías y de acuerdo con el Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos.

10. Que el Apóstol de los gentiles ilumine y proteja a cuantos desempeñan su ministerio en la basílica a él dedicada, y conceda ayuda y consuelo a todos los fieles y a los peregrinos que, con sincera devoción, acuden a ese lugar sagrado en memoria de su martirio, para reavivar su fe e invocar su protección sobre su camino de santificación y sobre el compromiso de la Iglesia, con vistas a la difusión del Evangelio en el mundo contemporáneo.

No obstante cualquier disposición contraria, aunque sea digna de especial mención.

Dado en la Ciudad del Vaticano el 31 de mayo de 2005, fiesta de la Visitación de la bienaventurada Virgen María.

BENEDICTUS PP. XVI


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[Modificato da Paparatzifan 04/05/2013 10:17]
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MOTU PROPRIO

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI PARA LA APROBACIÓN Y PUBLICACIÓN DEL
COMPENDIO DEL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA


A los Venerables Hermanos Cardenales, Patriarcas, Arzobispos, Obispos,
Presbíteros, Diáconos y a todos los Miembros del Pueblo de Dios

Hace ya veinte años comenzaba la preparación del Catecismo de la Iglesia Católica, a petición de la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos celebrada con ocasión del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Ecuménico Vaticano II.

Agradezco infinitamente a Dios Nuestro Señor el haber dado a la Iglesia este Catecismo, promulgado en 1992 por mi venerado y amado Predecesor, el Papa Juan Pablo II.

La gran utilidad y valor de este don han sido confirmados, ante todo, por la positiva y amplia acogida que el Catecismo ha tenido entre los obispos, a quienes se dirigía en primer lugar, como texto de referencia segura y auténtica para la enseñanza de la doctrina católica y, en particular, para la elaboración de catecismos locales. Pero una ulterior confirmación ha venido de la favorable y gran acogida dispensada al mismo por todos los sectores del Pueblo de Dios, que lo han podido conocer y apreciar en las más de cincuenta lenguas a las que, hasta el momento, ha sido traducido.

Ahora, con gran gozo, apruebo y promulgo el Compendio de este Catecismo.

Dicho Compendio había sido vivamente deseado por los participantes al Congreso Catequético Internacional de octubre de 2002, que se hacían así intérpretes de una exigencia muy extendida en la Iglesia. Acogiendo este deseo, mi difunto Predecesor decidió su preparación en febrero de 2003, confiando la redacción del mismo a una restringida Comisión de Cardenales, presidida por mí y ayudada por un grupo de expertos colaboradores. Durante el desarrollo de los trabajos, el proyecto de este Compendio fue sometido al juicio de los Eminentísimos Cardenales y los Presidentes de las Conferencias Episcopales, que en su inmensa mayoría lo han acogido y valorado favorablemente.

El Compendio, que ahora presento a la Iglesia Universal, es una síntesis fiel y segura del Catecismo de la Iglesia Católica. Contiene, de modo conciso, todos los elementos esenciales y fundamentales de la fe de la Iglesia, de manera tal que constituye, como deseaba mi Predecesor, una especie de vademécum, a través del cual las personas, creyentes o no, pueden abarcar con una sola mirada de conjunto el panorama completo de la fe católica.

El Compendio refleja fielmente, en su estructura, contenidos y lenguaje, el Catecismo de la Iglesia Católica, que podrá ser mejor conocido y comprendido gracias a la ayuda y estímulo de esta síntesis.

Entrego, por tanto, con confianza este Compendio ante todo a la Iglesia entera y a cada cristiano en particular, para que, por medio de él, cada cual pueda encontrar, en este tercer milenio, nuevo impulso para renovar el compromiso de evangelización y educación de la fe que debe caracterizar a toda comunidad eclesial y a cada creyente en Cristo de cualquier edad y nación.

Pero este Compendio, por su brevedad, claridad e integridad, se dirige asimismo a toda persona que, viviendo en un mundo dispersivo y lleno de los más variados mensajes, quiera conocer el Camino de la Vida y la Verdad, entregado por Dios a la Iglesia de su Hijo.

Leyendo este valioso instrumento que es el Compendio, gracias especialmente a la intercesión de María Santísima, Madre de Cristo y de la Iglesia, puedan todos reconocer y acoger cada vez mejor la inagotable belleza, unicidad y actualidad del Don por excelencia que Dios ha hecho a la humanidad: Su Hijo único, Jesucristo, que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6).

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 28 de Junio de 2005, víspera de la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, año primero de mi Pontificado.


BENEDICTUS PP. XVI


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"MOTU PROPRIO"

TOTIUS ORBIS

DEL PAPA BENEDICTO XVI CON NUEVAS DISPOSICIONES SOBRE LAS BASÍLICAS
DE SAN FRANCISCO Y SANTA MARÍA DE LOS ÁNGELES EN ASÍS


Desde todo el mundo se mira con especial consideración la basílica de San Francisco en Asís, que conserva y custodia los restos mortales del seráfico santo, y la basílica de Santa María de los Ángeles, que contiene en sí la insigne iglesia de la Porciúncula: la primera está encomendada a la Orden de los Frailes Menores Franciscanos Conventuales, y la segunda a la Orden Franciscana de los Frailes Menores.

Los Romanos Pontífices, por su parte, han tenido siempre singulares vínculos y especial solicitud por estos dos templos mayores franciscanos propter eorum praestantiam atque dignitatem, y han querido hasta ahora que estuvieran sujetos directamente a su jurisdicción. A lo largo de los siglos, los frailes conventuales y los frailes menores, con su solícita obra y su testimonio, han mantenido vivo el espíritu y el carisma de san Francisco, difundiendo en todo el mundo su mensaje evangélico de paz, fraternidad y bien.

Teniendo en cuenta la exigencia de realizar una coordinación más eficaz entre las actividades que se desarrollan tanto en la basílica de San Francisco (con el sagrado convento anexo) como en la basílica de Santa María de los Ángeles (y el convento unido) con la pastoral de la diócesis de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, y también con la pastoral promovida a nivel regional y nacional por las respectivas Conferencias episcopales, nos ha parecido útil modificar la actual disciplina jurídica, tal como había sido regulada por nuestro venerado predecesor, el Papa Pablo VI, de feliz memoria, mediante el motu proprio Inclita toto, del 8 de agosto de 1969, por lo que respecta a la basílica de San Francisco (con el sagrado convento anexo), y mediante la decisión ex Audientia, del 12 de mayo de 1966, por lo que concierne a la basílica de Santa María de los Ángeles (y el convento unido), actualizando sus normas según las necesidades actuales.

Por tanto, disponemos y establecemos lo siguiente:

I. A la basílica de San Francisco y al sagrado convento anexo, así como a la basílica de Santa María de los Ángeles asignamos como nuestro legado a un cardenal de la santa Iglesia romana, el cual, aun sin gozar de jurisdicción, tendrá la misión de perpetuar con su autoridad moral los estrechos vínculos de comunión entre los lugares sagrados por el recuerdo del Poverello y esta Sede apostólica. Podrá impartir la bendición papal en las celebraciones que presida con ocasión de las mayores solemnidades litúrgicas.

II. El obispo de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino, de ahora en adelante, tendrá la jurisdicción prevista por el derecho sobre las iglesias y sobre las casas religiosas por lo que atañe a todas las actividades pastorales realizadas por los padres conventuales de la basílica de San Francisco y por los frailes menores de Santa María de los Ángeles.

III. Por tanto, los padres franciscanos, conventuales y menores, para todas las iniciativas que tienen carácter pastoral, deberán solicitar y obtener el consentimiento del obispo de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino. Este escuchará el parecer del presidente de la Conferencia episcopal umbra para las iniciativas relativas a la región umbra, o de la presidencia de la Conferencia episcopal italiana para las de mayor alcance.

IV. Por lo que respecta a la celebración de los sacramentos en las basílicas antes mencionadas, valen las normas del Código de derecho canónico y las vigentes en la diócesis de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino.

Por consiguiente, exhorto a los hijos de san Francisco, a quienes están encomendadas las dos basílicas mencionadas, a atenerse con generosa disponibilidad a las normas expuestas en este motu proprio con espíritu de sincera comunión con el obispo de Asís-Nocera Umbra-Gualdo Tadino y, a través de él, con la Conferencia episcopal regional y con la nacional.

No obstante cualquier disposición contraria.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 9 de noviembre de 2005, aniversario de la dedicación de la basílica lateranense, primer año de nuestro pontificado.


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BENEDICTUS PP. XVI

LITTERAE APOSTOLICAE - MOTU PROPRIO DATAE

DE ALIQUIBUS MUTATIONIBUS IN NORMIS DE ELECTIONE ROMANI PONTIFICIS

Carta Apostólica dada en forma de Motu proprio sobre algunos cambios en las normas sobre la elección del Romano Pontífice


En la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, promulgada el día 22 de febrero del año 1996 (1), nuestro venerable predecesor Juan Pablo II introdujo algunas modificaciones en las normas canónicas que se deben observar en la elección del Romano Pontífice establecidas por Pablo VI (2), de feliz recuerdo.

En el número 75 de dicha Constitución se establece que acabadas en vano todas las votaciones, realizadas según las normas establecidas, en los cuales para la válida elección del Romano Pontífice se requieren dos terceras partes de los votos de todos los presentes, el Cardenal Camarlengo debe consultar a los Cardenales electores sobre el modo de proceder, y se debe actuar como decida la mayoría absoluta de ellos, observando también la norma de que para que haya una elección válida se requiere o bien la mayoría absoluta de los votos, o bien la elección únicamente sobre los dos nombres que en el anterior escrutinio hubieran obtenido la mayor parte de los votos, aunque en este caso también se requería solo la mayoría absoluta.

Después de promulgada dicha Constitución, llegaron a Juan Pablo II no pocas peticiones autorizadas solicitando que se restableciera la norma sancionada por la tradición, según la cual no se considera válidamente elegido el Romano Pontífice si no obtiene dos terceras partes de los votos de los Cardenales electores.

Por lo tanto, Nos, habiendo estudiado atentamente la cuestión, establecemos y decidimos que se deben abrogar las normas que se prescriben en el número 75 de la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis de Juan Pablo II, y se sustituyan por las normas que siguen:

Si se realizaran en vano los escrutinios que se indican en los números 72, 73 y 74 de la indicada Constitución, téngase un día dedicado a la oración, la reflexión y el diálogo; en las siguientes votaciones, observado el orden establecido en el número 74 de dicha Constitución, solamente tendrán voz pasiva los dos Cardenales que en el último escrutinio hayan obtenido la mayoría de los sufragios, sin apartarse de la norma de que también en estas votaciones para la validez de la elección se requiere la mayoría cualificada [de dos tercios, n. del t.] de los sufragios de los Cardenales presentes. En estas votaciones los dos Cardenales que tienen voz pasiva carecen de voz activa.

Este documento comenzará a tener vigencia cuando sea publicado por L’Osservatore Romano. Esto ordenamos y establecemos, sin que obste nada contrario.

Dado en Roma, junto al sepulcro de San Pedro, el día 11 de junio del año 2007, tercero de nuestro Pontificado.

Benedicto PP. XVI

(publicado por por L’Osservatore Romano el 26 de junio de 2007)

Notas
(1) Juan Pablo II, Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, 22 de febrero del año 1996, en AAS 88 (1996) 305-343.

(2) Pablo VI, Constitución apostólica Romano Pontifici eligendo, 1 de octubre de 1975: AAS 67 (1975) 605-645.


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Motu Proprio Summorum Pontificum

[CARTA APOSTÓLICA]

[EN FORMA DE MOTU PROPRIO]

[BENEDICTO XVI]

"Los sumos pontífices hasta nuestros días se preocuparon constantemente porque la Iglesia de Cristo ofreciese a la Divina Majestad un culto digno de "alabanza y gloria de Su nombre" y "del bien de toda su Santa Iglesia".

"Desde tiempo inmemorable, como también para el futuro, es necesario mantener el principio según el cual, "cada Iglesia particular debe concordar con la Iglesia universal, no solo en cuanto a la doctrina de la fe y a los signos sacramentales, sino también respecto a los usos universalmente aceptados de la ininterrumpida tradición apostólica, que deben observarse no solo para evitar errores, sino también para transmitir la integridad de la fe, para que la ley de la oración de la Iglesia corresponda a su ley de fe". (1)

"Entre los pontífices que tuvieron esa preocupación resalta el nombre de San Gregorio Magno, que hizo todo lo posible para que a los nuevos pueblos de Europa se transmitiera tanto la fe católica como los tesoros del culto y de la cultura acumulados por los romanos en los siglos precedentes. Ordenó que fuera definida y conservada la forma de la sagrada Liturgia, relativa tanto al Sacrificio de la Misa como al Oficio Divino, en el modo en que se celebraba en la Urbe. Promovió con la máxima atención la difusión de los monjes y monjas que, actuando según la regla de San Benito, siempre junto al anuncio del Evangelio ejemplificaron con su vida la saludable máxima de la Regla: "Nada se anticipe a la obra de Dios" (cap.43). De esa forma la Sagrada Liturgia, celebrada según el uso romano, enriqueció no solamente la fe y la piedad, sino también la cultura de muchas poblaciones. Consta efectivamente que la liturgia latina de la Iglesia en sus varias formas, en todos los siglos de la era cristiana, ha impulsado en la vida espiritual a numerosos santos y ha reforzado a tantos pueblos en la virtud de la religión y ha fecundado su piedad".

"Muchos otros pontífices romanos, en el transcurso de los siglos, mostraron particular solicitud porque la sacra Liturgia manifestase de la forma más eficaz esta tarea: entre ellos destaca San Pío V, que sostenido de gran celo pastoral, tras la exhortación de Concilio de Trento, renovó todo el culto de la Iglesia, revisó la edición de los libros litúrgicos enmendados y "renovados según la norma de los Padres" y los dio en uso a la Iglesia Latina" .

"Entre los libros litúrgicos del Rito romano resalta el Misal Romano, que se desarrolló en la ciudad de Roma, y que, poco a poco, con el transcurso de los siglos, tomó formas que tienen gran semejanza con las vigentes en tiempos más recientes".

"Fue éste el objetivo que persiguieron los Pontífices Romanos en el curso de los siguientes siglos, asegurando la actualización o definiendo los ritos y libros litúrgicos, y después, al inicio de este siglo, emprendiendo una reforma general"(2). Así actuaron nuestros predecesores Clemente VIII, Urbano VIII, san Pío X (3), Benedicto XV, Pío XII y el beato Juan XXIII.

"En tiempos recientes, el Concilio Vaticano II expresó el deseo de que la debida y respetuosa reverencia respecto al culto divino, se renovase de nuevo y se adaptase a las necesidades de nuestra época. Movido de este deseo, nuestro predecesor, el Sumo Pontífice Pablo VI, aprobó en 1970 para la Iglesia latina los libros litúrgicos reformados, y en parte, renovados. Éstos, traducidos a las diversas lenguas del mundo, fueron acogidos de buen grado por los obispos, sacerdotes y fieles. Juan Pablo II revisó la tercera edición típica del Misal Romano. Así los Pontífices Romanos han actuado "para que esta especie de edificio litúrgico (...) apareciese nuevamente esplendoroso por dignidad y armonía" (4).

"En algunas regiones, sin embargo, no pocos fieles adhirieron y siguen adhiriendo con mucho amor y afecto a las anteriores formas litúrgicas, que habían embebido tan profundamente su cultura y su espíritu, que el Sumo Pontífice Juan Pablo II, movido por la preocupación pastoral respecto a estos fieles, en el año 1984, con el indulto especial "Quattuor abhinc annos", emitido por la Congregación para el Culto Divino, concedió la facultad de usar el Misal Romano editado por el beato Juan XXIII en el año 1962; más tarde, en el año 1988, con la Carta Apostólica "Ecclesia Dei", dada en forma de Motu proprio, Juan Pablo II exhortó a los obispos a utilizar amplia y generosamente esta facultad a favor de todos los fieles que lo solicitasen".

"Después de la consideración por parte de nuestro predecesor Juan Pablo II de las insistentes peticiones de estos fieles, después de haber escuchado a los Padres Cardenales en el consistorio del 22 de marzo de 2006, tras haber reflexionado profundamente sobre cada uno de los aspectos de la cuestión, invocado al Espíritu Santo y contando con la ayuda de Dios, con las presentes Cartas Apostólicas establecemos lo siguiente:

Art. 1.- El Misal Romano promulgado por Pablo VI es la expresión ordinaria de la "Lex orandi" ("Ley de la oración"), de la Iglesia católica de rito latino. No obstante el Misal Romano promulgado por San Pío V y nuevamente por el beato Juan XXIII debe considerarse como expresión extraordinaria de la misma "Lex orandi" y gozar del respeto debido por su uso venerable y antiguo. Estas dos expresiones de la "Lex orandi" de la Iglesia no llevarán
de forma alguna a una división de la "Lex credendi" ("Ley de la fe") de la Iglesia; son, de hecho, dos usos del único rito romano.

Por eso es lícito celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgado por el beato Juan XXIII en 1962, que no se ha abrogado nunca, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia. Las condiciones para el uso de este misal establecidas en los documentos anteriores "Quattuor abhinc annis" y "Ecclesia Dei", se sustituirán como se establece a continuación:

Art. 2.- En las Misas celebradas sin el pueblo, todo sacerdote católico de rito latino, tanto secular como religioso, puede utilizar sea el Misal Romano editado por el beato Papa Juan XXIII en 1962 que el Misal Romano promulgado por el Papa Pablo VI en 1970, en cualquier día, exceptuado el Triduo Sacro. Para dicha celebración siguiendo uno u otro misal, el sacerdote no necesita ningún permiso, ni de la Sede Apostólica ni de su Ordinario.

Art. 3.- Las comunidades de los institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, de derecho tanto pontificio como diocesano, que deseen celebrar la Santa Misa según la edición del Misal Romano promulgado en 1962 en la celebración conventual o "comunitaria" en sus oratorios propios, pueden hacerlo. Si una sola comunidad o un entero Instituto o Sociedad quiere llevar a cabo dichas celebraciones a menudo o habitualmente o permanentemente, la decisión compete a los Superiores mayores según las normas del derecho y según las reglas y los estatutos particulares.

Art 4.- A la celebración de la Santa Misa, a la que se refiere el artículo 2, también pueden ser admitidos -observadas las normas del derecho- los fieles que lo pidan voluntariamente.

Art.5. §1.- En las parroquias, donde haya un grupo estable de fieles adherentes a la precedente tradición litúrgica, el párroco acogerá de buen grado su petición de celebrar la Santa Misa según el rito del Misal Romano editado en 1962. Debe procurar que el bien de estos fieles se armonice con la atención pastoral ordinaria de la parroquia, bajo la guía del obispo como establece el can. 392 evitando la discordia y favoreciendo la unidad de toda la Iglesia.
§ 2.-La celebración según el Misal del beato Juan XXIII puede tener lugar en día ferial; los domingos y las festividades puede haber también una celebración de ese tipo.
§ 3.- El párroco permita también a los fieles y sacerdotes que lo soliciten la celebración en esta forma extraordinaria en circunstancias particulares, como matrimonios, exequias o celebraciones ocasionales, como por ejemplo las peregrinaciones.
§ 4.- Los sacerdotes que utilicen el Misal del beato Juan XXIII deben ser idóneos y no tener ningún impedimento jurídico.
§ 5.- En las iglesias que no son parroquiales ni conventuales, es competencia del Rector conceder la licencia más arriba citada.

Art.6. En las misas celebradas con el pueblo según el Misal del Beato Juan XXIII, las lecturas pueden ser proclamadas también en la lengua vernácula, usando ediciones reconocidas por la Sede Apostólica.

Art.7. Si un grupo de fieles laicos, como los citados en el art. 5, §1, no ha obtenido satisfacción a sus peticiones por parte del párroco, informe al obispo diocesano. Se invita vivamente al obispo a satisfacer su deseo. Si no puede proveer a esta celebración, el asunto se remita a la Pontificia Comisión "Ecclesia Dei".

Art. 8. El obispo, que desea responder a estas peticiones de los fieles laicos, pero que por diferentes causas no puede hacerlo, puede indicarlo a la Comisión "Ecclesia Dei" para que le aconseje y le ayude.

Art. 9. §1. El párroco, tras haber considerado todo atentamente, puede conceder la licencia para usar el ritual precedente en la administración de los sacramentos del Bautismo, del Matrimonio, de la Penitencia y de la Unción de Enfermos, si lo requiere el bien de las almas.
§2. A los ordinarios se concede la facultad de celebrar el sacramento de la Confirmación usando el precedente Pontifical Romano, siempre que lo requiera el bien de las almas.
§3. A los clérigos constituidos "in sacris" es lícito usar el Breviario Romano promulgado por el Beato Juan XXIII en 1962.

Art. 10. El ordinario del lugar, si lo considera oportuno, puede erigir una parroquia personal según la norma del canon 518 para las celebraciones con la forma antigua del rito romano, o nombrar un capellán, observadas las normas del derecho.

Art. 11. La Pontificia Comisión "Ecclesia Dei", erigida por Juan Pablo II en 1988, sigue ejercitando su misión. Esta Comisión debe tener la forma, y cumplir las tareas y las normas que el Romano Pontífice quiera atribuirle.

Art. 12. La misma Comisión, además de las facultades de las que ya goza, ejercitará la autoridad de la Santa Sede vigilando sobre la observancia y aplicación de estas disposiciones.

Todo cuanto hemos establecido con estas Cartas Apostólicas en forma de Motu Proprio, ordenamos que se considere "establecido y decretado" y que se observe desde el 14 de septiembre de este año, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, pese a lo que pueda haber en contrario.

Dado en Roma, en San Pedro, el 7 de julio de 2007, tercer año de mi Pontificado.


NOTAS

(1) Ordinamento generale del Messale Romano 3ª ed. 2002, n.937
(2) JUAN PABLO II, Lett. ap. Vicesimus quintus annus, 4 dicembre 1988, 3: AAS 81 (1989), 899
(3) Ibid. JUAN PABLO II, Lett. ap. Vicesimus quintus annus, 4 dicembre 1988, 3: AAS 81 (1989), 899
(4) S. PIO X, Lett. ap. Motu propio data, Abhinc duos annos, 23 ottobre 1913: AAS 5 (1913), 449-450; cfr JUAN PABLO II lett. ap. Vicesimus quintus annus, n. 3: AAS 81 (1989), 899
(5) Cfr IOANNES PAULUS II, Lett. ap. Motu proprio data Ecclesia Dei, 2 luglio 1988, 6: AAS 80 (1988), 1498

(08 de julio de 2007)


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Lettera Apostolica "Motu Proprio data" Antiqua ordinatione, con la quale è stata promulgata la Lex propria del Supremo Tribunale della Segnatura Apostolica (21 giugno 2008)

Sólo latín

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LETTERA APOSTOLICA IN FORMA DI “MOTU PROPRIO” DI BENEDETTO XVI CIRCA L'OPERA DEL PANE DEI POVERI

Sólo italiano

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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE "MOTU PROPRIO"

ECCLESIAE UNITATEM

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
PARA LA REFORMA DE LA COMISIÓN "ECCLESIA DEI"



1. La tarea de conservar la unidad de la Iglesia, con la solicitud de ofrecer a todos las ayudas para responder de manera oportuna a esta vocación y gracia divina, corresponde de modo particular al Sucesor del apóstol san Pedro, que es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los obispos como de los fieles (cf. Vaticano II, Lumen gentium, 23; Vaticano I, Pastor aeternus, cap. 3: DS 3060). La prioridad suprema y fundamental de la Iglesia, en todo tiempo, de llevar a los hombres hacia el encuentro con Dios, se debe favorecer mediante el testimonio de fe común de todos los cristianos.

2. Por fidelidad a este mandato, tras el acto con el que el arzobispo Marcel Lefebvre, el 30 de junio de 1988, confirió ilícitamente la ordenación episcopal a cuatro sacerdotes, mi predecesor, de venerada memoria, Juan Pablo ii instituyó el 2 de julio de 1988 la Comisión pontificia Ecclesia Dei "con la tarea de colaborar con los obispos, con los dicasterios de la Curia romana y con los ambientes interesados, para facilitar la plena comunión eclesial de los sacerdotes, seminaristas, comunidades, religiosos o religiosas, que hasta ahora estaban ligados de distintas formas a la Fraternidad fundada por el arzobispo Lefebvre y que deseen permanecer unidos al sucesor de Pedro en la Iglesia católica, conservando sus tradiciones espirituales y litúrgicas, según el protocolo firmado el pasado 5 de mayo por el cardenal Ratzinger y por el arzobispo Lefebvre" (Juan Pablo II, motu proprio Ecclesia Dei, 2 de julio de 1988, n. 6: AAS 80 [1988] 1498; cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de julio de 1988, p. 24).

3. En esta línea, adhiriéndome fielmente a la misma tarea de servir a la comunión universal de la Iglesia, también en su manifestación visible, y realizando el máximo esfuerzo para que todos los que desean verdaderamente la unidad puedan permanecer en ella o reencontrarla, amplié y actualicé, con el motu proprio Summorum Pontificum, la indicación general contenida en el motu proprio Ecclesia Dei, sobre la posibilidad de utilizar el Missale Romanum de 1962, con normas más precisas y detalladas (cf. Benedicto XVI, motu proprio Summorum Pontificum, 7 de julio de 2007: AAS 99 [2007] 777-781).

4. Con el mismo espíritu y el mismo deseo de favorecer la superación de toda fractura y división en la Iglesia y de curar una herida sentida de manera cada vez más dolorosa en el tejido eclesial, decidí levantar la excomunión a los cuatro obispos ordenados ilícitamente por monseñor Lefebvre. Con esa decisión quise suprimir un impedimento que podía impedir la apertura de una puerta al diálogo e invitar así a los obispos y a la "Fraternidad San Pío X" a volver al camino de la comunión plena con la Iglesia. Como expliqué en la carta a los obispos católicos del pasado 10 de marzo, la remisión de la excomunión fue una medida tomada en el ámbito de la disciplina eclesiástica para liberar a las personas del peso de conciencia constituido por la censura eclesiástica más grave. Pero las cuestiones doctrinales, obviamente, persisten y, mientras no se aclaren, la Fraternidad no tiene un estatuto canónico en la Iglesia y sus ministros no pueden ejercer legítimamente ningún ministerio.

5. Precisamente porque los problemas que se deben tratar actualmente con la Fraternidad son de naturaleza esencialmente doctrinal, he decidido —a los veintiún años del motu proprio Ecclesia Dei y de acuerdo con lo que me había reservado hacer (cf. motu proprio Summorum Pontificum, art. 11)— reformar la estructura de la Comisión Ecclesia Dei, uniéndola de manera estrecha a la Congregación para la doctrina de la fe.

6. Por tanto, la Comisión pontificia Ecclesia Dei queda configurada de la siguiente manera:

a) El presidente de la Comisión es el prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe.

b) La Comisión tiene una estructura orgánica propia, compuesta por el secretario y por oficiales.

c) Al presidente le corresponde, con la ayuda del secretario, someter los principales casos y las cuestiones de carácter doctrinal al estudio y al discernimiento de las instancias ordinarias de la Congregación para la doctrina de la fe, así como someter las conclusiones a las disposiciones superiores del Sumo Pontífice.

7. Con esta decisión he querido, en particular, manifestar solicitud paterna hacia la "Fraternidad San Pío X" para que vuelva a la comunión plena con la Iglesia.

Dirijo a todos una apremiante invitación a orar sin cesar al Señor, por intercesión de la santísima Virgen María, "ut unum sint".

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 2 de julio de 2009, quinto año de mi pontificado.

BENEDICTUS PP. XVI


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Carta Apostólica en forma de "Motu Proprio" con la que se aprueba el nuevo estatuto de la Oficina Laboral de la Sede Apostólica (ULSA) (7 de julio de 2009)

Sólo en italiano

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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»

OMNIUM IN MENTEM

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI
CON LA CUAL SE MODIFICAN
ALGUNAS NORMAS DEL CÓDIGO DE DERECHO CANÓNICO



La constitución apostólica Sacrae disciplinae leges, promulgada el 25 de enero de 1983, llamó la atención de todos sobre el hecho de que la Iglesia, en cuanto comunidad al mismo tiempo espiritual y visible, y ordenada jerárquicamente, necesita normas jurídicas «para que el ejercicio de las funciones que le han sido confiadas divinamente, sobre todo la de la sagrada potestad y la de la administración de los sacramentos, se lleve a cabo de forma adecuada». En esas normas es necesario que resplandezca siempre, por una parte, la unidad de la doctrina teológica y de la legislación canónica y, por otra, la utilidad pastoral de las prescripciones, mediante las cuales las disposiciones eclesiásticas están ordenadas al bien de las almas.

A fin de garantizar más eficazmente tanto esta necesaria unidad doctrinal como la finalidad pastoral, a veces la autoridad suprema de la Iglesia, después de ponderar las razones, decide los cambios oportunos de las normas canónicas, o introduce en ellas alguna integración. Esta es la razón que nos lleva a redactar la presente Carta, que concierne a dos cuestiones.

En primer lugar, en los cánones 1008 y 1009 del Código de derecho canónico sobre el sacramento del Orden, se confirma la distinción esencial entre el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial y, al mismo tiempo, se pone en relieve la diferencia entre episcopado, presbiterado y diaconado. Ahora, en cambio, después de que, habiendo oído a los padres de la Congregación para la doctrina de la fe, nuestro venerado predecesor Juan Pablo II estableció que se debía modificar el texto del número 875 del Catecismo de la Iglesia católica, con el fin de retomar más adecuadamente la doctrina sobre los diáconos de la constitución dogmática Lumen gentium (n. 29) del concilio Vaticano II, también Nos consideramos que se debe perfeccionar la norma canónica que atañe a esta misma materia. Por lo tanto, oído el parecer del Consejo pontificio para los textos legislativos, establecemos que las palabras de dichos cánones se modifiquen como se indica sucesivamente.

Además, dado que los sacramentos son los mismos para toda la Iglesia, compete únicamente a la autoridad suprema aprobar y definir los requisitos para su validez, y también determinar lo que se refiere al rito que es necesario observar en la celebración de los mismos (cf. can. 841), todo lo cual ciertamente vale también para la forma que debe observarse en la celebración del matrimonio, si al menos uno de los contrayentes ha sido bautizado en la Iglesia católica (cf. cann. 11 y 1108).

El Código de derecho canónico establece, sin embargo, que los fieles que se han separado de la Iglesia por "acto formal", no están sujetos a las leyes eclesiásticas relativas a la forma canónica del matrimonio (cf. can. 1117), a la dispensa del impedimento de disparidad de culto (cf. can. 1086) y a la licencia requerida para los matrimonios mixtos (cf. can. 1124). La razón y el fin de esta excepción a la norma general del canon 11 tenía como finalidad evitar que los matrimonios contraídos por aquellos fieles fuesen nulos por defecto de forma, o bien por impedimento de disparidad de culto.

Con todo, la experiencia de estos años ha mostrado, por el contrario, que esta nueva ley ha generado no pocos problemas pastorales. En primer lugar, ha parecido difícil la determinación y la configuración práctica, en los casos particulares, de este acto formal de separación de la Iglesia, sea en cuanto a su sustancia teológica, sea en cuanto al aspecto canónico. Además, han surgido muchas dificultades tanto en la acción pastoral como en la praxis de los tribunales. De hecho, se observaba que de la nueva ley parecían derivar, al menos indirectamente, una cierta facilidad o, por decir así, un incentivo a la apostasía en aquellos lugares donde los fieles católicos son escasos en número, o donde rigen leyes matrimoniales injustas, que establecen discriminaciones entre los ciudadanos por motivos religiosos; además, esa nueva ley hacía difícil el retorno de aquellos bautizados que deseaban vivamente contraer un nuevo matrimonio canónico, después del fracaso del anterior; por último, omitiendo otras cosas, para la Iglesia muchísimos de estos matrimonios se convertían de hecho en matrimonios denominados clandestinos.

Considerado todo esto, y evaluados cuidadosamente los pareceres tanto de los padres de la Congregación para la doctrina de la fe y del Consejo pontificio para los textos legislativos, como también de las Conferencias episcopales que han sido consultadas sobre la utilidad pastoral de conservar o abrogar esta excepción a la norma general del canon 11, ha parecido necesario abolir esta regla introducida en el cuerpo de las leyes canónicas actualmente vigente.

Establecemos, por lo tanto, eliminar del mismo Código las palabras: «y no se ha apartado de ella por acto formal» del canon 1117, «y no se ha apartado de ella por acto formal» del canon 1086 §1, como también «y no se haya apartado de ella mediante un acto formal» del canon 1124.

Por eso, habiendo oído al respecto a la Congregación para la doctrina de la fe y al Consejo pontificio para los textos legislativos y pedido también el parecer de nuestros venerables hermanos cardenales de la santa Iglesia romana responsables de los dicasterios de la Curia romana, establecemos cuanto sigue:

Art 1. El texto del canon 1008 del Código de derecho canónico se ha de modificar de manera que, de ahora en adelante, resulte así:

«Mediante el sacramento del Orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a servir, según el grado de cada uno, con nuevo y peculiar título, al pueblo de Dios».

Art. 2. El canon 1009 del Código de derecho canónico de ahora en adelante tendrá tres parágrafos, en el primero y en el segundo de los cuales se mantendrá el texto del canon vigente, mientras que en el tercero el nuevo texto se redactará de manera que el canon 1009 §3 resulte así:

«Aquellos que han sido constituidos en el orden del episcopado o del presbiterado reciben la misión y la facultad de actuar en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos, en cambio, son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad».

Art. 3. El texto del canon 1086 §1 del Código de derecho canónico queda modificado así:

«Es inválido el matrimonio entre dos personas, una de las cuales fue bautizada en la Iglesia católica o recibida en su seno, y otra no bautizada».

Art. 4. El texto del canon 1117 del Código de derecho canónico queda modificado así:

«La forma arriba establecida se ha de observar si al menos uno de los contrayentes fue bautizado en la Iglesia católica o recibido en ella, sin perjuicio de lo establecido en el canon 1127 §2».

Art. 5. El texto del canon 1124 del Código de derecho canónico queda modificado así:

«Está prohibido, sin licencia expresa de la autoridad competente, el matrimonio entre dos personas bautizadas, una de las cuales haya sido bautizada en la Iglesia católica o recibida en ella después del bautismo, y otra adscrita a una Iglesia o comunidad eclesial que no se halle en comunión plena con la Iglesia católica».

Cuanto hemos deliberado con esta carta apostólica en forma de motu proprio, ordenamos que tenga firme y estable vigor, no obstante cualquier disposición contraria aunque sea digna de particular mención, y que se publique en el comentario oficial Acta Apostolicae Sedis.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 26 del mes de octubre del año 2009, quinto de nuestro pontificado.

BENEDICTUS PP. XVI


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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE «MOTU PROPRIO»

UBICUMQUE ET SEMPER

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI CON LA CUAL SE INSTITUYE EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PROMOCIÓN DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN


La Iglesia tiene el deber de anunciar siempre y en todas partes el Evangelio de Jesucristo. Él, el primer y supremo evangelizador, en el día de su ascensión al Padre, ordenó a los Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20). Fiel a este mandamiento, la Iglesia, pueblo adquirido por Dios para que proclame sus obras admirables (cf. 1 P 2, 9), desde el día de Pentecostés, en el que recibió como don el Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-4), nunca se ha cansado de dar a conocer a todo el mundo la belleza del Evangelio, anunciando a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, el mismo «ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8), que con su muerte y resurrección realizó la salvación, cumpliendo la antigua promesa. Por tanto, para la Iglesia la misión evangelizadora, continuación de la obra que quiso Jesús nuestro Señor, es necesaria e insustituible, expresión de su misma naturaleza.

Esta misión ha asumido en la historia formas y modalidades siempre nuevas según los lugares, las situaciones y los momentos históricos. En nuestro tiempo, uno de sus rasgos singulares ha sido afrontar el fenómeno del alejamiento de la fe, que se ha ido manifestando progresivamente en sociedades y culturas que desde hace siglos estaban impregnadas del Evangelio. Las transformaciones sociales a las que hemos asistido en las últimas décadas tienen causas complejas, que hunden sus raíces en tiempos lejanos, y han modificado profundamente la percepción de nuestro mundo. Pensemos en los gigantescos avances de la ciencia y de la técnica, en la ampliación de las posibilidades de vida y de los espacios de libertad individual, en los profundos cambios en campo económico, en el proceso de mezcla de etnias y culturas causado por fenómenos migratorios de masas, y en la creciente interdependencia entre los pueblos. Todo esto ha tenido consecuencias también para la dimensión religiosa de la vida del hombre. Y si, por un lado, la humanidad ha conocido beneficios innegables de esas transformaciones y la Iglesia ha recibido ulteriores estímulos para dar razón de su esperanza (cf. 1 P 3, 15), por otro, se ha verificado una pérdida preocupante del sentido de lo sagrado, que incluso ha llegado a poner en tela de juicio los fundamentos que parecían indiscutibles, como la fe en un Dios creador y providente, la revelación de Jesucristo único salvador y la comprensión común de las experiencias fundamentales del hombre como nacer, morir, vivir en una familia, y la referencia a una ley moral natural.

Aunque algunos hayan acogido todo ello como una liberación, muy pronto nos hemos dado cuenta del desierto interior que nace donde el hombre, al querer ser el único artífice de su naturaleza y de su destino, se ve privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas.

Ya el concilio ecuménico Vaticano II incluyó entre sus temas centrales la cuestión de la relación entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. Siguiendo las enseñanzas conciliares, mis predecesores reflexionaron ulteriormente sobre la necesidad de encontrar formas adecuadas para que nuestros contemporáneos sigan escuchando la Palabra viva y eterna del Señor.

El siervo de Dios Pablo VI observaba con clarividencia que el compromiso de la evangelización «se está volviendo cada vez más necesario, a causa de las situaciones de descristianización frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para las gentes sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen poco los fundamentos de la misma; para los intelectuales que sienten necesidad de conocer a Jesucristo bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en su infancia, y para otros muchos» (Evangelii nuntiandi, 52). Y, con el pensamiento dirigido a los que se han alejado de la fe, añadía que la acción evangelizadora de la Iglesia «debe buscar constantemente los medios y el lenguaje adecuados para proponerles o volverles a proponer la revelación de Dios y la fe en Jesucristo» (ib., n. 56). El venerable siervo de Dios Juan Pablo II puso esta ardua tarea como uno de los ejes su vasto magisterio, sintetizando en el concepto de «nueva evangelización», que él profundizó sistemáticamente en numerosas intervenciones, la tarea que espera a la Iglesia hoy, especialmente en las regiones de antigua cristianización. Una tarea que, aunque concierne directamente a su modo de relacionarse con el exterior, presupone, primero de todo, una constante renovación en su seno, un continuo pasar, por decirlo así, de evangelizada a evangelizadora. Baste recordar lo que se afirmaba en la exhortación postsinodal Christifideles laici: «Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del laicismo y del ateísmo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado primer mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una existencia vivida "como si Dios no existiera". Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateísmo declarado. Y también la fe cristiana —aunque sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y rituales— tiende a ser erradicada de los momentos más significativos de la existencia humana, como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. (...) En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una fe límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de auténtica libertad. Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la trabazón cristiana de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos países o naciones» (n. 34).

Por tanto, haciéndome cargo de la preocupación de mis venerados predecesores, considero oportuno dar respuestas adecuadas para que toda la Iglesia, dejándose regenerar por la fuerza del Espíritu Santo, se presente al mundo contemporáneo con un impulso misionero capaz de promover una nueva evangelización. Esta se refiere sobre todo a las Iglesias de antigua fundación, que viven realidades bastante diferenciadas, a las que corresponden necesidades distintas, que esperan impulsos de evangelización diferentes: en algunos territorios, en efecto, aunque avanza el fenómeno de la secularización, la práctica cristiana manifiesta todavía una buena vitalidad y un profundo arraigo en el alma de poblaciones enteras; en otras regiones, en cambio, se nota un distanciamiento más claro de la sociedad en su conjunto respecto de la fe, con un entramado eclesial más débil, aunque no privado de elementos de vivacidad, que el Espíritu Santo no deja de suscitar; también existen, lamentablemente, zonas casi completamente descristianizadas, en las cuales la luz de la fe está confiada al testimonio de pequeñas comunidades: estas tierras, que necesitarían un renovado primer anuncio del Evangelio, parecen particularmente refractarias a muchos aspectos del mensaje cristiano.

La diversidad de las situaciones exige un atento discernimiento; hablar de «nueva evangelización» no significa tener que elaborar una única fórmula igual para todas las circunstancias. Y, sin embargo, no es difícil percatarse de que lo que necesitan todas las Iglesias que viven en territorios tradicionalmente cristianos es un renovado impulso misionero, expresión de una nueva y generosa apertura al don de la gracia. De hecho, no podemos olvidar que la primera tarea será siempre ser dóciles a la obra gratuita del Espíritu del Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores del Evangelio y abre el corazón de quienes escuchan. Para proclamar de modo fecundo la Palabra del Evangelio se requiere ante todo hacer una experiencia profunda de Dios.

Como afirmé en mi primer encíclica Deus caritas est: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (n. 1). De forma análoga, en la raíz de toda evangelización no hay un proyecto humano de expansión, sino el deseo de compartir el don inestimable que Dios ha querido darnos, haciéndonos partícipes de su propia vida.

Por tanto, a la luz de estas reflexiones, después de haber examinado con esmero cada aspecto y haber solicitado el parecer de personas expertas, establezco y decreto lo siguiente:

Art. 1

§ 1. Se constituye el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, como dicasterio de la Curia romana, de acuerdo con la constitución apostólica Pastor bonus.

§ 2. El Consejo persigue su finalidad tanto estimulando la reflexión sobre los temas de la nueva evangelización, como descubriendo y promoviendo las formas y los instrumentos adecuados para realizarla.

Art. 2

La actividad del Consejo, que se lleva a cabo en colaboración con los demás dicasterios y organismos de la Curia romana, respetando las relativas competencias, está al servicio de las Iglesias particulares, especialmente en los territorios de tradición cristiana donde se manifiesta con mayor evidencia el fenómeno de la secularización.

Art. 3

Entre las tareas específicas del Consejo se señalan:

1. profundizar el significado teológico y pastoral de la nueva evangelización;

2. promover y favorecer, en estrecha colaboración con las Conferencias episcopales interesadas, que podrán tener un organismo ad hoc, el estudio, la difusión y la puesta en práctica del Magisterio pontificio relativo a las temáticas relacionadas con la nueva evangelización;

3. dar a conocer y sostener iniciativas relacionadas con la nueva evangelización organizadas en las diversas Iglesias particulares y promover la realización de otras nuevas, involucrando también activamente las fuerzas presentes en los institutos de vida consagrada y en las sociedades de vida apostólica, así como en las agregaciones de fieles y en las nuevas comunidades;

4. estudiar y favorecer el uso de las formas modernas de comunicación, como instrumentos para la nueva evangelización;

5. promover el uso del Catecismo de la Iglesia católica, como formulación esencial y completa del contenido de la fe para los hombres de nuestro tiempo.

Art. 4

§ 1. Dirige el Consejo un arzobispo presidente, con la ayuda de un secretario, un subsecretario y un número conveniente de oficiales, según las normas establecidas por la constitución apostólica Pastor bonus y el Reglamento general de la Curia romana.

§ 2. El Consejo tiene miembros propios y puede disponer de consultores propios.

Ordeno que todo lo que se ha deliberado con el presente Motu proprio tenga valor pleno y estable, a pesar de cualquier disposición contraria, aunque sea digna de particular mención, y establezco que se promulgue mediante la publicación en el periódico «L'Osservatore Romano» y que entre en vigor el día de la promulgación.

Castelgandolfo, 21 de septiembre de 2010, fiesta de San Mateo, Apóstol y Evangelista, año sexto de mi pontificado.



BENEDICTUS PP. XVI


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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE “MOTU PROPRIO” DE BENEDICTO XVI SOBRE LA PREVENCIÓN Y LA LUCHA CONTRA LAS ACTIVIDADES ILEGALES EN EL CAMPO FINANCIERO Y MONETARIO


La Sede Apostólica siempre ha levantado su voz para exhortar a todos los hombres de buena voluntad y, sobre todo, a los responsables de las naciones, al compromiso en la edificación, también mediante una paz justa y duradera en todas partes en el mundo, de la ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la comunidad de los pueblos y de las naciones (Benedicto XVI, carta enc. Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, 7: AAS 101 [2009] 645). Lamentablemente, en nuestros tiempos, en una sociedad cada vez más globalizada, la paz se ve amenazada por distintas causas, entre las cuales la de un uso impropio del mercado y de la economía, y la causa terrible y destructora de la violencia que el terrorismo perpetra, ocasionando muerte, sufrimientos, odio e inestabilidad social.

Muy oportunamente la comunidad internacional se está dotando cada vez más de principios e instrumentos jurídicos que permitan prevenir y luchar contra el fenómeno del blanqueo de dinero y de la financiación del terrorismo.

La Santa Sede aprueba este compromiso y quiere hacer suyas estas reglas en el uso de los recursos materiales que sirven para el desarrollo de su misión y de las tareas del Estado de la Ciudad del Vaticano.

En ese marco y en ejecución de la Convención monetaria entre el Estado de la Ciudad del Vaticano y la Unión Europea del 17 de diciembre de 2009, he aprobado para este Estado la emanación de la Ley sobre la prevención y la lucha contra el blanqueo de ingresos procedentes de actividades criminales y de la financiación del terrorismo del 30 de diciembre de 2010, que hoy se promulga.

Con la presente Carta apostólica en forma de motu proprio:

a) establezco que la citada Ley del Estado de la Ciudad del Vaticano y sus futuras modificaciones tengan vigencia también para los dicasterios de la Curia romana y para todos los organismos y entes dependientes de la Santa Sede donde estos desarrollen las actividades a las que se refiere el art. 2 de la misma Ley;

b) constituyo la Autoridad de información financiera (AIF) indicada en el artículo 33 de la Ley sobre la prevención y la lucha contra el blanqueo de ingresos procedentes de actividades criminales y de la financiación del terrorismo, como Institución vinculada a la Santa Sede, a tenor de los artículos 186 y 190-191 de la Constitución apostólica «Pastor Bonus», confiriéndole la personalidad jurídica canónica pública y la personalidad civil vaticana y aprobando sus Estatutos, unidos al presente motu proprio;

c) establezco que la Autoridad de información financiera (AIF) ejerza sus funciones respecto de los dicasterios de la Curia romana y de todos los organismos y entes a los que se refiere la letra a);

d) delego, limitadamente a las hipótesis delictivas de las que trata la citada Ley, a los órganos judiciales competentes del Estado de la Ciudad del Vaticano a ejercer la jurisdicción penal respecto de los dicasterios de la Curia romana y de todos los organismos y entes referidos en la letra a).

Dispongo que cuanto se establece tenga valor pleno y estable a partir de la fecha de hoy, no obstante cualquier disposición contraria, aunque sea merecedora de especial mención.

Establezco que la presente Carta apostólica en forma de motu proprio se publique en Acta Apostolicae Sedis.

Dado en Roma, en el palacio apostólico, el 30 de diciembre del año 2010, sexto de mi pontificado.

BENEDICTUS PP. XVI


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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO

QUAERIT SEMPER

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI

con la que se modifica la Constitución apostólica Pastor bonus y se trasladan algunas competencias de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos al nuevo Departamento para los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado y las causas de nulidad de la sagrada Ordenación constituido en el Tribunal de la Rota Romana.

La Santa Sede ha procurado siempre adecuar su propia estructura de gobierno a las necesidades pastorales que en cada período histórico surgían en la vida de la Iglesia, modificando por ello la organización y la competencia de los Dicasterios de la Curia Romana.

Además, el Concilio Vaticano II confirmó dicho criterio subrayando la necesidad de adecuar los Dicasterios a las necesidades de los tiempos, de las regiones y de los ritos, sobre todo en lo relativo a su número, denominación, competencia, modos de proceder y coordinación recíproca (cfr. Decr. Christus Dominus, 9).

Siguiendo dichos principios, mi Predecesor, el beato Juan Pablo II, procedió a una reordenación global de la Curia Romana mediante la Constitución apostólica Pastor bonus, promulgada el 28 de junio de 1988 (AAS 80 [1988] 841-930), concretando las competencias de los diversos Dicasterios según el Código de Derecho Canónico promulgado cinco años antes y las normas que ya se preveían para las Iglesias orientales. Más adelante, con sucesivas medidas, tanto mi Predecesor como yo mismo, hemos intervenido modificando la estructura y la competencia de algunos Dicasterios para responder mejor a la nuevas exigencias.

En las circunstancias actuales, ha parecido conveniente que la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se dedique principalmente a dar nuevo impulso a la promoción de la Sagrada Liturgia en la Iglesia, según la renovación querida por el Concilio Vaticano II a partir de la Constitución Sacrosanctum Concilium.

Por lo tanto, he considerado oportuno transferir a un nuevo Departamento constituido en el Tribunal de la Rota Romana la competencia de tratar los procedimientos para la concesión de la dispensa del matrimonio rato y no consumado y las causas de nulidad de la sagrada Ordenación.

En consecuencia, a propuesta del Eminentísimo Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos y con el parecer favorable del Excelentísimo Decano del Tribunal de la Rota Romana, oído el parecer del Supremo Tribunal de la Signatura Apostólica y del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, establezco y decreto lo siguiente:

Art. 1.

Quedan derogados los artículos 67 y 68 de la citada Constitución apostólica Pastor bonus.

Art. 2.

El artículo 126 de la Constitución apostólica Pastor bonus queda modificado de acuerdo con el texto siguiente:

“Art. 126 § 1. Este Tribunal actúa ordinariamente como instancia superior en grado de apelación ante la Sede Apostólica con el fin de tutelar los derechos en la Iglesia, provee a la unidad de la jurisprudencia y, a través de sus sentencias, sirve de ayuda a los Tribunales de grado inferior.

§ 2. Se constituye en este Tribunal un Departamento al que compete examinar el hecho de la no consumación del matrimonio y la existencia de causa justa para conceder la dispensa. A tal fin, recibe todas las actas junto con el parecer del Obispo y las observaciones del Defensor del Vínculo, pondera atentamente, según un procedimiento especial, la solicitud para obtener la dispensa y, si se da el caso, la somete al Sumo Pontífice.

§ 3. Dicho Departamento es competente también para tratar las causas de nulidad de la sagrada Ordenación, a tenor del derecho universal y propio, congrua congruis referendo.

Art. 3.

El Departamento para los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado y las causas de nulidad de la sagrada Ordenación está dirigido por el Decano de la Rota Romana, asistido por Oficiales, Comisarios delegados y Consultores.

Art. 4.

El día de la entrada en vigor de las presentes normas, los procedimientos de dispensa del matrimonio rato y no consumado y las causas de nulidad de la sagrada Ordenación pendientes ante la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se trasladarán al nuevo Departamento en el Tribunal de la Rota Romana, que las resolverá.

Cuanto he decidido en esta Carta apostólica en forma de Motu Proprio, ordeno que se observe en todas sus partes, sin que obste nada en contrario, aunque sea digno de especial mención, y establezco que se promulgue mediante la publicación en el diario “L'Osservatore Romano”, entrando en vigor el día 1 de octubre de 2011.

Dado en Castelgandolfo, el día 30 de agosto del año 2011, séptimo de Nuestro Pontificado.



BENEDICTUS PP. XVI


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09/05/2013 19:20


CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO

PORTA FIDEI

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI

CON LA QUE SE CONVOCA EL AÑO DE LA FE


1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo– equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.

2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud»[1]. Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado[2]. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma para nosotros: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn 6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.

4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II,[3]con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe. Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la catequesis[4], realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI, proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y exterior, humilde y franca»[5]. Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla, para confirmarla y para confesarla»[6]. Las grandes transformaciones que tuvieron lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios[7], para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados, comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado.

5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como una «consecuencia y exigencia postconciliar»[8], consciente de las graves dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza»[9]. Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia»[10].

6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la Constitución dogmática Lumen gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2 Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2, 17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz»[11].

En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm 12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17).

7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo»[12]. El santo Obispo de Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón encontró descanso en Dios.[13]Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe».

Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios.

8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe. Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas, así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo.

9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza. Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza»[14]. Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada[15], y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.

No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […] Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que, incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón»[16].

10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino, juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm 10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en lo más íntimo.

A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón, auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es la Palabra de Dios.

Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso.

La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: «“Creo”: Es la fe de la Iglesia profesada personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo. “Creemos”: Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes. “Creo”, es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por su fe y que nos enseña a decir: “creo”, “creemos”»[17].

Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor[18].

Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre»[19]. Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel que no buscaríamos si no hubiera ya venido[20]. La fe nos invita y nos abre totalmente a este encuentro.

11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial»[21].

Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia. Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe.

En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.

12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.

En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad[22].

13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.

Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.

Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc 2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe, María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4).

Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf. Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios, que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero, siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y, sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que fueron testigos fieles.

Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de los hermanos (cf. Hch 2, 42-47).

Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores.

Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo, dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar. Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia, para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19).

Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban.

También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia.

14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: “Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe”» (St 2, 14-18).

La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1).

15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.

«Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.

Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011, séptimo de mi Pontificado.



BENEDICTO XVI


[1] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.
[2] Cf. Benedicto XVI, Homilía en la Misa en Terreiro do Paço, Lisboa (11 mayo 2010), en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (16 mayo 2010), pag. 8-9.

[3] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 113-118.

[4] Cf. Relación final del Sínodo Extraordinario de los Obispos (7 diciembre 1985), II, B, a, 4, en L’Osservatore Romano ed. en Leng. española (22 diciembre 1985), pag. 12.

[5] Pablo VI, Exhort. ap. Petrum et Paulum Apostolos, en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo (22 febrero 1967): AAS 59 (1967), 196.

[6] Ibíd., 198.

[7] Pablo VI, Solemne profesión de fe, Homilía para la concelebración en el XIX centenario del martirio de los santos apóstoles Pedro y Pablo, en la conclusión del “Año de la fe” (30 junio 1968): AAS 60 (1968), 433-445.

[8] Id., Audiencia General (14 junio 1967): Insegnamenti V (1967), 801.

[9] Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte (6 enero 2001), 57: AAS 93 (2001), 308.

[10] Discurso a la Curia Romana (22 diciembre 2005): AAS 98 (2006), 52.

[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

[12] De utilitate credendi, 1, 2.

[13] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, I, 1.

[14] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.

[15] Cf. Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992): AAS 86 (1994), 116.

[16] Sermo215, 1.

[17] Catecismo de la Iglesia Católica, 167.

[18] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, cap. III: DS 3008-3009; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 5.

[19] Discurso en el Collège des Bernardins, París (12 septiembre 2008): AAS 100 (2008), 722.

[20] Cf. Agustín de Hipona, Confesiones, XIII, 1.

[21] Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992):AAS 86 (1994), 115 y 117.

[22] Cf. Id., Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998) 34.106: AAS 91 (1999), 31-32. 86-87.


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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO

LATINA LINGUA

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI

CON LA QUE SE INSTITUYE LA PONTIFICIA ACADEMIA DE LATINIDAD


1. La lengua latina siempre se ha tenido en altísima consideración por parte de la Iglesia católica y los Romanos Pontífices, quienes han promovido asiduamente su conocimiento y difusión, habiendo hecho de ella la propia lengua, capaz de transmitir universalmente el mensaje del Evangelio, como ya afirmaba autorizadamente la Constitución apostólica Veterum sapientia de mi predecesor, el beato Juan XXIII.

En realidad, desde Pentecostés la Iglesia ha hablado y orado en todas las lenguas de los hombres. Sin embargo, las comunidades cristianas de los primeros siglos utilizaron ampliamente el griego y el latín, lenguas de comunicación universal del mundo en el que vivían, gracias a las cuales la novedad de la Palabra de Cristo encontraba la herencia de la cultura helenístico-romana.

Tras las desaparición del Imperio romano de Occidente, la Iglesia de Roma no sólo continuó valiéndose de la lengua latina, sino que se hizo de ella en cierto modo custodia y promotora, tanto en ámbito teológico y litúrgico como en el de la formación y la transmisión del saber.

2. Asimismo en nuestros días el conocimiento de la lengua y la cultura latina resulta cuanto más necesaria para el estudio de las fuentes a las que acuden, entre otras, numerosas disciplinas eclesiásticas como, por ejemplo, la teología, la liturgia, la patrística y el derecho canónico, como enseña el concilio ecuménico Vaticano II (cfr. decr. Optatam totius, 13).

Además, en tal lengua están redactados, en su forma típica, precisamente para evidenciar la índole universal de la Iglesia, los libros litúrgicos del Rito romano, los documentos más importantes del Magisterio pontificio y las Actas oficiales más solemnes de los Romanos Pontífices.

3. En la cultura contemporánea se percibe sin embargo, en el contexto de un decaimiento generalizado de los estudios humanísticos, el peligro de un conocimiento cada vez más superficial de la lengua latina, verificable también en el ámbito de los estudios filosóficos y teológicos de los futuros sacerdotes. Por otro lado, precisamente en nuestro mundo, en el que tienen tanta parte la ciencia y la tecnología, se constata un renovado interés por la cultura y la lengua latina, no sólo en los continentes cuyas raíces culturales se hallan en la herencia greco-romana. Tal atención se ve aún más significativa dado que no involucra sólo los ambientes académicos e institucionales, sino que se refiere también a los jóvenes y estudiosos procedentes de naciones y tradiciones muy diversas.

4. Por ello se muestra urgente sustituir el empeño por un mayor conocimiento y un uso más competente de la lengua latina, tanto en el ámbito eclesial como en el más amplio mundo de la cultura. Para dar relevancia y resonancia a tal esfuerzo, es oportuna la adopción de métodos didácticos adecuados a las nuevas condiciones y la promoción de una red de relaciones entre instituciones académicas y entre estudios a fin de valorar el rico y multiforme patrimonio de la civilización latina.

Para contribuir a la consecución de estos objetivos, siguiendo las huellas de mis venerados predecesores, con el presente Motu Proprio instituyo hoy la Pontificia Academia de Latinidad, dependiente del Consejo pontificio para la cultura. La guiará un presidente, ayudado por un secretario, por mí nombrados, y por un consejo académico.

La Fundación Latinitas, constituida por el Papa Pablo VI con el Quirógrafo Romani Sermonis, del 30 de junio de 1976, queda extinguida.

La presente Carta Apostólica en forma de Motu Proprio, con la que apruebo ad experimentum, por un quinquenio, el Estatuto anexo, ordeno que se publique en L'Osservatore Romano.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 10 de noviembre de 2012, memoria de San León Magno, año octavo de Pontificado.

BENEDICTUS PP. XVI





Estatutos de la Pontificia Academia de Latinidad



Artículo 1

Se instituye la Pontificia Academia de Latinidad, con sede en el Estado de la Ciudad del Vaticano, para la promoción y valoración de la lengua y la cultura latina. La Academia está vinculada al Consejo pontificio para la cultura, del cual depende.

Artículo 2

§ 1. Objetivos de la Academia son:

a) favorecer el conocimiento y el estudio de la lengua y la literatura latina, tanto clásica como patrística, medieval y humanística, en particular en las instituciones formativas católicas, en las que tanto los seminaristas como los sacerdotes son formados e instruidos;

b) promover en los diversos ámbitos el uso del latín, ya sea como lengua escrita o hablada.

§ 2. Para alcanzar dichos fines la Academia se propone:

a) ocuparse de publicaciones, encuentros, congresos de estudio y representaciones artísticas;

b) dar vida y sostener cursos, seminarios y otras iniciativas formativas también en conexión con el Pontificio Instituto Superior de Latinidad;

c) educar a las jóvenes generaciones en el conocimiento del latín, también mediante los modernos medios de comunicación;

d) organizar actividades expositivas, muestras y concursos;

e) desarrollar otras actividades e iniciativas necesarias para la consecución de los fines institucionales.

Artículo 3

La Pontificia Academia de Latinidad se compone del presidente, del secretario, del consejo académico y de los miembros, llamados también académicos.

Artículo 4

§ 1. El presidente de la Academia es nombrado por el Sumo Pontífice, por un quinquenio. El presidente puede ser renovado por un segundo quinquenio.

§ 2. Corresponde al presidente:

a) representar legalmente a la Academia, también ante cualquier autoridad judicial y administrativa, tanto canónica como civil;

b) convocar y presidir el consejo académico y la asamblea de los miembros;

c) participar, en cualidad de miembro, en las reuniones del Consejo de coordinación de las academias pontificias y mantener las relaciones con el Consejo pontificio para la cultura;

d) supervisar la actividad de la Academia;

e) proveer en materia de administración ordinaria, con la colaboración del secretario, y en materia de administración extraordinaria, en acuerdo con el consejo académico y con el Consejo pontificio para la cultura.

Artículo 5

§ 1. El secretario es nombrado por el Sumo Pontífice, por un quinquenio. Puede ser renovado por un segundo quinquenio.

§ 2. El presidente, en caso de ausencia o impedimento, delega en el secretario su sustitución.

Artículo 6

§ 1. El consejo académico está compuesto por el presidente, el secretario y cinco consejeros. Los consejeros son elegidos por la asamblea de los académicos por un quinquenio, y pueden ser renovados.

§ 2. El consejo académico, que está presidido por el presidente de la Academia, delibera sobre las cuestiones de mayor importancia que se refieren a la Academia. Aprueba el orden del día en vista de la asamblea de los miembros, que debe celebrarse al menos una vez al año. El consejo es convocado por el presidente al menos una vez al año y, además, cada vez que lo requieran al menos tres consejeros.

Artículo 7

El presidente, con el parecer favorable del consejo, puede nombrar un archivero, con funciones de bibliotecario, y un tesorero.

Artículo 8

§ 1. La Academia consta de miembros ordinarios, en número no superior a cincuenta, llamados académicos, estudiosos y cultores de la lengua y literatura latina. Son nombrados por el secretario de Estado. Llegado el octogésimo año de edad, los miembros ordinarios devienen eméritos.

§ 2. Los académicos ordinarios participan en la asamblea de la Academia convocada por el presidente. Los académicos eméritos pueden participar en la asamblea, sin derecho a voto.

§ 3. Además de los académicos ordinarios, el presidente de la Academia, oído el Consejo, puede nombrar otros miembros, llamados correspondientes.

Artículo 9

El patrimonio de la extinta Fundación Latinitas y sus actividades, incluida la redacción y publicación de la Revista Latinitas, se transfieren a la Pontificia Academia de Latinidad.

Artículo 10

En lo no previsto expresamente, se hace referencia a las normas del vigente Código de derecho canónico y a las leyes del Estado de la Ciudad del Vaticano.


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BENEDICTO XVI

Motu Proprio sobre el SERVICIO DE LA CARIDAD

Proemio

«La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia). Son tareas que se implican mutuamente y no pueden separarse una de otra» (Carta enc. Deus caritas est, 25).

El servicio de la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia (cf. ibíd.); todos los fieles tienen el derecho y el deber de implicarse personalmente para vivir el mandamiento nuevo que Cristo nos dejó (cf. Jn 15, 12), brindando al hombre contemporáneo no sólo sustento material, sino también sosiego y cuidado del alma (cf. Carta enc. Deus caritas est, 28). Asimismo, la Iglesia está llamada a ejercer la diakonia de la caridad en su dimensión comunitaria, desde las pequeñas comunidades locales a las Iglesias particulares, hasta abarcar a la Iglesia universal; por eso, necesita también «una organización, como presupuesto para un servicio comunitario ordenado» (cf. ibíd., 20), una organización que a su vez se articula mediante expresiones institucionales.

A propósito de esta diakonia de la caridad, en la Carta encíclica Deus caritas est señalé que «es propio de la estructura episcopal de la Iglesia que los Obispos, como sucesores de los Apóstoles, tengan en las Iglesias particulares la primera responsabilidad de cumplir» el servicio de la caridad (n. 32), y observaba que «el Código de Derecho Canónico, en los cánones relativos al ministerio episcopal, no habla expresamente de la caridad como un ámbito específico de la actividad episcopal» (ibíd.). Aunque «el Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos ha profundizado más concretamente el deber de la caridad como cometido intrínseco de toda la Iglesia y del Obispo en su diócesis» (ibíd.), en cualquier caso era necesario colmar dicha laguna normativa a fin de expresar adecuadamente, en el ordenamiento canónico, el carácter esencial del servicio de la Caridad en la Iglesia y su relación constitutiva con el ministerio episcopal, trazando los perfiles jurídicos que conlleva este servicio en la Iglesia, especialmente si se presta de manera organizada y con el sostén explícito de los Pastores.

Desde esta perspectiva, por tanto, con el presente Motu proprio deseo proporcionar un marco normativo orgánico que sirva para ordenar mejor, en líneas generales, las distintas formas eclesiales organizadas del servicio de la caridad, que está estrechamente vinculada a la naturaleza diaconal de la Iglesia y del ministerio episcopal.

Se ha de tener muy presente que «la actuación práctica resulta insuficiente si en ella no se puede percibir el amor por el hombre, un amor que se alimenta en el encuentro con Cristo» (ibíd., 34). Por tanto, en la actividad caritativa, las numerosas organizaciones católicas no deben limitarse a una mera recogida o distribución de fondos, sino que deben prestar siempre especial atención a la persona que se encuentra en situación de necesidad y llevar a cabo asimismo una preciosa función pedagógica en la comunidad cristiana, favoreciendo la educación a la solidaridad, al respeto y al amor según la lógica del Evangelio de Cristo. En efecto, en todos sus ámbitos, la actividad caritativa de la Iglesia debe evitar el riesgo de diluirse en una organización asistencial genérica, convirtiéndose simplemente en una de sus variantes (cf. ibíd., 31).

Las iniciativas organizadas que promueven los fieles en el sector de la caridad en distintos lugares son muy diferentes entre ellas y requieren una gestión apropiada. De modo particular, se ha desarrollado en el ámbito parroquial, diocesano, nacional e internacional la actividad de la «Caritas», institución promovida por la Jerarquía eclesiástica, que se ha ganado justamente el aprecio y la confianza de los fieles y de muchas otras personas en todo el mundo por el generoso y coherente testimonio de fe, así como por la concreción a la hora de responder a las peticiones de las personas necesitadas. Junto a esta amplia iniciativa, sostenida oficialmente por la autoridad de la Iglesia, han surgido en diferentes lugares otras múltiples iniciativas, que nacen del libre compromiso de los fieles que quieren contribuir de diferentes maneras con su esfuerzo a testimoniar concretamente la caridad para con las personas necesitadas. Tanto unas como otras son iniciativas distintas en cuanto al origen y al régimen jurídico, aunque expresan igualmente sensibilidad y deseo de responder a una misma llamada.

La Iglesia, en cuanto institución, no puede ser ajena a las iniciativas que se promueven de modo organizado y son libre expresión de la solicitud de los bautizados por las personas y los pueblos necesitados. Por esto, los Pastores deben acogerlas siempre como manifestación de la participación de todos en la misión de la Iglesia, respetando las características y la autonomía de gobierno que, según su naturaleza, competen a cada una de ellas como manifestación de la libertad de los bautizados.

Junto a ellas, la autoridad eclesiástica ha promovido por iniciativa propia obras específicas, a través de las cuales provee institucionalmente a encauzar las donaciones de los fieles, según formas jurídicas y operativas adecuadas que permitan llegar a resolver con más eficacia las necesidades concretas.

Sin embargo, en la medida en que dichas actividades las promueva la propia Jerarquía, o cuenten explícitamente con el apoyo de la autoridad de los Pastores, es preciso garantizar que su gestión se lleve a cabo de acuerdo con las exigencias de las enseñanzas de la Iglesia y con las intenciones de los fieles y que respeten asimismo las normas legítimas emanadas por la autoridad civil. Frente a estas exigencias, era necesario determinar en el derecho de la Iglesia algunas normas esenciales, inspiradas en los criterios generales de la disciplina canónica, que explicitaran en este sector de actividades las responsabilidades jurídicas que asumen en esta materia los diversos sujetos implicados, delineando en particular la posición de autoridad y de coordinación que corresponde en esto al Obispo diocesano. Dichas normas, sin embargo, debían tener una amplitud suficiente para comprender la apreciable variedad de instituciones de inspiración católica que, en cuanto tales, actúan en este sector, tanto las que nacieron por impulso de la Jerarquía, como las que surgieron por iniciativa directa de los fieles, y que los Pastores del lugar acogieron y alentaron. Si bien era necesario establecer normas al respecto, era preciso a su vez tener en cuenta cuanto requiere la justicia y la responsabilidad que los Pastores asumen frente a los fieles, respetando la legítima autonomía de cada ente.

Parte dispositiva

Por consiguiente, a propuesta del Emmo. Presidente del Consejo Pontificio «Cor Unum», tras haber escuchado el parecer del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, establezco y decreto lo siguiente:

Art. 1. - § 1. Los fieles tienen el derecho de asociarse y de instituir organismos que lleven a cabo servicios específicos de caridad, especialmente en favor de los pobres y los que sufren. En la medida en que estén vinculados al servicio de caridad de los Pastores de la Iglesia y/o por ese motivo quieran valerse de la contribución de los fieles, deben someter sus Estatutos a la aprobación de la autoridad eclesiástica competente y observar las normas que siguen.

§ 2. En los mismos términos, también es derecho de los fieles constituir fundaciones para financiar iniciativas caritativas concretas, según las normas de los cánones 1303 CIC y 1047 CCEO. Si este tipo de fundaciones respondiese a las características indicadas en el § 1 se observarán asimismo, congrua congruis referendo, las disposiciones de la presente ley.

§ 3. Además de observar la legislación canónica, las iniciativas colectivas de caridad a las cuales hace referencia el presente Motu Proprio deben seguir en su actividad los principios católicos, y no pueden aceptar compromisos que en cierta medida puedan condicionar la observancia de dichos principios.

§ 4. Los organismos y las fundaciones que promueven con fines de caridad los Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica están sujetos a la observancia de las presentes normas y deben seguir cuanto establecido en los cánones 312 § 2 CIC y 575 § 2 CCEO.

Art. 2. - § 1. En los Estatutos de cada organismo caritativo a los que hace referencia el artículo anterior, además de los cargos institucionales y las estructuras de gobierno según el can. 95 § 1 CIC, también se expresarán los principios inspiradores y las finalidades de la iniciativa, las modalidades de gestión de los fondos, el perfil de los propios agentes, así como las relaciones y las informaciones que han de presentar a la autoridad eclesiástica competente.

§ 2. Un organismo caritativo puede usar la denominación de «católico» sólo con el consentimiento escrito de la autoridad competente, como se indica en el can. 300 CIC.

§ 3. Los organismos con finalidad caritativa que promueven los fieles pueden tener un Asistente eclesiástico nombrado con arreglo a los Estatutos, conformemente a los cánones 324 § 2 y 317 CIC.

§ 4. Al mismo tiempo, la autoridad eclesiástica deberá tener presente el deber de regular el ejercicio de los derechos de los fieles a tenor de los cánones 223 § 2 CIC y 26 § 2 CCEO, con el fin de evitar el multiplicarse de las iniciativas de servicio de caridad en detrimento de la operatividad y la eficacia respecto a las finalidades que se proponen.

Art. 3.- § 1. A efectos de los artículos anteriores, se entiende por autoridad competente, en los respectivos niveles, la que se indica en los cánones 312 CIC y 575 CCEO.

§ 2. Si se trata de organismos no aprobados en el ámbito nacional, aunque trabajen en varias diócesis, se entiende por autoridad competente el Obispo diocesano del lugar en el cual se encuentre la sede principal de dicho ente. En cualquier caso, la organización tiene el deber de informar a los Obispos de las demás diócesis en las cuales lleva a cabo su labor, y de respetar sus indicaciones en relación a las actividades de las distintas entidades caritativas presentes en la diócesis.

Art. 4. - § 1. El Obispo diocesano (cf. can. 134 § 3 CIC y can. 987 CCEO) ejerce su solicitud pastoral por el servicio de la caridad en la Iglesia particular que tiene encomendada como Pastor, guía y primer responsable de ese servicio.

§ 2. El Obispo diocesano favorece y sostiene iniciativas y obras de servicio al prójimo en su Iglesia particular, y suscita en los fieles el fervor de la caridad laboriosa como expresión de vida cristiana y de participación en la misión de la Iglesia, como se señala en los cánones 215 y 222 CIC y 25 y 18 CCEO.

§ 3. Corresponde al respectivo Obispo diocesano vigilar a fin de que en la actividad y la gestión de estos organismos se observen siempre las normas del derecho universal y particular de la Iglesia, así como las voluntades de los fieles que hayan hecho donaciones o dejado herencias para estas finalidades específicas (cf. cánones 1300 CIC y 1044 CCEO).

Art. 5. - El Obispo diocesano debe asegurar a la Iglesia el derecho de ejercer el servicio de la caridad, y cuidar de que los fieles y las instituciones bajo su vigilancia observen la legislación civil legítima en materia.

Art. 6. – Es tarea del Obispo diocesano, como indican los cánones 394 § 1 CIC y 203 § 1 CCEO, coordinar en su circunscripción las diversas obras de servicio de caridad, tanto las que promueve la Jerarquía misma, como las que responden a la iniciativa de los fieles, respetando la autonomía que les fuese otorgada conformemente a los Estatutos de cada una. En particular, vele para que sus actividades mantengan vivo el espíritu evangélico.

Art. 7. - § 1. Las entidades a las que hace referencia el art. 1 § 1 deben seleccionar a sus agentes entre personas que compartan, o al menos respeten, la identidad católica de estas obras.

§ 2. Con el fin de garantizar el testimonio evangélico en el servicio de la caridad, el Obispo diocesano debe velar para que quienes trabajan en la pastoral caritativa de la Iglesia, además de la debida competencia profesional, den ejemplo de vida cristiana y prueba de una formación del corazón que testimonie una fe que actúa por la caridad. Con este objetivo, provea a su formación también en ámbito teológico y pastoral, con específicos curricula concertados con los directivos de los varios organismos y con propuestas adecuadas de vida espiritual.

Art. 8. – Donde fuese necesario por número y variedad de iniciativas, el Obispo diocesano debe establecer en la Iglesia que se le ha encomendado una oficina que en su nombre oriente y coordine el servicio de la caridad.

Art. 9. - § 1. El Obispo debe favorecer la creación en cada parroquia de su circunscripción de un servicio de «Caritas» parroquial o análogo, que promueva asimismo una acción pedagógica en el ámbito de toda la comunidad para educar en el espíritu de una generosa y auténtica caridad. Si fuera oportuno, dicho servicio se constituirá en común para varias parroquias del mismo territorio.

§ 2. Corresponde al Obispo y al párroco respectivo asegurar que, en el ámbito de la parroquia, junto a la «Caritas» puedan coexistir y desarrollarse otras iniciativas de caridad, bajo la coordinación general del párroco, si bien teniendo en cuenta cuanto indicado en el art. 2 § 4.

§ 3. Es un deber del Obispo diocesano y de los respectivos párrocos evitar que en esta materia se induzca a error o malentendidos a los fieles, por lo que deben impedir que a través de las estructuras parroquiales o diocesanas se haga publicidad de iniciativas que, aunque se presenten con finalidades de caridad, propongan opciones o métodos contrarios a las enseñanzas de la Iglesia.

Art. 10. - § 1. Corresponde al Obispo la vigilancia sobre los bienes eclesiásticos de los organismos caritativos sujetos a su autoridad.

§ 2. Es un deber del Obispo diocesano asegurarse de que los ingresos provenientes de las colectas que se realicen en conformidad a los cánones 1265 y 1266 CIC, y cánones 1014 y 1015 CCEO, se destinen a las finalidades para las cuales se han recogido (cánones 1267 CIC, 1016 CCEO).

§ 3. En particular, el Obispo diocesano debe evitar que los organismos de caridad sujetos a su cargo reciban financiación de entidades o instituciones que persiguen fines en contraste con la doctrina de la Iglesia. Análogamente, para no dar escándalo a los fieles, el Obispo diocesano debe evitar que dichos organismos caritativos acepten contribuciones para iniciativas que, por sus fines o por los medios para alcanzarlos, no estén de acuerdo con la doctrina de la Iglesia.

§ 4. De modo particular, el Obispo debe cuidar que la gestión de las iniciativas que dependen de él sea testimonio de sobriedad cristiana. A este fin, debe vigilar que los sueldos y gastos de gestión respondan a las exigencias de la justicia y a los necesarios perfiles profesionales, pero que a su vez sean debidamente proporcionados a gastos análogos de la propia Curia diocesana.

§ 5. Para permitir que la autoridad eclesiástica a la que hace referencia el art. 3 § 1 pueda ejercer su deber de vigilancia, las entidades mencionadas en el art. 1 § 1 deben presentar al Ordinario competente el balance anual, en el modo que indique el propio Ordinario.

Art. 11. - El Obispo diocesano debe, si fuera necesario, hacer público a sus fieles el hecho que la actividad de un determinado organismo de caridad ya no responde a las exigencias de las enseñanzas de la Iglesia, prohibiendo por consiguiente el uso del nombre «católico» y adoptando las medidas pertinentes en el caso de que aparecieran responsabilidades personales.

Art. 12.- § 1. El Obispo diocesano debe favorecer la acción nacional e internacional de los organismos de servicio de la caridad bajo su solicitud pastoral, en particular la cooperación con las circunscripciones eclesiásticas más pobres, análogamente a cuanto establecen los cánones 1274 § 3 CIC y 1021 § 3 CCEO.

§ 2. La solicitud pastoral por las obras de caridad, según las circunstancias de tiempo y de lugar, pueden ejercerla conjuntamente varios Obispos de las diócesis más cercanas respecto a más de una Iglesia, en conformidad con el derecho. Si se tratase de ámbito internacional, es preciso consultar preventivamente el Dicasterio competente de la Santa Sede. Asimismo, es oportuno que, para iniciativas de caridad de ámbito nacional, el Obispo consulte la oficina correspondiente de la Conferencia Episcopal.

Art. 13.- La autoridad eclesiástica del lugar conserva siempre íntegro el derecho de dar su consentimiento a las iniciativas de organismos católicos que se desarrollen en el ámbito de su competencia, en el respeto de la normativa canónica y de la identidad propia de cada organismo, y es su deber de Pastor vigilar a fin de que las actividades realizadas en su diócesis se lleven a cabo conformemente a la disciplina eclesiástica, prohibiéndolas o adoptando las medidas necesarias si no la respetasen.

Art. 14. - Donde sea oportuno, el Obispo promueva las iniciativas de servicio de la caridad en colaboración con otras Iglesias o Comunidades eclesiales, salvando las peculiaridades propias de cada uno.

Art. 15. - § 1. El Consejo Pontificio «Cor Unum» tiene la tarea de promover la aplicación de esta normativa y de vigilar que se aplique en todos los ámbitos, sin perjuicio de la competencia del Consejo Pontificio para los Laicos sobre las asociaciones de fieles, prevista en el art. 133 de la Constitución apostólica Pastor Bonus, así como la de la Sección para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado, y salvadas las competencias generales de los demás Dicasterios y Organismos de la Curia Romana. En particular, el Consejo Pontificio «Cor Unum» debe vigilar que el servicio de la caridad de las instituciones católicas en ámbito internacional se desarrolle siempre en comunión con las respectivas Iglesias particulares.

§ 2. Análogamente, compete al Consejo Pontificio «Cor Unum» la erección canónica de organismos de servicio de caridad en el ámbito internacional, asumiendo sucesivamente las tareas disciplinarias y de promoción que correspondan por derecho.

Ordeno que todo lo que he deliberado con esta Carta apostólica en forma de Motu Proprio se observe en todas sus partes, no obstante cualquier disposición contraria, aunque sea digna de particular mención, y establezco que se promulgue mediante la publicación en el periódico «L'Osservatore Romano», y que entre en vigor el 10 de diciembre de 2012.

Dado en el Vaticano, el día 11 de noviembre del año 2012, octavo de Nuestro Pontificado.

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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO

FIDES PER DOCTRINAM

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI

con la que se modifica la Constitución apostólica «Pastor bonus» y se transfiere la competencia sobre la catequesis de la Congregación para el clero al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización

La fe necesita ser sostenida por medio de una doctrina capaz de iluminar la mente y el corazón de los creyentes. El particular momento histórico que vivimos, marcado entre otras cosas por una dramática crisis de fe, requiere asumir una conciencia tal que responda a las grandes esperanzas que surgen en el corazón de los creyentes por los nuevos interrogantes que interpelan al mundo y a la Iglesia. La inteligencia de la fe, por lo tanto, requiere siempre que sus contenidos se expresen con un lenguaje nuevo, capaz de presentar la esperanza presente en los creyentes a cuantos piden su razón (cf. 1 P 3, 15).

Es tarea particular de la Iglesia mantener vivo y eficaz el anuncio de Cristo, también a través de la exposición de la doctrina que debe nutrir la fe en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros, muerto y resucitado por nuestra salvación. Ella lo debe llevar a cabo incansablemente a través de formas e instrumentos adecuados, a fin de que cuantos acogen y creen el anuncio del Evangelio renazcan a nueva vida mediante el Bautismo.

En el quincuagésimo aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II, mientras la Iglesia reflexiona aún sobre la riqueza de la enseñanza contenida en aquellos documentos y encuentra nuevas formas para actuarlo, es posible verificar el gran camino realizado en estas décadas en el ámbito de la catequesis, camino que en cambio no ha estado exento, en los años del postconcilio, de errores incluso graves en el método y en los contenidos, que han impulsado a una reflexión profunda y conducido así a la elaboración de algunos documentos postconciliares que representan la nueva riqueza en el campo de la catequesis.

El venerable siervo de Dios Pablo VI escribió, en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: «A propósito de la evangelización, un medio que no se puede descuidar es la enseñanza catequética. La inteligencia, sobre todo tratándose de niños y adolescentes, necesita aprender mediante una enseñanza religiosa sistemática los datos fundamentales, el contenido vivo de la verdad que Dios ha querido transmitirnos y que la Iglesia ha procurado expresar de manera cada vez más perfecta a lo largo de la historia» (n. 44: AAS 68 [1976], 34).

Del mismo modo, el beato Juan Pablo II, como conclusión del Sínodo de los obispos dedicado a la catequesis, escribió: «La finalidad de la catequesis, en el conjunto de la evangelización, es la de ser un período de enseñanza y de madurez, es decir, el tiempo en que el cristiano, habiendo aceptado por la fe la persona de Jesucristo como el solo Señor y habiéndole prestado una adhesión global con la sincera conversión del corazón, se esfuerza por conocer mejor a ese Jesús en cuyas manos se ha puesto» (Exhort. ap. Catechesi tradendae, 20: AAS 71 [1979], 1294).

Para celebrar el vigésimo aniversario de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II, mi beato predecesor convocó otro Sínodo de los obispos y, en aquella sede, los padres sinodales expresaron el vivo deseo de que se procediera a la redacción de un Catecismo para ofrecer a la Iglesia universal una síntesis sistemática de la doctrina y de la moral según el dictado conciliar. Con la Constitución apostólica Fidei depositum, del 11 de octubre de 1992, el beato Juan Pablo II promulgaba el Catecismo de la Iglesia católica y, con Motu proprio del 28 de junio de 2005, yo mismo aprobé y promulgué el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica.

No se pueden olvidar otras etapas significativas para precisar la naturaleza, los métodos y las finalidades de la catequesis en el proceso de evangelización. En 1971, la Congregación para el clero publicó el Directorio Catequístico General con la intención de llevar a cabo una primera síntesis respecto al camino realizado en las diversas Iglesias locales que, entretanto, habían hecho su propio itinerario catequético. Después de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica, la propia Congregación para el clero, en 1997, emanó el Directorio General para la Catequesis, recalcando el deseo de la Iglesia de que una primera etapa del proceso catequístico se dedique ordinariamente a asegurar la conversión (cf. n. 62).

La enseñanza conciliar y el Magisterio sucesivo, haciéndose intérpretes de la gran tradición de la Iglesia al respecto, unieron de manera cada vez más fuerte la catequesis al proceso de evangelización. Así que la catequesis representa una etapa significativa en la vida cotidiana de la Iglesia para anunciar y transmitir de manera viva y eficaz la Palabra de Dios, de forma que ésta llegue a todos, y los creyentes sean instruidos y educados en Cristo para construir Su Cuerpo que es la Iglesia (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 4).

Con la Carta apostólica, en forma de Motu Proprio, Ubicumque et semper, instituí, el 21 de septiembre de 2010, el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, que desarrolla «su finalidad tanto estimulando la reflexión sobre los temas de la nueva evangelización, como descubriendo y promoviendo las formas y los instrumentos adecuados para realizarla» (art. 1 § 2: AAS 102 [2010], 791). De modo particular, he querido asignar al nuevo dicasterio la tarea de «promover el uso del Catecismo de la Iglesia católica, como formulación esencial y completa del contenido de la fe para los hombres de nuestro tiempo» (art. 3, 5°: AAS 102 [2010], 792).

Considerado esto, estimo oportuno que tal dicasterio asuma entre sus tareas institucionales la de velar, en nombre del Romano Pontífice, sobre el relevante instrumento de evangelización que representa la catequesis para la Iglesia, así como la enseñanza catequética en sus diversas manifestaciones, de forma que se realice una acción pastoral más orgánica y eficaz. Este nuevo Consejo pontificio podrá ofrecer a las Iglesias locales y a los obispos diocesanos un adecuado servicio en esta materia.

Por ello, acogiendo la propuesta concorde de los jefes de dicasterio interesados, he decidido transferir al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización las competencias que, en materia de catequesis, la Constitución apostólica Pastor bonus, del 28 de junio de 1988, había encomendado a la Congregación para el clero, con la misma jurisdicción que hasta ahora ejercía dicha Congregación en esta materia y es requerida por el ordenamiento canónico.

En consecuencia, a la luz de las consideraciones precedentes, tras haber examinado con atención cada cosa y haber requerido el parecer de personas expertas, establezco y decreto cuanto sigue:

Art. 1

Se deroga el art. 94 de la Constitución apostólica Pastor bonus, y la competencia que en materia de catequesis desarrollaba hasta ahora la Congregación para el clero se transfiere íntegramente al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización.

Art. 2

Se transfiere igualmente al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización el «Consejo internacional para la catequesis» instituido por el venerable siervo de Dios Pablo VI con Carta del 7 de junio de 1973. De tal Consejo asume la presidencia el presidente del Consejo pontificio y formará parte de él ex officio el secretario del mismo dicasterio.

Art. 3

En base a las competencias conferidas con el presente Motu Proprio, el Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización:

§ 1. atiende la promoción de la formación religiosa de los fieles de toda edad y condición;

§ 2. tiene la facultad de emanar normas oportunas para que la enseñanza de la catequesis se imparta de modo conveniente según la constante tradición de la Iglesia;

§ 3. tiene la tarea de vigilar para que la formación catequística se lleve a cabo correctamente en el respeto de las metodologías y finalidades según las indicaciones expresadas por el Magisterio de la Iglesia;

§ 4. concede la aprobación prescrita de la Sede Apostólica para los catecismos y los demás escritos relativos a la instrucción catequética, con el consenso de la Congregación para la doctrina de la fe;

§ 5. asiste a las oficinas catequísticas de las Conferencias episcopales, sigue sus iniciativas relativas a la formación religiosa y teniendo carácter internacional coordina su actividad y eventualmente les ofrece la ayuda necesaria.

Todo lo que he deliberado con esta Carta apostólica en forma de Motu proprio, ordeno que se observe en todas sus partes, no obstante cualquier disposición contraria, aunque digna de mención, y establezco que se promulgue mediante la publicación en el diario «L’Osservatore Romano», entrando en vigor quince días después de su promulgación.

Dado en Roma, en San Pedro, el 16 de enero del año 2013, octavo del Pontificado


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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO

MINISTRORUM INSTITUTIO

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI

con la que se modifica la Constitución apostólica «Pastor bonus» y se transfiere la competencia sobre los seminarios de la Congregación para la educación católica a la Congregación para el clero



La formación de los sagrados ministros estuvo entre las principales preocupaciones de los Padres del Concilio Ecuménico Vaticano II, que escribieron: «Conociendo muy bien el Santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal» (decr. Optatam totius, 1). En este contexto, el can. 232 del cdc reivindica para la Iglesia «el derecho propio y exclusivo» de proveer a la formación de aquellos que se destinan a los ministerios sagrados, lo que sucede acostumbradamente en los seminarios, una institución querida por el Concilio Tridentino, el cual decretó que en todas las diócesis se instituyera un «Seminarium perpetuum» (Sesión XXIII [15 de julio de 1563], can. XVIII), mediante el cual el obispo proveyera a «alere et religiose educare et ecclesiasticis disciplinis instituere» a los candidatos al sacerdocio.

El primer organismo de carácter universal, encargado de proveer a la fundación, al gobierno y a la administración de los seminarios, a los que «está estrechamente unido el destino de la Iglesia» (León XIII, Ep. Paternae providaeque [18 de septiembre de 1899]: ASS 32 [1899-1900], 214) fue la correspondiente Congregatio Seminariorum, instituida por Benedicto XIII con la constitución Creditae Nobis (9 de mayo de 1725: Bullarium Romanum XI, 2, pp. 409-412). Ésta se extinguió con el paso del tiempo y los seminarios siguieron siendo objeto de particulares atenciones por parte de la Santa Sede a través de la Sagrada Congregación del Concilio (hoy Congregación para el clero) o también de la Sagrada Congregación de los obispos y Regulares y, desde 1906, sólo a través de esta última. San Pío x, con la Constitución apostólica Sapienti consilio (29 de junio de 1908: AAS 1 [1909], 7-19), reservó la jurisdicción sobre los seminarios a la Sagrada Congregación Consistorial, en la cual se erigió una oficina específica (cf. AAS 1 [1909] 9-10, 2°, 3).

Benedicto XV, con el Motu proprio «Seminaria clericorum» (4 de noviembre de 1915: AAS 7 [1915], 493-495), uniendo la Oficina para los seminarios erigida en la Sacra Congregación Consistorial y la Sacra Congregación para los Estudios, creó un nuevo dicasterio, que asumió el nombre de Sacra Congregatio de Seminariis et Studiorum Universitatibus. El Santo Padre motivó la decisión en la preocupación por el número creciente de los asuntos y de la importancia de la oficina: «Verum cum apud hanc Sacram Congregationem negotiorum moles praeter modum excrevit, et Seminariorum cum maiorem in dies operam postulet, visum est Nobis ad omnem eorum disciplinam moderandam novum aliquod consilium inire» (AAS 7 [1915], 494).

El nuevo dicasterio, o sea, la Sacra Congregatio de Seminariis et Studiorum Universitatibus, fue acogido en el Codex Iuris Canonici de 1917, en el can. 256, y en dicho Código la formación de los clérigos se introdujo como título XXI, De Seminariis, en la parte IV, De Magisterio ecclesiastico, del libro III, De rebus.

Es significativo destacar que, durante la redacción del nuevo Código, se discutió sobre la conveniencia de conservar la misma disposición, pero al final pareció más oportuno anteponer toda la normativa, como introducción, al tratamiento sobre los clérigos. Así que las normas y las directivas sobre los seminarios se introdujeron en el libro II, parte I, título III, capítulo I, con la apropiada denominación «La formación de los clérigos» (cf. can. 232-264 cdc). La nueva colocación es indudablemente significativa y el título (De clericorum institutione) particularmente adecuado, pues comprende de tal modo la formación integral que hay que impartir a los futuros ministros del Señor: formación no sólo doctrinal, sino también humana, espiritual, ascética, litúrgica y pastoral.

El Concilio Ecuménico Vaticano II recuerda nuevamente que «Los seminarios mayores son necesarios para la formación sacerdotal» (decr. Optatam totius, 4) y la formación a impartir en el seminario mayor es específicamente sacerdotal, o sea, ordenada, espiritual y pastoralmente, al sacro ministerio: «Toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor» (ibidem).

En este sentido: «Los jóvenes que desean llegar al sacerdocio deben recibir, tanto la conveniente formación espiritual como la que es adecuada para el cumplimiento de los deberes propios del sacerdocio en el seminario mayor, durante todo el tiempo de la formación o, por lo menos, durante cuatro años, si a juicio del Obispo diocesano así lo exigen las circunstancias» (can. 235 § 1 CDC).

Por lo tanto los seminarios se comprenden, según el Concilio Ecuménico Vaticano II y el Código de derecho canónico de 1983, en el ámbito de la «formación de los clérigos», que para ser verdadera y eficaz debe unir la formación permanente con la formación seminarística «...precisamente porque la formación permanente es una continuación de la del seminario», como afirmó mi venerado predecesor, el beato Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992): «La formación permanente de los sacerdotes... es la continuación natural y absolutamente necesaria de aquel proceso de estructuración de la personalidad presbiteral iniciado y desarrollado en el seminario ...mediante el proceso formativo para la Ordenación. Es de mucha importancia darse cuenta y respetar la intrínseca relación que hay entre la formación que precede a la Ordenación y la que le sigue. En efecto, si hubiese una discontinuidad o incluso una deformación entre estas dos fases formativas, se seguirían inmediatamente consecuencias graves para la actividad pastoral y para la comunión fraterna entre los presbíteros, particularmente entre los de diferente edad. La formación permanente no es una repetición de la recibida en el seminario y que ahora es sometida a revisión o ampliada con nuevas sugerencias prácticas, sino que se desarrolla con contenidos y sobre todo a través de métodos relativamente nuevos, como un hecho vital unitario que, en su progreso —teniendo sus raíces en la formación del seminario— requiere adaptaciones, actualizaciones y modificaciones, pero sin rupturas ni solución de continuidad. Y viceversa, desde el seminario mayor es preciso preparar la futura formación permanente y fomentar el ánimo y el deseo de los futuros presbíteros en relación con ella, demostrando su necesidad, ventajas y espíritu, y asegurando las condiciones de su realización» (n. 71: AAS 84 [1992], 782-783).

Considero por lo tanto oportuno asignar a la Congregación para el clero la promoción y el gobierno de todo lo relativo a la formación, la vida y el ministerio de los sacerdotes y de los diáconos: desde la pastoral vocacional y la selección de los candidatos a las sagradas órdenes, incluida su formación humana, espiritual, doctrinal y pastoral en los seminarios y en los centros adecuados para los diáconos permanentes (cf. CDC, can. 236 § 1°), hasta su formación permanente, incluidas las condiciones de vida y las modalidades de ejercicio del ministerio y su previsión y asistencia social.

Por lo tanto, a la luz de estas reflexiones, tras haber examinado con atención cada cosa y haber requerido el parecer de personas expertas, establezco y decreto cuanto sigue:

Art. 1

La «Congregatio de Institutione Catholica (de Seminariis atque Studiorum Institutis)» asume el nombre de «Congregatio de Institutione Catholica (de Studiorum Institutis)».

Art. 2

El art. 112 de la Constitución apostólica Pastor bonus se sustituye con el texto siguiente: «La Congregación expresa y realiza la solicitud de la Sede Apostólica por la promoción y la ordenación de la educación católica».

Art. 3

Se deroga el artículo 113 de la Constitución apostólica Pastor bonus.

Art. 4

El art. 93 de la Constitución apostólica Pastor bonus se sustituye con el texto siguiente:

«§ 1. Salvo el derecho de los obispos y de sus Conferencias, la Congregación examina lo referente a los presbíteros y diáconos del clero secular en orden a las personas, al ministerio pastoral, y a lo que les es necesario para el ejercicio de ese ministerio; y en todo esto ofrece a los obispos la ayuda oportuna.

§ 2. La Congregación expresa y realiza la solicitud de la Sede Apostólica por la formación de los que son llamados a las órdenes sagradas».

Art. 5

El texto del art. 94 de la Constitución apostólica Pastor bonus se sustituye con el siguiente:

«§ 1. Asiste a los obispos para que en sus Iglesias se cultiven con el máximo empeño las vocaciones a los ministerios sagrados, y para que en los seminarios, que se han de instituir y dirigir de acuerdo con el derecho, se eduque adecuadamente a los alumnos con una sólida formación humana y espiritual, doctrinal y pastoral.

§ 2. Vigila atentamente para que la convivencia y el gobierno de los seminarios respondan plenamente de las exigencias de la formación sacerdotal, y para que los superiores y profesores contribuyan todo lo posible, con el ejemplo de vida y la recta doctrina, a la formación de la personalidad de los ministros sagrados.

§ 3. Le corresponde, además, erigir seminarios interdiocesanos y aprobar sus estatutos».

Art. 6

La Congregación para la educación católica es competente para el ordenamiento de los estudios académicos de filosofía y de teología, oída la Congregación para el clero, en la medida de su respectiva competencia.

Art. 7

La Pontificia Obra de las vocaciones sacerdotales (cf. Motu proprio de Pío XII, de fecha 4 de noviembre de 1941) se transfiere a la Congregación para el clero.

Art. 8

Por razón de materia, el prefecto de la Congregación para el clero preside ex officio la Comisión interdicasterial permanente «Para la formación de los candidatos a las Órdenes Sagradas», constituida por norma de la Constitución apostólica Pastor bonus, art. 21 § 2, de la que forma parte también el secretario.

Art. 9

Se suprime la Comisión interdicasterial «Para una distribución más equitativa de los sacerdotes en el mundo».

Art. 10

El día de la entrada en vigor de las presentes normas, los procedimientos pendientes en la Congregación para la educación católica sobre las materias de competencia aquí transferidas se transmitirán a la Congregación para el clero y por ella serán definidos.

Todo lo que he deliberado con esta Carta apostólica en forma de Motu proprio, ordeno que se observe en todas sus partes, no obstante cualquier disposición contraria, aunque digna de mención, y establezco que se promulgue mediante la publicación en el diario «L’Osservatore Romano», entrando en vigor quince días después de su promulgación.

Dado en Roma, en San Pedro, el 16 de enero del año 2013, octavo del Pontificado


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CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO

NORMAS NONNULLAS

DEL SUMO PONTÍFICE BENEDICTO XVI

SOBRE ALGUNAS MODIFICACIONES DE LAS NORMAS RELATIVAS
A LA ELECCIÓN DEL ROMANO PONTÍFICE


Con la Carta apostólica De aliquibus mutationibus in normis de electione Romani Pontificis, publicada en Roma, en forma de Motu proprio, el 11 de junio de 2007, en el tercer año de mi pontificado, establecí algunas normas que, abrogando las prescritas en el número 75 de la Constitución apostólica Universi Dominici gregis promulgadas el 22 de febrero de 1996 por mi predecesor el beato Juan Pablo II, restablecieron la norma, sancionada por la tradición, según la cual para la elección válida del Romano Pontífice se requiere siempre la mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales electores presentes.

Considerada la importancia de asegurar el mejor desarrollo de cuanto se refiere, si bien con diversa relevancia, a la elección del Romano Pontífice, y particularmente una interpretación y actuación más cierta de algunas disposiciones, establezco y prescribo que algunas normas de la Constitución apostólica Universi Dominici gregis así como lo que yo mismo dispuse en la Carta apostólica citada más arriba, se sustituyan con las normas siguientes:

n. 35. «Ningún Cardenal elector podrá ser excluido de la elección, activa o pasiva, por ningún motivo o pretexto, quedando en pie lo establecido en los números 40 y 75 de esta Constitución».

n. 37. «Establezco, además, que desde el momento en que la Sede Apostólica esté legítimamente vacante, se espere durante quince días completos a los ausentes antes de iniciar el Cónclave, aunque dejo al Colegio de los Cardenales la facultad de anticipar el comienzo del Cónclave si consta la presencia de todos los cardenales electores, así como la de retrasarlo algunos días si hubiera motivos graves. Pero pasados al máximo veinte días desde el inicio de la Sede vacante, todos los Cardenales electores presentes están obligados a proceder a la elección».

n. 43. «Desde el momento en que se ha dispuesto el comienzo del proceso de la elección hasta el anuncio público de que se ha realizado la elección del Sumo Pontífice o, de todos modos, hasta cuando así lo ordene el nuevo Pontífice, los locales de la Domus Sanctae Marthae, como también y de modo especial la Capilla Sixtina y las zonas destinadas a las celebraciones litúrgicas, deben estar cerrados a las personas no autorizadas, bajo la autoridad del Cardenal Camarlengo y con la colaboración externa del Vicecamarlengo y del Sustituto de la Secretaría de Estado, según lo establecido en los números siguientes.

Todo el territorio de la Ciudad del Vaticano y también la actividad ordinaria de las Oficinas que tienen su sede dentro de su ámbito deben regularse, en dicho período, de modo que se asegure la reserva y el libre desarrollo de todas las actividades en relación con la elección del Sumo Pontífice. De modo particular se deberá cuidar, también con la ayuda de los Prelados Clérigos de Cámara, que nadie se acerque a los Cardenales electores durante el traslado desde la Domus Sanctae Marthae al Palacio Apostólico Vaticano».

n. 46, párrafo 1. «Para satisfacer las necesidades personales y de oficio relacionadas con el desarrollo de la elección, deberán estar disponibles y, por tanto, alojados convenientemente dentro de los límites a los que se refiere el n. 43 de la presente Constitución, el Secretario del Colegio Cardenalicio, que actúa de Secretario de la asamblea electiva; el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias con ocho Ceremonieros y dos religiosos adscritos a la Sacristía Pontificia; un eclesiástico elegido por el Cardenal Decano, o por el Cardenal que haga sus veces, para que lo asista en su cargo».

n. 47. «Todas las personas señaladas en el n. 46 y en el n. 55, párrafo 2 de la presente Constitución apostólica, que por cualquier motivo o en cualquier momento fueran informadas por quien sea sobre algo directa o indirectamente relativo a los actos propios de la elección y, de modo particular, de lo referente a los escrutinios realizados en la elección misma, están obligadas a estricto secreto con cualquier persona ajena al Colegio de los Cardenales electores; por ello, antes del comienzo del proceso de la elección, deberán prestar juramento según las modalidades y la fórmula indicada en el número siguiente».

n. 48. «Las personas señaladas en el n. 46 y en el n. 55, párrafo 2 de la presente Constitución, debidamente advertidas sobre el significado y sobre el alcance del juramento que han de prestar antes del comienzo del proceso de la elección, deberán pronunciar y subscribir a su debido tiempo, ante el Cardenal Camarlengo u otro Cardenal delegado por éste, en presencia de dos Protonotarios apostólicos de Número Participantes, el juramento según la fórmula siguiente:

Yo N. N. prometo y juro observar el secreto absoluto con quien no forme parte del Colegio de los Cardenales electores, y esto perpetuamente, a menos que reciba especiales facultades dadas expresamente por el nuevo Pontífice elegido o por sus Sucesores, acerca de todo lo que atañe directa o indirectamente a las votaciones y a los escrutinios para la elección del Sumo Pontífice.

Prometo igualmente y juro que me abstendré de hacer uso de cualquier instrumento de grabación, audición o visión de cuanto, durante el período de la elección, se desarrolla dentro del ámbito de la Ciudad del Vaticano, y particularmente de lo que directa o indirectamente de algún modo tiene que ver con las operaciones relacionadas con la elección misma.

Declaro emitir este juramento consciente de que una infracción del mismo comportaría para mí la pena de excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica.

Así Dios me ayude y estos Santos Evangelios que toco con mi mano».

n. 49. «Celebradas las exequias del difunto Pontífice, según los ritos prescritos, y preparado lo necesario para el desarrollo regular de la elección, el día establecido para el inicio del Cónclave, según lo previsto en el n. 37 de la presente Constitución, todos los Cardenales se reunirán en la Basílica de San Pedro en el Vaticano, o donde la oportunidad y las necesidades de tiempo y de lugar aconsejen, para participar en una solemne celebración eucarística con la Misa votiva Pro eligendo Papa. Esto deberá realizarse a ser posible en una hora adecuada de la mañana, de modo que en la tarde pueda tener lugar lo prescrito en los números siguientes de la presente Constitución».

n. 50. «Desde la Capilla Paulina del Palacio Apostólico, donde se habrán reunido en una hora conveniente de la tarde, los Cardenales electores, en hábito coral, irán en solemne procesión, invocando con el canto del Veni Creator la asistencia del Espíritu Santo, a la Capilla Sixtina del Palacio Apostólico, lugar y sede del desarrollo de la elección. Participan en la procesión el Vicecamarlengo, el Auditor General de la Cámara Apostólica y dos miembros de cada uno de los Colegios de Protonotarios Apostólicos de Número Participantes, de los Prelados Auditores de la Rota Romana y de los Prelados Clérigos de Cámara».

n. 51, párrafo 2. «Por tanto, el Colegio Cardenalicio, que actúa bajo la autoridad y la responsabilidad del Camarlengo ayudado por la Congregación particular de la que se habla en el n. 7 de la presente Constitución, cuidará de que, dentro de dicha Capilla y de los locales adyacentes, todo esté previamente dispuesto, incluso con la ayuda desde el exterior del Vicecamarlengo y del Sustituto de la Secretaría de Estado, de modo que se preserve la normal elección y el carácter reservado de la misma».

n. 55, párrafo 3. «Si se cometiese y descubriese una infracción a esta norma, sepan los autores que estarán sujetos a la pena de excomunión latae sententiae reservada a la Sede Apostólica».

n. 62. «Abolidos los modos de elección llamados per acclamationem seu inspirationem y per compromissum, la forma de elección del Romano Pontífice será de ahora en adelante únicamente per scrutinium.

Establezco, por lo tanto, que para la elección válida del Romano Pontífice se requieren al menos los dos tercios de los votos, calculados sobre la totalidad de los electores presentes y votantes».

n. 64. «El procedimiento del escrutinio se desarrolla en tres fases, la primera de las cuales, que se puede llamar pre-escrutinio, comprende: 1) la preparación y distribución de las papeletas por parte de los Ceremonieros —llamados al Aula junto con el Secretario del Colegio de los Cardenales y con el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias— quienes entregan por lo menos dos o tres a cada Cardenal elector; 2) la extracción por sorteo, entre todos los Cardenales electores, de tres Escrutadores, de tres encargados de recoger los votos de los enfermos, llamados por brevedad Infirmarii, y de tres Revisores; este sorteo es realizado públicamente por el último Cardenal Diácono, el cual extrae seguidamente los nueve nombres de quienes deberán desarrollar tales funciones; 3) si en la extracción de los Escrutadores, de los Infirmarii y de los Revisores, salieran los nombres de Cardenales electores que, por enfermedad u otro motivo, están impedidos de llevar a cabo estas funciones, en su lugar se extraerán los nombres de otros no impedidos. Los tres primeros extraídos actuarán de Escrutadores, los tres segundos de Infirmarii y los otros tres de Revisores».

n. 70, párrafo 2. «Los Escrutadores hacen la suma de todos los votos que cada uno ha obtenido, y si ninguno ha alcanzado al menos los dos tercios de los votos en aquella votación, el Papa no ha sido elegido; en cambio, si resulta que alguno ha obtenido al menos los dos tercios, se tiene por canónicamente válida la elección del Romano Pontífice».

n. 75. «Si las votaciones a las que se refieren los números 72, 73 y 74 de la mencionada Constitución no tuvieran resultado positivo, dedíquese un día a la oración, a la reflexión y al diálogo; en las sucesivas votaciones, observado el orden establecido en el número 74 de dicha Constitución, tendrán voz pasiva solamente los dos nombres que en el precedente escrutinio hayan obtenido el mayor número de votos, sin apartarse de la norma de que también en estas votaciones se requiere para la validez de la elección la mayoría cualificada de al menos dos tercios de los sufragios de los Cardenales presentes y votantes. En estas votaciones los dos nombres que tienen voz pasiva carecen de voz activa».

n. 87. «Realizada la elección canónicamente, el último de los Cardenales Diáconos llama al aula de la elección al Secretario del Colegio de los Cardenales, al Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias y a dos Ceremonieros; después, el Cardenal Decano, o el primero de los Cardenales por orden y antigüedad, en nombre de todo el Colegio de los electores, pide el consentimiento del elegido con las siguientes palabras: ¿Aceptas tu elección canónica para Sumo Pontífice? Y, una vez recibido el consentimiento, le pregunta: ¿Cómo quieres ser llamado? Entonces el Maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias, actuando como notario y teniendo como testigos a dos Ceremonieros, levanta acta de la aceptación del nuevo Pontífice y del nombre que ha tomado».

Esto decido y establezco, no obstante cualquier disposición contraria.

Este documento entrará en vigor inmediatamente después de su publicación en L'Osservatore Romano.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 22 de febrero del año 2013, octavo de mi pontificado.

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